Depresión: ¿Enfermedad Mental u Oportunidad de Crecimiento?

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_______________________________________________________________ Depresión: ¿Enfermedad Mental u Oportunidad de Crecimiento? Una Mirada Holística desde el Crecimiento Personal y la Psicología Humanista Transpersonal. Depression: ¿Mental Illness or Growth Opportunity? A Holistic View from the Personal Growth and Humanistic Psychology Transpersonal. Ramón Sepúlveda Saavedra 1 Resumen En este artículo se analizan los presupuestos teóricos a la base del concepto de depresión como enfermedad mental, su diagnosis y sus implicancias desde el modelo biomédico. Dicha comprensión se contrasta con una revisión de los presupuestos teóricos y postulados del enfoque humanista transpersonal en psicología respecto al bienestar y al funcionamiento sano, con el objetivo de proponer una recomprensión holística de la depresión, que integre, además de sus aspectos físicos y bioquímicos, las dimensiones existencial y espiritual del ser humano, apuntando a entender la experiencia depresiva no necesariamente como un estado patológico, sino también como una instancia de extraordinario contacto con nuestros potenciales y una oportunidad de crecimiento. Palabras clave: depresión, enfermedad, presupuestos teóricos, modelo biomédico, psicología humanista transpersonal, potencial humano, experiencia depresiva, crecimiento personal. Abstract In this paper we analyze the theoretical basis of the concept of depression as a mental illness, its diagnosis and its implications from the biomedical model. Such understanding is contrasted with a review of the theoretical assumptions and postulates of transpersonal psychology humanistic approach towards the welfare and healthy functioning, with the aim of proposing a holistic recompression for depression, integrating, besides its physical and biochemical aspects, the existential and spiritual dimensions of the human being, aiming to understand the depressive experience not necessarily as a condition, but also as a special instance of contact with our potential and growth opportunity. Key words: Depression, illness, theorical preconceptions, biomedical model, humanistic psychology transpersonal, human potential, depresive experience, personal growth. 1 Psicólogo Universidad Central de Chile. Docente Universitario. Máster en Desarrollo Humano Universidad Austral de Chile y Máster en Coaching e Inteligencia Emocional Universidad de Salamanca, España. [email protected]

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Artículo del Psicólogo y Coach chileno Ramón Sepúlveda Saavedra, el cual propone e invita a entender el fenómeno de la depresión ya no como una enfermedad mental, sino mas bien como una oportunidad de crecimiento personal, desde una mirada centrada en las potencialidades humanas.

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Depresión: ¿Enfermedad Mental u Oportunidad de

Crecimiento? Una Mirada Holística desde el Crecimiento

Personal y la Psicología Humanista Transpersonal.

Depression: ¿Mental Illness or Growth Opportunity? A

Holistic View from the Personal Growth and Humanistic

Psychology Transpersonal.

Ramón Sepúlveda Saavedra 1

Resumen

En este artículo se analizan los presupuestos teóricos a la base del concepto de depresión como enfermedad mental, su diagnosis y sus implicancias desde el modelo biomédico. Dicha comprensión se contrasta con una revisión de los presupuestos teóricos y postulados del enfoque humanista transpersonal en psicología respecto al bienestar y al funcionamiento sano, con el objetivo de proponer una recomprensión holística de la depresión, que integre, además de sus aspectos físicos y bioquímicos, las dimensiones existencial y espiritual del ser humano, apuntando a entender la experiencia depresiva no necesariamente como un estado patológico, sino también como una instancia de extraordinario contacto con nuestros potenciales y una oportunidad de crecimiento. Palabras clave: depresión, enfermedad, presupuestos teóricos, modelo biomédico, psicología humanista transpersonal, potencial humano, experiencia depresiva, crecimiento personal.

Abstract

In this paper we analyze the theoretical basis of the concept of depression as a mental illness, its diagnosis and its implications from the biomedical model. Such understanding is contrasted with a review of the theoretical assumptions and postulates of transpersonal psychology humanistic approach towards the welfare and healthy functioning, with the aim of proposing a holistic recompression for depression, integrating, besides its physical and biochemical aspects, the existential and spiritual dimensions of the human being, aiming to understand the depressive experience not necessarily as a condition, but also as a special instance of contact with our potential and growth opportunity. Key words: Depression, illness, theorical preconceptions, biomedical model, humanistic psychology transpersonal, human potential, depresive experience, personal growth.

1 Psicólogo Universidad Central de Chile. Docente Universitario. Máster en Desarrollo Humano Universidad Austral de Chile y Máster en Coaching e Inteligencia Emocional Universidad de Salamanca, España. [email protected]

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Introducción

“Las medicinas curan el cuerpo, pero solo el amor cura el alma que crees enferma..”

Alejandro Jodorowsky

Existe en nuestra cultura una fuerte

tendencia, casi indiscutida en el público general, a asociar el fenómeno de la depresión con el de una enfermedad diagnosticable, tratable y curable solo a través del saber y la tecnología médica. Dicha tendencia nos ha llevado a representarnos la depresión como algo “ajeno” a nuestro yo, algo indeseable, un estado que solo nos significa dolor y sufrimiento, en el cual perdemos el disfrute por las cosas, experienciamos emociones displacenteras como tristeza, rabia, culpa, frustración y ensimismamiento. Un estado que cuando permanece en el tiempo, puede llegar a deteriorar la calidad de vida al punto de llegar en algunos casos al suicidio.

Estadísticas actuales nos alarman

respecto al aumento de esta “enfermedad” en el mundo, transformándose tanto en Chile como en el resto de los países, en el trastorno más frecuente en el campo de la salud mental, y en uno de los problemas de salud pública con más incidencia en la sociedad contemporánea.

Según estimaciones de la Organización

Mundial de la Salud (OMS) en el año 2002, 154 millones de personas en el mundo sufrían de depresión, y la carga que representan los trastornos depresivos va en franco aumento. Se espera que para el año 2020, la depresión ocupe el segundo lugar en la carga global de enfermedades (AVISA). Además, constituye uno de los desordenes mentales más costosos, ya que trae consigo pérdidas económicas importantes en cuanto a ausentismo y reducción de la productividad laboral, junto con pérdidas de ganancias y significativos costos de tratamiento (OMS, 2002).

Según datos del Ministerio de Salud, la

depresión se encuentra entre uno de los diagnósticos psiquiátricos mas medicalizados. Solo en la atención primaria de salud, el programa (GES) de detección, diagnostico y tratamiento de

la depresión impulsado por el gobierno a partir del año 2001, entrega el equivalente a casi la mitad de fármacos que el programa cardiovascular, y en los últimos 15 años se han destinados millones de dólares en investigaciones en salud mental para nuevos fármacos (MINSAL, 2001).

Respecto a esta situación, en un

interesante artículo de la revista Family Terapy Networker de 1997, “Depression. It Makes More a Pill”, el psicólogo y terapeuta familiar Michael Yapko (1997) afirma: “La gran prevalencia de la depresión, la asombrosa popularidad de las drogas para tratarla y el obvio entusiasmo por medicalizar el problema, ¿constituye a primera vista la prueba de que estamos frente a una enfermedad?, ¿podemos reducir el fenómeno complejo de la depresión, con todos sus elementos emocionales, cognitivos, relacionales, sociales y biológicos, a una simple falla de las neuronas?, ¿o es posible que muchas personas deprimidas no estén “enfermas” y que la biología solamente represente un componente de las razones de la depresión y la forma en que la experimentan?”(Yapko, 1997, p. 3).

En otro artículo, el connotado psicólogo

Martin Seligman (1991), iniciador de la corriente positiva en psicología, y elegido por la American Psychological Asociation como uno de los 10 psicólogos más importantes e influyentes en el mundo plantea: “mi punto de vista difiere fundamentalmente de la opinión médica prevaleciente, en virtud de la cual la depresión unipolar es una enfermedad y la depresión normal solamente una desmoralización pasajera sin interés clínico. Este punto de vista predomina a pesar de la absoluta falta de pruebas, en el sentido de que la depresión unipolar sea algo más que una depresión normal particularmente severa. Nadie ha establecido fehacientemente que clase de diferencias hay entre ambas” (Seligman, 1991 en Ruiz, 1994, p. 21).

Por otro lado, conocido es el trabajo del

eminente psiquiatra y terapeuta Gestáltico chileno Claudio Naranjo (1994), quien también refiriéndose al modelo biomédico señala: “en lo que se refiere al estar deprimido, lo que les sugiero a mis pacientes, es que no tapen su dolor con medicamentos, ni tampoco se repriman su sentir, más bien los aliento a que enfrenten su experiencia de manera consciente, algo que muy

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pocos médicos y psiquiatras están formados para prescribir” (Naranjo, 1994, p . 219).

Todos estos planteamientos, al igual que

los de autores como Maturana (1990), Guidano (1991), Zlachevsky (2003), Schnake (2001) y May (2003) entre otros, muestran un inconformismo frente a la forma que tiene el actual modelo biomédico de enfocar el fenómeno de la depresión, principalmente porque las implicancias y el efecto que suele tener dicha mirada en las personas que buscan ayuda profesional, a veces suele ser muy contraproducente, sobre todo cuando se diagnostica la depresión como si fuera una enfermedad mas como una gripe, una peste o una infección, la cual no tuviera relación alguna con nuestra forma de mirarnos a nosotros mismos, a los otros y al mundo, y menos con nuestro sentido de vida y nuestra existencia.

Siguiendo a Yapko, la magnitud del

problema de la depresión en el mundo y los últimos avances de la ciencia, nos hacen sentir que vivimos tiempos en los cuales pareciera que dejamos atrás una época de creencias supersticiosas y hemos descubierto la “verdadera” naturaleza de la depresión: una falla bioquímica o metabólica cerebral” (Yapko, 1997, p. 5).

En virtud de lo anterior, el presente

trabajo pretende entregar una comprensión distinta de este fenómeno, una comprensión que no reduzca la depresión solo a sus manifestaciones biológicas (sin desconocer la importante evidencia científica respecto a los cambios fisiológicos y bioquímicos a nivel del cerebro y el sistema nervioso) para transformarla en enfermedad y solo medicarla, y que entienda que dichas manifestaciones solo corresponden a una parte del fenómeno total.

En este contexto, nos proponemos

analizar los presupuestos teóricos a la base del modelo biomédico sobre los cuales se ha basado el concepto de depresión como enfermedad, ya que estos presupuestos, de los cuales poco y nada se habla, han determinado tanto el estudio como la terapéutica tanto de la depresión como de muchas otras llamadas enfermedades mentales, partiendo de la base que en ciencias, todo hacer y práctica se sustenta en una teoría, la que a su vez surge de profundas nociones y creencias respecto a lo que el estado general de la realidad

constituye en esencia, lo que en filosofía de la ciencia se conoce como presupuestos metafísicos u ontológicos (Maturana, 1990).

Finalmente, nuestra aproximación al

fenómeno de la depresión no será entendiéndola ni conceptualizándola como una enfermedad, sino, principalmente como una “experiencia humana”, tal como se la entiende en el contexto del trabajo terapéutico humanista transpersonal. Una vivencia cuyas consecuencias y correlatos fisiológicos, cognitivos, emocionales y comportamentales se conciben como profundamente entrelazados con nuestra manera de procesar, vivir, enfrentar y significar desde “nosotros mismos” el fluir de nuestra experiencia. Esta forma de mirar el fenómeno de la depresión desde la vivencia de quien la experimenta, supone una característica muy importante, la que dice relación con la intencionalidad y la libertad de decidir qué hacer y cómo reaccionar frente a una experiencia de dolor.

