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v DOS NIDOS DE GERIFALTES P ORfin, y después de nueve meses de carava- neos, de cabalgatas, de navegaciones ince- santes, de todo lo que no he pretendido ano- tar en estas páginas más que breves episo·· dios, bajaba por el gran río, por ese Magdalena que corre ahora a todo cauce, crecido por las llu- vias que el invierno vierte de nuevo sobre su cur- so. Arrastraba también, apresurándose hacia el mar, algo así como la noción olvidada del tiemplJ y al afán del río se unía la impaciencia que, súbi- tamente, se despierta en el viajero. Su curso, orientado de sur a norte, parece correr hacia re- giones más frías, hacia esa Europa ausente desde hace tanto tiempo. Aun siendo un turista que tenga prisa, aun sin- tiendo en la medula todos los efluvios eléctricos del viejo mundo, no puede haber perdón para quien abandonase Colombia sin visitar dos ciudades de la costa, poco distantes una de otra, hermanas por su historia y que son las más antiguas de to- das las de América del Sur: Santa Marta y Car- tagena, vestigios del pasado, sudaÍ'ios de piedra y tumbas de dos conquistas. Desde Barranquilla se va a Santa Marta en una noche de navegación a través de los innumerables caños que constituyen el delta interior del Magda.- lena; una noche pasada al raso, sobre la cubierta transformada en dormitorio, bajo una atmósfera gris violeta especial, saturada de electricidad, ba- jo la bóveda de los árboles que se curvan sobre las aguas negras. Las siluetas trágicas de los co-

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vDOS NIDOS DE GERIFALTES

PORfin, y después de nueve meses de carava-neos, de cabalgatas, de navegaciones ince-santes, de todo lo que no he pretendido ano-tar en estas páginas más que breves episo··

dios, bajaba por el gran río, por ese Magdalenaque corre ahora a todo cauce, crecido por las llu-vias que el invierno vierte de nuevo sobre su cur-so. Arrastraba también, apresurándose hacia elmar, algo así como la noción olvidada del tiemplJy al afán del río se unía la impaciencia que, súbi-tamente, se despierta en el viajero. Su curso,orientado de sur a norte, parece correr hacia re-giones más frías, hacia esa Europa ausente desdehace tanto tiempo.

Aun siendo un turista que tenga prisa, aun sin-tiendo en la medula todos los efluvios eléctricosdel viejo mundo, no puede haber perdón para quienabandonase Colombia sin visitar dos ciudades dela costa, poco distantes una de otra, hermanaspor su historia y que son las más antiguas de to-das las de América del Sur: Santa Marta y Car-tagena, vestigios del pasado, sudaÍ'ios de piedray tumbas de dos conquistas.

Desde Barranquilla se va a Santa Marta en unanoche de navegación a través de los innumerablescaños que constituyen el delta interior del Magda.-lena; una noche pasada al raso, sobre la cubiertatransformada en dormitorio, bajo una atmósferagris violeta especial, saturada de electricidad, ba-jo la bóveda de los árboles que se curvan sobrelas aguas negras. Las siluetas trágicas de los co-

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coteros desfilan, inclinadas ante la amenaza de ],'1tormenta y bajo las ráfagas húmedas que impri-men un vaivén en el techo de la cubierta a los hu-mosos faroles que, aislados, la alumbran; ráfagasque hacen revolotear, como si fuesen chispas, so-bre la lona de los catres, los cabellos despeinadosde las mujeres. Con frecuencia un timbre tstriden-te resuena, j bring! El barco embiste contra la ori··lla y, mientras que los bicheros de los marineros]e empujan hacia el misterio de las aguas negras,las ramas, como si fuesen las manos de las tinie-blas que quisieran detenerle en su camino, le aga··rran al pasar, rozándole de punta a punta, con unruido de hojas estrujadas.

Fuera de esto, la navegación es indeciblementesilenciosa. Recuerda el vuelo de los autilloi'l en elaire muerto,en el aire ahogado por la pesadez tem-pestuosa, pero que, con la llegada del día, se ali-gerará, se sublimizará.

En efecto, la aurora ilumina, a la vez, tres pa-noramas soberbios que s~ descubren inopinada·mente: la magnificencia verde y rosa de la Ciéna·ga, en ]a que acabamos de desembocar; la orladelicada de las selvas, que se extiende hasta el in-finito, y, dominándolo' todo, la silueta de sombramaciza de la Sierra Nevada. Con la primera ale-gría muda de la mañana que pone su garra de oroen la cima de las montañas, el espectáculo resultainfinitamente agradable y delicado.

Por entre el espacio que separa dos montañasapunta el disco rojo, misterioso, del sol, y sobrela Ciénaga, como si brotase de una herida recien-te, se proyecta un chorro de sangre. Alrededor deesta lluvia de púrpura, se redondea, por encimadel colorido azul grisáceo de las tinieblas que per-manecen agrupadas en su bas~, un halo dorado,violeta y azul marino, deslumbrante.

En un momento, el triángulo babélico, de unaaltura como. de vez y media la del Monte Blanco,ve iU baile cortada por nubes plateadas y presen-

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ta sucesivamente todos los aspectos fantasmagó-ricos de las cordilleras que tantas veces contem-plaron mis ojos. Por. de pronto, no es más que al-go enorme, azulado, con una escotadura de bra-sas que refleja, irradiando en la superficie de lalaguna entre las islas de follaje, un muaré queofrece todos los cambiantes de la luz; espejo quetiene un fondo glauco, verde oscuro y vegetal, for-mado por esos millones de esporas que engendranla fiebre en las lagunas de Guinea. Pero, entre tan-to, las neblinas van subiendo, subiendo a lo largode esas laderas infinitas que todavía retienen ~oque queda de noche, y mientras que el pesado te-cho que van formando se espesa, las crestas, re-sueltamente, se transforman, se precisan, con unafinura pálida, cIara y próxima, hasta que la Sie-rra Nevada entera, la reina de la costa de Colom-bia, perfila definitivamente sus dos antítesis su-perpuestas: su gloria serena y su espanto.

Su pirámide se alza, es cierto, sobre un desier-to de tristeza poco común que se acentúa a medi-da que se avanza; prolongaciones desecadas de laCiénaga, estepas pantanosas, desolaciones amari-llentas, estériles, que huyen hasta perderse de vis-ta del mísero villorrio de Puebloviejo hacia el ho-rizonte de Riofrío y de Sevillana. Ese Pueblovie-jo --constituído por algunas chozas de pescadoresbastante antiguas, en efecto-, me pareció, noobstante, durante una hora, el mismísimo El Do-rado. Delante de él la Ciénaga se redondea y se cie-rra por detrás, y separado nada más que por unestrecho dique de arena negra, fuerte y resisten-te, aparece de improviso, encrespado y rompien-te, a lo largo de su línea cóncava, iel mar!

iEl océano! la cosa fría, como lo llama Loti, elcampo de ilusiones y de sueños del que, cuandose ha padecido durante tantos meses a través delos hinterland cerrados y salvajes, a través deesas selvas sepulcrales, ya no se puede prescindir,y a su vista se siente acelerar el paso de la sangre

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por las venas, se sienten arder las mejillas que sedejan acariciar por sus salpicaduras, y se mete unoen él vestido y todo, se toma posesión de él, nocomo Balboa, en nombre de un tirano cualquiera,sino sencillamente, llevado por el vértigo, por laembriaguez del espacio, como si el pensamiento seensanchase en la medida de su magnitud ...

De Sevillana a Santa Marta, los americanos hantenido una vía férrea de particular interés, dicen,destinada a sacar, a precios excelentes, los produe-tos de sus importantes plantaciones de bananosque se extienden por toda la vertiente occidentalde la Sierra Ne'lada. Los racimos verdes, traído::;aquí por los trenes, se cargan dos veces por se-mana en los vapores destinados exclusivamente aese transporte, que en ocho días los llevan a Nue-va York, donde van a aumentar las cantidadesenormes procedentes de Costa Rica, de Honduras,de Veracruz, de Cuba, de Puerto Rico, en una pa-labra, de todo el Golfo de México, ¿l fin sometido,para servir de postre a los yanquis.

Ese ferrocarril, que los viajeros de Barranqui-lla toman en San Juan de la Ciénaga, pasa, sintransición, de la horrible llanura a las regiones devegetación más extraordinarias y encantadoras.Los sotos presentan tonos muy claros; hay arbus-tos, matorrales de arbustos, pero secos, grises,muertos, cuyas hojas ajadas cubren el suelo, a loque se añade ese apecto triste que la sequía im-prime al panorama senegalés; en el centro, des-entona la frescura de los cactos gigantes, de esoscactos arborescentes que levantan sobre un tron-co negruzco un haz de columnas azuladas, digita·das. Finalmente, en el fondo, los ramajes de lasmatas brotan esta vez bonitos, menudos, de un co·lor verde de primavera, de una alegría de frescu-ra, en medio del entrelazamiento de los esqueletosvegetales. Y el cielo, de ese color azul con queFlaubert revistió el de Cartago, se muestra son-riente a través de sus encajes de tristeza. Esta es

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nuestra Costa Azul, me decía el general D .... se-ñalándome idénticas laderas algo polvorientas yagrestes que descienden hasta la blanca espumaen la que, en rigor, se creería beber el sueño delMediterráneo entre las ramas extendidas de lospinos sombrillas. Volvía a yerel follaje ralado delos lentiscos, de los laureles y' de los áloes, suje-tos por la cabellera de sus raíces a los cortes pe-dregosos de los barrancos; a la derecha se pre-sentan casi las mismas perspectivas de allá, conlas montañas próximas que ofrecen un color vio-leta tan extraño, bajo el vejo transparent.e y fi-no de sus matorrales tostados.

Pero lo que materialmente no se puede descri-bir es la sensación de angustia que oprime el CO-razón cuando, al salir de esos paisajes bucólicos,vetustos, el vagón se detiene de improviso en me-dio de ese sopor de decadencia, de tristeza y desol que reina a lo largo de lás paredes desconcha-das y tristes, que han adquirido, por la pátina delos siglos, ese colorido sin nombre de la necrosis,de la lepra de las piedras, esa sensación de angus-tia que se experimenta al verse rodeado de todasesas edificaciones, de Santa Marta, sin edad, re-fulgentes de sol y dominadas por el área calva delos alcores pelados, lúgubres y ásperos hasta loincreíble.

Desde luego, esa sorpresa no dura mucho; esta-mos en pleno pasado, en pleno recuerdo de gloriay de aventura que ha permanecido inmutable, alque no se ha añadido ni una piedra desde la épo-ca de la conquista, del que, más bien, se han de-jado caer algunas y en el que nadie se ha toma-do el trabajo de edificar absolutamente nada. Pa·ra recorrer esa ciudad no hay mejor compañeroque la propia imaginación; se cruza uno con mássombras y fantasmas que con vivos. N9 se advier-te ni la animación ni la vida que da siempre laproximidad del mar. Apenas si se da uno cuentade que hay un puerto y de que ese puerto es más

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amplio, profundo y seguro que cualquiera otro deesta costa. Hay, sin embargo, una plaza pequeñay bonita, adornada con laureles y flores. Pero alre-dedor de ese oasis, de esa corona sonriente, nohay más que los eternos escaques -aquí más des-coloridos, más fosilizados aun- de casas blan-cas, pobres, lastimosas, inexorablemente idénti·cas, con sus grandes ventanas defendidas por re·jas de hierro cuyas enroscaduras delicadas secaen hoy, corroídas por la brisa marina Y su es-pecial melancolía, apenas analizada, se aumentacon las ruinas acumuladas por el ciclón de hacecuatro años, estragos que desde luego nadie pen-s6 en reparar, inmensos cuadriláteros desiertos,saharas ardientes y rectangulares, que el vientobarre levantando torbellinos de polvo yesoso; seaumenta con la vista de unos viejos cañones espa-ñoles o franceses, hundidos por la boca en las es-quinas de las calles, que llevan inscripciones enrelieve: Le Gran Robert, 1669, La Jacqueline,1703; se aumenta con ese no se sabe qué que de-ja tras sí la historia cuando fue demasiado Jegen-daria y grandiosa para que vuelva jamás a repe-tirse.. Esta es, en efecto, si no la primera ciudad quefundaron los españoles en el Nuevo Mundo, porlo menos la más antigua que nos habla de ellos, delos "esplendores heráldicos de su sueño". Panamá,no la Panamá de hoy, ampliada a fuerza de millo-nes, sobre la muelle ensenada del Pacífico, sinoPanamá la vieja, la ciudad opulenta y comercialque el bucanero Morgan incendi6 el 28 de enerode 1671, era la única aue la aventajaba en anti-giiedad e importancia. Y. entre paréntesis, asom-

o bra ver c6mo en dos siglos de abandono la selvavirgen realiza un trabajo de nivelaci6n más totaly absoluto que el que hacían los conquistadoresasiáticos pasando la reja de sus arados y sembran-do sal sobre las ruinas: apenas si quedan de la pri-mitiva Panamá de 1518 algunos vestigios impQsi.•

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bIes de reconocer. "Hoy, dice Jalhay, una vegeta-ción exubtlrante donde se albergan pumas, caima-nes y serpientes, cubre el sitio desde donde Piza-rro y sus compañeros se lanzaron a la conquistadel Perú." ,

Por lo que se refiere a Santa Marta, fue en 1526que Rodrigo de Bastidas, secundado por Badilló yGarcía de Lerma, levantó las primeras casas eu-ropeas. Los historiadores se muestran unánimesal describirnos, con trazos simpáticos, la figura deeste conquistador de humilde origen. Figura éstaque, con las de Balbpa, de César, de Leyva, deBartolomé de Las Casas, obispo de Chiapas e in-mortal defensor de los indios, fue una de las po-cas que se impusieron a la admiración de los ven-cidos. Bastidas, en efecto, adorado por los indíge-nas, fue muerto por sus soldados, cuyos excesosestaba decidido a reprimir o a impedir. Si se con-sidera sólo su gloria, desde luego, no tuvo éste labrillante fortuna del fundador de Cartagena y, so-bre todo, le faltó el botín fantástico de un Sinúpara, con su ayuda, poner en su blasón dorado denuevo una carabela de plata sobre un golfo deazur. Pero es precisamente porque aparece comoun personaje oscurecido y desheredado por lo queeste fundador de la ciudad nos interesa desde loprofundo de su olvido, razón por la que me agra-daría poder exhumar su daga, trofeo humilde dealgún museo polvoriento, descubrir la lápida en laque su nombre debe figurar con el epitafio gran-dilocuente que consigna Juan de CasteHanos ensus Elegías de Varones Ilustres de Indias:

Hic tumulus condit Bastidae sancia membraquae fixit gladio nuper acerba manus.Ipse. quia dives virtute et robore praestausDue Santae Martae primus in orbe fuit.

