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Las disputas por la apropiación del gaucho

y la emergencia del "folklore" en la cultura de masas

JALLA 2006, Bogotá

Claudio F. Díaz Universidad Nacional de Córdoba

1. Introducción: Entre los años 30 y 50 del siglo XX, se fue formando en la Argentina un campo de producción discursiva, en el marco del desarrollo de la cultura de masas, que se ha conocido con el nombre de "folklore". Ese campo emergente desarrolló en sus años de consolidación, un paradigma discursivo que determinó un espacio de posibilidades estratégicas para la producción de los enunciados, al que he llamado el "paradigma clásico" del folklore. Este paradigma llega a constituir un conjunto de reglas (temáticas, compositivas, interpretativas, retóricas, léxicas, etc,) que determinan la manera legítima de producir los enunciados y constituyen por lo tanto un criterio de inclusión y exclusión, es decir, de identidad. El paradigma llega a constituir, en términos de Angenot, una “tópica”, una “doxa” y un conjunto de “tabúes” discursivos (Angenot, 1998). El paradigma, así concebido, es internalizado por los agentes sociales, y el propio campo asegura, de diferentes maneras (desde las academias de enseñanza del folklore hasta los artículos de carácter “didáctico” en las revistas especializadas), su difusión y transmisión a las nuevas generaciones. Como he mostrado en otros trabajos (Díaz, 2006), pueden describirse seis rasgos que caracterizan el paradigma clásico: a) La nacionalización de los géneros, por la cual un conjunto de músicas regionales pasan a constituir un sistema y se convierten, cada una de ellas, en representación de "lo nacional". b) El mito del “origen", por el cual un conjunto limitado de tradiciones provincianas, recuperadas en el presente, se constituyen en representación de un momento primigenio, sede de valores, que se ha perdido por el avance de la modernidad, y cuya representación espacial es la pérdida del "pago". c) La lengua del folklore, que no es otra que una refundición de la representación literaria dominante de la lengua del gaucho, y que admite los matices regionales. d) Los paisajes, las costumbres, las fiestas populares, las ceremonias de cada región, como objeto privilegiado del discurso en la medida en que son expresión de las tradiciones en las que se representa el "mito del origen" y remiten por lo tanto a "la nación". e) Una estrategia de enunciación, tanto discursiva como musical, que consiste en la presentación del gaucho, del provinciano cantor como metonimia de la patria. f) Un visión de la historia congelada en el siglo XIX, particularmente en las gestas protagonizadas por el gaucho: la guerra de la independencia, las guerras civiles, la guerra contra el indio.

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En este trabajo me propongo indagar sobre las condiciones sociales de formación de dicho paradigma, partiendo de la hipótesis general según la cual, esas condiciones sociales hacen comprensibles sus características. Entre esas condiciones tiene importancia el proceso de nacimiento y afianzamiento de una industria cultural por un lado, y el desarrollo de una ciencia del Folklore por otro.

Pero paralelamente a esos procesos (que no analizaré aquí) tuvieron lugar una serie de intentos por definir el proyecto de un “arte nacional”. Esos intentos, si bien se desarrollaron según la lógica del campo intelectual, en especial del campo literario (Altamirano y Sarlo, 1983), tuvieron vinculaciones profundas con el proceso de definición del Folklore como ciencia, puesto que se formaron allí una serie de elementos discursivos que impregnaron los estudios sobre el Folklore, a la vez que se nutrieron de ellos. Y todo ese conjunto formó parte, y una parte muy importante, de las condiciones sociales en el marco de las cuales se estaba formando un campo del folklore en la cultura de masas. Entre esos elementos se destaca el largo proceso de elaboración de una imagen literaria del gaucho, cuya apropiación fue crucial en el debate sobre el desarrollo de un arte nacional.

Esa elaboración estuvo tensionada por dos tradiciones. Por un lado la tradición sarmientina que representaba al gaucho como elemento irreductible de barbarie: vago, malentretenido, peligroso, y una amenaza para la civilización. Por otro lado la tradición de la llamada literatura gauchesca que representa un gaucho con otros matices: el patriotismo, la valentía, las distintas formas de la sabiduría, el canto, la generosidad. Y en la fase final del ciclo, representado por el Martín Fierro de Hernández, se pone el acento en la figura de un gaucho victimizado y perseguido por el poder político.

A fines del siglo XIX y principios del XX estas dos tradiciones literarias estuvieron en el centro del debate sobre la identidad y el arte nacional, en la medida en que la presencia masiva y amenazadora del inmigrante, sumada al impacto de la modernización, convertía a la figura del gaucho en la única fuente autóctona de la identidad que podía reivindicarse legítimamente. De tal manera, el ciclo criollista que se abrió con las novelas de Eduardo Gutiérrez (en el mismo período en el que comenzaron las investigaciones y recopilaciones de los estudiosos del Folklore) se desarrolló en el marco de fuertes disputas acerca de las formas legítimas e ilegítimas del elemento gauchesco como fundamento de un arte nacional. Disputa que se prolongó en el campo intelectual en las vanguardias estéticas de los años 20 y 30, y, de un modo más duradero en las corrientes nativistas y regionalistas hasta bien entrados los 40. Y en la cultura de masas en el cine, las revistas de actualidad, las historietas y el radioteatro. En ese mismo período, pero fundamentalmente en las décadas del 10 y del 20, se dieron a conocer ensayos que intentaron darle una forma orgánica a ese debate, y constituyeron una suerte de programa para la constitución de un arte nacional, de largas consecuencias en la literatura y el pensamiento político, y de suma importancia en la emergencia del campo del folklore. 2. Apropiación del gaucho y condiciones sociales: Si algo caracterizó al proceso al que me vengo refiriendo fue la disputa simbólica entre diferentes sectores por la apropiación y por la imposición de sentidos en torno a la figura del gaucho. Esta disputa fue constitutiva de todas sus representaciones literarias, y lo sería también de las que se desarrollaron después en el campo del folklore.

