EEPACIO DEL POETA

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Revista N.º 6 ESPACIO DEL POETA REVISTA LITERARIA DE HABLA HISPANA Mayo 2011 Autor Álvaro Retana ©

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Revista Literaria de Habla Hispana

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                   Revista    N.º  6  -­‐    ESPACIO  DEL  POETA                                                              REVISTA  LITERARIA  DE  HABLA  HISPANA                                                                                              Mayo 2011            

 Autor      Álvaro  Retana  ©  

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Ayer

Ayer

Los pájaros,

hoy las mariposas.

Mañana nosotros

¿Dónde despertaremos?

Etherline Mikeska - Neuquén - Argentina

     

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LA FE

El lugar era gris, igual a sus habitantes grises y tristes, burlados en sus

esperanzas No les quedaba otro remedio, de alguna forma se habían acostumbrado a ese

destino cual si estuvieran condenados al cadalso cuyas sentencias se iban cumpliendo

puntualmente.

Cierto día se reunieron para conversar sobre la Fe, lo único que conservaban

latente para seguir

existiendo  ¿Cómo  vivir  sin  ella?.  Era  la  única  ilusión  que  aún  atesoraban.  

La  Fe  mueve  montañas  convinieron  todos;  eso  dicen.  Surgió  un  impulso  

colectivo,  imprescindible.  Como  la  montaña  no  había  ido  hacia  ellos,  el  tema  

pasaba  por  ir  a  buscarla.  

Les  resultaba  inquietante  la  idea  de  moverla,  desplazarla  hasta  las  propias  

ventanas  de  sus  casas.  

Emprendieron  el  camino  con  todas  sus  fuerzas    para  llegar  a  su  base,  la  

montaña  no  se  movió  del  sitio.  La  cuestión  les  traía  más  problemas  que  soluciones,  

era  tan  inamovible  como  inaccesible.  Así  fue  como  se  les  ocurrió  otra  alternativa.    

Tomaron  lienzos  blancos  y  pintaron  sobre  ellos  cientos  de  montañas,  las  

pendieron  prolijamente  sobre  las  paredes  de  sus  habitaciones.  Ahí  estaba  el  

símbolo  muy  pegado  a  ellos,  muy  ligado  a  sus  sueños  de  pertenencia.  

Al    mañana  siguiente  se  sorprendieron  frente  a  las  telas  pintadas,  tenían  

fragmentos  descoloridos  y  no  estaban  situados  según  las  habían  sujetado,  unas  se  

inclinaban  hacia  la  derecha,  otras  a  la  izquierda  o  derrumbadas  sobre  el  piso.  

Salieron  a  la  calle  y  en  cada  casa  había  ocurrido  lo  mismo.  

¿Por  qué  este  remolino?  

Fijaron  sus  ojos  en  la  montaña  que  se  alzaba  lejana  como  una  mole  de  

corazón  duro.  Vieron  que  tenía  un  cráter  que  la  dividía  en  dos  y  devoraba  en  su  

propio  vientre  a  las  rocas  de  sus  laderas.  

Seguramente  cualquier  persona  que  se  arriesgase  a  escalarla  

inexorablemente  desaparecería  tragado  por  ella.  

Comenzaron  las  grandes  dudas  sobre  la  Fe.    La  desolación,  el  hambre,  la  

muerte,  los  seguía  angustiando  cada  día.  El  símbolo  no  daba  respuesta  alguna,  y  

dejaron  de  creer.  

 

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Al  tiempo  comprendieron  que  creyesen  o  no,  hay  momentos,  instantes  tal  

vez  que  cada  ser  humano  se  enfrenta  sí  mismo,  a  su  desconsuelo  o  a  su  soledad,  y  

halla  dulce  compañía  en  la  Fe,  último  recurso  que  queda.  

La Fe como un enorme abanico multicolor.

Irma Sambuelli Serrano -Rosario- Santa Fe - Argentina

         

MADRE  

 

Artesana  de  vientos  coloridos  

tejedora  de  sueños  e  ilusiones  

forjadora  del  alma  y  la  conciencia    

 

 

Victoria  Gonzáles  Badani-­  Santiago-­  Chile        

Artesanía  Un choclo en la mesa desgrana  sus  perlas    Ruedan  en  un  plato  como  cuentas  de  rosario    Desafectada  una  mano    decide  qué  empanada  completa.    Ana  Romano-­Buenos  Aires-­Argentina  