Epitafio al que no va en zaga el de Rodrigo Pa-lomino, compañero suyo, muerto, él también trá-

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gicamente, cuyo texto le consuela de su triste fincon estas palabras:

Non Palomínus habet tumulum quo morte quiescatAst dignus magni laudibus íngenii.

Nam si cuneta satis quoe fecit gesta canuntur,Hispanos ínter grandis et esse potest.

Por lo demás, paseando la mirada por esta ciu-dad ruinosa y pretérita, que parece como si sin-tiese el cansancio de haber llevado en su seno tan-tas energías y tantas valentías sublimes, abarcan-do el circo rojizo de montañas con el que un díase"tropezaron las miradas devoradoras de Quesa-da, recorriendo esta playa en la que desembarca-ron los héroes y desde la que se lanzaron al pilla-je y a la matanza tantos afanes incontenibles degrandeza y de dominio, se acaba poco a poco, pe-ro naturalmente, por evocar la psicología, los re-sortes secretos que debieron animar el valor deaquellos hombres. j Cuán curioso y dramático esel fondo del alma de un conquistador! Desde lue-go se advertirá la apetencia violenta de las rique-zas, la lo.cavanidad de llegar a ser un día, él tam-bién, vizconde o marqués, de ir en carroza despuésde haber andado a pie, de sentarse en la corte des-pués de haber vestido el jubón remendado del La-zarillo de Tormes; hermosa confianza la del ¿porqué no? que anima el corazón de los aventureros.Pero lo que no se sabrá nunca es lo que hubo enél de tragedias de amor, de resoluciones desespe-radas que conducen a la Nueva Cipango para ju-garse definitivamente vida y porvenir a cara ocruz, o la resolución de expiar un crimen ignora-do, tomada en debate secreto, íntimo, e impuestapor el fallo mudo de la conciencia. j Qué historia-qué crónica secreta, tal vez poco histórica, si sequiere, pero palpitante- la que podría escribirsesi una sibila revelara las pasiones que se agita-ron bajo la coraza de. esos rudos invasores! ¿Es-

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taría alguno de ellos animado talvez por la fe delas cruzadas? Aunque 'hayan usado y abusado detan cómodo disfraz, la instrucción interminabledel sumario de los crímenes de la conquista dejaexpedito un recurso abierto a todos los escepticis-mos.

Pero si la figura definitiva, si la aditud de 108conquistadores tiene un valor indiscutible para laposteridad, icuánto más interesantes resultan és-tos al considerarlos, empequeñecidos,sea. pero ta-les cuales eran, al intentar presentarles en la épo-ca de su juventud triste y desvalida, época en laque sus horóscopos les hubiesen talvez asombra-do y espantado si hubieran podido mostrarles losdestinos fulgurantes a los que una suerte sin pardebía elevarlos de repente! Uno se representa alos que, en el umbral de estas tierras, extrañadasal verles llegar, cubrían su cabeza con e' yelmo.ceñían la tizona, calzaban el escarpe de punta agu-da, a todos esos futuros adelantados, vegetandoen cualquier "'villade España, unos como chupatin-tas malhumorados, como estudiantes transnocha-dores y sin blanca otros, éstos como tenorios an-gustiados por no tener con qué vivir, aquéllos co-mo licenciados sin empleo, devorados por la ambi-ción y las necesidades, paseando bajo sus capascastellanas sus almas sombrías de conspiradores,y sus sueños de pompeyanos. iTambién fue a ve-ces la casualidad, o el incidente insignificante, loque decidió su éxodo! Fue la pérdida, según pa-rece, de uno de los cerdos que apacentaba y el te-mor a las resultas de su negligencia lo que decidióa Pizarro, hijo natural de un hidalgo que le diosu nombre, a huir a América, lo que le hizo lle-gar a ser virrey de la Castilla de Oro, conquista-dor del Perú y heredero, por despojo, de los teso-ros de Atahualpa -antes de morir asesinado porel hijo de su compañero de armas Almagro-. Es-te, niño expósito, abandonado a la puerta de unacq.say educado como'huérfano de un soldado, no

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se figuraba entonces que un día adoptaría el nom·bre de su ciudad natal, que sería nombrado porCarlos V Adelantado del Perú, que llegaría hastaChile en esa incursión de audacia loca, que sólodetuvieron los arenales de Atacama y el valor gue-rrero de los araucanos.

Bastidas era' secretario de juzgado en Triana,arrabal de Sevilla. Benalcázar, de origen morisco,cuyo vel"dadero nombre era Sebastián Moyano,fue hijo de una pobre espigadora y él mismo, sien-do niño, recogía leña seca. García de Paredes, co-mo Pizarro, era hijo natural. Orellana, el inmor-tal descubridor del Amazonas, figuraba en las fi-las de ese extraordinario ejército como un hijode familia descarriado. Caso éste análogo al deHeredia que se avergonzaba asaz de tener corta-da la nariz, perdida en una riña de estudiantes, ydel horrible apéndice postizo, remedio peor que laenfermedad, impuesto por la rinoplastia de enton··ces. Balboa y Colmenares formaban parte de lasgentes de Pedro de Puertocarrero, señor de Mo-guer, y fue para escapar de sus acreedores por loque se lanzó por el camino de la gloria. Empezó,como se sabe, ocultándose en una pipa que la ex-pedición de Federico de Enrico transportaba des-de Santo Domingo a Tierra Firme. Descubiertodurante la travesía, debió sólo a su elocuencia elno ser arrojado por la borda para servir de pas':'to a los tiburones. Quesada, Briceño y Badillo erantogados; Bernal Díaz era un veterano rudo y ca-si analfabeto; que tomó parte en Méxicoen cientodiez y nueve combates y que contrajo también allíla costumbre de dormir revestido de su armadura.Uno solo era, en realidad, militar con patente deteniente: Hel11án Cortés, hijo de Martín Cortés

, de Monroy, descendiente, según dicen sus biógra-fos, de los Cortés de Aragón, y en el guanteletedel conquistador se advierte, a veces, la plum~del bachiller de Salamanca. El más noble de to-dos ellos, Alonso de Ojeda, era gentilhombre del

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séquito de Isabel antes 'de ser el compañero deAmérico Vespucio y de Juan de la Cosa.

iPero para unos cuantos apellidos que la his-toria recuerda; cuántos otros nombres igualmentehumildes permanecerán, para siempre, ignorados!Pues, además de que los mismos interesados, unavez llegados a la cumbre de la gloria y avergonza-dos de la humildad de su ascendencia, procurarondisimularla mediante las leyendas más lisonjeras,sus panegiristas, por su parte, se esforzaron, tam-bién, a posteriori, en adulterar, barnizándolos, lo~orígenes de todos estos grandes soldados que suorgullo patriótico inmortalizaba. La obra Varones

. ilustres del Nuevo Mundo, dedicada a Felipe IV,a Pizarra y a Orellana, trata, con gran acopiode frases ampulosas, de entroncarles con los máiJesclarecidos linajes de.la época. Preocupación és-ta que perjudica, por lo general, al crédito de 109historiadores de entonces.

y lo que caracteriza, lo que 'da la nota típica deuna pequeñez muy humana, a todos estos remove-dores de pueblos, a todos estos andarines de con-tinentes vírgenes con botas de siete leguas, es lapreocupación torturad~ra y ridícula, el afán detener antepasados, el deseo de títulos, de pompa,de ostentación. Ninguno de ellos proclamó francay altivamente su origen plebeyo, ya bastante ilus-tre, no atreviéndose a decir: j La prosapia de midescendencia soy yo! Eran de condición demasia-do improvisada para tener ese arranque. Cómo nosonreírse de lástima al pen:::ar en la verdadera fi-nalidad de todas esas cabalgatas épicas, de esaspequeñas Ilíadas, al pensar en esos sufrimientos,de los que no tenemos idea, soportados sin el re-medio que ahora nos parece indispensable de la.quinina, al darnos cuenta de que lo que les anima-ba y sostenía en medio de tales angustias y pe-ligros no era más que un sueño infantil, una pue-rilidad que emociona y desarma: comprar, derro-chando ducados, un traje nuevo bordado en oro,

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pavonearse en la Oorte y, sobre todo, j qué honor!;subir en las carrozas de Su Majestad Católica. Ala realización de esta invencible esperanza fue alo que tendió principalmente Quesada durante to-da su vida. j Y pensar que su deseo no fue aten-dido, pensar que murió, después de tantos traba-jos, sin lograr más que arruinarse, sin realizar esesupremo capricho de rematar su escudo de armascon ·la corona· cerrada de marqués, concesión queFelipe JI, tan insensato como su vasallo, había su-peditado al descubrimiento de El Dorado!

Continuando en este orden de ideas, se podríapasar una revista curiosa y divertida ojeando laheráldica complicada, las armas parlantes, crea-das aprisa y desde el principio hasta el fin paraestos Adelantados, para estos destructores de im-perios, acuciados por el deseo de hacer fortuna yde verse admitidos, como dicen los edictos realesque hacen merced de ellas, "al trato de los du-ques, marqueses, condes, barones y de la noblezaen general". La Sociedad de Bibliófilos de Madridpublicó el Nobiliario de los Conquistadores deIndias. Este libro parece un verdadero tratadode historia natural por la cantidad de ejempla-res de todos los reinos de la naturaleza que en élse acumulan. Astros radiantes, volcanes, escalas,caras de indios, cadenas rotas, montañas, torres,flechas y arcos, islas sobre mares de esmeraldas,sirenas, jaguares, armaduras y coronas indígenas,árboles pertenecientes a una flora maravillosa,disparatados despojos de templos, figuras nuevasy, con frecuencia, grotescas, que irrumpen en losnuevos escudos y sustituyen a las antiguas y no-bles cruces, a las fajas altivas, a los cheurrones ya las orlas, ganados en las cruzadas o conquista-dos antaño f\obre la grey sarracena. Desde luego,debía requerir un trabajo ímprobo la diferencia-ción de hazañas, todas semejantes, y el ordena-miento de los "campos" teniendo en cuenta el nú-mero de expedientes que se amontonaban todos lOíJ

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días sobre las mesas de la cancillería solicitandosu concesión; para don Cristóbal Colón, para M61-chor de Jaén, para Bartolomé Bermúdez, para elAdelantado don Pascual de Andagoya, para Mi·guel Díaz, para Hernán Cortés, para Andrés daNarváez, para Francisco Pizarra, para Juan deSalazar, para Alfonso de Villanueva, para, en unapalabra, esos centenares de gentes ennoblecidas;en esos expedientes, a veces, llama la atención laanotación marginal: "Indio" o "Cacique" y, sobretodo, hay una realmente extraordinaria, casi in·creíble, relativa a un don Martín Córtés, que mu-rió olvidado, dice así: Hijo de Montezuma.

Releyendo sus ejecutorias, el hijo olvida la en-carcelación del padre. El último conde de Monte-zuma y Tula murió ignorado en Nueva Orlean::;en 1830.

En l'esumidas cuentas, bien fuera vanidad, in-terés o ambas cosas a la vez, 10 que haya impul-sado a esos grandes hijos de España, nunca ~l

. entusiasmo será demasiado, nunca se escribiránversos bastante hermosos para glorificar su valor.

