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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVIII, N o 76. Lima-Boston, 2 do semestre de 2012, pp. 51-80 EL NEOBARROCOLATINOAMERICANO Y LA POESÍA DEL LENGUAJEESTADOUNIDENSE Enrique Mallén Sam Houston State University Resumen Partimos de la premisa de que existe una estrecha relación entre el “neobarro- co” latinoamericano y la “poesía del lenguaje” estadounidense. El primer refe- rente “neobarroco” en Hispanoamérica, Julio Herrera y Reissig, antecedió a la “poesía del lenguaje” de T. S. Eliot, mientras que éste se adelantó al pionero de la poesía de la dificultad latinoamericana, José Lezama Lima. Tanto la escritura “neobarroca” como la “poesía del lenguaje” van más allá de la pura representa- ción, teniendo como meta final una percepción abierta y “poli-referencial” es- trechamente ligada al lenguaje. Palabras clave: barroco, neobarroco, barroquicidad, neobarroso, poesía concreta, poesía del lenguaje, hermetismo lingüístico, poli-referencialidad. Abstract We adopt the premise that there exists a strong correlation between the Latin American “neobarroque” and North American “language poetry”. The first referent of the “neobarroque” in Latin America, Julio Herrera y Reissig, was ahead of the “language poetry” of T. S. Eliot, while the latter preceded the pio- neering Latin American difficult poetry of José Lezama Lima. Both “neobar- roque” writing and “language poetry” go beyond mere representation, setting as their final goal an open and “poli-referential” type of perception which is closely linked to language itself. Keywords: baroque, neobaroque, neobarroso, concrete poetry, poetry of langua- ge, linguistic hermetism, multi-referentiality. Como ya señalara en el libro Poesía del lenguaje: de T. S. Eliot a Eduardo Espina (2008), el paralelismo entre la poesía “neobarroca” y la “poesía del lenguaje” resulta irrefutable 1 . Ambas van más allá de 1 Citaré extensamente de este libro en las páginas siguientes, resumiendo también muchas de sus ideas.

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVIII, No 76. Lima-Boston, 2do semestre de 2012, pp. 51-80

EL “NEOBARROCO” LATINOAMERICANO

Y LA “POESÍA DEL LENGUAJE” ESTADOUNIDENSE

Enrique Mallén Sam Houston State University

Resumen

Partimos de la premisa de que existe una estrecha relación entre el “neobarro-co” latinoamericano y la “poesía del lenguaje” estadounidense. El primer refe-rente “neobarroco” en Hispanoamérica, Julio Herrera y Reissig, antecedió a la “poesía del lenguaje” de T. S. Eliot, mientras que éste se adelantó al pionero de la poesía de la dificultad latinoamericana, José Lezama Lima. Tanto la escritura “neobarroca” como la “poesía del lenguaje” van más allá de la pura representa-ción, teniendo como meta final una percepción abierta y “poli-referencial” es-trechamente ligada al lenguaje. Palabras clave: barroco, neobarroco, barroquicidad, neobarroso, poesía concreta, poesía del lenguaje, hermetismo lingüístico, poli-referencialidad.

Abstract We adopt the premise that there exists a strong correlation between the Latin American “neobarroque” and North American “language poetry”. The first referent of the “neobarroque” in Latin America, Julio Herrera y Reissig, was ahead of the “language poetry” of T. S. Eliot, while the latter preceded the pio-neering Latin American difficult poetry of José Lezama Lima. Both “neobar-roque” writing and “language poetry” go beyond mere representation, setting as their final goal an open and “poli-referential” type of perception which is closely linked to language itself. Keywords: baroque, neobaroque, neobarroso, concrete poetry, poetry of langua-ge, linguistic hermetism, multi-referentiality.

Como ya señalara en el libro Poesía del lenguaje: de T. S. Eliot a Eduardo Espina (2008), el paralelismo entre la poesía “neobarroca” y la “poesía del lenguaje” resulta irrefutable1. Ambas van más allá de

1 Citaré extensamente de este libro en las páginas siguientes, resumiendo también muchas de sus ideas.

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la pura representación, teniendo como meta final una percepción abierta y “poli-referencial” estrechamente ligada al lenguaje y que, siguiendo la propuesta ya establecida en mi libro Con/figuración Sin-táctica (2001), llamo “con/figuración”.

Es importante definir lo que entendemos por “neobarroco”. Se-gún Germán Machado, los escritores latinoamericanos, desde 1972 en adelante, se han visto impulsados a una cierta “barroquicidad” (término acuñado por Gonzalo Celorio), a una literatura paródica, hiperbólica, sensualista y artificiosa. Tales parecen ser los signos que definen este tipo de poesía. Sin embargo, puede hallarse esta “ba-rroquicidad” con anterioridad a esta fecha. Pensemos en la poesía de Herrera y Reissig (1875-1910), en Trilce de César Vallejo (1892-1938) y En la masmédula de Oliverio Girondo (1891-1967).

En 1972 Severo Sarduy publicó el ensayo titulado “El barroco y el neobarroco”, texto que abordó asuntos estructurales propios de la retórica literaria latinoamericana. No obstante, la noción de “neo-barroco” había sido ya utilizada anteriormente, cuando fue propues-ta por Haroldo de Campos en 1955. Previamente, a comienzos de la década de 1950, los hermanos Augusto y Haroldo de Campos, junto con Décio Pignatari, habían fundado el movimiento de “poesía concreta”, considerado “la última vanguardia”. Si bien este tipo de poesía practicó una lectura extremadamente crítica de lo que había sido la vanguardia en la Europa de los años 1930, su contribución a la continuidad del espíritu de ésta es innegable. Ya no se trata –en el caso particular de la “poesía concreta”– de la “liberación expresiva” del lenguaje poético, sino casi de su opuesto: del control por parte de una conciencia crítica del desborde expresivo en favor de una apuesta “constructiva”.

Al practicar una forma de contención extrema en el uso del len-guaje, el poema “concreto” resalta la característica “objetual” del poema, que aspira a funcionar como organismo autorreferente cuya forma se genera al liberar su funcionalidad. La distinción tan apre-ciada por los poetas concretos entre “forma orgánica” y “forma ex-terior” es clave, tanto en la refutación de los caligramas de Apolli-naire, cuya sintonía mimética con el objeto “exterior” es evidente, como en la propuesta de Stéphane Mallarmé en Un golpe de dados, verdadero modelo experimental para algunos poetas “neobarrocos”.

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En cualquier caso, hay que admitir que quien logró imponer el término de “neobarroco” fue Sarduy, aplicándolo a distintos aspec-tos de la obra de autores tan dispares como los cubanos José Leza-ma Lima, Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante, los brasile-ños João Guimarães Rosa y Haroldo de Campos, el colombiano Gabriel García Márquez, o el argentino Julio Cortázar, entre otros, aunque posteriormente sería el teórico italiano Omar Calabrese el que armaría la gran teoría estética del “neobarroco” contemporá-neo. Al final del ensayo concluye Sarduy:

Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la en-tidad logo-céntrica que hasta entonces lo y nos estructuraba desde su lejanía y su autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al or-den discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolu-ción (1403-1404).

El “neobarroco” se asocia igualmente con poetas canonizados

como tales en la antología Medusario: muestra de poesía latinoamericana, seminal y fundamental obra para entender la poesía hispana recien-te, y publicada veinticuatro años después del ensayo de Sarduy. Esta nueva corriente reconoce como sus precursores a poetas tan lejanos en el tiempo como Luis de Góngora y Lezama Lima. Sin embargo, no se trata simplemente de heredar una tradición poética.

Como ha aclarado Jorge Panesi, para el caso de poetas como Néstor Perlongher (1949-1992) la tradición “se confunde con el de-tritus, […] lo que sobre de un todo nunca reunido […] Lo que de una totalidad sirve a la poesía es lo que sobra, la sobra, el resto, lo inasimilado” (44-61). Por eso Perlongher sugirió que mejor sería hablar de “neobarroso” que de “neobarroco” para referirse al “neo-barroco” rioplatense, ligado al limo y al agua sucia del Río de la Pla-ta. Eduardo Espina, por su parte, utilizó el término “barrococó” pa-ra connotar un barroco de firuletes y de exceso de entramado visual. Entre todas estas diferentes acepciones de similar estética, la rela-ción es asimétrica, pero los vasos comunicantes entre las menciona-das están también manifiestos.

