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191 Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje. Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras acas de Agustín Yáñez. Sandra Morales Muñoz INTRODUCCIÓN: El presente trabajo se ocupa de dos obras del escritor mexicano Agustín Yáñez (México, 1904-1980): La tierra pródiga (1960) y Las tierras flacas (1962), sin dejar de lado, como punto básico de referencia, su obra más reconocida Al filo del agua (1947). Estas tres obras aunque en conjunto conforman una unidad histórica, el antes y el después de la revolución de 1910, difieren mucho en cuanto a las cualidades narrativas que las identican y también, en cuanto a la intención con que se carga el lenguaje en cada una de ellas. Si bien Yáñez repetidas veces maniesta el deseo de hacer en sus novelas un “retrato de México”, es en La tierra pródiga y Las tierras acas -novelas muy posteriores a Al lo del agua- donde ese retrato mexicano encuentra no sólo la imagen del personaje representativo de un sector social -elemento esencial en la arquitectura de toda la narrativa de Yáñez (Brushwood,1973:97-115)- sino también, y principalmente, su voz; el lenguaje como parte de la identidad. En La tierra pródiga y Las tierras acas, nos encontramos con la gura del cacique, personaje que encarna una forma de poder y de organización denitiva en el desarrollo de las sociedades rurales latinoamericanas y su discurso como su soporte esencial. Las argucias lingüísticas del cacique en este par de novelas dan cuerpo a una retórica con

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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.

Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.

Sandra Morales Muñoz

INTRODUCCIÓN:

El presente trabajo se ocupa de dos obras del escritor mexicano Agustín Yáñez

(México, 1904-1980): La tierra pródiga (1960) y Las tierras flacas (1962), sin

dejar de lado, como punto básico de referencia, su obra más reconocida Al filo del

agua (1947). Estas tres obras aunque en conjunto conforman una unidad histórica,

el antes y el después de la revolución de 1910, difieren mucho en cuanto a las

cualidades narrativas que las identifi can y también, en cuanto a la intención con que

se carga el lenguaje en cada una de ellas. Si bien Yáñez repetidas veces manifi esta el

deseo de hacer en sus novelas un “retrato de México”, es en La tierra pródiga y Las

tierras fl acas -novelas muy posteriores a Al fi lo del agua- donde ese retrato mexicano

encuentra no sólo la imagen del personaje representativo de un sector social -elemento

esencial en la arquitectura de toda la narrativa de Yáñez (Brushwood,1973:97-115)-

sino también, y principalmente, su voz; el lenguaje como parte de la identidad.

En La tierra pródiga y Las tierras fl acas, nos encontramos con la fi gura del cacique,

personaje que encarna una forma de poder y de organización defi nitiva en el desarrollo

de las sociedades rurales latinoamericanas y su discurso como su soporte esencial. Las

argucias lingüísticas del cacique en este par de novelas dan cuerpo a una retórica con

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funciones muy específi cas en su entorno. Así Yáñez, al sustentar la fi gura del cacique

en su lenguaje -ya no tanto en sus acciones, como en otras novelas latinoamericanas-

emprende, de alguna manera, lo que para Octavio Paz ha sido la mayor carencia de la

sociedad mexicana y, diríamos, de toda la sociedad latinoamericana: la crítica de las

ideas en general y, la crítica del lenguaje, en particular (Portal, 1980). Crítica entendida

no como oposición en términos ideológicos sino como una labor de desenmascarar

palabras que, a través de la política y la religión principalmente, han ido envolviendo la

historia de los pueblos latinoamericanos con falaces promesas de redención. Tarea de

velar en la que se empeña con esmero el prototipo del cacique que nos describe Yáñez

a través de dos personajes: Ricardo Guerra Victoria en La tierra pródiga y Epifanio

Trujillo en Las tierras fl acas. El novelista, en lo que se podría califi car como un primer

paso hacia esa crítica que mencionaba Paz, “desnuda” la fi gura del cacique y lo muestra

en plena construcción de un discurso que irá atrapando poco a poco la voluntad y el

deseo de quienes le rodean hasta alzarse con la voz de toda la comunidad.

Si el lector tiene como precedente que las creaciones de Yáñez están siempre plegadas

al realismo de los sucesos, los espacios y los personajes, espera encontrar en las

páginas de aquellas dos obras un panorama de lo que dejó a su paso el histórico

levantamiento revolucionario de 1910 pues la narración de las dos novelas se

desarrolla en un pequeño pueblo mexicano entre los años 20 y 30. Sin embargo, el

paisaje, el ambiente narrativo y, sobre todo, el lenguaje de los personajes principales,

es tan estático en 1909 (el que se describe en Al fi lo del agua, antes de la histórica

revolución) como en la década del veinte. El lector entonces, fi el a la caracterización

de Yáñez como un narrador plenamente realista se pregunta, al terminar la lectura y

guiado por el contexto de la época en que nos ubica el autor, ¿qué cambió en aquellos

pueblos con la Revolución de1910?. ¿Qué pasó si diez años más tarde, nada ha

cambiado, si el espacio es el mismo y siguen los habitantes “al fi lo de...” algo que se

anuncia pero aún no se sabe qué es?. Todos los personajes son fuerzas a punto de un

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estallido: los habitantes del pueblo por una obstinación casi ancestral se contienen para

poder mantener la continuidad y la quietud, siguen todos atrapados en la eterna espera

de un cambio que... ¿acaso no llegó con la histórica Revolución?.

1. UN CONTEXTO PARA LA LECTURA:

1.1 Espacio urbano contra espacio rural.

Para llegar a Las Tierras fl acas y a La tierra pródiga que nos presenta Agustín Yáñez,

más que guiarnos por el proceso de la Revolución mexicana -corte defi nitivo pero no

defi nitorio de la historia del país en su conjunto, parece decir Yáñez-, es mejor oriente

un trecho más amplio de la historia: el del desarrollo de los pueblos y las ciudades

latinoamericanas desde los años de la conquista española. De allí nace una semilla que

crece, atraviesa y se multiplica por todo el territorio, tal vez hasta nuestros días. Esta

constante la señala Octavio Paz en El laberinto de la soledad y José Luis Romero en su

libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas, coincide y concentra en ella su estudio,

a saber: el ánimo de unifi cación de los territorios de ultramar. Aunque otros también

se han ocupado de esta constante nos apoyaremos aquí en los planteamientos de estos

dos autores no sólo por la solidez y claridad al respecto sino porque ante el rigor de la

crítica ya han sido sufi cientemente valorados.

