Donde crecen los libros (Cuento)

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DONDE CRECEN LOS LIBROS O POR QUÉ SOY BIBLIOTECARIO Hola, me llamo Carlos, ya me habéis visto por aquí. A los que no me conocéis os diré que trabajo en la primera planta del Palacio del Infantado. Sí, eso es, en la biblioteca. Pero si ya me conocéis sabéis que yo no sé contar cuentos, soy demasiado serio y tímido para hacerlo. Por eso, os contaré algo que si conozco muy bien... parte de mi vida. Os voy a contar la verdadera historia de por qué me hice bibliotecario. Si yo os pregunto por qué una persona decide hacerse bibliotecario algunos contestaríais que porque le gusta la lectura. Sí, eso puede influir y a mí realmente también me gusta, pero no fue exactamente eso. Otros diríais que porque se trata de un trabajo tranquilo. Os aseguro que después de haber participado en la organización de cinco Maratones de los Cuentos tengo serias dudas al respecto. Los más cínicos tal vez dijeran que porque es un trabajo para la administración, eres funcionario y tienen un sueldo asegurado; alguien incluso juntaría las tres cosas: le gusta leer, no pega un palo al agua y encima le pagan por eso. Bueno, pues ninguna de esas razones fue la mía. Yo me hice bibliotecario por culpa de mi padre. Desde luego, no fue para continuar ninguna tradición familiar. Mi padre era pescadero o, mejor dicho, vendía pescado congelado para Pescanova. Él nunca pudo terminar sus estudios y, por eso, intentaba completar su formación leyendo todo lo que caía en sus manos, era un lector compulsivo. También fue la primera persona a la que vi comprar un libro y ésa es una experiencia que marca para el resto de tus días. Eso ocurrió en Valencia, cuando yo apenas tenía cuatro o cinco años. Fuimos a un pequeño mercadillo cercano al puerto, donde él trabajaba. Nos acercamos a un puesto donde los libros aparecían amontonados unos sobre otros, aparentemente sin ningún orden y mezclando sus editoriales, sus materias, sus autores. . . Mi padre se acercó con confianza al "librero" que atendía el tenderete y le preguntó: - ¿A cómo los tienes hoy, Ambrosio? - Para usted, señor Paulos, a cinco duros el kilo. - Pues ponme cinco kilos, pero que sean bien surtidos, que luego me encuentro siempre con alguno repetido.

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Cuento escrito en 1996 con motivo del V Maratón de los Cuentos de Guadalajara donde narro las experiencias que me llevaron a ser bibliotecario.

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DONDE CRECEN LOS LIBROS O POR QUÉ SOY BIBLIOTECARIO

Hola, me llamo Carlos, ya me habéis visto por aquí. A los que no me

conocéis os diré que trabajo en la primera planta del Palacio del Infantado. Sí, eso es, en la biblioteca. Pero si ya me conocéis sabéis que yo no sé contar cuentos, soy demasiado serio y tímido para hacerlo. Por eso, os contaré algo que si conozco muy bien... parte de mi vida. Os voy a contar la verdadera historia de por qué me hice bibliotecario.

Si yo os pregunto por qué una persona decide hacerse bibliotecario algunos contestaríais que porque le gusta la lectura. Sí, eso puede influir y a mí realmente también me gusta, pero no fue exactamente eso. Otros diríais que porque se trata de un trabajo tranquilo. Os aseguro que después de haber participado en la organización de cinco Maratones de los Cuentos tengo serias dudas al respecto. Los más cínicos tal vez dijeran que porque es un trabajo para la administración, eres funcionario y tienen un sueldo asegurado; alguien incluso juntaría las tres cosas: le gusta leer, no pega un palo al agua y encima le pagan por eso.

Bueno, pues ninguna de esas razones fue la mía. Yo me hice bibliotecario por culpa de mi padre. Desde luego, no fue para continuar ninguna tradición familiar. Mi padre era pescadero o, mejor dicho, vendía pescado congelado para Pescanova. Él nunca pudo terminar sus estudios y, por eso, intentaba completar su formación leyendo todo lo que caía en sus manos, era un lector compulsivo. También fue la primera persona a la que vi comprar un libro y ésa es una experiencia que marca para el resto de tus días.