Por lo tanto, acierta Sarduy cuando habla del “neobarroco” co-mo un nuevo modo de concebir lo barroco en Latinoamérica, a par-tir de la obra de Lezama. En esto concuerda Eduardo Milán al re-

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conocer que lo que busca el “neobarroco” en la poética de Lezama no es el “imaginario verbal”, que aquél supo desarrollar a través de la lectura de Luis de Góngora y otros poetas barrocos españoles, sino más bien esa peculiar visión de la poesía como “sustrato míti-co-simbólico permanente” (Crítica de un extranjero… 96). No intenta emular el uso de léxicos inusuales en la lírica, extendiendo el campo semántico del texto más allá de cualquier demarcación. De hecho, sigue Milán, esa ambición de conquista ni siquiera es exclusiva de Lezama y resulta frecuente en la poesía del siglo XX, tal como pue-de verse, por ejemplo, en los Cantos de Ezra Pound. Aunque en Le-zama vemos un uso extendido de la metáfora, proveniente del ba-rroco gongorino, lo “neobarroco” se inclina más bien por la meto-nimia como recurso casi antitético de la metáfora al considerar que en ésta última hay un intento de legitimación de ordenamientos simbólicos, tal cual señala Milán.

Así, lo que promueve el “neobarroco” sería “la capacidad de en-simismamiento textual, de sonambulismo autorreferencial, de posi-bilidad paradójica, de proliferación y de encierro significante” (Mi-lán, Crítica 97). Si bien el hermetismo lingüístico en Lezama hace que el signo recaiga sobre sí mismo, no por eliminación del referen-te, sino por “refracción significante”, no hay un intento de equipa-ración entre palabra y realidad. Más allá de la arbitrariedad del signo, en el regreso de éste a su auto-alusión queda demarcado un ámbito rico en alusiones, “poli-referencial”, como sólo el léxico es capaz de configurar. En opinión del crítico, no se trata tanto de la “autono-mía” del poema “neobarroco”, sino de su “soledad”.

Germán Machado explica, citando a Sarduy, que tanto en la obra de Lezama, como en la de Carpentier, Guimarães Rosa, Cabrera In-fante, García Márquez, Cortázar y Haroldo de Campos, encontra-mos una retórica caracterizada por el artificio (y sus figuras de susti-tución, proliferación, condensación) y la parodia (y sus figuras de inter-textualidad, intra-textualidad), una retórica destinada a com-placer los juegos de un erotismo obsesivo; complacer una especula-ción incierta (“reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo”, dice Sarduy 183); es decir, complacer el rechazo de todo orden.

Calabrese, por su parte, reconoce la complejidad y la disolución como características del “neobarroco”, quizás influido por científi-

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cos como Ilya Prigogine, quien en 1977 había investigado los esta-dos de equilibrio y no equilibrio en la disolución química y había hablado de los procesos irreversibles que explican por qué una sus-tancia nunca vuelve a ser la que era cuando vuelve al estado inicial después haber sufrido un cambio. Distorsión y perversión son tam-bién típicas del “neobarroco”.

A comienzos del siglo XX, la corriente moderna en general in-trodujo una ideología contraria al ya exhausto romanticismo, recha-zando explícitamente el idealismo epistemológico y metafísico de aquél, su enardecimiento del “yo” individual, su modelo orgánico para la realización de sujeto y objeto, de palabra y significado. La obra poética moderna no partía de una convicción en la continuidad o incluso correlación orgánica con la naturaleza, sino por el contra-rio, en la discontinuidad entre sujeto y objeto. La consecuente frag-mentación del “yo” y de la experiencia requería una estrecha cons-trucción del objeto artístico a partir de los fragmentos.

La obra aparece a menudo como una desesperada insistencia en la coherencia frente a la desolación dejada por el tiempo: la inestabi-lidad de la naturaleza, la incertidumbre de la percepción, y lo trágico de la historia. Por lo tanto, tal movimiento surge en realidad como una intensificación de la ironía romántica. Quizás por ello, los análi-sis del periodo moderno se han concentrado en la ruptura con las convenciones formales como expresión de la desintegración de los valores tradicionales, y es este aspecto del modelo moderno que re-salta como antecedente de la postmodernidad.

Marjorie Perloff ha llamado a la estética “modernista” en Esta-dos Unidos “la poética de la indeterminación”, título de uno de sus libros. En otro, The Futurist Moment, muestra cómo los escritores de aquel momento adoptaron las técnicas experimentales del bricolaje verbal del collage. Las formas orgánicas pasaron de ser correspon-dencias halladas con la naturaleza, tal como las percibían los román-ticos, a devenir casi lo opuesto: dislocaciones o abstracciones de elementos de la naturaleza en un artefacto inventado o autotélico, por usar la terminología de T. S. Eliot. La combinación de trozos en una estructura fija llevó a un cambio radical de la estética temporal de los románticos a una poética del espacio.

En pintura, el espacio tridimensional fue transferido a un diseño de superficie; en la poesía, la secuencia se fragmentó y los trozos se

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reensamblaron en una yuxtaposición simultánea. De ahí provienen el cubismo de Picasso o el método ideogramático de Pound. Sin embargo, este “modernismo” no fue exclusivamente indetermina-ción y ruptura. Incluso el bricolaje daba evidencia de una “contrade-terminación” a resistir la “indeterminación”. La fragmentación llevó a una creación imaginativa. Wallace Stevens confesó que “una ben-dita rabia por el orden” dio al artista motivado una nobleza heroica en una época innoble y una función en la sociedad, ya que el trabajo de la imaginación “nos ayuda a vivir nuestras vidas”. De igual for-ma, cuando exigió a sus contemporáneos que renovaran la estética, tal mandato asignaba al artista poderes casi divinos: el método ideo-gramático era una técnica de construcción.

Según Marcelo Luna, Williams fue el principal exponente en operar uno de los cambios más radicales en las letras de lengua in-glesa, el cual afectó por igual al verso y a la prosa, a la sensibilidad y a la sintaxis. De hecho, la poesía británica le debe a éste y a otros poetas estadounidenses haberla liberado de la palabrería académico-metafísica. Un reducido grupo de escritores llevó a cabo esa trans-formación: los ya citados Ezra Pound y T. S. Eliot, desterrados a voluntad en Londres y París, a los que hay que sumar a Wallace Ste-vens y e. e. cummings, dos espíritus cosmopolitas que deciden que-darse en Estados Unidos, sin olvidar a Robert y Amy Lowell, Ma-rianne Moore, Hilda Doolitle (H. D.), o a posteriores herederos co-mo los escritores del movimiento Beat en la década de 1950 (Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Gregory Corso), y poetas como Charles Olson, Robert Duncan y Denise Levertov. Olson representaba una extensión de la estética de Pound y Levertov de la de William Carlos Williams, mientras que Duncan, en compañía de Robert Creeley, evidenciaban la fragmentación de las estéticas de Pound y Williams, respectivamente, en formas que anticipaban el “postmodernismo”.

La ruptura deliberada con la modernidad se produce recién en las décadas de 1970 y 1980, cuando un número de críticos descons-tructivistas y marxistas, acompañados de jóvenes poetas, preparan un concertado ataque en nombre de una nueva sensibilidad “post-moderna” y “postestructuralista”. Con sus bases principales en Nueva York y San Francisco, se agruparon bajo la bandera de revis-tas como L-A-N-G-U-A-G-E, editada por Bruce Andrews y Charles Bernstein, Sulfur, editada por Clayton Eshleman, Acts, editada por

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David Levi Strauss, y Poetics Journal, editada por Barrett Watten y Lyn Hejinian. Libros como The L-A-N-G-U-A-G-E Book (1984), de Andrews y Bernstein, y Code of Signals: Recent Writings in Poetics (1983), de Michael Palmer, incluyeron manifiestos de poetas que se autoclasificaban como poetas orientados hacia el lenguaje.

