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Los Cuadernos Inéditos DIARIO (VIERN0-1962) Llꭐs Fernández s abes acaso tú, diario, que hay sorpresas que llegan a inndir un miedo atroz, como un ío de pájaro? Cuando todo se encadena por causa del destino, siempre ciego pero previsor, a la espera, con esa paciencia que lo caracteriza, del momento adecuado, cudo débil, desprevenida y propensa por tanto a la condescendencia, ves que sus signos se precipi- tan y por más que intentas oponerte -¡pobre vo- luntad la mía!-, elevándose como murallas del pa- so, derrota fenecida, ¡ay!, y tú arrastrada con ella en su debacle, consciente de su acaso que es tuyo, mi diario, y por tuyo mío. Pues, ¿quién si no tú me sostiene y sobre ti descargo toda flaqueza? Cuán terrible ha de ser tu destino de papel encadenado a suir los embites que, con prerencia, siempre las mujeres, que- jumbrosas ellas por naturaleza, reservan, a la hora . de sus caídas más íntimas, de los acasos sona- dos, a la cárcel de tus páginas maltrechas en su viril textura por ese abandono menil que al llanto apela en su socorro, para así, limadas con él tus asperezas, resbaladizo, que mi mano blanca se deslice ligera y en tu acomodo encuentre cobijo radecido a la sombra de tu secreto mudo. Aminarte me ha costado, y aún en mi éxito me lamento, por haber hecho de tu gruesa y tur- gente hoja liviana flor donde la caricia se inscriba, a sabiendas de perderte como oponente rudo, ahogando el chirri agreste de la barba que a erza de eites y blanduras he limado. Y ahora, ya serrallo, guardián impotente a mis desmanes y desvaríos, siempre en guardia celosa, al encomen- dte protección tan arriesgada y conocimientos de desvenras que entre tú y yo se reservan, he visto con infinita tristeza degradada tu (uria juve- nil primera, trastocado el género de tu destino y trocado el timbre austero por afeminado lsete. Y soy en ti voz blanca impostada y fin acomodado a mis caprichos de niña deprimida y enfermiza que sólo de esta rma se atreve a enfentse al cono- cimiento otro, eso es, disazándolo con vestidos ajenos y abriéndote con esta cobde máscara mía. ¡Lamentos! Mural de lamentaciones, ventani- lla de quas siempre solícita; ¿ves con cuánta justeza padeces el lamento de tanto lamento mío? Pero hay un triunfo del que vanlorime quiero, ser ya dos, tú y yo unidos por siempre aquí, en secreto compartido; y esto, Dios sabe lo que me alegra, hace que a alguien me entregue en cuerpo 44 y alma, en espíritu sería más propio, que el alma sólo es de Dios y el cuerpo, virgen permanezco y quién sabe si incólume pasaré de una vida a la otra, pues el temor de verme inmolada a la barba- rie del hombre no sólo me azora y subleva, aún más, aquí mis murallas se crecen al grito, y ante t estrépito sonoro, mejor ciudadela en mí se edifica. Y mi sentir desequilibrado busca en las murallas socorro, y en la voluntad arquitectura sólida y dispuesta, y hasta en la rteza que la obra aseguraciones prometidas, cuando en mi asombro, arenas movedizas hallo resquebrajando mis sólidos cimientos, hendijas riendo los per- fectos ensambles, carcoma aviesa y en secreta pitanza royendo vigas, traviesas y untamien-

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Los Cuadernos Inéditos

DIARIO (INVIERN0-1962)

Lluis Fernández

sabes acaso tú, diario, que hay sorpresas que llegan a infundir un miedo atroz, como un frío de pájaro? Cuando todo se encadena por causa del destino, siempre

ciego pero previsor, a la espera, con esa paciencia que lo caracteriza, del momento adecuado, cuando débil, desprevenida y propensa por tanto a la condescendencia, ves que sus signos se precipi­tan y por más que intentas oponerte -¡pobre vo­luntad la mía!-, elevándose como murallas del pa­sado, derrota fenecida, ¡ay!, y tú arrastrada con ella en su debacle, consciente de su fracaso que es tuyo, mi diario, y por tuyo mío.

