Democracia: ¿declive temporal u ocaso definitivo?

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Democracia: ¿declive temporal u ocaso definitivo? GURUTZ JÁUREGUI Universidad del País Vasco Lo que constituye la diferencia entre la democracia y la oligarquía es la pobreza y la riqueza y, necesariamente, cuando el poder se ejerce en virtud de la riqueza, ya sean pocos o muchos, se trata de una oligarquía; cuando man- dan los pobres, de una democracia... ARISTÓTELES, Política Las democracias están viviendo momentos de crisis, de cambios muy profun- dos. Toda crisis implica un proceso de destrucción y construcción que nunca es simultáneo y en el que, al diagnóstico conocido de los vicios presentes, a la certeza de las estructuras e instituciones viejas, se opone la incertidumbre de lo desconocido y de las alternativas futuras. ¿Cómo dar respuesta a esa inestable anomalía, a ese desfase actualmente vigente entre las nuevas realidades sociales y el viejo orden político? Hasta ahora se ha optado, con carácter general, por mantener una defensa a ultranza de la vieja normalidad, atrincherarse en las viejas instituciones y estructuras, manipular su funcionamiento, y otorgarles una función que tiene muy poco que ver con la que realmente les corresponde. Ello supone desvirtuar el papel de esas instituciones convirtiéndolas en no pocos casos en un puro si- mulacro. Esta actitud nos está llevando a un determinismo fatalista, a un pathos metafísico justificador de la despolitización y que consiste en la creencia de la imposibilidad de cambio o mejora de los sistemas actuales. El resultado de todo ello es la aceptación de la democracia no tanto por sus virtudes intrínsecas, cuanto por los defectos de los otros sistemas. Se trata de una opción por exclu- sión. No se vive la democracia, simplemente se la soporta. A esta situación se ha llegado por dos razones fundamentales. La primera de ellas es la ausencia de enemigos extemos. Tal ausencia ha asentado a la democracia en la comodidad. Se ha extendido una creencia generalizada que tiende a considerar los vigentes modelos democráticos como los mejores siste- mas «posibles», cuando en realidad tan sólo constituyen los mejores sistemas «hasta ahora conocidos». Esto ha traído como consecuencia una renuncia en toda regla, por parte de los actuales sistemas políticos, a la búsqueda permanen- te de la «utopía» democrática, del ideal democrático. Se ha olvidado que la democracia es el producto resultante de la tensión dialéctica existente entre sus 102 RIFP/Il (1998) pp. 102-126

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GURUTZ JÁUREGUI Universidad del País Vasco

Lo que constituye la diferencia entre la democracia y la oligarquía es la pobreza y la riqueza y, necesariamente, cuando el poder se ejerce en virtud de la riqueza, ya sean pocos o muchos, se trata de una oligarquía; cuando man­dan los pobres, de una democracia...

ARISTÓTELES, Política

Las democracias están viviendo momentos de crisis, de cambios muy profun­dos. Toda crisis implica un proceso de destrucción y construcción que nunca es simultáneo y en el que, al diagnóstico conocido de los vicios presentes, a la certeza de las estructuras e instituciones viejas, se opone la incertidumbre de lo desconocido y de las alternativas futuras. ¿Cómo dar respuesta a esa inestable anomalía, a ese desfase actualmente vigente entre las nuevas realidades sociales y el viejo orden político?

Hasta ahora se ha optado, con carácter general, por mantener una defensa a ultranza de la vieja normalidad, atrincherarse en las viejas instituciones y estructuras, manipular su funcionamiento, y otorgarles una función que tiene muy poco que ver con la que realmente les corresponde. Ello supone desvirtuar el papel de esas instituciones convirtiéndolas en no pocos casos en un puro si­mulacro. Esta actitud nos está llevando a un determinismo fatalista, a un pathos metafísico justificador de la despolitización y que consiste en la creencia de la imposibilidad de cambio o mejora de los sistemas actuales. El resultado de todo ello es la aceptación de la democracia no tanto por sus virtudes intrínsecas, cuanto por los defectos de los otros sistemas. Se trata de una opción por exclu­sión. No se vive la democracia, simplemente se la soporta.

A esta situación se ha llegado por dos razones fundamentales. La primera de ellas es la ausencia de enemigos extemos. Tal ausencia ha asentado a la democracia en la comodidad. Se ha extendido una creencia generalizada que tiende a considerar los vigentes modelos democráticos como los mejores siste­mas «posibles», cuando en realidad tan sólo constituyen los mejores sistemas «hasta ahora conocidos». Esto ha traído como consecuencia una renuncia en toda regla, por parte de los actuales sistemas políticos, a la búsqueda permanen­te de la «utopía» democrática, del ideal democrático. Se ha olvidado que la democracia es el producto resultante de la tensión dialéctica existente entre sus

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hechos y sus valores, y que una democracia sin valores es una democracia a la deriva, una democracia inerme, incapaz de generar los anticuerpos necesarios para responder a las amenazas y desafíos que se le plantean, e incapaz de rege­nerarse y adaptarse a las nuevas situaciones. De esta forma, las actuales demo­cracias inermes corren el riesgo de convertirse en democracias definitivamente inertes.

La segunda razón, derivada de la anterior, es la incapacidad de los actuales sistemas democráticos para adecuarse a las nuevas realidades y situaciones. El desfase entre la sociedad civil y las instituciones, entre la constitución material y la constitución formal, resulta lisa y llanamente abismal. Mientras que la reali­dad social, política, económica, cultural, tecnológica, etc., se apresta con deci­sión a afrontar los retos del siglo XXI, los vigentes sistemas políticos democráti­cos siguen anclados en los viejos esquemas decimonónicos o, en el mejor de los casos, en un modelo institucional diseñado en el primer tercio de este siglo para un mundo y unas realidades que poco o nada tienen que ver con el momento actual.

Las características y los límites de este trabajo me impiden aludir a los aspectos prescriptivos y teleológicos relacionados con el ideal democrático.' Por lo tanto voy a centrarme, de modo exclusivo, en el funcionamiento efectivo de las democracias realmente existentes. Y para ello voy a analizar los dos rasgos fundamentales que definen a un sistema como democrático, a saber, el control de los gobernados sobre los gobernantes expresado en la participación activa de los ciudadanos (apartado I), y el control mutuo entre los gobernantes simboliza­do en el principio de la división de poderes (apartado 11). La conclusión a la que pretendo llegar es que, en el momento actual, ambos controles brillan por su ausencia. Por último, en el apartado ni, trataré de avanzar algunas posibles alternativas tendentes a paliar la precaria situación en la que se desenvuelven los actuales sistemas democráticos.

I. De la democracia representativa a la oligarquía consocional

El término democracia se deriva de las palabras griegas demos (pueblo) y kra-tia (gobierno o autoridad). Por lo tanto, la democracia implica una conexión entre el pueblo y el gobierno. A lo largo de la historia se ha avanzado extraordi­nariamente tanto en lo referente al desarrollo de los conceptos de pueblo y gobierno como en lo relativo a la delimitación del contenido y de la conexión entre ambos. Sin embargo, en los últimos años parece observarse un claro retro­ceso en esa simbiosis pueblo/gobiemo constitutiva de los sistemas democráti­cos. Tal retroceso no afecta tanto al estatus jurídico cuanto a las condiciones reales en las que se desenvuelve la relación entre ambos y puede llevar, en la práctica, a una desvirtuación, cuando no a una disolución, lisa y llana, de los sistemas democráticos.

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Giirulz Jciurcuiii

1. ¿Ciudadanos O libertos?

La mayor parte de los sistemas democráticos actualmente vigentes en el mundo, y particularmente en Europa, practican un modelo de democracia profundamen­te restrictivo. Se trata de un modelo que, siguiendo a Schumpeter, reduce la democracia a la condición de un simple método regulador de la conducta de la lucha de la competencia (Schumpeter 1968, 315 ss.). Esta concepción competi­tiva de la democracia aparece definida por dos rasgos fundamentales.

El primero de ellos es el elitismo. Al considerar la lucha competitiva como un fin de la democracia en sí mismo, este modelo convierte a las élites en el núcleo de los sistemas democráticos. Ello le lleva a la consideración de que es a las élites a quienes corresponde decidir el destino político de los ciudadanos. Sin embargo, el dominio de las élites sobre la mayoría resulta contradictorio con el desarrollo de los valores y fines propios de la democracia, la libertad y la igualdad. Como señala Hannah Arendt, ese dominio indica la cruel necesidad en que se encuentran los pocos de protegerse contra la mayoría, o para ser más exactos, de proteger la isla de libertad en que habitan del mar de necesidad que les rodea (H. Arendt, 1967, p. 289).