Craig Dworkin asume que el término “poesía del lenguaje” qui-zás fuera utilizado por primera vez por Bruce Andrews a principios los 70 para distinguir a poetas como Vito Acconci, Carl Andre, Clark Coolidge y Jackson MacLow de sus contemporáneos. L-A-N-G-U-A-G-E, como llamaron a su revista Bruce Andrews y Charles Bernstein, comenzó a publicarse en 1978. Tres años antes, Ronald Silliman identificó a muchos de estos poetas como tendientes a practicar un tipo de poesía “centrada en el lenguaje”, “minimalista” de cierto “formalismo no-referencial” o de “reducida referenciali-dad”, “estructuralista”. Los poetas agrupados bajo esta denomina-ción son los ya nombrados Bruce Andrews y Clark Coolidge, ade-más de Barbara Barracks, Lee Dejasu, Ray DiPalma, Robert Gre-nier, David Melnick y Barret Watten. Este último añadirá más tarde a la lista a Rae Armantrout, Steve Benson, Lyn Hejinian y Kit Ro-binson. El movimiento de “poesía del lenguaje” llegó a ser la más prominente vanguardia poética estadounidense en las décadas de 1980 y 1990.

Volviendo a la conexión entre la “poesía del lenguaje” estadou-nidense y la corriente “neobarroca”, el poeta argentino Arturo Ca-rrera ya la había reconocido al manifestar que se estaba produciendo “un renacimiento del conocer a través de la vuelta al presente, a lo actual, a lo cotidiano, en una poesía que se sacude de las normativas del pasado y que se relaciona con la obra de algunos autores que es-taban soterrados, como William Carlos Williams” (s. p.). El ambien-te de crisis bajo el que se genera el “postmodernismo” estadouni-dense, inmerso en la relatividad y la “exaltación de la incoherencia”, subyace igualmente en la corriente “neobarroca” hispanoamericana. Para Sarduy,

el barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto absoluto, la carencia que constituye nuestro fundamento epistémico. Neobarroco del desequilibrio, reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto, deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la

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carencia […]. Neobarroco: reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe ya que no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo. Arte del destronamiento y la discusión (“El barroco y el neobarroco” 183). Dos de las características reconocidas de este movimiento son la

inestabilidad y la metamorfosis, según ha destacado Calabrese. Los monstruos no sólo generan inestabilidad; ellos mismos son también inestables, “formas informes”, tal cual comenta el matemático fran-cés René Thom, creador de la teoría de catástrofes que, a su vez, se relaciona con la teoría del caos. No se trata de metamorfosis eviden-tes, sino de la pérdida de los límites de la identidad. Desde el punto de vista de las conductas y estéticas sociales, el travestismo evidente en muchas de las obras, puede considerarse como una manifesta-ción del gusto por las metamorfosis.

Hay, pues, quienes consideran que la “postmodernidad” conlleva ideas opuestas a la “modernidad”, cuyo objetivo metafísico había sido descubrir una “verdad fundamental” bajo aquello que conside-ramos “realidad”. El interés de la época moderna por lo que yace bajo la superficie de la existencia humana estuvo influenciado por las obras de Freud y de Marx, por la Teoría de la Relatividad de Einstein, y por las preguntas surgidas de la Teoría del Quantum.

La “postmodernidad” cuestiona la existencia misma de estas ideas. En breve, el argumento “postmoderno” declara que las con-diciones económicas y tecnológicas de nuestra era han dado pie a una sociedad descentralizada, dominada por los diversos medios de comunicación, de tal modo que las ideas son meros simulacros o representaciones inter-referenciales, copias las unas de las otras, ca-rentes de una fuente objetiva, original o estable de significado. La globalización, producida por las innovaciones en comunicación, producción y transporte, se cita como una de las fuerzas que ha conducido a la descentralización de la vida moderna, creando una sociedad mundial culturalmente pluralista e interconectada, falta de un único centro dominante de poder político, comunicación, o pro-ducción intelectual.

Las teorías de Einstein se vieron acompañadas del “principio de incertidumbre” del físico alemán Werner Heisenberg. Jacques La-can, por su parte, elaboró una dislocación de la teoría de Freud en una especie de laberinto sin salida. En poesía, el “yo” perceptivo

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llega a desaparecer en un “yo” anónimo y descentrado que refleja la “poliglosia” de la cultura popular. La teoría marxista propuso una explicación histórico-materialista de la crisis psicológica, según la cual los individuos funcionan como meras creaciones de sistemas económicos y de instituciones políticas, y la desvaloración de las ar-tes tiene como fin materializar los valores hegemónicos de la socie-dad de consumo. La razón se siente abandonada.

El lenguaje sirve –en tal esquema de valores relativos– como ba-se material a través de la cual sujeto y entorno se construyen en forma mutua y dialogante. De igual forma, y dado que no existe con anterioridad al lenguaje –o fuera de él– la conciencia es de por sí, a decir de Bernstein, una “sintacticalización”, una “sintaxofonía” (Andrews y Bernstein, eds. 46). Algo similar a lo establecido se ob-serva también en la filosofía de Wittgenstein. Según Linda Voris, el libro Investigaciones filosóficas rechaza cualquier teoría del significado que esté fundada en ideas metafísicas sobre la correspondencia en-tre lenguaje y realidad (la correspondencia de las palabras para con los objetos y de las oraciones para con los hechos), y sugiere en su lugar que todo lenguaje, incluido el discurso filosófico, obtiene su significado mediante el uso. Lo que relaciona a los “poetas del len-guaje” con Wittgenstein es, en palabras de Perloff, una táctica de “interrogación del lenguaje”, para poder de esa forma investigar las gramáticas del uso de las palabras, así como una postura abierta ha-cia esa interrogación. En lugar de las certidumbres de la filosofía analítica, Wittgenstein ofrece un método provisional, revisionista y descriptivo para corroborar los “límites del lenguaje”.

Perloff afirma en forma convincente que muchos de los escrito-res experimentales contemporáneos ponen en práctica un proceso de investigación similar al propuesto por Wittgenstein, que es por necesidad tentativo, “auto-cancelante” y “auto-corrector”, incluso al tratar con los aspectos más ordinarios de la vida diaria. Perloff seña-la que normalmente concebimos lo “poético” como aquello que no puede traducirse por completo, aquello que está inserto de forma única en una lengua específica. Para Wittgenstein, lo poético no es una cuestión de elevación sobre la realidad o de separación del len-guaje común, alejándolo del uso cotidiano mediante tropos apropia-dos o técnicas retóricas. Lo que hace del lenguaje algo poético es su potencial de invención, su estatus como algo “conceptual” (por uti-

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lizar un término estético). El arte conceptual es aquel que, en pala-bras de Sol Lewitt, “se hace para llamar la atención de la mente del espectador más que los ojos” (cit. en Marchán Fiz 414-415) –o ha-blando de forma más general, la de los sentidos–; es el arte, pues, que examina el proceso del pensamiento mismo.

De acuerdo con las reflexiones de Wittgenstein, el arte concep-tual comienza con la investigación de la gramática y activa la des-cripción de las relaciones mismas entre palabras o frases y las uni-dades mayores en las que están incrustadas. El orden de las palabras variará obviamente entre una lengua y otra, según las reglas prescri-tas para las relaciones entre las diferentes categorías léxicas. Pero las relaciones básicas entre nombres, verbos, adjetivos y preposiciones se mantendrán intactas. Es bien conocida la afirmación de Witt-genstein: “Los límites de mi lengua son los límites de mi mundo”. No obstante, a pesar de esto, es sólo en “el interior del lenguaje” que paradojas como la intemporalidad de la muerte, por ejemplo, se revelan. Por otra parte, tal como destacó Wittgenstein, el lenguaje presenta a todos las mismas trampas; es como una inmensa red que ofrece fácil acceso a giros erróneos. Lo que el filósofo –y también el poeta– debe hacer es colocar señales en todos los cruces donde uno puede girar equivocadamente, para ayudar a sobrepasar así tales puntos de confusión.

