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HUELLAS JUAN PABLO ESCOBAR PABLO ESCOBAR, Radiografía íntima del narco más famoso de todos los tiempos

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CORRECCIÓN: SEGUNDAS

SELLO

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Ediciones península

31/3

COLECCIÓN HUELLAS

15X23-RUSITCA CON SOLAPAS

LucreciaDISEÑO

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CORRECCIÓN: PRIMERAS

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CMYKIMPRESIÓN

FORRO TAPA

PAPEL

PLASTIFÍCADO

UVI

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BAJORRELIEVE

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Brillo

INSTRUCCIONES ESPECIALES

DISEÑO

REALIZACIÓN

lunes 2/3 LU

Diseño de la colección y de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño, Área Editorial Grupo Planeta, a partir de un diseño original de Editorial Planeta Colombiana S.A.Fotografía de la cubierta: Archivo particular de la familia Marroquín SantosFotografía del autor: © Ricardo Pinzón

ediciones península

HUELLAS

J U A N PA B L O E S C O B A R

JUAN

PAB

LO E

SCOB

AR

PA B L O E S C O B A R ,

R a d i o g r a f í a í n t i m a d e l n a r c o m á s fa m o s o d e t o d o s l o s t i e m p o s

(desde 1993, Juan Sebastián Marroquín Santos) nació en Medellín (Colombia) en 1977. Arquitecto y diseñador industrial, participó en el siete veces galardonado do-cumental Pecados de mi padre (2009), pro-yectado por la ONU en la celebración del Día Internacional de la Paz. Se ha reunido en varias ocasiones con los hijos de las vícti-mas de la violencia narcoterrorista ejercida por su padre en los ochenta y noventa. En la actualidad vive en Argentina con su mujer, su hijo, su madre y su hermana, e imparte conferencias sobre el perdón, el diálogo y la reconciliación.

www.pabloescobarmipadre.com

Juan Pablo EscobarLa celda de Pablo Escobar en La Catedral

Otros títulos de la colección Huellas

Quico Sabaté, el último guerrillero

Pilar Eyre

Secretos confesables

Alfredo Fraile

Mandela: mi prisionero, mi amigo

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Echevarría

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Descalzo sobre la tierra roja

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Trotsky

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10121114PVP 19,90€

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De Pablo Escobar creíamos que se había dicho todo. El jefe del cartel de Medellín sigue siendo en el imaginario popular el narcotrafi cante por antonomasia, capaz de controlar gran parte de la cocaína que se consumía en Estados Unidos en los ochenta al tiempo que ponía en jaque a todo un país.

Veintiún años después de su muerte, su hijo, Juan Pablo Esco-bar, escarba en sus recuerdos para mostrar en este libro una versión inédita de su padre, un hombre que podía llegar a los peores extremos de crueldad y a la vez profesar un amor infi -nito a su familia.

Esta no es la historia de un hijo que busca la redención de su padre, sino un testimonio irrepetible de la cara oculta de uno de los criminales más poderosos del siglo XX.

Pablo Escobar,mi padre

Juan Pablo EscobarRadiografía íntima del narco

más famoso de todos los tiempos

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© Juan Sebastián Marroquín Santos, 2014

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones

establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar

o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

Primera edición en Planeta Colombiana, S.A.: noviembre de 2014Primera edición en Península: abril de 2015

Las imágenes que aparecen en este libro forman parte del archivo personal de la familia Marroquín Santos.

