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DE LA GRACIA Y LA DIGNIDAD FEDERICO SCHILLER Ediciones elaleph.com

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L A D I G N I D A D

F E D E R I C OS C H I L L E R

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El mito griego atribuye al a diosa de la belleza uncinturón que posee la virtud de otorgar gracia aquien lo lleva, y procurarle amor. Esta misma deidadva acompañada de las Gracias.

Los griegos distinguían de la belleza, pues, lagracia y las Gracias, puesto que representaban a és-tas por atributos que podían ser separados de la dio-sa de la belleza. Toda gracia es bella, ya que elcinturón de los encantos es propiedad de la diosa deCnido; pero no todo lo bello es gracia: aun sin esecinturón sigue siendo Venus lo que es.

Según esta misma alegoría, sólo la diosa de labelleza es la que lleva el cinturón de los encantos ylos concede. Juno, la magnífica reina del cielo, debeprimero pedir prestado a Venus el cinturón, cuandoquiere seducir a Júpiter en el Ida. La majestuosidad,pues, aun cuando la adorne cierto grado de belleza

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(que nadie le niega en modo alguno a la esposa deJúpiter), no está segura de gustar sin gracia; porqueno de sus propios encantos, sino del cinturón deVenus, espera la egregia reina de los dioses triunfarsobre el corazón de Júpiter.

Sin embargo, la diosa de la belleza puede des-prenderse de su cinturón y transferir su virtud a unser menos bello. La gracia no es, por tanto, privile-gio exclusivo de lo bello, sino que puede tambiénpasar, aunque siempre únicamente de la mano de lobello, a lo menos bello, y hasta a lo no bello.

Los griegos mismos recomendaban a aquel que,aun poseyendo los dones del espíritu, careciera de lagracia, de lo agradable, sacrificar a las Gracias. Sibien estas diosas fueron, pues, imaginadas por elloscomo acompañantes del bello sexo, podían, noobstante, volverse también propicias al hombre, aquien son indispensables cuando quiere agradar.

Ahora bien: ¿qué es la gracia si, a pesar de queprefiere estar unida a lo bello, no lo está sin embargode modo exclusivo; si, aunque proviene ciertamentede lo bello, manifiesta también sus efectos en lo nobello; si la belleza por más que puede existir sin ella,sólo por ella puede inspirar inclinación?

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EL delicado sentimiento de los griegos distin-guió, ya desde temprano, lo que todavía la razón noera capaz de precisar, y en procura de una expresión,tomó de la fantasía imágenes, dado que el entendi-miento no podía ofrecerle aún conceptos. Aquelmito es, pues, digno del respeto del filósofo, quien,por otra parte, tiene que conformarse a fin de cuen-tas con buscar los conceptos para las intuiciones enlas cuales el mero sentido natural fija sus descubri-mientos, o, dicho de otro modo, con explicar la es-critura figurada de las sensaciones.

Si a esa idea de los griegos se la despoja de suenvoltura alegórica, parece no contener otro sentidoque el siguiente:

La gracia es una belleza en movimiento; es decir,una belleza que puede originarse casualmente en susujeto y cesar de la misma manera. En eso se dife-rencia de la belleza fija, que está dada necesaria-mente con el sujeto mismo. Venus puede quitarse elcinturón y dejárselo por un momento a Juno; sólopodría renunciar a su belleza renunciando a su per-sona. Sin su cinturón, no es ya la encantadora Ve-nus; sin belleza, ya no es Venus.

Este cinturón, como símbolo de la belleza enmovimiento, tiene sin embargo la singularidad de

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que presta a la persona con él adornada la cualidadobjetiva de la gracia; y se distingue por ello de todootro adorno, que transforma no la persona misma,sino sólo su impresión, subjetivamente, en la repre-sentación de otro. El sentido expreso del mito grie-go es que la gracia se transforme en una. cualidad dela persona y que la portadora del cinturón sea real-mente amable y no sólo lo parezca.

Cierto que un cinturón, que ,no es más que unaccidental adorno exterior, no parece una imagen deltodo apropiada para significar la cualidad personalde la gracia; pero una cualidad personal que es pen-sada al mismo tiempo como separable del sujeto nopodía, quizás, simbolizarse de otra manera que comoun adorno accidental, que se puede separar de lapersona sin dañarla.