El segundo rasgo definidor del modelo competitivo hace referencia a la idea acn-ticamente aceptada, de la pasividad de las masas, de la apatía de los ciudadanos, para los asuntos políticos. De ello se deduce el corolario lógico de que el ejercicio efectivo de la democracia sólo será posible en la medida en que exista un liderazgo competente que cuente con una administración burocrática y un sistema pariamentario adecuado. Así, el único control admisible por parte de los ciudadanos es aquel que permite establecer la línea divisoria entre lo que formalmente es una democracia y no lo es, es decir, la participación en la selec­ción de los dirigentes.

La participación electoral proporciona una legitimidad mínima, pero con­lleva en sí mismo una contradicción intrínseca que en otro lugar he definido como la parábola del buen ciudadano? Las élites requieren una lealtad difusa de las masas pero evitando su participación. De este modo, se invita al ciudada­no democrático a perseguir fines contradictorios: debe mostrarse activo, pero pasivo; debe participar, pero no demasiado; debe influir, pero aceptar; no pue­de participar fuera de las elecciones, pero le está vedado abstenerse en éstas. Aquel que se abstiene de toda actividad política en el período entre elecciones es un ciudadano ideal, pero si se abstiene en los procesos electorales deviene en un ciudadano no responsable.

Esta concepción restrictiva de la democracia se ha visto agravada, si cabe, en los últimos años. La sociedad industrial se ha sustentado en tres grandes órdenes sociales: la comunidad, el mercado entendido como eje fundamental de la sociedad civil, y el Estado entendido como ámbito de las relaciones políticas. Dejando al margen la comunidad, estructura preindustrial que, con las adapta-

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ciones correspondientes, ha subsistido hasta ahora, conviene centramos en los otros dos órdenes.

En el Estado liberal la sociedad civil abarcaba, en teoría, todas aquellas actividades o relaciones que se situaban fuera del entramado institucional (go­bierno, parlamento, poder judicial, etc.). Sin embargo, es evidente que a partir del surgimiento del Estado social, el Estado y la sociedad han dejado de consti­tuir sistemas autónomos y autorregulados. En las sociedades actuales no toda forma de poder, incluso de poder ¡x)lítico estricto, se encama en el Estado. Gmpos teóricamente integrantes de la sociedad civil tales como los sindicatos, los gmpos de presión, las corporaciones, los movimientos sociales, etc., ejercen una influencia, un poder y en definitiva una actividad política de primer orden.

La ya confusa relación entre el Estado y la sociedad civil se ha intensifica­do de modo notorio, en los últimos años, como consecuencia de las transforma­ciones derivadas de la revolución tecnológica. La complejidad derivada del de­sarrollo tecnológico y el predominio de las grandes organizaciones están dando lugar al surgimiento de un cuarto orden social, el asociativo corporativo. Este nuevo orden, que no sustituye, sino que se superpone a los tres órdenes clási­cos, considera a la concertación entre organizaciones como el principio rector y motor de la nueva sociedad (Schmitter, 1985, pp. 63 ss.), y está provocando en la sociedad industrial clásica una serie de erosiones que afectan tanto a la socie­dad civil y al Estado por separado, como a la relación entre ambos.

En vista de esta situación, es evidente que la democratización no debe limitarse sólo al espacio público sino que debe extenderse, también, al ámbito privado. No basta con democratizar las instituciones. Es necesario proceder, al mismo tiempo, a la democratización y control de las organizaciones sociales (corporaciones, sindicatos, empresas, iglesias, medios de comunicación, movi­mientos sociales, etc.) que configuran ese nuevo orden asociativo corporativo ya que sus decisiones afectan de forma muy directa al conjunto de los ciudadanos y, por lo tanto, al sistema democrático.

Pues bien, en lugar de ello, la teoría competitiva de la democracia ha sustituido la participación política de los ciudadanos por el liderazgo de una serie de organizaciones jerárquicas. En las actuales democracias competitivas, el agente de la actividad política, económica, etc. lo constituye la alianza de las élites en tomo al ejecutivo y las burocracias corporativas, desplazando así del centro del poder a las instituciones democráticas, particularmente, a las legisla­turas, los partidos y las elecciones. El motor de tal actividad lo constituyen los intereses organizados. Aquellos intereses políticos que no se encuentren organi­zados encuentran verdaderas dificultades para asegurarse el acceso al conjunto de élites estratégicas situadas dentro del estado, hasta el punto de quedar en no pocos casos expulsadas del sistema político. Veamos cómo se ha llegado a esta situación.

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2. Los partidos políticos por dentro: ¿democracia, oligarquía o simple dictadura?

Tradicionalmente, los estudios e investigaciones sobre los partidos políticos se han centrado sobre todo en su faceta extema, es decir, en su relación con el sistema político. Ello ha traído como consecuencia negativa el considerar los aspectos relativos a su organización y funcionamiento como una cuestión inter­na que apenas afectaba a la actividad de los sistemas democráticos.

Sin embargo, resulta evidente que la organización y funcionamiento inter­nos de los partidos políticos tienen una incidencia directa más allá de los estric­tos límites en los que se desenvuelven tales organizaciones. De hecho, la ten­dencia general de los partidos políticos a la oligarquización en el proceso inter­no de toma de decisiones y la correspondiente ausencia de democracia interna, constituyen en el momento actual uno de los principales retos a los que se enfrentan los sistemas democráticos de los países desarrollados.

La oligarquización de las organizaciones y, en este caso concreto, de los partidos políticos, resulta tanto mayor cuanto menor sean los controles, bien internos establecidos en el seno de esa organización, o bien extemos a ella. A este respecto, los análisis de la vida partidaria nos muestran que la participación en los procesos de formación de la voluntad dentro de los partidos políticos es escasa. Los déficits democráticos se manifiestan en un doble sentido.

En primer lugar, mediante una mayor concentración del poder en gmpos cada vez más reducidos. Si analizamos los factores en tomo a los cuales se desarrollan actividades vitales para la organización podemos observar que as­pectos tales como la competencia del «experto», las relaciones con el entomo, la comunicación, la definición de las reglas de juego, la financiación de los partidos o el reclutamiento son factores generalmente acumulativos. Quien con­trola una cierta zona de influencia, tiene posibilidades de controlar las otras (véase Panebianco, 1990, pp. 84-89).

En segundo lugar, mediante una disminución de la participación de los miembros del partido. Ello se manifiesta en aspectos muy importantes. Así, por ejemplo, la reducción de los congresos de los partidos a la función de meros órganos aclamativos. La ya citada preponderancia, entre los delegados al con­greso, de titulares de cargos o cuadros del partido. El escaso cambio en la titularidad de esos cargos. La penetración de los partidos políticos por los gru­pos de interés. El sistema de financiación que tanto en el caso de ser privada como pública supone un control, por parte de los subvencionadores en el primer caso, y por parte de los órganos centrales en el segundo. El propio perfil social de las élites, cada vez más separado socialmente de la base, etc.

La ausencia de democracia intema en los partidos impide no ya el avance hacia mayores niveles de democratización de los sistemas políticos, sino incluso la propia aplicación y puesta en práctica de algunas de las reglas democráticas

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en las que formalmente se asientan los mismos. Difícilmente puede «creaD> democracia quien no vive o funciona democráticamente. De ahí que la demo­cratización interna de los partidos políticos constituya una de las más importan­tes asignaturas pendientes de los sistemas políticos democráticos contemporá­neos. Si bien no resulta fácil aplicar remedios a esta situación, sí pueden avan­zarse algunas alternativas o posibilidades que se basan, con carácter general, en la necesidad de una escrupulosa aplicación, en el seno de los partidos, de los requisitos y condiciones que configuran el «umbral mínimo democrático» en su triple vertiente de libertades sustanciales, selección del poder político, y organi­zación y funcionamiento. Al margen de esta garantía o condición genérica, ca­bría destacar una serie de aspectos específicamente aplicables a la estructura y funcionamiento interno de los partidos políticos.

En primer lugar, el reconocimiento e institucionalización de las corrientes internas, así como el establecimiento de garantías y controles para el ejercicio de su actividad.

En segundo lugar, el establecimiento de tutelas jurisdiccionales en favor de los afiliados. Existen tutelas de carácter interno: tribunales de disciplina, etc. Pero, en la medida en que existe una dependencia orgánica de tales órganos con respec­to a la cúpula del partido, en la mayorí̂ a de los casos carecen de capacidad alguna para poder juzgar con las debidas garantías. La realidad muestra con demasiada frecuencia que en las decisiones de tales órganos resulta jurídicamente culpable quien es políticamente minoritario. La ausencia de garantías puede afectar y de hecho afecta frecuentemente a uno de los derechos nucleares en los que se asienta el sistema democrático como es la libertad de expresión. En no pocas ocasiones los afiliados gozan de una libertad mucho más reducida que los demás ciudadanos a la hora de criticar las actuaciones o comportamientos de su partido.