© de esta edición: Grup Editorial 62, S.L.U., 2015Ediciones Península,

Pedro i Pons, 9-11, 11.a pta.08034 Barcelona

[email protected]

Ātona Victor Igual - fotocomposiciónLimpergraf - impresión

Depósito legal: B-6.259-2015ISBN: 978-84-9942-397-5

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ÍNDICE

Nota del editor 11Presentación 13

1. La traición 172. ¿Dónde está el dinero? 293. La paz con los carteles 434. Ambición desmedida 835. Los orígenes de mi padre 976. Nápoles: sueños y pesadillas 1297. La Coca Renault 1578. Excentricidades 1659. Haciendo de MAS por los amigos 171

10. Padre narco 17911. Política: su peor error 20712. Preferimos una tumba en Colombia 22713. Barbarie 26314. Cuentos desde La Catedral 32715. Preocúpense cuando me ate las deportivas 367

Epílogo. Dos décadas de exilio 425Agradecimiento 463

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LA TRAICIÓN

El 19 de diciembre de 1993, dos semanas después de la muer-te de mi padre, seguíamos recluidos y fuertemente custodia-dos en el piso veintinueve del apartotel Residencias Tequen-dama en Bogotá. De repente, recibimos una llamada desdeMedellín en la que nos informaron sobre un atentado con unacarta bomba contra mi tío Roberto Escobar en la cárcel deItagüí.

Preocupados, intentamos saber qué había pasado, pero na-die nos daba razón. Los noticiarios de televisión comunicaronque Roberto abrió un sobre de papel enviado desde la Procu-raduría, pero este explotó y le produjo heridas graves en losojos y el abdomen.

Al día siguiente llamaron mis tías y nos informaron de quela Clínica Las Vegas, a donde fue trasladado de urgencia, notenía los equipos de oftalmología que se requerían para ope-rarlo. Y como si fuera poco, circulaba el rumor de que un co-mando armado se proponía rematarlo en su habitación.

Entonces mi familia decidió trasladar a Roberto al Hospi-tal Militar Central de Bogotá porque no solo estaba mejor do-tado tecnológicamente, sino que también ofrecía condicionesadecuadas de seguridad. Así ocurrió y mi madre pagó los tresmil dólares que costó el alquiler de un avión ambulancia. Unavez confirmé que ya estaba hospitalizado, decidimos ir a visi-tarlo con mi tío Fernando, hermano de mi madre.

Cuando salíamos del hotel, observamos extrañados que los

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agentes del CTI de la Fiscalía que nos protegían desde finalesde noviembre habían sido reemplazados ese día y sin previoaviso por hombres de la Sijín (Seccional de Investigación Judi-cial), la inteligencia de la Policía en Bogotá. No le dije nada ami tío, pero tuve el presentimiento de que algo malo podíapasar. En otras áreas del edificio y cumpliendo diversas tareasrelacionadas con nuestra seguridad, también había agentes dela Dijín (Dirección Central de Policía Judicial e Inteligencia)y el DAS (Departamento Administrativo de Seguridad). En elexterior, la vigilancia estaba a cargo del Ejército.

Un par de horas después de llegar a las salas de cirugía delHospital Militar, salió un médico y nos dijo que necesitaban laautorización de algún pariente de Roberto porque era precisoextraerle los dos ojos, que habían resultado muy dañados trasla explosión.

Nos negamos a firmar y le pedimos al especialista que,aunque las posibilidades fueran mínimas, hiciera lo que estu-viese a su alcance para que el paciente no quedara ciego, sinimportar el coste. También le propusimos traer al mejor oftal-mólogo, desde el lugar donde estuviera.

Horas después, todavía anestesiado, Roberto salió de ciru-gía y lo trasladaron a una habitación donde esperaba un guar-dia del Instituto Carcelario y Penitenciario (Inpec). Mi tíotenía vendas en la cara, el abdomen y la mano izquierda.

Aguardamos pacientemente hasta que empezó a despertar.Todavía embotado por la sedación, nos dijo que veía algo deluz pero no identificaba ninguna figura.

Cuando vi que había recobrado algo de lucidez, le dijeque estaba desesperado porque si habían atentado contra éldespués de la muerte de mi padre, lo más seguro era que si-guiéramos mi madre, mi hermana y yo. Angustiado, le pre-gunté si mi padre tenía un helicóptero escondido para fu-garnos.

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LA TRAICIÓN 19

En medio de la charla, interrumpida por la entrada de en-fermeras y médicos, le pregunté varias veces cómo podríamossobrevivir ante la evidente amenaza de los enemigos de mipadre.

