DEL GARUM AL CAVIAR ECOLÓGICO. Antonio Zapata · toda la evolución de la cocina andaluza a lo...
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DEL GARUM AL CAVIAR ECOLÓGICO. Hitos y ritos de la gastronomíaandaluza
Autor: Antonio ZapataEdita: Fundación Corporación Tecnológica de AndalucíaMaquetación: Dual Servicios CorporativosIlustración y fotografía de guardas: Manolo Manosalbas
Primera edición: Octubre 2016
Reservados todos los derechos.Ninguna parte de esta publicaciónpuede ser reproducida, almacenadao transmitida en modo alguno por ningún mediosin permiso previo del editor.
ISBN: 978-84-617-6939-1Imprime: Imprenta Rojo
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«El I+D no debería ser una parte de la empresa,
sino el espíritu de ésta»
Ferrán Adrià
Uno de los exponentes andaluces de cómo la ciencia y la
innovación han transformado la cocina contemporánea es, sin
duda, el gaditano Ángel León, el Chef del Mar, que, con 2 estrellas
Michelin y 3 Soles Repsol por su restaurante Aponiente, ha inven-
tado ingredientes revolucionarios como el plancton marino o la luz
de mar comestible. Su aportación disruptiva a la cocina está rela-
cionada directamente con su estrecha colaboración con una
empresa tecnológica y con el Campus de Excelencia Internacional
del Mar (liderado por la Universidad de Cádiz en colaboración con
las universidades de Huelva, Málaga, Granada y Almería). Su éxito
es un claro ejemplo de cómo la ciencia y la tecnología son palan-
cas de innovación con capacidad transformadora de todos los sec-
tores y disciplinas.
Por eso, el décimo libro de la colección sobre Innovación en
la Historia de Andalucía de Corporación Tecnológica de Andalucía
(CTA) se detiene en la «Innovación en la gastronomía andaluza».
Hasta llegar al plancton marino de Ángel León y otros innovadores
cocineros andaluces actuales, el libro aborda de la mano de su
autor, el profesor y experto gastrónomo almeriense Antonio Zapata,
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toda la evolución de la cocina andaluza a lo largo de la Historia. Des-
de la época de los imperios del cercano Oriente y la Grecia clásica,
pasando por etapas brillantes y decisivas como la integración de
Andalucía en el Imperio Romano o la época hispano-musulmana, la
«invasión americana» tras el Descubrimiento de América, los siglos
de oro y barro, el desarrollo de la alta cocina internacional y las coci-
nas regionales y, por último, los nuevos paradigmas más actuales.
Zapata recorre grandes hitos en la historia de la gastrono-
mía andaluza y su contexto internacional, con detalles curiosos
como la primera escuela de cocina fundada por el emperador
andaluz Trajano, el Collegium Coquorum, o el análisis de la evolu-
ción del ancestral puchero griego a lo largo de los siglos dando
lugar a todo tipo de «ollas podridas», cocidos y pucheros. Pero,
además dedica también atención a los alimentos y productos
manufacturados y cómo ha ido evolucionando la despensa en los
diferentes periodos. Por ejemplo, el garum (que se exportaba con
éxito a la capital del Imperio romano) o el aceite de oliva, que
pasó de ser la grasa fundamental en la época griega y en la
musulmana a estar relegado a la cocina de vigilia durante siglos
para luego ser recuperado por la nouvelle cousine.
También dedica un último capítulo a las herramientas y
técnicas culinarias, donde se muestra la capacidad disruptiva y
transformadora de la tecnología y los nuevos materiales, como la
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cerámica, que cambió la manera de comer la Humanidad, o los
innovadores sistemas de regadío y la Escuela Agronómica de
Córdoba en la época hispano-musulmana, que incrementaron el
cultivo de hortalizas y enriquecieron la dieta con su uso.
Presta atención también Zapata al registro de la cocina a
lo largo de la Historia a través de los recetarios y libros de gastro-
nomía, dedicándole especial atención al andaluz Mariano Pardo
de Figueroa, conocido como «doctor Thebussem», pionero de la
crítica gastronómica, que defendió las cocinas regionales y al que
la gran cocina española contemporánea ha venido a dar la razón.
Este nuevo título de la colección de CTA persevera en
nuestra intención de rendir un homenaje al carácter innovador de
Andalucía a lo largo de los siglos y demostrar que la capacidad
transformadora de la tecnología, la ciencia y la innovación puede
haberse acelerado en nuestro tiempo debido a la revolución digi-
tal, pero ha estado siempre presente en los momentos decisivos
en diferentes periodos históricos y en las disciplinas más dispa-
res. La aplicación del nuevo conocimiento para generar innova-
ciones ha marcado los grandes avances de la Historia y estamos
convencidos de que es enriquecedor mirar atrás para tomar
como ejemplo a los grandes innovadores de todos los tiempos.
Joaquín Moya-Angeler CabreraPresidente de Corporación Tecnológica de Andalucía
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Antonio Zapata García (Almería, 1945). Licenciado en Humanida-
des y Perito Industrial, Antonio Zapata es, sin duda, una figura
principal entre los conocedores de la gastronomía del Levante
andaluz. Empresario, profesor, escritor, flamencólogo y gastróno-
mo de referencia en el panorama nacional, ha publicado 11 libros,
todos ellos relacionados con la gastronomía, y ha participado en
otros 5 de firma colectiva, también vinculados a la gastronomía y
el flamenco.
Miembro del grupo cultural Equipo Alfredo, fue profesor asociado
de la Universidad de Almería en la Escuela de Turismo, desde su
fundación hasta 2012, también secretario del Ateneo de Almería
entre 1979 y 1982, presidente de la Peña el Taranto en dos perio-
dos, presidente de la Confederación Andaluza de Peñas Flamen-
cas entre 1986 y 1987 y miembro de la Comisión Ejecutiva del
Centro Andaluz de Flamenco entre 1987 y 1988.
Ha participado como coordinador y ponente en múltiples expe-
riencias docentes y ha sido articulista habitual en medios como
Diario Ideal, La Voz de Almería, diario de Almería, Andalucía Econó-
mica, Diario 16 o la revista Demófilo, en varios de ellos con colum-
nas y críticas de restaurantes periódicas. Asimismo, ha dirigido y
realizado programas de radio, entre los que destaca «Flamencos
Populares» en RNE-Radio 4, y ha sido asesor técnico del progra-
ma «Sabor a Sur» de Localia TV.
El autor
La cocina y la alimentación forman parte de la cultura
de cualquier pueblo, de cualquier civilización y, por lo tanto,
evoluciona al ritmo de la cultura a la que pertenece. Hay una
línea de pensamiento muy sugestiva que liga política y formas
de cocina. Braudel en Civilización material, economía y capita -lismo, dice que la cultura dominante impone su cocina, como
impone el resto de su cultura. Y añade que «el sector de la his-
toria alimentaria es uno cualquiera de los diez dominios de la
investigación y de la interpretación histórica». Mucho antes
(1825), Brillat-Savarín iniciaba su «Fisiología del gusto» con
unos aforismos, entre los que se encuentra el siguiente: «El
destino de las naciones depende del modo en que se nutren».
Según Flandrín y Montanari, en la Prehistoria, la cocción de los
alimentos favoreció la convivencia y la comida en común, lo
que indujo una división del trabajo en la tribu y un nivel de orga-
nización más complejo. Y, hoy día, vemos cómo avanza la
influencia de las formas de comer en Estados Unidos, junto a
los vaqueros, el rock, las series y las películas.
Por eso, en la primera parte de este libro, que es la rela-
tiva a la Historia, contemplaremos la comida y todo lo que la
rodea mediante un viaje a través del marco histórico-político y
de los cambios culturales que ha experimentado Andalucía en
los últimos veintitantos siglos. Será un doble viaje, porque tene-
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mos que distinguir entre cocina de ricos y cocina de pobres. O,
mejor dicho, «comida de rico, comida de pobre», como tituló la
antropóloga Isabel González Turmo su tesis doctoral basada en
el trabajo de campo que realizó en el occidente andaluz en 1987.
También se podría utilizar la distinción entre cocina
popular y alta cocina y, de hecho, lo haremos a partir de la épo-
ca histórica en la que cambia el dúo casi exclusivo «comida de
pobre-comida de rico» y aparece la cocina burguesa, la profe-
sional (restaurantes) y la industrialización de la producción de
alimentos y precocinados.
La expresión «cocina tradicional» no es clara porque
tan tradicional es la cocina popular actual, como las de los
nobles y la burguesía. Las hoy llamadas «cocinas regionales»
se conformaron en el siglo XIX, mezclando la cocina de los
pobres con alimentos algo más variados y algunas técnicas de
las cocinas de los ricos.
Para este viaje dual, encuadramos la cocina y alimenta-
ción andaluzas en su ámbito de la cultura mediterránea, con
breves referencias iniciales al origen de la agricultura (y otras
cosas) en el Oriente Próximo. Veremos los cambios en las dis-
tintas épocas, marcados por los sucesivos dominadores:
romanos, visigodos, musulmanes, unificación cristiana, Impe-
rio, decadencia… hasta llegar a la efervescente época actual.
La cocina de los ricos siempre tuvo recetarios publicados
aunque muchos se hayan perdido. Pero la evolución de nuestra
cocina popular es casi exclusivamente detectable en obras litera-
rias, pues no tenemos recetarios hasta el siglo XX. La incorpora-
ción de los productos americanos a nuestras cocinas fue lenta
pero muy determinante en la creación de las cocinas regionales.
En el siglo XX, nuestra historia se complica (o se simpli-
fica, según se mire), porque la industrialización iniciada el siglo
anterior provoca grandes cambios sociales. Hay una desapari-
ción paulatina de la cultura popular en general. En Andalucía,
esto se produce más tarde porque la industrialización es muy
lenta: más del 50% de la población andaluza trabajaba en el
sector primario todavía en los años cincuenta del siglo XX.
La cocina, como el resto de las costumbres, evoluciona
hoy hacia una evidente uniformidad mundial en sus tres ámbi-
tos: la cocina casera, que se va infiltrando de alimentos enva-
sados y precocinados; en la calle, se consume mucha comida
rápida, aunque se observa una demanda creciente de comida
«casera» para llevar o para tomar en el «menú del día»; y la
gran evolución de la alta cocina, que ya no es la de los reyes y
los ricos, sino la de los cocineros profesionales.
Encontraremos en esta historia varias etapas y produc-
tos estelares que luego se comentarán por extenso en las dos
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partes siguientes. Contemplaremos los cambios en la agricul-
tura y la ganadería motivados por los distintos cambios políti-
cos, y por la llegada de alimentos de otras tierras, tanto en la
larga etapa romana como en la no menos dilatada y fecunda
musulmana o tras el Descubrimiento de América.
En estos tres períodos, hay en Andalucía –o promovi-
dos por andaluces– importantes hitos: Escuela de Cocina de
Adriano, libros de Columela, San Isidoro y de la Escuela Agro-
nómica de Córdoba; recetarios andalusíes con gran influencia
en toda Europa, y la evolución lenta pero decisiva en los siglos
posteriores al Descubrimiento. Tenemos incluso un pionero de
la crítica gastronómica: el gaditano Pardo Figueroa «Doctor
Thebussem». Y, por último, un inicio de siglo XXI fulgurante.
En la II parte, nos detendremos en los alimentos y pro-
ductos estrella andaluces de todas las épocas. Aportaciones
andaluzas destacables y, en su caso, novedosas, fueron el
garum que se exportaba con éxito a la capital del Imperio
romano –junto con otros alimentos de gran calidad como el
aceite de oliva–, hasta el plancton desarrollado por Ángel León
y la Universidad de Cádiz, pasando por los jamones ibéricos de
bellota y los vinos de crianza bajo velo de flor, productos
ambos que son únicos en el mundo, como lo es el caviar gra-
nadino, el primero del mundo en ser certificado como ecológi-
co. La piscifactoría fue convertida en ecológica mediante un
proyecto elaborado con la colaboración de cinco universidades
andaluzas. También son novedosos los sistemas de agricultura
y acuicultura desarrollados en Almería y Sevilla.
Queda claro que la despensa y el recetario andaluces
están entre los mejores del mundo, pero nos han encasillado
en el tópico de que sólo hacemos frituras y gazpachos, y nos
ha dado una cierta vergüenza desmentirlo. Un ejemplo muy
reciente: en el libro El sabor de Paradores (2016), Andalucía
aparece casi exclusivamente con fritos (pescados y pavías),
gazpacho, salmorejo y ajoblanco, más rabo de toro y lomo de
orza. ¿Y los mil y un guisos y aliños? Y eso que los platos los
han propuesto los propios paradores locales.
En la Parte III del libro, nos ocupamos de las investiga-
ciones, publicaciones y desarrollos técnicos de científicos y
cocineros andaluces que han supuesto innovaciones influyen-
tes en las cocinas y las mesas de su tiempo.
También nos ocuparemos de las herramientas, desde
el fuego hasta el nitrógeno líquido, técnica, esta última, de -
sarrollada en España por el malagueño Dani García. Por ejem-
plo, la cerámica fue una herramienta que cambió la forma de
comer de la Humanidad. En Andalucía, tenemos abundantes
restos arqueológicos –algunos con más de 5.000 años de anti-
Introducción
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güedad– de cerámicas muy singulares que se extendieron lue-
go por la Península y por varias zonas de Europa. Y en estos
últimos años, la industria andaluza de la fabricación de superfi-
cies para cocinas –caseras e industriales– es, sin duda, un
referente y líder mundial.
Como colofón brillante, observaremos la situación
actual de las distintas cocinas profesionales andaluzas. Una par-
te básica de esta evolución la han tenido y la tienen las escue-
las. Desde la que funcionó durante el Califato de Córdoba, has-
ta la exitosa «producción» de estrellas Michelin de la
malagueña La Cónsula. En medio de ambas, hay una pionera
andaluza, Carmen de Burgos «Colombine», que consiguió intro-
ducir la cocina en la enseñanza superior a principios del siglo
XX, y publicó un ambicioso tratado, La mesa moderna, en 1918.
Cierra esta última parte un rutilante desfile de jóvenes
cocineros andaluces de primer nivel internacional. Hay que
constatar la influencia de estos cocineros en la recuperación y
valoración de productos autóctonos y de recetas ancestrales
que en muchos casos han sido –y son aún– despreciados por
pobres. Hay, por tanto, motivos para la ilusión.
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1. Dos historias ¿paralelas?
Esta es la parte más extensa del presente libro porque
tenemos una larga historia que contar, plagada de momentos
estelares y de grandes cambios. Nos centraremos en el Medi-
terráneo, con unas breves referencias al origen de la agricultu-
ra y otros asuntos relacionadas con nuestro objetivo. Veremos
los cambios en los gustos según las épocas.
Una etapa brillante fue la larga integración en el Imperio
Romano, al que Andalucía aportó productos, estudiosos, poetas,
filósofos e incluso un par de emperadores, uno de los cuales fun-
dó la primera escuela de cocina. Otra no menos esplendorosa fue
la de la dominación de la cultura árabe-persa, que se convierte
aquí en hispano-musulmana y es faro de cultura en Europa y parte
del mundo árabe. Durante el esplendor del Imperio español, a par-
tir del Descubrimiento, se abre otra larga etapa de innovaciones
en todos los ámbitos, también en la cocina, desde luego.
En estas últimas décadas, la producción de alimentos
excepcionales y la evolución de nuestras cocinas públicas
están conformando otra etapa estelar de nuestra gastronomía.
Doble itinerario
Nuestro viaje por la historia de la cocina y la alimenta-
ción será doble, porque tenemos que distinguir entre la cocina
de los ricos y la de los pobres.
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Durante milenios, la cocina de los pobres fue muy
parecida en todas las regiones mediterráneas. Las referencias
más antiguas que tenemos –los imperios del cercano oriente y
más tarde la Grecia clásica– abonan esa continuidad. Pero ya
en tiempos remotos, no documentados con precisión, algunos
empezaron a disponer de más recursos alimenticios que los
demás. En expresión de Fernández Armesto, «nunca hubo una
edad de oro de la igualdad (…): la desigualdad está implícita en
la evolución por selección natural». Sí hay una cierta igualdad
en el estilo de cocinar y comer, pues la desigualdad se nota
básicamente en la abundancia. González Turmo viene a decir lo
mismo, que la comida de pobre y de rico se diferenciaba bási-
camente por la abundancia en cantidad y en calidad, sobre
todo de elementos cárnicos. Y eso ocurre aún en nuestros días
(ya se dijo que su trabajo es de 1987).
Un claro ejemplo de continuidad cultural es «la olla»,
de la que tenemos constancia desde la Grecia helénica, don-
de era popular el rophema, un guiso que incluía legumbres,
cereales, semillas, verduras y muy poca carne. La olla podrida
del barroco, la adafina judía y los cocidos populares del XIX-XX
son evidentes herederos directos.
Compararemos el contenido de la olla de don Quijote,
la del rico Camacho, las de los reyes españoles en el XIX y las
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de muchas comarcas andaluzas en la posguerra, cuando un
hueso se usaba varias veces y hasta se prestaba: en la Alpu-
jarra se llamaba «el saborete». El cocido madrileño aparece
en el libro Cocina Regional Española (1950) con dos versio-
nes: uno con vaca, gallina, tocino y jamón, y otro, el «típico
de albañiles» (sic), que solo lleva tocino y falda de vaca. Un
buen y reciente ejemplo de lo que significa comida de rico,
comida de pobre.
Un cambio relativamente sensible se produjo con la
dominación visigoda: de la afición de los romanos por los pro-
ductos agrícolas se pasó a un aumento de la ganadería, aun-
que el pueblo llano (alrededor del 90% de la población durante
milenios) seguía disponiendo de muy pocas carnes.
La cocina de pobre mantiene la uniformidad durante
milenios por necesidad y disponibilidad de pocos productos
(hoy día también, pero ahora es por la publicidad y la globaliza-
ción necesarias para el negocio de las multinacionales de la ali-
mentación). Los pobres más pobres siguieron comiendo lo
mismo hasta hace cuatro días: pucheros, gachas, migas, pan
de mezcla de trigo y maíz o trigo y centeno, y poca leche (que-
so), como se comprueba, por ejemplo, en el citado trabajo de
González Turmo, en los estudios de Caro Baroja en los años 40
o en el Viaje a la Alpujarra del Dr. Olóriz en 1894.
Historia
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Solo a partir del Renacimiento se refinan algo las técni-
cas en las cocinas de reyes y nobles y se amplía el catálogo de
alimentos. En Andalucía, ese cambio llega mucho antes que al
resto de Europa, debido a los avances y desarrollos de la agri-
cultura, la cocina y las modas en la mesa que se dan desde los
primeros tiempos del Califato.
El mayor cambio tecnológico de la cocina popular se
dio con la incorporación de alimentos americanos, si bien fue
bastante lento.
Primeras divergencias
Estos caminos paralelos se empiezan a complicar en el
siglo XIX, con la aparición de una nueva clase social –la burgue-
sía–, que coincide con los primeros restaurantes y la definitiva
integración de los productos americanos. Muchos cocineros
de la nobleza se pasan al incipiente sector hostelero. Nace la
alta cocina pública y se conforma un cuerpo de doctrina culina-
ria profesional que influirá en todas las cocinas del mundo
durante dos siglos. Es la llamada cocina francesa, cocina inter-
nacional o cocina de restaurante.
La emergente cocina burguesa va incorporando algu-
nos de los usos de esa cocina de restaurante, con lo que se va
formando una cocina intermedia entre la alta cocina y la cocina
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popular. Esta última también acaba incorporando técnicas y
recetas de esa cocina, aunque aún más lentamente.
En el siglo XX, cambiaron mucho todas las cocinas
populares, burguesas o profesionales. La alta cocina experi-
mentó un cambio muy profundo. Primero, los propios fran-
ceses se autocriticaron con la nouvelle cuisine; siguieron los
españoles, que le dieron varias vueltas de tuerca a esa reno-
vación gala: vascos, catalanes y luego todos, con presencia
importante de algunas estrellas andaluzas. Se avanzó más
en el último cuarto de siglo que en casi todo el resto de la
Historia.
La cocina casera casi ha dejado de ser casera debido a
los grandes cambios sociales –turismo masivo, migraciones,
uniformización cultural y de los mercados– y especialmente
por la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, con lo
que la transmisión ya no es de madres a hijas, sino a través de
cocineros y medios de comunicación.
Los que siguen cocinando en casa –se cocina poco y
se compra mucho– van coincidiendo: abunda la 5ª gama tanto
en los restaurantes y los bares como en las casas. Todos ellos
quedan unidos «democráticamente» por el fast food y la comi-
da prefabricada. Pero, no es el final de la Historia. Seamos opti-
mistas, porque la alta cocina contemporánea –de autor, creati-
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va, de cercanía, etc.– es un poderoso reducto de las tradicio-
nes, hermosa paradoja.
2. Desde Grecia y más allá
De la Prehistoria, no tenemos más que restos arqueo-
lógicos y las pinturas rupestres que apenas nos permiten intuir
cómo era la alimentación de aquella larga época. No vamos a
detenernos y mucho menos a hacer literatura. La Historia
empieza, obviamente, con la invención de la escritura, ligada
directamente al desarrollo de la agricultura, que trajo a su vez
la civilización, o sea, la aparición de ciudades y su consiguiente
agrupación en estados, reinos, imperios…
En nuestro caso, el origen estuvo en Mesopotamia, don-
de se han encontrado los restos más antiguos de tablillas escri-
tas, semillas de cereales y otros indicios de la vida en las prime-
ras ciudades y estados. A grandes rasgos, estos avances se
extendieron hacia el Mediterráneo oriental a través de Egipto y
Anatolia (la actual Turquía), para iniciar lo que podemos conside-
rar nuestro ancestro cultural: la Grecia de la Edad del Bronce.
Hacia el 1177 a.C., las civilizaciones mediterráneas se
derrumbaron una tras otra, lo que cambió radicalmente el rumbo
y el futuro del mundo occidental. Es la época que se conoce en
la historiografía como «la invasión de los pueblos del mar», un
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enigma más. La destrucción de ciudades y estados fue muy
numerosa, tanto en la península griega, como en las costas asiá-
ticas mediterráneas, pasando por la conocida desaparición de
toda una cultura como la micénica de la isla de Creta.
El caso es que hubo un largo período de transición
–muchos lo califican de «primera Edad Oscura de nuestro
mundo»– hasta la aparición de la cultura griega clásica, que
hoy se considera unánimemente como el germen de la socie-
dad occidental tal y como la conocemos.
Hay que añadir que también hubo cambios y renova-
ción en las zonas cercanas, especialmente en la costa oriental
mediterránea de Asia. De allí, partieron las naves fenicias y car-
taginesas que, junto con las griegas, protagonizaron la expan-
sión por todo el Mediterráneo, hasta llegar a la Península Ibéri-
ca y al Magreb. De esta época data, como sabemos, la
fundación de Cádiz, hace unos tres mil años. Y aquí también
arranca nuestra historia. Algunos historiadores griegos dieron
noticias (en muchos casos leyendas) sobre el mundo exterior a
ellos. Como ejemplo, tenemos la descripción que hizo Estra-
bón de la costa tartésica, en la que habla de los atunes que
pasaban por el Estrecho y dice que estaban gordos como puer-
cos porque se cebaban con las bellotas que caían al mar de los
encinares de la costa. Aunque es una evidente fantasía, parece
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un antepasado de nuestros jamones: atún ibérico de bellota.
Lo que nos lleva a uno de nuestros iconos, la pesca del atún
por la técnica de la almadraba.
Primeras noticias
Tenemos una descripción de las almadrabas en el siglo
II a.C. que Opiano nos dejó en su libro Halieutica y en el que
describe así el momento del avistamiento de los atunes:
...se despliegan todas las redes a modo de ciu-dad entre las olas, pues la red tiene sus porteros y en suinterior puertas y más recónditos recintos, Rápidamentelos atunes avanzan en filas, como falanges de hombresque marchan por tribus, unos más jóvenes, otros másviejos, otros de mediana edad: infinitos se derramandentro de las redes, todo el tiempo que ellos desean y lacantidad que admita la capacidad de la red. Y rica y exce-lente pesca.
Desde entonces hasta hoy, no ha habido interrupción en
el uso de esta espectacular forma de pesca. Hay múltiples noti-
cias en todas las épocas históricas. Incluso se acuñó la frase
hecha «Ir por atún y a ver al duque», debido a las almadrabas que
poseía el Duque de Medina Sidonia desde el siglo XII, recién
reconquistadas las costas gaditanas por los reyes cristianos.
Historia
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Griegos, fenicios y cartagineses buscaban principalmen-
te metales, sobre todo el estaño, imprescindible para elaborar el
bronce. Pero no se limitaron al comercio, sino que fundaron
colonias e introdujeron –o modificaron–, por todas las costas
mediterráneas los productos de una agricultura que ya acumula-
ba varios siglos de desarrollo, especialmente cereales, vides y
olivos desarrollados a partir de los silvestres. También nuevos
árboles frutales y las técnicas de los alimentos elaborados: acei-
te, pan y vino, la tríada mediterránea. Especialmente el pan y el
vino requieren sofisticadas técnicas, tanto de cultivo y cosecha,
como de sistemas de elaboración: molienda, amasado, fermen-
tación y cocción para llegar desde el trigo al pan; y para el vino,
pisado, fermentación, filtrado, crianza y conservación. Por eso,
los antiguos griegos decían que los dioses comen ambrosía y
beben néctar; los hombres civilizados comen pan y beben vino;
y los bárbaros comen carne y beben leche.
También fundaron o desarrollaron factorías donde ela-
borar salazones para enviarlas a sus metrópolis o comerciar
con ellas.
Qué comían los griegos
Los griegos desarrollaron la cultura que recogen de
Egipto y de las civilizaciones avanzadas del Oriente cercano.
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Dice una de las leyendas mitológicas que el introductor de la
escritura en Grecia, Cadmo, había sido cocinero del rey de
Sidón. Los restos arqueológicos de Egipto o Cartago indican
una alimentación similar a la de la Grecia clásica.
De las cortes orientales llegó también la costumbre de
comer en lechos situados alrededor de la mesa (lo que sería
luego el triclinio romano). Los espartanos y otros pueblos gue-
rreros rechazaron estos refinamientos, pero se impusieron en
Atenas y de allí pasaron a todo el mundo helénico.
Arquestrato escribió un tratado de Gastronomía que se
ha perdido, pero que es citado con admiración por algunos
escritores griegos de la época. Aristóteles fue el primero que
estudió la fisiología de los alimentos animales y vegetales, y
Teofrasto hizo el elogio de lo mejor y lo peor, gastronómica-
mente hablando, de esos alimentos. Pero las noticias más
amplias nos han llegado por los escritos de Hipócrates –siglo
VI a. C.– que basaba en la dieta un gran parte de sus métodos
para combatir la enfermedad. En su libro Régimen, hay un
extenso catálogo de los alimentos utilizados en Grecia, aunque
da muy pocos detalles de las formas de cocinarlos.
Se comía poca carne, pero variada, tanto de aves como
de animales terrestres. La preferida era la de cordero, aunque se
comía más carne de cerdo. La grasa fundamental era el aceite de
Historia
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oliva. Se consumían mucho las lentejas, habas, zanahorias, coles,
lechugas silvestres, setas, trufas, aceitunas, higos, uvas, manza-
nas y dátiles. Pero, los alimentos fundamentales eran el pan y
otros derivados de los cereales, como gachas, bollos o pasteles,
además de semillas de lino, sésamo o adormidera.
Comían pocos pescados, aunque algunos eran muy elo-
giados, como el dentón y la murena, también conocida como con-
grio o zafío. Se consumía leche pero casi toda en forma de paste-
les o de queso, el cual utilizaban con frecuencia como condimento
o salsa. La miel era el único edulcorante conocido entonces. Hasta
el siglo IX no llegó el azúcar a Europa, vía Al-Ándalus, como se con-
tará con más detalle en su momento histórico.
