Dom nav 2

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Estamos aún en ambiente de Navidad y en este segundo domingo después de Navidad se pone a nuestra consideración el comienzo del cuarto evangelio, el de san Juan.

Hoy san Juan nos habla del nacimiento de

Jesús; pero de forma diferente.

No cuenta los hechos según la historia: no hay niño ni madre, ni pastores ni cántico de ángeles; pero sí habla de luz que ilumina las tinieblas y de gloria de Dios que podemos contemplar, y sobre todo de la Palabra, que se hace carne, de Dios que pone su tienda entre nosotros, del Señor que es aceptado por unos y rechazado por otros.

Es lo que se llama una historia en plan teológico. Veamos cómo san Juan evangelista introduce su evangelio hablándonos de la procedencia de Jesús y de la realidad de Dios que se hace uno como nosotros para salvarnos. Dice así:

Juan 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio

de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de

la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal ni de amor

humano, sino de Dios.Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo: Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo”. Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se

dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el

seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

San Juan comienza desde el misterio de Dios y cómo desde siempre existía la “Palabra”. Este vocablo “palabra” o “verbo” recuerda a la “Sabiduría”, de la cual habla ya el Antiguo Testamento, “que jugaba con Dios”.

Uno de estos pasajes del Antiguo Testamento en que se habla de la sabiduría leemos hoy en la 1ª lectura.

Ecl 24, 1-2. 8-12

La sabiduría se alaba a sí misma, se gloría en medio de su pueblo, abre la boca en la asamblea del Altísimo y se

gloría delante de sus Potestades. En medio de su pueblo será ensalzada, y admirada en la congregación

plena de los santos; recibirá alabanzas de la muchedumbre de los escogidos y será bendita entre los benditos. El Creador del universo me ordenó, el Creador

estableció mi morada: Habita en Jacob, sea Israel tu heredad. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. En la santa morada, en su presencia, ofrecí culto y en Sión me establecí; en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén

reside mi poder. Eché raíces entre un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad, y resido en la

congregación plena de los santos.

¡Qué difícil es expresar con palabras materiales el misterio de Dios y lo que es espíritu! Para que comprendamos un poco, podemos distinguir entre el pensamiento y su expresión, entre una palabra cuando la pensamos y cuando la pronunciamos. Esta es la semejanza que hoy usa el evangelio.

Esta “Palabra”, que es Dios mismo, estaba desde siempre en Dios; pero un día fue pronunciada, y lo importantísimo para nosotros es que esa “Palabra”, que es Dios mismo, vino a nosotros y se hizo de nuestra propia naturaleza, “se hizo carne”.

Comienza el evangelio diciendo: “En el principio ya existía la Palabra”. El texto empieza igual que el primer libro de la Biblia cuando narra la creación: "En el principio..." Ya al principio, antes que todo, está la Palabra, el proyecto de comunicación plena de Dios con los hombres. El evangelista señala por cuatro veces la preexistencia y divinidad de esta Palabra. Pretende dejar muy claro que es Dios mismo quien se hará hombre.

“En el principio” es una expresión bíblica que indica algo absoluto, antes de la creación, cuando no había más que la eternidad de Dios. Por tanto, si en el "principio," en la creación de las cosas, pues todas van a ser creadas por el Verbo o la Palabra, ésta existía ya, es que no sólo es anterior a ellas, sino que es eterna. Por eso es la expresión: “existía”, que no es pasado ni presente.

Con lo cual indica que Dios tiene un Hijo eterno. Si no se distinguiese personalmente este Palabra del Padre, se seguiría que el Padre se hubiera encarnado, lo cual fue una cierta herejía. Pero “la Palabra era Dios.”

Algo muy importante que expresa el evangelio es la distinción entre la Palabra y el Padre. “La Palabra estaba junto a Dios”. En el original griego Dios tiene artículo, que indica una persona, a diferencia de cuando no lo tiene que indica la divinidad sin más.

Y pasa el evangelio a exponer la primera relación de la Palabra con el mundo: toda la obra creadora fue hecha por medio de la Palabra. Si todo fue creado por la Palabra, se trata de una creación “de la nada”, pues lo contrario supondría una materia caótica, creada o existente al margen de la Palabra.

Jesús mismo dirá que fue amado por el Padre antes de la creación del mundo (Jn 17:24).