Pero, además de los mecanismos internos de garantía, resulta imprescindi­ble una tutela jurisdiccional extema y ajena a los propios partidos políticos. Lo que ocurre en su interior no interesa y afecta sólo al afiliado, sino a todos los ciudadanos. Por ello, no puede ser considerada irrelevante para el ordenamiento constitucional la cuestión de la organización interna de los partidos (Lombardi, 1983, p. 14).3

En todo caso, el principal remedio no radica en la posibilidad de acudir individualmente a los tribunales, ni en trasladar la aplicación mecánica del crite­rio democrático-procesal al interior de los partidos (García Cotarelo, 1985, p. 160), sino en institucionalizar un funcionamiento democrático interno de los mismos. Para ello, además de la admisión de las corrientes internas resulta evi­dente la necesidad de someter toda la actividad de los partidos políticos (estatu­tos, normas internas de funcionamiento, etc.) a un control de democraticidad.

Por último, uno de los instrumentos más eficaces en el control democráti­co de la actividad de los partidos radica en el aumento de la participación inter­na. Como dice Neumann, el grado de apatía política de un pueblo es uno de los

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índices más poderosos para medir el fracaso de una democracia efectiva (Neu-mann, 1965, p. 616).

3. Partidos políticos y sociedad democrática: de la ideología a la mercadotecnia política

La mayoría de los actuales partidos políticos europeos constituyen, como bien señala Kirchheimer, residuos de los grandes movimientos ideológicos del siglo XIX, surgidos por tanto, para dar respuesta a los grandes problemas de la sociedad industrial. El desarrollo tecnológico y económico está provocando importantes transformaciones en la estructura de la sociedad desarrollada actual. Entre ellas destaca, en lo que aquí concierne, el surgimiento y extensión de lo que se ha dado en llamar las nuevas clases medias, hasta el punto de convertirse en el estrato social más amplio y quizás más influyente de la nueva sociedad postindustrial.

La extensión de las clases medias ha originado, junto con otras causas, una evidente reducción de la polarización social, y en la medida en que el sistema político no es sino reflejo del sistema social en general, a su vez una reducción de la polarización en el sistema de partidos. Uno de los efectos más importantes de esa suavización de los antagonismos lo constituye la relevancia adquirida por el concepto de «centro» entendido en un doble sentido. En primer lugar, como superación del eje de ubicación ideológica de la fractura o cleavage derecha/iz-quierda,'* que está siendo sustituido por un nuevo eje de ubicación estratégica entre posiciones de centralidad (integradas) y de periferia (desintegradas o mar­ginales). En segundo lugar, como desplazamiento de los partidos políticos hacia una posición estructural dentro del Estado, separándose relativamente del propio sistema de partidos políticos (A. Porras, 1988, pp. 133-141). Abandonando el parlamento como ámbito de su acción, los partidos tienden a ubicarse en el eje dinámico central del Estado, es decir en el poder ejecutivo.

La prevalencia —a veces simple y pura sustitución— del eje derecha/iz­quierda por el eje centralidad/periferia, implica una disminución cada vez más manifiesta de las motivaciones ideológicas como elemento fundamental de la actuación de los partidos políticos. Los fines ideológicos se posponen de modo radical en favor de objetivos ligados al éxito electoral del partido político.

AI contrario de lo que sucedía en los partidos de integración social, los ac­tuales partidos políticos se sustentan cada vez menos en un electorado de base confesional o de clase, sustituyendo así la acción ideológica por una propaganda encaminada a abarcar a toda la población. Ello implica un esfuerzo para establecer lazos con el mayor número posible de grupos de interés, y lo que es más impor­tante, para armonizar en sus propias filas los deseos muchas veces diferentes, cuando no antagónicos, de esos grupos de intereses sociales y económicos.̂

De este modo las elecciones dejan de constituir un instrumento para la transformación de la sociedad ya que su propia condición de representativas, es

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decir, representativas de intereses en una sociedad heterogénea, hacen que los partidos poh'ticos tengan que adoptar una poh'tica conservadora. La necesidad de adoptar una posición de centro impide a los partidos políticos el estableci­miento de una estrategia programática bien definida salvo la búsqueda de una integración de intereses en la esfera partidista «silenciosa» y que, predominante­mente, no es pública (H. Kaack, 1978, p. 211).

Este fenómeno se produce no sólo en los partidos políticos del gobierno sino también en los de la oposición, e incluso en los medios creadores de la opinión pública. Al desconfiar de las probabilidades de realización de las inmo­deradas promesas de la oposición ideológica o de principio, los grupos más desarraigados de la sociedad se aferran a la seguridad de los partidos parlamen­tarios —de ahí la intensificación de las prestaciones por parte del estado— por lo que mantienen en principio una fidelidad a los partidos políticos en el poder, en perjuicio de la oposición (Kirchheimer, 1988, p. 114).* Eso hace que la oposición necesite, para su propia supervivencia, participar en los asuntos del gobierno, y que se produzca un declive de la oposición parlamentaria.

Un proceso similar tiene lugar en el ámbito de la opinión pública. Los medios de comunicación son actualmente empresas de negocios y por tanto no están orientados de forma primaria hacia la poh'tica. Su objetivo primordial es llegar al mayor número de lectores o audiencia posible, lo que trae como conse­cuencia, al igual que en los partidos políticos, la necesidad de armonizar los intereses entre colaboradores, electores y audiencia.

Estos cambios producen consecuencias muy importantes en el electorado, y consecuentemente en la vida democrática. Una de ellas es la disminución de la participación de los ciudadanos con el consiguiente retroceso y debilitación del sistema democrático. Cuando los conflictos en tomo a la consecución de intereses se hallan organizados de tal manera que los resultados efectivos no dependen de las acciones llevadas a cabo por los participantes, sino de la nego­ciación de los intereses entre los diversos grupos, la consecuencia inmediata es la pérdida de interés por la participación en esas organizaciones.^

Estos cambios en la relación entre el electorado y los partidos producen también importantes consecuencias en los propios partidos políticos haciendo que las reglas de competencia entre los partidos se parezcan a un juego de dados. Cuando un partido posee o pretende un electorado que potencialmente coincide con toda la nación, cuando a esto se añade que ese electorado está integrado en su mayoria por individuos cuya relación con la política es superficial y no duradera, el número de factores que pueden decidir el resultado electoral final es práctica­mente ilimitado, y frecuentemente no guanJan relación con la eficacia del partido (Kirchheimer, en Lenk y Neumann, 1980, p. 339). Bien al contrario, el desarrollo de la mercadotecnia política origina una acentuación de los aspectos simbólicos sobre los resultados reales. De ahí la importancia que juegan los elementos afecti­vos y carismáticos en la selección de los líderes políticos.

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Los cambios habidos en el sistema de información no hacen sino favore­cer todas estas tendencias. La televisión ha devenido la fuente primordial de información política, y por tanto el canal a través del cual se producen los flujos de comunicación desde las élites hacia los ciudadanos. Ello implica que la pren­sa propia del partido, sus militantes, sus agentes electorales, e incluso las pro­pias reuniones partidarias tengan cada vez menos importancia, siendo sustitui­das por la presencia directa del líder a través de la pequeña pantalla. El propio sistema de financiación pública de los partidos no hace sino favorecer la margi-nación de sus militantes, ya que los líderes no necesitan de las cuotas de los afiliados para realizar su política.

La competencia interpartidaria se debilita y resulta eclipsada por la compe­tencia intrapartidaria, producida por el intento de todos los grupos representados en un partido para que se tomen en consideración sus intereses. Se produce así un desplazamiento del objetivo básico de los partidos políticos. Sus programas no vienen condicionados por la relación partido/electores sino por los cambios en la distribución del poder en su interior. Dejan de ser expresión de la voluntad popular para convertirse en máquinas que se organizan y actúan de acuerdo con los imperativos de la competencia política.

Los partidos políticos se ven forzados a una dura competición en el merca­do político, y por tanto a utilizar con la mayor eficacia posible tanto sus recur­sos materiales y humanos, como el marketing político. Por ello necesitan dotar­se de una estructura organizativa altamente burocratizada y centralizada, con la consiguiente desvalorización del papel del miembro individual, y fortalecimien­to de quienes constituyen la élite dirigente.

Todo ello está provocando si no un declive generalizado de los partidos, por lo menos sí un debilitamiento de los mismos. Los partidos están dejando de ser ese faro de referencia al ir acomodando constantemente su ideología, pro­gramas, etc. a las cambiantes predilecciones de sus votantes.

