Diana Obregon - Culturas Cientificas y Saberes Locales

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Culuras Científicas y Saberes Locales

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  • COLOQUIO CULTURAS CIENTFICAS Y SABERES LOCALES

    Coleccin Ciencia, Tecnologa y Cultura

  • *

    Roberto Pineda Mauricio Nieto

    Jos Antonio Amaya Pablo Kreimer

    Olga Restrepo Forero Fernando Zalamea

    Jorge Arias de Greiff Diana Obregn

    Alvaro Len Casas Cristina Barajas

    *

  • Diana Obregn (Editora)

    Culturas cientficas y saberes locales: asimilacin, hibridacin, resistencia

    *

    UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

    Programa Universitario de Investigacin en Ciencia, Tecnologa y Cultura

  • de los artculos: Los respectivos autores

    de esta edicin: Universidad Nacional de Colombia

    Facultad de Ciencias Humanas Centro de Estudios Sociales

    Programa Universitario de Investigacin en Ciencia, Tecnologa y Cultura

    y Facultad de Medicina

    primera edicin: julio del 2000

    ISBN-958-8051-959

    Todos los derechos reservados. Prohibida su reproduccin total o parcial

    por cualquier medio sin permiso del editor.

    Portada: Hugo vila, sobre un afiche de Nobara Hayakawa

    Edicin, diseo y armada electrnica: Snchez & Jursich

    Impresin y encuademacin: Litocamargo

    Impreso y hecho en Colombia

  • ndice

    7 Diana Obregn PRESENTACIN

    21 Parte I SABERES INDGENAS, CIENCIA Y POLTICA EN LA COLONIA

    23 Roberto Pineda Camacho DEMONOLOGA Y ANTROPOLOGA EN LA NUEVA GRANADA (SIGLOS XVI-XVII)

    89 Mauricio Nieto Olarte REMEDIOS PARA EL IMPERIO: de las creencias locales al conocimiento ilustrado en la botnica del siglo XVIII

    103 Jos Antonio Amaya UNA FLORA PARA EL NUEVO REINO Mutis, sus colaboradores y la botnica madrilea (1791-1808)

    161 Parte II CIENCIA MODERNA: CENTROS Y PERIFERIAS

    163 Pablo R. Kreimer UNA MODERNIDAD PERIFRICA? La investigacin cientfica, entre el universalismo y el contexto

  • ndice I 362

    197 Olga Restrepo Forero LA SOCIOLOGA DEL CONOCIMIENTO CIENTFICO o de cmo huir de la "recepcin" y salir de la "periferia"

    221 Fernando Zalamea EL CASO PEIRCE Y LA TRANSCULTURACIN EN AMRICA LATINA: modalidades de resistencia

    245 Parte III CULTURA NACIONAL EN COLOMBIA: HIBRIDACIONES Y RESISTENCIAS

    247 Jorge Arias de Greiff SABERES LOCALES DIVERSOS GLOBALIZADOS POR UNA NECESIDAD LOCAL

    258 Diana Obregn DEBATES SOBRE LA LEPRA: Mdicos y pacientes interpretan lo universal y lo local

    283 Alvaro Len Casas Orrego LOS CIRCUITOS DEL AGUA Y LA HIGIENE URBANA EN LA CIUDAD DE CARTAGENA A COMIENZOS DEL SIGLO XX

    328 Cristina Barajas S. HIBRIDACIN CONSTANTE: manejo de la enfermedad en una comunidad rural colombiana

  • Diana Obregn

    PRLOGO

    El bioqumico e historiador britnico Joseph Needham, en su em-peo por ofrecer una imagen no eurocntrica de la historia de la cien-cia, usaba una hermosa metfora para ilustrar la emergencia de la llamada ciencia occidental. Deca Needham que las ciencias medie-vales de las diferentes civilizaciones del Este y del Oeste eran como ros que fluan en el gran ocano de la ciencia moderna (Chemla, 1999: 220). Con esta imagen pretenda mostrar que no solamente Grecia y Roma antiguas, sino tambin el mundo rabe, China, In-dia (y habra que aadir Amrica precolombina) haban contribui-do de manera fluida e indistinguible a conformar una herencia de la cual la humanidad todava poda sentirse orgullosa. En efecto, a partir de los aos treinta del siglo XX, Needham y John D. Bernal, junto con otros cientficos britnicos y europeos, compartan su preocu-pacin por las relaciones demasiado estrechas de la empresa cient-fica con regmenes antidemocrticos e intereses militares (Petitjean, 1999; Halleux, 1995). En consecuencia, estos cientficos, socialis-tas unos y liberales otros, dedicaron sus vidas a luchar por una cien-cia que se mantuviera fiel a los, segn ellos, ideales originales de la ciencia como una empresa para el bienestar y la felicidad pblicas. El humanismo cientfico de Needham, as como el de George Sarton, uno de los primeros historiadores que se propuso una historia de la ciencia que incluyera a toda la humanidad, estaba marcado por la creencia en la unidad de la naturaleza y en la unidad de la humani-dad, que se reflejaban a su vez en la unidad de las ciencias (Raina,

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    1999: 2). De ah el proyecto histrico que se propuso Needham: demostrar que la antigua civilizacin china haba producido un c-mulo de sofisticados conocimientos cientficos y tcnicos que pos-teriormente haban ido a parar en el gran ocano de la ciencia occi-dental moderna.

    Como se ha indicado (Elzinga, 1999: 91), el empeo de Needham rindi ampliamente sus frutos. El que en culturas diferentes de la europea hubiera importantes tradiciones cientficas antes y despus de la llamada revolucin cientfica del siglo XVII es, hoy en da, un hecho familiar para muchas audiencias, particularmente para aque-llas con acceso a la televisin. Entretanto, la historiografa de la cien-cia sufri lo que se denomin el "giro social" en los aos sesenta y setenta del siglo XX; esto es, las dimensiones sociales del crecimiento y del cambio cientficos comenzaron a ser examinadas de manera sistemtica. Muchos han querido derivar estas transformaciones de la obra de Kuhn, pero sin duda este viraje tiene sus races en obras anteriores: por ejemplo, y de manera notable, en el estudio sobre la sfilis del mdico y microbilogo polaco Ludwik Fleck (1935-1979), en quien Kuhn no solamente se inspir, sino de quien tom ideas centrales (Obregn, 1999; Restrepo, 1995). De manera an ms ra-dical, la sociologa del conocimiento cientfico ha examinado el ca-rcter local y socialmente contingente de todo conocimiento cient-fico y los estudios culturales y feministas han enmarcado el anlisis de la ciencia dentro de una crtica ms general de la modernidad. La universalidad aparece entonces como construida a partir de saberes circunscritos a laboratorios, talleres y a situaciones espec-ficas. La universalidad de la ciencia no hubiese sido posible sin la internacionalizacin de las actividades cientficas y sta a su vez no hubiese sido posible, entre otros factores, sin la estandarizacin de pesos, medidas, nomenclaturas y unidades, proceso que consigui un considerable avance a finales del siglo XIX (Crawford, 1992: 40). Este proceso de construir sistemas de conocimiento a travs de es-trategias para crear equivalencias y conexiones que permiten que

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    saberes aislados y heterogneos sean movidos en el tiempo y en el espacio para ser aplicados en otros tiempos y lugares, como han in-dicado Latour (1987) y ms recientemente Turnbull (1993/1994), ha sido la estrategia fundamental de la construccin de la ciencia contempornea. La elaboracin de teoras cientficas implica la re-conciliacin y la integracin de puntos de vista dismiles. Cada ac-tor, grupo, lugar o laboratorio ostenta un punto de vista local, una verdad parcial conformada por prcticas locales, creencias locales, recursos locales, constantes locales, resultados locales que no pue-den ser completamente verificados en todos los lugares. En la agre-gacin de todos estos puntos de vista radica la fuerza y el poder de la ciencia (Turnbull, 1993/1994). De esta manera se devela el mis-terio de las grandes teoras totalizadoras, universales, patrimonio de la ciencia occidental.

    A la luz de estos anlisis, el clebre dilema planteado por Need-ham, a saber, por qu la ciencia moderna no se origin en China, o en cualquier otro lugar del planeta, resulta innecesario o incluso carente de sentido (Elzinga, 1999: 76; Cueto, 1995: 10). La revolu-cin cientfica aparece como un acontecimiento histrico particu-lar, ligado a circunstancias sociales peculiares, y la idea determinista de una humanidad caminando en una misma direccin hacia el pro-greso bajo la gida de la superioridad europeo-occidental ha sido tambin datada histricamente. En nuestros tiempos, la ciencia ya no encarna los ideales de verdad, bondad, racionalidad y libertad que le adjudic no solamente el credo positivista y liberal, sino tambin el marxista. En estas circunstancias, proyectos como el de escribir una gran historia general de la ciencia que incluyera a toda la hu-manidad, tal como en sus tempranos aos propuso la Unesco bajo el liderazgo de Julin Huxley y la orientacin de Lucien Febvre, han cedido el paso a anlisis ms localizados de la ciencia en diferentes temporalidades y geografas.

    En Amrica Latina, a falta de un proyecto de inspiracin needha-miana que estudiara en su totalidad las grandes civilizaciones ame-

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    rindias, los estudiosos de estos temas hemos asumido una cmo-da divisin del trabajo: los antroplogos se han encargado de exa-minar las llamadas etnociencias, siendo incas y mayas los ms es-tudiados, mientras que los historiadores y los socilogos (tambin las historiadoras y las socilogas, desde luego) hemos preferido ex-plorar temas como la introduccin de las ciencias modernas a partir de la obra de los ilustrados viajeros y naturalistas del siglo XVIII y la construccin de las ciencias nacionales vinculadas al surgimiento de los estados nacionales en los siglos XLXyXX. Quizs por ello, los temas han girado en torno a la asimilacin de los paradigmas mo-dernos, sea linneano, newtoniano, darwiniano o relativista, con fre-cuencia escamoteando el anlisis del problema del colonialismo y del imperialismo cultural ligado a estas transferencias de conoci-miento, o de los intereses de clase nacionalistas de las burguesas locales patrocinadoras de los proyectos nacionales de ciencia. Por lo dems, como indican Cueto y Caizares (1999: 49), a Amrica Latina no puede colocrsele sin ms el rtulo de "no-occidental" sin introducir muchos matices, en lo cual se encuentra un llama-do a abordar el problema en toda su complejidad. Visiones dema-siado negativas de la historia de la ciencia en Amrica Latina han cedido el paso a la indagacin de ejemplos histricos de "excelen-cia cientfica" (Cueto, 1989), que permiten no slo a los historia-dores sino a los cientficos que ejercen cargos de poltica cientfi-ca conseguir legitimidad para el ejercicio de hacer historia de la ciencia, en un caso, y, en otro, trazar estrategias para el desarrollo cientfico. La legitimidad del tema de la historia de la ciencia en Amrica Latina ha sido lograda, y el modelo de desarrollo (o ms bien de subdesarrollo) basado en la imitacin de los pases in-dustrializados y en la premisa de la importacin de ciencia y tec-nologa ha sido seriamente puesto en cuestin (Escobar, 1995). De tal manera que las condiciones estn dadas para que los cientfi-cos sociales asumamos una actitud menos cientificista a la hora de abordar estos temas.