El potaje llamado rophema se puede considerar como el
claro antecesor de nuestros actuales pucheros y ollas. Era un gui-
so que se podía hacer con distintos tipos de cereales, semillas,
legumbres y verduras. Durante milenios, los mediterráneos se
han alimentado con guisos similares a diario, hasta desembocar
en la famosa olla podrida, que es el antecedente directo de la
actual familia de cocidos regionales elaborados con garbanzos,
lentejas o judías, verduras (la «berza» andaluza) y poca carne.
Hablando de antecedentes, como anécdota, en la
Odisea comen una tripa rellena de grasa y sangre, asada al
fuego. ¿Una morcilla?
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En general, todos los historiadores coinciden en que
eran bastante frugales, no solo los pobres –que siempre lo
son por pura necesidad–, sino también las clases altas, lo
que tiene continuidad en Roma, hasta el siglo I como míni-
mo. Los griegos presumían de su frugalidad (y de su demo-
cracia), contraponiéndola a las lujosas (y despóticas) cos-
tumbres persas.
De todas formas, algunas diferencias había entre la
comida de pobres y la de ricos, básicamente en cuanto a la
mayor o menor variedad y disponibilidad de alimentos. Pero en
ambos casos, el estilo de la alimentación griega es similar al
que se ha descrito en la segunda mitad del siglo XX como
«dieta mediterránea», que, en realidad, se debería llamar ali-
mentación mediterránea. En el ámbito mediterráneo se ha
conservado de forma generalizada, con las modificaciones que
iremos viendo a lo largo de esta breve historia, hasta mediados
del siglo XX. Y en Andalucía incluso se mantiene entre algunos
reductos de la población hasta casi nuestros días.
En la mesa
Usaban cucharas para comer las sopas y los potajes,
pero no había tenedores ni servilletas. Se limpiaban las manos
en la miga del pan. Fijaron mediante mitos los comportamien-
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tos humanos. En el aspecto que nos ocupa, ya hemos citado
el de la invención de la escritura ligada a la de la cocina. Desta-
ca también el mito del rey Anfitrión, símbolo de la hospitalidad,
actitud contraria a la xenofobia. Simboliza el carácter sagrado,
inviolable del huésped. Otros conceptos acuñados en esta
época que han llegado a muchos idiomas actuales son, por
ejemplo, sibarita y simposio.
Los ciudadanos de Sybaris, ciudad fundada por los grie-
gos en el s. VII a.C. en el sur de Italia, eran tan famosos por su
buena cocina y su refinamiento que se acuñó el concepto de
sibarita.
El Symposion era una reunión de hombres en la que se
bebía vino y se hablaba de temas variados. Los griegos no so -
lían beber vino con la comida, sino después o aparte. Para
mantener la mente lúcida y estimulada a la vez, el vino se reba-
jaba con agua en una crátera y se repartía en copas. Una des-
cripción detallada es El Banquete de Platón, aunque no era
realmente un banquete pues no se comía. El significado apro-
ximado es «lugar donde conviven (beben) los educados».
Así debería seguir siendo si no se hubiera cambiado el
vino bebido lentamente y charlando (como aún se hace en
ciertas ocasiones en Andalucía) por el botellón y el cubata con-
sumidos a toda velocidad y entre un ruido atronador.
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3. La integración en Roma
De la cocina romana se conservan algunos testimo-
nios. El más importante y completo es el De re coquinaria de
Apicio, publicado en el siglo I de nuestra era. Es un recetario
que muestra una cocina bastante refinada y muy variada, por-
que a la metrópoli afluían productos de todo el mundo conoci-
do y los cocineros romanos se esforzaban por hacer combina-
ciones originales. Pero claro, hablamos de la cocina de la corte
y de (algunos) ricos ciudadanos romanos.
La plebe, los esclavos y los numerosos ejércitos te -
nían una alimentación bastante más simple: cereales –trigo,
cebada y algunos otros en menor medida–, aceite y vino eran
los tres puntales básicos, como lo siguen siendo en la cocina
mediterránea. Unas gachas de harina con algo de grasa –el
llamado puls– era el rancho más frecuente de las legiones
romanas. Comían también bastantes hortalizas y verduras,
incluso algunas que hoy despreciamos como las ortigas, las
malvas, las hojas de parra (que todavía se cocinan hoy en
Grecia) o la oruga, que hoy volvemos a consumir con el nom-
bre italiano de rúcula.
Claro que algunos no eran muy partidarios de tanta ver-
dura. Plauto, en su comedia Pseudolus, satiriza por boca de
uno de los personajes:
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Los cocineros sirven un prado completo en susguisados, de la misma manera que si trataran de re-galar el paladar a bueyes. Preparan sus platos como unmontón de forraje, de hierbas aderezadas con otrasyerbas y rellenas de coriandro, perejil, apio caballar, a laque añaden coles, acederas, puerros, acelgas, todo ellofuertemente aromatizado con selfión mezclado conmostaza triturada, repulsivo veneno que no es posiblemajar sin derramar lágrimas.
El selfión o silfium era llamado «el alimento de los dio-
ses». Actualmente se conoce con el nombre de benjuí y se usa
en medicina y en la industria de la perfumería.
Las lentejas y las habas también eran muy apreciadas.
Los garbanzos, quizá porque fueron introducidos por los feni-
cios, eran menos consumidos. Incluso hoy día solo se consu-
men abundantemente en España y en la costa sur del Medite-
rráneo, mientras que en el resto de Europa prácticamente no
se comen. La leche y el queso eran consumidos a diario, inclu-
so se utilizaban con frecuencia para aderezar platos.
Las carnes que usaban en la cocina eran muy variadas,
más que hoy día (avestruces, grullas, lirones…). Eran muy
apreciadas partes poco usuales hoy, como las ubres y las vul-
vas de las marranas. También se cebaban animales como se
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hace hoy con los patos y gansos para conseguir el foie gras.
Con higos secos y vino con miel se cebaban unos cerdos que
eran muy buscados por los gastrónomos.
Hay que volver a recordar que esta variedad estaba
reservada a las clases económicamente fuertes, como siem-
pre ha sido hasta hace muy pocas décadas.
En el libro de Apicio aparecen muchas variedades de
pescados, algunas desconocidas o no consumidas hoy día,
igual que hemos visto en el caso de las carnes. También apare-
cen formas de conservarlo en salazones y «en vinagre», ante-
cedente claro de los actuales escabeches.
Las frutas eran casi las mismas que hoy conocemos
excepto algunas que luego veremos que son introducidas por
los árabes. Plinio menciona treinta y ocho variedades de peras
y más de veinte de manzanas. Las legiones romanas se traen
de todas partes alimentos no conocidos en el Mediterráneo y
especias, que entonces eran carísimas y uno de los lujos más
apreciados en los banquetes de los potentados.
El condimento romano por excelencia es el garum, del
que hablaremos con detalle en la segunda parte por la impor-
tancia que tuvo su fabricación en Andalucía. Era uno de los pro-
ductos más apreciados de los exportados desde la Bética a la
metrópoli, junto con aceite, vino, cereales y metales.
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Hablando de andaluces, Columela, un gaditano que
vivió entre el año 4 y el 70 d.C., escribió, entre otros, el tra-
tado De re arbóribus, fundamental para el cultivo de la vid, el
olivo y los frutales. Otra de sus obras, De re rústica, es un
conjunto de doce libros sobre técnicas agrícolas de todo
tipo, que estuvo vigente durante siglos en buena parte de
Europa. Hay una continuidad andaluza por medio de Abú
Zacaría, un sevillano que vivió en el siglo XII; cita los libros
de Columela y, a su vez, influyó en la agricultura europea
hasta el siglo XVIII.
Refinamiento y decadencia
Respecto a los modelos alimentarios en esos años del
Imperio, Columela decía:
Los antiguos eran más frugales, pero los pobrestenían más variedad en sus manjares gracias a la abun-dancia de leche y carne debida a la caza o a los animalesdomésticos que, como el agua o el trigo, suministrabanalimento tanto a los más encopetados como a los máshumildes. Pero cuando las edades siguientes, y sobre to-do la nuestra, fijaron unos precios desmesurados para laalimentación, y una vez que las comidas no se aprecia-ban ya según los apetitos naturales, sino en función de
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sus costos, el pueblo indigente se vio apartado de losmanjares caros y reducido a los comunes.
Estamos ante una situación que podríamos trasladar a
nuestros días en las regiones del planeta que se suelen conside-
rar «primer mundo». Roma era la gran metrópoli, allí llegaban los
barcos con mercancías de todo el mundo y la acumulación de
riqueza propició una cocina refinada, tanto que a veces resultaba
disparatada, como suele ocurrir con los excesos y los lujos. Tito
Livio lo achacaba a que «el ejército de Asia introdujo en Roma el
lujo extranjero (...). El cocinero, considerado y empleado hasta
entonces como un esclavo a bajo precio, se convirtió en muy
caro. Lo que era oficio se convirtió en un arte».
Siempre se le echa la culpa de nuestros vicios a los de
fuera (tabaco, café, drogas…). A este respecto y aunque se
trata de una caricatura y, por tanto, de una considerable exage-
ración, unos párrafos extractados de la novela de Petronio, ElSatiricón, nos dan una idea de los extremos de rebuscamiento
y exhibicionismo a que se había llegado en los banquetes de
los (nuevos) ricos.
En casa del liberto Trimalción, después de una prolija y
abigarrada espera, por fin se sientan y les lavan «las manos
con agua de nieve esclavos egipcios». Un primer aperitivo es
«un borriquito de bronce (…) con alforjas que contenían aceitu-
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nas blancas y negras (…) lirones condimentados con miel y
adormidera (…) salchichas asadas (…) ciruelas de Siria». La
cosa sigue con mucho teatro y aparece en la sala «una gallina
de madera (…) que parecía estar empollando». Los esclavos
sacan huevos de debajo de las alas y se los dan a los comensa-
les, que muestran cierto reparo, pero los cascan (eran de pasta
cocida) y dentro había «un papafigo gordo envuelto en yema
de huevo y pimienta». En fin, sirven «Falerno opiniano de cien
años en frascos de cristal» y, entre otros muchos servicios
(nosotros lo dejaremos aquí), un globo en forma de zodíaco
con doce manjares distintos y, en el centro «aves cebadas, una
teta de cerda (…) y cuatro sátiros con odres de los cuales bro-
taban chorros de salmuera, que caían en un lago en el que flo-
taban pescados condimentados».
Emperadores andaluces
A pesar de esos excesos y refinamientos, muchos de
los emperadores y miembros de las clases altas seguían ape-
gados a la tradicional alimentación «republicana» a base de
cereales, legumbres, verduras, poca carne y bastante frugali-
dad en el comer diario. Hasta que empezaron a acceder al tro-
no emperadores de origen germánico, mucho más amantes de
la carne, siguió vigente en cierta medida la tradición griega.
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Entre los muy civilizados –y civilizadores– tienen un
lugar de privilegio en la historia dos emperadores andaluces,
ambos procedentes de Itálica, que están considerados como
dos de los llamados «cinco emperadores buenos»:
Trajano, nacido en el 73 d.C., accedió al trono el año 98.
Fue elogiado por Plinio el Joven como «optimus princeps».
Aunque fue un gran constructor (foro, mercado, puertos, acue-
ductos…), la historia habla mucho más de sus éxitos militares.
Y nada de lo que comía, por desgracia para nuestro relato. Es
bastante probable que fuera frugal, como la mayoría de los
nobles de aquellos tiempos. Abona esta suposición el hecho
de que eliminó de la corte varios de los rituales orientales que,
como hemos comentado, se inclinaban al lujo. También se
sabe que dictó leyes para suavizar la vida de los esclavos, y
para la protección a familias y huérfanos.
Adriano sucedió a Trajano en 138 d.C. Era seguidor de
las filosofías epicúrea y estoica (que no son antitéticas, ni
mucho menos, aunque no es este el lugar para comentarlas).
Gibbon elogia de él, entre otras virtudes, su equidad y modera-
ción, y considera que su reinado fue «la época más feliz de la
Historia de la Humanidad». Nada menos.
Para nuestro relato es muy importante reseñar que fundó
una escuela de cocineros, el Collegium coquorum, prueba de la
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importancia que había adquirido la profesión, al parecer una de las
mejor pagadas del Imperio. Estaba subdividida en las distintas
funciones que se realizan dentro de la cocina: el coqus propia-
mente dicho, el focarius o alimentador del fuego, el coctor, encar-
gado de la cocción de algunos platos y otros oficios subalternos.
Como en las escuelas de hostelería actuales, también
había una sección dedicada a los oficios de sala o comedor. Por
ejemplo, el tricliniarcha, que tenía las funciones del actual jefe de
sala o maître o el pocillator, que era una especie de sumiller.
Otro andaluz que, aunque no llegó a emperador tuvo una
influencia decisiva en el gobierno del Imperio, fue el cordobés
Séneca. Él y su coetáneo el galo Sexto Burro gobernaron de fac-
to el Imperio Romano. Los historiadores romanos los considera-
ron las personas de mayor valía e ilustración del entorno de
Nerón. El período de influencia de Séneca y su colega destacó,
según dijo el propio emperador Trajano, por ser uno de los perío-
dos de «mejor y más justo gobierno de toda la época imperial».
Su política, basada en compromiso y diplomacia más que en
innovaciones e idealismo, fue modesta pero eficiente.
4. El cambio visigodo
Aunque para griegos y romanos la palabra bárbaro era
equivalente a extranjero, los pueblos que invadieron el Imperio
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romano realmente eran algo brutos y por eso ha acabado
teniendo el significado actual. En realidad, la palabra procede
del griego antiguo y servía para nombrar a los que hablaban
una lengua distinta a la suya. Pero también tenía ya un signifi-
cado peyorativo, según se desprende de la distinción que ha -
cían entre hombres civilizados y bárbaros.
Los pueblos germánicos y asiáticos que invadieron
poco a poco todo el territorio romano, eran nómadas y gue-
rreros que comían más productos cárnicos que vegetales, y
además poco elaborados, incluso casi crudos, como cuenta
la leyenda del origen del steak tartar. Como consecuencia
directa, eran muy poco duchos en agricultura, cuya diosa,
Nerto, era también la diosa de la tierra, a la que no se debía
violar. Cuando se veían obligados a cultivar algo hacían gran-
des aspavientos, sacrificios propiciatorios y gritaban al segar
para espantar a los espíritus de la Tierra. Su cereal más habi-
tual era el centeno, que ocupaba el lugar del trigo de los
mediterráneos.
Pero claro, al contacto con lo bueno todo el mundo se
contagia. Así que, cuando empiezan a hacerse sedentarios y
se establecen en los límites del Imperio, también se refinan un
poco. Los galos, por ejemplo, aprendieron a cebar ocas y las
exportaban a Roma en grandes cantidades.
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En Andalucía se establecen los vándalos y, poco des-
pués, la Península ibérica se unifica políticamente bajo el mando
de los visigodos, que en poco tiempo conforman prácticamente
una nación que casi coincide totalmente con la España actual.
Los campesinos hispano-romanos se adaptan (¡qué remedio!) al
cambio político, aunque su régimen alimenticio varía poco.
Siguen siendo básicos en la alimentación popular las gachas de
cereales y el puchero de legumbres, aunque aumenta algo el
consumo de carne debido al incremento de la ganadería, ya que
los visigodos son muy aficionados a la carne. El cerdo, que ya era
el ganado más abundante en Grecia, se convierte definitivamen-
te en la carne más apreciada, hábito que no nos pudieron quitar
en ocho siglos de dominación musulmana cultural y política.
El comercio de las salazones decayó considerablemente
con la caída de Roma, donde iban a parar las exportaciones de
nuestras factorías costeras. Bajó mucho la producción como con-
secuencia, ya que quedaron casi exclusivamente para el consu-
mo interno. Con la invasión árabe se reactivó algo la producción
de salazones y, sobre todo, la actividad de las almadrabas.
Cerveza y manteca
También se produjo un claro retroceso en el consumo
de aceite de oliva porque los pueblos germánicos preferían
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absolutamente la grasa de cerdo para guisar y freír. Este cam-
bio de tipo de grasa se mantuvo en la cocina popular andaluza
–y en general en la española– hasta bien entrado el siglo XX,
como se puede comprobar en los recetarios de cocina regional
que han ido apareciendo durante todo ese siglo. Excepto, claro
está, durante los siglos de dominación musulmana.
En la comida de los ricos, el uso de manteca de cerdo y
mantequilla se mantiene a partir de aquí durante largos siglos,
como comprobaremos al comentar en los recetarios de los coci-
neros de los reyes españoles, desde el de Ruperto de Nola, de
1525, hasta principios del siglo XX. Y lo mismo veremos en los
recetarios de los conventos. Pervivirá muchos siglos el uso
general de grasas animales en las cocinas de ricos y de pobres.
En todos los casos, el aceite se reserva exclusivamente para la
«cocina de viernes» o cocina de vigilia, días en los que la Iglesia
católica prescribía la abstinencia de carne.
La expulsión de moriscos y judíos no hizo sino reforzar
ese hábito alimentario, pues había que demostrar por todos
los medios que uno era cristiano viejo. Pero no nos adelante-
mos, ya llegaremos al Siglo de Oro, a la cocina del barroco.
Los germánicos introducen otras bebidas alcohólicas
distintas del vino, como la sidra y la cerveza, propias de climas
fríos donde no se da bien el viñedo. La cerveza ya se fabricaba
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en Egipto, antes que el vino, según los últimos descubrimien-
tos arqueológicos, y era conocida y consumida en la época de
los romanos. Pero no se le ponía lúpulo, que es lo que le da el
sabor amargo que conocemos actualmente. La tradición oral
dice que el lúpulo lo trajeron los germánicos y que se empezó
a añadir a la cerveza en los primeros siglos de la Edad Media.
Qué se comía en la Andalucía visigoda
Como de costumbre, tenemos mucha más información
de las comidas de ricos. La cocina de los nobles era bastante
parecida en todo lo que poco después sería el Sacro Imperio
Romano Germánico. En cada territorio del antiguo y vasto
Imperio Romano había algunos alimentos y comidas diferen-
tes, pero el grueso de las costumbres alimentarias era bastan-
te uniforme, como se dijo al hablar de griegos y romanos. Esta
característica funcionaba entonces lo mismo en la comida de
rico que en la de pobre.
La cocina de los nobles y los jefes eclesiásticos de la
época visigoda era opulenta y basada en carnes, pescados de
río y caza. Eran habituales los pastelones rellenos de todo tipo
de carnes o de lampreas, costumbre que llegará intacta a
nuestra época barroca. Son los antecedentes de las empana-
das (con masa de pan o, más adelante, hojaldrada) que ade-
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más son una forma de conservar mejor los alimentos cocina-
dos dentro de ellas.
Disminuye mucho en la mesa de los ricos el consumo
de cereales, legumbres y demás productos agrícolas, ya se
dijo que eran mucho más carnívoros que los mediterráneos.
En las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, que es
una auténtica enciclopedia de su tiempo, solo hay espacio para
la alimentación de la época en el libro XX. Pero, aparte de que
se ha perdido casi todo el texto de ese último libro o capítulo,
no parece que hubiera nada de cocina, sino que estaba dedica-
do, según los indicios que nos quedan, a una enumeración de
alimentos y de utensilios de cocina. En esto se parece a los
futuros folkloristas del XIX, como veremos.
En las mesas de los pobres las cosas cambian mucho
menos. Aumenta la cría de ganado, pero a ellos les toca poco y
la caza estaba reservada casi exclusivamente para la nobleza.
Así que el campesinado hispano romano no alteró mucho su
forma de vida con los nuevos gobernantes, salvo lo citado del
aceite y el cerdo, que se convierte en animal «familiar»: la
matanza en cada casa ha continuado hasta hace cuatro días.
Incluso en las casas de muchas ciudades andaluzas se siguie-
ron criando, en pleno siglo XX, uno o dos cochinos al año para
sacrificarlos en diciembre y abastecer la despensa.
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La base de las comidas de la plebe era el puchero o
cocido de legumbres y verduras, con muy poca carne (si acaso
tocino y huesos), y los derivados de los cereales, especialmen-
te el pan, auténtico pilar alimenticio, junto con las gachas,
migas y otras masas. La moda de las empanadas en la cocina
de los ricos llega también a la de los pobres, aunque lógica-
mente con menos suntuosidad en el relleno. También será una
costumbre conservada en la cocina popular hasta nuestros
días. En el barroco eran ya habituales y fueron objeto de fre-
cuentes sátiras en la novela picaresca.
5. Al-Ándalus y los reinos cristianos
El Renacimiento, como es harto conocido, fue un movi-
miento total, que influyó en las artes, las ciencias y también en
las costumbres, incluida la cocina como parte que es de la cultu-
ra. Se extendió por toda Europa rápidamente a partir de finales
del siglo XIV, pero en al-Ándalus se produjo un cambio similar
varios siglos antes. Los estudiosos musulmanes tradujeron a los
griegos y latinos, y difundieron la cultura clásica por todo el ámbi-
to de dominación musulmana, es decir desde Siria hasta Hispa-
nia, que pasó a llamarse al-Ándalus. No se limitaron a traducir
sino que desarrollaron todos los ámbitos del saber y el arte: poe-
sía, música, arquitectura, ciencia, medicina, agricultura, cocina…
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Así que, en lo que hoy llamamos España, hay durante
la Edad Media dos zonas claramente diferenciadas: la cristiana
que, como el resto de Europa, sigue las pautas culturales
medievales, incluidas las alimentarias, naturalmente. Mientras
que en la zona musulmana se puede hablar, repito, de un ade-
lanto del Renacimiento, que poco a poco también influyó en
las cortes cristianas, no solo en las de la Península.
Liderando la innovación
Para el tema que nos ocupa, fue determinante la creación
de la Escuela Agronómica de Córdoba en el siglo X, que mantuvo
gran auge durante los dos siglos siguientes y produjo numerosos
tratados de agricultura. Esto, unido al poder político, consiguió una
agricultura que producía excedentes, con lo que se dedicaba per-
sonal a otros menesteres y se desarrollaba la industria y la cultura.
Además, se cultivaban más variedades de alimentos,
digamos ornamentales o «de lujo», con lo que se iba haciendo
una compleja y refinada cocina. También hubo un gran desarro-
llo de la tecnología del agua, tanto para regadío como para
abastecimiento y ornamental (jardines, fuentes).
Posiblemente, el tratado más importante fue el Librode Agricultura del sevillano Abú Zacaría, escrito a mediados del
siglo XI, que fue un referente ineludible en toda Europa hasta
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Cuchillos árabes (Ars Cisoria)
el siglo XVIII y aún siguió influyendo bastantes años más en
España. Como prueba, hay una traducción de 1751 en la Biblio-
teca Real de París, de 1793 en Holanda y varias en Italia, Dina-
marca o Francia. En 1802, Banqueri hizo una nueva traducción
al español y decía que los árabes españoles hicieron maravillo-
sos progresos y que «llegaron a un grado de perfección que no
podemos presumir de haber alcanzado todavía».
Una muestra de lo que se ha dicho sobre la recuperación
y puesta al día del saber grecorromano es que Zacaría conoce y
cita los libros de Columela y recuerda que es «paisano».
Entre las novedades está el modo de cultivar la caña de
azúcar y la elaboración del azúcar, producto desconocido hasta
entonces en Europa. Se conocía la caña como algo exótico que
había en la India, pero solo para chupar el jugo; el azúcar llegó
en estos años.
El alambique o alquitara fue una innovación sensacional
que surgió en Oriente, pero allí solo lo utilizaban para hacer
perfumes. Poco después, hacia el siglo X, llegó a al-Ándalus,
donde se empezó a usar para destilar el vino. Hay noticias de
alquitaras en Jerez en el año 900 y citas de «anisados» en tex-
tos cordobeses de esa misma época.
Y de aquí pasó a Europa. Los europeos lo saludaron
con alborozo y atribuyeron propiedades medicinales a los lico-
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res obtenidos. De ahí los nombres de aquavit o eau de vie:
agua de vida.
El caso es que durante el Califato de Córdoba se inicia
una época de esplendor para las artes y las ciencias. Levi Pro-
venzal, en su obra La civilización árabe en España, afirma que
«la capital intelectual de este Occidente permaneció cons -
tantemente en España, primero en Córdoba, después en
diversas capitales y finalmente en Granada». Se refiere al
occidente del mundo musulmán, pero añade que para éstos
y para los castellanos, «Andalucía fue lo que Grecia para
Roma», y añade que hubo una intensa «hispanización» del
imperio magrebí.
A su vez, el esplendor de la corte califal y luego las cor-
tes de los reinos de taifa, hizo que numerosos reyes cristianos,
no solo de la Península ibérica, sino del Sacro Imperio, imitaran
las costumbres andalusíes en el vestir, en el servicio de la
mesa, en la música, la poesía…
Cocina y costumbres
En el 822, llega a la corte de Abderramán II el que algu-
nos consideran el «Petronio» del mundo árabe: el kurdo-sirio
Ziryab –«el pájaro negro»–, quien dicta la moda en el vestir y
provoca una revolución en el campo de la música. Entre otras
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cosas, creó un conservatorio y diseñó un plectro de garras de
águila en lugar del habitual de madera.
Y también en la gastronomía: impuso manteles y
copas de cristal en lugar de las de oro y plata. Introdujo el uso
griego de la cuchara en la mesa y estableció el orden de servir
los platos que todavía hoy utilizamos en toda Europa: primero
las sopas y caldos, después las entradas de carnes y aves
sazonadas y al final los platos azucarados, dulces y pasteles de
frutos secos y miel. Pescados, como se ve, debían de comer
pocos, igual que los griegos; tampoco hay grandes asados,
que eran, por el contrario, la base de las comidas de los nobles
castellanos y europeos cristianos en general.
Aunque la mayor parte de los frutos y hortalizas conoci-
dos ya los utilizaban los romanos, los árabes potenciaron
mucho el uso de alcachofas, berenjenas, espárragos, garban-
zos y calabaza. Novedades absolutas en Europa fueron el
arroz, la citada caña de azúcar, la naranja amarga, la nuez mos-
cada, la alcaravea, el anís y la granada, que terminó siendo sím-
bolo del último reino musulmán de al-Ándalus. Recuperaron el
uso generalizado del aceite de oliva, aunque también usaban
en algunos platos manteca de vaca.
En la cocina actual europea subsisten muchos usos y
costumbres de aquella cocina hispano-árabe. Ejemplos cerca-
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nos son los postres de media España, elaborados con almen-
dra, miel, huevos y aceite de oliva, que son casi infinitos:
mazapanes, roscos, alfajores, turrones, frutos de sartén… En
cada pueblo hay algunos de estos dulces, que siguen siendo
los típicos del lugar. O los sorbetes de fruta, que recuperaron
de los romanos y que se volvieron a poner de moda en los
años setenta del siglo XX con las «nuevas cocinas».
Recetarios andaluces
Son andaluces los primeros recetarios europeos des-
pués de Roma. Es lógico y normal que el desarrollo de la cultu-
ra en al-Ándalus trajera consigo el florecimiento de una cocina
rica y variada. Y lo mismo de lógico es que el interés por la
cocina produjera una larga serie de tratados de salud y de
nutrición, así como recetarios. Es lo mismo que ocurrió en el
apogeo del Imperio Romano, y es lo que está ocurriendo tam-
bién en nuestros días.
Se han conservado algunos recetarios de la época his-
pano-musulmana. En la década de los cincuenta se tradujeron
y editaron dos de gran importancia, un «manuscrito anónimo
del siglo XIII» publicado por Huici Miranda en 1966 y el de Ibn
Razin, objeto de la tesis doctoral (1960), no publicada, de Fer-
nando de la Granja Santamaría. Veamos someramente algunas
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recetas y productos que contenían aquellos recetarios, y
podremos constatar las diferencias con la cocina cristiana que
hemos visto hasta ahora y que continuaba vigente en buena
parte de Europa. Y, por otra parte, la continuidad de numerosas
comidas de estos recetarios andalusíes queda patente porque
algunas de ellas están citadas también por Delicado en su
novela La lozana andaluza de principios del siglo XVI.