En la teoría post-wittgensteiniana, el lenguaje se convierte en un “código” autorreferencial, “autocomplejo” de signos arbitrarios si-multáneamente determinados por el sistema lingüístico, e indeter-minados en su significación dada la separación entre la palabra co-mo significante y significado. De esta propiedad del lenguaje se sirve el “neobarroco” para atacar las formas existentes.

Haciendo referencia a la poética de la “poesía del lenguaje”, Marjorie Perloff cita la explicación de Maurice Blanchot respecto a la crisis de referencialidad y el “desliz del significado postmodernis-ta”: las palabras son “monstruos de dos caras, una es la realidad, la presencia física; y la otra el significado, la ausencia idealizada”. Sin embargo, Charles Bernstein explica que “la realidad” en este contex-to no indica principalmente referencialidad o representación, no significa “percepción” de un mundo dado como “un campo unifi-cado”, sino más bien “del lenguaje a través del cual se constituye el mundo” (63).

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Bruce Andrews considera que “el autor muere, la escritura co-mienza [...]. El tema queda desconstruido, perdido [...] desconstitui-do como escritura se extiende a lo largo de la superficie” (55). Inevi-tablemente, la pérdida del tema pone en riesgo al objeto. La palabra no designa un objeto, sino que lo sustituye en su ausencia; el lengua-je no indica una referencia o presencia, sino disyunción y ausencia. Por lo tanto, Silliman exige “una escritura que no aspire a un signo unificado”, una escritura “no-referencial” (Manifest 95) que enfatice la palabra como significante más que como significado.

De igual forma, siguiendo la caracterización propuesta por Mi-lán, puede decirse que el poema “neobarroco” desconfía del orden poético a partir de la desconfianza en un orden mayor; el del mun-do. Se asiste así a una nueva perspectiva de carácter mimético: la de la referencia a una representación, y un orden –en el caso “neoba-rroco”– tanto poético como social (y mental, si entendemos la con-ciencia como algo impuesto por el entorno). En otras palabras, en los poemas “neobarrocos” la demarcación última es psicológica y social. La tendencia al “descentramiento”, al no volver a un punto inicial (ausente en la estructura del poema), responde a una forma cuestionante de todo orden que desborda, incluyendo la tentativa misma de “poema”. Es precisamente la constatación de la imposibi-lidad de escapar a una sociedad y a un lenguaje estructurantes, aque-llo que Perlongher denomina “neobarroso”. Todo fuerza a una de-finición, que en el caso de Perlongher, es la apuesta por la parodia. Paradójicamente, el reconocimiento de este cerco social es lo que devuelve al poema “neobarroso” a una instancia participativa.

Echavarren especifica a propósito de la poesía de Perlongher que en su obra “la sobreabundancia es compatible con el doble o triple sentido, la aliteración y la deformación de los significantes” (7). En efecto, basta leer apenas unos versos de su poema “Ghetto” para compartir estas apreciaciones: “Novedades de noche: satén aterciopelado modelando con flecos la moldura del anca, flatulen-cias de flujo, oscuro brillo. Resplandor respingado, caracoles de ny-lon que le esmaltaban de lamé el fleco de las orlas. Esas babas, ca-riacontecidas, cal corosa, en su porosidad, de manubrillos, roznan el arco de un ronquido en la maraña madrugada...” (Perlongher 223) Concuerda con ello Teresa Porzecanski, para quien el término

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“neobarroco” implica acumulación y exceso, y refiere a “un estilo de blandura sucia, terrosa, húmeda” (s. p.).

Es esta otra de las características apuntadas por Calabrese para el “neobarroco”. Frente a la tendencia del clasicismo, basado en el lí-mite y en la armonía, el neobarroco representa la cultura del exceso y de las disonancias; rompe, incluso, con la rígida diferenciación en-tre buen gusto y mal gusto. El emblema de la inclinación por el ex-ceso es la figura del monstruo. También se integran en el campo del exceso las imágenes insólitas de la sexualidad. El tercer aspecto de la búsqueda del exceso se encuentra en la exploración de las imágenes de violencia y de horror. Para Sarduy, el escritor es un tatuador y la literatura, arte del tatuaje.

Ahora bien, tal como señala David Medina Portillo respecto a la obra de Coral Bracho, no debemos concentrarnos exclusivamente en la “multidimensionalidad” de esta poesía. Así, el concepto de ri-zoma, extraído del discurso de Deleuze y Guattari, se ha sobrepues-to como un mapa de lectura sobre varios de los poemas de Bracho. Pero esto sólo tiene sentido como un símil que ilustra el carácter in-determinado de sus poemas, los largos fraseos que inician en cual-quier punto y no parecen concluir nunca. La figura del rizoma, co-mo amasijo de tallos subterráneos que crece por acumulación sin seguir un desarrollo natural y progresivo que les dé forma, sirve en tanto símil que nos ayuda a discernir una estructura.

En la poesía del lenguaje, la representación, es decir, el uso pro-saico de los componentes lingüísticos para presentar una experien-cia a través de la descripción, se subordina al uso de estos compo-nentes con un mayor énfasis en sus cualidades poéticas. El estilo se centra en los componentes individuales más que en la composición en general, extendiéndose el léxico y produciéndose una progresiva degeneración de la sintaxis en fragmentos. Las interconexiones en-tre rasgos fonológicos y semánticos permiten que la oración se componga de entidades “multi-referenciales”, donde todos los po-sibles enlaces deben ser explorados.

Otro de los poetas del lenguaje, Gerardo Deniz, utiliza una so-berbia libertad de sintaxis, cambiando continuamente de registros en su habla y recurriendo a una adjetivación insólita. Para José Ma-ría Espinasa, la obra poética de Deniz es extraña porque habla de una relación poco convencional entre la escritura y la vida: “Pensar

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que esta escritura es fría y distanciada de la experiencia, es simple-mente no entender nada; la experiencia está ahí todo el tiempo […]. Como pocos escritores, Deniz sabe que el proceso de escritura es el que vuelve poco excepcional a la experiencia y demasiado previsible a lo que se vive, por eso el silencio que nos aterra puede ser a veces un horizonte seductor” (citado en Palapa Quijas). Espinasa explica que la primera sensación que produce recorrer la poesía deniziana es de “profunda extrañeza” ante lo que tradicionalmente se ha dicho que es la poesía. La lírica de Deniz es áspera, muy compleja y coloca al lector en “un lugar a la intemperie, sin las comodidades de un dis-curso” (ibid.).

Eduardo Espina, por su parte, uno de los poetas del idioma que mayores exigencias deposita en el pensamiento sintáctico del poe-ma, considera que el sentido de la palabra más simple se multiplica desde el momento en que intentamos definirla, “más allá de ser un deslizamiento en la extensión del deseo, [es] una unión de los o-puestos y de las premoniciones de la memoria, [la] poesía es una re-flexión sobre el lenguaje. El lenguaje piensa en sí mismo, aunque a veces [la] incluye”. Esto es así porque el significado referencial de una palabra o proposición es un objeto o un hecho del mundo, pero el sentido referencial del discurso es su universo: la realidad total en su unidad. Lo cual no significa que el pensamiento no esté ni en el espacio ni en el tiempo. Al respecto, tal como apuntara Saussure, “El signo vocal o escrito es una realidad física, por lo tanto una es-pecie de cosa; el sentido no es una cosa; no tiene realidad física dis-tinta del acto por medio del cual la palabra significa” (115).

Lo mismo puede aplicarse a la poesía de los poetas “neobarro-cos”. De acuerdo con Jill Kuhnheim, el complejo estilo “neobarro-co” de estos poetas es con frecuencia bastante elaborado y conden-sado porque utiliza elementos estructurales (tanto visuales como fo-néticos) para crear un lenguaje alternativo que resalta la cuestión de la representación. Tal como señala Kuhnheim, el “neobarroco” –y la “poesía del lenguaje” en general– nos recuerda constantemente que no podemos tener acceso directo a la realidad. Revalorizando una complejidad formal “a-temática”, los poetas “neobarrocos” han conseguido promulgar una lectura más lenta y atenta que destaca la particularidad de su poesía. La inaccesibilidad auto-consciente y la dificultad en distintos niveles conforman la estrategia fundamental

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de sus poéticas y son dínamo de un cuestionamiento sintáctico del status quo que, simultáneamente, extiende los límites del lenguaje.