Pues, ¿quién si no tú me sostiene y sobre ti descargo toda flaqueza? Cuán terrible ha de ser tu destino de papel encadenado a sufrir los embites que, con preferencia, siempre las mujeres, que­jumbrosas ellas por naturaleza, reservan, a la hora

. de sus caídas más íntimas, de los fracasos sona­dos, a la cárcel de tus páginas maltrechas en su viril textura por ese abandono femenil que al llanto apela en su socorro, para así, limadas con él tus asperezas, resbaladizo, que mi mano blanca se deslice ligera y en tu acomodo encuentre cobijo agradecido a la sombra de tu secreto mudo.

Afeminarte me ha costado, y aún en mi éxito me lamento, por haber hecho de tu gruesa y tur­gente hoja liviana flor donde la caricia se inscriba, a sabiendas de perderte como oponente rudo, ahogando el chirriar agreste de la barba que a fuerza de afeites y blanduras he limado. Y ahora, ya serrallo, guardián impotente a mis desmanes y desvaríos, siempre en guardia celosa, al encomen­darte protección tan arriesgada y conocimientos de desventuras que entre tú y yo se reservan, he visto con infinita tristeza degradada tu (uria juve­nil primera, trastocado el género de tu destino y trocado el timbre austero por afeminado falsete. Y soy en ti voz blanca impostada y al fin acomodado a mis caprichos de niña deprimida y enfermiza que sólo de esta forma se atreve a enfl"entarse al cono­cimiento otro, eso es, disfrazándolo con vestidos ajenos y abriéndote con esta cobarde máscara mía. ¡Lamentos! Mural de lamentaciones, ventani­lla de quejas siempre solícita; ¿ ves con cuánta justeza padeces el lamento de tanto lamento mío? Pero hay un triunfo del que vanagloriarme quiero, al ser ya dos, tú y yo unidos por siempre aquí, en secreto compartido; y esto, Dios sabe lo que me alegra, hace que a alguien me entregue en cuerpo

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y alma, en espíritu sería más propio, que el alma sólo es de Dios y el cuerpo, virgen permanezco y quién sabe si incólume pasaré de una vida a la otra, pues el temor de verme inmolada a la barba­rie del hombre no sólo me azora y subleva, aún más, aquí mis murallas se crecen al grito, y ante tal estrépito sonoro, mejor ciudadela en mí se edifica. Y mi sentir desequilibrado busca en las murallas socorro, y en la voluntad arquitectura sólida y dispuesta, y hasta en la fortaleza que la obra aseguraciones prometidas, cuando en mi asombro, arenas movedizas hallo resquebrajando mis sólidos cimientos, hendijas abriendo los per­fectos ensamblajes, carcoma aviesa y en secreta pitanza royendo vigas, traviesas y apuntalamien-

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tos de esta torre solitaria que desde mi estrella a la tierra despreciaba. Ser atalaya para en lo alto, creyendo por su altura vigilar el círculo de mi horizonte, en la ignorancia que se cree el poseído de su verdad, colgada de un punto con pinzas sujeta a una nube viajera, perseverar en necio extravío, soberbia que hasta a la caridad ofende. Pero creedme que alego inocencia y sé que de nada me exime justificación tan peregrina, cuando la ley que a todos nos iguala de la misma manera nos obliga.

Y en esto estaba; tomando aliento después de tan larga queja a mis desventuras del alma, quizá temiendo enfrentarse con el éaudal de recuerdos que, poco a poco, la memoria agolpada, en su

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insistencia, pugnaban por salir, en el pensamiento de que hay palabras que su sola evocación me hieren, y rehuyéndolas detienen la escritura. Soy consciente, sin embargo, de que nada ni nadie puede sujetarme ya lanzada en mi memoria a dejar correr la tinta a costa de la afrenta que supone revivir en cada detalle, prolijo, para así mejor librarme del agobio de secretos nunca comparti­dos.