4. La quiebra del estado de partidos

La actual vulnerabilidad de los partidos políticos no se deriva sólo de sus con­tradicciones internas, sino que se manifiesta, también, en su relación con el sistema democrático, es decir, en su función vertebradora de la comunidad como sujeto políticamente activo. La calificación de los vigentes sistemas de­mocráticos como «Estados de partido» demuestra paladinamente hasta qué pun­to ha resultado decisivo el papel de los partidos políticos en las democracias actuales. Ahora bien, ¿es posible seguir hablando hoy de un «Estado de parti­dos», o lo que es lo mismo, de un sistema político que obtiene su legitimidad y funcionalidad democráticas «sólo a través de la interacción entre el sistema de partidos y el sistema estatal»? (García Pelayo, 1984, p. 56).

Desde el punto de vista formal es evidente que, al menos en los vigentes

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sistemas políticos democráticos europeos, la autoridad que ostentan los dirigen­tes políticos se deriva, directa o indirectamente, del éxito electoral alcanzado por sus respectivos partidos. Tal legitimidad formal contrasta, sin embargo, con una realidad subyacente que nos muestra una progresiva pérdida de influencia de los partidos políticos y que se manifiesta, cuando menos, en tres ámbitos.

El primero de ellos es el ámbito institucional. Formalmente el grado de con­trol de los partidos sobre las instituciones formales de gobierno es absoluto, ya que, si bien existen otras organizaciones o grupos que ejercen funciones políticas, los partidos constituyen, a través del control del parlamento, el gobierno y las otras instituciones del Estado, el único centro suministrador de legitimación política.

A pesar de ello, se está produciendo una creciente importancia de determi­nadas instituciones propias del sistema democrático no directamente ligadas al juego de la relación gobierno-parlamento, y por tanto sometidas tan sólo a un control mediato de los partidos. Algunas de estas instituciones gozan de una capacidad de decisión cada vez mayor. Tal es el caso, por ejemplo, de los Bancos Centrales, o los propios Tribunales Constitucionales.

El segundo es el ámbito político global. El Estado de partidos implica una actividad direccionista del gobierno actuando como herramienta o agente de los ciudadanos. Pero ¿hasta qué punto mantienen los partidos un grado de control sobre las estructuras sociales y económicas en su conjunto? ¿Hasta dónde llega la capacidad actual de los partidos para establecer las grandes directrices de política económica, o para determinar de forma obligatoria la distribución de los bienes?

Los partidos han aumentado notablemente su campo de actuación ya que se ven obligados a tomar posición ante todo tipo de problemas. Pero, por otro lado, su capacidad para movilizar, negociar, o incluso tomar decisiones políti­cas, se ha reducido. Cada vez resulta más intensa la presencia de otro tipo de organizaciones o estructuras (grupos de presión, corporaciones, mass media, organismos cuasigubemamentales, etc.) que ponen en cuestión, o al menos limi­tan el protagonismo de los partidos, hasta el punto de hablarse de una «refeuda-lización» de las relaciones políticas. El resultado de todo ello es una pérdida de influencia social que, paradójicamente, va acompañada de un aumento de poder en el resultado del proceso político.

Por último está el ámbito de la sociedad civil. Los partidos de integración social ejercían una influencia directa, cuando no un control real sobre numerosas organizaciones de intereses, sindicatos, asociaciones religiosas, movimientos ciuda­danos, grupos de opinión, etc. Ello les otorgaba una capacidad extraordinaria para movilizar a los ciudadanos no sólo en épocas electorales sino en todo momento, a través de huelgas, manifestaciones, etc. Ahora, con la aparición del partido político profesional-electoral, tanto la integración de la voluntad de los ciudadanos como la canalización de sus demandas se ha trasladado hacia otro tipo de organizaciones tales como los diversos movimientos sociales o a los grupos de interés.

Por ahora, los problemas de los partidos políticos se manifiestan de modo

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más intenso en lo relativo a sus inputs. En efecto, los partidos se muestran cada vez menos capacitados para ejercer los dos inputs más importantes a ellos asig­nados como son, por una parte comprender y hacerse portavoces de las deman­das, particularmente las nuevas demandas cualitativamente diferentes de las existentes hasta ahora surgidas en la sociedad, y por la otra canalizar hacia el Estado esas demandas. Con una amplitud e intensidad cada vez mayores las funciones input están siendo protagonizadas por los nuevos movimientos socia­les surgidos a partir de la década de los sesenta.

Pero también empiezan a manifestarse en el ámbito de los outputs, es decir, en lo referente a su capacidad para generar o producir decisiones por parte del Estado, ámbito en el que resulta cada vez más creciente la actividad neocorporativa de las organizaciones de interés.

Es evidente que todas estas transformaciones están alterando la fisonomía del espacio político. ¿Puede llegar tal alteración incluso a la disolución de los partidos políticos?, o dicho de otro modo, ¿es posible una democracia sin parti­dos? Es ésta una vieja polémica sobre la que no merece la pena insistir dema­siado. Ya en 1920 Kelsen afirmaba que sólo por ofuscación o dolo puede soste­nerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos (Kelsen, 1974, p. 37). Cada vez que se pretende suprimir a los partidos en nombre de una supues­ta unidad, esa supresión siempre termina realizándose a través de algún sucedá­neo de partido. Y a falta de ese partido que mantiene una relación privilegiada con el poder político y sirve para suprimir al resto de los partidos, algún aparato del Estado (fuerzas armadas, fuerzas de seguridad, etc.) pasan a ocupar su lugar.

La democracia no está, por lo tanto, amenazada por la existencia misma de partidos, sino por la orientación contemporánea por ellos adoptada. Como ya anticipó Duverger hace más de cuarenta años, el remedio para defender la de­mocracia contra las toxinas que ella misma segrega «no consiste en amputarla de las técnicas modernas de organización de las masas y de selección de los cuadros, sino en desviar a éstas para su uso propio» (Duverger, 1957, p. 453).

Descartada la altemativa de la desaparición de los partidos caben dos posibi­lidades. La primera de ellas, nsconstmccionista, consistina en el retomo a la llama ideológica, es decir, en la vuelta a los ori'genes, altemativa que parece poco proba­ble en un entorno social, económico y político cambiantes. Resulta difícil de ima­ginar la reconstrucción de aquellos grandes movimientos ideológicos como el so­cialismo, el comunismo, el liberalismo, o incluso la democracia cristiana surgidos, como se sabe, para dar respuesta a los grandes problemas de la sociedad indus­trial. A una sociedad posindustrial, tecnológica, le corresponden unas organizacio­nes apropiadas para hacer frente a los retos de ella derivados.

Por ello parece más plausible una segunda alternativa, innovadora, consis­tente en el surgimiento de nuevas organizaciones adecuadas a las nuevas reali­dades. Tal innovación deberá venir en todo caso desde fuera del sistema políti­co, a través del surgimiento de grupos rupturistas. Como dice Von Beyme, allí

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donde la «cartelización» de los partidos políticos establecidos amenaza con un reparto ficticio de los papeles del drama, nuevas formas de comportamiento no convencional de los ciudadanos se ocupan de que no se produzca una petrifica­ción de la política (Von Beyme, 1986, p. 455). El declive del Estado de parti­dos, o lo que es lo mismo, el declive de los partidos políticos, tal como están actualmente concebidos, resulta evidente.

Otra cuestión es la forma en que se vaya a producir su reemplazo, bien me­diante una ruptura radical o bien mediante una gradual sustitución de la forma del Estado de partidos por una forma completamente nueva. Ello depende, en gran parte, aunque no exclusivamente, de los propios partidos. Por ejemplo y de forma paradójica, cuanto más limitado sea su «estatismo», su protagonismo en el conjunto de la política global, más fácil resultará mantener el carácter o la cualidad partidísti-ca del Estado, es decir, el grado de control sobre las instituciones formales de gobierno.** Cuanto más reducidas sean las áreas de actuación de los partidos, más fácil resultará su actividad. Por el contrario, cuando la esfera de su actuación es muy amplia, y por tanto excede a su capacidad para movilizar la necesaria pericia, su control sobre las diversas áreas de gobierno resultará amenazado.