Nuestra aproximación no será desde la

enfermedad y la patología, sino que será más bien desde una mirada holística u organismica, tal y como se despliega en los planteamientos del modelo humanista transpersonal en psicología y psicoterapia. Es necesario aclarar, que para los fines de este trabajo, dejaremos de lado los graves cuadros depresivos que acompañan a la psicosis y las desorganizaciones graves de la personalidad, situaciones muy particulares que entendemos como excepciones en relación con la mayoría de los casos en los cuales el hablar de la depresión como una enfermedad conlleva el riesgo de pasar por alto las potencialidades del individuo. Este trabajo tampoco se plantea desde la Antipsiquitría, donde es posible encontrar numerosa literatura respecto a la dimensión de “saber poder y control social”, que siguiendo los planteamientos de autores como Laing (1967), Cooper (1967) y Szasz (1974), ha ejercido la psiquiatría desde sus comienzos hasta nuestros días. Más bien nos interesa proponer una mirada distinta respecto al fenómeno de la depresión en particular, que contribuya al bienestar subjetivo, la activación del potencial humano y al crecimiento personal.

La Confusión Terminológica y el Problema del Diagnóstico.

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Como punto de partida al abordar el fenómeno de la depresión, es necesario aclarar a que nos referimos con este término. ¿Qué entendemos por depresión?, ¿a qué hacemos referencia con este concepto ?, ¿cómo se diagnostica?, ¿ cuál es la diferencia entre un estado de tristeza normal y un cuadro depresivo?. La historia de este concepto ha estado marcada por la confusión y la ambigüedad en su significado, al respecto Simon (1994) comenta: “el problema central de la psiquiatría contemporánea es entender y resumir la confusa variedad de modos con los que conceptualizamos los orígenes, la naturaleza y el tratamiento de las enfermedades mentales” (Simon,1994 en Vara, 2006, p. 134 ).

Un gran número de autores hace

referencia al problema de la confusión terminológica en sus respectivas obras. En 1955, A. Roldán en su libro “Metafísica del Sentimiento”, señala que durante la primera guerra mundial, la American Psychological Association conformó un comité de psicólogos con el fin de delimitar el significado del conjunto de términos más usados en psicología. El producto final de este comité fue la publicación en 1918 en el Psychological Bolletin, de un listado de 18 términos y, posteriormente dos más, uno de 23 términos en el año 1922 y otro de 27 en el año 1925 (Roldán, 1955).

En 1928, Claperéde en su libro “Feeling

and Emotions” afirma: “la psicología de los procesos afectivos es el capítulo más confuso de toda la psicología”. Aquí es donde aparecen las mayores diferencias de un psicólogo a otro. No están estos de acuerdo ni en los hechos ni en las palabras. Estas diferencias se acrecientan cuando se pasa de una lengua a otra, porque la falta de acuerdo en los hechos se complica con la falta de acuerdo en las palabras. ¿Qué palabra francesa equivale exactamente al termino “feeling”? ¿Corresponde exactamente Gemütsbewegung a emoción? ¿y qué equivalentes deben señalarse en las distintas lenguas a las palabras Affekt, Gefühl, passion, douleur, pain, affection, etc. (Claperéde, 1928).

En otro artículo, Ayuso Mateos (1985)

defiende la diferencia cualitativa entre el estado de ánimo depresivo y el estado de tristeza normal, utilizando indiferentemente expresiones como

“estado de ánimo depresivo”, “humor depresivo”, “tristeza patológica” y “ánimo depresivo”. En este trabajo realiza una revisión del tema citando a autores clásicos como Hipócrates, Burton, Esquirol, Kraepelin, Freud y Scheler. Seleccionando fragmentos de sus textos con el propósito de demostrar, como ya entonces se defendía, la diferente naturaleza de ambos tipos de estados (Mateos, 1895 en Jiménez, 2002).

En nuestra sociedad contemporánea, el

término depresión alude a una enfermedad médica, un síndrome o agrupación de síntomas, susceptibles de valoración y ordenamiento en criterios diagnósticos racionales y operativos, los cuales se encuentran explicitados en los manuales de psiquiatría en las nomenclaturas americana, DSM V y europea, CIE-10. En este contexto, la depresión constituye una enfermedad mental.

En Chile, el Ministerio de Salud en su

última guía clínica para el tratamiento de personas con depresión el año 2009 la define así:

“La depresión es una alteración

patológica del estado de ánimo que puede presentarse en cualquiera de las etapas del ciclo vital y que se caracteriza por un descenso del humor que termina en tristeza, acompañado de diversos síntomas y signos que persisten por a lo menos 2 semanas. Los síntomas se relacionan con tres alteraciones vivenciales centrales: en el ánimo, en el pensamiento y en la actividad” (Guía Clínica Tratamiento de Personas con Depresión, 2009, p.8).

Hoy por hoy la ciencia médica y la

psiquiatría definen y diagnostican la depresión principalmente por sus características y sus manifestaciones clínicas sintomáticas, más que por sus supuestas causas u orígenes, como se concebía hace algunos años. En efecto, antes se hablaba de “depresión endógena”, dando a entender que el trastorno depresivo tendría un origen de base biológica en una falla a nivel de los neurotransmisores. Por otro lado, se diagnosticaban depresiones “psicógenas o reactivas”, en las cuales la causa a la base se relacionaría, más que con la biología del organismo, principalmente con factores ambientales externos desencadenantes. También se hacia el diagnostico “depresivo involucional”,

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indicando que la causa del trastorno era la edad de la persona. Y dependiendo de la gravedad de la depresión, se diagnosticaba como “depresión neurótica”, si era más leve; o bien, “psicótica” en su forma más severa. Este enfoque si bien no es la actual forma de diagnosticar un trastorno depresivo en la actualidad, es compartido por muchos especialistas, quienes prefieren realizar el diagnostico en base a las causas que a sus características (Ruiz, 1994; Mantilla, 2011).

El actual sistema de clasificación en base

a las características del trastorno y sus manifestaciones clínicas, tiende a provocar gran confusión en los especialistas médicos, psicólogos y psiquiatras, quienes presentan importantes divergencias de opinión a la hora de categorizar a un paciente. Según Aguiar y Ortega (1991), este es el principal problema del diagnostico en psiquiatría, ya que tradicionalmente en medicina, la identificación de marcadores biológicos (pruebas de laboratorio, radiografías, etc.) constituye un aspecto central de la construcción de un diagnóstico, sin embargo en psiquiatría, ni los análisis de sangre ni ningún otro tipo de estudio definitivo sirve como instrumento diagnóstico. Al no haber marcador biológico, el diagnóstico depende de la evaluación del médico, que a partir del relato del paciente, familiares y su propia observación interpreta los signos de una enfermedad o trastorno (Aguiar y Ortega, 1991 en Mantilla, 2011).

Pero ¿con que otro nombre llamar y

referirnos a este estado emocional que surge y se ancla a veces de manera tan profunda en la persona, prolongándose por largos periodos de tiempo, afectando al organismo y la persona en su totalidad tanto en sus esferas emocional, cognitiva, comportamental, biológica y existencial, al punto de llegar en algunos casos incluso al suicidio?

Numerosas investigaciones plantean que

en la actualidad aún no existe unanimidad de acuerdos respecto al término depresión, según Jackson (1986), uno de los problemas en la historia de la depresión y la melancolía es que han sido utilizados para expresar cosas muy diferentes entre sí: una enfermedad, una condición de tristeza ocasional, el temperamento, un tipo de carácter, un estado de malestar temporario, un padecimiento crónico, etc. En el lenguaje común,

estar depresivo o melancólico no es necesariamente estar enfermo (Jackson, 1986).

Finalmente, según Jiménez, si

intentáramos definir la depresión, inevitablemente tendríamos que referirnos de alguna forma a un estado afectivo o a un estado del ánimo. El estado de ánimo, los afectos, los sentimientos, las emociones, las pasiones, son algunos de los principales conceptos que, en su polo negativo, han estado y están ligados al término depresión, formando un conjunto borroso donde los límites de cada uno de ellos son poco claros y no siempre es posible definirlos (Jiménez, 2002).

Depresión: Antecedentes Históricos.

La depresión ha sido definida y tratada en cada cultura y en cada época histórica de forma particular, de acuerdo con las ideas de cada época. Al igual que la locura, afirma Foucault (1961), ésta no constituye un fenómeno objetivo, sino más bien un dato histórico y social.

En lo que respecta al origen etimológico de la palabra depresión, esta proviene del latín depressus, que significa “abatido”, “derribado”. En sus inicios se le llamó melancolía, del griego “negro” y “bilis”. La melancolía aparece descrita en numerosos escritos y tratados médicos de la antigüedad. El origen del término se encuentra en Hipócrates, aunque no es hasta el año 1725, cuando el británico Sir Richard Blackmore rebautiza el cuadro con el término actual de depresión (Jackson, 1986).

Los trastornos depresivos se han

identificado y descrito desde la primera recopilación histórica. En Egipto, hace más de 3.000 años, la depresión era tratada por los sacerdotes. No fue sino hasta el siglo VI a. C. cuando las alteraciones mentales, y muy especialmente la depresión, pasaron al dominio de los curanderos (Vara, 2006).

Jackson (1986) en una notable

recopilación histórica de este concepto titulada “Historia de la Melancolía y la Depresión”, afirma que el primer intento sistemático de comprensión y conceptualización, el cual sentó las bases de lo que hoy conocemos por depresión, corresponde al de Hipócrates en la Grecia antigua (siglo IV a. de C.).

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Para Hipócrates existían cuatro líquidos corporales que constituían los "humores" del individuo, a saber: la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. De acuerdo con la predominancia o el exceso de cada uno de estos humores, imperaba en el ser humano un determinado estado de ánimo, o su temperamento. En el caso de la bilis negra provocaba un comportamiento abatido, apático y un manifiesto sentimiento de tristeza. De esta manera también se determinaban la salud y la enfermedad: el equilibrio entre los cuatro humores hacía de la persona un ser saludable; el desequilibrio o el exceso de uno de los cuatro respecto al resto provocaba la enfermedad. La bilis negra, en concreto, se relaciona así con la depresión. De acuerdo a esta primera clasificación de Hipócrates, el melancólico es sensible, aunque poco reactivo; tiende al pesimismo y la pasividad, y según sus propias palabras: "Cuando el miedo y la tristeza se prolongan, esta pasa a convertirse en una condición melancólica"(Hipocrates, siglo IV a. de C. en Jackson, 1986, p.27).

Mas tarde, Aristóteles tomo la teoría de los humores para formular el problema XXX en su “Problemata”. Este se preguntaba ya en aquella época, el porqué todos aquellos que han sido eminentes figuras en la filosofía, la política, la poesía o las artes, eran manifiestamente melancólicos y algunos hasta el punto de padecer ataques causados por la bilis negra. Para este filosofo el ser melancólico no implicaba el necesariamente estar enfermo, también podía reflejar simplemente un temperamento melancólico, distinción fundamental que con el tiempo la psiquiatría retomará (Vara, 2006). Las ideas hipocratianas y aristotélicas fueron asimiladas y desarrolladas por diversos médicos greco romanos, entre los más importantes están Celso y Galeno. Para el primero, la melancolía sobrevenía en casos de desanimo prolongado acompañado por miedo e insomnio, y correspondía a una forma de locura que se iniciaba sin fiebre y parecía producida por la bilis negra. Para el segundo en cambio, la melancolía era sumamente polimorfa, en sus palabras. “normalmente se ven acosados por el miedo aunque no siempre se presentan el mismo tipo de imágenes sensoriales anormales, aunque cada paciente melancólico actúa bastante diferente que los demás, todos ellos muestran

miedo o desesperación. Creen que la vida es mala y odian a los demás, aunque no todos quieren morirse. Para algunos, el miedo a la muerte es la preocupación fundamental durante la melancolía, otros bastante extrañamente, temen la muerte a la vez que la desean” (Galeno en Vara, 1986, p. 138).

En síntesis, en la antigüedad se atribuía a la melancolía una naturaleza fisiológica casi siempre con causas físicas y excepcionalmente con causas psíquicas. La hipótesis de la “bilis negra” como causa de la melancolía tuvo diferentes variaciones.

En la edad media, el origen de la

depresión fue atribuida a la posesión demoniaca, el castigo divino, a la influencia de los astros o al exceso de humores, entre otras. San Agustín (siglo V) aseguro que todas las enfermedades de los cristianos debían ser asignadas a los demonios (Jackson, 1986).