Se pasa de la mímesis de la realidad externa a la mímesis del momento presente de la percepción de un objeto. Destaca, en otras palabras, el surgir de la “literatura” como si se tratara de una reali-dad independiente; como si fuera algo independiente que no tiene necesidad de representar cualquier otra realidad objetiva para justifi-car su existencia. Su atención no se concentra ya en una experiencia universal, sino más bien en el proceso de experimentación de cada momento presente al quedar conectados todos los rasgos del nivel intermedio con la conciencia misma.

Los “poetas del lenguaje” y los poetas del “neobarroco” descu-bren que los elementos significativos pueden utilizarse de forma más arbitraria que en el pasado para producir un objeto indepen-diente que deja de ser básicamente mimético. Ambas poéticas con-vierten la sintaxis tradicional (gramatical o espacial) en un juego de complejidades, centrando la atención en el objeto artístico como objeto con valor propio, al que hay que observar en su desafiante opacidad. El símbolo (la semiosis) da paso a la pura representación, que debe mantener su poder rechazando la fácil integración a la ex-periencia diaria que usualmente imponemos a la percepción. Todos estos poetas comparten una misma concentración en los objetos mismos, tal como éstos existen en la mente. Los objetos están in-mersos en un continuo de sonidos y asociaciones semánticas que el poeta intenta reconstituir en su escritura, considerando que ésta puede informar sobre las cosas tal como “son” antes de que la men-te las “capte” y las despoje de su objetividad. Al concentrar su obra en la percepción inmediata del mundo a través de la conciencia, tiende a tratar con el léxico mismo, con imágenes mentales sugeri-das por las palabras (significados), y por éstas como objetos pro-piamente dichos (significantes). Sin embargo, en la asociación de las construcciones mentales (significados), se utilizan relaciones basadas en la contigüidad –identificadas por Jakobson como metonimia– y en la similitud, que el lingüista identifica con la metáfora. En este caso, la operación asociativa queda resaltada no sólo por imágenes y conceptos (semántica), sino también por las cualidades de las pala-bras como tales (fonología) (ver Jakobson, Lingüística y poética).

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El poema debe poseer una unidad de efecto, circunstancia que limita su extensión y que subordina todos los recursos a una sola meta. Mediante un adecuado uso de las posibilidades fonéticas y semánticas, el poeta debe crear una especie de encantamiento que se adueñe del lector/oyente y lo introduzca en un entorno mágico. Así pues, para satisfacer plenamente las aspiraciones del género poético es necesario suscitar mediante la técnica propicia un estado anímico de exaltada perceptividad, en vez de limitarse meramente a transmi-tir información.

Calabrese reconoce como otra de las características del “neoba-rroco” un cierto énfasis en el detalle y el fragmento: “De/tallar” significa hacer un corte, destacar una parte para llegar a una mayor comprensión del todo, como los estudiantes de medicina que, en la sala de disección, cortan una parte del cuerpo para entender mejor la anatomía del conjunto (84-105). El fragmento, en cambio, es el hallazgo de la forma inacabada de un objeto. Ahora bien, a diferen-cia del collage, en el que se construye un nuevo objeto por la unión de partes de objetos dispares, el disfrute reside aquí en captar lo re-cortado en sí mismo, no necesariamente como representación de un todo. Esta recombinación de fragmentos tiene conexión con lo que Eliot llamó “la dolorosa tarea de unificar” (147-148).

Peyrou menciona, a propósito de la poesía de William Carlos Williams, que allí la irrupción de elementos de la vida diaria se pro-duce de una manera más radical y estructural: fragmentos verbales de la realidad cotidiana se transmutan en poesía. “Esto es sólo para decirte” es un poema que toma la forma de una nota que el autor le deja a su mujer. De cualquier manera, Williams sugiere que la poesía no consiste en respetar normas concretas, sino en un modo especí-fico de mirar. Visto de cierta forma, todo es susceptible de conver-tirse en poema –cabe mencionar el comentario de uno de los pre-cursores de la “poesía del lenguaje”, Gerard Manley Hopkins y su comentario sobre la importancia de la mirada para el poeta: “Si mi-ras a un objeto con la suficiente intensidad, te devolverá la mirada” (cit. por Philip Ballinger).

Este procedimiento consiste en desplazar la línea divisoria entre el poema y la vida cotidiana, de modo que algo de ésta pase a for-mar parte de aquél. Perloff cuenta que en una entrevista John W. Gerber le preguntó a William Carlos Williams: “¿qué es lo que hace

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que ‘Esto es sólo para decirte’ sea un poema?” (90). Es el mismo tipo de pregunta que cosechó Marcel Duchamp con su Fuente, un orinal común presentado en una exposición en 1917, o Pablo Pica-sso con Cabeza de toro de 1942, y tantos otros desde entonces. Este desplazamiento, de lo cotidiano o banal a un contexto en el que se espera algo “artístico”, demanda del espectador/lector una redefini-ción del arte. Tradicionalmente, todo lo perteneciente al mundo de la naturaleza (el caos, la barbarie) quedaba fuera del texto.

En el caso de Ezra Pound, sabemos que su interés por la conci-sión, por una mínima extensión y una máxima intensidad (y con ella una máxima capacidad de sugerencia), proviene de sus contactos con el arte oriental, especialmente el “haiku” japonés. Hay varias características en esta estética minimalista que conviene resaltar. Por una parte, un elemento conceptual. Como ocurre en muchos poe-mas de William Carlos Williams, las relaciones que se establecen en-tre dos elementos son el núcleo de la obra. En segundo lugar, el poema imaginista tiene clara influencia de la espiritualidad oriental, que no puede dejarse de percibir, y que sin duda procede del asce-tismo estético que lo genera, pero también de un deseo de valorar lo breve y espontáneo. Estas obras parecen situarse en un lugar pro-pio, al margen del tiempo y de la historia.

Por último, una estética que insinúa en lugar de mostrar, que se detiene justo antes de llegar a ser explícita, que no considera que la función referencial del lenguaje pueda ser el elemento principal de la obra, exige que el lector/espectador desempeñe un papel activo. Es-te papel que se requiere del receptor, el cual puede consistir en in-terpretar (o en suspender su ansia de interpretación), en completar (o en conformarse con lo incompleto), en relacionar (o en asumir lo inconexo), es una de las principales consecuencias de los experi-mentos de vanguardia. Y la dificultad que dicho papel entraña es una de las razones del progresivo distanciamiento del público del arte contemporáneo.

La moderna poética se sumergió en la crítica y la lingüística, “pa-labras sobre palabras” que terminaron tragándoselo todo. La crítica marxista achacó el excesivo énfasis en la referencialidad del lenguaje al capitalismo, que se entendía como promotor del contenido léxico. Al imponer una relación directa entre palabras y referentes en la economía de mercado, el acto de significación convierte a las prime-

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ras en objetos de consumo que pueden ser manipulados en la venta de productos al cliente. Tal como afirma Ronald Silliman, “el más importante impacto del lenguaje en el crecimiento del capitalismo, ha sido en el área de la referencia y se relaciona directamente con el fenómeno conocido con el fetichismo del consumo” (cit. por O'Reilly). Siguiendo esa lógica, según McCaffery, “la humanización del signo lingüístico” (189), su liberación de las cadenas del capita-lismo viene de “centrar el lenguaje en sí mismo” (id.), la insistencia en las palabras como significantes, es decir, como objetos distancia-dos aunque no separados del uso referencial.