Como su propio origen etimológico indica, los «partidos» son una «parte» y por tanto no pueden pretender organizar el «todo», no pueden ni deben cons­tituirse en totalizadores de todos los intereses sociales. Los partidos deben vol­ver a sus ori'genes recuperando su carácter de organizaciones destinadas a sumi­nistrar al gobierno parlamentario la necesaria sustentación popular a través de las elecciones. Su acción directa debe manifestarse en la fase de la formación de la voluntad política de los ciudadanos, pero no a la hora de la toma de decisiones. La acción política de gobierno no corresponde a los partidos sino que es una prerrogativa de las instituciones democráticas, y particularmente del gobierno. Por ¡o tanto, si los partidos políticos se convierten en órganos militan­tes e intervienen activamente en el dominio de la acción de gobierno, violan tanto el principio que los inspira como la función que están llamados a desem­peñar en el gobierno parlamentario, como es la integración de la voluntad de los ciudadanos y la canalización de sus demandas.

n. £1 eclipse de la división de poderes

Como ya se ha indicado antes, a los tres órdenes sociales clásicos (comunidad, mercado y Estado), la sociedad tecnológica actual ha añadido un cuarto orden social, el asociativo-corporativo. Su característica principal radica en el hecho de que determinadas organizaciones, particularmente las representativas del ca­pital y del trabajo, actúan como interlocutores privilegiados a la hora de la toma de una serie de decisiones que afectan al conjunto de la sociedad.

Esta interlocución privilegiada provoca un creciente desplazamiento del protagonismo de las instituciones políticas clásicas, definidas y estructuradas

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territorialmente, por otras nuevas formas de actuación basadas en criterios pura­mente funcionales. Se produce así un declive de la relevancia del parlamento e incluso de los partidos políticos a la hora de formular y desarrollar las políticas públicas. Esta erosión no sólo afecta a la capacidad extema, sino también al propio funcionamiento democrático interno de estas instituciones, poniendo así en cuestión los propios fundamentos de la democracia representativa

1. El declive del parlamento

La idea de la decadencia del parlamento es probablemente tan antigua como su propia existencia Dejando al margen los aspectos históricos, es preciso reseñar que los problemas actuales del parlamento no se derivan tanto de una disminu­ción de sus funciones propias, sino sobre todo de una pérdida de posición con respecto a las funciones ejercidas por otras instituciones públicas o incluso, or­ganizaciones privadas.

La actual decadencia del parlamento obedece fundamentalmente a tres tipos de causas: a) causas institucionales o endógenas al propio parlamento; b) causas constitucionales, referentes al conjunto del sistema constitucional; y c) causas es­tructurales, referentes al sistema social y político (Lukes, en Peces Barba 1982, p. 30). Dada la naturaleza de este estudio, voy a centrarme de forma primordial en el análisis de las causas estmcturales. No obstante, resulta conveniente una referen­cia, tan siquiera somera, a algunos factores institucionales y constitucionales.

Desde la perspectiva endógena del parlamento, existen una serie de causas que se manifiestan tanto en el momento de la formación del parlamento, como en su funcionamiento. En lo que se refiere a la fase de formación o constitu­ción, el proceso de selección de los candidatos atiende, en no pocos casos, a criterios que no tienen nada que ver con su c^acidad personal y su adecuación a las tareas parlamentarias. También destaca por su importancia la influencia del sistema electoral a la hora de lograr un mayor o menor grado de representa-tividad de las cámaras legislativas.

En lo que se refiere al funcionamiento del parlamento, de forma esquemá­tica, y sin ningún ánimo exhaustivo resultan necesarias, cuando menos las si­guientes medidas: una mayor autonomía de los parlamentarios individuales con respecto a su grupo; una mayor autonomía de los grupos parlamentarios con respecto a los partidos políticos; una mayor autonomía de los órganos directivos del parlamento (particularmente su presidente) con respecto a los grupos parla­mentarios; una adecuación y agilización de los reglamentos parlamentarios a fin de responder de forma rápida y eficaz a las necesidades cotidianas; un mayor aumento de los medios personales y materiales.'

Las causas constitucionales — r̂elativas a la posición del poder legislativo con respecto a los demás órganos constitucionales— que están incidiendo en la pérdida de protagonismo y capacidad del parlamento son muy diversas. La ra-

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zón más conocida, y sin lugar a dudas la más importante, la constituye el proce­so de hipertrofia del poder ejecutivo, a lo que habría que añadir algunas otras como, por ejemplo, el reciente control de la actividad parlamentaria por parte de los órganos encargados de velar por la constitucionalidad de las leyes, con lo que ello supone de limitación de la soberanía del parlamento.

Los parlamentos ejercen dos grandes tipos de funciones. Por una paite, las funciones de relación con el ejecutivo (función legislativa, financiera y de ccMitrol). Por otra, determinadas funciones extemas (de expresión, educación e información) que se manifiestan en el conjunto del sistema político más allá cte la relación entre los órganos constitucionales (Valentine Hermán, en W.AA., 1979, p. 100).

La disminución de la competencia y eficacia del parlamento en lo que se refiere a las tres primeras funciones citadas, se debe tanto a razones estructura­les derivadas de los cambios producidos con el paso del Estado liberal al Estado social o si se quiere al Estado administrativo, como a razones de ingeniería constitucional manifestadas, en este último caso, por la incapacidad o falta de adecuación de las normas constitucionales a la realidad cambiante. Así sucede con la función legislativa. La transformación del viejo Estado legislador en un nuevo Estado administrador constituye una realidad incontestable. Ello ha origi­nado importantes consecuencias en la función legislativa de los parlamentos.

Lo mismo sucede con lo relativo al control financiero, ámbito en el que resulta manifiestamente insuficiente el control del parlamento no sólo sobre las materias financieras y presupuestarias, sino en general sobre la política econó­mica del gobierno.

Pero donde más crudamente se manifiesta tanto el declive del parleimento en sí mismo considerado, como en general la falta de adecuación del sistema constitucional a las nuevas realidades es en la función de control del ejecutivo. La presencia y protagonismo de los partidos políticos ha modificado profunda­mente la actividad de control de los parlamentos, debilitándola notablemente.

Con respecto a las funciones extemas de expresión, educación e informa­ción, la disminución de influencia del parlamento se debe a un doble fenómeno. Por una parte, la creciente incapacidad del parlamento (variable en diverso gra­do e intensidad según los diferentes países) para canalizar adecuadamente las demandas y quejas de los ciudadanos. Por otra, la pérdida de su exclusividad para canalizar tales demandas. Esta función está siendo asumida cada vez con mayor intensidad por una serie de instituciones u organismos (grupos de interés, sindicatos, asociaciones profesionales, asociaciones de consumidores, movi­mientos sociales, etc.) como tendremos oportunidad de ver más adelante.

Todo este conjunto de factores está llevando en el ámbito de la opinión pública a la convicción de la inutilidad de los parlamentos. De este modo se va generalizando de forma paulatina la idea del parlamento como una institución perfectamente evitable e innecesaria, con todos los peligros que ello supone para la protección y el desarrollo del sistema democrático.

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La práctica no hace sino confirmar, en no pocos casos, tal convicción. Por ejemplo, resulta extremadamente inquietante la ausencia de un parlamento míni­mamente operativo en un acontecimiento de tanta trascendencia como es el proce­so de construcción de la unidad europea. Difícilmente pueden oponerse argumen­tos convincentes frente a un hecho incuesticmable como es el déficit de legitimi­dad de las decisiones comunitarias que llega a abarcar a más de un 65 % de su producción normativa

Por último, la actividad del parlamento se halla profundamente condicio­nado por un conjunto de causas estructurales que se refieren al sistema social y político. Destaca entre ellas la aparición y desarrollo de los grandes medios de comunicación de masas. Al margen de otros efectos, en el ámbito estricto de la relación entre los diversos poderes institucionales, la presencia de estos medios de comunicación originan, cuando menos, dos grandes consecuencias.

Por una parte limitan de forma notoria la vieja idea del parlamento enten­dido, en expresión de John Stuart Mili, como «congreso de opiniones» (J.S. Mili, 1985, p. 65) perdiendo así su posición privilegiada como foro de discusión de las cuestiones públicas. Se manifiesta también aquí una falta de adaptación y adecuación de los propios parlamentos, dado que, teóricamente, la eventual emisión de los debates parlamentarios por radio o televisión, debería favorecer un aumento del prestigio y protagonismo del parlamento. Sucede, sin embargo, todo lo contrario. El debate en el parlamento se hace mucho más opaco y desa­percibido, y quien brilla con luz propia son los medios de información.

Por otra, la práctica imposibilidad de remoción del gobierno derivada de la dialéctica mayona/minorfa a la que se ha aludido más arriba, obliga a la oposi­ción a variar su estrategia. Gracias a los medios de comunicación, el objetivo fundamental de la acción controladora de la oposición no consiste en obligar a la mayoría a cambiar su voto en el parlamento, sino en provocar un cambio en la opinión de los ciudadanos cara a las futuras elecciones.

