Diego Gracia - dragonesrojosblog.files.wordpress.com · que tenemos que postular con el...

59
Diego Gracia Construyendo valores Madrid, 2013

Transcript of Diego Gracia - dragonesrojosblog.files.wordpress.com · que tenemos que postular con el...

Diego Gracia

Construyendo valores

Madrid, 2013

COLECCIÓN LOGOS N.º 7

Construyendo valores 1.ª edición, Madrid, Triacastela, 2013

© Textos: Diego Gracia

© Edición: Editorial Triacastela, 2013

Antonio Palomino 8, 5.º izda.28015 [email protected]

ISBN: 978-84-95840-76-9

Deposito legal:

Impresión:

Sumario

Prólogo ..................................................................................... 13

La construcción de los valores ................................................. 29Primera tesis: el intuicionismo axiológico ............................... 30Segunda tesis: el subjetivismo axiológico ............................... 39Tercera tesis: el constructivismo axiológico ............................ 57

Valores de la crisis, crisis de valores ........................................ 83El diagnóstico de la crisis ........................................................ 83Valor y precio ........................................................................... 91Hechos, valores, deberes ........................................................ 124De la teoría a la práctica: ¿pero cuánto vale un piso? ............ 141¿Por dónde empezar? ............................................................. 158

¿Es la dignidad un concepto inútil? ....................................... 165Dignitas, decentia, decorum .................................................. 166El sentido clásico de dignitas: Cicerón .................................. 168La dignitas «a lo divino»: la Edad Media .............................. 172El Renacimiento: Pico della Mirandola y Pérez de Oliva ..... 174El debate sobre la dignidad o miseria del ser humano ........... 178La dignidad, condición inherente al ser humano: Kant ......... 179Dignidad y derechos humanos ............................................... 182

CONSTRUYENDO VALORES8

Sobre los llamados valores espirituales ................................. 187En los orígenes de la espiritualidad occidental ...................... 187Religión y espiritualidad ........................................................ 190Los valores espirituales .......................................................... 191Espiritualidad y vida humana ................................................ 194La ayuda espiritual ................................................................. 198A modo de conclusión .......................................................... 199

Construyendo la salud ............................................................ 203Construyendo, que es gerundio .............................................. 203La construcción de los valores ............................................... 205Construyendo la salud ............................................................ 208

Repensar la hospitalidad ........................................................ 211Un mundo secularizado ......................................................... 211Los dos discursos sobre la hospitalidad ................................. 214La hospitalidad como valor y su comprensión ...................... 215El valor de la hospitalidad y su promoción ............................ 218¿Cómo pensar y hablar hoy del valor de la hospitalidad? ..... 220Conclusión ............................................................................. 223

Ética profesional y ética institucional: entre la colaboración y el conflicto  ............................................................................... 225

Un poco de historia ................................................................ 225El porqué y las consecuencias del cambio ............................. 227Valor y precio ......................................................................... 229Profesiones y oficios  .............................................................. 231¿Y qué debemos hacer? ......................................................... 232Dos valores y una misma lógica ............................................ 233

Misión de la Universidad ....................................................... 237Con Ortega, sobre la misión de la Universidad ..................... 237La misión de la Universidad clásica ...................................... 240La misión de la Universidad moderna ................................... 241La Universidad moderna entra en crisis: el siglo XX ............ 243La enseñanza en la Universidad antigua: el modelo dogmático

o impositivo ........................................................................ 246

9SUMARIO

La enseñanza en la Universidad moderna: el modelo neutral o descriptivo ........................................................................... 247

Los valores y la ciencia .......................................................... 249De la selección natural a la elección humana ........................ 252Naturaleza y cultura ............................................................... 253Formación técnica y formación humana ................................ 254La formación técnica y los valores instrumentales ................ 255La formación humana y los valores intrínsecos ..................... 256Los valores intrínsecos en la formación profesional ............. 257Los valores intrínsecos y la ética profesional ........................ 261La deliberación y la prudencia ............................................... 262Volviendo al principio ............................................................ 263

Referencias bibliográficas  ...................................................... 267

La construcción de los valores

De los dos términos que componen el título de esta ponencia, el se-gundo lo entendemos, más o menos, todos, o al menos sabemos de qué va. Pero lo que resulta infrecuente es hablar de su construcción, y aún menos en el sentido fuerte en que aquí se toma esa palabra, para significar no solo que a través de nuestras acciones realizamos o plas-mamos valores (por ejemplo, el pintor plasma el valor belleza cuando pinta un buen cuadro), sino que los valores en sí, que ellos mismos son resultado de un proceso constructivo; que están construidos. Por tanto, la construcción no tiene aquí sentido operativo sino constituti-vo; no es que haya valores y luego los plasmemos a través de nues-tras acciones, es que los propios valores son el resultado de procesos de construcción llevados a cabo por los seres humanos.

Esta tesis fuerte, o este constructivismo fuerte, se diferencia y en buena medida se opone a las dos teorías del valor que se han llevado el gato al agua a lo largo de la mayor parte de la cultura occidental. Una, la más clásica, es la intuicionista. Y la otra, típica de la moder-nidad, es la subjetivista. De tal modo que todas las explicaciones que se han dado a lo largo de la historia sobre qué son los valores pueden reducirse a estas tres, la intuicionista, la subjetivista y la constructi-vista. Simplificando, simplificando, cabría denominar a la primera la 

CONSTRUYENDO VALORES30

antigua, a la segunda la moderna y a esta tercera la contemporánea, o quizá mejor la actual.

Primera tesis: el intuicionismo axiológico

En primer lugar, la doctrina intuicionista del valor. Es la más clásica y también la que ha reinado por más tiempo en la historia de la filoso-fía. En uno de los diálogos platónicos más conocidos y leídos a todo lo largo de la historia de Occidente, el Fedón, se produce este diálogo entre Sócrates y Cebes:

—Vayamos, pues, ahora —dijo Sócrates— hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio antes. La entidad (ousía) misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de otra? Lo igual en sí, lo bello en sí, lo que cada cosa es en realidad (tò ón), ¿admite alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspecto único en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condicio-nes, y nunca en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna?—Es necesario –dijo Cebes— que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates.—¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo per-sonas o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejan-tes, o de cosas iguales, o de todas aquellas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrario a aquellas, ni son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún modo son idénticas?—Así son, a su vez —dijo Cebes—, estas cosas: jamás se presentan de igual modo.—¿No es cierto que estas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los demás sentidos, mientras que a las que se mantienen idénticas no es posible captarlas jamás con ningún otro medio, sino con el razona-miento de la dianoía, ya que tales entidades son invisibles y no son objetos de la mirada?—Por supuesto dices verdad —contestó.

31LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

—Admitiremos entonces, ¿quieres? —dijo—, dos clases de seres (dúo eíde tôn ónton), la una visible, la otra invisible.—Admitámoslo también —contestó.—¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visi-ble jamás se mantiene en la misma forma?—También esto —dijo— lo admitiremos.

(Fedon 78 d - 79 a. Platón, 2008, 68).

No podemos ni imaginar la importancia que este texto ha tenido en la historia del pensamiento, más diría yo, en la vida de las personas de Occidente, e incluso la que sigue teniendo ahora. La gente lee hoy poco, pero ha leído mucho menos en épocas pasadas. Y ello por va-rias razones. En primer lugar, porque la mayor parte no sabía leer. Pero incluso para los letrados o literatos, el número de libros a su alcance era reducidísimo, mínimo. De lo que se deduce que la cul-tura occidental se ha nutrido de unas docenas de libros, muy pocos. Pues bien, entre esos pocos libros se encontraban varios diálogos de Platón, entre ellos y en un lugar muy destacado, este, el Fedón. En las bibliotecas medievales estaba, en primer lugar, el libro sagrado, el libro de los libros, la Biblia, y luego estaban los análisis y comen-tarios a ella. Como es bien sabido, la literatura cristiana de los ocho primeros siglos de la Iglesia se conoce con el nombre de «patrística», y según que esté escrita en griego o en latín, constituye la patrística griega o la latina. Pues bien, la patrística griega utiliza ampliamente a Platón y al neoplatonismo en la interpretación de los textos bíblicos. Y de la latina, baste decir que su máximo representante es Agustín de Hipona, habla de Platón en estos términos: Vir excellentis ingenii et eloquio Platoni quidem impar (De Civ Dei VIII, 12. Agustín de Hipona, 1845, 237).

Tras esto, uno pensaría que las obras de Platón son parte nuclear de las bibliotecas medievales. Pero no es así. De hecho, los diálogos platónicos no se recuperan más que en el siglo XV. A lo largo de la Edad Media solo se conocen algunos, muy pocos. ¿Cuáles? Dos: el Timeo y el Fedón, que es del que estamos hablando. Sin este diálogo no cabe explicar la historia de nuestra cultura, y muy en primer tér-mino sin el párrafo que acabo de citar. Y ello porque en él se plantea el problema central del pensamiento platónico, y también el que más

CONSTRUYENDO VALORES32

interesaba a los pensadores cristianos: que existen dos mundos, este, que en el fondo no es más que de sombras, no de realidades, y el otro, que se halla en otra dimensión, y en el que se encuentran las realida-des perfectas, las ideas puras, que no vemos por los sentidos, pero que tenemos que postular con el razonamiento, ya que sin ellas, que permanecen fijas, puesto que son inmutables, necesarias y eternas, no es posible comprender el movimiento y la caducidad de las de aquí. Para explicar esto, Platón acude, precisamente, a un valor, la belleza, y dice que tiene que existir lo «bello en sí» (autò tò kalón) como canon o paradigma de las cosas que consideramos bellas, un caballo, un vestido, porque por más que todas nos parezcan bellas, no pensa-mos que sean la belleza. Hay, pues, una «belleza en sí», autónoma e independiente de la belleza de todas las cosas que vemos y tocamos y fundamento suyo. Cuando pintamos un cuadro o hacemos un ves-tido, plasmamos en ellos más o menos belleza, pero no confundimos esta con lo que es la belleza en sí. Esa plasmación, por tanto, tiene carácter meramente consecutivo u operativo, no constitutivo. Vuelvo al principio. Esta ha sido la teoría de mayor vigencia en la historia de nuestra cultura: los valores son realidades en sí, entidades sus-tantivas, que luego, operativamente, vamos plasmando en las cosas. Los jueces administran justicia, pero a nadie se le ocurriría identificar esa justicia con la justicia, entre otras cosas, porque sus sentencias pueden parecernos injustas, lo cual quiere decir que hay un criterio o paradigma de justicia previo a la justicia del juez, hasta el punto de que el juez no solo no crea o construye la justicia, sino que tiene que someterse a ella. La justicia es un valor que no se identifica con las justicias concretas y que nos sirve de canon o vara de medida para juzgar estas. Cuando vemos un acto de barbarie reaccionamos dicien-do que hacer eso es injusto, que no debería suceder. Lo justo no está construido sino intuido. Eso que se intuye es lo que Platón llamó una idea pura. Cada valor es una idea pura.

Se comprende que esta teoría hiciera furor en las tres religiones del libro, la judía, la cristiana y la musulmana, que no tardaron nada en identificar esos paradigmas con las llamadas ideas divinas. Las ideas puras de Platón se convierten en los teólogos medievales en ideas divi-nas. Y como esas tres religiones son creacionistas, resulta que al crear el mundo Dios plasma en él esas ideas, puesto que lo ha diseñado con

33LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

ellas. Ese es el concepto de «ideas ejemplares» o de «ejemplarismo», ubicuo en toda la tradición latina a partir de Agustín de Hipona. Lo que hoy llamamos valores se identifica, pues, con esas ideas divinas.

He querido exponer la lógica interna de esta postura, porque solo a partir de ella resultan comprensibles las consecuencias que necesa-riamente se siguieron, y que tanta repercusión iban a tener en la vida de los occidentales. Si los valores o las ideas son divinos, y en tanto que tales inmutables, necesarios y eternos, y lo que el ser humano tie-ne que hacer en su vida es actuar de acuerdo con ellos, es obvio que el objetivo de la ética no puede ser otro que adecuar la vida y la acti-vidad de los seres humanos a esos paradigmas, que no solo tienen ca-rácter canónico (eso significa paradigma) sino también deontológico. Esto quiere decir que mandan, y que mandan categóricamente; son, por consiguiente, «leyes», tienen fuerza de ley. En tanto que criterios o cánones directamente emanados de Dios, como en la tradición ju-deocristiana son los mandamientos de Moisés, son «ley divina»; y en tanto que se expresan en las obras de la creación, son «ley natural». La ley natural y la ley divina son las expresiones de ese mundo de ideas puras a que aludía Platón en el párrafo citado.

A partir de aquí, las consecuencias surgen a raudales. Una prime-ra, fundamental, es que no solo hay valores positivos y valores nega-tivos, sino que hay valores verdaderos y valores falsos. No todos los valores son iguales. Hay, ciertamente, personas que no coinciden con esas valoraciones que se consideran inmutablemente verdaderas, y por tanto de ley divina y de ley natural. Platón se plantea este proble-ma en el otro diálogo que circuló por toda la Edad Media, el Timeo. Es un tema que ya viene de Sócrates, y que ha pasado a la historia con el nombre de paradoja socrática. Se trata de que nadie puede no querer aquello que ve como valioso. De donde resulta que quien de-cide algo incorrecto o hace algo malo, no es por mala voluntad sino por una percepción inadecuada del valor en juego. De lo que conclu-ye Platón que hay, por similitud con las enfermedades del cuerpo, en-fermedades del alma, que no dejan percibir adecuadamente las ideas puras, es decir, los valores. Por tanto,

el desenfreno sexual es una enfermedad del alma que en gran parte se origina por las propiedades de una única sustancia que fluye libre-

CONSTRUYENDO VALORES34

mente en el cuerpo y lo irriga gracias a la porosidad de los huesos. Asimismo, casi todo lo que se dice de la incontinencia en los placeres y lo que se recrimina a los malos, como si lo fueran voluntariamente, es un reproche que se hace de manera incorrecta, ya que nadie es malo voluntariamente sino que el malo se vuelve malo a causa de al-guna disposición maligna del cuerpo y de una educación inadecuada, puesto que para todos estas cosas son odiosas y suceden de manera involuntaria. (Tim 86 d-e. Platón, 2010, 357)

Dicho más simplemente, todo el que se desvía en la percepción de los valores es y debe ser considerado un enfermo, bien del cuerpo, bien del alma. En ambos casos tiene que ser reconducido a la salud, o voluntariamente, a través de la persuasión, o por la fuerza. Las en-fermedades son contagiosas, se extienden y acaban destruyendo no solo la vida del cuerpo orgánico sino también la del cuerpo social y la del alma, la vida espiritual. Por eso hay que aplicarles una cura drástica, radical. Tomás de Aquino se pregunta en la Suma teológica si se puede forzar a los infieles a abrazar la fe. Y dice que no, porque infieles son aquellos que nunca han conocido la fe, y que como la fe tiene que ser voluntaria, no pueden ser forzados. Pero inmediatamen-te añade dos salvedades. Primera, que esos infieles actúen incorrecta-mente, se conviertan en un mal ejemplo para los cristianos o impidan el ejercicio y la propagación de la fe cristiana, porque entonces sí se les puede  combatir. Y  segunda, que no  se  trate de  infieles,  sino de herejes y apóstatas, y por tanto de personas que ya han conocido la fe y han abdicado de ella. Con estos no tiene misericordia, de tal modo que se les puede obligar por la fuerza a que cumplan lo que prometie-ron y se atengan a lo que en otro tiempo asumieron (S.Th. 2-2 q. 10, a. 8. Tomás de Aquino, 1961-5, III, 73-4). Sin esto no se entienden las prácticas coactivas de las iglesias durante tantos y tantos siglos. Quizá conviene recordar que el nombre de inquisición viene del latín inquisitio haereticae pravitatis, la búsqueda activa y el castigo o la persecución de la depravación de los herejes. También cabe recordar que los máximos inquisidores fueron dominicos, la orden a la que perteneció Tomás de Aquino.