El cinturón de la gracia no produce, pues, unefecto natural, porque en este caso no podría cam-biar nada en la persona misma, sino un efecto mági-co, vale decir que su fuerza rebasa todas lascondiciones naturales. Por medio de este recurso(que ciertamente no es más que una escapatoria, sequería resolver la contradicción en que la facultadrepresentativa se enreda siempre, inevitablemente,cuando busca en la naturaleza una expresión para lo

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que está colocado fuera de la naturaleza, en el reinode la libertad.

Ahora bien, si el cinturón expresa una calidadobjetiva que se deja separar de su sujeto, sin deter-minar por eso cambio ninguno en su naturaleza,entonces no puede significar otra cosa que bellezade movimiento; pues el movimiento es el únicocambio que puede ocurrir en un objeto sin suprimirsu identidad.

Belleza de movimiento es un concepto que satis-face las dos exigencias contenidas en el mito citado.Primero: es objetiva y pertenece al objeto mismo, nosólo a nuestra manera de percibirlo. Segundo: es ac-cidental en él, y el objeto persiste aun cuando con elpensamiento le quitemos esta cualidad.

El cinturón de la gracia tampoco pierde su fuer-za mágica con lo menos bello ni con lo no bello; locual significa que también lo menos bello y lo nobello pueden moverse bellamente.

La gracia, dice el mito, es un accidente en su su-jeto; por eso, sólo los movimientos accidentalespueden tener esta cualidad. En un ideal de bellezatienen que ser bellos todos los movimientos necesa-rios, porque pertenecen, como necesarios, a su natu-raleza; la belleza de estos movimientos ya está, pues,

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dada con el concepto de Venus; la belleza de los ac-cidentales es, en cambio, una ampliación de esteconcepto. Hay una gracia de la voz, pero no unagracia de la respiración.

Pero ¿es gracia toda belleza de los movimientosaccidentales?

Que la leyenda griega limita la gracia solamente ala humanidad, es cosa que apenas necesita mencio-narse; hasta va más lejos, y encierra la belleza de lafigura dentro de los lindes del género humano, en elcual el griego comprende también, como es sabido,sus dioses. Pero si la gracia es sólo un privilegio de laforma humana, ninguno de aquellos movimientosque el hombre tiene de común con lo que es meranaturaleza puede pretenderla. Pues si los bucles deuna hermosa cabeza pudiesen moverse con gracia,ya no habría ninguna razón para que no pudiesenmoverse también con gracia las ramas de un árbol,las ondas de un río, las espigas de un trigal, losmiembros de los animales. Pero la diosa de Cnidorepresenta sólo el género humano, y donde el hom-bre no es más que una cosa natural y un ser sensible,deja ella de tener importancia para él.

Sólo a los movimientos voluntarios puede, pues,corresponder gracia; pero entre ellos también sólo a

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los que son expresión de sentimientos morales. Mo-vimientos que no tienen otra fuente que la sensuali-dad pertenecen, sin embargo, aunque seanvoluntarios, únicamente a la naturaleza, la cual, Porsí sola, no se eleva nunca hasta la gracia. Si el apetito,si el instinto pudieran manifestarse con gracia, en-tonces la gracia no sería ya capaz ni digna de servirde expresión ala humanidad.

Y sin embargo, sólo en la humanidad es dondeel griego encierra toda belleza y perfección. La sen-sualidad nunca debe mostrársele sin alma, y para susentimiento de la humanidad es igualmente imposi-ble separar la animalidad bruta y la inteligencia. Asícomo para cada idea crea al punto un cuerpo y tratade corporizar también lo espiritual, así exige de cadaacción del instinto en el hombre, al mismo tiempo,una expresión de su determinación moral. Para elgriego la naturaleza nunca es sólo naturaleza: por esono ha de sonrojarse al honrarlo; para él la razónnunca es sólo razón: por eso tampoco ha de asus-tarle el someterse a su criterio. Naturaleza y moral,materia y espíritu, tierra y cielo confluyen con mara-villosa hermosura en sus poemas. Introducía la li-bertad, que sólo habita en el Olimpo, también en los

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negocios de la sensualidad, y por eso se le debe per-donar que trasplantara la sensualidad al Olimpo.