La actividad de los medios de comunicación constituye tan sólo una de las expresiones en que se manifiesta un fenómeno mucho más amplio, y que cons­tituye una de las causas estructurales que más está afectando no sólo al parla­mento, sino al conjunto del sistema representativo, hasta el punto de poner en cuestión su propia existencia Me refiero al corporatismo. Dada su extraordina­ria importancia, conviene analizar con una cierta atención tal incickncia no sólo en referencia al parlamento, ni tan siquiera al sistema representativo, sino inclu­so al propio sistema democrático.

2. El ascenso del corporatismo

El corporatismo'" constituye una tendencia a la reestructuración del siste­ma de representación de intereses a través de organizaciones especializadas es­tructuradas según diversos criterios sectoriales o transectoriales (Pérez Yruela y

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Giner, 1988, p. 55). Desde la perspectiva política, el corporatismo implica los siguientes aspectos:

1. El desarrollo y fortalecimiento de organizaciones de interés centraliza­das, que obtienen un monopolio representativo.

2. La obtención de un acceso privilegiado al gobierno, y la intensificación —más o menos institucionalizada— de vínculos entre la administración pública y tales organizaciones.

3. El establecimiento de una relación tripartita —organizaciones empresa-riales/gobiemo/organizaciones de trabajadores— a fin de regular los conflictos.

Las instituciones corporativas aparecen así como una forma de mediación política entre los intereses, y constituyen un modo de representación política que supone la atribución de un estatus público a las mismas. Esta actividad de intermediación entre interlocutores diversos se lleva a cabo sin necesidad de presentar candidatos en los procesos electorales, y sin necesidad de aceptar res­ponsabilidades directas a la hora de la formación de los gobiernos (Schmitter, 1983, pp. 897-898).

En el corporatismo los lazos de unión entre las corporaciones y el sistema político son muy estrechos. Entre las diversas instituciones del sistema político, el corporatismo muestra una especial predisposición a establecer contactos y relaciones con el poder ejecutivo, creándose así un cierto maridaje entre ambos, en detrimento del poder legislativo."

También se dan vinculaciones institucionales, e incluso personales, entre miembros de las instituciones políticas, particularmente los partidos pob'tícos y las corporaciones, originándose así un solapamiento en la actividad de los parti­dos. Las corporaciones toman parte en la formación de las decisiones políticas, hasta el punto de que, a veces, los partidos que por naturaleza constituyen enti­dades representativas y de agregación de intereses, pasan a convertirse en meras entidades legitimadoras de la poh'tica generada en esos grupos.

Una consecuencia ñindamental de todo ello es el desvirtuamiento, o inclu­so la casi desaparición, en la práctica, de un elemento básico de la teona demo­crática liberal, como es la idea de que la toma de decisiones políticas constituye una actividad reservada a los gobiernos elegidos y a su personal burocrático. Así, tras la fachada de la democracia parlamentaria, tanto el conflicto político como la resolución de le» asuntos políticos tienden a canalizarse dentro de mar­cos organizativos que son desconocidos para la teoría democrática

Se produce así la presencia de diferentes circuitos representativos. De un lado el circuito propio del sistema democrático constituido por la relación entre electores-representantes, con la mediación de los partidos como instrumentos de organización y reducción de la pluralidad de opiniones en alternativas simplifi­cadas. Se trata de un circuito decidido por el cómputo de votos. De otro lado,

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un circuito basado en la actividad de presión de grupos organizados según lí­neas funcionales, y decidido por el cálculo de los recursos que no tienen nada que ver con la expresión democrática del principio de «un ciudadano, un voto».

En principio, el coqxsratismo tiene un carácter meramente instrumental, ya que la vía de acceso de los grupos corporativos a las instituciones políticas se manifiesta, al menos inicialmente, a través de los partidos pob'ticos. Es el parti­do el que actúa como instrumento de integración de las ctemandas múltiples y dispersas de los grupos de interés, lo cual permite seguir concibiendo al parla­mento como un órgano central de articulación de los mismos. En esta concep­ción instrumentalista, se mantiene la centralidad integradora e impulsora del sistema político, y por tanto del propio parlamento (A. Porras, en Pérez Yruela y Giner, 1988, p. 158).

Sin embargo, como ya señalé antes, la transformación sufrida por los par­tidos políticos hasta convertirse en los actuales partidos catch-all, ha limitado notoriamente la autonomía del sistema político con respecto a los intereses eco­nómicos y sociales organizados. Así, el sistema político teóricamente concebi­do como una representación insttumentalizadora e integradora de la multiplici­dad de intereses sociales organizados, queda en realidad reducido al papel de mero circuito de legitimación de tales intereses.

Por ello, frente al carácter instrumental del corporatismo surge una segun­da posibilidad consistente en la emergencia de un verdadero circuito al menos parcialmente alternativo al democrático representativo. Se da en aquellos casos en los que, a través del proceso negociador, las organizaciones o grupos de interés toman parte directa en primera persona y sin reparos, junto con el go­bierno, en la verdadera y particular actividad del gobierno, el policy-making, es decir, en la toma de decisiones públicas que afectan erga omnes a todos los ciudadanos (M. Cotta, en Pasquino, 1988, p. 282).

A las dos alternativas que acaban de reseñarse podría añadirse una tercera, consistente en que el circuito funcional-corporativo adquiera un protagonismo exclusivo, tanto en el plano material como formal, excluyendo definitivamente, o cuando menos marginando, a la representación electoral territorial. No cabe olvidar que, en teoría, la transformación gradual de la democracia en algún tipo de autoritarismo constituye un riesgo omnipresente.

Es cierto que, en el momento actual no puede hablarse, en los sistemas democráticos, de una sustitución integral de los circuitos representativos-territo-riales por circuitos fiíncional-corporativos, pero sí puede hablarse en ciertos ca­sos de una clara preponderancia del circuito funcional sobre el representativo. Este sistema de funcionamiento resulta muy beneficioso tanto para los grupos como para el Estado.

Sin embargo, es altamente dudoso que resulte beneficioso para el sistema democrático. Como se sabe, en los sistemas democráticos el Estado se ve obli­gado a seleccionar entre las diversas demandas planteadas por los individuos o

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grupos. Pues bien, para realizar una selección adecuada de las demandas resulta fundamental que todos o el mayor número posible de personas o grupos puedan tener la oportunidad de plantear sus propios intereses. Sólo de esa forma podrá realizarse una selección justa de aquellos intereses que resulten sustanciales y su compatibilización con otros intereses, así como la exclusión de los demás. ¿Ofrece el corporatismo esta posibilidad?

La respuesta es claramente neg^va y ello por varias razones. En primer lugar, no hay que olvidar que el corporatismo se manifiesta sólo en los aspectos macroeconómicos, e incluso no en todos. Por ello, el corporatismo conduce inevitablemente a una sociedad dual, en la cual coexisten dos grandes sectores: el sector organizado en asociaciones corporativas y el no organizado. Por otra parte, existen claras diferencias entre los intereses representados, ya que el po­der y capacidad de influencia vana de forma notable de unos gmpos de interés a otros. El conflicto no es igualitario, y por tanto los grupos más poderosos (organizaciones empresariales, etc.) se imponen sobre las categorías sociales peor organizadas (asociaciones de consumidores, clases medias, jubilados, etc.).

En el corporatismo se produce, por otra parte, un efecto de desplazamiento del locus de la racionalidad desde los miembros a sus dirigentes. Por la propia esencia funcional de los grupos, resulta evidente la tendencia a adoptar las deci­siones de acuerdo con el cálculo técnico y con la opinión de los expertos.

Otro aspecto enormemente inquietante de muchos de los grupos corporativos lo constituye su secretismo. Este secrctismo se extiende a toda la actividad de los grupos corporativos de modo que, en no pocas ocasiones, se desconocen los pro­tagonistas, las condiciones, los objetivos, etc. de determinados cuerdos que afec­tan al conjunto de los ciudadanos o a sectores importantes de los mismos.

Se da así una extraordinaria e inquietante paradoja. Siendo en teoría el Estado democrático aquel en el que la opinión pública debiera tener un peso decisivo para la formación y el control de las decisiones políticas, sin embargo cada vez es mayor el ámbito y la importancia que ha adquirido en nuestra vida cotidiana lo que Bobbio ha definido como el poder oculto (N. Bobbio, 1994, p. 18). Actualmente, las grandes decisiones políticas, económicas, sociales, etc. tienen su origen, de modo cada vez más intenso, en sectores o ámbitos que permanecen en la sombra y que no se hallan sometidos al control democrático.

