Doña Perfecta

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Doña Perfecta Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Doña Perfecta

Benito Pérez Galdós

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-I-

¡Villahorrenda...!, ¡cinco minutos...!

Cuando el tren mixto descendente, núm. 65(no es preciso nombrar la línea), se detuvo en lapequeña estación situada entre los kilómetros171 y 172, casi todos los viajeros de segunda ytercera clase se quedaron durmiendo o boste-zando dentro de los coches, porque el frío pene-trante de la madrugada no convidaba a pasearpor el desamparado andén. El único viajero deprimera que en el tren venía bajó apresurada-mente, y dirigiéndose a los empleados, pregun-toles si aquel era el apeadero de Villahorrenda.(Este nombre, como otros muchos que despuésse verán, es propiedad del autor.)

-En Villahorrenda estamos -repuso el con-ductor, cuya voz se confundía con el cacarearde las gallinas que en aquel momento eran su-

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bidas al furgón-. Se me había olvidado llamarlea Vd., señor de Rey. Creo que ahí le esperan aVd. con las caballerías.

-¡Pero hace aquí un frío de tres mil demo-nios! -dijo el viajero envolviéndose en su man-ta-. ¿No hay en el apeadero algún sitio dóndedescansar y reponerse antes de emprender unviaje a caballo por este país de hielo?

No había concluido de hablar, cuando elconductor, llamado por las apremiantes obliga-ciones de su oficio, marchose, dejando a nues-tro desconocido caballero con la palabra en laboca. Vio este que se acercaba otro empleadocon un farol pendiente de la derecha mano, elcual movíase al compás de la marcha, proyec-tando geométrica serie de ondulaciones lumi-nosas. La luz caía sobre el piso del andén, for-mando un zig-zag semejante al que describe lalluvia de una regadera.

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-¿Hay fonda o dormitorio en la estación deVillahorrenda? -preguntó el viajero al del farol.

-Aquí no hay nada -respondió este secamen-te, corriendo hacia los que cargaban y echándo-les tal rociada de votos, juramentos, blasfemiasy atroces invocaciones que hasta las gallinasescandalizadas de tan grosera brutalidad,murmuraron dentro de sus cestas.

-Lo mejor será salir de aquí a toda prisa -dijoel caballero para su capote-. El conductor meanunció que ahí estaban las caballerías.

Esto pensaba, cuando sintió que una sutil yrespetuosa mano le tiraba suavemente del abri-go. Volviose y vio una oscura masa de pañopardo sobre sí misma revuelta y por cuyo prin-cipal pliegue asomaba el avellanado rostro as-tuto de un labriego castellano. Fijose en la des-garbada estatura que recordaba al chopo entrelos vegetales; vio los sagaces ojos que bajo el alade ancho sombrero de terciopelo viejo resplan-

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decían; vio la mano morena y acerada que em-puñaba una vara verde, y el ancho pie que, almoverse, hacía sonajear el hierro de la espuela.

-¿Es Vd. el Sr. D. José de Rey? -preguntóechando mano al sombrero.

-Sí; y Vd. -repuso el caballero con alegría-será el criado de doña Perfecta que viene a bus-carme a este apeadero para conducirme a Orba-josa.

-El mismo. Cuando Vd. guste marchar... Lajaca corre como el viento. Me parece que el se-ñor D. José ha de ser buen jinete. Verdad es quea quien de casta le viene...

-¿Por dónde se sale? -dijo el viajero con im-paciencia-. Vamos, vámonos de aquí, señor...¿Cómo se llama Vd.?

-Me llamo Pedro Lucas -respondió el del pa-ño pardo, repitiendo la intención de quitarse el

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sombrero- pero me llaman el tío Licurgo. ¿Endónde está el equipaje del señorito?

-Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dosmaletas y un mundo de libros para el Sr. D.Cayetano. Tome Vd. el talón.

Un momento después señor y escuderohallábanse a espaldas de la barraca llamadaestación, frente a un caminejo que partiendo deallí se perdía en las vecinas lomas desnudas,donde confusamente se distinguía el miserablecaserío de Villahorrenda. Tres caballerías deb-ían transportar todo, hombres y mundos. Unajaca, de no mala estampa, era destinada al caba-llero. El tío Licurgo oprimiría los lomos de uncuartago venerable, algo desvencijado aunqueseguro, y el macho cuyo freno debía regir unjoven zagal de piernas listas y fogosa sangre,cargaría el equipaje.

Antes de que la caravana se pusiese en mo-vimiento, partió el tren, que se iba escurriendo

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por la vía con la parsimoniosa cachaza de untren mixto. Sus pasos, retumbando cada vezmás lejanos, producían ecos profundos bajotierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172,lanzó el vapor por el silbato, y un aullido estre-pitoso resonó en los aires. El túnel, echando porsu negra boca un hálito blanquecino, clamorea-ba como una trompeta, al oír su enorme voz,despertaban aldeas, villas, ciudades, provin-cias.

Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Princi-piaba a amanecer.

-II-Un viaje por el corazón de España

Cuando, empezada la caminata, dejaron aun lado las casuchas de Villahorrenda, el caba-

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llero, que era joven y de muy buen ver, hablóde este modo:

-Dígame Vd., Sr. Solón...

-Licurgo, para servir a Vd...

-Eso es, Sr. Licurgo. Bien decía yo que erausted un sabio legislador de la antigüedad.Perdone Vd. la equivocación. Pero vamos alcaso. Dígame Vd., ¿cómo está mi señora tía?

-Siempre tan guapa -repuso el labriego, ade-lantando algunos pasos su caballería-. Pareceque no pasan años por la señora doña Perfecta.Bien dicen que al bueno Dios le da larga vida.Así viviera mil años ese ángel del Señor. Si lasbendiciones que le echan en la tierra fueranplumas, la señora no necesitaría más alas parasubir al cielo.

-¿Y mi prima la señorita Rosario?

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-¡Bien haya quien a los suyos parece! -dijo elaldeano-. ¿Qué he de decirle de doña Rosarito,sino que es el vivo retrato de su madre? Buenaprenda se lleva Vd., caballero D. José, si es ver-dad, como dicen, que ha venido para casarsecon ella. Tal para cual, y la niña no tiene tam-poco por qué quejarse. Poco va de Pedro a Pe-dro.

-¿Y el Sr. D. Cayetano?

-Siempre metidillo en la faena de sus libros.Tiene una biblioteca más grande que la cate-dral, y también escarba la tierra para buscarpiedras llenas de unos demonches de garabatosque dicen escribieron los moros.

-¿En cuánto tiempo llegaremos a Orbajosa?

-A las nueve, si Dios quiere. Poco contentase va a poner la señora cuando vea a su sobri-no... ¿Y la señorita Rosarito que estaba ayerdisponiendo el cuarto en que Vd. ha de vivir...?

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Como no le han visto nunca, la madre y la hijaestán que no viven, pensando en cómo será esteSr. don José. Ya llegó el tiempo de que callencartas y hablen barbas. La prima verá al primoy todo será fiesta y gloria. Amanecerá Dios ymedraremos, como dijo el otro.

-Como mi tía y mi prima no me conocen to-davía -dijo sonriendo el caballero-, no es pru-dente hacer proyectos.

-Verdad es; por eso se dijo que uno piensa elbayo y otro el que lo ensilla -repuso el labriego-. Pero la cara no engaña... ¡Qué alhaja se llevaVd.! ¡Y qué buen mozo ella!

El caballero no oyó las últimas palabras deltío Licurgo, porque iba distraído y algo medi-tabundo. Llegaban a un recodo del camino,cuando el labriego, torciendo la dirección a lascaballerías, dijo:

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-Ahora tenemos que echar por esta vereda.El puente está roto y no se puede vadear el ríosino por el cerrillo de los Lirios.

-¡El cerrillo de los Lirios! -dijo el caballero,saliendo de su meditación-. ¡Cómo abundan losnombres poéticos en estos sitios tan feos! Desdeque viajo por estas tierras, me sorprende lahorrible ironía de los nombres. Tal sitio que sedistingue por su árido aspecto y la desoladatristeza del negro paisaje, se llama Valle-ameno.Tal villorrio de adobes que miserablemente seextiende sobre un llano estéril y que de diver-sos modos pregona su pobreza, tiene la inso-lencia de nombrarse Villa-rica; y hay un barran-co pedregoso y polvoriento, donde ni los car-dos encuentran jugo, y que sin embargo se lla-ma Valdeflores. ¿Eso que tenemos delante es elCerrillo de los Lirios? ¿Pero dónde están esoslirios, hombre de Dios? Yo no veo más que pie-dras y yerba descolorida. Llamen a eso el Cerri-llo de la Desolación y hablarán a derechas. Excep-

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tuando Villahorrenda, que parece ha recibido almismo tiempo el nombre y la hechura, todoaquí es ironía. Palabras hermosas realidad pro-saica y miserable. Los ciegos serían felices eneste país, que para la lengua es paraíso y paralos ojos infierno.

El Sr. Licurgo, o no entendió las palabras delcaballero Rey o no hizo caso de ellas. Cuandovadearon el río, que turbio y revuelto corría conimpaciente precipitación, como si huyera desus propias orillas, el labriego extendió el brazohacia unas tierras que a la siniestra mano engrande y desnuda extensión se veían, y dijo:

-Estos son los Alamillos de Bustamante.

-¡Mis tierras! -exclamó con júbilo el caballe-ro, tendiendo la vista por el triste campo quealumbraban las primeras luces de la mañana-.Es la primera vez que veo el patrimonio queheredé de mi madre. La pobre hacía tales pon-deraciones de este país, y me contaba tantas

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maravillas de él, que yo, siendo niño, creía queestar aquí era estar en la gloria. Frutas, flores,caza mayor y menor, montes, lagos, ríos, poéti-cos arroyos, oteros pastoriles, todo lo había enlos Alamillos de Bustamante, en esta tierra bendi-ta, la mejor y más hermosa de todas las tierras...¡Qué demonio! La gente de este país vive con laimaginación. Si en mi niñez, y cuando vivía conlas ideas y con el entusiasmo de mi buena ma-dre, me hubieran traído aquí, también me habr-ían parecido encantadores estos desnudos ce-rros, estos llanos polvorientos o encharcados,estas vetustas casas de labor, estas norias des-vencijadas, cuyos canjilones lagrimean lo bas-tante para regar media docena de coles, estadesolación miserable y perezosa que estoy mi-rando.

-Es la mejor tierra del país -dijo el Sr. Licur-go- y para el garbanzo es de lo que no hay.

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-Pues lo celebro, porque desde que lasheredé no me han producido un cuarto estascélebres tierras.

El sabio legislador espartano se rascó la orejay dio un suspiro.

-Pero me han dicho -continuó el caballero-que algunos propietarios colindantes han meti-do su arado en estos grandes estados míos ypoco a poco me los van cercenando. Aquí nohay mojones, ni linderos, ni verdadera propie-dad, Sr. Licurgo.

El labriego después de una pausa, durante lacual parecía ocupar su sutil espíritu en profun-das disquisiciones, se expresó de este modo:

-El tío Paso Largo, a quien llamamos el Filó-sofo por su mucha trastienda, metió el arado enlos Alamillos por encima de la ermita, y roe queroe, se ha zampado seis fanegadas.

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-¡Qué incomparable escuela! -exclamó rien-do el caballero-. Apostaré que no ha sido ese elúnico... filósofo.

-Bien dijo el otro, que quien las sabe las tañe,y si al palomar no le falta cebo no le faltaránpalomas... Pero Vd., Sr. D. José, puede deciraquello de que el ojo del amo engorda la vaca, yahora que está aquí vea de recobrar su finca.

-Quizás no sea tan fácil, Sr. Licurgo -repusoel caballero, a punto que entraban por una sen-da a cuyos lados se veían hermosos trigos quecon su lozanía y temprana madurez recreabanla vista-. Este campo parece mejor cultivado.Veo que no todo es tristeza y miseria en losAlamillos.

El labriego puso cara de lástima, y afectandocierto desdén hacia los campos elogiados por elviajero, dijo en todo humildísimo:

-Señor, esto es mío.

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-Perdone Vd. -replicó vivamente el caballe-ro- ya quería yo meter mi hoz en los estados deusted. Por lo visto la filosofía aquí es contagio-sa.

Bajaron inmediatamente a una cañada queera lecho de pobre y estancado arroyo, y pasa-do este, entraron en un campo lleno de piedras,sin la más ligera muestra de vegetación.

-Esta tierra es muy mala -dijo el caballerovolviendo el rostro para mirar a su guía y com-pañero que se había quedado un poco atrás-.Difícilmente podrá Vd. sacar partido de ella,porque todo es fango y arena.

Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:

-Esto... es de Vd.

-Veo que aquí todo lo malo es mío -afirmó elcaballero riendo jovialmente.

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Cuando esto hablaban tomaron de nuevo elcamino real. Ya la luz del día, entrando en ale-gre irrupción por todas las ventanas y clarabo-yas del hispano horizonte, inundaba de esplen-dorosa claridad los campos. El inmenso cielosin nubes parecía agrandarse más y alejarse dela tierra para verla y en su contemplación re-crearse desde más alto. La desolada tierra sinárboles, pajiza a trechos, a trechos de color gre-doso, dividida toda en triángulos y cuadriláte-ros amarillos o negruzcos, pardos o ligeramen-te verdegueados, semejaba en cierto modo a lacapa del harapiento que se pone al sol. Sobreaquella capa miserable, el cristianismo y el is-lamismo habían trabado épicas batallas. Glorio-sos campos, sí, pero los combates de antaño leshabían dejado horribles.

-Me parece que hoy picará el sol, Sr. Licurgo-dijo el caballero desembarazándose un pocodel abrigo en que se envolvía-. ¡Qué triste ca-mino! No se ve ni un solo árbol en todo lo que

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alcanza la vista. Aquí todo es al revés. La ironíano cesa. ¿Por qué si no hay aquí álamos gran-des ni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?

El tío Licurgo no contestó a la pregunta,porque con toda su alma atendía a lejanos rui-dos que de improviso se oyeron, y con ademánintranquilo detuvo su cabalgadura, mientrasexploraba el camino y los cerros lejanos consombría mirada.

-¿Qué hay? -preguntó el viajero, deteniéndo-se también.

-¿Trae Vd. armas, D. José?

-Un revólver... ¡Ah!, ya comprendo. ¿Hayladrones?

-Puede... -repuso el labriego con mucho rece-lo-. Me parece que sonó un tiro.

-Allá lo veremos... ¡adelante! -dijo el caballe-ro picando su jaca-. No serán tan temibles.

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-Calma, Sr. D. José -exclamó el aldeano de-teniéndole-. Esa gente es más mala que Satanás.El otro día asesinaron a dos caballeros que ibana tomar el tren... Dejémonos de fiestas. Gas-parón el Fuerte, Pepito Chispillas, Merengue yAhorca-Suegras no me verán la cara en misdías. Echemos por la vereda.

-Adelante, Sr. Licurgo.

-Atrás, Sr. D. José -replicó el labriego conafligido acento-. Vd. no sabe bien qué gente esesa. Ellos fueron los que el mes pasado robaronde la iglesia del Carmen el copón, la corona dela Virgen y dos candeleros; ellos fueron los quehace dos años saquearon el tren que iba paraMadrid.

D. José, al oír tan lamentables antecedentes,sintió que aflojaba un poco su intrepidez.

-¿Ve Vd. aquel cerro grande y empinado quehay allá lejos? Pues allí se esconden esos píca-

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ros en unas cuevas que llaman la Estancia de losCaballeros.

-¡De los Caballeros!

-Sí señor. Bajan al camino real, cuando laguardia civil se descuida, y roban lo que pue-den. ¿No ve Vd. más allá de la vuelta del cami-no, una cruz, que se puso en memoria de lamuerte que dieron al alcalde de Villahorrendacuando las elecciones?

-Sí, veo la cruz.

-Allí hay una casa vieja, en la cual se escon-den para aguardar a los trajineros. A aquel sitiollamamos las Delicias.

-¡Las Delicias!...

-Si todos los que han sido muertos y robadosal pasar por ahí resucitaran, podría formarsecon ellos un ejército.

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Cuando esto decían, oyéronse más de cercalos tiros, lo que turbó un poco el esforzado co-razón de los viajantes, pero no el del zagalillo,que retozando de alegría pidió al Sr. Licurgolicencia para adelantarse y ver la batalla quetan cerca se había trabado. Observando la deci-sión del muchacho, avergonzose D. José dehaber sentido miedo o cuando menos un pocode respeto a los ladrones y exclamó, espolean-do la jaca:

-Pues allá iremos todos. Quizás podamosprestar auxilio a los infelices viajeros que en tangran aprieto se ven, y poner las peras a cuarto alos caballeros.

Esforzábase el labriego en convencer al jo-ven de la temeridad de sus propósitos, así co-mo de lo inútil de su generosa idea, porque losrobados, robados estaban y quizás muertos, yen situación de no necesitar auxilio de nadie.Insistía el señor a pesar de estas sesudas adver-tencias, contestaba el aldeano, oponiendo la

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más viva resistencia, cuando la presencia dedos o tres carromateros que por el camino abajotranquilamente venían conduciendo una gale-ra, puso fin a la cuestión. No debía de ser gran-de el peligro cuando tan sin cuidado veníanaquellos, cantando alegres coplas; y así fue enefecto, porque los tiros, según dijeron, no erandisparados por los ladrones, sino por la guardiacivil, que de este modo quería cortar el vuelo amedia docena de cacos que ensartados conduc-ía a la cárcel de la villa.

-Ya, ya sé lo que ha sido -dijo Licurgo, seña-lando leve humareda que a mano derecha delcamino y a regular distancia se descubría-. Allíles han escabechado. Esto pasa un día sí y otrono.

El caballero no comprendía.

-Yo le aseguro al Sr. D. José -añadió conenergía el legislador lacedemonio-, que estámuy retebién hecho; porque de nada sirve for-

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mar causa a esos pillos. El juez les marca unpoco y después les suelta. Si al cabo de seisaños de causa alguno va a presidio, a lo mejorse escapa, o le indultan y vuelve a la Estanciade los Caballeros. Lo mejor es esto: ¡fuego enellos! Se les lleva a la cárcel, y cuando se pasapor un lugar a propósito... «¡ah!, perro que tequieres escapar... pum, pum...». Ya está hechala sumaria, requeridos los testigos, celebrada lavista, dada la sentencia... todo en un minuto.Bien dicen, que si mucho sabe la zorra, mássabe el que la toma.

-Pues adelante, y apretemos el paso, que estecamino, a más de largo, no tiene nada de ame-no -dijo Rey.

Al pasar junto a las Delicias vieron a pocadistancia del camino a los guardias que minu-tos antes habían ejecutado la extraña sentenciaque el lector sabe. Mucha pena causó al zagali-llo que no le permitieran ir a contemplar decerca los palpitantes cadáveres de los ladrones,

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que en horroroso grupo se distinguían a lo le-jos, y siguieron todos adelante. Pero no habíanandado veinte pasos cuando sintieron el galo-par de un caballo que tras ellos venía con tantarapidez que por momentos les alcanzaba. Vol-viose nuestro viajero y vio un hombre, mejordicho un Centauro, pues no podía concebirsemás perfecta armonía entre caballo y jinete, elcual era de complexión recia y sanguínea, ojosgrandes, ardientes, cabeza ruda, negros bigotes,mediana edad y el aspecto en general brusco yprovocativo, con indicios de fuerza en toda supersona. Montaba un soberbio caballo de pechocarnoso, semejante a los del Partenón, enjaeza-do según el modo pintoresco del país, y sobrela grupa llevaba una gran valija de cuero, encuya tapa se veía en letras gordas la palabraCorreo.

-Hola, buenos días, Sr. Caballuco -dijo Li-curgo, saludando al jinete cuando estuvo cerca-

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. ¡Cómo le hemos tomado la delantera!, perousted llegará antes si se pone a ello.

-Descansemos un poco -repuso el Sr. Caba-lluco, poniendo su cabalgadura al paso de la denuestros viajeros, y observando atentamente alprincipal de los tres-. Puesto que hay tan buenacompaña...

-El señor -dijo Licurgo, sonriendo- es el so-brino de doña Perfecta.

-¡Ah!... por muchos años... muy señor mío ymi dueño...

Ambos personajes se saludaron, siendo denotar que Caballuco hizo sus urbanidades conuna expresión de altanería y superioridad querevelaba cuando menos la conciencia de ungran valer o de una alta posición en la comarca.Cuando el orgulloso jinete se apartó y por bre-ve momento se detuvo hablando con dos guar-

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dias civiles que llegaron al camino, el viajeropreguntó a su guía:

-¿Quién es este pájaro?

-¿Quién ha de ser? Caballuco.

-¿Y quién es Caballuco?

-Toma... ¿pero no le ha oído Vd. nombrar? -dijo el labriego, asombrado de la ignoranciasupina del sobrino de doña Perfecta-. Es unhombre muy bravo, gran jinete, y el primercaballista de todas estas tierras a la redonda. EnOrbajosa le queremos mucho; pues él es... dichosea en verdad... tan bueno como la bendiciónde Dios... Ahí donde Vd. le ve, es un caciquetremendo, y el gobernador de la provincia se lequita el sombrero.

-Cuando hay elecciones...

-Y el gobierno de Madrid le escribe oficioscon mucha vuecencia en el rétulo... Tira a la

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barra como un San Cristóbal, y todas las armaslas maneja como manejamos nosotros nuestrospropios dedos. Cuando había fielato no podíancon él, y todas las noches sonaban tiros en laspuertas de la ciudad... Tiene una gente que valecualquier dinero, porque lo mismo es para unfregado que para un barrido... Favorece a lospobres, y el que venga de fuera y se atreva atentar el pelo de la ropa a un hijo de Orbajosa,ya puede verse con él... Aquí no vienen casinunca soldados de los Madriles; cuando hanestado, todos los días corría la sangre, porqueCaballuco les buscaba camorra por un no y porun sí. Ahora parece que vive en la pobreza y seha quedado con la conducción del correo; peroestá metiendo fuego en el Ayuntamiento paraque haya otra vez fielato y rematarlo él. No sécómo no le ha oído Vd. nombrar en Madrid,porque es hijo de un famoso Caballuco queestuvo en la facción, el cual Caballuco padreera hijo de otro Caballuco abuelo, que tambiénestuvo en la facción de más allá... Y como ahora

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andan diciendo que vuelve a haber facción,porque todo está torcido y revuelto, tememosque Caballuco se nos vaya también a ella, po-niendo fin de esta manera a las hazañas de supadre y abuelo, que por gloria nuestra nacieronen esta ciudad.

Sorprendido quedó nuestro viajero al ver laespecie de caballería andante que aún subsistíaen los lugares que visitaba, pero no tuvo oca-sión de hacer nuevas preguntas, porque elmismo que era objeto de ellas se les incorporó,diciendo de mal talante:

-La guardia civil ha despachado a tres. Ya lehe dicho al cabo que se ande con cuidado. Ma-ñana hablaremos el gobernador de la provinciay yo...

-¿Va Vd. a X...?

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-No, que el gobernador viene acá, Sr. Licur-go; sepa Vd. que nos van a meter en Orbajosaun par de regimientos.

-Sí -dijo vivamente el viajero, sonriendo-. EnMadrid oí decir que había temor de que se le-vantaran en este país algunas partidillas... Bue-no es prevenirse.

-En Madrid no dicen más que desatinos... -exclamó violentamente el Centauro, acompa-ñando su afirmación de una retahíla de voca-blos de esos que levantan ampolla-. En Madridno hay más que pillería... ¿A qué nos mandansoldados? ¿Para sacarnos más contribuciones yun par de quintas seguidas? ¡Por vida de...!,que si no hay facción debería haberla. Con queVd. -añadió, mirando socarronamente al caba-llero-, ¿con que Vd. es el sobrino de doña Per-fecta?

Esta salida de tono y el insolente mirar delbravo enfadaron al joven.

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-Sí señor -repuso-. ¿Se le ofrece a Vd. algo?

-Soy muy amigo de la señora y la quierocomo a las niñas de mis ojos -dijo Caballuco-.Puesto que Vd. va a Orbajosa, allá nos veremos.

Y sin decir más, picó espuelas a su corcel, elcual partiendo a escape desapareció entre unanube de polvo.

Después de media hora de camino, durantela cual el Sr. D. José no se mostró muy comuni-cativo, ni el Sr. Licurgo tampoco, apareció a losojos de entrambos apiñado y viejo caserío asen-tado en una loma, y del cual se destacaban al-gunas negras torres y la ruinosa fábrica de undespedazado castillo en lo más alto. Un amasijode paredes deformes, de casuchas de tierrapardas y polvorosas como el suelo, formaba labase, con algunos fragmentos de almenadasmurallas, a cuyo amparo mil chozas humildesalzaban sus miserables frontispicios de adobes,

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semejantes a caras anémicas y hambrientas quepedían una limosna al pasajero.

Pobrísimo río ceñía, como un cinturón dehojalata, el pueblo, refrescando al pasar algunashuertas, única frondosidad que alegraba la vis-ta. Entraba y salía la gente en caballerías o apie, y el movimiento humano, aunque peque-ño, daba cierta apariencia vital a aquella granmorada, cuyo aspecto arquitectónico era másbien de ruina y muerte que de prosperidad yvida. Los repugnantes mendigos que se arras-traban a un lado y otro del camino, pidiendo elóbolo del pasajero, ofrecían lastimoso espectá-culo. No podían verse existencias que mejorcuadraran en las grietas de aquel sepulcro,donde una ciudad estaba no sólo enterrada sinotambién podrida. Cuando nuestros viajeros seacercaban, algunas campanas tocando desacor-demente, indicaban con su expresivo son queaquella momia tenía todavía un alma.

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Llamábase Orbajosa, ciudad que no en Geo-grafía caldea o cophta sino en la de España fi-gura con 7.324 habitantes, ayuntamiento, sedeepiscopal, partido judicial, seminario, depósitode caballos sementales, instituto de segundaenseñanza y otras prerrogativas oficiales.

-Están tocando a misa mayor en la catedral -dijo el tío Licurgo-. Llegamos antes de lo quepensé.

-El aspecto de su patria de Vd. -dijo el caba-llero examinando el panorama que delante ten-ía-, no puede ser más desagradable. La históricaciudad de Orbajosa, cuyo nombre es sin dudacorrupción de urbs augusta, parece un gran mu-ladar.

-Es que de aquí no se ven más que los arra-bales -afirmó con disgusto el guía-. Cuandoentre usted en la calle Real y en la del Condes-table, verá fábricas tan hermosas como la de lacatedral.

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-No quiero hablar mal de Orbajosa antes deconocerla -dijo el caballero-. Lo que he dicho noes tampoco señal de desprecio; que humilde ymiserable lo mismo que hermosa y soberbia,esa ciudad será siempre para mí muy querida,no sólo por ser patria de mi madre, sino porqueen ella viven personas a quienes amo ya sinconocerlas. Entremos, pues, en la ciudad augus-ta.

Subían ya por una calzada próxima a lasprimeras calles, e iban tocando las tapias de lashuertas.

-¿Ve Vd. aquella gran casa que está al fin deesta gran huerta por cuyo bardal pasamos aho-ra? -dijo el tío Licurgo, señalando el enormeparedón revocado de la única vivienda quetenía aspecto de habitabilidad cómoda y alegre.

-Ya... ¿aquella es la vivienda de mi tía?

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-Justo y cabal. Lo que vemos es la parte tras-era de la casa. El frontis da a la calle del Con-destable, y tiene cinco balcones de hierro queparecen cinco castillos. Esta hermosa huertaque hay tras la tapia es la de la señora, y si Vd.se alza sobre los estribos la verá toda desdeaquí.

-Pues estamos ya en casa -dijo el caballero-.¿No se puede entrar por aquí?

-Hay una puertecilla; pero la señora lamandó tapiar.

El caballero se alzó sobre los estribos y alar-gando cuanto pudo la cabeza, miró por encimade las bardas.

-Veo la huerta toda -indicó-. Allí bajo aque-llos árboles está una mujer, una chiquilla... unaseñorita...

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-Es la señorita Rosario -repuso Licurgo rien-do.

Y al instante se alzó también sobre los estri-bos para mirar.

-¡Eh!, señorita Rosario -gritó, haciendo con laderecha mano gestos muy significativos-. Yaestamos aquí... aquí le traigo a su primo.

-Nos ha visto -dijo el caballero, estirando elpescuezo hasta el último grado-. Pero si no meengaño, al lado de ella está un clérigo... un se-ñor sacerdote.

-Es el señor Penitenciario -repuso con natu-ralidad el labriego.

-Mi prima nos ve... deja solo al clérigo, yecha a correr hacia la casa... Es bonita...

-Como un sol.

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-Se ha puesto más encarnada que una cere-za. Vamos, vamos, señor Licurgo.

-III-Pepe Rey

Antes de pasar adelante conviene decirquién era Pepe Rey y qué asuntos le llevaban aOrbajosa.

Cuando el brigadier Rey murió en 1841, susdos hijos Juan y Perfecta acababan de casarse,esta con el más rico propietario de Orbajosa,aquel con una joven de la misma ciudad.Llamábase el esposo de Perfecta D. ManuelMaría José de Polentinos y la mujer de Juan,María Polentinos, pero a pesar de la igualdadde apellido su parentesco era un poco lejano yde aquellos que no coge un galgo. Juan Rey erainsigne jurisconsulto graduado en Sevilla, y

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ejerció la abogacía en esta misma ciudad duran-te treinta años con tanta gloria como provecho.En 1845 era ya viudo y tenía un hijo que empe-zaba a hacer diabluras; solía tener por entrete-nimiento el construir con tierra en el patio de lacasa viaductos, malecones, estanques, presas,acequias, soltando después el agua para queentre aquellas frágiles obras corriese. El padrele dejaba hacer y decía: «tú serás ingeniero».

Perfecta y Juan dejaron de verse desde queuno y otro se casaron, porque ella se fue a vivira Madrid con el opulentísimo Polentinos, quetenía tanta hacienda como buena mano paragastarla. El juego y las mujeres cautivaban detal modo el corazón de Manuel María José, quehabría dado en tierra con toda su fortuna si máspronto que él para derrocharla, no estuviera lamuerte para llevárselo a él. En una noche deorgía acabaron de súbito los días de aquel rica-cho provinciano, tan vorazmente chupado porlas sanguijuelas de la corte y por el insaciable

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vampiro del juego. Su única heredera era unaniña de pocos meses. Con la muerte del esposode Perfecta se acabaron los sustos en la familia;pero empezó el gran conflicto. La casa de Po-lentinos estaba arruinada; las fincas en peligrode ser arrebatadas por los prestamistas, todo endesorden, enormes deudas, lamentable admi-nistración en Orbajosa, descrédito y ruina enMadrid.

Perfecta llamó a su hermano, el cual, acu-diendo en auxilio de la pobre viuda, mostrótanta diligencia y tino, que al poco tiempo lamayor parte de los peligros habían desapareci-do. Principió por obligar a su hermana a residiren Orbajosa, administrando por sí misma susvastas tierras, mientras él hacía frente en Ma-drid al formidable empuje de los acreedores.Poco a poco fue descargándose la casa delenorme fardo de sus deudas, porque el buenode D. Juan Rey, que tenía la mejor mano delmundo para tales asuntos, lidió con la curia,

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hizo contratos con los principales acreedores,estableció plazos para el pago, resultando deeste hábil trabajo que el riquísimo patrimoniode Polentinos saliese a flote, y pudiera seguirdando por luengos años esplendor y gloria a lailustre familia.

La gratitud de Perfecta era tan viva, que alescribir a su hermano desde Orbajosa, donderesolvió residir hasta que creciera su hija, ledecía entre otras ternezas: «Has sido más quehermano para mí, y para mi hija más que supropio padre. ¿Cómo te pagaremos ella y yotan grandes beneficios? ¡Ay!, querido hermanomío, desde que mi hija sepa discurrir y pronun-ciar un nombre, yo le enseñaré a bendecir eltuyo. Mi agradecimiento durará toda mi vida.Tu hermana indigna siente no encontrar oca-sión de mostrarte lo mucho que te ama y derecompensarte de un modo apropiado a lagrandeza de tu alma y a la inmensa bondad detu corazón».

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Cuando esto se escribía, Rosarito tenía dosaños. Pepe Rey, encerrado en un colegio deSevilla, hacía rayas en un papel, ocupándose enprobar que la suma de los ángulos interiores de unpolígono vale tantas veces dos rectos como ladostiene menos dos. Estas enfadosas perogrulladasle traían muy atareado. Pasaron años y másaños. El muchacho crecía y no cesaba de hacerrayas. Por último, hizo una que se llama DeTarragona a Montblanch. Su primer juguete for-mal fue el puente de 120 metros sobre el ríoFrancolí.

Durante mucho tiempo doña Perfecta siguióviviendo en Orbajosa. Como su hermano nosalió de Sevilla, pasaron no pocos años sin queuno y otro se vieran. Una carta trimestral, tanpuntualmente escrita como puntualmente con-testada, ponía en comunicación aquellos doscorazones, cuya ternura ni el tiempo ni la dis-tancia podían enfriar. En 1870 cuando D. JuanRey, satisfecho de haber desempeñado bien su

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misión en la sociedad, se retiró a vivir en suhermosa casa de Puerto Real, Pepe, que ya hab-ía trabajado algunos años en las obras de variaspoderosas compañías constructoras, emprendióun viaje de estudio a Alemania e Inglaterra. Lafortuna de su padre (tan grande como puedeserlo en España la que sólo tiene por origen unhonrado bufete), le permitía librarse en brevesperiodos del yugo del trabajo material. Hombrede elevadas ideas y de inmenso amor a la cien-cia, hallaba su más puro goce en la observacióny estudio de los prodigios con que el genio delsiglo sabe cooperar a la cultura y bienestar físi-co y perfeccionamiento moral del hombre.

Al regresar del viaje, su padre le anunció larevelación de un importante proyecto, y comoPepe creyera que se trataba de un puente,dársena o cuando menos saneamiento de ma-rismas, sacole de tal error D. Juan manifestán-dole su pensamiento en estos términos:

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-Estamos en Marzo y la carta trimestral dePerfecta no podía faltar. Querido hijo, léela, y siestás conforme con lo que en ella manifiesta esasanta y ejemplar mujer, mi querida hermana,me darás la mayor felicidad que en mi vejezpuedo desear. Si no te gustase el proyecto, des-échalo sin reparo, aunque tu negativa me en-tristezca; que en él no hay ni sombra de imposi-ción por parte mía. Sería indigno de mí y de tique esto se realizase por coacción de un padreterco. Eres libre de aceptar o no, y si hay en tuvoluntad la más ligera resistencia, originada enley del corazón o en otra causa, no quiero quete violentes por mí.

Pepe dejó la carta sobre la mesa, después depasar la vista por ella, y tranquilamente dijo:

-Mi tía quiere que me case con Rosario.

-Ella contesta aceptando con gozo mi idea -dijo el padre muy conmovido-. Porque la ideafue mía... sí, hace tiempo, hace tiempo que la

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concebí... pero no había querido decirte nada,antes de conocer el pensamiento de mi herma-na. Como ves Perfecta acoge con júbilo mi plan;dice que también había pensado en lo mismo;pero que no se atrevía a manifestármelo, porser tú... ¿no ves lo que dice? «por ser tú un jo-ven de singularísimo mérito, y su hija una jo-ven aldeana, educada sin brillantez ni munda-nales atractivos...». Así mismo lo dice... ¡Pobrehermana mía! ¡Qué buena es!... Veo que no teenfadas, veo que no te parece absurdo este pro-yecto mío, algo parecido a la previsión oficiosade los padres de antaño que casaban a sus hijossin consultárselo y las más veces haciendouniones disparatadas y prematuras... Diosquiera que esta sea o prometa ser de las másfelices. Es verdad que no conoces a mi sobrina;pero tú y yo tenemos noticias de su virtud, desu discreción, de su modestia y noble sencillez.Para que nada le falte hasta es bonita... Mi opi-nión -añadió festivamente- es que te pongas encamino y pises el suelo de esa recóndita ciudad

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episcopal, de esa urbs augusta, y allí, en presen-cia de mi hermana y de su graciosa Rosarito,resuelvas si esta ha de ser algo más que mi so-brina.

Pepe volvió a tomar la carta y la leyó cuida-dosamente. Su semblante no expresaba alegríani pesadumbre. Parecía estar examinando unproyecto de empalme de dos vías férreas.

-Por cierto -decía D. Juan- que en esa remotaOrbajosa, donde, entre paréntesis, tienes fincasque puedes examinar ahora, se pasa la vida conla tranquilidad y dulzura de los idilios. ¡Quépatriarcales costumbres! ¡Qué nobleza en aque-lla sencillez! ¡Qué rústica paz virgiliana! Si envez de ser matemático fueras latinista, repetir-ías al entrar allí el ergo tua rura manebunt. ¡Quéadmirable lugar para dedicarse a la contempla-ción de nuestra propia alma y prepararse a lasbuenas obras! Allí todo es bondad, honradez;allí no se conocen la mentira y la farsa como ennuestras grandes ciudades; allí renacen las san-

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tas inclinaciones que el bullicio de la modernavida ahoga; allí despierta la dormida fe, y sesiente vivo impulso indefinible dentro del pe-cho, al modo de pueril impaciencia que en elfondo de nuestra alma grita: «quiero vivir».

Pocos días después de esta conferencia, Pepesalió de Puerto Real. Había rehusado mesesantes una comisión del Gobierno para exami-nar, bajo el punto de vista minero, la cuenca delrío Nahara en el valle de Orbajosa; pero losproyectos a que dio lugar la conferencia referi-da, le hicieron decir: «Conviene aprovechar eltiempo. Sabe Dios lo que durará ese noviazgo yel aburrimiento que traerá consigo». Dirigiose aMadrid, solicitó la comisión de explorar lacuenca del Nahara, se la dieron sin dificultad, apesar de no pertenecer oficialmente al cuerpode minas, púsose luego en marcha, y despuésde trasbordar un par de veces, el tren mixtonúmero 65 le llevó, como se ha visto, a los amo-rosos brazos del tío Licurgo.

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Frisaba la edad de este excelente joven en lostreinta y cuatro años. Era de complexión fuertey un tanto hercúlea, con rara perfección forma-do, y tan arrogante, que si llevara uniformemilitar ofrecería el más guerrero aspecto y talleque puede imaginarse. Rubios el cabello y labarba, no tenía en su rostro la flemática imper-turbabilidad de los sajones, sino por el contra-rio, una viveza tal que sus ojos parecían negrossin serlo. Su persona bien podía pasar por unhermoso y acabado símbolo, y si fuera estatua,el escultor habría grabado en el pedestal estaspalabras: inteligencia, fuerza. Si no en caracteresvisibles, llevábalas él expresadas vagamente enla luz de su mirar, en el poderoso atractivo queera don propio de su persona, y en las simpat-ías a que su trato cariñosamente convidaba.

No era de los más habladores: sólo los en-tendimientos de ideas inseguras y de movedizocriterio propenden a la verbosidad. El profundosentido moral de aquel insigne joven le hacía

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muy sobrio de palabras en las disputas queconstantemente traban sobre diversos asuntoslos hombres del día; pero en la conversaciónurbana sabía mostrar una elocuencia picante ydiscreta, emanada siempre del buen sentido yde la apreciación mesurada y justa de las cosasdel mundo. No admitía falsedades y mistifica-ciones, ni esos retruécanos del pensamiento conque se divierten algunas inteligencias impreg-nadas del gongorismo; y para volver por losfueros de la realidad, Pepe Rey solía emplear aveces, no siempre con comedimiento, las armasde la burla. Esto casi era un defecto a los ojos degran número de personas que le estimaban,porque aparecía un poco irrespetuoso en pre-sencia de multitud de hechos comunes en elmundo y admitidos por todos. Fuerza es decir-lo, aunque se amengüe su prestigio: Rey noconocía la dulce tolerancia del condescendientesiglo que ha inventado singulares velos de len-guaje y de hechos para cubrir lo que a los vul-gares ojos pudiera ser desagradable.

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Así, y no de otra manera, por más que digancalumniadoras lenguas, era el hombre a quienel tío Licurgo introdujo en Orbajosa en la horay punto en que la campana de la catedral toca-ba a misa mayor. Luego que uno y otro, atis-bando por encima de los bardales, vieron a laniña y al Penitenciario y la veloz corrida deaquella hacia la casa, picaron sus caballeríaspara entrar en la calle Real, donde gran númerode vagos se detenían para mirar al viajero, co-mo extraño huésped intruso de la patriarcalciudad. Torciendo luego a la derecha, en direc-ción a la catedral, cuya corpulenta fábrica do-minaba todo el pueblo, tomaron la calle delCondestable, en la cual, por ser estrecha y em-pedrada, retumbaban con estridente sonsonetelas herraduras, alarmando al vecindario quepor ventanas y balcones se mostraba, para sa-tisfacer su curiosidad. Abríanse con singularchasquido las celosías, y caras diversas, casitodas de hembra, asomaban arriba y abajo.Cuando Pepe Rey llegó al arquitectónico um-

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bral de la casa de Polentinos, ya se habíanhecho multitud de comentarios diversos sobresu figura.

-IV-La llegada del primo

El Sr. Penitenciario, cuando Rosarito se se-paró bruscamente de él, miró a los bardales yviendo las cabezas del tío Licurgo y de su com-pañero de viaje, dijo para sí:

-Vamos; ya está ahí ese prodigio.

Quedose un rato meditabundo, sosteniendoel manteo con ambas manos cruzadas sobre elabdomen, fija la vista en el suelo, con los ante-ojos de oro deslizándose suavemente hacia lapunta de la nariz, saliente y húmedo el labioinferior, y un poco fruncidas las blanqui-negras

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cejas. Era un santo varón, piadoso y de nocomún saber, de intachables costumbres cleri-cales, algo más de sexagenario, de afable trato,fino y comedido, gran repartidor de consejos yadvertencias a hombres y mujeres. Desde luen-gos años era maestro de latinidad y retórica enel Instituto, cuya noble profesión diole grancaudal de citas horacianas y de floridos tropos,que empleaba con gracia y oportunidad. Nadamás conviene añadir acerca de este personaje,sino que cuando sintió el trote largo de las ca-balgaduras que corrían hacia la calle del Con-destable, se arregló el manteo, enderezó elsombrero, que no estaba del todo bien ajustadoen la venerable cabeza, y marchando hacia lacasa, murmuró:

-Vamos a conocer a ese prodigio.

En tanto Pepe bajaba de la jaca y en el mis-mo portal le recibía en sus amantes brazos doñaPerfecta, anegado en lágrimas el rostro y sin

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poder pronunciar sino palabras breves y balbu-cientes, expresión sincera de su cariño.

-¡Pepe... pero qué grande estás!... ¡y con bar-bas! Me parece que fue ayer cuando te poníasobre mis rodillas... ya estás hecho un hombre,todo un hombre... ¡Cómo pasan los años!...¡Jesús! Aquí tienes a mi hija Rosario.

Diciendo esto, habían llegado a la sala baja,ordinariamente destinada a recibir, y doña Per-fecta presentole a su hija.

Era Rosarito una muchacha de aparienciadelicada y débil, que anunciaba inclinaciones alo que los portugueses llaman saudades. En surostro fino y puro se observaba la pastosidadnacarada que la mayor parte de los poetas atri-buyen a sus heroínas, y sin cuyo barniz senti-mental parece que ninguna Enriqueta y ningu-na Julia pueden ser interesantes. Pero lo princi-pal en Rosario era que tenía tal expresión dedulzura y modestia, que al verla no se echaban

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de menos las perfecciones de que carecía. No esesto decir que era fea; mas también es ciertoque habría pasado por hiperbólico el que lallamara hermosa, dando a esta palabra su rigu-roso sentido. La hermosura real de la niña dedoña Perfecta consistía en una especie detransparencia, prescindiendo del nácar, delalabastro, del marfil y demás materias usadasen la composición descriptiva de los rostroshumanos, una especie de transparencia, digo,por la cual todas las honduras de su alma seveían claramente; honduras no cavernosas yhorribles como las del mar, sino como las de unmanso y claro río. Pero allí faltaba materia paraque la persona fuese completa: faltaba cauce,faltaban orillas. El vasto caudal de su espírituse desbordaba, amenazando devorar las estre-chas riberas.

Al ser saludada por su primo, se puso comola grana y sólo pronunció algunas palabras tor-pes.

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-Estarás desmayado -dijo doña Perfecta a susobrino-. Ahora mismo te daremos de almor-zar.

-Con permiso de Vd. -repuso el viajero-, voya quitarme el polvo del camino.

-Muy bien pensado -dijo la señora- Rosario,lleva a tu primo al cuarto que le hemos prepa-rado. Despáchate pronto, sobrino. Voy a darmis órdenes.

Rosario llevó a su primo a una hermosahabitación situada en el piso bajo. Desde quepuso el pie dentro de ella, Pepe reconoció entodos los detalles de la vivienda la mano dili-gente y cariñosa de una mujer. Todo estabapuesto con arte singular, y el aseo y frescura decuanto allí había convidaban a reposar en tanhermoso nido. El huésped reparó minuciosida-des que le hicieron reír.

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-Aquí tienes la campanilla -dijo Rosarito,tomando el cordón de ella, cuya borla caía so-bre la cabecera del lecho-. No tienes más quealargar la mano. La mesa de escribir está puestade modo que recibas la luz por la izquierda...Mira, en esta cesta echarás los papeles rotos...¿Tú fumas?

-Tengo esa desgracia -repuso Pepe, sonrien-do.

-Pues aquí puedes echar las puntas de ciga-rro -dijo ella, tocando con la punta del pie unmueble de latón dorado lleno de arena-. No haycosa más fea que ver el suelo lleno de colillas decigarro... Mira el lavabo... Para la ropa tienes unropero y una cómoda... Creo que la relojera estámal aquí y se te debe poner junto a la cama... Site molesta la luz no tienes más que correr eltransparente tirando de la cuerda... ¿ves?...risch...

Pepe estaba encantado.

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Rosarito abrió una ventana.

-Mira -dijo-, esta ventana da a la huerta. Poraquí entra el sol de tarde. Aquí tenemos colga-da la jaula de un canario, que canta como unloco. Si te molesta la quitaremos.

Luego abrió otra ventana del testero opues-to.

-Esta otra ventana -añadió- da a la calle. Mi-ra, de aquí se ve la catedral, que es muy hermo-sa y está llena de preciosidades. Vienen muchosingleses a verla. No abras las dos ventanas a untiempo, porque las corrientes de aire son muymalas.

-Querida prima -dijo Pepe con el alma inun-dada de inexplicable gozo-. En todo lo que estádelante de mis ojos veo una mano de ángel queno puede ser sino la tuya. ¡Qué hermoso cuartoes este! Me parece que he vivido en él toda mivida. Está convidando a la paz.

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Rosarito no contestó nada a estas cariñosasexpresiones, y sonriendo salió.

-No tardes -dijo desde la puerta- el comedorestá también abajo... en el centro de esta galería.

Entró el tío Licurgo con el equipaje. Pepe lerecompensó con una largueza a que el labriegono estaba acostumbrado, y este, después de darlas gracias con humildad, llevose la mano a lacabeza como quien ni se pone ni se quita elsombrero, y en tono embarazoso, mascando laspalabras, como quien no dice ni deja de decirlas cosas, se expresó de este modo:

-¿Cuándo será la mejor hora para hablar alseñor D. José de un... de un asuntillo?

-¿De un asuntillo? Ahora mismo -repusoPepe, abriendo su baúl.

-No es oportunidad -dijo el labriego-. Des-canse el Sr. D. José, que tiempo tenemos. Más

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días hay que longanizas, como dijo el otro; y undía viene tras otro día... Que Vd. descanse, Sr.D. José... Cuando quiera dar un paseo... la jacano es mala... Con que buenos días, Sr. D. José.Que viva Vd. mil años... ¡Ah!, se me olvidaba -añadió, volviendo a entrar después de algunossegundos de ausencia-. Si quiere Vd. algo parael señor juez municipal... Ahora voy allá ahablarle de nuestro asuntillo...

-Dele Vd. expresiones -dijo festivamente, noencontrando mejor fórmula para sacudirse deencima al legislador espartano.

-Pues quede con Dios el Sr. D. José.

-Abur.

El ingeniero no había sacado su ropa, cuan-do aparecieron por tercera vez en la puerta lossagaces ojuelos y la marrullera fisonomía deltío Licurgo.

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-Perdone el Sr. D. José -dijo mostrando enafectada risa sus blanquísimos dientes-. Pero...quería decirle que si Vd. desea que esto se arre-gle por amigables componedores... Aunque,como dijo el otro, pon lo tuyo en consejo y unosdirán que es blanco y otros que es negro...

-¿Hombre, quiere Vd. irse de aquí?

-Dígolo porque a mí me carga la justicia. Noquiero nada con justicia. Del lobo un pelo y esede la frente. Con que con Dios, Sr. D. José. Diosle conserve sus días para favorecer a los po-bres...

-Adiós, hombre, adiós.

Pepe echó la llave a la puerta, y dijo para sí:

-La gente de este pueblo parece muy pleitis-ta.

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-V-¿Habrá desavenencia?

Poco después, Pepe se presentaba en el co-medor.

-Si almuerzas fuerte -le dijo doña Perfectacon cariñoso acento- se te va a quitar la gana decomer. Aquí comemos a la una. Las modas delcampo no te gustarán.

-Me encantan, señora tía.

-Pues di lo que prefieres: ¿almorzar fuerteahora o tomar una cosita ligera para que resis-tas hasta la hora de comer?

-Escojo la cosa ligera para tener el gusto decomer con ustedes; y si en Villahorrenda hubie-ra encontrado algún alimento, nada tomaría aesta hora.

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-Por supuesto, no necesito decirte que nostrates con toda franqueza. Aquí puedes mandarcomo si estuvieras en tu casa.

-Gracias, tía.

-¡Pero cómo te pareces a tu padre! -añadió laseñora, contemplando con verdadero arroba-miento al joven mientras este comía-. Me pare-ce que estoy mirando a mi querido hermanoJuan. Se sentaba como te sientas tú, y comía lomismo que tú. En el modo de mirar sobre todosois como dos gotas de agua.

Pepe la emprendió con el frugal desayuno.Las expresiones así como la actitud y las mira-das de su tía y prima le infundían tal confianza,que se creía ya en su propia casa.

-¿Sabes lo que me decía Rosario esta maña-na? -indicó doña Perfecta, fija la vista en susobrino-. Pues me decía que tú, como hombrehecho a las pompas y etiquetas de la corte y a

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las modas del extranjero, no podrás soportaresta sencillez un poco rústica en que vivimos yesta falta de buen tono, pues aquí todo es a lapata la llana.