Pensaba, al salir hoy mañana de casa, en la feliz simplicidad de una vida como la mía, tan repleta de acuciantes necesidades por mí misma contraí­das, cuando al entrar en la librería de las Herma­nas Paulinas, donde en su silenciosa intimidad en­cuentro sosiego y reposo, en la calma del lugar, apenas escuchando el deslizar de pasos quedos entre los altos anaqueles corredizos cargados de libros, vagando sin más rumbo que el libro albe­drío del recogimiento, entre la sección de liturgia y las vidas -de santos, precisamente hurgando sin demasiados éxitos a la búsqueda de una rara edi­ción de la vida de Santa Gúdula, por encargo de mi madre, para un regalo a cierta persona muy querida que gusta de la vida de los santos en general y de Santa Gúdula en especial, abstraída por tanto, sentí una presencia, un ser observada, y queriendo salir de dudas, con lentitud y precau­ción fui volviéndome y le vi frente a mí, callada­mente tendiéndome su mano amiga. Si por un momento me hubiera pasado por la cabeza el in­fierno, quizá hubiera visto en su elegante porte y la sonrisa amable a un Virgilio dispuesto a pa­searme galante en vertiginosa marcha atrás hasta el punto lejano de mi pasado que la figura de Lupita Sant Juliá, mi muy querida y olvidada condiscí­pula representa. No sabría qué más decir de tal persona sin caer en el pecado de un deseo que al rememorarlo puede ir creciéndose hasta el aban­dono en tales pensamientos por agradables más peligrosos y tentadores, conteniendo mis impulsos de mujer propensa a fantasear en este punto. Justo el momento en que él, tendiéndome el brazo, al coger el libro, rocé su mano. Bajé la mirada, y sin volverme recorrí con aparente calma el largo co­rredor que me separaba de la caja. Me detuve delante de sor Angustia para que envolviera el libro buscado y recoger el albarán, sonriéndome cómplice del feliz hallazgo.

-Ni yo misma -dijo sor Angustia- sabía de suexistencia, Falobia, es casi un milagro, mira, en la ficha figura como descatalogado.

Y mientras la instaba con mi silencio a que acabara, sin querer volví a representarme la es­cena; permanecía de espaldas, sintiéndola clavada allí, su mirada, mientras esperaba mi libro: Tan gentil, con el brazo tendido ofreciéndome una ha­giografía de Santa Gúdula muy buscada, un raro ejemplar en el que sólo él había reparado. ¿ Cómo podía explicar al adivinar mis pensamientos lo que pasó dentro de mí cuando al volverme le vi mirán­dome fijamente, con esa sonrisa amable en los labios brillantes y un timbre de voz encantatorio al

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quedar yo atrapada en el cristal de la sorpresa? Un débil chasquido, como si alguien golpeara con los nudillos la transparente superficie, para que estrepitosamente se rompiera en mil pedazos la cadena nerviosa que me unía al sortilegio del mo­mento vivido. Y al coger el libro, escondiendo el temblor con un gesto decidido, rocé su mano y aseguré con una sonrisa el desastre presentido al verle.

Allí estaba, sor Angustia, devolviéndome el al­barán esperado, y a mi espalda, una calina sofo­cante, de nuevo él, rogándome con su límpida sonrisa que perdonara su atrevimiento.

Salimos, sin querer, juntos de la librería, y antes de que pudiera darme cuenta me encontraba to­mando té en la cafetería más cercana, bis a bis, abandonando la cabeza ladeada sobre la palma de la mano, mientras que con la otra meneaba sin fin la taza humeante hasta que al llevármela a los labios para sorberlo su frialdad me hizo dar un respingo, alertándome de las horas que, ¡quién sabe cuántas!, me había excedido en tan grata compañía. ¡Las dos!, casi grité, y sin mediar ex­plicación salí disparada de la cafetería y entré en un taxi, perdiendo su mirada atónita tras las crista­leras, paulatinamente oculto por una multitud de la que nunca debí significarlo.