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Según Josefina Ludmer, lo que define desde el comienzo la peculiaridad del género gauchesco es una forma específica de relación entre la cultura popular (la del gaucho) y la cultura letrada (la de los escritores). Ludmer piensa esa relación, en primera instancia, desde la categoría del “uso” letrado de la cultura popular (Ludmer, 2000: 17-18). De modo que, en este tipo de representación literaria, el uso de la voz del gaucho, esto es de su lengua, de sus refranes, de su manera de pensar y ver el mundo, es en principio una forma de apropiación que comienza en el momento en que el gaucho se vuelve necesario para un proyecto político que no es otro que el que da origen a la nación. Los Diálogos patrióticos y los Cielitos de José Hidalgo ponen en palabras gauchescas el canto a la libertad de la patria. Pero ese gaucho devenido patriota que cantaba a la libertad era el mismo que hasta entonces había sido considerado delincuente por las leyes de la época, y que en ese momento es recuperado por la causa revolucionaria como parte de los ejércitos de la independencia. Esa misma lógica convertiría al gauchaje en parte fundamental de los ejércitos y de las montoneras de las guerras civiles, de la guerra con el Paraguay y de la guerra contra el indio en la frontera del desierto. La apropiación de la voz del gaucho por parte de los escritores de la cultura letrada tenía como contrapartida su incorporación al imaginario de la nación, a través de la palabra escrita. En esa incorporación a la nación a través de la letra escrita, había también una apropiación en otro nivel. La voz del gaucho se escuchaba y su figura se representaba desde el punto de vista del proyecto modernizador de los sectores dominantes. Se podía pensar al gaucho del lado de la civilización (y no de la barbarie) sólo en la medida en que se lo representara como portador de valores civilizadores: la sabiduría, la religiosidad, la generosidad, el patriotismo, etc. Y esto era posible porque en la versión letrada de la voz del gaucho se podía descubrir en sus dichos y refranes una sabiduría que conectaba al gaucho con la India y la Persia Antiguas, con Sócrates y Platón, con Séneca y los códigos religiosos, fundamentalmente cristianos (Hernández, 2003: 121) Es decir, era posible si se inscribía al gaucho, en quien empezaba a verse un signo de identidad ante el “otro” extranjero, en una tradición que lo ennoblecía y legitimaba, inscripción que los estudiosos del Folklore poco tiempo después empezarían a rastrear documentalmente, como en el caso de Juan Alfonso Carrizo que rastrea los orígenes de las tradiciones gauchas en la antigüedad grecorromana y en la "revelación cristiana" (Carrizo, 1977). Y esa inscripción pasaría al foklore de la cultura de masas como fundamento del "mito del origen". Sin embargo la apropiación de la figura del gaucho mediante su elaboración literaria no se dio de modo lineal. Otros sectores compitieron con los dominantes por la apropiación del gaucho y contribuyeron a adjudicarle otros sentidos. En principio, lo hicieron desde la recepción. Es sabido que El gaucho Martín Fierro fue un fenómeno de ventas entre los sectores populares, especialmente de la campaña. La importancia de ese fenómeno puede verse justamente en el cambio de perspectiva que se observa en La vuelta, cuando el autor, cuya posición en el campo político había cambiado sustancialmente, se hace cargo del éxito, lo menciona en el prólogo y, en un discurso dirigido no a los lectores populares sino a los letrados, explicita su proyecto político-cultural. Pero ese éxito de ventas fue inverso a su rechazo por parte de la cultura letrada. Los “defectos” de la obra fueron censurados, y circuló por circuitos no convencionales, en forma de folleto, fuera del espacio legítimo de las librerías. Mientras la ciudad letrada la rechazaba, los sectores populares de la campaña la adoptaban, en

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un proceso de identificación con el personaje y sus desdichas, que, terminó por generar un fenómeno de “folklorización” del poema1. Este fenómeno fue tan extendido que Carlos Vega, en sus Apuntes para la historia del movimiento tradicionalista argentino, le adjudica un lugar central, puesto que produjo una “reacción en cadena” que llevó, en el cambio de siglo, a la proliferación de obras literarias, teatrales y musicales (y posteriormente radiales) que instalaron un “clima gauchesco” (Vega, 1981: 28-42) En ese “clima gauchesco” se formaron quienes protagonizarían la emergencia del campo del folklore, como Andrés Chazarreta y Buenaventura Luna. Lo que se hacía evidente con ese fenómeno de lectura popular de una obra que la élite ilustrada rechazaba, es la emergencia de un nuevo tipo de lector que, en posesión de la lengua escrita como medio de simbolización, no compartía, sin embargo, las matrices culturales de la clase dominante. Adolfo Prieto ha señalado en su estudio sobre el criollismo, que este nuevo tipo de lector surgió de las campañas de alfabetización y de la generalización de la escuela pública, desarrollada desde la época de Sarmiento, y por lo tanto su emergencia es una consecuencia directa del proceso modernizador (Prieto, 1988). Este nuevo tipo de lector, numéricamente importante aunque no fuera fuente de legitimidad cultural, sería el motor de un importante desarrollo de la prensa periódica, y de toda una literatura destinada a su consumo: folletines, aventuras, revistas periódicas, cancioneros, etc. Toda esta corriente se desarrolló en el cambio de siglo, cuando más fuerte resultaba el impacto de la inmigración y Buenos Aires adquiría su aspecto más cosmopolita. Sin embargo, dice Prieto "En ese aire de extranjería y cosmopolitismo, el tono predominante fue el de la expresión criolla o acriollada" (Prieto, 1988:18) Las novelas de Eduardo Gutiérrez fueron la expresión más clara de esta tendencia, en especial Juan Moreira de 1879, que constituye su modelo. La importancia de las novelas de Gutiérrez va más allá de su éxito de ventas. Justamente por esa popularidad, articularon el debate acerca de la legitimidad de lo criollo, y el personaje de Juan Moreira llegó a generar, por un lado adhesiones populares que se manifestaron en el fenómeno del “moreirismo”: imitaciones literarias, teatrales, generalización del personaje como figura del carnaval, etc; y por otro, rechazos que van desde el ataque de la crítica hasta la constitución de lo que Prieto llama un “frente antimoreirista”, cuyo programa consistía, nuevamente, en una apropiación de la figura del gaucho previa limpieza de sus aspectos negativos. La insistencia en esa apropiación y en esa limpieza se explica porque esas obras y esos personajes podían inspirar y fortalecer el "amor patrio”. Y por eso, y porque la oligarquía gobernante necesitaba construir una idea de nación que al mismo tiempo afirmara la identidad frente al inmigrante y legitimara su posición de dominio, el gaucho podía formar parte de una estrategia, dada su amplia aceptación popular. De modo que el “frente antimoreirista” que se constituyó a principios del siglo XX, no fue un frente “antigaucho”, sino un programa de contención y disciplinamiento. El gaucho podía ser recuperado si perdía sus características de rebeldía ante la autoridad, de desafío a la ley, de violencia individualista. El gaucho legítimo debía dejar de lado la vulgaridad, los vicios y la violencia, y encarnar las virtudes: el trabajo honrado, el amor a la patria y la sumisión al estado.