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    El conjunto de ensayos que conforman este libro corresponde a una seleccin de las ponencias presentadas en el coloquio que con el nombre de Culturas cientficas y saberes locales: asimilacin, hi-bridacin, resistencia? organiz el Programa Universitario de Inves-tigacin en Ciencia, Tecnologa y Cultura de la Universidad Nacio-nal de Colombia, en noviembre de 1997. Estos trabajos, aun siendo bastante diversos en temporalidades, temas y puntos de vista, tra-tan el problema de las tensiones entre las culturas cientficas con sus pretensiones de universalidad y los saberes locales que por de-finicin estaran limitados a circunstancias particulares de tiempo y de lugar. Esta coleccin de ensayos contempla el problema de la correlacin entre la expansin europea y norteamericana y la mundia-lizacin de la ciencia y la tecnologa para el caso de algunos pases latinoamericanos. La mayor parte los artculos se refieren a Colom-bia, pero tambin se incluyen algunos anlisis de Argentina, Chile, Per y Mxico. Asimismo, se examina aqu cmo las modalidades que la mundializacin de la ciencia ha adoptado histricamente in-fluyen en la forma y contenido de la ciencia y de las instituciones y representaciones de la ciencia contempornea. Los tres artculos de la primera parte se refieren a las diversas percepciones que los eu-ropeos tenan de los saberes locales indgenas del Nuevo Reino de Granada, as como a la imbricacin entre ciencia y poltica en el periodo colonial. Roberto Pineda describe el encuentro de los con-quistadores espaoles con las creencias religiosas de los indgenas a partir del siglo XVI y su interpretacin de las religiones amerindias como obra del demonio. Por tanto, los objetos indgenas eran vistos como smbolos satnicos a los que haba que destruir, y los caciques eran percibidos como la materializacin del mismo diablo. En estas circunstancias, los colonizadores espaoles no desarrollaron un in-ters coleccionista, actitud que impidi a los espaoles fundar tem-pranamente una antropologa moderna. A partir de la obra del pa-dre Jos Domingo Duquesne, de finales del siglo XVIII, la percepcin demonaca de los objetos indgenas fue sustituida por el inters

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    esttico o de coleccionista. Esta nueva mirada, sin embargo, no re-emplaz a la anterior sino que se sobrepuso a ella como en un pa-limpsesto. En el temprano siglo XIX, los objetos previamente sa-tanizados hicieron su trnsito hacia el Museo de Historia Natural, donde fueron sacralizados como antigedades y reliquias de la nue-va historia patria, sin que, de otra parte, se modificara la percepcin del indgena como salvaje y pobre a quien era preciso educar y dis-ciplinar. Del trabajo de Pineda se desprende la continuidad de la percepcin de conquistadores y colonizadores espaoles de los si-glos XVI hasta comienzos del XVIII con la mirada ilustrada y racional de los criollos de finales del siglo XVIII y del XLX. Mientras que, para unos, los saberes religiosos locales eran demonacos y deban ser destruidos a toda costa, para los otros, aqullos se convirtieron en objeto de un culto petrificado que ha contribuido, an hoy, a man-tener en el margen a las poblaciones indgenas.

    Mauricio Nieto explora el caso de la historia natural espaola de finales del siglo XVIII como una empresa central en el empeo euro-peo de conquistar el mundo, donde ciencia, poltica y economa fue-ron inseparables. A travs del anlisis de la descripcin de algunas plantas medicinales americanas por parte de Hiplito Ruiz, uno de los naturalistas espaoles a cargo de la Real Expedicin al Nuevo Rei-no de Per y Chile, Nieto explica el descubrimiento de nuevas es-pecies como un proceso de traduccin de saberes locales indgenas a la botnica ilustrada espaola. Los viajeros, con el nombre de des-cubridores, se hicieron portavoces de un conocimiento ya existente. De la visin de los romnticos y heroicos naturalistas en las selvas americanas se pasa a la de los hbiles recolectores de plantas y de saberes que, a diferencia de los habitantes de Amrica, tienen el inters y estn en capacidad de enviar su informacin a Europa, de cotejarla con una taxonoma ya establecida y de difundir los benefi-cios que de tales plantas se derivan. Todo este complejo proceso por supuesto se adelant sin reconocimiento alguno de quienes haban sido los originales portadores de estos conocimientos, para cuyas

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    tradiciones estuvieron reservados los calificativos de irracionales, salvajes y supersticiosas.

    Jos Antonio Amaya, quien sita su anlisis en el mismo pero-do y en el mismo tema de la historia natural, examina las complejas relaciones de la expedicin de Jos Celestino Mutis con la botnica espaola entre 1791 y 1808, lapso rico en acontecimientos polticos y cientficos tanto en Santaf como en Madrid y Cdiz. A diferencia de lo que muchos han afirmado, en este artculo se describe a un Mutis sin mayor talento como maestro que, no obstante, estuvo al tanto y estimul las actividades polticas de su adjunto Francisco Antonio Zea y de su sobrino Sinforoso Mutis Consuegra. An ms, la posterior deportacin de estos jvenes aprendices a Cdiz por ra-zones polticas le acarrearon ciertos beneficios al mismo Mutis, apurado por la demora de su envo a Madrid de la Flora de Bogot. Las contrariedades de Mutis en sus difciles relaciones con la bot-nica espaola del momento, le hicieron concebir la idea de una cien-cia autnoma respecto de la metrpoli, proyecto que no alcanzara a culminar. Lo cierto es que la expedicin de la Nueva Granada, a diferencia de aquellas enviadas al Per, Chile y Mxico, estuvo prc-ticamente ausente de la publicacin de nuevas especies en Madrid y de la contribucin con semillas americanas a las siembras del Jar-dn Botnico del Prado. Cabra sealar, como ha indicado Amaya en otra parte (Amaya, 1992) y como seala Olga Restrepo en este mis-mo libro, que la autonoma que deseaba Mutis para la botnica neo-granadina lo era respecto de Espaa, pero no lo era respecto de la sistemtica linneana, que gracias a corresponsales como Mutis se convirti en saber "universal".

    La segunda parte de esta coleccin explora ms de cerca el tema insinuado en la primera parte sobre las relaciones entre centro y pe-riferia en la historia de la ciencia. A partir del anlisis de tres labo-ratorios de biologa molecular ubicados en Londres, Pars y Buenos Aires, Pablo Kreimer propone el concepto de tradicin cientfica que permitira analizar en el largo plazo generaciones de cientficos que

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    construyen sistemas colectivos de identificacin. La idea de la "ex-celencia cientfica en la periferia" de Cueto (1989) resulta adecuada para examinar casos puntuales de cientficos que habran contribui-do al avance de los conceptos en un tema especfico de investigacin, como en los casos de Monge en el Per o de Bernardo Houssay en la Argentina. En cambio, cuando se examina el nivel institucional no puede dejar de percibirse tanto el carcter perifrico de tales prcti-cas, como las rupturas generacionales que ponen en entredicho la construccin de verdaderas tradiciones investigativas en Amrica Latina. En el caso de la biologa molecular argentina, Kreimer sea-la dos caractersticas: se trata de una ciencia hipernormal en el sen-tido de que se circunscribe a la investigacin de un fenmeno parti-cular hasta en sus ms mnimos detalles, perdiendo la visin de conjunto del problema. En segundo lugar, esta prctica cientfica resulta funcional para el laboratorio ingls que investiga sobre el mis-mo tema, con quienes los argentinos mantienen estrechas relacio-nes que permiten a la ciencia central ir elaborando el mapa comple-to del problema bajo investigacin.

    Por el contrario, Olga Restrepo coloca el nfasis del anlisis en los contextos locales del conocimiento y rechaza las categoras empleadas por muchos historiadores, segn los cuales la ciencia de Amrica Latina no puede ser sino "perifrica", "atrasada", "simple reproduccin" o "copia" del original. La ciencia no puede ser sino local o, ms bien, las investigaciones, antes de convertirse en cien-cia, no pueden ser sino locales, se mueven en el terreno de lo inse-guro, lo probable, lo dudoso, lo contingente. Adoptando una pers-pectiva reflexiva, Restrepo advierte que las construcciones que hacemos los historiadores acerca de la ciencia se convierten en "ca-jas negras", en verdades que se vuelven como bumerangs contra nosotros mismos al ser convertidas en poltica cientfica.

    Algunos de los problemas planteados por Kreimer y por Restrepo pueden ser resueltos a la luz de la pragmtica peirceana como ad-vierte Fernando Zalamea. En efecto, Zalamea examina el caso de

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    Charles Sanders Peirce (1839-1914), creador del pragmatismo nor-teamericano, cuya obra fue calificada en su momento de "extrava-gante", "dispersa" y "desordenada" y fue relegada como perifrica porque contrariaba importantes intereses profesionales de los crcu-los acadmicos norteamericanos. Durante mucho tiempo la difusin de la obra lgica de Peirce encontr resistencias de orden concep-tual y metodolgico; en las ltimas dos dcadas, sin embargo, se ha empezado a publicar y a considerar seriamente. De otra parte, Za-lamea argumenta que el realismo peirceano admite la unificacin de lo diverso, pero al mismo tiempo permite incorporar esta heteroge-neidad en un sistema coherente que recupera la universalidad. De esta manera, con la lgica peirceana se superara la disgregacin localista y los relativismos extremos tpicos de muchos discursos postmodernistas. En particular, la pragmtica peirceana se eviden-cia como una perspectiva frtil para comprender los problemas de las resistencias e hibridaciones de la transculturacin en Amrica Latina.

    Los cuatro artculos de la tercera parte de este volumen se refie-ren a la formacin de una cultura cientfica nacional en Colombia. Jorge Arias de Greiff, en un interesante trabajo, muestra (literalmen-te) cmo diversos saberes locales (ingls, alemn, belga, norteameri-cano) confluyeron en la elaboracin de los sofisticados diseos de lo-comotoras para trochas de va angosta con destino a los formidables Andes colombianos. Arias de Greiff trastoca las concepciones al uso acerca de centro y periferia en materias tecnolgicas: el ingeniero ingls Paul C. Dewhurst diseaba estas locomotoras desde Colom-bia, pas que se convirti as en el centro del conocimiento tecnolgi-co ferroviario de va angosta a comienzos del siglo XX. Los diseos de Dewhurst influenciaron aquellos de las locomotoras que se constru-yeron en la India y Surfrica en esos aos.

    Los ltimos tres artculos tratan de mdicos, medicina, enfer-medades y salud pblica. En cuanto a mi propio trabajo, a travs de una serie de debates que adelantaron los mdicos colombianos y los

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    pacientes de lepra a finales del siglo XKy comienzos del XX, explico cmo se form un saber cientfico "universal" en torno a la lepra y cmo los pacientes argumentaron en contra de ese saber desde sus propias perspectivas locales. Centrndose en el mismo perodo del trabajo anterior, Alvaro Casas examina el problema del abastecimien-to y evacuacin de las aguas en la ciudad de Cartagena y el conflicto entre los mdicos higienistas, que monopolizaban el tema de la sa-lubridad pblica y ostentaban un fuerte poder local, y los ingenie-ros sanitarios que podan argumentar la posesin de un conocimien-to ms novedoso, pero eran menos poderosos en el juego local de intereses.