-¡Qué error! -repuso Pepe, mirando a suprima-. Nadie aborrece más que yo las falseda-des y comedias de lo que llaman alta sociedad.Crean ustedes que hace tiempo deseo darme,como decía no sé quién, un baño de cuerpoentero en la naturaleza; vivir lejos del bullicio,en la soledad y sosiego del campo. Anhelo latranquilidad de una vida sin luchas, sin afanes,ni envidioso ni envidiado, como dijo el poeta.Durante mucho tiempo mis estudios primero ymis trabajos después me han impedido el des-canso que necesito y que reclaman mi espíritu ymi cuerpo; pero desde que entré en esta casa,querida tía, querida prima, me he sentido ro-deado de la atmósfera de paz que deseo. Nohay que hablarme, pues, de sociedades altas ni

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bajas, ni de mundos grandes ni chicos, porquede buen grado los cambio todos por este rincón.

Esto decía cuando los cristales de la puertaque comunicaba el comedor con la huerta seoscurecieron por la superposición de una largaopacidad negra. Los vidrios de unos espejuelosdespidieron, heridos por la luz del sol, fugitivorayo; rechinó el picaporte, abriose la puerta y elseñor Penitenciario penetró con gravedad en laestancia. Saludó y se inclinó, quitándose la ca-naleja hasta tocar con el ala de ella al suelo.

-Es el señor Penitenciario de esta Santa Ca-tedral -dijo Doña Perfecta-, persona a quienestimamos mucho y de quien espero serás ami-go. Siéntese usted, Sr. D. Inocencio.

Pepe estrechó la mano del venerable canóni-go y ambos se sentaron.

-Pepe, si acostumbras fumar después de co-mer no dejes de hacerlo -manifestó benévola-

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mente doña Perfecta-, ni el señor Penitenciariotampoco.

A la sazón el buen D. Inocencio sacaba dedebajo de la sotana una gran petaca de cuero,marcado con irrecusables señales de antiquísi-mo uso, y la abrió desenvainando de ella doslargos pitillos, uno de los cuales ofreció a nues-tro amigo. De un cartoncejo que irónicamentellaman los españoles wagon, sacó Rosario unfósforo, y bien pronto ingeniero y canónigoechaban su humo el uno sobre el otro.

-¿Y qué le parece al Sr. D. José nuestra que-rida ciudad de Orbajosa? -preguntó el canóni-go, cerrando fuertemente el ojo izquierdo,según su costumbre mientras fumaba.

-Todavía no he podido formar idea de estepueblo -dijo Pepe-. Por lo poco que he visto, meparece que no le vendrían mal a Orbajosa me-dia docena de grandes capitales dispuestos aemplearse aquí, un par de cabezas inteligentes

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que dirigieran la renovación de este país, y al-gunos miles de manos activas. Desde la entradadel pueblo hasta la puerta de esta casa he vistomás de cien mendigos. La mayor parte sonhombres sanos y aun robustos. Es un ejércitolastimoso cuya vista oprime el corazón.

-Para eso está la caridad -afirmó D. Inocen-cio-. Por lo demás, Orbajosa no es un pueblomiserable. Ya sabe Vd. que aquí se producenlos primeros ajos de toda España. Pasan deveinte las familias ricas que viven entre noso-tros.

-Verdad es -indicó doña Perfecta- que losúltimos años han sido detestables a causa de laseca; pero aun así las paneras no están vacías, yse han llevado últimamente al mercado muchosmiles de ristras de ajos.

-En tantos años que llevo de residencia enOrbajosa -dijo el clérigo, frunciendo el ceño- hevisto llegar aquí innumerables personajes de la

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Corte, traídos unos por la gresca electoral, otrospor visitar algún abandonado terruño o ver lasantigüedades de la catedral, y todos entranhablándonos de arados ingleses, de trilladorasmecánicas, de saltos de aguas de bancos y quésé yo cuántas majaderías. El estribillo es queesto es muy malo y que podía ser mejor.Váyanse con mil demonios; que aquí estamosmuy bien sin que los señores de la Corte nosvisiten, y mucho mejor sin oír ese continuoclamoreo de nuestra pobreza y de las grande-zas y maravillas de otras partes. Más sabe elloco en su casa que el cuerdo en la ajena, ¿no esverdad, señor D. José? Por supuesto, no se creani remotamente que lo digo por Vd. De ningu-na manera. Pues no faltaba más. Ya sé que te-nemos delante a uno de los jóvenes más emi-nentes de la España moderna, a un hombre quesería capaz de transformar en riquísimas co-marcas nuestras áridas estepas... Ni me inco-moda porque usted me cante la vieja canciónde los arados ingleses y la arboricultura y la

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selvicultura... Nada de eso; a hombres de tanto,de tantísimo talento, se les puede dispensar eldesprecio que muestran hacia nuestra humil-dad. Nada, amigo mío, nada, señor D. José, estáVd. autorizado para todo, para todo, inclusopara decirnos que somos poco menos que ca-fres.

Esta filípica, terminada con marcado tono deironía, y harto impertinente toda ella, noagradó al joven; pero se abstuvo de manifestarel más ligero disgusto y siguió la conversación,procurando en lo posible huir de los puntos enque el susceptible patriotismo del señor canó-nigo hallase fácil motivo de discordia. Este selevantó en el momento en que la señora habla-ba con su sobrino de asuntos de familia y dioalgunos pasos por la estancia.

Era esta, vasta y clara, cubierta de antiguopapel, cuyas flores y ramos, aunque descolori-dos, conservaban su primitivo dibujo, gracias alaseo que reinaba en todas y cada una de las

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partes de la vivienda. El reloj, de cuya caja col-gaban al descubierto, al parecer, las inmóvilespesas y el voluble péndulo, diciendo perpe-tuamente que no, ocupaba con su abigarradohorario el lugar preeminente entre los sólidosmuebles del comedor, complet ando el ornatode las paredes una serie de láminas francesasque representaban las hazañas del conquista-dor de Méjico, con prolijas explicaciones al pie,en las cuales se hablaba de un Ferdinand Cortezy de una Donna Marine tan inverosímiles comolas figuras dibujadas por el ignorante artista.Entre las dos puertas vidrieras que comunica-ban con la huerta, había un aparato de latón,que no es preciso describir desde que se digaque servía de sustentáculo a un loro, el cual semantenía allí con la seriedad y circunspecciónpropias de estos animalejos, observándolo to-do. La fisonomía irónica y dura de los loros, sucasaca verde, su gorrete encarnado, sus botasamarillas y por último las roncas palabras bur-lescas que suelen pronunciar, les dan un aspec-

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to extraño y repulsivo entre serio y ridículo.Tienen no sé qué rígido empaque de diplomáti-cos. A veces parecen bufones, y siempre seasemejan a ciertos finchados sujetos que porquerer parecer muy superiores, tiran a la carica-tura.

Era el Penitenciario muy amigo del loro.Cuando dejó a la señora y a Rosario en colo-quio con el viajero, llegose a él, y dejándosemorder con la mayor complacencia el dedoíndice, le dijo:

-Tunante, bribón, ¿por qué no hablas? Pocovaldrías si no fueras charlatán. De charlatanesestá lleno el mundo de los hombres y el de lospájaros.

Luego cogió con su propia venerable manoalgunos garbanzos del cercano cazuelillo y selos dio a comer. El animal empezó a llamar a lacriada pidiéndole chocolate, y sus palabras dis-trajeron a las dos damas y al caballero de una

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conversación que no debía de ser muy impor-tante.

-VI-Donde se ve que puede surgir la desavenen-

cia cuando menos se espera

De súbito se presentó el Sr. D. Cayetano Po-lentinos, hermano político de doña Perfecta, elcual entró con los brazos abiertos, gritando:

-Venga, venga acá, Sr. D. José de mi alma.

Y se abrazaron cordialmente. D. Cayetano yPepe se conocían, porque el distinguido eruditoy bibliófilo solía hacer excursiones a Madridcuando se anunciaba almoneda de libros, pro-cedentes de la testamentaría de algún buquinis-ta. Era D. Cayetano alto y flaco, de edad me-diana, si bien el continuo estudio o los padeci-

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mientos le habían desmejorado mucho; se ex-presaba con una corrección alambicada que lesentaba a las mil maravillas, y era cariñoso yamable, a veces con exageración.

Respecto de su vasto saber, ¿qué puede de-cirse sino que era un verdadero prodigio? EnMadrid su nombre no se pronunciaba sin res-peto, y si don Cayetano residiera en la capital,no se escapara sin pertenecer, a pesar de sumodestia, a todas las academias existentes ypor existir. Pero él gustaba del tranquilo aisla-miento, y el lugar que en el alma de otros tienela vanidad, teníalo en el suyo la pasión pura delos libros, el amor al estudio solitario y recogi-do sin otra ulterior mira y aliciente que los pro-pios libros y el estudio mismo.

Había formado en Orbajosa una de las másricas bibliotecas que en toda la redondez deEspaña se encuentran, y dentro de ella pasabalargas horas del día y de la noche, compilando,clasificando, tomando apuntes y entresacando

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diversas suertes de noticias preciosísimas, orealizando quizás algún inaudito y jamás soña-do trabajo, digno de tan gran cabeza.

Sus costumbres eran patriarcales; comía po-co, bebía menos, y sus únicas calaveradas con-sistían en alguna merienda en los Alamillos endías muy sonados, y paseos diarios a un lugarllamado Mundogrande, donde a menudo erandesenterradas del fango de veinte siglos meda-llas romanas y pedazos de arquitrabe, extrañosplintos de desconocida arquitectura y tal cualánfora o cubicularia de inestimable precio.

Vivían D. Cayetano y doña Perfecta en unaarmonía tal, que la paz del Paraíso no se leigualara. Jamás riñeron. Es verdad que él no semezclaba para nada en los asuntos de la casa,ni ella en los de la biblioteca más que parahacerla barrer y limpiar todos los sábados, res-petando con religiosa admiración los libros ypapeles que sobre la mesa y en diversos parajesestaban de servicio.

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Después de las preguntas y respuestas pro-pias del caso, D. Cayetano dijo:

-Ya he visto la caja. Siento mucho que no metrajeras la edición de 1527. Tendré que hacer yomismo un viaje a Madrid... ¿Vas a estar aquímucho tiempo? Mientras más, mejor, queridoPepe. ¡Cuánto me alegro de tenerte aquí! Entrelos dos vamos a arreglar parte de mi bibliotecay a hacer un índice de escritores de la Jineta. Nosiempre se encuentra a mano un hombre detanto talento como tú... Verás mi biblioteca...Podrás darte en ella buenos atracones de lectu-ra... Todo lo que quieras... Verás maravillas,verdaderas maravillas, tesoros inapreciables,rarezas que sólo yo poseo, sólo yo... Pero, enfin, me parece que ya es hora de comer, ¿no esverdad, José? ¿No es verdad Perfecta? ¿No esverdad Rosarito? ¿No es verdad, señor D. Ino-cencio?... hoy es Vd. dos veces Penitenciario:dígolo porque ¿nos acompañará Vd. a hacerpenitencia?

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El canónigo se inclinó y sonriendo mostrabasimpáticamente su aquiescencia. La comida fuecordial, y en todos los manjares se advertía laabundancia desproporcionada de los banquetesde pueblo, realizada a costa de la variedad.Había para atracarse doble número de personasque las allí reunidas. La conversación recayó enasuntos diversos.

-Es preciso que visite Vd. cuanto antes nues-tra catedral -dijo el canónigo-. ¡Como esta haypocas, Sr. D. José!... Verdad es que Vd., quetantas maravillas ha visto en el extranjero, noencontrará nada notable en nuestra vieja igle-sia... Nosotros, los pobres patanes de Orbajosa,la encontramos divina. El maestro López deBerganza, racionero de ella, la llamaba en elsiglo XVI pulchra augustiana... Sin embargo, pa-ra hombres de tanto saber como Vd., quizás notenga ningún mérito, y cualquier mercado dehierro será más bello.

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Cada vez disgustaba más a Pepe Rey el len-guaje irónico del sagaz canónigo, pero resueltoa contener y disimular su enfado, no contestósino con palabras vagas. Doña Perfecta tomó enseguida la palabra, y jovialmente se expresó así.

-Cuidado, Pepito; te advierto que si hablasmal de nuestra santa iglesia perderemos lasamistades. Tú sabes mucho y eres un hombreeminente que de todo entiendes; pero si has dedescubrir que esa gran fábrica no es la octavamaravilla, guárdate en buen hora tu sabiduría,y no nos saques de bobos...

-Lejos de creer que este edificio no es bello -repuso Pepe-, lo poco que de su exterior hevisto me ha parecido de imponente hermosura.De modo, señora tía, que no hay para qué asus-tarse; ni yo soy sabio ni mucho menos.

-Poco a poco -dijo el canónigo, extendiendola mano y dando paz a la boca por breve ratopara que hablando descansase del mascar-.

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Alto allá: no venga Vd. aquí haciéndose el mo-desto, Sr. D. José; que hartos estamos de saberlo muchísimo que Vd. vale, la gran fama de quegoza y el papel importantísimo que desempe-ñará donde quiera que se presente. No se venhombres así todos los días. Pero ya que de estemodo ensalzo los méritos de Vd...

Detúvose para seguir comiendo, y luego quela sin hueso quedó libre, continuó así:

-Ya que de este modo ensalzo los méritos deusted, permítaseme expresar otra opinión conla franqueza que es propia de mi carácter. Sí,Sr. D. José, sí, Sr. D. Cayetano; sí señora y niñamías: la ciencia, tal como la estudian y la pro-pagan los modernos, es la muerte del senti-miento y de las dulces ilusiones. Con ella lavida del espíritu se amengua; todo se reduce areglas fijas, y los mismos encantos sublimes dela Naturaleza desaparecen. Con la cienciadestrúyese lo maravilloso en las artes, así comola fe en el alma. La ciencia dice que todo es

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mentira y todo lo quiere poner en guarismos yrayas, no sólo maria ac terras, donde estamosnosotros, sino también cælumque profundum,donde está Dios... Los admirables sueños delalma, su arrobamiento místico, la inspiraciónmisma de los poetas, mentira. El corazón es unaesponja, el cerebro una gusanera.

Todos rompieron a reír, mientras él daba pa-so a un trago de vino.

-Vamos, ¿me negará el Sr. D. José -añadió elsacerdote-, que la ciencia, tal como se enseña yse propaga hoy, va derecha a hacer del mundoy del género humano una gran máquina?

-Eso según y conforme -dijo D. Cayetano-.Todas las cosas tienen su pro y su contra.

-Tome Vd. más ensalada, señor Penitenciario-dijo doña Perfecta-. Está cargadita de mostaza,como a Vd. le gusta.

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Pepe Rey no gustaba de entablar vanas dis-putas, ni era pedante, ni alardeaba de erudito,mucho menos ante mujeres y en reuniones deconfianza: pero la importuna verbosidad agre-siva del canónigo necesitaba, según él, un co-rrectivo. Para dárselo le pareció mal sistemaexponer ideas, que concordando con las delcanónigo, halagasen a este, y decidió manifes-tar las opiniones que más contrariaran y másacerbamente mortificasen al mordaz Peniten-ciario.

-Quieres divertirte conmigo -dijo para sí-.Verás qué mal rato te voy a dar.

Y luego añadió en voz alta:

-Cierto es todo lo que el señor Penitenciarioha dicho en tono de broma. Pero no es culpanuestra que la ciencia esté derribando a marti-llazos un día y otro tanto ídolo vano, la supers-tición, el sofisma, las mil mentiras de lo pasado,bellas las unas, ridículas las otras, pues de todo

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hay en la viña del Señor. El mundo de las ilu-siones, que es como si dijéramos un segundomundo, se viene abajo con estrépito. El misti-cismo en religión, la rutina en la ciencia, elamaneramiento en las artes, caen como cayeronlos dioses paganos, entre burlas. Adiós, sueñostorpes: el género humano despierta y sus ojosven la realidad. El sentimentalismo vano, elmisticismo, la fiebre, la alucinación, el deliriodesaparecen, y el que antes era enfermo hoyestá sano y se goza con placer indecible en lajusta apreciación de las cosas. La fantasía, laterrible loca, que era el ama de la casa, pasa aser criada... Dirija Vd. la vista a todos lados,señor Penitenciario, y verá el admirable conjun-to de realidad que ha sustituido a la fábula. Elcielo no es una bóveda, las estrellas no son faro-lillos, la luna no es una cazadora traviesa, sinoun pedrusco opaco, el sol no es un cochero em-perejilado y vagabundo sino un incendio fijo.Las sirtes no son ninfas sino dos escollos, lassirenas son focas, y en el orden de las personas,

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Mercurio es Manzanedo; Marte es un viejo bar-bilampiño, el conde de Moltke; Néstor puedeser un señor de gabán que se llama Mr. Thiers;Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo escualquier poeta. ¿Quiere Vd. más? Pues Júpiter,un Dios digno de ir a presidio si viviera aún, nodescarga el rayo, sino que el rayo cae cuando ala electricidad le da la gana. No hay Parnaso,no hay Olimpo, no hay laguna Estigia, ni otrosCampos Elíseos que los de París. No hay yamás bajadas al infierno que las de la geología, yeste viajero, siempre que vuelve, dice que nohay condenados en el centro de la tierra. Nohay más subidas al cielo que las de la astro-nomía, y esta a su regreso asegura no habervisto los seis o siete pisos de que hablan el Dan-te y los místicos y soñadores de la Edad Media.No encuentra sino astros y distancias, líneas,enormidades de espacio y nada más. Ya no hayfalsos cómputos de la edad del mundo, porquela paleontología y la prehistoria han contadolos dientes de esta calavera en que vivimos y

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averiguado su verdadera edad. La fábula,llámese paganismo o idealismo cristiano, ya noexiste, y la imaginación está de cuerpo presen-te. Todos los milagros posibles se reducen a losque yo hago en mi gabinete cuando se me anto-ja con una pila de Bunsen, un hilo inductor yuna aguja imantada. Ya no hay más multiplica-ciones de panes y peces que las que hace la in-dustria con sus moldes y máquinas y las de laimprenta, que imita a la Naturaleza sacando deun solo tipo millones de ejemplares. En suma,señor canónigo del alma, se han corrido lasórdenes para dejar cesantes a todos los absur-dos, falsedades, ilusiones, ensueños, sensibler-ías y preocupaciones que ofuscan el entendi-miento del hombre. Celebremos el suceso.

Cuando concluyó de hablar, en los labios delcanónigo retozaba una sonrisilla, y sus ojoshabían tomado animación extraordinaria. D.Cayetano se ocupaba en dar diversas formas,ora romboidales, ora prismáticas, a una bolita

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de pan. Pero doña Perfecta estaba pálida y fija-ba sus ojos en el canónigo con insistencia ob-servadora. Rosarito contemplaba llena de estu-por a su primo. Este se inclinó hacia ella y aloído le dijo disimuladamente en voz muy baja:

-No me hagas caso, primita. Digo estos dis-parates para sulfurar al señor canónigo.

-VII-La desavenencia crece

-Puede que creas -indicó doña Perfecta conligero acento de vanidad-, que el Sr. D. Inocen-cio se va a quedar callado sin contestarte a to-dos y cada uno de esos puntos.

-¡Oh, no! -exclamó el canónigo, arqueandolas cejas-. No mediré yo mis escasas fuerzas conadalid tan valiente y al mismo tiempo tan bien

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armado. El Sr. D. José lo sabe todo, es decir,tiene a su disposición todo el arsenal de lasciencias exactas. Bien sé que la doctrina quesustenta es falsa; pero yo no tengo talento nielocuencia para combatirla. Emplearía yo lasarmas del sentimiento; emplearía argumentosteológicos, sacados de la revelación, de la fe, dela palabra divina; pero ¡ay!, el Sr. D. José, que esun sabio eminente, se reiría de la teología, de lafe, de la revelación, de los santos profetas, delEvangelio... Un pobre clérigo ignorante, undesdichado que no sabe matemáticas, ni filosof-ía alemana en que hay aquello de yo y no yo, unpobre dómine que no sabe más que la cienciade Dios y algo de poetas latinos no puede en-trar en combate con estos bravos corifeos.

Pepe Rey prorrumpió en francas risas.

-Veo que el Sr. D. Inocencio -dijo- ha tomadopor lo serio estas majaderías que he dicho...Vaya, señor canónigo, vuélvanse cañas las lan-zas y todo se acabó. Seguro estoy de que mis

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verdaderas ideas y las de Vd. no están en des-acuerdo. Vd. es un varón piadoso e instruido.Aquí el ignorante soy yo. Si he querido brome-ar dispénsenme todos: yo soy así.

-Gracias -repuso el presbítero visiblementecontrariado-. ¿Ahora salimos con esa? Bien séyo, bien sabemos todos que las ideas que Vd.ha sustentado son las suyas. No podía ser deotra manera. Usted es el hombre del siglo. Nopuede negarse que su entendimiento es prodi-gioso, verdaderamente prodigioso. MientrasVd. hablaba, yo, lo confieso ingenuamente, almismo tiempo que en mi interior deplorabaerror tan grande, no podía menos de admirar losublime de la expresión, la prodigiosa facundia,el método sorprendente de su raciocinio, lafuerza de los argumentos... ¡Qué cabeza, señoradoña Perfecta, qué cabeza la de este joven so-brino de usted! Cuando estuve en Madrid y mellevaron al Ateneo, confieso que me quedé ab-

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sorto al ver el asombroso ingenio que Dios hadado a los ateos y protestantes.

-Sr. D. Inocencio -dijo doña Perfecta, miran-do alternativamente a su sobrino y a su amigo-creo que Vd. al juzgar a este chico, traspasa loslímites de la benevolencia... No te enfades, Pe-pe, ni hagas caso de lo que digo, por que yo nisoy sabia, ni filósofa, ni teóloga, pero me pareceque el señor don Inocencio acaba de dar unaprueba de su gran modestia y caridad cristiana,negándose a apabullarte, como podía hacerlo,si hubiese querido...

-¡Señora, por Dios! -murmuró el eclesiástico.

-Si es lo que deseo -repuso Pepe riendo.

-Él es así -añadió la señora-. Siemprehaciéndose la mosquita muerta... Y sabe másque los cuatro doctores. ¡Ay, Sr. D. Inocencio,qué bien le sienta a Vd. el nombre que tiene!Pero no se nos venga acá con humildades im-

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portunas. Si mi sobrino no tiene pretensiones...Si él sabe lo que le han enseñado y nada más...Si ha aprendido el error, ¿qué más puede dese-ar sino que Vd. le ilustre y le saque del infiernode sus mentirosas doctrinas?

-Justamente, no deseo otra cosa, sino que elseñor Penitenciario me saque... -murmuró Pe-pe, comprendiendo que sin quererlo se habíametido en un laberinto.

-Yo soy un pobre clérigo que no sabe másque la ciencia antigua -repuso D. Inocencio-.Reconozco el inmenso valer científico mundanodel Sr. D. José, y ante tan brillante oráculo, calloy me postro.

Diciendo esto, el canónigo cruzaba ambasmanos sobre el pecho, inclinando la cabeza.Pepe Rey estaba un si es no es turbado a causadel giro que diera su tía a una vana disputafestiva en la que tomó parte tan sólo por acalo-rar un poco la conversación. Creyó prudente

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poner punto en tan peligroso tratado, y con estefin dirigió una pregunta al señor D. Cayetano,cuando este, despertando del vaporoso letargoque tras los postres le sobrevino, ofrecía a loscomensales los indispensables palillos clavadosen un pavo de porcelana que hacía la rueda.

-Ayer he descubierto una mano empuñandoel asa de un ánfora en la cual hay varios signoshieráticos. Te la enseñaré -dijo D. Cayetano,gozoso de plantear un tema de su predilección.

-Supongo que el señor de Rey será tambiénmuy experto en cosas de arqueología -indicó elcanónigo, que siempre implacable, corría trassu víctima, siguiéndola hasta su más escondidorefugio.

-Por supuesto -dijo doña Perfecta-. ¿De quéno entenderán estos despabilados niños deldía? Todas las ciencias las llevan en las puntasde los dedos. Las universidades y las acade-

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mias les instruyen de todo en un periquetedándoles patentes de sabiduría.

-¡Oh!, eso es injusto -repuso el canónigo, ob-servando la penosa impresión que manifestabael semblante del ingeniero.

-Mi tía tiene razón -afirmó Pepe-. Hoyaprendemos un poco de todo, y salimos de lasescuelas con rudimentos de diferentes estudios.

-Decía -añadió el canónigo- que será Vd. ungran arqueólogo.

-No sé una palabra de esa ciencia -repuso eljoven-. Las ruinas son ruinas, y nunca me hagustado empolvarme en ellas.

D. Cayetano hizo una mueca muy expresiva.

-No es esto condenar la arqueología -dijo vi-vamente el sobrino de doña Perfecta, advir-tiendo con dolor que no pronunciaba una pala-bra sin herir a alguien-. Bien sé que del polvo

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sale la historia. Esos estudios son preciosos yutilísimos.

-Usted -observó el Penitenciario, metiéndoseel palillo en la última muela- se inclinará más alos estudios de controversia. Ahora se me ocu-rre una excelente idea, Sr. D. José. Vd. debieraser abogado.

-La abogacía es una profesión que aborrezco-replicó Pepe Rey-. Conozco abogados muyrespetables, entre ellos a mi padre, que es elmejor de los hombres. A pesar de tan buenejemplo, en mi vida me hubiera sometido aejercer una profesión que consiste en defenderlo mismo en pro que en contra de las cuestio-nes. No conozco error, ni preocupación, ni ce-guera más grande que el empeño de las fami-lias en inclinar a la mejor parte de la juventud ala abogacía. La primera y más terrible plaga deEspaña es la turbamulta de jóvenes abogados,para cuya existencia es necesario una fabulosacantidad de pleitos. Las cuestiones se multipli-

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can en proporción de la demanda. Aun así,muchísimos se quedan sin trabajo, y como unseñor jurisconsulto no puede tomar el arado nisentarse al telar, de aquí proviene ese brillanteescuadrón de holgazanes llenos de pretensio-nes que fomentan la empleomanía, perturban lapolítica, agitan la opinión y engendran las revo-luciones. De alguna parte han de comer. Mayordesgracia sería que hubiera pleitos para todos.

-Pepe, por Dios, mira lo que hablas -dijo do-ña Perfecta, con marcado tono de severidad-.Pero dispénsele Vd., Sr. D. Inocencio... porqueél ignora que Vd. tiene un sobrinito el cual,aunque recién salido de la Universidad, es unportento en la abogacía.

-Yo hablo en términos generales -manifestóPepe con firmeza-. Siendo, como soy, hijo de unabogado ilustre, no puedo desconocer que al-gunas personas ejercen esta noble profesión converdadera gloria.

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-No... si mi sobrino es un chiquillo todavía -dijo el canónigo, afectando humildad-. Muylejos de mi ánimo afirmar que es un prodigiode saber, como el Sr. de Rey. Con el tiempoquién sabe... Su talento no es brillante ni seduc-tor. Por supuesto, las ideas de Jacintito sonsólidas, su criterio sano; lo que sabe lo sabe amacha martillo. No conoce sofisterías ni pala-bras huecas...

Pepe Rey parecía cada vez más inquieto. Laidea de que sin quererlo, estaba en contradic-ción con las ideas de los amigos de su tía, lemortificaba, y resolvió callar por temor a que ély D. Inocencio concluyeran tirándose los platosa la cabeza. Felizmente el esquilón de la cate-dral, llamando a los canónigos a la importantetarea del coro, le sacó de situación tan penosa.Levantose el venerable varón y se despidió detodos, mostrándose con Pepe tan lisonjero, tanamable, cual si la amistad más íntima desdelargo tiempo les uniera. El canónigo, después

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de ofrecerse para servirle en todo, le prometiópresentarle a su sobrino, a fin de que este leacompañase a ver la población, y le dijo lasexpresiones más cariñosas, dignándose agra-ciarle al salir con una palmadita en el hombro.Pepe Rey aceptando con gozo aquellas fórmu-las de concordia, vio, sin embargo, el cieloabierto cuando el sacerdote salió del comedor yde la casa.

-VIII-A toda prisa

Poco después la escena había cambiado. DonCayetano, encontrando descanso a sus subli-mes tareas en un dulce sueño que de él se am-paró, dormía blandamente en un sillón del co-medor. Doña Perfecta andaba por la casa trassus quehaceres. Rosarito, sentándose junto auna de las vidrieras que a la huerta se abrían,

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miró a su primo, diciéndole con la muda orato-ria de los ojos:

-Primo, siéntate aquí junto a mí, y dime todoeso que tienes que decirme.

Pepe Rey, aunque matemático, lo compren-dió.

-Querida prima -dijo Pepe-, ¡cuánto tehabrás aburrido hoy con nuestras disputas!Bien sabe Dios que por mi gusto no habría pe-danteado como viste; pero el señor canónigotiene la culpa... ¿Sabes que me parece singularese señor sacerdote?...

-¡Es una persona excelente! -repuso Rosarito,demostrando el gozo que sentía por verse endisposición de dar a su primo todos los datos ynoticias que necesitase.

-¡Oh!, sí, una excelente persona. ¡Bien se co-noce!

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-Cuando le sigas tratando, conocerás...

-Que no tiene precio. En fin, basta que seaamigo de tu mamá y tuyo para que también losea mío -afirmó el joven-. ¿Y viene mucho acá?

-Toditos los días. Nos acompaña mucho -repuso Rosarito con ingenuidad- ¡Qué bueno yqué amable es! ¡Y cómo me quiere!

-Vamos, ya me va gustando ese señor.

-Viene también por las noches a jugar al tre-sillo -añadió la joven-, porque a prima noche sereúnen aquí algunas personas, el juez de pri-mera instancia, el promotor fiscal, el deán, elsecretario del obispo, el alcalde, el recaudadorde contribuciones, el sobrino de D. Inocencio...

-¡Ah! Jacintito, el abogado.

-Ese. Es un pobre muchacho más bueno queel pan. Su tío le adora. Desde que vino de laUniversidad, con su borla de doctor... porque

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es doctor de un par de facultades, y sacó notade sobresaliente... ¿qué crees tú?, ¡vaya!... puesdesde que vino, su tío le trae aquí con muchafrecuencia. Mamá también le quiere mucho... Esun muchacho muy formalito. Se retira tempra-no con su tío; no va nunca al Casino por lasnoches, no juega ni derrocha, y trabaja en elbufete de D. Lorenzo Ruiz, que es el primerabogado de Orbajosa. Dicen que Jacinto será ungran defendedor de pleitos.

-Su tío no exageraba al elogiarle -dijo Pepe-.Siento mucho haber dicho aquellas tonteríassobre los abogados... Querida prima, ¿no esverdad que estuve inconveniente?

-Calla, si a mí me parece que tienes mucharazón.

-¿Pero de veras, no estuve un poco...?

-Nada, nada.

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-¡Qué peso me quitas de encima! La verdades que me encontré, sin saber cómo, en unacontradicción constante y penosa con ese vene-rable sacerdote. Lo siento mucho.

-Lo que yo creo -dijo Rosarito, clavando enél sus ojos llenos de expresión cariñosa- es quetú no eres para nosotros.

-¿Qué significa eso?

-No sé si me explico bien, primo. Quiero de-cir, que no es fácil te acostumbres a la conver-sación ni a las ideas de la gente de Orbajosa. Seme figura... es una suposición.

-¡Oh!, no: yo creo que te equivocas.

-Tú vienes de otra parte, de otro mundo,donde las personas son muy listas, muy sabias,y tienen unas maneras finas y un modo dehablar ingenioso, y una figura... Puede ser queno me explique bien. Quiero decir que estás

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habituado a vivir entre una sociedad escogida;sabes mucho... Aquí no hay lo que tú necesitas;aquí no hay gente sabia, ni grandes finuras.Todo es sencillez, Pepe. Se me figura que teaburrirás, que te aburrirás mucho y al fintendrás que marcharte.

La tristeza que era normal en el semblantede Rosarito se mostró con tintas y rasgos tannotorios, que Pepe Rey sintió una emoción pro-funda.

-Estás en un error, querida prima. Ni yotraigo aquí la idea que supones, ni mi carácterni mi entendimiento están en disonancia conlos caracteres y las ideas de aquí. Pero vamos asuponer por un momento que lo estuvieran.

-Vamos a suponerlo...

-En ese caso tengo la firme convicción deque entre tú y yo, entre nosotros dos, queridaRosario, se establecerá una armonía perfecta.

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Sobre esto no puedo engañarme. El corazón medice que no me engaño.

Rosarito se ruborizó; pero esforzándose enhacer huir su sonrojo con sonrisas y miradasdirigidas aquí y allí, dijo:

-No vengas ahora con artificios. Si lo dicesporque yo he de encontrar siempre bien todo loque piensas, tienes razón.

-Rosario -exclamó el joven-. Desde que te vi,mi alma se sintió llena de una alegría muy vi-va... he sentido al mismo tiempo un pesar, elpesar de no haber venido antes a Orbajosa.

-Eso sí que no lo he de creer -dijo ella, afec-tando jovialidad para encubrir medianamentesu emoción-. ¿Tan pronto?... No vengas ahoracon palabrotas... Mira, Pepe, yo soy una luga-reña, yo no sé hablar más que cosas vulgares;yo no sé francés; yo no me visto con elegancia;yo apenas sé tocar el piano; yo...

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-¡Oh, Rosario! -exclamó con ardor el joven-.Dudaba que fueses perfecta; ahora ya sé que loeres.

Entró de súbito la madre. Rosarito que nadatenía que contestar a las últimas palabras de suprimo, conoció, sin embargo, la necesidad dedecir algo, y mirando a su madre, habló así:

-¡Ah!, se me había olvidado poner la comidaal loro.

-No te ocupes de eso ahora. ¿Para qué osestáis ahí? Lleva a tu primo a dar un paseo porla huerta.

La señora se sonreía con bondad maternal,señalando a su sobrino la frondosa arboledaque tras los cristales aparecía.

-Vamos allá -dijo Pepe levantándose.

Rosarito se lanzó como un pájaro puesto enlibertad hacia la vidriera.

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-Pepe, que sabe tanto y ha de entender deárboles -afirmó doña Perfecta- te enseñarácómo se hacen los injertos. A ver qué opina élde esos peralitos que se van a trasplantar.

-Ven, ven -dijo Rosarito desde fuera.

Llamaba a su primo con impaciencia. Ambosdesaparecieron entre el follaje. Doña Perfectales vio alejarse, y después se ocupó del loro.Mientras le renovaba la comida, dijo en vozmuy baja, con ademán pensativo:

-¡Qué despegado es! Ni siquiera le ha hechouna caricia al pobre animalito.

Luego en voz alta añadió, creyendo en la po-sibilidad de ser oída por su cuñado:

-Cayetano, ¿qué te parece el sobrino?... ¡Ca-yetano!

Sordo gruñido indicó que el anticuario volv-ía al conocimiento de este miserable mundo.

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-Cayetano...

-Eso es... eso es... -murmuró con torpe voz elsabio- este caballerito sostendrá como todos laopinión errónea de que las estatuas de Mundo-grande proceden de la primera inmigraciónfenicia. Yo le convenceré...

-Pero Cayetano...

-Pero Perfecta... ¡Bah! ¿También ahora sos-tendrás que he dormido?

-No, hombre, ¡qué he de sostener yo tal dis-parate!... ¿Pero no me dices qué te parece esejoven?

D. Cayetano se puso la palma de la manoante la boca para bostezar más a gusto, y des-pués entabló una larga conversación con la se-ñora.

Los que nos han transmitido las noticias ne-cesarias a la composición de esta historia, pasan

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por alto aquel diálogo, sin duda porque fuedemasiado secreto. En cuanto a lo que hablaronel ingeniero y Rosarito en la huerta aquella tar-de, parece evidente que no es digno de men-ción.

En la tarde del siguiente día ocurrieron sícosas que no deben pasarse en silencio, por serde la mayor gravedad. Hallábanse solos ambosprimos a hora bastante avanzada de la tarde,después de haber discurrido por distintos para-jes de la huerta, atentos el uno al otro y sin te-ner alma ni sentidos más que para verse y oírse.

-Pepe -decía Rosario-, todo lo que me has di-cho es una fantasía, una cantinela, de esas quetan bien sabéis hacer los hombres de chispa. Túpiensas que como soy lugareña creo cuanto medicen.

-Si me conocieras, como yo creo conocerte ati, sabrías que jamás digo sino lo que siento.Pero dejémonos de sutilezas tontas y de argu-

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cias de amantes que no conducen sino a falsearlos sentimientos. Yo no hablaré contigo máslenguaje que el de la verdad. ¿Eres acaso unaseñorita a quien he conocido en el paseo o en latertulia y con la cual pienso pasar un rato di-vertido? No. Eres mi prima. Eres algo más...Rosario, pongamos de una vez las cosas en suverdadero lugar. Fuera rodeos. Yo he venidoaquí a casarme contigo.

Rosario sintió que su rostro se abrasaba yque el corazón no le cabía en el pecho.

-Mira, querida prima -añadió el joven- te ju-ro que si no me hubieras gustado, ya estaríalejos de aquí. Aunque la cortesía y la delicadezame habrían obligado a hacer esfuerzos, no mehubiera sido fácil disimular mi desengaño. Yosoy así.

-Primo, casi acabas de llegar -dijo lacónica-mente Rosarito, esforzándose en reír.

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-Acabo de llegar y ya sé todo lo que teníaque saber; sé que te quiero, que eres la mujerque desde hace tiempo me está anunciando elcorazón, diciéndome noche y día... «ya viene,ya está cerca; que te quemas».

Esta frase sirvió de pretexto a Rosario parasoltar la risa que en sus labios retozaba. Suespíritu se desvanecía alborozado en unaatmósfera de júbilo.

-Tú te empeñas en que no vales nada -continuó Pepe- y eres una maravilla. Tienes lacualidad admirable de estar a todas horas pro-yectando sobre cuanto te rodea la divina luz detu alma. Desde que se te ve, desde que se temira, los nobles sentimientos y la pureza de tucorazón se manifiestan. Viéndote se ve unavida celeste que por descuido de Dios está en latierra; eres un ángel y yo te adoro como un ton-to.

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Al decir esto parecía haber desempeñadouna grave misión. Rosarito viose de súbito do-minada por tan viva sensibilidad, que la escasaenergía de su cuerpo no pudo corresponder a laexcitación de su espíritu, y desfalleciendo, dejo-se caer sobre una piedra que hacía las veces deasiento en aquellos amenos lugares. Pepe seinclinó hacia ella. Notó que cerraba los ojos,apoyando la frente en la palma de la mano.Poco después la hija de doña Perfecta Polenti-nos, dirigía a su primo, entre dulces lágrimas,una mirada tierna, seguida de estas palabras:

-Te quiero desde antes de conocerte.

Apoyadas sus manos en las del joven, se le-vantó y sus cuerpos desaparecieron entre lasfrondosas ramas de un paseo de adelfas. Caía latarde y una dulce sombra se extendía por laparte baja de la huerta, mientras el último rayodel sol poniente coronaba de resplandores lascimas de los árboles. La ruidosa república depajarillos armaba espantosa algarabía en las

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ramas superiores. Era la hora en que despuésde corretear por la alegre inmensidad de loscielos, iban todos a acostarse, y se disputabanunos a otros la rama que escogían por alcoba.Su charla parecía a veces recriminación y dis-puta, a veces burla y gracejo. Con su parlerotrinar se decían aquellos tunantes las mayoresinsolencias, dándose de picotazos y agitandolas alas, así como los oradores agitan los brazoscuando quieren hacer creer las mentiras quepronuncian. Pero también sonaban por allí pa-labras de amor; que a ello convidaban la apaci-ble hora y el hermoso lugar. Un oído expertohubiera podido distinguir las siguientes:

-Desde antes de conocerte te quería, y si nohubieras venido me habría muerto de pena.Mamá me daba a leer las cartas de tu padre, ycomo en ellas hacía tantas alabanzas de ti, yodecía: «este debiera ser mi marido». Durantemucho tiempo, tu padre no habló de que tú yyo nos casáramos, lo cual me parecía un des-

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cuido muy grande. Yo no sabía qué pensar desemejante negligencia... Mi tío Cayetano, siem-pre que te nombraba decía: «Como ese hay po-cos en el mundo. La mujer que le pesque, ya sepuede tener por dichosa...». Por fin tu papá dijolo que no podía menos de decir... Sí, no podíamenos de decirlo: yo lo esperaba todos losdías...

Poco después de estas palabras, la mismavoz añadió con zozobra:

-Alguien viene tras de nosotros.

Saliendo de entre las adelfas, Pepe vio a dospersonas que se acercaban, y tocando las hojasde un tierno arbolito que allí cerca había, dijoen alta voz a su compañera:

-No es conveniente aplicar la primera poda alos árboles jóvenes como este, hasta su comple-to arraigo. Los árboles recién plantados no tie-nen vigor para soportar dicha operación. Tú

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bien sabes que las raíces no pueden formarsesino por el influjo de las hojas, así es que si lequitas las hojas...

-¡Ah! Sr. D. José -exclamó el Penitenciariocon franca risa, acercándose a los dos jóvenes yhaciéndoles una reverencia-. ¿Está Vd. dandolecciones de horticultura? Insere nunc Melibœepiros, pone ordine vites, que dijo el gran cantor delos trabajos del campo. Injerta los perales, caroMelibeo, arregla las parras... ¿Con que cómoestamos de salud, Sr. don José?

El ingeniero y el canónigo se dieron las ma-nos. Luego este volviose y señalando a un jo-venzuelo que tras él venía, dijo sonriendo:

-Tengo el gusto de presentar a Vd. a mi que-rido Jacintillo... una buena pieza... un taramba-na, señor don José.

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-IX-La desavenencia sigue creciendo y amenaza

convertirse en discordia

Junto a la negra sotana se destacó un sonro-sado y fresco rostro. Jacintito saludó a nuestrojoven, no sin cierto embarazo.

Era uno de esos chiquillos precoces a quie-nes la indulgente Universidad lanza antes detiempo a las arduas luchas del mundo, hacién-doles creer que son hombres porque son docto-res. Tenía Jacintito semblante agraciado y cari-lleno, con mejillas de rosa como una muchacha,y era rechoncho de cuerpo, de estatura pequeñatirando un poco a pequeñísima, y sin más pelode barba que el suave bozo que lo anunciaba.Su edad excedía poco de los veinte años. Hab-íase educado desde la niñez bajo la dirección desu excelente y discreto tío, con lo cual dicho seestá que el tierno arbolito no se torció al crecer.

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Una moral severa le mantenía constantementederecho, y en el cumplimiento de sus deberesescolásticos apenas tenía pero. Concluidos losestudios universitarios con aprovechamientoasombroso, pues no hubo clase en que no gana-se las más eminentes notas, empezó a trabajar,prometiendo con su aplicación y buen tino parala abogacía perpetuar en el foro el lozano ver-dor de los laureles del aula.

A veces era travieso como un niño, a vecesformal como un hombre. En verdad, en verdadque si a Jacintito no le gustaran un poco, y aunun mucho, las lindas muchachas, su buen tío lecreería perfecto. No dejaba de sermonearle atodas horas, apresurándose a cortarle los auda-ces vuelos; pero ni aun esta inclinación munda-na del jovenzuelo lograba enfriar el muchoamor que nuestro buen canónigo tenía al en-cantador retoño de su cara sobrina María Re-medios. En tratándose del abogadillo, todo ced-ía. Hasta las graves y rutinarias prácticas del

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buen sacerdote se alteraban siempre que setratase de algún asunto referente a su precozpupilo. Aquel método riguroso y fijo como unsistema planetario solía perder su equilibriocuando Jacintito estaba enfermo o tenía quehacer un viaje. ¡Inútil celibato el de los clérigos!Si el Concilio de Trento les prohíbe tener hijos,Dios, no el Demonio, les da sobrinos para queconozcan los dulces afanes de la paternidad.

Examinadas imparcialmente las cualidadesde aquel aprovechado niño, era imposible des-conocer su mérito. Su carácter era por lo comúninclinado a la honradez, y las acciones noblesdespertaban franca admiración en su alma.Respecto a sus dotes intelectuales y a su sabersocial, tenía todo lo necesario para ser con eltiempo una notabilidad de estas que tantoabundan en España; podía ser lo que a todashoras nos complacemos en llamar hiperbólica-mente un distinguido patricio, o un eminente hom-bre público, especies que por su mucha abun-

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dancia apenas son apreciadas en su justo valor.En aquella tierna edad, en que el grado univer-sitario sirve de soldadura entre la puericia y lavirilidad, pocos jóvenes, mayormente si hansido mimados por sus maestros, están libres deuna pedantería fastidiosa que, si les da granprestigio junto al sillón de sus mamás, es muyrisible entre hombres hechos y formales. Jacinti-to tenía este defecto, disculpable no sólo porsus pocos años, sino porque su buen tío fomen-taba aquella vanidad pueril con imprudentesaplausos.

Luego que los cuatro se reunieron, continua-ron paseando. Jacinto callaba. El canónigo, vol-viendo al interrumpido tema de los pyros que sehabían de injertar y de las vites que se debíanponer en orden, dijo:

-Ya sé que el Sr. D. José es un gran agróno-mo.

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-Nada de eso; no sé una palabra -repuso eljoven, viendo con mucho disgusto aquella man-ía de suponerle instruido en todas las ciencias.

-¡Oh!, sí; un gran agrónomo -añadió el Peni-tenciario-; pero en asuntos de agronomía no meciten tratados novísimos. Para mí toda esa cien-cia, Sr. de Rey, está condensada en lo que yollamo la Biblia del campo, en las Geórgicas delinmortal latino. Todo es admirable, desde aque-lla gran sentencia Nec vero terræ ferre omnes om-nia possunt, es decir, que no todas las tierrassirven para todos los árboles, Sr. D. José, hastael minucioso tratado de las abejas, en que elpoeta explana lo concerniente a estos doctosanimalillos, y define al zángano diciendo:

Ille horridus alterdesidia, lactamque trahens inglorius alvum,

de figura horrible y perezosa, arrastrando elinnoble vientre pesado, Sr. D. José...

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-Hace Vd. bien en traducírmelo -dijo Peperiendo-, porque entiendo muy poco el latín.

-¡Oh!, los hombres del día ¿para qué habíande entretenerse en estudiar antiguallas? -añadióel canónigo con ironía-. Además, en latín sólohan escrito los calzonazos como Virgilio, Ci-cerón y Tito Livio. Yo, sin embargo, estoy porlo contrario, y sea testigo mi sobrino, a quien heenseñado la sublime lengua. El tunante sabemás que yo. Lo malo es que con las lecturasmodernas lo va olvidando, y el mejor día seencontrará que es un ignorante, sin sospechar-lo. Porque, Sr. D. José, a mi sobrino le ha dadopor entretenerse con libros novísimos y teoríasextravagantes, y todo es Flammarion arriba yabajo, y nada más sino que las estrellas estánllenas de gente. Vamos, se me figura que Vds.dos van a hacer buenas migas. Jacinto, ruégalea este caballero que te enseñe las matemáticassublimes, que te instruya en lo concerniente alos filósofos alemanes, y ya eres un hombre.

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El buen clérigo se reía de sus propias ocu-rrencias, mientras Jacinto, gozoso de ver laconversación en terreno tan de su gusto, se ex-cusó con Pepe Rey, y de buenas a primeras ledescargó esta pregunta:

-Dígame el Sr. D. José, ¿qué piensa Vd. delDarwinismo?

Sonrió nuestro joven al oír pedantería tanfuera de sazón, y de buena gana excitara al jo-ven a seguir por aquella senda de infantil vani-dad; pero creyendo más prudente no intimarmucho con el sobrino ni con el tío, contestósencillamente:

-No puedo pensar nada de las doctrinas deDarwin, porque apenas las conozco. Los traba-jos de mi profesión no me han permitido dedi-carme a esos estudios.

-Ya -dijo el canónigo riendo-. Todo se reducea que descendemos de los monos... Si lo dijera

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sólo por ciertas personas que yo conozco,tendría razón.

-La teoría de la selección natural -añadióenfáticamente Jacinto-, dicen que tiene muchospartidarios en Alemania.

-No lo dudo -dijo el clérigo-. En Alemaniano debe sentirse que esa teoría sea verdadera,por lo que toca a Bismarck.

Doña Perfecta y el Sr. D. Cayetano aparecie-ron frente a los cuatro.

-¡Qué hermosa está la tarde! -dijo la señora-.Qué tal, sobrino, ¿te aburres mucho?...

-Nada de eso -repuso el joven.

-No me lo niegues. De eso veníamoshablando Cayetano y yo. Tú estás aburrido, y teempeñas en disimularlo. No todos los jóvenesde estos tiempos tienen la abnegación de pasarsu juventud, como Jacinto, en un pueblo donde

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no hay Teatro Real, ni Bufos, ni bailarinas, nifilósofos, ni Ateneos, ni papeluchos, ni Congre-sos, ni otras diversiones y pasatiempos.

-Yo estoy aquí muy bien -repuso Pepe-.Ahora le estaba diciendo a Rosario que estaciudad y esta casa me son tan agradables, queme gustaría vivir y morir aquí.

Rosario se puso muy encendida y los demáscallaron. Sentáronse todos en una glorieta,apresurándose el sobrino del señor canónigo aocupar el lugar a la izquierda de la señorita.

-Mira, sobrino, tengo que advertirte una co-sa -dijo doña Perfecta, con aquella risueña ex-presión de bondad que emanaba de su alma,como de la flor el aroma-. Pero no vayas a creerque te reprendo, ni que te doy lecciones: tú noeres niño y fácilmente comprenderás mi idea.

-Ríñame Vd., querida tía; que sin duda lomereceré -replicó Pepe, que ya empezaba a

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acostumbrarse a las bondades de la hermana desu padre.

-No, no es más que una advertencia. Estosseñores verán cómo tengo razón.

Rosarito oía con toda su alma.

-Pues no es más -añadió la señora-, sino quecuando vuelvas a visitar nuestra hermosa cate-dral procures estar en ella con un poco más derecogimiento.

-Pues ¿qué he hecho yo?

-No extraño que tú mismo no conozcas tufalta -indicó la señora con aparente jovialidad-.Es natural; acostumbrado a entrar con la mayordesenvoltura en los ateneos, clubs, academias ycongresos, crees que de la misma manera sepuede entrar en un templo donde está la divinaMajestad.

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-Pero señora, dispénseme Vd. -dijo Pepe, congravedad-. Yo he entrado en la catedral con lamayor compostura.

-Si no te riño, hombre, si no te riño. No lotomes así, porque tendré que callarme. Señores,disculpen Vds. a mi sobrino. No es de extrañarun descuidillo, una distracción... ¿Cuántos añoshace que no pones los pies en lugar sagrado?...

-Señora, yo juro a Vd... Pero en fin, mis ideasreligiosas podrán ser lo que se quiera; peroacostumbro guardar la mayor compostura de-ntro de la iglesia.

-Lo que yo aseguro... vamos si te has deofender no sigo... Lo que aseguro es que mu-chas personas lo advirtieron esta mañana.Notáronlo los señores de González, doña Ro-bustiana, Serafinita, en fin... con decirte quellamaste la atención del señor obispo... SuIlustrísima me dio las quejas esta tarde en casade mis primas. Díjome que no te mandó plantar

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en la calle porque le dijeron que eras sobrinomío.

Rosario contemplaba con angustia el rostrode su primo, procurando adivinar sus contesta-ciones antes que las diera.

-Sin duda me han tomado por otro.