Además de los recién citados postres y sorbetes de
fruta, también son de aquella época las albóndigas, los adobos
con vinagre y especias (los romanos ya hacían algo similar), las
aceitunas aliñadas y los fritos en aceite de oliva. La tafaya era
un guiso de carne (y a veces de pescado) con salsa de almen-
dras y cilantro. Este tipo de aliño es similar al que veremos
cuando le llegue el turno histórico, siglos después, a Ruperto
de Nola, y que sigue vigente en la actualidad.
Aparecen por primera vez en Europa platos hechos con
arroz: lo cocinan con carne y grasa, leche y miel. Eso sí, tanto el
arroz como las carnes, pescados y demás productos se guisan
hasta dejarlos casi hechos puré. En esto coinciden con la cocina
cristiana medieval. Igual que coinciden en el muy bajo consumo de
pescados, del que el citado «manuscrito anónimo» llega a decir
que «es pesado de digerir». Usaban mucha variedad de especias y
hierbas en abundancia, y en muy diversas combinaciones.
Historia
50
Aparece el alcuzcuz, hay mucha variedad de verduras
cocinadas solas o con carnes, y también de frutas, panes,
gachas de varias clases… y pasta.
Fideos y gurullos
Unos años antes de que Marco Polo (supuestamente)
trajera la pasta de China a Italia, nuestros antepasados musul-
manes hacían muchos tipos de pastas, que clasificaban en cor-
tas, largas y planas. La descripción de una llamada atriya coinci-
de con los actuales macarrones; todavía hoy día, en Murcia se
llaman aletría los macarrones. El nombre de otra pasta, fidaw, es
claro antecedente de la palabra fideo, aunque por su forma es
más parecida a los gurullos que a los actuales fideos. Ibn Razin
describía así la elaboración de los fidaw:
Se amasa un cuarto de libra de sémola conagua salada; se deja la pasta, fresca, amasada y bienlavada en una cacerola con tapadera, se toma un pococon la punta de los dedos, lo suficiente para formarpastas que parezcan granos de trigo, pero muy finos,las puntas más finas que el centro. Se ponen los queya están hechos en una gran fuente que se tiene de-lante. Cuando la pasta se ha terminado, se dejan quese sequen al sol.
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Esta es, exactamente, la forma en que las amas de
casa almerienses hacían los gurullos hasta bien avanzado el
siglo XX; los ponían a secar al sol en el terrado. Todavía hoy se
hacen artesanalmente y se venden en varios mercados alme-
rienses.
Vino y poesía
Como parece obvio, en los reinos cristianos se usaba
mucho más el vino que en la zona islamizada, incluida su utili-
zación en la cocina. Pero el desarrollo de la cultura andalusí
relativizó bastante la prohibición del vino y otras normas del
Corán que no nos atañen aquí.
La poesía báquica ya era tradicional en el mundo islámi-
co. El poeta más conocido en estas lides es el persa Omar
Jayyan (o Khayam, entre otras grafías utilizadas), pero en al-
Ándalus hubo un gran desarrollo de la poesía en general y de la
dedicada al vino particular, tanto en el Califato como, sobre
todo, en la época de las Taifas. Hubo un cierto retroceso con
los intolerantes almorávides; siempre hay fundamentalistas
que lo estropean todo. Solo unos ejemplos multiprovinciales:
el cordobés Ibn Shuhayd, el jiennense Al Gazal (ambos del s.
XI), Ibn Abi Ruh (Algeciras, s. XII) o Ibn Jatima (Almería, s. XIV);
e incluso algunos reyes, como Al Mutamid, de Sevilla.
Historia
52
También siguieron la «moda» griega de los coperos
juveniles, pero esa ya es otra historia que no tiene mucho que
ver con lo que venimos contando.
Ricos y pobres, como siempre
Como de costumbre en esta historia, tenemos mucha
menos información sobre las comidas de la plebe durante este
largo período histórico, tanto en la zona cristiana como en la
musulmana.
En la zona cristiana siguieron primando los cultivos de
cereales, viñas y pastos para la ganadería, más abundante que
en la otra parte.
En la zona moruna parece ser que los campesinos
hispano-romanos, que habían pasado mal que bien los tres
siglos godos, se adaptaron pasablemente a la nueva situa-
ción; se produjo una considerable mezcla étnica y de cos-
tumbres. Recuperaron maneras agrícolas romanas, volvieron
a la preeminencia del aceite de oliva y aumentaron bastante
los cultivos de hortalizas gracias a los innovadores sistemas
de regadío y a las investigaciones de la Escuela Agronómica
de Córdoba. El dominio del agua para riego fue una de las
grandes innovaciones en la agricultura medieval europea: la
huerta.
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Es altamente improbable que los campesinos y demás
clases bajas accedieran al refinamiento culinario de la élite,
pero los pucheros de siempre se enriquecieron con el nuevo
cereal (arroz) y con más variedad de hortalizas. No sabemos
si se restringió mucho o poco el consumo de cerdo, pero es
seguro que disminuyó a favor del cordero y la cabra, animales
casi totémicos de los árabes, reminiscencia de su origen
nómada.
El cordero siguió siendo mucho tiempo la carne más
apreciada, también entre los cristianos, como se deja entrever
en las descripciones de la olla podrida en la literatura y en los
menús de Palacio. En realidad, más que el cordero se trataba
del carnero; todavía no había llegado la moda de los «infantici-
dios gastronómicos» a los que tan aficionados nos hemos
vuelto: lechones, angulas, chanquetes, cabrito…
Tan buenos hortelanos llegaron a ser que, tras las repo-
blaciones cristianas, se estimaba como una riqueza conservar
un empleado o esclavo morisco que cultivara la tierra: «Tener
un moro atado». Aunque los cristianos volvieron a extender los
cultivos de secano –cereales y viñas, sobre todo– algo quedó
de la huerta andaluza.
Pero también es evidente que la cocina cristiana de
esa época era mucho menos refinada que la de al Ándalus.
Historia
56
Las comidas de la nobleza cristiana y demás «clases ricas»
eran una continuidad de las que hemos esbozado de la época
visigoda. Incluso desconocían el uso de la cuchara, los ali-
mentos más o menos líquidos se tomaban en escudillas o
tazas con asa.
Las demás viandas se servían sobre rebanadas de pan.
Por eso era muy detallado el uso de variados cuchillos para
trinchar y repartir las viandas en las mesas de los nobles. Enri-
que de Villena (1384-1434), culto y noble, pariente de reyes,
escribió un tratado sobre el arte de trinchar, Ars cisoria, con
abundantes ilustraciones de todos los tipos de cuchillos y con
la etiqueta de su uso. Cerremos este capítulo con una cita que
nos ilustra sobre el refinamiento en la cocina y la mesa de las
cortes andalusíes contemporáneas de Villena:
entre moros non an uso de grandes cuchillosporque comen la vianda menuda e adobada e apartadade los huesos, sinon gañivetes pequeños para cortar elpan o mondar fruta. Esta diversidat nasçe de la diversi-dat de las viandas e manera de comerlas e de la policía ecostumbres antiguas e avisamiento.
Diversidad, adobada y sin huesos, policía (limpieza),
avisamiento… son palabras de Villena muy significativas del
adelanto de la cocina andalusí.
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6. La «invasión» americana
Las repercusiones del Descubrimiento de América fue-
ron enormes en todos los ámbitos y, naturalmente, también para
las cocinas y las despensas de todo el mundo. Incluidas las de la
propia América, porque los españoles llevaron allí muchos de los
alimentos que a ellos les resultaban imprescindibles (o amables)
para vivir. De allí se trajeron todo lo que les llamó la atención aun-
que, como veremos, en Europa no se aceptaron pronto ni fácil-
mente los productos alimenticios que ofrecía el Nuevo Mundo.
Es lógico que lo primero que se llevaran a América fue-
ran sus alimentos básicos, puesto que allí no se encontraba
casi ninguno: trigo, olivo y vid; cerdos, cabras, gallinas, ovejas
y vacas; y una larga lista de verduras, frutas y hortalizas entre
las que destacan: ajos, cebollas, coles, nabos, berenjenas,
lechugas, naranjas, higos, almendras, avellanas y nueces. Y
dos productos que se aclimataron muy bien, hasta el punto de
que hoy muchos creen que son oriundos de América: café y
azúcar. Caso similar, aunque sea de importancia menor, es el
del cilantro, hierba muy usada en Andalucía, especialmente
en la época musulmana, que hoy está presente en la mayo-
ría de las cocinas criollas americanas, mientras que aquí se
usa bastante menos. Destaquemos, sin embargo, el gazpa-
cho de cilantro de Huelva, reliquia del pasado, absorbido por
Historia
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el triunfante gazpacho de tomate que, este sí, es un alimen-
to mesoamericano.
Los cocineros de las casas nobles que se instalaron en
América y las cocineras de los conventos crearon una cocina crio-
lla muy sabrosa, barroca y mezclada. Este mestizaje culinario fue
especialmente fructífero en México, donde los conventos eran
numerosos y bien dotados. Hoy la cocina mexicana es la más
variada e interesante de América, porque se crea con una mezcla
muy rica de productos indígenas y españoles; y con las técnicas
de las cocinas españolas del barroco, tanto las de las casas
nobles como las de la cocina popular andaluza que, como vere-
mos enseguida tenía ya una larga lista de recetas, a su vez mesti-
zas del sustrato romano y la cultura andalusí.
Un nuevo cereal
De América a España –y de aquí a Europa y al resto del
mundo– hubo también un flujo muy variado e importante.
Algunos alimentos tardan en incorporarse a nuestra comida
diaria, pero a la larga se convierten en fundamentales. Los
cambios más determinantes para la comida de los pobres son,
por un lado, los alimentos que aportan variantes importantes a
la universal olla podrida, con lo que se van conformando los
distintos cocidos y pucheros regionales, que quedan definidos
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en el siglo XIX casi exactamente como los conocemos hoy, es
decir, tal como recogen los recetarios del siglo XX. Por otro
lado, la inclusión del tomate y el pimiento en los sofritos y ali-
ños, permitió una mayor variedad de potajes, así como nuevos
pistos y fritadas.
Estos cambios no fueron paralelos en la comida de
ricos y pobres, como veremos en el próximo capítulo. Ahora
veamos con algún detalle los alimentos americanos más signi-
ficativos en ese proceso. Es natural que entraran por aquí, por
los puertos de Indias y, como veremos, en algunos casos se
les adjudicaron en Andalucía, tanto nombres castellanizados
(que luego influyeron en el francés, el inglés…), como usos
culinarios pioneros.
Lo primero puede que fuera el maíz, que era y es el
cereal básico en el centro, área del Caribe y el norte de Améri-
ca. Es el equivalente al trigo en Europa o al arroz en Asia. En la
cuenca del Amazonas, de clima poco apropiado para el maíz, el
cazabe y la yuca sustituyen a los cereales. En la zona andina
ese papel lo hace la patata, ya que tampoco las altas cumbres
son propicias para el cultivo de cereales.
Con el maíz no se hace pan tal como lo entendemos no -
sotros, ya que no tiene gluten, sino tortillas, panes muy delgados
que se cuecen sobre cenizas o sobre piedras calientes. También
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hacen varios tipos de gachas y se usa como espesante, técnicas
culinarias similares a las de nuestra cocina mediterránea. Como
es costumbre humana universal, con el maíz se elaboran bebidas
alcohólicas, como la chicha, una especie de cerveza que se hacía
masticando los granos para que la saliva produjera la fermenta-
ción. En la actualidad, obviamente no se hace así.
En Europa, se introdujo pronto el maíz debido a la esca-
sez crónica de trigo; al presentarse en forma de harina era más
fácil de aceptar. De todas formas, en Andalucía tomó el nombre
de un cereal ya existente, de baja calidad: el mijo o panizo, que
era conocido y así, al confundirse con él, se introdujo mejor.
Más tarde ocurrió igual en Canarias, donde se le llama
aun millo, o en las Vascongadas, donde recibe el nombre de
arto o artua, que es el nombre del mijo en eusquera.
La larga lucha de la patata
Mucho más lenta y difícil fue la incorporación de la patata,
que trajimos tras la conquista de Perú, donde se cultivaba –y a lo
largo de toda la cordillera andina– desde hace al menos seis mil
años. La sometían a procesos de desecación y congelado para
conservarla todo el año y molerla como harina. Los indígenas la
llaman «papa» y así se sigue llamando en Andalucía. La papa
entró en Europa por Cádiz y Sevilla, donde, según una improbable
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leyenda, las autoridades eclesiásticas no estuvieron de acuerdo
con el nombre del tubérculo dado en Canarias y en Cádiz, porque
no se podía llamar como el jefe de la Iglesia, el Papa.
Mucho más probable es la teoría de la confusión con
otro tubérculo, la batata, que se incorporó pronto a nuestra
despensa, eso sí, conservada en dulce. En el siglo XVI ya se
comían batatas en España, como muestran muchos testimo-
nios literarios, desde Góngora: «Y por postre una patata, con
dos limas de conserva». Quevedo le añade apellido: patata de
Málaga. Y también nombran las p(b)atatas en dulce pícaros
literarios como Lázaro de Tormes o el andaluz Guzmán de Alfa-
rache. El caso es que el nombre de patata se impone en caste-
llano y origina potato en inglés.
Pero su implantación como el alimento universal que
es hoy tardó, porque aquí llega como una curiosidad botánica y
no se utiliza masivamente hasta mediado el siglo XVIII, debido
a una serie de prejuicios más o menos fundados sobre su toxi-
cidad: es de la familia de las solanáceas, como el tabaco.
Hay múltiples leyendas, especialmente británicas, que
se atribuyen la introducción de la patata en Europa, pero hay
pocos datos fiables. Pedro Cieza de León, en su Crónica delPerú (1538), la describe y dice que la ha probado –«raíces hari-
nosas de buen gusto»– y que las hay de varios colores.
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Hay noticia de un convento sevillano en la que se habla
del uso de la patata por motivos de gran pobreza de la comuni-
dad, pero dice que su consumo está reducido a algunos casos
de extrema necesidad y sólo para soldados y para los pobres.
Se trata del Hospital de la Sangre, de Sevilla, en el que hay
anotadas varias partidas para compra de patatas en 1573. Y
muy pocos datos más.
De España pasa a Francia, Italia, Suiza y Gran Bretaña,
pero sigue sin ser considerada como alimento interesante. En
1588 se utilizan patatas para alimentar el ganado. En 1596, un
inglés –John Gerard– publica un estudio reivindicando su consu-
mo pero no tiene repercusión pública. Por fin, a finales del XVIII,
un farmacéutico francés, Augusto Parmentier, convence al rey
Luis XV de la posibilidad de paliar el hambre cultivando masiva-
mente patatas. Ideó varias formas de comerla para hacerla más
atrayente y, desde entonces, muchas recetas en las que inter-
viene la patata se denominan «a la parmentier». Por esas fechas
se introduce también en Irlanda de forma masiva, donde se con-
vierte en poco tiempo en el alimento nacional, hasta el punto
que la mayor emigración a Estados Unidos se produce con moti-
vo de unas malas cosechas en el XIX.
Hay que tener en cuenta que las «papas» que vinieron
de América eran bastante distintas de las actuales, más peque-
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ñas, secas y arrugadas; no se parecían a ningún alimento
europeo y no se podía hacer harina para gachas ni pan. Se con-
sideraban insípidas, al lado de los nabos, coles y apios que se
usaban entonces para los pucheros. Hoy se aprecia precisa-
mente la capacidad de la patata para absorber sabores, por lo
que aparece en múltiples guisos, aparte de fritos (tortilla), ensa-
ladas, purés, etc.
El vicio del chocolate
Moctezuma invitó a Hernán Cortés a tomar «la bebida
de los dioses»: el chocoaltl. Aquella bebida no se parecía en
casi nada a la que tomamos hoy porque los aztecas no la
endulzaban, sino que la hacían derritiendo la almendra de
cacao y mezclándola con especias y picantes. Era tan aprecia-
do que se usaba como moneda de cambio. Su principio activo
es la teobromina, que resulta algo excitante (theobroma: bebi-
da de los dioses).
En la década de 1520, llega a España el primer envío de
cacao y en este caso sí se difunde su consumo muy rápido, al
mezclarlo con azúcar. No queda testimonio de quiénes fueron
los autores de tal mezcla, que convirtió al chocolate en bebida
de desayuno, merienda, postre y entre comidas. Es posible
que tal cosa ocurriera en algún opulento convento mexicano.
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Fruto y semillas de chocolate
El caso es que adquiere tal importancia que la monar-
quía española lo declara monopolio y considera su fabrica-
ción como secreto de estado. Así consiguen mantenerlo
hasta el XVII, aunque se introduce su consumo en Francia a
finales del XVI y en Italia en 1606. Pero la primera fábrica
inglesa no se puede abrir hasta 1675 y en Alemania (Lippe),
en 1756. Durante el siglo XVIII, la media de consumo en
palacio era de 300 libras al mes. Sólo para el desayuno de
Carlos IV –ya a finales del XVIII– se destina «una libra de
chocolate para hacer dos chocolateros: uno con leche y otro
con agua».
También se extendió a toda la sociedad y se abrieron
multitud de confiterías y tiendas de chocolate donde se servía
caliente. Hasta Quevedo se quejaba; decía que «el diablo del
tabaco y el diablo del chocolate» eran la venganza de las Indias
contra la conquista de España, aunque sabemos por sus car-
tas que consumió ambos «diablos».
Hubo múltiples discusiones y publicaciones más o
menos científicas sobre los efectos saludables o no del cho-
colate. Dos ejemplos, a ambos lados del «charco»: en 1606,
el mexicano Dr. Cárdena trató sobre «los provechos del cho-
colate y si es bebida saludable o no». En 1622, el ecijano
Antonio Colmenero, soldado y médico, publicó un tratado
Historia
66
con muchos detalles sobre el chocolate, incluyendo conse-
jos «saludables»: «Por la mañana cinco o seis onzas en tiem-po de invierno».
Hubo incluso un largo debate sobre si el chocolate que-
brantaba el ayuno, ya que esos días sólo se podía desayunar y
cenar alimentos líquidos. Como el chocolate se tomaba como
bebida solamente, unos decían que no rompía el ayuno; pero
otros argumentaban que es muy alimenticio y sí lo rompía. La
polémica llegó hasta el Vaticano que, por fin, en 1662, emitió
un dictamen favorable: era líquido, naturalmente.
Pimiento y tomate
El cultivo y consumo del pimiento abarcaba desde el
norte de México hasta el norte de Chile. Se usaba y se usa
de muy diversas maneras, y así también se hace en las coci-
nas europeas: condimento, salsas, para rellenar, guisos,
embutidos…
Sus nombres indígenas –chile y ají– cambian, al con-
trario que el tomate o la patata, porque se asimila su uso al
de una especia picante y muy cara entonces: la pimienta.
También por ese motivo se incorpora antes a las cocinas
populares que a las de los nobles. De todas formas no fue
tan rápido como el chocolate: en pleno barroco todavía se
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habla de «chorizos negros»1 en textos de Quevedo y otros
autores. Con el tiempo se extenderían más las variedades
dulces, y hoy forma parte indispensable de las cocinas medi-
terráneas en forma de pimentón, frito, seco... Contribuyó
grandemente a formación de las cocinas regionales en el
XIX: sofritos, fritadas, pistos…
El tomate, también mexicano, tardó casi tanto como la
patata en ser aceptado, y también por prejuicios acerca de su
salubridad. Por fin, se empieza a usar como condimento, como
el pimiento, y así empieza a aparecer en algunos recetarios de
conventos españoles. En 1653, un memorial recomienda que
se plante en Canarias por su similitud con el clima de las zonas
mexicanas de las que es oriundo.
Como condimento, se hace indispensable en sofritos y
salsas. Su consumo en crudo, en ensaladas y gazpachos no
aparece hasta bastante más tarde. En el Diccionario de la Len-
gua de 1837, en la descripción del gazpacho no aparece aún el
tomate. Hoy es básico en las cocinas mediterráneas y en casi
todo el mundo.
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1Chorizos que aún no llevaban pimiento seco.
Habichuelas, judías o alubias
En América, se llaman frijoles o porotos. De los nom-
bres que recibe al llegar a Europa no hay sino teorías. Las
menos (o nada) claras son las que hay sobre los apelativos alu-
bia o judía. Es más claro el origen de la palabra habichuela
–haba pequeña– por su semejanza con las habas, alimento
fundamental en Europa desde la prehistoria. Este nombre se
usa sobre todo en Andalucía, donde se nota que llegaron pron-
to porque conservan nombres parecidos al indígena en algu-
nas comarcas: frijones, en el Sur de Andalucía y frigüelos en La
Alpujarra.
Su uso sigue siendo abundante en América, y en Euro-
pa desbancó en buena medida a las legumbres usuales:
habas, lentejas y garbanzos, en parte porque es más resisten-
te a los parásitos que atacan a éstas.
Pavo, cacahuete, frutas
El nombre indígena del pavo es guajolote, pero al exis-
tir en Europa el pavo real, recibe el nombre de pavo, sin adjeti-
vo. Como el pavo real tiene la carne dura y seca, el guajolote
se incorporó rápido a la dieta española, primero con el nombre
de gallo o pavo de Indias y luego como pavo a secas. Por su
buen tamaño y sabor, se extiende su cría y consumo por toda
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Europa junto con los entonces existentes ocas, patos y galli-
nas. Su carne es fina y con poca grasa, lo que la hace también
objeto de interés para la cocina actual.
El cacahuete o maní no es un fruto seco, sino una legu-
minosa que estaba muy extendida por Sudamérica. No se
extiende al norte del continente americano hasta la llegada de
los españoles. Los portugueses lo llevaron a África, donde
también se introduce en las cocinas indígenas. En algunas
zonas andaluzas, como Jaén, recibe el nombre, bastante explí-
cito, de avellana o avellana americana. Los indios lo comían
tostado, como condimento de salsas y guisos. Hoy se usa para
fabricar aceite y margarinas por su abundancia en grasas.
Muchas otras frutas fueron llegando, empezando por el
plátano y la piña (otro nombre adaptado), pero influyen poco en
la cocina. Y el tabaco que, aunque no es un alimento, se incor-
poró a las costumbres europeas con tanta rapidez como el
chocolate, lo que no es de extrañar.
7. Siglos de oro y barro
Una vez unificada la Península bajo el reinado de los
Reyes Católicos e incorporadas América y una buena parte de
Europa a la corona, siguieron un par de siglos de predominio
político y, por tanto, cultural, del Imperio español en el mundo.
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En la historia particular de nuestras cocinas continúan las
diferencias entre rica y pobre, pero el paralelismo empieza a alte-
rarse un tanto, porque la pobre, muy especialmente en Andalucía,
mantiene tradiciones moriscas y acepta algunos alimentos ameri-
canos antes que la rica, como acabamos de ver en el capítulo ante-
rior: harina de maíz cuando el trigo y la cebada escasean –que es
casi siempre–, habichuelas para algunos pucheros, pimiento para
dar sabor picante y, más tarde, color para embutidos y guisos.
En las cocinas de los ricos no necesitaban usar chiles
picantes porque disponían de pimienta y muchas otras espe-
cias (canela, clavo, macis, jengibre, azafrán…) usadas desde
muy antiguo en las comidas de los pudientes, como es fácil
comprobar en los recetarios romanos, árabes y cristianos
medievales, renacentistas y barrocos.
Las especias no se «democratizaron» hasta que se
generalizó la navegación a vapor y se abrió el canal de Suez, o
sea, en la práctica, hasta el siglo XX, cuando ya se ve con cier-
ta frecuencia que las especias entran en los recetarios popula-
res regionales.
Recetarios renacentistas
Aparte de los recetarios andalusíes citados en el capí-
tulo dedicado a al-Ándalus, no hay recetarios españoles hasta
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el siglo XVI. En Francia e Italia habían empezado a aparecer
unos años antes, mayormente en el siglo XV, al calor del Rena-
cimiento; aunque el más famoso de los franceses, Le Viandier,es un poco anterior, se suele datar a finales del siglo XIV. Su
autor es Guillaume Tirel, más conocido como Taillevent. Los
italianos que se conservan, sin embargo, son anónimos. El
más importante es el veneciano Libro per cuoco.
El primer recetario que se conoce escrito en castellano
es el Libro de cocina de Ruperto de Nola, impreso en 1525, aun-
que el autor era catalán y lo escribió en tal idioma –Libre de coch–
algunos años antes, pues se conserva una edición de 1520. El
libro cayó en el olvido, en el que estuvo tres siglos y medio hasta
que lo rescató y lo volvió a publicar en 1920 el andaluz Dionisio
Pérez, más conocido por su seudónimo «Post Thebussem», per-
sonaje relevante en la historia de las cocinas españolas.
Es importante hacer constar que de Nola era cocinero del
rey Hernando de Nápoles, reino que pertenecía a la Corona de
Aragón desde 1440 y, por tanto, en esta época, al Imperio espa-
ñol. Así que de Nola, aunque debió recibir influencias de la cocina
italiana del Renacimiento, también llevaba su propio bagaje de la
cocina española. En este libro, como en los escasos otros que se
conservan de la época, hay además de recetas, instrucciones
para el servicio de la mesa de príncipes y señores.
Historia
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Catalina de Médicis se casa en 1533 con el príncipe de
Francia que luego reinaría como Enrique II. Esta aparente nota
de sociedad tuvo una importancia decisiva en la formación de
la cocina francesa, ya que Catalina se llevó a la corte gala sus
propios cocineros e introdujo en ella formas que hoy diríamos
mediterráneas. Así se empieza a configurar la cocina francesa
clásica que sería luego dominante en el mundo occidental
durante varios siglos.
No hay que olvidar que, por aquellos tiempos, gran par-
te de Italia pertenecía a la corona española, con lo que la coci-
na del Renacimiento se impregna también de la alta cocina
árabe de al-Ándalus. Una de las cosas llevadas por Catalina a
Francia fueron los helados. Los florentinos en Italia, como
antes los árabes en España, recuperaron la costumbre romana
de los sorbetes, perfeccionaron la técnica e incorporaron sabo-
res nuevos. Hicieron furor en Europa.
El barroco
Después del libro de Nola no tenemos constancia de
otros similares hasta los de Diego Granado, Domingo Hernán-
dez de Maceras y, sobre todo, Francisco Martínez Montiño,
quien fue jefe de cocina de Felipe II desde 1586 a 1620. Desde
entonces, la alta cocina española sigue el magisterio único del
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libro de Montiño, hasta que empiezan a llegar cocineros fran-
ceses con Felipe V y los sucesivos borbones.
En todos los libros españoles citados usan para freír
manteca de puerco, tocino y manteca de vacas. La «manteca
de leche» (mantequilla) llega más tarde. El aceite de oliva sólo
lo usan para los días de abstinencia de carnes, la «cocina de
viernes». Este monopolio de las grasas animales no abarca
solo los recetarios de los ricos, sino también los de los conven-
tos. En todos hay una clara distinción entre las comidas habi-
tuales y las «de vigilia»; estas últimas son casi las únicas en las
que se usa el aceite de oliva.
La expulsión de moriscos y judíos no hizo sino refor-
zar ese hábito alimentario, pues había que demostrar por
todos los medios que uno era cristiano viejo. Quevedo, para
insultar a Góngora, insinúa que es moro o judío: «Yo te
untaré mis obras con tocino/ porque no me las muerdas,
Gongorilla». Este tipo de acusaciones podían llegar a ser
muy graves, porque el señalado podía acabar en las garras
de la Inquisición.
El período barroco acoge tanto el esplendor literario y
artístico de Siglo de Oro como la decadencia de la monarquía,
crisis económicas y dominio del poder por camarillas de
nobles y por clérigos.