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  Antonio A D. Antonio Ruiz Soler, español universal con un preludio de bulerías Las pupilas negras mirándose el alma la cintura estrecha ceñida en la faja las venas azules de fiebre abrasadas …¡Bailaba!… y un milagro alegre de bronce surgía como la llama viva del pelo a las plantas. ¡Palomas de cobre, viriles e ingrávidas! Un vuelo de siglos las manos levantan, sobre el arrebato del talle moreno elástico y duro como una azagaya. …¡Bailaba!... La luna quería silenciosa y pálida quedarse dormida sobre el pecho oscuro pequeña y redonda como una medalla Las manos batían el aire en las palmas y por las veredas de sus huecos hondos, el aire quemaba. …¡Bailaba!... El pámpano abría su piel de esmeralda sobre el alboroto de aquel pelo negro y el enigma oscuro de las cejas altas. Lívida la luna, caliente y amarga mordía celosa la red de la parra y bajo las rosas de un carmen moreno su sombra abrazaba… Báilame por alegrías Ese baile tan bonito Que tiene tu Andalucía Una corona de España Serrano yo te daría Viéndote bailar por Caña Maricruz Serrano Jiménez- Madrid- España

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                                                                                                                                                                                                                                   Romance  

   

¡Oh  pena  de  los  gitanos!  Pena  limpia  y  siempre  sola.  

                                                       Federico  García  Lorca      Pena  en  el  lomo  del  río.  

Espeso  y  negro  su  cauce.  

Espera,  como  tu  nido,  

espera,  como  tu  boca  

nacida  de  verdes  mares,  

mojada  de  arenas  rojas  

Espérame  en  el  deshielo  

de  las  noches,  de  las  notas  

que  llegaré  yo  a  llevarte  

lejos  de  la  pena  negra  

lejos  de  la  pena  sola.  

 

Diana Bravi Torras- Rosario- Argentina                                                                                      Marzo  2011                            

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    La Pregunta          

¿ Porqué me vienes con esa pregunta?

¿Acaso no tomo tu mano entre las mías.? ¿No acaricio tu cabello con dulzura? ¿No ves cómo En tu rostro me deleito? ¿No sientes el amor en mi mirada o la entrega en el beso deseado.? Entonces Si afirmativamente la cabeza inclinas Si tus ojos de alegría brillan Ya sabes la respuesta    Rafael Serrano Ruiz- Madrid –España

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Ariadna

Ariadna resuma delirio: cuerpo en desnudez, la cara y los cabellos en mezcla de arena

blanca, casi ceniza, abundante en Noxos.

- Tu huida amanece en espuma por mi boca.

Abandonada aquí, aún no te olvido. No tuvimos futuro. Pero fue y es capaz

de arder y de recrearse con su propio fuego. No se consume.

Una y mil veces te volvería a nombrar para tenerte, para encender el día y la

noche de la fiesta, las palmas de tus manos en mis manos, tu máscara rota en

la mirada. Sin vos soy extranjera de mí.

Cortaste el hilo. El endeble hilo de miel y de mortaja. Apenas me recuerdo en

la hilandera vestal.

Beberé de otro vino. Está llegando. Viene al son de cascabeles y de cítaras.

Lilí Muñoz –Neuquén-Patagonia- Argentina Luna de agua. 2011, Editorial Fundación Tribu Salvaje 2a.edición ampliada.

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Susurros de Ocaso Forma Parte de la antología a Neruda 2011

Parecen querer abrazarse, ¿o quizá es que se separan ?...

No…

Ésos árboles que atrapan un atardecer de ensueños

se hablan entre susurros. Suenan canciones de nanas.

Versos de Pablo Neruda escondidos en las ramas

oteando en Isla Negra los crisoles de sus ansias,

de sus recuerdos, historias, sus paseos, su fragancia.

Sí…

Recitan sus versos, cantan, quedamente, su añoranza

aspirando y suspirando con el viento que les mueve

por horizontes profundos enredados en el alma. Azules, naranjas, malvas…pinceladas de colores

en su ocaso y sus mañanas, dando cobijo y aliento

a los poetas que pasan y se sientan a su sombra,

como queriendo abrazarla. Sueñan como otros poetas

y sus mágicas palabras arropados en su cielo, en su aire

en sus estancias…sus caminos, sus veredas: la voz…

¡De Pablo!

Su casa.

Nieves Mª Merino Guerra-Las Palmas de Gran Canaria – España

15 de abril de 2011  

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Daniel  

Cuando yo era chico, mis padres se mudaron a un lugar muy alejado de la ciudad donde

vivíamos. “- Problemas con el trabajo de tu padre-” dijo mamá cuando le pregunté por

qué nos íbamos. Con el tiempo me di cuenta que en realidad lo habían echado del

trabajo y un tío nos prestó esa casa para que no viviésemos en la calle.

