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Don Quijote de la Mancha MIGUEL DE CERVANTES Adaptación de Eduardo Alonso Ilustraciones de Victor G. Ambrus 448 págs. 1ª edición, 2004 17ª reimpresión, 2010 Portada de la edición coreana Seúl, 2010. NOTA DEL ADAPTADOR Hace algunos cursos, una profesora de mi instituto propuso a sus alumnos quin- ceañeros le lectura de algunos pasajes del Quijote. ¿Lectura? ¿Quijote? Al oír juntas estas dos palabras casi se le amotinan en clase. —¡Jo, seño...! —Tía, no te pases! —Es un libro muy gordo... Ellos se portaban bien, no habían hecho nada malo, ¿por qué los castigaba? Mien- tras la profesora apaciguaba a la rebelde tripulación, Chen Tsi se reía por la bajo con sincero y estremecido regocijo. ¿Una miste- riosa reacción oriental? Chen Tsi era un inmigrante reciente, calladito, laborioso y de rostro impasible, que en pocos meses había hecho formidables progresos en la lengua de Cervantes, aunque libraba una desigual batalla con el endiablado sistema verbal del castellano. Intrigada, la profesora le preguntó al acabar la clase la razón de su risa, y el chaval contestó que no sólo le había hecho gracia el súbito alboroto de sus compañeros, sino el recuerdo de las aventu- ras de don Quijote y Sancho. Chen Tsi aún no se ha había acostumbrado al trato cam- pechano, indisciplinado y no pocas veces follonero que los estudiantes españoles de- dican en las aulas a sus profesores, que es, en alguna medida, fruto de una “pedagogía del coleguismo” que relaja la relación entre maestro y discípulo, ignorando que la situa- ción y la actividad requieren en la mayor parte de los casos el uso formal de la len- gua. La sorpresa de Chen Tsi se debía a que en su país los escolares eran muy respetuo- sos con sus maestros, sus venelables maes- tros y a que le había hecho reír el recuerdo del Quijote, libro que había leído completo en su remoto colegio chino. Para él era un libro diveltido y de lisa, y no entendía, pues, que sus compañeros rechazasen un propuesta tan amena e interesante. Ade- más, “libro grande, más risas”. La profesora no era tan insensata como para proponer a sus alumnos la lectura de todo el Quijote. Solía seleccionar las aven- turas más fantásticas, pero la mayoría de los adolescentes y bachilleres encontraban la lectura muy difícil, cuando no imposible. La mayor dificultad no está en la extensión del libro, pues muchos niños devoran los

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Don Quijote de la Mancha MIGUEL DE CERVANTES

Adaptación de Eduardo Alonso Ilustraciones de Victor G. Ambrus 448 págs. 1ª edición, 2004 17ª reimpresión, 2010

Portada de la edición coreana

Seúl, 2010.

NOTA DEL ADAPTADOR

Hace algunos cursos, una profesora de mi instituto propuso a sus alumnos quin-ceañeros le lectura de algunos pasajes del Quijote. ¿Lectura? ¿Quijote? Al oír juntas estas dos palabras casi se le amotinan en clase. —¡Jo, seño...! —Tía, no te pases! —Es un libro muy gordo... Ellos se portaban bien, no habían hecho

nada malo, ¿por qué los castigaba? Mien-tras la profesora apaciguaba a la rebelde tripulación, Chen Tsi se reía por la bajo con sincero y estremecido regocijo. ¿Una miste-riosa reacción oriental? Chen Tsi era un inmigrante reciente, calladito, laborioso y de rostro impasible, que en pocos meses había hecho formidables progresos en la lengua de Cervantes, aunque libraba una desigual batalla con el endiablado sistema verbal del castellano. Intrigada, la profesora le preguntó al acabar la clase la razón de su risa, y el chaval contestó que no sólo le había hecho gracia el súbito alboroto de sus compañeros, sino el recuerdo de las aventu-ras de don Quijote y Sancho. Chen Tsi aún no se ha había acostumbrado al trato cam-pechano, indisciplinado y no pocas veces follonero que los estudiantes españoles de-dican en las aulas a sus profesores, que es, en alguna medida, fruto de una “pedagogía del coleguismo” que relaja la relación entre maestro y discípulo, ignorando que la situa-ción y la actividad requieren en la mayor parte de los casos el uso formal de la len-gua. La sorpresa de Chen Tsi se debía a que en su país los escolares eran muy respetuo-sos con sus maestros, sus venelables maes-tros y a que le había hecho reír el recuerdo del Quijote, libro que había leído completo en su remoto colegio chino. Para él era un libro diveltido y de lisa, y no entendía, pues, que sus compañeros rechazasen un propuesta tan amena e interesante. Ade-más, “libro grande, más risas”. La profesora no era tan insensata como

