DE VEGUETA · 2020. 7. 27. · EL HERALDO DE VEGUETA Director: Eduardo Reguera PERIÓDICO CULTURAL...

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EL HERALDO DE VEGUETA LUNES, 20 DE ABRIL DE 2020 Director: Eduardo Reguera PERIÓDICO CULTURAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA En 1985 estrenaron una de esas pelí- culas que marcó mi infancia y la de muchos niños de mi generación: Los Goonies, dirigida por Richard Don- ner. Yo la vi en 1987, y quedé poseído por ese espíritu de la aventura que su- mergía a los protagonistas en la bús- queda de un tesoro, movidos por una noble causa: salvar sus hogares de la excavadora. Fue en ese mismo año de 1987 cuan- do mi pandilla y yo, que rondábamos los 13 años, nos reunimos una oscura tarde de invierno armados con linter- nas para explorar una casa abandona- da en el corazón de Vegueta, conocida como la casa del miedo. La expedi- ción fue planeada la tarde anterior y sabíamos que entrañaba riesgo, por el estado ruinoso de la mansión, por eso había que mantener nuestros pla- nes alejados de los oídos de nuestros padres. ¡La infancia es muy atrevida! Nuestro objetivo se encontraba en la calle Reyes Católicos. Una casa de estilo colonial de varios siglos de an- tigüedad que décadas atrás había ser- vido como cuartel de la policía. Había oído hablar de ella pero era la primera vez que la veía, y al observarla desde la otra acera me llamó la atención la extraña inclinación de la fachada, que le confería un aspecto aún más sinies- tro, y aquella puerta entreabierta... in- vitándonos a pasar. La noche comenzaba a caer. Espera- mos a que no hubieran moros en la costa y entramos. Una vez en el in- terior, encendimos nuestras linternas y descubrimos un zaguán repleto de papeles y basura. La casa llevaba tiempo abandonada y no éramos los primeros en profanar sus entrañas. Un enorme armario, tirado en el suelo, bloqueaba el acceso al patio. Pasamos por encima con cuidado y accedimos a un espacio abierto donde crecía, a su antojo, un jardín en el que sobre- salían unas cuantas palmeras. A la izquierda había tres puertas alineadas que inspeccionamos y llegamos a la conclusión de que eran antiguos ca- labozos. Recuerdo las gruesas cerra- duras y unas banderas pintadas... ya desgastadas, en la pared. Oculta bajo las enormes hojas de una de las pal- meras había una escalera de madera que subía hasta la segunda planta. Debajo de ella había una puerta es- condida que daba acceso a un sótano maloliente al que no entramos, por el fuerte olor a cerrado y por el limitado La casa del miedo nº 3 “Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan solo de noche”. Edgar Allan Poe (1809-1849) haz de nuestras linternas, que apenas lograban iluminar unos metros. Subimos a la segunda planta y los escalones carcomidos crujían a cada paso. Estábamos emocionados y ate- rrados a la vez, la casa nos había atra- pado con su halo de misterio y nos sentíamos como los personajes de nuestra película favorita ¡éramos goo- nies! En la planta alta descubrimos una gran estancia por cuyas ventanas entraba la tenue y amarilla luz de una farola. Se adivinaba el suelo de ma- dera, que se veía ligeramente hundido por el centro y entre los resquicios de las tablas se podía ver la planta baja. Alguien sugirió caminar pegados a la pared para evitar caer al vacío. Fue entonces cuando nos dimos cuenta del verdadero peligro que corríamos. Avanzamos con cautela y llegamos a una habitación que permanecía ce- rrada, y que tenía una ventana de gui- llotina que daba al patio. A través de los sucios cristales se intuía que es- taba repleta de enseres. Lo confirma- mos al mirar a través de la cerradura. Muebles y más muebles. Daba la im- presión de que todo el contenido de aquella casa, ahora vacía, había ido a parar al interior de sus cuatro paredes, menos el armario de la entrada. Cuando nos dimos por satisfechos, hicimos el camino a la inversa y sa- limos a la calle. Ya era tarde, y te- níamos que regresar a la seguridad de nuestros hogares. Nos fuimos un poco desilusionados, porque todos en el fondo albergábamos la esperanza de encontrar algún tesoro...como les sucedía a los protagonistas de nuestra película favorita. Volvimos a aquella casa alguna vez más, pero ya de día. A plena luz del sol la casa carecía de esa nebulosa misteriosa que la envolvía de noche, y mi pandilla y yo perdimos el inte- rés. Poco tiempo después la tapiaron. Luego fue despojada de su interior y construyeron garajes y oficinas, un horror...y un error. Han pasado más de treinta años de aquella aventura. Ya no profano casas abandonadas, pero sigo buscando “tesoros” en librerías anticuarias, archivos y hemerotecas, empujado por una fuerte razón: saciar mi curiosidad de ratón de biblioteca. Hoy en día, siempre que paso frente a esa casa de fachada inclinada recuer- do a mi pandilla, y la emoción y el terror que sentimos aquella tarde de 1987... y pienso: ¡Siempre seré un goonie! Eduardo Reguera Envíanos tu mail y recibirás El Heraldo de Vegueta en tu buzón electrónico. [email protected] ¡SUSCRÍBETE! ¡SUSCRÍBETE! Suscripciones: Ve la luz un nuevo número de El Heraldo de Vegueta y para contri- buir a su espíritu de periódico an- tiguo le hemos dado una textura de papel propia de un ejemplar de he- meroteca y hemos añadido peque- ñas ilustraciones de época. Espera- mos que disfrute de su contenido. Carta del director FEDAC. Fotógrafo: Luis Ojeda Pérez