Cabe en este punto analizar la relación entre realidad y lenguaje. Teniendo en cuenta la dimensión descriptiva del lenguaje –o, si se quiere, los aspectos semánticos mediante los cuales se alcanza a des-cribir el mundo–, podríamos preguntarnos qué se agrega a éste al reseñarlo. En un principio parece que nada. Esta es la cuestión a la que se refiere Arthur Danto como “la tesis del externalismo” (571-584). La idea del “externalismo” del lenguaje parece convincente, sobre todo cuando se insiste en la citada dimensión descriptiva y no se pretende que todo lenguaje sea reducible a ella. Más aún: a menos de suponer que el mundo es indiferente a las delineaciones que cabe dar de él, no sería posible formular ninguna descripción. Al fin y al cabo, una descripción que cambia lo descrito deja de serlo.

Sin embargo, la tesis “externalista” presenta varios inconvenien-tes. Uno es la interpretación exacta de la expresión “se halla fuera del mundo”. Debemos suponer que “fuera de” no significa “en otro lugar” (por ejemplo, en un universo “platónico”), ya que entonces no haríamos sino replicar el llamado “mundo” con otro supuesto “mundo”, considerado inclusive como paradigmático del primero. Pero asumamos que “fuera del mundo” significa algo similar a lo que Immanuel Kant denominaba “trascendental”: la dimensión trascendental del lenguaje sería entonces la que permitiría hablar acerca del mundo, de “lo que el mundo calla”, en palabras de Espi-na (200). Por otro lado, para colocar a la dimensión trascendental fuera del mundo tendríamos que suponer que éste se compone úni-camente de “hechos”, quedando eliminados de este ámbito aquellos constituyentes de la realidad que se definen sólo en oposiciones sig-nificativas (“ambivalencia”, “infinitud”, “otredad”), como sugiere la obra de Espina. Efectivamente, la historia parece ser otra.

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Podríamos pensar, de forma alternativa, que lo que se dice con expresiones del lenguaje descriptivo es asimismo un fenómeno del mundo. Con ello nos adheriríamos a la tesis “internalista”, según la cual todo lenguaje, incluyendo sus vehículos semánticos, se halla en el mundo. La incursión radical que la poesía que nos ocupa hace sobre el lenguaje parece inclinarse más bien hacia esta segunda acepción. El lenguaje poético se explora tanto desde el ángulo fóni-co, por su valor como objeto físico, como desde el punto de vista semántico, por su aportación cognitiva, esto es, en tanto aparato hermenéutico. En su función simbólica, “el lenguaje no sólo nom-bra y designa, sino que alude y sugiere”, como indica Albert Chillón. “No es sólo concepto racional, sino imagen y sensación” (35).

Al proponer que la naturaleza del texto no es sólo lógica sino “logomítica”, es decir, simultáneamente “abstractiva” y “figurativa”, Chillón afirma que las palabras son, además de “designaciones abs-tractas”, “imágenes sensoriales”: que el lenguaje tiene “una naturale-za audio-visual”. Según el crítico, esto lo acepta sólo en parte la esti-lística ortodoxa que incluye una figura retórica denominada “ima-gen”, emparentada con la metáfora y la sinestesia. Ha de aclararse, no obstante, que las palabras no son “imágenes icónicas”, sino “imágenes mentales”. El vocablo “imagen” es, sin duda, mucho más complejo de lo que a primera vista parece (Lat. imago “imagen, idea, representación mental”); nótese que en latín, idolum vuelve a signifi-car “imagen”; y en griego, idea es “imagen ideal de un objeto”.

Esa imago latina, que es a la vez “imagen” e “idea o representa-ción”, da la clave para desentrañar la cuestión. Es necesario pensar que las palabras, por su naturaleza “logomítica”, por su tensión inevitable entre abstracción y sensorialidad, poseen por necesidad una dimensión imaginaria o “con/figuradora”. De ahí se desprende que al “verbalizar” la “realidad”, los sujetos no hacen sino imaginar-la. Este es el pensamiento que se deriva de esa concepción nietzs-cheana sobre la naturaleza retórica del lenguaje: que al hablar, los sujetos inevitablemente idean; que se imaginan la “realidad” (sea és-ta vivida, observada, evocada o anticipada); que toda dicción huma-na es siempre “figuración”; que dicción y figuración son constituti-vamente una misma cosa; y que, en cualquier caso, la tarea reflexiva y analítica del lector/autor consiste en discernir cuáles son los gra-

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dos y las modalidades en que esa “figuración constitutiva” (lo que aquí denominamos “con/figuración”) de toda dicción se produce.

En la figuración constitutiva (o “con/figuración”) del lenguaje reside una capacidad generadora de conocimiento que sólo aquél posee; un conocimiento que es no sólo “representación” (Gr. mime-sis “imitación de los dioses” < Gr. mimeisthai “imitar”), sino “crea-ción” (Gr. poiesis “creación” < Gr. poiein “hacer”). De acuerdo con George Steiner,

el lenguaje es el instrumento privilegiado gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal y como es. Sin ese rechazo, si el espíritu abandonara esa creación incesante de anti-mundos, según modalidades indisociables de la gramática de las formas optativas y subjuntivas, nos veríamos condena-dos a girar eternamente alrededor de la rueda de molino del tiempo presente (406).

La realidad sería, por citar a Wittgenstein, “todos los hechos tal y

como son y nada más. El hombre tiene la facultad, la necesidad de contradecir, de desdecir el mundo, de imaginarlo y hablarlo o pin-tarlo de otro modo” (181).

Esa capacidad poética del lenguaje, esa facultad no sólo de re-presentar la experiencia, sino de crear y tener sentido está enraizada en la misma entraña de la composición. Steiner elucida así esa deci-siva cuestión: “El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámi-ca de la ficción. Hablar, bien a uno mismo o a otro, es –en el senti-do más desnudo y riguroso de esta insondable banalidad– inventar, reinventar, el ser y el mundo” (“The Retreat”). La verdad expresada es, lógica y ontológicamente, “figuración verdadera”, donde la eti-mología de “figuración” remite de forma inmediata a la de “hacer”.

El lenguaje crea por virtud de la nominación (nombramiento de todas las formas); de la calificación adjetival (modulación de los conceptos), y de la predicación (vinculación de lo nombrado a un evento). El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la “figuración”. Podría pensarse que existe una íntima sintonía entre la representación y lo representado, la forma y el fondo, el estilo y el contenido. No es que, dada una cierta realidad objetiva, haya diver-sas maneras y estilos de referirla, sino que ambos suscitan y cons-truyen su propia realidad representada, la “con/figuran”.

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Esto quiere decir, ni más ni menos, que sintaxis y contenido son inseparables; que, cualquiera que sea la “realidad” a la que nos refe-rimos, sólo nos es dado conocerla como realidad representada por medio del lenguaje empleado para su evocación, lo que venimos llamando “con/figuración”. Como destaca Chillón, fue quizá Flau-bert quien expresó este reconocimiento con mayor elocuencia: “El estilo es en sí mismo una manera absoluta de ver las cosas”. El len-guaje no es sólo un instrumento con el que puede darse cuenta de una realidad independiente de él, sino la manera fundamental en que todo individuo experimenta “la realidad”. El escritor es, según Flau-bert, aquel que a partir de la conciencia sobre la identidad sustancial entre lenguaje, pensamiento y experiencia, “con/figura” la “reali-dad” mediante su elaboración lingüística. El estilo se reconoce no como ornamento superficial o simple recurso para cautivar al lector, sino como una manera absoluta de ver las cosas.

Podríamos preguntarnos a continuación cuál es el papel del poe-ta, dada esta posible “con/figuración de la realidad”. Sin duda, tal cual apunta Vieytes, “el poeta es su propio instrumento, […] su de-sarrollo ontológico potencia sus posibilidades poéticas, posibilida-des éstas más de percepción y transmisión que de construcción” (s. p.). La poesía exige de él un estado de alerta o, si se quiere, una dis-posición permanente de su ser para que ésta ocurra: no decide el momento en que se producirá el vislumbramiento o surgirán las pa-labras precisas con las que dar nota de su visión. Lo que propone-mos, sin embargo, es que no sólo la palabra poética es un medio por el cual se puede comunicar un estado elevado de experiencia física y psíquica, sino que el poema es a su vez capaz de crear nuevas visio-nes, nuevas “con/figuraciones”.