Historia
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Los pobres en el Siglo de Oro
Hasta ahora, de la comida de pobres hemos tenido
siempre muy escasos datos y ningún recetario. Seguiremos
sin disponer de recetarios populares hasta prácticamente el
siglo XX, pero empezamos a encontrar más datos en obras
literarias. La más significativa, por pionera y por la abundancia
de datos es la referida novela del cordobés Francisco Delicado,
La lozana andaluza.
La protagonista, cordobesa como el autor, se queda
huérfana y se va a Sevilla, a casa de unos parientes. En el
«mamotreto II», le explica a su tía lo que sabe hacer en la cocina:
…(mi agüela) me mostró guisar, que en su poderdeprendí hacer fideos, empanadillas, alcuzcuzu con gar-banzos, arroz entero, seco, graso, albondiguillas redondasy apretadas con culantro verde (…) lo mejor del Andalucíavenía en casa d’esta mi agüela. Sabía hacer prestiños,rosquillas de alfajor, textones de cañamones y de ajonjolí,nuégados, xopaipas, hojaldres, hormigos torcidos conaceite, talvinas, zahinas y nabos sin tocino y con comino;col murciana con alcaravea y ‘holla reposada no la comía talninguna barba’. Pues boronía ¿no sabía hacer?…
Sigue otra larga lista de platos, que completa este
estupendo catálogo de la cocina andaluza de principios del XVI.
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Los enumero solamente para no alargar la cita literal, que está
llena de adjetivos y ponderaciones: cazuela de berenjenas
mojíes, cazuela con ajo, comino y vinagre, rellenos, cuajarejos
de cabrito, pepitorias, cabrito con limón ceutí, cazuelas de pes-
cado cecial con oruga; letuarios de arrope con miel, de mem-
brillos, de uvas, de cantueso, de nueces y de «orégano y hier-
babuena para quien pierde el apetito».
Es muy notable la presencia de platos y aliños que apa-
recían en los recetarios andalusíes, si bien con mucha menos
variedad de carnes y ausencia de especias. En su lugar abun-
dan los condimentos populares –ajo, comino, cañamones,
ajonjolí, vinagre, limón– y las hierbas: culantro, hierbabuena,
alcaravea, oruga…
Por cierto, los afrancesados del XIX decían que pepito-
ria viene de «petit oie» (menudillos), pero en La Lozana queda
claro que se comía en la Andalucía del XVI, si no antes. Más
tarde la encontraremos en recetarios monacales del XVIII.
Esta cocina popular llega hasta nuestros días, con la
adición de tomates, pimientos, judías y patatas, que aquí no
aparecen todavía. Además, el ancestral puchero griego ha con-
tinuado siendo la base de la cocina de pobre: la «holla reposa-
da», como la llama Lozana. Por estos siglos recibe el nombre
de olla podrida en España, pot pourri en Francia, hoche poche o
Historia
76
hutsepot en otros países europeos. Con el tiempo llega tam-
bién a la mesa de los ricos, incluso a los menús de los reyes
españoles.
La olla podrida
En el Quijote podemos rastrear al menos dos tipos de
olla podrida: la de un hidalgo pobre –noble, aunque de la clase
más inferior– y la de un labrador rico. La diferencia está solo en
la mayor o menor abundancia y variedad de carnes. Mientras
en la del rico Camacho hay gansos, gallinas, liebres, carneros y
un largo etcétera, en la de Alonso Quijano sólo hay «algo más
vaca que carnero y un palomino de añadido los domingos».
Pero la técnica culinaria es la misma, desde los griegos hasta
nuestros días: poner todo junto en una olla con agua y a hervir
hasta que casi se deshacen las carnes. No hay ningún refina-
miento en la elaboración, ni en las pobres ni en las ricas.
En El hijo de los leones, de Lope de Vega, hay una rela-
ción detallada de los componentes de una «reverenda olla a la
usanza de la aldea» que le ofrecen a un cortesano que va al cam-
po (un antecedente de turismo rural): carnero, vaca, gallina, lie-
bre, «un pernil de tocino que chamusqué por san Lucas» (jamón
ahumado), dos varas de longaniza, un chorizo y dos palomas;
además, «ajos, garbanzos, cebollas tiene y otras zarandajas».
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Las zarandajas, que en las ollas pobres eran el grueso
del alimento, no las carnes, se completaban con otras verdu-
ras y nabos (mucho más tarde, patatas); como dice el Dómine
Cabra a sus pupilos «¿Nabos hay? No hay para mí perdiz que
se le iguale».
Avanza el tiempo, la olla podrida se establece en Palacio,
aunque solo sea como concesión a la cocina española, ya que
casi todo el resto del menú es francés. Tenemos el contenido de
una olla podrida palaciega de 1739: 8 libras de vaca, 3 libras de
carnero, 4 libras de pernil, 2 libras de tocino, 3 libras de oreja de
cerdo, 2 pies de cerdo, 1 gallina, 2 chorizos, 1 liebre, 1 perdiz, 2
pichones. Sin especificar cantidades: verduras, garbanzos y espe-
cias finas (de éstas no había, ni hay, en las ollas populares).
Tanta carne no es nada comparado con la tremenda
relación de lo que se llevó a Doñana para el banquete que
obsequió el duque de Medina Sidonia a Felipe IV en 1624.
Remito a los interesados al enjundioso librito de Juan Carlos
Alonso que aparece en la bibliografía.
Los manjares que aparecen en la mesa de la ínsula
Barataria son otro pequeño documento de la cocina de la
nobleza en el barroco: principio de frutas, variados guisos con
conejo, perdiz, ternera… y olla podrida. Sancho, el pobre, no
llega a catarlos. En su zurrón llevaba queso añejo de oveja,
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pan, cebollas, nueces, aceitunas, tocino y poco más. Bueno, y
una gran bota de vino.
En las novelas picarescas, aun descontando que son
sátira y caricatura, es ilustrativo husmear en las despensas de
los amos del «Lazarillo», leer en El Buscón la citada olla del
Dómine Cabra y los pasteles de carnes «sospechosas» que se
venden muy baratos en carnicerías y mesones. Pasteles de a
cuatro o de a real que también aparecen en el andaluz Guzmánde Alfarache. Algo de verdad hay en toda sátira, aunque Néstor
Luján relativiza un poco la cosa y nos da un panorama menos
negro, al menos en lo que se refiere a las ciudades importan-
tes (ver La vida cotidiana en el Siglo de Oro).
Los monasterios, entre ricos y pobres
Un caso intermedio es la cocina de los monasterios.
Echemos un vistazo a dos recetarios bastante relevantes. Elcocinero religioso es un manuscrito de fecha incierta –entre el
XVII y el XVIII–, obra de un fraile aragonés que usa el seudóni-
mo de Antonio Salsete, en el que se encuentran unas cuantas
recetas populares que han llegado a nuestros días, como ajo-
pollo, ajoblanco, arroz con leche o gazpacho, sin tomate aún,
como tampoco hay patatas –pero sí batatas– ni los embutidos
llevan pimentón. Hay recetas muy parecidas a las de de Nola o
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Montiño, con abundancia de especias, junto a otras que se
acercan más a las de La Lozana (boronía, albóndigas, arroz gui-
sado). Sigue friendo con manteca aunque también hay bastan-
tes fritos en aceite, no solo en los platos de vigilia.
En 1750 aparece el libro de Juan de Altamiras Nuevoarte de cocina, sacado de la experiencia económica. El libro de
Altamiras tiene más de doscientas recetas de una cocina sen-
cilla, que podemos suponer que se acerca a la cocina popular.
En el prólogo dice:
Esto supuesto y notado, no es mi intento escribirmodos exquisitos de guisar, que para este fin ya hay mu-chos libros que dieron a luz cocineros de Monarcas, perola execución de su doctrina es tan costosa como dictadapor lengua de plata.
Pero se nota que en el convento disponen de una cantidad
y variedad de carnes y de especias que no se daban en la vida coti-
diana del común. En cuanto a técnicas, Altamiras sigue en muchas
cosas a lo que hemos visto hasta ahora: cocciones prolongadas,
uso abundante de especias, ligado de salsas y caldos a base de fru-
tos secos, pan y huevos y, a veces, los higadillos. Por fin empieza a
entrar en la cocina el tomate, que se usa como condimento sustitu-
yendo a las especias, lo que daría origen, junto con el pimiento, al
sofrito de nuestra cocina popular de los siglos siguientes.
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Aparecen algunos nombres que hoy siguen existiendo:
pepitoria, escabeche, migas de pan, embutidos, fritos recu-
biertos con masas... Siguen vigentes el salpicón de vaca del
Quijote, las empanadas y pasteles de carne, y el uso muy
mayoritario de manteca de cerdo para guisar y freír: «freirás las
truchas con aceite, y si es manteca en cualquier pescado es
mejor». Costumbre que ya vemos como se mantiene a lo largo
de tiempo y sin distinción de ricos y pobres.
Se habla también de un recetario mítico: el del convento
de la Orden de Alcántara. Andan por ahí aves y bacalao «al modo
de Alcántara», que nadie sabe de dónde proceden. El francés
Escoffier dice que provienen del famoso monasterio extremeño
que fue saqueado por los franceses en 1807 y que un oficial res-
cató un recetario y se lo regaló a la duquesa de Abrantes. Pero
en las Memorias de la duquesa no se encuentra ninguna refe-
rencia al respecto. Bueno, pues es igual, en el libro CocinaRegional Española aparece la perdiz al modo de Alcántara como
plato típico de Cáceres. Así se escribe la historia.
8. Alta cocina internacional y cocinas regionales
La influencia de la Revolución Francesa es determinante
en la Historia de la cocina y en la de los restaurantes. El siglo
XVIII había sido de esplendor político para Francia y para las
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mesas de sus nobles. Con la revolución, los nobles desaparecen
de la escena pública de diversas maneras (decapitados o exilia-
dos la inmensa mayoría). Luego volvieron, a partir de la «restau-
ración» imperial de Napoleón pero, de momento, sus cocineros
tuvieron que buscarse la vida y montaron los primeros grandes
restaurantes. Poco antes, a finales del XVIII, se inventa la pala-
bra restaurante –derivada de un «caldo restaurador» que ser -
vían– para distinguir los nuevos establecimientos de las antiguas
casas de comidas, ventas y mesones. En los restaurantes hay
menú escrito y carta de varios platos para elegir.
El resultado del triunfo y ascenso de una nueva clase
dominante, la burguesía, es la apropiación de las tradiciones
–tanto de la alta cocina de la nobleza, como de las cocinas
regionales– por parte de la cocina burguesa. Desde 1800 se
desarrolla un proceso de adaptación de esas cocinas a la res-
tauración pública. Antonin Carême, llamado «rey de los cocine-
ros», fue cocinero de reyes y nobles durante toda su vida pro-
fesional, empezando con Napoleón y rematando con el barón
de Rostchild. No deja de ser un símbolo del paso de las coci-
nas cortesanas a las de la nueva alta burguesía.
Estableció los principios de la gran cocina francesa en
varias publicaciones, especialmente en su magna obra en cinco
tomos L'art de la cuisine française au XIXe siècle. Su sucesor
Historia
82
es Escoffier, que deja escrito el mayor recetario de la historia
(2.500 recetas), donde fija los principios por los que se regirá la
alta cocina en todo el mundo occidental (y parte del resto) has-
ta bien entrado el siglo XX. Esta cocina se basa en la prepara-
ción de gran variedad de fondos oscuros, blancos, de aves, de
pescados, de caza, etc., fumets, esencias (concentraciones) y
grandes salsas básicas. Con todos estos elementos y una rica
despensa, se preparan platos complejos en los que se mezclan
los sabores para obtener otros diferentes. La grasa fundamen-
tal es la mantequilla y la nata es básica en la mayoría de las sal-
sas. Otras características de esta cocina: impresionismo, recu-
peración de tradiciones y presentación muy elaborada.
Las recetas de esta cocina se parecen mucho a las clási-
cas que se siguen enseñando como base, junto con las técnicas
citadas, en muchas escuelas de hostelería. Pero el éxito se debió
a que no sólo la burguesía impulsó la cocina, sino a que los artis-
tas se reunían en tertulias en los restaurantes y bistrós que apare-
cieron como hongos en el París decimonónico. Fueron difundido-
res de la buena mesa Dumas, Flaubert, Balzac, Renoir, Monet…
El camino español
En este mismo tiempo, en España sigue existiendo el
viejo paralelismo entre la cocina popular y la de los ricos. La
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pobre utiliza las formas que hemos visto hasta ahora y va
incorporando, muy poco a poco, los productos americanos.
Esto va conformando diferencias entre regiones españolas, lo
que hace que se formen casi definitivamente en este siglo las
que hoy conocemos como cocinas regionales. La andaluza, en
concreto, se enriquece con mayor variedad que la mayoría de
las otras cocinas regionales gracias al legado musulmán y a la
mayor y más pronta incorporación de algunos alimentos del
Nuevo Mundo, como vimos en los dos capítulos anteriores.
La cocina de los ricos va dejando de lado la tradición
hispánica y adquiriendo los modos y recetas de la alta cocina
francesa, a la que imita punto por punto, incluso en la denomi-
nación de platos y alimentos. Es una tendencia que se había
iniciado con la llegada de los Borbones al trono español y que
culmina en este siglo. Los jefes de cocina de Palacio son
mayoritariamente franceses en los siglos XVIII y XIX. Los
nobles y allegados siguen, como es habitual, la moda de la rea-
leza. Y la moda no queda solo en las clases altas.
Como novedad social, hay en España una emergente
burguesía, pero que en el aspecto que nos ocupa –la cocina–
no funda una tercera vía, sino que también imita a la cocina
francesa de la época, como puede comprobarse en los pocos
libros de cocina burguesa que se publican por entonces. Los
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más destacados y difundidos son El Practicón, de Ángel Muro
y La cocina práctica de Manuel Puga (a) «Picadillo», publicados
en 1893 y 1905, respectivamente. Ambos tuvieron considera-
ble éxito y se reeditaron numerosas veces.
Muro llega a criticar el excesivo consumo de garbanzos
en nuestra cocina, y se muestra más partidario de las judías,
como los franceses. Aunque ambos, Puga y Muro, dicen evitar
la cocina francesa para dedicarse a la española, la realidad es
que abundan las recetas de origen francés. Y las palabras fran-
cesas son abundantes. Pero, bueno, esto es una constante
hasta hace cuatro días, ya que la cocina francesa ha sido ecu-
ménica hasta muy avanzado el siglo XX.
En este contexto histórico y social, hay que destacar la
labor relevante de un andaluz eminente que defendió las coci-
nas regionales españolas y criticó con fuerza y argumentos
esa tendencia afrancesada de la nobleza y la burguesía. Se
merece un apartado importante en esta historia, que ya está
dejando de ser paralela.
Un andaluz al rescate
Mariano Pardo de Figueroa y de la Serna (Medina-Sido-
nia, 1828-1918), firmaba muchos de sus artículos y libros con
el seudónimo «Doctor Thebussem», que es el anagrama de la
Historia
86
palabra embustes con el añadido de una h para darle un aire
alemán, y así simular que era un hispanista extranjero.
Defendió las cocinas regionales hispanas contra la exce-
siva influencia de la francesa. Incluso polemizó en varias ocasio-
nes con el citado Ángel Muro y con «Un cocinero de S.M.», otro
seudónimo, que corresponde al político y académico José Castro
Serrano. Las cartas se publicaron entre 1876 y 1877 y las recogie-
ron en un libro titulado La Mesa Moderna. En esta polémica,
«Thebussem» defiende que se incluyan platos españoles en los
menús de Palacio y que éstos se redacten en castellano, ya que
la costumbre era usar el francés. Castro replica que el francés es
la lingua franca de la cocina, así como el latín lo es de la Iglesia, o
como podríamos decir hoy, que el inglés es la lengua franca del
mundo globalizado, y perdonen la redundancia.
El objetivo de nuestro paisano es que las élites influyan
para que la cocina española entre en la alta cocina, igual que
los franceses habían hecho con sus cocinas regionales. Entre
otras cosas, reivindica que en los banquetes de Palacio debe
estar siempre la olla podrida, «que sirve hoy de mantenimiento
a más de quince millones de españoles», (lo que suponía más
del ochenta por ciento de la población en aquellos años).
La gran cocina española contemporánea le ha venido a
dar la razón, al basarse en las cocinas regionales para la gran
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revolución que empezó a finales del siglo XX y que aún está en
pleno apogeo, encabezando la alta cocina mundial.
Pardo fue un pionero de la crítica gastronómica, ya que
escribió múltiples artículos en revistas de la época, como Blancoy Negro o La Ilustración Española, durante el tercio final del siglo
XIX, mientras que el famoso francés «Curnonsky», considerado
mundialmente el iniciador de la crítica gastronómica periodística,
no empezó a escribir sobre gastronomía hasta 1921.
Escribió también sobre filatelia, derecho, tauromaquia,
Historia, bibliografía cervantina o teatro. Viajó mucho, pero des-
de los treinta y cinco años casi no se movió de Medina-Sido-
nia; desde allí escribió, trabajó y mantuvo una abundante
correspondencia con personajes de la época, españoles y
extranjeros. Merece un puesto de honor en esta historia de
pioneros y avances gastronómicos.
Libros de cocina popular
Contrastando con la gran cantidad de libros de cocina
que aparecen en Francia en el siglo XIX, aquí tenemos muy
pocos aparte de los citados más arriba. De nuevo es en la lite-
ratura donde podemos rastrear el rumbo de la cocina popular.
Por ejemplo (y no hay muchos), el novelista cordobés Juan
Valera cita algunos platos y costumbres relacionadas con la
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cocina de aquellos pagos y aquellas fechas (Valera muere en
1905) en Juanita la Larga y en La Cordobesa, sobre todo.
Salvo pocas excepciones, hay otro largo período de oscuri-
dad para nuestra cocina popular, desde los árabes hasta casi nues-
tros días. Se ha dicho con frecuencia que los conventos fueron
santuarios también de cultura y, en el caso que nos ocupa, salva-
guarda de recetarios de cocina. La realidad es que se conocen
poquísimos y realmente no tienen gran interés para el seguimiento
de la cocina de pobres. En ellos apenas hay vestigios de la cocina
popular antigua ni de la época, como vimos en el capítulo anterior.
La lamentable verdad es que en España no se despierta
el interés por los estudios folklóricos y antropológicos hasta fina-
les del siglo XIX: baste decir que el primer libro de estudio del
flamenco no aparece hasta 1881, firmado por Antonio Machado
y Álvarez. En 1876 había aparecido el citado La Mesa Moderna,
del «Doctor Thebussem», que no es un recetario ni lo pretende.
Los primeros recetarios de cocina popular, como era de esperar,
son vascos y catalanes. En la Historia de la GastronomíaEspañola de Martínez Llopis, hay una relación muy completa de
estos libros aparecidos a principios del siglo XX.
Lo más extraño es que, como acabamos de decir, por
aquellas fechas florecen los estudios folklóricos y las socieda-
des antropológicas y de Folk-lore. En Sevilla hay un núcleo
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importante a partir del citado Machado y Álvarez, cuyo seudó-
nimo, «Demófilo», es muy definitorio. Alrededor de la revista
El Folk-lore Andaluz se reúnen, entre otros menos conocidos,
Alejandro Guichot, Luis Montoto o Rodríguez Marín.
Emprenden el estudio sistemático de las costumbres
populares y publican recopilaciones de casi todo: canciones y
bailes, costumbres y leyendas, juegos infantiles, refranes y
modismos locales... hasta de botánica popular. De casi todo,
menos de cocina popular. Incluso, al hacer inventarios de uten-
silios populares recogen el mobiliario y útiles de cocina y las
vajillas de diario y de fiesta, pero no la comida. No sé qué
extraño prejuicio (supongo que inconsciente) tendrían aquellos
animosos intelectuales andaluces de finales del siglo XIX ante
nuestros guisos tradicionales. Porque es evidente que existían
y debían de ser parecidos a los que conocemos hoy, cuyas
recetas se han recogido en las últimas décadas, cuando toda-
vía las amas de casa seguían cocinando como les habían ense-
ñado de chicas, o sea, la cocina «de toda la vida».
Emilia Pardo Bazán hizo un valioso intento de recopilar
la cocina española antigua; y hasta prologó el libro citado arriba
de su paisano Manuel Puga «Picadillo», que es un delicioso
recetario gallego, con múltiples incorporaciones de cocina
francesa y ¡hasta andaluza!
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Poco después aparece La casa de Lúculo, de Julio
Camba, que pretende ser –según el subtítulo– una «nueva
fisiología del gusto». Es una colección de artículos muy cosmo-
politas, con un capítulo llamado «Platos populares españoles».
Bueno, pues en ese capítulo aparecen la paella valenciana, la
fabada asturiana y el ajo. Y ni una sola receta o mención más.
La polifacética escritora almeriense Carmen de Burgos (a)
«Colombine», publicó en 1918 un tratado de cocina destinado
a la enseñanza, que comentaremos en el capítulo «Cocina y
Cultura».
Pero desde el de «Picadillo», todos estos libros son ya
del siglo XX, en el que se dispara la publicación de recetarios
regionales, locales y hasta familiares. La mayoría, realmente,
en la segunda mitad del siglo. Baste decir que el pionero es el
hoy famoso libro Cocina Regional Española de la Sección
Femenina, que se publicó a finales de los años cuarenta. Lo
trataremos con detalle en el capítulo siguiente.
9. Nuevos paradigmas
El predominio de la cocina francesa y su influencia en
el resto de cocinas occidentales siguió durante buena parte del
siglo XX. Pero a partir de la Gran Guerra de 1914, y especial-
mente en el período entreguerras, los profundos cambios
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sociales y políticos sacuden el mismo centro de la alta cocina
francesa, conocida también por aquellos tiempos como «coci-
na internacional».
En esos años surge un nombre clave en la historia de la
cocina: «Curnonsky». Como ya se indicó, hizo crítica gastronómi-
ca de la forma que hoy se utiliza para guías de viajeros y seccio-
nes fijas en los medios de comunicación, en artículos que empe-
zó a publicar regularmente en 1921. También publicó, junto con el
periodista Marcel Rouff, una guía que se puede considerar la
antecesora directa de la famosísima Michelin, en la que defen -
dían la cocina casera tradicional y se relacionaban los mejores
restaurantes de Francia donde se elaboraba ese tipo de cocina.
Propugnó un cambio sustancial en la manera de comer:
aligeramiento de las comidas y sencillez en las preparaciones,
frente al rebuscamiento y la pesadez imperantes en la alta coci-
na francesa. Para ello, propuso el rescate de las cocinas regio-
nales populares para adaptarlas a las grandes mesas. Coadyu-
varon tanto el nuevo canon de belleza, que imponía la delgadez
incluso extremada, como los descubrimientos de la naciente
ciencia de la nutrición.
Desde principios del siglo XIX, Escoffier y sus herede-
ros buscaban la síntesis de sabores y las presentaciones
espectaculares. Ahora se propone la nitidez de los sabores
Historia
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propios de cada alimento. Pero las ideas de «Curnonsky» no
empiezan a triunfar hasta después de la Segunda Guerra Mun-
dial, cuando una nueva forma de vida se impone en nuestro
mundo: ejecutivos, prisas, trabajo de la mujer fuera del hogar,
desarrollo tecnológico, etc.
Francia se reinventa
Ya pasado el ecuador del siglo, dos cocineros hoy
míticos, Paul Bocuse y Ferndinand Point, son las cabezas visi-
bles de un movimiento que adopta esas pautas y se comien-
za a hablar de nouvelle cuisine aunque, como dice Bocuse, la
nueva cocina no es más que la buena cocina de siempre.
Estos renovadores imponen la cocina de mercado frente a la
de laboratorio: compra diaria de los mejores productos posi-
bles mediante la relación con proveedores de confianza o,
incluso, el cultivo de algunos productos propios para asegu-
rar la frescura y calidad.
Dos periodistas gastronómicos, Henri Gault y Charles
Millau (impulsores de la «otra» guía francesa) publican en 1973
un decálogo que aun hoy está en vigor, aunque no se acaba de
cumplir totalmente. El propio Bocuse, a pesar del punto 8,
decía que un cocinero no se debe preocupar de si un plato
engorda, sino de que esté bueno:
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1. No cocerás demasiado 2.Utilizarás productos frescos y de calidad3.Simplificarás tu carta4.No serás modernista por sistema5.Buscarás todo lo que te aporten las nuevas técnicas6.Evitarás marinadas, fermentaciones, etc.7. Eliminarás salsas pesadas y harinosas8.No ignorarás la dietética9.No engañarás en tus presentaciones
10.Serás creativo
La cosa va, pues, de cocciones justas para mantener el
sabor, el color y la textura de los alimentos. Se abandonan las hari-
nas en las salsas, que se ligan con los propios jugos de los alimen-
tos, y estos se combinan con hierbas aromáticas e incluso con
frutas dulces. Se empiezan a sustituir las omnipresentes nata y
mantequilla por aceite de oliva y otros aceites vegetales. Y en los
postres se rebaja el contenido de azúcar y se emplean especias.
Se investigan las cocinas regionales para adaptar los
platos populares –que los nutricionistas descubren que son
sanos y equilibrados– a las nuevas técnicas. A este respecto
son también importantes los nuevos aparatos de cocina, que
permiten cocciones más exactas, con menos líquido y grasa, y
Historia
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con muchas posibilidades para las ideas y los experimentos de
cada cocinero.
Michel Guérard da un paso más con lo que llama La grancocina adelgazante, que expone en un ya clásico libro publicado en
1976. Destierra casi totalmente las grasas y hace las cocciones al
vapor, al horno o «en papillote». Usa mucho el tomate, el champi-
ñón y las verduras. Abunda en las hierbas aromáticas y no queda
rastro de nata ni harina. También usa algas, procedentes de la coci-
na japonesa. Queda claro que no se trata de una cocina dietética a
base de asados a la plancha y ensaladas de lechuga, sino una muy
alta cocina pensada desde los conocimientos de la cocina tradicio-
nal, las ciencias relacionadas con la nutrición y las nuevas técnicas.
Nuevas cocinas ibéricas
En España surge una generación de cocineros, en prin-
cipio casi todos vascos, que introducen estas nuevas formas
en la restauración española a mediados de los años setenta.
Irizar, desde la escuela de hostelería de Madrid, es el padrino
de una serie de jóvenes, hoy famosos, como Arzak, Subijana,
Larumbe, Castillo, Arguiñano, los Roteta, etc., que asumen los
principios de la nouvelle cuisine y bucean en los recetarios
populares y en las cocinas de sus madres, para lanzar una
«nueva cocina» a la española.
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Falta hacía, porque, a causa de las medidas impuestas
por el Plan de Estabilización del 59, España inició su incorpora-
ción a la Historia, pero con un desarrollismo incontrolado que
trajo algunos daños colaterales. Por ejemplo, innumerables
calles españolas cubrieron sus adoquinados con un manto de
asfalto caliente, muy apreciado por automovilistas y cantores
de la «modernidad”. Sin embargo, arquitectos, urbanistas, eco-
logistas y sociólogos lo llamaron «la marea negra».
Algo similar ocurría en los fogones patrios: varios años
después de que la nouvelle cuisine empezara a aligerar y moderni-
zar la cocina, los restaurantes españoles surgidos al calor del
boom turístico de los sesenta descubrieron la bechamel. Una
«marea blanca» cubrió las cazuelas hispanas desde el Cantábrico
al Mediterráneo. Espléndidas verduras, delicadas aves, finísimos
pescados, mariscos perfumados… todo era arrasado por la becha-
mel: espinacas a la crema, pechugas vi lleroy, pescados a la mor-
nay o gambas embadurnadas, eran lo sofisticado y lo moderno.
Unos pocos cocineros, los inquietos, hicieron bandera
del aceite de oliva y del pescado como diferenciadores de nues-
tra forma de alimentarnos. Nótese de nuevo la importancia del
aceite de oliva en esta etapa de la historia de las cocinas. Porque
en los recetarios vascos o gallegos no era muy protagonista que
digamos. Claro que, como hemos ido comprobando en los capí-
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tulos pasados, tampoco lo era en el resto de la Península Ibérica,
donde se cocinaba con manteca de cerdo y, en la cocina de los
ricos, con mantequilla. Ni siquiera Andalucía escapaba a esa nor-
ma de «cristianos viejos», aunque aquí había una mayor utiliza-
ción del noble zumo de oliva gracias a su producción abundante
en casi todo el territorio andaluz.