Considerado en sí y por sí, ¿no es admirable elarranque que dio lugar, por ejemplo, a la epopeyade la conquista de Bogotá? Epopeya en cuya cu··na estoy en estos momentos, epopeya en la que pe-recieron seiscientos de los ochocientos veinte te-merarios que la· intentaron, verdadero capítulo deJenofonte ilustrado por Salvator Rosa. Es nece-sario estar aquí, haber seguido, después de ellos,con todas las comodidades modernas, ese caminode doscientas leguas que conduce a la Muequetáde los muiscas, para darse realmente cuenta de loque hubo de heroico y de insensato en semejantemarcha durante once meses a través de la selvavirgen, llevada a cabo por un puñado de aventure-ros, a las órdenes de un hombre valiente pero sinexperiencia alguna en las armas, salido de la cu-ria. No sólo era preciso tener el alma remachada

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al cuerpo sino que había que contar, además, conuna voluntad soberbia y fiera; y más elocuentes aeste respecto son las armas, siempre armas, esverdad, pero al menos merecidas, que a su regre-so le concedió el rey de España: un león empu-ñando una espada; una montaña sobre ondas sem-bradas de esmeraldas; y árboles en campo de oro.

Desde la salida de la costa hasta la fundaciónde Santafé, icuántas miserias, pero también quéorgullo lírico para el país que da tales hombres;se siente vibrar en los puntos de la pluma de loscronistas de la época, de Piedrahita, de Gomara,de Castellanos! Hay, sobre todo, una página lle-na de angustia, un momento en que parece quetoda la valiente tenacidad de esos bravos va a do-blegarse ante lo imposible: es al llegar a Tamala-meque, al perderse la flotilla que por el río debíacooperar al descubrimiento de las tierras. En esemomento el cansancio, la desesperación se impo-nen, dejan oír sus voces más fuertes que la mis-ma ambición, y amenazan con dar al traste conel proyecto del Adelantado. Y, de repente, ¡ohprodigio! Bastó con el hallazgo de un simple ta-parrabos de algodón azul, indicio de una civiliza-ción próxima, para que esos leones volvieran ensí, para galvanizarles de nuevo. Les vuelve a son-reír la fortuna con la atrevida descubierta quellevan a cabo, hasta el pie de las montañas delOpón, el capitán San Martín y dos de sus compa-ñeros, seguida de cerca por el combate de Nemo-eón, el primero que Quesada libra a los chibchas.Luégo vienen la marcha a través de la Sabana y,la cacería de los panches que se dice tienen oro,la derrota de esos desgraciados, la explotación delas minÍls de esmeraldas de Somondoco, la entra-da en los territorios del Zaque de Tunja, su' cap-tura y el pillaje de sus tesoros; es entonces cuan-do los soldados marchaban gritando: iPerú! iPe-rú! iSeñor g,eneral! Se produjeron allí escenasescandalosas, que tuvieron una repercusión tan

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bochornosa en el alma indígena, comola que pudohaber tenido en la de la cristiandad, dos siglosantes, la conducta sacrílega observada por FelipeIV el Hermoso para con Bonifacio VIII. En el te~rritorio de aquel Zaque, gran vasallo del empera-dor o Zipa, estaba situado el santuario de Iraca,la "Roma de los muiscas", ubicado en el emplaza-miento de la Sogamosoboyacense y sede entoncesdel gobierno teocrático del imperio, lugar de pe-regrinaciones y de ofrendas. El gran pontífice oSuamoz -resumo a Pereira- era elegido por·cuatro poderosos caciques que tenían el título de"electores". Oficiaba en el templo del sol, techadode oro y esmeraldas, dice la leyenda, pero que entodo caso era después del de Cuzco el más sun~tuoso del Nuevo Mundo. Desde su llegada a laregión los invasores dejaron traslucir en formatal la prisa tan brutal que tenían de apoderarsede los tesoros que contenía, que los indios descon-fiaron y poniendo en práctica viejas mañas, máseficaces que las flechas, lograron despistar a losprimeros y poner a buen recaudo los -segundos.Quesada también entró en sospechas y dio un gol-pe, asegurándose de la persona sagrada del reyQuiminchateca. Este estaba a tal extremo iden~tificado con la majestad de su dios que, lo mis-mo que Bonifacio·al recibir la bofetada de Noga-ret, murió de dolor y de estupor. Este fue el ha-chazo primero y decisivo asestado a las creenciasindígenas. Para los españoles no fue más que laseñal de saqueo. Iraca fue tomada y el templo des-valijado fue pasto de las llamas a impulsos dela ira de aquellos nuevos Eróstratos.

La segunda parte de esa epopeya la constituyenepisodiossecundarios; las expedicionespor los lla-nos y a Neiva, el regreso a las mesetas; la concen-tración en Muequetá para atacar los bosques deFacatativá, donde Tisquesuza, huyendo, encontr6la muerte; su desgraciado sucesor, Sazipa, des-pués de haber obtenido algunas victorias sobre sus

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adversarios, se sometió, sin que esta abdicaciónpudiera evitar la suerte horrIble y prevista quele esperaba. Encadenado en 1538, a pesar de lasprotestas de los soldados, expiró en el tormento,lo mismo que lo hicieron Atahualpa y Guatimozíncinco y dieciséis años antes, respectivamente, sinrevelar tampoco el secreto de sus tesoros. Así ter-minó el último Zipa, lo mismo que murieron el úl·timo Inca y el último Azteca.

Y, sin embargo, no es posible dejar de experi-mentar un sentimiento de admiración ante la fre-nética temeridad de los autores de estos crímenes.Nuestra juventud contemporánea, que se apasil)-na, según dicen, por los "maestros de energía" y.a la que obsesionan las expatriaciones en buscade fortuna, debería, después de hacerle objeto dela debida crítica, inspirarse en su ejemplo y acor-darse de 'que es la indestructible confianza enellos mismos lo que convierte en novela interesan-te la historia de esos héroes. Ensanéha, sin em-bargo, el pecho, el revivir, después de ellos, esaépoca magnífica y loca de la caballería, de la fe-rocidad, de la ambición' inextinguible, durante lacual la hez de los salones y de los arrabales de Es-paña vino a sonar aquí el toque de degüello sincuartel, para después de haber batallado tanto, enbusca de la fortuna, terminar degollándose a símisma. Cortés en México,Pizarro en el Perú, Al-magro en Chile, Francisco César en el Cauca, Ore-llana en el Amazonas, Quesada aquí, qué tiempos,qué historia! Parecía como si todos ellos hubiesen

, tomado por divisa el grito del marqués de Pesca-ra al lanzarse contra los franceses en la batalla··de Pavía: "Ea, mis leones de España, hoy es eldía de matar esa hambre de honor que siempretuvisteis; y para eso, os ha traído Dios tanta mul·titud de pécoras."

Pero, y acabo de hacer una alusión, parece co-mo si siempre se enfocara la historia de esos va-lientes desde el mismo punto de vista, el de la glo-

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ria, el de la epopeya; la gente se detiene menosa considerar el reverso de la medalla, el trágicodestino que aguardaba a la mayor parte ·de ellos,que, como justicia, si no inmanente, por lo me-nos inquietante, les impidió casi siempre disfru-tar del producto de sus tropelías. Cuando no mue-ren víctimas de la real ingratitud, como Colón ocomo Hernán Cortés, cuando no se extinguen en-fermos y olvidados, como Ojeda en Santo Domin-go y Quesada en Mariquita, se arrojan, furibun-dos, los unos contra los otros. Tenemos el ejem-plo de Pizarro haciendo asesinar a klmagro, paraperecer él, a su vez, a manos del hijo de éste; I~lde Balboa, supliciado y muerto por Pedrarias Dá-vila, cuya hija debía casarse con él. Robledo, de-capitado sin proceso por Benalcázar. Otras veceseran degollados por sus mismos soldados, fin queno mereció Bastidas y sí Alfinger. Todavía se co-noce menos el nombre de los que murieron a ma-nos de los indios. Y los hubo, sin embargo, y tal-vez en número mayor del que dan los cronistas.No obstante, entre ellos se cita el nombre de loscapitanes Añasco y Osario, el del conquistadorJuan de Ampudia, muertos por los paeces y yal-canes, el del célebre navegante Juan de la Cosaque feneció en un combate contra los caribes, y to-da la expedición de Ojeda, aniquilada por los tur-bacas. A veces perecían en un accidente, como Ni-cueza y Palomino, que se ahogaron. En suma, mu-chos de ellos expiaron con su muerte las atrocida-des de su carrera. Si algunos espíritus indulgen-tes hubieran de buscar atenuantes a esas cruel..;dades ---conociendo la violencia de la sangre en lostrópicos-, aquéllos se encontrarían, sin duda, enel heroísmo a veces incomparable con que acos-tumbraban a jugar con la vida de los otros almismo tiempo que con la suya propia.r de tal suerte, al pasearse por las playas de es-

te épico mar del que surge por la noche un lamen-to misterioso y suave como el alarido de las almas

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heridas, mil sueños análogos, llenos de espadaslevantadas, de estrofas rojas de sangre y llamas,de estruendos de batallas, asaltan la mente sin po-derlo remediar.

Además de su fuerte sabor histórico, SantaMarta tiene dos atractivos, la proximidad de doslugares cautivadores: el de la Sierra Nevada y elde la rústica casa donde se extinguió Bolívar, elLibertador de América.

Para disfrutar del primero hay que organizaruna expedición, hay que no tener prisa y, sobretodo, hay que tener aptitudes de alpinista. Comome faltaba la segunda de esas condiciones,renun-cié a internarme por la pista incierta que, segúndicen, lleva a través de sus vueltas y revueltas alos declives de los heleros; abandoné, pues, el aca-riciado proyecto de acampar en el desierto bajo l>l

choza india -desierto tan alto y aislado que só-lo viven en él algunas pobres tribus, y desde elque se dominan panoramas terrestres y maríti·mos que constituyen uno de los sueños más her-mosos, según dicen, en que pudieran recrearse laspupilas de los hombres-o En realidad, no dejé dedisfrutar, en parte, de ese espectáculo, y si nome fue dado contemplarle desde una altura deseis o siete mil metros, sí pude, la misma maña-na de nuestra llegada, darme cuenta de lo que de-be ser, pero en sentido inverso, es decir, de abajohacia arriba, cuando la estupenda montaña, vis-ta desde el mar, en la que gradualmente los colo-res .van pasando desde el verde de sus valles alblanco de la nieve de sus crestas, se ofreció, to-da ella, a nuestras miradas, iluminada por el sor,arrancándonos un grito de admiración...

Obligado por la falta de tiempo a limitar misexcursiones, opté por dar un simple paseo a la"escalera de los indios", deteniéndome al regresoante el histórico lugar que veneran hoy todos.loscolombianos.

Se encuentra éste en medio de bosques, en me-

fI

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dio de esos bosques poco espesos, diáfanos, quedejan pasar los rayos del sol, y que brotan en latierra polvorienta que constituye esa llanura fo-restal, desprovista de hierba, en la que', desde lasalida del sol, la temperatura es abrasadora y elambiente abrumador. Desde luego, reina en ellosun profundo silencio que se compensa eon el es-pectáculo que ofrecen los gráciles huéspedes quelos pueblan. Una increíble cantidad de palomastorcaces ha establecido en ellos su domicilio; cuan-do no saltan de unas ramas a otras, se las ve an-dar, con su gracioso contoneo, por el polvo del ca-mino, delante de los paseantes, hasta que, llegadasal término de su carrera, levantan el vuelo. Ade-más de estos apacibles habitantes que pueblan elespacio con sus arrullos ocultos, hay otros que hu-yen despavoridos al ruido de las pisadas: so~ lasgrandes iguanas azules, enormes lagarto e; de unaedad pretérita, que atraviesan a la carrera los ma-torrales con los ojos vueltos hacia uno y con lacola Ievantada como la de un faisán.

Este es el cuadro deliciosoy desierto, en el que,de repente, se abre un claro entre el follaje -in-cierto cercado rodeado de alambre en el que sur··ge, sencilla, de modo imprevisto, una haciendaabandonada. Tres pequeños edificios, cuadrados,aislados, de un estilo antiguo y de una época ne-tamente española. Una estatua alta de mármolblanco, entre dos cocoteros, 'en el centro de un rec-tángulo cerrado por una verja. En el acto acudena la mente una serie de evocaciones o de recuer-dos a la vista de esta modésta finca de San Pedro,sumida hoy en el silencio y en la desolación y enla que, sin embargo, terminó sus días el Liberta-dor, como aquí todos le llaman hoy, tardíamenteagradecidos a su memoria.

y ese destino, fugaz como un meteoro, se acla-ra más por el contraste que ofrece con esa Tebai-da actual, olvidada en el fondo de los follajes, enla que la imponente silueta de piedra pone un CQw

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lorido sorpl1endente en ese cuadro de desierto tantriste, tan melodioso. Todo en él es humilde, todoestá disimulado bajo las frondas, como si el hé-roe hubiera querido hacerse perdonar, en sus últi-mos momentos, todo el tiempo que tuvo' concen-trada en él la atención de los hombres. Como elsabio de la antigüedad en el umbral de su casa,dicen sus contemporáneos, contempla llegar sere..:namente el ocaso de su vida. A la sombra de eS08árboles corpulentos y bajos en forma de quitasol,paseó sus sueños, sus amarguras y el recuerdo desus batallas. En ella su mirada fatigada descan-sa de los destellos del sol de Junín y de Boyacá.Todavía vestido con el uniforme que tanto pasea-ra por la tIerra de los Andes cuando perseguía laimposible realización de su sueño de fraternidad,esbelto a pesar de los años, imberbe y calvo, consu cabeza de Moltke, conoció, resignado, los sin-sabores de la vejez, la ingratitud y la ruina de to-dos sus proyectos. Se dice que al advertir los pri-meros cuarteamientos de esa América nueva que .él fundara, tuvo un día el don de la visión del por-venir reservado a los genios, y que, cual nuev;)profeta, predijo para su patria un futuro más des-dichado que el presente del que él la había arran-cado. Sin duda" la muerte fue para él una libera-ción, una era póstuma de reivindicación principal-mente, si es verdad que en la historia imparcialqueda su figura como la de un patriota inteligen-te y como la de un grande hombre.