La obsesión de unidad, mencionada arriba, que alimenta la llamada conquista se va a

extender a todos los ámbitos sociales y culturales, centrando sus esfuerzos en tender

puentes estratégicos de “comunicación” para facilitar el gobierno de la corona sobre

las nuevas colonias. Así se inicia el desarrollo de los grandes y nacientes núcleos

urbanos como México, Guadalajara, Quito, Lima, Bogotá o Cusco, alrededor del gran

centro que es España; y, de esta misma manera también, se alejan las periferias de esos

centros. Las poblaciones rurales, los pequeños pueblos, poco a poco y cada vez más

se fueron alejando tanto del núcleo ubicado al otro lado del Atlántico, como de los

núcleos dispersos dentro del propio territorio.

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En palabras de Octavio Paz: “La Conquista es un hecho histórico destinado a crear

una unidad de la pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de

razas, lenguas, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los españoles postulan

un sólo idioma, una sola fe, un solo Señor” (Paz,2001:240) Y años más tarde, en una

de las “Postdatas” de 1986, agrega: “La sociedad hispano-católica es comunitaria y

su núcleo es la familia, pequeño sistema solar que gira alrededor de un astro fi jo: la

madre” (Paz,2001:539). Madre como centro generador que más tarde va a adoptar

la forma masculina del padre fuerte y protector: “La fi gura del padre se bifurca en la

dualidad de patriarca y de macho. El patriarca protege, es bueno, poderoso, sabio. El

macho es el hombre terrible, el chingón, el padre que se ha ido, que ha abandonado

a su mujer e hijos” (Paz,2001:425). De esa idea de “padre” nacen, entre otros, los

pequeños caciques de los pueblos, como lo veremos con los personajes de Yáñez,

Epifanio Trujillo y Ricardo Guerra Victoria y, también, nacen los grandes y pequeños

caudillos que ha ido dejando a su paso la historia latinoamericana.

El afán insistente de homogeneización que genera no pocos confl ictos en el encuentro

con sociedades “caóticas”, desde la óptica española, tendrá en la ortodoxia religiosa y

en el régimen monárquico su mejor soporte (unión que el tiempo hace casi indisoluble:

religión y política). Al comparar las sociedades del sur y el norte de América, Paz,

encuentra que más allá de los términos económicos y culturales particulares, lo que nos

identifi ca es básicamente la concepción del tiempo implícita en la Reforma al norte y la

Contrarreforma al sur: “El norteamericano vive en el límite extremo del ahora, siempre

dispuesto a saltar hacia el futuro (...) La orientación de México, como se ha visto, fue la

opuesta. En primer término: rechazo de la crítica y, con ella, de la noción del cambio:

el ideal fue perdurar la imagen de la inmutabilidad divina ” (Paz, 2001:460).

Esta inmutabilidad y ausencia del espíritu crítico, alimenta el complejo anhelo de

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unidad pero no da demasiada tregua al afl orar de las diferencias que se acentúan con

las independencias pues la gran variedad en todos los órdenes sociales y la creciente

mercantilización, ya entrado el siglo XIX, hacen que se desplace hacia esos grandes

centros urbanos, la población rural. Esta población desplazada, encontrará pobres

oportunidades de subsistencia y una estratificación social bastante rígida pero verá

también, con el desplazamiento, el surgir de la clase media y, con ella, la cercanía de

una eterna y común expectativa por el “progreso”. En palabras de José Luis Romero:

“La ciudad real tomó conciencia de que era una sociedad urbana compuesta de sus

integrantes reales: los españoles y los criollos, los indios, los mestizos, los negros,

los mulatos y los zambos, todos unidos inexorablemente, a pesar de su ordenamiento

jerárquico, todos unidos en un proceso que conducía, inexorablemente también, a su

interpenetración y a la incierta aventura desencadenada por los azares de la movilidad

social. (Romero, 1999:xxv).

De esta manera, la variedad cultural y racial enfrentada al afán desmedido de unidad

-entre otros factores- que ya se hace evidente en los inicios del siglo XIX, ayudó en

gran medida a defi nir uno de los perfi les, tal vez el más conocido, de nuestras actuales

sociedades latinoamericanas: el de la desproporción en la organización demográfi ca,

la desigualdad en el reparto de las riquezas y una organización gubernamental de

corte caudillesco que, dice Paz, “ha sido y es el verdadero sistema de gobierno

latinoamericano” (Paz, 2001:426). De la mano de este apretado panorama, ha ido la

defi nitiva separación entre el espacio rural y el urbano, irreconciliables con el correr del

tiempo. Cada centro urbano ya en la colonia tiene sus propios medios de subsistencia

y una organización de gobierno que abre canales de comunicación (ciudades pequeñas

de tránsito hacia las capitales) con el gran centro, que si bien ya no es España desde las

independencias, sigue girando en torno a Europa o Estados Unidos. Así, las periferias

o, mejor, las periferias de la periferia: el espacio rural, se aleja sin remedio. En palabras

de Romero: “Las ciudades estancadas acentuaron su aislamiento (...) y las activas

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procuraron adecuarse a las exigencias del mundo internacional mientras afrontaban

también los problemas suscitados por las transformaciones de su estructura interna(...)

Los sectores postergados desde la época colonial –especialmente los sectores rurales-

hicieron irrupción en la vida pública, pidiendo su parte en el poder y buscando un

ascenso social (...) (Romero, 1999:xxxiv).

El panorama de aislamiento se podría resumir, sin temor a generalizaciones arbitrarias,

con la descripción no exenta de ironía, de Ezequiel Martínez Estrada en su Radiografía

de la pampa, cuando describe el carácter de la población argentina a mediados del

siglo XIX: “En ciertos sentidos espirituales, históricos y económicos, que son los

que cuentan en definitiva, París está más cercano a Buenos Aires que Chivilcoy o

Salta. Hay más diferencia de clima humano y de cronología entre nuestro polipero

monstruoso (Buenos Aires) y un pueblo estacionario de La Rioja o San Juan o

Catamarca o Jujuy, que entre él y Nueva York (...) El que creía en Buenos Aires (...)

negaba automáticamente el interior” (Martínez, 1991:144).

Esta sentencia, determinada sin duda por las condiciones geográficas del país y por

el particular proceso de inmigración en que crece la ciudad de Buenos Aires, bien

podría describir otros territorios pues de una punta a la otra el panorama coincide en el

desmembramiento a que se vieron sometidas las diferentes regiones y sus pobladores.