    Finalmente, la cuestin de la hibridacin entre las culturas cien-tficas y los saberes locales no es un problema del pasado, sino que se presenta constantemente en las sociedades latinoamericanas. Por ello se ha incluido en esta coleccin un artculo de Cristina Barajas que describe cmo los conocimientos mdicos locales se combinan con los saberes mdicos occidentales en una comunidad rural colombia-na. En una forma constante y compleja, se establecen hibridaciones de las denominaciones, los signos, los significados y las acciones en un intento por buscar respuestas frente a los dilemas que plantean las enfermedades.

    Por ltimo, es preciso reconocer a las instituciones y personas que colaboraron tanto en la organizacin del coloquio como en la pu-blicacin de este libro. En primer lugar, a los miembros del comit acadmico, Jos Antonio Amaya, Jorge Charum, Jos Granes, Olga Restrepo y Clemencia Tejeiro, quienes en las reuniones del Semi-nario Permanente sobre Ciencia, Tecnologa y Cultura concibieron la idea de llevar a cabo este tercer coloquio, despus de un primer encuentro general sobre el tema (Restrepo y Charum, 1996) y de una segunda reunin sobre ciencia y representacin (Amaya y Restrepo, 1999), libro publicado en esta misma coleccin. Deseo tambin agra-decer en el antiguo CINDEC de la Universidad Nacional a Carmen Alicia Cardozo de Martnez y a Afife Mrad de Osorio, quienes fue-

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    ran directora y subdirectora respectivamente, y a Digenes Campos y a Felipe Lanchas, quienes las reemplazaron en esos cargos; todos ellos (y ellas, por supuesto) apoyaron decididamente la puesta en marcha de este evento. Asimismo, agradezco al ICFES el auxilio fi-nanciero que hizo posible la presencia de Pablo Kreimer en Bogot, y a Mnica Brijaldo y a Nydia Cardona por su invaluable colabora-cin para superar con xito los diversos obstculos que suelen pre-sentarse en estos casos.

    En segundo lugar, debo agradecer a Fernando Zalamea, direc-tor de la Divisin de Investigacin de la sede de Bogot de la Uni-versidad Nacional, a Alvaro Camacho y a Rodrigo Pardo, decano y vicedecano de la Facultad de Medicina respectivamente, a Telmo Pea, decano de la Facultad de Ciencias Humanas, y a Jaime Arocha, director del Centro de Estudios Sociales de la Facultad de Ciencias Humanas, por su apoyo a la edicin de esta coleccin.

    Referencias

    Amaya, Jos Antonio. 1992. "Mutis, Apotre de Linn en Nouvelle-Grenade. Histoire de la Botanique dans la vice-royaut espagnole de laNouvelle-Grenade 1760-1783". Tesis de nuevo rgimen en Historia de las Ciencias sustentada en la Escuela de Altos Estu-dios en Ciencias Sociales de Pars. Prxima a aparecer publica-da en Acta Colectnea Barcelonensis, 2000.

    Amaya, Jos Antonio y Olga Restrepo. 1999. Ciencia y representa-cin: Dispositivos en la construccin, la circulacin y la valida-cin del conocimiento cientfico (Bogot: CES/U. Nacional).

    Chemla, Karine. 1999. "The Rivers and the Sea: Analysing Need-ham's Metaphor for the World History of Science", Situating the History of Science: Dialogues with Joseph Needham ed. by S. Irfan Habib & Dhruv Raina (New Delhi: Oxford University Press, 1999), pp.220-244.

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    Crawford, Elisabeth. 1992. Nationalism and Internationalism in Science, 1880-1939: Four Studies ofthe Nobel Population (Cam-bridge: Cambridge University Press).

    Cueto, Marcos. 1989. Excelencia cientfica en la periferia: Activida-des cientficas e investigacin biomdica en el Per (Lima: Grade Concytec).

    Cueto, Marcos (ed). 1995. Saberes andinos. Ciencia y tecnologa en Bolivia, Ecuador, Per (Lima: Instituto de Estudios Peruanos).

    Cueto, Marcos y Jorge Caizares Esguerra. 1999. "Latin America", An Introduction to the History of Science in Non-Western Tra-ditions ed. by Douglas Allchin & Robert DeKosky (Seattle: His-tory of Science Society), pp. 49-62.

    Elzinga, Aant. 1999. "Revisiting the 'Needham Paradox' ",Situating the History of Science: Dialogues with Joseph Needham ed. by S. Irfan Habib & Dhruv Raina (New Delhi: Oxford University Press, 1999), pp. 73-113.

    Escobar, Arturo. 1995.EncounteringDevelopment: TheMakingand Unmaking ofthe Third World (Princeton: Princeton University Press).

    Fleck, Ludwik. (1935/1979). Gnesis andDevelopment of a Scientific Fact. Ed. by Thaddeus Trenn and Robert K Merton (Chicago: The University of Chicago Press). Existe traduccin al castella-no: La gnesis y el desarrollo de un hecho cientfico (Madrid: Alianza, 1986).

    Halleux, Robert. 1995. "Visages des sciences non occidentales dans l'historiographie au XX6 sicle", Les sciences hors d'occident au XX6 sicle, vol. 1, Roland Waast (ed) (Paris: Orstom, 1995), pp. 17-27.

    Obregn, Diana. 1999. "Acerca de colectivos y estilos de pensamien-to: o de por qu Kuhn olvid citar a Fleck", Cuadernos del Semi-nario, 4 (1-2).

    Latour, Bruno. 1987. Science in Action: How to Follow Scientists and Engineers through Society (Cambrige: Harvard University Press).

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    Existe traduccin castellana: Ciencia en accin: Cmo seguir a los cientficos e ingenieros a travs de la sociedad (Barcelona: La-bor, 1992).

    Petitjean, Patrick. 1999. "Needham, Anglo-French Civilities and Ecu-menical Science", Situating the History of Science: Dialogues with Joseph Needham ed. by S. Irfan Habib & Dhruv Raina (New Delhi: Oxford University Press, 1999), pp. 152-197.

    Raina, Dhruv. 1999. "Introduction", Situating the History of Science: Dialogues with Joseph Needham ed. by S. Irfan Habib & Dhruv Raina (New Delhi: Oxford University Press, 1999), pp. 1-15.

    Restrepo Forero, Olga. 1995. "Una mirada pionera a la representacin en la ciencia", Cuadernos del Seminario, 1 (1): 30-40.

    Restrepo Forero, Olga y Jorge Charum. 1996. Memorias del Primer Coloquio sobre Ciencia, Tecnologa y Cultura (Bogot: Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Fsicas y Naturales).

    Turnbull, David. 1993/94. "Local Knowledge and Comparative Scientific Traditions", Knowledge and Policy (3/4): 29-54.

  • Parte I

    Saberes indgenas, ciencia y poltica en la Colonia

  • Roberto Pineda Camacho

    DEMONOLOGA Y ANTROPOLOGA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA (SIGLOS xvi-xvm)

    Introduccin

    El descubrimiento de Amrica hizo tambalear ideas fundamentales de la antropologa europea medieval, basadas en las tradiciones aristotlica y tomista. Los conquistadores, misioneros, telogos y otros doctores se interrogaron acerca de la naturaleza de este Nue-vo Mundo y sus extraos seres y hombres. Los hombres, en parti-cular, eran gente o "monas"? De dnde provenan? Eran tambin descendientes de Adn? Tenan orgenes diversos? Sus interrogantes y discusiones comprendieron otros apasionantes temas sobre el ver-dadero lugar del paraso y la naturaleza de las religiones americanas y los monumentos aborgenes: se encontraba el paraso en Amri-ca? Las religiones americanas eran una mimesis diablica de la cris-tiana?

    La nueva experiencia fue, como era de esperarse, leda a partir del Gnesis y de la etnologa mosaica. Entonces se pensaba que Adn haba sido creado por Dios, a su imagen y semejanza, en un perodo histrico reciente; se crea firmemente en la historicidad del Dilu-vio, el Arca de No y la dispersin de sus hijos (Cam, Sem, Jafet) por toda la tierra. Se pensaba que la diversidad lingstica era con-secuencia de la cada de la Torre de Babel, y que la dispersin de lenguas fue un verdadero castigo divino por las vanas pretensiones humanas de alcanzar el Cielo, en la muy humana tendencia de com-petir con la Divinidad. A pesar de la unidad en torno al modelo m-

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    tico, las interpretaciones tuvieron variaciones y hubo grandes des-acuerdos acerca de los pormenores y los detalles.

    A finales del siglo XV, la idea de la omnipresencia del Diablo se apoder de Europa y en particular de los reinos de Castilla y de Aragn: la creencia en la presencia del ngel Cado no era en reali-dad nueva, pero la lucha contra los infieles de Granada y Andaluca la convirti en una verdadera obsesin. Algunas de las mentes ms ilustres de su poca se dedicaron a pensar y representar al Maligno. La gente conviva con el Demonio, lo palpaba, lo senta; el Mal se-duca a hombres y a mujeres, los cuales pactaban con el diablo cier-tos beneficios. Lucifer era una verdadera peste, de la que no era fcil escapar o al menos permanecer indiferente. La Iglesia deba estar alerta ante su insidiosa e imprevisible influencia.

    La Espaa del siglo XVI enfrent al Demonio y a la modernidad de manera simultnea. Su antropologa expresa esta doble tensin que se reflej en sus pensadores, ingenieros navales, matemticos, cro-nistas y misioneros. Pero su obstinada lucha contra la Reforma y los prncipes herticos propici que su antropologa se convirtiese cada vez ms en una demonologa, al menos en algunos de sus reinos ame-ricanos. Sostenemos que en el siglo XVI los espaoles pudieron haber fundado la antropologa moderna, y de hecho se avanz en este senti-do pero los constreimientos ideolgicos la orientaron en otra direc-cin porque el Nuevo Mundo se percibi en el mbito -como se men-cion- del problema del Mal. Se desarroll en Espaa y en Amrica una "ciencia" del Mal apasionante que merece an ser estudiada en profundidad, porque constituye un objeto legtimo al cual consagra-ron sus fuerzas algunos de los mejores hombres.

    Este ensayo se concentra en la descripcin y el anlisis de las representaciones y actitudes de los espaoles y criollos letrados con relacin a las religiones amerindias en la Nueva Granada, y en par-ticular respecto a los diversos objetos producidos por las culturas indgenas, encontrados en sus templos, casas y sitios funerarios. De manera similar a otras regiones de Amrica, estos objetos fueron

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    resignificados como "dolos del diablo", y sometidos a un discurso y prctica que los percibi como la manifestacin misma del Mal, y en cuanto tal fueron sistemticamente destruidos, exorcizados, fun-didos y confiscados a sus propietarios y antiguos poseedores. Aun-que algunos de ellos no dejaron de ser admirados, esta actitud difi-cult que se formasen no slo colecciones sino que se constituyese en la Nueva Granada un espritu coleccionista, lo cual, a su vez, im-pidi la conformacin de un saber positivo sobre los "colonizados".

    Solamente hasta finales del siglo XVIII encontraremos en los pa-sillos de la Casa Virreinal de Santaf de Bogot algunas momias provenientes de Ocaa, las mismas que prefiguran los Gabinetes de Curiosidades y la existencia de un tenue espritu coleccionista que por entonces se apoderaba de Europa. Esta situacin coincide, tam-bin, con la primera defensa del patrimonio histrico de la ciudad, por parte del criollo Moreno y Escandn. El polmico oidor se opu-so a la demolicin de la ermita del Humilladero argumentando que se trataba de una "memoria" de la Conquista; los dominicos pre-tendan, por su parte, demolerla para construir all su iglesia (Du-que, 1996: 43).