Eso ocurrió en Valencia, cuando yo apenas tenía cuatro o cinco años. Fuimos a un pequeño mercadillo cercano al puerto, donde él trabajaba. Nos acercamos a un puesto donde los libros aparecían amontonados unos sobre otros, aparentemente sin ningún orden y mezclando sus editoriales, sus materias, sus autores. . . Mi padre se acercó con confianza al "librero" que atendía el tenderete y le preguntó:

- ¿A cómo los tienes hoy, Ambrosio?

- Para usted, señor Paulos, a cinco duros el kilo.

- Pues ponme cinco kilos, pero que sean bien surtidos, que luego me encuentro siempre con alguno repetido.

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Yo estaba bastante extrañado, pero el tendero y mi padre se comportaban con toda naturalidad. Después de pesarlos en la romana, mi padre recogió las dos bolsas que le tendía Ambrosio y nos fuimos despidiéndonos hasta la semana siguiente.

Yo no pregunté nada hasta llegar a casa. Allí mi padre se dedicó a revisar su compra, haciendo montoncitos con libros y separando algunos según no sé qué extraños criterios. Estos últimos acabaron en el cubo de la basura. Ya no pude aguantar más, así que le pregunté:

- Oye, papá. . . ¿los libros se compran por kilos?

- Lo acabas de ver, Carlos.

- Ya, pero... ¿por qué has tirado algunos?

- Eso no es fácil de explicar, pero te pondré un ejemplo. ¿Tú has

acompañado a mamá muchas veces a la compra, verdad?

- Sí, claro.

- ¿Y la has visto comprar verduras en el mercado?

- Sí, pero...

- ¿Y cómo las compra?

- Al peso, por kilos.

- Ves. Y al llegar a casa, ¿qué hace con ellas?

- Las lava, les arranca algunas hojas y las tira a la basura. Luego las

mete en la nevera o nos las comemos enseguida.

- Pues con los libros pasa lo mismo. Los compro al peso. Los reviso,

que es como lavarlos y si alguno de los que veo no me gusta, lo tiro. Luego,

o los pongo en la estantería, que viene a ser como la nevera, o me los leo

enseguida, es decir, me los como.

Le quería haber preguntado dónde crecían los libros pero me quedé con

aquella explicación... ¿Cómo iba yo a desconfiar de mi padre?

Seguí visitando con él todas las semanas a Ambrosio. Luego, cuando empezaron a darme mis primeras pagas y podía gastarlas en lo que yo quisiera, a veces le visitaba yo sólo y le compraba uno o dos kilos de tebeos, que por aquel entonces valían unas dos cincuenta al peso. De los tebeos pasé a Salgari, a Kipling, a Durrell, a Dumas, encontré a Neruda una noche triste, espié con Le Carré... Saltaba de uno a otro según lo que Ambrosio

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metiese en la bolsa cada semana.

Echo mucho de menos a Ambrosio aquí en Guadalajara. Cuando nos mudamos no sabía dónde podría encontrar más libros en una ciudad extraña. Hoy mercado los martes y los sábados; en él sólo se venden algunas frutas y verduras, ropa y cacharrería, pero nadie que se dedica a los libros. Como es lógico me dirigí a la única librería que había por entonces en la ciudad, Cobos. He de reconocer que nunca había estado en una librería "seria" antes. Allí conocí a don Emilio, y nuestra relación siempre ha sido un poco tensa desde aquel día:

- Buenos días.

- Buenos días, chaval. ¿Qué quieres?

- Por favor, póngame cuarto y mitad de cuentos hispanoamericanos.

- ¿Qué?

- Bueno, si no le quedan, me puedo llevar cuatro o cinco cuadernillos

finos de la última de Vázquez Montalbán, que me han dicho que no están

nada mal las aventuras de ese Carvalho.

- Pero vamos a ver, ¿qué te has creído? ¿De dónde has salido tú?

- De Valencia.

- Pues allí deben ser un poquito raros. Aquí los libros se compran por

unidades.

- ¿Por unidades? ¿Y para qué quiero yo varios libros iguales?