En esta época, el estudio de la

melancolía tuvo dos vertientes: la medicina árabe y bizantina que continuó con la idea hipocratiana de los humores, con figuras como Isaq Ibn y Constantino, y por otro lado el Cristianismo, con figuras como Santo Tomas, el que introdujo en su concepción de la melancolía “las cuestiones del alma” y donde la melancolía era sinónimo de acedia, vicio capital muy ligada a la pereza. (Vara, 2006).

Ya en el Renacimiento, por un lado autores como Bartholomaeus Anglicus y André Du Laurens, continuaron con la tradición galénica en la explicación de la melancolía. Por otro lado, con figuras como Robert Burton cobra gran fuerza la idea del “temperamento melancólico”, donde se incluye lo hereditario y lo temperamental en las explicaciones de este fenómeno, lo que poco a poco pasó a convertirse en un aspecto importante en la medicina del Renacimiento (Vara, 2006).

Durante el barroco, movimiento cultural

del siglo XVII que giró en torno a la contrarreforma católica y que duro hasta la mitad del siglo siguiente, el campo psicopatológico de la melancolía sigue siendo tan amplio como vago y totalmente imbuida del demonio, única explicación posible del alma enloquecida. Al respecto Herreros (2003) comenta: “tanto si el diablo manejaba el humor melancólico, como si este, por si mismo, fomentaba la enfermedad, el médico

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debía actuar sobre la causa próxima para combatir el mal. Así, cuando se sospechaba la presencia del diablo, el médico estaba capacitado para intervenir al lado del sacerdote” (Herreros, 2003 en Vara, 2006, p. 155).

Posteriormente la llegada de la

ilustración trajo consigo dos tradiciones de pensamiento en los cuales la concepción de la melancolía continúo su evolución. El Racionalismo y el Naturismo. En ambas, las ideas predominantes giraban alrededor de lo natural abarcado por la razón, la constitución racional común a todos los hombres y un optimismo irrefrenable sobre el futuro de la humanidad. Es en este contexto, según Vara en el que comienzan a surgir los primeros sistemas médicos que más tarde se transformarán en la base de la Psiquiatría un siglo después (Vara, 2006).

La teoría humoral fue cediendo

paulatinamente hasta su declinación a mediados del siglo XVII. Fue Burton, con su “anatomía de la melancolía”, quien culmina con toda una tradición de dos milenios de sabiduría médica y filosófica. Según Herreros (2003) la ruptura con el pensamiento hasta entonces predominante está dado por tres acontecimientos claves que anuncian el nacimiento de un nuevo periodo, a saber, el período de la ciencia moderna. Estos son:

-El nacimiento del método experimental desarrollado por Francis Bacon en 1620.

-El descubrimiento de la circulación

sanguínea por Willian Harvey, donde destaca la idea de “cuerpo funcional” por “sobre el morfológico”.

-La aparición del Racionalismo de

Descartes, quien describe al cuerpo y sus funciones como una máquina, diferente y separada del alma libre e inmortal. (Herreros en Vara, 2006, p. 157).

Vara (2006) agrega que los primeros

esfuerzos para explicar la melancolía sobre la base de la mecánica eran parte de esquemas mecánicos sistemáticos en el campo de la fisiología y la patología. Pitcain, Hoffmann y Boerhaave fueron sus representantes más destacados. Todos ellos desarrollaron teorías médicas basadas en los principios de la

hidrodinámica, la dinámica de las microparticulas y las fuerzas de atracción. Los tres centraron sus ideas de la patogenia en diferentes formas de desorden del flujo de los sistemas circulatorios (Vara, 2006).

Para Pitcain y Hoffmann el tema central

en la melancolía era el “enlentecimiento” de la circulación de la sangre en el cerebro, que tenía como consecuencia que el fluido nervioso fuera menos vívido y que la persona se “enlenteciera” y entristeciera (Jackson, 1986).

Junto a dichas conceptualizaciones,

convivieron las corrientes de pensamiento de Stahal y Mesmer, quienes desarrollaron explicaciones acerca de la melancolía ligadas al plano espiritual, postulando al alma como factor esencial de la enfermedad, este último ideó un sistema médico que causó gran revuelo en la época: el magnetismo animal o mesmerismo, procedimiento que consistía en adherir imanes al cuerpo del paciente, los cuales hacían derivar la enfermedad hacia un recipiente librándolos así de su afección. Según Vara, dichas ideas e hipótesis sentaron las bases para el desarrollo de la psicología dinámica moderna y de la psicoterapia. (Vara, 2006).

En la época moderna, la clásica teoría de

los humores fue superada ampliamente desde mediados del siglo XVII. Ésta fue reemplaza por explicaciones primero químicas y luego mecanicistas (Jackson, 1986).

Ya en este período, se comienza hablar

más de depresión que de melancolía. Según Jackson, el término depresión encuentra un lugar en las discusiones acerca de la melancolía en contextos principalmente asociados con la medicina con Richard Blackmore, que menciona en 1725 la posibilidad de estar deprimido en profunda tristeza y melancolía, o elevado a un estado lunático o de distracción. En 1764 Robert Whytt relaciona depresión mental con espíritu bajo, hipocondría y melancolía (Jackson, 1986).

A lo largo del siglo XIX comenzó a

utilizarse cada vez con mayor frecuencia el término depresión en los contextos médicos, en general en relatos descriptivos de desordenes melancólicos para denotar afecto o humor, aunque este término aun no había adquirido su

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status como categoría diagnóstica (Jiménez, 2002).

La escuela francesa de Esquirol y Pinel

por su parte, ubicaban a la depresión como un síntoma contingente a la melancolía. Este último la definió como “aquella perturbación mórbida en la que el delirio está limitado a un objeto o a una serie particular de objetos, las facultades mentales permanecen intactas fuera de ese núcleo delirante y el comportamiento sigue siendo coherente y comprensible (Pinel en Vara 2006, p. 161).

Posteriormente, Bayle en 1822 descubre

que varias de las entidades descritas por muchos autores que alentaban la práctica de la clínica sincrónica, en realidad correspondían a diferentes momentos en la evolución de una misma enfermedad. Para Vara estos planteamientos dieron comienzo a la clínica diacrónica, la que trajo consigo un cambio conceptual y metodológico que recién treinta años después, con Falret, encuentra su máximo representante. Dicho autor fue quien describió también una nueva entidad psicopatológica: la locura circular, posteriormente denominada por Krapelin psicosis maniaco-depresiva (Vara, 2006).

Todos estos planteamientos dieron

sustento a una nueva forma de plantearse la clínica, cuyos principios eran: el estudio de la evolución de la enfermedad, el recuento de los síntomas negativos, atención a los pequeños signos secundarios que permiten la diferenciación de entidades hasta entonces confundidas por Pinel y Esquirol. Con esto se instala la clínica de las enfermedades mentales propiamente tal y como hoy la conocemos (Korman & Sarudiansky, 2011).

La delimitación clínica de la depresión como entidad susceptible de diagnostico diferenciado y homogéneo solo tuvo lugar a fines del siglo XIX a través del autor alemán Emil Kraepelin, considerado el último autor de la psiquiatría clásica. Krapelin utiliza el término “locura depresiva” en una de sus clasificaciones nosológicas, sin desprenderse del término melancolía para designar la enfermedad, y deja la palabra depresión para denominar un estado de ánimo, considerando que las melancolías eran formas de “depresión mental”, expresión que le pertenece (Korman & Sarudiansky, 2011).

Por su parte, Adolf Meyer propuso eliminar totalmente el término melancolía y reemplazarlo por el de depresión. Así, en esta puja semántica se llego a la redundancia de nominar depresión con melancolía cuando los síntomas eran suficientemente graves como para nominarlos simplemente como depresión (Jackson, 1986).

Vemos que a lo largo del siglo XIX e

inicios del XX, si bien Kraepelin constituyo un avance importante respecto a la psiquiatría alemana anterior, en tanto discrimino clínicamente entidades nosológicas netamente diferenciadas, a comienzos del siglo XX Freud y su escuela psicoanalítica supera el plano descriptivo respecto a la depresión y plantea una explicación de esta completamente distinta a las teorías de la época. En su clásica obra “Duelo y Melancolía”, este autor sostiene que la depresión y el duelo compartirían un origen esencialmente psicológico y biográfico. Sus planteamientos dieron origen a una larga controversia, originada esencialmente por los diferentes puntos de vista en la génesis de los trastornos del ánimo (Jackson, 1986).

Finalmente con el advenimiento de la

época moderna y el industrialismo, surge en occidente lo que conocemos como la ciencia moderna, la cual vivió su momento de apogeo en el siglo XVIII. La ciencia moderna influenció a todas las ramas del saber, incluyendo por supuesto a la medicina y la psiquiatría, disciplina en la cual surge y se desarrolla el concepto de enfermedad mental, el cual a continuación nos interesa analizar con más detalle, con el objetivo de conocer los presupuestos teóricos que sostienen la aproximación biomédica.

El Modelo Biomédico de Enfermedad y

la Visión de Hombre y de Mundo del Paradigma Newtoniano-Cartesiano.

La forma en que la medicina occidental

enfoca y comprende “el padecimiento del organismo y la alteración u anomalía en el funcionamiento del cuerpo humano” se le conoce como modelo biomédico Grof (1989), Varela (1992), Chopra (1990). Según Capra (1998), desde este modelo el cuerpo humano es considerado como una máquina que puede analizarse desde el punto de vista de sus partes; la enfermedad resulta del funcionamiento

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defectuoso de los mecanismos biológicos que se estudian desde el punto de vista de la biología celular y molecular; la tarea del médico es intervenir, física o químicamente, para corregir las disfunciones de un mecanismo específico (Capra, 1998).

En este contexto, diversos autores coinciden

en que la mirada biomédica en la medicina y las ciencias de la salud se ha visto profundamente influenciada, al igual que las demás disciplinas científicas, por la revolución científica del siglo XIX, momento histórico en el cual nace y se instaura en la cultura moderna lo que Capra (1998) ha denominado “el paradigma mecanicista o Newtoneano-Cartesiano”, y con este, una forma muy particular de mirar, explicar, entender y relacionarnos con todo aquello que nos rodea, incluyéndonos a nosotros mismos, nuestro cuerpo y la vida mental. (Berman, 1987; Grof, 1991; Capra 1998).

Dicha visión nos ha llevado a representarnos

el funcionamiento de todos los aspectos del mundo, incluyéndonos a nosotros, como un “enorme mecanismo de relojería”. En el planteamiento de numerosos historiadores de la ciencia, a la base de la cosmovisión mecanicista se encuentran los aportes de pensadores como Brancis Bacon, Johannes Kepler y Galileo Galilei entre otros, aunque se le llama Newtoneano- Cartesiano en virtud a la herencia en el pensamiento de tal vez 2 de las figuras más influyentes y revolucionarias de la ciencia moderna: el filósofo francés Rene Descartes y el físico británico Isaac Newton. El primero es considerado el padre de la filosofía moderna y la tradición racionalista, su célebre frase “cogito-ergo sum” o pienso y luego existo, constituye el punto de partida de su filosofía, donde el planteamiento central alude a que “los principios por los que se rige el pensamiento para pensar la realidad, son a la vez principios por los que se rige la realidad”. Lo que implicaba una clara correspondencia entre los fenómenos del mundo y la racionalidad humana. Esto lo llevó a plantear en una de sus más celebres obras (el discurso del método), una forma ordenada y correcta de guiar el pensamiento para encontrar la verdad en las ciencias. Con ella se comenzó a explorar la realidad. Este método de razonamiento se regía por el principio de no contradicción en la naturaleza, e implicaba el dividir cada problema en

tantas partes como fuera posible y analizar separadamente cada una de ellas, en la creencia que el todo sería luego entendido a través de la suma de las explicaciones parciales (Berman, 1987; Briggs & Peat, 1994.).