Recuerdo que para llegar tuvimos que abrir una pequeña tranquera que a modo de

improvisada puerta, daba paso a un camino pardo y tosco, flanqueado por árboles que

yo no conocía. Cuando llegamos al final de ese camino nos encontramos con una casita

sencilla custodiada por un severo molino de hierro y zinc.

Nuestro equipaje era lo suficientemente liviano para acomodarlo en dos o tres días, a

partir de los cuales, reorganizamos nuestras vidas: mi papá comenzó a labrar una

pequeña huerta y, con algunas gallinas que mamá cuidaba, podíamos ir tirando hasta

que volviese a conseguir otro trabajo.

Yo ayudaba en lo que podía porque iba a la escuela muy de vez en cuando, pero a pesar

de tener muchas faltas, de alguna manera me las arreglaba para llevar el cuaderno al día.

Extrañaba muchísimo a mi antiguo barrio. Bueno, en realidad extrañaba a mis amigos,

porque con ellos jugaba todas las tardes al salir del colegio. Aquí, lo único que podía

hacer era salir a caminar por cualquier lado para volver al rato más aburrido que nunca.

Las pocas casas que había me parecían todas iguales: monótonas, chatas, blancas y

aburridas, con sus eternos quijotes de zinc y sus caminos de tierra que daban a ninguna

parte o terminaban en inquietos y repetidos pastizales. La única diferente era un caserón

abandonado de dos pisos y techos de pizarra que parecían continuar en alguna nube.

Según el ánimo con que se lo mirase, podía tener uno, diez o mil años de antigüedad.

Estaba casi a una cuadra de donde vivíamos, pero por un accidente del terreno no

siempre se lo podía ver. A pesar de eso, me era fácil encontrarlo y entrar en él: escalaba

el pequeño muro que en su parte trasera daba a un patio y me metía en todas las piezas,

después subía una larga escalera caracol de madera y blanquísimo mármol, e iba sala

por sala jugando a que era un detective o un arqueólogo buscando un fabuloso tesoro

dentro de una gran pirámide, hasta que lentamente se iba haciendo la noche.

Durante mucho tiempo hice eso hasta que una tarde, cuando la luna se mecía lentamente

entre los árboles, me pareció que por la calle de tierra venía un camión de mudanzas

derechito hacia la casona.

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Salí de ella y me quedé sentado junto a unos troncos que estaban enfrente. El camión se

detuvo y de él bajó una familia como la mía, junto con dos o tres personas que ayudaron

a descargar varios canastos de mudanza. Cuando se fue el camión, lo último que vi fue

un chico de mi edad que cerraba lentamente la puerta.

¡Qué bueno! – me dije- ¡Por fin voy a tener alguien para jugar!

Volví corriendo a casa, y en la cena les conté a mis padres sobre los nuevos vecinos. Al

parecer les extrañó un poco la noticia porque me hicieron dos o tres preguntas y luego

cambiaron de tema.

Como hacía mucho calor, apenas terminamos de comer salimos a pasear hasta la calle

por el caminito de la tranquera. Desde allí se podían ver las luces que ellos habían

encendido, además de oír los ruidos de unos muebles que iban corriéndose de aquí para

allá. Sin decir nada, papá y mamá entraron en casa y yo me quedé mirando y

escuchando un tiempo más, hasta que comencé a tener mucho sueño. Cuando llegué a

mi pieza, me tiré casi sin desvestirme sobre mi cama,.

Al otro día, en vez de ir a la escuela fui a la casona. Sentado en el umbral estaba aquel

chico que había visto cerrar la puerta.

- Hola, me llamo Daniel.

- Yo soy Alejandro – me respondió mientras nos dábamos la mano.

- ¿De dónde venís?

- Esta casona siempre es nuestra – me contestó sin separar sus ojos de los míos.

- Yo vivo allá.

Y señalándole la casa que mi tío nos había prestado, añadí como para entrar en

confianza:

- A mi papá lo echaron del trabajo y tuvimos que mudarnos.

- Si, claro. ¿Te gustaría jugar a algo?

- ¡Dale! ¿Tenés bolitas?

- Siempre llevo algunas en el bolsillo, ¿empezamos?

Y por primera vez me puse a jugar con él toda la tarde hasta que oí que me llamaban

para cenar.

- ¿Vas a estar mañana? – le dije como si fuera un ruego.

- Estoy todos los días. ¿Venís acá o voy a tu casa?

-Venite a casa; así de paso conocés a mis padres. ¿Tenés soldaditos?