Roberto guardó silencio por unos segundos y luego medijo que buscara papel y lápiz para apuntar un dato.

—Anote esto, Juan Pablo: «AAA»; y váyase ya para la em-bajada de Estados Unidos. Pídales ayuda y dígales que va departe mía.

Guardé el papel en el bolsillo del pantalón y le dije a Fer-nando que fuéramos a la embajada, pero en ese momento en-tró el médico que había operado a Roberto y nos dijo que sesentía optimista, que había hecho todo lo posible para salvarlelos ojos.

Agradecimos la diligencia del médico y nos despedimospara regresar al hotel, pero me dijo tajante que yo no podíasalir del hospital.

—¿Cómo, doctor? ¿Por qué?—Porque su escolta no ha venido —respondió.Las palabras del médico aumentaron mi paranoia porque

si había estado en cirugía no tenía por qué estar tan enteradode lo que sucedía con nuestro dispositivo de seguridad.

—Doctor, soy un hombre libre, o acláreme si estoy en ca-lidad de detenido aquí, porque sea como sea me voy a ir. Creoque está en marcha un complot para matarme hoy. Han cam-biado a los agentes del CTI que nos cuidaban —repliqué muyasustado.

—Protegido, no detenido. En este hospital militar somosresponsables de su seguridad y solo podemos entregarlo a laseguridad del Estado.

—Los que tienen que responder por mi seguridad afuera,doctor, son justamente los que vienen a matarme —insistí—.Así que usted verá si me ayuda con la autorización para que

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pueda salir del hospital o si tengo que escaparme de aquí. Novoy a subir al coche de los que vienen a matarme.

El médico debió de ver mi cara de terror y, en voz baja,dijo que no tenía objeción y que inmediatamente firmaba laorden para que mi tío Fernando y yo saliéramos. Con muchosigilo regresamos a Residencias Tequendama y decidimos ir aldía siguiente a la embajada.

Nos levantamos temprano y fui con mi tío Fernando a lahabitación del piso 29 donde se alojaban los encargados denuestra custodia. Saludé a «A-1» y le dije que necesitábamosacompañamiento para ir a la embajada de Estados Unidos.

—¿Para qué quiere ir? —respondió de mala manera.—No tengo por qué informarle a usted de a qué voy. Dí-

game si nos va a dar protección o si tengo que llamar al fiscalgeneral para decirle que usted no quiere protegernos.

—En este momento no hay suficientes hombres para lle-varlo allí —respondió el funcionario de la Fiscalía, molesto.

—Cómo no va a haber gente, si aquí funciona un disposi-tivo permanente de seguridad de alrededor de cuarenta agen-tes de todo el Estado y vehículos asignados para nuestra pro-tección.

—Pues si quiere ir, vaya, pero yo no lo voy a cuidar. Y mehace el favor y firma un papel donde renuncia a la protecciónque le estamos brindando.

—Traiga el papel y lo firmo —respondí.«A-1» fue a otra habitación a buscar en qué escribir y noso-

tros aprovechamos ese momento para salir del hotel. Bajamoscorriendo y tomamos un taxi que tardó veinte minutos en llegara la embajada estadounidense. A esa hora, ocho de la mañana,había una larga fila de personas esperando para solicitar el visadopara viajar a ese país.

Estaba muy nervioso. Me abrí paso entre la gente diciendoque iba a realizar un trámite distinto. Al llegar a la caseta de

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entrada saqué el papel con las tres letras que me dictó Robertoy decidí ponerlo contra el cristal oscuro y blindado.

En un instante aparecieron cuatro hombres corpulentos yempezaron a fotografiarnos. Guardé silencio y, un par de minu-tos después, uno de los que tomaba fotos se acercó y me dijoque lo acompañara.

No me pidieron el nombre ni documentos, no me registra-ron y tampoco pasé por el detector de metales. Sin duda latriple A era una especie de salvoconducto y me lo había dadomi tío Roberto. Estaba asustado. Tal vez por eso no se meocurrió pensar qué tipo de contacto tenía el hermano de mipadre con los estadounidenses.