1.2 El caso mexicano: la escisión del territorio sobrevive a la Revolución.

De aquel desmembramiento, que destaca entre otros muchos factores, nace la

Revolución de 1910 en México. El gran número de población campesina e indígena

despojada de sus tierras y de oportunidades, que sólo posee una pequeña clase

dirigente, exige participación. La devolución y el reparto de la tierra es el móvil. El

retorno a la propiedad comunitaria, ha llevado a que se señale la falta de ideología de

la Revolución e incluso, para otros, su fracaso (Gilly, 1988). Marta Portal, en su libro

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Proceso narrativo de la revolución mexicana, enfoca como clave determinante del Plan

de San Luis maderista no tanto el reeleccionismo que proclamaba; es decir, no tanto su

caracter político, como la exigencia de la devolución por ley de los terrenos de los que

se apropió el gobierno de Porfi rio Díaz, favoreciendo principalmente al clero. Portal,

cita el artículo tercero de dicho plan que dice:

“Abusando de la ley de terrenos baldíos, numerosos pequeños propietarios, en su

mayoría indígenas, han sido despojados de sus terrenos, por Acuerdo de la Secretaría

de Fomento o por fallos de los Tribunales de la República. Siendo de toda justicia

restituir a sus poseedores los terrenos de los que se les despojó de un modo tan

arbitrario, se declaran sujetas a revisión tales disposiciones y fallos y se les exigirá a

los que los adquirieron de un modo tan inmoral o a sus herederos, que los restituyan

a sus primitivos propietarios, a quienes pagarán también una indemnización por los

perjuicios sufridos (...)” (Portal,1980:60).

Párrafo sin el cual, añade la autora, “el Plan San Luis parece pobre y de cortos vuelos

políticos, económicos y sociales” (Portal,1980:60). Falta de tierras y de oportunidades

que tampoco la Revolución logra restituir pues el México postrevolucionario que

describe Octavio Paz en su “Postdata” de 1985, sigue escindido: “Los gobiernos

surgidos de la revolución se preocuparon de manera preponderante por los campesinos

pero, desde hace mucho, buena parte de la actividad gubernamental se ha desplazado

del campo a las ciudades. Los campesinos son los que han pagado los costos, altos

y a veces terribles, de la modernización” (Paz, 2001:489). El desmesurado y

repentino crecimiento ya en el siglo XX de ciudades que, desbordando la capital,

crecen sin mesura ni planeación, no hacen más que acrecentar la brecha. “El otro

México el no desarrollado, crece más rápidamente que el desarrollado y terminará por

ahogarlo. Tampoco -los gobiernos postrevolucionarios- tomaron las medidas contra

la centralización demográfica, política, económica y cultural que ha convertido a la

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ciudad de México en una mostruosa, hichada cabeza que aplasta el endeble cuerpo que

la sostiene” (Paz, 2001:433). Es así entonces, como el aislamiento de las provincias y

el desmesurado crecimiento de los centros urbanos han sido procesos paralelos que se

convierten en la fi sonomía de amplias regiones y en sustento que las ha ido soportando

también históricamente, “el proceso de metropolización de las más importantes

ciudades latinoamericanas dio la medida de la intensidad del proceso de urbanización

de Latinoamérica e inversamente de la crisis del mundo rural” (Romero, 1999:xxxiv).

De esa brecha entre espacio rural y urbano, nacen las más reconocidas obras de nuesro

autor, del rural: Al fi lo del agua, Las tierras fl acas y La tierra pródiga y, del lado de la

ciudad: Ojerosa y pintada y La creación (Brushwood,1973). En Las tierras fl acas y

La tierra pródiga, de las que nos ocupamos en este ensayo, el autor nos lleva entonces

hacia las provincias. Yáñez nos ubica en el ambiente de un pueblo mexicano cualquiera

cuyo común denominador sea: una historia que haya perdido su fl uir temporal y que se

haya estancado conservando un pasado desconocido pero respetado por estable. Sólo

la ubicación en ese espacio permite al lector entender, por ejemplo, por qué un hecho

histórico y de la envergadura de la revolución en México pasa rozando apenas los

pueblos que allí se describen. Sólo ahí se entiende por qué en Las tierras fl acas y en La

tierra pródiga, después del levantamiento histórico de 1910, en el espacio narrativo

aún sigue la quietud, la misma forma de gobierno y, particularmente, el mismo

lenguaje: “litúrgico y circular que aplasta las voluntades y la autonomía psíquica”,

como lo defi nió Carlos Monsiváis al referirse al pueblo que describe Yáñez en Al fi lo

del agua, (Monsiváis, 1992:369).

1.3 El caciquismo como forma de gobierno en el espacio rural

Los dos polos entre los que pendula el conjunto de la obra principal de Agustín Yáñez

son entonces: el del desarrollo de las ciudades como una medida de la historia de

las naciones por un lado y del otro, el del estancamiento como medida de la historia

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particular de las provincias, cuya fi gura representativa es el cacique. Éste, el cacique,

requiere algunas caracterizaciones particulares que permitan diferenciarlo del caudillo,

con quien se le suele confundir. El caciquismo, como forma de gobierno, se origina

en las zonas rurales donde se erige este personaje como autoridad legal y también

moral. El antecedente de su origen no es precisamente indígena, como lo indicaría la

raiz de la palabra “cacique”, pues su fi gura, tal como se le denominaba al jefe de las

tribus aborígenes americanas, dentro de la organización gubernamental precolombina:

“representa la continuidad impersonal de la dominación” (Paz, 2001:409), su carácter

es más comunitario que individual y se regía, y en algunas comunidades se rige aún,

por leyes muy severas superiores a su propia persona. El origen del cacique, al que nos

referimos aquí, se emparenta entonces en línea directa con la del caudillo de origen

hispano-árabe que llega con la conquista española.

Sin embargo, a pesar del parentesco, mientras la fi gura de un caudillo llega, sin muchos

tropiezos, a dar como resultado un personaje histórico, el cacique no alcanza nunca un

nombre más allá de sus pequeñas fronteras de dominio pues posee el carácter “épico,

individualista y excepcional” (Paz, 2001:409) que se le atribuye al caudillo, pero

carece de su campo de acción. Si con las independencias nace el caudillo “concebido

como el remedio heróico contra la inestabilidad” (Paz, 2001:426), habría que añadir,

a partir de la propuesta de Yáñez que con ellas nace también el cacique como una

especie de “remedio casero” destinado a los pequeños espacios rurales abandonados de

la mano del caudillo.