En verdad que este rinéón de arena fue verda-deramente predestinado: vio sucesivamente llegartantos galeones rapaces y extinguirse aquel quelos ahuyentó mar adentro.

iEspaña desembarca en ¡estas playas, extiendesu gaITa sobre su presa y, en el momento en quecree dominarla, la víctima engendra su vengador,y es aquí también donde, a su vez, el desfacedorde entuertos expira, arrepentido de su obra!

Esto no~ llevaría por la natural concatenación

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de las ideas a una serie de consideraciones sobrela guerra de la independencia, uno de cuyos prin-cipales teatros fue esta Santa Marta, donde meencuentro. iLástima grande que no pueda exten-derme sobre este punto! Pues esta lucha, que seofrece agrupada y diseminada a la vez, esta gue-ITa de guerrillas que se hace detrás de cada mata,detrás de cada campanario, se nos presenta tandramática como la. conquista e igualmente llenade astucia, de heroísmo y de ferocidad; y si susprincipales hechos no tuvieron la amplitud quepodría creerse, en cambio rebosan de prodigios detenacidad, de astucia india, de abnegación indivi-dual, de terribles represalias, de combates singu-lares y de palpitantes emboscadas. Sólo siete milcombatientes tomaron parte en la batalla de Bo-yacá que, ganada por el Libertador sobre las tro-pas del general español Barreiro, marcó el puntode partida de la liberación de Nueva Granada; pe-ro, mientras tanto, tuvieron lugar los fusilamien-tos de los ciento Vleinticinco patriotas de Bogotáy de los veintidós de Cartagena. S610 nueve milsoldados combatieron en Ayacucho, donde la vic-toria del Mariscal Sucre decidió la suerte del Pe-rú ; pero vencedores y vencidos se· deshonraronpreviamente con el saco de Soratá y con la locacarnicería que cost6.

Guerra terrible fue ésta, guerra a muerte, gue-rra hasta el exterminio, más épica y desesperadapor parte de los facciosos, más llena de odio y másfuribunda por parte de los españoles, guerra inex-plicable ésta, con sus glorias y con sus salvajadas.con páginas propias de Florus, que tienen la con-cisi6n realista de los relatos de Polibio, con rasgosdignos de los olímpicos héroes de Troya y con otrosque parecen querer resucitar las horribles inven-ciones de las batallas de Amílcar.

Aquí viene a la mente !el recuerdo de ese fraileEusebio de Coronil, que nos presenta, en sus Me-morias sobre las revoluciones de Venezuela, el

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noble y magnánimo oidor decano de la AudienciaTerritorial, don José Francisco Heredia, ese "Co-ronil, capuchino degenerado de las misiones delApure, que más parecía capitán de reitres quefraile de San Francisco, que hallándose en Valen-cia y al ver salir para la guerra a una compañía,exhortaba a los soldados "a no dejar con vida aser humano mayor de siete años". Este matarifetonsurado era el capellán del famoso y feroz ca-pitán general Domingo de Monteverde, que inau-guró en Caracas el régimen de los sospechosos,que llenó las cárceles vaciando las casas y quemereció con creces las invectivas salustianas deque le hace objeto su biógrafo ocasional.

Allá se evocan las atrocidades que dieron trist<3celebridad al tercer sitio de Cartagena en 1815,y que valió al mariscal de campo don Pablo Mori-llo el doble título de Conde de Cartagena que lectorgó Fernando VII y el de tigre real con que ledesignan, en general y con mayor justi-.:ia, SUcldesgraciadas víctimas. Bloqueados por mar por IOlicincuenta y dos buques y por tierra por los diezmil hombres de tropas aguerridas del a~ediante,los sitiados resistieron no menos de ciento ochodías. Se comieron hasta la suela de los zapatos, secombatió en las calles sobre los montones de ca-dáveres y, finalmente, agotadas las fuerz2.~" la rf:-ducida guarnietón tomó una de esas resolucionesque demuestran lo que en ocasiones el valor pue-de deber a la locura. Una noche, tripulando unMcanoas y unos barcos de vela de poco tonelaje, lossupervivientes intentaron forzar el bloqueo. Algu-nos lo consiguieron llegando hasta Haití, dondefueron amparados por el presidente Petjon, peromuchos fueron salvados, j oh ironía!, para despuésperecer en refinados tormentos. Los fus!Jamien-tos comwetaron la obra, fusilamientos de los quehoy en día perpetúa la memoria, la columnata demármol que alza sus medias columnas pensativasen 'el barrio de la Media Luna. La paz de que ha-

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bla Tácito reinó al fin en el cementerio de Car·tagena, de cuyos tres mil defensores sólo cuatro·cientos escaparon con vida.

Semejante historia debiera escribirse en yamM

bos; hay en los episodios del Terror bogotano,también obra sanguinaria de Morillo, que tantasveces me recordó en la capital la Plaza de los Mál··tires que antaño cubrieran los cadáveres de losciento veinticinco fusilados, material soLrado paM

ra inspirar la pluma y armar la mano de un Ché~nier sud:lmcricano. Pero he aquí que dominandolos 'estertores y las maldiciones de las siete· milvíctimas, pertenecientes a las primeras familiasdel país que esta "pacificación" acumuló €n los ce-menterios neogranadinos, llega hasta nosotros unavoz tierna, la de una hermosa y joven heroína, lacasi tradicional amazona dE"las revoluciones sud-americanas, la voz de la "Pola", "que murió -di-ce la crónica- con una serenidad digna de Lucre-cia, después de haber visto degollar ante sus pro-pios ojos al joven Alejo Savaraín, su prometido·'.

Luégo, en medio de tantos horrores, una pági-na soberbia requiere que vuestra atención se de-tenga ante la aureola digna de la antigüedad, sen-cilla y sublime, que envuelve a un muchacho deveintidós años, desconocido la víspera: AntonioRicaurte.

Es en el mes de marzo de 1814, en San Mateo,cerca de Barcelona. El general Boves, con 7.000españoles, acaba de ser momentáneamente recha-zado por los 1.800 hombres de Bolívar en reñidocombate que va a reanudarse casi instantánea-mente y cuya importancia se comprenderá en se-guida si se tiene en cuenta que el ingenio o par·que de artillería de San Mateo contenía una par-te considerable de los aprovisionamientos de gue-rra de los republicanos. Bolívar, supliendo el nú·mero por la celeridad, se lanza y forma de nuevosus tropas delante de la posición cuya defensa con·

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fía a cincuenta hombres al mando del capitán Ri-caurte~

El 25 el ataque de los españoles se produce denuevo sobre todos los puntos y la acción se des-arrolla con alternativas sangrientas. De repente,un grito de angustia detiene casi a los dos ejérci-tos. Destrás de ellos, y demasiado lejos para quecualquier movimiento pueda influir en este ins-tante solemne, ochocientos realistas, después deuna hábil maniobra, caen .como una tromba sobreel ingenio. La fortaleza de los revolucionarios es-tá perdida. En efecto, considerando inútil toda re-sistencia, sus defensores escapan por una puertaen el mismo instante en que los asaltantes entranpor otra. El ejército de Boves prorrumpe en hu-rras, los independientes quedan consternados. Pe-ro en aquel momento una llamarada espantosa co-rona de humo la pequeña meseta, en tanto que untrueno subterráneo parece convulsionar la tierra.Ricaurte se había quedado, el último, con una me-cha en la mano, para cerrar su tumba sobre unbatallón entero de enemigos.'

Entonces, como si el ejemplo de semejante va-lor hubiese infundido en sus venas un coraje cen-tuplicado, los patriotas, hipnotizados poco antes,vuelven en sí y de nuevo se precipitan sobre lastropas reales. La artillería, a órdenes de Linode Clemente, las ametralla a boca de jarro; lué-

\ go la caballería de Montilla y de Maza, integradapor todos los gauchos, de las pampas del Orinoco,las carda, las destroza, y una carga a la bayone-ta completa la victoria.

Dos años más tarde -y con esto cerraré unparéntesis ya demasiado largo- este sacrificio,poco frecuente 'en la historia de los pueblos, teníasu réplica en el intento del coronel Liborio Mejía.Por esa época la represión española, triunfadoramomentáneamente en Colombia, había deshecholos ejércitos insurrectos. Todas las cabezas se do-blegaban ante el Terror bogotano. Pequeños des-

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tacamentos refugiados en los llanos, a las órdenesde los coroneles Santander y Serviez, y los ocho-cientos hombres que el general Cabal conservabaen Popayán, constituían el último cuadro de lastropas republicanas y éste, convencido de la in-utilidad de proseguir la lucha, acababa de dimitir.Liborio Mejía fue designado para reemplazarle.Dejo aquí la palabra a un biógrafo, Pereira: "Re-solvió Mejía atacar a los españoles, quienes a 'aventaja del número unían la de sus formidablesposiciones en la Cuchilla del Tambo, al sur de Po-payán. La victoria era imposible, pero los restosgloriosos de nuestro ejército preferían morir co:..mo héroes antes que rendirse. Y, en efecto, sucum-bieron, pero asombrando hasta a sus propios ad-versarios con esta heroica locura que fue el últi-mo estertor de la república, el último esfuerzo dela joven patria que expiraba ... "

... Y, ahora, me parece casi increíble ('sta pazsuprema y exquisita que reina en la hacienda deSan Pedro, paz a la que han conducido, fatalidadde los humanos decaimientos, tanta conmoción,tanta matanza. iY pensar que tantos pechos hanexhalado su postrer suspiro, que tántas lágrimasy tánta sangre han regado la generosa tierra delos Andes sólo para que, ochenta años más tar-de, media docena de árboles gigantescos, añosos,verdes y adorables, proyecten su sombra sobre unrígido mármol blanco y esparzan su simi.ente os-cura; para regalo de las ardillas, sobre un tapizde musgo! .. ,

Una vez más, en plena noche negra, estoy enel mar, deslizándome más bien que bogando haciaesa ciudad legendaria, que será la última etapa demi peregrinación.

Miperegrinación. .. No, esta palabra no es exa-gerada, refleja ese estado de ánimo propicio a lasemociones retrospectivas que aumentan un pococada día los diez meses de caravaneos por rutashistóricas, de cabotajes a lo largo de costas en

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las que cada bahía, cada promontorio, cada estua·rio y cada isla, narran alguna página de la GranGesta, guardan algún indecible recuerdo, casisiempre escrito con sangre. .

¿ Qué embrujo hace que, a la larga, de todos suscapítulos horribles o grandiosos, llenos de tinie-blas o de gloria, no vaya quedando más que unavaga impresión de conjunto, atrayente y un pocomística, que se resume en algunos conceptos so-'lemnes, smtéticos: los Andes, la cruz, el oro, laespada? ..

La oscuridad profunda que corta con su proael buque parece tan propicia a la aparición de fan·tasmas que el temor casi supersticioso de no presenciar su primera aparición me tiene despierto,apoyado en el pasamanos de la cubierta superior;a favor de esa oscuridad surge y se resume, másimpresionante que nunca, aquella época en que secaía de rodillas en las playas vocadasa todo gé-nero de matanzas; en la que el fraile soldado lle.vaba una cota de mallas debajo del sayal y el ca-ballero, un cilicio debajo de la coraza; en la quese combatía con el yelmo en la cabeza y las bar-das a la grupa, bajo el sol abrasador de tierraadentro, con igual denuedo que en Pavía; en ~aque la hostia inmaculada, invariablemente, se ell?-vaba entre los dedos del sacerdote al día siguien-te de las más espantosas carnicerías; en la que,entre los boscajes exóticos, hordas desnudas, ador-nadas con plumas, como en tiempos de los viajespintorescos de Lionel Wafer, rodeaban, admiradas,las armaduras. que hoy yacen enmohecidas en lasgalerías de algún museo. Ninguna hora más pro-picia que ésta para la aparición de los fantasmasy para la evocación de los crímenes que no fueroninvestigados con la minuciosidad con que escudri-ño esta cosa oscura que apenas marcan en el cie•.lo sus monolitos negros y que "El Altai" ciñe, sinque se oiga una música a bordo, sin un indicio demovimiento, semejante a un ave nocturna, muda

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y taimada, que buscara su presa en las anconadasde las rocas.