Ahora bien: el delicado sentido de los griegos,que nunca tolera lo material sino en compañía de loespiritual, no sabe de ningún movimiento voluntarioen el hombre que pertenezca sólo a la sensualidad yno sea al mismo tiempo expresión del espíritu quesiente moralmente. Por lo tanto, para él la gracia noes otra cosa que una bella expresión del alma en losmovimientos voluntarios. Donde se presenta, pues,la gracia, allí el alma es el principio motor y en ellaestá contenida la causa de la belleza del movimiento.Y así se resuelve aquella representación mitológicaen el siguiente pensamiento: "Gracia es una bellezano dada por la naturaleza, sino producida por el su-jeto mismo."

Hasta aquí me he limitado a desarrollar el con-cepto de gracia partiendo de la fábula griega y, espe-ro, sin haberla forzado. Permítaseme ahora que tratede ver qué puede decidirse al respecto por vía de lainvestigación filosófica, y si también en este caso,como en tantos otros, es cierto que la razón, al filo-sofar, puede gloriarse de pocos descubrimientos quela sensibilidad no haya adivinado ya oscuramente yque la poesía no haya revelado.

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Venus, sin su cinturón y sin las Gracias, repre-senta para nosotros el ideal de la belleza tal comopuede salir de las manos de la mera naturaleza y talcomo es producido por las fuerzas plásticas, sin lainfluencia de ni, espíritu que siente. Con razón laleyenda erige como representante para esta bellezauna especial figura divina, pues ya el sentimientonatural la distingue con todo vigor de aquella quedebe su origen a la influencia de un espíritu quesiente.

Séame lícito designar esta belleza, formada por lamera naturaleza según la ley de la necesidad, con elnombre de belleza de construcción (belleza arqui-tectónica), a diferencia de la que se guía por las con-diciones de la libertad. Con este nombre quiero,pues, denominar aquella parte de la belleza humanaque no sólo ha sido ejecutada por fuerzas naturales(lo que reza para todo fenómeno), sino que tambiénes determinada exclusivamente por tuerzas naturales.

Una feliz proporción de los miembros, una si-lueta de trazos suaves, una tez delicada, una piel fina,un talle esbelto y airoso, una voz melodiosa, etc.,son ventajas que se deben solamente a la naturalezay a la suerte; a la naturaleza, que proporcionó la dis-posición para ello y la desarrolló por sí misma; a la

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suerte, que protegió la acción formativa de la natu-raleza contra todo influjo de las fuerzas hostiles.

Esta Venus surge ya perfecta de la espuma delmar; perfecta, puesto que es una obra - conclusa, yrigurosamente equilibrada- de la necesidad, y comotal, incapaz de variación ni ampliación ninguna. Puescomo no es otra cosa que una hermosa representa-ción de los fines que la naturaleza se propone con elhombre, y por consiguiente cada una de sus cualida-des está absolutamente determinada por el conceptoen que se basa, puede ser juzgada - de acuerdo consu deposición- como algo completamente dado, apesar de que la disposición sólo llega a desarrollarsecon el tiempo.

La belleza arquitectónica de la forma humanadebe ser bien distinguida de su perfección técnica.Por perfección técnica hay que entender el sistemamismo de los fines, tal como se unen entre sí para elsupremo y último fin; por belleza arquitectónica,sólo una cualidad de la representación de estos fines,tal como se manifiestan en lo fenoménico a la fa-cultad intuitiva. Si se habla, pues, de la belleza, nodebe considerarse el valor material de estos fines, niel artificio formal de su unión. La facultad intuitivase atiene única y exclusivamente a la forma de su

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representación, sin preocuparse en lo más mínimode la índole lógica de su objeto. A pesar de que labelleza arquitectónica de la estructura humana estácondicionada por el concepto en que se basa y porlos fines que la naturaleza se propone con él, el jui-cio estético la aísla completamente de estos fines ynada de lo que pertenece de manera inmediata y pe-culiar al fenómeno se hace entrar en la representa-ción de la belleza.

No se puede decir, por consiguiente, que la dig-nidad humana realce la belleza de la estructura hu-mana. Aunque en nuestro juicio sobre ésta puedeinfluir la representación de aquélla, deja de ser, en elmismo instante, un juicio puramente estético. Latécnica de la figura humana es ciertamente una ex-presión de su destino, y como tal puede y debe lle-narnos de respeto. Pero esta técnica se ofrece no a lasensibilidad, sino al entendimiento; sólo puede serpensada, no aparecer fenoménicamente. La bellezaarquitectónica, a su vez no puede ser nunca una ex-presión de su destino, puesto que se dirige a una fa-cultad totalmente distinta de la que tiene que decidirsobre ese destino.