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  • EL HERALDODE VEGUETA

    LUNES, 20 DE ABRIL DE 2020Director: Eduardo Reguera PERIÓDICO CULTURAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA

    En 1985 estrenaron una de esas pelí-culas que marcó mi infancia y la de muchos niños de mi generación: Los Goonies, dirigida por Richard Don-ner. Yo la vi en 1987, y quedé poseído por ese espíritu de la aventura que su-mergía a los protagonistas en la bús-queda de un tesoro, movidos por una noble causa: salvar sus hogares de la excavadora.Fue en ese mismo año de 1987 cuan-do mi pandilla y yo, que rondábamos los 13 años, nos reunimos una oscura tarde de invierno armados con linter-nas para explorar una casa abandona-da en el corazón de Vegueta, conocida como la casa del miedo. La expedi-ción fue planeada la tarde anterior y sabíamos que entrañaba riesgo, por el estado ruinoso de la mansión, por eso había que mantener nuestros pla-nes alejados de los oídos de nuestros padres. ¡La infancia es muy atrevida!Nuestro objetivo se encontraba en la calle Reyes Católicos. Una casa de estilo colonial de varios siglos de an-tigüedad que décadas atrás había ser-vido como cuartel de la policía. Había oído hablar de ella pero era la primera vez que la veía, y al observarla desde la otra acera me llamó la atención la extraña inclinación de la fachada, que le confería un aspecto aún más sinies-tro, y aquella puerta entreabierta... in-vitándonos a pasar.La noche comenzaba a caer. Espera-mos a que no hubieran moros en la costa y entramos. Una vez en el in-terior, encendimos nuestras linternas y descubrimos un zaguán repleto de papeles y basura. La casa llevaba tiempo abandonada y no éramos los primeros en profanar sus entrañas. Un enorme armario, tirado en el suelo, bloqueaba el acceso al patio. Pasamos por encima con cuidado y accedimos a un espacio abierto donde crecía, a su antojo, un jardín en el que sobre-salían unas cuantas palmeras. A la izquierda había tres puertas alineadas que inspeccionamos y llegamos a la conclusión de que eran antiguos ca-labozos. Recuerdo las gruesas cerra-duras y unas banderas pintadas... ya desgastadas, en la pared. Oculta bajo las enormes hojas de una de las pal-meras había una escalera de madera que subía hasta la segunda planta. Debajo de ella había una puerta es-condida que daba acceso a un sótano maloliente al que no entramos, por el fuerte olor a cerrado y por el limitado