-No... no... fuiste tú... Pero no vayas a ofen-derte que aquí estamos entre amigos y personasde confianza. Fuiste tú, yo misma te vi.

-¡Usted!

-Justamente. ¿Negarás que te pusiste a exa-minar las pinturas, pasando por un grupo defieles que estaban oyendo misa?... Te juro queme distraje de tal modo con tus idas y venidas,que... Vamos... es preciso que no lo vuelvas ahacer. Luego entraste en la capilla de San Gre-gorio; alzaron en el altar mayor y ni siquiera tevolviste para hacer una demostración de reli-

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giosidad. Después atravesaste de largo a largola iglesia, te acercaste al sepulcro del Adelanta-do, pusiste las manos sobre el altar; pasaste enseguida otra vez por entre el grupo de los fie-les, llamando la atención. Todas las muchachaste miraban y tú parecías satisfecho de perturbartan lindamente la devoción y ejemplaridad deaquella buena gente.

-¡Dios mío! ¡Todo lo que he hecho!... -exclamó Pepe, entre enojado y risueño-. Soy unmonstruo y ni siquiera lo sospechaba.

-No, bien sé que eres un buen muchacho -dijo doña Perfecta, observando el semblanteafectadamente serio e inmutable del canónigo,que parecía tener por cara una máscara decartón-. Pero, hijo, de pensar las cosas a mani-festarlas así con cierto desparpajo hay una dis-tancia que el hombre prudente y comedido nodebe salvar nunca. Bien sé que tus ideas son...no te enfades; si te enfadas me callo... Digo queuna cosa es tener ideas religiosas y otra mani-

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festarlas... Me guardaré muy bien de vituperar-te porque creas que no nos crió Dios a su ima-gen y semejanza sino, que descendemos de losmicos; ni porque niegues la existencia del alma,asegurando que esta es una droga como lospapelillos de magnesia o de ruibarbo que sevenden en la botica...

-Señora, por Dios... -exclamó Pepe con dis-gusto-. Veo que tengo muy mala reputación enOrbajosa.

Los demás seguían guardando silencio.

-Pues decía que no te vituperaré por esasideas... Además de que no tengo derecho a ello,si me pusiera a disputar contigo, tú, con tu ta-lentazo descomunal me confundirías mil ve-ces... no, nada de eso. Lo que digo es que estospobres y menguados habitantes de Orbajosason piadosos y buenos cristianos, si bien nin-guno de ellos sabe filosofía alemana, por lo

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tanto no debes despreciar públicamente suscreencias.

-Querida tía -dijo el ingeniero con gravedad-. Ni yo he despreciado las creencias de nadie, nitengo las ideas que Vd. me atribuye. Quizáshaya estado un poco irrespetuoso en la iglesia:soy algo distraído. Mi entendimiento y mi aten-ción estaban fijos en la obra arquitectónica, yfrancamente no advertí... pero no era esto mo-tivo para que el señor obispo intentase echarmea la calle, y Vd. me supusiera capaz de atribuira un papelillo de la botica las funciones del al-ma. Puedo tolerar eso como broma, nada másque como broma.

Pepe Rey sentía en su espíritu excitación tanviva, que a pesar de su mucha prudencia y me-sura no pudo disimularla.

-Vamos, veo que te has enfadado -dijo doñaPerfecta, bajando los ojos y cruzando las ma-nos-. ¡Todo sea por Dios! Si hubiera sabido que

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lo tomabas así, no te habría dicho una palabra.Pepe, te ruego que me perdones.

Al oír esto y al ver la actitud sumisa de subondadosa tía, Pepe se sintió avergonzado de ladureza de sus anteriores palabras, y procuróserenarse. Sacole de su embarazosa situación elvenerable Penitenciario, que sonriendo con suhabitual benevolencia, habló de este modo:

-Señora doña Perfecta, es preciso tener tole-rancia con los artistas... ¡oh!, yo he conocidomuchos. Estos señores, como vean delante de síuna estatua, una armadura mohosa, un cuadropodrido o una pared vieja, se olvidan de todo.El Sr. D. José es artista, y ha visitado nuestracatedral, como la visitan los ingleses, los cualesde buena gana se llevarían a sus museos hastala última baldosa de ella... Que estaban los fie-les rezando; que el sacerdote alzó la sagradahostia; que llegó el instante de la mayor piedady recogimiento; pues bien... ¿qué le importanada de esto a un artista? Es verdad que yo no

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sé lo que vale el arte, cuando se le disgrega delos sentimientos que expresa... pero en fin, hoyes costumbre adorar la forma, no la idea...Líbreme Dios de meterme a discutir este temacon el Sr. D. José, que sabe tanto, y argumen-tando con la primorosa sutileza de los moder-nos, confundiría al punto mi espíritu, en el cualno hay más que fe.

-El empeño de Vds. de considerarme comoel hombre más sabio de la tierra, me mortificabastante -dijo Pepe, recobrando la dureza de suacento-. Ténganme por tonto; que prefiero lafama de necio a poseer esa ciencia de Satanásque aquí me atribuyen.

Rosarito se echó a reír, y Jacinto creyó llega-do el momento más oportuno para hacer osten-tación de su erudita personalidad.

-El panteísmo o panenteísmo están conde-nados por la Iglesia, así como las doctrinas deSchopenhauer y del moderno Hartmann.

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-Señores y señora -manifestó gravemente elcanónigo-, los hombres que consagran culto tanfervoroso al arte, aunque sólo sea atendiendo ala forma, merecen el mayor respeto. Más valeser artista y deleitarse ante la belleza, aunquesólo esté representada en las ninfas desnudas,que ser indiferente y descreído en todo. Enespíritu que se consagra a la contemplación dela belleza no entrará completamente el mal. EstDeus in nobis... Deus, entiéndase bien. Siga,pues, el Sr. D. José admirando los prodigios denuestra iglesia; que por mi parte le perdonaréde buen grado las irreverencias, salva la opi-nión del señor prelado.

-Gracias, Sr. D. Inocencio -dijo Pepe, sintien-do en sí punzante y revoltoso el sentimiento dehostilidad hacia el astuto canónigo, y no pu-diendo dominar el deseo de mortificarle-. Porlo demás, no crean Vds. que absorbían mi aten-ción las bellezas artísticas de que suponen llenoel templo. Esas bellezas, fuera de la imponente

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arquitectura de una parte del edificio y de lostres sepulcros que hay en las capillas del ábsidey de algunos entalles del coro, yo no las veo enninguna parte. Lo que ocupaba mi entendi-miento era la consideración de la deplorabledecadencia de las artes religiosas, y no me cau-saban asombro, sino cólera, las innumerablesmonstruosidades artísticas de que está llena lacatedral.

El estupor de los circunstantes fue extraor-dinario. -No puedo resistir -añadió Pepe-, aque-llas imágenes charoladas y bermellonadas, tansemejantes perdóneme Dios la comparación, alas muñecas con que juegan las niñas grandeci-tas. ¿Qué puedo decir de los vestidos de teatrocon que las cubren? Vi un San José con manto,cuya facha no quiero calificar por respeto alSanto Patriarca y a la Iglesia que le adora. Enlos altares se acumulan imágenes del más de-plorable gusto artístico, y la multitud de coro-nas, ramos, estrellas, lunas y demás adornos de

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metal o papel dorado forman un aspecto dequincallería que ofende el sentimiento religiosoy hace desmayar nuestro espíritu. Lejos de ele-varse a la contemplación religiosa, se abate, y laidea de lo cómico le perturba. Las grandesobras del arte, dando formas sensibles a lasideas, a los dogmas, a la fe, a la exaltaciónmística, realizan misión muy noble. Los mama-rrachos y las aberraciones del gusto, las obrasgrotescas con que una piedad mal entendidallena las iglesias, también cumplen su objeto;pero este es bastante triste: fomentan la supers-tición, enfrían el entusiasmo obligan a los ojosdel creyente a apartarse de los altares, y con losojos se apartan las almas que no tienen fe muyprofunda ni muy segura.

-La doctrina de los iconoclastas- dijo Jacinti-to-, también parece que está muy extendida enAlemania.

-Yo no soy iconoclasta, aunque prefiero ladestrucción de todas las imágenes, a esta ex-

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hibición de chocarrerías de que me ocupo -continuó el joven-. Al ver esto, es lícito defen-der que el culto debe recobrar la sencillez au-gusta de los antiguos tiempos; pero no: no serenuncie al auxilio admirable que las artes to-das, empezando por la poesía y acabando porla música, prestan a las relaciones entre elhombre y Dios. Vivan las artes, despléguese lamayor pompa en los ritos religiosos. Yo soypartidario de la pompa...

-Artista, artista y nada más que artista -exclamó el canónigo, moviendo la cabeza conexpresión de lástima-. Buenas pinturas, buenasestatuas, bonita música... Gala de los sentidos, yel alma que se la lleve el Demonio.

-Y a propósito de música -dijo Pepe Rey, sinadvertir el deplorable efecto que sus palabrasproducían en la madre y la hija-, figúrense us-tedes qué dispuesto estaría mi espíritu a la con-templación religiosa al visitar la catedral, cuan-do de buenas a primeras y al llegar al ofertorio

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en la misa mayor, el señor organista tocó unpasaje de La Traviatta.

-En eso tiene razón el Sr. de Rey -dijo el abo-gadillo enfáticamente-. El señor organista tocóel otro día el brindis y el wals de la misma ópe-ra y después un rondó de La Gran Duquesa.

-Pero cuando se me cayeron las alas del co-razón -continuó el ingeniero implacablemente-fue cuando vi una imagen de la Virgen queparece estar en gran veneración, según la mu-cha gente que ante ella había y la multitud develas que la alumbraban. La han vestido conahuecado ropón de terciopelo bordado de oro,de tan extraña forma que supera a las modasmás extravagantes del día. Desaparece su caraentre un follaje espeso, compuesto de mil suer-tes de encajes rizados con tenacillas, y la coronade media vara de alto rodeada de rayos de oro,es un disforme catafalco que le han armadosobre la cabeza. De la misma tela y con losmismos bordados son los pantalones del niño

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Jesús... No quiero seguir, porque la descripciónde cómo están la madre y el hijo me llevaríaquizás a cometer alguna irreverencia. No dirémás, sino que me fue imposible tener la risa yque por breve rato contemplé la profanadaimagen, exclamando: «¡Madre y señora mía,cómo te han puesto!».

Concluidas estas palabras, Pepe observó asus oyentes, y aunque a causa de la sombracrepuscular no se distinguían bien los semblan-tes, creyó ver en alguno de ellos señales deamarga consternación.

-Pues, Sr. D. José -exclamó vivamente elcanónigo, riendo y con expresión de triunfo-,esa imagen que a la filosofía y panteísmo deVd. parece tan ridícula, es Nuestra Señora delSocorro, patrona y abogada de Orbajosa, cuyoshabitantes la veneran de tal modo que seríancapaces de arrastrar por las calles al que habla-se mal de ella. Las crónicas y la historia, señormío, están llenas de los milagros que ha hecho,

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y aún hoy día vemos constantemente pruebasirrecusables de su protección. Ha de saber Vd.también que su señora tía doña Perfecta, escamarera de la Santísima Virgen del Socorro, yque ese vestido que a Vd. le parece tan grotes-co... pues... digo que ese vestido, tan grotesco alos impíos ojos de Vd. salió de esta casa, y quelos pantalones del niño obra son juntamente dela maravillosa aguja y de la acendrada piedadde su prima de usted Rosarito, que nos estáoyendo.

Pepe Rey se quedó bastante desconcertado.En el mismo instante levantose bruscamentedoña Perfecta, y sin decir una palabra se dirigióhacia la casa, seguida por el señor Penitencia-rio. Levantáronse también los restantes. Dis-poníase el aturdido joven a pedir perdón a suprima por la irreverencia, cuando observó queRosarito lloraba. Clavando en su primo unamirada de amistosa y dulce reprensión, ex-clamó:

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-¡Pero qué cosas tienes!...

Oyose la voz de doña Perfecta que con alte-rado acento, gritaba:

-¡Rosario, Rosario!

Esta corrió hacia la casa.

-X-La existencia de la discordia es evidente

Pepe Rey se encontraba turbado y confuso,furioso contra los demás y contra sí mismo,procurando indagar la causa de aquella pugnaentablada a pesar suyo entre su pensamiento yel pensamiento de los amigos de su tía. Pensa-tivo y triste, augurando discordias, permanecióbreve rato sentado en el banco de la glorieta,

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con la barba apoyada en el pecho, fruncido elceño, cruzadas las manos. Se creía solo.

De repente sintió una alegre voz que modu-laba entre dientes el estribillo de una canciónde zarzuela. Miró y vio a D. Jacinto en el rincónopuesto de la glorieta.

-¡Ah! Sr. de Rey -dijo de improviso el rapaz-no se lastiman impunemente los sentimientosreligiosos de la inmensa mayoría de una na-ción... Si no considere Vd. lo que pasó en laprimera revolución francesa...

Cuando Pepe oyó el zumbidillo de aquel in-secto, su irritación creció. Sin embargo, no hab-ía odio en su alma contra el mozalbete doctor.Este le mortificaba como mortifican las moscas;pero nada más. Rey sintió la molestia que ins-piran todos los seres importunos, y como quienahuyenta un zángano, contestó de este modo:

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-¿Qué tiene que ver la revolución francesacon el manto de la Virgen María?

Levantose para marchar hacia la casa; perono había dado cuatro pasos, cuando oyó denuevo el zumbar del mosquito que decía:

-Sr. D. José, tengo que hablar a Vd. de unasunto que le interesa mucho, y que puede tra-erle algún conflicto...

-¿Un asunto? -preguntó el joven retroce-diendo-. Veamos qué es eso.

-Usted lo sospechará tal vez -dijo Jacinto,acercándose a Pepe, y sonriendo con expresiónparecida a la de los hombres de negocios,cuando se ocupan de alguno muy grave-. Quie-ro hablar a Vd. del pleito...

-¿Qué pleito?... Amigo mío, yo no tengo plei-tos. Vd., como buen abogado, sueña con litigiosy ve papel sellado por todas partes.

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-¿Pero cómo?... ¿No tiene V. noticia de supleito? -preguntó con asombro el niño.

-¡De mi pleito!... Cabalmente, yo no tengopleitos, ni los he tenido nunca.

-Pues si no tiene Vd. noticia, más me alegrode habérselo advertido para que se ponga enguardia... Sí, señor, Vd. pleiteará.

-Y ¿con quién?

-Con el tío Licurgo y otros colindantes delpredio llamado los Alamillos.

Pepe Rey se quedó estupefacto.

-Sí, señor -añadió el abogadillo-. Hoy hemoscelebrado el Sr. Licurgo y yo una larga confe-rencia. Como soy tan amigo de esta casa, no hequerido dejar de advertírselo a Vd., para que silo cree conveniente, se apresure a arreglarlotodo.

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-Pero yo ¿qué tengo que arreglar? ¿Qué pre-tende de mí esa canalla?

-Parece que unas aguas que nacen en el pre-dio de Vd. han variado de curso y caen sobreunos tejares del susodicho Licurgo y un molinode otro, ocasionando daños de consideración.Mi cliente... porque se ha empeñado en que lehe de sacar de este mal paso... mi cliente, digo,pretende que usted restablezca el antiguo caucede las aguas, para evitar nuevos desperfectos yque le indemnice de los perjuicios que por in-dolencia del propietario superior ha sufrido.

-¡Y el propietario superior soy yo!... Si entroen un litigio, ese será el primer fruto que entoda mi vida me han dado los célebres Alami-llos, que fueron míos y que ahora, según en-tiendo, son de todo el mundo, porque lo mismoLicurgo que otros labradores de la comarca mehan ido cercenando poco a poco, año tras año,pedazos de terreno, y costará mucho restable-cer los linderos de mi propiedad.

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-Esa es cuestión aparte.

-Esa no es cuestión aparte. Lo que hay -exclamó el ingeniero, sin poder contener sucólera- es que el verdadero pleito será el que yoentable contra tal gentuza, que se propone sinduda aburrirme y desesperarme para queabandone todo y les deje continuar en posesiónde sus latrocinios. Veremos si hay abogados yjueces que apadrinen los torpes manejos deesos aldeanos legistas, que viven pleiteando yson la polilla de la propiedad ajena. Caballerito,doy a Vd. las gracias por haberme advertido losruines propósitos de esos palurdos más malosque Caco. Con decirle a Vd. que ese mismotejar y ese mismo molino en que Licurgo apoyasus derechos, son míos...

-Debe hacerse una revisión de los títulos depropiedad y ver si ha podido haber prescrip-ción en esto -dijo Jacintito.

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-¡Qué prescripción ni qué...! Esos infames nose reirán de mí. Supongo que la administraciónde justicia sea honrada y leal en la ciudad deOrbajosa...

-¡Oh, lo que es eso! -exclamó el letradillo conexpresión de alabanza-. El juez es persona exce-lente. Viene aquí todas las noches... Pero esextraño que Vd. no tuviera noticias de las pre-tensiones del Sr. Licurgo. ¿No le han citado aúnpara el juicio de conciliación?

-No.

-Será mañana... En fin, yo siento mucho queel apresuramiento del señor Licurgo me hayaprivado del gusto y de la honra de defenderle aVd.; pero cómo ha de ser... Licurgo se ha em-peñado en que yo he de sacarle de penas. Estu-diaré la materia con mayor detenimiento. Estaspícaras servidumbres son el gran escollo de lajurisprudencia.

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Pepe entró en el comedor en un estado mo-ral muy lamentable. Vio a doña Perfectahablando con el Penitenciario, y a Rosarito sola,con los ojos fijos en la puerta. Esperaba sin du-da a su primo.

-Ven acá, buena pieza -dijo la señora, son-riendo con muy poca espontaneidad-. Nos hasinsultado, gran ateo; pero te perdonamos. Ya séque mi hija y yo somos dos palurdas incapacesde remontarnos a las regiones de las matemáti-cas donde tú vives; pero en fin... todavía es po-sible que algún día te pongas de rodillas antenosotros, rogándonos que te enseñemos la doc-trina.

Pepe contestó con frases vagas y fórmulas decortesía y arrepentimiento.

-Por mi parte -dijo D. Inocencio, poniendoen los ojos expresión de modestia y dulzura-, sien el curso de estas vanas disputas he dicho

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algo que pueda ofender al Sr. D. José, le ruegoque me perdone. Aquí todos somos amigos.

-Gracias. No vale la pena...

-A pesar de todo -indicó doña Perfecta, son-riendo ya con más naturalidad-, yo soy siemprela misma para mi querido sobrino, a pesar desus ideas extravagantes y anti-religiosas... ¿Dequé creerás que pienso ocuparme esta noche?Pues de quitarle de la cabeza al tío Licurgo esasterquedades con que te piensa molestar. Le hemandado venir y en la galería me está esperan-do. Descuida, que yo lo arreglaré, pues aunqueconozco que no le falta razón...

-Gracias, muchas gracias, querida tía -repusoel joven, sintiéndose invadido por la onda degenerosidad que tan fácilmente nacía en sualma.

Pepe Rey dirigió la vista hacia donde estabasu prima, con intención de unirse a ella; pero

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algunas preguntas sagaces del canónigo le re-tuvieron al lado de doña Perfecta. Rosario esta-ba triste, oyendo con indiferencia melancólicalas palabras del abogadillo, que instalándosejunto a ella había comenzado una retahíla deconceptos empalagosos, con importunos chistessazonada, y fatuidades del peor gusto.

-Lo peor para ti -dijo doña Perfecta a su so-brino cuando le sorprendió observando la des-acorde pareja que formaban Rosario y Jacinto-,es que has ofendido a la pobre Rosario. Debeshacer todo lo posible por desenojarla. ¡La po-brecita es tan buena!...

-¡Oh, sí, tan buena! -añadió el canónigo-, queno dudo perdonará a su primo.

-Creo que Rosario me ha perdonado ya -afirmó Rey.

-Y si no, en corazones angelicales no duramucho el resentimiento -dijo D. Inocencio meli-

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fluamente-. Yo tengo algún ascendiente sobreesa niña, y procuraré disipar en su alma gene-rosa toda prevención contra Vd. En cuanto yole diga dos palabras...

Pepe Rey sintiendo que por su pensamientopasaba una nube.

-Tal vez no sea preciso -dijo con intención.

-No le hablo ahora -añadió el capitular- por-que está embelesada oyendo las tonterías deJacintillo... ¡Demonches de chicos! Cuando pe-gan la hebra, hay que dejarles.

De pronto se presentaron en la tertulia eljuez de primera instancia, la señora del alcaldey el deán de la catedral. Todos saludaron alingeniero, demostrando en sus palabras y acti-tudes que satisfacían, al verle, la más viva cu-riosidad. El juez era un mozalbete despabilado,de estos que todos los días aparecen en loscriaderos de eminencias, aspirando recién em-

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pollados a los primeros puestos de la adminis-tración y de la política. Dábase no poca impor-tancia, y hablando de sí mismo y de su juveniltoga, parecía manifestar enojo porque no lehubieran hecho de golpe y porrazo presidentedel Tribunal Supremo. En aquellas manos in-expertas, en aquel cerebro henchido de viento,en aquella presunción ridícula, había puesto elEstado las funciones más delicadas y más difíci-les de la humana justicia. Sus maneras eran deperfecto cortesano, y revelaba escrupuloso es-mero en todo lo concerniente a su persona. Ten-ía la maldita maña de estarse quitando y po-niendo a cada instante los lentes de oro, y en suconversación frecuentemente indicaba el em-peño de ser trasladado pronto a Madriz, paraprestar sus imprescindibles servicios en la se-cretaría de Gracia y Justicia.

La señora del alcalde era una dama bona-chona, sin otra flaqueza que suponerse muyrelacionada en la corte. Dirigió a Pepe Rey di-

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versas preguntas sobre modas, citando estable-cimientos industriales donde le habían hechouna manteleta o una falda en su último viaje,coetáneo de la visita de Muley-Abbas, y tam-bién nombró a una docena de duquesas y mar-quesas, tratándolas con tanta familiaridad co-mo a sus amiguitas de escuela. Dijo tambiénque la condesa de M. (por sus tertulias famosa)era amiga suya y que el 60 estuvo a visitarla, yla condesa la convidó a su palco en el Real,donde vio a Muley-Abbas en traje de moroacompañado de toda su morería. La alcaldesahablaba por los codos, como suele decirse, y nocarecía de chiste.

El señor deán era un viejo de edad avanza-da, corpulento y encendido, pletórico, apopléti-co; un hombre que se salía fuera de sí mismopor no caber en su propio pellejo, según estabade gordo y morcilludo. Procedía de la exclaus-tración, no hablaba más que de asuntos religio-

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sos, y desde el principio mostró hacia Pepe Reyel desdén más vivo.

Este se mostraba cada vez más inepto paraacomodarse a sociedad tan poco de su gusto.Era su carácter nada maleable, duro y de muyescasa flexibilidad, y rechazaba las perfidias yacomodamientos de lenguaje para simular laconcordia cuando no existía. Mantúvose, pues,bastante grave durante el curso de la fastidiosatertulia, obligado a resistir el ímpetu oratoriode la alcaldesa, que sin ser la Fama tenía el pri-vilegio de fatigar con cien lenguas el oídohumano. Si en el breve respiro que esta señoradaba a sus oyentes, Pepe Rey quería acercarse asu prima, pegábasele el Penitenciario como elmolusco a la roca, y llevándole aparte conademán misterioso, le proponía un paseo aMundogrande con el Sr. D. Cayetano o unapartida de pesca en las claras aguas del Nahara.

Por fin esto concluyó, porque todo concluyeen este mundo. Retirose el señor deán, dejando

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la casa vacía, y bien pronto no quedó de la se-ñora alcaldesa más que un eco, semejante alzumbido que recuerda en la humana oreja elreciente paso de una tempestad. El juez privótambién a la tertulia de su presencia, y por finD. Inocencio dio a su sobrino la señal de parti-da.

-Vamos, niño, vámonos que es tarde -le dijosonriendo-. ¡Cuánto has mareado a la pobreRosarito!... ¿Verdad, niña? Anda, buena pieza,a casa pronto.

-Es hora de acostarse -dijo doña Perfecta.

-Hora de trabajar -repuso el abogadillo.

-Por más que le digo que despache los nego-cios de día -añadió el canónigo-, no hace caso.

-¡Son tantos los negocios... tantos!... ¡perotantos!...

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-No, di más bien que esa endiablada obra enque te has metido... Él no lo quiere decir, Sr.don José; pero sepa Vd. que se ha puesto a es-cribir una obra sobre La influencia de la mujer enla sociedad cristiana y además una Ojeada sobre elmovimiento católico en... no sé dónde. ¿Qué en-tiendes tú de ojeadas ni de influencias?... Estosrapaces del día se atreven a todo. ¡Uf... qué chi-cos!... Con que vámonos a casa. Buenas noches,señora doña Perfecta... buenas noches, Sr. D.José... Rosarito...

-Yo esperaré al Sr. D. Cayetano -dijo Jacinto-para que me dé el Augusto Nicolás.

-¡Siempre cargando libros... hombre!... A ve-ces entras en casa que pareces un burro. Puesbien, esperemos.

-El Sr. D. Jacinto -dijo Pepe Rey- no escribe ala ligera y se prepara bien para que sus obrassean un tesoro de erudición.

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-Pero ese niño va a enfermar de la cabeza, Sr.D. Inocencio -objetó doña Perfecta-. Por Dios,mucho cuidado. Yo le pondría tasa en sus lec-turas.

-Ya que esperamos -indicó el doctorcillo connotorio acento de presunción-, me llevaré tam-bién el tercer tomo de Concilios. ¿No le parece aVd., tío?...

-Hombre, sí; no dejes eso de la mano. Puesno faltaba más.

Felizmente llegó pronto el Sr. D. Cayetano(que tertuliaba de ordinario en casa de D. Lo-renzo Ruiz) y entregados los libros, marcháron-se tío y sobrino.

Pepe Rey leyó en el triste semblante de suprima un deseo muy vivo de hablarle. Acercosea ella, mientras doña Perfecta y D. Cayetanotrataban a solas de un negocio doméstico.

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-Has ofendido a mamá -le dijo Rosario.

Sus facciones indicaban una especie de te-mor.

-Es verdad -repuso el joven-. He ofendido atu mamá: te he ofendido a ti...

-No; a mí no. Ya se me figuraba a mí que elniño Jesús no debe gastar calzones.

-Pero espero que una y otra me perdonarán.Tu mamá me ha manifestado hace poco tantabondad...

La voz de doña Perfecta vibró de súbito en elámbito del comedor, con tan discorde acento,que el sobrino se estremeció cual si oyese ungrito de alarma. La voz dijo imperiosamente:

-¡Rosario, vete a acostar!

Turbada y llena de congoja, la muchacha diovarias vueltas por la habitación, haciendo como

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que buscaba alguna cosa. Con todo disimulopronunció al pasar por junto a su primo, estasvagas palabras:

-Mamá está enojada...

-Pero...

-Está enojada... no te fíes, no te fíes.

Y se marchó. Siguiole después doña Perfec-ta, a quien aguardaba el tío Licurgo, y duranteun rato, las voces de la señora y del aldeanooyéronse confundidas en familiar conferencia.Quedose solo Pepe con D. Cayetano, el cual,tomando una luz, habló de este modo:

-Buenas noches, Pepe. No crea Vd. que voy adormir, voy a trabajar... Pero ¿por qué está Vd.tan meditabundo? ¿Qué tiene Vd.?... Pues sí, atrabajar. Estoy sacando apuntes para un Discur-so-Memoria sobre los Linajes de Orbajosa... Heencontrado datos y noticias de grandísimo pre-

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cio. No hay que darle vueltas. En todas las épo-cas de nuestra historia, los orbajosenses se handistinguido por su hidalguía, por su nobleza,por su valor, por su entendimiento. Díganlosino la conquista de Méjico, las guerras delEmperador, las de Felipe contra herejes... ¿Peroestá Vd. malo? ¿Qué le pasa a Vd.?... Pues sí,teólogos eminentes, bravos guerreros, conquis-tadores, santos, obispos, poetas, políticos, todasuerte de hombres esclarecidos florecieron enesta humilde tierra del ajo... No, no hay en lacristiandad pueblo más ilustre que el nuestro.Sus virtudes y sus glorias llenan toda la historiapatria y aún sobra algo... Vamos, veo que loque Vd. tiene es sueño: buenas noches... Puessí, no cambiaría la gloria de ser hijo de esta no-ble tierra por todo el oro del mundo. Augustallamáronla los antiguos, augustísima la llamo yoahora, porque ahora, como entonces, la hidal-guía, la generosidad, el valor, la nobleza sonpatrimonio de ella... Con que buenas noches,querido Pepe... se me figura que Vd. no está

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bueno. ¿Le ha hecho daño la cena?... Razóntiene Alonso González de Bustamante en suFloresta amena al decir que los habitantes deOrbajosa bastan por sí solos para dar grandezay honor a un reino. ¿No lo cree Vd. así?

-¡Oh!, sí, señor, sin duda ninguna -repusoPepe Rey, dirigiéndose bruscamente a su cuar-to.

-XI-La discordia crece

En los días sucesivos, Rey hizo conocimientocon varias personas de la población y visitó elCasino, trabando amistades con algunos indi-viduos de los que pasaban la vida en las salasde aquella corporación.

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Pero la juventud de Orbajosa no vivía cons-tantemente allí, como podrá suponer la malevo-lencia. Veíanse por las tardes en la esquina dela catedral y en la plazoleta formada por el cru-ce de las calles del Condestable y la Tripería,algunos caballeros que gallardamente envuel-tos en sus capas, estaban como de centinelaviendo pasar la gente. Si el tiempo era bueno,aquellas eminentes lumbreras de la cultura urb-saugustense se dirigían, siempre con la indis-pensable capita, al titulado paseo de las Descal-zas, el cual se componía de dos hileras de tísi-cos olmos y algunas retamas descoloridas. Allíla brillante pléyade atisbaba a las niñas de D.Fulano o de don Perencejo, que también habíanido a paseo, y la tarde se pasaba regularmente.Entrada la noche, el Casino se llenaba de nue-vo, y mientras una parte de los socios entregabasu alto entendimiento a las delicias del monte,los otros leían periódicos, y los más discutíanen la sala del café sobre asuntos de diversaíndole, como política, caballos, toros o bien so-

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bre chismes locales. El resumen de todos losdebates era siempre la supremacía de Orbajosay de sus habitantes sobre los demás pueblos ygentes de la tierra.

Eran aquellos varones insignes lo más gra-nado de la ilustre ciudad, propietarios ricos losunos, pobrísimos los otros; pero libres de altasaspiraciones todos. Tenían la imperturbableserenidad del mendigo, que nada apetece mien-tras no le falta un mendrugo para engañar alhambre y el sol para calentarse. Lo que princi-palmente distinguía a los orbajosenses del Ca-sino era un sentimiento de viva hostilidad haciatodo lo que de fuera viniese. Y siempre quealgún forastero de viso se presentaba en lasaugustas salas, creíanle venido a poner en dudala superioridad de la patria del ajo, o a dispu-tarle por envidia las preeminencias incontro-vertibles que Natura le concediera.

Cuando Pepe Rey se presentó, recibiéronlecon cierto recelo, y como en el Casino abunda-

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ba la gente graciosa, al cuarto de hora de estarallí el nuevo socio, ya se habían dicho acerca deél toda suerte de cuchufletas. Cuando a las re-iteradas preguntas de los socios contestó quehabía venido a Orbajosa con encargo de explo-rar la cuenca hullera del Nahara y estudiar uncamino, todos convinieron en que el Sr. D. Joséera un fatuo que quería darse tono inventandocriaderos de carbón y vías férreas. Alguno aña-dió:

-Pero en buena parte se ha metido. Estos se-ñores sabios creen que aquí somos tontos y quese nos engaña con palabrotas... Ha venido acasarse con la niña de doña Perfecta, y cuantodiga de cuencas hulleras es para echar facha.

-Pues esta mañana -indicó otro, que era uncomerciante quebrado- me dijeron en casa delas de Domínguez que ese señor no tiene unapeseta, y viene a que doña Perfecta le mantengay a ver si puede pescar a Rosarito.

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-Parece que ni es tal ingeniero, ni cosa que lovalga -añadió un propietario de olivos, quetenía empeñadas sus fincas por el doble de loque valían-. Pero ya se ve... Estos hambrientosde Madrid se creen autorizados para engañar alos pobres provincianos, y como creen que aquíandamos con taparrabo, amigo...

-Bien se le conoce que tiene hambre.

-Pues entre bromas y veras nos dijo anocheque somos unos bárbaros holgazanes.

-Que vivimos como los beduinos, tomandoel sol.

-Que vivíamos con la imaginación.

-Eso es: que vivimos con la imaginación.

-Y que esta ciudad era lo mismito que las deMarruecos.

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-Hombre: no hay paciencia para oír eso.¿Dónde habrá visto él (como no sea en París)una calle semejante a la del Condestable, quepresenta un frente de siete casas alineadas, to-das magníficas, desde la de doña Perfecta a lade Nicolasito Hernández?... Se figuran estoscanallas que uno no ha visto nada, ni ha estadoen París...

-También dijo con mucha delicadeza queOrbajosa era un pueblo de mendigos, y dio aentender que aquí vivimos en la mayor miseriasin darnos cuenta de ello.

-¡Válgame Dios!, si me lo llega a decir a mí,hay un escándalo en el Casino -exclamó el re-caudador de contribuciones-. ¿Por qué no ledijeron la cantidad de arrobas de aceite queprodujo Orbajosa el año pasado? ¿No sabe eseestúpido que en años buenos Orbajosa da panpara toda España y aun para toda Europa?Verdad es que ya llevamos no sé cuántos añosde mala cosecha; pero eso no es ley. ¿Pues y la

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cosecha del ajo? ¿A que no sabe ese señor quelos ajos de Orbajosa dejaron bizcos a los señoresdel jurado en la exposición de Londres?

Estos y otros diálogos se oían en las salas delCasino por aquellos días. A pesar de estashablillas tan comunes en los pueblos pequeños,que por lo mismo que son enanos suelen sersoberbios, Rey no dejó de encontrar amigossinceros en la docta corporación, pues ni todoseran maldicientes ni faltaban allí personas debuen sentido. Pero tenía nuestro joven la des-gracia, si desgracia puede llamarse, de manifes-tar sus impresiones con inusitada franqueza, yesto le atrajo algunas antipatías.

Iban pasando días. Además del disgusto na-tural que las costumbres de la ciudad episcopalle producían, diversas causas todas desagrada-bles empezaban a desarrollar en su ánimo hon-da tristeza, siendo de notar principalmente,entre aquellas causas, la turba de pleiteantesque cual enjambre voraz se arrojó sobre él.

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No era sólo el tío Licurgo, sino otros muchoscolindantes los que le reclamaban daños y per-juicios, o bien le pedían cuentas de tierras ad-ministradas por su abuelo. También le presen-taron una demanda por no sé qué contrato deaparcería que celebró su madre y no fue al pa-recer cumplido, y asimismo le exigieron el re-conocimiento de una hipoteca sobre las tierrasde Alamillos, hecha en extraño documento porsu tío. Era un hormiguero una inmunda gusa-nera de pleitos. Había hecho propósito de re-nunciar a la propiedad de sus fincas; pero entretanto su dignidad le obligaba a no ceder antelas marrullerías de los sagaces palurdos; y co-mo el Ayuntamiento le reclamó también porsupuesta confusión de su finca con un inmedia-to monte de Propios, viose el desgraciado jovenen el caso de tener que disipar las dudas queacerca de su derecho surgían a cada paso. Suhonra estaba comprometida, y no había otroremedio que pleitear o morir.

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Habíale prometido doña Perfecta en sumagnanimidad ayudarle a salir de tan torpeslíos por medio de un arreglo amistoso; peropasaban días y los buenos oficios de la ejemplarseñora no daban resultado alguno. Crecían lospleitos con la amenazadora presteza de unaenfermedad fulminante. Pepe Rey pasaba lar-gas horas del día en el juzgado dando declara-ciones, contestando a preguntas y a repregun-tas, y cuando se retiraba a su casa, fatigado ycolérico, veía aparecer la afilada y grotescacarátula del escribano, que le traía regular por-ción de papel sellado lleno de horribles fórmu-las... para que fuese estudiando la cuestión.

Se comprende que aquel no era hombre apropósito para sufrir tales reveses, pudiendoevitarlos con la ausencia. Representábase en suimaginación a la noble ciudad de su madre co-mo una horrible bestia que en él clavaba susferoces uñas y le bebía la sangre. Para librarsede ella bastábale, según su creencia, la fuga;

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pero un interés profundo, como interés del co-razón, le detenía, atándole a la peña de su mar-tirio con lazos muy fuertes. Sin embargo, llegóa sentirse tan fuera de su centro, llegó a versetan extranjero, digámoslo así, en aquella tene-brosa ciudad de pleitos, de antiguallas, de en-vidia y de maledicencia, que hizo propósito deabandonarla sin dilación, insistiendo al mismotiempo en el proyecto que a ella le condujera.Una mañana, encontrando ocasión a propósito,formuló su plan ante doña Perfecta.

-Sobrino mío -repuso esta con su acostum-brada dulzura-: no seas arrebatado. Vaya, quepareces de fuego. Lo mismo era tu padre ¡quéhombre! Eres una centella... Ya te he dicho quecon muchísimo gusto te llamaré hijo mío. Aun-que no tuvieras las buenas cualidades y el ta-lento que te distinguen (salvo los defectillos,que también los hay); aunque no fueras un ex-celente joven, basta que esta unión haya sidopropuesta por tu padre, a quien tanto debe mi

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hija y yo, para que la acepte. Rosario no seopondrá tampoco, queriéndolo yo. ¿Qué falta,pues? Nada; no falta nada más que un pocotiempo. No se puede hacer el casamiento con laprecipitación que tú deseas, y que daría lugar ainterpretaciones, quizás desfavorables a la hon-ra de mi querida hija... Vaya, que tú como nopiensas más que en máquinas, todo lo quiereshacer al vapor. Espera, hombre, espera... ¿quéprisa tienes? Ese aborrecimiento que le has co-gido a nuestra pobre Orbajosa es un capricho.Ya se ve: no puedes vivir sino entre condes ymarqueses y oradores y diplomáticos... ¡Quie-res casarte y separarme de mi hija para siem-pre! -añadió enjugándose una lágrima-. Ya queasí es, inconsiderado joven, ten al menos la ca-ridad de retardar algún tiempo esa boda quetanto deseas... ¡Qué impaciencia! ¡Qué amor tanfuerte! No creí que una pobre lugareña comomi hija inspirase pasiones tan volcánicas.

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No convencieron a Pepe Rey los razona-mientos de su tía; pero no quiso contrariarla.Resolvió, pues, esperar cuanto le fuese posible.Una nueva causa de disgustos uniose bienpronto a los que ya amargaban su existencia.Hacía dos semanas que estaba en Orbajosa, ydurante este tiempo no había recibido ningunacarta de su padre. No podía achacar esto a des-cuidos de la administración de correos de Or-bajosa, porque siendo el funcionario encargadode aquel servicio amigo y protegido de doñaPerfecta, esta le recomendaba diariamente elmayor cuidado para que las cartas dirigidas asu sobrino no se extraviasen. También iba a lacasa el conductor de la correspondencia, llama-do Cristóbal Ramos, por apodo Caballuco, per-sonaje a quien ya conocimos, y a este solía diri-gir doña Perfecta amonestaciones y reprimen-das tan enérgicas como la siguiente:

-¡Bonito servicio de correos tenéis!... ¿Cómoes que mi sobrino no ha recibido una sola carta

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desde que está en Orbajosa?... Cuando la con-ducción de la correspondencia corre a cargo desemejante tarambana, ¡cómo han de andar lascosas! Yo le hablaré al señor Gobernador de laprovincia para que mire bien qué clase de gentepone en la administración.

Caballuco alzando los hombros, miraba aRey con expresión de la más completa indife-rencia. Un día entró con un pliego en la mano.

-¡Gracias a Dios! -dijo doña Perfecta a su so-brino-. Ahí tienes cartas de tu padre. Regocíjate,hombre. Buen susto nos hemos llevado por lapereza de mi señor hermano en escribir... ¿Quédice?, está bueno sin duda -añadió al ver quePepe Rey abría el pliego con febril impaciencia.

El ingeniero se puso pálido al recorrer lasprimeras líneas.

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-¡Jesús, Pepe... qué tienes! -exclamó la seño-ra, levantándose con zozobra-. ¿Está malo tupapá?

-Esta carta no es de mi padre -repuso Pepe,revelando en su semblante la mayor consterna-ción.

-¿Pues qué es eso?...

-Una orden del ministerio de Fomento, enque se me releva del cargo que me confiaron...

-¡Cómo... es posible!

-Una destitución pura y simple, redactadaen términos muy poco lisonjeros para mí.

-¿Hase visto mayor picardía? -exclamó la se-ñora, volviendo de su estupor.

-¡Qué humillación! -murmuró el joven-. Es laprimera vez en mi vida que recibo un desairesemejante.

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-¡Pero ese Gobierno no tiene perdón de Dios!¡Desairarte a ti! ¿Quieres que yo escriba a Ma-drid? Tengo allá buenas relaciones y podréconseguir que el Gobierno repare esa falta bru-tal y te dé una satisfacción.

-Gracias, señora, no quiero recomendaciones-replicó el joven con displicencia.

-¡Es que se ven unas injusticias; unos atrope-llos!... ¡Destituir así a un joven de tanto mérito,a una eminencia científica...! Vamos; si no pue-do contener la cólera.

-Yo averiguaré -dijo Pepe, con la mayorenergía- quién se ocupa de hacerme daño...

-Ese señor ministro... Pero de estos politique-jos infames ¿qué se puede esperarse?

-En Orbajosa hay alguien que se ha propues-to hacerme morir de desesperación -afirmó eljoven visiblemente alterado-. Esto no es obra

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del ministro, esta y otras contrariedades queexperimento son resultado de un plan de ven-ganza, de un cálculo desconocido, de una ene-mistad irreconciliable; y este plan, este cálculo,esta enemistad, no lo dude Vd., querida tía,están aquí, están en Orbajosa.

-Tú te has vuelto loco -replicó doña Perfecta,demostrando un sentimiento semejante a lacompasión-. ¿Que tienes enemigos en Orbajo-sa? ¿Que alguien quiere vengarse de ti? Vamos,Pepe, tú has perdido el juicio. Las lecturas deesos libros en que se dice que tenemos porabuelos a los monos o a las cotorras, te han tras-tornado la cabeza.

Sonrió con dulzura al decir la última frase, ydespués, tomando un tono de familiar y cariño-sa amonestación, añadió:

-Hijo mío, los habitantes de Orbajosa sere-mos palurdos y toscos labriegos sin instrucción,

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sin finura ni buen tono; pero a lealtad y buenafe no nos gana nadie, nadie, pero nadie.

-No crea Vd. -dijo Pepe- que acuso a las per-sonas de esta casa. Pero sostengo que en la ciu-dad está mi implacable y fiero enemigo.

-Deseo que me enseñes ese traidor de melo-drama -repuso la señora, sonriendo de nuevo-.Supongo que no acusarás a Licurgo ni a losdemás que te han puesto pleito, porque los po-brecitos creen defender su derecho. Y entreparéntesis, no les falta razón en el caso presen-te. Además el tío Lucas te quiere mucho. Asímismo me lo ha dicho. Desde que te conoció,dice que le entraste por el ojo derecho, y el po-bre viejo te ha puesto un cariño...

-¡Sí... profundo cariño! -murmuró el joven.

-No seas tonto -añadió la señora, poniéndolela mano en el hombro y mirándole de cerca-.No pienses disparates y convéncete de que tu

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enemigo, si existe, está en Madrid, en aquelcentro de corrupción, de envidia y rivalidades,no en este pacífico y sosegado rincón, dondetodo es buena voluntad y concordia... Sin dudaalgún envidioso de tu mérito... Te advierto unacosa, y es, que si quieres ir allá para averiguarla causa de este desaire y pedir explicaciones alGobierno, no dejes de hacerlo por nosotras.

Pepe Rey fijó los ojos en el semblante de sutía, cual si quisiera escudriñarla hasta en lo másescondido de su alma.

-Digo que si quieres ir, no dejes de hacerlo -repitió la señora con calma admirable, confun-diéndose en la expresión de su semblante lanaturalidad con la honradez más pura.

-No, señora -repitió Pepe-. No pienso ir allá.

-Mejor; esa es también mi opinión. Aquíestás más tranquilo, a pesar de las cavilacionescon que te estás atormentando. ¡Pobre Pepillo!

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Tu entendimiento, tu descomunal entendimien-to, es la causa de tu desgracia. Nosotros, los deOrbajosa, pobres aldeanos rústicos, vivimosfelices en nuestra ignorancia. Yo siento muchoque no estés contento. ¿Pero es culpa mía que teaburras y desesperes sin motivo? ¿No te tratocomo a un hijo? ¿No te he recibido como la es-peranza de mi casa? ¿Puedo hacer más por ti?Si a pesar de eso, no nos quieres, si nos mues-tras tanto despego, si te burlas de nuestra reli-giosidad, si haces desprecios a nuestros amigos,¿es acaso porque no te tratemos bien?

Los ojos de doña Perfecta se humedecieron.

-Querida tía -dijo Rey, sintiendo que se disi-paba su encono-. También yo he cometido al-gunas faltas desde que soy huésped de estacasa.

-No seas tonto... ¡Qué faltas ni faltas! Entrepersonas de la misma familia todo se perdona.

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-Pero Rosario ¿dónde está? -preguntó el jo-ven levantándose-. ¿Tampoco la veré hoy?

-Está mejor. ¿Sabes que no ha querido bajar?

-Subiré yo.

-Hombre, no. Esa niña tiene unas terqueda-des... Hoy se ha empeñado en no salir de sucuarto. Se ha encerrado por dentro.

-¡Qué rareza!

-Se le pasará. Seguramente se le pasará. Ve-remos si esta noche le quitamos de la cabezasus ideas melancólicas. Organizaremos unatertulia que la divierta. ¿Por qué no te vas acasa del Sr. D. Inocencio y le dices que vengapor acá esta noche y que traiga a Jacintillo?

-¡A Jacintillo!

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-Sí, cuando a Rosario le dan estos accesos demelancolía, ese jovencito es el único que la dis-trae.

-Pero yo subiré...

-Hombre, no.

-Cuidado que hay etiquetas en esta casa.

-Tú te estás burlando de nosotros. Haz loque te digo.

-Pues quiero verla.

-Pues no. ¡Qué mal conoces a la niña!

-Yo creí conocerla bien... Bueno, me que-daré... Pero esta soledad es horrible.

-Ahí tienes al señor escribano.

-Maldito sea él mil veces.

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-Y me parece que ha entrado también el se-ñor procurador... es un excelente sujeto.

-Así le ahorcaran.

-Hombre, los asuntos de intereses, cuandoson propios, sirven de distracción. Alguien lle-ga... Me parece que es el perito agrónomo. Yatienes para un rato.

-¡Para un rato de infierno!

-Hola, hola, si no me engaño el tío Licurgo yel tío Paso-Largo acaban de entrar. Puede quevengan a proponerte un arreglo.

-Me arrojaré al estanque.

-¡Qué descastado eres! ¡Pues todos ellos tequieren tanto!... Vamos, para que nada falte, ahíestá también el alguacil. Viene a citarte.

-A crucificarme.

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Todos los personajes nombrados fueron en-trando en la sala.

-Adiós, Pepe, que te diviertas -dijo doña Per-fecta.

-¡Trágame, tierra! -exclamó el joven con de-sesperación.

-Sr. D. José...

-Mi querido Sr. D. José...

-Estimable Sr. D. José...

-Sr. D. José de mi alma...

-Mi respetable amigo Sr. D. José...

Al oír estas almibaradas insinuaciones, PepeRey exhaló un hondo suspiro y se entregó. En-tregó su cuerpo y su alma a los sayones, queesgrimieron horribles hojas de papel sellado,

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mientras la víctima, elevando los ojos al cielo,decía para sí con cristiana mansedumbre:

-Padre mío, ¿por qué me has abandonado?

-XII-Aquí fue Troya

Amor, amistad, aire sano para la respiraciónmoral, luz para el alma simpatía, fácil comerciode ideas y de sensaciones era lo que Pepe Reynecesitaba de una manera imperiosa. No te-niéndolo, aumentaban las sombras que envolv-ían su espíritu, y la lobreguez interior daba a sutrato displicencia y amargura. Al día siguientede las escenas referidas en el capítulo anterior,mortificole más que nada el ya demasiado largoy misterioso encierro de su prima, motivado, alparecer, primero por una enfermedad sin im-

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portancia, después por caprichos y nerviosida-des de difícil explicación.

Rey extrañaba conducta tan contraria a laidea que había formado de Rosarito. Habíantranscurrido cuatro días sin verla, no cierta-mente porque a él le faltasen deseos de estar asu lado; y tal situación comenzaba a ser desai-rada y ridícula, si con un acto de firme iniciati-va no ponía remedio en ello.

-¿Tampoco hoy veré a mi prima? -preguntóde mal talante a su tía, cuando concluyeron decomer.

-Tampoco. ¡Sabe Dios cuánto lo siento!...Bastante le he predicado hoy. A la tarde vere-mos...

La sospecha de que en tan injustificado en-cierro su adorable prima era más bien víctimasin defensa, que autora resuelta con actividadpropia e iniciativa, le indujo a contenerse y es-

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perar. Sin esta sospecha, hubiera partido aquelmismo día. No tenía duda alguna de ser amadopor Rosario mas era evidente que una presióndesconocida actuaba entre los dos para separar-los, y parecía propio de un varón honrado ave-riguar de quién procedía aquella fuerza malig-na, y contrarrestarla hasta donde alcanzara lavoluntad humana.

-Espero que la obstinación de Rosario no du-rará mucho -dijo a doña Perfecta, disimulandosus verdaderos sentimientos.

Aquel día tuvo una carta de su padre, en lacual este se quejaba de no haber recibido nin-guna de Orbajosa, circunstancia que aumentólas inquietudes del ingeniero, confundiéndolemás. Por último, después de vagar largo ratosolo por la huerta de la casa, salió y fue al Casi-no. Entró en él, como un desesperado que searroja al mar.

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Encontró en las principales salas a variaspersonas que charlaban y discutían. En un gru-po desentrañaban con lógica sutil difíciles pro-blemas de toros; en otro disertaban sobre cuáleseran los mejores burros entre las castas de Or-bajosa y Villahorrenda. Hastiado hasta lo sumo,Pepe Rey abandonó estos debates y se dirigió ala sala de periódicos, donde hojeó varias revis-tas sin encontrar deleite en la lectura; y pocodespués, pasando de sala en sala, fue a pararsin saber cómo a la del juego. Cerca de doshoras estuvo en las garras del horrible demonioamarillo, cuyos resplandecientes ojos de oroproducen tormento y fascinación. Ni aun lasemociones del juego alteraron el sombrío esta-do de su alma, y el tedio que antes le empujarahacia el verde tapete, apartole también de él.Huyendo del bullicio, dio con su cuerpo en unaestancia destinada a tertulia, en la cual a lasazón no había alma viviente, y con indolenciase sentó junto a la ventana de ella, mirando a lacalle.

