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Dos tipos sombríos Published on Centro Onelio (http://www.centronelio.cult.cu) Dos tipos sombríos Benjamín Black y John Connolly En los últimos libros del género negro debidos a las plumas de Benjamín Black, alias John Banville, y John Connolly, la apuesta por la psiquis profunda del detective o investigador sobresale por encima del caso de turno. En ambos casos, Las sombras de Quirke y La canción de las sombras, respectivamente, el encanto sombrío y gótico de unas conciencias atormentadas por la culpa entregan un inmejorable clima noir. Por Rodrigo Fresán Tomado de: Suplemento Radar Libros, Página 12 8 de mayo de 2017 En el principio –en bibliotecas victorianas cerradas por dentro en las que yacía un cuerpo aristocrático– lo que importaba era el quién y el cómo y el por qué había sucedido aquello que estaba muy mal hecho pero muy bien ejecutado. Se imponía, sí, la persecución del crimen y del criminal perfecto. Y el detective llegaba o pasaba por ahí o de casualidad se encontraba hospedado en esa mansión y la trama se organizaba en una enumeración de sospechosos de siempre. El investigador era casi una herramienta mecánica, una máquina de interrogar hasta llegar a un último acto (recordar esos finales con Poirot como ángel exterminador exponiendo frente a los entre temerosos y extenuados habitués de costumbre esperando que se les concediera el permiso de salir de una buena vez de allí) y se sabía de él apenas lo indispensable del mismo modo en que poco y nada sabemos de nuestro médico de cabecera o de cómo funciona nuestro teléfono supuestamente inteligente. Sólo los posteriores discípulos y pasticheurs de Sherlock Holmes profundizaron a fondo en las patologías del héroe de Arthur Conan Doyle. Y recién a la altura de ese MacGuffin que fue el Halcón Maltés o de aquella llave de cristal de Dashiell Hammett comenzamos a conocer algo más de aquellos sufridos y curtidos individuos que cobraban por día o estaban a sueldo de gangsters. Así, en El largo adiós, Raymond Chandler le obsequió a su Philip Marlowe el bendito karma de una sentimental vida íntima y el Alzheimer que golpeó a Ross Macdonald nos privó de un último caso de Lew Archer dedicándose a investigar su propio pasado. Ahora y tras sus pasos, la vida privada del investigador privado es lo que sostiene buena parte de la trama; y el ocasional enigma a develar es, apenas, una circunstancia pasajera. Algo que viene y se va para que pase el que sigue, mientras el héroe permanece cada vez más curtido y experimentando una creciente fatiga de materiales. Y el patólogo dublinés Quirke creado por Benjamin Black (también conocido como John Banville) y el detective Charlie Parker de John Connolly, alguna vez policía de New York y ahora trabajador por cuenta propia en los bosques de Maine y alrededores, saben perfectamente que el trabajo no te hace libre sino que es una prisión perpetua que convierte a tus días y a tus noches en el más concentrado de los campos. Y que todas las miradas de los lectores están puestas en ellos y en lo que rodea y envuelve a estas dos oscuras criaturas producto de las mentes de dos irlandeses. Quirke y Parker como dos tipos sombríos que –en su séptima y treceava desventuras respectivamente– lo único que en verdad resuelven y alcanzan es la certeza de que sus vidas no tiene solución final y de que sus padecimientos no conocen fronteras. Y, digámoslo, tanto Quirke como Parker vienen de pasarla mal: el primero comienza a experimentar alucinaciones, olvidos y mareos y sospecha que puede tratarse de un tumor cerebral producto de una antigua paliza; el segundo intenta poner en pie un cuerpo con demasiados agujeros de bala. En Las sombras de Quirke vuelve la elegancia y funcionalidad de una prosa como de Proust noir con lo mejor de Banville a la hora de mirar ese detalle tan revelador como atmosférico (que puede ser un muerto o un atardecer) así como la veloz funcionalidad de Black a la hora de mover los hilos de una trama que, ya se dijo, si bien intrigante (auto que estalla en llamas con cadáver al que se entiende primero como suicida o accidental pero no, mujer embarazada en fuga) resulta secundaria. Lo que vale y se impone aquí es Quirke y alrededores. Los callejones entre tinieblas etílicas de Dublín Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. La Habana, Cuba. Desarrollador web: Juan Rey Hernández Cabrera . © Todos los derechos reservados. 2015. deneme Page 1 of 2