En la teoría clásica sobre los valores, por tanto, estos son objeti-vos, absolutos y autoevidentes para todo ser humano, de modo que

35LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

quien no los ve así es por enfermedad o por mala educación, y en ambos casos debe ser reconducido al buen camino, por las buenas o por las malas. Solo hay un sistema de valores, al cual todos los seres humanos tienen que adecuar su conducta; es el «monismo axiológi-co». Aquí no hay espacio para la libertad individual o la autonomía moral es decir, para el pluralismo. Lo que se impone es la más estric-ta obediencia a esas leyes emanadas de arriba y que el ser humano no es quien para juzgar sino solo para acatar. Aquí no hay espacio para la deliberación. Lo que la ley divina y la ley natural expresan son preceptos, praecepta. Frente a ellos están los llamados consilia, consejos (evangélicos), que sí quedan a la decisión de los individuos particulares. Es interesante señalar que consilium fue la traducción latina más usual en la Edad Media y en la cultura cristiana del térmi-no griego boúleusis, que significa deliberación. Sobre los preceptos no se delibera. Ahí no cabe más que la obediencia. Se trata de man-datos absolutos, que todo el mundo debe ver y cumplir estrictamente. Como dice Tomás de Aquino, praecepta decalogi sunt omnino indis-pensabilia (S Th 1-2, q.100, a.8. Tomás de Aquino, 1961-5, II, 661).

Cuando Platón reflexionaba sobre los valores, o sobre las ideas en sí, tenía en mente algunas, como la de bien o la belleza. De hecho, en la cultura griega no se le ocurrió a nadie pensar que entre ellas estuviera la de un dios determinado. No en vano la cultura griega era politeísta, y los distintos dioses coexistían sin mayor problema. Pablo de Tarso se hace eco de esto cuando predica en el areópago de Ate-nas, hasta el punto de que dice a los atenienses:

Veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sa-grados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: al dios desconocido. (Act 17, 22-23)

Y es que el exclusivismo religioso no viene de Grecia sino de Israel. El Dios de los judíos es celoso y exclusivista, de modo que exige que se luche contra todos los otros dioses, incluso contra sus imágenes.

Observa bien lo que hoy te mando. He aquí que voy a expulsar de-lante de ti al amorreo, al cananeo, al hitita, al perezeo, al jiveo y el

CONSTRUYENDO VALORES36

yebuseo. Guárdate de hacer pacto con los habitantes del país en que vas a entrar, para que no sean un lazo en medio de ti. Al contrario, destruiréis sus altares, destrozaréis sus estelas y romperéis sus cipos. No te postrarás ante ningún otro dios, pues Yahvéh se llama Celoso, es un Dios celoso. No hagas pacto con los moradores de aquella tie-rra, no sea que cuando se prostituyan con sus dioses y les ofrezcan sacrificios, te inviten a ti y tú comas de sus sacrificios; y no sea que tomes sus hijas para tus hijos, y que al prostituirse sus hijas con sus dioses, hagan también que tus hijos se prostituyan con los dioses de ellas. (Ex 24, 11-16)

El dios de Israel es incompatible con los demás dioses. Esto es lo que ha hecho que algunos autores califiquen a  la  judía de «contra-rreligión». En cualquier caso, es lo cierto que ella llegó al Occidente y encontró en la filosofía griega un magnífico aliado. Lo que Platón decía de valores como la belleza en sí o la justicia en sí, de los que participan las cosas de este mundo en más o en menos, podía ahora aplicarse a otro valor, el religioso. De tal modo que había una deidad en sí, un Dios verdadero, que era el judío en unos casos, y el cristiano en otros, pero todos los demás dioses eran falsos, o, a lo más, som-bras imperfectas del único y verdadero Dios. Es la tesis de los pa-dres apologistas, en especial de Justino, cuando llama a los cristianos «ateos», porque no creen en los otros dioses («nosotros confesamos que somos ateos en lo que se refiere a los dioses, pero no con respec-to al más grande verdadero Dios») (1 Apología 6. Justino, 1979, 187) y afirma que «todo lo que ellos [los paganos, entiéndase, los griegos] han dicho correctamente nos pertenece a nosotros, los cristianos» (2 Apología 13. Justino, 1979, 277). Consecuencia: de igual modo que hay una justicia en sí y una belleza en sí, hay una divinidad en sí y esta es la cristiana. Afirmar que las otras lo sean de algún modo o en algún sentido es erróneo y se debe, de acuerdo con el diagnóstico de Platón, a enfermedad o a malos hábitos. En cualquiera de los dos casos, necesita ser perseguido y erradicado. De lo que se deduce que esta primera teoría sobre el valor, la que hemos llamado intuicionis-ta, es incompatible con cualquier forma de pluralismo. Los valores son autoevidentes, y cuando no se ven así tiene que ser, como afirma Pablo en la carta a los romanos, por «la concupiscencia de sus co-

37LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

razones» (Rom 1, 24) y las «pasiones afrentosas» (Rom 1, 26) que enturbian su entendimiento.

El resultado final de  todo esto es que en  las cuestiones de valor no caben componendas, ni medias tintas, ni tampoco debilidad; en ellas hay que ser «beligerante». El diccionario de la RAE define este término como «estar en guerra», ya que proviene del latín bellum que significa guerra, y  lo hace sinónimo de combativo. Con los valores no se juega, ni cabe tolerancia alguna. Más de una vez he repetido el modo como Menéndez Pelayo corona su aguerrida Historia de los heterodoxos españoles. Dice así:

España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de here-jes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio ; ésa es nues-tra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas. (Menéndez Pelayo, 1987, 2, 1038)

Conviene recordar que este texto no es de la Edad Media sino que se halla escrito hace poco más de un siglo, en 1882. Utilizando una expresión hoy muy en boga, habría que decir: en España, «tolerancia, cero». Pero en esto, como en tantas otras cosas, España no innovaba nada sino que escribía al dictado, y en el caso que nos ocupa, el del valor religioso, al dictado de la Iglesia católica. Conviene recordar que la aceptación del derecho a la libertad religiosa por parte de la Iglesia católica no se produce hasta hace medio siglo, en 1963, cuan-do aparece la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII. Suele citarse como precedente la encíclica de León XIII Libertas praestantissi-mum, del año 1888, pero en esta no hay nada parecido al reconoci-miento de la libertad religiosa como derecho humano. Lo que dice es lo que fue doctrina oficial hasta Juan XXIII, a saber, que en una so-ciedad tan compleja como la nuestra no tenemos más remedio que to-lerar a los que están en el error y abrazan otras religiones o no profe-san ninguna, amparados en el principio del «mal menor», porque los derechos, como dice el texto, corresponden «sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud» (Denzinger-Hünermann, 1999, 3251). De ahí la tesis insistentemente defendida por la teología y el magiste-rio hasta Juan XXIII, de que la religión cristiana es la objetivamente

CONSTRUYENDO VALORES38

verdadera y las otras religiones solo pueden ser consideradas subje-tivamente verdaderas. Por tanto, una y las otras no pueden gozar de iguales prerrogativas. El Estado debe tolerar las otras religiones, pero con la Iglesia católica está obligado a actuar de modo proactivo, pro-tegiendo y promoviendo su actividad. Esto llevó a un debate que hoy pocos recuerdan, pero que fue muy vivo en la primera mitad del siglo XX, sobre si las otras religiones podían tener manifestaciones públi-cas, como las tenía la católica, o si debían tolerarse solo en el ámbito privado. Ni que decir tiene que la tesis oficial sostenía y afirmaba que lo correcto era esto último. La discusión la zanjó el concilio Vaticano II, cuando el 7 de diciembre de 1965 aprobó la declaración dignitatis humanae sobre libertad religiosa. En ella se afirma taxativamente que la libertad religiosa

que compete a los individuos particulares, debe reconocerse también a estos mismos cuando actúan en común. Pues la naturaleza social, tanto del hombre como de la propia religión, exige comunidades re-ligiosas. Por consiguiente, a estas comunidades, siempre que no se violenten las justas exigencias del orden público, debe reconocérse-les el derecho de inmunidad para regirse según sus propias normas, para honrar con culto público a la divinidad, para ayudar a sus miem-bros en la práctica de la vida religiosa, para sostenerlos con la doc-trina y para promover aquellas instituciones en las que los miembros cooperen con el fin de ordenar su propia vida según sus principios religiosos. (Denzinger-Hünermann, 1999, 4243)

Y como remate, promulga «la exclusión, en materia religiosa, de cualquier tipo de coacción por parte de los hombres» (Denzinger-Hünermann, 1999, 4244), anulando así el principio que hemos visto formulado en Tomás de Aquino y que ha sido doctrina común a lo largo de  los siglos. Por cierto, no deja de ser significativo que este documento, que en un principio iba a constituir el capítulo V del de-creto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, saliera de su tex-to, primero como apéndice y luego convirtiéndose en un documento aparte con el rango de mera declaración.

Era preciso todo este recorrido para entender en sus correctos términos el sentido de la primera de las concepciones sobre el va-

39LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

lor y los valores con vigencia en la cultura occidental, la que hemos calificado de intuicionista. Todo el mundo tiene que ver los valores de igual modo, porque son objetivos y autoevidentes para cualquier sujeto que no esté loco o dominado por sus pasiones. Hemos visto cómo se inició este paradigma en la filosofía griega, y cómo la con-vergencia que en la época del helenismo se produjo entre esa filosofía y la religión de Israel tuvo como consecuencia la aplicación del mo-delo a un valor en el que, hasta entonces, se había respetado escrupu-losamente el pluralismo. Se trataba del valor religioso. Solo hay una religión objetivamente verdadera, de tal modo que las demás son por necesidad erróneas, como se pensó durante muchos siglos, o, cuando se produjo la escisión religiosa en Europa a comienzos del siglo XVI, empezará a decirse que son subjetivamente verdaderas, pero objeti-vamente erróneas. Y, como es obvio, lo subjetivamente verdadero no puede tener los mismos derechos que lo objetivamente verdadero. De ahí que se toleraran las otras religiones como mal menor, pero siem-pre exigiendo un trato de excepción o privilegio para aquello que te-nía, claramente, un valor superior. Repito que esta postura no cambió hasta Juan XXIII y el concilio Vaticano II, es decir, hace escaso me-dio siglo. E incluso después los problemas han continuado. Como ejemplo, valga el de los conflictos que tuvo el jesuita Jacques Dupuis con la jerarquía a raíz de la publicación en 1997 de su libro Toward a Christian Theology of Religious Pluralism (Dupuis, 2000).

Segunda tesis: el subjetivismo axiológico

La concepción de los valores alternativa a expuesta, la que hemos lla-mado subjetivista, da sus primeros pasos a comienzos del siglo XVI y va cobrando cuerpo a todo lo largo de los siglos modernos. Su ges-tación fue lenta y compleja, de tal modo que no hay un momento que pueda fijarse como fecha paradigmática, ni tampoco tiene un protago-nista claro. Sus inicios están en la reforma protestante, es decir, en la escisión religiosa. Lutero no fue el primero en buscar la reforma de la Iglesia, ni tampoco sería el último. De hecho, en la Baja Edad Media los movimientos de reforma se suceden unos a otros. Con ocasión de uno de ellos, el de los cátaros/albigenses, las penas canónicas que des-de tiempo atrás venían aplicándose a los herejes y apóstatas se trans-

CONSTRUYENDO VALORES40

formaron en lo que se conoce con el nombre de Inquisición. No debe olvidarse que esta, como institución, nació en 1184, en el Languedoc francés, para combatir la herejía cátara. Cuando, el 31 de octubre de 1517 Lutero inició la reforma protestante, clavando las 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, la reacción de la Iglesia de Roma fue la usual, primero intentando evitar la ruptura por medios persuasivos, y luego declarándole hereje y excomulgándole (1521). En la disputa de Leipzig del año 1519, la táctica de Johann Eck fue obligar a Lutero a admitir la similitud de sus doctrinas con las de Jan Hus, el paladín de otra herejía bajomedieval, la de los husitas, que el concilio de Constanza había condenado y que fue ajusticiado el 16 de julio de 1415, apenas hacía un siglo. Por tanto, Lutero sabía lo que le esperaba, y de ahí su alianza con los príncipes alemanes. La dieta de Worms (1521) eximió de sanción a quien acabara con la vida de Lu-tero, y esa fue la razón de que los reformadores protestaran en la dieta de Spira (1526) contra la intolerancia y propusieran como solución el cuius regio eius religio, la primera formulación del principio de tole-rancia. Este se impuso por la fuerza de los acontecimientos, no por razones teóricas o doctrinales. Los turcos suponían en esos momentos una amenaza a toda la Europa occidental, y la unión de fuerzas, acep-tando la disidencia en materia religiosa, era necesaria.

No cabe duda de que  la primera  justificación de  la  tolerancia  fue estratégica. Eso es lo que se logró en la paz de Nüremberg de 1532. En 1576, Jean Bodin publica Les six livres de la République. El capítulo séptimo de la cuarta parte trata del peligro de las sediciones y facciones para el gobernante. Y entre ellas estudia la sedición religiosa, dado que la religión es uno de los pilares para mantener en orden la república. Bodino considera que debe tolerarse la diversidad religiosa para con-servar el orden y la paz en la república, pero inmediatamente añade:

Cuando la religión es aceptada por común consentimiento, no debe tolerarse que se discuta, porque de la discusión se pasa a la duda. Re-presenta una gran impiedad poner en duda aquello que todos deben tener resuelto y asegurado. [...] Por ello, es de suma importancia que cosa tan sagrada como la religión no sea menospreciada ni puesta en duda mediante disputas, pues de ello depende la ruina de la repúbli-ca. (Bodin, 1977, 399-400)

41LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

La tolerancia entendida como recurso estratégico para el logro de la paz política es lo que consagraron la paz de Augsburgo de 1555 y la paz de Westfalia de 1648.

La justificación estratégica fue pareja con la teórica o especulati-va. Los humanistas y filósofos argumentan que la fe, para poder lla-marse tal, necesita ser voluntaria, razón por la que resulta incompati-ble con la coacción. Esto, que ya vimos en Tomás de Aquino aplicado al pagano, se amplía ahora al hereje. Quien lo dice más claramente es Tomás Moro en su Utopía (Moro, 1805, 128-156). Pagaría con su propia vida por pensar así. Textos similares pueden encontrarse en Erasmo y Montaigne. El texto más significativo fue, sin duda, el que lanzó Sebastián Castellión en 1554 en su De haereticis, an sint prosequendi (Castellio, 1954). Papel fundamental en este movimien-to tuvieron los grupos reformados que la historiografía agrupa en lo que denomina la «reforma radical», entre ellos los anabaptistas, los socinianos y los unionistas, claramente opuesta tanto a la «reforma institucional» de luteranos, calvinistas y anglicanos, como a la «con-trarreforma» católica. Para devolver el cristianismo a su primitiva pureza rechazaban todos los concilios posteriores al de Nicea y el constantinismo que institucionalizó la unión de iglesia y estado. Re-nunciando al poder civil y a la fuerza, ellos fueron presa fácil, tanto de la inquisición católica como de la protestante. Hoy se les conside-ra los verdaderos paladines de la libertad de conciencia en el mundo occidental.

La primera libertad religiosa fue básicamente estratégica y políti-ca. La reflexión filosófica de altura tarda en aparecer, y se da con pos-terioridad a la paz de Westfalia, en la segunda mitad del siglo XVII. Dos autores merecen ser recordados. De una parte, John Locke, que en 1667 publica su Essay concerning toleration y veintidós años des-pués, en 1689, la Letter concerning toleration. El otro autor es Baruc Spinoza, que en 1670 da a luz su Tractatus theologico-politicus.