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Era esta angostísima y con más ángulos y re-codos que casas, sombreada toda por la pavo-rosa catedral, que al extremo alzaba su negromuro carcomido. Pepe Rey miró a todos lados,arriba y abajo, y observó un plácido silencio desepulcro: ni un paso, ni una voz, ni una mirada.De pronto hirieron su oído rumores extraños,como cuchicheos de femeninos labios y des-pués el chirrido de cortinajes que se corrían,algunas palabras, y por fin el tararear suave deuna canción, el ladrido de un falderillo, y otrasseñales de existencia social, que parecían muysingulares en tal sitio. Observando bien, PepeRey vio que tales rumores procedían de unenorme balcón con celosías, que frente por fren-te a la ventana mostraba su corpulenta fábrica.No había concluido sus observaciones cuandoun socio del Casino apareció de súbito a su la-do, y riendo le interpeló de este modo:

-¡Ah! Sr. D. Pepe, ¡picarón!, ¿se ha encerradousted aquí para hacer cocos a las niñas?

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El que esto decía era D. Juan Tafetán, un su-jeto amabilísimo, y de los pocos que habíanmanifestado a Rey en el Casino cordial amistady verdadera admiración. Con su carilla berme-llonada, su bigotejo teñido de negro, sus ojuelosvivarachos, su estatura mezquina, su pelo congran estudio peinado para ocultar la calvicie, D.Juan Tafetán presentaba una figura bastantediferente de la de Antinóo; pero era muysimpático; tenía mucho gracejo, y felicísimoingenio para contar aventuras graciosas. Reíamucho, y al hacerlo su cara se cubría toda, des-de la frente a la barba, de grotescas arrugas. Apesar de estas cualidades y del aplauso quedebía estimular su disposición a las picantesburlas, no era maldiciente. Queríanle todos, yPepe Rey pasaba con él ratos agradables. Elpobre Tafetán, empleado antaño en la adminis-tración civil de la capital de la provincia, vivíamodestamente de su sueldo en la secretaría deBeneficencia, y completaba su pasar tocandogallardamente el clarinete en las procesiones,

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en las solemnidades de la catedral y en el tea-tro, cuando alguna traílla de desesperadoscómicos aparecía por aquellos países con elalevoso propósito de dar funciones en Orbajo-sa.

Pero lo más singular en D. Juan Tafetán erasu afición a las muchachas guapas. Él mismo,cuando no ocultaba su calvicie con seis pelosllenos de pomada, cuando no se teñía el bigote,cuando andaba derechito y espigado (5) por lapoca pesadumbre de los años, había sido unTenorio formidable. Oírle contar sus conquistasera cosa de morirse de risa, porque hay Teno-rios de Tenorios y aquel fue de los más origina-les.

-¿Qué niñas? Yo no veo niñas en ningunaparte -repuso Pepe Rey.

-Hágase Vd. el anacoreta.

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Una de las celosías del balcón se abrió, de-jando ver un rostro juvenil encantador y risue-ño, que desapareció al instante, como una luzapagada por el viento.

-Ya, ya veo.

-¿No las conoce Vd.?

-Por mi vida que no.

-Son las Troyas, las niñas de Troya. Pues noconoce Vd. nada bueno... Tres chicas preciosí-simas, hijas de un coronel de Estado Mayor dePlazas que murió en las calles de Madrid el 54.

La celosía se abrió de nuevo y comparecie-ron dos caras.

-Se están burlando de nosotros, Sr. D. Pepe -dijo Tafetán, haciendo una seña amistosa a lasniñas.

-¿Las conoce Vd.?

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-¿Pues no las he de conocer? Las pobresestán en la miseria. Yo no sé cómo viven.Cuando murió D. Francisco Troya, se hizo unasuscrición para mantenerlas; pero esto durópoco.

-¡Pobres muchachas! Me figuro que no seránun modelo de honradez...

-¿Por qué no?... Yo no creo lo que en el pue-blo se dice de ellas.

Funcionó de nuevo la celosía.

-Buenas tardes, niñas -gritó D. Juan Tafetán,dirigiéndose a las tres, que artísticamente agru-padas aparecieron-. Este caballero dice que lobueno no debe esconderse y que abran Vds.toda la celosía.

Pero la celosía se cerró y alegre concierto derisas difundió una extraña alegría por la triste

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calle. Creeríase que pasaba una bandada depájaros.

-¿Quiere Vd. que vayamos allá? -dijo desúbito Tafetán.

Sus ojos brillaban, y una sonrisa picarescaretozaba en sus amoratados labios.

-¿Pero qué clase de gente es esa?

-Ande Vd. Sr. de Rey... Las pobrecitas sonhonradas. ¡Bah! Si se alimentan del aire comolos camaleones. Diga Vd., el que no come¿puede pecar? Bastante virtuosas son las infeli-ces. Y si pecaran, limpiarían su conciencia conel gran ayuno que hacen.

-Pues vamos.

Un momento después, D. Juan Tafetán y Pe-pe Rey entraron en la sala. El aspecto de la mi-seria que con horribles esfuerzos pugnaba porno serlo, afligió al joven. Las tres muchachas

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eran muy lindas, principalmente las dos máspequeñas, morenas, pálidas, de negros ojos ysutil talle. Bien vestidas y bien calzadas, habr-ían parecido retoños de duquesa, en canditurapara entroncar con príncipes.

Cuando la visita entró, las tres se quedaronmuy cortadas; pero bien pronto mostraron laíndole de su genial frívolo y alegre. Vivían en lamiseria, como los pájaros en la prisión, sin dejarde cantar tras los hierros lo mismo que en laopulencia del bosque. Pasaban el día cosiendo,lo cual indicaba por lo menos, un principio dehonradez; pero en Orbajosa, ninguna personade suposición se trataba con ellas. Estaban, has-ta cierto punto, proscritas, degradadas, acordo-nadas, lo cual, hasta cierto punto, indicabatambién algún motivo de escándalo. Pero enhonor de la verdad debe decirse que la malareputación de las Troyas consistía, más quenada, en su fama de chismosas, enredadoras,traviesas y despreocupadas. Dirigían anónimos

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a graves personas ponían motes a todo vivientede Orbajosa, desde el obispo al último zascan-dil; tiraban piedrecitas a los transeúntes; chi-cheaban escondidas tras las rejas para reírsecon la confusión y azoramiento del que pasaba;sabían todos los sucesos de la vecindad, para locual tenían en constante uso los tragaluces yagujeros todos de la parte alta de la casa; canta-ban de noche en el balcón; se vestían de másca-ra en Carnaval para meterse en las casas másalcurniadas, con otras majaderías y libertadespropias de los pueblos pequeños. Pero cual-quiera que fuese la razón, ello es que el agra-ciado triunvirato Troyano, tenía sobre sí unestigma de esos que una vez puestos por sus-ceptible vecindario, acompañan implacable-mente hasta más allá de la tumba.

-¿Este es el caballero que dicen ha venido asacar minas de oro? -dijo una.

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-¿Y a derribar la catedral para hacer con laspiedras de ella una fábrica de zapatos? -añadióotra.

-¿Y a quitar de Orbajosa la siembra del ajopara poner algodón o el árbol de la canela?

Pepe no pudo reprimir la risa ante tales des-propósitos.

-No viene sino a hacer una recolección deniñas bonitas para llevárselas a Madrid -dijoTafetán.

-¡Ay! ¡De buena gana me iría! -exclamó una.

-A las tres, a las tres me las llevo -afirmó Pe-pe-. Pero sepamos una cosa: ¿por qué se reíanVds. de mí cuando estaba en la ventana delCasino?

Tales palabras fueron la señal de nuevas ri-sas.

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-Estas son unas tontas -dijo la mayor de lastres-. Fue porque dijimos que Vd. se merecealgo más que la niña de doña Perfecta.

-Fue porque esta dijo que Vd. está perdiendoel tiempo y que Rosarito no quiere sino gentede iglesia.

-¡Qué cosas tienes! Yo no he dicho tal cosa.Tú dijiste que este caballero es ateo luterano yentra en la catedral fumando y con el sombreropuesto.

-Pues yo no lo inventé -manifestó la menor-que eso me lo dijo ayer Suspiritos.

-¿Y quién es esa Suspiritos que dice de mí ta-les tonterías?

-Suspiritos es... Suspiritos.

-Niñas mías -dijo Tafetán con semblante al-mibarado-. Por ahí va el naranjero. Llamadle,que os quiero convidar a naranjas.

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Una de las tres llamó al vendedor.

La conversación entablada por las niñasdesagradó bastante a Pepe Rey, disipando laligera impresión de contento entre aquellachusma alegre y comunicativa. No pudo, sinembargo, contener la risa cuando vio a D. JuanTafetán descolgar un guitarrillo y rasguearlocon la gracia y destreza de los años juveniles.

-Me han dicho que Vds. saben cantar a lasmil maravillas -manifestó Rey.

-Que cante D. Juan Tafetán.

-Yo no canto.

-Ni yo -dijo la segunda, ofreciendo al inge-niero algunos cascos de la naranja que acababade mondar.

-María Juana, no abandones la costura -dijola Troya mayor-. Es tarde y hay que acabar lasotana esta noche.

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-Hoy no se trabaja. Al demonio las agujas -exclamó Tafetán.

En seguida entonó una canción.

-La gente se para en la calle -dijo la Troyasegunda, asomándose al balcón-. Los gritos dedon Juan Tafetán se oyen desde la plaza... ¡Jua-na, Juana!

-¿Qué?

-Por la calle va Suspiritos.

La más pequeña voló al balcón.

-Tírale una cáscara de naranja.

Pepe Rey se asomó también; vio que por lacalle pasaba una señora, y que con diestra pun-tería la menor de las Troyas le asestó un casca-razo en el moño. Después cerraron con precipi-tación, y las tres se esforzaban en sofocar con-

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vulsamente su risa para que no se oyera desdela vía pública.

-Hoy no se trabaja -gritó una de ellas, vol-cando de un puntapié la cesta de la costura.

-Es lo mismo que decir «mañana no se co-me» -añadió la mayor, recogiendo los enseres.

Pepe Rey se echó instintivamente mano albolsillo. De buena gana les hubiera dado unalimosna. El espectáculo de aquellas infeliceshuérfanas, condenadas por el mundo a causade su frivolidad, le entristecía sobremanera. Siel único pecado de las Troyas, si el único des-ahogo con que compensaban su soledad, supobreza y abandono, era tirar cortezas de na-ranja al transeúnte, bien se las podía disculpar.Quizás las austeras costumbres del poblachónen que vivían las había preservado del vicio;pero las desgraciadas carecían de compostura ycomedimiento, fórmula común y más visibledel pudor, y bien podía suponerse que habían

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echado por la ventana algo más que cáscaras.Pepe Rey sentía hacia ellas una lástima profun-da. Observó sus miserables vestidos, compues-tos, arreglados y remendados de mil modospara que pareciesen nuevos, observó sus zapa-tos rotos... y otra vez se llevó la mano al bolsi-llo.

-Podrá el vicio reinar aquí -dijo para sí-; perolas fisonomías, los muebles, todo me indica queestos son los infelices restos de una familiahonrada. Si estas pobres muchachas fueran tanmalas como dicen, no vivirían tan pobrementeni trabajarían. En Orbajosa hay hombres ricos.

Las tres niñas se le acercaban sucesivamente.Iban de él al balcón, del balcón a él, sosteniendoconversación picante y ligera, que indicaba,fuerza es decirlo, una especie de inocencia enmedio de tanta frivolidad y despreocupación.

-Sr. D. José, ¡qué excelente señora es doñaPerfecta!

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-Es la única persona de Orbajosa que no tie-ne apodo, la única persona de que no se hablamal en Orbajosa.

-Todos la respetan.

-Todos la adoran.

A estas frases, el joven respondía con ala-banzas de su tía; pero se le pasaban ganas desacar dinero del bolsillo y decir: «María Juana,tome Vd. para unas botas. Pepa, tome Vd. paraque se compre un vestido. Florentina, tome Vd.para que coman una semana...». Estuvo a puntode hacerlo como lo pensaba.

En un momento en que las tres corrieron albalcón para ver quién pasaba, D. Juan Tafetánse acercó a él y en voz baja le dijo:

-¡Qué monas son! ¿No es verdad?... ¡Pobrescriaturas! Parece mentira que sean tan alegres,

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cuando... bien puede asegurarse que hoy nohan comido.

-D. Juan, D. Juan -gritó Pepilla-. Por ahí vie-ne su amigo de Vd. Nicolasito Hernández, o seaCirio Pascual, con su sombrero de tres pisos.Viene rezando en voz baja, sin duda por lasalmas de los que ha mandado al hoyo con sususuras.

-¿A que no le dicen Vds. el remoquete?

-¿A que sí?

-Juana, cierra las celosías. Dejémosle que pa-se, y cuando vaya por la esquina, yo gritaré:¡Cirio, Cirio Pascual!...

D. Juan Tafetán corrió al balcón.

-Venga, Vd. D. José, para que conozca estetipo.

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Pepe Rey aprovechó el momento en que lastres muchachas y D. Juan se regocijaban en elbalcón, llamando a Nicolasito Hernández con elapodo que tanto le hacía rabiar; y acercándosecon toda cautela a uno de los costureros que enla sala había, colocó dentro de él media onzaque le quedaba del juego.

Después corrió al balcón, a punto que lasdos más pequeñas, gritaban entre locas risas:«¡Cirio Pascual, Cirio Pascual!».

-XIII-Un casus belli

Después de esta travesura, las tres entabla-ron con los caballeros una conversación tiradasobre asuntos y personas de la ciudad. El inge-niero, recelando que su fechoría se descubriese,estando él presente, quiso marcharse, lo cual

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disgustó mucho a las Troyas. Una de estas quehabía salido fuera de la sala, regresó diciendo:

-Ya está Suspiritos en campaña colgando laropa.

-D. José querrá verla -indicó otra.

-Es una señora muy guapa. Y ahora se peinaa estilo de Madrid. Vengan Vds., caballeros.

Lleváronles al comedor de la casa (pieza derarísimo uso), del cual se salía a un terrado,donde había algunos tiestos de flores y no po-cos trastos abandonados y hechos pedazos.Desde allí veíase el hondo patio de una casacolindante, con una galería llena de verdes en-redaderas y hermosas macetas esmeradamentecuidadas. Todo indicaba allí una vivienda degente modesta pulcra y hacendosa.

Las de Troya, acercándose al borde de laazotea miraron atentamente a la casa vecina, e

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imponiendo silencio a los galanes, se retiraronluego a aquella parte del terrado, desde dondenada se veía ni había peligro de ser visto.

-Ahora sale de la despensa con un cazuelode garbanzos -dijo María Juana, estirando elcuello para ver un poco.

-¡Zas! -exclamó otra, arrojando una piedreci-lla.

Oyose el ruido del proyectil al chocar contralos cristales de la galería, y luego una coléricavoz que gritaba:

-Ya nos han roto otro cristal esas...

Ocultas las tres en el rincón del terrado, jun-to a los dos caballeros, sofocaban la risa.

-La señora Suspiritos está muy incomodada-dijo Pepe Rey-. ¿Por qué la llaman Vds. así?

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-Porque siempre que habla suspira entre pa-labra y palabra, y aunque de nada carece,siempre se está lamentando.

Hubo un momento de silencio en la casa deabajo. Pepita Troya atisbó con cautela.

-Allá viene otra vez -murmuró en voz baja,imponiendo silencio-. María, dame una china...A ver... zas... allá va.

-No le has acertado.

-Dio en el suelo.

-A ver si puedo yo... Esperaremos a que sal-ga otra vez de la despensa.

-Ya... ya sale. En guardia, Florentina.

-¡A la una, a las dos, a las tres!... ¡Paf!...

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Oyose abajo un grito de dolor, un voto, unaexclamación varonil, pues era un hombre el quela daba.

Pepe Rey pudo distinguir claramente estaspalabras:

-¡Demonche! Me han agujereado la cabezaesas... ¡Jacinto, Jacinto! ¿Pero qué canalla devecindad es esta?...

-¡Jesús, María y José, lo que he hecho! -exclamó llena de consternación Florentina-, lehe dado en la cabeza al Sr. D. Inocencio.

-¿Al Penitenciario? -dijo Pepe Rey estupefac-to.

-Sí.

-¿Vive en esa casa?

-¿Pues dónde ha de vivir?

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-Esa señora de los suspiros...

-Es su sobrina, su ama o no sé qué. Nos di-vertimos con ella, porque es muy cargante; pe-ro con el señor Penitenciario no solemos gastarbromas.

Mientras rápidamente se pronunciaban laspalabras de este diálogo, Pepe Rey vio que fren-te al terrado y muy cerca de él se abrían loscristales de una ventana perteneciente a lamisma casa bombardeada; vio que aparecía unacara risueña, una cara conocida, una cara cuyavista le aturdió y le consternó y le puso pálidoy trémulo. Era Jacintito, que interrumpido ensus graves estudios, abrió la ventana de su des-pacho, presentándose en ella con la pluma en laoreja. Su rostro púdico, fresco y sonrosado dabaa tal aparición aspecto semejante al de una au-rora.

-Buenas tardes, Sr. D. José -dijo festivamen-te.

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La voz de abajo gritaba de nuevo:

-¡Jacinto, pero Jacinto!

-Allá voy, tío. Estaba saludando a un ami-go...

-Vámonos, vámonos -gritó Florentina conzozobra-. El señor Penitenciario va a subir alcuarto de D. Nominavito y nos echará un res-ponso.

-Vámonos, cerremos la puerta del comedor.

Abandonaron en tropel el terrado.

-Debieron Vds. prever que Jacintito las veríadesde su templo del saber -dijo Tafetán.

-D. Nominavito es amigo nuestro -repuso unade ellas-. Desde su templo de la ciencia nos dicea la calladita mil ternezas, y también nos echabesos volados.

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-¿Jacinto? -preguntó el ingeniero-, ¿qué en-diablado nombre le han puesto Vds.?

-D. Nominavito...

Las tres rompieron a reír.

-Lo llamamos así porque es muy sabio.

-No: porque cuando nosotras éramos chicas,él era chico también, pues... sí. Salíamos al te-rrado a jugar y le sentíamos estudiando en vozalta sus lecciones.

-Sí; y todo el santo día estaba cantando.

-Declinando, mujer. Eso es: se ponía de estemodo Nominavito rosa, Genivito, Davito, Acusavi-to.

-Supongo que yo también tendré mi nombrepostizo -dijo Pepe Rey.

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-Que se lo diga a Vd. María Juana -replicóFlorentina ocultándose.

-¿Yo?... díselo tú, Pepa.

-Vd. no tiene nombre todavía, D. José.

-Pero lo tendré. Prometo que vendré a saber-lo, a recibir la confirmación -indicó el joven, conintención de retirarse.

-¿Pero se va Vd.?

-Sí. Ya han perdido Vds. bastante tiempo.Niñas, a trabajar. Esto de arrojar piedras a losvecinos y a los transeúntes no es la ocupaciónmás a propósito para unas jóvenes tan lindas yde tanto mérito... Conque abur...

Y sin esperar más razones ni hacer caso delos cumplidos de las muchachas, salió a todaprisa de la casa, dejando en ella a D. Juan Ta-fetán.

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La escena que había presenciado, la vejaciónsufrida por el canónigo, la inopinada presenciadel doctorcillo, aumentaron las confusiones,recelos y presentimientos desagradables queturbaban el alma del pobre ingeniero. Deplorócon toda su alma haber entrado en casa de lasTroyas, y resuelto a emplear mejor el tiempo,mientras su hipocondría le durase, recorrió lascalles de la población.

Visitó el mercado, la calle de la Tripería,donde estaban las principales tiendas; observólos diversos aspectos que ofrecían la industria ycomercio de la gran Orbajosa, y como no halla-ra sino nuevos motivos de aburrimiento, enca-minose al paseo de las Descalzas; pero no vioen él más que algunos perros vagabundos, por-que con motivo del viento molestísimo quereinaba, caballeros y señoras se habían queda-do en sus casas. Fue a la botica, donde hacíantertulia diversas especies de progresistas ru-miantes, que estaban perpetuamente mastican-

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do un tema sin fin; pero allí se aburrió más.Pasaba al fin junto a la catedral, cuando sintióel órgano y los hermosos cantos de coro. Entró,arrodillose delante del altar mayor, recordandolas advertencias que acerca de la composturadentro de la iglesia le hiciera su tía; visitó luegouna capilla, y disponíase a entrar en otra, cuan-do un acólito, celador o perrero se le acercó, ycon modales muy descorteses y descompuestolenguaje, le habló así:

-Su Ilustrísima dice que se plante Vd. en lacalle.

El ingeniero sintió que la sangre se agolpabaen su cerebro. Sin decir una palabra obedeció.

Arrojado de todas partes por fuerza superioro por su propio hastío, no tenía más recursoque ir a casa de su tía, donde le esperaban:

1. El tío Licurgo para anunciarle un segundopleito.

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2. El Sr. D. Cayetano, para leerle un nuevotrozo de su discurso sobre los linajes de Orbajo-sa.

3. Caballuco, para un asunto que no habíamanifestado.

4. Doña Perfecta y su sonrisa bondadosa, pa-ra lo que se verá en el capítulo siguiente.

-XIV-La discordia sigue creciendo

Una nueva tentativa de ver a su prima Rosa-rio fracasó al caer de la tarde. Pepe Rey se en-cerró en su cuarto para escribir varias cartas, yno podía apartar de su mente una idea fija.

-Esta noche o mañana -decía- se acabará estode una manera o de otra.

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Cuando le llamaron para la cena, doña Per-fecta se dirigió a él en el comedor, diciéndole debuenas a primeras:

-Querido Pepe, no te apures, yo aplacaré alSr. D. Inocencio... Ya estoy enterada. MaríaRemedios, que acaba de salir de aquí, me lo hacontado todo.

El semblante de la señora irradiaba satisfac-ción, semejante a la de un artista orgulloso desu obra.

-¿Qué?

-Yo te disculparé, hombre. Tomarías algunascopas en el Casino, ¿no es esto? He aquí el re-sultado de las malas compañías. ¡D. Juan Ta-fetán, las Troyas!... Esto es horrible, espantoso.¿Has meditado bien?...

-Todo lo he meditado, señora -repuso Pepe,decidido a no entrar en discusiones con su tía.

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-Me guardaré muy bien de escribirle a tupadre lo que has hecho.

-Puede V. escribirle lo que guste.

-Vamos: te defenderás desmintiéndome.

-Yo no desmiento.

-Luego confiesas que estuviste en casa deesas...

-Estuve.

-Y que le diste media onza, porque, segúnme ha dicho María Remedios, esta tarde bajóFlorentina a la tienda del extremeño a que lecambiaran media onza. Ellas no podían haberlaganado con su costura. Tú estuviste hoy en casade ellas; luego...

-Luego yo se la di. Perfectamente.

-No lo niegas.

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-¡Qué he de negarlo! Creo que puedo hacerde mi dinero lo que mejor me convenga.

-Pero de seguro sostendrás que no apedreas-te al Sr. Penitenciario.

-Yo no apedreo.

-Quiero decir que ellas en presencia tuya...

-Eso es otra cosa.

-E insultaron a la pobre María Remedios.

-Tampoco lo niego.

-¿Y cómo justificarás tu conducta? Pepe...por Dios. No dices nada; no te arrepientes, noprotestas... no...

-Nada, absolutamente nada, señora.

-Ni siquiera procuras desagraviarme.

-Yo no he agraviado a Vd...

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-Vamos, ya no te falta más que... Hombre,coge ese palo y pégame.

-Yo no pego.

-¡Qué falta de respeto!... ¡qué...! ¿No cenas?

-Cenaré.

Hubo una pausa de más de un cuarto dehora. D. Cayetano, doña Perfecta y Pepe Reycomían en silencio. Este se interrumpió cuandoD. Inocencio entró en el comedor.

-¡Cuánto lo he sentido, Sr. D. José de mi al-ma!... Créame Vd. que lo he sentido de veras -dijo estrechando la mano al joven y mirándolecon expresión de lástima profunda.

El ingeniero no supo qué contestar; tanta erasu confusión.

-Me refiero al suceso de esta tarde.

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-¡Ah!... ya.

-A la expulsión de Vd. del sagrado recintode la iglesia catedral.

-El señor obispo -dijo Pepe Rey- debía pen-sarlo mucho antes de arrojar a un cristiano dela iglesia.

-Y es verdad, yo no sé quién le ha metido enla cabeza a Su Ilustrísima que Vd. es hombre demalísimas costumbres; yo no sé quién le hadicho que usted hace alarde de ateísmo en to-das partes; que se burla de cosas y personassagradas, y aun que proyecta derribar la cate-dral para edificar con sus piedras una granfábrica de alquitrán. Yo he procurado disuadir-le; pero su Ilustrísima es un poco terco.

-Gracias por tanta bondad, Sr. D. Inocencio.

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-Y eso que el señor Penitenciario no tienemotivos para guardarte tales consideraciones.Por poco más le dejan en el sitio esta tarde.

-¡Bah!... ¿pues qué? -dijo el sacerdote riendo-. ¿Ya se tiene aquí noticia de la travesurilla?...Apuesto a que María Remedios vino con elcuento. Pues se lo prohibí, se lo prohibí de unmodo terminante. La cosa en sí no vale la pena,¿no es verdad, Sr. de Rey?

-Puesto que Vd. lo juzga así...

-Ese es mi parecer. Cosas de muchachos... Lajuventud, digan lo que quieran los modernos,se inclina al vicio y a las acciones viciosas. El Sr.D. José, que es una persona de grandes pren-das, no podía ser perfecto... ¿qué tiene de parti-cular que esas graciosas niñas le sedujeran ydespués de sacarle el dinero, le hicierancómplice de sus desvergonzados y criminalesinsultos a la vecindad? Querido amigo mío, porla dolorosa parte que me cupo en los juegos de

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esta tarde -añadió, llevándose la mano a la re-gión lastimada-, no me doy por ofendido, nisiquiera mortificaré a Vd. con recuerdos de tandesagradable incidente. He sentido verdaderapena al saber que María Remedios había veni-do a contarlo todo... Es tan chismosa mi sobri-na... Apostamos a que también contó lo de lamedia onza, y los retozos de Vd. con las niñasen el tejado, y las carreras y pellizcos, y el bailo-teo de D. Juan Tafetán... ¡Bah!, estas cosas debi-eran quedar en secreto.

Pepe Rey no sabía lo que le mortificaba más,si la severidad de su tía o las hipócritas condes-cendencias del canónigo.

-¿Por qué no se han de decir? -indicó la se-ñora-. Él mismo no parece avergonzado de suconducta. Sépanlo todos. Únicamente se guar-dará secreto de esto a mi querida hija, porqueen su estado nervioso son temibles los accesosde cólera.

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-Vamos, que no es para tanto, señora -añadió el Penitenciario-. Mi opinión es que nose vuelva a hablar del asunto, y cuando esto lodice el que recibió la pedrada, los demás pue-den darse por satisfechos... Y no fue broma lodel trastazo, Sr. D. José, pues creí que me abríanun boquete en el casco y que se me salían por éllos sesos...

-¡Cuánto siento este accidente!... -balbucióPepe Rey-. Me causa verdadera pena, a pesarde no haber tomado parte...

-La visita de Vd. a esas señoras Troyas lla-mará la atención en el pueblo -dijo el canónigo-.Aquí no estamos en Madrid, señores, aquí noestamos en ese centro de corrupción, de escán-dalo...

-Allá puedes visitar los lugares más inmun-dos -manifestó doña Perfecta-, sin que nadie losepa.

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-Aquí nos miramos mucho -prosiguió D.Inocencio-. Reparamos todo lo que hacen losvecinos, y con tal sistema de vigilancia la moralpública se sostiene a conveniente altura...Créame Vd., amigo mío, créame Vd., y no digoesto por mortificarle; usted ha sido el primercaballero de su posición que a la luz del día... elprimero, sí señor... Trojæ qui primus ab oris...

Después se echó a reír, dando algunas pal-madas en la espalda al ingeniero en señal deamistad y benevolencia.

-¡Cuán grato es para mí -dijo el joven, encu-briendo su cólera con las palabras que creyómás oportunas para contestar a la solapadaironía de sus interlocutores-, ver tanta genero-sidad y tolerancia, cuando yo merecía por micriminal proceder...!

-¿Pues qué? A un individuo que es de nues-tra propia sangre y que lleva nuestro mismonombre -dijo doña Perfecta-, ¿se le puede tratar

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como a un cualquiera? Eres mi sobrino, ereshijo del mejor y más santo de los hombres, miquerido hermano Juan, y esto basta. Ayer tardeestuvo aquí el secretario del señor obispo, amanifestarme que Su Ilustrísima está muy dis-gustado porque te tengo en mi casa.

-¿También eso? -murmuró el canónigo.

-También eso. Yo dije que salvo el respetoque el señor obispo me merece y lo mucho quele quiero y reverencio, mi sobrino es mi sobri-no, y no puedo echarle de mi casa.

-Es una nueva singularidad que encuentroen este país -dijo Pepe Rey, pálido de ira-. Porlo visto aquí el obispo gobierna las casas ajenas.

-Él es un bendito. Me quiere tanto que se lefigura... se le figura que nos vas a comunicar tuateísmo, tu despreocupación, tus raras ideas...Yo le he dicho repetidas veces que tienes unfondo excelente.

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-Al talento superior debe siempre concedér-sele algo -manifestó D. Inocencio.

-Y esta mañana, cuando estuve en casa delas de Cirujeda, ¡ay!, tú no puedes figurartecómo me pusieron la cabeza... Que si habíasvenido a derribar la catedral; que si eras comi-sionado de los protestantes ingleses para irpredicando la herejía por España; que pasabasla noche entera jugando en el Casino; que salíasborracho... «Pero señoras -les dije-, ¿quierenVds. que yo envíe a mi sobrino a la posada?».Además, en lo de las embriagueces no tienenrazón, y en cuanto al juego, no sé que jugarashasta hoy.

Pepe Rey se hallaba en esa situación de áni-mo en que el hombre más prudente siente de-ntro de sí violentos ardores y una fuerza ciega ybrutal que tiende a estrangular, abofetear, rom-per cráneos y machacar huesos. Pero doña Per-fecta era señora y además su tía, D. Inocencioera anciano y sacerdote. Además de esto las

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violencias de obra son de mal gusto e impro-pias de personas cristianas y bien educadas.Quedaba el recurso de dar libertad a su com-primido encono por medio de la palabra mani-festada decorosamente y sin faltarse a sí mis-mo, pero aún le pareció prematuro este postrerrecurso, que no debía emplear, según su juicio,hasta el instante de salir definitivamente deaquella casa y de Orbajosa. Resistiendo, pues, elfuribundo ataque, aguardó.

Jacinto llegó cuando la cena concluía.

-Buenas noches, Sr. D. José... -dijo estre-chando la mano del joven-. Vd. y sus amigas nome han dejado trabajar esta tarde. No he podi-do escribir una línea. ¡Y tenía que hacer!...

-¡Cuánto lo siento, Jacinto! Pues según medijeron, Vd. las acompaña algunas veces en susjuegos y retozos.

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-¡Yo! -exclamó el rapaz, poniéndose como lagrana-. ¡Bah!, bien sabe Vd. que Tafetán no dicenunca palabra de verdad... ¿Pero es cierto, se-ñor de Rey, que se marcha Vd.?

-¿Lo dicen por ahí?...

-Sí; lo he oído en el Casino, en casa de D. Lo-renzo Ruiz.

Rey contempló durante un rato las frescasfacciones de D. Nominavito. Después dijo:

-Pues no es cierto. Mi tía está muy contentade mí; desprecia las calumnias con que meestán obsequiando los orbajosenses... y no mearrojará de su casa aunque en ello se empeñe elseñor obispo.

-Lo que es arrojarte... jamás. ¡Qué diría tupadre!...

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-A pesar de sus bondades de Vd., queridatía, a pesar de la amistad cordial del señorcanónigo, quizás decida yo marcharme...

-¡Marcharte!

-¡Marcharse Vd.!

En los ojos de doña Perfecta brilló una luzsingular. El canónigo a pesar de ser hombremuy experto en el disimulo, no pudo ocultar sujúbilo.

-Sí; y tal vez esta misma noche...

-¡Pero hombre, qué arrebatado eres!... ¿Porqué no esperas siquiera a mañana temprano?...A ver... Juan, que vayan a llamar al tío Licurgo,para que prepare la jaca... Supongo que llevarásalgún fiambre... ¡Nicolasa!... ese pedazo de ter-nera que está en el aparador... Librada, la ropadel señorito... pronto.

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-No, no puedo creer que Vd. tome determi-nación tan brusca -dijo D. Cayetano, creyéndo-se obligado a tomar alguna parte en aquellacuestión.

-¿Pero volverá Vd... no es eso? -preguntó elcanónigo.

-¿A qué hora pasa el tren de la mañana? -preguntó doña Perfecta, por cuyos ojos clara-mente asomaba la febril impaciencia de su al-ma.

-Sí me marcho; me marcho esta misma no-che.

-Pero hombre, si no hay luna...

En el alma de doña Perfecta, en el alma delPenitenciario, en la juvenil alma del doctorcilloretumbaron como una armonía celeste estaspalabras: «esta misma noche».

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-Por supuesto, querido Pepe, tú volverás...Yo he escrito hoy a tu padre, a tu excelente pa-dre... -exclamó doña Perfecta con todos lossíntomas fisiognómicos que aparecen cuandose va a derramar una lágrima.

-Molestaré a Vd. con algunos encargos -manifestó el sabio.

-Buena ocasión para pedir el cuaderno queme falta de la obra del abate Gaume -indicó elabogadejo.

-Vamos, Pepe, que tienes unos arrebatos yunas salidas -murmuró la señora sonriendo,con la vista fija en la puerta del comedor-. Perose me olvidaba decirte que Caballuco está espe-rando para hablarte.

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-XV-Sigue creciendo, hasta que se declara

la guerra.

Todos miraron hacia la puerta, donde apare-ció la imponente figura del Centauro, serio,cejijunto, confuso al querer saludar con amabi-lidad, hermosamente salvaje, pero desfiguradopor la violencia que hacía para sonreír urbana-mente y pisar quedo y tener en correcta posturalos hercúleos brazos.

-Adelante, Sr. Ramos -dijo Pepe Rey.

-Pero no -objetó doña Perfecta-. Si es unatontería lo que tiene que decirte.

-Que lo diga.

-Yo no debo consentir que en mi casa se ven-tilen estas cuestiones ridículas...

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-¿Qué quiere de mí el Sr. Ramos?

Caballuco pronunció algunas palabras.

-Basta, basta... -exclamó doña Perfecta, rien-do-. No molestes más a mi sobrino. Pepe, nohagas caso de ese majadero... ¿Quieren Vds.que les diga en qué consiste el enojo del granCaballuco?

-¿Enojo?

-Ya me lo figuro -indicó el Penitenciario, re-costándose en el sillón y riendo expansivamen-te y con estrépito.

-Yo quería decirle al Sr. D. José... -gruñó elformidable jinete.

-Hombre, calla por Dios, no nos aporrees losoídos.

-Sr. Caballuco -apuntó el Penitenciario-, noes mucho que los señores de la corte desban-

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quen a los rudos caballistas de estas salvajestierras...

-En dos palabras, Pepe: la cuestión es esta.Caballuco es no sé qué...

La risa le impidió continuar.

-No sé qué -añadió D. Inocencio- de una delas niñas de Troya, de Mariquita Juana, si noestoy equivocado.

-¡Y está celoso! Después de su caballo, loprimero de la creación es Mariquita Troya.

-¡Bonito apunte! -exclamó la señora-. ¡PobreCristóbal! ¿Has creído que una persona comomi sobrino?... Vamos a ver, ¿qué ibas a decirle?Habla.

-Después hablaremos el Sr. D. José y yo -repuso bruscamente el bravo de la localidad.

Y sin decir más se retiró.

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Poco después, Pepe Rey salió del comedorpara ir a su cuarto. En la galería hallose frente afrente con su troyano antagonista, y no pudoreprimir la risa al ver la torva seriedad delofendido cortejo.

-Una palabra -dijo este, plantándose desca-radamente ante el ingeniero-. ¿Usted sabequién soy yo?

Diciendo esto puso la pesada mano en elhombro del joven con tan insolente franqueza,que este no pudo menos de rechazarle enérgi-camente.

-No es preciso aplastar para eso.

El valentón, ligeramente desconcertado, serepuso al instante y mirando a Rey con audaciaprovocativa, repitió su estribillo.

-¿Sabe Vd. quién soy yo?

-Sí; ya sé que es Vd. un animal.

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Apartole bruscamente hacia un lado y entróen su cuarto. Según el estado del cerebro denuestro desgraciado amigo en aquel instante,sus acciones debían sintetizarse en el siguientebrevísimo y definitivo plan: romperle la cabezaa Caballuco sin pérdida de tiempo, despedirseenseguida de su tía con razones severas aunquecorteses que le llegaran al alma, dar un fríoadiós al canónigo y un abrazo al inofensivo D.Cayetano; administrar por fin de fiesta unapaliza al tío Licurgo, partir de Orbajosa aquellamisma noche, y sacudirse el polvo de los zapa-tos a la salida de la ciudad.

Pero los pensamientos del perseguido jovenno podían apartarse, en medio de tantas amar-guras, de otro desgraciado ser a quien suponíaen situación más aflictiva y angustiosa que lasuya propia. Tras el ingeniero entró en la estan-cia una criada.

-¿Le diste mi recado? -preguntó él.

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-Sí señor y me dio esto.

Rey tomó de las manos de la muchacha unpedacito de periódico, en cuya margen leyóestas palabras: «Dicen que te vas. Yo me mue-ro».

Cuando Pepe volvió al comedor, el tío Li-curgo se asomaba a la puerta, preguntando:

-¿A qué hora hace falta la jaca?

-A ninguna -contestó vivamente Pepe Rey.

-¿Luego no te vas esta noche? -dijo doña Per-fecta-. Mejor es que lo dejes para mañana.

-Tampoco.

-¿Pues cuándo?

-Ya veremos -dijo fríamente el joven, miran-do a su tía con imperturbable calma-. Por ahorano pienso marcharme.

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Sus ojos lanzaban enérgico reto.

Doña Perfecta se puso primero encendida,pálida después. Miró al canónigo, que se habíaquitado las gafas de oro para limpiarlas, y lue-go clavó sucesivamente la vista en los demásque ocupaban la estancia, incluso Caballuco,que entrando poco antes, se sentara en el bordede una silla. Doña Perfecta les miró como miraun general a sus queridos cuerpos de ejército.Después examinó el semblante meditabundo ysereno de su sobrino, de aquel estratégico ene-migo que se presentaba de improviso cuandose le creía en vergonzosa fuga.

¡Ay! ¡Sangre, ruina y desolación!... Una granbatalla se preparaba.

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-XVI-Noche

Orbajosa dormía. Los mustios farolillos delpúblico alumbrado despedían en encrucijadas ycallejones su postrer fulgor, como cansados ojosque no pueden vencer el sueño. A su débil luzse escurrían envueltos en sus capas los vaga-bundos, los rondadores, los jugadores. Sólo elgraznar del borracho o el canto del enamoradoturbaban la callada paz de la ciudad histórica.De pronto el Ave María Purísima de vinoso se-reno sonaba como un quejido enfermizo deldurmiente poblachón.

En la casa de doña Perfecta también había si-lencio. Turbábalo sólo un diálogo que en labiblioteca del Sr. D. Cayetano sostenían este yPepe Rey. Sentábase el erudito reposadamenteen el sillón de su mesa de estudio, la cual apa-recía cubierta por diversas suertes de papeles,

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conteniendo notas, apuntes y referencias, sinque el más pequeño desorden las confundiese,a pesar de su mucha diversidad y abundancia.Rey fijaba los ojos en el copioso montón de pa-peles; pero sus pensamientos volaban, sin du-da, en regiones muy distantes de aquella sabi-duría.

-Perfecta -dijo el anticuario-, aunque es unamujer excelente, tiene el defecto de escandali-zarse por cualquier acción frívola e insignifi-cante. Amigo, en estos pueblos de provincia elmenor desliz se paga caro. Nada encuentro departicular en que Vd. fuese a casa de las Troyas.Se me figura que D. Inocencio, bajo su capita dehombre de bien, es algo cizañoso. ¿A él qué leimporta?...

-Hemos llegado a un punto, Sr. D. Cayetano,en que es preciso tomar una determinaciónenérgica. Yo necesito ver y hablar a Rosario.

-Pues véala Vd.

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-Es que no me dejan -respondió el ingeniero,dando un puñetazo en la mesa-. Rosario estásecuestrada...

-¡Secuestrada! -exclamó el sabio con incredu-lidad-. La verdad es que no me gusta su cara, nisu aspecto, ni menos el estupor que se pinta ensus bellos ojos. Está triste, habla poco, llora...Amigo don José, me temo mucho que esa niñase vea atacada de la terrible enfermedad que hahecho tantas víctimas en los individuos de mifamilia.

-¡Una terrible enfermedad! ¿Cuál?

-La locura... mejor dicho, manías. En la fami-lia no ha habido uno solo que se librara deellas. Yo, yo soy el único que he logrado esca-par.

-¡Usted!... Dejando a un lado las manías -dijoRey con impaciencia-, yo quiero ver a Rosario.

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-Nada más natural. Pero el aislamiento enque su madre la tiene es un sistema higiénico,querido Pepe, el único sistema que se ha em-pleado con éxito en todos los individuos de mifamilia. Considere usted que la persona cuyapresencia y voz debe de hacer más impresiónen el delicado sistema nervioso de Rosarillo esel elegido de su corazón.

-A pesar de todo -insistió Pepe-, yo quieroverla.

-Quizás Perfecta no se oponga a ello -dijo elsabio fijando la atención en sus notas y papeles-. No quiero meterme en camisa de once varas.

El ingeniero, viendo que no podía sacar par-tido del buen Polentinos, se retiró para mar-charse.

-Usted va a trabajar, y no quiero estorbarle.

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-No; aún tengo tiempo. Vea Vd. el cúmulode preciosos datos que he reunido hoy. AtiendaVd... «En 1537 un vecino de Orbajosa llamadoBartolomé del Hoyo, fue a Civitta-Vecchia enlas galeras del Marqués de Castel-Rodrigo».Otra. «En el mismo año dos hermanos, hijostambién de Orbajosa y llamados Juan y RodrigoGonzález del Arco, se embarcaron en los seisnavíos que salieron de Maestrique el 20 de Fe-brero y que a la altura de Calais toparon con unnavío inglés, y los flamencos que mandaba VanOwen...». En fin, fue aquello una importantehazaña de nuestra marina. He descubierto queun orbajosense, un tal Mateo Díaz Coronel,alférez de la Guardia, fue el que escribió en1709 y dio a la estampa en Valencia el Métricoencomio, fúnebre canto, lírico elogio, descripciónnumérica, gloriosas fatigas, angustiadas glorias de laReina de los Ángeles. Poseo un preciosísimoejemplar de esta obra, que vale un Perú... Otroorbajosense es autor de aquel famoso Tractadode las diversas suertes de la Gineta, que enseñé a

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Vd. ayer; y en resumen, no doy un paso por ellaberinto de la historia inédita sin tropezar conalgún paisano ilustre. Yo pienso sacar todosesos nombres de la injusta oscuridad y olvidoen que yacen. ¡Qué goce tan puro, querido Pe-pe, es devolver todo su lustre a las glorias, oraépicas, ora literarias del país en que hemos na-cido! Ni qué mejor empleo puede dar un hom-bre al escaso entendimiento que del cielo reci-biera, a la fortuna heredada y al tiempo brevecon que puede contar en el mundo la más dila-tada existencia... Gracias a mí, se verá que Or-bajosa es ilustre cuna del genio español. Pero¿qué digo? ¿No se conoce bien su prosapia ilus-tre en la nobleza, en la hidalguía de la actualgeneración urbsaugustana? Pocas localidadesconocemos en que crezcan con más lozanía lasplantas y arbustos de todas las virtudes, libresde la maléfica yerba de los vicios. Aquí todo espaz, mutuo respeto, humildad cristiana. Lacaridad se practica aquí como en los mejorestiempos evangélicos; aquí no se conoce la envi-

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dia, aquí no se conocen las pasiones criminales;y si oye hablar Vd. de ladrones y asesinos, ten-ga por seguro que no son hijos de esta nobletierra, o que pertenecen al número de los infeli-ces pervertidos por las predicaciones demagó-gicas. Aquí verá Vd. el carácter nacional entoda su pureza, recto, hidalgo, incorruptible,puro, sencillo, patriarcal, hospitalario, genero-so... Por eso gusto tanto de vivir en esta pacíficasoledad, lejos del laberinto de las ciudades,donde reinan ¡ay!, la falsedad y el vicio. Por esono han podido sacarme de aquí los muchosamigos que tengo en Madrid; por eso vivo en ladulce compañía de mis leales paisanos y de mislibros, respirando sin cesar esta salutíferaatmósfera de honradez, que se va poco a pocoreduciendo en nuestra España, y sólo existe enlas humildes y cristianas ciudades que con lasemanaciones de sus virtudes saben conservarla.Y no crea Vd., este sosegado aislamiento hacontribuido mucho, queridísimo Pepe, a li-brarme de la terrible enfermedad connaturali-

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zada en mi familia. En mi juventud, yo, lomismo que mis hermanos y padre, padecía la-mentable propensión a las más absurdas man-ías; pero aquí me tiene Vd. tan pasmosamentecurado de ellas, que no conozco la existencia detal enfermedad sino cuando la veo en los de-más. Por eso mi sobrinilla me tiene tan inquie-to.

-Celebro que los aires de Orbajosa le hayanpreservado a Vd. -dijo Rey, no pudiendo re-primir un sentimiento de burlas que por leyextraña nació en medio de su tristeza-. A mí mehan probado tan mal que creo he de ser maniá-tico dentro de poco tiempo si sigo aquí. Conque buenas noches, y que trabaje Vd. mucho.

-Buenas noches.

Dirigiose a su habitación; mas no sintiendosueño ni necesidad de reposo físico, sino por elcontrario, fuerte excitación que le impulsaba aagitarse y divagar, cavilando y moviéndose, se

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paseó de un ángulo a otro de la pieza. Despuésabrió la ventana que daba a la huerta, y po-niendo los codos en el antepecho de ella, con-templó la inmensa negrura de la noche. No seveía nada. Pero el hombre ensimismado lo vetodo, y Rey, fijos los ojos en la oscuridad, mira-ba cómo se iba desarrollando sobre ella el abi-garrado paisaje de sus desgracias. La sombrano le permitía ver las flores de la tierra, ni lasdel cielo, que son las estrellas. La misma faltacasi absoluta de claridad producía el efecto deun ilusorio movimiento en las masas de árbo-les, que se extendían al parecer; iban perezosa-mente y regresaban enroscándose, como eloleaje de un mar de sombras. Formidable flujoy reflujo, una lucha entre fuerzas no bien mani-fiestas agitaban la silenciosa esfera. El matemá-tico, contemplando aquella extraña proyecciónde su alma sobre la noche, decía:

-La batalla será terrible. Veremos quién saletriunfante.

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Los insectos de la noche hablaron a su oídodiciéndole misteriosas palabras. Aquí un chi-rrido áspero, allí un chasquido semejante al quehacemos con la lengua, allá lastimeros murmu-llos, más lejos un son vibrante, parecido al de laesquila suspendida al cuello de la res vagabun-da. De súbito sintió Rey una consonante extra-ña, una rápida nota propia tan sólo de la lenguay de los labios humanos. Esta exhalación cruzópor el cerebro del joven como un relámpago.Sintió culebrear dentro de sí aquella S fugaz,que se repitió una y otra vez, aumentando deintensidad. Miró a todos lados, miró hacia laparte alta de la casa, y en una ventana creyódistinguir un objeto semejante a un ave blancaque movía las alas. Por la mente excitada dePepe Rey cruzó en un instante la idea del fénix,de la paloma, de la garza real... y sin embargoaquella ave no era más que un pañuelo.

El ingeniero saltó por la ventana a la huerta.Observando bien, vio la mano y el rostro de su

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prima. Le pareció distinguir el tan usual movi-miento de imponer silencio llevando el dedo alos labios. Después la simpática sombra alargóel brazo hacia abajo y desapareció.

Pepe Rey entró de nuevo en su cuarto rápi-damente y procurando no hacer ruido, pasó ala galería, avanzando después lentamente porella. Sentía el palpitar de su corazón como sirecibiera hachazos dentro del pecho. Esperó unrato... al fin oyó distintamente tenues golpes enlos peldaños de la escalera. Uno, dos, tres...Producían aquel rumor unos zapatitos.

Dirigiose hacia allá en medio de una oscuri-dad casi profunda, y alargó los brazos paraprestar apoyo a quien bajaba. En su alma rein-aba una ternura exaltada y profunda, pero ¿aqué negarlo?, tras aquel dulce sentimiento sur-gió de repente, como infernal inspiración, otroque era un terrible deseo de venganza.

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Los pasos se acercaban descendiendo. PepeRey avanzó y unas manos que tanteaban en elvacío, chocaron con las suyas. Las cuatro ¡ay!,se unieron en estrecho apretón.

-XVII-Luz a oscuras

La galería era larga y ancha. A un extremoestaba la puerta del cuarto donde moraba elingeniero, en el centro la del comedor y al otroextremo la escalera y una puerta grande y ce-rrada, con un peldaño en el umbral. Aquellapuerta era la de una capilla, donde los Polenti-nos tenían los santos de su devoción doméstica.Alguna vez se celebraba en ella el santo sacrifi-cio de la misa.

Rosario dirigió a su primo hacia la puerta dela capilla, y se dejó caer en el escalón.

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-¿Aquí?... -murmuró Pepe Rey.

Por los movimientos de la mano derecha deRosario, comprendió que esta se santiguaba.

-Prima querida, Rosario... ¡gracias por haber-te dejado ver! -exclamó estrechándola con ardorentre sus brazos.

Sintió los dedos fríos de la joven sobre suslabios, imponiéndole silencio. Los besó confrenesí.

-Estás helada... Rosario... ¿por qué tiemblasasí?

Daba diente con diente, y su cuerpo todo seestremecía con febril convulsión. Rey sintió ensu cara el abrasador fuego del rostro de su pri-ma, y alarmado exclamó:

-Tu frente es un volcán, Rosario. Tienes fie-bre.

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-Mucha.

-¿Estás enferma realmente?

-Sí...

-Y has salido...

-Por verte.

El ingeniero la estrechó entre sus brazos pa-ra darle abrigo; pero no bastaba.

-Aguarda -dijo vivamente levantándose-.Voy a mi cuarto a traer mi manta de viaje.

-Apaga la luz, Pepe.

Rey había dejado encendida la luz dentro desu cuarto, y por la puerta de este salía una te-nue claridad, iluminando la galería.