Y para resaltar más la divinidad de la Palabra, señala para Ella las cualidades de vida y luz que son cualidades de Dios, aunque para ser trasmitidas a los hombres. Estos dos conceptos de vida y de luz andan muy unidos y están íntimamente entrelazados en la Escritura. La luz conduce a la vida. Con esta luz se vive la vida verdadera. De esa misma manera se expresa san Juan en su primera epístola (1 Jn 1:5-11; 2:8ss)

La vida que tiene la Palabra va a ser luz para los seres humanos. De suyo toda la obra de la creación era luz para que los hombres pudiesen venir en conocimiento de Dios y de la vida moral. Pero no sólo era luz para conocerle teóricamente, sino para conocerle y vivir esa luz: para vivir la vida religiosa-moral. Por eso, esa luz que les viene y conduce a la Palabra, era ya vida para los seres humanos. Esta luz pedimos para nosotros.

Fuente inagotable de la luz eterna,

Automático

da luz a mis ojos, da luz a

mis sendas.

para que vivamos

siempre en tu presencia.

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Aquí sólo lo expone, luego lo expresará más y todo el evangelio de san Juan será un desarrollo de este conflicto que terminará en la muerte de Jesús, aunque luego tiene que triunfar la luz. Las tinieblas se irán formando por el mal uso de la libertad humana. En el evangelio de san Juan el mal siempre busca las tinieblas.

Pero comienza el conflicto entre la luz y las tinieblas.

La Palabra hasta ahora no había ofrecido a los hombres más que una cierta participación de su luz; ahora va a darla con el gran esplendor de su encarnación. Para esto aparece la figura de Juan el Bautista. El Evangelista, que había sido discípulo del Bautista parece que se siente contento al hablar de su primer maestro.

Juan Bautista no viene por su propio impulso: ”Es enviado por Dios”. Tiene una misión oficial. Viene a ser testigo presencial. Viene a testificar a la Luz, que se va a encarnar, para que todos puedan creer por medio de él.

Pero el Evangelista acentúa una realidad: Juan no era la Luz, sino que venía a testificar a la Luz. Aclara que la Luz, que va a encarnarse, es muy superior a la que puede tener el Precursor. Suelen decir los comentaristas que el afirmar la superioridad de Jesús se debía a que aún había discípulos de Juan que atribuían a su maestro un rango superior al de Jesús, a quien por ello le rebajaban.

Para el Evangelista la primera razón de la superioridad de Jesús es su preexistencia. Juan pertenece al nosotros, a los creyentes que descubren en Jesús la Palabra preexistente. La segunda razón es la plenitud de riqueza divina de vida que Jesús posee y que transmite a los creyentes en él, designados de nuevo como nosotros, entre los que se cuenta el propio testigo Juan Bautista.

Esto aparece en la última parte del evangelio de hoy. Recuerda cómo el mismo Bautista había dado testimonio de Jesús, como muy superior a él que le anunciaba.

La tercera razón es la superación

de un sistema de ley por otro

de gracia y verdad.

Jesús viene a decirnos que el Dios creador es "anterior" al Dios de la ley; que Dios es Dios de vida, no de ley. Por eso, a partir de este Dios-Vida de Jesús, el criterio por el que debemos distinguir lo bueno de lo malo no es el hecho de estar de acuerdo con la ley o en contra de ella, sino el hecho de estar en favor de la vida o en su contra.

Sigue en el evangelio el conflicto entre la Palabra y el mundo. Se considera “mundo”, varias veces en los escritos de san Juan, las fuerzas del mal o del pecado que hay entre nosotros. Precisamente lo único que no podía tener la Palabra era el pecado. Por eso era la luz que brilla en medio de las tinieblas.

Y lo terrible, pero grandioso, es que nos deja en total libertad para aceptarle o no aceptarle. El evangelista dice que “vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron”.

La casi totalidad de los Padres antiguos y la mayoría de los

comentaristas modernos

interpretan esta expresión referida a

Israel, pueblo especialmente

elegido de Dios y por título especialísimo

suyo.

Vino la Luz a Israel con su Ley, con sus profetas, con sus enseñanzas; le anunciaron un Mesías y fueron rebeldes a esta Luz de Dios, de la Palabra. El pueblo le esperaba, y cuando llegó a ellos, Israel no le conoció, no lo recibió, y ¡crucificó! al Mesías.