Uno de los postulados de su filosofía, que sin

duda a calado profundamente en el pensamiento científico, es el que el universo estaba compuesto por dos clases de sustancia: “la res cogitans” (es decir, el observador) y la res extensa (la cosa natural observada). Observador y observado son esencialmente “distintos”. Las cosas de la naturaleza eran vistas como objetos o acontecimientos que obedecían leyes específicas. Las leyes son las reglas de las causalidades, el cómo de la interacción entre los objetos. Era tarea de la cosa pensante o “científico” ser objetivo, es decir, medir los objetos y descubrir estas leyes. Esto se tradujo en occidente en una profunda división entre sujeto y objeto, donde el conocedor y lo conocido caerían en ámbitos diferentes de la realidad, lo que trajo como consecuencia natural, el que la ciencia se fragmentara en ramas naturales y humanas (Briggs & Peat, 1989; Grof, 1991).

Por su parte, Isaac Newton es conocido como

el hombre que consolidó la revolución científica en occidente, éste desarrolló toda una fórmula matemática del concepto mecanicista de la naturaleza, y con ella sintetizo en forma notable las obras de Galileo, Bacon y Descartes. Newton había logrado confirmar que el universo consistía en un enorme sistema mecánico regido por leyes matemáticas exactas, en el que los átomos, considerados compactos e indestructibles, constituían los ladrillos fundamentales del universo material. Estos se movían en un espacio tridimensional y sus movimientos obedecían determinadas leyes. Al respecto Davis comenta: “Una ley de la naturaleza en forma de ecuación matemática no sólo implica simplicidad y universalidad, sino también manejabilidad” (Stewart, 1991.; Davis, 1980).

En el siglo XVIII, con la visión mecanicista del

mundo firmemente arraigada en la sociedad, la física se convirtió naturalmente en la base de todas las ciencias. Grof (1991) comenta: “Si el mundo es verdaderamente una máquina, la mejor manera de descubrir cómo funciona es por medio de la mecánica newtoniana” (Grof, 1991, p. 240).

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Por esta razón, una consecuencia inevitable de la visión mecanicista del mundo fue el hecho de que las ciencias del siglo XVIII y XIX siguieran la línea de la física newtoniana, lo que se conoce como reduccionismo. Éste se basa en la idea de que el mundo objetivo es fundamentalmente espacio, tiempo y partículas materiales, nada más. El estudio de cómo estas partículas se comportan es la Física, y cómo se combinan para conformar partículas más grandes, es, en términos sencillos, la Química. El estudio de cómo estas partículas más grandes se combinan para transformarse en partículas vivientes es la Biología y el estudio de cómo esas partículas vivientes se vuelven más complejas, de manera que empiezan a sentir, es la Fisiología y la Neurofisiología. El estudio acerca del modo en que estas aún más complejas partículas se comportan, reflejando lo que nosotros llamamos inteligencia, es la Psicología (Varela, & Hayward, 1997). En palabras de Grof: “El modelo mecanicista del universo tuvo tanto éxito en sus aplicaciones tecnológicas prácticas, que pasó a ser el prototipo ideal del pensamiento científico y fue emulado por disciplinas tales como la sociología, la psiquiatría, la antropología la psicología y otros campos afines” (Grof, 1991, p. 254).

En lo que respecta a la medicina, ya

instaurado el modelo mecanicista en occidente, naturalmente ocurrió que el mismo énfasis reduccionista puesto en la localización y la definición precisa de las patologías, característica de la ciencia médica, fue utilizado también en el estudio de los trastornos mentales, para el que se acuño el término psiquiatría. Siguiendo a Capra (1998), “En vez de tratar de comprender los aspectos psicológicos de las enfermedades de la mente, los psiquiatras centraron sus esfuerzos en encontrar causas orgánicas: infecciones, deficiencias de nutrición, y lesiones en el cerebro para explicar todos los trastornos mentales” (Capra, 1998, p. 194).

La psiquiatría logró establecerse firmemente

como una rama de la medicina sometida al modelo biomédico. En el siglo XX esto resulto ser un desarrollo bastante problemático. De hecho, ya en el siglo XIX, el limitado éxito del enfoque biomédico de las enfermedades mentales había inspirado un movimiento alternativo, el enfoque psicológico, que llevo a la creación de la psiquiatría dinámica y de la psicoterapia de Freud,

creando un vínculo más estrecho entre la psiquiatría, la ciencias sociales y la filosofía. (Bermejo, 2007).

Sin embargo, según Luhman (2000), a pesar

de dichos avances, ambos enfoques (biológico y psicoanalítico) expresan distintos posicionamientos de la psiquiatría frente a un dualismo que ha sido constitutivo de esta disciplina desde sus orígenes: la psiquiatría ha heredado el dualismo cartesiano mente cuerpo. En sus palabras: “mientras que la perspectiva psicoanalítica concibe a las enfermedades mentales como producto de la vida psíquica, la perspectiva biológica las concibe como cualquier otra enfermedad física. Ambas perspectivas involucran distintas nociones de persona, diferentes modelos de causalidad y diferentes expectativas de cómo un paciente puede cambiar a través del tiempo” (Luhman, 2000, p. 61). La psiquiatría biológica toma como objeto al cuerpo, más precisamente al cerebro, lugar de desbalances químicos que producen la enfermedad. Por su parte el psicoanálisis, se dirige a la mente, más precisamente a la psiquis, y aborda los conflictos del sujeto como producto del inconsciente. Según Capra (1998), “el legado newtoneano –cartesiano, ha producido visiones y practicas dicotómicas respecto al individuo y su padecimiento, y una tendencia a categorizar y tratar las afecciones humanas como si fueran totalmente orgánicas o totalmente psicológicas. Ambas posiciones han convivido en el campo de la psiquiatría mecanicista hasta nuestros días” (Capra, 1998, p. 283).

Un aspecto que no podemos dejar de

considerar, se refiere a que uno de los grandes logros de la psiquiatría en los años 50 fue el surgimiento de una amplia variedad de fármacos psicoactivos, especialmente tranquilizantes y antidepresivos. Gracias a estos nuevos medicamentos, los psiquiatras lograron controlar muchos de los síntomas y de los modelos de comportamiento, especialmente en los pacientes psicóticos sin aturdirlos, lo que trajo consigo una importante transformación en la atención recibida por los enfermos mentales. Al respecto Foucault (1978) señala: “Las técnicas de coerción externa fueron reemplazadas por las cadenas sutiles de las medicinas modernas, que redujeron drásticamente el tiempo de hospitalización e hicieron posible tratar a muchos pacientes sin

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necesidad de internarlos. El entusiasmo despertado por estos primeros triunfos eclipso por un tiempo el hecho de que las drogas psicoactivas, además de ocasionar una gran cantidad de efectos secundarios, controlan los síntomas pero no tienen ninguna efectividad sobre los trastornos que los causan” (Foucault, 1978, p. 117).

Finalmente, el paradigma Newtoneano-

Carteseano no tan solo se encuentra profundamente arraigado en el operar científico, sino también en la gran mayoría de nosotros los occidentales, quienes también hemos heredado esta particular forma de concebir y explicar todo cuanto nos rodea, y por consiguiente, también la dinámica y las causas de la depresión. En palabras de Chopra, “aún vivimos en la superstición del materialismo, creyendo firmemente que el mundo se constituye única y solamente de partículas materiales” (Chopra, 1990, p. 38). En este contexto, agrega Varela & Hayward, “a todo lo que es posible observar directamente y medir a través de nuestros instrumentos, se le considera como parte constituyente de la realidad fenoménica; quedan excluidos y considerados inexistentes todos aquellos aspectos que no tengan una expresión material y que no calcen con la idea de orden mecanicista. De esta forma, es natural que al interior del pensamiento científico clásico, sustentado en estos supuestos, aún se considere a la Física como una ciencia “dura o exacta”, ya que se abocaría al estudio de los aspectos más palpables y existentes de la realidad. En tanto las llamadas ciencias humanas o sociales, entre ellas la Psicología, han sido catalogadas de blandas, esotéricas, filosóficas, metafísicas y seudocientíficas” (Varela & Hayward, 1997, p. 202).

La Psicología Humanista Transpersonal: una Perspectiva Holística.

Básicamente hablar de la psicología

humanista transpersonal es hacer referencia a una psicología que se diferencia de las otras escuelas en la incorporación de la dimensión espiritual a la comprensión del ser humano y su existencia, comprensión que los terapeutas de esta orientación llevan a su práctica clínica.

En este contexto, se hace referencia a la dimensión espiritual no como la adscripción a una u otra religión, sino que se plantea que ésta la experimentamos en nuestra conciencia como el sentido de nuestra vida y de lo que hacemos, y en la sensación de trascendencia (Celis, 1996).

Un aspecto importante de aclarar respecto a

la denominación “humanista transpersonal” se refiere a que si bien no todos los humanistas se consideran transpersonales, es posible decir que, en su gran mayoría, estos últimos, ven en los desarrollos humanistas y existenciales una integración necesaria aunque insuficiente e incompleta respecto a la unidad y trascendencia del individuo. Al respecto Celis señala: “tanto transpersonales como humanistas comparten los mismos objetivos, no encontrándose mayor discrepancia en su forma de trabajar; pero el concepto más amplio que tienen los primeros de la naturaleza humana les otorga, simplemente, una perspectiva más amplia, profunda y ambiciosa en su labor” (Celis, 2002, p. 6).

Si bien, los movimientos y terapias que se

inscriben dentro de la Psicología Humanista y Transpersonal quedan representados por una gran cantidad de personas con posturas, lenguajes e incluso técnicas diferentes, siendo difícil plantear un modelo teórico único en sus bases, ambos movimientos comparten un concepto del ser humano y su desarrollo, una cierta forma de concebir y practicar la psicoterapia y una fuerte crítica hacia las teorías psicológicas imperantes al momento de su gestación (Chacon, Winkler y Kalawski en Celis, 1996 ).

La Psicología Transpersonal es conocida

también como “la cuarta fuerza o psicología “trans humanista”. Esta constituye un movimiento que surge en los Estados Unidos a finales de los años 60, en medio de la revolución sexual, los grupos de encuentro, la guerra de Vietnam, las protestas estudiantiles, el hippismo y las “drogas” psicodélicas. En este contexto, florecieron una gran cantidad de formas de terapia, y ocurrió que la reciente fundada Asociación de Psicología Humanista, le quedo estrecha a muchos buscadores cuyas inquietudes eran más radicales. Los experimentos con técnicas meditativas traídas de oriente y con enteógenos (sustancias que facilitan estados no ordinarios de percepción y conciencia) como el LSD, la marihuana, la

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psilocibina, la mezcalina y otras; abrieron el horizonte de investigación y exploración interior, y terapeutas como Stanislav Grof y Claudio Naranjo comenzaron a practicar la terapia mediante el LSD, con resultados insospechados por su profundidad y trascendencia (Celis, 1996; Walsh & Vaughan 1982).

Todas estas experiencias, mostraban

aspectos de la experiencia humana que escapaban a los límites estrechos y limitados del condicionamiento individual: vivencias y percepciones de trascendencia, unidad cósmica y otros fenómenos que cuestionaban, en lo esencial, el concepto de que cada individuo se halla separado del resto. Por lo demás, todas estas experiencias y vivencias ya habían sido descritas siglos antes por religiones orientales como el Budismo, el Taoísmo y el Zen, entre otras (Celis, 1996).

La Asociación de Psicología Transpersonal

(Association of Transpersonal Psychology) fue fundada en los Estados Unidos en el año 1978 por Stanislav Grof y Abraham Maslow, este último ya había participado en la creación de la Asociación de Psicología Humanista en 1969. Etimológicamente, Trans alude a lo que se halla “más allá” y lo personal es el ego, la personalidad, la estructura condicionada –la raíz griega de persona significa “mascara”-. El interés de los Transpersonales se centra en aquello que se halla mas allá de lo condicionado: que es este ser en lo esencial, que es lo que había en el antes de aprender a usar su mente, hablar y ser socializado (Celis, 1996; 1997).