    La casa del miedonº 3

    “Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan solo de noche”. Edgar Allan Poe (1809-1849)

    haz de nuestras linternas, que apenas lograban iluminar unos metros.Subimos a la segunda planta y los escalones carcomidos crujían a cada paso. Estábamos emocionados y ate-rrados a la vez, la casa nos había atra-pado con su halo de misterio y nos sentíamos como los personajes de nuestra película favorita ¡éramos goo-nies! En la planta alta descubrimos una gran estancia por cuyas ventanas entraba la tenue y amarilla luz de una farola. Se adivinaba el suelo de ma-dera, que se veía ligeramente hundido por el centro y entre los resquicios de las tablas se podía ver la planta baja. Alguien sugirió caminar pegados a la pared para evitar caer al vacío. Fue entonces cuando nos dimos cuenta del verdadero peligro que corríamos. Avanzamos con cautela y llegamos a una habitación que permanecía ce-rrada, y que tenía una ventana de gui-llotina que daba al patio. A través de los sucios cristales se intuía que es-taba repleta de enseres. Lo confirma-mos al mirar a través de la cerradura. Muebles y más muebles. Daba la im-presión de que todo el contenido de aquella casa, ahora vacía, había ido a parar al interior de sus cuatro paredes, menos el armario de la entrada.

    Cuando nos dimos por satisfechos, hicimos el camino a la inversa y sa-limos a la calle. Ya era tarde, y te-níamos que regresar a la seguridad de nuestros hogares. Nos fuimos un poco desilusionados, porque todos en el fondo albergábamos la esperanza de encontrar algún tesoro...como les sucedía a los protagonistas de nuestra película favorita.Volvimos a aquella casa alguna vez más, pero ya de día. A plena luz del sol la casa carecía de esa nebulosa misteriosa que la envolvía de noche, y mi pandilla y yo perdimos el inte-rés. Poco tiempo después la tapiaron. Luego fue despojada de su interior y construyeron garajes y oficinas, un horror...y un error. Han pasado más de treinta años de aquella aventura. Ya no profano casas abandonadas, pero sigo buscando “tesoros” en librerías anticuarias, archivos y hemerotecas, empujado por una fuerte razón: saciar mi curiosidad de ratón de biblioteca.Hoy en día, siempre que paso frente a esa casa de fachada inclinada recuer-do a mi pandilla, y la emoción y el terror que sentimos aquella tarde de 1987... y pienso: ¡Siempre seré un goonie!

    Eduardo Reguera

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    Carta del director

    FEDAC. Fotógrafo: Luis Ojeda Pérez

  • 2 EL HERALDO DE VEGUETA. LUNES, 20 DE ABRIL DE 2020

    El pito del inspector

    En la bajada de San de Nicolás tenía su piquera (palabra de origen cubano que equivale a punto de inicio de un servicio de transporte) la línea núme-ro 3 de la vieja Patronal de Guaguas. Un día que quería yo viajar hasta Schamann, asciendo por la escalina-ta junto al Cine Cairasco y oigo a lo lejos un alboroto. Cuando termino la tediosa sucesión de escalones y aso-mo a la calle San Nicolás, veo que los protagonistas son un inspector y un chófer de la línea 3 -la que conducía hasta el Puerto, después de atravesar los barrios de Schamann y Escaleri-tas-. El mando censuraba al conductor que hubiera salido de la parada en el viaje anterior sin él haber tocado pito, y el