Lo que está surgiendo es nada más y nada menos que el pluralis-mo. Hay pluralidad de valores religiosos, y en principio todos son respetables. Pero con esto solo no se construye una teoría del valor alternativa a la clásica, que podemos ejemplificar en la teoría platóni-ca de las ideas. Si se afirman a la vez como verdaderas cosas que son contradictorias entre sí, es obvio que se entiende por verdad lo que

CONSTRUYENDO VALORES42

un sujeto tiene por tal, sea o no sea objetivamente así; dicho de otro modo, nos estamos  refiriendo a  la verdad subjetiva, no a  la verdad objetiva. Para Platón esa verdad subjetiva era la propia del mundo de las apariencias, pero no la del mundo real, el de las ideas puras. Estas ideas son en sí objetivamente verdaderas, no porque los seres huma-nos las tengan por tales. Lo cual quiere decir que el punto de conside-ración se ha movido de la objetividad a la subjetividad. A propósito de esta, Platón decía que quien no veía como verdadero lo que lo era objetivamente, era por enfermedad o por mala educación. En uno y otro caso el resultado era similar, y es que las enfermedades del cuerpo y las pasiones del alma impedían a la mente ver con claridad las ideas puras. En griego ambas cosas se expresan con el término páthos, que en un caso se traduce por enfermedad y en el otro por pa-sión. Pues bien, si esto es así, o fue así, ahora el asunto está en saber qué hizo la cultura moderna frente a estos conceptos, tan importantes en la teoría clásica de los valores. Porque solo entonces será posible dar una justificación filosófica adecuada del pluralismo.

Recordemos algunos conceptos básicos de la psicología clásica. A diferencia de lo que hoy es usual, en la filosofía antigua y medieval la mente no se compone de tres potencias o facultades superiores, sino solo de dos. Esto es algo que nos extraña mucho al leer libros anti-guos, sin ir más lejos la propia Ética a Nicómaco. De una parte está el noûs o intellectus, y de otra la órexis o appetitus. La inteligencia ve las cosas pero carece de fuerza impulsiva o motora. Esta proviene de la órexis, que es de dos tipos muy distintos, según que se ponga al servicio de la inteligencia (appetitus intellectivus) o de los sentidos (appetitus sensitivus). La inteligencia es racional, en tanto que los sentidos son irracionales y buscan solo la satisfacción sensible, bien a través de los placeres abdominales o concupiscibles (sexo y ali-mento, principalmente), bien por medio de los torácicos o irascibles (amor, odio, ira, etc.). Cuando tales apetitos están desordenados, es decir, cuando no se hallan bajo el control de la razón, tenemos las «pasiones». De ahí que el término de los apetitos sensitivos sean las pasiones, en tanto que si el apetito se pone al servicio de la inteligen-cia, entonces el resultado es lo que se denomina «voluntad». La vo-luntad no es una facultad específica sino que se define como «apetito racional».

43LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

Si queremos convertir ese sistema binario en ternario, tenemos que distinguir tres funciones o facultades, una intelectiva, otra apetitiva y la tercera volitiva. La segunda, la apetitiva, vendrá a identificarse con el llamado apetito sensible, ajeno a la razón, es decir, con el mundo de las pasiones. En nuestra terminología actual nosotros diríamos que las funciones psíquicas son tres, la cognitiva, la emocional y la ten-dentiva o volitiva. La parte apetitiva o pasional vendría a correspon-derse con lo que hoy se entiende por emoción o vida emocional. Pero con una diferencia importantísima. Y es que nosotros damos a las emociones un papel positivo en la vida psíquica, en tanto que en el esquema anterior tenían solo sentido negativo. Las pasiones, es decir, los apetitos sensibles, tienden a enturbiar la razón, no dejándole ver aquello que debe llevar a cabo. Lo hemos visto al estudiar a Platón. Las pasiones son puro páthos, lastre pasivo en la vida de los seres humanos. Así se entiende el papel completamente negativo de la vida emocional en la filosofía estoica, en el neoplatonismo y, a través de ellos, en toda la tradición ulterior. La llamada «etapa ascética» de la vida espiritual tenía por objeto anular las pasiones, lo que obligaba al estricto control de los sentidos y de los sentimientos. Es lo que Juan de la Cruz llamó la «noche oscura del sentido», a la que debía seguir otra noche oscura, esta del «entendimiento», purificándolo de imáge-nes e ideas mundanas.

Se comprende que en toda esta tradición que acabamos de descri-bir,  los valores  se  identifiquen con «ideas» del  entendimiento, más en concreto, con «ideas puras», como ya hemos visto en Platón. El mundo de los sentimientos tenía carácter puramente negativo, y por tanto en él no podía fundamentarse nada positivo, como son los va-lores. ¿Cuándo comienza el cambio en la consideración de la vida emocional? No hay, obviamente, una fecha precisa, y por otra parte el proceso corre hasta cierto punto paralelo en distintas partes de Eu-ropa. El padre de  la filosofía moderna, Descartes, el hombre de  las «ideas claras y distintas», al final de su vida se vio obligado a confe-sar la importancia de lo que llama todavía «las pasiones» en la vida humana y su papel positivo. Lo dice con miedo, porque sabe que va contra una tradición secular, incluso milenaria. Todavía más claro es el cambio en Pascal. Spinoza juega también un papel fundamental, con la importancia concedida a los sentimientos en la tercera parte de

CONSTRUYENDO VALORES44

su Ética. Aún más importantes fueron ciertos pensadores que perte-necen a otra tradición, la británica. Se les conoce generalmente con el nombre de emotivistas, aunque esta denominación no haga justicia a su pensamiento. Sus maestros intelectuales habían sido Bacon, Hob-bes y Locke. Hobbes parte del principio de que los seres humanos ra-zonan estratégicamente y buscan su propio beneficio incluso a costa del de los demás, de tal modo que se hallan dominados por el interés o el egoísmo. Locke, por su parte, siguiendo a Bacon, se atiene a la realidad empírica y busca fundar todo sobre «hechos» constata-bles. Ambos parecen ignorar algo que para Shaftesbury es esencial en el ser humano, la vida emocional, los sentimientos de solidaridad y entusiasmo, la benevolencia, la simpatía, la amistad. Se trata, ob-viamente, de sentimientos, no de percepciones, ni menos de ideas. No los aprehendemos por vía intelectual sino emocional. Pero Shaf-tesbury piensa que son cualidades primarias en el ser humano, que por tanto no derivan de procesos intelectivos anteriores o de razona-mientos previos. Se trata de fenómenos primarios, inmediatos, con pareja fuerza a las cosas que percibimos por los sentidos, es decir, a lo que vemos u oímos. Esto le lleva a concluir que además de los sentidos externos, hay otro sentido, que llama el «sentido común». La expresión es vieja en historia de la filosofía, y se encuentra ya en el De anima de Aristóteles. Pero aquí cobra un significado comple-tamente distinto. El sentido interno nos pone en contacto directo con la realidad, pero para actualizarnos cualidades de ella que no son las clásicas, color, olor, etc., sino esas otras que reciben el nombre de simpatía, amistad, benevolencia, entusiasmo, etc. Estas cualidades no son ideas, ni por tanto productos de la inteligencia; tienen más que ver con el mundo emocional, son sentimientos. De lo cual resulta que los sentimientos pueden ser negativos, como enfatizó la tradición, pero también pueden tener carácter positivo, y esos sentimientos po-sitivos nos descubren elementos esenciales de la realidad. Sin ellos, los seres humanos perdemos lo más propio nuestro, lo más humano que tenemos. De ahí su importancia.

Se comprende que uno de los libros escritos por Shaftesbury se titule Sensus communis. No me resisto a transcribir algunos párrafos que considero significativos. El primero es una invectiva contra Hob-bes, que se ha tomado increíbles esfuerzos para explicarnos que nada

45LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

hay en el orden de la naturaleza que pueda ser considerado criterio de justicia o de virtud. Apelando a tal esfuerzo, le responde Shaftesbury:

Señor,  la  filosofía  que  se  ha  dignado  revelarnos Vd.  es  de  lo más extraordinaria. Le estamos obligados por habérnosla enseñado. Pero, por  favor,  ¿de dónde  le  viene  ese  celo  en beneficio nuestro?  ¿Qué somos nosotros para Vd.? ¿Es usted nuestro padre? O, si lo fuera, ¿por qué esa preocupación por nosotros? ¿Es que hay algo así como la afección natural? (Shaftesbury, 1995, 160)

Y más adelante:

[Los nuevos filósofos, es decir, Hobbes y Locke] querrían explicar todas las pasiones sociales y afecciones naturales dándoles un nom-bre de tipo egoísta. Así, civilidad, hospitalidad, humanidad para con los extranjeros o gentes en apuros, todo eso no sería más que un egoísmo más consciente. Un corazón honrado no es más que un corazón más astuto; y la honestidad y el buen natural no son más que un amor a sí mismo, pero más consciente y mejor regulado. El amor a la parentela, a los hijos y a la posteridad es puramente amor a sí mismo y a la propia sangre próxima; como si en este cálculo no quedara incluida toda la humanidad, puesto que toda es de una sangre, juntada por matrimonio y alianzas, según se han ido trasla-dando [las gentes] formando colonias y mezclándose unos con otros. Y así, el amor al propio País y el amor a la Humanidad serían tam-bién [según los nuevos filósofos] amor propio. ¡La magnanimidad y el valor serían, sin duda alguna, modificaciones de ese amor propio universal! Pues el valor (dice nuestro moderno filósofo [Hobbes]) es miedo constante, y todos los hombres (dice un poeta satírico) serían cobardes si se atrevieran. (Shaftesbury, 1995, 183)

Contra quienes proclaman el egoísmo racional como el único motor de  la vida, Shaftesbury afirma  la existencia de una «afección natu-ral» que nos lleva a hacer cosas que ni son consecuencia del cálculo racional, ni tienen carácter egoísta. Se trata de afectos, y de afectos que poseen, cuando menos, dos notas fundamentales. Una, que no tienen carácter intelectual, sino al contrario, son previos a cualquier

CONSTRUYENDO VALORES46

tipo de razonamiento e independiente de ellos. Como dice el propio Shaftesbury, «es más bien el corazón que la cabeza» lo que aquí en-tra en juego (Shaftesbury, 1995, 172). Y segunda, que desempeñan una función positiva en la vida humana, tan importante o más que la de las ideas y los razonamientos. Los sentimientos, pues, hay que ponerlos a la altura de las ideas de la inteligencia. Ambos nos des-cubren cualidades de las cosas que resultan esenciales en la vida hu-mana. Y en ellos han de fundarse disciplinas enteras, como la ética, la estética o la religión. «Si el amor del bien obrar no es ya de suyo una inclinación buena y correcta, no sé cómo será posible que haya algo así como bondad o virtud» (Shaftesbury, 1995, 165). «Así que la fe, la justicia, la honestidad y la virtud hubieron de ser tan origi-narias como el estado de naturaleza; o no se hubieran dado en ab-soluto» (Shaftesbury, 1995, 176). Puede suceder que los móviles de esa inclinación que consideramos buena o correcta no sean realmente morales, ni incluso loables, sino puramente interesados. La tesis de Shaftesbury es que la razón es siempre interesada, tendiendo a con-siderar bueno aquello que le resulta útil, etc. Aquí viene otra carac-terística esencial del pensamiento de Shaftesbury, y luego veremos que también del de Hutcheson, que el móvil de muchas de nuestras inclinaciones no es interesado sino, muy al contrario, profundamente desinteresado, hasta el punto de que resulta opuesto a lo que la razón nos dice que es nuestro interés (Shaftesbury, 1995, 165). Como luego veremos, esto es particularmente significativo, pues indica que esta-mos ante valores que no dependen de nada distinto de sí mismos, que valen por sí y no por ningún otro interés. El que sean desinteresados, demuestra que se trata de valores intrínsecos y no de valores instru-mentales, ya que estos sí cobran su valor por la relación que tienen con algo externo a ellos mismos, que son, precisamente, los valores intrínsecos. Como veremos a propósito de Hutcheson, la belleza es un valor en sí precisamente porque es desinteresada, porque no la mueve ningún interés distinto de ella misma. Tal es el gran descubri-miento de este grupo de pensadores.

Una cosa es cierta, y es que todo [lo que sea] amor social, amistad, gratitud, o cualquier otra cosa de esta índole generosa, en tomando de su natural el lugar de las pasiones del propio interés, nos saca de

47LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

nosotros mismos y nos hace ser negligentes de nuestra propia con-veniencia y seguridad. De modo que, según una conocida manera de razonar sobre el propio interés [la propia de Hobbes y Locke], habría que abolir de derecho todo aquello que hay en nosotros de tipo so-cial. De suerte que toda clase de benevolencia: la indulgencia, la ter-nura, la compasión y, en una palabra, toda afección natural, tendría que ser ingeniosamente suprimida y habría que resistírsele como a mera locura y debilidad de la naturaleza, superándola. Por este me-dio no podría quedar en nosotros nada que fuese contrario a un fin directamente particular, nada que pudiese estar en oposición a una constante y deliberada prosecución del más mezquinamente limitado interés particular. (Shaftesbury, 1997, 53-4)

De una generación posterior a Shaftesbury fue Francis Hutcheson, persona que amplía y profundiza la vía abierta por el primero y que estaba llamada a tener una enorme influencia en Adam Smith, en Da-vid Hume y en toda la filosofía británica y norteamericana posterior. Shaftesbury publica su Investigación acerca de la virtud o el mérito el año 1699. Veintiséis años después, en 1725, aparece Una investi-gación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y de virtud, de Hutcheson. En el primero de los dos libros que constituyen esta úl-tima obra, Hutcheson funda la estética moderna. Hasta entonces se había intentado explicar la belleza por referencia a notas o cualidades distintas de ella misma: lo bello era lo verdadero (de ahí la definición de splendor veri), lo bueno, lo ordenado, lo rítmico, lo natural, lo útil, etc. Hutcheson asume de Shaftesbury la idea de que las cosas pue-den parecernos bellas o buenas porque sí, por sí mismas, a pesar de no ser útiles en absoluto. Esto es tanto como hacer de la belleza una cualidad primaria, y como tal irreductible a cualquier otra (pues en ese caso ya no sería primaria o simple sino secundaria o compuesta).

Esta capacidad superior de percepción es con justicia llamada un sentido a causa de su afinidad con los otros sentidos, ya que el placer no surge de un conocimiento de los principios, proporciones, causas o de la utilidad del objeto, sino que se suscita en nosotros inmedia-tamente con la idea de belleza. Y un conocimiento más exacto no aumenta el placer de la belleza, aunque puede sobreañadir un placer

CONSTRUYENDO VALORES48

racional distinto nacido de la previsión del interés o del aumento del conocimiento. (Hutcheson, 1992, 18)

Lo bello es bello «en sí», sin referencia a ninguna otra cualidad dis-tinta de ella misma. Este es el comienzo de la estética moderna. Y es también el fundamento de la moderna teoría del valor intrínseco. Lo bello, por ser primario, se aprehende directamente, como lo rojo o lo verde. La diferencia está en que no se aprehende por los sentidos ex-ternos sino por lo que Shaftesbury había llamado ya «sentidos inter-nos». Estos sentidos internos son lo que nosotros denominamos hoy sentimientos. Los valores, el valor estético, pues, se aprehenden por vía emocional. La razón es calculadora, pero la emoción no. De igual modo que Shaftesbury polemizaba con Hobbes y Locke, Hutcheson lo hace con estos y con otro secuaz del egoísmo universal surgido entre la publicación de los dos libros citados, Bernard Mandeville, quien el año 1714 dio a luz su famosa Fábula de las abejas, o vicios privados, públicos beneficios. No es que los llamados por Hutcheson «exegetas más sofisticados del egoísmo»  (Hutcheson, 1999, 11) no tengan razón. La tienen, pero solo en parte. La belleza y la bondad no son racionales, ni se rigen por el cálculo, pero la razón humana sí  es  calculadora y  busca maximizar  su  propio beneficio. La  razón de Hutcheson es estrictamente instrumental, busca optimizar medios en orden a conseguir fines que no son emocionales sino racionales. Pero la belleza y la bondad no se aprehenden intelectualmente sino de modo emocional, y tampoco tienen un fin instrumental o utilitario; tienen valor «intrínseco». Esta es una conquista fundamental, que se-guirán otros pensadores ilustrados británicos, como Hume y Adam Smith. Por primera vez se identifican, en un sentido distinto del clási-co o platónico, dos valores intrínsecos de excepcional importancia, el ético y el estético, y además al modo que va a ser típico de la moder-nidad, es decir, no por vía intelectual sino emocional.