Si al hombre le ha sido conferida, pues, la belle-za, con preferencia a todas las demás formas técni-

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cas de la naturaleza, esto es verdad sólo en tanto queél afirme este privilegio ya en lo meramente feno-ménico, sin que sea necesario para ello tener pre-sente su condición humana. Pues como esto nopodría realizarse sino por medio de un concepto, nosería la sensibilidad sino el entendimiento quien juz-gara de la belleza, lo cual implica contradicción. Elhombre, por lo tanto, no puede hacer valer la digni-dad de su destino moral ni su privilegio de ser inteli-gente cuando quiere afirmarse en sus derechos a1premio de la belleza; aquí no es más que una cosa enel espacio, un fenómeno entre otros fenómenos. Nose toma en cuenta en el mundo sensible la jerarquíaque le corresponde en el mundo inteligible; y si hade conservar en aquél el primer puesto, sólo puededeberlo a lo que es en él naturaleza.

Pero justamente esta su naturaleza está determi-nada, como sabemos, por la idea de su humanidad; yasí lo está también, indirectamente, su belleza arqui-tectónica. Si se distingue, pues, por su superior be-lleza, de todos los seres sensibles que le rodean, lodebe indiscutiblemente a su determinación humana,que contiene la única causa por la cual, en resumidascuentas, se diferencia de los demás seres sensibles.Pero no es que la forma humana sea bella por ser

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expresión de este destino superior; si lo fuera, lamisma forma dejaría de ser bella en el instante enque expresara un destino inferior, y así, sería tam-bién bello lo contrario de esta forma en el instanteen que se pudiese suponer que expresara un destinosuperior. No obstante, admitiendo que se pudieseolvidar por completo, frente a una bella forma hu-mana, lo que expresa; admitiendo que fuese posibleinfundirle subrepticiamente el instinto bruto de untigre, sin alterarla en lo fenoménico, el juicio de losojos seguiría siendo exactamente el mismo, y la sen-sibilidad proclamaría al tigre como la obra más belladel Creador.

La determinación del hombre como ser inteli-gente participa, pues, en la belleza de su estructurasólo en cuanto que su representación, es decir, suexpresión en lo fenoménico, coincide al mismotiempo con las condiciones bajo las cuales se produ-ce lo bello en el mundo sensible. La belleza misma,ciertamente, siempre tiene que seguir siendo un libreefecto natural, y la idea racional que determinó latécnica de la estructura humana nunca puede darlebelleza, sino sólo permitirla.

Podría, sí, objetarse que, en resumidas cuentas,todo lo que se presenta en lo fenoménico es ejecu-

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tado por fuerzas naturales, y que esto no es, porconsiguiente, una característica exclusiva de lo bello.Cierto, todas las formas técnicas son producidas porla naturaleza, pero no son técnicas por naturaleza; almenos no se las juzga como tales. Sólo son técnicaspor el entendimiento, y su perfección técnica ya tie-ne, pues, existencia en el entendimiento antes de quetrascienda al mundo sensible y se convierta en fe-nómeno. La belleza, en cambio, tiene la singularidadde que no sólo es representada en el mundo sensi-ble, sino que además empieza por surgir en él; que lanaturaleza no sólo la expresa, sino que también lacrea. Es, única y exclusivamente, una cualidad de losensible, y también el artista que se propone reali-zarla la puede alcanzar sólo en la medida en que lo-gra mantener la ilusión de que es la naturaleza la queha creado.

Para juzgar la técnica de la estructura humanahay que recurrir a la representación de los fines aque se ajusta; esto no se necesita de modo algunopara juzgar la belleza de esa estructura. Sólo la sensi-bilidad es aquí juez de absoluta competencia, lo cualno podría ocurrir si el mundo sensible - que es suúnico objeto - no contuviera todas las condicionesde la belleza y, por lo tanto, no se bastara plena-

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mente para su producción. Es verdad que la bellezadel hombre se basa medianamente en el concepto desu humanidad, porque toda su naturaleza sensibleestá fundada en ese concepto; pero sabido es que lasensibilidad se atiene sólo a lo inmediato y, por lomismo, para ella es como si la belleza fuera unefecto natural por entero independiente.