    segundo le aseguraba por activa y por pasiva que siempre salía después de oír sonar el silbato. Ninguno de los dos se bajaba del burro, y pretendían tener cada uno la razón. La acalorada discusión subía de tono, y los habitua-les clientes de los cafetines de la zona se asomaban -con los vasos respec-tivos en la mano- para novelerear lo que ocurría.Incluso los trabajadores de la pana-dería que estaba casi en el cruce de la subida de San Nicolás con la calle Concha Espina, asomaban sus negras narices a través de los no menos ne-gros barrotes de la ventanas. Los dos guagüeros seguían discutien-do. Nadie mediaba en el conflicto ni intentaba que la sangre no llegara al río, por la sencilla razón de que no es-taba claro de parte de quién ponerse. Ni siquiera el resto de los guagüeros de servicio en la zona. Desde las casas de en frente, los ve-cinos se alongaban al pretil para pre-senciar una situación nada habitual y -quién lo iba a decir- desde una casa del lado de los números pares de la

    calle surgió la resolución del con-flicto. Suena el pitido del silbato del inspector, el que avisa del arranque de las guaguas, sin embargo, él no lo había soplado. Se quedan mirando los litigantes -asombrados- porque el pitido lo oye-ron los dos.

    Las guaguas

    Al final se dan cuenta que el sonido lo hacía un loro que habitaba una jaula frente a la piquera que, de tanto oírlo (imaginemos cada diez minutos a lo largo de todo un día), lo imitaba per-fectamente.

    Luis Cabrera Hernández

    Yo me quedo y tú te vas

    No seré yo quien comience el presen-te escrito con la injustificada canti-nela, tan rancia como repetida, de la desmemoria que corroe nuestra cultu-ra popular. Ignoro cómo será en otros, pero aquí, cada vez se atisba el menor de los intereses en el pasado, como no sea para retorcerlo y usarlo como arma arrojadiza que alimente za-fios intereses políticos y otras gentes de mal vivir. Y lo digo y lo escribo, porque durante muchos años, era del común popular, que aquellas paredes centenarias albergaban secretos que a nadie apetecía ponerse a dirimir. En el antiguo patio del Convento de los Agustinos, digo. ¿Aun no cae usted? al actual Palacio de Justicia me re-fiero, hombre de Dios. Y mire, más le voy a contar. Hace muchos años, siendo su servidor solo un imberbe pollillo que poca o muy poca cosa sabe de las cosas del mundo, digo, llegaba yo de madrugada un viernes a la noche a mi Vegueta natal, allí me encontré yo con un Guardia que fu-meteaba tranquilo de puertas de pa-lacio para fuera. Civil era, el guardia digo, ya que entonces eran los ilustres picoletos de tricornio los que vigila-ban aquel magnífico recinto. Unos ti-pos que, si tengo que decir la verdad, acongojaban una barbaridad, eso era así. Hete aquí que la persona debajo del tricornio, quien vivía entonces del ilustre oficio de mangasverdes, era primo mío, que le vamos a hacer, así que nos dispusimos en alegre e inusi-tada charleta la cual y tras un buen

    rato de pié trasladamos al interior del palacio. Nos sentamos cada uno a los lados de la mesa del guardia, mesa bastante cutre por cierto y juraría que de novopán, contrachapado o similar, llamaba la atención en un entorno de columnas salomónicas, noble sillería y el runrún silencioso del agua de la fuente. Hablábamos mi primo tricor-nado y yo mismo, compartiendo unos Aguila Blanca o tal vez unos Camel sin filtro, sin mayor preocupación y el arropo que otorga la madrugá. Has-ta que, querido amigo mío, escuché (claro como una mañana de verano, claro como el agua cristalina), el lar-go paseo por el lateral izquierdo del corredor y muy cerquita de nosotros, del andar de alguien que enseguida supuse llevaba unos mocasines de esos que llevan los jueces, no sé si me explico, esas suelas que resuenan fuerte, chocando el suelo seco como si el mismísimo John Wayne camina-ra con sus botas por el piso de arriba a las 4 de la mañana. Pues eso escuché yo y estuvo sonando durante al menos el equivalente a andar despacio unos ocho o diez metros, y claro, apagué a toda pastilla mi cigarrillo y le espeté a mi primo; ¡hombre!, ya me podías haber avisado que había gente traba-jando, a lo que contestó muy pausada-mente y como quien pintara el cenice-ro con la punta de su cigarrillo, muy tranquilamente, mientras quitaba la ceniza de su cigarro, ¿por las pisadas dices? primo, estamos solos, eso que oyes aquí dentro es lo habitual, y no me preguntes mucho más, porque yo me quedo y tú te vas...