Ya de camino, con gran sorpresa, observé que en mi precipitación había cogido junto al mío su paquete, y no sin cierta ansiedad, temiendo que el conductor, al acecho en su espejo retrovisor, re­parase en ella, me vi impelida a destaparlo con disimulo, horrorizándome de tal acción, que de haberlo pensado, en los días de mi vida hubiera consentido en realizar. ¿ Qué veneno te ha incul­cado ese extraño, Falobia, por Dios bendito? ¡Destapar algo ajeno! No cabía en mi asombro. Me sentí aturullada, con el alma dolida por aquel acto de impudor, y también, ahora puedo raciona­lizarlo, por permitirme alargar con aquel libro el tacto de los agradables momentos vividos junto a él. Sabía de los presagios y me daba miedo mirar de qué obra se trataba, pero vencida la curiosidad malsana primera volví a incurrir en otra segunda, a pocos minutos del lugar donde lo había abando­nado en mi loca huida; y al leer: «Doña Mencía Calderón de Sanabria, primera Adelantada de las Américas» por Lupita Sant Juliá, sentí que la in­fancia, como por ensalmo, llenaba cada rincón del taxi, haciéndome naufragar en el torbellino de sus profundas aguas que aunque pasadas, comenzaron a agitar las aspas del molino de mis recuerdos, y temí que aquel automóvil me condujera vertigino­samente hacia el pasado nebuloso donde mi in­consciente se apresura a desvelar con voz equí­voca imágenes olvidadas, sensaciones vividas, en un recordatorio que sé, mi alma, hacía largo tiempo se apresuraba pacientemente a ir cu­briendo con una capa de voluntario olvido. Y sé por qué ella lo hizo con conocimiento y justicia, y ahora me duelo al perder tan juiciosa enseñanza, incapaz como me encuentro de detener el aluvión

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de recuerdos furtivos que me asaltan desde ese día. Si al menos hubiera podido contener mi an­siedad y con el aplomo de siempre haber vuelto a la mañana siguiente a la librería· y entregando su paquete, ya fatalmente conocido, seguir en mi tranquila residencia amurallada; pero hay lamen­tos que redoblan el daño, y el mío, ·al transcri­birse, lo veo triplicado al hurgar sin cuidado en la abierta herida.

Lupita Sant Juliá, me pregunto con insistencia, ¿dónde estarás ahora? Hay amores que son caudal escondido que de manar no cesan y que el tiempo aviva para recordar sin piedad que donde prendió el fuego el yermo aguarda en la desolación del alma.

Leíamos al alimón la revista «Chicas», que mi madre me enviaba al internado, como dos bobas, sobre la colcha de mi cama, haciendo planes im­posibles. Nunca ya podré olvidarlo. Fue una tarde aburrida de sábado cuando las dos, inseparables, repentinamente y sin venir a cuento, nos acari­ciamos el cabello y nos besamos. Recuerdo que Lupita había descubierto en un gran volumen de historia de la conquista de las Américas una cu­riosa y apasionante historia, y fue aquella tarde la primera vez que me habló de ella, de doña Mencía Calderón de Sanabria y su portentosa aventura a través de la selva del Paraguay con un puñado de mujeres extremeñas. Mientras me ponía al co­rriente del comienzo de la gesta, interrumpió la narración, nos miramos como descubriéndonos perdidas en aquel vasto y exuberante continente virgen y ( ... ) luego, ambas cosas permanecieron unidas como el palillero de su plumilla que van escribiendo engastados nuestras primeras frases, conectando las ideas del relato aventuroso del descubrimiento. Son cosas, esas, que se quedan en el alma imborrablemente grabadas hasta que el corazón palpitante de una jovencita interna en un lujoso colegio suizo, en sus ensueños, acaba por desbordar en su delirio.

Esperábamos a que se apagaran las luces, y que todo el mundo respirara acompasadamente al ritmo del sueño, para pasarnos la una a la cama de la otra, a hurtadillas, y en la estrechez de aquel lecho de un solo cuerpo, paraba el oído al susurro de su emocionada voz, instándola a que prosi­guiese, ansiosa por conocer lo que para mí, en aquel entonces, me parecía más fruto de su aluci­nante fantasía que realidad histórica. ¡Doña Men­cía Calderón de Sanabria, primera Adelantada del Río de la Plata, qué sueños ·imperiales no desper­taría en nosotras, ingenuas doncellas enclaustra­das, el eco lejano de su racial gesta, indomeñable por el mar embravecido, rumbo a las Indias, aco­sada por infames piratas franceses, perdida entre tribus salvajes y cam'bales, y la larga y tortuosa comitiva por la selva virgen hasta La Asunción, asaetados por flechas envenenadas de los ladinos indios tupíes!