Con Shaftesbury y Hutcheson no solo se ha rehabilitado el mundo emocional, hasta parangonarse con el cognitivo, sino que además los valores han abdicado de su antiguo estatuto de ideas para convertirse en sentimientos. Es el origen de la segunda gran teoría del valor, la teoría emotivista. Adviértase, empero, que para ellos los valores son tan objetivos y universales como las percepciones. Por más que pro-

49LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

cedan de emociones, y que por tanto sean subjetivos, gozan de una evidente objetividad, parangonable con la de los demás productos del psiquismo. Lo que sí es preciso decir de ellos es que, en principio, no solo no son racionales sino que son más bien irracionales. La ra-zón puede controlarlos y educarlos, pero en tanto que sentimientos primarios son anteriores a la razón y se rigen por sus propias leyes. De ahí procede el famoso slave passage de Hume, que «la razón es y solo debe ser esclava de las pasiones, y no puede pretender otro ofi-cio que el de servirlas y obedecerlas» (Hume, 1988, 561). El lenguaje utilizado por Hume es duro y ha llevado a interpretaciones poco co-rrectas. Basta sustituir el término esclavo por el de medio para un fin, y cambiar pasiones por sentimientos o valores, que son los que es-tablecen el fin, para que la cosa adquiera sus dimensiones correctas. Toda acción humana es el resultado de un proyecto. En este proyecto hay un momento intelectual, pero este no tiene la capacidad de im-pulsar a la acción. Es necesario para ello otro momento, no ya inte-lectual sino emocional, que nos lleva a valorarlo como deseable o no deseable. Lo estimado en ese momento emocional, su término, es lo que se denomina valor (Hume, 1993, 173). Para Hume los valores no son puramente instrumentales, como tampoco lo fueron para Shaftes-bury y Hutcheson, sino que tienen carácter intrínseco, ya que se trata «de ciertos instintos implantados originariamente en nuestra natura-leza, como la benevolencia y el resentimiento, el amor a la vida y la ternura para con los niños,… [o del] apetito general hacia el bien y la aversión contra el mal, considerados meramente como tales» (Hume, 1988, 564). Este «considerados meramente como tales» no puede te-ner otro sentido que el de «considerados en sí», es decir, por sí mis-mos, intrínsecamente. Esto se ve más claramente cuando distingue los que llama «sentimientos debidos al interés» de los «debidos a la moral», distinción que viene a corresponder con la de valores instru-mentales y valores intrínsecos.

Solo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular, causa esa sensación o sentimiento en vir-tud de la cual lo denominamos moralmente bueno o malo. Es verdad que los sentimientos debidos al interés y los debidos a la moral son susceptibles de confusión y que se convierten unos en otros. Así, nos

CONSTRUYENDO VALORES50

resulta difícil no pensar que nuestro enemigo es vicioso, o distinguir entre su oposición a nuestros intereses y su real villanía o bajeza. Pero ello no impide que los sentimientos sean de suyo distintos: un hombre de buen sentido y juicio puede librarse de caer en esas ilusio-nes. (Hume, 1988, 638)

La distinción entre valores instrumentales e intrínsecos puede ras-trearse también en Adam Smith, especialmente cuando en su Teoría de los sentimientos morales afirma que «no es la noción de utilidad o desutilidad lo que es la fuente primera o principal de nuestra aproba-ción o desaprobación» (Smith, 1997, 339).

Así como los sentimientos son la matriz de lo que se llaman «va-lores intrínsecos», la razón es calculadora, busca maximizar utilida-des, y por tanto se ocupa de la dimensión «instrumental» de los va-lores, persiguiendo fundamentalmente no los valores intrínsecos (que considera no racionales) sino los «valores instrumentales». El valor instrumental por antonomasia es el dinero. Esto es lo que dio lugar al nacimiento de la economía moderna como ciencia. La búsqueda de la utilidad y la eficiencia es el objetivo de la razón, y por eso tiene ca-rácter deliberativo, como ya dijera Hobbes. Pero sobre los sentimien-tos no hay deliberación posible. Sí cabe, en cualquier caso, educar los sentimientos, y por tanto someterlos a una cierta racionalidad. El problema es definir esta racionalidad. Porque pueden racionalizarse de  dos  formas  distintas.  Una,  identificando  los  valores  intrínsecos en tanto que tales, es decir, diferenciándolos de los instrumentales y aprendiendo a gestionarlos razonable y prudentemente. Esto es lo que intentó hacer Hutcheson en su obra ya citada. Pero cabe otra po-sibilidad, y es someter los valores intrínsecos a la racionalidad ins-trumental, es decir, tratarlos todos como valores instrumentales. Esta es una consecuencia del poder cada vez mayor que va adquiriendo en Europa, y sobre todo en el Reino Unido, la racionalidad econó-mica. El autor de tal estrategia fue Jeremy Bentham. Como es bien sabido, Bentham es considerado el padre del utilitarismo, a partir de la publicación de su obra An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, aparecida el año 1789. En efecto, su idea matriz en ese libro es que tanto la ética como la legislación pueden ordenarse racionalmente a partir del gran principio que él por primera vez sitúa

51LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

en la base de todo eso, el «principio de utilidad». Se ha discutido mucho qué es lo que Bentham entiende por utilidad y principio de utilidad, porque los autores consideran que no acaba de estar claro en su obra. Uno tiende a interpretar ese término con categorías actuales, y  pensar  que  se  está  refiriendo  a  la  relación  coste/beneficio,  y  por tanto a  la  eficiencia. Pero no es  así. Por  sorprendente que parezca, ya en el primer capítulo advierte que se identifica con «felicidad» y con las ideas de «placer» y «dolor». La utilidad es, pues, un senti-miento (Bentham, 1996, 11-16). A pesar de lo cual, Bentham dedica el capítulo segundo de su libro a combatir los que llama «principios adversos al de utilidad» (Bentham, 1996, 17-33). En él se refiere, en-tre otros, a los autores que antes hemos estudiado, Shaftesbury y Hut-cheson, así como a Hume. Él se coloca claramente en línea con ellos, pero haciéndoles una rectificación que considera fundamental. Se tra-ta de que los sentimientos que ellos consideran fundamentales, y que sintetiza en el de «simpatía-antipatía», le parecen poco serios. Decir que algo es correcto o incorrecto porque a uno se lo dice su «sentido moral», dice Bentham, puede conducir a la anarquía o a su opuesto, el despotismo, y además sin ofrecer nunca ninguna justificación, ya que se trata de un sentimiento primario del que no cabe dar razones (Bentham, 1996, 26-28).

Esto es lo que le lleva a proponer un sentimiento distinto, que es el de utilidad, ya que este sí puede ser controlado racionalmente. Se trata de un sentimiento, el de maximización de la felicidad y el placer y la evitación de la infelicidad y el dolor, pero no de modo puramente intuitivo, sino de acuerdo con el criterio racional de maximización. El resultado es el concepto de utilidad, que es emocional, pero a la vez, a diferencia de los otros, también racional.

Este modo de describir la utilidad puede parecer oscuro, pero se clarifica completamente a poco que cambiemos la terminología. Decíamos que los emotivistas británicos habían descrito y defendi-do los «valores intrínsecos» por una vía nueva, muy distinta de la clásica, para la que los valores eran ideas, y por tanto básicamente intelectuales. Los emotivistas británicos habían dado de ellos una justificación emocional, a la vez que los afirmaban como universales en la especie humana y valiosos por sí mismos, no por referencia a otras cosas, es decir, como valores en sí. En esto se diferenciaban de

CONSTRUYENDO VALORES52

los valores que dependían de la razón, como el económico, en los que primaba la utilidad propia de la razón calculadora. Pues bien, ahora Bentham hace converger esas dos tradiciones. Considera que los valores intrínsecos de los emotivistas son erráticos y poco se-guros, precisamente porque dependen de algo tan aleatorio como el sentido común de cada uno, así como por su carácter irracional, y propone hallar un intermedio entre los valores y el carácter calcula-dor de la razón. El resultado es la utilidad, que para él es un valor, y un valor de raíz emocional, pero que permite el cálculo y la maxi-mización racional. Esto resulta más claro si de nuevo lo traducimos al lenguaje que hoy nos resulta más comprensible. Lo que Bentham pretende, traducido a este nuevo lenguaje, es seguir concediendo el lugar prioritario a los valores, que además de nuevo tienen un origen emocional, pero negando su carácter intrínseco y tratándolos a todos como valores instrumentales. Esta es la diferencia: donde los emo-tivistas veían valores intrínsecos, él encuentra únicamente valores instrumentales.  Solo  estos,  en  efecto,  permiten  la  cuantificación  y por tanto también la maximización en términos de utilidad. La ven-taja de la utilidad es que consigue integrar dos factores que antes caminaban dispersos y hasta opuestos: los valores por una parte y la racionalidad maximizadora y utilitaria, por otra.

Este cambio, que puede parecer minúsculo, arrastraba enormes consecuencias. De hecho, a partir de ese momento, y salvo casos ais-lados, como el de Moore, la tradición anglosajona criticará la distin-ción entre valores intrínsecos e instrumentales, afirmando que todos son instrumentales y se rigen por el principio de utilidad. Esto ha sido usual en el utilitarismo, el sistema que Bentham fundó, y lue-go lo sería en el pragmatismo norteamericano. El papel que en este sentido juega Bentham en el mundo británico, lo va a desempeñar Dewey en el americano.

Con esto tenemos identificados ya los dos o tres componentes fun-damentales de la teoría moderna de los valores, la que hemos califi-cado de emotivista. Este emotivismo no cubre  tanto a  los filósofos que en la historia del pensamiento se conocen con ese nombre, el de emotivistas, cuanto a todo lo que ha venido después, a partir, sobre todo, de la época de Bentham. La primera nota es que los valores tienen carácter emocional. A partir de esta surge una segunda nota

53LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

o  propiedad,  la  de  que  son  irracionales,  lo  que  significa  que  sobre ellos no cabe argumentación coherente alguna. Cada cual tiene sus valores y de gentes civilizadas es respetarlos aun en el caso de que no se compartan. Una cosa es respetar y otra argumentar. La argu-mentación no solo puede resultar agresiva e improcedente, sino que además es perfectamente inútil. Los argumentos no resultan eficaces ante las emociones y las creencias. De aquí se sigue una tercera nota, y es que los únicos valores sobre los que cabe razonar y argumentar son los instrumentales, precisamente porque en ellos sí tiene cabida el criterio de maximización o de utilidad. La cuarta es que, precisa-mente porque sobre ellos no solo cabe el razonamiento sino que debe hacerse, aquí cobra toda su importancia la «deliberación» como pro-cedimiento. Ya lo había dicho Hobbes. La racionalidad instrumental es el espacio propio de la deliberación, precisamente para optimizar las decisiones. Si esto es así, la quinta nota es que el tipo de raciona-lidad que aquí se defiende es el estrictamente instrumental, tanto en su dimensión individual como en la colectiva (en Bentham, búsqueda de la máxima utilidad individual en las cosas individuales, que es de las que trata la ética; y en las decisiones colectivas, búsqueda de la máxima felicidad de toda la sociedad, que es el objetivo propio de la legislación). Como resulta obvio, y esta es la sexta nota, la racionali-dad paradigmática será la económica.

Con esto hemos identificado las características fundamentales del segundo modelo axiológico: los valores son emocionales, subjetivos; en tanto que tales (por consiguiente, en su dimensión intrínseca) no cabe la argumentación sino solo el respeto, de modo que son irra-cionales; no tienen de objetivo más que su dimensión instrumental, aquella que interesa y debe desarrollarse; y, finalmente, el modelo de racionalidad sobre los valores es el propio de la ciencia económica, ya que ella tiene por objeto, precisamente, maximizar utilidades.

Si con estos esquemas en mente abrimos ahora las obras de los mayores utilitaristas británicos de la segunda mitad del siglo XIX, Stuart Mill y Sidgwick, veremos que encajan perfectamente en ellos. Por ejemplo, ambos hablan de deliberación. Pero la deliberación la entienden en el sentido hobbesiano de búsqueda del máximo benefi-cio y, por tanto, de procedimiento para la optimización de utilidades. Nada más.

CONSTRUYENDO VALORES54

El pragmatismo norteamericano se gestó en el interior de esta tradición y aportó a ella matices muy interesantes. La función de la mente humana no es otra que la de resolver problemas prácticos que permitan la supervivencia, nada fácil, de los individuos de la espe-cie humana sobre el planeta. Tiene, pues, un carácter estrictamente pragmático, funcional, instrumental. De ahí que el proceso de valora-ción, como parte de la estructura mental de nuestra especie, tenga un objetivo estrictamente instrumental. No hay, dice Dewey, valores in-trínsecos, porque todos son, analizados desde la mirada pragmática, instrumentales (Dewey, 2008, 67-73). En este sentido, Dewey ataca la concepción de los valores entonces más en boga en el ámbito an-glosajón, la que dio a luz Moore el año 1903 en sus Principia ethica.

La  influencia  del  pragmatismo  en  la  cultura  norteamericana  ha sido espectacular. La práctica totalidad de las teorías del valor que han surgido después de él en ese continente, le son tributarias en al-tísimo grado. Ejemplo paradigmático de esto lo tenemos en las tesis sobre la educación y la democracia deliberativa defendidas por Amy Gutmann (Gutmann, 2001). El propio John Rawls está bajo su direc-ta influencia, y cuando en su celebrado libro A Theory of Justice ha-bla de «racionalidad deliberativa», lo hace, siguiendo a Sidgwick, en el sentido pragmático, es decir, considerando que su función es llegar a acuerdos racionales a la vez que instrumentales y estratégicos entre todos los seres humanos, a fin de que de ese modo puedan formularse «normas» que organicen la vida colectiva (Rawls, 1979, 460-469). El objetivo de la deliberación es poner de acuerdo los intereses de todos en orden a establecer normas comunes. Lo demás, los valores parti-culares, como son subjetivos e irracionales, deben quedar a la gestión privada de los individuos. Y aunque Rawls no lo dice, está claro que en este último dominio no considera posible la deliberación. La ra-cionalidad es básicamente instrumental y estratégica, y no tiene otro objeto que el maximizar utilidades prácticas. De ahí que su crítica al utilitarismo sea ella misma, en buena medida, utilitarista; o mejor, pragmatista.

La vigencia de este segundo modelo, el que hemos llamado emo-tivista, pero que podía denominarse también instrumentalista, es ubi-cua en el mundo occidental a partir de mediados del siglo XIX. Hoy es la idea más extendida entre la población. Los valores son emo-

55LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

ciones, por tanto, completamente irracionales, y sobre ellos no cabe discusión posible. «Sobre gustos no hay nada escrito», etc. Por eso se impone la tolerancia, que es un asunto de educación y buen gusto o buenas maneras. La racionalidad es instrumental y tiene siempre por objeto la maximización de utilidades, tanto a nivel individual como colectivo. De ahí la importancia que en nuestra sociedad han adquiri-do la teoría de juegos, la econometría y los postulados de la elección racional. En el orden colectivo es preciso deliberar para establecer mediante procedimientos consensuados normas que puedan ser con-sideradas justas. Esta deliberación es racional a la vez que estraté-gica, y tiene como término la elaboración de normas que permitan la convivencia. Es, como hemos visto, el caso de Rawls en Estados Unidos. Pero es también el de Habermas en Europa, porque este tipo de mentalidad se ha difundido por todo el Occidente y, desde ahí, por las restantes partes del mundo. También Habermas considera que el espacio propio de la deliberación es la política, para elaborar nor-mas que puedan considerarse justas, ya que los valores personales son subjetivos e irracionales, y sobre ellos no hay discusión lógica posible.