    Si-Fan

    Ley de rozamiento

    Aún eran los días en que vivía en la provincia de Oriente. Me veía iman-tado y decidí tomar camino del este. No sé cómo fue, pero di rápidamente de bruces con la mujer que me hizo perder el norte en los años venideros. -Me llamo Rosa. Rosa de los Vientos. Voy rumbo al oeste, busco apaches emboscados. Súbete. Bien, pensé. Al este, que le den.

    Samuel Rodríguez Navarro

    Cometas al viento

    Mi abuelo dice que cada uno es artífi-ce de su propio destino. Y para mues-tra de ello me contó la historia de Don Leopoldo. En el barrio de La Isleta lo recuerdan como “el loco de las come-tas”. Se decía que había llegado a la isla en un barco pesquero y que en los días que duró el atraque se enamoró perdidamente de una moza de buena familia. Por lo que recuerda mi abue-lo, los padres de la muchacha tenían otras aspiraciones para el futuro de la joven. Pero eso a Don Leopoldo pa-recía no importarle. Él todas las tar-des, armaba un ramillete de flores y lo dejaba en la ventana de su amada convencido de que algún día su amor sería correspondido. Pero su sueño se desvaneció en el aire con la rapidez de un suspiro. Un día las ventanas ya no se abrieron y nadie recogió las flo-res. Y como si de un maleficio se tra-tara, el barco que lo trajo, se marchó a surcar otros mares y no esperó por él.Desde ese momento, dicen, Don Leopoldo ya no fue el mismo. Co-menzó a rodar de bar en bar y de es-

    El tintero

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    quina en esquina, mientras los vientos alisios se llevaban lejos su pena y su cordura. Era común verlo todas las tardes, cuando el sol caía, aparecer de la nada, con su andar cansado y su mirada puesta en el horizonte. En una mano una bolsa llena de retales y periódicos viejos y en la otra la bo-tella de “tinto”. En la Plaza Manuel Becerra, sentado contra un árbol, acu-nado por el sonido de motores de las guaguas y sin importarle el ir y ve-nir de la gente, él fabricaba cometas. No eran de plástico y en serie como los de ahora. Las de Don Leopoldo eran piezas únicas que no estaban a la venta. De sus manos brotaban pa-lomas y soles encendidos que él mis-mo echaba a volar al viento mientras reía a carcajadas. Pero un día todo fue diferente. Al fin de cuentas, según mi abuelo, el gris plomo de los adoqui-nes y el mal de amores logra enloque-cer a cualquiera. Lo cierto es que Don Leopoldo se quedó hasta bien entrada la noche fabricando cometas con for-mas de flores. Sus manos no descan-saron hasta formar un hermoso ramo. Después, bajo la atenta mirada del Faro, se puso a bailar un vals abraza-do a la botella. Cuentan que se hizo liviano y que un remolino lo elevó por los aires llevándolo lejos... muy lejos.Nunca más se lo volvió a ver, pero el abuelo asegura que algunas noches de luna llena, en las cercanías de la Plaza Belén María, se escucha música de violines y que del cielo caen, como carcajadas, pétalos de margaritas y nomeolvides.