Por lo que queda dicho, podría parecer que labelleza no ofreciera absolutamente ningún interéspara la razón, porque nace sólo del mundo sensible ysólo se dirige, así mismo, a la facultad cognoscitivasensible. Pues una vez que de su concepto se ha se-parado, como cosa extraña, aquello que la idea de laperfección difícilmente puede dejar de mezclar ennuestro juicio sobre la belleza, no parece restar deella nada por lo cual pudiera ser objeto de un agradoracional. No obstante, es tan indudable que lo bellogusta a la razón, como es indiscutible que no se apo-ya en ninguna cualidad del objeto que sólo por larazón pudiera ser descubierta.

Para resolver esta aparente contradicción, debe-mos recordar que hay dos maneras de que los fenó-menos puedan convertirse en objetos de la razón yexpresar ideas. No siempre es necesario que la razónextraiga estas ideas de los fenómenos; también pue-

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de introducirlas en ellos. En ambos casos el fenó-meno será adecuado a un concepto racional, con lasola diferencia de que en el primer caso la razón loencuentra ya objetivamente en el fenómeno y, pordecirlo así, no hace más que recibirlo del objeto,porque es preciso establecer el concepto para expli-car la índole y a veces hasta la posibilidad del objeto;mientras que en el segundo caso lo dado en lo fe-noménico, independientemente de su concepto, larazón lo convierte, por propia iniciativa, en una ex-presión del concepto mismo, y, por consiguiente,trata lo meramente sensible como si fuera suprasen-sible. Allí, pues, la idea está ligada al objeto comoobjetivamente necesaria; aquí lo está, a lo sumo, co-mo subjetivamente necesaria. No necesito decir queel primer caso es el de la perfección, y el segundo elde la belleza.

Como en el segundo caso es, pues, totalmenteaccidental, considerando el objeto sensible, la exis-tencia de una razón cine enlace una de sus ideas conla representación del objeto, y como, por consi-guiente, la índole objetiva del objeto debe conside-rarse independiente, en absoluto, de esta idea, seprocede con acierto si se limita lo objetivamente be-llo a las puras condiciones naturales y si se le declara

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mero efecto del mundo sensible. Pero, por otro la-do, como la razón hace de este efecto del solo mun-do sensible un uso trascendente y, así, al prestarleuna significación más elevada, es como si le impri-miera su marca, se justifica también el trasladar lobello, subjetivamente, al mundo inteligible. Hay queconsiderar, pues, la belleza como ciudadana de dosmundos, a uno de los cuales pertenece por naci-miento y al otro por adopción; cobra existencia en lanaturaleza sensible y adquiere la ciudadanía en elmundo inteligible. Así se explica también cómo elgusto, en cuanto facultad de juzgar lo bello, viene asituarse entre el espíritu y la sensorialidad y une estasdos naturalezas, que se desprecian mutuamente, enuna feliz armonía; cómo logra para lo material elrespeto de la razón y para lo racional la inclinaciónde los sentidos; cómo ennoblece las intuiciones con-virtiéndolas en ideas y hasta transfigura en ciertomodo el mundo sensible en reino de la libertad.

Pero aunque - considerando el objeto mismo- esaccidental que la razón enlace una de sus ideas a larepresentación del objeto, en cambio Para el sujeto-es necesario conectar esa idea con su representación.Esta idea y el carácter sensible que le corresponde enel objeto tienen que estar entre sí en relación tal, que

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la razón esté obligada, por sus propias leyes inmuta-bles, a esta acción. En la razón misma debe radicar,pues, la causa por la cual ella enlaza una determinadaidea a un determinado modo de manifestarse las co-sas; y, por otra parte, en el objeto debe radicar lacausa por la cual suscita exclusivamente esa idea yninguna otra. Pero qué clase de idea sea la que in-troduce la razón en la belleza y por qué cualidadobjetiva el objeto bello sea capaz de servir a esta ideacomo símbolo, es cuestión demasiado importantepara que se conteste sólo al pasar, y cuya discusiónme reservo para una analítica de lo bello.