1 Este fenómeno de folklorización consistió en una apropiación popular a través de la lectura en voz alta, la memorización y circulación a través recitadores y cantores, y la autonomización de partes (los consejos) y personajes (Fierro, el Viejo Vizcacha) que terminaron circulando independientmente.

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El modelo literario de ese gaucho legítimo fue el Santos Vega de Rafael Obligado, de 1881. Santos Vega privilegiaba el aspecto del cantor sobre el del rebelde. Además cantaba en décimas, que era la forma típica de los payadores, pero su lengua era culta y no la lengua vulgar del gaucho. Pero fundamentalmente se incluía en la estructura narrativa de la obra el símbolo de la incorporación del gaucho a la modernidad. Juan sin Ropa, quien derrota a Vega en la payada final, encarna el progreso, y establece el lugar que le corresponde al gaucho en el mismo: Era, en medio del reposo / de la Pampa, ayer dormida, / La visión ennoblecida / del trabajo antes no honrado; / la promesa del arado / que abre cauces a la vida. (Bastardillas mías)

La promesa de la modernidad era, para el gaucho, la asignación de un lugar subordinado y disciplinado en el proceso productivo. El mismo lugar que se estaba diseñando para todos aquellos, incluyendo a los inmigrantes, que por una u otra razón pudieran sentirse identificados con él. Lo que podía recuperarse del gaucho, entonces, era el “alma” del payador, la nostalgia por un pasado y por un mundo que debía idealizarse, separando y desechando minuciosamente los elementos “bárbaros”: la rebeldía, la bebida, la violencia, las costumbres “moralmente censurables”. Y debía recuperarse porque, como bien lo observó Ernesto Quesada a principios del siglo, esa literatura criollista arraigada en los sectores populares, podía servir no sólo como un mecanismo de disciplinamiento de los sectores populares nativos, sino también de argentinización de los de origen inmigratorio (Prieto, 1988: 175). Obras como Calandria de Martiniano Leguizamón (1896) y La Gringa de Florencio Sánchez (1904) fueron marcando el tono para el desarrollo de toda una tendencia nativista con manifestaciones teatrales, líricas y narrativas, pero también radiales, cinematográficas, y, claro está, musicales, que se extendió a lo largo de los años 20, 30 y 40 mientras se producía el ascenso y la consagración de las vanguardias en la zona central del campo literario. La característica central de esa corriente es justamente esa recuperación nostálgica de un mundo que se piensa como “tradicional” a través del gaucho como figura central, pero también de sus usos, sus costumbres, las viviendas en que habitaba, los enseres que utilizaba y los paisajes en los que vivía. Autores como Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra (1926), Juan Carlos Dávalos en Los casos del Zorro (1924) y Relatos lugareños (1930), Julio Díaz Usandivaras en El alma de la tierra. Cuentos, relatos, evocaciones y descripciones de nuestros campos (1926) y, claro está, el propio Martiniano Leguizamón y Benito Lynch, expresan esta visión. En esa corriente ya se ve consumada la apropiación del gaucho en un mundo simbólico que muestra importantes puntos de relación con el tipo de construcción de su objeto que estaba comenzando a realizar la ciencia del Folklore2: es un mundo en el que el conflicto se plantea con la naturaleza, pero no hay conflicto entre las clases; la relación del gaucho con el patrón es de subordinación absoluta; el gaucho aparece rescatado como modelo de virtudes “tradicionales” en tanto gaucho “trabajador”; no hay lugar alguno para el indio en la tradición así construida; y, fundamentalmente, sin importar diferencias de regiones, el mundo gaucho, así idealizado y purificado, se convertía en signo de lo nacional (Romano, 1981).

2 Más aún, Marta Bustos ha estudiado específicamente la manera en que los trabajos de los folklorólogos, como los cancioneros populares recopilados por Alfonso Carrizo y Juan Draghi Lucero, entre otros, proporcionaron materiales a esta corriente que se continuó en narrativas regionalistas hasta los años 60. (Bustos, 1981)

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Esta apropiación del gaucho por parte de la cultura letrada corrió paralela y tuvo una fuerte influencia en su apropiación popular. De hecho, en el circuito de los folletines, del teatro popular y posteriormente en los cancioneros, en los radioteatros y hasta en el cine, Santos Vega terminó circulando junto a Martín Fierro y Juan Moreira y sus rasgos fueron confundiéndose poco a poco. Para los sectores populares la adopción de todas esas figuras se volvió crucial, y todo el imaginario gaucho, limpiado poco a poco desde la cultura letrada, dio lugar a fenómenos muy extendidos, como la creación de “centros criollos” o “agrupaciones gauchas” durante los años 20, y posteriormente peñas folklóricas y pistas de bailes populares en los 30 y 40. En ese marco fueron surgiendo cantores profesionales especializados en músicas criollas, gestándose así las condiciones para la emergencia del campo del folklore en la cultura de masas.

En cualquier caso, lo que puede apreciarse es que, más allá de las disputas por el sentido en ese proceso de apropiación múltiple y complejo, se trataba de una zona de coincidencia de intereses que permitió la cristalización de una representación literaria del gaucho, con rasgos muy idealizados y fuertemente vinculada a la idea de nación. El gaucho literario parecía ser una posibilidad de que la nación, esa nación moderna y capitalista que se estaba desarrollando, incluyera simbólicamente a todos, garantizando al mismo tiempo las jerarquías y las relaciones de poder. De ahí que esa representación idealizada del gaucho tuviera tanta importancia en la tarea ensayística de los intelectuales nacionalistas que intentaron desarrollar el programa de un arte nacional.

3. El gaucho y el nacionalismo estético: El nacionalismo estético en sus diferentes expresiones estuvo vinculado con la necesidad de forjar una independencia cultural. Esta búsqueda se manifestó con especial insistencia en toda América Latina a principios del siglo XX, cuando en casi todas partes se cumplía un siglo de las guerras de la independencia política y ya se habían afianzado los sistemas oligárquico - liberales3.

El debate que se venía desarrollando acerca del gaucho y su cultura, y más en general, sobre la “tradición”, encontraría un eco especial en un conjunto de escritores que provenían de familias oligárquicas del interior. Es decir que, perteneciendo a la clase dominante, formaban parte de un sector subordinado con rasgos diferenciados. En efecto, Leopoldo Lugones provenía del norte de Córdoba, Ricardo Rojas de Santiago del Estero, Manuel Gálvez de Santa Fe, Juan Pablo Echagüe de San Juan, Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast) de Santa Fe, etc. Lo mismo puede decirse, en la generación anterior, de Joaquín V. González, procedente de La Rioja, en cuyo libro La Tradición Nacional todos los nacionalistas reconocen una fuente de inspiración. Algunos de ellos, incluso, recorrieron profusamente el interior como parte de actividades profesionales, como es el caso de Manuel Gálvez en su calidad de Inspector de Escuelas. Este sector del campo intelectual, aún con todas sus diferencias, asumió de un modo especial los debates ya iniciados décadas atrás, poniendo el acento en un abordaje que oponía una serie de valores a los que veía como predominantes en

3 Esta preocupación puede verse en ensayistas de orientaciones ideológicas muy diversas como José Enrique Rodó (uruguay), Manuel González Prada (Perú), Alfonso Reyes (México), Ricardo Rojas (Argentina), etc.