    Samy Bayala

  • 3EL HERALDO DE VEGUETA. LUNES, 20 DE ABRIL DE 2020

    Escuelas y colegios de niñas de Las Palmas(Segunda parte)A partir de los años sesenta del siglo XIX funcionaron en nuestra capital varios colegios de señoritas priva-dos, con un profesorado excelente. Doña Rafaela Jiménez fundó el pri-mero de septiembre de 1862 el cen-tro “Purísima Concepción”. Este establecimiento daba a sus alumnas instrucción primaria, elemental y superior. Tenía alumnas en régimen de internas, medio internas y exter-nas y sus edades estaban compren-didas entre los cinco y doce años, siendo las cuotas mensuales de acuerdo al régimen de estancia, de cuarenta a ciento ochenta reales de vellón. Para asombro de aquellos que pudieran leer estos artículos, el horario de clases iba desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, los días mayores, y desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde las jornadas menores. Pue-do decir que la plantilla de profe-sores de este colegio de señoritas era de una categoría estimable, lle-gando a alcanzar por sus resultados muy buena fama en el ramo. A fin de contrastar lo expuesto, nombra-remos algunos de los docentes de renombrada trayectoria: además de las hermanas Jiménez, hemos localizado en dicho Centro a Doña María Mauserier y Bon que atendía

    la lengua francesa, el presbítero y Maestro de Ceremonias de la Cate-dral D. Ignacio Jiménez y Romero, hermano de las fundadoras, se ocu-paba de la enseñanza de la Moral y Religión Católica; D. Pablo Pa-dilla y Padilla, profesor mercantil y maestro de fama, se ocupaba de la pedagogía y otras materias. D. Luis Rocafort, presbítero, daba las clases de música siendo D. Silves-tre Bello el encargado del dibujo. El Colegio de Señoritas “Nuestra Señora del Rosario”, cuya direc-ción la realizaba Doña María de la Asunción Cardoso y Ruiz, abrió sus puertas el año 1887. De su regla-mento he entresacado el objetivo que se planteó: “Contribuir con la suma de adelantos hasta hoy cono-cidos, al esplendor de la educación de la mujer, bajo los puntos de vista moral y religioso, intelectual y físi-co, mediante la enseñanza católica en toda su pureza, la introducción de los mejores métodos conocidos, y la aplicación de todos los recursos adecuados al desarrollo corporal; adoptando un medio término jus-to en lo relativo a los costos de la educación, con el fin de que se halle ésta al alcance de todas las fortunas por modestas que sean”. Atendían en sus aulas a alumnas de edades a partir de cinco años, adscritas a la primera y segunda enseñanza, en regímenes de internado y externa-

    do. Como dato anecdótico señalaré que las alumnas internas tenían que llevar a su ingreso al centro, un catre sencillo de un metro noventa cen-tímetros, dos colchones, al menos uno de lana, y toda la lencería. Las ropas exteriores e interiores, de esta última modalidad dice textualmen-te el reglamento : “la bastante para que una Señorita pueda mudarse dos o tres veces en la semana”. Las anécdotas a contar sobre las normas de convivencia de este Colegio se-rían interminables, no me resisto a contar lo que el reglamento dice sobre el derecho a permisos que las alumnas internas podían disfrutar: “Las internas tendrán salida ordina-ria a casa de sus padres el día del Santo de éstos y el del suyo propio y el primer domingo de cada mes, siempre que lo hayan merecido por su buena conducta y aplicación. La obtendrán igualmente todos los domingos y días festivos del año, las que en todas las clases saquen diariamente la clasificación de so-bresaliente y no hayan infringido el reglamento en ningún día de la semana. Las que salgan no podrán permanecer fuera del colegio más que de una de la tarde a las seis de la misma, prolongándose hasta las siete en los meses de Abril, Mayo y Junio.” Verdaderamente, lo tenían muy difícil. Mencionamos algunos de los nombres más relevantes de