Volvió al instante. La oscuridad era ya pro-funda. Tentando las paredes pudo llegar hasta

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donde estaba su prima. Reuniéronse y la arropócuidadosamente de los pies a la cabeza.

-¡Qué bien estás ahora, niña mía!

-Sí, ¡qué bien!... Contigo.

-Conmigo... y para siempre -exclamó conexaltación el joven.

Pero observó que se desasía de sus brazos yse levantaba.

-¿Qué haces?

Sintió el ruido de un hierrecillo. Rosario en-traba una llave en la invisible cerradura, y abríacuidadosamente la puerta en cuyo umbral sehabían sentado. Leve olor de humedad, in-herente a toda pieza cerrada por mucho tiem-po, salía de aquel recinto oscuro como unatumba. Pepe Rey se sintió llevado de la mano, yla voz de su prima dijo muy débilmente:

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-Entra.

Dieron algunos pasos. Creíase él conducidoa ignotos lugares Elíseos por el ángel de la no-che. Ella tanteaba. Por fin volvió a sonar sudulce voz murmurando:

-Siéntate.

Estaban junto a un banco de madera. Losdos se sentaron. Pepe Rey la abrazó de nuevo.En el mismo instante su cabeza chocó con uncuerpo muy duro.

-¿Qué es esto?

-Los pies.

-Rosario... ¿qué dices?

-Los pies del divino Jesús, de la imagen deCristo Crucificado que adoramos en mi casa.

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Pepe Rey sintió como una fría lanzada que letraspasó el corazón.

-Bésalos -dijo imperiosamente la joven.

El matemático besó los helados pies de lasanta imagen.

-Pepe -exclamó después la señorita, estre-chando ardientemente la mano de su primo-.¿Tú crees en Dios?

-¡Rosario!... ¿qué dices ahí? ¡Qué locuraspiensas! -repuso con perplejidad el primo.

-Contéstame.

Pepe Rey sintió humedad en sus manos.

-¿Por qué lloras? -dijo lleno de turbación-.Rosario, me estás matando con tus dudas ab-surdas. ¡Que si creo en Dios! ¿Lo dudas tú?

-Yo no; pero todos dicen que eres ateo.

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-Desmerecerías a mis ojos, te despojarías detu aureola de pureza y de prestigio, si dierascrédito a tal necedad.

-Oyéndote calificar de ateo, y sin poder con-vencerme de lo contrario por ninguna razón, heprotestado desde el fondo de mi alma contra talcalumnia. Tú no puedes ser ateo. Dentro de mítengo yo vivo y fuerte el sentimiento de tu reli-giosidad, como el de la mía propia.

-¡Qué bien has hablado! ¿Entonces, por quéme preguntas si creo en Dios?

-Porque quería escucharlo de tu misma bocay recrearme oyéndotelo decir. ¡Hace tantotiempo que no oigo el acento de tu voz!... ¿Quémayor gusto que oírla de nuevo, después detan gran silencio, diciendo: «creo en Dios»?

-Rosario, hasta los malvados creen en él. Siexisten ateos, que no lo dudo, son los calum-niadores, los intrigantes de que está infestado el

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mundo... Por mi parte, me importan poco lasintrigas y las calumnias, y si tú te sobrepones aellas y cierras tu corazón a los sentimientos dediscordia que una mano aleve quiere introduciren él, nada se opondrá a nuestra felicidad.

-¿Pero qué nos pasa? Pepe, querido Pepe...¿tú crees en el Diablo?

El ingeniero calló. La oscuridad de la capillano permitía a Rosario ver la sonrisa con que suprimo acogiera tan extraña pregunta.

-Será preciso creer en él -dijo al fin.

-¿Qué nos pasa? Mamá me prohíbe verte;pero fuera de lo del ateísmo no habla mal de ti:Díceme que espere; que tú decidirás; que te vas,que vuelves... Háblame con franqueza... ¿Hasformado mala idea de mi madre?

-De ninguna manera -replicó Rey apremiadopor su delicadeza.

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-¿No crees, como yo, que me quiere mucho;que nos quiere a los dos; que sólo desea nuestrobien, y que al fin y al cabo hemos de alcanzarde ella el consentimiento que deseamos?

-Si tú lo crees así, yo también... Tu mamá nosadora a entrambos... Pero, querida Rosario, espreciso confesar que el Demonio ha entrado enesta casa.

-No te burles... -repuso ella con cariño-. ¡Ay!,mamá es muy buena. Ni una sola vez me hadicho que no fueras digno de ser mi marido.No insiste más que en lo del ateísmo. Dicenademás que tengo manías, y que ahora me haentrado la de quererte con toda mi alma. Ennuestra familia es ley no contrariar de frente lasmanías congénitas que tenemos, porqueatacándolas se agravan más.

-Pues yo creo que a tu lado hay buenosmédicos que se han propuesto curarte, y que alfin, adorada niña mía, lo conseguirán.

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-No, no, no mil veces -exclamó Rosario apo-yando su frente en el pecho de su novio-. Quie-ro volverme loca contigo. Por ti estoy pade-ciendo, por ti estoy enferma; por ti desprecio lavida y me expongo a morir... Ya lo preveo; ma-ñana estaré peor, me agravaré... Moriré; ¿quéme importa?

-Tú no estás enferma -repuso él con energía-;tú no tienes sino una perturbación moral, quenaturalmente trae ligeras afecciones nerviosas;tú no tienes más que la pena ocasionada poresta horrible violencia que están ejerciendo so-bre ti. Tu alma sencilla y generosa no lo com-prende. Cedes; perdonas a los que te hacendaño; te afliges, atribuyendo tu desgracia a fu-nestas influencias sobrenaturales; padeces ensilencio; entregas tu inocente cuello al verdugo;te dejas matar, y el mismo cuchillo hundido entu garganta te parece la espina de una flor quese te clavó al pasar. Rosario, desecha esas ideas:considera nuestra verdadera situación, que es

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grave; mira la causa de ella donde verdadera-mente está, y no te acobardes, no cedas a lamortificación que se te impone, enfermando tualma y tu cuerpo. El valor de que careces tedevolverá la salud, porque tú no estás realmen-te enferma, querida niña mía, tú estás... ¿quie-res que lo diga?, estás asustada, aterrada. Tepasa lo que los antiguos no sabían definir yllamaban maleficio. Rosario, ánimo, ¡confía enmí! Levántate y sígueme. No te digo más.

-¡Ay! ¡Pepe... primo mío!... se me figura quetienes razón -exclamó Rosarito anegada en llan-to-. Tus palabras resuenan en mi corazón comogolpes violentos que estremeciéndome, me dannueva vida. Aquí en esta oscuridad donde nopodemos vernos las caras, una luz inefable salede ti y me inunda el alma. ¿Qué tienes tú, queasí me transformas? Cuando te conocí, de re-pente fui otra. En los días en que he dejado deverte, me he visto volver a mi antiguo estadoinsignificante, a mi cobardía primera. Sin ti

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vivo en el Limbo, Pepe mío... Haré lo que medices; me levanto y te sigo. Iremos juntos adonde quieras. ¿Sabes que me siento bien?,¿sabes que no tengo ya fiebre?, ¿que recobro lasfuerzas?, ¿que quiero correr y gritar?, ¿que todomi ser se renueva y se aumenta y se centuplicapara adorarte? Pepe, tienes razón. Yo no estoyenferma, yo no estoy sino acobardada, mejordicho, fascinada.

-Eso es, fascinada.

-Fascinada. Terribles ojos me miran y me de-jan muda y trémula. Tengo miedo; ¿pero aqué?... Tú solo tienes el extraño poder de de-volverme la vida. Oyéndote, resucito. Yo creoque si me muriera y fueras a pasear junto a misepultura, desde lo hondo de la tierra sentiríatus pasos. ¡Oh, si pudiera verte ahora!... Peroestás aquí, a mi lado, y no puedo dudar queeres tú... ¡Tanto tiempo sin verte!... Yo estabaloca. Cada día de soledad me parecía un siglo...Me decían que mañana, que mañana y vuelta

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con mañana. Yo me asomaba a la ventana porlas noches a la ventana, y la claridad de la luzde tu cuarto, me servía de consuelo. A veces tusombra en los cristales, era para mí una apari-ción divina. Yo extendía los brazos hacia fuera,derramaba lágrimas y gritaba con el pensa-miento, sin atreverme a hacerlo con la voz.Cuando recibí tu recado por conducto de lacriada; cuando recibí tu carta diciéndome quete marchabas, me puse muy triste, creí que seme iba saliendo el alma del cuerpo y que memoría por grados. Yo caía, caía, como el pájaroherido cuando vuela, que va cayendo y mu-riéndose, todo al mismo tiempo... Esta noche,cuando te vi despierto tan tarde, no pude resis-tir el anhelo de hablarte, y bajé. Creo que todoel atrevimiento que puedo tener en mi vida, lohe consumido y empleado en una sola acción,en esta, y que ya no podré dejar de ser cobar-de... Pero tú me darás aliento; tú me darás fuer-zas; tú me ayudarás ¿no es verdad?... Pepe,primo mío querido, dime que sí; dime que ten-

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go fuerzas y las tendré; dime que no estoy en-ferma y no lo estaré. Ya no lo estoy. Me encuen-tro tan bien, que me río de mis males ridículos.

Al decir esto, Rosarito se sintió frenética-mente enlazada por los brazos de su primo.Oyose un ¡ay!, pero no salió de los labios deella, sino de los de él, porque habiendo inclina-do la cabeza, tropezó violentamente con lospies del Cristo. En la oscuridad es donde se venlas estrellas.

En el estado de su ánimo y en la natural alu-cinación que producen los sitios oscuros, a Reyle parecía, no que su cabeza había topado con elsanto pie, sino que este se había movido, amo-nestándole de la manera más breve y más elo-cuente. Entre serio y festivo alzó la cabeza ydijo así:

-Señor, no me pegues, que no haré nada ma-lo.

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En el mismo instante Rosario tomó la manodel joven, oprimiéndola contra su corazón.Oyose una voz pura, grave, angelical, conmo-vida, que habló de este modo:

-Señor que adoro, Señor Dios del mundo ytutelar de mi casa y de mi familia; Señor aquien Pepe también adora; Santo Cristo benditoque moriste en la cruz por nuestros pecados:ante ti, ante tu cuerpo herido, ante tu frentecoronada de espinas, digo que este es mi espo-so, y que después de ti, es el que más ama micorazón; digo que le declaro mi esposo y queantes moriré que pertenecer a otro. Mi corazóny mi alma son suyos. Haz que el mundo no seoponga a nuestra felicidad y concédeme el fa-vor de que esta unión que juro sea buena anteel mundo como lo es en mi conciencia.

-Rosario, eres mía -exclamó Pepe con exalta-ción-. Ni tu madre ni nadie lo impedirá.

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La prima inclinó su hermoso busto inertesobre el pecho del primo. Temblaba en losamantes brazos varoniles, como la paloma enlas garras del águila.

Por la mente del ingeniero pasó como un ra-yo la idea de que existía el Demonio; pero en-tonces el Demonio era él.

Rosario hizo ligero movimiento de miedo,tuvo como el temblor de sorpresa que anunciael peligro.

-Júrame que no desistirás -dijo turbadamen-te Rey atajando aquel movimiento.

-Te lo juro por las cenizas de mi padre queestán...

-¡Dónde!

-Bajo nuestros pies.

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El matemático sintió que se levantaba bajosus pies la losa... pero no, no se levantaba: esque él creyó notarlo así, a pesar de ser matemá-tico.

-Te lo juro -repitió Rosario- por las cenizasde mi padre y por Dios que nos está mirando...Que nuestros cuerpos, unidos como están aho-ra, reposen bajo estas losas cuando Dios quierallevarnos de este mundo.

-Sí -repitió Pepe Rey-, con emoción profun-da, sintiendo llena su alma de una turbacióninexplicable.

Ambos permanecieron en silencio durantebreve rato. Rosario se había levantado.

-¿Ya?

Volvió a sentarse.

-Tiemblas otra vez -dijo Pepe-. Rosario, túestás mala; tu frente abrasa.

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Tentola y ardía.

-Parece que me muero -murmuró la jovencon desaliento-. No sé qué tengo.

Cayó sin sentido en brazos de su primo.Agasajándola, notó que el rostro de la joven secubría de helado sudor.

-Está realmente enferma -dijo para sí-. Estasalida es una verdadera calaverada.

Levantola en sus brazos tratando de reani-marla, pero ni el temblor de ella ni el desmayocesaban, por lo cual resolvió sacarla de la capi-lla, a fin de que el aire fresco la reanimase. Asífue en efecto. Recobrado el sentido, manifestóRosario mucha inquietud por hallarse a tal horafuera de su habitación. El reló (6) de la catedraldio las cuatro.

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-¡Qué tarde! -exclamó la joven-. Suéltame,primo. Me parece que puedo andar. Verdade-ramente estoy muy mala.

-Subiré contigo.

-Eso de ninguna manera. Antes iréarrastrándome hasta mi cuarto... ¿No te pareceque se oye un ruido?...

Ambos callaron. La ansiedad de su atencióndeterminó un silencio absoluto.

-¿No oyes nada, Pepe?

-Absolutamente nada.

-Pon atención... Ahora, ahora vuelve a sonar.Es un rumor que no sé si suena lejos, muy lejos,o cerca, muy cerca. Lo mismo podría ser la res-piración de mi madre que el chirrido de la vele-ta que está en la torre de la catedral. ¡Ah! Tengoun oído muy fino.

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-Demasiado fino... Con que, querida prima,te subiré en brazos.

-Bueno, súbeme hasta lo alto de la escalera.Después iré yo sola. En cuanto descanse unpoco, me quedaré como si tal cosa... ¿Pero nooyes?

Detuviéronse en el primer peldaño.

-Es un sonido metálico.

-¿La respiración de tu mamá?

-No, no es eso. El rumor viene de muy lejos.¿Será el canto de un gallo?

-Podrá ser.

-Parece que suenan dos palabras, diciendo:allá voy, allá voy.

-Ya, ya oigo -murmuró Pepe Rey.

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-Es un grito.

-Es una corneta.

-¡Una corneta!

-Sí. Sube pronto. Orbajosa va a despertar...Ya se oye con claridad. No es trompeta sinoclarín. La tropa se acerca.

-¡Tropa!

-No sé por qué me figuro que esta invasiónmilitar ha de ser provechosa para mí... Estoyalegre, Rosario arriba pronto.

-También yo estoy alegre. Arriba.

En un instante la subió, y los dos amantes sedespidieron, hablándose al oído tan quedamen-te que apenas se oían.

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-Me asomaré por la ventana que da a lahuerta, para decirte que he llegado a mi cuartosin novedad. Adiós.

-Adiós, Rosario. Ten cuidado de no tropezarcon los muebles.

-Por aquí navego bien, primo. Ya nos vere-mos otra vez. Asómate a la ventana de tu cuar-to si quieres recibir mi parte telegráfico.

Pepe Rey hizo lo que se le mandaba; peroaguardó largo rato y Rosario no apareció en laventana. El ingeniero creía sentir agitadas vocesen el piso alto.

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-XVIII-Tropa

Los habitantes de Orbajosa oían en la cre-puscular vaguedad de su último sueño aquelclarín sonoro, y abrían los ojos diciendo:

-Tropa.

Unos hablando consigo mismos, mitad dor-midos, mitad despiertos, murmuraban:

Por fin nos han mandado esa canalla.

Otros se levantaban a toda prisa, gruñendoasí:

-Vamos a ver a esos condenados.

Alguno apostrofaba de este modo:

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-Anticipo forzoso tenemos... Ellos dicenquintas, contribuciones; nosotros diremos palosy más palos.

En otra casa se oyeron estas palabras, pro-nunciadas con alegría:

-Si vendrá mi hijo... ¡Si vendrá mi herma-no!...

Todo era saltar del lecho, vestirse a prisa,abrir las ventanas para ver el alborotador regi-miento que entraba con las primeras luces deldía. La ciudad era tristeza, silencio, vejez; elejército alegría, estrépito, juventud. Entrando eluno en la otra, parecía que la momia recibía porarte maravillosa el don de la vida, y bulliciosasaltaba fuera del húmedo sarcófago para bailaren torno de él. ¡Qué movimiento, qué algazara,qué risas, qué jovialidad! No existe nada taninteresante como un ejército. Es la patria en suaspecto juvenil y vigoroso. Lo que en el concep-to individual tiene o puede tener esa misma

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patria de inepta, de levantisca, de supersticiosaunas veces, de blasfema otras, desaparece bajola presión férrea de la disciplina que de tantasfigurillas insignificantes hace un conjunto pro-digioso. El soldado, o sea el corpúsculo, al des-prenderse, después de un rompan filas, de lamasa en que ha tenido vida regular y a vecessublime, suele conservar algunas de las cuali-dades peculiares del ejército. Pero esto no es lomás común. A la separación suele acompañarsúbito encanallamiento, de lo cual resulta que siun ejército es gloria y honor, una reunión desoldados puede ser calamidad insoportable, ylos pueblos que lloran de júbilo y entusiasmo alver entrar en su recinto un batallón victorioso,gimen de espanto y tiemblan de recelo cuandoven libres y sueltos a los señores soldados.

Esto último sucedió en Orbajosa, porque enaquellos días no había glorias que cantar nimotivo alguno para tejer coronas ni trazar letre-ros triunfales ni mentar siquiera hazañas de

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nuestros bravos, por cuya razón todo fue miedoy desconfianza en la episcopal ciudad, que sibien pobre, no carecía de tesoros en gallinas,frutas, dinero y doncellez, los cuales corríangran riesgo desde que entraron los consabidosalumnos de Marte.

Además de esto, la patria de los Polentinos,como ciudad muy apartada del movimiento ybullicio que han traído el tráfico, los periódicos,los ferrocarriles y otros agentes que no hay paraqué analizar ahora, no gustaba que la molesta-sen en su sosegada existencia. Siempre que se leofrecía coyuntura propia, mostraba asimismoviva repulsión a someterse a la autoridad cen-tral que mal o bien nos gobierna; y recordandosus fueros de antaño y mascullándolos de nue-vo, como rumia el camello la yerba que ha co-mido el día antes, solía hacer alarde de ciertaindependencia levantisca, deplorables resabiosde behetría que a veces daban no pocos que-

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braderos de cabeza al gobernador de la provin-cia.

Otrosí debe tenerse en cuenta que Orbajosatenía antecedentes, o mejor dicho abolengo fac-cioso. Sin duda conservaba en su seno algunasfibras enérgicas de aquellas que en edad remo-ta, según la entusiasta opinión de D. Cayetano,la impulsaron a inauditas acciones épicas; yaunque en decadencia, sentía de vez en cuandoviolento afán de hacer grandes cosas, aunquefueran barbaridades y desatinos. Como dio almundo tantos egregios hijos, quería sin dudaque sus actuales vástagos, los Caballucos, Me-rengues y Pelomalos renovasen las Gestas glo-riosas de los de antaño.

Siempre que hubo facciones en España,aquel pueblo dio a entender que no existía envano sobre la faz de la tierra, si bien nunca sir-vió de teatro a una verdadera guerra. Su genio,su situación, su historia la reducían al papelsecundario de levantar partidas. Obsequió al

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país con esta fruta nacional en 1827 cuando losApostólicos, durante la guerra de los siete años,en 1848, y en otras épocas de menos eco en lahistoria patria. Las partidas y los partidariosfueron siempre populares, circunstancia funes-ta que procedía de la guerra de la Independen-cia, una (8) de esas cosas buenas que han sidoorigen de infinitas cosas detestables. Corruptiooptimi pessima. Y con la popularidad de las par-tidas y de los partidarios, coincidía, siemprecreciente, la impopularidad de todo lo que en-traba en Orbajosa con visos de delegación oinstrumento del poder central. Los soldadosfueron siempre tan mal vistos allí que siempreque los ancianos narraban un crimen, robo,asesinato, violación o cualquier otro espantabledesafuero, añadían: esto sucedió cuando vino latropa.

Y ya que se ha dicho esto tan importante,bueno será añadir que los batallones enviadosallá en los mismos días de la historia que refe-

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rimos, no iban a pasearse por las calles, puesque llevaban un objeto que clara y detallada-mente se verá más adelante. Como dato de noescaso interés apuntaremos que lo que aquí seva contando ocurrió en un año que no está muycerca del presente, ni tan poco muy lejos, asícomo también se puede decir que Orbajosa(entre (9) los romanos urbs augusta, si bien algu-nos eruditos modernos, examinando el ajosa,opinan que este rabillo lo tiene por ser patria delos mejores ajos del mundo), no está muy lejosni tampoco muy cerca de Madrid, no debiendotampoco asegurarse que enclave sus gloriososcimientos al Norte ni al Sur, ni al Este ni al Oes-te, sino que es posible esté en todas partes, ypor do quiera que los españoles revuelvan susojos y sientan el picor de sus ajos.

Repartidas por el municipio las cédulas dealojamiento, cada cual se fue en busca de suhogar prestado. Les recibían de muy mal talan-te, dándoles acomodo en los lugares más

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atrozmente inhabitables de las casas. Las mu-chachas del pueblo no eran en verdad las másdescontentas; pero se ejercía sobre ellas unagran vigilancia, y no era decente mostrar alegr-ía por la visita de tal canalla. Los pocos solda-dos hijos de la comarca eran los únicos que es-taban a cuerpo de rey. Los demás eran conside-rados como extranjeros de la extranjería másremota.

A las ocho de la mañana un teniente coronelde caballería entró con su cédula en casa deDoña Perfecta Polentinos. Recibiéronle los cria-dos, por encargo de la señora, que hallándoseen deplorable situación de ánimo, no quisobajar al encuentro del soldadote; y señaláronlepara vivienda la única habitación al parecerdisponible de la casa, el cuarto que ocupabaPepe Rey.

-Que se acomoden los dos como puedan -dijo doña Perfecta con expresión de hiel y vina-gre-. Y si no caben que se vayan a la calle.

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¿Era su intención molestar de este modo alinfame sobrino, o realmente no había en el edi-ficio otra pieza disponible? No lo sabemos, nilas crónicas de donde esta verídica historia hasalido dicen una palabra acerca de tan impor-tante cuestión. Lo que sabemos de un modoincontrovertible es que lejos de mortificar a losdos huéspedes que les embaularan juntos, cau-soles sumo gusto por ser amigos antiguos.Grande y alegre sorpresa tuvieron uno y otrocuando se encontraron, y no cesaban de hacersepreguntas, y lanzar exclamaciones, ponderandola extraña casualidad que los unía en tal sitio yocasión.

-Pinzón... ¡tú por aquí!... pero ¿qué es esto?No sospechaba que estuvieras tan cerca...

-Yo oí decir que andabas por estas tierras,Pepe Rey; pero tampoco creí encontrarte en lahorrible, en la salvaje Orbajosa.

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-¡Pero qué casualidad feliz!... porque esta ca-sualidad es felicísima, providencial... Pinzón,entre tú y yo vamos a hacer algo grande en estepoblacho.

-Y tendremos tiempo de meditarlo -repusoel otro sentándose en el lecho donde el ingenie-ro estaba acostado-, porque según parece vivi-remos los dos en esta pieza. ¿Qué demonios decasa es esta?

-Hombre, la de mi tía. Habla con más respe-to. ¿No conoces a mi tía?... Pero voy a levan-tarme.

-Me alegro, porque con eso me acostaré yo,que bastante lo necesito... ¡Qué camino, amigoPepe, qué camino y qué pueblo!

-Dime, ¿venís a pegar fuego a Orbajosa?

-¡Fuego!

-Dígolo porque yo tal vez os ayudaría.

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-¡Qué pueblo!, pero ¡qué pueblo! -exclamó elmilitar tirando el chacó, poniendo a un ladoespada y tahalí, cartera de viaje y capote-. Es lasegunda vez que nos mandan aquí. Te juro quea la tercera pido la licencia absoluta.

-No hables mal de esta buena gente. ¡Peroqué a tiempo has venido! Parece que te mandaDios en mi ayuda, Pinzón... Tengo un proyectoterrible, una aventura, si quieres llamarla así,un plan, amigo mío... y me hubiera sido muydifícil salir adelante sin ti. Hace un momentome volvía loco cavilando y dije lleno de ansie-dad: «Si yo tuviera aquí un amigo, un buenamigo...».

-Proyecto, plan, aventura... Una de dos, se-ñor matemático, o es dar la dirección a los glo-bos o es algo de amores...

-Es formal, muy formal. Acuéstate, duermeun poco, y después hablaremos.

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-Me acostaré, pero no dormiré. Puedes con-tarme todo lo que quieras. Sólo te pido quehables lo menos posible de Orbajosa.

-Precisamente de Orbajosa quiero hablarte.¿Pero tú también tienes antipatía a esa cuna detantos varones insignes?

-Estos ajeros... los llamamos los ajeros... puesdigo que serán todo lo insignes que tú quieras;pero a mí me pican, como los frutos del país.Este es un pueblo dominado por gentes, queenseñan la desconfianza, la superstición y elaborrecimiento a todo el género humano.Cuando estemos despacio te contaré un suce-dido... un lance mitad gracioso mitad terribleque me pasó aquí el año pasado... Cuando te locuente tú te reirás y yo echaré chispas de cóle-ra... Pero en fin, lo pasado pasado.

-Lo que a mí me pasa no tiene nada de gra-cioso.

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-Pero los motivos de mi aborrecimiento a es-te poblachón son diversos. Has de saber queaquí asesinaron a mi padre el 48 unos desalma-dos partidarios. Era brigadier y estaba fuera deservicio. Llamole el gobierno y pasaba por Vi-llahorrenda para ir a Madrid cuando fue cogidopor media docena de tunantes... Aquí hay va-rias dinastías de guerrilleros. Los Aceros, losCaballucos, los Pelomalos... un presidio suelto,como dijo quien sabía muy bien lo que decía.

-Supongo que la venida de dos regimientoscon alguna caballería no será por gusto de visi-tar estos amenos vergeles.

-¿Qué ha de ser? Venimos a recorrer el país.Hay muchos depósitos de armas. El Gobiernono se atreve a destituir a la mayor parte de losayuntamientos sin desparramar algunas com-pañías por estos pueblos. Como hay tanta agi-tación facciosa en esta tierra; como dos provin-cias cercanas están ya infestadas, y comoademás este distrito municipal de Orbajosa

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tiene una historia tan brillante en todas las gue-rras civiles, hay temores de que los bravos depor aquí se echen a los caminos a saquear loque encuentren.

-¡Buena precaución!... pero creo que mien-tras esta gente no perezca y vuelva a nacer,mientras hasta las piedras no muden de forma,no habrá paz en Orbajosa.

-Esa es también mi opinión -dijo el militarencendiendo un cigarrillo-. ¿No ves que lospartidarios son la gente mimada en este país? Atodos los que asolaron la comarca en 1848 y enotras épocas, o a falta de ellos a sus hijos, lesencuentras colocados en los fielatos, en puertas,en el ayuntamiento, en la conducción del co-rreo: los hay que son alguaciles, sacristanes,comisionados de apremios. Algunos se hanhecho temibles caciques y son los que amasanlas elecciones y tienen influjo en Madrid; repar-ten destinos... en fin, esto da grima.

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-Dime, ¿y no se podrá esperar que los parti-darios hagan alguna fechoría en estos días? Siasí fuera, Vds. arrasarían el pueblo, y yo lesayudaría.

-Si en mí consistiera... Ellos harán de las su-yas -dijo Pinzón- porque las facciones de lasdos provincias cercanas crecen como una mal-dición de Dios. Y acá para entre los dos, amigoRey, yo creo que esto va largo. Algunos se ríeny aseguran que no puede haber otra guerracivil como la pasada. No conocen el país, noconocen a Orbajosa y sus habitantes. Yo sosten-go que esto que ahora empieza lleva larga cola,y que tendremos una nueva lucha cruel y san-grienta que durará lo que Dios quiera. ¿Quéopinas tú?

-Amigo Pinzón, en Madrid me reía yo de to-dos los que hablaban de la posibilidad de unaguerra civil tan larga y terrible como la de sieteaños; pero ahora, después que estoy aquí...

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-Es preciso engolfarse en estos países encan-tadores, ver de cerca esta gente y oírle dos pa-labras para saber de qué pie cojea.

-Pues sí... sin poderme explicar en qué fundomis ideas, ello es que desde aquí veo las cosasde otra manera, y pienso en la posibilidad delargas y feroces guerras.

-Exactamente.

-Pero ahora más que la guerra pública mepreocupa una privada en que estoy metido yque he declarado hace poco.

-¿Dijiste que esta es la casa de tu tía? ¿Cómose llama?

-Doña Perfecta Rey de Polentinos.

-¡Ah! La conozco de nombre. Es una personaexcelente, y la única de quien no he oído hablarmal a los ajeros. Cuando estuve aquí la otra

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vez, en todas partes oía ponderar su bondad, sucaridad, sus virtudes.

-Sí; mi tía es muy bondadosa, muy amable -dijo Rey.

Después quedó pensativo breve rato.

-Pero ahora recuerdo... -exclamó de súbitoPinzón-. Ahora recuerdo... Cómo se van atandocabos... Sí, en Madrid me dijeron que te casabascon una prima. Todo está descubierto. ¿Esaquella linda y celestial Rosarito?...

-Amigo Pinzón, vamos a hablar detenida-mente.

-Se me figura que hay contrariedades.

-Hay algo más. Hay luchas terribles. Se ne-cesitan amigos poderosos, listos, de iniciativa,de gran experiencia en los lances difíciles, degran astucia y valor.

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-Hombre, eso es todavía más grave que undesafío.

-Mucho más grave. Se bate uno fácilmentecon otro hombre. Con mujeres, con invisiblesenemigos que trabajan en la sombra es imposi-ble.

-Vamos: ya soy todo oídos.

El teniente coronel Pinzón descansaba cuanlargo era sobre el lecho. Pepe Rey acercó unasilla y apoyando en el mismo lecho el codo y enla mano la cabeza, empezó su conferencia, con-sulta, exposición de plan o lo que fuera, y hablólarguísimo rato. Oíale Pinzón con curiosidadprofunda y sin decir nada, salvo algunas pre-guntillas sueltas para pedir nuevos datos o laaclaración de alguna oscuridad. Cuando Reyconcluyó, Pinzón estaba serio. Estirose en lacama, desperezándose con la placentera con-vulsión de quien no ha dormido en tres noches,y después dijo así:

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-Tu plan es peliagudísimo, arriesgado y difí-cil.

-Pero no imposible.

-¡Oh!, no, que nada hay imposible en estemundo. Piénsalo bien.

-Ya lo he pensado.

-¿Y estás resuelto a llevarlo adelante? Miraque esas cosas ya no se estilan. Suelen salir mal,y no dejan bien parado a quien las hace.

-Estoy resuelto.

-Pues por mi parte aunque el asunto esarriesgado y grave, muy grave, estoy dispuestoa ayudarte en todo y por todo.

-¿Cuento contigo?

-Hasta morir.

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-XIX-Combate terrible.- Estrategia.

Los primeros fuegos no podían tardar. A lahora de la comida, después de ponerse deacuerdo con Pinzón respecto al plan convenido,cuya primera condición era que ambos amigosfingirían no conocerse, Pepe Rey fue al come-dor. Allí encontró a su tía que acababa de llegarde la catedral, donde pasaba, según su costum-bre toda la mañana. Estaba sola y parecía hon-damente preocupada. El ingeniero observó quesobre aquel semblante pálido y marmóreo, noexento de cierta hermosura, se proyectaba lamisteriosa sombra de un celaje. Al mirar reco-braba la claridad siniestra; pero miraba poco, ydespués de una rápida observación del rostrode su sobrino, el de la bondadosa dama se pon-ía otra vez en su estudiada penumbra.

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Aguardaban en silencio la comida. No espe-raron a D. Cayetano, porque este había ido aMundo Grande. Cuando empezaron a comer,doña Perfecta dijo:

-Y ese caballero, ese militarote que nos haregalado hoy el Gobierno, ¿no viene a comer?

-Parece tener más sueño que hambre -repusoel ingeniero sin mirar a su tía.

-¿Le conoces tú?

-No le he visto en mi vida.

-Pues estamos divertidos con los huéspedesque nos manda el Gobierno. Aquí tenemosnuestras camas y nuestra comida para cuando aesos perdidos de Madrid se les antoje disponerde ellas.

-Es que hay temores de que se levanten par-tidas -dijo Pepe Rey sintiendo que una centellacorría por todos sus miembros- y el Gobierno

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está decidido a aplastar a los orbajosenses, aaplastarlos, a hacerlos polvo.

-Hombre, para, para por Dios, no nos pulve-rices -exclamó la señora con sarcasmo-. ¡Pobre-citos de nosotros! Ten piedad, hombre, y dejavivir a estas infelices criaturas. Y qué ¿serás túde los que ayuden a la tropa en la grandiosaobra de nuestro aplastamiento?

-Yo no soy militar. No haré más que aplau-dir cuando vea extirpados para siempre losgérmenes de guerra civil, de insubordinación,de discordia, de behetría, de bandolerismo y debarbarie que existen aquí para vergüenza denuestra época y de nuestro país.

-Todo sea por Dios.

-Orbajosa, querida tía, casi no tiene más queajos y bandidos, porque bandidos son los queen nombre de una idea política o religiosa, se

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lanzan a correr aventuras cada cuatro o cincoaños.

-Gracias, gracias, querido sobrino -dijo doñaPerfecta palideciendo-. ¿Con que Orbajosa notiene más que eso? Algo más habrá aquí, algomás que tú no tienes y que has venido a buscarentre nosotros.

Rey sintió el bofetón. Su alma se quemaba.Érale muy difícil guardar a su tía las considera-ciones que por sexo, estado y posición merecía.Hallábase en el disparadero de la violencia, yun ímpetu irresistible le empujaba, lanzándolecontra su interlocutora.

-Yo he venido a Orbajosa -dijo- porque Vd.me mandó llamar; Vd. concertó con mi padre...

-Sí, sí es verdad -repuso la señora interrum-piéndole vivamente, y procurando recobrar suhabitual dulzura-. No lo niego. Aquí el verda-dero culpable he sido yo. Yo tengo la culpa de

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tu aburrimiento, de los desaires que nos haces,de todo lo desagradable que en mi casa ocurrecon motivo de tu venida.

-Me alegro de que Vd. lo conozca.

-En cambio tú eres un santo. ¿Será precisotambién que me ponga de rodillas ante tu gra-ciosidad y te pida perdón?...

-Señora -dijo Pepe Rey gravemente dejandode comer- ruego a Vd. que no se burle de mí deuna manera tan despiadada. Yo no puedo po-nerme en ese terreno... No he dicho más sinoque vine a Orbajosa llamado por Vd.

-Y es cierto. Tu padre y yo concertamos quete casaras con Rosario. Viniste a conocerla. Yote acepté desde luego como hijo... Tú aparentas-te amar a Rosario...

-Perdóneme Vd. -objetó Pepe-. Yo amaba yamo a Rosario; Vd. aparentó aceptarme por

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hijo; Vd., recibiéndome con engañosa cordiali-dad, empleó desde el primer momento todaslas artes de la astucia para contrariarme y es-torbar el cumplimiento de las promesas hechasa mi padre; Vd. se propuso desde el primer díadesesperarme, aburrirme y con los labios llenosde sonrisas y de palabras cariñosas, me ha es-tado matando, achicharrándome a fuego lento;Vd. ha lanzado contra mí en la oscuridad y amansalva un enjambre de pleitos; Vd. me hadestituido del cargo oficial que traje a Orbajosa;Vd. me ha desprestigiado en la ciudad; Vd. meha expulsado de la catedral; Vd. me ha tenidoen constante ausencia de la escogida de mi co-razón; Vd. ha mortificado a su hija con un en-cierro inquisitorial, que le hará perder la vida,si Dios no pone su mano en ello.

Doña Perfecta se puso como la grana. Peroaquella viva llamarada de su orgullo ofendidoy de su pensamiento descubierto pasó rápida-mente dejándola pálida y verdosa. Sus labios

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temblaban. Arrojando el cubierto con que co-mía, se levantó de súbito. El sobrino se levantótambién.

-¡Dios mío, Santa Virgen del Socorro! -exclamó la señora llevándose ambas manos a lacabeza y comprimiéndosela según el ademánpropio de la desesperación-. ¿Es posible que yomerezca tan atroces insultos? Pepe, hijo mío,¿eres tú el que habla?... Si he hecho lo que dices,en verdad que soy muy pecadora.

Dejose caer en el sofá y se cubrió el rostrocon las manos. Pepe, acercándose lentamente aella, observó el angustioso sollozar de su tía ylas lágrimas que abundantemente derramaba.A pesar de su convicción no pudo vencer elligero enternecimiento que se apoderó de él, ysintiéndose cobarde, experimentó cierta penapor lo mucho y fuerte que había dicho.

-Querida tía -indicó poniéndole la mano enel hombro-. Si me contesta Vd. con lágrimas y

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suspiros, me conmoverá pero no me conven-cerá. Razones y no sentimientos me hacen falta.Hábleme Vd., dígame serenamente que meequivoco al pensar lo que pienso, pruébemelodespués, y reconoceré mi error.

-Déjame. Tú no eres hijo de mi hermano. Silo fueras no me insultarías como me has insul-tado. ¿Con que yo soy una intrigante, una co-medianta, una harpía hipócrita, una diplomáti-ca de enredos caseros?...

Al decir esto, la señora había descubierto surostro y contemplaba a su sobrino con expre-sión beatífica. Pepe estaba perplejo. Las lágri-mas, así como la dulce voz de la hermana de supadre, no podían ser fenómenos insignificantespara el alma del matemático. Las palabras leretozaban en la boca para pedir perdón. Hom-bre de gran energía por lo común, cualquieraccidente de sensibilidad, cualquier agente queobrase sobre su corazón, le trocaba de súbito en

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niño. Achaques de matemático. Dicen queNewton era también así.

-Yo quiero darte las razones que pides -dijodoña Perfecta, indicando al sobrino que se sen-tase junto a ella-. Yo quiero desagraviarte. Paraque veas si soy buena, si soy indulgente, si soyhumilde... ¿Crees que te contradiré, que negaréen absoluto los hechos de que me has acusa-do?... pues no, no los niego.

El ingeniero se quedó asombrado.

-No los niego -prosiguió la señora-. Lo queniego es la dañada intención que les atribuyes.¿Con qué derecho te metes a juzgar lo que noconoces sino por indicios y conjeturas? ¿Tienestú la suprema inteligencia que se necesita parajuzgar de plano las acciones de los demás y darsentencia sobre ellas? ¿Eres Dios para conocerlas intenciones?

Pepe se asombró más.

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-¿No es lícito emplear alguna vez en la vidamedios indirectos para conseguir un fin buenoy honrado? ¿Con qué derecho juzgas accionesmías que no comprendes bien? Yo, queridosobrino, ostentando una sinceridad que tú nomereces, te confieso que sí, que efectivamenteme he valido de subterfugios para conseguir unfin bueno, para conseguir lo que al mismotiempo era beneficioso para ti y para mi hija...¿No comprendes? Parece que estás lelo... ¡Ah!¡Tu gran entendimiento de matemático y defilósofo alemán no es capaz de penetrar estassutilezas de una madre prudente!

-Es que me asombro más y más cada vez -dijo el ingeniero.

-Asómbrate todo lo que quieras; pero confie-sa tu barbaridad -manifestó la dama, aumen-tando en bríos-, reconoce tu ligereza y brutalcomportamiento conmigo, al acusarme como lohas hecho. Eres un mozalbete sin experiencia niotro saber que el de los libros, que nada ense-

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ñan del mundo ni del corazón. Tú de nada en-tiendes, más que de hacer caminos y muelles.¡Ay!, señorito mío. En el corazón humano no seentra por los túneles de los ferrocarriles, ni sebaja a sus hondos abismos por los pozos de lasminas. No se lee en la conciencia ajena con losmicroscopios de los naturalistas, ni se decide laculpabilidad del prójimo, nivelando las ideascon teodolito.

-¡Por Dios querida tía!...

-¿Para qué nombras a Dios sino crees en él? -dijo doña Perfecta, con solemne acento-. Si cre-yeras en él, si fueras buen cristiano, no aventu-rarías pérfidos juicios sobre mi conducta. Yosoy una mujer piadosa, ¿entiendes? Yo tengomi conciencia tranquila, ¿entiendes? Yo sé loque hago y por qué lo hago, ¿entiendes?

-Entiendo, entiendo, entiendo.

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-Dios, en quien tú no crees, ve lo que tú noves ni puedes ver, las intenciones. Y no te digomás; no quiero entrar en explicaciones largasporque no lo necesito. Tampoco me entenderíassi te dijera que deseaba alcanzar mi objeto sinescándalo, sin ofender a tu padre, sin ofendertea ti, sin dar que hablar a las gentes con una ne-gativa explícita... Nada de esto te diré, porquetampoco lo entenderás, Pepe. Eres matemático.Ves lo que tienes delante y nada más; la natura-leza brutal y nada más; rayas, ángulos, pesos ynada más. Ves el efecto y no la causa. El que nocree en Dios no ve causas. Dios es la supremaintención del mundo. El que le desconoce, ne-cesariamente ha de juzgar de todo como juzgastú, a lo tonto. Por ejemplo, en la tempestad nove más que destrucción; en el incendio estra-gos, en la sequía miseria, en los terremotos de-solación, y sin embargo, orgulloso señorito, entodas esas aparentes calamidades, hay que bus-car la bondad de la intención... sí señor, la in-

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tención siempre buena de quien no puede hacernada malo.

Esta embrollada, sutil y mística dialéctica noconvenció a Rey; pero no quiso seguir a su tíapor la áspera senda de tales argumentaciones, ysencillamente dijo:

-Bueno; yo respeto las intenciones...

-Ahora que pareces reconocer tu error -prosiguió la piadosa señora, cada vez más va-liente-, te haré otra confesión, y es que voycomprendiendo que hice mal en adoptar talsistema, aunque mi objeto era inmejorable. Da-do tu carácter arrebatado, dada tu incapacidadpara comprenderme, debí abordar la cuestiónde frente y decirte: «sobrino mío, no quiero queseas esposo de mi hija».

-Ese es el lenguaje que debió emplear Vd.conmigo desde el primer día -repuso el inge-niero, respirando con desahogo, como quien se

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ve libre de enorme peso-. Agradezco mucho aVd. esas palabras, querida tía. Después de seracuchillado en las tinieblas, ese bofetón a la luzdel día me complace mucho.

-Pues te repito el bofetón, sobrino -afirmó laseñora con tanta energía como displicencia-. Yalo sabes. No quiero que te cases con Rosario.

Pepe calló. Hubo una larga pausa, durante lacual uno y otro estuvieron mirándose fija yatentamente, cual si la cara de cada uno fuesepara el contrario la más perfecta obra del arte.

-¿No entiendes lo que te he dicho? -repitióella-. Que se acabó todo, que no hay boda.

-Permítame Vd. querida tía -dijo el joven,con entereza- que no me aterre con la intima-ción. En el estado a que han llegado las cosas, lanegativa de Vd. es de escaso valor para mí.

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-¿Qué dices? -gritó fulminante doña Perfec-ta.

-Lo que Vd. oye. Me casaré con Rosario.

Doña Perfecta se levantó indignada, majes-tuosa, terrible. Su actitud era la del anatemahecho mujer. Rey permaneció sentado, sereno,valiente, con el valor pasivo de una creenciaprofunda y de una resolución inquebrantable.El desplome de toda la iracundia de su tía quele amenazaba no le hizo pestañear. Él era así.

-Eres un loco. ¡Casarte tú con mi hija, casartetú con ella, no queriendo yo!...

Los labios trémulos de la señora articularonestas palabras con el verdadero acento de latragedia.

-¡No queriendo Vd.!... Ella opina de distintomodo.

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-¡No queriendo yo!... -repitió la dama-. Sí... ylo digo y lo repito: no quiero, no quiero.

-Ella y yo lo deseamos.

-Menguado: ¿acaso no hay en el mundo másque ella y tú? ¿No hay padres, no hay sociedad,no hay conciencia, no hay Dios?

-Porque hay sociedad, porque hay concien-cia, porque hay Dios -afirmó gravemente Rey,levantándose y alzando el brazo y señalando alcielo-, digo y repito que me casaré con ella.

-¡Miserable, orgulloso! Y si todo lo atropella-ras, ¿crees que no hay leyes para impedir tuviolencia?

-Porque hay leyes, digo y repito que me ca-saré con ella.

-Nada respetas.

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-No respeto nada que sea indigno de respe-to.

-Y mi autoridad, y mi voluntad, yo... ¿yo nosoy nada?

-Para mí su hija de Vd. es todo: lo demásnada.

La entereza de Pepe Rey era como los alar-des de una fuerza incontrastable, con perfectaconciencia de sí misma. Daba golpes secos, con-tundentes, sin atenuación de ningún género.Sus palabras parecían, si es permitida la com-paración, una artillería despiadada.

Doña Perfecta cayó de nuevo en el sofá; perono lloraba, y una convulsión nerviosa agitabasus miembros.

-¿De modo que para este ateo infame -exclamó con franca rabia- no hay conveniencias

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sociales, no hay nada más que un capricho? Esoes una avaricia indigna. Mi hija es rica.

-Si piensa Vd. herirme con ese arma sutil,tergiversando la cuestión e interpretando torci-damente mis sentimientos, para lastimar midignidad, se equivoca Vd., querida tía. Lláme-me Vd. avaro. Dios sabe lo que soy.

-No tienes dignidad.

-Esa es una opinión como otra cualquiera. Elmundo podrá tenerla a Vd. en olor de infalibi-lidad. Yo no. Estoy muy lejos de creer que lassentencias de Vd. no tengan apelación anteDios.

-¿Pero es cierto lo que dices?... ¿Pero insistesdespués de mi negativa?... Tú lo atropellas to-do, eres un monstruo, un bandido.

-Soy un hombre.

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-¡Un miserable! Acabemos: yo te niego a mihija, yo te la niego.

-¡Pues yo la tomaré! No tomo más que lo quees mío.

-Quítate de mi presencia -exclamó la señora,levantándose de súbito-. Fatuo, ¿crees que mihija se acuerda de ti?

-Me ama, lo mismo que yo a ella.

-¡Mentira, mentira!

-Ella misma me lo ha dicho. Dispénseme Vd.si en esta cuestión doy más fe a la opinión deella que a la de su mamá.

-¿Cuándo te lo ha dicho, si no la has visto enmuchos días?

-La he visto anoche y me ha jurado ante elCristo de la capilla que sería mi mujer.

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-¡Oh escándalo y libertinaje!... ¿Pero qué esesto? ¡Dios mío, qué deshonra! -exclamó doñaPerfecta comprimiéndose otra vez con ambasmanos la cabeza y dando algunos pasos por lahabitación-. ¿Rosario salió anoche de su cuar-to?...

-Salió para verme. Ya era tiempo.

-¡Qué vil conducta la tuya! Has procedidocomo los ladrones, has procedido como los se-ductores adocenados.

-He procedido según la escuela de Vd. Miintención era buena.

-¡Y ella bajó!... ¡Ah!, lo sospechaba. Esta ma-ñana al amanecer la sorprendí vestida en sucuarto. Díjome que había salido no sé a qué... Elverdadero criminal eres tú, tú... Esto es unadeshonra. Pepe, Pepe, esperaba todo de ti, me-nos tan grande ultraje... Todo acabó. Márchate.Ya no existes para mí. Te perdono, con tal de

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que te vayas... No diré una palabra de esto a tupadre... ¡Qué horrible egoísmo! No, no hayamor en ti. Tú no amas a mi hija.

-Dios sabe que la adoro, y me basta.

-No pongas a Dios en tus labios, blasfemo, ycalla. En nombre de Dios, a quien puedo invo-car porque creo en él, te digo que mi hija noserá jamás tu mujer. Mi hija se salvará, Pepe, mihija no puede ser condenada en vida al infier-no, porque infierno es la unión contigo.

-Rosario será mi esposa -repitió Pepe Reycon patética calma.

Irritábase más la piadosa señora con laenergía serena de su sobrino. Con voz entrecor-tada habló así:

-No creas que me amedrantan tus amenazas.Sé lo que digo. Pues qué, ¿se puede atropellar

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un hogar, una familia, se puede atropellar laautoridad humana y divina?

-Yo lo atropellaré todo -dijo el ingenieroempezando a perder su calma y expresándosecon alguna agitación.

-¡Lo atropellarás todo! ¡Ah! Bien se ve queeres un bárbaro, un salvaje, un hombre quevive de la violencia.

-No, querida tía. Soy manso, recto, honradoy enemigo de violencias; pero entre Vd. y yo,entre Vd. que es la ley y yo que soy el destina-do a acatarla, está una pobre criatura atormen-tada, un ángel de Dios sujeto a inicuos marti-rios. Este espectáculo, esta injusticia, esta vio-lencia inaudita es la que convierte mi rectituden barbarie, mi razón en fuerza, mi honradezen violencia parecida a la de los asesinos y la-drones; este espectáculo, señora mía, es lo queme impulsa a no respetar la ley de V., lo queme impulsa a pasar sobre ella, atropellándolo

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todo. Esto que parece desatino es una ley in-eludible. Hago lo que hacen las sociedades,cuando una brutalidad tan ilógica como irritan-te se opone a su marcha. Pasan por encima ytodo lo destrozan con feroz acometida. Tal soyyo en este momento: yo mismo no me conozco.Era razonable y soy un bruto, era respetuoso ysoy insolente, era culto y me encuentro salvaje.Usted me ha traído a este horrible extremo,irritándome y apartándome del camino delbien por donde tranquilamente iba. ¿De quiénes la culpa, mía o de Vd.?

-¡Tuya, tuya!

-Ni Vd. ni yo lo podemos resolver. Creo queambos carecemos de razón. En Vd. violencia einjusticia, en mí injusticia y violencia. Hemosvenido a ser tan bárbaro el uno como el otro, yluchamos y nos herimos sin compasión. Dios lopermite así. Mi sangre caerá sobre la concienciade Vd., la de Vd. caerá sobre la mía. Basta ya,

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señora. No quiero molestar a Vd. con palabrasinútiles. Ahora entraremos en los hechos.

-¡En los hechos, bien! -dijo doña Perfectamás bien rugiendo que hablando-. No creas queen Orbajosa falta guardia civil.

-Adiós, señora. Me retiro de esta casa. Creoque nos volveremos a ver.

-Vete, vete, vete ya -gritó ella señalando lapuerta con enérgico ademán.

Pepe Rey salió. Doña Perfecta después depronunciar algunas palabras incoherentes queeran la más clara expresión de su ira, cayó enun sillón con muestras de cansancio o de ata-que nervioso. Acudieron las criadas.

-Que vayan a llamar al Sr. D. Inocencio! -gritó-. Al instante... ¡pronto!... ¡que venga!

Después mordió el pañuelo.

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-XX-Rumores.- Temores.

Al día siguiente de esta disputa lamentable,corrieron por toda Orbajosa de casa en casa, decírculo en círculo, desde el Casino a la botica, ydesde el paseo de las Descalzas a la puerta deBaidejos, rumores varios sobre Pepe Rey y suconducta. Todo el mundo los repetía, y los co-mentarios iban siendo tantos, que si D. Cayeta-no los recogiese y compilase, formaría con ellosun rico Thesaurum de la benevolencia orbajo-sense.