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Buenos Aires: ante el materialismo vinculado con el progreso económico, propuso un espiritualismo de corte arielista; ante el cosmopolitismo, la reivindicación del carácter nacional y la tradición; ante las influencias francesas e inglesas, la reivindicación del pasado hispánico4; ante el anticlericalismo, un catolicismo militante5. Por último, el carácter en todos los casos aristocratizante y en algunos francamente antidemocrático de este nacionalismo, se vincula con un posicionamiento de clase ante el avance de los sectores populares y medios que tuvo su expresión política en la sanción de la Ley Saénz Peña, en 1912. Esa tendencia aristocratizante, que veía la democracia como demagogia y apelaba al gobierno de los mejores, está en la base de una reflexión sobre el gaucho, y más en general sobre el arte nacional, en la que tiene mucha importancia la idea de una vida heroica y viril como fundamento de la tradición nacional.

Esa reflexión tomó, en algunos textos fundamentales, una forma programática, que planteaba la posibilidad (y necesidad) de un arte nacional, y que además indicaba caminos para el desarrollo del mismo. En esa programática fue fundamental la relación con el pensamiento de quienes estaban desarrollando las tareas de recopilación que afianzarían la ciencia del Folklore, y también la relación con la tarea de quienes estaban trabajando para convertir las danzas y canciones folklóricas recopiladas (y reconstituidas), en un nuevo tipo de espectáculo, sentando así las bases para el desarrollo del campo del folklore en la cultura de masas. 3.1. El gaucho como héroe épico: Tanto Leopoldo Lugones como Ricardo Rojas han dedicado enormes esfuerzos para fundar la idea del desarrollo de una poesía épica en la Argentina, cuyas fuentes populares se hallarían en el folklore de los gauchos y cuyo modelo literario sería el Martín Fierro de Hernández. No me propongo discutir la validez de los fundamentos de dicha tesis, que han sido largamente debatidos. Lo que resulta interesante en esos desarrollos, desde el punto de vista de este trabajo, es que apuntan a una determinada concepción del arte nacional que implica un modo específico de concebir la nación y su cultura. En la tradición de los estudios literarios, lo que distingue a la poesía épica de los otros géneros es la presencia de un héroe, de posición elevada, que a través de sus acciones encarna los valores de una comunidad, y al mismo tiempo se constituye en su modelo. Estas acciones, habitualmente de tipo guerrero, conducen, a través de un proceso más o menos complejo y prolongado, a la glorificación del héroe, que es al mismo tiempo la glorificación de la comunidad que representa. De modo que en los procesos de emergencia o afirmación de comunidades de diferentes clases, es común que sus intelectuales orgánicos pongan en valor discursos de carácter épico que se conciben como fundantes y que ocupan un lugar central en la construcción de una tradición.

Esto explica que para los nacionalistas de principios del siglo XX se haya vuelto de importancia crucial encontrar elementos épicos que pudieran pensarse como fundantes de un carácter “nacional”. En Rojas y Lugones el desarrollo de una poesía

4 Anque haciéndose eco de las influencias del nacionalismo francés de corte monárquico de Charles Maurras, por ej. 5 Es necesario exceptuar a Leopoldo Lugones de esta última característica.

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épica era fundamental porque, en su perspectiva, esta constituye la evidencia histórica de la gestación de algo nuevo; una nueva comunidad, un pueblo nuevo, incluso una nueva raza. ¿Dónde encontraron, entonces, ese fundamento heroico de la nacionalidad argentina? En el marco del cosmopolitismo amenazante de la Buenos Aires modernizada, de la presencia del inmigrante que percibían como descaracterizadora y de las disputas por la apropiación de la figura del gaucho, estos aristócratas provincianos volvieron su mirada hacia el interior y encontraron en la literatura gauchesca el material para la construcción de una tradición heroica.

En el caso de Lugones, en El Payador de 1916, explicaba que los poetas populares, creadores de esa poesía épica, tuvieron una importancia fundamental: crearon un lenguaje, y ese lenguaje nuevo fue la expresión de una “entidad espiritual” nueva. De modo que el gaucho sería doblemente heroico, puesto que no sólo desarrolló la acción heroica civilizadora, sino que también creó el lenguaje y la poesía en que se expresó y que representaba a la comunidad naciente. Por su parte, Ricardo Rojas dedicó todo un tomo de su Historia de la Literatura Argentina (1917-1922) a “Los gauchescos”. En su extenso análisis se ocupó en capítulos sucesivos de “La tierra nativa”, “La raza nativa”, “La lengua nativa”, “La tradición de los indios”, “El folklore de los gauchos” y “el idioma de los conquistadores”. A partir del conjunto de elementos analizados como condiciones de formación llega a las producciones propiamente literarias, cuyo análisis comienza con un capítulo dedicado a “La poesía épica de nuestros campos”. Desde el título del capítulo, entonces, se afirma que el origen de esta épica argentina no sólo es popular, sino también, y fundamentalmente, rural. Es decir, se trataba de una épica que arraigaba en la tierra y en las tradiciones tanto nativas como europeas, y se desarrolló en la campaña popular, y no en la ciudad letrada. Los agentes de esa expresión heroica arraigada en la tierra, fueron los payadores, que Rojas vinculaba con la gran tradición occidental y con la experiencia popular en las figuras de los rapsodas y los trovadores (Rojas, 1960: 201)

El mismo tipo de experiencia, según él, habría dado lugar a la antigua épica griega de los rapsodas, a la épica medieval de los trovadores y a la poesía heroica argentina de los payadores. Pero lo que le interesaba a Rojas no eran los payadores por sí mismos, sino más bien el hecho de que su canto expresaba toda una zona de creencias y saberes populares que pensaba como originales y característicos. Esos saberes, cosmogónicos, filosóficos, éticos, pero también prácticos y políticos, se expresaban en el canto de los payadores y fueron constituyendo una identidad peculiar. Rojas citaba a Hegel para afirmar: “A este respecto, esos monumentos son nada menos que manantiales profundos donde un pueblo adquiere la conciencia de sí mismo” (Rojas, 1960: 202). De modo que esa actividad de los payadores errantes se vincula con la existencia misma de un pueblo, arraigado en una tierra, que toma conciencia de su originalidad en el canto y sobre esa base se construye, idealmente, la nación. Y el desarrollo de una épica establecía su existencia en un plano superior que igualaba a esta comunidad naciente con las grandes civilizaciones de la historia.