para proponer a sus alumnos la lectura de todo el Quijote. Solía seleccionar las aven-turas más fantásticas, pero la mayoría de los adolescentes y bachilleres encontraban la lectura muy difícil, cuando no imposible. La mayor dificultad no está en la extensión del libro, pues muchos niños devoran los

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Uno tras otro los tomos de Henry Potter, que no bajan de las mil páginas, sino la novela de Cervantes sobrepasa su competencia lingüística y desborda su paciencia. En su versión comple-ta el Quijote hoy sólo está al alcance de un lector culto, con tiempo por delante, y que maneje una edición anotada.

Nuestra adaptación es para todos, y en especial para los estudiantes, haciendo caso en esto a

don Quijote, que advertía al bachiller Sansón Carrasco de que su historia “tendrá necesidad de

comento para entenderla”. Para paliar las dificultades de lectura, no basta una edición acribilla-

da con cientos de notas eruditas, pues ¿quién puede gozar de un libro si tiene que consultar a

cada paso el sentido de lo que lee? Se impone, pues, facilitar la lectura de las obras clásicas. Pero,

¿cómo hacerlo? Ahí esta el busilis.

Cuando yo peinaba más pelo que ahora, tomaba asiento en el sillón giratorio de la barbería y

recibía la pregunta obligada de maese el peluquero:

—¿Cómo se lo corto? —decía, en-

volviéndome el cuello y hombros con la

esclavina.

Uno, que no quería cambiar de pe-

laje ni de imagen, ni salir trasquilado

de aquel trance, sino seguir siendo el

mismo, respondía:

—Cortar no mucho. Arreglar.

Pues tal ha sido nuestro empeño:

arreglar el Quijote para facilitar su lec-

tura y comprensión, dejando un texto

del mismo paño y compostura, pero de

otras dimensiones. Hemos vertido la

extensa obra de Cervantes en un molde

menor, reduciendo pasajes, pero sin

eliminar ninguno. Puede decirse que

aquí está todo el Quijote, sin que falte,

aventura, lance, batalla discurso y pre-

sonaje, que dice Sancho. Nuestro afán

de ser fieles al original explica la deci-

sión de ser incluir las novelas interpola-

das, como por ejemplo la de El curioso impertinente, renunciando a la primera tentación, que

era arrancarlas de cuajo. Y es que Cervantes concebía el arte de novelar como escritura desatada,

de ahí que incorporase cuentos y poemas para acercarse al ideal de una obra en la que cupiese

todo. Por eso hemos conservado pasajes y diálogos que, pese a no contribuir al avance de la tra-

ma, revelan la complejidad narrativa, caracterizan a los personajes, contentan al lector bien dis-

puesto y ayudan a entender el pensamiento literario de Cervantes. Así, por ejemplo, reproduci-

mos —“arreglados”— los hermosos y floridos discursos del caballero sobre la edad de oro, las

armas y las letras, y otros que demuestran que el hidalgo no es sólo un loco visionario, sino un

hombre cultivado y capaz de lúcidas reflexiones.

El trabajo de adaptador se rige por una lapidaria regla teórica: tan literal como sea posible y

tan libre como sea necesario. Adaptar una obra como el Quijote puede parecer, más que un dis-

parate, un atentado, pero no hay otra opción si queremos que un bachiller español conozca —

iuxta modum— una obra clásica, y si se puede, que la saboree con gusto. A un niño —y a un ma-

yor— no se le puede obligar a tomar alimentos indigestos. El Quijote es una obra de lectura obli-

gatoria —cuando lo es— en los institutos, y queremos que sea digestible, sabrosa y placentera.