Vascos y andaluces
Siguiendo el ejemplo francés, incluso llevándolo más
allá, los jóvenes cocineros reducen el tiempo de las cocciones,
en especial del pescado y las verduras. La modificación de
potajes y pucheros tradicionales se basa en el aligeramiento
de grasas y harinas y en las presentaciones. Un ejemplo
«andaluz» fueron las alubias de Tolosa que Iñaki Eizaguirre
ofrecía en sus restaurantes sevillanos: Oriza en los años
ochenta y, más tarde, cuando la Expo 92, en el lujoso hotel-res-
taurante Casa de Carmona. Las alubias las presentaba en
puré, decorado con el chorizo y la morcilla en forma de makisushi, en los que las hojas de col sustituían al alga nori. Fue
muy imitado, con resultados generalmente buenos, usando
los múltiples cocidos andaluces.
Un pionero, firme puntal del movimiento reformador
–este ya andaluz sin comillas– fue El Caballo Rojo, de Córdoba,
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donde José García Marín acometió una empresa paralela a la
que hemos relatado de los jóvenes cocineros vascos. En 1962
abrió el local actual, donde se empeñó en el rescate de viejos
recetarios cordobeses y los fue poniendo al día. Como ejemplo
clásico valen sus famosas «alcachofas a la montillana», cocidas
lo justo y con la salsa ligada con los tallos triturados de la ver-
dura, sin nata ni harina.
Es decir que, mientras los de la «marea blanca» siguen
usando harinas y grasas a mansalva, los pioneros de la nueva
cocina utilizan las propias legumbres y verduras para espesar
las salsas o los guisos, como hacían las abuelas, por ejemplo,
con los estofados de habichuelas.
Los jóvenes cocineros vascos resultaron influyentes en
lo que vendría a continuación en Cataluña y, muy poco des-
pués, en Andalucía y en el resto de España: cuando el citado
Eizaguirre se trasladó a Carmona, José María Egaña se hizo
cargo del Oriza, que en 1987 se mudó de la calle Betis al
emplazamiento actual, en un precioso local del centro de Sevi-
lla, donde mantuvo una estrella Michelin muchos años con una
cocina vasco-andaluza contemporánea.
Sin embargo, en Marbella, el otro centro de la alta coci-
na pública andaluza, Schiff, Horcher y Ghirardelli mantenían
una cocina de corte francés, pero el antiguo, no el de la nueva
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cocina. Hoy, Marbella disfruta de una envidiable colección de
restaurantes de cocina andaluza contemporánea y respetuosa
de sus raíces, encabezada por el genial Dani García. De él y de
sus compañeros de toda la región, hablaremos por extenso en
la tercera parte.
Ahora toca seguir con el homenaje a los pioneros irre-
ductibles de aquellos años sesenta, iniciáticos de una nueva
cocina a la andaluza. Hay que destacar dos entre un grupo no
muy numeroso. Uno es el citado José García Marín, que aco-
metió la recuperación y puesta al día de las cocinas medieva-
les andaluzas, tanto la del Califato, como la judía y la mudéjar:
gazpachos, ajoblanco, las citadas alcachofas, estofados de car-
ne o pastel de hojaldre y cidra. Y creaciones basadas en rece-
tas antiguas: rape con pasas, cordero a la miel, perdiz Zariba…
o los «suspiros de Almanzor», con anécdota incorporada, algo
subida de tono, si el lector lo disculpa. Como es un semicilin-
dro de helado recubierto con chocolate, los serenos pero gra-
ciosos cordobeses lo llamaban «Picha de Machín».
El otro puntal fuerte se situó en Vera (Almería), donde
un tenaz defensor de la cocina popular, Antonio Carmona
Gallardo, convirtió por aquellos mismos años el ambigú de un
cine de verano en un restaurante reconocido hoy a nivel mun-
dial: Terraza Carmona. Ese reconocimiento no le salió gratis,
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fueron muchos años tirando pucheros a la basura. El público
no entendía eso de ir a un restaurante de categoría para comer
lo mismo que comía en su casa. Lo cool era el marisco, los
chuletones y el jamón de pata negra (poco habitual en la Alme-
ría de los sesenta). Todos los días ordenaba a la cocina hacer
guiso de pelotas, ajo colorao, torticas de avío, gurullos con
conejo, talvinas… que iban a parar a la basura casi en su totali-
dad. Al día siguiente volvía a ordenar la confección de los pla-
tos tradicionales de la comarca. Menos mal que también tenía
los mejores pescados de la costa cercana, las gambas rojas de
Garrucha y una larga «percha» llena de jabugo 5J, que, si no,
hubiera tenido que cerrar por consunción.
Hubo otros restaurantes (algunos siguen en activo, por
suerte) que mantuvieron –o rescataron en ocasiones– algunos
guisos populares, aunque no con la misma intensidad y amplitud
que José y Antonio. En algunos casos solo se confeccionaban por
encargo, pero no dejan de ser importantes en esta historia. Aun-
que en aquellos tiempos eran más apreciados por los clientes y
por las guías gastronómicas a causa de la calidad de los pescados,
mariscos y tapas o raciones. Hagamos un somero listado:
En Sevilla, Casa Senra, Robles, El Rincón de Curro y
Enrique Becerra; El Rincón de Juan Pedro en Almería, Gaitán
en Jerez, Los Remos en San Roque, La Ruta del Veleta en Gra-
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nada, El Faro en Cádiz, Los Gordos en Huelva y en la playa de
la Carihuela de Torremolinos, Guaquin y Juan.
Las crisis del siglo XX
La recuperación económica de los sesenta, propiciada
en buena medida por el turismo, produce un gran incremento
de restaurantes y hoteles en toda España, especialmente en
las costas más cálidas. Pero son muy rutinarios en general,
porque la clientela también lo es: la mayoría de los económica-
mente fuertes –muchos lo son gracias al estraperlo y la espe-
culación– no sabe comer, y al turismo de esos años –sol y pla-
ya– le basta con sangría y paella.
Con el desarrollo de los ochenta se invierte la tenden-
cia y esos nuevos cocineros de los que hablábamos más arriba
encuentran un público más culto, con cierto poder adquisitivo
y deseoso de placeres, lo que propicia el auge de los grandes
restaurantes, aunque principalmente en el País Vasco, Catalu-
ña, Madrid, Marbella y en algunas capitales importantes como
Sevilla o Málaga. Se disparan los precios, y abundan el esno-
bismo y los camelos, tanto o más que los auténticos buenos
restaurantes. El lujo es caro, pero hay Visas Oro para pagarlo.
La crisis económica de los noventa pone algunas cosas
en su sitio, hace tambalearse a los grandes y lujosos restauran-
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tes, algunos cierran, pero los auténticos saben capear el tempo-
ral. Otros vuelven los ojos a la cocina tradicional (¡una vez más!) y
elaboran platos de buen nivel técnico y gastronómico, pero con
productos menos lujosos, aunque siempre de alta calidad.
Y otros ajustan sus precios y mantienen el pabellón de
la alta cocina para la que, indudablemente sigue habiendo
público. Ejemplo paradigmático es que Zalacaín, que era el
número uno español indiscutido, empieza en 1994 a ofrecer
almuerzos «para ejecutivos» a 7.500 pesetas. Es un sistema
frecuente desde entonces en grandes y medianos restauran-
tes para atraer las comidas de trabajo a mediodía. Al final, ter-
minó cayendo en manos de los bancos, perdió su tercera
estrella Michelin en 1998 y la segunda en 2000.
Mientras tanto, El Bulli se convierte en el número uno
mundial, ofrece 50 platos nuevos cada año, con una constante
investigación: descomposición en texturas, espumas con aire
de un sifón, gelatinas calientes con algas… Los nuevos catala-
nes se ponen a la cabeza, disputándole el primer puesto a
Madrid y San Sebastián. Y en toda España, especialmente en
las costas (Andalucía, Galicia, Asturias, Valencia…) una genera-
ción de jóvenes está revolucionando el sector, especialmente
los restaurantes de calidad. De los andaluces hablaremos, ya
se ha dicho, en la parte final.
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102
La cocina regional como base
Si este movimiento renovador del siglo XX vemos que
parte de una vuelta a los recetarios regionales (revisados y
actualizados en muchos casos), un libro capital para el conoci-
miento de esos recetarios fue Cocina Regional Española. No
estaba firmado, al menos por una persona, ya que decía tex-
tualmente: «Autor: Delegación Nacional de la Sección Femeni-
na del Movimiento». Apareció en el ecuador del siglo XX y ha
tenido numerosas reediciones.
El poco texto que acompaña a las recetas es bastante
nacionalista, pero no demasiado teniendo en cuenta que está
escrito en plena posguerra y editado por el Movimiento Nacio-
nal. No conocemos el método que usaron, porque no indican
la procedencia de las recetas; hay que suponer que el autor (o
el equipo) de Cocina Regional Española irían recogiendo en
cada pueblo recetas de cocina, que luego seleccionaron. El cri-
terio de selección tampoco lo sabemos, porque sólo publican
un número relativamente reducido.
De Andalucía, que es la representación más numerosa,
hay 155 recetas, menos de veinte por provincia. Realmente no
está mal, aunque, desmenuzando algunas, siempre he tenido
una cierta prevención ante este libro, porque he encontrado
bastantes diferencias entre las recetas del libro y las que he
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podido recoger directamente. No obstante, hay que recono-
cerle el gran valor de ser el primero y, sobre todo, de haber
servido de base y de estímulo para la avalancha de recetarios
locales que han aparecido en los últimos 35-40 años.
Realmente, aunque ha costado que nosotros mismos
lo reconozcamos, el recetario andaluz es uno de los más varia-
dos y abundantes, pero ha sido poco utilizado en las cocinas
profesionales hasta hace poco. Ha costado mucho desmontar
el tópico de que «el Norte guisa, el Centro asa y el Sur fríe». Si
es que se ha desmontado del todo.
Gazpachos por el mundo
El rescate y la revisión de las cocinas populares han lleva-
do muchos platos de la comida de pobre a las mesas más enco-
petadas. Un ejemplo que nos toca de lleno es el del gazpacho
andaluz, que se ha convertido en uno de los platos más versiona-
do en los restaurantes de alta (y menos alta) cocina de todo el
mundo. Ya en 1995, el gastrónomo malagueño más cosmopolita,
Enrique Mapelli, reseña recetas de gazpachos que ha probado en
países tan dispersos y distintos como Argentina, Ecuador, Fran-
cia, Inglaterra, México, Paraguay, Puerto Rico, Venezuela, Portu-
gal, Israel, EEUU o Brasil. Tratar de hacer hoy una lista de las ver-
siones mundiales de nuestro gazpacho llenaría varios libros.
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Algo parecido, aunque en tono menor, ha ocurrido con el
ajoblanco, tan popular en media Andalucía. El pionero en su difu-
sión fue Ferran Adriá quien, en 1997, en el banquete anual de la
Real Academia Española de Gastronomía, presentó un ajoblanco
elaborado con almendras tiernas, las que llamamos allozas en
Andalucía y almendrucos en otras regiones españolas. Fue otro
hito en el ascenso al poder de la comida de pobre andaluza.
Fin de siglo, ¿fin de la historia?
Francis Fukuyama dijo en 1992 que estábamos en el
final de la Historia. Si la historia de la cocina sigue, como siem-
pre, el ritmo de la cultura y de la política de cada época, estaría
también abocada a la uniformidad que profetizaba Fukuyama.
No se ha cumplido, desde luego, no estamos en un mundo
uniforme, pero la Historia no es la que era. Y también el parale-
lismo entre comida de pobre y comida de rico que hemos veni-
do contemplando –en un vistazo– durante casi tres milenios,
ha cambiado drásticamente.
Se completa el cambio de paradigmas que se había ini-
ciado en el XIX: tres vías, que se hacen ahora más complejas,
especialmente a partir de la desaparición de la sociedad agraria
para convertirse mayoritariamente en urbana e industrial. En
Andalucía ocurrió más tarde, pero todo llega.
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Los últimos diez años del siglo XX fueron vertiginosos.
Después de la revolución vasca de los setenta, que imitaba a la
cocina francesa del momento, se dio en los ochenta un segun-
do paso en el que se adoptan de forma general y casi universal
nuestras maneras mediterráneas: aceite de oliva, legumbres,
hierbas aromáticas, verduras y pescados, eso sí, con puntos
de cocción más breves que los tradicionales.
El gran salto de Adriá a mediados de los noventa tiene
varias facetas y etapas, con novedades casi cada año: cambios en
las texturas de los alimentos, deconstrucción de los platos clási-
cos, revisión de las temperaturas de servicio de la mayoría de los
alimentos, uso de tecnologías avanzadas… Ha supuesto un cam-
bio radical en la forma de cocinar en todas las cocinas del mundo.
Se habla de cocina de autor, cocina de los aromas y, poco
después, de cocina de fusión: mezcla de alimentos de distintas
cocinas de todo el mundo, buscando nuevas armonías, sabores
sorprendentes. De la antigua resistencia a aceptar los nuevos ali-
mentos, hemos pasado a una globalización apresurada.
10. Ciencia e industria
La gran revolución de la cocina española se difunde por
todo el mundo en los primeros años del presente siglo, si
hacemos lógica excepción de las zonas depauperadas del pla-
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neta. No solo influye en la alta cocina internacional, sino que,
debido a los grandes cambios sociales y económicos, la mez-
cla de las tres vías que empezó en el XIX –cocinas popular, bur-
guesa y alta– hace que las antaño paralelas se hayan acercado
tanto en maneras y técnicas, que ahora se confunden y de ese
magma salen varias líneas, si bien ahora son tendencias mun-
diales, no ya andaluzas o españolas, ni siquiera podemos
hablar de estilos de comer mediterráneos u occidentales.
En este panorama global, podríamos clasificar los res-
taurantes por el tipo de cocina que practican (independiente-
mente de que sean de mayor o menor calidad y/o lujo) en:
• Contemporáneos, con dos grandes apartados: los
creativos y los clásicos evolucionados.
• Conservadores, sean de cocina local o de cocina clá-
sica «internacional».
• Populares: de cocina «casera», ecléctica o de comi -
da rápida. Las comillas no son gratuitas, mucha ofer-
ta de comida o tapas pretendidamente caseras son
de 5ª gama. La comida rápida (fast food) en muchos
casos coincide con la llamada comida basura.
La (antigua) cocina de los pobres y parte de la burguesa
se han refugiado en la alta cocina profesional gracias a las
renovaciones y versiones que hacen los cocineros contempo-
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ráneos. La milenaria transmisión de la cocina de madres a hijas
se ha interrumpido casi por completo. Ahora la cocina se
aprende –los pocos que se interesan por ella– de los cocine-
ros: recetas en libros y periódicos, programas de televisión,
cursillos y libros de cocina. Jamás se ha publicado tanto sobre
cocina, justo cuando menos se cocina.
La cocina de pobre se ha apuntado a la globalización,
casi siempre por abajo: precocinados muy baratos y productos
industriales de baja calidad. La «comida de fiesta» casi siem-
pre consiste en ir a un fast food, aunque ahí suelen coincidir
con gentes de casi todas las clases sociales (otra mezcla).
Una consecuencia muy grave es el aumento de la obesi-
dad y de las enfermedades asociadas, a pesar de la creciente
investigación nutricional y de los esfuerzos por recuperar la dieta
mediterránea. Si comparamos los datos que se manejan en los
Congresos de Nutrición Andaluza (SANCYD), entre 2004 y 2015
ha aumentado en cuatro puntos la tasa de obesidad en Andalu-
cía. En 2015 ya teníamos un 19,8% de obesos. Y, casi peor, más
de la tercera parte de los niños andaluces tiene sobrepeso.
Los principales factores determinantes del aumento de
peso en el caso de la población infantil se asocian con mayor inten-
sidad a las clases sociales modestas y grupos de población seden-
taria que hacen un bajo consumo de frutas, verduras y hortalizas.
Ciencia y conciencia
La auténtica revolución en la cocina actual sigue siendo
una consecuencia del decálogo de H. Gault y C. Millau que se
citó en el capítulo anterior, con el importante añadido de la
colaboración ciencia-cocina, que ha llevado al conocimiento de
las características de alimentos y de las técnicas. Los puntos
de cocción se ajustan al máximo, se potencia el uso de pro-
ductos de proximidad (alianza entre cocineros, productores y
turismo). La dietética y, sobre todo, el aumento de alergias e
intolerancias hacia ciertos alimentos obligan al cocinero a preo-
cuparse por el contenido, no sólo por el aspecto gastronómico.
Desde que el químico Hervé This empezara en 1990
sus colaboraciones con cocineros de vanguardia, ese tipo de
relaciones se han generalizado. Nuevas técnicas y nuevos
aparatos se derivan del conocimiento a fondo de los alimen-
tos y de los procesos físico-químicos que se dan en las distin-
tas formas de cocción. Surgen también nuevos instrumentos,
como el sifón para hacer espumas sin grasas, la heladora
pacojet que consigue texturas fantásticas o el roner, que es
una versión para cocina de un aparato habitual en los laborato-
rios de física: un baño maría de precisión, con termostato muy
sensible y sistema de calentamiento rápido y uniforme, por-
que para estas cocciones se necesita que la temperatura sea
Historia
110
muy exacta y mantenida. Por ejemplo, el huevo tiene cuatro
tipos de proteínas que coagulan a distintas temperaturas,
entre 61 y 85ºC. A 80º se rompen las paredes de las fibras de
la carne y se pone gris. El bacalao empieza a perder el agua
interior a 70º… y en ciertos tipos de carne, el colágeno se
endurece a partir de los 55º, pero se disuelve si se mantiene
esa temperatura un tiempo suficiente, como sabían los que
inventaron el rabo de toro –perdón, cola de toro–, aunque no
sabían por qué.
Los restaurantes contemporáneos creativos suelen
tener un taller o departamento de experimentación y también
le prestan una atención prioritaria al mercado y al producto cer-
cano y de temporada. Aunque lo del conocimiento del produc-
to y la compra en mercados y a productores directos, deberían
ser objetivos de cualquier cocina actual de calidad.
Este siglo nuestro contempla también una importante
discusión en lo más alto de la alta cocina. La revolución «bulli-
niana» ha llegado a todos los confines del planeta, pero algu-
nos, liderados por el desaparecido Santi Santamaría, empiezan
a criticar el uso de aditivos para conseguir efectos especiales
en la confección y en la presentación de la novísima alta cocina,
que, dicho sea de paso, pero es importante reseñarlo, pasan en
breve lapso de tiempo a las cocinas caseras, pues se difunden
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recetas relativamente fáciles de ejecutar y se venden miles de
kits para hacer esferificaciones, sifones para espumas…
Tradición e innovación
Todos los cocineros inquietos, sean clásicos, tradicio-
nales o vanguardistas, coinciden en decir y repetir que hay que
cuidar las raíces. Se aplican a revisar los recetarios tradiciona-
les, impulsando la cocina de casi todas las regiones a niveles
similares. Un denominador común es la búsqueda del produc-
to de calidad, procurando presentarlo al comensal con la mayor
autenticidad posible, sin enmascarar.
Esta tendencia choca con el progresivo industrialismo
en la producción de alimentos, tanto vegetales como anima-
les, que lleva a un evidente descenso en la calidad de sabores:
semillas modificadas, acuicultura intensiva, agricultura con
mucha química y ganadería con hormonas y antibióticos. Por
eso, aparecen nuevos cultivos y criaderos de animales con
«marca» para surtir las distintas demandas: diferentes precios
para diferentes ofertas gastronómicas.
El lado bueno es la abundancia y variedad de productos
en nuestros mercados durante todo el año, pero no hay esta-
cionalidad, por lo que falta el antiguo estímulo de los productos
de cada temporada.
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112
Respuestas a la crisis
La crisis de 2008 hizo tambalearse otra vez el mundo de
la alta restauración. Otra vez se vuelve la mirada hacia productos
más baratos (no de menor calidad) y más recuperaciones de las
cocinas regionales y caseras. La gran diferencia con la crisis ante-
rior es que ahora los buenos cocineros no quieren renunciar a los
grandes logros conseguidos durante la «década prodigiosa de la
cocina». Así, se hacen recetas tradicionales pero con las técnicas
actuales, que conviven en las cartas con platos novedosos, en
ambos casos cuidando mucho la decoración del plato y la armo-
nía total. Así, están proliferando nuevos tipos de locales como los
«gastrobares», los nuevos bistrós, los bares de vino. En general
el modelo «tapa» es cada vez más imitado en todo el mundo.
Otra tendencia en alza es la llamada «ecococina» y/o la
cocina de las verduras (no exactamente vegetariana, sino
«gastrobotánica», como la llama Rodrigo de la Calle). Sigue
vigente la «cocina de mercado», se revalorizan los clásicos
mercados, como La Boquería de Barcelona, y se remozan o
reinventan otros, convirtiéndose en centros gastronómicos,
como el San Miguel en Madrid o La Lonja del Barranco en
Sevilla, que no sólo son preferidos por los grandes cocineros,
sino que empiezan a ser «destino turístico». Ningún viajero cul-
to dejaría de visitar los mercados de las ciudades que visita.
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Lo más importante es que las sinergias entre cocine-
ros, productores y comerciantes favorecen nuestra imagen de
marca, las exportaciones y la economía en general, no solo la
gastronomía. Es algo que está empezando a notarse pero que-
da todavía mucho terreno por explotar.
Los productos estrella de cada zona, no solo los lujo-
sos, hay que ponerlos en los platos, tratados con mimo y sabi-
duría. Hoy tenemos ya una generación de cocineros andaluces
que lo están haciendo en muchas ciudades. Para evitar repeti-
ciones, hay una lista selecta al final de la III parte, cuando
hablemos de las innovaciones de nuestros cocineros contem-
poráneos.
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1. Despensa de lujo
La despensa de Andalucía es una de las más nutridas,
variadas y aprovechables para la cocina actual. Incluso es rica en
casi todos los alimentos considerados lujosos. Pero igual que
ocurre con el recetario, como ya se comentó, ha costado que se
nos reconozca, aunque es verdad que los propios cocineros y
consumidores autóctonos, en general, hemos sido más papana-
tas con lo foráneo que chauvinistas con lo propio. Hace años ca-
lifiqué esta actitud de «complejo de pobre», que hace que des-
deñemos lo que tenemos a mano. Lo que hemos comido
siempre no tiene interés. La comida de pobre no puede ser bue-
na, aunque ahora se descubran las virtudes del pescado azul, las
verduras o el aceite de oliva. Y no se nos ocurre que puedan in-
teresarle a otros, por ejemplo fácil, a los que nos visitan.
Todavía vemos a diario recetas en libros, periódicos o
televisiones que usan quesos italianos o franceses, cereales
exóticos, carnes japonesas y hasta aceites de semillas, igno-
rando la riqueza y variedad andaluza y española en general. En
España, el país con más riqueza quesera después de Francia,
pululan por doquier parmesano, gruyere, provolone, mozzare-
lla, brie, gouda, mascarpone, gorgonzola… y no se encuentran
en casi ninguna mesa pública quesos españoles aparte del
manchego –casi siempre falso– y un «burgos» no menos falso.
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Los quesos andaluces son aún menos conocidos, ape-
nas en sus respectivas zonas de origen y, últimamente, gracias
a unos pocos cocineros de vanguardia. De hecho, exportamos
la inmensa mayoría de nuestra producción de leche de cabra a
Francia. La cosa va disminuyendo, pero queda camino. De po-
cos años a esta parte, empiezan a aparecer quesos de cabra
excelentes, como el cremoso Los Balanchares de Zuheros, en
la Subbética, muy superior a esos industriales «rulos» que nos
endilgan. Entre los muchos quesos frescos, un ejemplo es el
de la cooperativa El Cañao, de Abrucena, al pie de la Sierra Ne-
vada almeriense, coleccionista de premios. O el curado de ca-
bra payoya de la Sierra de Grazalema, de sabor fino e intenso.
Quizá lo más doloroso es que le vendemos a Italia
nuestro aceite de oliva a granel para que ellos lo envasen y lo
vendan como suyo. Esto ocurre desde el siglo I hasta hoy, co-
mo veremos en su momento.
En fin, vamos a lo positivo, que hoy las cosas han cam-
biado y podemos exhibir poderío.
2.Trío de ases y una reina
Jamón y caviar, junto con el vino de Jerez, especial-
mente el de crianza biológica bajo velo de flor, forman un trío
de ases imbatible.
El jamón ibérico es el indiscutible número uno entre los
muchos jamones europeos, y hoy es objeto de veneración en
todos los templos gastronómicos y lujosos del orbe.
Con una técnica de crianza única y autóctona, los vinos
de Jerez están desde hace siglos entre los más apreciados. Hoy,
aunque no se pueden comparar vinos de mesa y generosos, en
todo tipo de catas, concursos, estudios, etc., están siempre en-
tre los cinco o seis vinos grandes del mundo. Y si se considera la
relación calidad–precio son, sin duda, los mejores. En el caso de
los vinos con crianza biológica hay que añadir los de Montilla-
Moriles y la manzanilla de Sanlúcar, naturalmente. Y en el aparta-
do de los dulces, los moscateles de Málaga y los pedro ximénez
de uvas asoleadas de Montilla y Málaga son otros tantos vinos
andaluces singulares y de muy antigua fama.
El caviar de Riofrío fue el primer caviar ecológico que
se elaboró del mundo y la piscifactoría donde se inició su crian-
za hace treinta años es hoy un ejemplo imitado. El caviar anda-
luz está en la élite indiscutiblemente.
Y la reina a la que se refiere el título es la trufa negra de
invierno, la tuber melanosporum, apreciada desde la antigüe-
dad y de búsqueda difícil, un tanto misteriosa. Está acompa-
ñando a los tres ases, no porque Andalucía sea una potencia
en trufas, aunque algunas hay en la Sierra de Aracena. Aparece
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aquí, donde estamos relatando los avances tecnológicos de
nuestra gastronomía, porque en el norte de la provincia de Gra-
nada se inició hace más de veinte años uno de los primeros
«cultivos» de trufa negra de invierno. Entrecomillo cultivo por-
que lo que se hace es una especie de siembra de esporas (mi-
corrizado) en las raíces de encinas viejas y esperar diez años o
más, a ver si ha funcionado.
3. Jamón ibérico de bellota
La conservación de alimentos perecederos debió ser
una de las primeras preocupaciones del ser humano. Los da-
tos históricos más antiguos proceden de los sumerios, alrede-
dor de 7.000 años a. C., pero en todas las culturas primitivas se
han encontrado vestigios de sistemas para conservar distintos
tipos de alimentos, especialmente los menos abundantes co-
mo la carne y el pescado.
Pronto aprendimos que la eliminación del agua favore-
cía la conservación, aunque hasta miles de años después no
supimos por qué: existen microorganismos que contaminan
los alimentos, bacterias que sólo mueren por altas temperatu-
ras, pero que la ausencia de agua impide que proliferen. De
modo que el secado es básico. Se puede conseguir por calor
–del sol o del fuego–, por ahumado y por salazón, todos ellos
procedimientos ancestrales. El ahumado predomina en las re-
giones poco soleadas y en las que la sal es escasa, ya que el
sol y la sal son los conservantes más usados.
Otros métodos más recientes son la cocción, que no
sólo mejora la digestibilidad de muchos alimentos, sino que
prolonga su duración, aunque mucho menos que los citados.
Ejemplo: el bizcocho (pan cocido dos veces: biz-cocho) que lle-
vaban los barcos para las largas travesías, desde Colón hasta
que se generaliza la conservación por frío industrial.