Como puede verse, lo que estaba en juego para los nacionalistas era mucho más que la clasificación genérica de un conjunto de textos literarios. Ni siquiera podría decirse que lo importante fuera la inclusión del vasto conjunto de la tradición oral en el campo de lo literario. Lo que estaba en juego, al insistir en el carácter épico de aquella tradición oral y de los textos que la recogen, era la lucha por imponer una definición y

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una delimitación de la “entidad” de la nación, su participación entre los pueblos “superiores” y la profecía de un “destino” histórico de carácter civilizatorio. Y eso en un país que estaba cumpliendo cien años de existencia, que había sido durante siglos una ignota colonia de un imperio en decadencia y que no hacía más de 30 años que había logrado constituirse como un estado moderno, tomando posesión de su territorio y dejando atrás medio siglo de guerras civiles. Para Lugones y Rojas el poema de Hernández era el mejor modelo porque era el que mejor representaba el carácter heroico del gaucho y su tradición cultural. Ahora bien, para poder establecer ese carácter heroico era necesario realizar varias operaciones. En primer lugar, y teniendo en cuenta el proceso de disputas por la apropiación del gaucho era necesario desmontar la fórmula Sarmientina, o al menos sacar al gaucho del lado de la barbarie. Nuestros dos autores siguieron para ello caminos diversos. Lugones, sabedor de que la constitución de un sujeto como héroe épico necesitaba la contrafigura de un Otro imposible de ser asimilado en el Nosotros de la comunidad, ubicó en ese lugar a quien representaba la barbarie irredimible: El Indio. “El gaucho, decía Lugones, fue el héroe y el civilizador de la pampa. En este mar de hierba, indivisa comarca de tribus bravías, la conquista española fracasó” (Lugones, 1944: 49) Allí donde fracasó la conquista, donde la civilización de ningún modo pudo establecerse, sólo el gaucho pudo establecer una frontera que funcionara como contención de la barbarie india y como foco de civilización. Es notable la insistencia con la que Lugones niega al indio sistemáticamente todo rasgo de espiritualidad humana. Le niega capacidad para el trabajo, interés en el progreso y capacidad organizativa. Le niega el desarrollo de formas artísticas como la música y la danza, le niega incluso la risa, rasgo diferencial de los seres humanos, representándolo como apenas diferente de la mera animalidad. Ante ese Otro absoluto, no había más camino que la guerra a muerte, y en esa guerra de frontera entre la civilización y la barbarie, el gaucho fue el héroe civilizador. Rojas, en cambio, reconocía en la tradición indígena un elemento importante en la cultura del gaucho. De hecho estudió una serie de elementos que aportó la tradición indígena, desde usos y costumbres hasta las marcas en el lenguaje que dejaron los idiomas autóctonos, pasando por mitos y formas diversas de conocimiento. Rojas diferenciaba además, con más rigor que Lugones, entre cuatro núcleos diversos de vida indígena en nuestro país: el quichua, el guaranítico, el patagón y el chaqueño. De ellos los dos primeros se integraron a la vida colonial, y los dos segundos se mantuvieron indómitos. Pero es particularmente el núcleo patagónico el que le interesaba a Rojas, puesto que constituiría el Otro del gaucho. Sin embargo, en lugar de negarle cualidades y reducirlo a la animalidad, Rojas lo presentó con su gloria, sus cualidades guerreras y su lucha contra la invasión blanca estableciendo una genealogía que vincula dos epopeyas: La Araucana de Ercilla y el Martín Fierro: “Así el ciclo épico hispano-indígena comienza en el siglo XVI con la epopeya fronteriza de los aucas del sur y se cierra en el siglo XIX con la epopeya fronteriza de los mismos aucas redivivos sobre la patagonia inconquistada”. (Rojas, 1960: 551-52) Esta visión valorizada no implica que haya un menor grado de enemistad con el indio, sino que, por un lado, realza el valor del héroe gaucho, y por otro permite vincular, a través de Ercilla, el poema gauchesco con la épica renacentista.

Pero la lucha del gaucho no se limitó, según los nacionalistas, a la guerra contra el indio. La situación de la frontera fue de un doble enfrentamiento. “Entonces el gaucho

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comenzó a perecer. Y su epopeya, que el Martín Fierro describe, es una doble lucha: a su frente, con la naturaleza y el indio; a su espalda, con la organización nacional rudimentaria u hostil a las costumbres ya anacrónicas de los gauchos” (Rojas, 1960: 555). Ni Lugones ni Rojas lamentaban esta desaparición del gaucho. De hecho el primero de ellos justificó largamente el régimen de explotación al que fue sometido por parte de una oligarquía cuyos derechos se fundaban en la “superioridad”. Lo que a ambos les interesaba era que ese conflicto, esa frontera entre la civilización y la barbarie, pensada desde una perspectiva distinta de la sarmientina, ofrecía la materia para un hacer heroico fundador de una nacionalidad cuyo destino iba mucho más allá que el conflicto que le dio origen. Es decir que lo que se encontraba en el gaucho era antes que nada un principio diferenciador que permitía distinguirse del pasado español, del pasado indígena, pero también de lo que en aquel momento era el presente de la masa inmigratoria. En la perspectiva de Ricardo Rojas, ese gaucho entendido como héroe épico era sólo un elemento más de un todo que “las fuerzas genésicas de América” venían amasando en el tiempo y que debía desembocar en una síntesis que sería la “argentinidad”. Esas fuerzas genésicas habían operado a través de sucesivos ciclos de “indianismo y exotismo”, fórmula con la que Rojas intentó superar la fórmula sarmientina de “civilización y barbarie”. Esa fuerzas habrían operado en las distintas fases del desarrollo de la Argentina en un movimiento pendular entre lo americano (el indio, la revolución, el gaucho) y lo europeo (la conquista, la colonia, los organizadores, los modernizadores). Esa es la tesis central de Eurindia de 1924, que se expresa en lo que Rojas definió como el “símbolo del árbol”. En ese símbolo el folklore y la literatura gauchesca constituyen las raíces que se nutren de la tierra nativa; la cultura colonial es el tronco por donde sube la savia; la tradición revolucionaria de los patricios y los proscriptos son las ramas que le da la individualidad al árbol; y los modernos son la fronda que anuncia la estación de los flores y los frutos (Rojas, 1980: 78)

Desde una perspectiva como esta, cobraba especial importancia la manera de construir las raíces de las que se nutría ese “árbol” que representaba la nacionalidad. De ahí la enorme insistencia de los nacionalistas por vincular la épica gauchesca con orígenes que, en el caso de Rojas se remontaban a la edad media y al aporte espiritual y religioso de España, y en el caso de Lugones, a la antigüedad griega y al “linaje de Hércules”.