-Si, muchos.

- Entonces traelos. Es el juego que más me gusta.

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- A mí también. A las cinco estoy, ¿te parece?

- Dale... ¡A las cinco te espero!

Y salí corriendo, feliz de haber encontrado después de tanto tiempo alguien para jugar.

Mientras cenábamos le dije a mis padres que mañana a la tarde vendría Alejandro, el

niño que vivía en la casona, a jugar a los soldaditos. Creo que les pareció bien, y

después de ayudar a mamá a levantar la mesa fui a mi pieza a buscar la caja donde los

tenía.

Elegí los mejores, los puse en una bolsa con tanques y cañones y me dormí. Esa noche

soñé que dirigía una batalla alrededor de la casona; los soldaditos entraban y salían de

ella bajo un fuego cruzado de ametralladoras sin que ninguno resultase herido o muerto.

La mañana se me hizo larguísima, hasta que a las cinco de la tarde llegó Alejandro con

una bolsa de soldaditos muy parecida a la mía.

- ¡Mamá, papá... llegó Alejandro! – grité mientras corría a recibirlo.

Los dos vinieron cuando estábamos a punto de empezar a jugar.

- Éste es Alejandro, mi amigo.

Ambos me miraron y mi papá, poniendo sus manos en mis hombros me dijo “Bueno

Daniel, que se diviertan mucho” Hablaron algo entre ellos y se fueron; mamá a casa y

papá a la huerta.

Jugamos mucho rato y al igual que la vez anterior, apenas me llamaron a comer,

juntamos nuestra tropa. Antes de separarnos le dije:

- ¿Vas a estar mañana?

- Estoy todos los días. Ahora te toca a vos venir a mi casa.

- Bueno, ¿a las cinco de nuevo?

- A las cinco.

Y juntando sus soldaditos en la bolsa, se perdió entre la tierra, la noche, la luna y los

árboles.

Pasamos muchos meses jugando en una y otra casa. A veces cambiábamos de juego

pero invariablemente volvíamos “a los soldaditos”. Lo que más me extrañaba de

Alejandro era que llamaba a cada soldadito por su nombre. Cada uno de ellos tenía uno

distinto y además, una historia de vida distinta. Cuando le preguntaba por éste o aquel

guerrero, me respondía como si se tratara de una persona real, de alguien que estaba

vivo. Yo aceptaba eso y mucho más de Alejandro porque era mi único amigo; porque

nos queríamos y, al igual que yo, parecíamos no tener casi nadie en el mundo.

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Al poco tiempo yo empecé a hacer lo mismo, porque Alejandro tenía la sencilla virtud

de contagiar a cualquiera de las cosas que él hacía.

Cierto día de verano el juego se prolongó más de lo habitual y como nadie nos llamaba,

dejamos los soldaditos como estaban y nos acostamos en el suelo mirando el cielo hasta

intoxicarnos de estrellas. El molino, mudo hasta ese momento, comenzó a girar

rítmicamente como si recitase las estrofas de una poesía conocida.

Poco a poco, una pálida y terrible luna que estaba sobre la casona comenzó a subir al

cielo como queriendo mirarnos.

- ¿Cuántos años tenés? – me preguntó sin dejar de mirar al cielo.

- Mañana cumplo trece, ¿y vos?

- Yo también.

-¿En serio? ¡Eso sí es una casualidad!

- Te estás volviendo grande... – y agregó- ¿Sabías que las estrellas y los ángeles nunca

envejecen?...

- ¿Ni los soldaditos? – contesté señalándole nuestro juego.

- Tampoco... – dijo seriamente como para sí.

Luego de estar callados un buen rato, quité la vista del cielo para mirarlo y le dije:

- ¿Vas a venir a mi cumple?... bueno, al nuestro...

Alejandro siguió mirando el cielo donde poco a poco iban desapareciendo las estrellas.

- No, tengo que estar con los míos; pero hacé de cuenta de que estoy con vos y yo haré

lo mismo – y dándose vuelta hacia mí terminó de decirme con una sonrisa- Es tarde, y

me tengo que ir; además están por llamarte tus padres...

Se levantó rápidamente y apenas terminó de juntar sus soldaditos, oí la voz de mamá

llamándome a cenar. Lo vi alejarse corriendo como si un inmenso lobo blanco lo

persiguiese para devorarlo.

El día siguiente a nuestro cumpleaños fui hacia la casona a buscarlo para ver qué

hacíamos. Llamé muchas veces pero no respondió nadie. Ahora el edificio parecía tener

mil años y a estar tan solitario como cuando lo conocí por primera vez.