    aquellos profesionales que forma-ron la plantilla del profesorado: D. Fernando Inglott y Navarro, D. Luis Navarro y Pérez, D. Bartolo-mé Apolinario y Macías, Don Fran-cisco J. Bello y O’Shanahan y Don Bernardino Valle y Chinestra. Acabo mencionando que no tengo muchos datos sobre el “Colegio de Señoritas del Sagrado Corazón de María” que dirigiera Doña Catali-na Narváez de Ruiz y que también funcionó en los sesenta del siglo XIX, salvo la realización de una exposición de trabajos de fin de curso de las alumnas que cursaban sus estudios (por cierto con apelli-dos de la alta sociedad) y el nombre de algunos profesores que también se repiten como miembros de las plantillas mencionadas anterior-mente, Señores Padilla, de Valle y la profesora de Inglés, Miss Fanny Tremearne. En cuanto a la progresión de las escuelas nacionales de niñas, entre los años 1844-1873, podemos decir que fue muy lenta, pasándose sin-gladuras de hasta quince años en los que el ritmo de crecimiento fue de una escuela, al haberse comen-zando por dos y finalizándose con un número de siete aulas de niñas en nuestra capital.

    Joaquín Nieto Reguera

    El visor de Alberto Suárez Sabinar de La Dehesa (El Hierro).

    La Sabina herreña. Un gran ejemplo de lucha, fuerza, resistencia y adaptación. Hoy más que nunca, ella es nuestra inspiración.

    @alsnphoto

  • En el Hotel Atlantic presentó a la prensa, a través del periodista Vicen-te Martínez los planes para Jandía. Pocos meses más tarde la entrevista ponía de los nervios al consulado in-glés previendo una posible amenaza germana. De hotel a hotel, residió en el Hotel Madrid, donde Claudio Re-yero, uno de sus contables en Jandía, describía cómo lo contrató en los cin-cuenta para la finca. Los empleados del hotel recuerdan que la familia si-guió usando los servicios del café Ma-drid más adelante. Un hijo de Winter, Federico, residente en la ciudad a me-diados de los cincuenta, se dedicó a la restauración y ayudado por su padre levantó un restaurante en Las Cante-ras. El Bar-restaurante Begoña, junto a la Residencia Pinito del Oro. Con su hijo acudirá también a los ho-teles regentados por ingleses, como el insigne Metropole, aquel donde Agatha Christie se hubiera refugiado de su matrimonio; o el Begoña, anexo al propio restaurante y pertrechado de planes nuevos y un documental mon-tado por David J. Nieves sobre Jan-día y Fuerteventura. Vive promocio-nando el turismo como última tabla de salvación majorera, tras los tibios resultados de antiguos intentos de de-sarrollo. El alcance de estas acciones es obvio, aunque él no llegara a ver su dimensión actual.Con aquella referencia, Metropol, continuamos la visita digital a la ciu-dad en el auto del pasado de Winter, en este caso el pasado más reciente. Aficionado al deporte de vela y origi-nario de pueblos con saltos de esquí que él también llegó a experimentar, transmitió con su mujer la pasión de-

    EL HERALDODE VEGUETA

    La esquina de Li

    Han colaborado en este número: Si-Fan, Samuel Rodríguez Navarro, Samy Bayala, Luis Cabrera Hernández, Joaquín Nieto Reguera, Luis Abaroa Garro y Li.

    Los textos, fotografías e ilustraciones son propiedad de quien los firma.

    4 EL HERALDO DE VEGUETA. LUNES, 20 DE ABRIL DE 2020

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    portiva a sus hijos. Pocas fueron las medallas que los jóvenes Winter no se llevaron fuera y dentro de las ins-talaciones deportivas del club Metro-pol, y en su representación. Hijos de su segunda mujer que nacieron en la clínica Santa Catalina durante toda la década de los cincuenta y estreno de los sesenta. Cinco hijos junto a Fe-derico, nacido en Valencia, que en su mayor parte han trabajado y lo siguen haciendo en sus diversos oficios con rigor y lealtad a la ciudad.Frente al Club Metropol, el colegio que los vio correr y crecer, Los Sa-lesianos, y la Iglesia de Santa Cata-lina de Alejandría en su recinto, que dejó tranquilo al pueblo de Jandía a principios de los cincuenta, cuando se certificó allí el casamiento con Isabel, a quien había presentado como su so-brina; de testigo, un guardia civil de puesto en la isla majorera para más prueba.