Los ácidos, las grasas, la miel y el azúcar también son
poco propicios para la proliferación de bacterias, y en el ámbito
mediterráneo se conocen desde antiguo las conservas en miel
o en vinagre.
Pero lo nuestro es la sal que, como es hidrófila, en con-
tacto con ella las células animales tienden a expulsar el agua
que contienen para igualar la concentración de sal en el interior
y en el exterior. La sal apenas penetra, pero el agua abandona
la carne. Cuando está suficientemente seca, hay que quitar to-
da la sal y poner a secar la pieza de carne o pescado: jamón,
bacalao, el pemmican de los indios de América del Norte o el
bucan de los piratas del Caribe.
Este proceso endurece de los músculos, pero los sabo-
res cambian a formas muy agradables, tanto que han llegado a
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convertir los alimentos así tratados en más apreciados que los
frescos originales. Y este es el caso de los jamones serranos,
entre los cuales ocupa el primer lugar indiscutible el ibérico
criado en libertad en dehesa y alimentado con bellotas durante
los últimos meses de su vida. La curación en las sierras anda-
luzas, donde se combinan inviernos fríos (no excesivos) con
veranos cálidos y poco húmedos, consigue uno de los alimen-
tos más extraordinarios.
Jamones del mundo
Se elaboran jamones en medio mundo, pero la mayoría
utilizan los procedimientos del ahumado, el cocido y el secado,
solos o combinados: York, Parma, Westfalia, Bayona…En la
misma Península Ibérica hay jamones de este tipo en la zona
húmeda cantábrica, incluso más abajo; recordemos que en la
descripción de la olla podrida que nos dejó Lope de Vega: se in-
cluía «un pernil de tocino (…) que chamusqué por San Lucas».
Aparte de que todos ellos son procedentes de cerdos de
razas celtas, muy diferentes de los ibéricos. En Portugal hay cer-
dos de razas ibéricas, pero el clima y la técnica no les permiten
llegar a la calidad de sus vecinos de este lado de la frontera. La
excelencia de nuestro jamón se consigue por raza, dehesa, be-
llota y una curación que puede llegar hasta los cuatro años.
La raza influye en el contenido en grasas infiltradas en
el músculo. Y es sabido que la grasa es el vehículo de los aro-
mas y sabores. Todos sabemos que es más sabrosa una chule-
ta que un solomillo, por poner un ejemplo cotidiano.
La vida en la dehesa hace que los animales ejerciten
los músculos, lo que favorece la infiltración de la grasa. Ade-
más de criarse en libertad, su vida es más dilatada que la de
los cerdos estabulados, porque tardan más en alcanzar el peso
adecuado: entre dieciséis y dieciocho meses, contra el año es-
caso que tardan los de razas blancas.
La alimentación, obviamente, es clave, somos lo que co-
memos. Los cerdos también. La bellota produce unos ácidos
grasos similares a los del aceite de oliva, lo que da fluidez y sa-
bor inigualables a la grasa de nuestros cochinos. Aparte de ser
buenas para bajar el colesterol del que come de estos jamones.
La larga curación, junto con el clima y la microfauna de
nuestras sierras, desarrollan unos aromas inigualables. Hasta
los franceses, tan chauvinistas ellos, lo han llamado (Gault et
Millau dixit) «el rolls royce de los jamones».
Ibéricos y menos ibéricos
Siempre se han comercializado muchos jamones de
cerdos ibéricos cruzados con cerdos blancos. Los reglamentos
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de las denominaciones de origen, tanto las andaluzas como la
extremeña y la salmantina, han autorizado desde su fundación
cruces con un 25% de sangre Duroc (raza americana que di-
cen que procede lejanamente de cerdos ibéricos llevados a
América por nuestros antepasados).
La legislación actual establece que en las etiquetas –de
colores distintos– se indique si es ibérico 100% o si es cruza-
do, y el tipo de alimentación y régimen de crianza: negra,
100% ibérico criado en dehesa con bellotas: roja, igual crianza
y alimentación, pero el cerdo puede tener del 50 al 75% de
sangre ibérica (es «una gracia» que no indiquen el porcentaje
exacto); verde, cerdo cruzado y criado en el campo pero con
piensos. Y blanca, criado en granja con piensos; en este caso
sí hay que indicar si es 50 o 75% ibérico.
Evidentemente, una cosa es un jamón de cerdo ibérico
100%, criado en libertad durante dieciséis o dieciocho meses,
comiendo en el campo de lo que hay complementado con pien-
so unos meses y con las bellotas del otoño-invierno (se suelen
sacrificar entre enero y primeros de febrero, según el año); y cu-
rado tres o cuatro años al aire de la sierra de Aracena o de las sie-
rras de Sevilla y Los Pedroches. Y otra muy distinta el jamón que
procede de un cerdo cruzado al 50%, comiendo exclusivamente
pienso en su establo, choriza o zahúrda –que así se llama el es-
trecho habitáculo donde vive un año, si llega–, y secado en cáma-
ras hasta que lo llevan unos pocos meses a alguna sierra para
darle un toque final medio pasable.
No hablemos ya de los cerdos mangalika, húngaros o de
Dios sabe dónde, cuyos jamones viajan a España para darles un
pasaporte ibérico, actividad que ya es claramente un fraude puni-
ble, pero cuelan muchos en la hostelería poco escrupulosa y en
algunos lineales de los súper o híper.
En Palacio
En la despensa y comidas de los reyes españoles apare-
ce el jamón desde que tenemos datos, pero hasta el siglo XIX no
se cita el origen de los jamones ni de casi ningún alimento de los
que llegan a la despensa de Palacio, excepto de los vinos. El «ca-
si» corresponde a algunos pocos alimentos que, seguramente
por su prestigio, aparecen reseñados con su procedencia, como
manteca de Flandes, aceite de Marsella o queso de Parma. Se ve
que el papanatismo por lo extranjero nos viene de antiguo.
Hay un dato sobre jamones en el pantagruélico banquete
que ofreció en Doñana el duque de Medina-Sidonia a su primo Fe-
lipe IV en 1624: se acopiaron doscientos perniles de Rute, Arace-
na y Vizcaya (esto último me deja perplejo). Hasta el XIX, no vuel-
ven a encontrarse referencias al jamón de Aracena o de Jabugo. Y
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no hay una indicación expresa de la procedencia del jamón hasta
1903, cuando aparece como proveedor real la «Fábrica de salazón
de Juan Manuel Moreno, de Jabugo». Se comprueba así que el
nombre de Jabugo se convierte desde hace al menos un siglo en
paradigma de un producto, como cel-lo, kleenex…
Todavía en 1917 siguen comprando nuestros reyes jamón
de Francia (no especifican más) y jamón de York. En los siglos pre-
cedentes hay a veces en el menú «lonjas de tocino», pero en los
numerosos menús que se conservan de las comidas y banquetes
reales del siglo XIX y principios del XX aparecen con frecuencia el
jamón cocido y el de York. Un ejemplo: hay Jambon de York a l’Es-
pagnole en el menú de un bufé de 1892, que por cierto se dio a
las doce de la noche. Lo de cenar tarde no es de hoy.
Al parecer, ya metidos en el siglo XX, todavía los jamo-
nes cocidos eran más apreciados, incluso por gastrónomos
tan «españolistas» como nuestro «Doctor Thebussem». Pero
otro andaluz, Natalio Rivas, gran cacique de la Alpujarra, fue
por aquellas mismas fechas, un decisivo promotor del jamón
de su tierra. Merece la pena contarlo con cierto detalle.
La diplomacia del jamón
Natalio llegó a Madrid en 1896 y fue diputado liberal
por el distrito de Órgiva desde 1901 hasta 1923. Siguió senta-
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do en el parlamento con los sucesivos regímenes, hasta llegar
a ser procurador en Cortes con Franco. Tuvo diversos cargos
en varios gobiernos; fue ministro de Instrucción Pública y Be-
llas Artes varios años, la primera vez en 1919. Pero desde an-
tes de su marcha a Madrid, empezó a desarrollar una cadena
de favores, una «diplomacia del jamón», como titula Juan Gon-
zález Blasco su libro sobre este personaje.
El mecanismo: los cacique locales les compraban los ja-
mones a los alpujarreños, la mayoría tan pobres que tenían que
venderlos para poder adquirir lo más imprescindible. Estos caci-
ques se los regalaban al gran jefe de la Alpujarra (y lechones a los
campesinos para que siguieran criando cerdos y jamones). Rivas,
a su vez, los distribuía por todos los estamentos de poder empe-
zando por los reyes. Luego les pedía a éstos desde arreglos de
iglesias, caminos o escuelas, hasta colocaciones para los paisa-
nos o recomendaciones para oposiciones a los más variados
puestos. Se conservan varios voluminosos «libros de favores» en
los que se detallaban «recomendado, recomendante, solicitud y
concesión obtenida». Un evidente beneficio para una comarca
tan deprimida, pero también una tupida red de enchufismo, co-
mo evidencian la multitud de cartas de recomendación y/o agra-
decimientos de los personajes más dispares, desde ministros o
artistas famosos hasta periodistas o jueces.
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La base de todo, aparte de la habilidad de nuestro incom-
bustible paisano, era la calidad de los jamones de Trevélez, deno-
minación que hizo famosa él. En sus comidas, meriendas y ban-
quetes –a diferencia de reyes y magnates, como acabamos de
ver– siempre exigía que hubiera jamón de Trevélez. También esta-
ba en los banquetes políticos que organizaba Moret en Lhardy;
llegó a conocerse como «el jamón de la concordia».
Eran jamones de cerdos ibéricos, de la variedad retinto,
que se criaban en toda la Alpujarra, en libertad, con encinas y
castaños a su disposición. Los perniles se curaban al frío extre-
mado de Sierra Nevada, lo que permitía usar muy poca sal.
Eran dulces y aromáticos.
La sustitución de los cerdos ibéricos por razas celtas en
casi toda España tuvo lugar a mediados del siglo XX, buscando un
menor porcentaje de tocino y un engorde más rápido. Las tre-
mendas talas de bosques mediterráneos para poner pinos y euca-
liptos dejaron la Alpujarra casi sin encinas. El jamón ibérico de Tre-
vélez que promocionó Natalio Rivas desapareció casi al mismo
tiempo que él, que murió en 1957, a punto de cumplir 93 años.
4. Vinos únicos
Si los productos mejores son los más imitados y/o
falsificados, el Jerez debe ser uno de los mejores vinos del
mundo. En 1980 escribía José Carlos Capel: «El Jerez es el
único vino español que se intenta copiar en el extranjero (…)
es toda una amenaza que están materializando países como
Australia, Sudáfrica o la próspera California».
El problema venía de antiguo. Debido al éxito de los
vinos jerezanos en Gran Bretaña, surgieron muchas imitacio-
nes baratas elaboradas en colonias británicas: el british
sherry , falsificación que fue legal hasta que la Unión Europea
lo prohibió hace cuatro días.
Las bodegas jerezanas lucharon durante años; fue fa-
moso el «pleito del Jerez» en el que en 1967 obtuvieron una
victoria a medias. Y en los Estados Unidos, tres cuartos de lo
mismo: veinte años de negociaciones sobre el conflicto de
las denominaciones de origen para llegar a un acuerdo sólo
parcialmente satisfactorio para la Unión Europea. Las dos
partes se comprometieron al reconocimiento mutuo de cier-
tas denominaciones y normas de etiquetado. Pero Washing-
ton continuó permitiendo a sus viticultores ya existentes que
calificaran sus vinos como Sherry jerez, Málaga, Champagne,
Port o Tokay. Estados Unidos, de momento, sólo acepta
prohi bir el uso de esos términos a las marcas surgidas des-
pués del acuerdo.
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Técnicas innovadoras
El sistema de soleras y criaderas consiste en almace-
nar el vino ya fermentado y estabilizado en una serie de barri-
cas (criaderas) colocadas en tres o cuatro filas (andanas) unas
sobre otras. Estas barricas se llaman botas y son de capacidad
muy superior a las «bordelesas» que se suelen usar en el res-
to de las zonas vinícolas: entre 500 y 600 litros en lugar de los
225 de las demás. Esto tiene su importancia en el acabado del
vino, así como el hecho de que se utilizan durante muchos
años, con lo que se forma un depósito de levaduras muertas,
partículas de sólidos y sales insolubles que son las «madres» o
«cabezuelas». Por cierto, muchas de esas botas, después de
varias décadas de criar vinos, van a parar a Escocia para darle
bouquet a los mejores whiskies, que suelen indicarlo en la eti-
queta como distintivo de calidad.
El vino para embotellar se saca de la más cercana al
suelo, que por eso se llama solera, palabra que ha pasado al
mundo del vino, y al habla común en general, con el significa-
do de tradición y calidad. La solera se rellena con el vino de la
andana inmediatamente superior y así sucesivamente hasta
llegar a la primera criadera, que se rellena con el vino nuevo.
Es un gran invento tecnológico que se inició a finales
del XVIII según algunas teorías o, mucho más probablemente
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a mediados del XIX, como piensa, entre otros, Manuel López
Alejandre, una de las personas que más sabe de vinos andalu-
ces, de viñas y vinos en general. En su voluminoso tratado Los
vinos, brandis y aguardientes de Andalucía, apunta una teoría
sobre el origen de esta técnica:
Modestamente opino que el hallazgo se debe a
un problema de capacidad. Un bodeguero, quizá un
tabernero, que ya no sabía dónde colocar los barriles,
comenzó a poner una bota encima de otra y a sacar para
la venta el vino de la más próxima al suelo. El vacío de és-
ta lo rellenaba con vino de la de arriba … era lo más fácil.
El caso es que esta técnica revoluciona la forma de
criar el vino, homogeneizando el producto final y, por tanto, eli-
minando el concepto de añada o cosecha, o millésime que di-
cen los franceses. Desde entonces es utilizada en toda la ga-
ma de vinos de Jerez y de Montilla, además de otras zonas
andaluzas que se apuntaron a esta técnica en Huelva o Sevilla.
Pero, además, en la crianza de estos vinos andaluces se
utilizan tres técnicas singulares: la crianza biológica para finos y
manzanillas, la oxidativa para olorosos y dulces, y una mixta de
ambas –también exclusiva– para amontillado y palo cortado.
La crianza biológica se basa en un fenómeno natural
que solo se da aquí: una espesa capa de «levaduras de flor»
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que se forma de manera espontánea gracias al microclima de
la zona (y del inducido en las bodegas, como veremos ensegui-
da). Es bastante conocida por los aficionados al vino y hay nu-
merosas publicaciones que la explican con mucho detalle. Re-
sumiré muy brevemente la muy detallada y bien explicada que
aparece en libro citado de López Alejandre.
Para favorecer la formación de esa capa superficial se
deja una quinta parte de la bota sin llenar. A los pocos días em-
piezan a subir a la superficie del vino pequeños copos con forma
de flor, de color blanquecino: son levaduras que, en estas bode-
gas, sufren una especie de mutación y suben del fondo a la su-
perficie. Los efectos de esas «nuevas» levaduras sobre el vino
son casi mágicos: a los dos o tres años empiezan a sintetizar
una serie de productos que no estaban en el vino y a eliminar
otros, especialmente el azúcar residual y los ácidos málico y
acético, por lo que los finos son vinos muy secos y sin acidez.
Otro proceso curioso es el efecto reductor –es decir, antioxidan-
te–, que causa el color extremadamente pálido de estos vinos.
Por eso, cuando desaparece el velo de flor por efectos climáti-
cos –o sencillamente cuando se embotella– el fino tiende a oxi-
darse rápidamente. Es lo que los aficionados llaman «remontar-
se» el vino: se oscurece y pierde la finura. No es, por tanto, un
vino de guarda, porque no mejora en botella, sino al revés.
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La arquitectura de las bodegas, que favorece este pro-
ceso, fue otro avance técnico singular. En casi todas las demás
zonas vinícolas, las barricas están bajo tierra para buscar el
fresco y la uniformidad de la temperatura. Aquí se estrujaron el
magín hasta dar con una solución adecuada a la zona: se cons-
truyeron grandes naves con techos muy altos para que contu-
vieran un gran volumen de aire. Se abren ventanas en la parte
más alta de los muros que están orientados al oeste, de donde
vienen los vientos húmedos del Atlántico. El suelo es de albe-
ro, que mantiene la humedad, y se riega con frecuencia en los
días cálidos para que la evaporación contribuya a la bajada de
temperatura en el suelo, donde están las botas.
Todo el diseño está orientado a que la temperatura del
vino no sobrepase la de la muerte de las levaduras, que se es-
tima entre los 26 y 27º C. Genial, como puede comprobarse
hoy, casi doscientos años después.
Crianzas oxidativa y mixta
La crianza oxidativa que se utiliza en Andalucía para los
olorosos y los dulces, se emplea también en algunos vinos ge-
nerosos de otras zonas y países. Los nuestros se diferencian
de todos los demás porque en su crianza se sigue el sistema
autóctono de soleras y criaderas.
En estos vinos no se forma el velo de flor, por lo que se
crían en presencia de oxígeno y los procesos, asaz complejos, son
de rango físico y químico. El color se oscurece por la oxidación y
los aromas evolucionan de forma muy distinta a los de los finos:
especias, tostados, tabaco negro, frutos secos… un abanico olo-
roso que justifica el nombre de estos vinos. Dicen que las mujeres
jerezanas se ponían unas gotas de oloroso detrás de las orejas, y
los caballeros perfumaban sus pañuelos.
En el caso de los dulces, a pesar de proceder de uvas
blancas –palomino, moscatel o pedro ximénez– adquieren co-
lores casi negros y perfumes muy intensos. Tanto en Montilla
como en Málaga, a las técnicas citadas se une la del asoleo de
las uvas para pasificarlas y obtener un dulzor natural caracterís-
tico de estos vinos, que fueron muy famosos en los siglos pa-
sados y hoy de nuevo parece que vuelven por sus fueros.
La crianza mixta consiste en que algunos finos, gene-
ralmente los mejores, después de una larga crianza biológica,
a veces de más de diez años, empiezan a perder el velo y a oxi-
darse lentamente. Son una auténtica joya enológica apreciada
desde hace siglos. El amontillado tiene una larga historia litera-
ria y hasta flamenca: desde el famoso cuento de Edgar Allan
Poe, El barril de amontillado, hasta la actitud del genial y excén-
trico cantaor jerezano Manuel Torre que era muy «delicado» a
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pesar de su pobreza; cuando lo llamaban para cantar en una
fiesta, preguntaba «qué estaban bebiendo los señores» y si
era amontillado acudía siempre.
Los olorosos, amontillados y dulces son vinos que, al
contrario que los finos, sí se pueden guardar en botella. Se
conservan muy bien gracias a su grado alcohólico y a la estabi-
lidad de su larga crianza. Suelen alcanzar las máximas puntua-
ciones en catas y concursos internacionales.
Consumo y venta en el mundo
Richard Ford decía en 1846 que el jerez es un vino «he-
cho y consumido por extranjeros» y que los españoles «no son
muy aficionados a su aroma fuerte, y menos a su precio…».
José Carlos Capel, en 1981, y Manuel López Alejandre,
en 2014, nos vienen a decir algo parecido (y puede que hoy es-
temos aún peor, a tenor de las cifras más recientes de pro -
ducción y venta). Decía Capel que «los caldos jerezanos son
un tesoro gastronómico que está por descubrir por el resto de
los españoles». Porque, lamentablemente, España sigue sien-
do sólo el cuarto (4º, sí) cliente de los vinos de Jerez.
Y López Alejandre:
Descorchar una botella de fino en cualquier zona
vinatera europea, o en cualquier reunión de diletantes del
buen vino es todo un rito. Los enólogos, catadores y afi-
cionados de tierras lejanas aprecian y celebran de manera
especial su color, entre pálido y amarillo verdoso, su am-
plitud de aromas, su complejo y grato sabor… En An-
dalucía se cuenta con el privilegio de poderlo beber casi a
pie de bota y sin embargo, qué poco se valora aquí a este
príncipe de los vinos.
No se trata de casos de pasión exagerada por lo nues-
tro: el británico Hugh Johnson, que lleva desde 1977 reeditan-
do sin parar su Atlas mundial del vino, dice:
La comparación entre el Jerez y el Champaña
puede ser llevada hasta muy lejos. Ambos son vinos blan-
cos, con una distinción que les confiere un suelo yesoso,
y ambos necesitan un tratamiento largo y tradicional para
conseguir sus características especiales. Los dos son
aperitivos y tonificantes y cabe beberlos en una cantidad
asombrosa y sentirse más despejado que antes.
Las élites españolas tampoco han colaborado mucho.
Igual que vimos al hablar de las comidas de Palacio y de la alta
burguesía del XIX, también había más vinos franceses que es-
pañoles en las bodegas y en las comidas de las clases dirigen-
tes. Eso sí, casi el único vino español en la bodega de Palacio
era andaluz: jerez y, en menor medida, málaga.
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Un par de ejemplos (hay muchos en el libro La cocina
de Palacio): en 1877 hay en la bodega de nuestros monarcas
casi tres mil botellas de burdeos y champagne, por 48 arrobas
de Tío Pepe y 8 de pajarete. En 1908, hay unas tres mil botellas
de vinos españoles –Tío Pepe, Solera 1847, unas cuantas refe-
rencias más de Jerez, Montilla y Málaga– por más de cinco mil
de vinos franceses y otras tantas de otros países, licores y
aguardientes.
Aguardientes de vino: brandy y anís
Hablando de aguardientes, viene aquí a cuento tratar
de ellos, como un corolario del vino. Por una parte, la destila-
ción, introducida en al-Ándalus por los árabes en el siglo X, fue
pronto utilizada para elaborar licores alcohólicos, que fueron
una auténtica revolución. López Alejandre reseña citas de ani-
sados en la Córdoba califal en textos de Avicena, Averroes y
otros. Y, por otra parte, dos destilados andaluces –brandy y
anís– se elaboran por procedimientos propios y distintivos.
Vea mos la base del proceso de destilación y los detalles dife-
rentes de nuestras dos bebidas.
El alambique tradicional es un recipiente, generalmen-
te de cobre, en el que se calienta el líquido alcohólico para que
se evaporen los elementos más volátiles, especialmente el al-
cohol. Estos vapores se recogen en un conducto que es enfria-
do para que se condensen y quede un líquido con alta propor-
ción de alcohol. Lo primero se destiló en al-Ándalus fue el vino,
que es lo que había más abundante, y al líquido obtenido se le
llamó espíritu del vino. De ahí el nombre de bebidas espirituo-
sas y, más tarde, en otros idiomas, aquavit y eau de vie: agua
de vida.
En una primera destilación se obtiene un líquido con
unos 25º de alcohol y con aromas a veces no muy agradables,
pues lleva muchos otros elementos en disolución. Por eso se
le añadían hierbas aromáticas. En una segunda destilación se
eliminan los primeros litros (cabezas) y los últimos (colas), que
son bastos y pesados. Con esto se consigue un licor de 60-
70º, bastante puro, pero también con pocos restos de sabores
diferenciadores, más neutro.
De la destilación del vino obtenemos principalmente
anís y brandy, según la elaboración.
La palabra brandy procede del holandés brandewinj (vi-
no quemado) y de ahí pasó al inglés brandy, hoy universal de-
nominación. Los holandeses, para «concentrar» el vino y trans-
portarlo mejor se adhirieron pronto a la destilación. Los
aguardientes que se destinaban a Holanda se llamaron, pues,
«holandas» y así se siguen llamando.
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En Jerez, las holandas se rebajan con agua pura hasta
dejarlas con unos 40º alcohólicos y se envejecen en barricas
de roble americano envinadas, o sea, que han criado vinos je-
rezanos al menos tres años. Tienen diversas cabidas, entre 30
y 36 arrobas, más pequeños cuanto más viejos.
Pero todo eso es relativamente reciente. Se sabe que
alrededor del año 900 había alquitaras en Jerez y, dando un
considerable salto, también sabemos que a los jesuitas de es-
ta ciudad les fue concedida la «renta del aguardiente» en
1580. El aguardiente de vino se almacenaba en tinajas de barro
y posteriormente en barricas, sobre todo para exportarlo. En el
XIX ya era muy abundante el envío de barricas con aguardiente
de Jerez, a Gran Bretaña sobre todo.
A mediados de ese siglo ya se empieza embotellar en
las bodegas jerezanas, pero casi solamente para uso propio.
Coincide en el tiempo con la invención del sistema de criade-
ras y soleras para la crianza de los vinos, y el sistema se le apli-
có también a los brandis. La fórmula cundió y, en 1874, salió al
mercado el primer brandy jerezano embotellado: Fundador, de
la bodega de don Pedro Domecq Lustau.
El consejo regulador de la D.O. establece tres tipos, se-
gún el tiempo de crianza: «Solera», con más de seis meses de
envejecimiento en madera, «Solera Reservada», con un míni-
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mo de un año y «Solera Gran Reserva» con tres años o más,
aunque los hay con muchos más, hasta doce o quince.
Como vimos hace unas líneas, hay noticias de elabo-
raciones de «anisados» en Andalucía desde hace al menos
mil años. El proceso es una destilación con una importante
variante introducida en Andalucía, posiblemente ya en aque-
llas lejanas fechas. El caso es que, desde que tenemos noti-
cias ciertas de un anís andaluz similar al actual, el proceso ya
era igual al que se usa hoy para los anisados de calidad: agua
fina de sierra, alcohol rectificado para que no tenga aroma y
matalahúva. La semilla verde del anís se macera en alcohol y
luego se coloca en una especie de criba en el conducto por
donde sale el vapor de la alquitara antes de condensarse.
Debido a este procedimiento, el buen anís, además de ad-
quirir su aroma característico, se pone turbio cuando se le
añade un poco de agua. Es la llamada palomita. El anís que
no la hace, es que no se ha elaborado con este ancestral
proceso andaluz.
Puede ser dulce (alrededor de 30º) y seco (entre 40 y
55º). Son muy buenos los de Rute, de los que hay noticias des-
de el siglo XVII o los de Ojén, Cazalla y Constantina, conocidos
desde el XIX. En casi todos los rincones de Andalucía hay o ha
habido aguardientes anisados.
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5. Caviar andaluz
Las únicas huevas que pueden recibir el nombre de ca-
viar son las del esturión. En el mercado hay muchos sucedáneos
y también huevas de otros pescados como salmón o trucha, pe-
ro no se pueden llamar caviar. Se habla coloquialmente de caviar
de caracoles o de hormigas, pero la palabra caviar no se puede
poner en los envases. Tal manjar merece un poco de historia.
Las noticias más antiguas se refieren al pescado, las
huevas aparecen mucho más tarde, al menos fuera de la zona
de producción más famosa, que son las costas del mar Caspio.
Los habitantes de Rusia y Persia lo conocían desde la Antigüe-
dad, pero no llega a Europa occidental hasta hace un par de si-
glos. Hay que tener en cuenta que el caviar de alta calidad se
consume fresco, sin ninguna manipulación salvo el añadido de
un poco de sal. De esta manera, si no se mantiene a tempera-
turas muy bajas se estropea en muy pocos días, así que la ma-
yoría del que llegaba a nuestras mesas (bueno, a las mesas de
los que podían costeárselo) era salado y prensado o, más ade-
lante, pasteurizado.
Volviendo al pescado, hay indicios de que hace unos
tres mil años, el esturión formaba parte de la alimentación en
el asentamiento fenicio de Puerto Menesteo, cerca de la de -
sembocadura del río Guadalete.
Dando un salto de mil seiscientos y pico años, en el Li-
bro de Buen Amor, el Arcipreste nos cuenta «la pelea que ovo
don Carnal con la Quaresma», en la que enfrenta un largo catá-
logo de animales terrestres con otro no menos extenso de
pescados y mariscos. El tollo (sollo, esturión) «dio en medio de
la frente al puerco e al lechón, mandó que los echasen en sal
de Villenchón». Otra vez la salazón, como era habitual.
En los recetarios, desde el Libro de cozina de Ruperto
de Nola hasta los de conventos del siglo XIX, hay bastantes re-
cetas de sollo o esturión. Debe ser que los ríos españoles se-
guían poblados por estos bichos antediluvianos.