Cabe agregar que autores como Williams

James y Carl Gustav Jung, ya se habían interesado y trabajado en las experiencias Transpersonales. En lo que respecta a este último, su interés por la dimensión trascendente del ser humano y de prácticas Orientales como el Budismo Tibetano, lo convierten en uno de los “padres” indiscutidos de la Psicología Transpersonal en occidente; dichos intereses, lo llevaron a distanciarse del circulo Psicoanalítico ortodoxo liderado por Sigmund Freud (Celis, 1996).

Según Grof (2010), la Psicología

Transpersonal constituye un movimiento psicológico con dos características principales: su

objeto de estudio se centra en las potencialidades de la conciencia y reconoce la importancia de que la conciencia acceda a las dimensiones espirituales de la psique. Esto se asocia a “la salud y bienestar llevados al extremo”. Vaughan (1982) agrega que la Psicología Transpersonal se centra en aspiraciones que guían a las personas en la búsqueda de trascendencia y reconoce que las experiencias trascendentes tienen una enorme potencialidad sanadora para el individuo (Grof, 2010; Vaughan, 1982).

En la actualidad, algunos de los principales

figuras de la psicología y psicoterapia humanista transpersonal son, entre otros, Frances Vaughan, Stanislav Grof, Charles Tart, Claudio Naranjo, Adriana Schnake, Paul Lowe, Ken Wilber y Abraham Maslow. Este último, constituye el mejor ejemplo de puente y enlace entre las Psicología Humanista y la Transpersonal. Su desarrollo teórico se realizo principalmente en el seno del humanismo y fue uno de sus fundadores. Este autor considera que el ser humano es capaz y requiere desarrollarse de un modo trascendente para el logro pleno de su auto actualización; esta necesidad intrínseca a la persona humana es calificada como una “meta necesidad” y surge con posterioridad a la satisfacción de las necesidades básicas. Maslow reconoció también la existencia de experiencias trascendentes universales o “experiencias cumbre”, que parecían correlacionarse con el nivel de auto actualización del individuo (Winkler en Bustos & Roman, 1992).

Todos estos autores hacen referencia a ver al

ser humano como en un continuo proceso de desarrollo, crecimiento, actualización de sus potencialidades y trascendencia. En este contexto, Celis plantea que en las vivencias de quienes acuden a terapia, existe además del nivel de las frustraciones y dolores emocionales, un nivel completo en sí mismo, sabio y responsable de si, con el cual nos podemos contactar en los momentos en que estamos presentes, alertas y lúcidos, en esos momentos el condicionamiento no existe. Además se plantea el crecimiento personal como un concepto clave, el que se entiende como un impulso natural y básico en el ser humano, una fuerza o sabiduría que se va desplegando conforme el individuo se encuentra en contacto con sus necesidades organismicas en el aquí y ahora (Celis, 2002).

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Finalmente cabe agregar que esta orientación tiende a rechazan cualquier explicación mecanicista o materialista del individuo, sus procesos psicológicos, su bienestar y crecimiento. Alude a un acercamiento más experiencial y fenomenológico respecto al estudio y la exploración del individuo y sus potencialidades.

El Paradigma Humanista Transpersonal: Principios Básicos respecto al Ser Humano, la Salud y el Crecimiento.

Siguiendo los planteamientos de Walsh y Vaughan (1982),” todo punto de vista depende de ciertos supuestos referentes a la naturaleza de la realidad. Si se reconoce así, los supuestos funcionan como hipótesis; si se olvida, funcionan como creencias. Los conjuntos de hipótesis forman los modelos o teorías y los conjuntos de teorías constituyen los paradigmas” (Walsh y Vaughan, 1982, p. 31).

Al respecto y como plantea Maddi (1988),

la multiplicidad del campo de la psicoterapia humanista transpersonal está articulada por “la coherente estructura de supuestos subyacentes acerca de la condición humana”. Sassenfeld (2002) agrega, que desde este punto de vista, lo que unifica en alguna medida a los psicólogos humanistas y transpersonales, es en realidad una antropología filosófica específica, es decir una visión filosófica determinada que define al ser humano. Frankl (1961) piensa que todo sistema psicoterapéutico se basa en ciertas suposiciones antropológicas apriorísticas, con independencia de que sus exponentes y practicantes sean o no conscientes de ellas, en sus palabras: “No hay psicoterapia sin una concepción del hombre y sin una visión del mundo y de la vida” y en consecuencia, una de las tareas que corresponde a los terapeutas humanistas-existenciales es volver consciente y desplegar la imagen del ser humano que está implícita en sus teorías y prácticas” (Maddi, 1998; Frankl, 1961 en Sassenfeld, 2002, p.4).

De modo similar, Rogers piensa que uno de

los puntos primarios de importancia en el área de la práctica de la psicoterapia es la actitud filosófica de un psicoterapeuta respecto del valor y la significación de las personas (Rogers, 1987).

Partiendo de la base de dichos planteamientos, a continuación explicitaremos y describiremos los principales supuestos teóricos que fundamentan la visión de hombre del enfoque humanista transpersonal, lo que Sassenfeld (2002) ha denominado la antropología filosófica que fundamenta esta comprensión del individuo, la que como veremos, se encuentra profundamente influenciada por la filosofía existencial y fenomenológica europea, la Gestalt y la psicología humanista americana, y los estudios respecto a los estados no ordinarios de consciencia y las tradiciones de sabiduría orientales. 1) La Visión Holística y Organismica del Individuo

La visión holística tiene sus orígenes en los planteamientos del filósofo sudafricano Jan Smuts, quien en su obra “holism and evolution” de 1926, acuña el término holismo (del griego holos: totalidad) y lo define como "la tendencia en la naturaleza para formar todos que son mayores a la suma de las partes por la evolución creativa", a su vez define la evolución como “el desarrollo y estratificación gradual de series progresivas de totalidades que se extienden desde lo inorgánico hasta los niveles más elevados de la creación espiritual” (Smuts, 1962 en Peñarrubia, 1998,p 49).

Smuts reacciona contra el viejo principio

causa-efecto, para él la realidad está compuesta por innumerables totalidades que, por un lado, reúnen y organizan en su estructura y funcionamiento diversos elementos o partes que a su vez son totalidades en menor escala y que, por otro lado, forman siempre parte de totalidades más amplias que las trascienden e incluyen (Peñarrubia, 1998).

Posteriormente Kurt Goldstein (1967),

desarrolló y llevo junto con los psicólogos de la Gestalt este enfoque a los campos de la psiquiatría y la psicología, donde se entendía el funcionamiento del ser humano concretamente en términos del funcionamiento de un organismo total y unitario. Giordani (1988) lo define como una unidad psicosomática integrada. De hecho, siguiendo a Gondra (1978), la introducción del concepto de organismo por parte de precursores del movimiento humanista-existencial, como

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Goldstein, Rogers y Perls, respondió a la necesidad de reaccionar en contra de “las psicologías atomizantes y frente a las concepciones dualísticas que dicotomizaban artificialmente a la persona en cuerpo y espíritu” (Golstein, 1967; Giordani, 1988 y Gondra, 1978 en Sassenfeld, 2002, p .7).

El ser humano, en este sentido, cuenta

con la capacidad inherente para funcionar de manera organísmica, este funcionamiento está guiado por el llamado principio de “auto-regulación”, el cual se refiere a la capacidad primordial del organismo para percibir con claridad sus necesidades en la situación presente y encontrar, en función de las circunstancias que lo envuelven, la satisfacción más óptima posible de estas. Según Yontef (1993) en la auto-regulación organísmica, la elección y el aprendizaje ocurren de forma holística, con una integración natural de mente y cuerpo, pensamiento y sentimiento, espontaneidad y deliberación. En ocasiones, la auto-regulación del organismo es conceptualizada como una especie de “sabiduría organísmica” en la que se puede confiar sin mayores precauciones (Yontef, 1993 en Bagladi, 1994).

Para muchos terapeutas humanistas-

existenciales, la notable complejidad de los procesos de distinto orden que transcurren en el organismo exige, el supuesto de un principio organizador o núcleo central estructurado que es entendido como origen, portador y regulador de los estados y procesos de la experiencia humana (Martínez, 1982; Tageson, 1982). Desde el punto de vista psicológico, este principio organizador es denominado self o sistema del self, y definido en general como el “centro en el cual percepciones, sentimientos, emociones, pensamientos, necesidades e impulsos (conscientes o inconscientes) son integrados, armonizados y expresados de manera activa en el comportamiento manifiesto. (Tageson, 1982). Es decir, la existencia del self está ligado a fenómenos psicológicos como la identidad personal y la capacidad de consciencia y auto-consciencia, convierte al individuo, entre otras cosas, en agente intencional y en originador e iniciador de acciones. Gracias a las posibilidades de actividad del self, el ser humano es capaz de interferir de forma activa en su entorno y, por lo tanto, no puede ser conceptualizado como entidad

exclusivamente pasiva y reactiva (Martinez y Tageson, 1982 en Sassenfeld, 2002). 2) El Individuo, las Relaciones Humanas y el Mundo.

De acuerdo al punto de vista holístico, así como el individuo en sí mismo constituye una totalidad, esta totalidad forma parte de una totalidad más amplia. En consecuencia, la psicología humanista transpersonal presta atención a la totalidad compuesta por el ser humano en relación a sus semejantes, esto es, a la interdependencia entre el individuo y su entorno social o a lo que Binswanger, siguiendo la filosofía existencial, llama Mitwelt (mundo-con). Desde esta perspectiva, los terapeutas de esta orientación asumen que la existencia humana, en efecto, se consuma en el seno de las relaciones que las personas establecen entre ellas. El individuo no puede ser comprendido a cabalidad al margen de sus vínculos interpersonales (Quitmann, 1985).

Tageson (1982) observa que la vida del

ser humano se caracteriza por una dirección altruista básica que, de modo inevitable, lo lleva a formar relaciones significativas. En este contexto, se plantea que el individuo es capaz de mantener vínculos profundos, cercanos y satisfactorios con quienes lo rodean. Este busca de modo activo relaciones auténticas e íntimas, donde puede ser él mismo en todas sus dimensiones y aceptado plenamente como es (Tagenson, 1982 en Sassenfeld, 2002).

Más allá, en el desarrollo de los

diferentes tipos de relaciones que establece, el individuo tiene la oportunidad de actualizar tanto su potencialidad para la autenticidad, la honestidad y la transparencia como su potencialidad para la responsabilidad social y el respeto por las demás personas (Rogers, 1987).

Sin embargo, el ser humano no sólo es

una totalidad en sí mismo y parte de la totalidad formada por él mismo y sus semejantes, sino que además participa de la totalidad más amplia que lo contiene a él y a las demás personas, es siguiendo a Heidegger, un “ser en el mundo”. En efecto, el individuo no es separable de su mundo y existe sólo en estricta interdependencia con este. Se caracteriza profundamente por su apertura al

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mundo y cuando actúa, lo hace para intervenir en situaciones concretas que transcurren en su entorno o realidad fenoménica (Tobias y Valdecasas, 2009).

Desde el punto de vista de la

fenomenología, la característica principal de los procesos psicológicos, la llamada intencionalidad, hace referencia precisamente al vínculo indisoluble que une al sujeto con el objeto o al individuo con el mundo. Para Edmund Husserl, la intencionalidad es una concepción cardinal que da cuenta del hecho experiencial de que todo acto psíquico está referido y ligado a algo: la consciencia es siempre consciencia de algo, la percepción es siempre percepción de algo, etc. (Bagladi, 1994).

Frankl (1961) integra el concepto

fenomenológico de la intencionalidad en su noción de la auto-trascendencia que, para él, representa una de las particularidades más esenciales de la existencia humana y que refleja la apertura del ser humano al mundo que lo rodea. (Frank, 1961 en Sassenfeld, 2002). 3) El Individuo como un Flujo Constante de Experiencias.