Para ello no hay otra estrategia que adaptarla. La táctica no es resumir, sino cortar y cercenar

(tarea harto dolorosa y lamentable) y entresacar, como hacen los peluqueros, decía, manejando

distintas tijeras. Pero nunca añadir postizos. Esta adaptación reduce la novela de Cervantes en

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dos tercios. El cambio más visible

es la redistribución de los 52 capí-

tulos de la primera parte y los 74

de la segunda en 14 y 25, respecti-

vamente. A veces se consigue así

una unidad episódica: por ejemplo,

se integran en un solo capítulo los

siete iniciales de la segunda parte

que tratan de la convalecencia de

don Quijote, las visitas que recibe y

los preparativos que hace para la

segunda salida.

Pero el verdadero busilis está en

actualizar hasta donde convenga el

lenguaje cervantino, pero conser-

vando su pátina antigua y la varie-

dad de registros, desde el estilo

altisonante y libresco a los barba-

rismos del vizcaíno, el habla rústica

de los aldeanos, las prevaricaciones

de Sancho, los denuestos y latinis-

mos, la voz del narrador. Donde el

adaptador encuentra mayor

dificultad es en la sintaxis, pues

hay que procurar adaptar la com-

pleja frase cervantina para facilitar

una lectura ágil y comprensiva,

pero sin traicionar ni ocultar el

tono, la resonancia y sus principa-

les características para que sea

reconocible y mantenga su huella

de época.

Esta adaptación se beneficia de

las hermosas estampas de uno de

los más prestigiosos ilustradores

europeos de libros infantiles y

juveniles: el húngaro Victor G.

Ambrus.

Quien sienta curiosidad, podrá

comprobar la tarea adaptadora

cotejando el original con nuestra

versión en un breve pasaje del cap.

35 de la primera parte

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Que trata de la descomunal batalla de don Quijote con unos cueros de vino y otros raros sucesos

Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del

camaranchón donde reposaba don Quijote salió San-

cho Panza todo alborotado, diciendo a voces:

—Acudid, señores, presto y socorred a mi señor,

que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla

que mis ojos han visto. ¡Vive Dios que ha dado una

cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa

Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercen a cer-

cen, como si fuera un nabo!

—¿Qué dices, hermano? —dijo el cura, dejando de

leer lo que de la novela quedaba—. ¿Estáis en vos,

Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís,

estando el gigante dos mil leguas de aquí?

En esto oyeron un gran ruido en el aposento y que

don Quijote decía a voces:

—¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te

tengo y no te ha de valer tu cimitarra!

Y parecía que daba grandes cuchilladas por las pa-

redes. Y dijo Sancho: —No tienen que pararse a escuchar, sino entren a

despartir la pelea o a ayudar a mi amo; aunque ya no

será menester, porque sin duda alguna el gigante está

ya muerto y dando cuenta a Dios de su pasada y mala

vida, que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabe-

za cortada y caída a un lado, que es tamaña como un

gran cuero de vino.

—Que me maten —dijo a esta sazón el ventero— si

don Quijote o don diablo no ha dado alguna cuchilla-

da en alguno de los cueros de vino tinto que a su ca-

becera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser

lo que le parece sangre a este buen hombre.

Y con esto entró en el aposento, y todos tras él, y

hallaron a don Quijote en el más estraño traje del

mundo. Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida

que por delante le acabase de cubrir los muslos y por

detrás tenía seis dedos menos; las piernas eran muy

largas y flacas, llenas de vello y nonada limpias; tenía

en la cabeza un bonetillo colorado, grasiento, que era

del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta la

manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y

él se sabía bien el porqué, y en la derecha, desenvai-

nada la espada, con la cual daba cuchilladas a todas

partes, diciendo palabras como si verdaderamente

estuviera peleando con algún gigante. Y es lo bueno

que no tenía los ojos abiertos, porque estaba dur-

miendo y soñando que estaba en batalla con el gigan-

te: que fue tan intensa la imaginación de la aventura

que iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había

llegado al reino de Micomicón y que ya estaba en la

pelea con su enemigo; y había dado tantas cuchilladas

en los cueros, creyendo que las daba en el gigante,

que todo el aposento estaba lleno devino. Lo cual

visto por el ventero, tomó tanto enojo, que arre-

metió con don Quijote y a puño cerrado le co-

menzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y el

cura no se le quitaran, él acabara la guerra del

gigante; y, con todo aquello, no despertaba el

Estaba el cura leyendo esta parte de la novela, muy cerca ya del desenlace, cuando entró Sancho Panza todo alborotado y diciendo a voces:

—Acudid, señores, rápido, y socorred a mi se-ñor, que anda envuelto en la más reñida batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza de raíz, como si fuera un nabo!