Miré por entre la cerradura y las ventanas. Estaba completamente vacío. Entonces

comencé a sentirme triste y enojado al mismo tiempo porque no podía entender por qué

Alejandro se fue sin despedirse de mí; él era mi único amigo; nos queríamos y, al igual

que yo, no teníamos después de tanto tiempo casi a nadie en el mundo.

Desde aquel día, no volví a verlo ni a escalar el pequeño muro de la parte trasera de

aquella casona para ver qué había adentro. Mi papá volvió a conseguir trabajo y

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volvimos a la ciudad. donde rápidamente fui creciendo hasta que, al igual que mi padre,

me casé y tuvimos un único varoncito.

Al poco tiempo heredé la casa donde pasé aquella parte de mi niñez y, llevado por cierta

nostalgia, decidí restaurarla y remodelarla para luego mudarme con mi familia.

Cierta tarde de verano, cuando la luna amenazaba asomar desde la antigua casona, mi

hijo vino corriendo a contarme que se había hecho amigo de un chico de su edad que

vivía en ella.

Puse mis manos sobre sus hombros y le dije:

- Tu nuevo amigo se llama Alejandro, ¿verdad?

Y mirándome con sus ojos llenos de tiempo, me contestó en un susurro:

- Sí... Alejandro... ¿Cómo lo supiste, papá?

No le dije nada. Sólo le sonreí.

Lo vi correr hacia la cocina mientras la luna se mecía lentamente entre los árboles y el

molino, mudo hasta ese momento, comenzó a girar rítmicamente como si recitase las

estrofas  de  una  poesía  conocida  

 

Por  Ezequiel  Feito-­Buenos  Aires  -­Argentina  

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ESCRIBO

Porqué escribo?... para la Amistad. Para mis pensamientos… para mis recuerdos

por los duendes de la infancia libre para desconocer imposibles.

Escribo porque el lápiz me transporta por lugares mágicos.

Guarda mi voz para cuándo no tenga memoria. Escribo porque me leo y me respondo

porque el papel recoge mis palabras y les pone alas abriendo caminos a recorrer sin atavíos

desde la copa del jacarandá o juntando aromitos sin tocar las espinas.

A veces girando en tempestades hacia los ríos para que me escriban en sus riberas

llevando mi voz hasta las corrientes marinas. Escribo la libertad y los sueños,

y escribo para ti, amigo que conoces mi alma.

Nelda Lugrin-Concordia-Entre Ríos-Argentina

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LA MÚSICA

Nadie supo qué artefacto era ese. Una noche apareció sobre la mesa del club y

mientras íbamos llegando lo mirábamos de un lado y otro sin comprender. Descansaba

sobre la funda abierta, como una criatura abandonada con su descolorida sábana verde.

Uno a uno dábamos la vuelta para apreciarlo, hasta que el más osado se atrevió a pulsar

una de las cuerdas y ahí se produjo el primer indicio de milagro: no era guitarra, ni

armónica, ni flauta. Era un poco de todo eso con algo de percusión. La nota quedó

temblando en el aire frío, atravesó las volutas de humo azul y agitó las telarañas. El

cantinero dijo que los vasos habían vibrado a sus espaldas. Pero lo miramos con la

misma desconfianza que siempre le tuvimos para el café recién hecho, la estufa apagada

y otros asuntos de limpieza que es mejor no recordar ni vienen al caso.

El artefacto desagradaba a la vista pero sonaba como los dioses. El mismo de

antes sopló por una boquilla que asomaba de una bolsa panzona y blanda. Las doce

cuerdas, por resonancia, acompañaron con un acorde extraño un aire dulce y prolongado

que parecía salir de los despeñaderos de una montaña.

-Es una gaita –sentenció un gallego de luto desde su rincón condenado,

adquiriendo un protagonismo instantáneo que siempre le negábamos para evitar que nos

diera la lata-. Una gaita como las de mi pueblo... ¡Empuja, aprieta y verás que suena a

fiesta!

El audaz volvió a soplar por la boquilla pero no se oyó nada. El gallego le indicó

con la mano callosa que apretara la bolsa y ahí sí: otra vez un susurro de piedra y valle

que enamoró el río de las cuerdas hermanadas en esa brisa larga, misteriosa, llena de

palabras que casi podían entenderse.