Frente a este panorama de los que no quieren recibir la Luz, el evangelio describe, por contraste, la ventaja incomparable que se sigue a los seres humanos que se dejan iluminar por esta Luz de Dios.

Alegrémonos porque, si le recibimos, nos da su gracia y nos hace hijos de Dios. Jesús es Dios que sale al encuentro del ser humano, para que nosotros podamos ir a su encuentro.

Recibirle es creer en su nombre. Nombre, según el modo semita, es la persona. "El que cree a alguien, recibe su testimonio; pero el que cree en alguien se entrega totalmente a él." En el vocabulario de Juan evangelista, "creer en El" es entregársele plenamente.

A estos que así "creen," que así se entregan a la Palabra, se les da un gran don: el poder ser hijos de Dios. Este poder es en el sentido de que Dios concedió al hombre el don de poder ser hijo suyo, sin acusarse en ello un motivo especial de concurrencia, por parte del hombre, a esta obra. Simplemente hay que nacer de Dios.

Este "nacimiento" se logra por la fe y se comienza por el “agua y el Espíritu Santo”, que significa por el bautismo. Por él el hombre es "regenerado" por la gracia. Por ella participa de la naturaleza divina, y así se hace en verdad, aunque por adopción, hijo de Dios (1 Jn 3:1.9).

que nos toca también a nosotros, si le cerramos la puerta de nuestro corazón. A veces somos demasiado orgullosos para ver a Dios: No queremos recibir a Aquel que viene a su propiedad, porque tendríamos que transformarnos de modo que sea Él el verdadero dueño de nuestro ser.

En el recibir o no recibir a Jesús, a veces pensamos en la posada y las casas de Belén; pero tiene un sentido más profundo y más amplio,

A veces se traduce: “se hizo hombre”. Y está bien, porque en nuestra lengua la carne es sólo una parte del ser humano; pero en la lengua hebrea no era así, sino que “carne” era la expresión de toda la verdadera naturaleza humana; sobre todo en el sentido de debilidad.

Llega la expresión central de

este evangelio:

“La Palabra se hizo carne”.

"Carne," en el lenguaje bíblico, no es carne sin vida, sino que es el ser humano todo entero, pero acusando el aspecto de su debilidad, de su humildad inherente a su condición de criatura.

Se hizo carne. No dice cuerpo, probablemente porque no implica vida; ni hombre, para indicar mejor el contraste que se propuso expresar entre la grandeza del Verbo y el nuevo estado que va a tomar.

El lugar donde Dios habita en medio de los hombres es un hombre de carne y hueso. Una existencia humana es ahora el resplandor de Dios, su gloria. Ha desaparecido la distancia entre Dios y el hombre. La plenitud personal de Dios es Jesús, una plenitud de amor incondicional.

"La Palabra se hizo carne". No se refiere al momento de la Encarnación. Es la existencia toda de Jesús la que queda abarcada. El proyecto divino realizado es una existencia humana visible y palpable.

“Y la Palabra se hizo carne”. No es un sueño fantástico del evangelista. Es una realidad sensible y tangible, cuyo nombre es Jesús de Nazaret. Con él ha convivido Juan y esta experiencia ha engendrado en él la certeza de la que da testimonio.

Dios se hizo en verdad

un ser humano

con todas sus

debilidades.

Quizá el evangelista, cuando decía estas expresiones, estaba pensando en algunos herejes que decían que Jesús, Palabra de Dios, era sólo una apariencia, una sombra o un fantasma. Pero nos dice que Jesús, que es Dios, es un ser humano verdadero. Todos le pueden ver y tocar.

Con esta declaración el evangelista afirma que Dios no es como muchos creían un Dios lejano, al que no se le podía llegar, sino que está tan cerca que ha venido a habitar entre nosotros.

Este venir a habitar lo describe de una manera gráfica diciendo: “Y acampó entre nosotros”.

Acampar no es lo mismo que instalarse, residir o asentarse, sino es vivir nuestra propia vida de “peregrinos hacia la casa de Dios”, es vivir nuestra misma pobreza y debilidad. El que acampa no se protege con puertas blindadas ni con alarmas; su única defensa consiste en confiar en que su misma debilidad y pobreza le defenderán de cualquier codicia.