3.2. La formación del mito del origen: El gaucho, entendido por los nacionalistas como héroe épico, era la encarnación de los valores de una comunidad. En la poesía gauchesca, que hunde sus raíces en el folklore de los gauchos, esa comunidad encontraba su expresión. Ahora bien, cabe la pregunta acerca de la naturaleza de esa comunidad en el pensamiento de los nacionalistas. En los textos programáticos de principios de siglo, varios conceptos aparecían relacionados en la representación de la comunidad que expresaba el héroe gaucho. El “pueblo”, la “nación” y, con notable insistencia, la “raza”. Si bien es cierto que resulta difícil establecer con exactitud los alcances de estos términos, lo que resulta claro es que, al igual que ocurre con cualquier definición de la “comunidad folk”, diseñaban un sistema de inclusiones y exclusiones.

En primer lugar, los grandes excluidos resultaban, también aquí, los indios. A lo sumo, en el caso de Rojas, el elemento indígena ingresa como parte de la raíz nutricia,

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pero sólo en la medida en que está superado y asimilado al elemento cristiano. Eliminado el elemento negro y asimilado el elemento indígena, Rojas afirmaba que la “raza nativa” es una variedad de la raza blanca, tipo local cuya primera manifestación fue el gaucho. Esa definición, claro está, no incluía a todos los blancos, puesto que dejaba afuera a los inmigrantes, a quienes Lugones calificaba como “plebe ultramarina”. El inmigrante era el gran Otro del presente en la perspectiva de los nacionalistas, y el enfrentamiento social y político con los sectores populares es el trasfondo de estas discusiones estéticas. En él veían en primer término el riesgo de descaracterización a raíz de su desconocimiento del pasado nacional y de su diferencia cultural y lingüística. Pero también, y esto es fundamental, un materialismo abyecto, una completa falta de ideales y un afán desmedido de lucro, lo cual se vinculaba a la visión crítica de la presencia del capital extranjero (Quijada, 1985: 22). Ese marco de pensamiento explica la insistencia tanto de Rojas como de Lugones en las particularidades del idioma nacional que se encuentra en la épica gauchesca.

Por un lado, el rasgo que caracteriza a una nación civilizada es su idioma. De ahí la necesidad de demostrar la peculiaridad del idioma gaucho, pero al mismo tiempo prestigiarlo inscribiéndolo en una tradición legítima6. De modo que la lengua gaucha ya no era “el lenguaje de los corrales”, sino la restauración de un idioma noble cuya forma natural había arruinado el academicismo. Por otro lado, el idioma que caracterizaba a la nación era el que hablaba el pueblo. Invirtiendo la fórmula, podemos decir que el “pueblo” era el que hablaba correctamente el idioma, porque estaba conectado a sus fuentes históricas y culturales. Así como para los griegos “bárbaro” era quien no podía pronunciar correctamente los poemas de Homero, Lugones insistía en que “El gringo es nuestro bárbaro”7. La “raza”, entonces, cuyo prototipo fue el gaucho, excluía al indio y al inmigrante, y volvía a conectarse con el tronco español, tan duramente cuestionado desde las guerras de la independencia. Según Lugones, el gaucho, señor de las pampas, descendía de los conquistadores, últimos paladines a través de los cuales se conectaba con la caballería andante, con la cultura provenzal y con las raíces griegas. Rojas, más cauto, reafirmaba el tronco español y la religiosidad cristiana, explicaba la eliminación del negro, y aceptaba la asimilación, aunque menor, del elemento cobrizo. Pero ambos coincidían en que los rasgos que caracterizaron al gaucho son el germen de la argentinidad.

Esta noción del “prototipo” muestra que en realidad, la idea de una “entidad” nueva, de un “pueblo” original y llamado a un destino de grandeza, de una “raza” característica cuya tradición debe ser preservada, descansa sobre la laboriosa construcción del mito del origen. Todo el esfuerzo puesto en la interpretación de la poesía gauchesca como una épica de la argentinidad, tiene que ver con la necesidad de determinar un origen y trazar desde allí una genealogía que legitimara las posiciones en aquel presente conflictivo. Es así, justamente, como opera la “tradición selectiva”.

Según Raymond Williams “En el conjunto de una sociedad, y en todas sus actividades específicas, la tradición cultural puede verse como una selección y 6 Es importante marcar la diferencia con las críticas a la gauchesca y al ciclo criollista que desarrollaron quienes integraron aquel “frente antimoreirista” en el cambio de siglo. 7 Esta distinción por el idioma, más específicamente por la fonética, será retomada por la vanguardia de Florida que, sin ser nacionalista encontrará allí un elemento de legitimación y de impugnación de los competidores nucleados en el grupo de Boedo (Altamirano y Sarlo, 1983: 127-171)

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reselección continuas de ancestros” (Williams, 2003: 61). Pero esa selección, que es también siempre una interpretación del pasado “(...) tenderá siempre a corresponder a su sistema contemporáneo de intereses y valores” (Williams, 2003: 60). Y esos intereses contemporáneos (es decir los intereses correspondientes a la posición relativa de estos intelectuales, hidalgos provincianos de un campo cultural en formación, pertenecientes a una fracción de clase subordinada amenazada por las consecuencias económicas, políticas y culturales de la modernización y la inmigración) son los que orientaban este modo específico de construir un origen nacional, vinculado a una “raza” y una literatura.

Michel Foucault ha mostrado que en la postulación de un origen, lo que siempre está jugando es la afirmación de ciertas significaciones ideales, de carácter metafísico, en el marco de una concepción teleológica de la historia. En el prototipo originario, a la manera de una semilla, estarían ya dados los rasgos esenciales de lo que después llegará a ser la raza, la nación o el pueblo en cuestión (Foucault, 1992: 7-29) Ese es el tipo de operación discursiva que realizaron los nacionalistas en aquellos textos programáticos. En el gaucho, convenientemente procesado y limpiado de sus estigmas de clase, y legitimado mediante la construcción de vínculos con elementos valorados de las tradiciones culturales canónicas, está el origen de la nación. Esa es la “raza nativa”, el “pueblo” de la nación, con sus sistema de inclusiones y exclusiones. Por eso era importante recuperar el concepto de “raza”, tan caro a los positivistas de quienes los nacionalistas toman distancia. Pero el concepto mismo de “raza” era utilizado de un modo espiritualizado.