El problema es que todo esto parte de unas premisas que son cual-quier cosa menos evidentes. En primer lugar, está por ver que la ra-zón humana tenga una función meramente pragmática y estratégica. En segundo, es preciso revisar el supuesto de que todos los valores son instrumentales y que los valores intrínsecos, o no existen, o si existen deben quedar reducidos al ámbito privado e íntimo, porque sobre ellos no cabe dar razón alguna. Además, habrá que ver si la deliberación debe definirse como el procedimiento propio de la ra-cionalidad instrumental y estratégica, o puede haber deliberación so-bre valores intrínsecos. Y finalmente, resulta muy dudoso que si no se resuelven esos asuntos, las conclusiones que autores como Rawls y Habermas han sacado de esta segunda teoría del valor, la emotivis-ta, resulten coherentes y resuelvan realmente los problemas. Hay un ejemplo muy significativo de esto último. Tanto uno como otro, han tenido que ocuparse y preocuparse últimamente por un valor que en principio no caía dentro del área de los que pueden convertirse en normas de gobierno de una sociedad. El valor religioso es de los que la cultura moderna ha considerado privados, impermeables a la

CONSTRUYENDO VALORES56

argumentación racional (no en vano la adhesión a ellos se produce por una vía que no es racional, el acto de fe). Los consensos públi-cos, y por tanto las normas, en lo relativo a este valor, no pueden llegar más que al establecimiento de la no beligerancia pública en estas cuestiones, y por tanto la tolerancia y el respeto de la libertad de conciencia. Ahora bien, el problema es que muchas de estas reli-giones consideran que solo su manera de entender la religiosidad es la correcta, que las demás están en un peligroso error, y que tienen la obligación de hacer todo lo posible porque los individuos salgan de él. Quiere esto decir que no aceptan de buen grado el principio de tolerancia, que consideran incompatible con su propia creencia religiosa. De lo cual resulta algo completamente paradójico: tanto en la comunidad ideal de comunicación de Habermas como en la situación original de Rawls, se parte del principio de que nadie tiene creencias religiosas. Así, escribe Rawls: «No saben, por supuesto, cuáles son sus convicciones religiosas o morales, o cuál es el conte-nido específico de sus obligaciones morales o religiosas tal y como las interpretan. De hecho, ni siquiera saben que se consideran a sí mismas portadoras de tales obligaciones [...] Por lo demás, las partes no saben qué suerte correrán sus convicciones morales o religiosas en su sociedad, si, por ejemplo, serán mayoritarias o minoritarias» (Rawls, 1979, 239). La conclusión que saca Rawls es obvia: en esas condiciones todos adoptarán el principio de respetarse mutuamente los distintos «intereses  fundamentales  religiosos, morales y filosó-ficos» (Rawls, 1979, 240). De este modo, Rawls concluye que para todo el mundo que se halla en la situación original es razonable asu-mir el principio de libertad de conciencia. Pero el hecho de relegar esos valores a la conciencia privada e individual de las personas, habida cuenta de su carácter poco o nada racional (en este ámbito, dice Rawls, «no es posible razonar», Rawls, 1979, 250), hace que no resulte muy razonable pensar que quienes los detentan van a actuar de modo razonable, es decir, que van a ser tolerantes con los demás. Puede ser que sus creencias, por ejemplo religiosas, les pidan ser intolerantes con el error en que se hallan quienes no las comparten. De ahí que Rawls afirme que en estas cuestiones «la idea de lo ra-zonable, o alguna idea análoga, siempre tiene que darse por presu-puesta» (Rawls, 2010, 291). Algo similar sucede en Habermas: «Al

57LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

exigir a sus ciudadanos un comportamiento cooperativo que rebase los límites que separan las distintas cosmovisiones, el Estado liberal debe presuponer que las actitudes cognitivas que hay que exigir a la parte religiosa y a la parte laica ya se han formado como resul-tado de procesos de aprendizaje históricos» (Habermas, 2006, 11). Pero en ambos casos se trata de una suposición que carece de toda prueba, y que además es imposible de remediar, ya que se parte del supuesto de que el religioso es uno de los valores subjetivos e irra-cionales sobre los que no hay deliberación posible. Lo único que cabe es desear suerte o mirar al cielo en actitud suplicante. No es azaroso que Rawls justifique su alejamiento de la religión cristiana de sus primeros años en  la dificultad histórica de esta para asumir pacíficamente el pluralismo y la libertad religiosa. «Al ser una reli-gión de salvación eterna que exige una creencia verdadera, la Iglesia se sentía justificada en su represión de la herejía. Así llegué a pensar que la negación de la libertad religiosa y de la libertad de conciencia era el mal supremo» (Rawls, 2010, 289).

Y es que este segundo modelo, por más que sea hoy el más exten-dido y el que goza de mayor predicamento, hace agua por todas par-tes. Parte de un concepto falso de la racionalidad, que a la vez le lleva a una idea también equivocada de la irracionalidad. Esto desemboca en errores gravísimos, como el de negar la distinción entre valores in-trínsecos y valores instrumentales, el de considerar que los primeros, caso de que existan, son completamente subjetivos e irracionales, y el de que la deliberación solo tiene cabida en el ámbito de los hechos y de los valores instrumentales. Quizá ahora se comprende por qué ha sido preciso, a lo largo del siglo XX, sobre todo durante su segunda mitad, alumbrar un nuevo paradigma, el tercero, el que hemos llama-do, y ahora se empezará a entender por qué, paradigma deliberativo.

Tercera tesis: el constructivismo axiológico

La conclusión de lo visto hasta ahora es que los valores no están intui-dos, como ha venido diciéndose durante tantos siglos, ni tampoco me-ramente sentidos, a modo de puras reacciones emocionales carentes de toda racionalidad, según se ha mantenido en el mundo moderno. Fren-te a esas dos posiciones, que cubren la práctica totalidad de la historia

CONSTRUYENDO VALORES58

de Occidente, es preciso afirmar que se hallan construidos. Lo cual nos obliga ahora a plantear la cuestión de cómo se construyen.

Todo lo que se construye lo es desde algo previo a la construcción. Los seres humanos no podemos construir desde la nada. ¿De dónde parte la construcción de los valores? ¿Cuáles son sus materiales bási-cos, las materias primas que se hallan en su punto de partida?

Como ya expuse en el volumen titulado Valor y precio, la res-puesta más rigurosa es, a mi modo de ver, la que dio Zubiri: se construye desde la realidad y dentro de la realidad. El punto de par-tida es la realidad. Pero realidad tiene aquí un sentido distinto al que es usual en nuestra lengua. Realidad no son las cosas del mun-do, sino el modo como se me hacen presentes las cosas en mi darme cuenta de ellas. El darme cuenta es el acto humano más elemental y primario. Y en ese acto, en la mera aprehensión, aprehendo algo que se me actualiza en una formalidad determinada, como siendo «en propio» o «de suyo», dice Zubiri. A eso es a lo que llama «rea-lidad». Formalidad se opone a contenido. Es obvio que en el acto de aprehensión aprehendo algo no solo en su forma sino también en su contenido. Aprehendo la mesa, la silla, la roca, etc. Todas esas cosas las aprehendo como teniendo contenidos distintos, notas dis-tintas, pero una misma formalidad que es la de realidad. Todas, en efecto, se me actualizan como en propio o de suyo reales, como for-malmente reales. El momento de formalidad es común a todas, por tanto  inespecífico,  trascendental, mientras  que  los  contenidos  son específicos y talitativos.

Pasemos de la forma al contenido. El contenido de las cosas se me actualiza en forma de notas: color, peso, dureza, etc. Todos esos contenidos  son perceptivos,  lo  cual no  significa que  las  cosas  sean en sí coloreadas, pero sí que el color nos dice algo de lo que la cosa es, nos actualiza una cualidad suya. Pues bien, esas cualidades de las cosas no solo las actualizamos por vía sensoperceptiva, sino también por vía emocional. Las emociones nos actualizan cualidades de las cosas, que son como los colores, pero de otro tipo. Estas cualidades son las que conocemos con el nombre de valores. El ver una cosa suscita en nosotros una reacción de gusto o disgusto, de tal modo que la denominamos agradable o desagradable, bonita o fea, elegante o vulgar, etc.

59LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

Todos los contenidos que aprehendemos, tanto por vía sensoper-ceptiva como por la emocional, no son resultado de una pura intui-ción, es decir, de una aprehensión directa e inmediata de las cosas. Los contenidos están siempre mediados, tienen mediaciones. Esto es algo que los diferencia radicalmente de la formalidad. Esta es inme-diata, directa, de modo que no varía nunca. La formalidad de realidad se tiene o no se tiene, pero si se tiene, hace que las cosas se actuali-cen en tanto que realidades, es decir, como siendo «de suyo» o «en propio», y no, por ejemplo, como meros estímulos que suscitan una respuesta, como parece suceder en el caso de la formalidad propia de los animales, o en los seres humanos en los que patologías neurológi-cas muy devastadoras les han hecho perder la formalidad de realidad. La formalidad es el momento invariante de la aprehensión. Pero en ella hay un momento variable, que no es igual para todos los seres humanos, ni permanece idéntico en cada uno de ellos con el paso del tiempo. Es el relativo a los contenidos. Todos los contenidos, tanto los sensoperceptivos como los emocionales, están construidos. La sensopercepción se modifica por la experiencia, la educación, el medio, las tradiciones, etc., etc. Ante la catedral de Burgos no ve lo mismo quien ha estudiado arte gótico que quien no, ni oye lo mismo una palabra inglesa quien conoce esa lengua y quién no. Y se educan también los sentimientos. Hay, como ya dijera Flaubert, una «educa-ción sentimental», que nos hace valorar las cosas de modo distinto. La percepción se educa, y la estimación también.

Zubiri ha estudiado con enorme cuidado el modo como sucede este proceso de elaboración de los contenidos. Frente a cualquier tipo de intuicionismo, que siempre afirma la captación directa de los conteni-dos, que así cobran carácter absoluto, Zubiri afirma que no hay nada permanente e idéntico a través de todos los procesos intelectivos más que la formalidad de realidad. Los contenidos, todos los contenidos, se hallan mediados y por tanto son variables, no absolutos. Y esto, aunque nos estemos refiriendo a la captación más elemental o prima-ria de contenidos, la llamada «simple aprehensión». Zubiri dice de ella repetidamente que es «libre creación». ¿Por qué? Porque para de-terminar un contenido no solo tengo que aprehenderlo en lo que llama «aprehensión primordial», sino que necesito también tomar distancia respecto de lo aprehendido de tal modo que pueda diferenciarlo de las

CONSTRUYENDO VALORES60

demás contenidos del campo, razón por la cual hay siempre un doble movimiento, que va del contenido concreto al campo o medio y de este al contenido. Si veo un bulto o escucho un sonido, el puro dato sensorial (que por lo demás nunca se da puro, porque se encuentra ya construido por lo que he visto u oído antes, por la educación que he recibido, etc.) no adquiere caracteres precisos, definidos, hasta que no lo comparo con los otros contenidos del campo, que me permiten di-ferenciarlo y así definirlo. Para aprehender algo como un árbol, tengo que comparar eso que veo con las otras cosas del campo de realidad, de modo que pueda identificarlo diferencialmente, como distinto de la piedra, o de la casa, etc. Solo tras ese rodeo por lo que «sería» la cosa en el campo, puedo volver a ella e identificarlo como árbol. El árbol en tanto que tal árbol no es objeto de aprehensión inmediata; muy al contrario, está siempre mediado, es el resultado de un complejo pro-ceso en el que intervienen múltiples mediaciones. La formalidad nos permitía decir que la cosa es «real». Pero solo a través del rodeo por lo que Zubiri llama el «sería», puedo saber lo que sería «en realidad», de  tal modo que  acabe  afirmando que «es» un  árbol. Parece que  la percepción del árbol en tanto que árbol es inmediata e indubitable, pero esto se halla muy lejos de ser así. El blanco que vemos es una construcción. En otras culturas, con otras mediaciones, lo blanco no se identifica con lo que nosotros tenemos por tal. Y hay culturas en las que faltan colores que a nosotros nos parecen obvios. La simple apre-hensión, la percepción, está ya construida a través de un rodeo por la irrealidad del «sería». ¿Sería esto un árbol? ¿Sería esto blanco? El resultado, dice Zubiri, es lo que cabe llamar técnicamente «percepto».

Esto que se dice de la percepción vale igual para la estimación. La estimación, como la percepción, parece un fenómeno primario de la mente que nos pone en contacto inmediato con la realidad. Pero esto, como se ha advertido repetidamente en la historia de la filosofía, es una ingenuidad. Los contenidos de la percepción están construidos, son el resultado de lo que impresiona nuestra retina y del modo como hemos aprendido a ver las cosas, influidos por la tradición, los usos, las costumbres, la educación, la cultura y tantas cosas más. Los psi-cólogos han aportado numerosas pruebas de que esto es así. Pues bien, exactamente lo mismo sucede con la estimación. Por más que parezca ponernos en contacto inmediato con la realidad, la estima-

61LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

ción es un fenómeno complejo en el que intervienen mediaciones de múltiple tipo, muchas de ellas culturales e históricas. Y esto vale aún más para los juicios de valor, es decir, para los conceptos y proposi-ciones sobre lo estimado. A fin de afirmar de algo que es bello o feo, necesito distanciarme de lo estimado y dar un rodeo por las demás cosas presentes en el campo de realidad, de modo que al retornar a la primera, pueda afirmarla como más agradable o más bella que la otra, etc. Es desde el campo desde el que puedo afirmar que algo es bello o feo, bueno o malo, agradable o desagradable, etc.

Pero el paso por la irrealidad puede subir de grado. En efecto, yo puedo salirme del campo de la aprehensión y pensar lo que podría ser la cosa en la realidad del mundo, es decir, más allá de la aprehensión, allende ella. En ese caso lo meramente «irreal» se me convierte en algo distinto, a lo que le corresponde con toda propiedad el nombre de «ideal». Ante la percepción de un árbol, yo puedo «idear», por ejemplo, producir bonsáis, o árboles de diferentes características, etc. Y ante la estimación intraaprehensiva de un valor, puedo idear lo que «podría ser» un mundo en el que el valor paz o el valor justicia, o so-lidaridad, estuvieran completamente realizados. Lo cual significa que tanto los datos sensoperceptivos, lo que cabe denominar «hechos», como los estimativos, cuyo resultado son los «valores», se constru-yen a varios niveles, al menos a dos. Hay un primer nivel construc-tivo que se da dentro del propio acto de aprehensión. En este hay un momento formal e inespecífico que no consiste en construcción sino en mera actualización de las cosas como «reales», y hay otro material o de contenido, que tiene carácter específico y nos lleva a construir lo que ellas son «en realidad». Pero podemos ir más allá y, a través de un proceso constructivo más amplio, que ya no se reduce a los límites de la aprehensión sino que va más allá de lo aprehendido, idear lo que «podrían ser» las cosas en la realidad del mundo. Es la construcción máxima, la más amplia que es capaz de concebir la mente humana. Si dentro de la aprehensión yo puedo juzgar un acto por comparación con otros del campo como más valioso o menos valioso, o como bueno o malo, justo o injusto, cuando doy el salto de la realidad meramente aprehendida o campo a la realidad del mundo, entonces puedo idear un mundo en el que el valor paz, o justicia, o placer, o bienestar, reinen de modo absoluto.

CONSTRUYENDO VALORES62

Así se construyen los valores. Lo cual significa que en ellos hay siempre un momento inicial de realidad, pero hay también y necesa-riamente otro momento final o terminativo de idealidad. No existiría este segundo momento sin el primero como base. Pero este no alcan-za su plenitud más que en aquel. Los valores se construyen siempre en y desde la realidad; y se construyen no solo a través del paso por el momento intraaprehensivo de irrealidad, sino también por el extra-aprehensivo de la idealidad. Los valores tienen siempre un polo ideal que les es inherente.

Me interesa analizar con más detalle este segundo momento, el de idealidad. Se da de modo invariable en todos los individuos y to-das las culturas. Todos construimos un concepto ideal de justicia, o de paz, o de bienestar, o de felicidad. La paz ideal, como Kant afir-mó, tiene que ser por necesidad una paz perpetua. Algo que nunca ha existido, pero que el propio valor paz exige desde sí mismo. Esta es la «teleología» que tanto emocionaba a Husserl. Una sociedad de se-res humanos bien ordenada, lo que Kant llama el «reino de los fines», no puede regirse por el valor opuesto a la paz, la guerra, sino que en él reinaría el valor positivo paz, y además de modo absoluto, pleno, perpetuo. Y así todos los demás valores. El momento ideal nos lleva a elaborar algo así como un «canon» en relación a ese valor, o lo que también cabe llamar, siguiendo a Kant, una «idea regulativa».