Ha venido para acampar entre nosotros. Este ha sido siempre el modo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Desde la revelación en el Sinaí, Dios ha estado en medio de su pueblo.

La tienda primero, el templo después, fueron los modos de presencia. Ahora esta presencia se ha hecho real y viva con la vida del hombre.

Una vez proclamada explícitamente la encarnación de la

Palabra, el evangelista hace ver

que fue un hecho real, pero no

desconocido, sino que presenta un

doble testimonio de este hecho histórico.

El primero es el de un grupo, "nosotros", que son ciertamente los apóstoles, y probablemente un grupo mayor: discípulos y aquellos que en Palestina fueron testigos. El autor del evangelio se incluye, en el grupo de estos testigos. Este mismo testimonio lo traerá en su primera carta (1,1-3a). Alega este testimonio porque la Palabra encarnada “habitó entre nosotros”. Por eso ellos son un testimonio irrebatible.

Juan Evangelista, discípulo del Bautista, evoca aquí el testimonio del Precursor, en correspondencia con lo dicho anteriormente. El Bautista tenía la misión de testimoniar a la Palabra encarnada. Acabando de afirmar la encarnación, el Evangelista revive la escena en que el Bautista testifica que Cristo es quien existía antes que él. Era la Palabra encarnada.

El segundo testimonio es el de Juan el Bautista.

Lo que el evangelista vio, lo que este grupo testifica, es que vieron con sus ojos su gloria. Se alude aquí a la presencia de la divinidad en el tabernáculo. En el Sinaí, el fuego humeante es símbolo de la "gloria de Dios" (Ex 24:17); la nube que llena el tabernáculo (Ex 40:34; 3 Re 8:11), todos los prodigios de Yahvé protegiendo a su pueblo, son “su gloria”.

El Evangelista resalta una y otra vez las cualidades y dones que recibimos de la Palabra hecha carne, que ahora ya no se llama "Palabra" sino "Hijo" y "Jesucristo", una persona concreta y palpable: gracia, verdad, abundancia de su plenitud... Todo para consolidar la afirmación básica: a Dios sólo se le encuentra en Jesucristo, en su carne, en su vida concreta.

Esta gloria no era otra cosa, como dice el evangelista, que la que le correspondía al que era Unigénito del Padre. Esta gloria con relación a nosotros el Evangelista lo traduce como gracia y verdad. La Gracia nos habla de abundancia de dones espirituales, tanto para sí mismo como para otros; y verdad significaría el verdadero conocimiento de Dios, el que procede de Dios y lleva a Dios.

Lo que recibimos, dice el Evangelista, es gracia sobre gracia. El sentido parece que es: en la nueva obra recibimos todos una gracia torrencial, como participada y dispensada y proporcionada a la Palabra encarnada, que la tiene en plenitud.

Termina hoy el evangelio diciendo que a Dios nadie le vio. No le vieron ni Moisés (Ex 32:22-23) ni Isaías (Is 6:1.5). No le vieron a Dios con los sentidos externos; sus manifestaciones fueron teofanías simbólicas. La naturaleza divina es inaccesible al ojo humano (1 Jn 3:2).

Pero lo que no puede ver el ojo humano, lo puede descubrir a él el que es Dios. La gran revelación, vino al mundo con el advenimiento de la Palabra.

¿Cuál va a ser nuestra respuesta a este derroche de amor y de vida que Dios ha tenido para con nosotros? Al ir terminando el período de Navidad podríamos preguntarnos: ¿Apagaremos la Navidad con las luces de colores? ¿la guardaremos en una caja, con los adornos hogareños de estos días, hasta el próximo año? O ¿Corresponderemos al don de Dios de poderle llamar Padre?

Jesucristo, Palabra

del Padre,

Automático

luz eterna de todo

creyente,

ven y escucha

la súplica ardiente,

ven, Señor, porque ya se hace tarde.

Ven, Señor,

porque ya se hace tarde.

Cuando el mundo dormía

en tinieblas,

y trajiste vinien-do a la tierra,

y trajiste,

viniendo a la

tierra,

esa vida que puede salvarlo.

y a tu lado vivamos por siempre,

dando gracias al Padre

en el Reino.

AMÉN

Con María, la Madre.