En medio de la diversidad de especies quecorrían, había conformidad en algunos puntosculminantes, uno de los cuales era el siguiente:

Que el ingeniero, enfurecido porque doñaPerfecta se negaba a casar a Rosarito con unateo, había alzado la mano a su tía.

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Estaba viviendo el joven en la posada de laviuda de Cuzco, establecimiento montado comoahora se dice, no a la altura, sino a la bajeza delos más primorosos atrasos del país. Visitábalecon frecuencia el teniente coronel Pinzón, paraponerse de acuerdo respecto al enredo que en-tre manos traían, y para cuyo eficaz desempeñomostraba el soldado felices disposiciones. Idea-ba a cada instante nuevas travesuras y artima-ñas, apresurándose a llevarlas del pensamientoa la obra con excelente humor, si bien solía de-cir a su amigo:

-El papel que estoy haciendo, querido Pepe,no se debe contar entre los más airosos; peropor dar un disgusto a Orbajosa y su gente, an-daría yo a cuatro pies.

No sabemos qué sutiles trazas empleó el la-dino militar, maestro en ardides del mundo,pero lo cierto es que a los tres días de aloja-miento había logrado hacerse muy simpático enla casa. Agradaba su trato a doña Perfecta, que

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no podía oír sin emoción sus zalameras alaban-zas del buen porte de la casa, de la grandeza,piedad y magnificencia augusta de la señora.Con D. Inocencio estaba a partir un confite. Nila madre ni el Penitenciario le estorbaban quehablase a Rosario (a quien se dio libertad des-pués de la ausencia del feroz primo); y con suscortesanías alambicadas, su hábil lisonja y des-treza suma, adquirió en la casa de Polentinosconsiderable auge y hasta familiaridad. Pero elobjeto de todas sus artes era una doncella, quetenía por nombre Librada, a quien sedujo (cas-tamente hablando) para que transportase reca-dos y cartitas a la Rosario, fingiéndose enamo-rado de esta. No resistió la muchacha al sobor-no, realizado con bonitas palabras y muchodinero, porque ignoraba la procedencia de lasesquelas y el verdadero sentido de tales líos;pues si llegara a entender que todo era unanueva diablura de D. José, aunque este le gus-taba mucho, no hiciera traición a su señora portodo el dinero del mundo.

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Estaban un día en la huerta doña Perfecta,Don Inocencio, Jacinto y Pinzón. Hablose de latropa y de la misión que traía a Orbajosa, encuyo tratado el Sr. Penitenciario halló tema pa-ra condenar la tiránica conducta del gobierno, ysin saber cómo nombraron a Pepe Rey.

-Todavía está en la posada -dijo el abogadi-llo-. Le he visto ayer, y me ha dado memoriaspara V., señora doña Perfecta.

-¿Hase visto mayor insolencia?... ¡Ah!, Sr.Pinzón, no extrañe V. que emplee este lenguaje,tratándose de un sobrino carnal... ya sabe V...aquel caballerito que se aposentaba en el cuartoque usted ocupa.

-¡Sí, ya lo sé! No le trato; pero le conozco devista y de fama. Es amigo íntimo de nuestrobrigadier.

-¿Amigo íntimo del brigadier?

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-Sí, señora, del que manda la brigada que havenido a este país, y que se ha repartido entrediferentes pueblos.

-¿Y dónde está? -preguntó con interés sumola dama.

-En Orbajosa.

-Creo que se aposenta en casa de Polavieja -indicó Jacinto.

-Su sobrino de V. -continuó Pinzón-, y elbrigadier Batalla son íntimos amigos, se quie-ren entrañablemente, y a todas horas se les vejuntos por las calles del pueblo.

-Pues, amiguito, mala idea formo de ese se-ñor jefe -repuso doña Perfecta.

-Es un... es un infeliz -dijo Pinzón en el tonopropio de quien por respeto no se atreve a apli-car una calificación dura.

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-Mejorando lo presente, Sr. Pinzón, yhaciendo una salvedad honrosísima en honorde V. -afirmó doña Perfecta-, no puede negarseque en el ejército español hay cada tipo...

-Nuestro brigadier era un excelente militarantes de darse al espiritismo...

-¡Al espiritismo!

-¡Esa secta que llama a los fantasmas yduendes por medio de las patas de las mesas!...-exclamó el canónigo riendo.

-Por curiosidad, sólo por curiosidad -dijo Ja-cintillo con énfasis-, he encargado a Madrid laobra de Allan Kardec. Bueno es enterarse detodo.

-¿Pero es posible que tales disparates...?¡Jesús! Dígame V., Pinzón, ¿mi sobrino tambiénes de esa secta de pie de banco?

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-Me parece que él fue quien catequizó anuestro bravo brigadier Batalla.

-¡Pero, Jesús!

-Eso es; y cuando se le antoje -dijo D. Ino-cencio sin poder contener la risa-, hablará conSócrates, San Pablo, Cervantes y Descartes, co-mo hablo yo ahora con Librada para pedirle unfosforito. ¡Pobre señor de Rey! Bien dije yo queaquella cabeza no estaba buena.

-Por lo demás -continuó Pinzón-, nuestrobrigadier es un buen militar. Si de algo peca esde excesivamente duro. Toma tan al pie de laletra las órdenes del gobierno, que si le contra-rían mucho aquí, será capaz de no dejar piedrasobre piedra en Orbajosa. Sí, les prevengo aVds. que estén con cuidado.

-Pero ese monstruo nos va a cortar la cabezaa todos. ¡Ay! Sr. D. Inocencio, estas visitas de latropa me recuerdan lo que he leído en la vida

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de los mártires, cuando se presentaba unprocónsul romano en un pueblo de cristianos...

-No deja de ser exacta la comparación -dijoel Penitenciario mirando al militar por encimade las gafas.

-Es un poco triste; pero siendo verdad, debedecirse -manifestó Pinzón con benevolencia-.Ahora, señores míos, están Vds. a merced denosotros.

-Las autoridades del país -objetó Jacinto-,funcionan aún perfectamente.

-Creo que se equivoca Vd. -repuso el solda-do, cuya fisonomía observaban con profundointerés la señora y el Penitenciario-. Hace unahora ha sido destituido el alcalde de Orbajosa.

-¿Por el Gobernador de la provincia?

-El gobernador de la provincia ha sido susti-tuido por un delegado del Gobierno que debió

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llegar esta mañana. Los ayuntamientos todoscesarán hoy. Así lo ha mandado el Ministro,porque temía, no sé con qué motivo, que noprestaban apoyo a la autoridad central.

-Bien, bien estamos -murmuró el canónigo,frunciendo el ceño y echando adelante el labioinferior.

Doña Perfecta meditaba.

-También han sido quitados algunos juecesde primera instancia, entre ellos el de Orbajosa.

-¡El juez! ¡Periquito!... ¿Ya no es juez Periqui-to? -exclamó doña Perfecta con voz y gesto pa-recida a los de las personas que tienen la des-gracia de ser picadas por una víbora.

-Ya no es juez de Orbajosa el que lo era ayer-manifestó Pinzón-. Mañana llega el nuevo.

-¡Un desconocido!

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-¡Un desconocido!

-Un tunante quizás... ¡El otro era tan honra-do!... -dijo la señora con zozobra-. Jamás le pedícosa alguna, que al punto no me concediera.¿Sabe usted quién será el alcalde nuevo?

-Dicen que viene un corregidor.

-Vamos, diga Vd. de una vez que viene elDiluvio, y acabaremos -manifestó el canónigolevantándose.

-¿De modo que estamos a merced del señorbrigadier?

-Por algunos días, ni más ni menos. No seenfaden Vds. conmigo. A pesar de mi unifor-me, me desagrada el militarismo; pero nosmandan pegar... y pegamos. No puede haberoficio más canalla que el nuestro.

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-Sí que lo es, sí que lo es -dijo la señora disi-mulando mal su furor-. Ya que Vd. lo ha confe-sado... Con que ni alcalde, ni juez...

-Ni gobernador de la provincia.

-Vamos; que nos quiten también al señorObispo y nos manden un monaguillo en sulugar.

-Es lo que falta... Si aquí les dejan hacerlo -murmuró D. Inocencio, bajando los ojos-, no separarán en pelillos.

-Y todo es porque se teme el levantamientode partidas en Orbajosa -exclamó la señora cru-zando las manos y agitándolas de arriba abajodesde la barba a las rodillas-. Francamente,Pinzón, no sé cómo no se levantan hasta laspiedras. No le deseo mal ninguno a V.; pero lojusto sería que el agua que beben Vds. se lesconvirtiera en lodo... ¿Dijo usted que mi sobri-no es íntimo amigo del brigadier?

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-Tan íntimo que no se separan en todo el día;fueron compañeros de colegio. Batalla le quierecomo un hermano, y le complace en todo. En sulugar de Vd., señora, yo no estaría tranquilo.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Temo un atropello!... -exclamó ella muy desasosegada.

-Señora -afirmó el canónigo con energía-.Antes que consentir un atropello en esta hon-rada casa, antes que consentir el menor veja-men hecho a esta nobilísima familia, yo... misobrino... ¿qué digo?, los vecinos todos de Or-bajosa...

Don Inocencio no concluyó. Su cólera era tanviva, que se le trababan las palabras en la boca.Dio algunos pasos marciales y después se vol-vió a sentar.

-Me parece que no son vanos esos temores -dijo Pinzón-. En caso necesario, yo...

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-Y yo... -repitió Jacinto.

Doña Perfecta había fijado los ojos en lapuerta vidriera del comedor, tras la cual dejosever una graciosa figura. Mirándola, parecía queen el semblante de la señora se ennegrecíanmás las sombrías nubes del temor.

-Rosario, pasa aquí, Rosario -dijo saliendo asu encuentro-. Se me figura que tienes hoy me-jor cara y estás más alegre, sí... ¿No les parece austedes que Rosario tiene mejor cara? Si pareceotra.

Todos convinieron en que tenía retratada ensu semblante la más viva felicidad.

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-XXI-Desperta ferro

Por aquellos días publicaron los periódicosde Madrid las siguientes noticias:

«No es cierto que en los alrededores de Or-bajosa se haya levantado partida alguna. Nosescriben de aquella localidad que el país estátan poco dispuesto a aventuras, que se conside-ra inútil en aquel punto la presencia de la bri-gada Batalla».

«Dícese que la brigada Batalla saldrá de Or-bajosa, porque no hacen falta allí fuerzas delejército, e irá a Villajuán de Nahara, donde hanaparecido algunas partidas».

«Ya es seguro que los Aceros recorren conalgunos jinetes el término de Villajuán, próxi-mo al distrito judicial de Orbajosa. El goberna-dor de la provincia de X... ha telegrafiado al

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gobierno, diciendo que Francisco Acero entróen las Roquetas, donde cobró un semestre ypidió raciones. Domingo Acero (Faltriquera)vagaba por la sierra del Jubileo, activamenteperseguido por la Guardia civil, que le mató unhombre y aprehendió a otro. Bartolomé Acerofue el que quemó el registro civil de Lugarno-ble, llevándose en rehenes al alcalde y a dos delos principales propietarios».

«En Orbajosa reina tranquilidad completa,según carta que tenemos a la vista, y allí nopiensan más que en trabajar el campo para lapróxima cosecha de ajos, que promete sermagnífica. Los distritos inmediatos sí estáninfestados de partidas; pero la brigada Batalladará buena cuenta de ellas».

En efecto, Orbajosa estaba tranquila.- LosAceros, aquella dinastía guerrera, merecedora,según algunas gentes, de figurar en el Roman-cero, había tomado por su cuenta la provinciacercana, pero la insurrección no cundía en el

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término de la ciudad episcopal. Creeríase quela cultura moderna había al fin vencido en sulucha con las levantiscas costumbres de la granbehetría, y que esta saboreaba las delicias deuna paz duradera. Y esto es tan cierto, que elmismo Caballuco, una de las figuras más carac-terizadas de la rebeldía histórica de Orbajosa,decía claramente a todo el mundo que él noquería reñir con el gobierno, ni meterse en danzas,que podían costarle caras.

Dígase lo que se quiera, el arrebatado carác-ter de Ramos había tomado asiento con losaños, enfriándose un poco la fogosidad que conla existencia recibiera de los Caballucos padresy abuelos, la mejor casta de guerreros que haasolado la tierra. Cuéntase además que poraquellos días el nuevo gobernador de la pro-vincia celebró una conferencia con este importan-te personaje, oyendo de sus labios las mayores se-guridades de contribuir al reposo público y evi-tar toda ocasión de disturbios. Aseguran fieles

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testigos que se le veía en amor y compaña conlos militares, partiendo un piñón con este o elotro sargento en la taberna, y hasta se dijo quele iban a dar un buen destino en el Ayunta-miento de la capital de la provincia. ¡Oh cuándifícil es para el historiador, que presume deimparcial, depurar la verdad en esto de las opi-niones y pensamientos de los insignes persona-jes que han llenado el mundo con su nombre!No sabe uno a qué atenerse, y la falta de datosciertos da origen a lamentables equivocaciones.En presencia de hechos tan culminantes comola jornada de Brumario, como el saco de Romapor Borbón, como la ruina de Jerusalén, ¿quépsicólogo, ni qué historiador podrá determinarlos pensamientos que les precedieron o les si-guieron en la cabeza de Bonaparte, Carlos V yTito? ¡Responsabilidad inmensa la nuestra! Pa-ra librarnos en parte de ella, refiramos palabras,frases y aun discursos del mismo emperadororbajosense, y de este modo cada cual formarála opinión que le parezca más acertada.

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No cabe duda alguna de que Cristóbal Ra-mos salió, ya anochecido, de su casa, y atrave-sando por la calle del Condestable vio tres la-briegos que en sendas mulas venían en direc-ción contraria a la suya, y preguntándoles que adó caminaban, repusieron que a la casa de laseñora doña Perfecta, a llevarle varias primiciasde frutos de las huertas y algún dinero de lasrentas vencidas. Eran, el Sr. Pasolargo, un mozoa quien llamaban Frasquito González, y el ter-cero, de mediana edad y recia complexión, re-cibía el nombre de Vejarruco, aunque el suyoverdadero era José Esteban Romero. Volvióatrás Caballuco, solicitado por la buena com-pañía de aquella gente con quien tenía franca yantigua amistad, y entró con ellos en casa de laseñora. Esto ocurría según los más verosímilesdatos, al anochecer y dos días después de aquelen que doña Perfecta y Pinzón hablaron lo queen el anterior capítulo ha podido ver quien loha leído.

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Entretúvose el gran Ramos dando a Libradaciertos recados de poca importancia que unavecina confiara a su buena memoria, y cuandoentró en el comedor, ya los tres labriegos antesmencionados y el Sr. Licurgo, que asimismopor singular coincidencia estaba presente, hab-ían entablado conversación sobre asuntos de lacosecha y de la casa. La señora tenía un humorendiablado; a todo ponía faltas, y reprendíalesásperamente por la sequía del cielo y la infe-cundidad de la tierra, fenómenos de que ellos,los pobrecitos no tenían la culpa. Presenciaba laescena el Sr. Penitenciario. Cuando entró Caba-lluco, saludole afectuosamente el buen canóni-go, señalándole un asiento a su lado.

-Aquí está el personaje -dijo la señora condesdén-. ¡Parece mentira que se hable tanto deun hombre de tan poco valer! Dime, Caballuco,¿es verdad que te han dado de bofetadas unossoldados esta mañana?

-¡A mí! ¡A mí!

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Diciendo esto el Centauro se levantó indig-nado cual si recibiera el más grosero insulto.

-Así lo han dicho -añadió la señora-. ¿No esverdad? Yo lo creí, porque quien en tan poco setiene... Te escupirán y tú te creerás honrado conla saliva de los militares.

-¡Señora! -vociferó Ramos con energía-. Sal-vo el respeto que debo a Vd., que es mi madre,más que mi madre, mi señora, mi reina... puesdigo que salvo el respeto que debo a la personaque me ha dado todo lo que tengo... salvo elrespeto...

-¿Qué?... Parece que vas a decir mucho y nodices nada.

-Pues digo, que salvo el respeto, eso de labofetada es una calumnia -añadió expresándosecon extraordinaria dificultad-. Todos hablan demí, que si entro o si salgo, que si voy, que sivengo... Y todo ¿por qué? Porque quieren to-

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marme por figurón para que revuelva el país.Bien está Pedro en su casa, señoras y caballeros.¿Que ha venido la tropa?... malo es; pero ¿quéle vamos a hacer?... ¿Que han quitado al alcaldey al secretario y al juez?... malo es; yo quisieraque se levantaran contra ellos las piedras deOrbajosa; pero di mi palabra al gobernador, yhasta ahora yo...

Rascose la cabeza, frunció el adusto ceño ycon lengua cada vez más torpe, prosiguió así:

-Yo seré bruto, pesado, ignorante, queren-cioso, testarudo y todo lo que quieran; pero acaballero no me gana nadie.

-Lástima de Cid Campeador -dijo con el ma-yor desprecio doña Perfecta-. ¿No cree Vd.,como yo, señor Penitenciario, que en Orbajosano hay ya un solo hombre que tenga vergüen-za?

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-Grave opinión es esa -repuso el capitular,sin mirar a su amiga ni apartar de su barba lamano en que apoyaba el meditabundo rostro-.Pero se me figura que este vecindario ha acep-tado con excesiva sumisión el pesado yugo delmilitarismo.

Licurgo y los tres labradores reían con todasu alma.

-Cuando los soldados y las autoridades nue-vas -dijo la señora-, nos hayan llevado el últimoreal, después de deshonrado el pueblo, envia-remos a Madrid, en una urna cristalina, a todoslos valientes de Orbajosa para que los ponganen el Museo o los enseñen por las calles.

-¡Viva la señora! -exclamó con vivo ademánel que llamaban Vejarruco-. Lo que ha parladoes como el oro. No se dirá por mí que no hayvalientes, pues no estoy con los Aceros, poraquello de que tiene uno tres hijos y mujer ypuede suceder cualquier estropicio; que si no...

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-¿Pero, tú no has dado tu palabra al gober-nador? -le preguntó con amarga sonrisa la se-ñora.

-¡Al Gobernador! -exclamó el nombradoFrasquito González-. No hay en todo el paístunante que más merezca un tiro. Gobernadory Gobierno todos son lo mismo. El cura nospredicó el domingo tantas cosas altisonantessobre las herejías y ofensas a la religión quehacen en Madrid... ¡Oh! Había que oírle... Al findio muchos gritos en el púlpito, diciendo que lareligión ya no tenía defensores.

-Aquí está el gran Cristóbal Ramos -dijo laseñora dando fuerte palmada en el hombro delCentauro-. Monta a caballo; se pasea en la plazay en el camino real para llamar la atención delos soldados; venle estos, se espantan de la fieracatadura del héroe, y echan todos a corrermuertos de miedo.

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La señora terminó su frase con una risa exa-gerada que se hacía más chocante por el pro-fundo silencio de los que la oían. Caballucoestaba pálido.

-Sr. Pasolargo -continuó la dama poniéndoseseria-, esta noche, cuando vaya Vd. a su casa,mándeme acá a su hijo Bartolomé para que sequede aquí. Necesito tener buena gente en casa;y aun así, bien podrá suceder que el mejor díaamanezcamos mi hija y yo asesinadas.

-¡Señora! -exclamaron todos.

-¡Señora! -gritó Caballuco levantándose-.¿Eso es broma o qué es?

-Sr. Vejarruco, Sr. Pasolargo -continuó la se-ñora sin mirar al bravo de la localidad-, no es-toy segura en mi casa. Ningún vecino de Orba-josa lo está, y menos yo. Vivo con el alma en unhilo. No puedo pegar los ojos en toda la noche.

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-Pero ¿quién, quién se atreverá?...

-Vamos -exclamó Licurgo con ardor-, queyo, viejo y enfermo, seré capaz de batirme contodo el ejército español si tocan el pelo de laropa a la señora...

-Con el Sr. Caballuco -dijo Frasquito Gonzá-lez-, basta y sobra.

-¡Oh!, no -repuso doña Perfecta con cruelsarcasmo-. ¿No ven ustedes que Ramos ha da-do su palabra al gobernador?...

Caballuco se volvió a sentar; y poniendo unapierna sobre otra, cruzó las manos sobre ellas.

-Me basta un cobarde -añadió implacable-mente el ama-, con tal que no haya dado pala-bras. Quizás pase yo por el trance de ver asal-tada mi casa, de ver que me arrancan de losbrazos a mi querida hija, de verme atropelladae insultada del modo más infame...

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No pudo continuar. La voz se ahogó en sugarganta, y rompió a llorar desconsoladamente.

-¡Señora, por Dios, cálmese Vd.!... Vamos...no hay motivo todavía... -dijo precipitadamentey con semblante y voz de aflicción suma D.Inocencio-. También es preciso un poquito deresignación para soportar las calamidades queDios nos envía.

-¿Pero quién... señora? ¿Quién se atreverá atales vituperios? -preguntó uno de los cuatro-.Orbajosa toda se pondría sobre un pie paradefender a la señora.

-Pero ¿quién, quién?... -repitieron todos.

-Vaya, no la molesten Vds. con preguntasimportunas -dijo con oficiosidad el Penitencia-rio-. Pueden retirarse.

-No, no, que se queden -manifestó vivamen-te la señora secando sus lágrimas-. La compañía

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de mis buenos servidores es para mí un granconsuelo.

-Maldita sea mi casta -dijo el tío Lucasdándose un puñetazo en la rodilla-, si todosestos gatuperios no son obra del mismísimosobrino de la señora.

-¿Del hijo de D. Juan Rey?

-Desde que le vi en la estación de Villa-horrenda y me habló con su voz melosilla y susmimos de hombre cortesano -manifestó Licur-go-, le tuve por un grandísimo... no quiero aca-bar por respeto a la señora... Pero yo le conocí...le señalé desde aquel día, y yo no me equivoco.Sé muy bien, como dijo el otro, que por el hilose saca el ovillo, por la muestra se conoce elpaño y por la uña el león.

-No se hable mal en mi presencia de esedesdichado joven -dijo la de Polentinos seve-ramente-. Por grandes que sean sus faltas, la

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caridad nos prohíbe hablar de ellas y darlespublicidad.

-Pero la caridad -manifestó D. Inocencio, concierta energía- no nos impide precavernos con-tra los malos; y de eso se trata. Ya que han de-caído tanto los caracteres y el valor en la desdi-chada Orbajosa; ya que este pueblo parece dis-puesto a poner la cara para que escupan en ellacuatro soldados y un cabo, busquemos algunadefensa uniéndonos.

-Yo me defenderé como pueda -dijo con re-signación y cruzando las manos doña Perfecta-.¡Hágase la voluntad del Señor!

-Tanto ruido para nada... ¡Por vida de...! ¡Enesta casa son de la piel del miedo!... -exclamóCaballuco entre serio y festivo-. No parece sinoque el tal don Pepito es una región (léase legión)de demonios. No se asuste Vd., señora mía. Misobrinillo Juan, que tiene trece años, guardará

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la casa, y veremos, sobrino por sobrino, quiénpuede más.

-Ya sabemos todos lo que significan tusguapezas y valentías -replicó la dama-. ¡PobreRamos, quieres echártela de bravucón cuandoya se ha visto que no sirves para nada!

Ramos palideció ligeramente, fijando en laseñora una mirada singular en que se confund-ía con el espanto el respeto.

-Sí, hombre, no me mires así. Ya sabes queno me asusto de fantasmones. ¿Quieres que tehable de una vez con claridad? Pues eres uncobarde.

Ramos, moviéndose como el que siente endiversas partes de su cuerpo molestas picazo-nes, demostraba gran desasosiego. Su narizexpelía y recogía el aire como la de un caballo.Dentro de aquel corpachón combatía consigomisma por echarse fuera rugiendo y destro-

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zando una tormenta, una pasión, una barbari-dad. Después de modular a medias algunaspalabras, mascando otras, levantose y bramó deesta manera:

-¡Le cortaré la cabeza al Sr. de Rey!!

-¡Qué desatino! Eres tan bruto como cobarde-dijo la señora palideciendo-. ¿Qué hablas ahíde matar, si yo no quiero me maten a nadie ymucho menos a mi sobrino, persona a quienamo a pesar de sus maldades?

-¡El homicidio! ¡Qué atrocidad! -exclamó elseñor D. Inocencio escandalizado-. Este hombreestá loco.

-¡Matar!... La idea tan sólo de un homicidiome horroriza, Caballuco -dijo la señora cerran-do los dulces ojos-. ¡Pobre hombre! Desde quehas querido mostrar valentía, has aullado (13)

como un lobo carnicero. Vete de aquí Ramos;me causas espanto.

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-¿No dice la señora que tiene miedo? ¿Nodice que atropellarán la casa, que robarán a laniña?

-Sí, lo temo.

-Y eso lo ha de hacer un solo hombre -dijoRamos con desprecio, volviendo a sentarse-.Eso lo ha de hacer el D. Pepe Poquita Cosa consus matemáticas. Hice mal en decirle que lerebanaría el pescuezo. A un muñeco de eseestambre se le coge de una oreja y se le echa deremojo en el río.

-Sí, ríete ahora, bestia. No es mi sobrino soloquien ha de cometer todos esos desafueros quehas mencionado y que yo temo; pues si fuese élsolo no le temería. Mandaría a Librada que sepusiera en la puerta con una escoba... bastaría...No es él solo, no.

-¿Pues quién?

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-Hazte el borrico. ¡No sabes tú que mi sobri-no y el brigadier que manda esa condenadatropa se han confabulado...!

-¡Confabulado! -exclamó Caballuco demos-trando no entender la palabra.

-Que están de compinche -dijo el tío Licur-go-. Fabulearse quiere decir estar de compin-che. Ya me barruntaba yo lo que dice la señora.

-Todo se reduce a que el brigadier y los ofi-ciales son uña y carne de D. José, y lo que élquiera lo quieren esos soldadotes, y esos solda-dotes harán toda clase de atropellos y barbari-dades, porque ese es su oficio.

-Y ahora no tenemos alcalde que nos ampa-re.

-Ni juez.

-Ni gobernador. Es decir, que estamos amerced de esa infame gentuza.

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-Ayer -dijo Vejarruco- unos soldados se lle-varon engañada a la hija más chica del tío Ju-lián, y la pobre no se atrevió a volver a su casa;mas la encontraron llorando y descalza junto ala fuentecilla vieja, recogiendo los pedazos dela cántara rota.

-¡Pobre D. Gregorio Palomeque, el escribanode Naharilla Alta! -dijo Frasquito González-.Estos tunantes le robaron todo el dinero quetenía en su casa. Pero el brigadier, cuando se locontaron, contestó que era mentira.

-Tiranos, más tiranos no nacieron de madre -manifestó el otro-. ¡Cuando digo que por puntono estoy yo también con los Aceros...!

-¿Y qué se sabe de Francisco Acero? -preguntó mansamente doña Perfecta-. Sentiríaque le ocurriera algún percance. Dígame Vd.,D. Inocencio: ¿Francisco Acero, no nació enOrbajosa?

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-No señora: él y su hermano son de Villa-juán.

-Lo siento por Orbajosa -dijo doña Perfecta-.Esta pobre ciudad ha entrado en desgracia.¿Sabe usted si Francisco Acero dio palabra algobernador de no molestar a los pobres solda-ditos en sus robos de doncellas, en sus irreligio-sidades, en sus sacrilegios, en sus infames fe-lonías?

Caballuco dio un salto. Ya no se sentía pun-zado, sino herido por feroz sablazo. Encendidoel rostro y con los ojos llenos de fuego, gritó deeste modo:

-¡Yo di mi palabra al gobernador, porque elgobernador me dijo que venían con buen fin!

-Bárbaro, no grites. Habla como la gente y teescucharemos.

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-Yo prometí que ni yo, ni ninguno de misamigos levantaríamos partidas en tierra de Or-bajosa... A todo el que ha querido salir porquele retozaba la guerra en el cuerpo, le he dicho:vete con los Aceros que aquí no nos movemos... Perotengo mucha gente honrada, sí señora, y buena,sí señora, y valiente, sí señora, que está desper-digada por los caseríos y las aldeas y los arra-bales y los montes, cada uno en su casa, ¿eh? Yen cuanto yo les diga la mitad de media palabra¿eh?, ya están todos descolgando las escopetas,¿eh?, y echando a correr a caballo o a pie para ira donde yo les mande... Y no me anden congramáticas, que yo si di mi palabra, fue porquela di, y si no salgo es porque no quiero salir, y siquiero que haya partidas las habrá; y si noquiero, no: porque yo soy quien soy, el mismohombre de siempre, bien lo saben todos... Ydigo otra vez que no vengan con gramáticas¿estamos...?, y que no me digan las cosas alrevés ¿estamos...?, y si quieren que salga me lodeclaren con toda la boca abierta ¿estamos...?,

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porque para eso nos ha dado Dios la lengua,para decir esto y aquello. Bien sabe la señoraquién soy, así como bien sé yo que le debo lacamisa que me pongo, y el pan que como hoy,y el primer garbanzo que chupé cuando medespecharon, y la caja en que enterraron a mipadre cuando murió, y las medicinas y el médi-co que me sanaron cuando estuve enfermo; ybien sabe la señora que si ella me dice: «Caba-lluco, rómpete la cabeza», voy a aquel rincón ycontra la pared me la rompo; bien sabe la seño-ra que si ahora dice ella que es de día, yo, aun-que vea la noche, creeré que me equivoco y quees claro día; bien sabe la señora que ella y suhacienda son antes que mi vida, y que si delan-te de mí la pica un mosquito, le perdono por-que es mosquito; bien sabe la señora que laquiero más que a cuanto hay debajo del sol... Aun hombre de tanto corazón se le dice: «Caba-lluco, so animal, haz esto o lo otro», y basta deritólicas y mete y saca de palabrejas y sermonci-

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llos al revés y pincha por aquí y pellizca porallá.

-Vamos, hombre, sosiégate -dijo doña Per-fecta con bondad-. Te has sofocado como aque-llos oradores republicanos que venían a predi-car aquí la religión libre, el amor libre y no sécuántas cosas libres... Que te traigan un vaso deagua.

Caballuco hizo con el pañuelo una especiede rodilla, apretado envoltorio o más bien pelo-ta, y se lo paseó por la ancha frente y cogotepara limpiarse ambas partes, cubiertas de su-dor. Trajéronle un vaso de agua, y el Sr. Canó-nigo con una mansedumbre que cuadraba per-fectamente a su carácter sacerdotal, lo tomó demanos de la criada para presentárselo y soste-ner el plato mientras bebía. El agua se escurríapor el gaznate de Caballuco, produciendo unclaqueteo sonoro.

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-Ahora tráigame Vd. otro a mí, señora Li-brada -dijo D. Inocencio-. También tengo unpoco de fuego dentro.

-XXI-¡Desperta!

-Respecto a lo de las partidas -dijo doña Per-fecta cuando concluyeron de beber-, sólo tedigo que hagas lo que tu conciencia te dicte.

-Yo no entiendo de dictados -repuso el Cen-tauro-. Haré lo que sea del gusto de la señora.

-Pues yo no te aconsejaré nada en asunto tangrave -repuso ella con la circunspección y co-medimiento que tan bien le sentaban-. Eso esmuy grave, gravísimo, y yo no puedo aconse-jarte nada.

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-Pero el parecer de Vd...

-Mi parecer es que abras los ojos y veas, queabras los oídos y oigas... Consulta tu corazón...yo te concedo que tienes un gran corazón...Consulta a ese juez, a ese consejero que tantosabe, y haz lo que él te mande.

Caballuco meditó, pensó todo lo que puedepensar una espada.

-Los de Naharilla Alta -dijo Vejarruco- noscontamos ayer y éramos trece, propios paracualquier cosita mayor... Pero como temíamosque la señora se enfadara, no hicimos nada. Estiempo ya de trasquilar.

-No te preocupes de la trasquila -dijo la se-ñora-. Tiempo hay. No se dejará de hacer poreso.

-Mis dos muchachos -manifestó Licurgo- ri-ñeron ayer el uno con el otro, porque uno quer-

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ía irse con Francisco Acero y el otro no. Yo lesdije: «Despacio, hijos míos, que todo se andará.Esperad, que tan buen pan hacen aquí como enFrancia».

-Anoche me dijo Roque Pelomalo -manifestóel tío Pasolargo-, que en cuanto el Sr. Ramosdijera tanto así, ya estaban todos con las armasen la mano. ¡Qué lástima que los dos hermanosBurguillos se hayan ido a labrar las tierras deLugarnoble!

-Vaya Vd. a buscarlos -dijo el ama vivamen-te-. Sr. Lucas, proporciónele Vd. un caballo altío Pasolargo.

-Yo, si la señora me lo manda, y el Sr. Ramostambién -dijo Frasquito González-, iré a Villa-horrenda a ver si Robustiano, el guarda demontes, y su hermano Pedro quieren también...

-Me parece buena idea. Robustiano no seatreve a venir a Orbajosa porque me debe un

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piquillo. Puedes decirle que le perdono los seisduros y medio... Esta pobre gente, que tan ge-nerosamente sabe sacrificarse por una buenaidea, se contenta con tan poco... ¿No es verdad,Sr. D. Inocencio?

-Aquí nuestro buen Ramos -repuso el canó-nigo-, me dice que sus amigos están desconten-tos con él por su tibieza; pero que en cuanto levean determinado se pondrán todos la cananaal cinto.

-Pero qué, ¿estás determinado a echarte a lacalle? -dijo la señora-. No te he aconsejado yotal cosa, y si lo haces es por tu voluntad. Tam-poco el Sr. D. Inocencio te habrá dicho una pa-labra en este sentido. Pero cuando tú lo decidesasí, razones muy poderosas tendrás... Dime,Cristóbal, ¿quieres cenar?, ¿quieres tomar al-go...?, con franqueza...

-En cuanto a que yo aconseje al Sr. Ramosque se eche al campo -dijo D. Inocencio miran-

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do por encima de los cristales de sus anteojos-,razón tiene la señora. Yo, como sacerdote, nopuedo aconsejar tal cosa. Sé que algunos lohacen, y aun toman las armas; pero esto meparece impropio, muy impropio, y no seré yoquien les imite. Llevo mi escrupulosidad hastael extremo de no decir una palabra al Sr. Ramossobre la peliaguda cuestión de su levantamien-to en armas. Yo sé que Orbajosa lo desea; séque le bendecirán todos los habitantes de estanoble ciudad; sé que vamos a tener aquí haza-ñas dignas de pasar a la historia; pero, sin em-bargo, permítaseme un discreto silencio.

-Está muy bien dicho -añadió doña Perfecta-.No me gusta que los sacerdotes se mezclen entales asuntos. Un clérigo ilustrado debe condu-cirse de este modo. Bien sabemos que en cir-cunstancias solemnes y graves, por ejemplo,cuando peligran la patria y la fe, están los sa-cerdotes en su terreno incitando a los hombresa la lucha y aun figurando en ella. Pues que

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Dios mismo ha tomado parte en célebres bata-llas, bajo la forma aparente de ángeles o santos,bien pueden sus ministros hacerlo. Durante laguerra contra los infieles, ¿cuántos obisposacaudillaron las tropas castellanas?

-Muchos, y algunos fueron insignes guerre-ros. Pero estos tiempos no son aquellos, señora.Verdad es que si vamos a mirar atentamente lascosas, la fe peligra ahora más que antes... ¿Puesqué representan esos ejércitos que ocupannuestra ciudad y pueblos inmediatos?, ¿quérepresentan? ¿Son otra cosa más que el infameinstrumento de que se valen para sus pérfidasconquistas y el exterminio de las creencias, losateos y protestantes de que está infestado Ma-drid?... Bien lo sabemos todos. En aquel centrode corrupción, de escándalo, de irreligiosidad ydescreimiento, unos cuantos hombres malig-nos, comprados por el oro extranjero, se emple-an en destruir en nuestra España la semilla dela fe... Pues ¿qué creen Vds.? Nos dejan a noso-

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tros decir misa y a Vds. oírla por un resto deconsideración, por vergüenza... pero el mejordía... Por mi parte, estoy tranquilo. Soy unhombre que no se apura por ningún interéstemporal y mundano. Bien lo sabe la señoradoña Perfecta, bien lo saben todos los que meconocen. Estoy tranquilo y no me asusta eltriunfo de los malvados. Sé muy bien que nosaguardan días terribles; que cuantos vestimosel hábito sacerdotal tenemos la vida pendientede un cabello, porque España, no lo dudenVds., presenciará escenas como aquellas de laRevolución francesa en que perecieron miles desacerdotes piadosísimos en un mismo día...Mas no me apuro. Cuando toquen a degollarpresentaré mi cuello: ya he vivido bastante.¿Para qué sirvo yo? Para nada, para nada, paranada.

-Comido de perros me vea yo -exclamó Ve-jarruco mostrando el puño, no menos duro y

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fuerte que un martillo-, si no acabamos prontocon toda esa canalla ladrona.

-Dicen que la semana que viene comienza elderribo de la catedral -indicó Frasquito Gonzá-lez.

-Supongo que la derribarán con picos y mar-tillos -dijo el canónigo sonriendo-. Hay artíficesque no tienen esas herramientas, y sin embargoadelantan más edificando. Bien saben Vds. que,según tradición piadosa, nuestra hermosa capi-lla del Sagrario fue derribada por los moros enun mes y reedificada en seguida por los ángelesen una sola noche... Dejarles, dejarles que de-rriben.

-En Madrid, según nos contó la otra noche elcura de Naharilla -dijo Vejarruco-, ya quedantan pocas iglesias, que algunos curas dicen mi-sa en medio de la calle, y como les aporrean yles dicen injurias y también les escupen, mu-chos no la quieren decir.

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-Felizmente aquí, hijos míos -manifestó DonInocencio-, no hemos tenido aún escenas de esanaturaleza. ¿Por qué? Porque saben qué clasede gente sois; porque tienen noticia de vuestrapiedad ardiente y de vuestro valor... No learriendo la ganancia a los primeros que ponganla mano en nuestros sacerdotes, y en nuestroculto... Por supuesto, dicho se está que si no seles ataja a tiempo, harán diabluras. ¡Pobre Es-paña, tan santa y tan humilde y tan buena!¡Quién había de decir que llegaría a estos apu-rados extremos!... Pero yo sostengo que la im-piedad no triunfará, no señor. Todavía hay gen-te valerosa, todavía hay gente de aquella deantaño, ¿no es verdad, Sr. Ramos?

-Todavía la hay, sí señor -repuso el Centau-ro.

-Yo tengo una fe ciega en el triunfo de la leyde Dios. Alguno ha de salir en defensa de ella.Si no son unos, serán otros. La palma de la vic-toria y con ella la gloria eterna, alguien se la ha

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de llevar. Los malvados perecerán, si no hoy,mañana. Aquel que va contra la ley de Dioscaerá, no hay remedio. Sea de esta manera, seade la otra, ello es que ha de caer. No le salvan nisus argucias, ni sus escondites, ni sus artima-ñas. La mano de Dios está alzada sobre él y leherirá sin falta. Tengámosle compasión y de-seemos su arrepentimiento... En cuanto a voso-tros, hijos míos, no esperéis que os diga unapalabra sobre el paso que seguramente vais adar. Sé que sois buenos, sé que vuestra deter-minación generosa y el noble fin que os guíalavan toda mancha pecaminosa que por causadel derramamiento de sangre pudierais recibir;sé que Dios os bendice, que vuestra victoria, lomismo que vuestra muerte, os sublimarán a losojos de los hombres y a los de Dios; sé que se osdeben palmas y alabanzas y toda suerte dehonores; pero a pesar de esto, hijos míos queri-dos, mi labio no os incitará a la pelea. No lo hehecho nunca, ni lo hago ahora. Obrad con arre-glo al ímpetu de vuestro noble corazón. Si él os

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manda que os estéis en vuestras casas, estaosen ellas; si él os manda que salgáis, salid enbuen hora. Me resigno a ser mártir y a inclinarmi cuello ante el verdugo, si esa miserable tro-pa continúa aquí. Pero si un impulso hidalgo yardiente y pío de los hijos de Orbajosa, contri-buye a la grande obra de la extirpación de lasdesventuras patrias, me tendré por el más di-choso de los hombres, sólo con ser paisanovuestro; y toda mi vida de estudios, de santi-dad, de penitencia, de resignación, no me pare-cerá tan meritoria para aspirar al cielo, como undía solo de vuestro heroísmo.

-¡No se puede decir más y mejor! -exclamódoña Perfecta arrebatada de entusiasmo.

Caballuco se había inclinado hacia adelanteen su asiento, poniendo los codos sobre las ro-dillas. Cuando el canónigo acabó de hablar,tomole la mano y se la besó con ardiente fervor.

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-Hombre mejor no ha nacido de madre- dijoel tío Licurgo enjugando o haciendo que enju-gaba una lágrima.

-¡Que viva el Sr. Penitenciario! -gritó Fras-quito González poniéndose en pie y arrojandohacia el techo su gorra.

-Silencio -dijo la señora-. Siéntate Frasquito.Tú eres de los de mucho ruido y pocas nueces...

-¡Bendito sea Dios, que le dio a Vd. ese picode oro! -exclamó Cristóbal inflamado de admi-ración-. ¡Qué dos personas tengo delante! Mien-tras vivan las dos, ¿para qué se quiere másmundo?... Toda la gente de España debiera serasí... pero ¡cómo ha de ser así si no hay más quepillería! En Madrid, que es la corte de dondevienen leyes y mandarines, todo es latrocinio yfarsa. ¡Pobre religión, cómo la han puesto!... Nose ven más que pecados... Señora doña Perfecta,Sr. D. Inocencio, por el alma de mi padre, por el

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alma de mi abuelo, por la salvación de la mía,juro que deseo morir...

-¡Morir!

-Que me maten esos perros tunantes; y digoque me maten, porque yo no puedo descuarti-zarlos a ellos. Soy muy chico.

-Ramos, eres grande -dijo solemnemente laseñora.

-¿Grande, grande?... Grandísimo por el co-razón; pero ¿tengo yo plazas fuertes, tengo ca-ballería, tengo artillería?

-Esa es una cosa, Ramos -dijo doña Perfectasonriendo-, de que yo me ocuparía muy poco.¿No tiene el enemigo lo que a ti te hace falta?

-Sí.

-Pues quítaselo...

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-Se lo quitaremos, sí señora. Cuando digoque se lo quitaremos...

-Querido Ramos -exclamó D. Inocencio-.Envidiable posición es la de Vd... ¡Destacarse,elevarse sobre la vil muchedumbre, ponerse aligual de los mayores héroes del mundo... poderdecir que la mano de Dios guía su mano!... ¡Ohqué grandeza y honor! Amigo mío, no es lison-ja. ¡Qué apostura, qué gentileza, qué gallard-ía!... No, hombres de tal temple no pueden mo-rir. El Señor va con ellos, y la bala y hierroenemigos detiénense... no se atreven... ¿qué sehan de atrever viniendo de cañón y de manosde herejes?... Querido Caballuco, al ver a Vd., alver su bizarría y caballerosidad, vienen a mimemoria, sin poderlo remediar, los versos deaquel romance de la conquista del imperio deTrapisonda:

Llegó el valiente Roldánde todas armas armado,

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en el fuerte Briadorsu poderoso caballo,y la fuerte Durlindanamuy bien ceñida a su lado,la lanza como una entena,el fuerte escudo embrazado...Por la visera del yelmofuego venía lanzando;retemblando con la lanzacomo un junco muy delgado,y a toda la hueste juntafieramente amenazando.

-Muy bien -exclamó el tío Licurgo batiendopalmas-. Y yo digo como D. Reinaldos:

¡Nadie en D. Renialdos toquesi quiere ser bien librado!Quien otra cosa quisieseél será tan bien pagado

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que todo el resto del mundono se escape de mi manosin quedar pedazos hechoo muy bien escarmentado.

-Ramos, tú querrás cenar; tú querrás tomaralgo ¿no es verdad? -dijo la señora.

-Nada, nada -repuso el Centauro-, denme siacaso un plato de pólvora.

Diciendo esto soltó estrepitosa carcajada, diovarios paseos por la habitación, observadoatentamente por todos, y deteniéndose luegojunto al grupo, fijó los ojos en doña Perfecta ycon atronadora voz profirió estas palabras:

-Digo que no hay más que decir. ¡Viva Orba-josa, muera Madrid!

Descargó la mano sobre la mesa, con talfuerza que retembló el piso de la casa.

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-¡Qué poderoso brío! -exclamó D. Inocencio.

-Vaya que tienes unos puños...

Todos contemplaban la mesa que se habíapartido en dos pedazos.

Fijaban luego los ojos en el nunca bastanteadmirado Renialdos (15) o Caballuco. Induda-blemente había en su semblante hermoso, ensus ojos verdes animados por extraño resplan-dor felino, en su negra cabellera, en su cuerpohercúleo, cierta expresión y aire de grandeza,un resabio o más bien recuerdo de las grandesrazas que dominaron al mundo. Pero su aspec-to general era el de una degeneración lastimo-sa, y costaba trabajo encontrar la filiación nobley heroica en la brutalidad presente. Se parecía alos grandes hombres de D. Cayetano, como separece el mulo al caballo.

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-XXII-Misterio

Después de lo que hemos referido, duró mu-cho la conferencia; pero omitimos lo restantepor no ser indispensable para la buena inteli-gencia de esta relación. Retiráronse al fin, que-dando para lo último, como de costumbre, elSr. D. Inocencio. No habían tenido tiempo aúnla señora y el canónigo de cambiar dos pala-bras, cuando entró en el comedor una criada deedad y mucha confianza que era el brazo dere-cho de doña Perfecta, y como esta la viera in-quieta y turbada, llenose también de turbación,sospechando que algo malo en la casa ocurría.

-No encuentro a la señorita por ninguna par-te -dijo la criada respondiendo a las preguntasde la señora.

-¡Jesús!... ¡Rosario!... ¿dónde está mi hija?

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-¡Válgame la Virgen del Socorro! -gritó elPenitenciario, tomando el sombrero y dispo-niéndose a correr tras la señora.

-Buscadla bien... Librada... Librada... Pero¿no estaba contigo en su cuarto?

-Sí, señora -repuso temblando la criada vie-ja-, pero el demonio me tentó y me quedé dor-mida.

-Maldito sea tu sueño... Jesús mío... ¿qué esesto? Rosario, Rosario... Librada.

Subieron, bajaron, tornaron a bajar y a subir,llevando luz y registrando todas las piezas. Porúltimo oyose la voz del Penitenciario en la esca-lera:

-Aquí está, aquí está -decía con júbilo-. Yapareció.

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Un instante después la madre y la hija se en-contraban la una frente a la otra en la galeríaalta.

-¿Dónde estabas? -preguntó con severo acen-to doña Perfecta examinando el rostro de suhija.

-En la huerta -repuso la niña más muertaque viva.

-¿En la huerta a estas horas? ¡Rosario, Rosa-rio!...

-Tenía calor, me asomé a la ventana, se mecayó el pañuelo y bajé a buscarlo.

-¿Por qué no dijiste a Librada que te lo al-canzase?... ¡Librada!... ¿Dónde está esa mucha-cha? ¿Se ha dormido también?

Librada apareció al fin. Su semblante pálidoindicaba la consternación y el recelo del delin-cuente.

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-¿Qué es esto? ¿Dónde estabas? -preguntócon terrible enojo la dama.

-Pues señora... bajé a buscar la ropa que estáen el cuarto de la calle... y me quedé dormida.

-Todas duermen aquí esta noche. Me pareceque alguno no dormirá en mi casa mañana.Rosario, puedes retirarte.

Comprendiendo que era indispensable pro-ceder con prontitud y energía, la señora y elcanónigo emprendieron sin tardanza sus inves-tigaciones. Preguntas, amenazas, ruegos, pro-mesas fueron empleadas con habilidad sumapara inquirir la verdad de lo acontecido. Noresultó ni sombra de culpabilidad en la criadaanciana; pero Librada confesó de plano entrelloros y suspiros todas sus bellaquerías quesintetizamos del modo siguiente:

Poco después de alojarse en la casa, el Sr.Pinzón empezó a hacer cocos a la señorita Ro-

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sario. Dio dinero a Librada, según ésta dice,para tenerla por mensajera de recados y amoro-sas esquelas. La señorita no se mostró enojadasino antes bien gozosa, y pasaron algunos díasde esta manera. Por último, la sirvienta declaraque aquella noche Rosario y el Sr. Pinzón hab-ían concertado verse y hablarse en la ventanade la habitación de este último, que da a lahuerta. Confiaron su pensamiento a la Librada,quien ofreció protegerlo mediante una cantidadque se le entregara en el acto. Según lo conve-nido, el Pinzón debía salir de la casa a la horade costumbre y volver ocultamente a las nueve,y entrar en su cuarto, del cual y de la casasaldría también clandestinamente más tarde,para volver sin tapujos a la hora avanzada decostumbre. De este modo no podría sospechar-se de él. La Librada aguardó al Pinzón, el cualentró muy envuelto en su capote sin hablarpalabra. Metiose en su cuarto a punto que laseñorita bajaba a la huerta. La Librada, mien-tras duró la entrevista, que no presenció, estuvo

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apostada en la galería, para avisar a Pinzóncualquier peligro que ocurriese; y al cabo deuna hora salió como antes, muy bien cubiertocon su capote y sin hablar una palabra.

Concluida la confesión, D. Inocencio pre-guntó a la desdichada:

-¿Estás segura de que el que entró y salió erael Sr. Pinzón?

La reo no contestó nada, y sus facciones in-dicaban gran perplejidad.

La señora se puso verde de ira.

-¿Tú le viste la cara?

-¿Pero quién podría ser sino él? -repuso ladoncella-. Yo tengo la seguridad de que era él.Fue derecho a su cuarto... conocía muy bien elcamino.

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Es raro -dijo el canónigo-. Viviendo en la ca-sa no necesitaba emplear tales tapujos... Podíahaber pretextado una enfermedad y quedarse...¿No es verdad, señora?

-Librada -exclamó esta con exaltación de ira-, te juro por Dios crucificado que irás a presi-dio.

Después cruzó las manos; clavose los dedosde la una en la otra con tanta fuerza, que casi sehizo sangre.

-Sr. D. Inocencio -exclamó-. Muramos... nohay más remedio que morir.

Después rompió a llorar desconsoladamen-te.

-Valor, señora mía -dijo el clérigo con acentopatético-. Mucho valor... Ahora es preciso te-nerlo grande. Esto requiere serenidad y grancorazón.

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-El mío es inmenso -dijo entre sollozos la dePolentinos.

-El mío es pequeñito... -dijo el canónigo-, pe-ro allá veremos.

-XXIII-La confesión

Entretanto Rosario, con el corazón hechopedazos, sin poder llorar, sin poder tener calmani sosiego, traspasada por el frío acero de undolor inmenso, con la mente pasando en velozcarrera del mundo a Dios y de Dios al mundo,aturdida y medio loca, estaba a altas horas de lanoche en su cuarto, puesta de hinojos, cruzadaslas manos, con los pies desnudos sobre el suelo,la ardiente sien apoyada en el borde del lecho, aoscuras, a solas, en silencio.