—¿Qué dices, hermano? —dijo el cura, dejando de leer lo que quedaba de la novela— . ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso, si el gigante está a dos mil leguas de aquí?

En esto oyeron un gran ruido en el aposento y a don Quijote que decía a voces:

—¡Alto, ladrón, malandrín, follón! Ya te ten-

go, y de nada te valdrá tu cimitarra!66 —y parecía

que daba grandes cuchilladas por las paredes.

—No se paren a escuchar —dijo Sancho— y en-

tren a ayudar a mi amo. Aunque ya no será me-

nester, porque sin duda alguna el gigante está ya

muerto, que yo he visto correr la sangre por el

suelo, y la cabeza cortada, que es tan grande

como un cuero de vino. —Que me maten —dijo el ventero— si don

Quijote no ha dado alguna cuchillada a uno de los cueros de vino tinto que están a la cabecera de su cama. El vino derramado debe de ser la sangre de la que habla este buen hombre.

Entró el ventero en el aposento y todos tras él,

y hallaron a don Quijote en camisa, la cual por

delante no le cubría los muslos y por detrás

tenía seis dedos menos, con lo que enseñaba las

piernas muy largas y flacas, llenas de vello y no

muy limpias; llevaba en la cabeza un gorrillo

colorado, grasiento, que era del ventero; en el

brazo izquierdo se había enrollado la manta de

la cama a modo de escudo y en la derecha tenía

la espada, con la que daba cuchilladas a todas

partes, hablando como si de verdad peleara con

un gigante. Y lo mejor es que no tenía los ojos

abiertos, porque estaba soñando que ya había

llegado al reino de Micomicón y que ya estaba en

la pelea con su enemigo; y había dado tantas cu

chilladas a los cueros llenos de vino, creyendo

que las daba al gigante, que todo el camaranchón

estaba encharcado. Al ver esto, el ventero tomó

tanto enojo, que arremetió contra don Quijote

con el puño cerrado y estuvo dándole porrazos

hasta que Cardenio y el cura lograron sujetarlo. Pero ni con los golpes se había despertado

6 cimitarra: sable corto y de punta ancha típico de los tur-

cos.

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caballero, hasta que el barbero trujo un gran

caldero de agua fría del pozo y se le echó por

todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó

don Quijote, mas no con tanto acuerdo, que

echase de ver de la manera que estaba.

Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente

estaba vestido, no quiso entrar a ver la batalla

de su ayudador y de su contrario.

Andaba Sancho buscando la cabeza del gi-

gante por todo el suelo y, como no la hallaba,

dijo:

—Ya yo sé que todo lo desta casa es en-

cantamento, que la otra vez, en este mesmo

lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos

mojicones y porrazos, sin saber quién me los

daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no

parece por aquí esta cabeza, que vi cortar por

mis mismísimos] ojos, y la sangre corría del

cuerpo como de una fuente.

—¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemi-

go de Dios y de sus santos? —dijo el ventero—

. ¿No vees, ladrón, que la sangre y la fuente no

es otra cosa que estos cueros que aquí están

horadados y el vino tinto que nada en este apo-

sento, que nadando vea yo el alma en los in-

fiernos de quien los horadó?

—No sé nada —respondió Sancho—: solo

sé que vendré a ser tan desdichado, que, por no

hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi

condado como la sal en el agua.

Y estaba peor Sancho despierto que su

amo durmiendo: tal le tenían las promesas que

su amo le había hecho. El ventero se desespe-

raba de ver la flema del escudero y el maleficio

del señor , y juraba que no había de ser como la

vez pasada, que se le fueron sin pagar, y que

ahora no le habían de valer los previlegios de

su caballería para dejar de pagar lo uno y lo

otro, aun hasta lo que pudiesen costar las bota-

nas que se habían de echar a los rotos cueros.