Pero he aquí el alba· marítima, escalofriada,verdosa, húmeda y brumosa, que proyecta en la9aguas que a esa hora están todavía más aceito-sas, unas lenguas de tierra que de momento nopresentan orientación aparente; pequeños diquesnaturales que se multiplican, principalmente ha-cia la izquierda, dejando entre ellos medias lu-nas, profundas ensenadas, todo un sistema capri-choso en cuyos entrantes las últimas energías delocéano vienen a expirar, abrillantadas por sugran tranquilidad verde, y tersas como un espe-jo. Más hacia el fondo, bancos de brumas, que el~()ldisipará rápidamente, dejan entrever unas co-linas cuyas aristas empañan. Todas estas lejaníadenvueltas y rayadas por la aurora, incuban unavelada alegría. algo enigmática y lánguida. Mien-tras dura la frescura del alba el ambiente salinodel mar qne satura la brisa incontenible, deja enlos labios ese sabor de lágrimas y de viajes deli-ciosos. Finalmente, a la derecha, se ven escarpa-duras de brumas, otras incertidumbres montaño-sas se perfilan para terminar desapareciendo ha-cia el sur. El plano de este paisaje difícil se va de-finiendo. La primera orilla es la de una isla, lasegunda la del continente y la ciudad de Pedro deHeredia está construída, lo sé, a caballo sobreambas. al final del canal majestuoso, del triunfalbrazo de mar por el que nuestro buque avanza des-lizándose con la suavidad de un cisne.

Ya. a la poca luz del día que empieza y en estedecorado, allá hacia el noreste, a nuestra izquier-da, surge alg-o artificial, una mancha blanca y ro ..sa que desentona entre tanto verde y tanto azul,que se aproxima rápidamente por entre las bali-zas oue marcan la ruta a los buques. Constituyeun bloque .lreométrico de muraBas que salen delmismo centro de la avenida marítima que seg'ui-mos, que reflejan en el tono plúmbeo y azulado

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de las aguas sus aristas de vieja fortaleza espa-ñola, todayía vivas, pero ya menos amenazadoras,demasiado minadas por las bromas y por las espu-mas del mar para que, de nuevo, adopten en serbel aire bravucón de antañó.

Gradualmente vamos descubriendo algunos desus aspectos: el pequeño fuerte central, la largalínea baja a nivel del mar de sus troneras, quele dan la apariencia de una casa inundada; pasa-mos a algunos metros de sus facetas de toba, pa-tinadas, con incrustaciones de sal; pasamos rozan-do sus ángulos cerrados por el lado del mar, orgu-llosos de su esbeltez angosta, regular e insolente,orgullosos de su caída a plomo sobre la sombra 1í:quida y sepulcral. El sol que ahora las acariciales da un color rosa ideal. También parece singu-larmente triste y atrayente ese castillo de SanFelipe, que los conquistadores levantaron desdelos primeros días de su establecimiento en las In-dias y cuya construcción costó sumas ingentes;once millones dé piastras, según las cuentas au-ténticas, suma desproporcionada, increíble parasemejante trabajo, pero que da la medida de lasrapiñas y de la audacia de los robos a los que, has-ta en España, estas lejanas colonias sirvieron depretexto. La tierra estaba allí, muy próxima, tal·vez a doscientos metros; ¿qué finalidad podía te-ner ese alarde inútil, sino el de permitir pasarcuentas exorbitantes al amparo de las dificulta-des y de lo aleatorio de la empresa?

Por momentos y por todas partes las brumas sedesgarran y dejan ver grupos de casas blancas,de ruinas española,s, no ya en tierra' firme, quela disminución del canal hace cada vez más próxi-ma, sino hasta en las islas desparramadas en van-guardia, como centinelas, y cuyo aspecto verdetierno contrasta con el colorido oscuro y polvo-riento de las lejanas serranías. Luégo se ven coco-teros, primeramente en grupos aislados, despuésen largas hileras y, finalmente, en plantaciones

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espesas, cuya masa recuerda un poco y de lejos alos bosques de pinos de algunas playas de Francia,que animan la cansada monotonía de las orillasmudas ante la incipiente amenaza de la luz y delcalor. Ya se advierte, con un poco de hastío, lahechicería habitual y pesada constituída por lasrecortaduras brumosas del horizonte que van de-clinando,por las lejanías rojizas del suelo que flo-tan en una somnolencia inflamada, en tanto quela amplia bahía prolonga su interminable rosariode ensanchamientos y angosturas, cual si fueran'pilas que entrasen las unas en las otras y el sol,libre ya .de velos, brilla sobre el más variable ylánguido paisaje que darse pueda.

Y, de repente, una línea tenue, gris y rosa, ra-ya el horizonte, línea' que al principio es casi im-perceptible pero que muy rápidaménte aumentade volumen, que atrae violentamente la atención,que surge por detrás de los fondos y del reflejointolerable de las aguas. Una mancha blanca, ver-tical, sobresale, un muelle azulado se destaca, yCartagena de Indias aparece a su vez, a mis ojos,tal cual era en los tiempos de Pointis y de Drake,con todo lo que su leyenda tiene de fabuloso ycon todos los destellos de sus orillas.

Es ella; con su porte de gran señora, tal y co-mo esperaba que fuese, como la cantan las estro-fas sonoras que acuden a mi memoria, se presen-ta altiva, con noble colorido, por lo menos a estadistancia, con sus edificios que aC.ariciaun rayorosa, con las torres y los pequeños campanariosde sus iglesias y con los huecos de sus tronerasque empiezan a distinguirse; y otra vez apareceel mar más allá de la tierra estrecha que se ve ala izquierda y que, efectivamente, no era más queuna isla larga y angosta; su aspecto recuerda alde una 8aint Maloecuatorial, con la que, por lo de-más, tiene un extraño parecido por su silueta. ypor su destino.

¡Cartagena! j Quién pudiera expresar la magniM

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ficencia que ese nombre lleva en sí! j Cartagena !Todo lo que la guarida tenía de salvaje ha queda-do tal cual era. Ni cuatro asedios, ni las convul-siones de la historia, ni los bucaneros, ni Duret,ni Morgan, ni la Independencia, han podido bo-rrarlo. El sueño que plasmó en la piedra el primerHeredia perdura; el sólido nido que desafía a lossiglos parece esperar a sus dueños, como si los ge-rifaltes que lo habitaban hubiesen remontado elvuelo para una larga expedición y debieran demo-rar su regreso por unos cuantos años más.

Es sabido que Cartagena en España fue funda-da por Asdrúbal, como baluarte avanzado de futu-ras campañas, y de la ambición púnica. Así la lla-mó para conmemorar en el azul gaditano, entrelas alarmas de los campamentos, las murallas dela antigua Birsa, los Acueductos, Khamon, la Víade las Tumbas, las Mappales amadas por los ricosy Malque, donde se cocían los sepulcros de arci-lla. Los soldados que vinieron al mando del Desna-rigado hacia esta América de maravilla se acor-.daron, al establecer su nueva patria. de los naran-jos que florecen bajo el cielo de Murcia, del marBalear, azul como éste o casi. " y otra Cartage-na, nacida como por encanto del zafiro de las An-tillas, prolongó hasta aquí el espíritu tirreno. Lué-go, cuando los hijos de esta tercera Cartagena re-montaron el cauce del Cauca en busca de un ni-do más vasto para sus garras de aguiluchos. evo-cando, a la vez, la vieja ciudad tirrena donde re-.linchaban los caballos de Eschmoun. las rojas mu-ranas que elevara el genio de Asdrúbal y la ciudadde presa nacida bajo el :,\01 de las Indiasf cerra-ron el cielo y a su nueva residencia le dieron unavez más el nombre de Cartago.

No se sabe aun exactamente quién fue el ver-dadero descubridor de esa región, ni quién le dioel nombre en los primeros años del siglo XVI.Francisco de Gomara en su "Historia de las In-dias", dice que en el año IV, Juan de la Cosa, "na .•

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tural de Santa María del Puerto y piloto de Rodri-go de Bastidas, habiendo armado cuatro carabelascon ayuda en dineros de Juan de Ledesma. de Se-villa, y de algunos más, provisto, a mayor abunda-miento, de una patente del rey, al que ofreció so-meter a los caribes de esa tierra", desembarcó enun punto qne llamó Cartagena para consagrar lasemejanza de la isla india de Código, que cerrabael puerto, con la que en Cartagena de Españarealiza el mismo oficio de espigón natural a la en-trada de la bahía. Uniéndose entonces aquí a un"capitán Luis Guerra" multiplicó sus crueldades,aprisionó a seiscientas personas, recorrió toda laregión a la caza de oro y. finalmente encontró, enlos aluviones del golfo de Urabá, las primeras pe-pitas del precioso metal que las Indias Occiden-tales ofrecían a la corona de España.

Lo que sí consta es que en 1533 Pedro de Here-dia, madrileño que volvía de América, obtuvo unaaudiencia de Carlos V. Castellanos nos le presentacon énfasis: "Era un hidalgo muy conocido en lacorte y de ilustre prosapia .. , los médicos le cor-taron en las carnes de la pantorrilla unas naricesde recambio ... " En todo caso, era el tipo del par-tidario osado, borrascoso, dicen sus biógrafos;había sido un intrépido lugarteniente de PedroBadillo, en Santa Marta. Sus exploraciones le ha-bían familiarizado con las costas que se extiendenhasta el Darién, y advirtiendo su semejanza conlas de Andalucía, las dio el nombre de Nueva An-dalucía. El rey, con esa soberbia y ligereza con'que en aquellos tiempos privilegiados se hipoteca-ban países, a veces hasta desconocidos, pero delos que siempre 'la casualidad realizaba despuéslas ficciones del sueño, el rey se las dio en adelan-tamiento -palabra cuya audacia épica, cuya segu-ridad magnífica e insolente no es posible traducir.(Adelante)-. Sin casi más condiciones que la in-mediata partida con doscientos cincuenta hombresde IOlíl que el conquistador escogió las tres quin-

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tas .partes de los incluídos en una lista, entre susparientes primero y entre sus amigos después, yluégo entre la hampa ociosa de las calles de Sevi-lla, número que completó en la escala de La Espa-ñola (Puerto Rico) (sic). Fue un soberbio vuelode halcones el que la aldea indígena de Calamar, enla mañana del 15 de enero de 1532,vioavanzar poresta misma Boca Grande por la que hoy nos des-lizamos, y fondear el buque de guerra y las doscarabelas debidamente provistas, dicen los cronis-tas, de una artillería que no podía tener réplica.

La tropa se enorgullecía de contar entre tantosnombres, más sOnoros todos que la bolsa de sue;titulares, los de Sebastián de Heredia, primo deladelantado, los de Alonso de Montes, los de losportugueses Héctor de Barros y Francisco César,los de Martín Yáñez Tafur, los de Niño de Castro-¿cómo escoger entre tantos y cómo citarlos to-dos?- Seis días después -entonces al sol no sele concedía importancia- empezaba la construc-ción de la nueva ciudad. Se habían dado cuentainmediata.nente de la necesidad que había de de-fenderla fuertemente; la construcción de las mu-rallas fue, pues, confil'\.daespecialmente a Fran-cisco de Murga, célebre maestre de campo, quelas levantó según las reglas seguidas en la escue-la de Flandes para la, construcción de las plazasfuertes.

La historia de esta primera fundació~ es gue-rrel\a, divertida e ingeniosa como una crónica deFrOlsart; es la época de las primeras luchas con-tra los turbacos y apunta ya el despertar infer-nal de la sed de oro con el hallazgo por los con-quistadores, en la choza de un. viejo cacique, deuna diminuta laminilla de ese metal, fuente in-finita, causa minúscula y decisiva de tantas lágri-mas, de tantas infamias, que se inicia con las le-yendas relativas al jefe Corex y a la intrépida Co-minche, con las dos expedicionessucesivas de He-redia hacia El Dorado, la primera y la más fruetí-

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fera sobre Galerazamba, paseo militar que le dio,sin más bajas que la muerte de un hombre, la con-siderable cantidad de 1.500.000 ducados. (En suinforme dirigido a Carlos V no habla, prudente-mente, más que de 20.000 piastras de oro.) Fue enla primera expedición sobre Galerazamba dondelos saqueadores encontraron un dios de oro cin-celado que representaba un puercoespín, que pe-saba cinco arrobas, es decir, se.senta y dos kilo-gramos y medio, la mayor masa de oro encontra-da en el Nuevo Mundo. Se la llevaron indigna-dos, diciendo que no podían tolerar esa clase deidolatrías. La segunda incursión llevada a cabopor doscientos hombres iba dirigida contra el ce-menterio de Zenu. Fue ésta más penosa, más gue-rrera, y. se continuó hasta las alturas de Panzemly del Zenufana, pero no dejó tampoco de ser pro-ductiva ya que, deducida la quinta real, los sol-dados recibieron 400.000 piastras de oro cada uno,es decir, unos 330.000 francos. Acosta, que da es-tos datos, añade con melancolía: "¡Hubieran po-dido regresar y vivir felices y sin inquietud has-ta el fin de sus días en su terruño, allá en Espa-ña!" j Pero no, todas esas riquezas fueron dilapi-dadas en la misma Cartagena en francachelas yen fruslerías! Y es cierto, así se evaporó, sin pro-vecho para nadie, simbolizando la gran partida debacará que, en realidad, fue la conquista, el ma-yor botín -incluyendo al de México y al del Pe-rú- que toda América haya proporcionado a susinvasores. Compárese con Éste el reparto que hi-zo Hernán Cortés del tesoro de Montezuma en elque correspondieron a cada uno de sus soldadoscien piastras y que, sin embargo, fue acogido conmurmullos de admiración.