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Cuidaba de no hacer el menor ruido, para nollamar la atención de su mamá, que dormía oaparentaba dormir en la habitación inmediata.Elevó al cielo su exaltado pensamiento en estaforma:

-Señor, Dios mío, ¿por qué antes no sabíamentir, y ahora sé? ¿Por qué antes no sabía di-simular y ahora disimulo? ¿Soy una mujer in-fame?... Esto que siento y que a mí me pasa esla caída de las que no vuelven a levantarse...¿He dejado de ser buena y honrada?... Yo nome conozco. ¿Soy yo misma o es otra la queestá en este sitio?... ¡Qué de terribles cosas entan pocos días! ¡Cuántas sensaciones diversas!¡Mi corazón está consumido de tanto sentir!...Señor, Dios mío, ¿oyes mi voz, o estoy conde-nada a rezar eternamente sin ser oída?... Yo soybuena, nadie me convencerá de que no soybuena. Amar, amar muchísimo, ¿es acaso mal-dad?... Pero no... esto es una ilusión, un engaño.Soy más mala que las peores mujeres de la tie-

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rra. Dentro de mí una gran culebra me muerdey me envenena el corazón... ¿Qué es esto quesiento? ¿Por qué no me matas, Dios mío? ¿Porqué no me hundes para siempre en el infier-no?... Es espantoso, pero lo confieso, lo confiesoa solas a Dios, que me oye, y lo confesaré anteel sacerdote. Aborrezco a mi madre. ¿En quéconsiste esto? No puedo explicármelo. Él no meha dicho una palabra en contra de mi madre.Yo no sé cómo ha venido esto... ¡Qué mala soy!Los demonios se han apoderado de mí. Señor,ven en mi auxilio, porque no puedo con mispropias fuerzas vencerme... Un impulso terribleme arroja de esta casa. Quiero huir, quiero co-rrer fuera de aquí. Si él no me lleva, me iré trasél arrastrándome por los caminos... ¿Qué divinaalegría es esta que dentro de mi pecho se con-funde con tan amarga pena?... Señor, Dios ypadre mío, ilumíname. Quiero amar tan sólo.Yo no nací para este rencor que me está devo-rando. Yo no nací para disimular, ni para men-tir, ni para engañar. Mañana saldré a la calle,

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gritaré en medio de ella, y a todo el que pase lediré: amo, aborrezco... Mi corazón se desahogaráde esta manera... ¡Qué dicha sería poder conci-liarlo todo, amar y respetar a todo el mundo!La Virgen Santísima me favorezca... Otra vez laidea terrible. No lo quiero pensar, y lo pienso.No lo quiero sentir, y lo siento. ¡Ah!, no puedoengañarme sobre este particular. No puedo nidestruirlo ni atenuarlo... pero puedo confesarloy lo confieso, diciéndote: Señor, que aborrezcoa mi madre.

Al fin se aletargó. En su inseguro sueño laimaginación le reproducía todo lo que habíahecho aquella noche, desfigurándolo sin alte-rarlo en su esencia. Oía el reloj de la catedraldando las nueve; veía con júbilo a la criada an-ciana durmiendo con beatífico sueño, y salíadel cuarto muy despacito para no hacer ruido;bajaba la escalera tan suavemente, que no mov-ía un pie hasta no estar segura de poder evitarel más ligero ruido. Salía a la huerta, dando una

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vuelta por el cuarto de las criadas y la cocina;en la huerta deteníase un momento para miraral cielo, que estaba tachonado de estrellas. Elviento callaba. Ningún ruido interrumpía elhondo sosiego de la noche. Parecía existir enella una atención fija y silenciosa, propia deojos que miran sin pestañear y oídos que ace-chan en la expectativa de un gran suceso... Lanoche observaba.

Acercábase después a la puerta-vidriera delcomedor, y miraba con cautela a cierta distan-cia, temiendo que la vieran los de dentro. A laluz de la lámpara del comedor veía a su madrede espaldas. El Penitenciario estaba a la dere-cha y su perfil se descomponía de un modoextraño; crecíale la nariz, asemejándose al picode un ave inverosímil, y toda su figura se tor-naba en una recortada sombra negra y espesa,con ángulos aquí y allí, irrisoria, escueta y del-gada. Enfrente estaba Caballuco, más semejantea un dragón que a un hombre. Rosario veía sus

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ojos verdes, como dos grandes linternas deconvexos cristales. Aquel fulgor y la imponentefigura del animal le infundían miedo. El tíoLicurgo y los otros tres se le presentaban comofiguritas grotescas. Ella había visto en algunaparte, sin duda en los muñecos de barro de lasferias, aquel reír estúpido, aquellos semblantestoscos y aquel mirar lelo. El dragón agitaba susbrazos; que en vez de accionar, daban vueltascomo aspas de molino, y revolvía los globosverdes, tan semejantes a los fanales de una far-macia, de un lado para otro. Su mirar cegaba...La conversación parecía interesante. El Peniten-ciario agitaba las alas. Era una presumida ave-cilla que quería volar y no podía. Su pico sealargaba y se retorcía. Erizábansele las plumascon síntomas de furor, y después, recogiéndosey aplacándose, escondía la pelada cabeza bajoel ala. Luego, las figurillas de barro se agitabanqueriendo ser personas, y Frasquito Gonzálezse empeñaba en pasar por hombre.

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Rosario sentía pavor inexplicable en presen-cia de aquel amistoso concurso. Alejábase de lavidriera y seguía adelante paso a paso, mirandoa todos lados por si era observada. Sin ver anadie, creía que un millón de ojos se fijaban enella... Pero sus temores y su vergüenza disipá-banse de improviso. En la ventana del cuartodonde habitaba el Sr. Pinzón aparecía un hom-bre azul; brillaban en su cuerpo los botonescomo sartas de lucecillas. Ella se acercaba. En elmismo instante sentía que unos brazos con ga-lones la suspendían como una pluma, metién-dola con rápido movimiento dentro de la pieza.Todo cambiaba. De súbito, sonó un estampido,un golpe seco que estremeció la casa en suscimientos. Ni uno ni otro supieron la causa detal estrépito. Temblaban y callaban.

Era el momento en que el dragón había rotola mesa del comedor.

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-XXIV-Sucesos imprevistos.- Pasajero desconcierto.

La escena cambia. Ved una estancia hermo-sa, clara, humilde, alegre, cómoda y de un aseosorprendente. Fina estera de junco cubre el pi-so, y las blancas paredes se adornan con her-mosas estampas de santos y algunas esculturasde dudoso valor artístico. La antigua caoba delos muebles brilla lustrada por los frotamientosdel sábado, y el altar donde una pomposa Vir-gen de azul y plata vestida recibe domésticoculto, se cubre de mil graciosas chucherías, mi-tad sacras mitad profanas. Hay además cuadri-tos de mostacilla, pilas de agua bendita, unarelojera con Agnus Dei, una rizada palma deDomingo de Ramos, y no pocos floreros deinodoras flores de trapo. Enorme estante deroble contiene una rica y escogida biblioteca, yallí está Horacio el epicúreo y sibarita junto conel tierno Virgilio, en cuyos versos se ve palpitar

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y derretirse el corazón de la inflamada Dido;Ovidio el narigudo, tan sublime como obscenoy adulador, junto con Marcial el tunante len-guaraz y conceptista; Tibulo el apasionado, conCicerón el grande; el severo Tito Livio, con elterrible Tácito, verdugo de los Césares; Lucre-cio el panteísta; Juvenal, que con la pluma de-sollaba; Plauto, el que imaginó las mejores co-medias de la antigüedad dando vueltas a larueda de un molino; Séneca el filósofo, dequien se dijo que el mejor acto de su vida fue sumuerte; Quintiliano el retórico; Salustio el píca-ro, que tan bien habla de la virtud; ambos Pli-nios, Suetonio y Varrón, en una palabra, todaslas letras latinas, desde que balbucieron suprimera palabra con Livio Andrónico, hastaque exhalaron su postrer suspiro con Ruttilio.

Pero haciendo esta inútil, aunque rápidaenumeración, no hemos observado que dosmujeres han entrado en el cuarto. Es muy tem-prano, pero en Orbajosa se madruga mucho.

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Los pajaritos cantan que se las pelan en susjaulas; tocan a misa las campanas de las igle-sias, y hacen sonar sus alegres esquilas las ca-bras que van a dejarse ordeñar a las puertas delas casas.

Las dos señoras que vemos en la habitacióndescrita vienen de oír su misa. Visten de negro,y cada cual trae en la mano derecha su libritode devoción y el rosario envuelto en los dedos.

-Tu tío no puede tardar ya -dijo una de ellas-, le dejamos empezando la misa; pero él despa-cha pronto, y a estas horas estará en la sacristíaquitándose la casulla. Yo me hubiera quedado aoírle la misa, pero hoy es día de mucha fatigapara mí.

-Yo no he oído hoy más que la del señor ma-gistral -dijo la otra-, la del señor magistral, quelas dice en un suspiro, y aun creo que no me hasido de provecho, porque estaba muy preocu-

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pada, sin poder apartar el entendimiento deestas cosas terribles que nos pasan.

-¡Cómo ha de ser!... Es preciso tener pacien-cia... Veremos lo que nos aconseja tu tío.

-¡Ay! -exclamó la segunda, exhalando unhondo suspiro-. Yo tengo la sangre abrasada.

-Dios nos amparará.

-¡Pensar que una persona como Vd., una se-ñora como Vd. se ve amenazada por un...! Y élsigue en sus trece... Anoche, señora doña Per-fecta, conforme Vd. me lo mandó, volví a laposada de la viuda del Cuzco, y he pedidonuevos informes. El D. Pepito y el brigadierBatalla están siempre juntos conferenciando...¡ay Jesús Dios y Señor mío!... conferenciandosobre sus infernales planes y despachando bo-tellas de vino. Son dos perdidos, dos borra-chos... Sin duda discurren alguna maldad muygrande... Como me intereso tanto por Vd., ano-

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che, estando yo en la posada, vi salir al D. Pepi-to, y le seguí...

-¿Y a dónde fue?

-Al Casino, sí señora, al Casino -repuso laotra turbándose ligeramente-. Después volvió asu casa. ¡Ay!, cuánto me reprendió mi tío porhaber estado hasta muy tarde ocupada en esteespionaje... pero no lo puedo remediar... ¡JesúsDivino, ampárame! No lo puedo remediar, ymirando a una persona como Vd. en trances tanpeligrosos, me vuelvo loca... Nada, nada, seño-ra, estoy viendo que a lo mejor esos tunantesasaltan la casa y nos llevan a Rosarito...

Doña Perfecta, pues era ella, fijando la vistaen el suelo, meditó largo rato. Estaba pálida yceñuda.

-Pues no veo el modo de impedirlo -indicó alfin.

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-Yo sí le veo -dijo vivamente la otra, que erala sobrina del Penitenciario y madre de Jacinto-.Veo un medio muy sencillo, el que he manifes-tado a Vd. y no le gusta. ¡Ah!, señora mía, Vd.es demasiado buena. En ocasiones como esta,conviene ser un poco menos perfecta... dejar aun ladito los escrúpulos. Pues qué, ¿se va aofender Dios por eso?

-María Remedios -dijo la señora con altaner-ía-, no digas desatinos.

-¡Desatinos!... Vd., con sus sabidurías, nopodrá ponerle las peras a cuarto al sobrinejo.¿Qué cosa más sencilla que la que yo propon-go? Puesto que ahora no hay justicia que nosampare, hagamos nosotros la gran justiciada.¿No hay en casa de usted hombres que sirvanpara cualquier cosa? Pues llamarles y decirles:«Mira Caballuco, Pasolargo, o quien sea, estanoche te tapujas bien, de modo que no seasconocido; llevas contigo a un amiguito de con-fianza y te pones detrás de la esquina de la calle

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de la Santa Faz. Aguardáis un rato, y cuando D.José Rey pase por la calle de la Tripería para iral Casino, porque de seguro irá al Casino, ¿en-tendéis bien?, cuando pase, ¡le salís al encuen-tro de repente y le dais un susto!...».

-María Remedios, no seas tonta -indicó conmagistral dignidad la señora.

-Nada más que un susto, señora; atienda us-ted bien a lo que digo: un susto. Pues qué,¿había yo de aconsejar un crimen?... ¡Jesús Pa-dre y Redentor mío! Sólo la idea me llena dehorror y parece que veo señales de sangre yfuego delante de mis ojos. Nada de eso, señoramía... Un susto, y nada más que un susto, porlo cual comprenda ese bergante que estamosbien defendidas. Él va solo al Casino, señora,enteramente solo, y allí se junta con sus amigo-tes, los del sable y morrioncete. Figúrese ustedque recibe el susto, y que además le quedanalgunos huesos quebrantados, sin nada deheridas graves, se entiende... pues en tal caso, o

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se acobarda y huye de Orbajosa, o se tiene quemeter en la cama por quince días. Eso sí, hayque recomendarles que el susto sea bueno. Na-da de matar... cuidadito con eso; pero sentarbien la mano.

-María Remedios -dijo doña Perfecta con al-tanería-, tú eres incapaz de una idea elevada,de una resolución grande y salvadora. Eso queme aconsejas es una indignidad cobarde.

-Bueno, pues me callo... ¡Ay de mí, qué tontasoy! -refunfuñó con humildad la sobrina delPenitenciario-. Me guardaré mis tonterías paraconsolarla a Vd. después que haya perdido a suhija.

-¡Mi hija!... ¡perder a mi hija!... -exclamó laseñora con súbito arrebato de ira-. Sólo oírlo mevuelve loca. No, no me la quitarán. Si Rosariono aborrece a ese perdido, como yo deseo, leaborrecerá. De algo sirve la autoridad de unamadre... Le arrancaremos su pasión, mejor di-

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cho, su capricho, como se arranca una yerbatierna que aún no ha tenido tiempo de echarraíces... No, esto no puede ser, Remedios. ¡Paselo que pase, no será! No le valen a ese loco nilos medios más infames. Antes que verla espo-sa de mi sobrino, acepto cuanto de malo puedapasarle, incluso la muerte.

-Antes muerta, antes enterrada y hecha ali-mento de gusanos -afirmó Remedios cruzandolas manos, como quien dice una plegaria-, queverla en poder de... ¡Ay!, señora, no se ofendaVd. si le digo una cosa, y es que sería gran debi-lidad ceder porque Rosarito haya tenido algu-nas entrevistas secretas con ese atrevido. Elcaso de anteanoche según lo contó mi tío, meparece una treta infame de Don José para con-seguir su objeto por medio del escándalo. Mu-chos hacen esto... ¡Ay Jesús Divino, no sé cómohay quien le mire la cara a un hombre no sien-do sacerdote!

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-Calla, calla -dijo doña Perfecta con ve-hemencia-. No me nombres lo de anteanoche.¡Qué horrible suceso! María Remedios... com-prendo que la ira puede perder un alma parasiempre. Yo me abraso... ¡Desdichada de mí,ver estas cosas y no ser hombre!... Pero si he dedecir la verdad sobre lo de anteanoche aún ten-go mis dudas. Librada jura y perjura que fuePinzón el que entró. ¡Mi hija niega todo, mi hijanunca ha mentido...! Yo insisto en mi sospecha.Creo que Pinzón es un bribón encubridor; peronada más.

-Volvemos a lo de siempre, a que el autor detodos los males es el dichoso matemático... ¡Ay!No me engañó el corazón cuando le vi por pri-mera vez... Pues, señora mía, resígnese Vd. apresenciar algo más terrible todavía, si no sedecide a llamar a Caballuco y decirle: «Caballu-co, espero que...».

-Vuelta a lo mismo; pero tú eres simple...

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-¡Oh! Si soy yo muy simplota, lo conozco;pero si no alcanzo más, ¿qué puedo hacer? Di-go lo que se me ocurre, sin sabidurías.

-Lo que tú imaginas, esa vulgaridad tonta dela paliza y del susto se le ocurre a cualquiera.Tú no tienes dos dedos de frente, Remedios, ycuando quieres resolver un problema grave,sales con tales patochadas. Yo imagino un re-curso más digno de personas nobles y bien na-cidas. ¡Apalear!, ¡qué estupidez! Además, noquiero que mi sobrino reciba un rasguño pororden mía: eso de ninguna manera. Dios le en-viará su castigo por cualquiera de los admira-bles caminos que Él sabe elegir. Sólo nos co-rresponde trabajar porque los designios deDios no hallen obstáculo. María Remedios: espreciso en estos asuntos ir directamente a lascausas de las cosas. Pero tú no entiendes decausas... tú no ves más que pequeñeces.

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-Será así -dijo humildemente la sobrina delcura-. ¡Ay, para qué me hará Dios tan necia,que nada de esas sublimidades entiendo!

-Es preciso ir al fondo, al fondo, Remedios.¿Tampoco entiendes ahora?

-Tampoco.

-Mi sobrino, no es mi sobrino, mujer: es lablasfemia, el sacrilegio, el ateísmo, la demago-gia... ¿Sabes lo que es la demagogia?

-Algo de esa gente que quemó a París conpetróleo, y los que aquí derriban las iglesias yfusilan las imágenes... Hasta ahí vamos bien.

-Pues mi sobrino es todo eso... ¡Ah!, ¡si él es-tuviera solo en Orbajosa!... Pero no, hija mía. Misobrino, por una serie de fatalidades, que sonotras tantas pruebas de los males pasajeros quea veces permite Dios para nuestro castigo,equivale a un ejército, equivale a la autoridad

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del gobierno, equivale al alcalde, equivale aljuez; mi sobrino no es mi sobrino, es la naciónoficial, Remedios; es esa segunda nación, com-puesta de los perdidos que gobiernan en Ma-drid, y que se ha hecho dueña de la fuerza ma-terial; de esa nación aparente, porque la real esla que calla, paga y sufre; de esa nación ficticiaque firma al pie de los decretos y pronunciadiscursos y hace una farsa de gobierno y unafarsa de autoridad y una farsa de todo. Eso eshoy mi sobrino; es preciso que te acostumbres aver lo interno de las cosas. Mi sobrino es el go-bierno, el brigadier, el alcalde nuevo, el jueznuevo, porque todos le favorecen a causa de launanimidad de sus ideas; porque son uña ycarne, lobos de la misma manada... Entiéndelobien: hay que defenderse de todos ellos, porquetodos son uno, y uno es todos; hay que atacar-les en común, y no con palizas al volver de unaesquina, sino como atacaban nuestros abuelos alos moros, a los moros. Remedios... Hija mía,comprende bien esto; abre tu entendimiento y

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deja entrar en él una idea que no sea vulgar...remóntate; piensa en alto, Remedios.

La sobrina de D. Inocencio estaba atónita an-te tanta grandeza. Abrió la boca para decir, sinduda, algo en consonancia con tan maravillosopensamiento; pero sólo exhaló un suspiro.

-Como a los moros -repitió doña Perfecta-.Es cuestión de moros y cristianos. ¡Y creías túque con asustar a mi sobrino se concluía todo!...¡Qué necia eres! ¿No ves que le apoyan susamigos? ¿No ves que estamos a merced de esacanalla? ¿No ves que cualquier tenientejo escapaz de pegar fuego a mi casa si se le antoja?...¿Pero tú no alcanzas esto? ¿No comprendes quees necesario ir al fondo? ¿No comprendes lainmensa grandeza, la terrible extensión de mienemigo, que no es un hombre, sino una sec-ta?... ¿No comprendes que mi sobrino, tal comoestá hoy enfrente de mí, no es un hombre, sinouna plaga?... Contra ella, querida Remedios,tendremos aquí un batallón de Dios que aniqui-

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le la infernal milicia de Madrid. Te digo queesto va a ser grande y glorioso...

-Si al fin fuera...

-¿Pero tú lo dudas? Hoy hemos de ver aquícosas terribles... -dijo con gran impaciencia laseñora-. Hoy, hoy. ¿Qué hora es? Las siete. ¡Tantarde y no ocurre nada!...

-Quizá sepa algo mi tío, que está aquí ya. Lesiento subir la escalera.

-Gracias a Dios... -dijo doña Perfecta le-vantándose para salir al encuentro del Peniten-ciario-. Él nos dirá algo bueno.

Don Inocencio entró apresuradamente en lapieza. Su demudado rostro indicaba que aque-lla alma consagrada a la piedad y a los estudioslatinos, no estaba tan tranquila como de ordina-rio.

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-Malas noticias -dijo poniendo sobre una si-lla el sombrero y desatando los cordones delmanteo.

Doña Perfecta palideció.

-Están prendiendo gente -añadió D. Inocen-cio, bajando la voz, cual si debajo de cada sillaestuviera un soldado.

-Sospechan, sin duda, que los de aquí no lesaguantarían sus pesadas bromas -prosiguió elcura-, y han ido de casa en casa echando manoa todos los que tenían fama de valientes...

La señora se arrojó en un sillón y apretófuertemente los dedos contra la madera de losbrazos del mueble.

-Falta que se hayan dejado prender -indicóRemedios.

-Muchos de ellos... pero muchos -dijo DonInocencio con ademanes encomiásticos, diri-

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giéndose a la señora-, han tenido tiempo dehuir, y se han ido con armas y caballos a Villa-horrenda.

-¿Y Ramos?

-En la catedral me dijeron que es el que bus-can con más empeño... ¡Oh, Dios mío!, ¡prenderasí a unos infelices que nada han hecho todav-ía...! Vamos, no sé cómo los buenos españolestienen paciencia. Señora mía, doña Perfecta,refiriendo esto de las prisiones, me he olvidadodecir a Vd. que debe marcharse a su casa almomento.

-Sí, al momento... ¿Registrarán mi casa esosbandidos?

-Quizás. Señora, estamos en un día nefasto -dijo D. Inocencio con solemne y conmovidoacento-. ¡Dios se apiade de nosotros!

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-En mi casa tengo media docena de hombresmuy bien armados -repuso la señora vivamentealterada-. ¡Qué iniquidad! ¿Serán capaces dequerer llevárselos también?...

De seguro el Sr. Pinzón no se habrá descui-dado en denunciarlos. Señora, repito que esta-mos en un día nefasto. Pero Dios amparará lainocencia.

-Me voy, me voy. No deje Vd. de pasar porallá.

-Señora, en cuanto despache la clase... y mefiguro que con la alarma que hay en el pueblo,todos los chicos harán novillos hoy; pero haya ono clase, iré después por allá... No quiero quesalga Vd. sola, señora. Andan por las calles esoszánganos de soldados con unos humos... ¡Jacin-to, Jacinto!

-No es preciso. Me marcharé sola.

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-Que vaya Jacinto -dijo la madre de este-. Yadebe de estar levantado.

Sintiéronse los precipitados pasos del doc-torcillo que bajaba a toda prisa la escalera delpiso alto. Venía con el rostro encendido, fatiga-do el aliento.

-¿Qué hay? -le preguntó su tío.

-En casa de las Troyas -dijo el jovenzuelo-,en casa de esas... pues...

-Acaba de una vez.

-Está Caballuco.

-¿Allá arriba?... ¿en casa de las Troyas?

-Sí, señor... Me ha hablado desde el terrado,y me ha dicho que está temiendo le vayan acoger allí.

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-¡Oh, qué bestia!... Ese majadero va a dejarseprender -exclamó doña Perfecta hiriendo elsuelo con el inquieto pie.

-Quiere bajar aquí y que le escondamos encasa.

-¿Aquí?

Canónigo y sobrina se miraron.

-¡Que baje! -dijo doña Perfecta con vehemen-te frase.

-¿Aquí? -repitió D. Inocencio poniendo carade mal humor.

-Aquí -contestó la señora imperiosamente-.No conozco casa donde pueda estar más segu-ro.

-Puede saltar fácilmente por la ventana demi cuarto -dijo Jacinto.

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-Pues si es indispensable...

-María Remedios -dijo la señora-. Si nos co-gen a este hombre, todo se ha perdido.

-Tonta y simple soy -repuso la sobrina delcanónigo poniéndose la mano en el pecho yahogando el suspiro que sin duda iba a salir alpúblico-, pero no cogerán a este hombre.

La señora salió rápidamente, y poco despuésel Centauro se arrellenaba en la butaca donde elseñor Don Inocencio solía sentarse a escribirsus sermones.

No sabemos cómo llegó a oídos del brigadierBatalla; pero es indudable que este diligentemilitar tenía noticia de que los orbajosenseshabían variado de intenciones, y en la mañanade aquel día dispuso la prisión de los que ennuestro rico lenguaje insurreccional solemosllamar caracterizados. Salvose por milagro elgran Caballuco, refugiándose en casa de las

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Troyas, pero no creyéndose allí seguro, bajócomo se ha visto, a la santa y no sospechosamansión del buen canónigo.

Por la noche, la tropa, establecida en diver-sos puntos del pueblo, ejercía la mayor vigilan-cia con los que entraban y salían; pero Ramoslogró evadirse burlando o quizás sin burlar lasprecauciones militares. Esto acabó de encenderlos ánimos, y multitud de gente se conjuraba enlos caseríos cercanos a Villahorrenda, juntándo-se de noche para dispersarse de día y prepararasí el arduo negocio de su levantamiento. Ra-mos recorrió las cercanías allegando gente yarmas, y como las columnas volantes andabantras los Aceros en tierra de Villajuán de Nahara,nuestro héroe caballeresco adelantó mucho enpoco tiempo.

Por las noches arriesgábase con audacia su-ma a entrar en Orbajosa, valiéndose de mediosde astucia o tal vez de sobornos. Su populari-dad y la protección que recibía dentro del pue-

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blo servíanle hasta cierto punto de salvaguar-dia, y no será aventurado decir que la tropa nodesplegaba ante aquel osado campeón el mis-mo rigor que ante los hombres insignificantesde la localidad. En España, y principalmente entiempo de guerras que son siempre aquí des-moralizadoras, suelen verse esas condescen-dencias infames con los grandes, mientras sepersigue sin piedad a los pequeñuelos. Valido,pues, de su audacia, del soborno, o no sabemosde qué, Caballuco entraba en Orbajosa, recluta-ba más gente, reunía armas y acopiaba dinero.Para mayor seguridad de su persona, o paracubrir el expediente, no ponía los pies en sucasa, apenas entraba en la de doña Perfectapara tratar de asuntos importantes, y solía ce-nar en casa de este o del otro amigo, prefirien-do siempre el respetado domicilio de algúnsacerdote, y principalmente el de D. Inocencio,donde recibiera asilo en la mañana funesta delas prisiones.

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En tanto Batalla había telegrafiado al Go-bierno diciéndole que, descubierta una conspi-ración facciosa, estaban presos sus autores, ylos pocos que lograron escapar andaban disper-sos y fugitivos, activamente perseguidos por nues-tras columnas.

-XXV-María Remedios

Nada más entretenido que buscar el origende los sucesos interesantes que nos asombran operturban, ni nada más grato que encontrarlo.Cuando vemos arrebatadas pasiones en luchaencubierta o manifiesta, y llevados del naturalimpulso inductivo que acompaña siempre a laobservación humana, logramos descubrir laoculta fuente de donde aquel revuelto río hatraído sus aguas, experimentamos sensación

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muy parecida al gozo de los geógrafos y busca-dores de tierras.

Este gozo nos lo ha concedido Dios ahora,porque explorando los escondrijos de los cora-zones que laten en esta historia, hemos descu-bierto un hecho que seguramente es el engen-drador de los hechos más importantes quehemos narrado; una pasión que es la primeragota de agua de esta alborotada corriente, cuyamarcha estamos observando.

Continuemos, pues, la narración. Para ellodejemos a la señora de Polentinos, sin cuidar-nos de lo que pudo ocurrirle en la mañana desu diálogo con María Remedios. Penetra llenade zozobra en su vivienda, donde se ve obliga-da a soportar las excusas y cortesanías del Sr.Pinzón, quien asegura que mientras él existiera,la casa de la señora no sería registrada. Le res-ponde doña Perfecta de un modo altanero, sindignarse fijar en él los ojos, por cuya razón élpide urbanamente explicaciones de tal desvío, a

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lo cual ella contesta rogando al Sr. Pinzónabandone su casa, sin perjuicio de dar oportu-namente cuenta de su alevosa conducta dentrode ella. Llega D. Cayetano, y se cruzan palabrasde caballero a caballero; pero como ahora nosinteresa más otro asunto, dejamos a los Polen-tinos y al teniente coronel que se las compon-gan como puedan, y pasemos a examinar aque-llo de los manantiales arriba mencionados.

Fijemos ahora la atención en María Reme-dios, mujer estimable, a la cual es urgente con-sagrar algunas líneas. Era una señora, una ver-dadera señora, pues apesar de su origenhumildísimo, las virtudes de su tío carnal el Sr.D. Inocencio, también de bajo origen, más sub-limado por el Sacramento, así como por su sa-ber y respetabilidad, habían derramado extra-ordinario esplendor sobre toda la familia.

El amor de Remedios a Jacinto era una de lasmás vehementes pasiones que en el corazónmaternal pueden caber. Le amaba con delirio;

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ponía el bienestar de su hijo sobre todas lascosas humanas: creíale el más perfecto tipo dela belleza y del talento creados por Dios, y dierapor verle feliz y grande y poderoso, todos losdías de su vida y aun parte de la eterna gloria.El sentimiento materno es el único que por lomuy santo y noble, admite la exageración; elúnico que no se bastardea con el delirio. Sinembargo, suele ocurrir un fenómeno singularque no deja de ser común en la vida, y es que siesta exaltación del afecto maternal no coincidecon la absoluta pureza del corazón y con lahonradez perfecta, suele extraviarse y conver-tirse en frenesí lamentable, que puede contri-buir, como otra cualquiera pasión desbordada,a grandes faltas y catástrofes.

En Orbajosa María Remedios pasaba por unmodelo de virtud y de sobrinas: quizás lo eraen efecto. Servía cariñosamente a cuantos lanecesitaban jamás dio motivo a hablillas ymurmuraciones de mal género; jamás se mezcló

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en intrigas. Era piadosa, no sin dejarse llevar aextremos de mojigatería chocante; practicaba lacaridad; gobernaba la casa de su tío con habili-dad suprema; era bien recibida, admirada yobsequiada en todas partes, a pesar del sofococasi intolerable que producía su continuo afánde suspirar y expresarse siempre en tono que-jumbroso.

Pero en casa de doña Perfecta, aquella exce-lente señora sufría una especie de capitis dimi-nutio. En tiempos remotos y muy aciagos parala familia del buen Penitenciario, María Reme-dios (si es verdad, ¿por qué no se ha decir?)había sido lavandera en la casa de Polentinos. Yno se crea por esto que doña Perfecta la mirabacon altanería: nada de eso. Tratábala sin orgu-llo; sentía hacia ella un cariño verdaderamentefraternal; comían juntas, rezaban juntas, refer-íanse sus cuitas, ayudábanse mutuamente ensus caridades y en sus devociones así como enlos negocios de la casa... ¡pero fuerza es decir-

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lo!, siempre había algo, siempre había una rayainvisible pero infranqueable entre la señoraimprovisada y la señora antigua. Doña Perfectatuteaba a María, y esta jamás pudo prescindirde ciertas fórmulas. Sentíase tan pequeña lasobrina de D. Inocencio en presencia de la ami-ga de este, que su humildad nativa tomaba untinte extraño de tristeza. Veía que el buencanónigo era en la casa una especie de conseje-ro áulico inamovible; veía a su idolatrado Jacin-tillo en familiaridad casi amorosa con la señori-ta, y sin embargo, la pobre madre y sobrinafrecuentaba la casa lo menos posible. Es precisoindicar que María Remedios se deseñoraba bas-tante (pase la palabra) en casa de doña Perfecta,y esto le era desagradable, porque también enaquel espíritu suspirón había, como en todo loque vive, un poco de orgullo... Ver a su hijocasado con Rosarito, verle rico y poderoso; ver-le emparentado con doña Perfecta, con la seño-ra... ¡ay!, esto era para María Remedios la tierray el cielo, esta vida y la otra, el presente y el

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más allá, la totalidad suprema de la existencia.Hacía años que su pensamiento y su corazón sellenaban de aquella dulce luz de esperanza. Poresto era buena y mala, por esto era religiosa yhumilde o terrible y osada, por esto era todocuanto hay que ser, porque sin tal idea, Reme-dios, que era la encarnación de su proyecto, noexistiría.

En su físico, María Remedios no podía sermás insignificante. Distinguíase por una lozan-ía sorprendente que aminoraba en apariencia elvalor numérico de sus años, y vestía siempre deluto, a pesar de que su viudez era ya cuentamuy larga.

Habían pasado cinco días desde la entradade Caballuco en casa del Sr. Penitenciario. Prin-cipiaba la noche. Remedios entró con la lámpa-ra encendida en el cuarto de su tío, y despuésde dejarla sobre la mesa, se sentó frente al an-ciano, que desde media tarde permanecía in-móvil y meditabundo en su sillón, cual si le

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hubieran clavado en él. Sus dedos sostenían labarba, arrugando la morena piel no rapada entres días.

-¿Caballuco dijo que vendría a cenar aquí es-ta noche? -preguntó a su sobrina.

-Sí, señor, vendrá. En estas casas respetableses donde el pobrecito está más seguro.

-Pues yo no las tengo todas conmigo a pesarde la respetabilidad de mi casa -repuso el Peni-tenciario-. ¡Cómo se expone el valiente Ra-mos!... Y me han dicho que en Villahorrenda ysu campiña hay mucha gente... qué sé yo cuán-ta gente... ¿Qué has oído tú?

-Que la tropa está haciendo unas barbarida-des...

-¡Es milagro que esos caribes no hayan regis-trado mi casa! Te juro que si veo entrar uno delos de pantalón encarnado me caigo sin habla.

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-¡Buenos, buenos estamos! -dijo Remediosechando en un suspiro la mitad de su alma-. Nopuedo apartar de mi mente la tribulación enque se encuentra la señora doña Perfecta... ¡Ay,tío!, debe usted ir allá.

-¿Allá esta noche?... Andan las tropas por lascalles. Figúrate que a un soldado se le antoja...La señora está bien defendida. El otro día regis-traron la casa y se llevaron los seis hombresarmados que allí tenía; pero después se los handevuelto. Nosotros no tenemos quien nos de-fienda en caso de un atropello.

-Yo he mandado a Jacinto a casa de la señorapara que la acompañe un ratito. Si Caballucoviene le diremos que pase también por allá...Nadie me quita de la cabeza que alguna granfechoría preparan esos pillos contra nuestraamiga. ¡Pobre señora, pobre Rosarito!... Cuandouno piensa que esto podía haberse evitado conlo que propuse a doña Perfecta hace dos días...

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-Querida sobrina -dijo flemáticamente el Pe-nitenciario-, hemos hecho todo cuanto en lohumano cabía para realizar nuestro santopropósito... Ya no se puede más. Hemos fraca-sado, Remedios. Convéncete de ello, y no seasterca: Rosarito no puede ser la mujer de nuestroidolatrado Jacintillo. Tu sueño dorado, tu idealdichoso que un tiempo nos pareció realizable, yal cual consagré yo las fuerzas todas de mi en-tendimiento, como buen tío, se ha trocado ya enuna quimera, se ha disipado como el humo.Entorpecimientos graves, la maldad de unhombre, la pasión indudable de la niña y otrascosas que callo, han vuelto las cosas del revés.Íbamos venciendo y de pronto somos vencidos.¡Ay, sobrina mía! Convéncete de una cosa. Hoypor hoy, Jacinto merece mucho más que esaniña loca.

-Caprichos y terquedades -repuso María condisplicencia bastante irrespetuosa-. Vaya con loque sale Vd. ahora, tío. Pues las grandes cabe-

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zas se están luciendo... Doña Perfecta con sussublimidades y usted con sus cavilaciones sir-ven para cualquier cosa. Es lástima que Diosme haya hecho a mí tan tonta, y dádome esteentendimiento de ladrillo y argamasa, comodice la señora, porque si así no fuera yo resol-vería la cuestión.

-¿Tú?

-Resuelta estaría ya, si ella y Vd. me hubie-ran dejado.

-¿Con los palos?

-No asustarse, ni abrir tanto los ojos, porqueno se trata de matar a nadie... ¡vaya!

-Eso de los palos, Remedios -dijo el canónigosonriendo-, es como el rascar... ya sabes.

-¡Bah!... diga Vd. también que soy cruel ysanguinaria... me falta valor para matar un gu-

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sanito; bien lo sabe Vd... Ya se comprende queno había yo de querer la muerte de un hombre.

-En resumen, hija mía, por más vueltas quele des, el señor D. Pepe Rey se lleva la niña. Yano es posible evitarlo. Él está dispuesto a em-plear todos los medios, incluso la deshonra. Sila Rosarito... cómo nos engañaba con aquellacarita circunspecta y aquellos ojos celestiales,¿eh?... si la Rosarito, digo, no le quisiera... va-mos... todo podría arreglarse; pero ¡ay!, le amacomo ama el pecador al demonio; está abrasadaen criminal fuego; cayó, sobrina mía, cayó en lainfernal trampa libidinosa. Seamos honrados yjustos; volvamos la vista de la innoble pareja, yno pensemos más en el uno ni en la otra.

-Usted no entiende de mujeres, tío -dijo Re-medios con lisonjera hipocresía-; Vd. es un san-to varón; Vd. no comprende que lo de Rosaritono es más que un caprichillo de esos que pasan,de esos que se curan con un par de refregonesen los morros o media docena de azotes.

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-Sobrina -dijo D. Inocencio grave y senten-ciosamente-, cuando han pasado cosas mayo-res, los caprichillos no se llaman caprichillos,sino de otra manera.

-Tío, Vd. no sabe lo que dice- repuso la so-brina, cuyo rostro se inflamó súbitamente-.Pues qué, ¿será Vd. capaz de suponer en Rosa-rito?... ¡qué atrocidad! Yo la defiendo, sí, la de-fiendo... Es pura como un ángel... Vamos, tío,con esas cosas se me suben los colores a la caray me pone Vd. soberbia.

Al decir esto, el semblante del buen clérigose cubría de una sombra de tristeza, que enapariencia le envejecía diez años.

-Querida Remedios -añadió-. Hemos hechotodo lo humanamente posible y todo lo que enconciencia podía y debía hacerse. Nada másnatural que nuestro deseo de ver a Jacintilloemparentado con esa gran familia, la primerade Orbajosa; nada más natural que nuestro de-

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seo de verle dueño de las siete casas del pueblo,de la dehesa de Mundo-grande, de las treshuertas, del cortijo de Arriba, de la Encomien-da, y demás predios urbanos y rústicos queposee esa niña. Tu hijo vale mucho, bien lo sa-ben todos. Rosarito gustaba de él y él de Rosari-to. Parecía cosa hecha. La misma señora, sinentusiasmarse mucho, a causa sin duda denuestro origen, parecía bien dispuesta a ello, acausa de lo mucho que me estima y venera,como confesor y amigo... Pero de repente sepresenta ese malhadado joven. La señora medice que tiene un compromiso con su hermanoy que no se atreve a rechazar la proposiciónque este le ha hecho. Conflicto grave. ¿Pero quéhago yo en vista de esto? ¡Ay!, no lo sabes túbien. Yo te soy franco, si hubiera visto en elseñor de Rey un hombre de buenos principioscapaz de hacer feliz a Rosario, no habría inter-venido en el asunto; pero el tal joven me pare-ció una calamidad, y como director espiritualde la casa, debí tomar cartas en el asunto y las

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tomé. Ya sabes que le puse la proa, como vul-garmente se dice. Desenmascaré sus vicios;descubrí su ateísmo; puse a la vista de todo elmundo la podredumbre de aquel corazón ma-terializado, y la señora se convenció de queentregaba a su hija al vicio... ¡Ay!, qué afanespasé. La señora vacilaba; yo fortalecía su ánimoindeciso; aconsejábale los medios lícitos quedebía emplear contra el sobrinejo para alejarlesin escándalo; sugeríale ideas ingeniosas, y co-mo ella me mostraba a menudo su pura con-ciencia llena de alarmas, yo la tranquilizabademarcando hasta qué punto eran lícitas lasbatallas que librábamos contra aquel fiero ene-migo. Jamás aconsejé medios violentos ni san-guinarios, ni atrocidades de mal género, sinosutiles trazas que no contenían pecado. Estoytranquilo, querida sobrina. Pero bien sabes túque he luchado, que he trabajado como un ne-gro. ¡Ay!, cuando volvía a casa por las noches ydecía: «Mariquilla, vamos bien, vamos muybien», tú te volvías loca de contento y me besa-

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bas las manos cien veces, y decías que era yo elhombre mejor del mundo. ¿Por qué te enfure-ces ahora desfigurando tu noble carácter y pací-fica condición? ¿Por qué me riñes? ¿Por quédices que estás soberbia y me llamas en buenaspalabras Juan Lanas?

-Porque Vd. -repuso la mujer sin cejar en suagresiva irritación- se ha acobardado de repen-te.

-Es que todo se nos vuelve en contra, mujer.El maldito ingeniero, favorecido por la tropa,está resuelto a todo. La chiquilla le ama, la chi-quilla... no quiero decir más. No puede ser, tedigo que no puede ser.

-¡La tropa! Pero Vd. cree como doña Perfectaque va a haber una guerra, y que para echar deaquí a D. Pepe, se necesita que media nación selevante contra la otra media... La señora se havuelto loca y Vd. allá se le va.

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-Creo lo mismo que ella. Dada la íntima co-nexión de Rey con los militares, la cuestión per-sonal se agranda... Pero ¡ay!, sobrina mía, sihace dos días tuve esperanza de que nuestrosvalientes echaran de aquí a puntapiés a la tro-pa, desde que he visto el giro que han tomadolas cosas; desde que he visto que la mayor parteson sorprendidos antes de pelear, y que Caba-lluco se esconde y que esto se lo lleva la tram-pa, desconfío de todo. Los buenos principios notienen aún bastante fuerza material para hacerpedazos a los ministros y emisarios del error...¡Ay!, sobrina mía, resignación, resignación.

Apropiándose entonces D. Inocencio el me-dio de expresión que caracterizaba a su sobrina,suspiró dos o tres veces ruidosamente. María,contra todo lo que podía esperarse, guardó pro-fundo silencio. No había en ella, al menos apa-rentemente, ni cólera, ni tampoco la sensibleríasuperficial de su ordinaria vida; no había sinouna aflicción profunda y modesta. Poco des-

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pués de que el buen tío concluyera su perorata,dos lágrimas rodaron por las sonrosadas meji-llas de la sobrina: no tardaron en oírse algunossollozos mal comprimidos, y poco a poco, asícomo van creciendo en ruido y forma la hin-chazón y tumulto de un mar que empieza aalborotarse, así fue encrespándose aquel oleajedel dolor de María Remedios, hasta que rompióen deshecho llanto.

-XXVI-El tormento de un canónigo

-¡Resignación, resignación! -volvió a decirdon Inocencio.

-¡Resignación, resignación! -repitió ella enju-gando sus lágrimas-. Puesto que mi queridohijo ha de ser siempre un pelagatos, séalo enbuen hora. Los pleitos escasean; bien pronto

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llegará el día en que lo mismo será la abogacíaque nada. ¿De qué vale el talento? ¿De qué va-len tanto estudio y romperse la cabeza? ¡Ay!Somos pobres. Llegará un día, señor D. Inocen-cio, en que mi pobre hijo no tendrá una almo-hada sobre que reclinar la cabeza.

-¡Mujer!

-¡Hombre!... Y si no, dígame: ¿qué herenciapiensa Vd. dejarle cuando cierre el ojo? Cuatrocuartos, seis librachos, miseria y nada más...Van a venir unos tiempos... ¡Qué tiempos, se-ñor tío!... Mi pobre hijo, que se está poniendomuy delicado de salud, no podrá trabajar... yase le marea la cabeza desde que lee un libro; yale dan bascas y jaqueca siempre que trabaja denoche... tendrá que mendigar un destinejo;tendré yo que ponerme a la costura, y quiénsabe, quién sabe... como no tengamos que pedirlimosna.

-¡Mujer!

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-Bien sé lo que digo... Buenos tiempos van avenir -añadió la excelente mujer forzando másel sonsonete llorón con que hablaba-. ¡Dios mío!¿Qué va a ser de nosotros? ¡Ah! Sólo el corazónde una madre siente estas cosas... Sólo las ma-dres son capaces de sufrir tantas penas por elbienestar de un hijo. Usted ¿cómo ha de com-prender? No, una cosa es tener hijos y pasaramarguras por ellos, y otra cosa es cantar el gorigori en la catedral y enseñar latín en el Institu-to... Vea Vd. de qué le vale a mi hijo el ser so-brino de Vd. y el haber sacado tantas notas desobresaliente, y ser el primor y la gala de Orba-josa... Se morirá de hambre, porque ya sabemoslo que da la abogacía, o tendrá que pedir a losdiputados un destino en la Habana, donde lematará la fiebre amarilla...

-¡Pero mujer!...

-No, si no me apuro, si ya callo, si no le mo-lesto a Vd. más. Soy muy impertinente, muyllorona, muy suspirosa, y no se me puede

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aguantar, porque soy madre cariñosa y miropor el bien de mi amado hijo. Yo me moriré, síseñor, me moriré en silencio y ahogaré mi do-lor; me beberé mis lágrimas para no mortificaral señor canónigo... Pero mi idolatrado hijo mecomprenderá, y no se tapará los oídos comoVd. hace en este momento... ¡ay de mí! El pobreJacinto sabe que me dejaría matar por él, y quele proporcionaría la felicidad a costa de mi vi-da. ¡Pobrecito niño de mis entrañas! ¡Tener tan-to mérito, y vivir condenado a un pasar media-no, a una condición humilde!... porque no, se-ñor tío, no se ensoberbezca Vd... Por más queechemos humos, siempre será Vd. el hijo del tíoTinieblas, el sacristán de San Bernardo... y yono seré nunca más que la hija de Ildefonso Ti-nieblas, su hermano de Vd., el que vendía pu-cheros, y mi hijo será el nieto de los Tinieblas...que tenemos un tenebrario en nuestra cesta, ynunca saldremos de la oscuridad, ni poseere-mos un pedazo de terruño donde decir: «esto esmío», ni trasquilaremos una oveja propia, ni

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ordeñaremos jamás una cabra propia, ni meterémis manos hasta el codo en un saco de trigotrillado y aventado en nuestras eras... todo estoa causa de su poco ánimo de Vd., de su boberíay corazón amerengado...

-Pero... pero mujer.

Subía más de tono el canónigo cada vez querepetía esta frase, y puestas las manos en losoídos, sacudía a un lado y otro la cabeza condoloroso ademán de desesperación. La chillonacantinela de María Remedios era cada vez másaguda, y penetraba en el cerebro del infeliz y yaaturdido clérigo como una saeta. Pero de re-pente transformose el rostro de aquella mujer,mudáronse los plañideros sollozos en una vozbronca y dura, palideció su rostro, temblaronsus labios, cerráronse sus puños, cayéronle so-bre la frente algunas guedejas del desordenadocabello, secáronse por completo sus ojos al ca-lor de la ira que bramaba en su pecho, levanto-

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se del asiento, y no como una mujer, sino comouna arpía, gritó de este modo:

-¡Yo me voy de aquí, yo me voy con mihijo!... Nos iremos a Madrid; no quiero que mihijo se pudra en este poblachón. Estoy cansadade ver que mi hijo, al amparo de la sotana, noes ni será nunca nada. ¿Lo oye Vd., señor tío?¡Mi hijo y yo nos vamos! ¡Vd. no nos verá nun-ca más, nunca más; pero nunca más!

Don Inocencio había cruzado las manos yrecibía los furibundos rayos de su sobrina conla consternación de un reo de muerte a quien lapresencia del verdugo quita ya toda esperanza.

-Por Dios, Remedios -murmuró con voz do-lorida-, por la Virgen Santísima...

Aquellas crisis y horribles erupciones delmanso carácter de la sobrina eran tan fuertescomo raras, y se pasaban a veces cinco o seis

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años sin que Don Inocencio viera a Remediosconvertirse en una furia.

-¡Soy madre!... ¡Soy madre!... ¡y puesto quenadie mira por mi hijo, miraré yo, yo misma! -exclamó la improvisada leona rugiendo.

-Por María Santísima, mujer, no te arreba-tes... Mira que estás pecando... Recemos unPadre nuestro y un Ave-María, y verás cómo sete pasa eso.

Diciendo esto temblaba y sudaba. ¡Pobre po-llo en las garras del buitre! La mujer transfor-mada acabó de estrujarle con estas palabras:

-Usted no sirve para nada; Vd. es un man-dria... Mi hijo y yo nos marcharemos de aquípara siempre, para siempre. Yo le conseguiréuna posición a mi hijo, yo le buscaré una buenaconveniencia, ¿entiende Vd.? Así como estoydispuesta a barrer las calles con la lengua, si deeste modo fuera preciso ganarle la comida, así

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también revolveré la tierra para buscar unaposición a mi hijo, para que suba y sea rico, yconsiderado, y personaje, y caballero, y propie-tario, y señor, y grande y todo cuanto hay queser, todo, todo.

-¡Dios me favorezca! -dijo D. Inocenciodejándose caer en el sillón e inclinando la cabe-za sobre el pecho.

Hubo una pausa, durante la cual se oía elagitado resuello de la mujer furiosa.

-Mujer -dijo al fin D. Inocencio-, me has qui-tado diez años de vida; me has abrasado lasangre; me has vuelto loco... ¡Que Dios me dé laserenidad que para aguantarte necesito! Señor,paciencia, paciencia es lo que quiero; y tú, so-brina, hazme el favor de llorar y lagrimear yestar suspirando a moco y baba diez años, puestu maldita maña de los pucheros que tanto meenfada es preferible a esas locas iras. Si no su-piera que en el fondo eres buena... Vaya que

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para haber confesado y recibido a Dios estamañana, te estás portando.

-Sí, pero es por Vd., por Vd.

-¿Por qué en el asunto de Rosario y de Jacin-to te digo «resignación»?

-Porque cuando todo marchaba bien, V. sevuelve atrás y permite que el Sr. Rey se apoderede Rosarito.

-¿Y cómo lo voy a evitar? Bien dice la señoraque tienes entendimiento de ladrillo. ¿Quieresque salga por ahí con una espada, y en un quí-tame allá estas pajas haga picadillo a toda latropa, y después me encare con Rey y le diga:«o V. me deja en paz a la niña o le corto el pes-cuezo»?

-No, pero cuando yo he aconsejado a la se-ñora que diera un susto a su sobrino, V. se ha

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opuesto, en vez de aconsejarle lo mismo queyo.

-Tú estás loca con eso del susto.

-Porque «muerto el perro se acabó la rabia».

-Yo no puedo aconsejar eso que llamas sustoy que puede ser una cosa tremenda.

-Sí, porque soy una matona, ¿no es verdad,tío?

-Ya sabes que los juegos de manos son juegode villanos. Además, ¿crees que ese hombre sedejará asustar? ¿Y sus amigos?