Todas las sociedades han tenido siempre que hacer esto que estoy intentando describir. La construcción tiene lugar tanto a nivel indivi-dual como en el orden social e histórico. El resultado de ese proceso es lo que llamamos «cultura». La cultura es el depósito de valores de una sociedad. Las valoraciones comienzan siendo subjetivas, precisa-mente porque tienen su origen en la estimación que llevamos a cabo los seres humanos en todo acto de aprehensión. Pero esas valoracio-nes subjetivas tienen siempre repercusión en la conducta humana, y por tanto acaban objetivándose. Esa objetivación de las opciones de valor de una sociedad es lo que constituye el contenido de la cultura. El pintor que idea un cuadro para plasmar una dimensión de la belle-za, está llevando a cabo un acto puramente subjetivo. Pero cuando pinta el cuadro, este objetiva la belleza que se propuso pintar. El va-lor meramente subjetivo se ha objetivado, y de ese modo ha entrado a formar parte del depósito cultural de una sociedad. La transmisión de

63LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

ese depósito se dice en griego parádosis y en latín traditio. Ese de-pósito es el que se transmitirá a las futuras generaciones, que a partir de él llevarán a cabo sus propias estimaciones, es decir, sus propias construcciones de valor. El puro adanismo axiológico no existe.

Un cuadro intenta plasmar un valor, la belleza. Por su propia natu-raleza, el resultado tendrá carácter estático. Pero los valores pueden expresarse también, y con ventaja, de forma dinámica. Esto es lo que ha dado lugar a todo tipo de relatos literarios: mitos, textos sagrados, folclore, poesía, epopeya, novela, narrativa, historia, crónica, etc. To-dos ellos son construcciones cuyo objeto es plasmar valores, sobre todo en su momento ideal, aunque no siempre ni necesariamente.

Aún cabe dar un paso más. Porque los valores no solo tienen ar-gumento y poseen por tanto carácter narrativo, sino que además se plasman en la vida de los seres humanos. De ahí que los relatos de valores suelan describir las vidas de personajes en que esos valores sobresalen de modo eminente. Debido a que intenta plasmarse el mo-mento ideal o de idealidad de los valores, el personaje resultante sue-le ser perfecto o cuasiperfecto, divino o cuasidivino. Eso es lo que los griegos llamaban héroe, lo que en la tradición cristiana se denominan santos, etc. Como ya dijera Scheler, los valores se plasman en perso-najes ejemplares, del tipo del genio, el héroe y el santo.

Llegados a este punto es preciso llamar la atención sobre un tema de excepcional importancia. Se trata de que en este mundo de los va-lores se produce con inusitada frecuencia un fenómeno de «cosifica-ción» o «reificación», consistente en que la construcción literaria que tenía por objeto resaltar el valor en toda su pureza, y por tanto poner en evidencia su momento  ideal, acaba  reificándose o entificándose, de modo que se hace pasar lo ideal por real. Lo que era una simple cualidad, la cualidad de valor, acaba convirtiéndose en una cosa, una sustancia. En las mitologías politeístas, como es la griega, es muy di-fícil concebir los distintos dioses como seres reales. Se trata más bien de figuras ideales que intentan dar razón de valores que juegan pape-les importantes en las vidas de los seres humanos. Solo de ese modo cabe leer, por ejemplo, los poemas homéricos. Sin embargo, es clara, dentro del propio politeísmo griego, la tendencia a hacer de esos per-sonajes ideales sujetos reales, es decir, dioses que, a semejanza de los hombres, viven en un lugar especial, detentan y ejercen poder, etc. La

CONSTRUYENDO VALORES64

reificación tiene que hacerse necesariamente con categorías terrenas, y por tanto supone la terrenalización o mundanización de los propios dioses. En la mayor parte de los politeísmos, esto lleva a identificar el poder divino con el poder terreno, y por tanto a la deificación de los poderosos, en particular los reyes, gobernantes y sacerdotes. De este modo, lo que era pura experiencia religiosa acaba degeneran-do en poder político. Eso pasó en el Egipto faraónico, y es una de las causas que se aducen del éxodo de Moisés y la proclamación de un Dios único y trascendente, que está más allá de los poderes del mundo y que precisamente por ello rechaza las otras divinidades y sus imágenes, que unas veces son estatuas, otras personas y muchas reyes, monarcas o gobernantes. El Dios de Israel rechaza todo tipo de reificaciones y se presenta como por completo trascendente. Lo «sa-grado» como categoría opuesta a lo «profano» no se aplica a realida-des del mundo (reyes o monarcas sobre todo, como en tantas culturas politeístas) sino que adquiere un sentido por completo trascendente. Esto es lo que parece haber buscado Moisés, y es también lo que más tarde intentará restaurar Jesús de Nazaret. Lo cual no fue óbice para que después de Moisés aparecieran dirigentes de ese mismo pueblo, como David y Salomón, que se atribuyeran una vez más poderes sa-cerdotales y divinos y fundaran un reino terreno pero a la vez divino, el reino de Israel. Ese reino fue relativamente efímero, pero en él se fundamentaría el posterior «monoteísmo político» que se constituyó como concepto y doctrina en la época del helenismo. «El monoteís-mo, como problema político, surgió de la elaboración helenística de la fe judía en Dios» (Peterson, 1999, 94). En él encontraría sustento el constantinismo, de tan temprana aparición y larga vida en el seno de la religión cristiana. La experiencia de la historia de las religiones es que si bien las religiones tienen en su origen una fuerte experiencia del valor propiamente religioso, con el paso del tiempo se convierten en poderes políticos, sociales y culturales, lo que acaba dificultando, cuando no dando al traste con la propia experiencia religiosa. Y en cuanto se produce esa transformación, empieza a dominar en ellas el factor moral sobre el propiamente religioso, quizá por su mayor eficacia como elemento de control social. El resultado es que acaba confundiéndose la religiosidad con el cumplimiento de un cierto nú-mero de preceptos morales, mediante ritos obsesivos o cuasi-obsesi-

65LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

vos, y en cualquier caso heterónomos. Es el nomismo, una constante en la evolución histórica de las religiones.

En cuanto se reifican los relatos de valor y se convierte a sus pro-tagonistas ideales en sujetos reales, se les transforma en dioses, por-que solo en ellos los valores pueden darse en plenitud. Y una vez transformados en realidades, en seres o sustancias, en dioses, es ló-gico que tienda a producirse el paso del politeísmo al monoteísmo, porque seres perfectos, plenos, omnipotentes, etc., no puede haber más que uno. El dios monoteísta, como puede verse en la tradición judía, es un dios celoso, que no admite competencia. Y en el caso de la religiosidad griega, es sabido que la llamada religiosidad fisiológi-ca, propia de los filósofos pre- y postsocráticos, es ya claramente mo-noteísta. El ejemplo paradigmático de esto es el dios de Aristóteles.

La mente humana tiende de modo natural y casi imperceptible a convertir las meras cualidades en realidades, en cosas, en sustancias. Dicho  en  términos  filosóficamente más  precisos,  la mente  humana tiende a entificar todo. Ello se debe a que no entiende más que aque-llo que entifica,  es decir,  lo que convierte en objeto del mundo. El problema es que hay cosas que no forman parte del mundo ni pueden darse en él. Todos estamos convencidos de que la paz perpetua no se ha dado nunca ni se dará en el mundo. Y lo mismo la justicia perfec-ta, etc. El momento de idealidad de los valores no es mundano. Por eso no podemos entificarlo sin, a la vez, traicionarlo. Si yo tomo el valor sagrado y lo convierto en un ente al que llamo dios, estoy lle-vando al límite un valor. Ese límite lo concebí como ideal, y por tanto como algo ajeno al mundo, distinto de él y que por eso mismo no po-día convertirse en ente, que es la característica definitoria de las cosas propias del mundo. Ahora, por el contrario, entifico el valor; es decir, lo conceptúo con las categorías de los entes. Pero si hago esto estoy traicionándolo, porque he pasado de concebirlo como ideal a afirmar-lo como real. Es un paso ilícito, que no puede llevar más que a desca-rríos. Tal es lo que quiso decir Heidegger al tachar todo ese proceso de «ontoteología». El resultado ya no es una cualidad trascendente, sino un oxímoron, un objeto mundano pero incompatible e incon-mensurable con las cosas del mundo. En efecto, cuando se entifican los valores ideales, las paradojas empiezan a surgir. Eso es lo que le pasó a Platón con las ideas puras, de modo que nunca pudo resolver

CONSTRUYENDO VALORES66

a lo largo de su vida el conflicto entre ellas, ni por tanto ordenarlas en un sistema por completo coherente. Lo intentó repetidas veces, sin ver sus esfuerzos coronados por el éxito. Y lo mismo sucede cuando los valores perfectos se consideran atributos de una realidad perfecta. El resultado es un ser con cualidades o valores contradictorios entre sí. Y es que los valores, como Hartmann señaló, son «antinómicos». La expresión la tomó Hartmann probablemente de Kant, quien en la Crítica de la razón pura la define como «el conflicto de una ilusión surgida del hecho de aplicar la idea de totalidad absoluta, que solo es válida como condición de las cosas en sí, a fenómenos que única-mente existen en la representación» (KrV, A 506, B534. Kant, 1988, 447).

De esa manera, los dioses se convierten necesariamente en tiranos. Esto cabe ponerlo en relación con lo que Hartmann describió con el nombre de «tiranía de los valores». Cualquier valor, llevado hasta sus últimas consecuencias, se transforma en tirano, porque lesiona otros muchos valores. El «llevado hasta sus últimas consecuencias» significa aquí que se le convierte en ente, en sujeto real conceptuado con las categorías del mundo, pero absoluto, perfecto. Absolutizamos un valor al entificarlo en una realidad absoluta, y la consecuencia es que tiraniza todos los demás. Cuando se dota de realidad a un sujeto absoluto en el que se realizan completamente todos los valores, que eso es lo que se denomina Dios, el resultado no puede resultar más que paradójico. Esto es algo conocido desde siempre. Si en Dios se da de modo absoluto un valor, la misericordia, perdonará todo y a todos, pero si se da de modo absoluto la justicia, castigará a quienes hayan actuado mal. Y ambas cosas son incompatibles. Como lo es también la omnisciencia y la libertad humana, o la bondad absoluta y el mal en el mundo, etc. Esto se suele resolver apelando a la catego-ría de misterio. Pero la raíz de todo está en la sustantivación de esas cualidades de valor, que solo tienen validez dentro de los límites del mundo, y que si bien tenemos que proyectar en un horizonte ideal, no estamos nunca legitimados a sustantivarlas, es decir, a convertirlas en realidades, o a afirmar como real un ser en el que se den todos esos valores de modo pleno. El resultado de este proceso mental no puede ser más que contradictorio e incomprensible. Lo cual no quiere decir que no haya un valor muy importante que es el religioso, la eusébeia

67LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

o pietas, la piedad o gratitud ante todo aquello que recibimos sin me-recimiento por nuestra parte, aunque no comprendamos muy bien su origen. Ese valor es previo e independiente a la aceptación o no de una realidad trascendente llamada Dios. De hecho, es más respetuosa con esa posible realidad que muchas de las teologías especulativas, que hablan de él como si de un ente mundano más se tratara. La teo-logía especulativa usa y abusa de la denominada «vía de eminencia», aplicando a la realidad divina predicados extraídos de las realidades del mundo. De ahí que incurra continuamente en el fenómeno de la «antinomia». No es un azar que junto o frente a ese modo de aproxi-marse a la realidad divina, haya habido siempre otro, el propio de la llamada «vía negativa», que no cree correcto aplicar a Dios predica-dos positivos extraídos de las realidades del mundo. Es el tema de las «nadas» o las «noches» tan propias de la literatura mística, así como de buena parte de la religiosidad oriental. Y de ahí también que la fenomenología de la religión haya convertido en central la categoría de «misterio» (Juan Martín Velasco). Dentro de la propia tradición cristiana, esto es lo que ha dado lugar a toda una corriente conoci-da con el nombre de «teología de los misterios» (Odo Casel, Viktor Warnach). No debe olvidarse que el término mystérion se tradujo en el lenguaje teológico por sacramentum, entendido como el orden de lo trascendente y sagrado, a diferencia de lo mundano y profano. No resulta incompatible, pues, la llamada via negationis con la teología en general, y con la cristiana en particular. Tampoco es incompati-ble con el hecho de que la divinidad pueda revelarse positivamen-te en el mundo. Pero esa revelación positiva utilizará por necesidad mediaciones mundanas, y para interpretar lo que en ella es auténtico mensaje religioso, siempre será necesario echar mano de un criterio hermenéutico, que no puede ser otro que el descrito. De no ser así, se estará convirtiendo a Dios en un ídolo.

La conversión de los valores ideales en entes o realidades abso-lutas, o en propiedades de una realidad absoluta, tiene siempre con-secuencias desastrosas. Como se trata de una realidad absoluta, ante ella no cabe otra actitud que la sumisión absoluta y por tanto la abso-luta obediencia. La «piedad» o «gratitud» se convierte en latreía, tér-mino que se traduce por servicio divino y también por «adoración». La divinidad exige culto de latría, entendido las más de las veces

CONSTRUYENDO VALORES68

como absoluta sumisión o total obediencia. Tal es la interpretación más común de la kénosis, vaciamiento o aniquilamiento. Ahora bien, como ya hemos visto antes, al entificar los valores estamos conside-rando como propiedades reales lo que son realmente construcciones humanas ideales, que tienen sentido en tanto que ideales, pero que lo pierden en cuanto intentan convertirse en propiedades de un ser real.

Aún hay más. Porque al sustantivar las categorías ideales, que son construcciones humanas, estamos intentando someter lo trascendente a nuestras categorías, es decir, estamos convirtiendo, por utilizar la terminología de Heidegger, al ser en ente. Si el ser es fundamento del ente, no puede ser ente, por más que no nos sea accesible más que en y a través del mundo de los entes. Pero eso no nos legitima para hacer del fundamento un ente más. Si al fundamento le aplicamos categorías del mundo, como si de un ente se tratara, entonces el dios se nos ha convertido en un ídolo. La sumisión y adoración a un ídolo tiene un nombre preciso, que es idolatría.