El silencio del gran dormitorio, el susurro quedo de su voz aflautada, la oscuridad propicia a la

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confidencia y el misterio aterrador de los primeros y grandes descubrimientos que, a la par de los de doña Mencía, Lupita y yo íbamos, sin querer que­riendo, desbrozando en esa otra selva virgen que eran nuestros cuerpos púberes, abrazadas, amoro­samente unidas por el escalofrío de la aventura compartida.

¡ Cuántas noches esperé a que se apagaran las luces centrales, ansiosa en mi cubículo acorti­nado, rezando por que pronto viera su sombra a tientas buscar mi cobijo, y cuántas más temí que aquella interminable odisea a través de la selva no finalizara jamás, sabiendo que, como en el cuento de las mil y una noche, su término concluiría con su pérdida!

Ahora, cuando ojeo el libro de Lupita, a la búsqueda del capítulo tantas veces rememorado, comprendo lo tonta que fui, y lo que aún lo soy, y paso mi mano libre por la cuenca de mi estómago para detenerlo en su loca desbandada de temores clandestinos, pues debí saber que aquella historia, como cualquier otra, es pretexto humano para unas bodas que vienen a sancionar el decir que lo que el alma unió en el entresijo del secreto com­partido, nunca, nadie podrá desunir en el corazón de quienes juraron fidelidad eterna al desasosiego. Narración y vida, ¿qué son sino ríos que van a dar a la mar, que es de donde se nutren? El cuento recurrente del nunca acabar se sabe allí vida go­zosa donde la vida sueña el olvido de su triste y solitario final.

Se me cayó el libro de las manos casi a punto de abrirlo por su centro, y lo recogí temerosa para volver a deshojarlo apresuradamente, con un ner­viosismo indescriptible, en el pasaje de la llegada a las playas del Paraguay. Hubiera querido leerlo todo de una, a sabiendas de que, conocido «par coeur», cualquier trozo que el azar me deparase alzaría en mi mente un irrefrenable caudal de sen­saciones y desmayos antiguos.

Leí entre líneas: «Fundaremos nuevas ciudades -les dijo doña Mencía Calderón de Sanabria a susfuturas prosélitas, ... inculcaremos la buena nuevade la religión de nuestra Santa Madre Iglesia aesos infieles ... »

No, no, más adelante, sin miedo, todavía andan por Medellín; y pasaba un buen montón de pági­nas. ¿Aquí? «¿Cómo describir el dolor de doña Mencía? Todos sus sueños se acabaron de estre­llar contra el arrecife del infortunio. Primero su marido, luego ... Unos días más, tan sólo una se­mana hubiera sido suficiente para haber podido salvar la vida de su hija -se dijo-, mientras los compungidos marineros del petaque San Miguel, en religioso silencio, lanzaban su diminuto y aún caliente cuerpo de su hija «la pequeña» en las verdiazules aguas del inmenso y fatídico mar te­nebroso, a tan pocos días de navegación de la costa, que ... »

Me detuve en la página 129, al final de �tan patético pasaje, y temí darle la vuelta .. � a la página en blanco. �

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Presidente: JOSE ANTONIO MARA V ALL

Director: FELIX GRANDE

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Colaboran: Francisca Aguirre, Héctor

Anabitarte, Jorge Andrade, Isabel de Armas,

Alberto Baeza, Justo Barboza, Salvador

Becarisse, Mario Boero, Rodolfo Borello,

Myriam Bustos, Ricardo Campa, Carlos

Catania, Héctor Ciarlo, Manuel Cito, Javier

Cristaldo, Jorge Cruz, Raúl Chávarri, Lilia

Dapaz, Angela Dellepiane, Carlos Dubner,

Ricardo Estrada, Teodosio Fernández, Ariel

Ferraro, Marylin Frankenthaler, Albert Fuss,

Marina Gálvez, J. Manuel García-Rey,

Alexandru Georgescu, Félix Grande, Amalia

lniesta, Bella Josef, Jerzy Kuhn, Amoldo

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