Estaba por sentarme en una sala de espera cuando aparecióun hombre ya mayor, con el cabello casi blanco, y serio.

—Soy Joe Toft, director de la DEA para América Latina.Acompáñeme.

Me llevó a una oficina contigua y, sin mayor preámbulo,me preguntó a qué había ido a la embajada.

—Vengo a pedir ayuda porque están matando a toda mifamilia... Como usted sabe, vengo porque mi tío Roberto medijo que contara que venía de parte de él.

—Mi Gobierno no puede garantizarle ningún tipo de ayu-da —dijo Toft en tono seco y distante—. Lo máximo que pue-do hacer es recomendarle un juez de Estados Unidos para queevalúe la posibilidad de darles residencia en mi país si ustedofrece algún tipo de colaboración.

—¿Colaboración en qué? Todavía soy menor de edad.—Usted sí puede colaborar mucho... con información.—¿Información? ¿De qué tipo?—Sobre los archivos de su padre.—Con su muerte, ustedes mataron esos archivos.—No le entiendo —dijo el funcionario.—El día que ustedes colaboraron con la muerte de mi pa-

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dre... los archivos de él estaban en su cabeza y él está muerto.Él tenía todo en su memoria. Lo único que guardaba en archi-vos, en agendas, era información sobre matrículas de coche ydirecciones en que vivían sus enemigos del cartel de Cali,pero esa información hace tiempo que la tiene la Policía co-lombiana.

—No, el juez es el que decide si lo aceptan o no allá.—Entonces no tenemos más de qué hablar, señor; me voy,

muchas gracias —le dije al director de la DEA, que se despidióparco y me entregó una tarjeta personal.

—Si algún día recuerda algo, no dude en llamarme.Salí de la embajada estadounidense con muchos interro-

gantes. El inesperado y sorprendente encuentro con el núme-ro uno de la DEA en Colombia y Latinoamérica no sirvió paramejorar nuestra difícil situación, pero sí dejó al descubiertoalgo que desconocíamos: los contactos de alto nivel de mi tíoRoberto con los norteamericanos, los mismos que tres sema-nas antes ofrecían cinco millones de dólares por la captura demi padre, los mismos que enviaron a Colombia todo su apara-to de guerra para cazarlo.

Me parecía inconcebible pensar que el hermano de mi pa-dre estuviera ligado de alguna manera a su enemigo númerouno. Esa posibilidad planteaba otras inquietudes, por ejemploque Roberto, Estados Unidos y los grupos que integraban losPepes (Perseguidos por Pablo Escobar) se hubieran aliadopara atrapar a mi padre.

La hipótesis no era descabellada. De hecho, nos hizo pensaren un episodio sobre el que no reparamos en su momento y quetuvo lugar cuando mi padre y nosotros estábamos escondidosen una casa campesina en el sector montañoso de Belén, la co-muna 16 de Medellín. Fue cuando secuestraron a mi primo Ni-colás Escobar Urquijo, hijo de Roberto, raptado por dos hom-bres y una mujer en la tarde del 18 de mayo de 1993. Se lo

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llevaron del Estadero Catíos, una taberna en la vía que comuni-ca los municipios de Caldas y Amagá, en Antioquia.

Nos enteramos por las noticias estando escondidos en esacabaña tras recibir la llamada de un familiar. Pensamos lo peorporque, ya en ese momento y en su afán por localizar a mipadre, los Pepes habían atacado a numerosos integrantes delas familias Escobar y Henao. Por fortuna, el susto no pasó amayores porque cinco horas más tarde, hacia las diez de lanoche, Nicolás fue dejado en libertad, sin un rasguño, cercadel hotel Intercontinental de Medellín.

Como cada día que pasaba estábamos más incomunicados,el secuestro de Nicolás cayó en el olvido, aunque mi padre y yonos preguntábamos cómo había hecho para salir con vida de unsecuestro que en la dinámica de aquella guerra equivalía a unasentencia de muerte.