Tenía el cura de las manos a don Quijote,

el cual, creyendo que ya había acabado la aven-

tura y que se hallaba delante de la princesa

Micomicona, se hincó de rodillas delante del

cura, diciendo:

—Bien puede la vuestra grandeza, alta y

fermosa señora, vivir de hoy más segura le

pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo

también de hoy más soy quito de la palabra que

os di], pues, con el ayuda del alto Dios y con el

favor de aquella por quien yo vivo y respiro,

tan bien la he cumplido.

—¿No lo dije yo? —dijo oyendo esto San-

cho—. Sí, que no estaba yo borracho: ¡mirad si

tiene puesto ya en sal mi amo al gigante! ¡Cier-

tos son los toros: mi condado está de molde !

el pobre caballero, así que el barbero trajo un

gran caldero de agua fría del pozo y se la echó por

todo el cuerpo de golpe, con lo cual don Quijote

abrió los ojos espantado.

Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante

por todo el suelo y, como no la hallaba, dijo:

—Yo ya sé que todo lo de esta casa es encan-

tamiento, pues la otra vez, en este mismo sitio

donde ahora estoy, me dieron muchos porrazos,

sin saber quién me los daba. Y ahora pasa lo mis-

mo, pues yo vi por aquí la cabeza cortada y correr

la sangre como de una fuente.

—¿Qué sangre ni qué fuente? —dijo el vente-

ro—. ¿No ves, ladrón, que la sangre es el vino tinto

de estos cueros horadados?

—Yo sólo sé —respondió Sancho?— que si no

encuentro la cabeza del gigante me quedaré sin

condado.

Estaba peor Sancho despierto que su amo

durmiendo: así le tenían las promesas que su

amo le había hecho. El ventero se desesperaba y

juraba que esta vez no se irían sin pagar, como la

vez pasada.

El cura sujetaba de las manos a don Quijote, el

cual, creyendo que ya había acabado la aventura

y que se hallaba delante de la princesa Micomi-

cona, se hincó de rodillas ante el cura, diciendo:

—Alta y fermosa señora, desde hoy nadie os

podrá hacer mal. He cumplido mi promesa.

—¿No lo dije yo? —dijo a esto Sancho—. Yo no

estaba borracho: ¡mirad si no está requetemuerto

el gigante! ¡Mi condado está seguro!

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¿Quién podría contener la risa con los

disparates de los dos, amo y mozo? Todos

reían, menos el ventero, que se daba a Sa-

tanás. Al final, el barbero, Cárdenio y el

cura lograron acostar a don Quijote en la

cama, donde al instante se quedó dormido,

con muestras de grandísimo cansancio.

Luego salieron al

portal de la venta y

aplacaron al vente-

ro, que estaba des-

esperado. Su mujer

decía a voz en grito:

—¡En malla hora

entró en mi casa

este caballero an-

dante! La vez pasa-

da se fue sin pagar

cena, cama, paja y

cebada! ¡Y ahora

rompe los cueros y

derrama el vino!

¿Quién no había de reír con los disparates de

los dos, amo y mozo? Todos reían, sino el vente-

ro, que se daba a Satanás. Pero, en fin, tanto

hicieron el barbero, Cardenio y el cura, que con

no poco trabajo dieron con don Quijote en la

cama, el cual se quedó dormido, con muestras de

grandísimo cansancio. Dejáronle dormir y salié-

ronse al portal de la venta a consolar a Sancho

Panza de no haber hallado la cabeza del gigante,

aunque más tuvieron que hacer en aplacar al ven-

tero, que estaba desesperado por la repentina

muerte de sus cueros. Y la ventera decía en voz y

en grito:

—En mal punto y en hora menguada entró en

mi casa este caballero andante, que nunca mis

ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La

vez pasada se fue con el costo de una noche, de

cena, cama, paja y cebada, para él y para su es-

cudero y un rocín y un jumento, diciendo que era

caballero aventurero, que mala ventura le dé Dios

a él y a cuantos aventureros hay en el mundo, y

que por esto no estaba obligado a pagar nada, que

así estaba escrito en los aranceles de la caballería

andantesca; y ahora por su respeto vino estotro

señor y me llevó mi cola, y hámela vuelto con

más de dos cuartillos de daño, toda pelada, que

no puede servir para lo que la quiere mi marido;

y por fin y remate de todo, romperme mis cueros

y derramarme mi vino, que derramada le vea yo

su sangre.