    Al regreso a Canarias a finales de los cuarenta, intentando remontar, decidió trabajar directamente por su propiedad y por el pueblo de Jandía llamando a las puertas de la goberna-ción isleña y provincial encontrando en esta última mayor afinidad y re-sultados. La prensa nos da cuenta de innumerables asistencias a la capi-tal, que casan con otras tantas series de reivindicaciones o gestiones que acercan a estos gobernadores a Jan-día, allí donde la leyenda dice que la alambrada impedía su paso. Él los al-

    canzará en su Land Rover, Escámez, Díaz Bertrana, García Hernández, De Lamo, Matías Vega, inspectores de enseñanza, Pildain, etc. Luego, el cansino rastrojo administrativo, ma-ñana, mañana, siempre la esperanza.La insistencia en estas gestiones, al tiempo que desajustes entre lo previs-to y la realidad de Jandía con las ne-cesidades educativas familiares traen a la familia definitivamente en los se-senta a la ciudad. El reparto de Jandía en nuevos due-ños al adquirir la nacionalidad y la administración oficial de la propiedad a fines de los cincuenta procurará re-cursos económicos nuevos. Los Win-ter residirán en un bonito chalet de Ciudad Jardín, construido por D. Miguel Martín Fernández de La Torre, arquitecto señero, del que hallamos cierta reminiscencia en la fa-mosa y subyugante villa Winter. La década de los sesenta lo verá integrarse con sus hijos a la ciudad, en aquella que en 1928 decía encontrarse muy a gusto por la forma en que se había acogido a su prime-ra familia. Isabel también se signifi-cará en la sociedad de damas de Las Palmas, en los eventos sociales, en un ámbito formal distinto del que la requería en Jandía. El reino se ha re-partido, la empresa Dehesa de Jandía

    sigue existiendo. Su sede, antes en Barcelona, se traslada en aquel mo-mento a la calle León y Castillo de Las Palmas, Su administrador, Gus-

    tavo Winter, reúne a la compañía en diferentes fechas, es ya un agente in-mobiliario. Volvemos a Vegueta, vamos a com-prar queso, saludamos a la comu-nidad, el bullicio es mayor que en el Puerto, entramos en el mercado, imaginamos los puestos de Andrés y Manuel Sánchez, comisionados de venta del glorioso y excelente queso de la Dehesa de Jandía, el producto de los productos de la finca. Dice la rea-lidad que el que sostuvo por años la existencia de la empresa por sí solo. Comunicaba Kamphoff a Winter su desgarro cuando las partidas eran in-cautadas por la autoridad y al cabo

    descubría los quesos vendidos en el mercado con sello ajeno.En su último año, Winter pasa unas semanas en Jandía; en Gran Canaria concede una entrevista a un periódico alemán que todo el mundo recuerda, lo fotografían en Las Canteras, junto a la Cícer. Con la memoria del exquisito queso de Jandía y sus pingües beneficios cruzamos la ciudad y en el extrarra-dio detenemos el vehículo, cae la tarde, otros han parado sus motores, una comitiva que viene de la Iglesia de santa Catalina de Alejandría pasa en silencio, sus hijos delante, Isabel arropada, hemos tomado el camino de San Lázaro, apenas comienza la dé-cada de los setenta, pronto la navidad del 71. Winter se prepara para la que le viene encima, pero está en Cana-rias, bajo la tierra que lo vio vivir y a la que la emoción del regreso en los cuarenta dedicó dos frases definitivas “Para siempre, para siempre.”

    Luis Abaroa Garro

    Winter en la ciudad(Segunda parte)