Cabial de Sevilla
Sabemos que los Reyes Católicos concedieron el mo-
nopolio del esturión del Guadalquivir a los monjes cartujos de
Sevilla. Pero no hay mención alguna de caviar o huevas de es-
turión hasta que Cervantes lo nombra, aunque con ortografía
diferente a la actual. Es en el capítulo LIV de la segunda parte,
en el que Sancho encuentra a su antiguo vecino, el morisco Ri-
cote, que anda con unos colegas escondiéndose de la perse-
cución religiosa. Sacan los seis sendas botas y comparten las
viandas de sus talegas: pan, sal, nueces, queso, aceitunas…«y
un manjar negro, que dicen que se llama «cabial», y es hecho
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de huevos de pescado, gran despertador de la colambre». O
sea, que daba sed y pedía vino (colambre o corambre es un
odre u pellejo para vino).
Como Ricote andaba errando por Sierra Morena, es se-
guro que la tal salazón provenía del Guadalquivir, donde tres si-
glos más tarde se elaboró caviar tal como hay lo conocemos.
A comienzos del siglo XX, el esturión se seguía pescando
en este río, pero sus huevas apenas merecían aprecio, hasta el
punto de que se empleaban como alimento para el ganado porci-
no. Se elaboró caviar a partir de 1932, cuando la familia Ybarra
montó en Coria del Río una factoría dedicada a la elaboración de
caviar, que cerró definitivamente en 1970, si bien desde diez o
doce años antes la degradación de este cauce del río y, sobre to-
do, la construcción de una presa en Alcalá del Río, acabaron con
los esturiones. Un documentado trabajo de investigación de Sal-
vador Algarín, publicado por el Ayuntamiento de Coria, cuenta
con detalle las características de aquella actividad. Alrededor de
cuatro mil esturiones llegaron a procesarse en la factoría coriana,
de la que salieron en su momento más de 16 toneladas de caviar.
Caviar ecológico en Granada
La familia Domezáin había montado en Navarra, en
1956, la primera piscifactoría truchera de España. En 1963 eli-
gieron el río Frío, que da nombre a Riofrío, pedanía de Loja
(Granada), para instalar una piscifactoría dedicada a la cría de
truchas. La pureza de las aguas y su caudal mantenido todo el
año justificaron la decisión de instalarse en allí.
Las truchas de Riofrío, debido al sistema tradicional de
crianza, con piensos equilibrados y movilidad de los peces, tar-
dan en adquirir el tamaño de comercialización mucho más
tiempo que la mayoría de las que se encuentran en los merca-
dos. Mientras una trucha «comercial» tarda de tres a cuatro
meses en alcanzar los 250 gramos, las de Riofrío tardan en al-
canzar ese mismo peso dieciocho meses. El mayor coste de
producción se compensa con creces con la alta calidad: carnes
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Esturión (acipenser naccarii)
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más firmes, menos grasas superfluas y sabor más próximo al
de los ejemplares salvajes. Así, a pesar su mayor precio, el éxi-
to comercial llegó pronto, sobre todo en los mercados exterio-
res. La empresa exportaba a finales del siglo XX buena parte
de su producción a los países más exigentes en normas sani-
tarias como Alemania, Suecia, Suiza o Estados Unidos.
Lo del esturión es mucho más lento. Está listo en cua-
tro años para consumo ahumado o fresco. Pero una hembra
tarda más de diez años en madurar sexualmente y producir
huevas en cantidad comercial. La crianza del esturión la inicia-
ron en 1987, después de una larga investigación sobre los que
poblaron el Guadalquivir. Doce años más tarde, en noviembre
de 1998, se elaboró en directo ante las cámaras de todas las
televisiones españolas el primer caviar de Riofrío, a cargo del
conocido cocinero gaditano Fernando Córdoba y del arriba fir-
mante. Pero, hasta 2000 no se empezó a comercializar.
El proyecto para convertir la piscifactoría en ecológica fue
elaborado en 1987 por cinco grupos de investigación de cuatro
universidades andaluzas (Cádiz, Córdoba, Granada y Almería), el
CSIC y el departamento de I+D de la propia piscifactoría. Se pre-
sentó en 1998, pero no consiguió financiación oficial. Poco des-
pués la empresa acometió la obra y en 2000 obtuvo la certifica-
ción oficial. Por cierto, la norma andaluza se hizo sobre la base del
proyecto citado. Alberto Domezáin también participó en la elabo-
ración de la norma de la Unión Europea entre 2003 y 2007.
Fue el primer caviar ecológico del mundo. En estos mo-
mentos hay sólo otras dos piscifactorías que elaboren caviar eco-
lógico: una en Navarra, que funciona desde 2011 y otra que está
en Canadá desde 2015.
Debido a la sobreexplotación, y a lo convulso de la re-
gión que rodea al mar Caspio, casi no se extrae caviar de este
mar desde hace años, por lo que la práctica totalidad del caviar
que se comercializa hoy día es de piscifactoría. Se puede decir
con propiedad que la mayoría del mejor caviar actual en el
mundo es andaluz.
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6. Trufa negra
La fama mundial de la trufa negra de invierno la acapara
la del Perigord, pero en España siempre las ha habido de muy
buena calidad en Soria, Teruel o Castellón. Hay potentes mer-
cados en Grau y Morella, donde las transacciones se hacen ca-
si todas en billetes de contar y de tapadillo. Siempre hay un ha-
lo de misterio alrededor de esta rara seta disfrazada de
tubérculo. Los buscadores son muy celosos de sus «calade-
ros» y los precios se susurran al oído.
No hay que confundirla con otras trufas negras: índica,
de verano, brumale, del Himalaya, etc. Se distingue porque tie-
ne un corte muy veteado, pero la gran diferencia es el aroma:
la invernal melanosporum lo tiene mucho más intenso que
cualquiera otra y además es muy persistente, impregna lo que
tenga cerca. Con unas láminas o unas ralladuras se aromatiza
un plato o un ave rellena.
En Andalucía, se encuentran algunas en ese espléndi-
do vivero de setas que es la sierra de Aracena. Hay que hacer
un inciso para citar una seta de alto valor gastronómico que
es uno de los emblemas de la despensa onubense: el guru-
melo («amanita ponderosa»), una seta de primavera que solo
se encuentra en suroeste de la Península, especialmente en
la sierra de Aracena, y en el noroeste de Marruecos. Algunos
opinan que es el mismo micelio, como Luis Romero de la
Osa, cuyo libro sobre las setas de esa comarca es un catálo-
go impresionante.
El micorrizado que se nombra al inicio de este capítulo
es una técnica relativamente novedosa que consiste en «sem-
brar» esporas de trufa en las raíces de encinas, preferiblemen-
te viejas y ubicadas en terrenos de una determinada composi-
ción y acidez. Ahí se acaba el trabajo agrícola. Hay que esperar
a ver si la naturaleza actúa. Y la espera no es de un año o dos,
generalmente pasan diez o doce antes de poder recoger la pri-
mera «cosecha».
En Granada se hizo uno de los primeros micorrizados.
Fue hace más de veinte años, en los encinares de la finca La
Losa, en la comarca de Huéscar, en la falda de la Sierra de La
Sagra. No puedo precisar mucho el tiempo y la ubicación por-
que la trufa sigue siendo misteriosa. Es más, el propietario de
la finca se queja de los furtivos que, no sólo intentan pillar tru-
fas, sino que hacen destrozos en los árboles. Y es que, ade-
más de encinares, hay allí unas cuantas secuoyas procedentes
de California, plantadas en 1839.
Hace pocos años empezaron a ofrecer platos con trufa
negra en un par de restaurantes de la comarca. Puedo dar fe
de que son de muy buena calidad.
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En 2003, la Consejería de Medio Ambiente de la Junta
de Andalucía llevó a cabo en esa misma sierra de La Sagra una
experiencia similar, que fue calificada de «pionera en Europa»,
para ampliar en esta zona la producción de trufa negra. En el
otoño de ese año se iniciaron repoblaciones con encinas que
previamente habían sido tratadas en viveros especializados
con un tratamiento de material genético autóctono de la zona.
Según contaban las notas de prensa, «El lugar elegido ha sido
una finca de titularidad pública, ubicada a más de 1.200 metros
de altitud y que reúne las condiciones idóneas para favorecer
que en las raíces de las encinas se críe la apreciada trufa ne-
gra». En otras comarcas andaluzas, como Sierra Nevada, tam-
bién se han hecho operaciones similares, aunque generalmen-
te con trufas de otras especies y con turmas, las llamadas
criadillas de tierra que, aunque sean blanquecinas no se deben
confundir con la trufa blanca, la tuber maganatum del Piamon-
te, que es más escasa y más cara aun que nuestra tuber
melanosporum.
7. Aceite, garum, plancton y albures
Desde los primeros tiempos de los contactos con feni-
cios y romanos, de Andalucía salían productos de calidad a las
metrópolis de los intrépidos navegantes mediterráneos: aceite,
cereales, vino, salazones, minerales… y bailaoras. Esto último
no deja de ser una anécdota en el contexto de este libro, pero
es un detalle más de la pujanza de la cultura autóctona. Hay ci-
tas abundantes de Estrabón, Marcial, Juvenal, entre otros me-
nos conocidos, en las que se describen con detalle los bailes y
canciones de las «puellae gaditanae» (que en realidad eran origi-
narias de la Bética en general), sus crótalos de bronce, sus can-
ciones alegres y sus movimientos lascivos. Todos los tratadistas
flamencos las citan, pero nuestra historia es otra.
Aceite de oliva
El gran volumen de aceite de oliva y vino que se envia-
ba a Roma se deduce por la enorme acumulación de restos de
las ánforas utilizadas para el transporte que acabaron en el co-
nocido monte Testaccio. Entre los siglos I y III se acumularon
unos veinticinco millones de ánforas, de las que gran parte
procedían de la Bética, mayormente de aceite. Como las ánfo-
ras solían llevar grabados los datos del fabricante del tiesto y
del contenido, son una extraordinaria fuente de información
sobre esa larga época. Por ejemplo, se sabe que la mayoría de
la producción de aceite bético –y de ánforas– se concentraba
en una zona alrededor del Guadalquivir, entre Córdoba, Sevilla
y Écija. En la actualidad, si añadimos Jaén, tenemos la mancha
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de olivar más extensa del mundo: Andalucía, produce más de
la mitad el aceite de oliva español. A su vez, España produce la
mitad de todo el aceite de oliva mundial.
Desde los últimos años del siglo pasado hasta ahora se
ha dado un gran salto adelante, se han renovado las viejas al-
mazaras y la calidad media del aceite virgen es excelente, con
amplias zonas de calidad suprema. Se experimentan novedo-
sas técnicas en el cultivo como el micorrizado con hongos que
mejoran la planta: aumento de la red radicular, mayor absor-
ción de nutrientes, más retención de agua, más resistencia a
las plagas y a la sequía… Una consecuencia directa es el ade-
lanto, aumento y prolongación de la cosecha, y otra no menos
importante es que favorece la transformación en olivar ecológi-
co. Porque otro dato de calidad es que aumenta cada año la
proporción de olivar ecológico andaluz. En 2014, se llegó a
58.004 Ha.
La comercialización ya es otra cosa. Los romanos de la
época del Imperio ya hacían lo que los italianos actuales siguen
haciendo: comprar aceite en España y venderlo mucho más
caro con etiqueta y parafernalia italianas. La primera prueba do-
cumental que tenemos está en el libro de Apicio De re co-
quinaria, ya citado aquí, que incluye una receta (I-V), titulada
«Modo de hacer aceite de Liburnia». Dice así:
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En el aceite de España se echa helenio, juncia y
hojas frescas de laurel –todo triturado, pasado por el pa -
sapuré y finalmente pulverizado– y sal tostada y molida.
Mézclalo con cuidado durante tres días o más. Déjalo re-
posar después algún tiempo y todo el mundo pensará
que es aceite de Liburnia.
No hay datos sobre el comercio hispano-italiano de
aceite a partir de la caída del Imperio Romano. Ya hemos visto
que los bárbaros no eran nada aficionados al aceite de oliva.
Pero lo que sí es un hecho reciente –años 80– es el embarque
en el puerto de Málaga de aceite de oliva a granel en bidones
de 200 litros, en buena medida procedente de la cooperativa
Minerva, con destino a Italia. A día de hoy seguimos enviando
a Italia voluminosos contingentes de aceite a granel.
A finales del XX esto empezó a cambiar con la compra
de empresas italianas por parte del grupo español Deoleo. Pe-
ro, en el momento de redactar este párrafo sale la noticia del
nombramiento de gestores italianos para dirigir el grupo de
Deoleo. Y es que el cincuenta por ciento del capital de este
grupo pertenece al fondo de inversión británico CVC. De mo-
mento, siguen vendiendo aceite español con marcas italianas.
No solo es una asignatura pendiente vender bien lo
nuestro, también tenemos pendiente creernos lo bueno que
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tenemos y consumirlo. Nuestro consumo per cápita de aceite
de oliva virgen extra no es para tirar cohetes –alrededor de 10
kg/ persona y año en la última década– y no es un problema de
precios, porque los griegos consumen casi el doble de aceite
de oliva virgen por persona y año que los españoles.
Además, el 68% del aceite de oliva que compramos
los españoles es de marcas blancas, 30 puntos más que en la
media de otros alimentos. En Italia sólo se vende un 24% con
marca blanca y en Estados Unidos, el 36%. Nuestro excelente
oro verde se merece más.
Garum
Las salazones fueron otra de nuestras exportaciones
más apreciadas, especialmente las de la salsa llamada garum.
Por el libro de Apicio y otras referencias de la época sabemos
que los romanos añadían garum a todo tipo de platos, cosa
que a los paladares actuales puede parecer chocante, ya que
se trataba de una salsa hecha a base de vísceras de pescado
maceradas en salmuera.
Un dato curioso, por la lejanía geográfica y temporal, es
la amplia familia de salsas de pescado fermentado y/o en sala-
zón que se usan con profusión en las cocinas de los países del
Sureste asiático, y que tienen un cierto parentesco con el
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garum. También se parecen en que las usan en todo tipo de
platos, como hacían los romanos.
¿Qué era el garum? Había bastantes variedades y aún
más teorías sobre su composición. La descripción más com-
pleta es relativamente reciente, pues procede de los libros de
agricultura de Casiano Baso, aunque dice el propio autor que
se trata de una recopilación de saberes y de libros mucho más
antiguos. La obra de Casiano fue escrita en el siglo VI d. C. y ha
sido traducida y publicada en 1998 por el Instituto Nacional de
Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria. Su descripción
detallada del garum dice:
Se echan las vísceras de los peces en un reci -
piente y se salan; también pequeños pececillos como pe-
jerreyes, salmonetes de fango pequeños, chuclas,
boquerones o los que tengan un aspecto diminuto, todos
se salan igualmente y se conservan en salmuera al sol, re-
moviendo con frecuencia.
Resumiendo el extenso texto, dice que se dejaban re-
posar «un verano», se introducía una cesta tupida dentro del
recipiente y lo que se infiltra dentro de la cesta es el liquamen,
el garum de más calidad. Lo que quedaba en el recipiente de
elaboración era el hallec, subproducto poco apreciado por los
más refinados y ricos.
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Casiano describe otros procedimientos para hacer dis-
tintos tipos de garum: con harina, con vino, cocido en lugar de
crudo… y termina diciendo que el mejor de todos es el haimá-
tion, que es el que se hace con atún:
«se cogen las vísceras del atún junto con las aga -
llas, el jugo y la sangre y se les esparce la sal que necesiten;
se deja en recipiente y a los dos meses como mucho se
perfora éste y sale el garum denominado haimátion».
En Andalucía se elaboraban diversos tipos. El más apre-
ciado era el de Baelo Claudia, que precisamente se hacía con
atún. En esta localidad gaditana se conservan los restos de las
«cetarie», las factorías de salazones. Hay en curso dos proyec-
tos: «Economía Marítima y actividades haliéuticas en Baelo
Claudia», de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía; y
«Garvm», del Ministerio de Economía, ambos con el grupo de
investigación de la Universidad de Cádiz que dirige el doctor Da-
río Bernal, de dicha Universidad. Pronto sabremos más sobre las
exportaciones andaluzas de garum; y de otras salazones, de las
que había factorías por todas nuestras costas.
En época visigoda casi desaparece, debido a la poca
afición germánica al pescado y por el retroceso del comercio
en el Mediterráneo. De todas formas, San Isidoro de Sevilla lo
cita en el capítulo XX y último de sus Etimologías. No da deta-
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lles de la elaboración, pero sí de la etimología: garo es caballa
en el griego del siglo IV a. C. Por lo demás, solo dice que es
una salsa líquida a base de pescado, que los griegos hacían
con caballa (gara) y más tarde con muy distintos peces.
Las salazones se recuperan con los árabes, pero no así
la fabricación y consumo del garum, aunque en algunos libros
árabes se sigue mencionando. Hoy las salazones andaluzas
emblemáticas son las derivadas del atún de almadraba, espe-
cialmente la mojama y las huevas, de alto valor gastronómico y
consiguiente alto precio. Como consecuencia, hay muchas imi-
taciones baratas en el mercado.
Plancton y sobrasada de caballa
Una importante innovación en el extenso catálogo de
alimentos procedentes del mar ha sido el cultivo de fito -
plancton marino llevado a cabo por la Universidad de Cádiz y el
cocinero Ángel León, algo que nadie había hecho hasta ahora.
Después de varios años de ensayos, el producto fue presenta-
do en Madrid Fusión en 2008 con gran éxito, pues una sola cu-
charadita de plancton «infecta» de sabor un arroz, un guiso o
una salsa, además de comunicarle un bello color verde mar.
La salida al mercado se ha dilatado unos seis años de-
bido a lo absolutamente novedoso del producto: como no ha-
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bía precedentes ni protocolos de legalización, el proceso ha si-
do largo y laborioso. Por fin, desde 2014 goza de todos los per-
misos nacionales e internacionales. La colaboración entre la
empresa Fitoplancton Marino, S.L. y Ángel ha dado un fruto
único y excepcional.
Otro producto novedoso de Ángel León es una gama
de embutidos elaborados con pescados azules de bajo precio
en el mercado. Empezó hace unos años a experimentar con el
albur de la piscifactoría Veta la Palma, una piscifactoría extensi-
va de ejecutoria ejemplar, de la que hablaremos con detalle en
el capítulo siguiente.
El albur, también llamado mújol y lisa, es un pescado
de alto contenido en grasa por lo que es ideal para este uso.
Con él elabora chorizo, salchichón y butifarra. Estos embutidos
sólo llevan la carne del pescado muy picada y el mismo aliño
que los embutidos tradicionales. Los seca al aire, excepto la
butifarra, que va cocida como se sabe. La sobrasada la hace
con caballa y su textura es similar a la sobrasada ibérica que se
hace en Huelva, más parecida a un paté que a la sobrasada
mallorquina o murciana.
El proceso es muy cuidadoso con la calidad y la sani-
dad: entre la muerte del pescado y el colgado a secar del em-
butido sólo pasan dos horas. La limpieza y picado de la carne
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se hace a mano. Una vez aliñado y embutido en tripa de terne-
ra, se escalda un segundo para eliminar gérmenes y se pone a
secar; el chorizo diez días y el salchichón treinta (al no llevar pi-
mentón el curado es más lento). El sabor y la textura son impe-
cables; los probé todos en Aponiente y me parecieron muy
conseguidos. Está resultando un buen negocio vender chorizo
en los países musulmanes, un mercado de muchos millones
de petrodólares.
8. Agricultura y acuicultura innovadoras
Vamos a cerrar esta segunda parte con dos casos de
cultivos forzados o protegidos que han devenido más cuidado-
sos con la naturaleza que la mayoría de cultivos tradicionales,
llegando en algún caso a ser prácticamente ecológicos. En el
caso ya contado por extenso de la piscifactoría de Riofrío, lo es
plenamente, con los certificados pertinentes. Veamos otro ca-
so, diferente pero igualmente avanzado en sus métodos y con
resultados gastronómicos destacables.
Veta la Palma
Es frecuente asociar el pescado procedente de acuicul-
tura con ejemplares frescos pero con demasiada grasa y car-
nes más blandas. En muchos casos es así porque los peces se
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crían en jaulas bastante pequeñas y se alimentan con piensos
baratos, muy abundantes para forzar su crecimiento. Pero esto
no tiene nada que ver con lo que se cría en esta ejemplar y atí-
pica piscifactoría ubicada en el término municipal de Puebla del
Río (Sevilla). Tiene la asombrosa extensión de 11.300 hec -
táreas, rodeadas por los ríos Guadalquivir, Guadiamar y Brazo
de la Torre. Forma parte del Espacio Natural Doñana y hace ho-
nor al emplazamiento.
En los años cuarenta y cincuenta se convirtió en la acti-
vidad económica principal de la Isla Mayor del Guadalquivir; la
mitad norte se dedicó al cultivo de arroz y la mitad sur a la ga-
nadería extensiva, actividad principal hasta finales de los se-
tenta. En 1982 la empresa fue adquirida por un nuevo grupo
que la transformó en la actual pesquería Isla Mayor (PIMSA).
En 1990 se inició la actividad acuícola. Empezaron con
600 hectáreas hasta llegar a las 3.200 que tienen en la actuali-
dad, inundadas con agua salobre de una gran calidad, que alber-
ga una nutrida y variada población de peces y crustáceos. Los
cultivos acuícolas de Veta la Palma se desarrollan en regímenes
extensivo y semiextensivo: 45 balsas de 70 hectáreas de exten-
sión cada una, interconectadas entre sí y con los ríos Guadal-
quivir y Guadiamar por una compleja red de canales de riego y
drenaje de más de 300 km. El sistema está asociado a una es-
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tación con capacidad para bombear 12.000 l/s en circuito abier-
to, semiabierto o cerrado, según lo pidan las circunstancias am-
bientales y de los cultivos. Allí se crían en policultivo extensivo
lubina, dorada, corvina, lisa, camarón, lenguado y anguila.
En la cabecera de estas grandes unidades existen otras
de menor tamaño destinadas a la decantación, confinamiento y
pre-engorde de alevines, y al cultivo en régimen semiextensivo
de lubina, dorada y corvina. Las balsas son manejadas hidráuli-
camente de manera conjunta con el agua de renovación proce-
dente del estuario, con distinto grado de mezcla y recirculación
según las circunstancias ambientales y los ciclos de cultivo. La
riqueza de las marismas y la gestión hidráulica de las unidades
de cultivo consiguen una elevada productividad secundaria, fun-
damentalmente de crustáceos y otros invertebrados acuáticos,
que constituyen la base trófica sobre la que se sustenta tanto la
producción piscícola como la numerosa avifauna presente en
cualquier época del año. La combinación de agua, luz y nutrien-
tes, junto al cuidadoso manejo de las masas de agua, genera
una compleja red trófica, donde las balsas de cultivo se compor-
tan como auténticas depuradoras que convierten los nutrientes
(nitrógeno, fósforo, etc.) en biomasa. Esta biomasa es regulada
y extraída del sistema por la pesca comercial y mediante la fuer-
te presión ejercida por la avifauna.
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En los cultivos acuícolas de Veta la Palma se aplica la
más moderna tecnología sostenible mediante un proceso de
crianza innovador y generador de riqueza medioambiental, lo
que consigue asegurar la máxima calidad. La alimentación
natural proporciona unas cualidades insuperables de frescu-
ra, textura y sabor, que convierten a estos pescados en un
producto gourmet muy estimado por los profesionales de la
alta cocina. Las pescas se realizan diariamente y el pescado
es enviado, siempre fresco, a restauradores y clientes de to-
da Europa. Como reconocimiento a la calidad, Veta la Palma
dispone del certificado ISO 9001:2008 de calidad internacio-
nal, y está en proceso de certificación ambiental bajo la nor-
ma ISO 14001.
Invernaderos y arenados
Al principio de esta segunda parte hablé del «complejo
de pobre» que, acerca de nuestra cocina popular, ha tenido el
andaluz en general y los hosteleros en particular. Estos últimos
años se ha suavizado bastante esa tendencia, en parte, para-
dójicamente, por la influencia de la cocina de vanguardia, que
utiliza el recetario popular como base, como ya se ha comenta-
do. Pero el «complejo» está resistiendo todavía en el terreno
de las verduras. Unos las llaman forraje, otros ponen la excusa
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de que a los niños no les gustan y otros, en fin, los más pro-
vectos, dicen que en la posguerra ya comieron muchas.
Y en este sector, precisamente, Andalucía ha experi-
mentado unos avances de envergadura y trascendencia como
no se daban desde la época del Califato: cultivos de primor ba-
jo plástico que han evolucionado hacia una agricultura de alto
nivel tecnológico que, además, utiliza la lucha biológica integra-
da en una proporción asombrosa.
El primer invernadero almeriense se instaló en los años
sesenta en la hoy mítica «parcela 24», una de las que el Institu-
to Nacional de Colonización estaba promoviendo en el término
de Roquetas de Mar. Francisco Fuentes fue conocido desde en-
tonces como Paco «el Piloto», por lo de parcela piloto. Un poco
antes, otro personaje fundamental en esta historia fue Juan
Sánchez Romera, que empezó a utilizar el arenado para conser-
var la escasa agua disponible. La combinación de ambas técni-
cas singularizan los invernaderos almerienses que, a partir de
entonces se extendieron por el árido Campo de Dalías.
Los primeros invernaderos se construyeron imitando las
estructuras de madera y alambre de los parrales de la uva de me-
sa, que había sido la mayor riqueza de esta provincia hasta que
los transportes frigoríficos acabaron con la exportación de una
uva que, si bien aguantaba largos meses, era cara de producir.
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Aquellos invernaderos eran toscos, con pilares de ma-
dera apenas desbastada y un doble tejido de alambre entre los
que se tendía el plástico. Este modelo tuvo una singular prue-
ba en México, en los años ochenta. El ingeniero Eduardo Ro-
dríguez, profesor de la Universidad de Guadalajara, instaló para
las prácticas de sus alumnos un invernadero «tipo Almería». A
la vez, otro profesor del mismo departamento prefirió seguir
un modelo que se estaba experimentando en California. Con-
taba muy ufano Rodríguez que hubo un vendaval tremendo
que se llevó por delante el modelo estadounidense, mientras
el andaluz se mantuvo terne: estaba hecho para aguantar los
fuertes levantes y ponientes de nuestras costas.
Los modelos constructivos han cambiado bastante con
las innovaciones surgidas principalmente de las estaciones ex-
perimentales de Las Palmerillas (Cajamar) y del IFAPA. El siste-
ma fue tan exitoso que se extendió a la costa de Granada, a al-
gunas orientales de Málaga y, poco después, a los cultivos
onubenses de fresón, después ampliado a otras frutas rojas.
En la actualidad, el «modelo Almería» se imita, con asistencia
técnica andaluza, en otras zonas de todo el planeta, por ejem-
plo, en China o Sudamérica.
Hoy, la superficie invernada en la provincia almeriense
es la mayor del mundo: ronda las 30.000 ha, la inmensa mayo-
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ría repartidas entre el Campo de Dalías –hoy conocido como
«Poniente»– y el Campo de Níjar. De 1975 a 2012 se duplicó la
superficie invernada, pero la producción lo hizo por cuatro y
medio: de unas 700.000 toneladas en 1975 se pasó a más de
3.000.000 en 2012, y sigue creciendo el rendimiento gracias a
la constante innovación.
El 70% de la producción se exporta a medio mundo, la
mayor parte a la Unión Europea. Las exportaciones almerien-
ses suponen el 97% del valor de la exportación hortofrutícola
andaluza y el 18,3% del total aportado por el conjunto español
(datos medios de las últimas campañas).