2. LA LECTURA:

2.1 Dogma religioso como correlato del dogma gubernamental en Las tierras fl acas.

Una vez establecido el contexto amplio para la lectura entramos directamente al estudio

de las dos novelas. Para facilitar el desarrollo del tema que aquí interesa -el proceso

que va del caciquismo, con las particularidades de su lenguaje, hacia el silenciamiento

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paulatino que se va a imponer con la llamada institucionalización-, se seguirá en el

análisis un orden inverso al de publicación, primero se estudiará Las tierras flacas

(1962) y se tomará La tierra pródiga (1960) como su continuidad.

El caciquismo, instalado como forma de gobierno en el espacio narrativo que nos

presenta Yáñez, logra dar un carácter al pueblo y a sus habitantes, no tanto por el tipo

de disposiciones, generalmente arbitrarias con que lo organiza, como por el lenguaje

que lo legitima. El dogmatismo gubernamental se traduce y se “valida” a través de los

principios que sustenta el dogma religioso. En La tierra pródiga y Las tierras fl acas,

vemos cómo este correlato: dogma religioso-dogma gubernamental, se va construyendo

a través de interposiciones nominales entre el mundo de los personajes de la novela

y el mundo y los personajes de la Sagrada Escritura. Desde el título mismo, se perfi la

para ambas obras el encuentro y, muchas veces, la fusión de estas dos instancias. Moral

y religión, se convierten en correlatos del poder.

Las tierras flacas transcurre en un pueblo que tiene la particularidad de haber sido

desde los primeros días de su fundación un espejo nominal de Tierra Santa. La historia

del pueblo que relata Rómulo, uno de sus habitantes, registra el instante genésico de

la nominación cuando los nombres “profanos” de los lugares acordes a sus cualidades

topográfi cas son cambiados por nombres de lugares santos: “Betania se venía llamando

corrientemente Las Tuzas, ¡háganme el favor! Y a Damasco le decían El Cabezón,

imagínense, ya mero El panzón o El tripón” (Yáñez, 1983: 32). La bedición nominal,

el bautismo, da inicio a la historia memorable del lugar. Este personaje, Rómulo,

recuerda cómo su abuelo Teódulo -el que cree en Dios- en aquellos primeros días en

que aún pugnaban los nombres prosáicos con los santos, defendía éstos pues, decía su

abuelo: “lo menos en que puedo servir a nuestra Santa Religión es con esto de sostener

sus Nombres Benditos” (Yáñez, 1983:32). Los nombres santos se convierten en

protectores de la fe y, a la vez, en símbolos de la unidad del espacio. Las cualidades

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topográfi cas que antes soportaban los nombres quedan ahora, bajo la nueva nominación

arbitraria, ocultas. Los nuevos nombres de carácter religioso se vuelven formas en

atenta vigilia: “como el gran ojo de la Providencia encerrado en un triángulo de azul

celeste con franjas doradas (...) como si fuera una gran Oreja(...) oyendo la plática de

los hombres” (Yáñez,1983:69), dirá uno de sus habitantes. En Belén, entonces, lugar

genésico para la cristiandad en la Biblia y, en Las Tierra Flacas: “capital del Llano por

su riqueza y movimiento” (Yáñez, 1983:43), aparece Epifanio Trujillo, con cualidades

que también por disposición divina le han sido atribuidas: memoria, fe, dinero, mujeres,

hijos, tierra y un inmenso poder de dominación por la palabra para conseguirlos. “Dios

–dicen los vecinos- le ha dado esa gracia” (Yáñez, 1983:34).

El contrapunto, dogma religioso-dogma gubernamental, hace que al abrigo de las

enseñanzas religiosas, ya arraigas en la mentalidad de los devotos “tierrafl aquenses”,

Epifanio Trujillo construya su universo de férreos e inquebrantables principios morales

sobre los que levantará la saga de sus continuadores y la legalidad de las acciones

que emprenderán él y los suyos. Subyace la Biblia en el espacio narrativo y también

en la identidad de todos y cada uno de los habitantes del pueblo. La intertextualidad

es constante, por ejemplo, dice la Biblia: “El principio de la sabiduría es el temor(...)

Los insensatos desprecian la sabiduría y la enseñanza. Oye hijo mío la doctrina de tu

padre. El rebelde no busca sino mal (...) El hijo necio es enojoso a su padre (...) Aún

el necio cuando calla, es contado por sabio(...) El hombre que ama la sabiduría alegra

a su padre” (Nueva Biblia Española, 1975:1300). Y, Epifanio Trujillo en la novela,

adueñándose de aquellas palabras, dirá a su modo y con insistencia a sus vástagos:

“El que se aparta de las decisiones del soberano familiar (...) se condena al abandono,

la hostilidad y la persecución. Los desobedientes no pueden quedarse ni de mozos en

Tierra Santa” (Yáñez, 1983:55).

La misma ley de jerarquías que rige el universo bíblico, con el padre a la cabeza, se

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refl eja y determina la organización del pueblo; según ésta, a cada quien corresponde

un rol distinto y único: a los habitantes del pueblo, mantener la unidad y el respeto a

la organización establecida y, a Epifanio Trujillo, el papel de padre protector, dueño

de tierras y voluntades. Rómulo describe la resignación que, en el marco de esa ley, se

convierte en imperativa para todos por el soporte sagrado y ancestral que la sostienen.

Dice:

“Tratos son tratos y la necesidad tiene cara de hereje; por injustos que sean si los

acepté (los tratos comerciales con Trujillo), tengo que pagar los réditos, aunque sean

diez veces más que los préstamos. No he de ser yo el que rompa la ley del respeto a los

compromisos, que nos viene de padres a hijos y que por todos estos rumbos establece

la confi anza para vivir en paz unos con otros y ayudarnos, formando una sola familia,

sin que necesitemos más gobierno, ni gendarmes ni juzgados. ¿A dónde iríamos a dar

por acá, tan lejos de todo, si acabáramos con este orden que nuestros mayores nos

enseñaron y en el que nos hicieron? (Yáñez, 1983:16).