Un hecho fundamental para los terapeutas humanistas transpersonales, siguiendo la herencia de la tradición fenomenológica , es ver como el organismo está involucrado en un proceso continuo y cambiante de generación de experiencias. En su interacción con el medio, el organismo está constantemente produciendo sensaciones internas las que se constituyen en datos organísmicos o vivencias psicológicas sentidas a un nivel físico, corporal. Gendlin ocupa el término “experiencing” o sensación sentida para referirse a este nivel más básico y primario del funcionamiento psicológico, y afirma que este sentir organísmico es el referente directo sobre el cual se forman luego las simbolizaciones. (Rogers, 1987; Gendlin, 1988).

Desde un punto de vista experiencial y

fenomenológico, para Blay (1991), cada instante consciente de interacción entre yo y el mundo es lo que se llama una experiencia. La experiencia es el elemento base gracias al cual se desarrolla la personalidad. Podemos decir que somos la suma de nuestras experiencias. Una experiencia es

positiva, agrega, cuando gracias a ella se sigue el curso normal de mi proceso de desarrollo, una experiencia negativa en cambio es la que niega u obstruye el desarrollo de mis capacidades. Esta última representa la negación de mi ser y de mi hacer. Blay subraya lo inevitable de las experiencias negativas en la vida, sin embargo señala que estas puede tener un efecto o resultado positivo en nosotros, dependiendo de cómo reaccionemos ente ella. En sus palabras: “La experiencia negativa, sea cual sea el nivel que se produzca, sea físico, afectivo, intelectual, etc. Se convierte en un elemento positivo cuando nuestra actitud ( la cual siempre es una elección) ante ella es positiva. Todas las grandes personas, en el terreno que sea, se han hecho grandes gracias a su forma de afrontar una experiencia de dolor, nadie se ha hecho grande solo con experiencias positivas” (Blay, 1991, p.28). 4) El Individuo como Ser Subjetivo y Consciente.

Tal como asevera Martínez, (1982) el ser

humano vive subjetivamente y, en realidad, no tiene la posibilidad de eludir la subjetividad de su experiencia. Vivencia y percibe el mundo, de modo inevitable, influenciado por su realidad personal y, así, en cierto sentido “el mundo externo forma parte de su experiencia interna”. Desde esta perspectiva, un importante punto de partida para comprender al individuo es el reconocimiento de que los factores internos son poderosas fuerzas directrices que organizan y configuran su experiencia de sí mismo, de los demás y del mundo (Martinez, 1982 en Sassenfeld, 2002).

Esta subjetividad corresponde al mundo

propio y la visión particular que el ser humano tiene de sí mismo, de sus experiencias, de las personas y de las situaciones de la vida, junto a los significados y valores que les confiere.

De acuerdo a Giordani (1988), quien se

apoya en las teorías de Rogers, el fenómeno de la percepción es de especial relevancia en este contexto. El proceso perceptivo implica que el individuo da significados subjetivos a lo que ocurre dentro y fuera de él, participando de esta manera en la construcción de su propia realidad. Para autores como Rogers y Gendlin, el organismo reacciona al campo perceptivo como es

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experienciado y vivido por el sujeto; nuestro comportamiento no es la respuesta a una realidad en su aspecto objetivo, sino a la percepción que de la realidad tenemos, es decir, el ser humano se comporta en base a su percepción de sí mismo y del mundo, más que en función de una supuesta aprehensión de los aspectos objetivos de la realidad exterior. Agrega Ringler (1994) que en virtud de esto, un mismo objeto o experiencia externa puede convertirse, dependiendo de cómo los factores subjetivos del individuo influencien su percepción en un momento determinado, en una herramienta o en una amenaza (Giordani, 1998; Rogers, 1985, Gendlin 1988, en Ringler 1994).

La noción de subjetividad implica y está

directamente entrelazada, desde esta perspectiva, con el concepto de consciencia. El ser humano vive no sólo de modo subjetivo, sino también de manera consciente y, en especial, de manera auto-consciente Tal como afirma Martínez (1982), “la capacidad de consciencia del individuo hace referencia, al mismo tiempo, a sus posibilidades fundamentales de contemplarse a sí mismo desde afuera, de auto-apoyarse, auto-proyectarse y de auto-reproducirse, es uno de sus atributos distintivos del ser humano en cuanto tal y es, también, origen de sus cualidades más elevadas” (Martinez, 1982 en Sassenfeld, 2002, p. 8).

La conciencia, en conjunto con la capacidad

de simbolización, entre otras cosas le permite al individuo distinguirse del mundo externo, habitar tanto el pasado como el futuro, planificar, utilizar símbolos, empatizar con los demás a partir de su reconocimiento de sí mismo, actuar éticamente, entregarse a ideales y ensanchar su espectro de acción y la riqueza y variedad de sus vivencias posibles. Quitman afirma que: “con independencia de cuanta consciencia sea asequible al hombre, aquélla de la que dispone representa una característica esencial del ser humano y es la base para la comprensión de la experiencia humana” (Quitmann, 1985, p. 63). 5) El Individuo como Ser Libre y Responsable.

Otro de los principios fundamentales de esta perspectiva, herencia de la tradición de la filosofía existencial, es concebir al ser humano capaz de ser libre y de experimentar libertad (Frankl, 1978; Fromm, 1975). Más allá, el individuo no sólo puede ser libre, sino que, siguiendo las reflexiones

filosóficas de Jean-Paul Sartre y otros filósofos existenciales, está condenado a la libertad (Frankl, 1978 y Fromm, 1975 en Sassenfeld, 2002).

Desde la perspectiva de la filosofía existencial, por otro lado, la capacidad de ser libre está inextricablemente unida al miedo y la angustia existencial. El ser humano está, de acuerdo a Heidegger, arrojado a un mundo que se le impone, un mundo en el cual de modo literal, se encuentra, y a una existencia que trae consigo la confrontación con la inevitabilidad de la muerte. Sin embargo, en medio de estas circunstancias, el individuo es capaz de actuar y escoger de manera libre, debido a lo cual Fromm (1985), indica que miedo y libertad son las dos caras interactuantes de la condición antropológica de estar arrojado a la existencia. Para Heidegger, el miedo a la muerte y a la nada contiene un elemento de amenaza, pero, simultáneamente, conlleva la posibilidad de conducir la propia vida hacia su realización, el reconocimiento de la finitud de la existencia puede llevar la vida a su plenitud (Fromm, 1985 en Quitman, 1985).

Frankl (1978) ha discutido la problemática de la libertad humana con mayor detalle y plantea que, sin lugar a dudas, el individuo no está libre de condiciones que lo afectan y determinan. No obstante, estas condiciones no llegan a determinarlo por completo; dentro de ciertos límites, depende de él mismo si acaso se somete a ellas o si opta por superarlas. En sus palabras: “El ser humano es libre para asumir una actitud de su elección, sea de manera voluntaria o involuntaria y de manera consciente o inconsciente, en relación a las diferentes realidades que lo condicionan” (Frankl, 1978). 6) El Individuo, el Sentido y los Valores.

Los psicoterapeutas humanistas transpersonales consideran que el ser humano no se orienta únicamente por sus impulsos sexuales (cuyo objetivo es el placer) y agresivos (cuyo objetivo es el poder o la dominación), sino que está guiado, de modo primario, por la búsqueda de sentido (Frankl, 1978). Preguntar qué es el hombre equivale a preguntar por el sentido del ser humano. Para Frankl, el individuo, así como se caracteriza por una voluntad de placer (Freud) y una voluntad de poder (Adler), también se caracteriza por una voluntad de sentido que, en

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realidad, es la fuerza motivacional más profunda; de hecho, siguiendo a Frankl, la plasmación del impulso por encontrar y realizar un sentido es lo que, en última instancia, constituye el fundamento necesario para el auténtico placer y la genuina felicidad. En sus palabras: “El hombre es hombre gracias a la autotrascendencia que supone buscar un sentido; la autotrascendencia tiene como finalidad esta búsqueda y de su éxito depende el surgimiento de la plenitud existencial” (Frankl, 1978).

Al igual que en relación a la libertad, el ser

humano no sólo busca sentido, sino que está verdaderamente condenado al sentido. Una observación atenta de su experiencia revela que, en el contexto de su condición de ser subjetivo que apuntamos anteriormente, de continuo confiere significado a lo que ocurre dentro y fuera de él. Para Tageson (1982), el ser humano busca sentido de modo activo mediante el descubrimiento o la construcción de significados siempre renovados que le hacen accesibles y entendibles los fenómenos internos y externos que experimenta. Martínez (1982) lleva esta reflexión más lejos y piensa que el individuo realiza un esfuerzo constante por poner al descubierto significados profundos que validen su identidad y que establezcan y apoyen los compromisos y las responsabilidades vitales que asume. Le parece comprensible que el ser humano, por medio de la búsqueda de sentido y la elaboración de significados, intente hallar algún grado de seguridad, certeza y guía en medio de una existencia que transcurre en un mundo marcado por la incertidumbre (Tageson, 1982; Martinez, 1982 en Sassenfeld, 2002). 7) El Individuo y su Tendencia hacia el Crecimiento y la Auto-realización.

Desde el marco humanista transpersonal también se parte del principio de que todo ser humano está impulsado y motivado fundamentalmente por una tendencia intrínseca hacia la auto-realización y auto-actualización, o tendencia actualizante (Maslow 1982; Rogers 1987).

De acuerdo a Martínez (1982), la

tendencia actualizante lleva al organismo a organizar su experiencia, y si este proceso puede transcurrir en circunstancias favorables, tal

organización se orientará en el sentido de la madurez y del funcionamiento óptimo, entendido como comportamiento subjetivamente satisfactorio y objetivamente eficaz. De esta manera, a través de la tendencia hacia la auto-realización, el individuo puede desarrollarse hacia formas más complejas y sofisticadas de entenderse y experimentarse a sí mismo, sus relaciones y su mundo (Martinez, 1982 en Sassenfeld, 2002).

Por otro lado, Rodríguez (2004) plantean

que esta tendencia e impulso natural hacia la autoactualizacion va dando forma al crecimiento y desarrollo personal en el individuo, al que estos autores hacen referencia como el logro de la propia particularidad, el llegar a ser uno mismo, un proceso espontaneo, natural y autónomo, que constituye la parcela más importante de la creatividad humana. El crecimiento personal intenta lograr que los potenciales humanos estén disponibles para poder tomar la libre decisión de actualizarlos o no actualizarlos (Rodríguez, 2004).

Es importante agregar que este

crecimiento es un proceso de carácter holístico que tiene lugar en el presente, y que potencia el autoconocimiento a través de la autorregulación continua, generando progresivamente niveles de conciencia superiores en un espiral de expansión (Celis, 1996; Schnake, 2001).

Sin embargo, el crecimiento y desarrollo

de los potenciales del individuo pueden verse obstaculizados por ciertas circunstancias. En este sentido Rogers hace referencia a la “tendencia actualizadora”, la que constituiría la fuerza básica que impulsa al organismo hacia el despliegue y la actualización de sus potenciales. Esta puede verse malograda, deformada o distorsionada por circunstancias externas o por la “introyección” de ideas que coartan la expresión del organismo, pero nunca eliminada. En este sentido, algunos de los obstáculos para el crecimiento personal son: el miedo al dolor y al sufrimiento, el miedo a perder la vida, y el miedo a la soledad (Rogers, 1987).

Décadas atrás, Jung ya había explorado y

hecho referencia a este proceso de madurez y crecimiento en el individuo, refiriéndose a este como proceso de individuación, en el cual se hace necesario para el crecimiento el hacer frente a todos aquellos contenidos que constituye la sombra.

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8) El Individuo, su Ego, su Esencia y su Capacidad de Trascendencia.