Ahora bien, como no tiene otras pruebas que su palabra, el pú-blico general escogerá las más de las veces no entenderlas; o las pri-vilegiadas minorías que manipulen su discurso intentarán pontificar dogmáticamente sobre quiénes deben o no sintonizarlas, decidiendo con antelación quiénes son capaces de hacerlo y quiénes no. Aduce Vieytes, sin embargo, que nadie tiene derecho a evitar que la palabra poética se lance al viento, pues nadie sabe quién la sabrá acoger co-mo es debido.

Esa evidencia que el poeta anuncia no puede ser más que la afirmación de sí mismo y del lenguaje que lo autodefine (lo

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“con/figura”, diríamos nosotros). Sólo siendo personal y única será satisfactoriamente universal y válida. Si debiera interpretar y repro-ducir a todos, se vería obligado a suponer cuáles son los deseos con-tenidos en los otros y entonces deducir –mediante “una pretenciosa y por demás absurda matemática metafísica”– el mayor denomina-dor común intelectual y sensible del ser, para luego expresar algo que a esta altura no complacería a nadie. Por ello, cuando se habla de “poesía difícil”, o incluso de “poesía ilegible”, no ha de sorpren-der que sea sólo una minoría la que pueda verse felizmente arrastra-da por la corriente lingüística que generan poetas de lenguaje y es-trategias deslumbrantes, como Eliot, Ezra Pound, Charles Berns-tein, José Kozer o Eduardo Espina, productores de una lírica donde la inteligencia ejecuta al máximo su poder imaginativo y racional.

Según Vieytes, la destreza no es sustantiva al “acontecimiento poético” (porque “el poema no se construye lógicamente: sucede”, es producto de la potencialidad “con/figurativa” del mismo lengua-je). Es inevitable que el manejo de las convenciones gramaticales y literarias anteceda a la elaboración del poema, pero no se escribe por su causa, sino a través –y con frecuencia a costa– de ellas. El profesional asume siempre la obligación de una tarea; el poeta, en cambio, se proyecta a sí mismo en el poema. Puede que cuando el poeta perciba que domina un determinado registro de lenguaje y ya no haya misterio que lo confunda, “dejándolo sin recursos raciona-les para descifrarlo”, necesite poner alto a su escritura, al menos, hasta tanto no se abra de nuevo a la “creación original”, ilusionán-dose una vez más con la utopía del “conocimiento total”.

La poeta Lyn Hejinian aclara que “el lenguaje descubre lo que uno podría saber, que es siempre menos de lo que el lenguaje podría decir”, lo cual se asemeja a la intuición fundamental formulada por el filósofo Wilhem von Humboldt en 1805. Para éste, igual que para Wilbur Marshall Urban o John Locke, el lenguaje y el conocimiento son inseparables. Pero lo fundamental está en que el lenguaje no só-lo es el medio por el cual la verdad (algo conocido sin la interven-ción del lenguaje) se expresa, sino más bien el instrumento con el que se descubre lo desconocido, se lo “con/figura”. Como se ha di-cho, conocimiento y expresión son una y la misma cosa. Este es el supuesto de todas las investigaciones de Humboldt sobre el lengua-je. Así pues, el lenguaje no es sólo el medio con que damos cuenta

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de las ideas previamente formadas en la mente; éstas se “con/figu-ran” sólo en la medida en que son verbalizadas.

A la sombra de las revolucionarias ideas de Humboldt sobre la equiparación entre lenguaje y pensamiento, la otra tradición lingüís-tica –sostenida por Nietzsche, Cassirer, Heidegger, Wittgenstein, Sapir, Lee-Whorf, Bajtin, Gadamer o Steiner, entre otros– ha caído en la cuenta de algo esencial: que no hay pensamiento sin lenguaje, sino pensamiento en el lenguaje (“con/figuración”), y que, al fin y al cabo, la experiencia es siempre pensada y sentida de forma lingüísti-ca (se la “con/figura”).

Considera José María Valverde que “toda nuestra actividad men-tal es lenguaje, es decir, ha de estar en palabras o en busca de pala-bras” (64-65). Esto es, el lenguaje es la “realización” de la vida men-tal, a la cual estructura según sus categorías léxicas, su sintaxis, su fonética, etc. En verdad, entonces, no es que haya primero un mun-do de “conceptos fijos, universales, unívocos”, y luego se tomen al-gunos de ellos para comunicarlos enmarcándolos en sus correspon-dientes nombres; por el contrario, se obtienen conceptos a partir del uso del lenguaje.

El lenguaje “con/figura” un nuevo plano conceptual. Cuando nos enfocamos en la “poesía del lenguaje”, descubrimos que la complejidad del lenguaje genera una complejidad paralela al nivel del pensamiento. Pocos se ocupan de ello, porque se suele dar al lenguaje por supuesto, como si fuera una facultad natural. De acuerdo con esta propuesta, somos conscientes del entorno, siem-pre de modo tentativo, a medida que lo designamos con palabras y lo “con/figuramos” de manera sintáctica en enunciados, es decir, a medida que lo verbalizamos.

Abundan las razones para pensar –como hacen los poetas “neo-barrocos” y los “poetas del lenguaje” en general– que las estructuras verbales resultan inadecuadas o insuficientes, que son meramente “un nuevo simulacro estético, social e histórico de nuestra época” (Milán 96). Existen “cosas”, “sentimientos” y “emociones” que no parecen poder describirse o expresarse del todo, y las hay (o acaso sean las mismas) que parecen poder “decirse” mejor, o más cabal-mente, por medios no verbales o al menos de una forma verbal más económica. Ahí están, para confirmarlo, las obras plásticas, cuyas imágenes comunican algo que no puede sustituirse con palabras.

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A veces no se logra expresar lo que quiere decirse; las palabras nos traicionan o con ellas “traicionamos” a los demás; los vocablos se hacen a veces inertes o torpes; nos engañamos pensando que los términos abstractos designan realidades concretas; nos dejamos confundir y atrapar semánticamente; ciertas expresiones operan a modo de sombras chinescas. El poeta parece hacer referencia a la acumulación verbal, que al igual que en la poesía de Perlongher, ex-pone la misma insuficiencia e incompletud del lenguaje.

Pero, ¿en qué sentido cabe decir que el lenguaje es “inadecuado” o “insuficiente”? Las realidades mismas descritas o expresadas no pueden constituir una medida de tal “inadecuación” o “insuficien-cia”, porque describir o expresar –y, en general, “representar”– “las cosas” no es duplicarlas. Tampoco puede constituir una medida de insuficiencia o inadecuación un supuesto lenguaje ideal que sería isomórfico con las “realidades”, ya que ello equivaldría a tomar co-mo medida de semejante inadecuación o insuficiencia un imposible “lenguaje-réplica” de realidades. Si el poeta admite que en algunos casos el lenguaje –o, si se quiere, tales o cuales expresiones de una lengua en tales o cuales situaciones– es insuficiente o inadecuado, es sólo en tanto que reconoce que a menudo se siente frustrado al tra-tar de describir o expresar algo.

No es justo deplorar la insuficiencia o inadecuación del lenguaje verbal para “expresar la realidad”, porque ello presupone que se le exige al lenguaje el proporcionar descripciones “adecuadas” o “sufi-cientes”, siendo la medida de ello la propia realidad descrita. Pero el lenguaje no tiene por qué “aproximarse” a “la realidad”; representar “las cosas” no es reproducirlas. Además de la independencia del lenguaje con respecto al pensamiento, puede hacerse con él muchas cosas que no se pueden realizar en su ausencia. Afirma al respecto Eduardo Espina en una entrevista en la cual hizo referencia a los aspectos formales de su factoría poética: “En otras palabras; no existo en el mundo, sólo en el lenguaje. Soy consciente de que mis maneras de existir en la realidad están basadas en una práctica signi-ficante. En el momento en que esta práctica deje de tener validez, todo lo que está alrededor se va a desmoronar” (en Mallén, Con/figuración sintáctica 105). No es entonces que el lenguaje verbal resulte “supra-suficiente” o “supra-adecuado”; es sólo que tiene po-sibilidades de expresión que compensan el sentimiento de frustra-

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ción antedicho. Lo que ocurre en nuestro entorno puede describirse o expresarse con medios verbales muy ricos y sutiles, tanto que no nos preocupamos ya si nuestra descripción es más o menos “fiel”. Como destaca el poeta uruguayo,

El lector demasiado distanciado por la razón no se pregunta cómo pasó el lenguaje ni cómo lo hizo el poeta. Y ésta es la gran pregunta de la poesía, el cómo. ¿Cómo vemos? ¿Cómo suceden las cosas en el lenguaje? No tanto el qué, ni el dónde, sino el cómo, tan esencial: cómo empezar a leer el poema, cómo lo hizo el poeta, cómo son posibles las palabras (en Mallén, Con/figuración sintáctica 89, énfasis en el original).