El tratar el momento ideal de los valores como si fuera real, con-duce necesariamente a la llamada «tiranía de los valores». Es lo que cabe denominar la «violencia axiológica». Pues bien, cuando se enti-fica el momento ideal de los valores, cuando tales valores se convier-ten en propiedades de un ser omnipotente y absoluto, esa tiranía ad-quiere la forma de «violencia sagrada». Esta no se da en el comienzo de las distintas religiones, en el puro cultivo de la experiencia religio-sa, pero aparece inmediatamente que se produce el fenómeno de la reificación o entificación, tanto en las religiones politeístas como en las monoteístas. Estas últimas, y más en concreto las llamadas reli-giones del libro, se caracterizan por afirmar unos textos como revela-dos, y por tanto absolutos, y exigir absoluta obediencia a los manda-tos que el dios ha dictado a través de esos textos o de sus mediadores sagrados. He aquí la descripción que de ellas hace Assmann:

[A estas últimas religiones] son comunes  las características de mo-noteísmo, religión revelada o del libro y religión universal, aunque podamos preguntarnos si el budismo es realmente un monoteísmo, si el judaísmo es realmente una religión universal o, incluso, si el cristianismo es realmente un monoteísmo y una religión del libro. Pero es común a todas las nuevas religiones un concepto de ver-

69LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

dad enfático. Todas ellas se basan en una distinción entre religiones verdaderas y falsas y predican sobre esa base una verdad que no es complementaria respecto de otras verdades, sino que sitúa a todas las demás verdades tradicionales o rivales en el ámbito de lo falso. Esta verdad exclusiva es lo auténticamente nuevo, y su carácter novedoso, exclusivo y excluyente, se distingue también claramente en la forma de su comunicación y codificación. Esta verdad, según se entiende a sí misma, ha sido revelada a la humanidad; de ningún modo habrían podido los hombres llegar hasta esta meta por sus propias fuerzas, mediante la experiencia acumulada durante generaciones; y ha sido fijada en un canon de escritos sagrados, puesto que ningún culto ni rito habría sido capaz de preservar esta verdad revelada por siglos y milenios. De la capacidad de universalización de esta verdad reve-lada extraen las religiones nuevas o secundarias su energía antago-nista, que las capacita para reconocer y excluir lo falso y explicitar detalladamente lo verdadero en una estructura normativa de directri-ces, dogmas, reglas de vida y doctrinas de la gracia. Gracias a esta energía antagonista, y a la certeza de lo que es inconciliable con lo cierto, recibe esta verdad su profundidad, sus perfiles definidos y su capacidad para guiar la conducta. Por ello puede designarse quizá de la manera más adecuada a estas nuevas religiones con el concepto de «contrarreligión». Estas religiones, y solo estas, tienen, junto a la verdad que predican, también un antagonista al que combaten. Solo ellas conocen herejes y paganos, doctrinas heréticas, sectas, supersti-ciones, idolatría, magia, ignorancia, falta de fe, herejía y lo que todos estos conceptos puedan indicar como aquello que ellas denuncian, persiguen y excluyen como manifestación de lo falso. (Assmann, 2006, 10)

Es significativo el nombre de «contrarreligión» que utiliza Assmann. Si definimos la religión por la experiencia religiosa que hemos des-crito, entonces este sistema absolutista, nomista y excluyente apare-ce no como religioso sino como lo contrario. Cuando Moisés baja del monte Horeb y proclama ante su pueblo los diez mandamientos, añade: «Cuidad, pues, de proceder como Yahvéh vuestro Dios os ha mandado. No os desviéis a derecha ni a izquierda. Seguid en todo el camino que Yahvéh vuestro Dios os ha trazado: así viviréis, seréis

CONSTRUYENDO VALORES70

felices y prolongaréis vuestros días en la tierra que vais a poseer» (Deut 5, 32-33).

Poco a poco, el nomismo desplaza a la experiencia religiosa. Y con ello cobra cuerpo la violencia sagrada que afirma la verdad pro-pia como absoluta, convirtiendo el cuerpo doctrinal en exclusivo e imponiéndolo incluso por la fuerza. Esta violencia viene producida por el fenómeno antes descrito, la atribución a una realidad absoluta las propiedades construidas por la mente humana como ideales axio-lógicos o de valor, que al absolutizarse exigen un absoluto cumpli-miento y por tanto se convierten en tiranos. La violencia es el resulta-do de esa tiranía axiológica, debida a la sustantivación del momento ideal de los valores.

El caso de la religión cristiana es particularmente significativo. En su origen, nace para superar esas características propias de la religiosidad nomista judía. Dicho de otro modo, la vivencia religio-sa de Jesús de Nazaret es, precisamente, la propia de la actitud de reconocimiento de los dones recibidos y la respuesta agradecida y amorosa. Por eso es la religión del amor. Si hay algo original en su mensaje es la idea de agápe, amor agradecido. Todo es gracia. La gran novedad del mensaje de Jesús es la lucha denodada por supe-rar el esquema propio de las religiones institucionalizadas. De ahí que la crítica de estas religiones no solo no tiene por qué afectar al cristianismo, sino que más bien debe de ser acicate para su purifica-ción, volviendo a sus verdaderos orígenes. Y además demuestra que el problema es el de la religiosidad inclusiva o excluyente, tolerante o impositiva, basada en el amor o en el temor, intrínseca o extrínse-ca. Pero sucede que muy pronto el cristianismo asumió la mayoría de los caracteres de las religiones que había criticado y quería supe-rar, hasta convertirse en una más de ellas. Ese ha sido el cristianis-mo histórico, aunque no, desde luego, el cristianismo originario. Es más, cabe decir que Jesús fue víctima de la violencia sagrada, y que a ella debió su persecución y muerte por parte del judaísmo. Al pro-poner una religiosidad pura en el seno de una religión fuertemente institucionalizada, estaba condenándose a la exclusión, e incluso a la muerte, como así sucedió. Así lo proclama el himno de la carta a los filipenses (Fil 2 8). Ese es también el sentido que tiene el que tras Pentecostés los apóstoles se orientaran hacia los pueblos gen-

71LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

tiles, abandonando la disciplina judaica. Y tal es también el sentido de toda la teología paulina, muy en particular la de la carta a los romanos. Lo que debe constituir el núcleo de la vivencia cristiana no es el cumplimiento de la ley sino la fe en Jesús, es decir, en su modo de vivir la religiosidad intrínseca y primaria. Él es el mode-lo. La conversión de Pablo es la ruptura con el judaísmo entendido como religiosidad nomista, a favor de una religiosidad nueva, ra-dical e intrínseca. La gran pregunta es si esto consiguió llevarlo a cabo de modo completo y coherente, o por el contrario puso en sus cartas las bases de lo que ha acabado siendo el cristianismo históri-co. De ser esto así, habría que concluir que la religiosidad primaria cristiana quedó limitada a la propia religiosidad de Jesús de Nazaret y quizá de sus discípulos.

Hasta aquí hemos analizado la tiranía a que conduce el valor re-ligioso una vez que se sustantiva. Pero la tiranía de los valores no es privativa del valor religioso. Afecta a cualquier otro. Así, hay tiranía del valor político, cuando este intenta absolutizarse y convertir en realidad una ciudad ideal. El ejemplo paradigmático es la República de Platón, en la que la función del gobernante es plasmar las ideas puras en el ámbito de la pólis, es decir,  identificar, una vez más, el mundo ideal con el real, reificar lo que es puramente ideal. Para con-seguir esto, «la armonía de los ciudadanos», deberá utilizar tanto «la persuasión como la fuerza» (Rep VII 5: 519 e. Platón, 1969, III, 10). Los artesanos y obreros, prosigue Platón, «deben ser esclavizados» por el buen gobernante, aquel «que lleva en sí el principio rector divi-no» (Rep IX 13: 590 d. Platón, 1969, III, 137) De este modo se con-seguirá la armonía entre la ciudad patria y la que denomina «ciudad interior» (Rep IX 13: 592 a,b. Platón, 1969, III, 139). Esta dicotomía se encuentra probablemente en el origen de la versión teológica que de ella hizo Agustín de Hipona en la Ciudad de Dios. El problema está siempre en lo mismo, en la confusión del orden ideal con el real. Si el orden ideal no se da aquí, en este mundo, como parece sugerir Platón en el último pasaje citado (en contraste con lo que afirma en otros muchos) tiene que haber un lugar en el que eso sea posible. Es la «ciudad celeste» de que habla Pablo (Fil III 20). A la postre siem-pre se trata de lo mismo, de sustantivar el mundo de los valores. En Platón esto se produce en el mundo de las ideas puras, y en Agustín

CONSTRUYENDO VALORES72

de Hipona en el reino celestial, concebido, en ambos casos, como la sustantivación perfecta del mundo de los valores.

Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el des-precio de Dios, la de la tierra, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la del cielo. La una se gloría en sí, la otra en el Señor; una busca la gloria de los hombres, y la máxima gloria de la otra es Dios según el testimonio de la conciencia. La una, llena de orgullo, cami-na con la cabeza elevada, y la otra dice a Dios: «Tú eres mi gloria, el que realza mi cabeza» (Sal 3, 4). En una los príncipes son dominados por la pasión de mandar a sus súbditos, y en la otra los príncipes y los súbditos se ayudan mutuamente con caridad, los gobernantes acon-sejando y los súbditos obedeciendo. Una ama su propia fuerza en la persona de sus soberanos, y la otra dice a Dios : «Que yo te ame, Se-ñor, mi fuerza» (Sal 17, 2). De modo que aquellos sabios que viven según el hombre, van buscando los bienes del cuerpo o del alma o de ambos, y si algunos han conocido a Dios, «no honraron a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en vanos razonamientos y su insensato corazón se entenebreció, jactándose de ser sabios» (Rom 1,21), y de ese modo adoraron a los ídolos y se convirtieron en diri-gentes de los pueblos o en seguidores suyos, «y sirvieron a la criatura en vez de al Creador, que es bendito por los siglos» (Rom 1, 25). En la otra ciudad, por el contrario, no hay sabiduría sino piedad, la que se tributa rectamente al verdadero Dios, esperando el premio en la sociedad de los santos, es decir no solo de los hombres sino también de los ángeles, «para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15,28) (De Civitate Dei XIV, 28. Agustín de Hipona, 1845, col. 436)

La absolutización del valor religioso, o del valor político, o de ambos a la vez, como en el caso de Agustín, lleva necesariamente a la tiranía en forma de violencia, sagrada o política, o ambas. Estas han sido las absolutizaciones axiológicas más frecuentes en la historia. Pero ambas son tributarias de otra no menos grave y de la que se tiene menor con-ciencia. Se  trata de  la absolutización filosófica,  la  absolutización del valor verdad. Este fue el gran tema de la filosofía desde sus orígenes en Grecia, que ya se encuentra claramente formulado en el poema de Parménides. El ser tiene que serlo siempre, y la verdad ha de ser abso-

73LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

luta o no es verdad. Tal es el origen de la teoría platónica de las ideas. Y esto es lo que canonizará Aristóteles en su lógica con el nombre de «razonamiento apodíctico» o filosofema. El modelo de razonamiento apodíctico ha sido siempre la matemática, que los griegos convirtieron por vez primera, precisamente, en disciplina apodíctica o demostrati-va. Las verdades tienen que ser universales, necesarias y eternas. Una verdad a medias no es verdad. A todo lo que no sea eso, se le califica inmediatamente de relativismo. Eso que en la historia de las religiones se ha bautizado, con razón o sin ella, con el nombre de «la distinción mosaica», que una religión es la verdadera y todas las demás son falsas y hay que luchar contra ellas, que la verdad es una, absoluta, inmutable y eterna, por tanto divina, y que esa es la verdad de una religión deter-minada, que por ello debe oponerse a toda otra forma de religión; eso mismo es lo que en filosofía se ha dado en lo que cabe denominar «la distinción parmenídea», que el verdadero conocimiento filosófico ha de ser universal, absoluto, necesario y eterno, y que es preciso sepa-rarlo y enfrentarlo a todo otro conocimiento, que por definición es solo relativo y por ello mismo falso. Algunos autores, como Assmann, han llamado la atención sobre el paralelismo entre estos dos fenómenos, uno  religioso,  el  propio  de  la  tradición  israelita,  y  otro filosófico,  el específico de la cultura griega. Ello permitiría explicar por qué conge-niaron tan fácilmente uno y otro, y por qué a las religiones del libro, la judía, la cristiana y la musulmana les fue tan fácil asumir la filoso-fía griega como matriz para la construcción de su propia teología. De igual modo que la experiencia religiosa primaria acabó siendo oscure-cida por las religiones institucionalizadas, así también la experiencia filosófica primaria, como se ha puesto en claro en el siglo XX a partir, sobre todo, de la obra de Heidegger sobre los orígenes de la filosofía griega, es mucho más elemental a la vez que más profunda que los sistemas dogmáticos y apodícticos que pronto se hicieron con el po-der filosófico. Esta filosofía apodíctica, presente ya en Parménides y en Platón, viene a corresponderse con lo que Heidegger ha llamado, con toda razón, «ontoteología».

Todo lo dicho hasta aquí explica muchas cosas, casi todas más pretéritas que actuales. El pensamiento apodíctico ha entrado en cri-sis en la cultura occidental a partir de mediados del siglo XIX, tanto en el caso de las religiones (este es el sentido de la expresión «Dios

CONSTRUYENDO VALORES74

ha muerto», tan repetida a partir de entonces, y que como bien ha señalado Heidegger lo que quiere decir es que el dios ontoteológico ha perdido su anterior vigencia),  como en el de  las filosofías  (algo evidente ya en Nietzsche y que desde entonces no ha hecho más que ganar en amplitud y profundidad). Esta crisis del pensamiento apo-díctico debe mucho al progreso de la ciencia experimental, que des-de mediados del siglo XIX abandona su anterior pretensión, presente aún  en Galileo y  en Newton,  de hacer  de  las  leyes  científicas pro-posiciones apodícticas, para asumir con todas sus consecuencias la idea de que las proposiciones científicas no son nunca definitivas y tienen que estarse contrastando continuamente con los nuevos datos experimentales; por tanto, que no son absolutamente verdaderas. El método científico no hace más que «verificarlas», que es algo distin-to, puesto que la verificación es siempre provisional y está abierta a rectificaciones futuras. Como ha escrito Zubiri, «verificar, es ir veri-ficando». De ahí que hoy se considere que no puede decirse ni que estén verificadas, sino solo que con los datos hasta ahora disponibles no podemos probar que sean falsas. Eso es lo que desde Popper se conoce con el nombre de «falsación». También en el orden científico, como vemos, cabe hacer la distinción entre una cientificidad primaria y otra secundaria o apodíctica. Y en ese orden, como en los otros an-tes citados, el religioso y el filosófico, la gran tarea del último siglo y medio ha sido superar el concepto de cientificidad secundaria.

El problema es que esa superación ha llevado frecuentemente, en ciencia como en filosofía y en religión, al extremo opuesto. De negar la sustantivación del valor religioso se ha pasado a negar la religiosi-dad, es decir, la experiencia del don y la respuesta piadosa y agrade-cida, de igual modo que de negar la sustantivación del valor filosófi-co, la verdad, se ha pasado a negar esta. Dicho en otros términos, la crítica a la sustantivación de los valores ha llevado a la negación de cualquier tipo de objetividad y racionalidad de los valores, sobre todo de los valores llamados intrínsecos. Los únicos que han quedado son los valores instrumentales, pues estos sí resultan operativos y mane-jables. Y como los valores instrumentales se miden en unidades mo-netarias, resulta que en la cultura occidental, a partir del siglo XVIII, se ha producido la sustantivación y absolutización de un valor, el va-lor instrumental por antonomasia, que es el valor económico, de tal

75LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

modo que cualquier otro valor que no sea cuantificable en unidades monetarias, deja de tener sentido.

Todo este amplísimo fenómeno de la entificación y absolutización del momento ideal de los valores genera en los seres humanos un conjunto de conductas que cabe calificar de «fundamentalistas», «fa-náticas» y «sectarias». Estas no se dan solo en el orden religioso, sino también en el político, en el filosófico, en el científico y en el eco-nómico. Cualquier valor puede absolutizarse y sustantivarse, dando lugar a ese tipo de conductas. Todas ellas son perfectamente conoci-das tanto en su vertiente psicológica como en la psicopatológica. La tolerancia no puede venir más que del retorno a la consideración del momento ideal de los valores como estrictamente irreal, es decir, a lo que cabe llamar «axiología primaria», frente a la que ha sido más común en la historia de Occidente, la «axiología secundaria». Los valores no son cosas, ni por tanto pueden entificarse. Lo cual no obs-ta para que sean el polo o referente que ha de orientar la acción hu-mana. Husserl les atribuyó una función «teleológica». Habida cuenta de la carga histórica del término teleología, resulta preferible verlos como «ideas reguladoras» que poseen lo que Kant denominaría ca-rácter «canónico» pero no «deontológico». Los valores no dicen lo que hay que hacer en situaciones concretas. Esto es lo propio del ter-cer momento de todo proyecto humano, el específicamente moral, el de determinar lo que «debe» hacerse. El primer momento, como ya vimos, era el propio de los «hechos»; el segundo es el específico de los «valores»; y el tercer momento es el característico de los «debe-res». El deber no se identifica con el valor, precisamente porque los valores son ideales, en tanto que el deber es real, razón por la que ha de tener en cuenta las circunstancias del caso concreto y las conse-cuencias previsibles. Confundir de nuevo el momento ideal con el real, los valores con los deberes, es el origen de todo tipo de totalita-rismos (fanatismo, fundamentalismo, sectarismo, etc.).