    Los discursos y las prcticas frente a las "antigedades" no fue-ron, sin embargo, uniformes. La antropologa colonial no se reduce a un discurso sobre el diablo, sino que se "inventaron" otras narra-ciones que simultneamente coexistieron y circularon en los cole-gios y monasterios. En el Nuevo Reino tom fuerza la idea de que el Paraso estuvo en Amrica, en particular en nuestro territorio, y la conviccin de que gran parte de los monumentos indgenas - e in-cluso parte de sus costumbres- fueron las huellas de la peregrina-cin de santo Toms y el fruto de sus enseanzas. A finales del siglo XVIII, estas ideas no haban perdido fuerza todava, aunque se esta-ba forjando una nueva concepcin de nuestros orgenes y de la iden-tidad americana.

    En las postrimeras del siglo XVIII, en efecto, el padre Jos Do-mingo Duquesne y el sabio Caldas promovieron los primeros estu-

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    dios sobre las antigedades neogranadinas mediante la recoleccin y representacin de ciertos objetos indgenas. Duquesne coleccion di-versos objetos votivos que la comunidad indgena de Gachancip guar-daba en una cueva sagrada prxima a dicha localidad; entre ellos, se destaca un supuesto calendario de los muiscas que fue utilizado por Alejandro von Humboldt en sus especulaciones sobre los calendarios americanos. Por su parte, Caldas resalt el inters de estudiar las "rui-nas de San Agustn" y describi algunos de los monumentos incas localizados en el Ecuador. Inmediatamente despus de la Indepen-dencia, Matiz y Cspedes asumieron la tarea de describir con ms detalle los monumentos agustinianos y se albergaron diversas anti-gedades neogranadinas en el Museo Nacional.

    Las tumbas y los bohos del diablo

    Corra el ao de 1514, cuando las huestes de Pedrarias de vila se internaron en la tierra firme de Santa Marta, antes de dirigirse a San-ta Mara la Antigua del Darin. Entonces, de acuerdo con Pascual de Andagoya, los expedicionarios excavaron algunas tumbas y pro-cedieron a extraer ciertas piezas con figuras de animales:

    Quiso saber el secreto de la tierra y entrando cierta capitana de gente dieron en cierto pueblo, desamparando los indios sus ca-sas: se les tom algn despojo y se hall cierta cantidad de oro en una sepultura. La gente desta tierra son casi a la manera de los de la Dominica; son flecheros y de yerba. Aqu se hallaron ciertos pa-os y las sillas en que se sentaba el demonio, figurado en ellas de la manera que a ellos les pareca y hablaban con ellos, tomaban la figura de l y la ponan en sus paos (Andagoya /l547/1986: 84).

    Asimismo, desde los primeros aos de la fundacin de Santa Mar-ta, en 1526, su gobernador, Garca de Lerma, implant un ventajoso intercambio con los indios de la regin, en particular con sus caciques:

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    al visitarle le traan "mucho oro u joyas", las cuales -de acuerdo con Juan Cueto y otros vecinos de Santa Marta, sus contradictores- "ama-saba solo para s", sin compartir con sus huestes y vecinos.

    En 1530, el gobernador orden que las sepulturas taironas "po-dran slo abrirse con su permiso personal", para salvaguardar pre-suntamente los derechos del rey (Reichel-Dolmatoff, 1997: 7). Pero Garca de Lerma, segn la Memoria redactada por Juan de Cueto y otros vecinos en 1537, tambin promova subrepticiamente el saqueo de las tumbas de forma desaforada "y antes que nadie supiese el aviso de las sepulturas, l sac secretamente muchas y las mas rricas de todas porque truxo dos canteros de Castilla que se las sacaban con otros muchos criados suyos que el tenya y gente que l alquilaba, y desta manera saco mas de quinze das que lo trayan a costales" (Cueta /1537/, en Relaciones, 1916: 47).

    Con este proceder, el gobernador profan, en pocos aos, casi todas las sepulturas "a la redonda,... porque no las avya syno a medya legua de aqu de Santa Marta, porque heran enterramientos anti-guos, porque en toda la tierra no se ha hallado cosa semejante..." (Cueta/1537/, enRelaciones, 1916: 47).

    Unos pocos aos despus, al sur de Santa Marta, en los alrededo-res de Cartagena, las huestes de Heredia asaltaron y destruyeron gran-des pueblos nativos, apoderndose de sus mujeres y pertenencias. En 1534, cuando Pedro de Heredia recorri por primera vez la regin del Sin, hizo circular, de manera astuta, el rumor de que sus caballos coman oro, obteniendo de esta manera que algunos caciques - teme-rosos ante la presencia de este insaciable canbal- le entregasen "chagualas" -o figuras orfebres- para sus animales. En las tierras del cacique Finzen, Heredia y sus hombres encontraron grandes tem-plos llenos de "dolos" revestidos con oro, y descubrieron enormes tmulos funerarios, claramente visibles en el paisaje.

    [...] Al cabo de aver pasados grandes arcabucos y cinagas fyimos a dar en un pueblo que se dezia el Cen, a donde se tom

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    un yndio que tenya cargo del oro del cacique, y pidindole que nos diese oro mostrnos en el arcabuco dos habas de oro que nosotros llamamos caxas, en las quelas hallamos mas de XX mil de oro fino, sin mas de xv mil pesos que hallamos en un buho que ternya mas de cien pasos en largo, que eran de tres naves, que llamaban los yndios el buhio del diablo, a donde estaba una hamaca muy labrada, colgada de un palo que estaba atravesado, el qual sostena en los hombros quatro bultos de personas, dos de hembras y dos de machos, y encima de la hamaca donde dezian que se venya a echar el diablo, estaban las dichas havas, y en este boho avia sus guardas para que no entrara todos los yndios en el, y verdaderamente hablan los yndios con el diablo, y por hay en los pueblos buhos para ello e yndios que se llaman piaches, para hablar con ellos (Heredia/1533/, en Relaciones, 1916: 13-14).

    Los espaoles no quedaron satisfechos; interrogaron a un nati-vo sobre los lugares donde presumiblemente se encontraba el oro, el cual "dixonos que cavsemos en un montn de tierra que era sepoltura dellos, de las quales ava gran cantidad, y sacamos del mas de X mil pesos de oro fino, y dezianos el yndio que cavsemos y que sacaramos mas" (Heredia/1533/, en Relaciones, 1916: 14).

    Entonces comenz el saqueo sistemtico de las tumbas de Gran Cen, verdaderas, a juicio de los espaoles, sepulturas del diablo, cuya riqueza orfebre despert an ms la codicia de los peninsula-res, enloqueci a los pobladores de Cartagena y produjo una cala-mitosa inflacin en los precios de la recin fundada ciudad de Cartagena de Indias.

    Los sucesos del Sin abrieron serias e irreparables heridas en-tre los conquistadores. Se acus, posiblemente con fundamento, a Heredia de apoderarse de gran parte del tesoro, mediante diversas triquiuelas, y de burlar los derechos del rey al no pagar los debidos quintos del oro fundido. Desde entonces la suerte de Heredia cam-bi: fue sometido a un severo juicio de residencia y enviado a Espa-

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    a. Durante su viaje de regreso, su nave naufrag y nuestro triste-mente clebre fundador de Cartagena sucumbi en la mar. No falt gente que atribuyese esta desgracia a su codicia excesiva y a la pro-fanacin de las sepulturas del diablo, segn enseaban la misma tra-dicin cristiana y diversos doctores de la Antigedad que condena-ban la avaricia y codicia de los ladrones y saqueadores de los difuntos.

    Pero los peninsulares tambin advirtieron la presencia e influen-cia del diablo en las costumbres, prcticas religiosas, casas y aldeas de los indios, e incluso en sus propios cuerpos u atuendos. Por ejem-plo, cuando las huestes penetraron en el ro Cauca, encontraron nu-merosas aldeas, cuyas casas principales estaban rodeadas de cala-veras, manos y otros restos humanos.

    Segn Cieza de Len, por ejemplo, "a la puerta de las casas de los caciques (de la Provincia de Picara) hay plazas pequeas, todas cercadas de las caas gordas, en lo alto de las cuales tienen colgadas las cabezas de los enemigos, que es cosa temerosa de verlas segn estn muchas, y fieras con sus cabellos largos, y las caras pintadas de tal manera que parescen rostros de los demonios" (Cieza de Len, 1962: 83-84). Asimismo, el cronista nos indica la presencia de bo-hos del diablo, en los cuales el demonio se revelaba a los hombres en la figura de un gran gato.

    Con relacin a las sociedades de Anserma, Cieza anota:

    Casa de adoracin no se la habernos visto ninguna. Cuando hablan con el demonio dicen que es a oscuras, sin lumbre, y que uno que para ellos est sealado habla por todos, el cual da las respuestas (Cieza de Len, 1962: 82).

    De otra parte, Cieza insert una interesante "imagen de salva-jismo" en la primera edicin de su obra La crnica del Per, la cual acompaa el captulo XLX titulado "De los ritos y sacrificios que es-tos indios tienen y quan grandes carniceros son de comer carne". La ilustracin representa dos posibles vctimas del canibalismo, colga-

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    das, cubiertas con ropa, esperando su turno para ser "sacrificadas" por un "carnicero" que abre su pecho con un cuchillo. A un lado, sobre una pequea columna, est una figura del diablo que preside la escena. En la fe de erratas, Cieza anota que las personas que es-peraban su turno, colgadas de una cabuya, estaban en realidad des-nudas, en vez de vestidas como el pudoroso grabador las haba des-crito. Al lado, en la pgina siguiente de la edicin original, se lee:

    Cuando los descubrimos, la primera vez entramos en diha provincia con el capitn Jorge Robledo, me acuerdo yo, se vieron indios armados de oro de los pies a cabeza; y se le qued hasta oy la parte donde los vimos por nobre la loma de los armados (Cieza de Len, 1985: Captulo xvm). (Vase lmina 1).

    Durante la toma de la provincia de Pozo, Robledo fue gravemente herido, lo que lo decidi a hacer guerra cruel a sus habitantes. El mariscal y sus huestes, aliados con otros indgenas - los indios carrapa y picara-, asaltaron las casas de los pozos, localizadas en las partes altas de los cerros:

    Los indios amigos -refiere Cieza en Las guerras- mataron algunos de los enemigos, a los cuales comieron aquella noche, y nosotros nos aposentamos en las casas que estaban en la loma; eran grandes y estaban en ellas gran cantidad de dolos de made-ra, tan grandes como hombres, en lugar de cabezas tenan cala-veras de muerto y las caras de cera; sirvieron de lea... -comenta tajantemente el cronista- (Cieza de Len, 1985: 167).