- Mira, no estoy para perder el tiempo contigo. En mi negocio las cosas

son así y no tenemos nada más que hablar.

¡Jo!, qué frustración, pero es que era la única librería de Guadalajara.

Con mal píe empezaba y en casa no me quedaban libros ni para la merienda. Así que tuve que aceptar las condiciones de Cobos.

- Bueno, pues póngame tres Peter Panes, pero de la edición de bolsillo de Alianza, que no sé si me alcanzará el dinero para más. Ya le regalaré a alguien los otros dos.

Don Emilio fue a la trastienda a por los libros diciendo por lo bajo algo así como "excéntrico, pues no quería comprar libros al peso". De vez en cuando sigo yendo a su librería, pero sólo por Navidades o cuando se acerca el cumpleaños de algún amigo. Tardé mucho tiempo en poder regalar

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aquellos dos Peter Panes porque aun no conocía a nadie en Guadalajara. Ahora, cuando compro allí, voy sobre seguro, los tengo colocados de antemano.

La cercanía a Madrid ha tenido sus ventajas. En la Cuesta de Moyano y en el Rastro y también en algunas librerías de viejo encontré a personajes parecidos a Ambrosio aunque con nombres menos evocadores, pero eso sí, Madrid es bastante más caro que Valencia. Por menos de veinte duros el kilo no te haces con buen material.

Hace unos años abrieron otra librería en Guadalajara, LUA. Ana, su dueña es bastante simpática y comprendió mis necesidades. Supongo que quería asegurarse algunos clientes fijos. De vez en cuando iba a comprarle algo, pero poco. Se ha especializado en libros universitarios y estos están a un precio altísimo. Le compro cien o doscientos gramos a lo sumo y por lo general sobre bichos, que es lo que me gusta, y me dan para una buena tarde en el parque.

Y así seguí hasta que un buen día encontré a un amigo -después de varios años aquí ya tengo algunos, son esos a los que les regalo los libros que compro en Cobos- que cargaba con un montón de libros por la Calle Mayor. . .

- iCaray, que montonazo de libros! Por lo menos pesan ocho kilos

doscientos cincuenta gramos. ¿De dónde los has sacado?

- Pues de la biblioteca, ¿de dónde si no?

- La biblioteca, ya. ¿Y... tienen más libros allí?

- Pues claro, hay toneladas de libros.

iToneladas! Me fui allí directo. Me atendieron muy correctamente y me

explicaron que allí no vendían libros, que me debía hacer socio, que eso me daba derecho a llevarme un máximo de cuatro libros a casa. No era suficiente, yo quería más. También me podía hacer el carné institucional, que me permitía sacar veinticinco libros por un mes. . .

- No, gracias, es que yo quiero más. ¿Qué hay que hacer para trabajar aquí?

Y me enteré. Y oposité. Y saqué una plaza. Y me destinaron a Sanidad, no había plazas en la Biblioteca por el momento. Y yo en Sanidad me aburrí como una ostra durante dieciocho meses, hasta que pude concursar y trasladarme a la Biblioteca. Y soy feliz.

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Soy feliz porque durante esos dieciocho interminables meses me dediqué a hacer una lista de todo lo que me faltaba. Me explico. Hay un problema en eso de comprar libros al peso, no sabes lo que te puedes encontrar al llegar a casa.

Tenía Los veinte poemas de amor pero me faltaba La canción desesperada. De las Veinte mil leguas de viaje submarino sólo había leído las quince mil primeras. De los Cien años de soledad tenía algunos salteados. Apenas había estado tres cuartos de hora con Mario. Algo curioso me pasó con El nombre de la rosa, porque sabía que el asesino era Jorge de Burgos, pero no comprendía de dónde había salido Guillermo de Baskerville. Ahora, con el V Maratón de los Cuentos he tenido la oportunidad de completar las dos últimas de Las mil y una noches.

La lista es demasiado larga y no os quiero aburrir. Poco a poco voy tachando títulos de ella. Por eso me hice bibliotecario, porque en lugar de comprarlos al peso, es más fácil acudir allí, donde crecen los libros.

® Carlos Martín PAULOS REY, junio 1996 Maratón de los Cuentos, Guadalajara