-De noche sale solo.

-¿Tú qué sabes?

-Lo sé todo, y no da un paso sin que yo meentere ¿estamos? La viuda de Cuzco me tiene altanto de todo.

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-Vamos, no me vuelvas loco. ¿Y quién le va adar ese susto?... Sepámoslo.

-Caballuco.

-¿De modo que él está dispuesto?...

-No, pero lo estará si V. se lo manda.

-Vamos, mujer, déjame en paz. Yo no puedomandar tal atrocidad. ¡Un susto! ¿Y qué es eso?¿Tú le has hablado ya?

-Sí señor, pero no me ha hecho caso, mejordicho, se niega a ello. En Orbajosa no hay másque dos personas que puedan decidirle con unasimple orden: Vd. o doña Perfecta.

-Pues que se lo mande la señora, si quiere.Jamás aconsejaré que se empleen medios vio-lentos y brutales. ¿Querrás creer que cuandoCaballuco y algunos de los suyos estaban tra-tando de levantarse en armas, no pudieron sa-carme una sola palabra incitándoles a derramar

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sangre? No, eso no... Si doña Perfecta quierehacerlo...

-Tampoco quiere. Esta tarde he estadohablando con ella dos horas, y dice que predi-cará la guerra, favoreciéndola por todos losmedios; pero que no mandará a un hombre quehiera por la espalda a otro. Tendría razón enoponerse si se tratara de cosa mayor... pero noquiero que haya heridas; yo no quiero más queun susto.

-Pues si doña Perfecta no quiere ordenar aCaballuco que dé sustos al ingeniero, yo tam-poco, ¿entiendes? Antes que nada es mi con-ciencia.

-Bueno -repuso la sobrina-. Dígale Vd. a Ca-balluco que me acompañe esta noche... no lediga V. más que eso.

-¿Vas a salir tarde?

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-Voy a salir, sí señor. Pues qué, ¿no salí tam-bién anoche?

-¿Anoche? No lo supe; si lo hubiera sabido,me habría enfadado, sí señora.

-No le diga Vd. a Caballuco sino lo siguien-te: «Querido Ramos, le estimaré mucho queacompañe a mi sobrina a cierta diligencia quetiene que hacer esta noche, y que la defienda siacaso se ve en algún peligro».

-Eso sí lo puedo hacer. Que te acompañe...que te defienda. ¡Ah, picarona!, tú quieres en-gañarme, haciéndome cómplice de alguna ma-jadería.

-Ya... ¿qué cree Vd.? -dijo irónicamente Mar-ía Remedios-. Entre Ramos y yo vamos a dego-llar mucha gente esta noche.

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-No bromees. Te repito que no le aconsejaréa Ramos nada que tenga visos de maldad. Meparece que está ahí...

Oyose ruido en la puerta de la calle. Luegosonó la voz de Caballuco que hablaba con elcriado, y poco después el héroe de Orbajosapenetró en la estancia.

-Noticias, vengan noticias, Sr. Ramos -dijo elclérigo-. Vaya que si no nos da Vd. alguna es-peranza en cambio de la cena y de la hospitali-dad... ¿Qué hay en Villahorrenda?

-Alguna cosa -repuso el valentón sentándosecon muestras de cansancio-. Pronto se verá elseñor D. Inocencio si servimos para algo.

Como todas las personas que tienen impor-tancia o quieren dársela, Caballuco mostrabagran reserva.

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-Esta noche, amigo mío, se llevará Vd., siquiere, el dinero que me han dado para...

-Buena falta hace... Como lo huelan los detropa, no me dejarán pasar -dijo Ramos riendobrutalmente.

-Calle Vd., hombre... Ya sabemos que Vd.pasa siempre que se le antoja. Pues no faltabamás. Los militares son gente de manga ancha...y si se pusieran pesados, con un par de duros,¿eh?... Vamos, veo que no viene Vd. mal arma-do... No le falta más que un cañón de a ocho.Pistolitas, ¿eh?... También navaja.

-Por lo que pueda suceder -dijo Caballucosacando el arma del cinto y mostrando suhorrible hoja.

-¡Por Dios y la Virgen! -exclamó María Re-medios cerrando los ojos y apartando con mie-do el rostro-. Guarde Vd. ese chisme. Me horro-rizo sólo de verlo.

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-Si Vds. no lo llevan a mal -dijo Ramos ce-rrando el arma-, cenaremos.

María Remedios dispuso todo con precipita-ción, para que el héroe no se impacientase.

-Oiga Vd. una cosa, Sr. Ramos -dijo D. Ino-cencio a su huésped cuando se pusieron a ce-nar-. ¿Tiene Vd. muchas ocupaciones esta no-che?

-Algo hay que hacer -repuso el bravo-. Estaes la última noche que vengo a Orbajosa, laúltima. Tengo que recoger algunos muchachosque quedan por aquí, y vamos a ver cómo sa-camos el salitre y el azufre que está en casa deCirujeda.

-Lo decía -añadió bondadosamente el curallenando el plato de su amigo-, porque mi so-brina quiere que la acompañe Vd. un momento.Tiene que hacer no sé qué diligencia, y es algotarde para ir sola.

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-¿Va a casa de doña Perfecta? -preguntóRamos. Allí he estado hace un momento; noquise detenerme.

-¿Cómo está la señora?

-Miedosilla. Esta noche he sacado los seismozos que tenía en la casa.

-Hombre: ¿cree Vd. que no hacen falta allí? -dijo Remedios con zozobra.

-Más falta hacen en Villahorrenda. Dentrode las casas se pudre la gente valerosa, ¿no esverdad señor canónigo?

-Señor Ramos, aquella casa no debe estarnunca sola -dijo con seriedad el Penitenciario.

-Con los criados basta y sobra. ¿Pero V. cree,Sr. D. Inocencio, que el brigadier se ocupa deasaltar casas ajenas?

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-Sí; pero bien sabe V. que ese ingeniero detres mil docenas de demonios...

-Para eso... en la casa no faltan escobas -manifestó Cristóbal jovialmente-. Si al fin y alcabo no tendrán más remedio que casarlos...Después de lo que ha pasado...

-Sr. Ramos -dijo Remedios súbitamente eno-jada-, se me figura que no entiende V. gran cosaen esto de casar a la gente.

-Dígolo porque esta noche, hace un momen-to, vi que la señora y la niña estaban haciendoal modo de una reconciliación. Doña Perfectabesuqueaba a Rosarito, y todo era echarse pala-brillas tiernas y mimos.

-¡Reconciliación! V. con eso de los armamen-tos has perdido la chaveta... Pero en fin, ¿meacompaña usted o no?

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-No es a la casa de la señora donde quiere ir-dijo el clérigo-, sino a la posada de la viuda deCuzco. Me estaba diciendo que no se atreve a irsola, porque teme ser insultada por...

-¿Por quién?

-Bien se comprende. Por ese ingeniero detres mil o cuatro mil docenas de demonios.Anoche mi sobrina le vio allí y le dijo cuatrofrescas, por cuya razón no las tiene todas consi-go esta noche. El mocito es vengativo y procaz.

-No sé si podré ir... -indicó Caballuco-; comoando ahora escondido, no puedo desafiar al D.José Poquita Cosa. Si yo no estuviera como es-toy, con media cara tapada y la otra medio des-cubierta, ya le habría roto treinta veces el espi-nazo. ¿Pero qué sucede si caigo sobre él? Queme descubro; caen sobre mí los soldados, yadiós Caballuco. En cuanto a darle un golpe atraición, es cosa que no sé hacer, ni está en mi

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natural, ni la señora lo consiente tampoco. Parasolfas con alevosía no sirve Cristóbal Ramos.

-Pero hombre, ¿estamos locos?... ¿qué estáusted hablando? -dijo el Penitenciario con in-negables muestras de asombro-. Ni por piensole aconsejo yo a V. que maltrate a ese caballero.Antes me dejaré cortar la lengua que aconsejaruna bellaquería. Los malos caerán, es verdad;pero Dios es quien debe fijar el momento, noyo. No se trata tampoco de dar palos. Antesrecibiré yo diez docenas de ellos que recomen-dar a un cristiano la administración de talesmedicinas. Sólo digo a V. una cosa (añadió,mirando al bravo por encima de los espejuelos),y es, que como mi sobrina va allá, como es pro-bable, muy probable, ¿no es eso, Remedios?...que tenga que decir algunas palabrejas a esehombre, recomiendo a V. que no la desampareen caso de que se vea insultada...

-Esta noche tengo que hacer -repuso lacónicay secamente Caballuco.

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-Ya lo oyes, Remedios. Deja tu diligencia pa-ra mañana.

-Eso sí que no puede ser. Iré sola.

-No, no irás, sobrina mía. Tengamos la fiestaen paz. El Sr. Ramos tiene que hacer y no puedeacompañarte. Figúrate que eres injuriada porese hombre grosero...

-¡Insultada... insultada una señora por ese...!-exclamó Caballuco-. No puede ser.

-Si Vd. no tuviera ocupaciones... ¡bah, bah!,ya estaría yo tranquilo.

-Ocupaciones tengo -dijo el Centauro le-vantándose de la mesa-, pero si es empeño deVd...

Hubo una pausa. El Penitenciario había ce-rrado los ojos y meditaba.

-Empeño mío es, sí, Sr. Ramos -dijo al fin.

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-Pues no hay más que hablar. Iremos, señoradoña María.

-Ahora, querida sobrina -dijo D. Inocencioentre serio y jovial-, puesto que hemos conclui-do de cenar, tráeme la jofaina.

Dirigió a su sobrina una mirada penetrante,y acompañándolas de la acción correspondien-te, profirió estas palabras:

-Yo me lavo las manos.

-XXVII-De Pepe Rey a D. Juan Rey

Orbajosa 12 de Abril.

«Querido padre: perdóneme Vd. si por pri-mera vez le desobedezco no saliendo de aquí,ni renunciando a mi propósito. El consejo y

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ruego de usted son propios de un padre bon-dadoso y honrado: mi terquedad es propia deun hijo insensato; pero en mí pasa una cosasingular: terquedad y honor se han juntado yconfundido de tal modo, que la idea de disua-dirme y ceder me causa vergüenza. He cam-biado mucho. Yo no conocía estos furores queme abrasan. Antes me reía de toda obra violen-ta, de las exageraciones de los hombres impe-tuosos, como de las brutalidades de los malva-dos. Ya nada de esto me asombra, porque en mímismo encuentro a todas horas cierta capaci-dad terrible para la perversidad. A Vd. puedohablarle como se habla a solas con Dios y con laconciencia; a Vd. puedo decirle que soy un mi-serable, porque es un miserable quien carece deaquella poderosa fuerza moral contra sí mismo,que castiga las pasiones y somete la vida al du-ro régimen de la conciencia. He carecido de laentereza cristiana que contiene el espíritu delhombre ofendido en un hermoso estado deelevación sobre las ofensas que recibe y los

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enemigos que se las hacen; he tenido la debili-dad de abandonarme a una ira loca, ponién-dome al bajo nivel de mis detractores, devol-viéndoles golpes iguales a los suyos y tratandode confundirlos por medios aprendidos en supropia indigna escuela. ¡Cuánto siento que noestuviera Vd. a mi lado para apartarme de estecamino! Ya es tarde. Las pasiones no tienenespera. Son impacientes y piden su presa a gri-tos y con la convulsión de una espantosa sedmoral. He sucumbido. No puedo olvidar lo quetantas veces me ha dicho V., y es que la irapuede llamarse la peor de las pasiones, porquetransformando de improviso nuestro carácter,engendra todas las demás pasiones, y a todasles presta su infernal llamarada.

»Pero no ha sido sola la ira, sino un fuertesentimiento expansivo, lo que me ha traído a talestado, el amor profundo y entrañable que pro-feso a mi prima, única circunstancia que meabsuelve. Y si el amor no, la compasión me

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habría impulsado a desafiar el furor y las intri-gas de su terrible hermana de Vd., porque lapobre Rosario, colocada entre un afecto irresis-tible y su madre, es hoy uno de los seres másdesgraciados que existen sobre la tierra. Elamor que me tiene y que corresponde al mío,¿no me da derecho a abrir, como pueda, laspuertas de su casa y sacarla de allí, empleandola ley hasta donde la ley alcance, y usando lafuerza desde el punto en que la ley me desam-pare? Creo que la rigurosísima escrupulosidadmoral de Vd. no dará una respuesta afirmativaa esta proposición, pero yo he dejado de seraquel carácter metódico y puro formado en suconciencia con la exactitud de un tratado. Ya nosoy aquel a quien una educación casi perfectadio pasmosa regularidad en sus sentimientos;ahora soy un hombre como otro cualquiera; deun solo paso he entrado en el terreno común delo injusto y de lo malo. Prepárese usted a oírcualquier barbaridad que será obra mía. Yo

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cuidaré de notificar a Vd. las que vaya come-tiendo.

»Pero ni la confesión de mis culpas me qui-tará la responsabilidad de los sucesos gravesque han ocurrido y ocurrirán; ni esta, por mu-cho que argumente, recaerá toda entera sobresu hermana de usted. La responsabilidad dedoña Perfecta es inmensa, seguramente. ¿Cuálserá la extensión de la mía? ¡Ah!, querido pa-dre. No crea Vd. nada de lo que oiga respecto amí, y aténgase tan sólo a lo que yo le revele. Sile dicen que he cometido una villanía delibera-da, responda que es mentira. Difícil, muy difícilme es juzgarme a mí mismo en el estado deturbación en que me hallo; pero me atrevo aasegurar que no he producido deliberadamenteel escándalo. Bien sabe Vd. a dónde puede lle-gar la pasión favorecida en su horrible creci-miento invasor por las circunstancias.

»Lo que más amarga mi vida es haber em-pleado la ficción, el engaño y bajos disimulos.

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¡Yo que era la verdad misma! He perdido mipropia hechura... Pero ¿es esto la perversidadmayor en que puede incurrir el alma? ¿Empie-zo ahora o acabo? Nada sé. Si Rosario con sumano celeste no me saca de este infierno de miconciencia, deseo que venga usted a sacarme.Mi prima es un ángel, y padeciendo por mí, meha enseñado muchas cosas que antes no sabía.

»No extrañe Vd. la incoherencia de lo queescribo. Diversos sentimientos me inflaman. Measaltan a ratos ideas, dignas verdaderamentede mi alma inmortal; pero a ratos caigo tambiénen desfallecimiento lamentable, y pienso en loshombres débiles y menguados, cuya bajeza meha pintado Vd. con vivos colores para que losaborrezca. Tal como hoy me hallo, estoy dis-puesto al mal y al bien. Dios tenga piedad demí. Ya sé lo que es la oración, una súplica gravey reflexiva, tan personal, que no se aviene confórmulas aprendidas de memoria, una expan-sión del alma que se atreve a extenderse hasta

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buscar su origen, lo contrario del remordimien-to que es una contracción de la misma alma,envolviéndose y ocultándose, con la ridículapretensión de que nadie la vea. Vd. me ha en-señado muy buenas cosas; pero ahora estoy enprácticas, como decimos los ingenieros; hagoestudios sobre el terreno, y con esto mis cono-cimientos se ensanchan y fijan... Se me está fi-gurando ahora que no soy tan malo como yomismo creo. ¿Será así?

»Concluyo esta carta a toda prisa. Tengo queenviarla con unos soldados que van hacia laestación de Villahorrenda, porque no hay quefiarse del correo de esta gente».

..............................................................

14 de Abril.

«Le divertiría a Vd., querido padre, si pudie-ra hacerle comprender cómo piensa la gente deeste poblachón. Ya sabrá Vd. que casi todo este

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país se ha levantado en armas. Era cosa previs-ta, y los políticos se equivocan si creen que escosa de un par de días. La hostilidad contranosotros y contra el Gobierno la tienen los orba-josenses en su espíritu, formando parte de élcomo la fe religiosa. Concretándome a la cues-tión particular con mi tía, diré a Vd. una cosasingular; la pobre señora, que tiene el feudalis-mo en la médula de los huesos, ha imaginadoque yo voy a atacar su casa para robarle su hija,como los señores de la Edad Media atacaban uncastillo enemigo para consumar cualquier desa-fuero. No se ría Vd., que es verdad: tales son lasideas de esta gente. Excuso decir a usted queme tiene por un monstruo, por una especie derey moro herejote, y los militares con quieneshe hecho amistad aquí, no merecen mejor con-cepto. En casa de doña Perfecta es cosa corrien-te que la tropa y yo formamos una coalicióndiabólica y anti-religiosa para quitarle a Orba-josa sus tesoros, su fe y sus muchachas. Meconsta que su hermana de usted cree a pie jun-

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tillas que yo le voy a tomar por asalto la casa, yno es dudoso que detrás de la puerta habráalguna barricada.

»Pero no puede ser de otra manera. Aquítienen las ideas más anticuadas acerca de lasociedad, de la religión, del Estado, de la pro-piedad. La exaltación religiosa que les impulsaa emplear la fuerza contra el Gobierno, por de-fender una fe que nadie ha atacado y que ellosno tienen tampoco, despierta en su ánimo resa-bios feudales, y como resolverían todas suscuestiones por la fuerza bruta y a sangre y fue-go, degollando a todo el que no piense comoellos, creen que no hay en el mundo quien em-plee otros medios.

»Lejos de ser mi intento hacer quijotadas enla casa de esa señora, he procurado evitarlealgunas molestias, de que no se libraron losdemás vecinos. Por mi amistad con el brigadierno les han obligado a presentar, como semandó, una lista de todos los hombres de su

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servidumbre que se han marchado con la fac-ción; y si se le registró la casa, me consta quefue por fórmula; y si le desarmaron los seishombres que allí tenía, después ha puesto otrostantos y nada se le ha hecho. Vea usted a lo queestá reducida mi hostilidad a la señora.

Verdad es que yo tengo el apoyo de los jefesmilitares; pero lo utilizo tan sólo para no serinsultado o maltratado por esta gente implaca-ble. Mis probabilidades de éxito consisten enque las autoridades recientemente puestas porel jefe militar son todas amigas. Tomo de ellasmi fuerza moral y les intimido. No sé si meveré en el caso de cometer alguna acción vio-lenta; pero no se asuste usted, que el asalto ytoma de la casa es una pura y loca preocupa-ción feudal de su hermana de Vd. La casuali-dad me ha puesto en situación ventajosa. La ira,la pasión que arde en mí me impulsarán aaprovecharla. No sé hasta dónde iré».

17 de Abril.

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«La carta de Vd. me ha dado un gran con-suelo. Sí; puedo conseguir mi objeto, usandotan sólo los recursos de la ley, eficaces comple-tamente para esto. He consultado a las autori-dades de aquí y todas me confirman en lo queVd. me indica. Estoy contento. Ya que he incul-cado en el ánimo de mi prima la idea de la des-obediencia, que sea al menos al amparo de lasleyes sociales. Haré lo que usted me manda, esdecir, renunciaré a la colaboración un poco feade Pinzón; destruiré la solidaridad aterradoraque establecí con los militares; dejaré de enva-necerme con el poder de ellos; pondré fin a lasaventuras, y en el momento oportuno proce-deré con calma, prudencia y toda la benignidadposible. Mejor es así. Mi coalición, mitad seria,mitad burlesca, con el ejército ha tenido porobjeto ponerme al amparo de las brutalidadesde los orbajosenses y de los criados y deudosde mi tía. Por lo demás, siempre he rechazadola idea de lo que llamamos la intervención arma-da.

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»El amigo que me favorecía ha tenido quesalir de la casa, pero no estoy en completa in-comunicación con mi prima. La pobrecita de-muestra un valor heroico en medio de sus pe-nas, y me obedecerá ciegamente.

»Esté Vd. sin cuidado respecto a mi seguri-dad personal. Por mi parte nada temo, y estoymuy tranquilo».

20 de Abril.

«Hoy no puedo escribir más que dos líneas.Tengo mucho que hacer. Todo concluirá dentrode unos días. No me escriba Vd. más a este lu-garón. Pronto tendrá el gusto de abrazarle suhijo,

Pepe».

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-XXVIII-De Pepe Rey a Rosarito Polentinos

«Dale a Estebanillo la llave de la huerta yencárgale que cuide del perro. El muchachoestá vendido a mí en cuerpo y alma. No temasnada. Sentiré mucho que no puedas bajar, comola otra noche. Haz todo lo posible por conse-guirlo. Yo estaré allí después de media noche.Te diré lo que he resuelto y lo que debes hacer.Tranquilízate, niña mía, porque he abandonadotodo recurso imprudente y brutal. Ya te con-taré. Esto es largo y debe ser hablado. Me pare-ce que veo tu susto y congoja al considerarmetan cerca de ti. Pero hace ocho días que no te hevisto. He jurado que esta ausencia de ti con-cluirá pronto, y concluirá. El corazón me diceque te veré. Maldito sea yo si no te veo».

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-XXIX-El ojeo

Una mujer y un hombre penetraron despuésde las diez en la posada de la viuda de Cuzco, ysalieron de ella dadas las once y media.

-Ahora, señora doña María -dijo el hombre-,la llevaré a usted a su casa, porque tengo quehacer.

-Aguarde V., Sr. Ramos, por amor de Dios -repuso ella-. ¿Por qué no nos llegamos al Casi-no a ver si sale? Ya ha oído Vd... Esta tarde es-tuvo hablando con él Estebanillo, el chico de lahuerta.

-¿Pero Vd. busca a D. José? -preguntó elCentauro de muy mal humor-. ¿Qué nos im-porta? El noviazgo con doña Rosarito paródonde debía parar, y ahora no hay más reme-

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dio sino que la señora tiene que casarlos. Esa esmi opinión.

-Usted es un animal -dijo Remedios con en-fado.

-Señora, yo me voy.

-Pues qué, hombre grosero, ¿me va Vd. a de-jar sola en medio de la calle?

-Si Vd. no se va pronto a su casa, sí señora.

-Eso es... me deja Vd. sola, expuesta a ser in-sultada... Oiga Vd., Sr. Ramos. D. José saldráahora del Casino, como de costumbre. Quierosaber si entra en su casa o sigue adelante. Es uncapricho, nada más que un capricho.

-Yo lo que sé es que tengo que hacer, y van adar las doce.

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-Silencio -dijo Remedios-, ocultémonosdetrás de la esquina... Un hombre viene por lacalle de la Tripería alta. Es él.

-Don José... Le conozco en el modo de andar.

Se ocultaron y el hombre pasó.

-Sigámosle -dijo María Remedios con zozo-bra-. Sigámosle a corta distancia, Ramos.

-Señora...

-Nada más sino hasta ver si entra en su casa.

-Un minutillo nada más, doña Remedios.Después me marcharé.

Anduvieron como treinta pasos, a regulardistancia del hombre que observaban. La sobri-na del Penitenciario se detuvo al fin, y pronun-ció estas palabras.

-No entra en su casa.

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-Irá a casa del brigadier.

-El brigadier vive hacia arriba, y D. Pepe vahacia abajo, hacia la casa de la señora.

-¡De la señora! -exclamó Caballuco andandoa prisa.

Pero se engañaban; el espiado pasó por de-lante de la casa de Polentinos, y siguió adelan-te.

-¿Ve Vd. cómo no?

-Sr. Ramos, sigámosle -dijo Remedios opri-miendo convulsamente la mano del Centauro-.Tengo una corazonada.

-Pronto hemos de saberlo, porque el pueblose acaba.

-No vayamos tan a prisa... puede vernos...Lo que yo pensé, Sr. Ramos; va a entrar por lapuerta condenada de la huerta.

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-¡Señora, Vd. se ha vuelto loca!

-Adelante, y lo veremos.

La noche era oscura y no pudieron los ob-servadores precisar dónde había entrado elseñor de Rey; pero cierto ruido de bisagras mo-hosas que oyeron, y la circunstancia de no en-contrar al joven en todo lo largo de la tapia, lesconvencieron de que se había metido dentro dela huerta. Caballuco miró a su interlocutora conestupor. Parecía lelo.

-¿En qué piensa Vd...? ¿Todavía duda Vd.?

-¿Qué debo hacer? -preguntó el bravo llenode confusión-. ¿Le daremos un susto?... No sélo que pensará la señora. Dígolo porque estanoche estuve a verla, y me pareció que la ma-dre y la hija se reconciliaban.

-No sea Vd. bruto... ¿Por qué no entra Vd.?

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-Ahora me acuerdo de que los mozos arma-dos ya no están ahí, porque yo les mandé saliresta noche.

-Y aún duda este marmolejo lo que ha dehacer. Ramos, no sea Vd. cobarde y entre en lahuerta.

-¿Por dónde, si han cerrado la puertecilla?

-Salte Vd. por encima de la tapia... ¡Quépelmazo! Si yo fuera hombre...

-Pues arriba... Aquí hay unos ladrillos gas-tados por donde suben los chicos a robar fruta.

-Arriba pronto. Yo voy a llamar a la puertaprincipal para que despierte la señora, si es queduerme.

El Centauro subió, no sin dificultad. Montó acaballo breve instante sobre el muro, y despuésdesapareció entre la negra espesura de los árbo-les. María Remedios corrió desalada hacia la

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calle del Condestable, y cogiendo el aldabón dela puerta principal, llamó... llamó con toda elalma y la vida tres veces.

-XXX-Doña Perfecta

Ved con cuánta tranquilidad se consagra a laescritura la señora doña Perfecta. Penetrad ensu cuarto, apesar de lo avanzado de la hora, yla sorprenderéis en grave tarea, compartido suespíritu entre la meditación y unas largas yconcienzudas cartas que traza a ratos con segu-ra pluma y correctos perfiles. Dale de lleno enel rostro y busto y manos la luz del quinqué,cuya pantalla deja en dulce penumbra el restode la persona y la pieza casi toda. Parece unafigura luminosa evocada por la imaginación enmedio de las vagas sombras del miedo.

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Es extraño que hasta ahora no hayamoshecho una afirmación muy importante, y es queDoña Perfecta era hermosa, mejor dicho, eratodavía hermosa, conservando en su semblanterasgos de acabada belleza. La vida del campo,la falta absoluta de presunción, el no vestirse, elno acicalarse, el odio a las modas, el despreciode las vanidades cortesanas eran causa de quesu nativa hermosura no brillase o brillase muypoco. También la desmejoraba mucho la inten-sa amarillez de su rostro, indicando una fuerteconstitución biliosa.

Negros y rasgados los ojos, fina y delicada lanariz, ancha y despejada la frente, todo obser-vador la consideraba como acabado tipo de lahumana figura: pero había en aquellas faccio-nes cierta expresión de dureza y soberbia queera causa de antipatía. Así como otras personas,aun siendo feas, llaman, doña Perfecta desped-ía. Su mirar, aun acompañado de bondadosaspalabras, ponía entre ella y las personas extra-

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ñas la infranqueable distancia de un respetoreceloso; mas para las de casa, es decir, para susdeudos, parciales y allegados, tenía una singu-lar atracción. Era maestra en dominar, y nadiela igualó en el arte de hablar el lenguaje quemejor cuadraba a cada oreja.

Su hechura biliosa, y el comercio excesivocon personas y cosas devotas, que exaltaban sinfruto ni objeto su imaginación, la habían enve-jecido prematuramente, y, siendo joven, no loparecía. Podría decirse de ella que con sus hábi-tos y su sistema de vida se había labrado unacorteza, un forro pétreo, insensible, encerrán-dose dentro como el caracol (16) en su casa portá-til. Doña Perfecta salía pocas veces de su con-cha.

Sus costumbres intachables, y aquella bon-dad pública que hemos observado en ella desdeel momento de su aparición en nuestro relato,eran causa de su gran prestigio en Orbajosa.Sostenía además relaciones con excelentes da-

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mas de Madrid, y por este medio consiguió ladestitución de su sobrino. Ahora, en el momen-to presente de nuestra historia, la hallamos sen-tada junto al pupitre, que es el confidente únicode sus planes y el depositario de sus cuentasnuméricas con los aldeanos, y de sus cuentasmorales con Dios y la sociedad. Allí escribió lascartas que trimestralmente recibía su hermano;allí redactaba las esquelitas para incitar al juezy al escribano a que embrollaran los pleitos dePepe Rey, allí armó el lazo en que este perdierala confianza del Gobierno; allí conferenciabalargamente con D. Inocencio. Para conocer elescenario de otras acciones cuyos efectos hemosvisto, sería preciso seguirla al palacio episcopaly a varias casas de familias amigas.

No sabemos cómo hubiera sido doña Perfec-ta amando. Aborreciendo tenía la inflamadavehemencia de un ángel tutelar de la discordiaentre los hombres. Tal es el resultado produci-do en un carácter duro y sin bondad nativa por

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la exaltación religiosa, cuando esta, en vez denutrirse de la conciencia y de la verdad revela-da en principios tan sencillos como hermosos,busca su savia en fórmulas estrechas que sóloobedecen a intereses eclesiásticos. Para que lamojigatería sea inofensiva, es preciso que existaen corazones muy puros. Verdad es que aun eneste caso es infecunda para el bien. Pero loscorazones que han nacido sin la seráfica lim-pieza que establece en la tierra un Limbo pre-maturo, cuiden bien de no inflamarse muchocon lo que ven en los retablos, en los coros, enlos locutorios y en las sacristías, si antes no hanelevado en su propia conciencia un altar, unpúlpito y un confesonario.

La señora, dejando a ratos la escritura, pasa-ba a la pieza inmediata donde estaba su hija. ARosarito se le había mandado que durmiera,pero ella, precipitada ya por el despeñadero dela desobediencia, velaba.

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-¿Por qué no duermes? -le preguntó su ma-dre-. Yo no pienso acostarme en toda la noche.Ya sabes que Caballuco se ha llevado los hom-bres que teníamos aquí. Puede suceder cual-quier cosa, y yo vigilo... Si yo no vigilara, ¿quésería de ti y de mí?...

-¿Qué hora es? -preguntó la muchacha.

-Pronto será media noche... Tú no tendrásmiedo... pero yo lo tengo.

Rosarito temblaba, y todo indicaba en ella lamás negra congoja. Sus ojos se dirigían al cielo,como cuando se quiere orar; miraban luego asu madre, expresando un terror muy vivo.

-Pero, ¿qué tienes?

-¿Ha dicho Vd. que era media noche?

-Sí.

-Pues... ¿pero es ya media noche?

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Rosario quería hablar, sacudía la cabeza, en-cima de la cual se le había puesto un mundo.

-Tú tienes algo... a ti te pasa algo -dijo lamadre clavando en ella los sagaces ojos.

-Sí... quería decirle a Vd. -balbució la mu-chacha-, quería decir... Nada, nada, me dor-miré.

-Rosario, Rosario. Tu madre lee en tu co-razón como en un libro -exclamó doña Perfectacon severidad-. Tú estás agitada. Ya te he dichoque estoy dispuesta a perdonarte si te arrepien-tes; si eres una niña buena y formal.

-Pues qué, ¿no soy buena yo? ¡Ay, mamá,mamá mía, yo me muero!

Rosario prorrumpió en llanto congojoso ydolorido.

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-¿A qué vienen estos lloros? -dijo su madreabrazándola-. Si son las lágrimas del arrepen-timiento, benditas sean.

-Yo no me arrepiento, yo no puedo arrepen-tirme -gritó la joven con arrebato de desespera-ción que la puso sublime.

Irguió la cabeza, y en su semblante se pintósúbita, inspirada energía. Los cabellos le caíansobre la espalda. No se ha visto imagen máshermosa de un ángel dispuesto a rebelarse.

-¿Pero te vuelves loca o qué es esto? -dijodoña Perfecta poniéndole ambas manos sobrelos hombros.

-¡Me voy, me voy! -dijo la joven, expresán-dose con la exaltación del delirio.

Y se lanzó fuera del lecho.

-Rosario, Rosario... Hija mía... ¡Por Dios!¿Qué es esto?

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-¡Ay!, mamá, señora -exclamó la jovenabrazándose a su madre-. Áteme Vd.

-En verdad, lo merecías... ¿Qué locura es es-ta?

-Áteme Vd... Yo me marcho, me marcho conél.

Doña Perfecta sintió borbotones de fuegoque subían de su corazón a sus labios. Se con-tuvo, y sólo con sus ojos negros, más negrosque la noche, contestó a su hija.

-¡Mamá, mamá mía, yo aborrezco todo loque no sea él! -exclamó Rosario-. Óigame Vd.en confesión, porque quiero confesarlo a todos,y a Vd. la primera.

-Me vas a matar, me estás matando -murmuró la madre poniéndose lívida.

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-Yo quiero confesarlo, para que Vd. me per-done... Este peso, este peso que tengo encimano me deja vivir...

-¡El peso de un pecado!... Añádele encima lamaldición de Dios, y prueba a andar con esefardo, desgraciada... Sólo yo puedo quitártelo.

-No, Vd. no, Vd. no -gritó Rosario con de-sesperación-. Pero óigame Vd., quiero confesar-lo todo, todo... Después arrójeme Vd. de estacasa, donde he nacido.

-¡Arrojarte yo!...

-Pues me marcharé.

-Menos. Yo te enseñaré los deberes de hijaque has olvidado.

-Pues huiré; él me llevará consigo.

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-¿Te lo ha dicho, te lo ha aconsejado, te lo hamandado? -preguntó doña Perfecta, lanzandoestas palabras como rayos sobre su hija.

-Me lo aconseja... Hemos concertado casar-nos. Es preciso, mamá, mamá mía querida. Yola amaré a Vd... Conozco que debo amarla... Mecondenaré si no la amo.

Se retorcía los brazos y cayendo de rodillas,besó los pies a su madre...

-¡Rosario, Rosario! -exclamó doña Perfectacon terrible acento-. Levántate.

Hubo una pequeña pausa.

-¿Ese hombre te ha escrito?

-Sí.

-¿Le has visto después de aquella noche?

-Sí.

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-¡Y tú...!

-Yo también... ¡Oh!, señora. ¿Por qué me mi-ra usted así? Vd. no es mi madre.

-Ojalá no. Gózate en el daño que me haces.Me matas, me matas sin remedio -gritó la seño-ra con indecible agitación-. Dices que ese hom-bre...

-Es mi esposo... Yo seré suya, protegida porla ley... Vd. no es mujer... ¿Por qué me mira Vd.de ese modo que me hace temblar?... Madre,madre mía, no me condene Vd.

-Ya tú te has condenado: basta. Obedécemey te perdonaré... Responde: ¿cuándo recibistecartas de ese hombre?

-Hoy.

-¡Qué traición! ¡Qué infamia! -exclamó lamadre antes bien rugiendo que hablando-. ¿Es-perabais veros?

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-Sí.

-¿Cuándo?

-Esta noche.

-¿Dónde?

-Aquí, aquí. Todo lo confieso, todo. Sé que esun delito... Soy muy infame; pero Vd., Vd., quees mi madre, me sacará de este infierno. Con-sienta usted... Dígame Vd. una palabra, unasola.

-¡Ese hombre aquí, en mi casa! -gritó doñaPerfecta dando algunos pasos que parecíansaltos hacia el centro de la habitación.

Rosario la siguió de rodillas. En el mismoinstante oyéronse tres golpes, tres estampidos,tres cañonazos. Era el corazón de María Reme-dios que tocaba a la puerta, agitando la aldaba.La casa se estremecía con temblor pavoroso.Madre e hija se quedaron como estatuas.

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Bajó a abrir un criado, y poco después, en lahabitación de Doña Perfecta, entró María Re-medios, que no era mujer, sino un basiliscoenvuelto en un mantón. Su rostro encendidopor la ansiedad despedía fuego.

-Ahí está, ahí está -dijo al entrar-. Se ha me-tido en la huerta por la puertecilla condenada...

Tomaba aliento a cada sílaba.

-Ya entiendo -repitió doña Perfecta con unaespecie de bramido.

Rosario cayó exánime al suelo y perdió elconocimiento.

-Bajemos -dijo doña Perfecta sin hacer casodel desmayo de su hija.

Las dos mujeres se deslizaron por la escaleracomo dos culebras. Las criadas y el criado esta-ban en la galería sin saber qué hacer. Doña Per-

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fecta pasó por el comedor a la huerta, seguidade María Remedios.

-Afortunadamente tenemos ahí a Ca... Ca...Caballuco -dijo la sobrina del canónigo.

-¿Dónde?

-En la huerta también... Sal... sal... saltó latapia.

Doña Perfecta exploró la oscuridad con susojos llenos de ira. El rencor les daba la singularvidencia de la raza felina.

-Allí veo un bulto... -dijo-. Va hacia las adel-fas.

-Es él -gritó Remedios-. Pero allá apareceRamos... ¡Ramos!

Distinguieron perfectamente la colosal figu-ra del Centauro.

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-Hacia las adelfas... Ramos, hacia las adel-fas...

Doña Perfecta adelantó algunos pasos. Suvoz ronca, que vibraba con acento terrible, dis-paró estas palabras:

-Cristóbal, Cristóbal... ¡mátale!

Oyose un tiro.

Después otro.

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-XXXI-FINAL

De D. Cayetano Polentinos a un su amigo deMadrid

Orbajosa 21 de Abril.

«Querido amigo: Envíeme Vd. sin tardanzala edición de 1622 que dice ha encontrado entrelos libros de la testamentaría de Corchuelo.Pago ese ejemplar a cualquier precio. Hacetiempo que lo busco inútilmente, y me tendrépor mortal venturosísimo poseyéndolo. Ha dehallar Vd. en el colophon un casco con emblemasobre la palabra Tractado, y la segunda X de lafecha MDCXXII ha de tener el rabillo torcido. Sien efecto, concuerdan estas señas con el ejem-plar, póngame Vd. un parte telegráfico, porqueestoy muy inquieto... aunque ahora me acuerdode que el telégrafo, con motivo de estas impor-

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tunas y fastidiosas guerras, no funciona. A co-rreo vuelto espero la contestación.

»Pronto, amigo mío, pasaré a Madrid conobjeto de imprimir este tan esperado trabajo delos Linajes de Orbajosa. Agradezco a Vd. su be-nevolencia, mi querido amigo; pero no puedoadmitirla en lo que tiene de lisonja. No merecemi trabajo, en verdad, los pomposos calificati-vos con que Vd. lo encarece; es obra de pacien-cia y estudio, monumento tosco, pero sólido ygrande, que elevo a las grandezas de mi amadapatria. Pobre y feo en su hechura, tiene de no-ble la idea que lo ha engendrado, la cual no esotra que convertir los ojos de esta generacióndescreída y soberbia hacia los maravillososhechos y acrisoladas virtudes de nuestros ante-pasados. ¡Ojalá que la juventud estudiosa denuestro país diera este paso a que con todasmis fuerzas la incito! ¡Ojalá fueran puestos enperpetuo olvido los abominables estudios yhábitos intelectuales introducidos por el desen-

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freno escolástico y las erradas doctrinas! ¡Ojaláse emplearan exclusivamente nuestros sabiosen la contemplación de aquellas gloriosas eda-des, para que, penetrados de la sustancia ybenéfica savia de ellas los modernos tiempos,desapareciera este loco afán de mudanzas yesta ridícula manía de apropiarnos ideas extra-ñas, que pugnan con nuestro primoroso orga-nismo nacional! Temo mucho que mis deseosno se vean cumplidos, y que la contemplaciónde las perfecciones pasadas quede circunscritaal estrecho círculo en que hoy se halla, entre eltorbellino de la demente juventud que corredetrás de vanas utopíasy bárbaras novedades.¡Cómo ha de ser, amigo mío! Creo que dentrode algún tiempo ha de estar nuestra pobre Es-paña tan desfigurada, que no se conocerá ellamisma ni aun mirándose en el clarísimo espejode su limpia historia.

»No quiero levantar mano de esta carta sinparticipar a Vd. un suceso desagradable; la

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desastrosa muerte de un estimable joven muyconocido en Madrid, el ingeniero de caminos D.José de Rey, sobrino de mi cuñada. Acaeció estetriste suceso anoche en la huerta de nuestracasa, y aún no he formado juicio exacto sobrelas causas que pudieron arrastrar al desgracia-do Rey a esta horrible y criminal determina-ción. Según me ha referido Perfecta esta maña-na cuando volví de Mundo Grande, Pepe Rey aeso de las doce de la noche, penetró en la huer-ta de esta casa y se pegó un tiro en la sien dere-cha, quedando muerto en el acto. Figúrese us-ted la consternación y alarma que se produciríaen esta pacífica y honrada mansión. La pobrePerfecta se impresionó tan vivamente, que noshemos asustado; pero ya está mejor, y esta tar-de hemos logrado que tome un sopicaldo. Em-pleamos todos los medios de consolarla, y co-mo es buena cristiana, sabe soportar con edifi-cante resignación las mayores desgracias.

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»Acá para entre los dos, amigo mío, diré austed, que en el terrible atentado del joven Reycontra su propia existencia, debió influir gran-demente una pasión contrariada, tal vez losremordimientos por su conducta y el estado dehipocondría amarguísima en que se encontrabasu espíritu. Yo le apreciaba mucho; creo que nocarecía de excelentes cualidades; pero aquí es-taba tan mal estimado, que ni una sola vez oíhablar bien de él. Según dicen, hacía alarde deideas y opiniones extravagantísimas; burlábasede la religión; entraba en la iglesia fumando ycon el sombrero puesto; no respetaba nada ypara él no había en el mundo pudor, ni virtu-des, ni alma, ni ideal, ni fe, sino tan sólo teodo-litos, escuadras, reglas, máquinas, niveles, picosy azadas. ¿Qué tal? En honor de la verdad, de-bo decir, que en sus conversaciones conmigo,siempre disimuló tales ideas, sin duda pormiedo a ser destrozado por la metralla de misargumentos; pero de público se refieren de él

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mil cuentos de herejías estupendas y desafue-ros.

»No puedo seguir, querido, porque en estemomento siento tiros de fusilería. Como no meentusiasman los combates, ni soy guerrero, elpulso me flaquea un tantico. Ya le impondrá aVd. de algunos pormenores de esta guerra, suafectísimo, etc., etc.».

22 de Abril.

«Mi inolvidable amigo: Hoy hemos tenidouna sangrienta refriega en las inmediaciones deOrbajosa. La gran partida levantada en Villa-horrenda ha sido atacada por las tropas congran coraje. Ha habido muchas bajas por una yotra parte. Después se dispersaron los bravosguerrilleros; pero van muy envalentonados, yquizá oiga Vd. maravillas. Mándalos, a pesarde estar herido en un brazo, no se sabe cómo nicuándo, Cristóbal Caballuco, hijo de aquelegregio Caballuco que usted conoció en la pa-

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sada guerra. Es el caudillo actual hombre degrandes condiciones para el mando, y ademáshonrado y sencillo. Como al fin hemos de pre-senciar un arreglito amistoso, presumo queCaballuco será general del ejército español, conlo cual uno y otro ganarán mucho.

»Yo deploro esta guerra, que va tomandoproporciones alarmantes; pero reconozco quenuestros bravos campesinos no son responsa-bles de ella, pues han sido provocados al cruen-to batallar por la audacia del Gobierno, por ladesmoralización de sus sacrílegos delegados,por la saña sistemática con que los representan-tes del Estado atacan lo más venerando queexiste en la conciencia de los pueblos, la fe reli-giosa y el acrisolado españolismo, que por for-tuna se conservan en lugares no infestados aúnde la asoladora pestilencia. Cuando a un pue-blo se le quiere quitar su alma para infundirleotra; cuando se le quiere descastar, digámosloasí, mudando sus sentimientos, sus costumbres,

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sus ideas, es natural que ese pueblo se defien-da, como el que en mitad de solitario camino seve asaltado de infames ladrones. Lleven a lasesferas del Gobierno el espíritu y la salutíferasustancia de mi obra de los Linajes (perdónemeVd. la inmodestia), y entonces no habrá gue-rras.

»Hoy hemos tenido aquí una cuestión muydesagradable. El clero, amigo mío, se ha nega-do a enterrar en sepultura sagrada al infelizRey. Yo he intervenido en este asunto, impe-trando del señor obispo que levantara anatemade tanto peso; pero nada se ha podido conse-guir. Por fin hemos empaquetado el cuerpo deljoven en un hoyo que se hizo en el campo deMundo-Grande, donde mis pacienzudas explo-raciones han descubierto la riqueza arqueológi-ca que Vd. conoce. He pasado un rato muy tris-te, y aún me dura la penosísima impresión querecibí. D. Juan Tafetán y yo somos los únicosque acompañaron el fúnebre cortejo. Poco des-

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pués fueron allá (cosa rara) esas que llamanaquí las Troyas, y rezaron largo rato sobre larústica tumba del matemático. Aunque estoparecía una oficiosidad ridícula, me conmovió.

»Respecto de la muerte de Rey, corre por elpueblo el rumor de que fue asesinado. No sesabe por quién. Aseguran que él lo declaró así,pues vivió como hora y media. Guardó secreto,según dicen, respecto a quién fue su matador.Repito esta versión sin desmentirla ni apoyarla.Perfecta no quiere que se hable de este asunto,y se aflige mucho siempre que lo tomo en boca.

»La pobrecita, apenas ocurrida una desgra-cia, experimenta otra que a todos nos contristamucho. Amigo mío, ya tenemos una nuevavíctima de la funestísima y rancia enfermedadconnaturalizada en nuestra familia. La pobreRosario, que iba saliendo adelante, gracias anuestros cuidados, está ya perdida de la cabe-za. Sus palabras incoherentes, su atroz delirio,su palidez mortal, recuérdanme a mi madre y

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hermana. Este caso es el más grave que he pre-senciado en mi familia, pues no se trata demanías, sino de verdadera locura. Es triste,tristísimo, que entre tantos, yo sea el único queha logrado escapar, conservando mi juicio sanoy entero, y totalmente libre de ese funesto mal.

»No he podido dar sus expresiones de Vd. adon Inocencio, porque el pobrecito se nos hapuesto malo de repente y no recibe a nadie, nipermite que le vean sus más íntimos amigos.Pero estoy seguro de que le devuelve a Vd. susrecuerdos, y no dude que pondrá mano al ins-tante en la traducción de varios epigramas lati-nos que Vd. le recomienda... Suenan tiros otravez. Dicen que tendremos gresca esta tarde. Latropa acaba de salir».

Barcelona 1. de Junio.

«Acabo de llegar aquí después de dejar a misobrina Rosario en San Baudilio de Llobregat.El director del establecimiento me ha asegura-

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do que es un caso incurable. Tendrá, sí, unaasistencia esmeradísima en aquel grandioso yalegre manicomio. Mi querido amigo, si algunavez caigo yo también, llévenme a San Baudilio.Espero encontrar a mi vuelta pruebas de losLinajes. Pienso añadir seis pliegos, porque seríagran falta no publicar las razones que tengopara sostener que Mateo Díez Coronel, autordel Métrico Encomio, desciende por la línea ma-terna de los Guevaras y no de los Burguillos,como ha sostenido erradamente el autor de laFloresta amena.

»Escribo esta carta principalmente parahacerle a Vd. una advertencia. He oído aquí avarias personas hablar de la muerte de PepeRey, refiriéndola tal como sucedió efectivamen-te. Yo revelé a Vd. este secreto cuando nos vi-mos en Madrid, contándole lo que supe algúntiempo después del suceso. Extraño mucho queno habiéndolo dicho yo a nadie más que a Vd.,lo cuenten aquí con todos sus pelos y señales,

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explicando cómo entró en la huerta, cómo des-cargó su revólver sobre Caballuco cuando vioque este le acometía con la navaja, cómo Ramosle disparó después con tanto acierto que le dejóen el sitio... En fin, mi querido amigo, por siinadvertidamente ha hablado de esto con al-guien, le recuerdo que es un secreto de familia,y con esto basta para una persona tan prudentey discreta como usted.

»Albricias, albricias. En un periodiquín heleído que Caballuco ha derrotado al brigadierBatalla».

Orbajosa 12 de Diciembre.

«Perfecta me encarga muchas expresionespara usted. Se ha reído mucho con la especiotade su casamiento. La verdad es que en nuestropueblo se dice también. Ella lo niega, y ríe mu-cho cuando se le dice. En caso de que esto tengavisos de formalidad, yo le negaré mi aproba-ción, porque Jacinto tiene veintidós años menos

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que ella, y aunque Perfecta se conserva muybien y ahora ha echado carnes y se ha puestomuy guapa, no creo que tal unión pueda serprovechosa. Si he de decir la verdad, no veo alchico muy entusiasmado. Su madre doña MaríaRemedios es la que me parece que se dejaríacortar ambas orejas porque este ante-proyectofuese siquiera proyecto.

»Una sensible noticia tengo que dar a Vd. Yano tenemos Penitenciario, no precisamenteporque haya pasado a mejor vida, sino porqueel pobrecito está desde el mes de Abril tanacongojado, tan melancólico, tan taciturno queno se le conoce. Ya no hay en él ni siquiera de-jos de aquel humor ático, de aquella jovialidadcorrecta y clásica que le hacía tan amable. Huyede la gente, se encierra en su casa, no recibe anadie, apenas toma alimento, y ha roto todaclase de relaciones con el mundo. Si le viera Vd.no le conocería, porque se ha quedado en lospuros huesos. Lo más particular es que ha reñi-

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do con su sobrina, y vive solo, enteramente soloen una casucha del arrabal de Baidejos. Ahoradice que renuncia su silla en el coro de la cate-dral y se marcha a Roma. ¡Ay! Orbajosa pierdemucho, perdiendo a su gran latino. Me pareceque pasarán años tras años y no tendremosotro. Nuestra gloriosa España se acaba, se ani-quila, se muere».

Orbajosa 23 de Diciembre.

«Mi carísimo amigo: escribo a Vd. a todaprisa para decirle que no puedo remitir hoy laspruebas. Acaba de suceder en mi casa una des-gracia espantosa... Me llaman... Tengo que acu-dir... No sé lo que es de mí.

»Era cierto el proyecto de casamiento de Ja-cinto con mi cuñada. Esta mañana estaban to-dos en casa. Se había matado el cerdo para lasPascuas. Las mujeres se ocupaban en las alegresfaenas de estos días, y viera Vd. allí a Perfectacon media docena de sus amigas y criadas,

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ocupándose en limpiar la carne para el adobo,en picarla para los chorizos, en preparar todo loconcerniente al interesante tratado de las morci-llas. Entró Jacinto, acercose al grupo, resbaló enuna piltrafa y cayó... ¡Horrible suceso que, porlo monstruoso, no parece verdad!... El infelizmuchacho cayó violentamente sobre su madreMaría Remedios, que tenía un gran cuchillo enla mano. Por un mecanismo fatal, el arma seenvasó en el pecho del joven, atravesándole elcorazón.

»Estoy consternado... ¡Esto es espantoso!...Mañana irán las pruebas... Añadiré otros dospliegos, porque he descubierto un nuevo orba-josense ilustre. Bernardo Armador de Soto, quefue espolique del duque de Osuna, le sirviódurante la época del virreinato de Nápoles yaun hay indicios de que no hizo nada, absolu-tamente nada en el complot contra Venecia».

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-XXXII-Esto se acabó. Es cuanto por ahora podemos

decir de las personas que parecen buenas y nolo son.

FIN DE LA NOVELA

Madrid.- Abril de 1876.