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Benjamín Black y John ConnollyEn los últimos libros del género negro debidos a las plumas de Benjamín Black, alias John Banville, yJohn Connolly, la apuesta por la psiquis profunda del detective o investigador sobresale por encimadel caso de turno. En ambos casos, Las sombras de Quirke y La canción de las sombras,respectivamente, el encanto sombrío y gótico de unas conciencias atormentadas por la culpaentregan un inmejorable clima noir.Por Rodrigo FresánTomado de: Suplemento Radar Libros, Página 128 de mayo de 2017

En el principio –en bibliotecas victorianas cerradas por dentro en las que yacía un cuerpoaristocrático– lo que importaba era el quién y el cómo y el por qué había sucedido aquello queestaba muy mal hecho pero muy bien ejecutado. Se imponía, sí, la persecución del crimen y delcriminal perfecto. Y el detective llegaba o pasaba por ahí o de casualidad se encontraba hospedadoen esa mansión y la trama se organizaba en una enumeración de sospechosos de siempre. Elinvestigador era casi una herramienta mecánica, una máquina de interrogar hasta llegar a un últimoacto (recordar esos finales con Poirot como ángel exterminador exponiendo frente a los entretemerosos y extenuados habitués de costumbre esperando que se les concediera el permiso de salirde una buena vez de allí) y se sabía de él apenas lo indispensable del mismo modo en que poco ynada sabemos de nuestro médico de cabecera o de cómo funciona nuestro teléfono supuestamenteinteligente. Sólo los posteriores discípulos y pasticheurs de Sherlock Holmes profundizaron a fondoen las patologías del héroe de Arthur Conan Doyle. Y recién a la altura de ese MacGuffin que fue elHalcón Maltés o de aquella llave de cristal de Dashiell Hammett comenzamos a conocer algo más deaquellos sufridos y curtidos individuos que cobraban por día o estaban a sueldo de gangsters. Así, enEl largo adiós, Raymond Chandler le obsequió a su Philip Marlowe el bendito karma de unasentimental vida íntima y el Alzheimer que golpeó a Ross Macdonald nos privó de un último caso deLew Archer dedicándose a investigar su propio pasado.

Ahora y tras sus pasos, la vida privada del investigador privado es lo que sostiene buena parte de latrama; y el ocasional enigma a develar es, apenas, una circunstancia pasajera. Algo que viene y seva para que pase el que sigue, mientras el héroe permanece cada vez más curtido yexperimentando una creciente fatiga de materiales.

Y el patólogo dublinés Quirke creado por Benjamin Black (también conocido como John Banville) y eldetective Charlie Parker de John Connolly, alguna vez policía de New York y ahora trabajador porcuenta propia en los bosques de Maine y alrededores, saben perfectamente que el trabajo no tehace libre sino que es una prisión perpetua que convierte a tus días y a tus noches en el másconcentrado de los campos. Y que todas las miradas de los lectores están puestas en ellos y en loque rodea y envuelve a estas dos oscuras criaturas producto de las mentes de dos irlandeses. Quirkey Parker como dos tipos sombríos que –en su séptima y treceava desventuras respectivamente– loúnico que en verdad resuelven y alcanzan es la certeza de que sus vidas no tiene solución final y deque sus padecimientos no conocen fronteras.

Y, digámoslo, tanto Quirke como Parker vienen de pasarla mal: el primero comienza a experimentaralucinaciones, olvidos y mareos y sospecha que puede tratarse de un tumor cerebral producto deuna antigua paliza; el segundo intenta poner en pie un cuerpo con demasiados agujeros de bala.