A esa altura habíamos rodeado la mesa, inclinados todos sobre el prodigio con la

curiosidad de los no iniciados y la reverencia de los adoradores de lo desconocido. El

intrépido, en quien habíamos delegado la facultad de experimentar, esta vez golpeó la

caja de madera. Dos, tres veces. Se oyó el andar de una caravana, rítmico, mientras las

voces combinadas de cuerdas y gaita daban a los pasos descalzos cadencia de destino,

abrían un sendero entre colinas de arena reseca y se asomaban, esperanzadas, en un

horizonte que atravesaba las paredes de la cantina, se extendía como un perfume

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violento por el barrio embellecido y se apagaba de pronto en cada gesto asombrado

sobre la mesa.

Es imposible explicar lo que pasó después. Varias manos, entre ellas las mías,

se animaron al mismo tiempo. Empujamos, rasgamos. Soplaba el intrépido y apretaba el

gallego que ya lagrimeaba y cantaba una letanía que siempre nos molestó. Pero no esa

noche. Desde todos los rincones empezaron a sumarse las gargantas. Roncas unas por el

tabaco y el alcohol, profundas otras por el cansancio del día, juveniles las nuestras,

entusiasmadas en un coro imprevisto y deshilvanado, que el artefacto concentraba en su

vórtice y nos devolvía en concierto, integrando la travesura a su naturaleza extraña de

orquesta y solista. El cantinero hacía tintinear los vasos que sonaron con destellos de

una luz tan límpida como no habían tenido ni volverían a alcanzar jamás. Era fresco el

olor del café, cálida esa hora vacía del invierno, unidas las voces que hasta hace un rato

disputaban centavos. Se enlazaban en las cuerdas, golpeaban la madera con la sangre

encendida de instantes de lucha inútil. Eran voces de acero traídas de la distancia, más

allá del mar, de un tiempo desconocido que ni siquiera habíamos vivido, de una bodega

hacinada, de una oscuridad incomprendida. Soplaban, reían, marchaban al ritmo

acelerado de un corazón de árbol que pisoteaba la arena liberada del cemento. Voces

levantadas sobre la nube azul del techo enmarañado, en notas tan maravillosas como

para extasiar los velos palaciegos que habían sido telarañas.

Eso fue, nada más. Sólo recuerdo que un hombre insignificante, ni joven ni

viejo, cerró la puerta del baño, se acercó acomodándose los pantalones y apagó el

artefacto. Lo sepultó en su funda de lona verdosa y dijo, entre amable y molesto:

-Es mío. Me lo llevo.

El cantinero, por hábito, repasó los vidrios. El gallego se fue a su soledad,

cabizbajo. A la misma mesa trajimos las mismas cartas. En otra armaron su juego pero

una mujer desgreñada se llevó al marido a los empujones y lo malogró. Hacía frío. Era

media semana y casi fin de mes. Nos fuimos bastante temprano.

 

 

 

Por Jorge Dágata –Balcarce-Argentina    

                                                                                               

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                                                                                                                         LATIDOS  

 

 

 

   Si  es  por  una  cuestión  de  calendario,  me  atrevo  a  afirmar  que  fue  aquel  un  amor  

de  otoño,  o  al  menos,  de  la  segunda  mitad  de  la  vida.  Ambos  venían  de  un  largo  

camino  recorrido:  matrimonios  anteriores,  hijos  varios,  viudez.  Fue  un  amor  

intenso,  difícil  y  diría  enfermo:  celos,  incomprensión,  negación  al  diálogo  y  mucho  

más.  

 Para  compensar,  por  aquello  de  que  la  vida  es  una  palada  de  cal  y  otra  de  arena,  

muy  apasionado,  a  veces.  

   En  esos  avatares  pasaron  diez  años.  No  abundaba  la  ternura,  por  aquello  de:  -­‐En  

público  no  se  hacen  demostraciones  de  cariño.  Eso  es  kitsch.  

   Con  tantas  normas  impuestas  por  él,  resultó  que  a  la  larga,  en  privado  tampoco  se  

intercambiaban  pequeñas  caricias.  Sí  había  sobrevivido  un  enigmático  gesto  de  

cariño:  antes  de  dormir,  él  pedía  que  ella  pusiera  una  mano  sobre  su  pecho.  Con  

este  acto  maternal,  conciliaba  el  sueño.  

   Por  aquellos  misterios  de  la  mente  y  el  corazón,  inexplicables  como  la  misma  

naturaleza  humana,  él,  que  no  podía  consigo  mismo,  comenzó  a  pedirle  a  su  amada  

que  se  fuera  de  su  vida:  -­‐  Te  quiero-­‐  decía-­‐  pero  prefiero  estar  solo.  

¿Cuántas  veces  se  puede  hacer  oídos  sordos  a  tan  hiriente  propuesta?  