    De acuerdo con la Descripcin de Tenerife (19 de mayo de 1580), los indios de la regin tenan cierto tipo de seores, llamados moanes, aunque tambin haba moanas, "que saben curar con yerbas que ellos saben que tiene birtud, que quitan las calenturas y otras el dolor de cabeza y otras los dolores que tienen. Ay otros... que curan con

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    soplos trayndole la mano por los brazos y cuerpo y soplando..." (Tovar, s.f.: 331-332). Entre los diversos moanes, se destacan aque-llos que controlaban las lluvias, a travs de su contacto con el dia-blo. Asimismo, los moanes amenazaban, segn la relacin, a sus gentes si aceptaban la fe cristiana:

    [...] Y les dicen que no se bauticen, que se enoxa el diablo con ellos sino que se estn como sus pasados, dnles a entender que quando byene alguna enfermedad en los pueblos quel dia-blo est enoxado por alguna cosa quel ynbenta dediles y que para que desenoje el diablo que agan una borrachera solene, la qual acen en el buyo del diablo que tienen echo para l aparte en el monte, y es ms galano que nynguno porque todos los estantes y estantillos los labran y les pintan all sapos y culebras... y otras sabandixas y figuras mal echas (en Tovar, s.f.: 333).

    De otra parte, la discusin sobre la legitimidad de la expropiacin y del saqueo se plante desde los primeros aos de la Conquista. Des-de el punto de vista legal, se consideraba como hurto el apropiarse de joyas, oro y otros bienes de los indios que stos hubiesen escondido por miedo a la presencia espaola o por temor a su despojo. La discu-sin era, en realidad, ms compleja cuando estos tesoros se encontra-ban en bohos y templos, cuevas, labranzas, ollas, a manera de ofren-das. Fray Bartolom de las Casas consideraba que si dichos bienes estuviese en posesin de indgenas a los cuales no se les pudiese de-clarar "guerra justa" o que fuesen gentiles y se convirtieren a la fe ca-tlica, era ilegtimo hacerlo porque la ofrenda no es, en palabras del padre Simn, "hacienda derrelicta, desamparada y sin dueo, pues es su dueo el que la ofreci"1.

    1 En Mxico y en Per la situacin no haba sido tampoco muy distinta. All los peninsula-

    res saquearon templos y tumbas, dolos y momias, cuyas existencia era un buen motivo para legitimar la conquista, as fuese a sangre y fuego, argumentando su naturaleza diablica.

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    El mismo padre Simn, basado en algunos pasajes de la Biblia (v.g., "Dijo Jacob a su suegro Labn cuando buscaba los dolos que le haban hurtado su hija Raquel y criados: Bscalos y si los hallis, llvatelos pues son tuyos"), conclua: "hallndose esos santuarios y que tengan dueos, si no son cosas de precio se deben disipar y des-truir, y si lo son, deben volver a sus dueos, declarndoles no ser aquello a quien deben adorar" (Simn, 1991, t. V: 183).

    De acuerdo con Simn, este acto era legtimo cuando hubiese guerra justa, en cuanto que "as como las personas, vidas y dems bienes estn sujetos al vencedor, tambin lo estar lo ofrecido a los dolos" (Simn, 1991, t.V: 183); asimismo cuando fuesen indios cris-tianos y con suficiente conocimiento de Dios, ya que en este caso se trata de un verdadera idolatra, "en castigo de su apostasa e infide-lidad".

    La profanacin de los sepulcros estaba sancionada en la tradi-cin cristiana y en las mismas leyes de Castilla. Por lo general se con-denaba a los saqueadores de tumbas, en cuanto se consideraba que los bienes depositados tenan el propsito de honrar la "memoria de los difuntos". El robo de una sepultura era una falta grave de

    En Mxico, por ejemplo, se registraron saqueos sistemticos de las tumbas desde 1522 en la isla Sacrificios y en el ro Tonal; en 1533 se le concedi al conde de Osorio, presidente del Consejo de Indias, una licencia para excavar tumbas, con el requisito del pago del quinto real. En 1587, el virrey de la Nueva Espaa expidi una licencia con el mismo propsito: esta pol-tica se mantuvo, segn Alcina Franch, hasta 1774 (Alcina, 1995: 21).

    Algo similar ocurri en el Per. La Huaca de Lamayahuana fue saqueada con la compli-cidad del cacique local, quien la seal a los espaoles con la condicin de que se le parti-cipase en las ganancias "para aliviar la pobreza de su pueblo, encontrndose grandes canti-dades de oro". Entre 1577 y 1578, el virrey Gutirrez de Toledo desenterr por lo menos ocho mil kilogramos de oro (Alcina, 1995: 22). Algunas huacas, como la excavada por Gutirrez de Toledo, produjeron oro durante ms de 50 aos, y se evalu su produccin "en un milln de pesos".

    Anorte, enlngapirca, en el Ecuador, Juan de Salazar Vills excav, en 1560, diversas tum-bas de pozo, encontrando piezas de oro, hachas, monedas de cobre, etc. (Salomn, 1987, citado en .Alcina, 1995:22).

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    codicia y avaricia, o un verdadero hurto. Pero en Amrica estas dis-posiciones tuvieron excepciones que por lo general se convirtieron en regla. En primer trmino, en muchos casos -como el del Sin-, la presencia de ricos tesoros no poda tomarse -aseveraban- como un propsito de honrar la memoria del muerto, sino como un "acto de avaricia" para que no lo gocen o usufructen sus parientes.

    Con frecuencia, los sepulcros eran tan antiguos que aparente-mente no tenan ya propietarios que pidiesen su restitucin. En los otros casos, argumenta Simn, sus dueos tendran derechos a la devolucin.

    Tesoros de las Indias y cmaras de maravillas

    Pero los objetos de los indios no slo fueron objeto de saqueo y des-truccin. Aunque fueron resignificados como dolos, smbolos de la presencia del diablo o de la existencia de una religin de idlatras, sabemos que tambin fueron objeto de una relativa admiracin. El arte plumario, en particular, llam poderosamente la atencin de los peninsulares, y algunos de sus mejores logros fueron a parar a ma-nos de las cortes europeas.

    Los grandes descubridores y conquistadores enviaron parte de sus tesoros a los reyes y magnates. El mismo Coln remiti diver-sos cemes ("dolos" de los tainos), bancos, guacamayos, etc., a Es-paa. Tambin envi indios "caribes", algunos de los cuales fueron empleados (posiblemente no sin aprehensin) como esclavos o sir-vientes. Corts, por su parte, remiti diversos objetos plumarios, mscaras, etc., de la corte de Moctezuma. El Tesoro de Moctezuma "inventariado y recibido por los procuradores Montejo y Hernndez Portocarrero..." sali hacia Espaa el 10 de julio de 1519. Fue exhi-bido, ante el asombro de sus contemporneos, en Sevilla, Toledo y Valladolid. Cuando Carlos I se desplaz a Bruselas, en el ao de 1520, donde fue entronizado como Sacro Emperador Romano, el tesoro fue expuesto en la gran plaza del Ayuntamiento de la ciudad. En 1522,

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    el mismo Corts remiti 260 piezas a Espaa (plumera, mantas, instrumentos de cuero y jade, etc.), que an se encuentran en los museos europeos (Alcina, 1995: 24 y ss.).

    Pizarro tampoco escap de esta conducta. Del rescate pagado por el infortunado Atahualpa, guard una parte para s (entre otros, un gran banco de oro plano) y remiti una proporcin considerable al rey.

    De acuerdo con Alcina Franch, los "regalos de las Indias" (ca-sabe, hamacas, cemes, etc.) que recibi el cardenal Cisneros -en los primeros lustros del siglo XVI- de manos del padre Francisco Ruiz, fueron depositados por su "eminencia" en el Colegio de la Univer-sidad de Alcal de Henares. (Alcina, 1995: 22); con estos objetos se constituy uno de los primeros museos etnogrficos del mundo. En este contexto, tambin a mediados del siglo XVI, el virrey De Toledo del Per sugiri a Felipe II organizar un museo en el palacio, reunien-do los objetos de las Indias2.

    2 La idea de constituir un Gabinete de Curiosidades se remonta a Felipe V, el primero de

    los monarcas espaoles de la Casa de los Borbones. Probablemente, siguiendo el ejemplo de los monarcas franceses, organiz en 1712- la Biblioteca Pblica, en la que se coleccio-naron "libros y objetos raros y curiosos de la naturaleza".

    En una real orden del 9 de enero de 1713, instruy a los virreyes, gobernadores, corregi-dores y otras autoridades, eclesisticos o seculares, "pongan con muy particular cuidado toda su aplicacin, en recoger cuanto pudiesen de estas cosas singulares bien sean piedras, minerales, animales o partes de animales, plantas, frutas o de cualquier otro gnero, que no sea muy comn, sino extraordinario o por su especie o por su tamao o por sus propieda-des..." (citado en Alcina, 1995: 74-75). En 1752, Antonio de Ulloa propuso a Fernando VI conformar un Gabinete de Historia Natural, en el marco de un proyecto mayor de crear un Estudio Universal de las Ciencias, el cual abarcaba un Gabinete de Historia Natural, de Geografa y Antigedades (Alcina, 1995: 75). Aunque Ulloa fue nombrado primer director de este Gabinete de Historia Natural, el proyect fracas; en 1755, renunci de manera categrica a su cargo.

    Dos aos ms tarde, en 1757, Mutis propuso al rey la creacin de un Gabinete de Histo-ria Natural, pero al parecer la idea tampoco logr concretarse, entre otras razones porque Mutis viaj a Amrica como mdico del nuevo virrey Mesa de la Zerda. Desde Santa Fe, el sabio reiter a Carlos III la conveniencia de la creacin del Gabinete de Historia Natural y de un Jardn Botnico (Alcina, 1995: 77).

  • Demonologa y antropologa en el Nuevo Reino de Granada I 35

    De todos modos, los regalos de las Indias, los botines de los sa-queos, etc., conformaron, junto con plantas, piedras, animales, ar-tefactos y toda clase de bizarreras y curiosidades de la misma Eu-ropa o del resto del mundo brbaro, las "cmaras de maravillas", localizadas con frecuencia en corredores y salones de los palacios y castillos de la nobleza, para el goce de su sensibilidad, mientras que el pueblo las admiraba en los muelles, las tabernas y quizs en sus propias casas. Estos objetos no eran meras curiosidades, sino que estaban revestidos de una urea mgica. Y a no ser por la Sagrada Inquisicin y la Reforma, posiblemente la misma Europa se hubie-ra inundado de lo que podramos llamar hoy bienes chamnicos, cuya difusin hubiese sido paralela a la del tabaco, el cacao, la papa y otros productos que tanto bien hicieron por mejorar la calidad de vida europea y transformaron sus sistemas agrcolas, sus dietas y sus cos-tumbres.

    En efecto, como se dijo, los habitantes de las principales ciuda-des costeras espaolas se agolpaban en los muelles para escuchar las noticias de las Indias y admirar las curiosidades que de esta nueva y maravillosa tierra llegaban en los barcos: piedras, animales, ban-cos, plantas, "caribes", etc. Algunos de ellos decidieron su viaje a Amrica motivados por esas primeras exposiciones pblicas que ex-hiban los tesoros de las Indias. El ya mentado Pedro Cieza de Len, por ejemplo, probablemente encontr all su primer acicate para des-plazarse a Amrica. Y en los aos sucesivos los indianos no dejaron de sorprender a sus familias y amigos con fantsticos regalos prove-nientes de las tierras americanas.

    "Lapestilencia de las idolatras"

    Cuando Gonzalo Jimnez de Quesada invadi el pas de los muiscas -guiado por la ruta de la sal- sus hombres buscaron afanosamente multiplicar su botn, que fue inventariado de forma detallada; des-contada la parte correspondiente al rey, el fruto del saqueo se repar-

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    ti entre las huestes segn su jerarqua, mrito y codicia. El balance no fue malo, de manera que esto sirvi de estmulo para proseguir el saqueo, pese a la reaccin tarda del Adelantado, que comprendi la quimera de El Dorado.