Ese mundo de jerarquías y convicciones regirá también la vida del propio Epifanio

Trujillo; sus acciones, el anhelo de posesión incluido, son su sacrificio por amor a

Dios, a la naturaleza y a la creación divina, que le han designado esta tarea: “(...) eran

ganas indomables de crear, de crecer y multiplicarme así como de acercarme a las

cosas chulas que Dios puso en el mundo, y gozarlas, creyendo que para eso estaban

al alcance de mis ojos, como las estrellas, las nubes, y el arco iris, las montañas con

sus colores, y la variedad de pájaros, flores, árboles, ganados en multitud” (Yáñez,

1983:179). Las reflexiones del personaje lo llevan siempre a afirmarse en sus

inquebrantables principios ancestrales: “El Señor sabe cómo siendo de por sí tan

inseguro y penoso labrar el campo, nos dio estas tierras tan áridas, y este cielo tan fallo,

y estas gentes tan trabajosas. Tuve que ser duro. Si se me pasó la mano alguna vez,

nunca fue por divertirme no más con el sufrimiento ajeno. Bien tenían conocida mi ley

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de actos y nunca me salí de mis principios; a mi moral me atenía” (Yáñez, 1983:180).

Su mentada “ley de actos” y “su moral”, conforman todo un universo cerrado y

cifrado que sólo comparten él y los habitantes de Tierra Santa. Por esta razón, los que

desconocen las enseñanzas sagradas, los de afuera, critican su “insaciable deseo por

poseer”; las vidas de santos están llenas de adúlteros y de dueños de tierra, suele decir

Trujillo a modo de justifi cación.

Ricardo Guerra Victoria en La tierra pródiga, como se verá adelante, también asumirá

su tarea evangelizadora y de apropiación de tierras con la misma convicción de

sacrificio que Trujillo aunque el soporte de sus acciones ya no tendrá solamente un

carácter religioso sino también y, principalmente, histórico; Ricardo Guerra, sigue

los pasos de quienes considera sus más inmediatos antecesores, los conquistadores

españoles, es a ellos a quienes debe emular e incluso superar por el derecho que le da el

“ser dueño legítimo” de la tierra.

2.2 Moral y religión contra orden y justicia: pugna que anuncia un nuevo código

en Las tierras fl acas.

En la fi rme doctrina de principios, en los que se funden los políticos y los religiosos,

crecen los tres hijos de Epifanio Trujillo en Las tierras fl acas: Jesusito, Felipe y Miguel

Arcángel; éste último, “hecho para sucederlo en la jefatura de la heredad” (Yáñez,

1983:57). Sin embargo, también por una cuestión nominal, como lo vimos con los

nombres de los lugares, Miguel Arcángel, “jefe de la milicia celestial” en la Biblia,

contrariando toda tradición y, particularmente la disposición paterna que así le ha

llamado, será quien rompe con la saga Trujillo cambiando de nombre como mayor

agravio al padre y como signo defi nitivo del fi n de su imperio. “Ancho es el mundo,

y allí le dejo hasta su nombre: otro sabré conseguirme” (Yáñez, 1983:57) dice, al

abandonar la casa del padre. El nuevo nombre que ha adoptado el esperado sucesor:

Jacobo Gallo, el hijo de Sara Gallo, regresará después de mucho tiempo fuera del

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pueblo, prometiendo la verdadera reforma agraria a cambio de que sus hermanos,

Felipe y Jesús, le den la primogenitura. Así empieza la verdadera revolución en Las

tierras fl acas, la ruptura, con la negación del nombre del padre.

Los métodos de Jacobo Gallo efectivamente afirmarán el fin de la saga Trujillo.

Mientras Felipe y Jesús intentan suceder al padre; Jacobo, se dedicará a hacer lo

propio con la organización de un ejército justiciero, en el silencio. Silencio que más

tarde, en la Tierra pródiga, se impondrá como nuevo lenguaje ante la violencia con la

que entra la avasalladora máquinaria, símbolo de “progreso”. La organización de las

tradicionales pastorelas -representación teatral y festiva del nacimiento de Jesús- en

Las tierras fl acas, sirve de excusa para mostrar el paso de una forma de poder a otra.

Basta con que Epifanio Trujillo se oponga a esta celebración en Tierra Santa para que

Felipe y Jesús desplieguen sus artimañas de convencimiento con los mismos métodos

del padre. Métodos legitimados siempre por aquellos principios religiosos que avalan

sus acciones y que se refuerzan a través del lenguaje que caracteriza a toda la saga

Trujillo:

“Jesusito extendió más miel en su sonrisa, que atusó con remilgo; entornó

candorosamente los párpados; asordinó la voz, enmielada también; con suaves

ademanes impidió que Felipe y Plácida soltaran la lengua; le sacó vueltas al toro,

dándole por su lado, buscando la ocasión de clavarle banderillas(...) Si usted nos ha

dado más de lo que necesitamos, y más vale atole con risas que chocolate con lágrimas,

pues ¿quién te hace rico? el que te mantiene el pico. Quitése de la cabeza tantos

nubarrones que no es tiempo de aguas; no hay que andarse por las ramas, estando tan

grueso el tronco, y qué tronco es usted, nuestro señor padre (...) a mí desde hace tiempo

se me ha ocurrido una idea, que no había querido decírsela por no adelantármele,

porque no hay duda de que ya lo habrá pensado y sólo por compadecido que usted es,

por buena gente con los pobres, no la ejecuta; pero sería justo cobrarles plaza a los que

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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.

traen comercio los días de la competencia; aquí no hay más gobierno que usted(...)”

(Yáñez, 1983:87-88)

La misma estrategia de “emborrachamiento con las palabras” -como repite a cada

tramo el narrador- que usaba el padre con los pobladores, la usan ahora los hijos con el

propio padre: la misma gran habilidad para ocultar tras las palabras hechos que pierden

su carácter de injusticia por el soporte que tienen en las tradiciones; la misma rapidez

para apurar la interpretación a través de atinadas perífrasis y proverbios populares que,

con su pesada carga de valor moral-comunitario, se hacen irrebatibles; el mismo poder

de convencer con humildad en el trato o la adulación al interlocutor.

El anuncio de cambio -un proceso de silenciamiento paulatino- que se da con la

preparación de las pastorelas por parte de Jacobo Gallo, llegará en forma definitiva

en Las tierras fl acas, con su representación el seis de enero -día de Reyes y del santo

de Epifanio. El fin de la era de Epifanio y su lenguaje basado en sus principios de

moral y religión, marcará el inicio de la era de Jacobo y los suyos: orden y justicia.