¿Cómo se salvó Nicolás? ¿A cambio de qué lo liberaron losPepes horas después de secuestrarlo? Es probable que Robertodecidiera hacer un pacto con los enemigos de mi padre a cam-bio de la vida de su hijo.

La confirmación de esa alianza se produjo en agosto de1994, ocho meses después de mi visita a la embajada de Esta-dos Unidos.

Por aquellos días, mi madre, mi hermana Manuela, mi no-via Andrea y yo fuimos a recorrer las ruinas y lo poco quequedaba en pie de la hacienda Nápoles. Teníamos autoriza-ción de la Fiscalía para ir hasta allá pues mi madre debía reu-nirse con un poderoso capo de la región para entregarle algu-nas propiedades de mi padre.

Una de esas tardes, cuando recorríamos la vieja pista deaterrizaje de la hacienda, recibimos una llamada de mi tía AlbaMarina Escobar en la que dijo que debía hablar con nosotrosesa misma noche porque se trataba de un asunto muy urgente.

Dijimos que sí de inmediato porque utilizó la palabra «ur-

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gente», que en los códigos de nuestra familia significa que al-guien está en peligro de muerte. Esa misma noche llegó a lahacienda y sin equipaje. La esperábamos en la casa del admi-nistrador, la única construcción que había sobrevivido a losregistros y a la guerra.

Los agentes de la Fiscalía y la Sijín que nos cuidaban espe-raron fuera de la casa y nosotros nos dirigimos al comedor,donde mi tía se comió un plato de sancocho. Luego, sugirióque solamente mi madre y yo escucháramos lo que iba a decir.

—Les traigo un mensaje de Roberto.—¿Qué pasó, tía? —indagué, nervioso.—Él está muy contento porque existe una posibilidad de

que a ustedes les concedan los visados para Estados Unidos.—Qué bien, ¿y cómo consiguió eso? —preguntamos y se

debió de notar que nos cambió la expresión de la cara.—No se los darán pasado mañana. Pero hay que hacer una

cosa antes —dijo, y su tono me produjo desconfianza.—Es muy sencillo... Roberto estuvo hablando con la DEA

y le pidieron un favor a cambio de visados para todos ustedes.Lo único que tienen que hacer es escribir un libro sobre eltema que quieran, siempre y cuando en ese libro se mencionea su padre y a Vladimiro Montesinos, el jefe de inteligencia deFujimori en Perú. Además, en ese libro usted tiene que asegu-rar que lo vio aquí en Nápoles hablando con su padre y queMontesinos llegaba en avión. El resto del contenido del librono importa.

—No son tan buenas noticias, tía —interrumpí.—¿Cómo que no, acaso no quieren los visados?—Una cosa es que la DEA pida que digamos algo que sea

cierto y que yo no tenga problemas en contarlo, pero otra cosaes que me pida que mienta con la intención de hacer un dañotan grande.

—Sí, Marina —intervino mi madre—, es muy delicado lo

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que nos están pidiendo, porque ¡cómo vamos a hacer nosotrospara justificar unas afirmaciones que no son ciertas!

—¿Y eso qué les importa? ¿Acaso no quieren los visados?Si no conocen a Montesinos y a Fujimori, qué les importadecir eso... si lo que ustedes quieren es vivir tranquilos. Estagente les manda a decir que la DEA quedaría muy agradecidacon ustedes y que nadie los molestaría en Estados Unidos apartir de ese momento. También ofrecen la posibilidad de lle-var dinero para allá y usarlo sin problema.

—Marina, no quiero meterme en problemas nuevos testi-ficando cosas que no son ciertas.

—Pobrecito mi hermano Roberto, con los esfuerzos queestá haciendo para ayudarles y a la primera ayuda que les con-sigue ustedes dicen que no.