Según Celis (2002) La psicología

Transpersonal se auto-define como una psicología que va más allá del ego. ¿Qué es el ego? Es aquello que experimentamos como “yo”; en esa experiencia, eso que es “yo” contiene implícitamente una definición amplia o estrecha, dinámica o estática de nuestras posibilidades y limitaciones; es la construcción personal que nos sume en la ilusión de la separación, esencia del sufrimiento humano. El ego vive en el miedo: ésta es una condición inevitable, pues el ego intuye su finitud; intuye que, tarde o temprano, desaparecerá. Es así que intenta permanecer a toda costa: se ha construido a sí mismo como un sistema cerrado que se resistirá al cambio. En esta estructura se hallan ya definidos los principales temores o dificultades, las prioridades, las formas automáticas -repetitivas e inconscientes- de actuar y, más que nada, lo que podríamos llamar el “drama personal”, el que podría compararse al guión de una pieza teatral o a la historia de algún personaje de novela (Lowe, 1993).

Al respecto Vaughan agrega: “La persona ha escogido una cierta forma de funcionar, que probablemente le resultó adaptativa en las circunstancias que vivió en su infancia y luego la repite. Esta es una forma posible de funcionar de entre todos los recursos y potencialidades que tiene, pero la persona se identifica con esa sola forma, en la creencia de que ésta la define. No imagina otras posibilidades. Más allá de esa definición, existe una libertad completa en la mujer y el hombre para ampliar el contexto de su experiencia, ampliar su consciencia y elegir su identidad sin depender de las circunstancias ni ser esclavo de su condicionamiento” (Vaughan,1982, p.112).

Como dice F. Vaughan (1982), “El self

transpersonal es un testigo u observador de la experiencia que permanece separado de los contenidos de la consciencia -pensamientos, sentimientos, sensaciones o imágenes”; en esa medida entonces, se trata de que la persona utilice esta capacidad de “testigo” para iniciar el proceso de la des-identificación. Sigue Vaughan: “Así, aún cuando la identificación con el ego o personalidad puede ser una etapa esencial del

desarrollo humano, una maduración sana requiere un crecimiento que lo trascienda” (Vaughan, 1982, p. 123).

Según Frankl,, cuando la auto-

trascendencia no puede manifestarse o realizarse, la existencia del individuo queda distorsionada y cosificada. Dado que la característica central del ser humano es su vinculación indisoluble con las cosas a través de la auto-trascendencia, la frustración de esta relación reduce al ser a “una mera cosa”. El “ser hombre” queda despersonalizado. Y lo que es más importante, el sujeto se convierte en “objeto” (Frankl, 1978).

La esencia constituye aquella parte

profunda del sujeto que no forma parte de sus condicionamientos mental ni de su estructura egotica (Lowe, 1993). 9) El Individuo y las Crisis de Transformación. El Concepto de Emergencia Psicoespiritual.

El concepto de emergencia psicoespiritual es introducido por Stalislav Grof en la psicología y psicoterapia transpersonal a comienzos de los años 80, y se refiere a aquellas vivencias o estados de conciencia no ordinaria que en ocasiones podían tomar un curso dramático, similar a los cuadros psicóticos pero que a pesar de sus síntomas, no necesariamente implicaban una enfermedad en los términos médicos tradicionales. Muy por el contrario, muchas veces podían ser verdaderas oportunidades de expansión del potencial humano del individuo, y las crisis espirituales podían ser comparadas a variadas experiencias místicas descritas en las diferentes tradiciones espirituales a lo largo de la historia (Grof ,1989).

La idea de transformar una crisis en una

oportunidad no es nueva en psicología; quien primero planteó la oportunidad espiritual que se encontraba en algunas de las crisis psicológicas fue Carl Gustav Jung (1968). El psiquiatra suizo otorgaba en ese entonces poca importancia al tema psicopatológico, resumiendo el asunto de la siguiente manera:

“El diagnóstico es un asunto altamente irrelevante, ya que fuera de adherir una etiqueta a la condición neurótica, nada se gana con él en relación al pronóstico y a la terapia… Basta con diagnosticar

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la “siconeurosis” como algo distinto a una perturbación orgánica” (Jung, 1968 en Sassenfeld, 2004, p.72).

Según Grof, desde esta perspectiva, muchas experiencias que la psiquiatría tradicional diagnostica y trata como trastornos mentales, son de hecho crisis de transformación personal, las que cuando se entienden adecuadamente se les puede tratar de un modo alentador en lugar de suprimirlas mediante las prácticas psiquiátricas de rutina. Los estados que traen consigo estas experiencias de crisis pueden ser curativos y tener efectos beneficiosos para las personas que los experimentan, al mismo tiempo de facilitar la expansión de la consciencia (Grof, 2006).

Finalmente Grof agrega que las experiencias

y observaciones de largos años de trabajo desde diversas formas de psicoterapia vivencial profunda, han conducido a la convicción en los terapeutas transpersonales de lo importante de reconsiderar con ojos nuevos esta situación en la psiquiatría y la psicología actual (Grof, 2006).

De la Depresión como Enfermedad a la

Experiencia Depresiva como una Oportunidad de Crecimiento.

Como hemos visto, la visión mecanicista

del organismo humano ha fomentado la idea de una salud “mecánica”, que reduce la enfermedad a una avería técnica y la terapia médica a una manipulación mecánica. Esto, llevado al plano del padecimiento psicológico y emocional, más precisamente un estado depresivo, se traduce en el establecimiento de un diagnostico basado en categorías “estándar” para todo individuo, sin tomar en consideración su propia subjetividad, su capacidad de otorgar significado a sus experiencias y sus potencialidades, aspectos centrales de una visión antropológica holística.

El modelo biomédico basado en una

mirada mecanicista del ser humano, considera las manifestaciones de dolor y padecimiento como señales y síntomas de una enfermedad, y en el caso del padecimiento emocional, se refiere a este como enfermedad mental. Como ya vimos, el concepto de enfermedad hace referencia a un desperfecto o una falla biológica en el organismo, el que en el caso de un estado depresivo, supone una falla bioquímica o metabólica cerebral. Dicho

supuesto es el que justifica la prescripción médica farmacológica como terapéutica de la depresión. Al respecto, sabemos que la prescripción de antidepresivos apunta a “compensar aquella falla bioquímica en el cerebro”, con objeto de “nivelar y activar” el ánimo de la persona que atraviesa un estado depresivo”. Sin embargo, los psicoterapeutas humanistas y transpersonales llaman la atención respecto de este supuesto, señalando que la nivelación y activación anímica nada tiene que ver con el cambio en la percepción y los significados respecto de si mismo, dicho fenómeno constituye un proceso de orden simbólico, el que requiere de ciertas condiciones interpersonales para su facilitación. Al respecto Rogers (1981) destaca la importancia de la aceptación incondicional en el encuentro interpersonal, la que actúa como un poderoso catalizador que facilita tanto la expresión emocional, la autenticidad y la autoexploración, ingredientes que favorecen el cambio emocional y los significados respecto al sí mismo.

A diferencia del modelo biomédico, desde

una perspectiva humanista transpersonal no se trabaja con clasificaciones diagnosticas en el sentido tradicional, es decir, etiquetas o rótulos con los cuales designar alguna patología mental en las personas. Más bien se parte del principio holístico de que la insatisfacción emocional, sea cual sea, es producto principalmente de un desbalance o desequilibrio organísmico (Rogers,1981; Perls, 1975). Se afirma acá, siguiendo a Rogers, que la persona se encuentra en un estado de “incongruencia”, es decir, lo que piensa, siente y hace se encuentran desajustados o no “alineados harmónicamente”, lo que produce una experiencia parcial y conflictuada de sí mismo. Lo que equivale a decir que cuando vivenciamos una experiencia que no “calza” con nuestra idea e imagen de nosotros mismos, la tendemos a no aceptar y rechazar, lo que produce en nosotros un estado de “contracción” y tensión emocional, que trae como consecuencia muchos de los síntomas que desde una óptica biomédica se corresponderían con un diagnostico depresivo, un trastorno ansioso o incluso una enfermedad mental más compleja y desorganizadora.

En efecto, este desbalance o

desequilibrio no es ni mental ni biológico, sino más bien del organismo en su conjunto como una totalidad, el que busca constantemente equilibrio

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u homeostasis. Desde el modelo biomédico en cambio, “se tiende a ver las partes y no el todo”, lo que como consecuencia reduce el “estar enfermo a la enfermedad”. En este sentido, la atención de los médicos se ha distanciado de la persona del paciente. Siguiendo a Perls (1975) , “mientras que el estar enfermo es una condición de toda la persona, la enfermedad es una alteración de una determinada parte del cuerpo, y en vez de tratar con las personas enfermas, los médicos se han concentrado en tratar con las enfermedades de estos pacientes, perdiendo de vista la importante diferencia entre ambos conceptos” (Perls, 1975, p. 203).

Según Perls, a nivel organísmico somos

un constante proceso de creación y satisfacción de necesidades, en sus palabras: “tanto la vida como la salud constituyen un proceso creativo constante”. (Perls, 1975, p. 127). Todos como organismos, tenemos la capacidad de completar nuestro “ciclo experiencial” o “cerrar nuestras gestalt”, desde el momento que tomamos consciencia de una necesidad emocional hasta buscar la mejor forma de expresar o satisfacer dicha necesidad en el medio o en el contacto con los otros significativos. Desde esta perspectiva, un gran número de lo que en psiquiatría se conoce como trastornos del ánimo o depresivos, se relacionan directamente con una “fractura de la autorregulación organismica”, la que hace referencia a una pérdida o menoscabo de la capacidad del individuo para estar en contacto con sus emociones, tomar consciencia de ellas y expresarlas o darles cause fluido en el intercambio con el ambiente y las otras personas, sin que nuestras cogniciones entorpezcan dicho proceso, sino más bien lo favorezcan (Perls, 1975; Rogers, 1981).

En este contexto, más que mirar al otro

como víctima de un estado patológico, consideramos que aquello que el modelo biomédico etiqueta como un estado o síndrome depresivo, constituye en esencia parte del proceso personal de transformación y crecimiento del individuo, en palabras de Rogers, “del proceso de maduración emocional del individuo” (Rogers, 1987, p. 111) en el cual es importante que se deje sentir y vivenciar aquella experiencia que en un primer momento no quiere asimilar e integrar. En este sentido, se considera a la autoaceptacion como uno de los aspectos claves del cambio

personal, al respecto Celis comenta: “pienso que debe llegar un momento en el que, colocado frente a mí mismo, decido si, de una vez por todas, me considero como un ser lleno de características y demonios malignos y poco confiables a los que hay que controlar, canalizar y reprimir o si, por el contrario, dejo de guiarme por criterios externos u opiniones ajenas y me arriesgo a confiar en que aun esas características o vivencias que me asustan o desconciertan son, en ultimo sentido, confiables, en el sentido de que no son algo que hay que evitar, sino algo que hay que atravesar y vivenciar concientemente para crecer en cuanto a armonía y paz interiores” (Celis ,1990, p. 12).

Desde el modelo biomédico se pasa por

alto y se ignora este poder curativo intrínseco del organismo y su tendencia a conservar la salud; no se promueve la confianza del individuo en su propio organismo, ni tampoco se acentúa la relación entre salud y modo de vida. Se nos incita a suponer que los médicos pueden arreglarlo todo, sin tener en cuenta nuestro sistema de vida.

Esta confianza en nuestros procesos

organísmicos y nuestra capacidad de equilibrio y auto-sanación, es la que los psicólogos humanista transpersonales señalan como la principal fuente potencial de salud y bienestar, dicha capacidad se encontraría en todos nosotros al igual que la capacidad que tiene el cuerpo de regenerar tejidos y cicatrizar heridas.

Esta forma holística de entender el

restablecimiento de la salud no es nueva, tanto en las culturas ancestrales, las tradiciones chamanicas como en la medicina oriental, los sabios médicos y curanderos realizaban una sutil interferencia en el organismo que lo estimulaba de cierta manera para que el mismo concluya el proceso curativo. Estas terapias se basan en un profundo respeto por la autocuración y ven al paciente como un individuo responsable que puede emprender por sí mismo el proceso de restablecimiento. Actualmente podemos ver que tal actitud es contraria al enfoque biomédico, el que tiende a delegar toda la responsabilidad, autoridad y el poder de la cura en el médico.