Todo el ceremonial organizado dentro del más hermético secreto esconde una nueva

realidad. Se abre paso en la simbólica representación, la legión de ángeles dispuestos

a impartir justicia: San Miguel-Jacobo contra Luzbel-Epifanio Trujillo y sus dos

hijos. “Las escenas se suceden con rapidez: los parlamentos eran breves, despojados

de los interminables monólogos tradicionales. Dominaba la acción, subrayada con

inesperados efectos de luces, ruidos, truenos, olores” (Yáñez, 1983:126). Y fuera de

toda tradición, ya en el desenlace de la celebración aparecen los Reyes Magos y uno de

ellos, revela los secretos con que se han hecho los fuegos, la cortina de humo, etc. “Otras

buenas novedades hay que algunos conocen ya, y que todos pueden saber si se toman

el trabajo de indagar; en prenda de ellas los Reyes Magos cimarrones van a hacer su

reparto de regalos: maíz, frijol, sal, azúcar, mantas y otras cosas; no más que debe ser

con orden y nada de bolas” (Yáñez, 1983:129)

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Así, Jacobo, bajo la tutela de las novedades y de sus principios: “orden y justicia”,

utilizará la representación religiosa para darle un nuevo rumbo, ahora de carácter

social, a sus acciones. Dos órdenes diferentes empiezan a marchar ahora en forma

paralela. Jacobo promete novedades ligadas a la voluntad de trabajo de cada uno, a la

acción efectiva y a la develación de los supuestos misterios de los que les ha colmado

la religión; misterios que bien ha aprovechado Epifanio Trujillo para sumir al pueblo

en la ignorancia y la quietud durante tanto tiempo, como dirá insistentemente el propio

Jacobo a los habitantes de Tierra Santa. Sin embargo, la nueva forma de organización

no tardará en descubrir su rostro oculto a los pobladores: “Jacobo Gallo se presentaba

con el doble cargo de comisario municipal y jefe de armas; la comparsa de soldados

con lanzas y rodelas resultaron ser gendarmes provistos de carabinas” (Yáñez,

1983:130).

Dejan de surtir efecto los rezos de los tierrafl aquenses: “No servían de nada –dice uno

de ellos- ni el Trisagio, ni la Magnífica, ni las Letanías de Todos los Santos, ni los

ensalmos, ni los conjuros de Matiana” (Yáñez, 1983:174). Se desata un temporal, una

tormenta sin precedentes señala la muerte de Epifanio Trujillo.Luego de su entierro, el

pueblo, siempre resignado, seguirá adelante con su fantasma a cuestas y soportando los

desmanes que el nuevo gobierno reprime cada vez con más violencia.

El “rey de oros”, Jacobo Gallo, quedará a la cabeza del gobierno en Tierra Santa

intentando poner orden “a fuerza de miedo” con un ejército armado de fusiles y de

precisas órdenes de represión que Rómulo, la voz de los pobladores, resume ya al

fi nal de la novela: “Librados de unos acogotadores, otros peores ocuparán el sitio. Sí,

seguramente peores, porque los nuevos traen eso que mientan Progreso, y es, a según

mis cálculos, un chorro de mañas muy bien estudiadas y ensayadas, además de mejores

armas y dinero” (Yáñez, 1983:221). Jacobo será entonces el anuncio del nuevo código

de silencio que vendrá a imponerse defi nitivamente con la “institucionalización”.

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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.

2.3 La institucionalización y el fi n de un lenguaje en La tierra pródiga.

La tierra pródiga (1960), que hemos tomado aquí como continuidad del proceso de

“modernización” que inició Jacobo Gallo en Las tierras flacas, será efectivamente

la tierra del “progreso”. El cambio se anunciará en forma simbólica con la llegada

de máquinas abriendo el campo para emprender en la costa un plan turístico de gran

envergadura pero, ahora, tal simbolismo tendrá un carácter menos religioso y estará

más acorde con los tiempos “modernos”. Ricardo Guerra Victoria, personaje central

de La tierra pródiga, ya no sustentará sus palabras en las Sagradas Escrituras, como lo

hacía en sus días Trujillo, sino que éste se apoyará directamente en la Historia del país.

Guerra Victoria será un fi el émulo del conquistador Nuño Beltrán de Guzman, hecho

que al fi nal le allana el camino al nuevo código que se impondrá en las zonas rurales,

intervenidas por el gobierno central de la ciudad.

El ingeniero Pascual Medellín, el personaje citadino de la novela, enviado al pueblo

costero a hacer los primeros acercamientos que han de derivar en el moderno plan

turístico para la tierra pródiga, lee la vida de este conquistador español, descrito

en cualquier historia oficial de la región como: “uno de los más déspotas y tiranos

de cuantos llegaron a tierras de Nueva Galicia que comprendía además de Jalisco,

Guadalajara, Zacatecas, Chiametía, Culiacán y Cinaloa” (Súarez, 1996:472).Con la

lectura de esta biografía, Pascual Medellín, descubre la clave de acceso al territorio

y a la psicología de quienes lo manejan; entiende que debe empezar por ganarse la

confianza de Ricardo Guerra Victoria, el cacique mayor de la región. La violencia

con que en su día Guerra Victoria, personaje de la narración, penetró y se apropió de

las tierras, sin más recursos que las armas, se equipara a la entrada de Nuño Beltrán,

personaje real de la historia mexicana, en aquel territorio. Así entonces el plano

narrativo ya no refl eja el correlato: dogma religioso-dogma gubernamental sino que la

narración se convierte directamente en el correlato de la Historia de México. El retrato

de aquél conquistador, bien podría ser el que elabore la posteridad, para el propio

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Ricardo Guerra:

“Sobre sierras ásperas y un cielo sin misericordia, clava el contorno riscoso la sombra

del terrible Nuño Beltrán de Guzmán, Capitán general de esta conquista de la Mayor

España (...) Entrañas negras de zarza, corazón de fi erro, pulmones de huracán (...) Tan

señor absoluto, tan soberbio, hinchado, y justiciero y con tanta potestad, que espantaba

a toda la Nueva España. Altivo, iracundo, más inclinado a su parecer, que al consejo

de otros (...) Era exquisito para dar tormentos (...) Tenía dos propiedades muy notadas,

que fueron de casto y cruel (...) Frustrado émulo de Cortés” (Yáñez, 1995:151-152)

Las negociaciones con los “hombres de la ciudad” llevan al cacique a refi nar sus armas,

no tanto las de fuego como las del lenguaje. Éste, utilizará las mismas estrategias

de envolvimiento que Epifanio Trujillo y los suyos en Las tierras fl acas pero con la

particularidad de que los recursos de Guerra Victoria tendrán un mayor refi namiento y

dejarán ver la minuciosa elaboración con la que intenta envolver a un interlocutor que

ya, defi nitivamente, no comparte sus convicciones. Guerra Victoria, posee la habilidad

de manejar un doble código: ante sus iguales, es decir sus enemigos, las pistolas; y,

ante quienes están en el poder adulaciones sin fi n, zalamerías y absoluta sumisión a

su condición humilde, sólo de palabra, tal como lo hacía Epifanio Trujillo. Guerra

Victoria,utiliza alternativamente ambos códigos y en ellos se sustenta también su doble

moral, dice: “Soy gente llevada por la buena me gusta que me comprendan sin mucho

hablar; ahora que hay veces que se necesita soltar la lengua (...) Y soy muy ejecutivo.