Nada hay más variable, más aleatorio, .que 108beneficios de ese saqueo de las Indias. Fuera de laredada afortunada del conquistador del Sinú, laspresas fructíferas fueron más bien escasas. Lascaptura de los tesoros de Atahualpa -es cierto

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que una leyenda pretende que la mayor parte fuearrojada al lago Titicaca- no valió a cada soJ··dado más de 4.440 piástras. Después del saco deIraca, de Funza y de Muequetá, Quesada no dio alos suyos más de unas mil piastras, ínfima ganan-cia si se tiene en cuenta, aparte de las privacio-nes que tuvieron que soportar, el escaso númerode los sobre,vivientes. Parece qne hubiese en esesistema de premiar el crimen algo de ironía queconsuela si se relacionan estas cifras con los do-ce francos que, según las estadísticas, produce,un año con otro, cada asesinato en París.

Es cierto que hubo razzia s incomparables, for-tunas arrebatadas a estocadas, pero ésas fueronproducto de la guerra que los piratas se hacíanentre sí. Cuando el corsario inglés Drake, en 1586,saqueó Ríohacha, Santa Marta y Cartagena, yacirc.undada desde hacía doce años por sus intimi-dadoras murallas, fijó en dos millones de francosel réscate de la ciudad, cantidad, dice Pereira, porla que dio un recibo al gobernador de la plaza.Este saqueo no impidió que doce años más tarde_el barón de Pointis y el corsario Ducasse, al fren-te de un pequeño ejército francés y de veintidósnavíos, obtuvieran un botín, esta vez colosal, decuarenta millones de francos. Y, siempre segúnPe,reira, Luis XIV años más tarde, devolvió a lacatedral de Cartagena el Santo Sepulcro de platamaciza robado por Pointis.

Detalle gracioso, fue el mismo Heredia una delas primeras víctimas de esas expoliaciones reCÍ-procas y desde entonces periódicas, al perder unagran parte de sus ganancias en el saco de la ciu-dad, en 1544. iEpoca simplista aquella en que lasminas de oro se explotaban más con un arcabu~que con una batea! Sea de ello lo que quiera, elcaso no deja de ser curioso y sólo se supo por elrelato de Piedrahitá, ese obispo muisca de SantaMarta, que al igual del historiador inca Garcilaso

\ y del tolteca Fernando de Alva Ixtlitxochilt, dejó

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sobre los sucesos de la época un relato mucho másfidedigno que el de los cronistas españoles.

Habían transcurrido once años desde la funda-ción de Cartagena, de la qne Heredia seguía sien-do gobernador. El adelantamiento de Nueva Gra-nada acababa de pasar a manos de Luis de Lugo,a quien la metrópoli, porque no podía hacer otracosa, dejaba actuar libremente. En efecto, en, Eu-ropa, la eterna cuestión del Milanesado había pues-to por tercera vez frente a frente a Francisco 1y a Carlos V. Niza bombardeada por la flota fran~co-turca de Andrea Doria, la batalla de Cérisolasganada .por el conde de Enghien, parecían indicarque la fortuna, versátil en Pavía, volvía a favore-cer los estandartes del rey de Francia. Este seobstinó y concibió un proyecto tan ingenioso co-mo atrevido: una diversión sobre las Indias occi-dentales, cuya doble finalidad consistía en procu-rarse algunos ducados y en provocar un levanta-miento general de los indígenas, animándoles asacudir el yugo español. Y, efectivamente, pare-ce que los españoles, enterados de este plan, ex-perimentaron algunas inquietudes ya que Lugoestimó conveniente acercarse pateJ;Ilalmente a I

aquellos a quienes la víspera trataba con tantadureza, y así fue dando a esos salvajes muestrasde interés y consejos de lealtad ... Pero no pare-cía verosímil que los franceses, evidentemente malinformados de la hidrografía de estas costas, hu-bieran proyectado más que una tentativa de inti-midación desde lejos. Por eso el asombro se trocóen espanto cuando, en la mañana del 17 de juliode 1544, los colonos de Santa Marta y su capitánLuis de Manjarrés, que no se lo esperaba, vieronentrar de golpe en la rada cuatro bajeles de gue-rra y un transporte cuya tripulación desembarcóen el acto al grito de j España! j España 1, mien-tras que los demás de'scubrían a bordo los relu-cientes cañones. Era la flotilla rochelense de Fran·cisco 1, al mando del capitán Roberto Baal.

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A la vista de tanto cañón los habitantes se re-fugiaron en los bosques, llevando consigo todocuanto pudieron, lo que hizo que los franceses,dueños y señores de la ciudad, sin disparar un ti-ro, no encontraran más que un mísero botín, y dis-trajeron su mal humor paseándose por los jardi-nes y los huertos. El fracaso de una tentativa denegociación con Manjarrés acabó por exasperar~les y abrieron el fuego con sus cañones sobre laciudad, o sobre lo que de ella quedaba, en form'i.tal que después de una hora o dos, la ciudad que-dó arrasada hasta los cimientos, dice el cronista.

Por otra parte, y en esto los cálculos del rey deFrancia no resultaron fallidos, los indios, viendoel giro que tomaban los acontecimientos, adopta-ron de repente una actitud amenazadora, y nadiepuede prever lo que hubiera pasado si los asaltan-tes, saciada ya su rabia e impacientes por reali-zar capturas más lucrativas, no se hubiesen em-barcado con la misma rapidez con que saltaron atierra y haciéndose a la vela desaparecieran mal:"adentro para ir a sorprender a Cartagena.

Aquí una suerte increíble o, tal vez, su habilidadconsumada de navegantes, les favoreció más delo que podían esperar. Aunque la Boca Grande es-tuviese ya guardada en esa época, se aventuraron

, por ella durante la noche, dE:;modo y manera quecon el alba se encontraron en la ciudad entre gen-tes a quienes el estupor impidió defenderse. Losfilibusteros, por su parte, con una sangre fría ycon una organización perfectas, no perdieron uninstante. Muy bien informados, por lo visto, sedividieron en el acto en dos grupos: uno fue de-recho al arzobispado, poniendo la persona del nue-vo arzobispo Benavides a buen recaudo y el otro,sin vacilar, se presentó delante de la casa del go-bernador. Ya habían muerto a algunos negros quetrataron de resistir cuando se presentó Herediaen persona, armado de una pica y acompañado porsu hijo Antonio, que blandía una espada. El cor.a-

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zón del hidalgo y el del adelantado se encendieronde noble ardor. El combate principió. El goberna-dor arenga a sus hombres y combate entre ellos.Pero de Improviso, a su lado, Antonio lanza un gd..to de dolol;: un arcabuzazo le ha herido en un bra~zo. La vista de la sangre de su hijo entibia el co-raje del conquistador, a la vez que le hace ver lainutilidad de continuar la resistencia. A sus espal~das hay nna ventana abierta; pasan por ella y hu-yen como pueden, a los bosques. Los piratas, queesperaban encontrar su recompensa en el saco daesa rica mansión, no se engañaron, al decir dePiedrahita. Y aunque no nos indica la cantidad,el buen obispo muisca de Santa Marta atestiguaque una gran parte "del rico botín del Sinú, tallcruelmente adquirido", pasó a poder de los asal-tantes.

Después, poniendo la ciudad a saco, desvalija-ron cuanto pudieron, principalmente la tesorería,donde arramblaron con 55.000 piastras de oro quefueron a parar a las arcas del rey de Francia, yaprovechándose del desorden que seguía reinl'!,ndoy, sin duda, también de la falta de municiones yde mando, se hicieron de nuevo a la vela sin ha-ber sacado de esta sorpresa todos los resultadosque se hubieran podido esperar, si se hubiesenmantenido en esa posición en forma estable, atrin-cherándose en ella.

En medio de estas vicisitudes sucesivas, saoqueos o derrotas, las poderosas murallas se ibanelevando poco a poco, piedra tras piedra, traídaRtodas a fuerza de brazos. El número de indígenasque en ellas trabajaron varía según los relatos,pero, por sus proporciones fantásticas, es máspropio de los cálculos de Keops y de los directoresde los trabajos dé la décimaoctava dinastía quede la historia crítica y comprobada. Las leyendaslo estiman entre treinta mil y cien mil. La verdades que fue enorme. Por lo demás, el recinto, de

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fama merecida, no aguardó a estar terminado pa-ra guardar el fruto de las rapiñas que acabo derelatar, y pocos años debían transcurrir pli.raquefuese el escenario de ejecuciones y de horrores;aquí fue donde el fanatismo de los dominicosdes-embarcó en la tierra de Colón; aquí es donde laInquisición encendió la primera de SUshoguerasamericanas.

y estas abominaciones alternaron con luchasencarnizadas, con sorpresas sangrientas, rojasmarcas que el océano trae y lleva, asedios y car-nicerías periódicas, que llevaron a cabo en 1583Drake, en 1586 otra vez los piratas, en 1697 losfranceses del barón de Pointis, en 1741 los ingle-ses del almirante Vernon, que perdieron 7.000 de

i los suyos; también será Cartagena el estanco deloro y de la plata de América del Sur, Cartagenaes la Reina de las Indias y la Reina de los maresantes de ser la Ciudad Heroica, y verá afluir, alamparo de sus casamatas por las arterias del Mag-dalena, del Sinú y del Atrato, los veintiocho milmillones que, según Robertson, desde 1502 has-ta 1775 Colombia, Ecuador, Perú y Rolivia searrancaron de sus entrañas para satisfacer la avi-dez de la conquista, los ocho mil millones que lasminas del Potosí solas expidieron a España enbarras marcadas, dicen, con la sangre de un mi-1l6n quinientos mil indios. En fin, de ella es dedonde saldrá, el 11 de noviembre de 1811, con lainsolente declaración de independencia, el primerindicio de libertad que itá de ciudad en ciudad,de pueblo en pueblo, hasta la cima de los Andes,a prender el fuego en toda la península antes deque el terrible asalto de 1815 llene sus calles de

, moribundos y de cadáveres.Mientras rememoraba una por una estas pági-

nas de la Gran Crónica, habíamos llegado a la en·trada de la bahía que vio antaño tantas veces sa-lir a todo trapo o entrar crujientes las carabelasde los piratas, cargadas has.ta los topes COD el bo-

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tín obtenido por el saqueo de todas estas costas.Es difícil imaginarse un conjunto más delicioso.Cartagena se levanta en el fondo de una concha,con el pie en (la orilla del agua como la sultanaque baja a sus baños de mármol un día de vera-no. j Lineamientos infinitamente delicados! iCon-junto malva, blanco y dorado, cuya disposiciónrecuerda algunas medallas conmemorativas y susgloriosas alegorías! Lo que desentona, a medidaque se avanza, hacia la izquierda, en el agua es-pesa y metálica, es el espigón de madera a que seatraca, de color gris azulado, sostenido por pila-res delgados -verdaderas patas de segador-, su-mido en la sombra, que contrasta con la fulgenteclaridad que ilumina las cáJidas murallas color deocre amarillo, las pálidas torrecillas, los campana-riO:sy el cielo.

Para llegar a ella hay que pasar por delantede una hilera de troneras, siempre a ras del agua,ennegrecidas por la suciedad, por la lluvia y aca-so por la pólvora, pero sin desconchones, y liber-tadas ya de aquellas terribles bocas de bronce que-tronaron antaño. Esta batería muestra su encan-tadora ancianidad, que las aves frecuentan revo-loteando sobre ella, bajo un círculo de cocoteros.Por encima, en un plano ya muy alejado, flotan-do en las brumas, un elevado montículo, de un co-lor verde amarillento, soporta la polvorienta rui-na, la lisiada silueta del Castillo de San Lorenzo,inválido glorioso con innumerables heridas que,rodeado de sus murallas desmanteladas, bajo laatmósfera deslumbrante, recuerda a un mendigocastellano altivamente envuelto en sus andrajos.

y a la derecha, en su extremo, una montaña.gris rojiza, La Popa, se destaca dejando ver en SUcumbre los perfiles blancos y los tejados rojos deun convento de monjas deeterrado en la soledaddel cielo. Tan alto, dominando con majestad sere-na la línea verde oscuro no menos expresiva y con-tinua de cocoteros, esa montaña parece el gigan-

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tesco espolón de un navío, semejanza que le va-lió este nombre, gran baje! anclado en tierra y amedio hundir en la arena por ef~ctos del tiempo,como la nao misma que simbolizó la riqueza deCartagena. Pero, sobre todo, del colorido grisáceode las edificaciones y de las murallas, de las leja~nías con matices amortiguados, de las largas lí-neas inclinadas de las palmas que ninguna brisaestremece, de ese silencio a que ha quedado redu~cido el rumor y la agitación de antaño, de la inmu-tabilidad misma de la ciudad, agarrotada por elpasado, como una muerta petrificada en pie, ¡quéenseñanza, qué lección se desprende de ese: desti-no de decrepitud y de muerte al que nada en latierra escapa, ni las ciudades más florecientes nilOs hombres!