La consideración del potencial

autosanador de la persona como el aspecto central del proceso de restablecimiento de la salud

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y funcionamiento sano, es a lo que Celis (1990) hace referencia en la siguiente definición de salud transpersonal:

“Concibo a la persona que ha logrado un

proceso de funcionamiento predominantemente sano, como, precisamente un proceso en movimiento en el cambiante presente, en contacto con sus claves internas: “su valoración organísmica” (…) “Al estar en contacto con sus claves, en continuo cambio de instante en instante, no invierte una cuota significativa de energía en escuchar a su mente repetitiva, la que considera como representante de su condicionamiento”(…)” no se halla aferrado a los rasgos de su personalidad, los que simplemente considera como hábitos y pautas de conducta que en algún momento fueron adaptativos” (…)”Se hará responsable de su vida y circunstancias, entendiendo que él o ella es el principal generador de éstas”(…)”Esta persona no seguirá pasivamente las pautas culturales del medio en que ha vivido”(…)”considerará como su principal foco de satisfacción y sentido de su vida el autodescubrirse y auto-disfrutarse de momento en momento” (Celis, 1990 en Thomas, 2005,p. 2).

Por otra parte, desde una mirada

humanista y transpersonal, toda experiencia, cualquiera, por más dolorosa que sea, puede ser nutritiva para la persona y su crecimiento. Para Grof (1989) cuando el individuo experimenta una crisis emocional, al mismo tiempo se le presenta una oportunidad extraordinaria para explorar sus recursos e ir más allá de los límites de sus condicionamientos y su identificación con sus contenidos mentales, lo que en la antigua tradición budista se conoce como “la superación del apego”.

Desde el marco comprensivo humanista

transpersonal, se tiene preferencia por no hablar de la depresión como una enfermedad, sencillamente porque sabemos que al tratar cualquier padecimiento emocional como una enfermedad, a la vez que negamos el potencial sanador del individuo, lo estigmatizamos y le hacemos suponer que solo alguna fuerza externa a él lo puede sanar, sin necesidad de que se involucre activamente en su proceso de curación.

Al respecto tanto Capra (1998) como

Maturana (1990) plantean que según la lógica del

modelo biomédico, el médico es la única persona que sabe que es importante para la salud de sus pacientes, y solo él puede hacer algo al respecto, pues todos los conocimientos sobre la salud son racionalistas, científicos y están basados en una observación objetiva de los datos clínicos.

Es por tal razón que a los terapeutas

humanistas y tanspersonales les acomoda más el hablar de la “experiencia depresiva”, “el desajuste emocional” o “la fractura en la autorregulación organismica”. En este contexto, la depresión puede verse como el resultado de un “fracaso en la evaluación y la integración de la experiencia”. Según Schnake (2001), concebidos de esta manera, los síntomas de un trastorno depresivo reflejan un intento por parte del organismo de curarse y de alcanzar un nuevo nivel de integración. La práctica psiquiátrica corriente interfiere en este proceso curativo espontaneo al suprimir los síntomas. En sus palabras: “Un ambiente tal, en vez de eliminar el proceso de un síntoma, lo intensificaría y le permitiría llegar a manifestarse completamente y a integrarse a través de una continua autoexploración, finalizando de esta manera el proceso de curación” (Schanake, 2001, p.34).

Considerando la salud desde este punto

de vista holístico, para Schnake incluso las enfermedades físicas no son sino manifestaciones de un desequilibrio básico del organismo. En sus palabras: “otras manifestaciones pueden tomar la forma de patologías psicológicas y sociales, y cuando los síntomas físicos de una enfermedad se suprimen eficazmente con una intervención médica, el mal puede muy bien manifestarse de otras maneras (Schnake, 2001).

Finalmente, podemos encontrar numerosa evidencia bibliográfica con planteamientos que coinciden respecto a que la extensión del modelo biomédico al tratamiento de los trastornos mentales ha sido un error, siendo los más radicales los de la Antipsiquitria (Laing, 1967; Cooper 1967; Szasz, 1974). No cabe duda que la utilidad del modelo biomédico ha sido muy importante en el tratamiento de ciertos trastornos de origen orgánico, sin embargo, ha resultado insuficiente en muchos otros casos en los que los modelos psicológicos tienen una importancia fundamental. Según Capra (1998), se han malgastado muchos esfuerzos en vanas tentativas

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de llegar a un método preciso, de base orgánica, para diagnosticar los trastornos mentales, sin tomar en cuenta que la mayoría de los casos psiquiátricos no se pueden diagnosticar con precisión y objetividad.

En este contexto, pareciera existir además una tendencia a evitar las cuestiones filosóficas y existenciales que surgen en relación con todas las enfermedades graves por parte del modelo biomédico, aspecto que consideramos insoslayables cuando se trata de preguntarnos que es una persona?, y que es la salud?. Según Varela (1997), de hecho, en las facultades de medicina rara vez se plantea la pregunta ¿Qué es salud?, ni tampoco se discuten las actitudes y modos de vida más saludables, considerados como cuestiones filosóficas que pertenecen al dominio espiritual y no al de la medicina. Además se da por sentado que la medicina constituye una ciencia objetiva y que no está interesada en emitir “juicios morales”. Para Schnake (2001) esta visión suele impedir a los médicos el ver los aspectos positivos y el significado potencial de la enfermedad.

Pareciera ser que en nuestros tiempos el

modelo biomédico es mucho más que solo un modelo. Grof (2006) llama la atención respecto de que entre los profesionales de la medicina éste ha adquirido la categoría de “dogma”, y para el gran público va inextricablemente ligado al sistema de creencias culturales comunes. Según Capra (1998), para ir más allá de este modelo, tendríamos que provocar nada menos que una revolución cultural profunda, que lograra comprender también que el padecimiento emocional también se puede transformar en una oportunidad de crecimiento y de exploración de nuestro potencial en el aquí y ahora, así como afirma Ringler: “parece que hemos olvidado que todos tenemos la capacidad de convertir el estiércol en abono” (Ringler,1994, p. 155).

Conclusiones

Como se ha visto a lo largo de este trabajo, el cómo entendamos y comprendamos el fenómeno de la depresión, determina en gran parte la manera de cómo abordarla y tratarla. Como fenómeno humano, toda distinción y conceptualización que hagamos respecto a lo que es o no es la depresión descansa en

presupuestos teóricos y premisas filosóficas respecto a la valoración de la naturaleza humana y el proceso de perdida y restablecimiento de la salud, lo que los terapeutas humanistas y transpersonales llaman la antropología filosófica que sostiene toda visión de hombre.

Desde un marco comprensivo humanista

y transpersonal, se tiene preferencia por no hablar de la depresión como una enfermedad, sino más bien se elige hacer referencia a esta como a una experiencia humana, e incluso, siguiendo a Yapko (1991), la podemos entender como “un estilo de vida”, el que acompaña sistemáticamente todas las dimensiones de la experiencia de la persona, incluidas la fisiología, el estilo cognitivo, las pautas relacionales, las respuestas a las situaciones y los hábitos emocionales y conductuales. Es decir, la experiencia depresiva no solo afecta al cuerpo, sino que además a la dimensión existencial y holística del que la vivencia.

Se opta por “tomar distancia” respecto a

diagnosticar la depresión como una enfermedad. Para los psicoterapeutas humanistas y transpersonales el diagnostico de la depresión como enfermedad en base a su sintomatología (donde casi siempre se rastrean señales de malestar y dolor físico) además de “anclar” a la persona a una imagen negativa y patológica respecto de si misma, conlleva el riesgo de centrar la atención más en la enfermedad que en los recursos del individuo. La diagnosis como procedimiento biomédico de distinción y esclarecimiento de la patología se reemplaza por un modelo en el cual la retroalimentación que se entrega al cliente, más que ser una “opinión en base a datos objetivos”, constituye una apreciación experiencial en el “aquí y ahora” respecto al momento que el individuo atraviesa o vivencia, partiendo del principio de que como seres humanos somos un constante y cambiante proceso, en el cual , siempre tenemos la libertad de elegir como vivir y enfrentar las experiencias. En este contexto, se prefiere hablar de “fractura de la autorregulación organismica”, “desajuste emocional”, “incongruencia” o “desequilibrio holístico”.

Para los terapeutas humanista y

transpersonales parte fundamental del proceso de restablecimiento de la salud, lo constituye la confianza en la capacidad holística de

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autosanación que tiene nuestro organismo. Aspecto que implica el alentar y promover en el cliente el “hechar mano” a su sabiduría organismica y sus recursos personales, los cuales muchas veces se ven obstaculizados por la tendencia de este mismo a creer que lo único que puede restablecer su equilibrio y su salud es el acto médico profesional, especializado y objetivo. Esta atribución de poder delega la responsabilidad en el “especialista” más que en las poderosas fuerzas autorreguladoras del sujeto. En este contexto, el terapeuta se concibe a sí mismo como un “facilitador” más que un depositario de saber y conocimiento objetivo. Junto con esto, confía más en el poder reparador y transformador de su presencia y del vínculo terapéutico más que en sus técnicas, su saber o erudición teórica. (Rogers, 1987; Perls, 1975, Grof, 1991; Schnake, 2004, Celis, 2002).

Desde una comprensión humanista y

transpersonal, se opta por invitar al cliente a que mire su vivencia depresiva no como un estado patológico, sino como una extraordinaria oportunidad de transformación y crecimiento, partiendo de la creencia que en todos nosotros existe un nivel sabio en sí mismo, una esencia más allá del ego y nuestros condicionamientos, la que como vimos, nos impulsa constantemente a la actualización de nuestro potencial, la maduración y el crecimiento. En este contexto, toda experiencia, por más que tratemos de evitarla a raíz del miedo que nos provoca el dolor que nos puede causar, tiene un potencial valor nutritivo para nuestro crecimiento. Siguiendo los planteamientos de Jung (1963) respecto a la sombra y el proceso de individuación, “solo en la adversidad podemos despertar cualidades que en la comodidad hubieran permanecido dormidas” (Jung, 1963 en Sassenfeld, 2004, p.73).

Finalmente, a pesar de la gran influencia

y condicionamiento que ha traído consigo el modelo biomédico en nuestra forma de mirar el fenómeno de la depresión, somos testigos también en estos tiempos, de un gran florecimiento y advenimiento de perspectivas holísticas en el tratamiento de numerosas afecciones de salud, como por ejemplo el cáncer, donde las terapéuticas tradicionales como la radio o quimioterapia están siendo desplazadas por terapéuticas menos invasivas, mas amigables y

mucho mas asequibles al común de las personas (Bosh, 2012).

En Chile la inclusión de los psicólogos y

psicoterapeutas en los equipos de salud lleva aproximadamente 20 años, tiempo en el que las intervenciones en depresión han evolucionado desde la exclusiva prescripción farmacológica, hasta las consejerías grupales e intervenciones psicosociales. Sin embargo, esta evolución siempre se ha enmarcado en el modelo biomédico de enfermedad, lo que desde nuestra perspectiva, todavía da cuenta de la necesidad de un profundo cambio en la forma en que se está trabajando en salud, tanto en el nivel primario como secundario de atención, donde prima la especialización y las constantes derivaciones de los pacientes de profesional en profesional, principalmente a causa de que la formación de la mayoría de estos continua siendo mecanicista, dualista y analítica, lo que como hemos visto, a traído como consecuencia el perder la perspectiva de la persona como un todo integrado.

En lo que respecta específicamente a la

depresión, es de esperar que con el advenimiento de estas nuevas perspectivas más holísticas, sea posible cada vez más, darles la posibilidad a los pacientes que son diagnosticados con depresión, de acceder a formas más amables y humanas de comprenderse a sí mismos, entender su dolor y su circunstancia ya no como necesariamente un estado patológico, sino también como una oportunidad de crecimiento. En palabras del conocido Dr. Patch Adams: “Cuando te encuentras frente a una enfermedad puedes ganar o perder; en cambio, cuando te encuentras frente a una persona siempre ganas” (Dr. Adams, 1998).

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