Cansada  de  sus  manipulaciones,  ella  partió.  Lejos,  muy  lejos.  Con  el  corazón  

estrujado  y  triste,  mas  el  amor  propio,  intacto.  

 La  voluntad  no  basta  para  matar  los  sentimientos.  A  la  hora  del  descanso,  lejos  de  

aquellas  tareas  que  se  imponen  para  olvidar,  llegaba  el  deseo  de  vagar  por  la  piel  

amada  y  conocida.  Mas,  descubrió  una  manera  tal  vez  pueril  para  conciliar  el  

sueño:  ponía  a  su  lado  una  almohada  y  apoyaba  su  mano  como  infinitas  noches  lo  

hiciera.  ¡Qué  extraordinario!  Ni  bien  cerraba  los  párpados  podía  sentir  latidos  en  

su  mano  tibia.  Igual  que  cuando  estaban  juntos.  Así  dormía.  

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 Nadie  pudo  conocer  las  causas  de  su  regreso.  Guardaba  silencio  o  respondía  con  

evasivas  ante  las  preguntas  indiscretas.  Esperaba  un  milagro.  Leía  poesía  y  

descubrió  que  Borges  había  descrito  con  precisión  lo  que  ella  sentía:  

   

 

 

 

 ¿En  que  hondonada  esconderé  mi  alma  

     para  que  no  vea  tu  ausencia  

   que  como  un  sol  temible,  sin  ocaso,  

   brilla  definitiva  y  despiadada?  

Tu  ausencia  me  rodea  

como  la  cuerda  a  la  garganta,  

el  mar  al  que  se  hunde.  

     

 Pasaron  meses  que  se  hicieron  años,  hasta  que  un  día  y  luego  otro,  dejó  de  pensar  

en  él.  Finalmente,  descubrió  que  no  era  merecedor  de  su  recuerdo.  

 Una  noche,  decidió  que  ya  no  pondría  su  mano  sobre  la  almohada.    

Con  enojo  la  lanzó  por  los  aires  y  se  durmió.  

 

Allá  lejos,  esa  madrugada,  un  corazón  dejó  de  latir.  

 

                                                 Ana  Unhold-­La  Plata-­  Buenos  Aires  -­Argentina  

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Parte de guerra

Este amanecer sin respirarte ahogándome en tu ausencia sin quererlo en esta lenta muerte que me muerde las puntas de los pies y aún así amanece con un grito arrancado a los sueños porque de nuevo huiste antes de abrir los ojos y solo quiero advertirte que la vida castiga con la muerte al que abandona el arma regresa, yo te cubro que aún me quedan balas y vendas y una herida que escuece si respiro y hay un ejército de almas descarriadas como nosotros durmiendo en la trinchera y una colina nueva que antes del ocaso debemos conquistar y llegará mañana, un nuevo amanecer junto a tu ausencia, un metro más de vida conquistada un día más robado a esta guerra. Mayte Sánchez Sempere- Madrid- España

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LA TEMPESTAD Deseo estar viva aunque mi amor muera.

Hacer sonar una guitarra en la calma del mar; fertilizando con lágrimas y suspiros la

losa mortuoria, para ver renacer nuevos sentimientos.

Mis deseos, semejantes a una camelia en flor, con sus pétalos unidos,

representan la indecisión, y sola frente a mí, observo el interior de mis sentidos.

Triunfa la libertad sin las cadenas de un amor pasado;

deambula mi espíritu errante, en busca de otro amor más sosegado.

Las olas me acarician levemente, quisiera por el mar ser poseída;

a él sólo he de entregarme, para engendrar mi nueva vida.

Esperando su agitación y fuerza que estremezcan mis entrañas;

arrancando el jadeo de mi éxtasis, navegando en el fondo de sus aguas,

trastornando mis sentidos con pasión inagotable.

Sin timidez ni pudores, colmando sus ansias insaciables.

Serán testigos de este amor con su tempestad y su calma,

El atardecer del crepúsculo y la quietud de mi alma.