Pocas veces he tenido ocasión de respirar unambiente tan especial de tiempos pasados, preté-ritos, pocas veces he experimentado una sensa-ción tal de opresión un poco dolorosa, pero suavey acariciadora a pesar de todo, hija de esas pie.dras vetustas, de esas aguas dormidas que tal-vez llevan sin agitarse más de cien años!. " Esverdad.

"Hoy el tiburón persigue en paz a las 'caballas',el grillo canta en las matas de alhelíes y entre lassa~ifragas secas de las murallas; desde hace mu- -cho tiempo los galeones no ,se hacen a la vela rum-bo a Palos de Moguer, llevando en sus costadosabombados la riqueza crucial de España,. ofrendade sus capitanías; y Cartagena, no obstante sulibertad conquistada, parece estar de luto por to-da aquella animación desaparecida; y contemplael horizonte, el mar azul y tranquilo por encimade sus bastiones desiertos; lleva un luto eternobajo la voz melancólica de sus campanas, a lo lar-go de su playa blanca de la que se elevan grazni-dos tristes, bajo el sol ardiente de la costa cari··be, fúnebre a fuerza de pesadumbre.

Por lo demás, Cartagena no debe quejarse, por-que tanta grandeza desaparecida añade el presti-

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gio más atrayente a esa sensación de capital queno da ninguno de los demás puertos de TierraFirme. No se puede menos de experimentar algoasí corno un sentimiento de respeto al trasponerla sombría poterna de esas majestuosas murallas,al pasar por el cuerpo de guardia que habrá vis·to más de una vez a los soldados de Pointis o deVernon con sus botas en forma de embudo, enre-dadas en sus espadas, montando la guardia o to-cando la guitarra. Por otra parte, el contrastepredispone el ánimo en favor del aspecto agrada--ble que ofrece la ciudad, con sus calles frescas lle-nas de sombra, un poco caprichosas en su trazadopero muy bien defendidas en cambio del enemigo,el calor terrible de esa costa llana y árida, calle'8limpias y cuidadas dominadas por las altas man-siones con balcones de discreto y variado colori-do. Realmente, al llegar no se espera uno encon,..trar esas balconadas, esas galerías, que a pesarde sus antiguas verjas de hierro centenarias, des-gastadas y oxidadas, presentan un aspecto tanalegre, tan limpio y tan pintoresco en su diversi-dad. Es en eso precisamente, corno indican lasmonografías de la localidad, en donde está el se-llo moderno y la gracia de Cartagena, tal vez seaaquél poco sincero, ya que con alguna frecuen-cia hace su aparición la fiebre amarilla.

Las descripciones de la ciudad señalan la exis-tencia de numerosas plazas bien cuidadas. En latriangular que lleva el nombre ilustre del infor-tunado Cristóbal Colón, se siente uno aliviado dela necesidad íntima de gratitud y de reparaciónque a su memoria se debe al contemplar la esta-tua en mármol del navegante, sostenida por es-polones de buques. Su mano inspirada empuña untimón, y una pequeña figura de india se arrodi-lla a sus plantas, ingenua y suplicante, con la ca-beza ceñida con una diadema de plumas.

Delante de la catedral, todavía hay algo mejor ~el adorno de un hermoso parque. ¡Pero cómo des-

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cribir el malestar, el siniestro recuerdo que evocauna altiva mansión secular que se alza en el ladomayor de la plaza, la casa de la Inquisición, a laque el pueblo ha conservado su antiguo y horri-ble nombre de El Quemadero, idéntico a ese otroquemadero, conservado en tan buen estado y queen Lima realizó una obra tan terrible!

A sus balcones y a los remates de su frontispi-cio, a su fachada lisa y espléndida, de ese estiloque los jesuítas han vulgarizado por toda la Amé-rica del Sur, a su cimborrio de una blancura des-lumbrante, deformado por sucesivas encaladas,este edificio añade un detalle seductor. En el cenotro de la amplia pared blanca se destaca un panelapaisado color ocre pálido; y, en el centro, incrus-tado bajo un doble arco de bóveda, resalta el es-cudo de armas de España rode'ado por el collardel Toisón de Oro. Al margen, desde luego, se ad-.vierten los adornos, los enroscamientos de folla-je que el genio monástico de la península, inspi-rado en parte en los arabescos morunos, esculpíaen altorrelieves ostentosos, en el plano severo desus murallas.

Pero, como para subrayar más la superposi-ción de una nueva idea a otra ya anticuada, enel mismo eje del monumento y en medio de lo~laureles y de las madreselvas, en el mismo terra-plén donde antaño lanzaban alaridos los ajustici~dos por la Santa Hermandad, se alza una estatuade Bolívar, la centésima talvez; ésta es ecuestrey le representa en la actitud del conquistador quevuelve a su capital sobre los rescoldos de la gue-rra civil. Por bajo del bronce cubierto de verdín,una inscripción en el paramento de mármol re-cuerda, con palabras tomadas de la vida públicadel Libertador, que si éste nació en Caracas fue enCartagena donde recibió el bautismo de la gloria.y saluda profundamente con el bicornio, como siquisiera que su gesto llegase hasta la posteridad.

A la vez, y como sería realmente anormal que

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cada viaj e no reportase a las almas emotivas y re-flexivas el beneficio de su enseñanza particular,de su moralidad de conjunto, el fruto de una ideaque será la que domine en general a todas las im-presiones recibidas en el transcurso del mismo,me parece que, de todas mis peregrinaciones porAmérica del Sur y hoy al amparo de esta ampliainvitación fraterna del héroe, se desprende, lumi-noso, irresistible, un pensamiento de generosidady de libertad de conciencia, un horror nacido enel fondo del ser por todo lo que signifique fana-tismo, de cualquier clase que sea, cualquiera quesea el disfraz religioso con el que se vista, cual-quiera que sea la intención salvadora que invoque.La intolerancia musulmana de Ornar en Alejan-dría, la hugonota de Calvino en Ginebra, la cató-lica de los españoles aquí, todas son una, todastienen la misma ferocidad intransigente apoyadaen idénticos sofismas sanguinarios, sin otra fina-lidad que la de impedir la controversia y conseguirla convicciónpor el dolor. Pensar y dejar que otrospiensen en forma distinta a como uno piensa, su-hlime conquista que la humanidad, a pesar de susfilósofos, de sus oradores, de sus ejércitos y desus congresos, no ha logrado todavía realizar. Yla palabra llena de sapiencia del viejo Montaigne,que se atrevía a calificar de conjeturas las afir.maciones de determinados dogmas, no conseguiráen mucho tiempo persuadir a las gentes de que i:love,rdad de hoy puede se'r, a veces, el error de ma-ñana.

No creo tener que decir que para mí el interéssupremo y cautivador que ofrece Cartagena resi-de menos en sus edificios, en sus estatuas, en su~escuelas, en el enorme altar de mármol blanco dela iglesia de San Juan de Dios, del que sus habi-tantes se ufanan por considerarlo como el máshermoso de todo el continente, que en sus mura-llas, tan asombrosas por su masa como por su va·lor simbólico. No era para ver la ciudad vulgar y

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moderna para lo que había venido sino para con-templar el nido inexpugnable de antaño. Y pudesaciar mi ansia, mi obsesión de evocaciones. Dedía y de noche, al rayar el alba, lo mismo que a lacaída de la tarde, en mis deliciosos paseos solita-rios, penetré, hasta en sus menores matices y de-talles, en uno de los cuadros más atrayentes quepuedan verse, y celebro infinito que sea esa la sen-sación última co~ que me despido de Colombia.

Ante todo, a pesar de tantos combates, esasfortificaciones construídas hace tres siglos y me-dio con un material indestructible, están admira-blemente conservadas, y aun se siente, a su am-paro, un estremeCimiento de seguridad, esa ale-gría de la epidermis que debieron experimentar losbucaneros del tal Morgan al encontrarse a su am-paro, después de correrías tan fructíferas comopeligrosas. Pero, sobre todo, es desde el ancho ca-mino de ronda, protegido por su parapeto, desdedonde se tiene la vista de conjunto más hermo-sa sobre el mar y sobre la vieja guarida. Las mu-rallas se levantan, en efecto, en su mayor exten-sión, casi al borde del mar, y siguen la orilla or-lada de espuma blanca, destacando sus acciden-tes. Hay una especie de penetrante y armoniosaintención en esos zig-zags gigantescos de la an-cha calzada abandonada en la que, sin embargo, nocrece ni un saxifrago ni una sola mata de alhelí,zig-zags grises sobre un fondo azul, con ángulosdesnudos, con su empedrado agrietado y con susgaritas de piedra en barbeta en los ángulos, enlas que, desde hace años, los centinelas no se re-levan. No creo que se pueda contemplar en partealguna del mundo semejante magnificencia deconstrucciones muertas desplegada sobre un azulmás total -dos matices apagados tan idealmen-te soñadores, que se completan íntimamente--.

La anchura corriente de esa mnralla es de vein-ticinco pies, pero a veces llega bruscamente a cin-cuenta, y en ocasiones hasta setenta pies. En esos

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sitios los pasos resuenan y se advierte la estrellaque fOrnlanlos canalillos convergentes en un aljibe~uadrado.Debajo duermen las cisternas que surtende agua a Cartagena, de modoque con una granada"bien colocada" se reduciría por la sed. Durante laépoca de lluvias toda el agua que cae en las terra-zas va a acumularse en el interior, en esas tinie-blas frescas y resonantes, y su cantidad es lo bas-tante considerable, según parece, para conjurarel peligro que ofrecería un año entero de sequíapertinaz.

En esa forma se puede, durante mucho tiem-po, andar. por la muralla y contornear los barriosexcéntricos de la ciudad y hundir la mirada en laszahurdas y en las interioridades de la actividadurbana. Casi en frente de las cisternas se redon-dea el ábside de la antigua iglesia del Rosario, en-negrecida' como adrede, por la pátina de los si-glos, con sus alrededores de arrabal pobre, en elque, a las horas en que hay sombra, niñas y ni-ños desnudos juegan en los umbrales de las puer-tas. Un poco más allá, en otro ensanchamiento delcamino de ronda, se advierte que se pasa por en- .cima de las Bóvedas, que eran los calabozos don-de los españoles y los piratas se encarcelaban re-cíprocamente, a menos que no sirviesen de depó-sito para almacenar el producto de las presas·;una especie de Plomos de esta Venecia ecuatorial.

Luégo, desde el rediente del Cabrero al que pol"fin se llega, en la extremidad norte de las forti-ficaciones y en la parte más elevada y mejor de-fendida, se tiene una vista inolvidable, sedante,sobre todo el conjunto, primero sobre el mar, con-tenido allí por el repliegue del golfo que hace unacurva de trazo encantador; después, sobre el hor-miguero de casas, cortado por un brazo de mar in-móvil entre sus orillas, como si fuese u.n pedazode cristal verde. Pero se detiene uno más tiempoen la contemplación del horizonte del Atlántico,viendo esa huida que hace la costa hacia las leja-

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nías armoniosas con una suavidad de líneas sen-sual y consoladora. Es preciso inclinarse un pocopara ver, al pie de las cortinas y rodeada de unbosque de cocoteros, la casita, dormida al arrulloplañidero del mar, donde murió Núñez. Por fin,volviéndose casi sin querer una última vez, la mi-rada busca, por encima de la ruina altanera de SanLorenzo, La Popa, último panorama que se ofrecea la vista y que desde aquí parece más alta y mássoberbia, casi teatral en su orgulloso aislamiento.