Así pues, retomando lo dicho por Milán, la conciencia de que la

poesía es un lenguaje que debe rebatir la simplificación de la vida humana de los tiempos presentes, es lo que convierte a la obra del poeta “neobarroco” en una “continua perturbación lingüística”. Es la conciencia, todavía, de que la poesía tiene una función que cum-plir delimitada claramente por su propia tradición; una tradición, se-gún Espina, donde el rigor en el tratamiento del lenguaje contra su propia voluntad constituye el rasgo más significativo. La poesía “neobarroca” llama la atención por ser una “puesta en escena del juego verbal” llevado a grados radicales. El verso está alterado en función del flujo lingüístico que producen las relaciones por conti-güidad fonética y semántica de las palabras, una relación donde la paronomasia es la figura dominante. No sería, sin embargo, más que otro de los exponentes del llamado “neobarroco” latinoamericano si Espina y los otros “poetas del lenguaje” no otorgaran una nota dis-tintiva y original a sus textos: un sentido del humor capaz de paro-diar cualquier aspecto cultural que considere necesario desmantelar.

De igual forma, el humor de otro “neobarroco”, Gerardo Deniz, se muestra irónico, sarcástico, negro en ocasiones, cruel cuando la situación lo exige, un humor ácido, paródico, sumamente escatoló-gico, siempre al servicio de la inteligencia. Sus blancos predilectos los enumeró, a propósito del libro Europa (1986), Aurelio Asiain: “La presunción vana de los poetas, la estupidez erudita, los delirios del pensamiento doctrinario, la mala fe de las buenas conciencias, el desamor, la hiel negra de las ciudades, las vejaciones de la burocra-cia, la naturaleza ‘Sucia del ser humano’” (cit. por García Ramírez).

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En última instancia, lo que constituye la realidad de esta poética es justamente su postura crítica que no se detiene en la participación en el debate de valores del mundo, sino que va más allá del ámbito conceptual y entra en la cuestión de los valores neurálgicos de la poesía, preguntándose por su función en un mundo donde todo pa-rece decretar la inutilidad de la labor lírica. Esa conciencia inscribe al proyecto general de los “poetas del lenguaje” en una propuesta dia-léctica del lenguaje poético, perdida la ingenuidad en cuanto a su funcionalidad social.

Los lugares inestables del lenguaje, los deslices del sentido, los espacios borrosos de la comunicación, la enorme cantidad de des-orden, ambigüedad y ruido en el habla son los elementos que carac-terizan lo que se ha llamado “poesía del lenguaje”. Se trata de una reevaluación del papel sociocultural y psicológico del lenguaje. Pero no sólo eso: se trata también de un énfasis en “el goce verbal”, el valor puramente sensual de las palabras (de allí la tensión sintáctica que recorre los poemas). En la cultura y la estética “neobarrocas”, según Calabrese (136), ha influido también la matemática de los fractales. Benoît B. Mandelbrot, creador de la teoría de los fractales, descubrió que podían llegar a medirse objetos y relieves no mensu-rables mediante la geometría euclidiana: los perfiles de los copos de nieve, por ejemplo. La poesía “recae” en las matemáticas y ésta, a su vez, otorga orden al caos de lo no mensurable.

Tal como señala Bernstein (cit. por Allegrezza), la dificultad que hallan muchos lectores al enfrentarse con este tipo de poesía es la recurrencia sistemática al fragmento, al disparate y al sinsentido; así como su rechazo del modelo narrativo que había sido la base de casi todas las formas literarias. El modo convencional de lectura falla. Los nuevos poetas intentan liberar al significado de sus restricciones mediante una previa eliminación de nuestras preconcepciones y preocupaciones sobre el mismo. Bernstein identifica una cierta “po-li-referencialidad” como el rasgo definitorio de la “poesía del len-guaje” (ibid.), que es hasta cierto punto equivalente de lo que el críti-co Victor Grauer (13) denominó “multi-referencialidad”, tal como encontramos, por ejemplo, en el cubismo sintético picassiano: no tanto la eliminación de la sintaxis, sino que más bien un enriqueci-miento del poder generativo del léxico.

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George Steiner (19) analiza este tipo de “poesía difícil” en térmi-nos de un contrato implícito entre el autor y el lector, quien de al-gún modo debe enfrentarse al reto que le presenta el texto. El críti-co nombra cuatro categorías de “dificultad”: “dificultad contingen-te”, ocasionada por el uso de palabras inusuales, que puede resol-verse con algo de esfuerzo lexicográfico; “dificultad modal”, que supone una postura con respecto a ciertas condiciones humanas que el lector halla inaccesibles o extrañas; “dificultad táctica”, ocasiona-da por esas áreas escabrosas en las que el autor intencionadamente sumerge al lector para que éste pueda de esa forma profundizar su aprehensión de la realidad, dislocando o impulsando las posibilida-des de la gramática.

Estos tres primeros modos de “dificultad” encuentran algún tipo de resolución. Según James Phelan, se da un cierto punto en que el lector experimenta un “clic” de comprensión al configurarse los có-digos semióticos en una interpretación coherente. Esto no ocurre en la cuarta categoría de “dificultad” que nombra Steiner: la “dificul-tad ontológica”, que, de hecho, rompe el contrato entre autor y lec-tor al hacer a éste último “preguntas vacías” sobre la naturaleza del lenguaje, el significado y la creación literaria.

Esta “dificultad ontológica” está en parte relacionada con la no-ción de Lotman de “texto cerrado” (109), por más que Steiner en-foca la categoría sobre el autor, mientras que Phelan la orienta hacia el lector. Para este último, el texto “difícil” es aquél cuyos elementos ambiguos y herméticos están pensados para combinarse en una in-terpretación que en última instancia unifica el texto y determina au-to-reflexivamente y mediante el ciclo hermenéutico la validez de la interpretación. El “texto cerrado”, por otra parte, es aquél cuya am-bigüedad lleva en última instancia a un vacío centrífugo que resiste y niega cualquier significado central. Lo único a lo que tiene acceso el lector es a la capacidad metamórfica del propio lenguaje poético.

De acuerdo con José Ángel Valente, toda palabra poética remite a la materia original (Gr. arkhé “principio”), a lo informe donde se incorporan perpetuamente las formas. “Palabra inicial o antepalabra, que no significa aún porque no es de su naturaleza el significar sino el manifestarse” (cit. por Sosa). Tal es el lugar asignado a lo poético, pues la palabra es la que “desinstrumentaliza” al lenguaje para ha-cerlo lugar de la “ex-presión” (Lat. ex- “fuera” + press(amac)re “pre-

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sionar”). De la palabra poética, situada esencialmente en la anterio-ridad-interioridad con respecto de la significación (“para decir sola-mente”), habría que admitir en primer término que es ininteligible (“hace de la indecisión un sentido”).

En ella, la significación sería “inminencia”, ya que, por su natura-leza, esa palabra, al tiempo que “se realiza”, ha de quedar siempre “en potencialidad”, a punto de decir. Y es en este comienzo de la interrogación poética donde se descubre el significado, partiendo de “la bruma” al “alumbramiento”. La palabra inicial a la que hace re-ferencia Valente, aquella que dice el principio o el origen es, por eso mismo, la única que hace posible la creación poética. Sólo mediante el uso poético (“condición de axioma”) puede el pensamiento ad-quirir una existencia “objetual”, “cosificarse” y nacer a una nueva existencia.

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