Marga Utiel.-Badajoz- España  

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                                                                                                           Mi  mundo        Lugar...  espacio.  Pequeño  mundo  cobijo  de  sueños.  Manantial  de  anhelos  involucrados  en  las  paredes.  Medidas  ínfimasucía  Giaquinto    Habitaciones  sin  árboles,  sin  atardeceres  rojos,  sin  silbos  mañaneros.  Sin  mármoles    Sentido  de  comarca.  Reinado  de  torres  enigmáticas  adornan  este  pedazo  de  silencio  ¡Sin  llantos...!  Contornos  necesarios    Prado  de  tapices  plásticos.  Horizontes  ocultos  por  edificios...  Monstruos  instalados    Confinamiento  de  astros.  Invento  de  luces.  Refugio  claro    Cuna  de  luna  recortada  en  el  hueco  tibio  del  vaivén,  mezo  suavemente  la  esperanza  de  verte...  Alguna  vez    Lucia  Giaquinto-­Victoria-­  Entre  Ríos-­Argentina  

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Como  una  gaviota    Soy  un  testigo  del  cielo,  ¡El  viento  sopla  tan  fuerte!  Tengo  un  destino  muy  corto,  ¿Puede  ser  primavera?  Estación  que  elijo:  “La  Muerte”    Diviso  lejanos  lazos,  me  ahuyento  del  continente.  La  hiedra  trepa  a  mis  brazos,  ¿Dónde  encuentro  a  la  aurora?  Error  del  tiempo:  “Turbio  como  nieve”.    El  tiempo  no  encuentro,  me  aleja  el  pasado.  Mensajera  de  ensueños,  altanera  de  a  ratos.    Mis  sombras  retumban,  mi  “yo”  no  las  sigue.  El  sol  ya  no  existe,  la  luna  está  triste.    El  peso  del  aire,  abruma  mis  huesos  Mi  alma  está  intacta,  las  horas  de  ascenso.    Sobre  un  recodo  de  serpientes,  saboreé  el  gusto  del  pecado.  Y  donde  el  seno  del  injurio  rompí  la  rosa  en  puro  llanto.      El  cielo  ya  está  verde,  puede  ser  primavera.  La  noche  encuentra  su  fin,  la  aurora  su  existencia.  Las  hojas  se  dejan  pisar,  las  huellas  quieren  ser  sombra.  No  duele  el  suspiro,  ni  pesan  las  horas.  Mi  vida  está  en  orden,  vuelvo  a  ser  gaviota.      Eva  Wendel  _Rosario-­  Santa  Fe-­  Argentina  

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“El crimen”

Todo estaba allí, aún en la pequeñez, en sus ojos malformados, en la piel

color indescifrable, en sus músculos débiles y en su corazón poco oxigenado.

Había llegado a ese lugar días atrás; imposible saber si había sido

decisión del azar o producto de alguna absurda divinidad. Inclusive hasta el refugio le

había sido dado; él no preguntó, sólo se sometió a quedarse allí, en un silencio

profundo. El escondite era una cueva oscura y para él, inhóspita; un río ocre la rodeaba.

Comía lo que lo que tenía a su alcance, y sólo a cuenta gotas. Los primeros días,

dormía la mayor parte del tiempo, y en sus ratos de lucidez la soledad lo hostigaba. No

distinguía entre el día y la noche; el límite entre la vigilia y el sueño era frágil, casi

imperceptible; abismo dentro de más abismo.

En las primeras jornadas recorrió el espacio que lo cercaba, se interiorizó

con los materiales de su guarida. Tocó el líquido color oro que la penetraba y recién

pasados algunos meses, comenzó con la planificación de su obra: el asesinato de la

mujer.

La organización del plan tuvo varias etapas: en primer lugar, imaginó el

día, la hora, el momento justo para atacar. El atardecer sería perfecto, ya que algunos

dicen que el color del sol aumenta el deseo de muerte. Luego, interiormente, calculó el

modo de realizarlo. Debía ser una muerte lenta, auténtica, sin armas ni veneno;

dolorosa, capaz de desprender el alma en segundos. Se figuró la imagen, sintió el dolor

en sus propias entrañas, la sangre presionando sus músculos.

Los ruidos del exterior comenzaron a ser cada vez más cercanos, la

extrañeza del sonido era, para él, un peligro que, a pesar de resultarle desconocido, lo

asustaba y lo perturbaba. En sueños, sintió máquinas que lo apretaban contra la pared

de la cueva. El afuera empezaba a estar adentro.

Pasaron los días, las semanas, los meses y la incomodidad de su cuerpo

en el lugar era no sólo un problema físico sino que la imposibilidad de moverse

libremente le producía asfixia. El río había crecido e inundaba la cueva. Desde ese

momento, supo que se había iniciado la cuenta regresiva. Comenzaba la espera para

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realizar su crimen; su cuerpo empezó a vibrar, sus músculos tomaron fuerza, su corazón

no dejaba de latir a gran velocidad, su mirada era siniestra.

El tiempo que faltaba para cometer aquel asesinato, el cual no tenía un

móvil certero, era apenas una conjetura porque él aún no había nacido.

      Regina Cellino-Venado Tuerto-Santa Fe Argentina