La belleza arquitectónica del hombre es, pues,según acabo de señalar, la expresión sensible de unconcepto racional; pero no lo es en ningún otrosentido ni con mayor derecho que cualquier estruc-tura bella de la naturaleza en general. Por su gradosupera, ciertamente, a todas las otras bellezas; peropor su especie está en la misma serie que ellas, por-que tampoco revela de su sujeto nada que no seasensible, y sólo en la representación recibe un signi-ficado suprasensible1 . Que la representación de los

1 Pues - para repetirlo una vez más- en la riera intuición se datodo lo que es objetivo en la belleza. Pero como lo que da alhombre la preeminencia sobre todos los demás seres sensi-

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fines en el hombre haya resultado más bella que enotras estructuras orgánicas, debe considerarse comoun favor que la razón, como legisladora de la es-tructura humana, ha concedido a la naturaleza encuanto ejecutora de sus leyes. Cierto que la razónpersigue sus fines, en la técnica del hombre, con se-vera necesidad; pero, por fortuna, sus exigenciascoinciden con la necesidad de la naturaleza, desuerte que ésta cumple lo que aquélla le ha enco-mendado, obrando sólo según su propia inclinación.

Pero esto puede valer sólo para la belleza arqui-tectónica del hombre, donde la necesidad natural esapoyada por la necesidad de la causa teleológica quela determina. Sólo aquí puede la belleza enfrentarseen igualdad de condiciones a la técnica de la estruc-

bles no se encuentra en la mera intuición, una cualidad que serevela ya en la mera intuición no puede hacer visible esa pre-eminencia. Su destino superior, que es lo único que sirve debase a tal privilegio, no es expresado, pues, por su belleza, yla idea de ese destino nunca puede, por tanto, constituir uningrediente de la belleza ni ser admitido en el juicio estético.A la sensibilidad no se manifiesta la idea misma, cuya expre-sión es la forma humana, sino sólo sus efectos en lo fenomé-nico. La mera sensibilidad dista tanto de elevarse a la causasuprasensible de estos efectos, como (si se me permite elejemplo) dista el hombre puramente sensorial de elevarse alaidea do la suprema causa universal cuando satisface sus ins-tintos.

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tura, lo cual, en cambio, ya no sucede cuando la ne-cesidad es sólo unilateral y cuando la causa supra-sensible que determina el fenómeno se modifica demodo accidental. De la belleza arquitectónica delhombre se preocupa, pues, la naturaleza por sí sola,porque en este caso le ha sido confiada de una vezpor todas por el entendimiento creador la ejecución,desde su primer comienzo, de todo lo que necesitael hombre para el cumplimiento de sus fines; así, lanaturaleza no tiene que temer ninguna innovaciónen este su negocio orgánico.

Pero el hombre es al mismo tiempo una perso-na, es decir, un ente que puede, él mismo, ser causa -más aún, causa absolutamente última- de sus situa-ciones, y que puede transformarse según razonesque extrae de si mismo. Su modo de manifestarsedepende de su modo de sentir y querer, es decir, deestados que determina él mismo dentro de su liber-tad, y no la naturaleza según su necesidad.

Si el hombre fuera un mero ser sensible, la natu-raleza daría las leyes y a la vez determinaría los casosde la aplicación; de hecho, comparte el mando conla libertad, y a pesar de que sus leyes siguen en vi-gencia, es, sin embargo, el espíritu quien decide so-bre esos casos.

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El dominio del espíritu se extiende hasta dondellega la naturaleza viviente y no termina sino dondela vida orgánica se pierde en la masa informe y cesanlas fuerzas animales. Es sabido que todas las fuerzasmotoras en el hombre están conectadas entre sí, yasí se comprende cómo el espíritu aunque se consi-dere sólo como el origen del movimiento volunta-rio- puede trasmitir sus efectos a través de todo elsistema de esas fuerzas. No sólo los instrumentos dela voluntad, sino también aquellos sobre los cuales lavoluntad no manda directamente, reciben, a lo me-nos indirectamente, su influjo. El espíritu los deter-mina no solo intencionalmente cuando obra, sinotambién, sin proponérselo, cuando siente.

La naturaleza por sí sola no puede preocuparse,según se desprende de lo dicho, sino de la belleza deaquellos fenómenos que ella misma tiene que deter-minar, sin limitación, conforme a la ley de la necesi-dad. Pero con el libre albedrío se introduce en sucreación el azar, y aunque los cambios que sufre bajoel régimen de la libertad se producen únicamente deacuerdo con sus propias leyes, ya no se producen, encambio, por causa de esas leyes. Como ahora de-pende del espíritu el uso que quiere hacer de susinstrumentos, la naturaleza no puede ya mandar so-

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bre aquella parte de la belleza que depende de taluso, y tampoco tiene, por consiguiente, responsabi-lidad ninguna.