Ricardo Rojas concebía la “personalidad nacional” del mismo modo que la personalidad individual. Según él “Los pueblos creadores de una cultura (...) tienen un alma colectiva, y la cultura por ellas creada no es sino la manifestación histórica del numen angélico que las anima” (Rojas, 1980: 68) Esa alma, es de naturaleza ideal, metafísica: “Concibo por consiguiente a la nacionalidad como un fenómeno de síntesis psicológica: un yo metafísico que se hace carne en un pueblo y que halla su lenguaje en los símbolos de la cultura” (Rojas, 1980: 68-69) Concebida la nacionalidad en esos términos, las nociones de “pueblo” y “raza” se vuelven impermeables a la crítica y sumamente maleables. Cualquiera, independientemente de su origen de nacimiento puede ser parte de la “raza” en la medida en que se asimile a los rasgos fundamentales de esa “alma colectiva”. Rojas proponía ejemplos que iban desde Ulrico Schmidel hasta Pellegrini. El concepto de “raza”, entonces, va más allá de su sentido antropológico. “ ‘La raza’ en sentido histórico, es un fenómeno espiritual de significación colectiva, determinado por un territorio y un idioma, o sea por un ideal” (Rojas, 1980: 100) Estas elaboraciones, producidas por intelectuales que en los años 20 adquirieron prestigio, y que desde sus posiciones impulsaron los estudios folklóricos, estuvieron en la base de las lecturas y opiniones de quienes en esos mismos años empezaban a desarrollar los “espectáculos” folklóricos. Así, Andrés Chazarreta agasajó a Lugones en Santiago y le mostró las danzas de su compañía al tiempo que le facilitó las recopilaciones que aparecen en El Payador como ejemplos de la música gaucha. El intelectual encontraba en el “humilde profesor” el material para sus argumentos. El pionero del folklore encontraba en el prestigio del intelectual los argumentos para legitimar su empresa artística.

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3.3. La unidad de la cultura: Junto al mito del origen, y al carácter épico del héroe originario, hay otro principio de importancia fundamental para el nacionalismo cultural y para la formación del campo del folklore. Se trata del principio de unidad de la cultura. Si se erigía al gaucho como héroe fundador, esa figura heroica debía ser abarcadora de todas las diferencias. Más aún, debía ser capaz de reducir toda diferencia a una unidad fundamental y anterior a toda diversidad. Esa unidad fundamental estaba garantizada por el carácter espiritual de la raza y la nación. Este principio era importante porque la idea de nación y de raza defendida por los nacionalistas podía mostrar fisuras al enfrentar dos problemas complementarios. Por un lado el estatuto diferencial de todas las naciones hispanoamericanas, y por otro, las importantes diferencias culturales dentro de la misma nación. En cuanto al primer problema, la reivindicación del tronco español y la conciencia del idioma común, llevó a los nacionalistas a plantear una cierta forma de unidad continental, planteada, claro está en términos espiritualistas como un “sentimiento” continental. Ese continentalismo, que se fundaba en la tradición y el idioma, se construye también a partir de un “otro”, que para Rojas era “(...) el yanqui que nos desdeñe o el europeo que nos ignore (...)” (Rojas, 1980: 45), para Lugones era más que nada el inmigrante (principalmente obrero y anarquista), y para los nacionalistas de la generación siguiente sería el imperialismo británico asociado a la tradición liberal. Ante ese otro, las diferencias entre los países hispanoamericanos eran entendidas como una cuestión de acentos y “personalidades” diferentes, pero unidas entre sí. De todos modos, a pesar de ese “sentimiento continental” y de los lazos comunes con España, no cabe duda que aquella “entidad” de carácter metafísico que vinculaba la “tierra” y la “raza”, era entendida en términos estrictamente nacionales. Las largas cavilaciones sobre la tierra y la raza nativa, sobre el gaucho como héroe fundante, sobre el carácter y el alma de las naciones, así lo demuestra. En cuanto al segundo problema, el planteo era más enfático. Aún reconociendo la diversidad cultural de las provincias, se trata de una sola nación y una sola cultura. En palabras de Rojas: “(...) hay en esos localismos de tema, de criterio o de acento una simple variedad de timbres personales como en un diálogo de familia, y, por sobre las variedades, la unidad doméstica del conjunto” (Rojas, 1980: 48) Es necesario recordar que esa unidad cultural de la nación, de la cual se predicaba un origen metafísico, era en la Argentina de entonces una adquisición reciente. Justamente, el enfrentamiento entre Buenos Aires y las provincias por la cuestión de las autonomías provinciales había desgarrado al país en 50 años de guerras civiles. La mirada de estos hidalgos de provincia, dirigida nuevamente hacia el interior ante una Buenos Aires descaracterizada, no implicaba una regresión hacia aquella situación. Justamente por eso era importante postular una unidad de la nación del mismo modo que se postulaba su existencia ideal incluso antes de la constitución de la misma en términos políticos. Entendidas de esa manera, las diferencias regionales no podían sino ser manifestaciones diferentes de la “misma” entidad de la nación. Por eso “(...) Joaquín González es de La Rioja; Martiniano Leguizamón de Entre Ríos; José Hernández de Buenos Aires, y los tres son profundamente argentinos”. (Rojas, 1980: 48) En la solución propuesta a estos dos problemas planteados, se puede ver, una vez más, cómo actúa la tradición selectiva. Muchos años después, reflexionando sobre la diversidad de las tradiciones regionales, Carlos Vega diría que los tradicionalistas

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unifican “en el corazón”, una serie de prácticas que se desarrollaron separadamente (Vega, 1981: 19). Esta unidad “en el corazón”, esta existencia de la nación en el “ideal”, proviene de aquel planteo de los nacionalistas que no es otra cosa que un modo específico de construir la “tradición nacional”, cuya continuidad llegó a ser considerada por Ricardo Rojas como una “ley”. Y justamente, es en la demostración del origen común y de la continuidad de la tradición, donde cobra importancia la relación de los nacionalistas con los incipientes estudios folklóricos. 2.2.4. Tradición, folklore y arte nacional: En el pensamiento de los nacionalistas, lo que garantizaba en definitiva la unidad de la nación, siempre partiendo del mito de un origen espiritual que se personificaba en el gaucho, era, justamente, la continuidad de la tradición. Y ese es el punto en el que su pensamiento se nutrió del trabajo de los estudiosos de Folklore que estaban realizando las primeras recopilaciones sistemáticas, y produjo a su vez un discurso que funcionaría como sustento teórico / ideológico de las futuras investigaciones. Para los demás nacionalistas, era imperioso trazar una línea de continuidad entre ese origen mítico de la “entidad” de la nación, vinculado a la tierra y a la raza, y el presente. El impacto del cosmopolitismo descaracterizador era representado como una amenaza no a sus posiciones (particularmente a sus posiciones de clase), sino a la existencia misma de la nación, cuya garantía era la continuidad de la tradición. “Si la tradición se interrumpe, la memoria colectiva se pierde y la personalidad nacional se desvanece”, decía Rojas (Rojas, 1980: 92) Hay algunos aspectos de esta representación de la tradición que considero especialmente pertinentes para la perspectiva de este trabajo:

En primer lugar, esa tradición que, como ya he dicho, diseña un sistema de inclusiones y exclusiones, se funda también sobre la idea de un orden. Un orden que podría decirse “natural”, y que por lo tanto borra todo conflicto del interior del Nosotros nacional.

Ese orden natural de las cosas se reproduce también en la tradición, de modo que para los nacionalistas todo aquello que se apartara de ella o la cuestionara, amenazaba también el orden establecido. Un orden que abarcaba todos los aspectos políticos y culturales. Por eso muchos de ellos fueron asumiendo actitudes contrarias a la Ley Sáenz Peña, al gobierno radical y, en general, al sistema democrático. Ya en 1923 en unas conferencias auspiciadas por la Liga Patriótica Argentina, Lugones afirmaba que “Nosotros hemos querido cumplir el mandato de nuestros padres, haciendo de esta Patria lo que debe ser: una gran concordia. A la discordia nos la han traído desde afuera” (Onega, 1982: 150) Para ese Otro (inmigrantes, huelguistas, anarquistas, pero también el gobierno “extraño” de la chusma radical) que desde afuera viene a destruir el orden de la nación Lugones proponía la guerra. Y de hecho muchos nacionalistas terminaron apoyando el golpe de estado de 19308. En segundo lugar, si bien la continuidad de la tradición era concebida como una ley, lo cierto es que esa continuidad en la Argentina estaba continuamente amenazada. Según Rojas, nuestra historia asistió a sucesivos cataclismos: La conquista, la independencia, las guerras civiles, la inmigración. En cada uno de esos cataclismos las

8 Es importante destacar que no todos lo hicieron. Bien conocido es el caso de Ricardo Rojas, que se afilió a la Unión Cívica Radical después del golpe de estado.

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tradiciones (indígena, colonial, gauchesca) han sido amenazadas. De ahí la importancia de establecer un mito del origen, delimitar los rasgos originarios y construir minuciosamente las continuidades a través de esos cataclismos. Y de ahí también la importancia de una disciplina que estaba ayudando reconstruir esa continuidad a través de sus “supervivencias”: “Así llegaremos a los días de hoy en que el folklore y la arqueología están mostrando todo cuanto sobrevive de una tradición que creíamos perdida, señalando sus restos a la inspiración creadora de nuestras artes” (Rojas, 1980: 93) (Batardillas mías). En este sentido no es un dato menor que las reflexiones de Lugones sobre la música y la danza gauchas estén fundadas (más allá de los aportes de su erudición por momentos un tanto fantástica) en los materiales recopilados por Andrés Chazarreta. Del mismo modo, Ricardo Rojas, además de Chazarreta, menciona los trabajos de Gómez Carrillo patrocinados por la Universidad de Tucumán. Por todo eso se comprende que desde una etapa temprana los nacionalistas hayan apoyado las investigaciones de los estudiosos del Folklore, hayan impulsado la enseñanza del folklore en las escuelas, y hayan provisto a la disciplina naciente de una cantidad importante de contenidos discursivos. Pero hay un último aspecto a destacar. Para los nacionalistas no se trataba solamente de la afirmación de la continuidad y del rescate de las tradiciones. El mito del origen no sólo apuntaba a trazar una genealogía, sino también a proyectar un futuro. Esa proyección siguió diversos carriles políticos, pero en cuanto a lo cultural, y más específicamente a lo artístico, se fundaba en la idea de una producción que recuperara esas tradiciones y las transformara según los avances de las diferentes disciplinas artísticas. Los elementos provenientes del folklore debían convertirse en materiales de trabajo para los artistas creadores. Los modelos, claro está, eran la música Wagneriana y el nacionalismo musical ruso. Para Rojas, en cada una de las artes ya se vislumbraba el desarrollo de una corriente nacionalista a la que llamaba “Nueva Escuela”. Así, rescata en la pintura los aportes de artistas como Octavio Pinto, Quinquela Martín y Fader; en la literatura los de Juan Carlos Dávalos, Fernández Moreno y Benito Lynch; y así con todas las artes. Para la perspectiva de este trabajo es de especial importancia la trascendencia que Rojas le adjudicó a la presentación de la compañía de Andrés Chazarreta en el teatro Politeama de Buenos Aires en 1921. El entusiasmo lo llevó a proponer, a partir del ejemplo de Chazarreta, que la Escuela de Danzas del Teatro Colón afrontara la tarea de transformar el folklore coreográfico en “Arte teatral”. Lo que tal vez no advirtió Rojas es que la operación de Chazarreta había convertido ya a las danzas folklóricas en una forma de arte teatral, es decir, de espectáculo, y con eso estaba poniendo las bases para el desarrollo del campo del folklore en la cultura de masas. 4. Conclusión: A lo largo de este trabajo he intentado mostrar cómo se fueron formando, con el desarrollo del nacionalismo cultural una serie de elementos discursivos que formaron parte importante de las condiciones de emergencia del campo del folklore. En ese proceso, esos elementos, combinados con otros y reapropiados de diferentes maneras, contribuyeron a la formación del “paradigma clásico” del campo del folklore. Claro que el discurso nacionalista formó parte de un conjunto más amplio de condiciones, junto con el nacimiento de la ciencia del Folklore, el desarrollo de la escuela como aparato homogeneizador y disciplinario, el desarrollo de la industria cultural, especialmente la

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radio y el disco, y las políticas de inclusión cultural del peronismo. En ese conjunto hay que buscar la comprensión / explicación de los rasgos característicos del “paradigma clásico”, que qiedaron brevemente indicados en la introducción de este trabajo. A partir de los 50, cuando el paradigma quedó establecido, los productores de canciones folklóricas debieron maniobrar en un espacio de opciones que iban de la aceptación al rechazo del paradigma clásico, pasando por todas las formas de la expansión, la reforma y la renovación.

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