Cuando no se necesita ¿para qué andar con rodeos? Al pan, pan y al vino, vino. Ahora

que muchas veces hay necesidad de llamar al vino, alegría, mientras en el pobre es

borrachera (Yáñez, 1995:44).

La habilidad de usar un doble código es su mejor arma y se puede ilustrar con una par

de ejemplos que valen para toda la novela: en la “Rueda de fi eras”, como se titula el

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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.

primer apartado de La tierra pródiga y como denomina al grupo de sus enemigos (sus

iguales), no funciona otro idioma diferente al de las armas, así ha conquistado la tierra,

ha conservado la vida y así se comunican entre ellos: “(...) qué bonito trabaja esta

condenada (dice refi riéndose a su pistola) es mejor que tractores para la costa y más

efectivo sino dónde anduviera yo lo más seguro en el otro patio y sin haber conseguido

el progreso de tantas tierras que sin esta condenada no habría cañaverales ni pastos ni

nada(...)” (Yáñez, 1995:17). Mientras con los hombres de la ciudad, encontramos al

émulo de Trujillo:

“Cómo le envidio a usted la buena vida que se da y esas amistades que tiene tan

distinguidas. Yo soy un salvaje; pero no tanto para no saber apreciar lo bueno. Tal vez

sean las oportunidades que para limarme me han dado las personas de categoría que

como usted me han hecho el favor y el honor de ir a pasar trabajos en mi casa. Cuánto

he sabido aprenderles (...) Ha de ser muy interesante poder entrar a esos círculos de

los que usted es personaje central. Me gusta conocer la vida en todos sus recovecos.

Ningún otro interés. Mucho se aprende. Me gusta aprender.” (Yáñez, 1995:159)

Palabras ante las cuales el ingeniero no puede más que confesar su indefensión: “Difícil

resistir sus poderes de fascinación, la labia con que pinta bonito las cosas que le

interesan, su ruda elocuencia y sus zalamerías, la seguridad con que afi rma, la facilidad

con que responde y cierra salidas a renuencias, reticencias y marrullerías, desbarata

objeciones, impone puntos de vista; el tono manso, amable, guasón de sus amenazas,

que llegado el caso cumple sin contemplaciones, irremisiblemente.” (Yáñez, 1995:34).

Formas que lo sorprenderán hasta el fi nal de la novela: “Lenguaje directo. Chispazos

de recuerdos. Apropósitos. Comparaciones. Vulgares, eficaces epítetos de original,

sorprendente adecuación. Sápido. Colorido. Melancólico. Nostálgico. Inagotable.”

(Yáñez, 1995:163).

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La refl exiones de Pascual Medellín, siempre en forma de monólogo interior, además

de dar cuenta de la imposibilidad de comunicación con tal lenguaje anuncian un nuevo

código que va a carecer de su abundancia pero que, a cambio, tendrá sustento sólido en

una constante impersonalidad –el ingeniero siempre será portavoz- y en los conceptos

de “orden y justicia”; conceptos que resultan tan abstractos como los de “moral y

religión” que sostenían a la organización anterior, descrita en Las tierras flacas. La

presencia de máquinas abriendo camino en tierra vírgen y, de nuevo una violenta

tormenta -como la que precede a la muerte de Trujillo o la que se desata al fi nal de Al

fi lo del agua-, serán la señal que anuncia la entrada de un nuevo orden en la región.

El fuerte viento, la lluvia y el mar embravecido arrasarán en forma dramática con la

hacienda y las posesiones de Guerra Victoria. A su regreso de la ciudad, fortalecido de

grandeza por las amistades conseguidas, encuentra el campo arrasado por la tormenta

y a su mujer, su posesión primera, salvada por Sotero Castillo, su peor enemigo. La

humillación le hace empezar a urdir la venganza mientras al mismo ritmo avanzan sin

tregua las máquinas, la urbanización se expande con nuevos negocios, nuevas gentes,

los caminos se abren. El cadáver insepulto de Sotero Castillo, muerto a manos de los

pobladores, señalará el nuevo eje del poder. El cura, poder religioso, intenta sin lograrlo

aquietar los exaltados ánimos de los pobladores que no quieren permitir la sepultara:

“(...) por segunda y tercera vez conminó el anatema de excomunión (...) la estatura del

eclesiástico parecía crecer, atronaba su voz en la oscuridad creciente de la noche ya

iniciada, brillaban sus ojos aterradoramente” (Yáñez, 1995:258). Pero Guerra Victoria,

autoridad de autoridades en el pueblo, logra vencer la obstinación de la gente con su

presencia y un par de órdenes: “Váyanse pues dispersando; no más necesito un par

de hombres a que ayuden a levantar el cuerpo (de Sotero Castillo). Rápidamente (sus

hombres) despacharon –sin oposición- la macabra tarea de juntar los restos y colocarlos

en el ataúd, entre capas de cal y rociado formol. Nadie chistó” (Yáñez, 1995:259).

Será ésta la última ejecución del poder del cacique sobre los pobladores, sobre el cura

y también adelantándose a la ley, a los nuevos legisladores que: “vienen en camino”.

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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.

Una vez instaladas las máquinas en la región, el lenguaje será otro, se hablará de títulos

de propiedad a quienes sin papeles han sido los dueños de la tierra durante muchos

años: créditos, préstamos, garantías, bancos: “Se trata de saber -dice el Ingeniero- si

sus deudas, su pasivo, puede convertirse en activo disponible para poner en marcha, en

gran escala, un plan de promoción turística, estrechamente vinculado con el desarrollo

total de la región, ¿No es esto lo que usted ha venido solicitando con empeño?” (Yáñez,

1995:48). A lo que Guerra Victoria responde: “– A ver barájemelas despacio, jefe:

uno abandonado en estas soledades, no comprende, bien, así de pronto(...)” (Yáñez,

1995:48)

Aparentando no entender, pues bien conoce los términos de la negociación, la única

salida que le queda a Ricardo Guerra es afinar su discurso, su mejor arma ante el

ingeniero, pero los de la ciudad, dice al fin, no entienden sus razones: “(...)al tal

ingeniero, como a nadie del gobierno, le cuadró que yo primero construya capillas, que

obligue a mi gente a rezar el rosario todas las noches, y la misa, los domingos: que los

bautice, los case, les enseñe religión y les infunda el temor a Dios” (Yáñez, 1995:155).