En Las sombras de Quirke vuelve la elegancia y funcionalidad de una prosa como de Proust noir conlo mejor de Banville a la hora de mirar ese detalle tan revelador como atmosférico (que puede ser unmuerto o un atardecer) así como la veloz funcionalidad de Black a la hora de mover los hilos de unatrama que, ya se dijo, si bien intrigante (auto que estalla en llamas con cadáver al que se entiendeprimero como suicida o accidental pero no, mujer embarazada en fuga) resulta secundaria. Lo quevale y se impone aquí es Quirke y alrededores. Los callejones entre tinieblas etílicas de DublínCentro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. La Habana, Cuba.Desarrollador web: Juan Rey Hernández Cabrera. © Todos los derechos reservados. 2015.

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(“malvada y mendaz pequeña ciudad”) en un ardiente verano de los años ‘50s, esa especie deWatson que es el inspector Hackett, el hermano adoptivo Mal y su esposa depresiva, y uno de losmás formidables personajes jamás creados por Banville o Black: la tan volátil como formidable hijade Quirke, Phoebe Griffin, con una admirable y preocupante capacidad para meterse en problemas opara atraerlos. Y aquí –como en los principios de la serie– vuelven a oírse las plegarias infectas deesa sociedad opresiva y pecadora constituida por las clases altas y la iglesia católica. Y, atención,Quirke se enamora de una psicóloga austríaca. Y sigue intentando dejar de beber y, cuando lepreguntan si cree en Dios, él contesta: “Creo en el Diablo”.

Pero si alguien de verdad cree en el Diablo, ese alguien es Charlie Parker: mitad thriller y mitadterror, acaso arcángel caído y solucionador de asuntos terrenos pero sabiéndose engranaje clave enuna cósmica conspiración de demonios. Y luego de la un tanto ligera El invierno del lobo (poco másque una astuta variación del tema/lugar común “villa maldita”) pero en la que acabó casi del otrolado, Parker, aunque muy maltrecho, vuelve a estar en buena forma en La canción de las sombras.Esta entrega no alcanza las cimas de vértigo de Todo lo que muere, El camino blanco, Losatormentados, Los amantes o Voces que susurran; pero enmienda el, para mí, único gran errorimperdonable de la serie: El ángel negro, en la que Parker aparecía como una tonta cruza de IndianaJones y Robert Langdon confundiendo y confundiéndose entre parafernalia nazi. Aquí, retornan losdescendientes de Hitler con información poco conocida sobre holocáusticos mataderos en Croaciadurante la Segunda Guerra Mundial; pero con la contenida opresión de siempre. Ya se sabe: elmarco geográfico del “pueblo chico, infierno grande” con vecinos amenazantes o amenazados, elgran elenco de costumbre (los formidables Angel y Louis, los troglodíticos hermanos Fulci, ElColeccionista y Cambion El Leproso, el espectro de la hijita asesinada y ese implacable comandorabínico de Epstein & Co.) y con una atendible novedad: la primera persona narradora pasa a unatercera que marca cierta distancia que –aunque ya ha salido en inglés A Time of Torment y seanuncia para abril A Game of Ghosts– tal vez sea síntoma de los preliminares de algo que Connollyha venido insinuando en entrevistas: las acontecimientos se precipitan, a Parker le van quedandocontadas balas en la recámara, y más temprano que tarde acabará averiguando de dónde viene,hacia dónde va, y cuánto falta para su juicio final.

Tal vez, quién sabe, antes del apocalipsis, Parker –más allá del tiempo y del espacio– se cruce conQuirke y comparen notas y compartan copas. Una cosa sí es segura, en algo estarán ambos deacuerdo: no importa quiénes sean los autores materiales del crimen, ellos siempre se sentirán comolos más torturados pero tan gratificantes culpables de completa y absolutamente todo.

Las sombras de Quirke, Benjamín Black, Alfaguara, 312 páginas

La canción de las sombras, John Connolly, Tusquets, 448 páginas

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