Por todo ello, es posible que el corporatismo haya permitido aumentar las prestaciones económicas y un acceso más amplio al policy-making, pero resulta harto dudoso que esta democracia por delegación generada por el corporatismo suponga realmente un avance para la profundización de la democracia.

m. Las alternativas

Desde la perspectiva de la teoría democrática, el corporatismo supone en gran medida un fracaso del sistema democrático, y al mismo tiempo, una amenaza al

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mismo, al menos en lo referente a los postulados pluralistas de igualdad de representación y a la primacía de la participación individual.

La amenaza corporatista se manifiesta en un doble ámbito. En primer lu­gar, a través de la actividad de las propias organizaciones corporativas. En se­gundo lugar, a través del proceso de corporatización de las propias instituciones democráticas, especialmente los partidos políticos.'^

Sin embargo, en este segundo caso se da una particularidad muy importan­te, como es el hecho de que los partidos se hallan sometidos a un cierto control democrático, cosa que no ocurre con la mayor parte de los grupos corporativos. Es cierto que el control de los partidos políticos no es todo lo intenso que sena deseable. No es menos cierto que las elecciones siempre son objeto de una amplia manipulación. Pero el hecho de que se den tales elecciones de forma regular tiene consecuencias positivas para el sistema democrático.

Por ello las instituciones representativas, y de modo particular, el parla­mento, puede y debe recuperar un protagonismo importante no sólo como insti­tución que realiza una función integradora, sino incluso como instrumento vital para controlar y garantizar que la actividad llevada a cabo por los diversos poderes (sean los poderes institucionales o sean los grupos corporativos), se ajuste adecuadamente a los parámetros democráticos.

Resulta imprescindible para ello una «relegalización»'̂ del sistema. Uno de los problemas más importantes ante los que se enftentan actualmente los sistemas democráticos lo constituye la falta de capacidad de las instituciones y normas jurídicas para adaptarse y regular las nuevas situaciotKss surgidas. Mientras que el derecho público y la ciencia política siguen centrándose de modo primordial en el análisis, estudio, etc. de las instituciones clásicas de la democracia (gdsiemo, par­lamento, poder judicial, conttiol jurisdiccional del poder, la relación entre ellos, sistemas electorales, sistemas de partidos, etc.) olvidan o reaccionan tardía y defi­cientemente a la hora de regular e institucionalizar realidades que están surgiendo con un protagonismo extraordinario, y que están dando lugar, de hecho, a nuevos marcos institucionales y políticos totalmente diferentes de los hasta ahora vigentes. Tal ocurre en el caso concreto del ccMporatismo.

La respuesta democrática a las disfunciones originadas por el corporatismo no radica en desconocer, o incluso en oponerse a la existencia de asociaciones corporativas, cosa imposible e intítil de otra parte, sino en establecer fórmulas de control, de limitación y sobre todo de democratización de las organizaciones corporativas. Dahl afirma con razón que los defectos de la democracia pluralista no son causados tanto por el pluralismo o la democracia, sino por el fracaso de las poliarquías existentes en lograr un alto nivel de democracia (Dahl, 1982, p. 81). Tal afirmación es perfectamente aplicable al caso del corporatismo y la democracia.

En el caso que nos ocupa, el objetivo fundamental de la teoría democrática radica en cómo extender el control democrático sobre la actividad corporativa.

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Desde la perspectiva de la profiíndización de la democracia no basta con some­ter esta actividad al control del parlamento. Son precisas además otras fórmulas tales como, por ejemplo, promover en el seno de las corporaciones la participa­ción activa y directa de todos los individuos que la componen, o controlar su actividad interna, a fin de garantizar su funcionamiento democrático, etc.

1. La recuperación del individuo como eje del sistema democrático

Una de las razones más importantes del fracaso del Estado liberal la constituyó su incapacidad para resolver la contradicción histórica derivada de la doble condición política y económnico-social (ciudadano + burgués) reconocida en el mismo al individuo. Atendiendo a su condición política, todo individuo-ciudadano era con­siderado titular, en un plano de igualdad formal e institucional, de una serie de derechos y obligaciones. No ocurría lo mismo en lo referente al ámbito socioeco­nómico, donde se mantenían importantes desigualdades derivadas de la peculiar situación económico-social de cada individuo. El Estado social de Derecho ha trat^o de paliar tales desigualdades pero en ningún caso ha logrado en^carlas.

La aparición del Estado corporativo no sólo no ha permitido la resolución de la desigualdad de hecho derivada de la diferente situación socioeconómica de los ciudadanos, sino que además ha generado un nuevo tipo de desigualdad en función de que los individuos se hallen o no organizados en grupos o corpo­raciones. Así, junto a la vieja dialéctica «ciudadano + burgués», surge hora una nueva dialéctica «ciudadano + corporatizado», según que ese ciudadano sea miembro o no de un grupo o corporación. En la sociedad actual resulta mani­fiesto el predominio del grupo sobre el individuo. Como señala Giner se margi­na a todos los que no satisfacen los requisitos del homo corporativus, en sus diversas variedades y subespecies (Giner, 1987, p. 116).

Pero esta dualidad no se refiere sólo a los individuos y sectores margina­les, sino que tiene un carácter estructural derivado del propio sistema corporati­vo. En efecto, todos aquellos cuyos intereses están protegidos por organizacio­nes corporatistas poderosas ejercen en la práctica una doble influencia a través de dos vías —la representativa y la consocional—, mientras que a los excluidos sólo les queda la devaluada representación territorial y una voz muy indirecta en el parlamento o en la correspondiente estructura regional o local, cada vez más vacíos de poder y más sujetos a las directrices de la entente corporativo-gubemamental. Así, frente al sistema democrático basado en la representación abstracta de los individuos/ciudadanos (derecho de sufragio, sistema electoral, sistema parlamentario, etc.) se opone un sistema social y económico fundamen­tado, particularmente a través del corporatísmo, en el grupo u organización.

El resultado de todo ello es el establecimiento de una distinción entre ciu­dadanos de primera y de segunda, según pertenezcan o no a los grupos corpora­tivos. Ello, además de un importante factor de desigualdad democrática, puede

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suponer un grave retroceso en el ejercicio de los derechos democráticos por parte de los individuos-ciudadanos. Utilizo el término «retroceso» en su acep­ción más fuerte, es decir, en el sentido de vuelta atrás, incluso con respecto al propio Estado liberal.

Ni el modelo de democracia pluralista hasta ahora vigente, ni por supuesto el viejo sistema liberal, han sido precisamente un modelo de igualdad. En el caso del Estado liberal muchos individuos carecían legalmente de la condición de ciudadanos, y por tanto quedaban excluidos de muchos derechos, entre ellos especialmente el de la participación política. Por su parte, en el modelo de democracia pluralista, la igualdad formal ha ido siempre acompañada de una desigualdad real derivada, como ya se ha indicado, de la diferente condición económico-social de los ciudadanos. La idea según la cual en la sociedad cor­porativa «los votos se cuentan, pero, los intereses se pesan» puede ser perfecta­mente aplicable también al sistema democrático pluralista. A la vista de ello parece legítimo preguntarse dónde radica el retroceso del sistema corporativo con respecto a los ya reseñados.

Antes de responder a esta cuestión conviene establecer una distinción entre la «titularidad» del poder y su «ejercicio». En la democracia representativa la titularidad del poder corresponde al pueblo, es decir, a la suma de individuos que representan la voluntad popular, y el ejercicio del poder corresponde a los órganos parlamentarios, y por extensión al conjunto de los órganos e institucio­nes del Estado, en cuanto representación directa o indirecta de los ciudadanos.

El sistema corporativo no desplaza la titularidad del poder, que sigue resi­diendo, al menos formalmente, en el pueblo entendido como suma de ciudada­nos. Pero sí afecta, y de modo decisivo, al ejercicio del poder, ámbito en el que se produce un desplazamiento desde los órganos del Estado hacia las corpora­ciones. Ello conlleva el peligro real de que se produzca una prevalencia de los intereses particulares de los grupos corporativos sobre los intereses generales de los ciudadanos con el agravante añadido de que la aplicación de esos intereses particulares resulta vinculante para todos los ciudadanos, al margen de que sean miembros o no de la corporación.

La dualidad individuo-grupo se reproduce en el seno de los propios grupos corporativos, lo que supone también un peligro de retroceso de las pautas y valores democráticos. Dado su carácter elitista y sectorializado, las corporacio­nes ponen un especial énfasis en la idea de la eficacia, y por tanto no muestran interés en favorecer el desarrollo de los valores democráticos tales como la accesibilidad y la participación en las decisiones por parte de sus miembros. AI ser la influencia de los individuos en el seno de estos grupos cada vez más débil, su interés por implicarse activa y directamente en la vida de los mismos, y por extensión en la vida política es CíKla vez menor.