Sabor y salud
Pero, aparte de cifras y datos económicos, la calidad
gastronómica y la seguridad alimentaria se han multiplicado por
muchos enteros, lo que rompe con los tópicos de muchos kilos,
poco sabor y mucha química. Porque donde se han producido
los más importantes cambios ha sido en el terreno de la salud
mediante la disminución de abonos de síntesis y, sobre todo, la
sustitución de pesticidas por la lucha integrada con diversas cla-
ses de insectos depredadores de plagas, desarrollados aquí en
la última década. En la misma onda, hoy se hace la polinización
de las plantas por medio de abejorros, los cuales han sido de -
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164
sarrollados por empresas locales –múltiples variedades, cada
una especializada en un tipo concreto de planta–, lo que ha me-
jorado notablemente la calidad gastronómica de los frutos.
Es conocida universalmente la agricultura almeriense
bajo plástico, pero la mayoría desconoce la realidad actual, es-
pecialmente esos grandes avances que han redundado en cali-
dad del producto y cuidado del medio ambiente. Otra de las
claves ha sido el desarrollo de una potente e innovadora indus-
tria auxiliar de la agricultura, que también exporta a muchos
paí ses. Por ejemplo, Almería ha exportado, de enero a junio de
este año, 405 millones de «abejorros» a varios países.
La capacidad de innovación de estos agricultores es tal
que ambas tecnologías biológicas se han extendido en muy pocos
años a la inmensa mayoría de los cultivos bajo plástico. De 129
hectáreas que habían implantado la lucha integrada en la campaña
2005/06, hemos pasado en la de 2015/16 a 26.590, casi el 90% del
total. No hay en la agricultura mundial un caso de tal envergadura.
La agricultura almeriense bajo plástico del siglo XXI
emplea muchos menos pesticidas y abonos químicos que la
mayoría de las agriculturas tradicionales. Un dato: en la pasada
campaña, el 99,4% de los productos hortícolas de este campo
han quedado por debajo del límite máximo de residuos sanita-
rios, frente al 97,2% de la media europea.
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Variedad y turismo
Otro dato a favor es que no es un monocultivo; el abani-
co de productos es muy amplio y variado. Las hortalizas más
abundantes son –con bastantes variedades de cada una de
ellas–: pimiento, tomate, pepino, berenjena, calabacín, judía ver-
de, brécol, lechuga, col china y guisante. También son importan-
tes las producciones de sandía y melón, y las lechugas y nuevas
verduras de hojas que se crían en Pulpí, en el noroeste de la pro-
vincia almeriense. Junto al tomate estrella, el raf, se está de -
sarrollando una amplia gama de tomates «cherry» de magnífico
sabor y textura, con creciente presencia en mercados y en res-
tauración. Según los expertos tienen mucho futuro, tanto en la
restauración como para consumo doméstico. Asimismo se pro-
ducen flores comestibles y hierbas aromáticas.
Una actividad complementaria y novedosa es el turis-
mo. La empresa Clisol Agro ofrece visitas guiadas a los cen-
tros de esta agricultura de vanguardia. Se puede ver todo el
proceso in situ con explicaciones técnicas, visitas a invernade-
ros, tanto tradicionales como los más novedosos y, como re-
mate, degustaciones de variadas hortalizas que la propia em-
presa cultiva.
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Herramientas y técnicas
1. Cocinar hizo al hombre
En esta tercera y última parte daremos un repaso a los
utensilios y las formas de cocción que han supuesto un hito en
el desarrollo de la cocina y de las costumbres relacionadas con
la comida. Y también a las investigaciones, escritos y desarrollos
tecnológicos de estudiosos, científicos y cocineros andaluces.
La primera y muy decisiva técnica culinaria que el ser
humano manejó fue el asado al fuego. Muchos biólogos y ar-
queólogos creen probable que el dominio del fuego fuera ante-
rior a la aparición del homo sapiens, pero aquellos antecesores
de nuestra especie solo lo usaban para calentarse y defender-
se de los depredadores. Es más, Faustino Cordón tenía la teo-
ría de que el uso del fuego para cocinar alimentos fue lo que
hizo desarrollarse el lenguaje humano y por eso el libro en que
desarrolla su teoría se llama Cocinar hizo al hombre.
Siguiendo con la teoría, lo primero que se debió hacer
con el fuego fue asar en las brasas con espetos o en parrillas y,
más tarde, sobre piedras calentadas al fuego. En bastantes cultu-
ras primitivas se utilizaron unos elementales hornos «bajo tierra»,
que todavía perviven en Oceanía o Sudamérica. De ahí al horno
de barro, al infernillo de gas y al microondas, un largo camino.
Un primer hito, ya histórico, es la aparición de la cerámica,
que revolucionó la cocina al permitir cocciones más suaves, su-
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mergidos los alimentos en agua (ya estamos oliendo el cocido y el
caldito reparador). Es de suponer que también se inventó entonces
la fritura, al poner grasa en vez de agua en el cacharro de cerámica.
Las teorías y algunos restos sugieren que primero se
coció en caparazones de tortugas o similares y en recipientes
hechos con pieles de animales, pero parece claro que lo defini-
tivo fue la técnica de fabricación de piezas de barro cocido que
soportan altas temperaturas. Los restos más antiguos de cerá-
mica (10000 a.C.) proceden del Japón. En nuestro entorno cul-
tural aparecen unos tres mil años después en África y Meso-
potamia. En Grecia, ya la hay el 6000 a.C.
2. Del vaso campaniforme al Dekton
El vaso campaniforme (3100-2200 a.C.) es el emblema de
una cerámica ya muy desarrollada y que caracteriza a toda una cul-
tura, la argárica. En Andalucía se han encontrado numerosos yaci-
mientos de esta cerámica, especialmente por el Bajo Guadalquivir
–Carmona, La Algaba– y Andalucía oriental –Orce (Granada), Los
Millares (Almería)–. De este último yacimiento hay un cuenco se-
miesférico en el Asmolean Museum de Oxford desde 1897. ¿Un
antecedente del dornillo?
Hablando de vasijas populares, el ejemplar más antiguo
de botijo aparecido en la Península Ibérica también pertenece a la
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cultura argárica; se encontró en la necrópolis de Puntarrón Chico,
cerca de Murcia y no lejos de Los Millares. Es algo diferente –tie-
ne un solo orificio y un asa en la parte superior– pero es claramen-
te un botijo; se puede ver en el museo arqueológico de Murcia.
La cerámica argárica, según los estudios más recien-
tes, no es importada sino que se desarrolló aquí de forma au-
tóctona. Otras cerámicas, elaboradas con materiales proce-
dentes de Oriente, se han encontrado en Córdoba y se han
datado mucho más tarde, alrededor de 1300 a.C.
Si saltamos un par de miles de años nos enteramos de
que, entre las exportaciones destacadas del pujante comercio
andalusí en el siglo XI, estaban las de loza dorada de Málaga. La
técnica de la cuerda seca, que se desarrolló por estos siglos, se
conserva en las alfarerías de Triana y son de admirar el verde y el
blanco «árabes» que consiguen las de Fajalauza en Granada. Ya
son casi exclusivamente para decorar, pero la alfarería utilitaria
andaluza se ha mantenido durante siglos, como pudo observarse
en la exposición que montaron en 1981 la Consejería de Cultura y
la Dirección General de Bellas Artes. También es muy ilustrativa la
recopilación Andalucía, alfares y cerámica dirigida por Manuel He-
rrera Rodas desde Los Palacios (Sevilla) en 1986.
Distinto es el caso de la famosa fábrica de La Cartuja,
donde se han hecho durante más de un siglo vajillas decoradas
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al estilo inglés, pero con motivos andaluces. Y ahora toma el
relevo de la fabricación de platos de diseño propio una vetera-
na fábrica artesanal de la comarca almeriense del mármol, Sa-
biote. Hacen platos de mármol de Macael sorprendentemente
delgados para ser de mármol, diseñados entre el cocinero ve-
ratense Juan Moreno y el propio Sabiote. La marca registrada
es «Inmarmol» y ya se ven en las mesas de restaurantes de
postín de muchas ciudades españolas
En esta comarca marmolista se ha dado en el último
cuarto de siglo una de las más innovadoras y exitosas aventu-
ras emprendedoras. Partiendo de otra pequeña empresa fa-
miliar, Cosentino se ha convertido en líder mundial en super-
ficies para cocina (entre otros usos). Su primer producto
famoso fue Silestone en 1990, y en 2013 ha presentado
Dekton , material con el que se realizan los más variados dise-
ños a medida para cocinas, no solo encimeras sino suelos,
paredes y formas a la carta. Una auténtica revolución en el
sector. Para este proyecto realizó, entre 2009 y 2013, una
gran ampliación de la casa matriz en Cantoria, con una inver-
sión de 150 millones de euros. Fue inaugurada por el enton-
ces príncipe Felipe, en julio de 2013.
En 2005 sacó al mercado «Silestone antibacterias»,
única superficie en el mundo que frena la proliferación de mi-
croorganismos; otros fabricantes dicen que sus superficies
son seguras porque son poco porosas, pero ésta es la única
realmente «anti». De su importancia habla el hecho de que la
revista Time lo adelantó como scoop en 2004, como noticia
importante a nivel mundial.
La preocupación por la seguridad alimentaria está muy li-
gada a la cocina profesional actual, de grandes requerimientos en
ese terreno. Por eso funda ese mismo año (2005) el Instituto Si-
lestone de higiene en la cocina (en la actualidad, Instituto Silesto-
ne), que cuenta en su consejo asesor con cocineros de vanguar-
dia, científicos, ingenieros…
Algunas de sus publicaciones anuales son: 90 cm delsuelo: arquitectura de los espacios de restauración, presenta-
do en Madrid Fusión 2012, que tiene varias ediciones y men-
ciones en publicaciones de primer nivel mundial. Y un Decálo-go de los hábitos alimentarios.
En 2016, han colaborado con Ferrán Adriá, Disney y Ca-
rrefour en el programa «Te lo cuento en la cocina», formación
para niños en diversos medios y formatos. Lo próximo, en
2017, será «Global Kitchen», un encuentro de expertos de los
cinco continentes que debatirán ampliamente sobre «Cómo
serán las cocinas en 2030».
Herramientas y técnicas
174
La tercera punta
Los griegos y los romanos usaban cuchara para las so-
pas y potajes, pero en la Edad Media se pierde su uso hasta
que Ziryab la introduce en al-Ándalus, entre otras muchas inno-
vaciones, como se contó en su momento.
Recordemos que Enrique de Villena, casi seis siglos
después de Ziryab, sólo habla de trinchantes para partir las
viandas, pero los comensales no usan tenedor. Los moros
tampoco lo usan, pero sí unos «gañivetes pequeños para cor-
tar el pan o mondar fruta».
Lo más seguro es que, a partir de los trinchantes de
dos puntas usados para cortar y repartir las viandas, se llegara
a un pequeño tenedor individual, también de dos puntas.
Todavía en el siglo XX, en muchas zonas rurales andalu-
zas se usaba cuchara y una navaja pequeña que servía para cor-
tar y para pinchar los trozos de alimentos como si fuera un tene-
dor; o para ensartar un trozo de pan y rebañar el caldo o salsa.
Se le atribuye a Leonardo da Vinci la tercera punta, así
como algunas invenciones en artilugios de cocina. No hay nin-
guna evidencia documental, aunque no sería extraño ni un he-
cho aislado en el Renacimiento. Por ejemplo, el arquitecto
Buontalenti dedicó mucho tiempo a perfeccionar la cocina en
la corte de los Médici.
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3. Investigación y difusión
En los capítulos correspondientes de la primera parte
de este libro, se habló con cierto detalle de libros escritos por
andaluces de la época romana, visigoda y árabe, que tuvieron
gran importancia en la agricultura de toda Europa: Columela,
San Isidoro, Abú Zacaría, Ibn Razim… Y de la gran producción
de investigación de la Escuela agronómica de Córdoba donde,
además de técnicas agrarias, investigaban vinagres aromatiza-
dos, salsas y hasta métodos para mejorar el foie gras (aunque
no se llamaba así, pero ya se criaban patos y ocas con vino, hi-
gos, etc., herederos de una costumbre romana).
Todo esto hizo que la cocina de al-Ándalus influyera
bastante en las cocinas medievales europeas y hasta en los
modos y modas de las cortes cristianas: dice Fernández Ar-
mesto que los recetarios europeos que aparecen a partir del
siglo XIII están inspirados en los hispanomusulmanes citados.
Recordemos asimismo la influencia de Ziryab en las formas y
costumbres de comer. Otro andaluz, el «Doctor Thebussen»,
recuperó en el siglo XIX el libro fundamental de De Nola y fue
un investigador y un pionero de la crítica gastronómica.
No fuimos los primeros en recopilar recetarios de coci-
na popular pero, como se ha mantenido esta cocina casi hasta
nuestros días, tenemos suficientes recetarios y muchos jóve-
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nes cocineros que se aplican a renovarlos sin que se pierda su
esencia. Pero antes de hablar de ellos vamos a dejar constan-
cia de dos personajes importantes para la enseñanza y la in-
vestigación de la cocina y los alimentos.
Dos pioneros andaluces
Carmen de Burgos, «Colombine», fue una almeriense
muy adelantada a su tiempo. Es conocida como periodista, es-
critora y otras actividades en el mundo cultural, pero ni siquiera
en la mayoría de sus biografías aparece como profesora de co-
cina y autora de un libro pionero en su género: La cocina mo -derna, publicado en 1918.
Se empeñó en que hubiera en España una escuela
como las «numerosas de Inglaterra, Suiza, Bélgica y Francia»
y convenció al ministro Amalio Jimeno para que incluyera la
asignatura de «Economía y arte culinario» en la Escuela de
Artes e Industrias de Madrid. Ella fue, lógicamente, la prime-
ra profesora y el libro citado no fue un divertimento, sino el
fruto de sus clases como profesora. Incluye «todos los deta-
lles de la cocina y el comedor, la manera de hacer los guisos
clásicos de España, un gran número de fórmulas ya probadas
de la más selecta cocina (…) y por último, las nociones de hi-
giene de los alimentos…».
Herramientas y técnicas
178
Es un trabajo de envergadura, con notas eruditas de la
historia de la cocina europea, técnicas, conocimientos y más
de ochocientas recetas. Como ella dice, hay recetas de toda
índole y origen, pero es fácil encontrar platos andaluces, que
así se convierten, según creo, en las primeras recetas impre-
sas en libro. Cocina Regional Española de la Sección Femenina
no apareció hasta 1950.
José Mataix Verdú era de Yecla, pero fue un andaluz de
adopción y vocación. Fue rector de la Universidad de Jaén,
donde impulsó la investigación sobre el aceite de oliva, al que
dedicó numerosos estudios. Pasó luego a la Universidad de
Granada, donde fundó en 1989 el Instituto de Nutrición y Tec-
nología de los Alimentos, que ahora lleva su nombre, uno de
los primeros de España.
Perteneció a sociedades europeas y americanas, dirigió
más de medio centenar de tesis doctorales y fue asesor cientí-
fico de la Consejería de Salud del Gobierno Vasco, de la Conse-
jería de Salud de la Generalitat de Cataluña, de la Consejería
de Salud y Consumo de Andalucía, del Estudio Prospectivo de
la Comunidad Económica Europea Dieta, cáncer y salud y del
Consejo Oleícola Internacional.
Era un gran defensor de la dieta equilibrada, del aceite
de oliva y de la recuperación de la dieta mediterránea. Mataix
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defendía que en la mesa debían estar presentes todos los pro-
ductos, desde el pan y el vino, hasta el pescado azul y las hor-
talizas. También sostenía que había que probar bocado cinco
veces al día y que era necesario parar y desconectar para sen-
tarse a comer. «Las medicinas están en las farmacias, los ali-
mentos tienen que estar buenos», dijo en diversos foros don-
de se hablaba de alimentos funcionales.
Cerremos con un breve recuerdo para las escuelas de
hostelería, muy especialmente para dos: una a nivel nacional –la
de Irizar en Madrid, donde surgió el movimiento de renovación
de los 70– y la malagueña La Cónsula, de donde han salido varios
de los cocineros renovadores que comentaremos al final: Dani
García, Celia Jiménez, Diego del Río o José Carlos García.
Nieve y sorbetes
El dominio del frío siempre ha interesado al ser huma-
no, tanto para conservación de alimentos como para disfrutar
del placer de una bebida helada. Y más a los pueblos de climas
cálidos como el nuestro. Recordemos que los romanos ya ha-
cían sorbetes de fruta con la nieve de las altas montañas, y
que los hispanomusulmanes recuperaron esa costumbre de
bebidas frías y sorbetes, aprovechando los neveros de Sierra
Nevada y desarrollando técnicas de producir nieve o escarcha
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por choque de aguas como se puede leer en el libro de esta
misma colección de 2007, firmado por Emilio González Ferrín.
El frío industrial no llega hasta el siglo XIX y se aplica a
la cocina y al ámbito doméstico ya bien entrado el XX. Y hace
pocos años, otra técnica de laboratorio llega a las cocinas: el
uso del nitrógeno líquido, lo que nos lleva al siguiente capítulo.
4. Cocineros innovadores andaluces
Dani García trajo a España en 2004 el nitrógeno líquido,
que había sido investigado muy poco antes y aplicado a la coci-
na por el químico Hervé This y los cocineros Michel Bras y
Heston Blumenthal. Al cocinero de Marbella le siguieron en
España Ferran Adrià y su discípulo, Paco Roncero. Con el nitró-
geno líquido se consigue hacer magia: gracias a una «cocción»
a 196º C bajo cero se pueden cambiar texturas y solidificar des-
de un mojito hasta el aceite de oliva. En Madrid Fusión 2009
presentó un trampantojo basado en la congelación instantánea
de una especie de pipirrana en puré que, en pocos segundos,
quedaba con la forma y color de un tomate crudo. Fue un éxi-
to, muy imitado a partir de entonces.
La «fritura a la antigua» ha sido otra de las aportaciones
de Dani. Según su propia confesión, esta fritura se le ocurrió
comiendo los lenguados que se fríen enteros, sin quitar las vís-
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ceras, en la casi centenaria taberna almeriense Casa Joaquín.
A partir de ahí, Dani estudió a fondo la influencia de la tempera-
tura del aceite en el resultado de la fritura, y probó distintos ti-
pos de harina para recrear y perfeccionar esta técnica con la
que rodaballos y lenguados, fritos enteros a 180º, se convier-
ten en un crujiente globo con una carne muy jugosa, ya que se
ha cocinado como al vapor. La piel se come aparte como una
galleta crujiente con sabor a puro mar. Una vez más, la cocina
contemporánea se basa en la cocina popular para llevarla a lo
más alto de la gastronomía mundial.
Luego vinieron los paisajes andaluces comestibles, un
juego estético que rinde homenaje a los sabores y la cultura
andaluces: «Sabores populares con técnicas vanguardistas»,
dice él. En 2011 introdujo una microemulsión que, con la base
habitual de las emulsiones –agua, aceite y un emulgente–, se
mantiene estable en el tiempo, soporta temperaturas de hasta
80º C y es homogénea y transparente porque las partículas
son muy pequeñas. Sigue investigando las nuevas técnicas,
pero añade que todo ha ido muy rápido en la cocina y hace fal-
ta parar y reflexionar.
Tuvo una estrella Michelin en el Tragabuches de Ronda
en 2000 (era la única de Andalucía aquel año) y luego dos en
2011, en Calima, su penúltimo restaurante en Marbella.
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Ángel León
El otro andaluz que disfruta de dos estrellas está en el
Puerto de Santa María. Trabajó en el Mesón del Temple de Toledo,
becado por la Universidad de Castilla-La Mancha para investigar
sobre el pescado (escamas y ojos). Investigación que presentó
en Madrid Fusión 2005 y cuya patente regaló a Intermón.
En el verano de 2005 abre El Tambuche en un modesto
local frente al muelle donde atraca el entrañable vapor del Puerto
a Cádiz, donde ya muestra su gran cocina. Empieza a mezclar los
sabores y productos andaluces con aromas de la orilla de enfren-
te, como en el atún rojo empanado en especias del Magreb so-
bre cuscús. Ofrecía ya entonces un viaje por los vinos jerezanos
que era una delicia: fino con las tapas y el pescado, amontillado
para un choco con butifarra de Chiclana, oloroso seco con pincho
moruno de solomillo ibérico y pedro ximénez con el chocolate.
Ya instalado en su nuevo local, Aponiente, en 2007 des-
arrolló Clarimax, una máquina para clarificar caldos utilizando al-
gas marinas. En 2009, presentó el fitoplancton como ingrediente
culinario, como ya se contó en la segunda parte, junto con los
embutidos marinos, que obtuvieron el premio «Alimentos de Es-
paña», en 2010.
En 2011 llega su consagración internacional: el WallStreet Journal incluyó Aponiente entre los diez mejores restau-
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rantes de Europa y el New York Times lo consideró uno de los
diez restaurantes del mundo por los que merece la pena tomar
un avión.
En 2012 ganó el Premio Chef de L’Avenir de la Academia
Internacional de Gastronomía, el Premio Nacional de Hostelería
en la categoría de Innovación y el Premio Chef Millèsime. En
2014 recibió la segunda estrella Michelin y la Medalla de Andalu-
cía. Acaba de abrir un impresionante restaurante en un antiguo
molino de mareas, también en su Puerto de Santa María.
Más estrellas de vanguardia
Unas líneas para justificar el uso de las estrellas Miche-
lin como parámetro. Aunque tiene sus detractores y sus fallos
como toda opinión subjetiva, sus métodos son los más serios:
inspectores profesionales que van de incógnito y no se identifi-
can hasta haber comido y pagado; cambio de inspectores sis-
temático para no ser reconocidos, porque hacen varias visitas
en el mismo año cuando se trata de otorgar o quitar una estre-
lla. El caso es que la critican pero todo el mundo la tiene por un
referente bastante fiable.
Durante décadas, las estrellas andaluzas se concentra-
ron en la costa de Málaga, casi exclusivamente Marbella, más
un pequeño oasis en Sevilla. A partir de 2005, la estrella conce-
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dida a La Costa (El Ejido) –en estos momentos la más antigua
de Andalucía– parece que abre la veda. En pocos años la han
conseguido restaurantes de casi todas las provincias andalu-
zas, generalmente con cocineros-propietarios de gran bagaje
técnico, formados en fogones de alto nivel y, esto es importan-
te, que cuidan y revalorizan los productos de su entorno. Y no
sólo los productos estrella, que por supuesto también, sino los
humildes y de poco precio como verduras, quesos o pescados
de descarte.
Protagonizan la recuperación del recetario popular para
hacer versiones actualizadas, no solo en la presentación, sino
en su trato al producto para resaltar sus cualidades en lugar de
enmascararlas. Una breve lista, sin orden de ningún tipo, con
indicación de algunos de los productos autóctonos que han
rescatado o revalorizado:
José Álvarez (La Costa, El Ejido): verduras y quisquillas.
Diego Gallegos (Sollo, Fuengirola): esturión de Riofrío. Diego
del Río (El Lago, Marbella): tomate huevo de toro de la Vega
del Guadalhorce. Xanty Elías (Acánthum, Huelva): setas, cho-
co. Kisco García (Choco, Córdoba): queso de Zuheros. José
Carlos García (JCG, Málaga): pescado en salmuera y en esca-
beche, gamba de Málaga. Juan Pablo Gámez (Los Sentidos, Li-
nares), premio internacional de cocina con aceite de oliva. Juan
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Matías del Moral (Rey de Copas, Alcalá la Real): gallos y capo-
nes de lendínez (mientras duraron)…
Un caso especial es Alhucemas, en Sanlúcar la Mayor,
que ha saltado a la fama por sus fritos. Cuando abrió en 1994,
coincidió con que Ferrán Adriá estaba implicado en la gestión
de la Hacienda Benazuza. Poco después, Ferrán confesaría en
público que no supo freír como es debido hasta que lo apren-
dió de Teresa Ortiz, en el Alhucemas. Otra excelsa fritura es la
que hacía Nati Mateos en Los Remos (San Roque), primera es-
trella Michelin de Cádiz, en 1993. Tanto que, al igual que El Cid,
después de haberse jubilado y cerrado el restaurante en 2002,
estuvo impartiendo lecciones de freír a los más famosos coci-
neros del mundo en Madrid Fusión 2008.
Una incorporación muy reciente a la élite andaluza es la
de Paco Morales que, en 2015, ha abierto en Córdoba Noor,
donde, después de un largo periplo por cocinas de primerísima
fila como Mugaritz o El Bulli, acomete una valiosa recuperación
de la cocina árabe de los siglos XI y XIII, de la que hablamos en
el capítulo I-5. Eso sí, transformada radicalmente y con nume-
rosas «transgresiones». Como debe ser.
Cerramos este somero repaso con un exportador de
nuestra cocina y de él mismo. Alejandro Sánchez, tras conseguir
una estrella para su restaurante Alejandro, en Roquetas de Mar,
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se abrió al exterior como han hecho tantos cocineros laureados
en estos últimos años. Primero llevó las tapas andaluzas a Hong
Kong, y desde 2015 dirige el restaurante Candela Romero del
hotel St Regis (5* GL) en México ciudad. A los cuatro meses de
su inauguración mereció una entrevista en el New York Times, y
El Economista publicó una larga y elogiosa reseña. Ha hecho allí
el ronqueo del atún (ver en facebook Candela-Romero) y en su
carta hay muchos platos y tapas andaluces.
Alejandro, además, es nieto de Juan Sánchez Romera,
el introductor del sistema de arenado, como se contó en el ca-
pítulo II-7. Es como si se cerrara un círculo simbólico de las his-
torias que hemos contado. Lo que no se cierra es la historia de
la innovación gastronómica andaluza. Esto no ha hecho más
que empezar.
5. Coda
A medio maquetar este texto, aparece la noticia de que
Ángel León ha presentado en la Universidad de Harvard La luzdel mar, el resultado de cinco años de investigación en colabo-
ración con el Campus de Excelencia Internacional del Mar.
En esencia, se trata de una enzima, la luciferasa, y una
proteína, la luciferina, que catalizan la oxidación de un sustrato
que emite luz. Han seleccionado cinco bacterias y cinco espe-
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cies de fitoplancton luminiscentes, las únicas comestibles. Lo
siguiente fue encontrar el caldo de cultivo adecuado, y las con-
diciones idóneas de temperatura, pH, nutrientes y salinidad pa-
ra que no se mueran. Han «secado» un microrganismo que
produce luz y con ese polvo iluminan cualquier sopa o cual-
quier caldo en la cocina. El ser humano se alimentará, por vez
primera en la historia, de la luz del mar. «Desde Andalucía al
mundo», como dijo Ángel, quien también ha hecho una pre-
sentación de esta innovación en la redacción del Times y en el
Culinary Institute.
A partir de marzo de 2017, estará a disposición de los
clientes de Aponiente el «Gran menú Luz de Mar». Lo dicho,
esto no ha hecho más que empezar.
Herramientas y técnicas
188
190
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Bibiliografía
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194
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
I Historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
1. Dos historias ¿paralelas? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
2. Desde Grecia y más allá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
3. La integración en Roma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
4. El cambio visigodo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
5. Al-Ándalus y los reinos cristianos . . . . . . . . . . . . . . . 43
6. La «invasión» americana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
7. Siglos de oro y barro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70
8. Alta cocina internacional y cocinas regionales . . . . . 81
9. Nuevos paradigmas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
10. Ciencia e Industria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106
II Alimentos y productos manufacturados . . . . . . . . . 115
1. Despensa de lujo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116
2. Trío de ases y una reina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
3. Jamón ibérico de bellota . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
4. Vinos únicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
5. Caviar andaluz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
Índice
196
6. Trufa negra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147
7. Aceite, garum, plancton y albures . . . . . . . . . . . . . . 149
8. Agricultura y acuicultura innovadoras . . . . . . . . . . . 158
III Herramientas y técnicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
1. Cocinar hizo al hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170
2. Del vaso campaniforme al Dekton. . . . . . . . . . . . . . 171
3. Investigación y difusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177
4. Cocineros innovadores andaluces . . . . . . . . . . . . . . 181
5. Coda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
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