Molesta, Alba Marina se fue esa misma noche de Nápoles.Pocos días después de ese encuentro y ya de regreso en Bo-

gotá, recibí una llamada. Era la abuela Hermilda desde NuevaYork, donde estaba de paseo con Alba Marina. Después de ex-plicarme que había viajado en plan turista, me preguntó si nece-sitaba que me trajera algo de allá. Ingenuo y aún sin entender elenorme significado de lo que representaba que mi abuela estu-viera en ese país, le pedí que comprase varios frascos del perfu-me que no podía conseguir en Colombia.

Colgué desconcertado. ¿Cómo era posible que la abuelaestuviera en Estados Unidos siete meses después de la muertede mi padre si, hasta donde yo sabía, a las familias Escobar yHenao les habían cancelado el visado?

Ya eran varios los hechos en los que mis parientes apare-cían con vínculos no claros con los enemigos de mi padre. Sinembargo, en la lucha por conservar la vida, dejamos que eltiempo pasara sin indagar más allá de las simples suspicacias.

Transcurrieron varios años y ya radicados en Argentina,donde habíamos ido a parar tras el exilio, no pudimos salir del

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asombro al ver en un noticiario de televisión la noticia de que elpresidente de Perú, Alberto Fujimori, había escapado a Japón ynotificado su renuncia vía fax.

La sorprendente dimisión de Fujimori, tras diez años degobierno, se había producido una semana después de que larevista Cambio publicara una entrevista en la que Roberto afir-maba que mi padre había aportado un millón de dólares a laprimera campaña presidencial de Fujimori en 1989.

También aseguraba que el dinero había sido enviado a tra-vés de Vladimiro Montesinos, que según él viajó varias veces ala hacienda Nápoles. Mi tío agregó a la revista que Fujimori sehabía comprometido a facilitar que mi padre traficara desde supaís cuando él asumiese la presidencia. En la parte final de laentrevista aclaró que no tenía pruebas de lo que estaba afir-mando porque, aseguró, la mafia no dejaba huella de sus ac-ciones ilegales.

Semanas después salió al mercado el libro Mi hermano Pa-blo, de Roberto Escobar, con 186 páginas, de la editorial Quin-tero Editores, que «recreó» la relación de mi padre con Mon-tesinos y Fujimori.

En dos capítulos Roberto narró la visita de Montesinos a lahacienda Nápoles, la manera como traficaba cocaína con mipadre, la entrega de un millón de dólares para la campaña deFujimori, las llamadas de agradecimiento del nuevo presiden-te a mi padre y el ofrecimiento de colaboración por la ayudaeconómica prestada. Al final, una frase me llamó la atención:«Montesinos sabe que yo lo sé. Y Fujimori sabe que yo lo sé.Por eso cayeron los dos».

Roberto relató episodios en los que aseguró haber estadopresente, pero que mi madre y yo jamás vimos ni escuchamos.

No sé si se trata del mismo libro que nos sugirieron escri-bir para obtener los visados a Estados Unidos. La única certe-za sobre este asunto llegó de manera accidental en el invierno

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de 2013, con la llamada de un periodista extranjero a quien lehabía expresado mis sospechas en algunas ocasiones.

—Sebas, Sebas, ¡tengo que contarte algo que me acaba deocurrir y no puedo aguantar hasta mañana!

—Cuéntame, ¿qué ha pasado?—Acabo de cenar aquí en Washington con dos antiguos

agentes de la DEA que participaron en la persecución de tupadre. Me reuní con ellos para hablar sobre la posibilidad deestar contigo y con ellos en una futura serie de televisión paraEstados Unidos sobre la vida y muerte de Pablo.

—Bueno, ¿pero qué fue lo que sucedió? —insistí.—Saben mucho del tema, y se dio la oportunidad de que

yo les mencionara tu teoría sobre la traición de tu tío, de laque tanto hemos hablado. ¡Pues es cierto! No lo podía creercuando me confesaron su colaboración directa en la muerte detu viejo.

—¿Ves como yo tenía razón? Si no, ¿cómo explicar que losúnicos exiliados en la familia de Pablo Escobar seamos noso-tros? Roberto siempre ha vivido tranquilo en Colombia, lomismo que mis tías, sin que nadie los toque ni los persiga.

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