De nuevo el universo cerrado y cifrado que no entienden los “de afuera”, como solía

decir Epifanio Trujillo de Las tierras flacas, al referirse a los forasteros llegados a

Tierra Santa. A pesar de los grandes esfuerzos que hace Guerra Victoria, ya no puede

hacerse entender, sus métodos de persuasión, ya no surten efecto, como en su tiempo

les pasó a los tierrafl aquenses con las oraciones. Esta vez serán las máquinas abriendo

caminos para el proyecto turístico y los señores del gobierno central de la ciudad

quienes se imponen por sobre Guerra Victoria y ante el estupor de las viejas voces de

la región, creyentes del orden impertubable que han conocido siempre: “Nos tocaron

los días del anticristo” (Yáñez, 1995:188). Imperios construídos a la medida de su

soberbia: “Torre de Babel”, dirá el propio Guerra Victoria, aferrado a sus convicciones

religiosas: “como aquellos que dicen que quisieron hacer una torre más alta que el

cielo, y lo que pasó fue que se les entrambulicaron las lenguas y nos hicieron el fl aco

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servicio de que ahora no podamos entenderles sus borucas a los gringos...” (Yáñez,

1995:68).

En los largos monólogos del Ingeniero Medellín, leemos el balance de la historia de

más cinco siglos en los que nada ha cambiado: “No serán los alegadores de café que

componen el mundo en tres patadas quienes puedan venir a estas tierras; eran así los

conquistadores (...) aquellos también hablaban de alzarse con la tierra, y lo que hicieron

fue labrarla para su Rey y Señor; pobre país el que no sepa aprovechar la fuerza

primitiva de los desalmados y meterlos en cintura. (...)” (Yáñez, 1995:30). Historia

de cinco siglos que conoce muy bien y de la que también sabe no será protagonista

pues la nueva fi gura a la que representa, la “institución”, es una entidad sin cuerpo y

por tanto, impersonal; forma gramatical que predomina en su lenguaje. Guerra Victoria

también así describe a la “institución” al final de la novela cuando ya no le queda

más remedio que escapar y, en un repentino e imparable discurso “como si quisiera

emborracharse con palabras” (Yáñez, 1995:314), dice: “Sí, eso es lo malo, tener que

pelear con un espantapájaros al que no hay modo de tumbar a patadas o pedradas,

ni le entran los plomazos, qué bueno fuera que pudiera decir: con matar a fulano se

acabó la rabia; no, no es cuestión de individuos; ahora me resultan con que hasta el

gobierno es institucional o cosa parecida; yo siempre supe que untándole tanto a éste,

sombrereándole al otro, en fin, hallándole a cada quien su lidia, las leyes se hacen

muelles, los negocios chuecos enderézanse como por magia.” (Yáñez, 1995:314).

El cacique queda literalmente hablando solo; desaparece su figura para dar paso a

los hombres del gobierno institucional: “los ingenieros” quienes no hablarán por sí

mismos porque son simples portavoces de una fi gura sin cuerpo. Aquel lenguaje se ha

desgastado y quedan sólo las máquinas abriendo camino sin contemplaciones.

Al fin, todos pertenecen a una misma casta que se sucede y continúa, parece decir

Yáñez en voz del ingeniero. La “institución” que se instala en La Tierra pródiga, será

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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.

igualmente implacable y esta vez silenciará y determinará la resignación no sólo de los

pobladores sino también la del propio cacique del pueblo quien al fi n, sucumbe: “Lo he

refl exionado aunque a todos ésos, y a sus achichincles, ingenierillos, técnicos aunque

a todos ésos me los echara al pico, de nada serviría: la “institución” seguirá en pie,

caminando en mi contra con más ganas. Es como una máquina, que se echa encima sin

contemplaciones” (Yáñez, 1995:305).

CONCLUSIÓN:

La esquemática división que hace Agustín Yáñez en sus novelas entre provincia y

ciudad, extrema si se quiere, no se limita a una separación determinada exclusivamente

por lo territorial, o por condiciones históricas, económicas o incluso raciales, como

se suele caracterizar tal división. Yáñez, en Las tierras fl acas y en La tierra pródiga,

señala al lenguaje como elemento que determina en un grado importante tal polaridad.

La revelación de las argucias lingüísticas con las que elabora su discurso el prototipo

del cacique, personaje central en ambas novelas, hace que el lenguaje en ellas cumpla

una triple función: en primer término, es el elemento que describe el tránsito de una

forma de gobierno a otra, del caciquismo al silenciamiento que se anuncia con la

institucionalización. En segundo término, que deriva del primero, es el elemento clave

de la cohesión de una forma individual y arbitraria del poder –en acción y benefi cio-

pues es el que ayuda a construir el cerco que impide la comunicación. Y, al fi nal, en un

tercer término, es la herramienta que llega a anular la voluntad y a reprimir el deseo de

toda una población, entre otras cosas, por el sustento “moral y religioso” que se le da

en el caciquismo y de “orden y justicia” en la institucionalización.

Estas funciones del lenguaje ponen en primer plano, no tanto la polaridad: espacio

rural contra espacio urbano, como la necesidad de una crítica del uso de ese tipo de

lenguaje, ilustrado por los caciques Epifanio Trujillo y Ricardo Guerra Victoria. Su

lenguaje describe la forma paulatina como con éste se va profundizando la brecha

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de la comunicación hasta que, al fi nal, se agotan, defi nitiva e irremisiblemente, todas

las posibilidades de interacción; ese proceso de deterioro va en benefi cio único de un

silencio, simbolizado por Yáñez a través de una fi gura sin cuerpo llamada “institución”.

El señalamiento de ese uso del lenguaje entonces, siembra en el lector la duda de si los

personajes y el pequeño pueblo de la provincia mexicana en los años 20 y 30 del siglo

XX descritos en la fi cción, pueden llegar a ser extensivos o, por lo menos, equiparables

a personas y territorios de otras épocas y espacios no fi cticios y cercanos. Esta pregunta

que constantemente ronda al lector, al fi nal, es la que hace que la propuesta de Agustín

Yáñez sea aún vigente. 

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