Ello origina una doble consecuencia para el sistema democrático. En pri­mer lugar, disminuye e incluso puede anular la participación activa de los ciu-

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dadanos. En segundo lugar, se produce una monopolización de la toma de deci­siones por parte de los grupos coqwratívos, y dentro de éstos por parte de las élites dirigentes, ya que el número y tipos de interlocutores con un acceso efec­tivo a las autoridades decrece de forma notable.

2. La participación ciudadana como instrumento democratizador

De acuerdo con un viejo adagio liberal, «cada individuo es el mejor juez de sus propios intereses». Pues bien, uno de los grandes retos actuales de la democra­cia consiste en recuperar su capacidad para satisfacer esos intereses de los ciu­dadanos, y no aquellos intereses identificados, moldeados y seleccionados co­lectivamente a través de intermediarios, con el argumento de que representan los intereses de los ciudadanos. El instrumento más adecuado para lograr ese objetivo lo constituye el desarrollo y la intensificación de la participación ciuda­dana, es decir, el ejercicio pleno de la libertad por parte de todos y cada uno de los ciudadanos. La libertad política significa, en su acepción más amplia, el derecho a participar en el gobierno, o no significa nada

Ahora bien, la participación de los ciudadanos, aun siendo un valor funda­mental de la democracia, está sujeta, sin embargo, a una serie de límites que vienen determinados sobre todo, aunque no exclusivamente, por la necesidad de hacer eficaz el sistema democrático. Es precisamente en esa necesidad de com­paginar el valor «participación» con el valor «eficacia» donde encuentra su ori­gen el sistema representativo. Tal necesidad se ha hecho más perentoria, si cabe, en las sociedades contemporáneas.

El sistema representativo supone la cesión de la soberanía popular en favor de unos representantes. Tal cesión plantea al pueblo, es decir, a los ciudadanos, un dilema insoluble que, como bien decía Jefferson consiste, o bien en sucum­bir al «letargo, precursor de la muerte para la libertad pública» o bien en «pre­servar el espíritu de resistencia» frente a cualquier tipo de gobierno que haya elegido, ya que el único poder que conserva es el «poder de reserva de la revolución» (citado porH. Arendt, 1967, p. 250).

Gracias al principio de la división de poderes y al establecimiento de un sistema de equilibrios y poderes, los sistemas democráticos representativos han sido históricamente capaces de establecer un sistema de autocontrol del gobierno. Este sistema ha permitido salvar el mecanismo del gobierno «pero en ningún caso ha valido para salvar al pueblo del letargo y de la desatención de los asuntos públicos», ya que la constitución ofiíece espacio público «sólo a los representantes del pueblo, pero no al pueblo mismo» (jbíd., p. 251). Lo que más puede esperar el ciudadano es ser «representado»; ahora bien, la única cosa que puede ser repre­sentada y delegada es el interés o el bienestar cte los constituyentes, pero no sus acciones y sus opiniones. Por ello, el gobierno representativo sigue siendo demo­crático porque sus objetivos principales son el bienestar popular y la felicidad

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privada; pero se convertirá en oligárquico si la felicidad y la libertad públicas se convierten de nuevo en el privilegio de unos pocos (ibíd., p. 282).

El corporatismo no ha hecho sino agudizar y extender los aspectos oligár­quicos del sistema representativo, y ello en un doble sentido. Por una parte ha intensificado el proceso de reducción de las opiniones —me refiero a las que se forman en un proceso de discusión abierta y de debate público, y no los meros estados de ánimo, tan abstractos y por ello tan fácilmente manipulables— de los ciudadanos. Por otra, está poniendo en peligro la propia «representación» demo­crática en la medida en que desplaza en favor de las corporaciones mandatos amplios y exclusivos para que tomen decisiones políticas que afectan al conjun­to de los ciudadanos, convirtíéndolas así en auténticos gobiernos privados, todo ello sin necesidad de un proceso de elección que las legitime democráticamente, y sin que se dé la posibilidad de un control de su actividad.

La decadencia de los procesos de deliberación públicos, la segmentación de la política en compartimentos funcionales aislados, y la injusticia derivada de los acuerdos monopolizadores de las minon'as corporativas convierten la necesidad de recuperar la participación ciudadana en un asunto que afecta a la dignidad de la esfera política, y, por tanto, a la propia supervivencia de la democracia.

NOTAS

1. Para un estudio detallado de la democracia como ideal puede verse: Gurutz Jáuregui, 1994, í'/i extenso, particularmente los tres primeros capítulos.

2. Véase diario El País (21 febrero 19%). 3. Sobre los problemas prácticos para llevar a cabo este control, véase los ejemplos de

Alemania y España, en R.L. Blanco Valdés, 1990, pp. 117-119 y 168 ss. 4. En contra de lo afirmado tradicionalmente por importantes sectores de la izquierda es

preciso recordar que la fractura derecha/izquierda no constituye ni ha constituido históricamente el único deavage originador de conflictos en las sociedades contemporáneas. Junto a él cabe señalar otros muchos cleavages: ideológicos, religiosos, étnicos, campo/ciudad, etc.

5. Pueden verse a este respecto las consideraciones críticas de D. Sainsbury a la tesis de Przeworski el cual considera imposible que los partidos socialistas compaginen su apoyo electo­ral más allá de la clase trabajadora con la movilización de los trabajadores (D. Sainsbury, 1990, pp. 30-49, y las referencias a Przeworski allí señaladas).

6. El apoyo de un electorado diiuso y heterogéneo, no adscrito a parámetros ideológicos concretos, favorece su manipulación ideológica por parte de los partidos gobernantes. Puede verse en este sentido los trabajos de Viser y Wijnhoven (1990, pp. 71-%) y Clarice y Whiteley (1990, pp. 97-120), en los que explican cómo el desempleo y los problemas económicos en general provocan un debilitamiento de los gobiemos menor que el que la gravedad de esos problemas pudiera hacer pensar.

7. El estudio empírico realizado por Katz sobre 29 partidos políticos europeos confirma la disociación entre las élites de los partidos y los ciudadanos ordinarios, y el consiguiente declive de la afiliación a los partidos (R.S. Katz, 1990, pp. 143-161).

8. Cada vez resulta más frecuente observar cómo los partidos políticos se dedican a nego-

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Democracia: ¿declive temporal u ocaso definitivo?

ciar, mediante un reparto por cuotas, su presencia en todas y cada una de las instituciones, organismos, centros de poder, tanto estatales, intermedios como locales. Existen pocas imágenes tan deleznables y tan descalificadoras de la legitimidad de los sistemas democráticos como estos actos de reparto de botín a los que se suele someter la composición y el funcionamiento de las instituciones teóricamente encargadas de velar por los intereses, las preocupaciones y las necesi­dades de los ciudadanos.

9. Véase a tal respecto el estudio de L.M. Cazorla, relativo a las Cortes Generales españolas, pero aplicable en gran medida a todos los parlamentos. Particularmente los capítulos IV y V m extenso (L.M. Cazorla, 1985).

10. Con este término me refiero al corporatismo social vigente en las actuales sociedades democráticas capitalistas avanzadas, y en ningún caso al viejo corporativismo estatal, propio de los países autoritarios tales como el fascismo italiano o el franquismo. Para una distinción entre ambos, véase por todos, Pérez Yruela y Giner, 1988, pp. 23 ss.

11. Esta relación entre poder ejecutivo y corporatismo, en detrimento del parlamento, resulta patente en un interesante estudio sobre el régimen y la representación de intereses de las clases medias tradicionales en Francia realizado por Suzanne Berger (Berger, 1988, pp. 116-122).

12. El corporatismo no constituye la única causa de la decadencia del parlamento, y conse­cuentemente, de la democracia representativa. Esta decadencia obedece también a aspectos insti­tucionales autónomos hasta el punto de que, como bien recuerda Lehmbruch, la decadencia del pariamento probablemente se hubiera dado de modo similar aunque no hubiera existido el corpo­ratismo (Lehmbruch, en Goldthorpe, 1988, p. 74). Como ya he señalado antes, entre esos aspec­tos institucionales autónomos podría destacarse, por su importancia, el propio sistema de partidos que controla y vacía de poder la actividad de los parlamentos.

13. Tomo el término de A. Porras (1988, pp. 225-240).

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Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco, en San Sebastián. Entre sus publicaciones más recientes cabe citar los siguiente libros: «Decline of the Nation-State», Nevada University Press, Reno, 1994. «La demo­cracia en la encrucijada», Anagrama, Barcelona, 1994. «Entre la tragedia y la espe­ranza. El País Vasco ante el tercer milenio», Ariel, Barcelona, 1996. «Los nacionalis­mos minoritarios y la Unión Europea. ¿Utopía o Ucrania?», Ariel, Barcelona, 1997.

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