    Quesada y sus colaboradores no dudaron en aplicarle implacables torturas al sagipa para que confesase la localizacin del gran tesoro que el zipa supuestamente haba escondido de los espaoles.

    En los aos subsiguientes, y una vez establecida la Audiencia en Santa Fe de Bogot, por all en el ao de 1550, el inters por los te-soros y bienes de los indios se intensific y mantuvo. Por una parte, los frailes franciscanos vean en las piezas orfebres, el arte plumario, los caracoles y otras piezas votivas verdaderas idolatras, a travs de las cuales intervena el demonio; las consideraban serios obstcu-los para la evangelizacin de los indios. De otra parte, muchos con-quistadores las estimaban, sobre todo, en cuanto fuente de riqueza y consideraban que, a toda costa, deban de ser fundidas.

    En 1556, las constituciones del snodo de Santa Fe, expedidas por el arzobispo fray Juan de los Barrios, ordenaron que todos los santuarios existentes en los pueblos de indios, y en particular don-de ya hubiese indgenas cristianos, fuesen "quemados y destruidos", y suplantados por una iglesia o por lo menos una cruz; algunos aos ms tarde el arzobispo Zapata de Crdenas critic la medida, por-que de alguna forma conservaba la memoria de los santuarios o de las idolatras.

    El sopor de la Colonia y sus intrigas fue sacudido en 1578 cuan-do los frailes franciscanos descubrieron que los indios continuaban, con vigor, sus demonolatras. En Fontibn no slo exista una ver-dadera legin de jeques, sino que los hombres en trance de morir sostenan con una mano una cruz, pero con la otra se aferraban a sus figuras de Bochica. Y poco valan las amenazas de cortarles el cabello -que tanta vergenza causaba a los indios- porque de todas manera en las goteras de Santa Fe y Tunja aquellos proseguan con sus "supercheras".

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    Como reaccin, se expidi una orden perentoria para que los ca-ciques entregasen de manera compulsiva -so pena de azotes y casti-gos- todas sus idolatras. Cerca de Tunja, los misioneros registraron minuciosamente las "idolatras" de los indios. Ante el estupor de los nativos, una multitud de tunjos, plumas y guacamayos disecados, "do-los" de madera y piedra, topos, tejuelos, tejidos y otros objetos cubier-tos con hilo de algodn, etc., fueron quemados y destruidos.

    En este caso -como ha sido sealado por Vicenta Corts- los ob-jetos fueron clasificados en dos clases: aquellos susceptibles de ser echados al fuego y destruidos in situ y aquellos remitidos a la capital para ser fundidos (como el oro) o para ser tasados, v.g., las esmeral-das. El oro fue avaluado en 1.724 pesos y 4 tomines; se recogieron 250 piedrecitas de esmeraldas (Corts, 1959: 399). Las piezas orfebres, al parecer, fueron fundidas tambin.

    Los objetos no slo eran satanizados, sino que sobre ellos se "im-pona una prctica eucarstica". Los "dolos" hallados en Sogamoso, por ejemplo, fueron quemados despus de una "misa mayor" entre los indios (Serna, 1996: 74).

    A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, los espaoles, enca-bezados por los oidores, acusaron a los frailes de implementar una perversa estrategia para apoderase de las "huacas" de los indios. En realidad, lo que ms les dola era su reducida participacin en el fruto material de la extirpacin; los oidores eran particularmente sensi-bles, ya que la legislacin colonial no les permita tener negocios ni otras granjerias, pero, de hecho, las obtenan por "otros medios".

    Por la relacin del padre jesuita Alonso de Medrano, escrita a fi-nales del siglo XVI, sabemos que los muiscas tenan numerosos sacer-dotes y santuarios, donde hablaban al "demonio" y en los cuales te-nan tantos "ofrecimientos" en oro que "los hombres [tienen] maas para sacrselo aun al demonio de las uas" (en Lloreda, 1992: 61).

    Los jesuitas, que haban entrado tardamente (1598) al Nuevo Reino, durante el arzobispado de Bartolom Lobo Guerrero, se vie-ron pronto confrontados con las idolatras. En alguna ocasin "su-

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    cedi, pues, que llegase a noticia de los dichos padres de nuestra Compaa que una yndia traya, en las manos, un ydolo abominable, hecho de algodn, que para el mesmo demonio, cuya figura era, la qual, dijo, averio tomado a otra yndia que lo adorava. Y, dejndolo en sus manos, se escap sin ser vista" (en Lloreda, 1992: 67).

    En relacin con este suceso, un domingo por la tarde "sacaron los padres dicho ydolo a la placa; y, predicando contra aquel error uno dellos, fue grande el espanto que caus, as en los yndios como en los espaoles. Y se remat el sermn con entregar el ydolo al braco seglar de los muchachos, que lo pisaron, escupieron y echaron en el lodo; y despus lo quemaron, con espanto y no poco provecho de in-numerables yndios que avan concurrido a la doctrina y a aquel es-pectculo" (en Lloreda, 1992: 66).

    Este acontecimiento caus de nuevo un gran revuelo entre las autoridades del Reino y seguramente entre los jeques, mohanes y gentes del comn muisca. Se resolvi que el mismo arzobispo y uno de los oidores saliesen a "averiguar, castigar y estirpar esta tan pesti-lencial ydolatra", en el rea de la jurisdiccin de Santa Fe. En Fon-tibn, a las puertas de Santa Fe, encontraron otra vez que se practi-caban "idolatras" por todas partes:

    [...] los ordinarios ydolos dstos, eran de oro; apenas no huvo casa donde no se hallasen otros ydolos. Se hallaron de plumera de varios colores, hechos con grande artificio: sacronse aqu ms de tres mil ydolos; los de pluma se quemaron; los de oro se deshazan, aplicando lo que se dispone por las reales leyes al real fisco; y los dems, emplendolo en adorno de las yglesias y altares y culto de nuestro verdadero Dios, segn la determinacin de San Agustn (en Lloreda, 1992:68).

    Como en otros casos, los frailes organizaron una procesin, por todas las ermitas y cruces levantadas en Fontibn, "llevando delan-te los penitenciados".

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    Despus pasaron a la localidad de Bosa, donde tambin descu-brieron "ms de diez mil dolos de oro, fuera de otros innumerables de pluma, madera y palo. Y aqu, por medio de un cacique, se vino a entender que en la plumera de esta tierra, de que ay grande copia y riqueza entre los yndios, estava gran parte de sus ydolatras y supers-ticiones. Y as, todo este gnero se conden a fuego" (en Lloreda, 1992: 71), a pesar de que algunos espaoles e indgenas estaban dispuestos a pagar hasta 4.000 escudos, y que las plumeras parecan ser un pro-metedor negocio.

    La comisin no slo penetr en las ermitas (templos) de esta poblacin, destruyendo y quemando sus dolos, sino que tambin desenterr las races de los viejos rboles, donde haban sepultado a algunos de sus antepasados "Cavse por sus rayzes, y hall dos vultos grandes, de oro maciso, hombre y mujer, sentados en sus si-llas de oro; quellos dezan ser la diosa Baque y su hijo; que no poco espanto dio a los indios averse descubierto. Y otro ydolo semejante a los pasados, se hall tambin en otro rbol. Y comenzaron a dezir los yndios, que ya echaban de ver quienes eran sus dioses mentiro-sos, pues no se avan podido ocultar ni defender de nuestros sacer-dotes" (en Lloreda, 1992: 72).

    Finalmente, los extirpadores se desplazaron a Bojac, Caxica, Cha, Suba y otros lugares, quemando los "dolos" y castigando a los "sacerdotes del demonio".

    El diablo se las ingeniaba de diversas formas para engaar a los espaoles. Segn Simn, un espaol necesitado de oro se dirigi a un paraje -aconsejado por una mujer india-, donde localiz un bo-ho en el cual se hallaba un hombre anciano de ms de cien aos, rodeado de 4 o 5 muchachos muyjvenes, no mayores de diez aos, aprendices del oficio de jeque. El anciano les ofrece llevarlos a un santuario donde podran satisfacer su apetito. Despus de recorrer agrestes montaas y paisajes, el sacerdote decide rociar al viejo con agua bendita que ha preparado con algunas plantas que ha recogido en los alrededores:

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    Quiero echarle agua bendita a este viejo para que tengan buen corazn en darnos mucho oro [haba pensado]; moj las yerbas en el agua bendita y rocindolo, cosa maravillosa, al punto cay el cuerpo del viejo en el suelo y comenz a rodar cuesta bajo como si fuese un madero seco. De que quedaron admirados los espa-oles, y volvindolo a mirar echaron de ver haba muchos aos que era muerto, segn estaba seco y que lo haba posedo el de-monio por instrumento en quien hablaba y haca las dems ac-ciones del hombre que vieron y tambin consideraron la burla que les haba hecho el demonio (Simn /1627/, 1981, t. III: 418).

    La triste historia del mercader que quiso ranchear Guatavita

    La laguna de Guatavita fue el mayor santuario que llam la atencin de la codicia de los espaoles. En ella, como se sabe, los caciques realizaban diversas ofrendas con motivo, sobre todo, de la consagra-cin del cacique; dicho cacique, montado en una balsa, revestido con polvo de oro, se sumerga en la laguna, mientras que sus ofrendas y las de sus coetneos se lanzaban al agua, todo con el propsito de "ofrendar y sacrificar al demonio que tena por su dios y seor".

    [...] En aquella laguna se hiciese una gran balsa de juncos, aderezbanla todo lo ms vistoso que podan... Desnudaban al he-redero en carnes vivas, lo untaban con una lijia pegajosa y espolvo-riaban con oro en polvo y molido, de tal manera que iba cubierto todo de este metal.

    [...] Haca el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro que llevaba a los pies en medio de la laguna y esmeraldas que llevaba en el medio de la laguna, y los dems caciques que lo acom-paaban hacan lo propio, lo cual acabado, batan la bandera que en todo el tiempo que gastaban en el ofrecimiento la tenan le-vantada, y partiendo la balsa a tierra comenzaba la grita, gaitas y fototutos con muy largos corros de baile y danzas a su modo, con

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    la cual ceremonia reciban al nuevo electo y quedaba reconocido por seor y prncipe... De esta ceremonia se tom aquel nombre tan celebrado de el Dorado, que tantas vidas y haciendas ha cos-tado (Rodrguez Freile /1636/, 1988: 103-104).

    El cacique Guatavita era famoso por sus grandes "riquezas orfebres", las que decidi esconder cuando le llegaron noticias de los espaoles:

    Dijronle al Guatavita cmo los espaoles haba sacado el santuario grande del cacique de Bogot que tena en su cercado junto a la Sierra y que eran muy amigos de oro. Que andaban por los pueblos buscndolo y lo sacaban donde lo hallaban, con lo cual Guatavita dio orden de guardar su tesoro, llam a su contador que era el cacique de Pauso y diole cien indios cargados de oro con orden que lo llevase a las ltimas cordilleras de los cerros que dan vista a los llanos... (Rodrguez Freile /1636/, 1988: 147).

    El cacique cumpli la orden a cabalidad: de regreso este conta-dory sus quinientos hombres fueron "pasados a cuchillo" para guar-dar el secreto.