Decididamente, de todas las ciudades de Colom-bia no hay ninguna que se agrupe en un marcotan afortunado y que excite más la sensibilidad yla fantasía con toda esa gracia de sabor fuertey amargo de las defensas monumentales propias.de la edad media, en la que los cocoteros inclinansus penachos azulados cual las palmeras por en-cima de las terrazas de Egipto; con toda esa tris-teza rugiente del océano, que ha absorbido tantaslágrimas y reflejado tantas tragedias, que va aexpirar inmutable a tantas playas; con toda esagrandiosidad del horizonte tropical; con un sol ba-jo el que todo es épico, que lo engrandece todo, lomismo los acontecimientos que los hombres; conesa atmósfera que tiene más de soñada que dereal que lo envuelve todo, j qué recuerdo se llevauno de ese ambiente de semi-ilusión encantadoracomo la de los países de ensueño que se hacen re-correr a los niños pequeñitos!. .. Y, sin poderloremediar, al regresar hacia el ángulo norte de es-tas imponentes construcciones militares, me in-vade siempre, podría afirmar que coincidente conla misma losa, la noción casi exacta de todo el es-fuerzo que fue necesario desplegar para la reali-zación de su plan ciclópeo.Materia indestructible,cierto, pero pagada a buen precio. Se queda uno,con todo, un poco asustado al pensar que, segúnlos cálculos auténticos, 59 millones de piastras o236 millones de francos fueron gastados en estasconstrucciones. :i

Según la leyenda, Felipe n, al presentarle esa"

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cuenta fabulosa, se armó de un catalejo y asestán-dolo por encima del horizonte pedregoso y desola-do de San Yuste (sic) -San Lorenzo--, murmurócon ironía desencantada: "¿ Se pueden ver esasmurallas? j Por ese precio deben ser altísimas 1"

j Sus Indias Occidentales! j Cuántas preocupa-ciones, cuántos desfallecimientos, cuántas nochesde insomnio han proporcionado a esos reyes deEspaña, que sucesivamente extendieron sobre ellassu cetro! Impotentes, a pesar de su poder, para.darse cuenta por sí mismos de lo que pasaba tanlejos, procurando, sin cesar, informarse, hacien-do fiscalizar a los unos por los otros, pero siem-pre rodeados, solicitados, engañados lo mismo porlos informes de los conquistadores que por los delos visitadores que enviaban para reducir a losprimeros, presintiendo perfidias, traiciones, fero-cidades, abusos, matanzas, sospechando mucho delo que pasaba, pero no llegando a tener la certezamás que años después, cuando el crimen era yairreparable y el criminal había bajado al 'sepul-cro. .. sin hablar de los destierros de Colón y deHernán Cortés, ¿ se habrá nunca cuántos de esossátrapas de ocasión, que salieron para ultramarvestidos de harapos y regresaron haciendo osten-tación de una riqueza tan insolente como escan-dalosa, fueron llevados por el monarca al alféizarde una ventana abierta sobre las tristes lejanías ~del Guadarrama o de Extremadura, para oir desus labios palabras más terribles que la mismamaldición de sus víctimas? j No, no debia ser en-vidiable tener que gobernar ese imperio en el quenunca se ponia el sol! j Ocultas detrás de una glo-ria externa, cuántas lacras incurables, cuántasconmociones fermentan continuamente 1 El granerror de España fue pensar que podría siempreponer en la balanza la espada o, a falta de ésta,la cruz. Durante cuatro siglos largos no se' advier-.te más que una sola y única presión en un mismosentido, en todoi los dominios de España, a pesar

S12del guantelete de acero que sobre ellos pesa. Ca-da cosa tiene su época, dijo el Rey Sabio. La lo-cura del dominio por la fuerza cae dentro de estamáxima. Se pudieron aprobar las diez y ocho milejecuciones del duque de Alba, pero se pierdeFlandes; se pudo quemar a Guatimozín, pero sepierde México; se pudo reducir a las madres in-dias a degollar a sus hijos para librarlos de la es-clavitud, pero se enajena el afecto de Nueva Gra-nada; se pudo desangrar al Perú, pero el Perú, es-quilmado, os rechaza; se puede asumir con des-preocupación la responsabilidad de los padecimien-tos de los reconcentrados, pero Cuba os echa avuestra casa con las cenizas de vuestros grandeshombres ...

No relato mis callejeos durante los pocos díasde mi estancia aquí, ocupados en su mayor parteen la busca y en el regateo, poco fructíferos, derecuerdos auténticos, de esos despojos del pasado,que pronto habrán desaparecido del todo teniendoen cuenta la caza incesante a que lilededican algu-nos aficionados. Se encuentran, sin embargo, perocasi por milagro, algunas monedas con la cruz, queclonantiguos reales españoles, con los bordes agrie-tados, martillados aprisa para atender a las pri-meras necesidades de la conquista; algunos rarí-simos escudos de oro de Antioquia; estribos debronce de los conquistadores, macizos, y dp. extra-ña factura, que se fundían toscamente aquí mis-mo, con el cobre obtenido de las piritas de Moni-quirá.

En su hechura se advierte la prisa, la impa-ciencia de los reitres que aguardaban a que estu-viesen terminados, a la puerta misma de la herre-ría, para montar a caballo. La masa fundida que-Q.aba tal cual, sin pulir; en vano se buscarían lashuellas de la lima; y, sin embargo, aunque he-chos tan aprisa, siempre se advierte en ellos, po-ca cosa, es verdad, pero, en fin, algo, un arabes-co, una flor, unas hojas, unas frutas que a esca-

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pe trazara el buril, demostrando con ello la ne'"cesidad imponderable de arte que experimenta-ban esas generaciones.

De vez en cuando se encuentra una cruz, unaalhaja, unos pendientes de filigrana de plata ode oro, parecidos a los que hoy se fabrican en lascostas de Marruecos, Argelia ySuez, de escasovalor pero bonitos dentro de lo amanerado delgusto árabe.

Pero en vano se buscarán las hermosas espa-das de cazoleta, las armaduras de tonelete ensan-c!ladas en las caderas en forma de corsé Médicis,jos arcabuses y trabucos naranjeros, los arnesesde acero, y todos aquellos espléndidos trofeosque pasearon bajo este cielo tórrido los compa-ñeros de Balboa y de Pizarro. Todo eso fue dis-persado, vendido; otras herrumbres más corrosi-vas que ]a sal del mar, han deformado lo poco quequeda, han acabado con los cañones de bronce dela plaza, sacados a pública subasta, a un real lalibra, por los vencedores de la Independencia.

Par eso en las abrumadoras horas de la tarde,llenas de sol y de polvo, se hubiera podido vermecon algunos compañeros, que siempre la casuali-dad depara, recorrer la vieja ciudad de presa, quehoy tiene el mismo aspecto que el de una subpre-fectura marítima de Francia, con sus grandes pla-zas solitarias, con sus fachadas casi sin deterio-ro, con la tristeza propia de los edificios centena-rios, con la dársena del arsenal en la que el marapenas bate suavemente los muros de piedra in-vadidos por la hierba reseca. Cuántas veces hemospaseado al resplandor trémulo de la luz por la pla-za de la Media Luna en la que se ven, en doble hi-!era, especie de Campos Elíseos, los veintidós bus-tos de los fusilados en 1816! Otras veces, atrave-~ando en una barca, un cayuco, la melancólica som-nolencia del puerto, llegábamos a la hermosa ca-rretera que, faldeando La Popa, va al barrio deGetsemaní, cuajado de casitas rodeadas de flori-

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dos jardInes. Arriba del todo resplandecían loscristales del convento, que también fue fortaleza.A cada paso, las cosas nos indicaban el amor ava-riento que sus amos habían sentido por esta Car-tagena; en cada punto del horizonte se advertíaun vestigio de lo que por ella habían hecho. ¿ Noes aquí, más abajo de la isla de Baru, donde des-emboca el Canal del Dique acondicionadopor ellosen una distancia de ciento treinta y cinco kilóme-tros a través de la selva virgen para llevar direc-tamente del Magdalena, al amparo de sus fuertes,los barcos cargados de oro, de plata y de los teso-ros traídos por tierra desde el Perú a través delos Andes, para evitar los riesgos del mar o 10í!ataques de los piratas ingleses del Pacífico? Puesno era otra la finalidad de todos los trabajos de

1 urbanización y de protección que realizaron. Sequeda el ánimo suspenso al pretender imaginarselos esfuerzos y las escoltas que requería la traídade un lingote de oro desde los lavaderos del Pil-comayo, a través de los bosques impenetrables quacubren las últimas estribaciones magdalénicas deBolivia, en una marcha de cuatro mil kilómetrospor cordilleras, vados, ton-entes enfurecidos, cata-ratas y abismos, por el desierto de Oruro, a travé~del Titicaca, por la calzada de los Incas y por ~l'valle del.Magdalena, hasta esta embocadura tran-quila y somnolienta del Dique, en la que empeza-ba la-suprema, la grande aventura marítima.

Pero, prescindiendo del aspecto titánico de es-tos trabajos, se queda uno estupefacto al pensarque con semejantes medios a su disposición, te-niendo reservas de oro casi inagotables, pudiendoa cada instante frotar esa lámpara de Aladino,España o el imperio no hayan comprado toda laEuropa de entonces, no hayan levado ejércitosirresistibles, fletado diez armadas y subyugado almundo. ¿ Dónde iban a parar esas sumas inconce-bibles, en qué ,gastos inauditos se invertían, enqué despilfarros, devotos o paganos, se consumían

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al punto de que hasta el mismo Felipe II, a par-tir de la segunda mitad de su reinado, no pudIeseevitar a su real firma la vergüenza suprema de noser considerada solvente por los banqueros de la~poca? j Carlos V, por su parte, durante toda suvida, careció de dinero! Y los sabios dirán que esono es más que una devoluci6n inmanente, inson~dable, pero talvez fatal ...

y ahora sí que termino con el ¿ quién sabe? es-pañol, tan próximo pariente del j Makhtoub! ára-be, el curso, tal vez demasiado largo de estos sue-ños. ¿ Para qué insistir sobre tantas cosas, ya qu'~,en realidad, nada sirve de nada y las experien-Cias del ayer no impedirán que el mañana se laparezca, si fuese necesario, ni evitarán que la hu-manidad neutralice con alguna nueva tara sus tancacareados progresos materiales? Pero, a travésde las sucesivas etapas de la vida, acaso la únicautilidad verdadera consista en ir, de esta suerte,explorando y anotando, por afición y sin finali .•dad. Pronto se abrirá un nuevo horizonte que re-emplazará estos que voy a perder de vist,¡ y que,fatalmente, un día u otro, hoy, mañana o más tar-de, tendría que dejar. Y he aquí que, con mi iden-tificación complacida con esta joven América, contodo ese viejo mundo feudal, apasionado y ~rue!,que dejo tras de mí, vuelvo mi recuerdo, no sinexperimentar alguna emoción hacia la larga seriede leguas que he recorrido, hacia mis innumera-bles etapas, insulsas o afortunadas y que proba-blemente no volveré nunca a recorrer.

Desde la cubierta lisa y afilada del barco quemarcha a toda máquina rumbo a Jamaica y'a Nue-va York, abismado en una profunda' contemplawci6n, veo a Cartagena alejarse paulatinamente. Elcrepúsculo de este hermoso día proyecta todavíaallá, sobre el raso del cielo, sobre los edificios blan-'Cos, sobre el campo caliente y polvoriento, esosmatices de colorido, esas fantasmagorías de lo realque se creerían copiadas de un lienzo de Ziem. La

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velocidad que aumenta hace desaparecer rápida,aceleradamente, el pequeño muelle oscuro, la ba-hía que va recortando su curva, arrastra poco apoco la mancha malva de Cartagena hacia el fon-do del horizonte, detrás del éentelleo empalidecidode las aguas. Sólo la silueta alta, gris y altanerade La Popa, que se eleva hacia la izquierda, nosacompaña hasta muy lejos mucho tiempo despuésde haber desaparecido a la vista el último campa-nario de San Francisco, iglesia ésta extraña, si·nóptica, que presenta una fachada de templo yunos muros laterales de fortaleza. Mucho tiempodespués de que el último reflejo de los cristale3haya desaparecido, durante un lapso increíblemen-te largo, ese vigía natural, ese cabo que parece ve·nir a nosotros para despedirnos, para prolongaren nuestra ruta el recuerdo, la ilusión de esas cor-dilleras, en las que erré durante diez meses, con··tinúa acompañándonos hasta que, también, lamontaña se retira, y con ella el pequeño polígonoblanco situado en su cima se pierde en el coloridovioleta oscuro de las lejanías.

Dentro de poco, de todo lo que Colombia fuepara mí, no sobrevivirá más que un conjunto im-preciso de costas montañosas, oscuras, que em-piezan a elevarse en la orilla misma del glaucomar, y que parecen alzarse y abombarse al huirde éste. Pero, a la vez, he aquí que, neutralizandocasi lo que me atreveré a llamar la dulzura enve-nenadas del regreso, empieza ya -j contrastes cu-riosos de la naturaleza humana!- esa semiapren-sión, algo opresora, asustada, propia de la vidafebril de las gentes civilizadas, una nostalgia in-decible de la tranquilidad de las playas, de la cal-ma sedante de las grandiosas lejanías, de la liber-tad del desierto. Se querría retroceder, se querríano marcharse del todo aún.

y América, tenue línea de añil oscuro, va per-diéndose de vista; con la noche desaparece por mo-mentos, se hunde en las olas, se desvanece porcompleto ...

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Entonces sí se experimenta una pena que yono creí que debiera ser tan honda; se siente unatristeza amarga y debilitante por todo lo que sequeda allá: sucede con esto lo que con aquellas ca-ras a las que estamos acostumbrados y cuya se-paración nos revela, al perderlas de vista, la ter-nura que les profesábamos... Adiós, oh tierraquerida, sueño abrupto de los Andes, suelo bendi-to de luz y de fertilidad; adiós Granada Nueva, enla que muchos destinos errantes han encontradoel secreto de su sino --esa recompensa que laspestañas bajas de tus hijas reservan a veces paraaquellos que te comprendieron-, una sonrisa detu cielo, una flor de tus montañas ...

FIN

Julio 1897 - Mayo 1898.