Los valores ideales no pueden confundirse con los deberes por va-rias razones. En primer lugar, porque, según hemos visto, los valores son «antinómicos», y por tanto en buena medida contradictorios, de tal modo que no resultan del todo compatibles, ni forman un sistema por completo coherente. Esto significa que el deber no puede identi-ficarse con la pura realización de los valores, porque esa realización, 

CONSTRUYENDO VALORES76

si se piensa como completa o absoluta, resulta imposible dado su ca-rácter antinómico. En orden a la determinación de los deberes, esa antinomia  recibe  un  nombre  propio,  que  es  el  de  «conflictividad». Los valores son conflictivos en situaciones reales, entran en conflic-to, razón por la cual no podemos realizarlos todos a la vez. De ahí que el momento del deber no se identifique sin más con el momento del valor. Por otra parte, el deber es distinto del valor porque siempre se lleva a cabo en condiciones reales, y por tanto teniendo en cuenta no solo los valores en conflicto, sino también la ponderación de las circunstancias y la previsión de las consecuencias.

Un ejemplo aclarará esto. Pensemos en el valor justicia. Todos reaccionamos ante sucesos de la vida cotidiana afirmando que son in-justos. Nos sale espontáneamente, sin pensarlo. Vemos en la televisión las masacres continuas de personas inocentes y desvalidas y saltamos diciendo que es una atrocidad, una injusticia. La cuestión es qué que-remos decir cuando afirmamos tal cosa. Y la respuesta no puede ser más que una: en una sociedad de seres humanos bien ordenada, el valor que debería imperar como ley es el de justicia y no su opuesto. La justicia es un valor ideal, aquel que debería regir en una sociedad de seres humanos bien ordenada. Esto permite entender que el reino de Dios cristiano lo describa la liturgia como un reino de «verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, amor y paz», o que el paraíso del proletariado de Marx se concibiera como el lugar de la perfecta justicia, etc. Todos, de algún modo, estamos pensando en un mundo ideal en el que la justicia reinara y la injusticia no tuviera cabida. In-cluso podemos especificar los rasgos fundamentales de ese concepto ideal de justicia, como ha hecho Rawls en su célebre libro, a través del artificio de la «situación original». Pero eso no nos dice, ni nos puede decir qué hacer en concreto; funciona solo como canon o idea regu-ladora. Para determinar nuestros deberes de justicia hay que incluir muchas otras variables, las del mundo real, que además darán lugar a programas políticos distintos, liberales, conservadores, progresistas, etc., etc. Confundir la idealidad de los valores con la realidad de los deberes conduce de modo irremediable y necesario al fanatismo.

Concluyendo: el esencialismo y ontologismo de los valores, que ha ido por lo general unido al intuicionismo gnoseológico, ha dado lugar a la absolutización de uno o varios valores respecto de los de-

77LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

más. Una vez sustantivados, los valores se identifican con los debe-res; de canónicos pasan a ser deontológicos. Esto lleva a una especie de «latría», de «axiolatría», que conduce necesariamente a la «vio-lencia axiológica». La no confusión del momento ideal de los valores con su realización concreta, y el conocimiento de su carácter «an-tinómico», «conflictivo» y «tiránico», son requisitos  indispensables para diferenciarlos de los deberes. Reconocer su condición ideal e identificar  las otras características que acabamos de reseñar,  resulta indispensable para que puedan aceptarse como deberes tanto la tole-rancia como el respeto del discrepante.

Pero en la construcción de los valores hay otro peligro que es, de algún modo, el opuesto al anterior. Se trata del subjetivismo, el con-siderar que los valores son emociones puramente subjetivas e irra-cionales, carentes de toda lógica y que debemos tolerar o respetar pero no entender, y menos argumentar. Del absolutismo axiológico pasaríamos, pues, al puro relativismo. Tal es lo que aducen como ar-gumento los partidarios de la primera de esas posturas, que caso de no afirmar los valores como absolutos se cae necesariamente en esta segunda.

La segunda actitud, la más frecuente hoy en día, es la que ha dado tan mala fama a los valores en el mundo de la filosofía y de la éti-ca. Esto de los valores es tan emocional y errático que sobre ello no cabe fundar nada consistente. Se trata de puras arenas movedizas sin ninguna consistencia. Vayamos, pues, a cosas más firmes y sustan-tivas, como los principios o las normas, porque solo así podremos fundamentar una ética. Y si de valores hablamos, entonces que se en-señen los que de veras merecen la pena, los consistentes, los de toda la vida, que son los que yo defiendo. En el debate sobre la asignatura de «educación para la ciudadanía», esto es lo que se hallaba en la base del conflicto. Como los valores son tan proteiformes, lo que hay que conseguir es que se enseñen los valores que son los verdaderos. Naturalmente, para la Iglesia católica eran unos, y para el gobierno socialista eran otros, a veces sensiblemente distintos.

De ahí la importancia de que en esta tercera tesis se diga cómo se construyen valores, o cómo debe llevarse a cabo su construcción. Para ello, nada mejor que volver sobre un término que ya ha salido a lo largo de este recorrido, que es el de «deliberación». En la prime-

CONSTRUYENDO VALORES78

ra de las tesis la deliberación quedaba limitada a los dirigentes, ya eclesiásticos, ya civiles, de modo que todos los demás no tenían otra misión más que la de obedecer. Los dirigentes decían a los demás lo que era correcto e incorrecto y lo que debían hacer. La deliberación se convirtió así en consilium, en el sentido medieval de este término. En la segunda, como hemos visto, la deliberación cobró sentido dis-tinto. No hay valores más que instrumentales y si bien los valores son irracionales, se constituyen en fines de nuestros actos que determinan los medios a utilizar. En la búsqueda de los medios adecuados sí es posible y hasta necesaria la deliberación, que por tanto consiste en el ejercicio de un tipo de racionalidad que, con toda precisión y justeza cabe denominar racionalidad instrumental. Los valores no son racio-nales pero los instrumentos sí, y la deliberación tiene por meta iden-tificar los mejores instrumentos para el logro de los fines propuestos. Tal es el objetivo de la denominada teoría de la elección racional.

Este segundo modo de entender la deliberación ha evitado vicios muy importantes que sesgaban el primero. Pero a su vez ha caído en otros nuevos. En primer lugar, porque no está dicho que todos los valores sean puramente instrumentales, y no sea preciso diferenciar estos de otros que han venido denominándose desde antiguo valo-res intrínsecos o valores en sí. Estos son los que tienen valor por sí mismos, sin referencia a cualquier otra cosa o cualidad distinta. Les sucede lo contrario que a los valores instrumentales, que si se lla-man así es porque su valor no lo tienen por sí mismos sino como instrumentos al servicio de algo distinto de ellos mismos. Eso al ser-vicio de lo cual están y que les dota de valor son, precisamente, los valores intrínsecos. Los valores instrumentales pueden cuantificarse (Bentham se dio perfecta cuenta de ello), y por tanto cabe traducirlos en unidades monetarias, pero no así los intrínsecos. Estos son valio-sos por sí mismos y con independencia de todo lo demás. Lo cual quiere decir que si se convierten en instrumentos para otra cosa, se pervierten. Ahora bien, eso es lo que ha sucedido en la época moder-na. Es uno de sus mayores sesgos, del que es preciso desprenderse.

Pero hay otro sesgo no menos grave. Se trata de la falta de racio-nalidad. Los valores, no hay duda, son emocionales, y esto lo vieron muy bien los emotivistas británicos de finales del siglo XVII y prin-cipios del XVIII: Shaftesbury, Hutcheson, Locke, Smith. Pero eso no

79LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

significa que sean irracionales. Hoy, en la época de la llamada «inteli-gencia emocional», parece claro que nada es puramente racional y sin mezcla de emocionalidad ninguna. Y si esto es así, cabe pensar que también lo será que nada es puramente emocional y sin mezcla de ra-cionalidad ninguna. No es posible dividir la mente en compartimentos estancos incomunicados. Los valores son emocionales, lo que signifi-ca que no pueden ser racionales en el sentido de los teoremas matemá-ticos o de las proposiciones apodícticas, pero no en el de que no quepa razonar sobre ellos y que no puedan ni deban ser «razonables». No se trata de la razonabilidad de los medios o los instrumentos, como en el modelo segundo, sino de la razonabilidad de los valores en tanto que tales. Esta razonabilidad viene exigida por la propia estructura de los valores, que como ya hemos visto encierra fenómenos tan azorantes como  la  «antinomia»,  la  «conflictividad»  y  la  «tiranía».  La  gestión irracional de los valores, o su gestión con categorías apodícticas, con-duce irremisiblemente a ese tipo de paradojas. De ahí que los valores, y más en concreto los valores intrínsecos, tengan su «lógica», que es preciso conocer con precisión. Esa lógica es la propia de los que Aris-tóteles denominó «razonamientos dialécticos» y «razonamientos retó-ricos». Y qué casualidad, en ellos es donde la deliberación resulta no solo necesaria sino imprescindible.

¿Cómo construimos nuestros valores? Ya vimos, siguiendo a Zu-biri, que se construyen siempre desde la realidad como formalidad, y sin salir de ella (lo que, entre otras cosas, resultaría imposible). La formalidad viene dada y es invariante, en tanto que el contenido he-mos de construirlo. ¿Cómo lo construimos? La respuesta no puede ser más que una: deliberando. Esa deliberación tiene siempre dos niveles. El primero es ideal: siempre que yo quiero hacer algo, he de comenzar proyectándolo. El proyecto es siempre ideal: proyecto hacer algo que aún no es y que creo que es bueno que sea, que debe de ser. El pro-yecto es necesariamente el resultado de una deliberación, bien indivi-dual, bien colectiva. Luego, hay que llevarlo a cabo, ponerlo en obra, realizarlo. El momento ideal tiene que pasar a ser real. Ese paso tiene siempre el mismo objetivo: añadir valor a aquello de que partimos. Lo cual exige trabajar con la realidad a fin de transformarla. Y como la realidad es siempre concreta, es esta realidad, con sus circunstancias y consecuencias concretas, resulta que también hay que deliberar sobre

CONSTRUYENDO VALORES80

este segundo momento, para ver cómo y hasta qué punto puedo rea-lizar el proyecto. Nunca lo conseguiré realizar plenamente. Si, como hemos dicho, el objetivo es añadir valor a la realidad, realizar valores, resultará que nunca consigo agotar la realización de valores y que por tanto siempre quedará una inmensa tarea que hacer por delante.

Una vez que llevo el proyecto a cabo, el valor se plasma, se reali-za en algo. El pintor que proyecta pintar un cuadro, cuando lo termi-na ha plasmado un valor, la belleza, en ese cuadro. No habrá agotado el valor belleza, pero ha conseguido añadir algo de valor, en este caso estético, a la realidad. Y ese valor, una vez plasmado, entra a formar parte del espíritu objetivo, independizándose del espíritu subjetivo del autor que le dio a luz. Ese depósito objetivo de valores es lo que llamamos cultura. Todo lo que hace el ser humano sobre la tierra es transformar la naturaleza en cultura, a través de añadirle valor me-diante el trabajo. Cultura no hace solo quien pinta un cuadro, sino también quien ara la tierra o limpia una calle.

La construcción de los valores tiene, pues, una dimensión subje-tiva, la de quien concibe el proyecto, y otra objetiva, la del producto realizado que entra a formar parte del espíritu objetivo, del mundo de la cultura. Estos valores constituyen un depósito que se va transmi-tiendo de generación en generación. De hecho, nadie comienza cons-truyendo sus valores personales del modo descrito. Todos iniciamos nuestra vida en una matriz social y cultural que está llena de valores, aquellos que nos han transmitido las generaciones anteriores. Los primeros valores los recibimos de modo puramente pasivo, a través del medio en que nacemos, del ambiente en que nos criamos, etc., etc. Utilizando una terminología que es crucial en ética al menos des-de los tiempos de Kant, hay que decir que nuestros primeros valores los asumimos heterónomamente, por mera inmersión en el medio en que nacimos y nos criamos. Aquí no hay construcción sino mera re-cepción, pura ósmosis. Dime dónde vives y te diré qué valores tienes.

Por desdicha, la mayor parte de los seres humanos se quedan ahí durante toda su vida. Viven los valores de modo heterónomo, es de-cir, continúan siempre en el estadio que cabe denominar infantil. Los análisis de Kohlberg son muy reveladores a este respecto.

Si uno se queda en ese estadio heterónomo, en él no cabe hablar de construcción de valores, o los construirá solo de modo rutinario y

81LA CONSTRUCCIÓN DE LOS VALORES

al dictado de otros. La construcción de valores exige como requisito previo la autonomía. He aquí un tema de una importancia fundamental. La construcción humana exige el proyecto previo, y el proyecto no me-rece el calificativo de verdaderamente humano si no es autónomo. To-dos comenzamos heterónomamente, pero solo alcanzamos la madurez humana cuando somos capaces de proyectar de modo autónomo y nos sabemos responsables de nuestro propio proyecto. Solo así seremos realmente creativos y originales. Lo demás es mera repetición.

Ahora se ve, quizá, la tremenda dificultad de este tercer modelo. Es, pienso, el más correcto, el más ajustado a la realidad. Pero es también el más difícil, el que exige más del ser humano. No es nada fácil ser creativo. Ello exige, cuando menos, libertad y autonomía; es decir, haber madurado como seres humanos, abandonando de ese modo las etapas gregarias por la que todos comenzamos necesaria-mente. Los valores se construyen, pero también se construyen las personas en tanto que soportes, portadores y creadores de valores. O si parece excesivamente agresivo ese término, digamos que las per-sonas se educan.

Lo cual plantea el último problema que quiero tocar, el de la edu-cación en valores. En el primer modelo los valores se imponen, no se educan. En el segundo, a fin de evitar el carácter  impositivo del primero, la educación en valores se limita a informar sobre ellos y respetar  la  opción  de  cada  uno,  a  lo más  ayudando  a  clarificar  los conflictos internos de cada cual y de ese modo conseguir que viva sus propios valores del modo más armónico posible. Una cosa que está por elaborar es una auténtica pedagogía de los valores, de modo que este tercer modelo pueda llegar a los ámbitos educativos y docentes.

¿Qué es educar en valores? Es promover la formación de personas autónomas, adultas, responsables, capaces de hacer proyectos creati-vos, de comprometerse en su realización y de asumir la responsabi-lidad inherente a todo ese proceso. En una palabra, es crear personas deliberativas. Lo que necesitamos es una pedagogía deliberativa. Si se buscan expresiones tales como «deliberation across the curricu-lum», «education & deliberation», o «education for deliberative de-mocracy» en internet, saldrán muchas direcciones de páginas, sobre todo en inglés. Pero no suelen tratar de lo que nosotros estamos ahora hablando. En la base del movimiento anglosajón de pedagogía deli-

CONSTRUYENDO VALORES82

berativa hay un autor muy concreto, John Dewey, que en 1915 escri-bió un libro titulado Democracy and Education, en el que dedica un capítulo, el dieciocho, al tema educational values, y en el que habla ampliamente de la deliberación en la escuela (Dewey, 1944, 231-249). Pero Dewey fue un pragmatista, uno de los padres del prag-matismo, y concretamente del pragmatismo pedagógico. Quiere eso decir, que está dentro del segundo de los paradigmas que hemos dife-renciado. La deliberación en el sentido de este tercer paradigma, está prácticamente por descubrir, y desde luego por aplicar. Es una tarea ingente, que en el mejor de los casos exigiría enormes esfuerzos y muchas personas. Y lo que es más importante, exigiría que todas esas personas fueran realmente adultas, libres, autónomas, responsables y con una enorme capacidad deliberativa. He aquí un magnífico campo de trabajo para todos, y más en concreto para los miembros de esta Asociación de Bioética Fundamental y Clínica, que hemos invertido tiempo y esfuerzo para lograr en nosotros mismos, al menos parcial-mente, esos objetivos, y que por nuestra actividad profesional somos educadores, educadores sanitarios, o mejor todavía, educadores sin más. Es seguro que no lograremos todo. Pero aquí, como a veces se dice de los buenos licores, «un poco es ya mucho».