    Parece que este fue consejo del diablo por llevarse todos aque-llos y quitarnos el oro, que aunque algunas personas han gastado tiempo y dinero en buscarlo, no lo han hallado (Rodrguez Freile /1636/, 1988: 147-148).

    Adems, se narraba que cuando llegaron los espaoles los abo-rgenes ofrendaron grandes cantidades de oro en sta y otras lagu-nas, para protegerse de esta verdadera calamidad:

    Cuando se fue divulgando que entraban unos hombres bar-budos y buscaban con cuidado el oro entre los indios, sacaron

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    mucho del que tenan guardado, llevndolo y ofrecindolo en la laguna o rogando con aquel sacrificio que les librase la cacique de aquellos hombres que entraban en sus tierras como las de-ms les solan venir, o queriendo ms tenerlo ofrecido en su san-tuario que en sus casas y a peligro que lo hubiesen a la mano los espaoles. Hicieron esto algunos en tanta cantidad de oro, que slo el cacique del pueblo de Simijaca ech en esta laguna cua-renta cargas que llevaron cuarenta indios desde el pueblo a la la-guna, como se verific de ellos mismos y del cacique, sobrino y sucesor en el cacicazgo el que lo envi [...] que cuando menos seria cuarenta quintales de oro fino... (Simn, 1981, t. III: 329).

    stas y otras historias motivaron, sin duda, a los espaoles a in-quirir sobre la riqueza de la laguna. Segn Duque Gmez, fue el mentado Cieza de Len el primero que habl de su existencia. De otra parte, se cuenta que el capitn Gonzalo de Len Venero per-suadi -quizs sea mucho decir as- a su cacique para que le indi-case la existencia de los santuarios "pues era mejor servirse del oro que tenerlo sin provecho ofrecido al Diablo" (Simn, 1981, t. III, 329). El indio respondi, en seal de amistad y con secreto, que si des-aguaba la laguna de Guatavita obtendra una infinita riqueza.

    Al parecer, el capitn Lzaro Fonte, capitn de las huestes de Gonzalo Jimnez de Quesada, intent desaguar la laguna, pero no tuvo mayor xito; el hermano de Quesada baj los niveles de la la-guna en tres metros y obtuvo 3.000 a 4.000 pesos de oro (Lleras, 1998). Un mercader de Santa Fe de Bogot, Antonio de Seplveda, prob tambin suerte: obtuvo la aprobacin de su empresa median-te real cdula: por medio de ella tena derecho a obtener todo el apoyo de la Real Audiencia y a contar con la mano de obra de los indios3.

    3 Una transcripcin de la capitulacin entre Antonio Seplveda y el rey, del ao 1562, se

    encuentra en el Boletn de Historia y Antigedades, Academia Colombiana de Historia, 8: 235 y ss.

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    Seplveda levant casa alrededor de la laguna; mediante una barca sondeaba las profundidades de la misma. Al cabo del tiem-po, y con la ayuda de ingenieros y de los nativos, "abri una boca al desaguadero, vaciando parcialmente las orillas de la laguna, y po-niendo al descubierto "algunas joyas de oro de mil hechuras, cha-gualas o patenas, sierpezuelas, guilas, espemalada que sacaban de entre la lama y el cieno que iban descubriendo" (Simn, 1981, t. III, 330).

    Porque a cada desage que se iban dando, se iban hallando mayores y ms ricas piezas de oro y esmeraldas, y tal vez saca-ron una como un huevo (una ni otra bculo de obispo) hecha de planchas de oro, y el bculo formado de las mismas canillas de oro y otros joyas, que fue por todo hasta la cantidad de cinco y seis mil ducados que se iban metiendo en la caja Real, por haber sido una de las condiciones con que se haba dado la li-cencia, para que se partiesen despus de todo junto lo que se sacase por la mitad el mercader y la Caja, habindole pagado la costa, de la cual no haba de poner el Rey alguna (Simn, 1981, t. m, 330).

    A medida que sus obras avanzaban, en efecto, se descubrieron otras piezas, que a su vez estimulaban la codicia del mercader. Pero sus esfuerzos se vieron truncados con la llegada de las aguas de in-vierno, que desbarrancaron las orillas y dieron al traste con sus obras taponando las salidas del desage. Sin los recursos suficientes y cada vez ms agotados, el mercader tuvo que darse por vencido: "Y as le fue forzoso dejar la ranchera y labor e irse a morir a un hospital, sin haberle quedado caudal para otra cosa, no haber despus quin se atreva a tomar entre manos la empresa de propsito", pese a que lo-gr extraer doce mil pesos de oro, equivalentes a 55,2 kg de oro (Lle-ras, 1998).

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    Los huesos endemoniados del mohn

    Los espaoles encontraron, en diversas regiones, que las culturas aborgenes practicaban la momificacin o disecacin- de sus ca-ciques o principales. Los cueva del Urab, por ejemplo, preserva-ban el cadver de sus principales, que mantenan en sus bohos; los muiscas, los indgenas del Cauca y de otras regiones de Colombia tambin tuvieron diversas prcticas de momificacin, y sus "cad-veres vivientes" jugaron un rol destacado en la vida social. La situa-cin, como se sabe, no era exclusiva de Colombia. Algo similar ocu-rri entre los incas y otros pueblos andinos.

    Desde un comienzo, los misioneros se ensaaron contra las mo-mias y dems restos disecados. En el Per, por ejemplo, se destru-yeron sistemticamente las momias de las diversas dinastas incas.

    En la Nueva Granada, la relacin con los restos momificados ge-ner tambin una gran tensin entre los peninsulares y los indios. A este respecto es, sin duda, notable la actitud de fray Luis Beltrn con relacin a los "huesos de un mohn" que veneraban los indios en la Sierra Nevada de Santa Marta.

    Fray Luis Beltrn, el santo patrono de la Nueva Granada, era real-mente un hombre excepcional. Perteneci a la orden dominica; se encontraba como maestro de novicios en Valencia, Espaa, cuando lleg a sus puertas "un indio en hbitos de fraile de la misma orden, con recados falsos, que todos entendieron fue permisin divina" (Simn, 1981, t.V: 421). Se dice que en la conversacin con este su-puesto fraile surgi en san Luis un nimo misionero infinito, fomen-tado en gran medida por el martirologio que la vida misionera en Amrica deparaba a los sacerdotes; era vox populi que a "muchos ministros del Evangelio les quitaban la vida con tormentos y se los coman" (Simn, 1981, t.V: 421).

    Beltrn pas a Amrica y en 1562 pis la tierra de Cartagena; el futuro santo posea el don de lenguas, una capacidad proftica que aterrorizaba y un excepcional poder de sanacin. Se cuenta que el

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    demonio lo maltrataba, lo golpeaba, lo tentaba y persegua, "furio-so" por su labor y la destruccin de dolos.

    Al cabo del tiempo, pas a predicar en la jurisdiccin de Santa Marta, desafiando, se dice, al diablo y a todos los peligros derivados de la naturaleza y de los hombres.

    En alguna ocasin, el fraile se enter que los indios de la monta-as de la Sierra Nevada:

    [...] veneraban los huesos de un mohn, antiguo sacerdote en el mayor caney del Diablo, a quien hacan grandes fiestas en das sealados y embriagueces, y guardaban con infatigable vigilancia por haberles el demonio certificado que si les faltaban aquellos huesos, se les caera el cielo encima, tuvo traza el santo de entrar con secreto en el templo y haber a las manos los huesos y trans-portarlos dos o tres leguas de all... (Simn, 1981, t. V: 425).

    Enterados los indios, y bajo conseja de uno de sus ms podero-sos mohanes, envenenaron su comida, colocndolo al borde de la muerte. Beltrn, lejos de desesperarse, asume su muerte "con mu-cha alegra", con el consuelo de su crucifijo y rosario, al cual enco-mendaba su alma. Cuenta Simn que el poder de Dios quiso que el santo vomitara el veneno en forma de serpiente, salvando en reali-dad su vida. Los indios intentaron, entonces, matarlo con la fuerza de las armas, pero Beltrn -oponindose a las acciones de sus "guar-daespaldas" (dos grandes negros horros)- calm a sus adversarios, hacindoles ver la necedad de sus creencias, fruto del engao del demonio.

    No obstante, sus interlocutores ("gente obstinada en su infide-lidad") inquiran con insistencia o "empleaban todo su conato en pedirle los huesos del sacerdote".

    De manera desconcertante para sus contemporneos, Beltrn retorn los "huesos del mohn" a los indios, lo que sin duda concit serias reflexiones teolgicas entre los religiosos y sus sucesores acer-

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    ca de la legitimidad de su accin, en contrava de la poltica de la ex-tirpacin de la demonolatra.

    Simn recuerda que san Luis qued profundamente impresio-nado por este suceso:

    Quedle al santo tan estampada en la memoria la reverencia con que llegaba a los huesos el mohn que los llevaba cuando se los volvi a entregar, que lo predicaba muchas veces diciendo: que era tanto el respecto que les tena, que arrodillndose delante de ellos y cruzando las manos sobre el pecho, temblaba como azo-gado. Y estaba tan turbado que, preguntndole el santo si haba algn remedio para curar del todo aquel veneno de que padeca, no le pudo responder palabra, ni quitaba los ojos de aquellos endemoniados huesos (Simn, 1981, t. V: 426-427).

    Pero el dominico Zamora interpreta - a finales del siglo XVII- de otra manera los acontecimientos y explica que el mismo fray Luis habra declarado en su casa en Valencia, una vez de regreso a casa, que si hubiese estado en buenas condiciones de salud habra impe-dido que los indios se llevasen por la fuerza sus huesos:

    Si yo estuviera alentado [deca] que pudiera ponerme en pi, para defenderlos, hubiese perdido mil veces la vida, antes quien dejarlos llevar a los idlatras (Zamora /1701/, 1980, t. II: 109).

    Empero, el mismo Zamora anota inmediatamente despus las mismas acotaciones de Simn:

    Muchas veces predic este suceso porque le qued tan es-tampado en la memoria la reverencia con que el mohn y los in-dios veneraban los huesos de aquel falso sacerdote, que arrodi-llndose ante su presencia, no apartaban de ellos los ojos. De que se fervoriza predicando a los catlicos la veneracin y reverencia

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    en que debemos estar en la presencia de Cristo Sacramentado (Zamora/1701/, 1980, t. II: 109).

    En 1578, el arzobispo fray Luis Zapata propuso desenterrar los cuerpos de los indios difuntos, para examinar si haban fallecido en condicin de idlatras, lo que levant una fuerte oposicin de parte del presidente y de los oidores de la Real Audiencia: el arzobispo se defendi, aduciendo que se trataba de "escndalo pasivo y que no cae en consideracin mayormente que a los indios en quitarles esto no se les quita cosa suya, pues se desapoderaron de ello el da que lo dieron y ofrecieron al demonio" (Lara, 1988: 31).

    No obstante, la negativa de la Audiencia fue tajante; le prohibie-ron "desenterrase los cuerpos de los indios que estn sepultados en las iglesias y constase que haban apostatado e idolatrado despus de convertidos... porque no pareciese que esto se haca por buscar si tenan algn oro o joyas en las dichas sepulturas para tomrselo" (Lara, 1988:31).

    La disputa por los cadveres continu durante el resto de la cen-turia. En 1595, segn el licenciado Egas de Guzmn, los indios de Iguaque exhumaron los huesos de un cacique, a cuyos restos rendan culto en una cueva. En este caso, los espaoles exhumaron sus restos y les dieron sepultura en la iglesia, mientras que los indios eran acu-sados de idolatra (Lara, 1988: 33)4.

    4 En contraste con diabolizacin de los huesos y cuerpos de los difuntos indgenas, el

    cuerpo de monseor Almanza, arzobispo del Nuevo Reino, fue venerado, por algunos aos, como una verdadera reliquia. El ilustre arzobispo muri el 27 de septiembre de 1633, en Villa de Leiva, vctima de una "calentura". A pesar de que se prevea una descomposicin rpida de su cadver, ste no slo se preserv sino que "ola a pina", a "perfume de pina". Despus de diversas exhumaciones fue trasladado a Bogot y objeto de honras fnebres en la catedral. En el oratorio, los frailes lo trataban como si fuese un ser vivo, y luego sus des-pojos mortales se tuvieron en la capilla de Pedro de Valenzuela, donde tambin se conserva-ron sus restos. stos fueron trasladados a un convento en Madrid de las hermanas de Jess, Mara y Jos, que reclamaban su cadver (Groot, 1889: 290 y ss.).

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    Sin embargo, a pesar de las campaas contra la "idolatra", el culto a los antepasados y sus huesos subsisti por lo menos hasta finales del siglo XVII. De acuerdo con Valcrcel, por ejemplo, que es-cribe en 1687, "en el pueblo de Onzaga, el ao 85, hall el doctrinero algunos indios retirados en un bosquecillo donde un viejo dogmatista instrua en... los ritos de sus antepasados hacindoles adorar un hueso de un mohn antiguo, diciendo que aqul era su dios y no el de los cristianos, que por l vivan, tenan salud y cogan frutos; te-nan un santo sacrificio debajo del hueso y haca irisin de l" (en Langebaek, 1995).

    La omnipresencia del ngel Cado

    El encuentro con las religiones amerindias desencaden, como se ha comentado, diversas reacciones y consideraciones acerca de su naturaleza y la legitimidad de las creencias religiosas amerindias. Los primeros discursos relacionados con los incas y aztecas reconocie-ron en sus sistemas de representacin y accin social verdaderos complejos religiosos, al sealar la existencia de sacerdotes, templos, dolos y la prctica del sacrificio. Las Casas, en particular, enfatiz en la legitimidad de su prctica religiosa, en funcin de dichas con-sideraciones, en gran parte derivadas de santo Toms de Aquino. En realidad, los europeos no pudieron dejar de sorprenderse con la in-tensidad de la vida religiosa amerindia y la similitud de algunos as-pectos de la misma con la religin cristiana: no slo el sacrificio era relativamente comn, sino que en algunos casos se trataba del sa-crificio de hombres "divinos", vale decir, de "hombres dioses": con frecuencia las religiones amerindias incluan las prcticas de ayu-nos, la confesin, etc., tan caras a la tradicin cristiana.

    De manera similar a la Nueva Espaa y al Per, los ms conno-tados cronistas del Nuevo Reino reconocen en gran medida en las prcticas religiosas muiscas los signos fundamentales del compor-tamiento religioso, marcado por la existencia del sacrificio. Gonza-

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    lo Jimnez de Quesada presenta, en el Eptome del Nuevo Reino de Granada, las prcticas de sacrificio muisca de una manera escueta, sin mayores juicios de valor, como si en alguna medida estuviese des-cribiendo una institucin propia de la vida religiosa de la gente pa-gana, o similar a las prcticas de los hombres civilizados, mas no cristianizados, de la antigedad clsica.

    Sin embargo, como se dijo, paralelamente se implemento un dis-curso que interpret las religiones amerindias como la obra del dia-blo y, en consecuencia, se defini a sus sacerdotes como "sacerdo-tes del diablo"; los diversos acontecimientos sobre los cuales se basaban la creencias de los nativos fueron interpretados como "mi-lagros del Maligno". En efecto, los misioneros y dems espaoles estaban firmemente convencidos de la intervencin del ngel Ca-do en la vida cotidiana de los hombres, y en particular en la de los indgenas.

    Segn los misioneros franciscanos de la segunda mitad del si-glo XVI, el demonio mismo intervena para evitar la conversin de los aborgenes. Por ejemplo, se narra que a un indio infiel, al que un sa-cerdote en vano haba intentado persuadir de bautizarse, se le apa-reca el demonio, en figura de un hombre negro, amenazndole si prestaba atencin a las demandas del hombre de la Iglesia. ste, ad-vertido de lo sucedido en la noche anterior

    [...] le dijo que pusiese, a la cabecera, un santo crucifijo, que all le dio y estara seguro del demonio... El qual bolvi otra no-che; y, dizindole que entraze, respondi, que no poda, mientras estuviese all aquella cruz. Aqu alumbr el spritu Sancto al po-bre Yndio y dijo: pues t temes a ste quest en la cruz, sigese ques mayor que t; a l quiero servir. Llamando al sacerdote, le pidi que le hiziese cristiano. Fu informado en las cosas de la fee en quatro das que vivi; y al cabo dellos, fue bautizado: y lue-go muri con tan dichosa prenda de su predestinacin (Lloreda, 1992: 72).

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    Cuenta el mismo Medrano, a finales del siglo XVI, que en otra oportunidad un indio que aparentemente era tenido por muerto, y estaba incluso ya amortajado, se levant y confes

    [...] aver visto tres hornos de fuego, bocas de ynfierno, en aquel pueblo, a los quales llevavan los demonios encadenados los yndios, por treys gneros de vizios que reynan mucho entre ellos; en el uno entraban los ydlatras; en el segundo los incestuosos; en el tercero, los dados a la embriagues (Lloreda, 1992: 72).

    Esta experiencia no slo enmend al supuesto difunto sino que influy de forma ostensible en el comportamiento de los indios de Bosa.

    Durante el siglo XVII, la presencia del diablo se multiplic e in-cluso algunos caciques fueron percibidos como la misma materiali-zacin del Malo. De acuerdo con Simn, los tres gobernadores de las provincias del Sen eran, asimismo, demonios; Goranchacha, uno de los ltimos grandes caciques muiscas (a quien se le atribua una naturaleza divina pues era hijo del mismo Sol), tena tambin esa misma condicin, de igual forma que su pregonero ya que ambos posean una cola posiblemente de felino. Poco aos antes de llegar los espaoles profetiz la llegada de los extranjeros:

    [...] hizo un da juntar toda su gente y por su pregonero, a quien ponan muchas mantas en rollo dejando en medio, hubo donde entrase la cola que tena, que era como de len, y se sen-tase. Les hizo una larga pltica en que les adivin haba de venir una gente fuerte y feroz... y despidindose que se iba por no ver-los padecer que despus de muchos aos volvera a verlos, que los haba de maltratar y afligir con sujeciones e trabajos, se entr en su cercado y nunca ms lo vieron. El pregonero, por desenga-ar ms del todo y dar ms claras muestras de quin era, delante de todos dio un estallido y se convirti en humo hediondo, que fue la ltima despedida (Simn, 1981, t. ni: 422).

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    A medida que avanzaba la colonizacin de los pueblos nativos, los misioneros se obsesionaron por la extirpacin de toda clase de idolatras, vigilando y castigando celosamente no slo a los mesti-zos sino tambin a los mismos espaoles pertenecientes a los sec-tores populares.

    Los catecismos, en particular, expresaron esta preocupacin. El primer catecismo de Santa Fe de Bogot, escrito por fray Luis Zapata de Crdenas, segundo arzobispo del Reino de Granada, contiene ins-trucciones precisas en el captulo 14, relativo al "Remedio contra la idolatra", para que los santuarios sean destruidos y se borre toda memoria de ellos; en cuanto a los objetos de oro y de valor se plantea que se "distribuyan en utilidad de la iglesia do el tal santuario se hallare y lo mismo sea de lo que se hallare en las sepulturas por aviso del sa-cerdote, y lo que sobrara, distribuido en las Iglesias, se gaste en la en-fermera y en obras pas tocantes al mismo pueblo". El captulo 18, relativo a los materiales de los sacrificios y sahumerios, ordena que se queme el moque -con que momificaban sus muertos-y otros objetos que vendan en los mercados que puedan ser asimilados a idolatras. No hay que olvidar que, durante casi un siglo, los indios, aunque bau-tizados, tuvieron una condicin de catecmenos. Solamente hasta 1634 los jesuitas se decidieron a darles la primera comunin, lo que de he-cho implicaba que antes de esta fecha los indios deban salir del recin-to de la capilla doctrinera cuando se iba a celebrar la santa eucarista.

    La llegada de los esclavos africanos increment la preocupacin por la propagacin de falsas religiones y supercheras. La Inquisi-cin se encargara de extirpar el dominio del diablo y de la brujera de los negros y espaoles.

    En este contexto, no nos debe extraar que prcticamente no hubiese ninguna inquietud entre los hombres de esa poca por con-servar las que seran llamadas despus reliquias de los indios. De acuerdo con Duque Gmez, la nica excepcin fue la del licenciado Juan Vsquez, gran aficionado a la conservacin de las antigeda-des de los indios (Duque, 1965: 88).

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    Los dolos en Roma

    A finales del siglo XVII, el misionero franciscano Romero pis por primera vez la Sierra Nevada de Santa Marta, aunque conoca ya parte del territorio de la Nueva Granada. Segn Giraldo Jaramillo, era una sacerdote agustino, nacido en Lima, Per. Haba sido ordenado des-de muy joven; trabaj en la evangelizacin de los indios tamas, en el alto Magdalena, y luego se traslad, ante las dificultades para la evan-gelizacin de este pueblo del alto Amazonas, desplazado a las inme-diaciones de Timan mediante prcticas de rescate y esclavitud, al Valle de Upar, en el norte de Colombia. Su experiencia est conden-sada en un bello libro titulado Llanto sagrado de la Amrica meri-dional, publicado en Miln en 1693, cuya parte correspondiente a la Sierra Nevada y Valledupar ha sido analizada de manera interesante por nuestro colega Carlos Uribe, sobre la base, adems, de un do-cumento hasta ahora indito, redactado por el licenciado Melchor de Espinosa, prroco de Ro Hacha, que fuera comisionado como notario de la expedicin de Romero a la Sierra (este documento, en-contrado por Cari Langebaek en Sevilla, an indito, relata tambin su experiencia entre los arhuacos de la Sierra, dndonos una ver-sin complementaria del libro).

    Romero penetr tambin a sendos templos de los indios de la Sierra Nevada y combati con el fervor de sus antecesores lo que l considera eran verdaderas idolatras y "obras del demonio". Pero la novedad de su discurso no descansa, como veremos, en la condena-cin de las supersticiones de los indios y la destruccin de sus "do-los", sino en la recoleccin de algunas mscaras que despus de tres siglos fueron redescubiertas por el arquelogo alemn H. Bischof en el mismo Museo del Vaticano, en Roma (1972).

    Las piezas fueron tradas por el sacerdote peruano en su viaje de regreso a Europa en 1692: posiblemente las entreg al Colegio de Propaganda Fide en Roma, con ocasin de su visita a esa ciudad, en bsqueda de apoyo para su labor misional entre los tamas. El

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    mismo sacerdote cedi su manuscrito a los editores de Miln, y presumiblemente contribuy tambin a la descripcin visual de las cansamaras qu