Y así correría el hombre el peligro de hundirsecomo fenómeno, justamente allí donde se eleva porel uso de su libertad hacia las inteligencias puras, yperder en el juicio del gusto lo que gana ante el es-trado de la razón. El destino cumplido por el hom-bre al actuar, le haría perder un privilegio favorecidopor ese destino ya al anunciarse en su estructura; yaunque este privilegio es sólo sensorial, hemos en-contrado, sin embargo, que la razón le presta un sig-nificado superior. La naturaleza, que ama loconcorde, no incurre en una contradicción tan gro-sera, y lo que en el reino de la razón es armónico nose manifestará por una discordancia en el mundosensible.

Al encargarse, pues, la persona, o el principio li-bre en el hombre, de determinar el juego de los fe-nómenos, y al quitar, con su intromisión, a lanaturaleza el poder de proteger la belleza de su obra,el principio libre se coloca en el lugar de la naturale-za y se hace cargo - si se me permite la expresión -, ala vez que de sus derechos, de una parte de sus obli-gaciones. El espíritu, al complicar en su destino a la

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sensibilidad que le está subordinada y al hacerla de-pender de sus situaciones, es como si se convirtiera así mismo en fenómeno, y se confiesa súbdito de laley que reza para todos los fenómenos. Por si mismose compromete a dejar que la naturaleza dependientede él siga siendo naturaleza también cuando está a suservicio, y a no tratarla nunca contrariamente a susobligaciones anteriores. Llamo a la belleza obliga-ción de los fenómenos porque la necesidad que lecorresponde en el sujeto está basada en la razónmisma y es, por consiguiente, general y necesaria. Lallamo obligación anterior porque la sensibilidad yaha juzgado antes que el entendimiento empiece aintervenir.

Así, pues, la libertad rige a la belleza. La natura-leza ha dado la belleza de estructura; el alma da labelleza de juego. Y ahora sabemos también qué seha de entender por gracia. Gracia es la belleza de laforma bajo la influencia de la libertad, la belleza delos fenómenos determinados por la persona. La be-lleza arquitectónica honra al Creador de la naturale-za; la gracia, a su poseedor. Aquélla es un doninnato; ésta un mérito personal.

La gracia sólo puede convenir al movimiento,pues ni¡ cambio en el ánimo sólo puede manifestarse

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en el mundo sensible como movimiento. Esto noimpide, sin embargo, que también los rasgos firmesy distendidos puedan mostrar gracia. Esos rasgosfirmes no fueron, originariamente, sino movimien-tos, que, al repetirse muy a menudo, acabaron porhacerse habituales y trazaron huellas permanentes2.

2 Por consiguiente Home* restringe demasiado el conceptode gracia, al decir [Eements of Criticism (1762)], 11, 39, últi-ma edición. que "cuando la persona esté en reposo y no semueve ni habla, perdemos de vista la cualidad de la gracia,como el color en la oscuridad". No, no la perdemos de vistamientras percibimos en el durmiente los rasgos que ha for-mado un espíritu suave y benévolo; y justamente perdura laparte más estimable de la gracia: aquella que ha transformadolos gestos afirmándolos en rasgos, y revela. por consiguiente,en sentimientos bellos la perfección del ánimo. Poro cuandoel señor comentarista de la obra de Home cree enmendar alautor observando (ibid., pág. 459) que "la gracia no se limitasólo a movimientos voluntarios, que una persona que duermeno deja de ser graciosa" -¿por qué? -"porque durante ese es-tado se hacen especialmente visibles los movimientos invo-luntarios, suaves y, por lo mismo, tanto más graciosos',entonces anula por completo el concepto de gracia, que Ho-me no hacía más que limitar excesivamente. Los movimien-tos involuntarios durante el sueno, cuando no son repeticiónde otros voluntarios, no pueden nunca ser graciosos, y menosama serlo de preferencia; y si una persona que duerme esgraciosa, no lo es de ninguna manera por los movimientosque hace, sino por sus rasgos, que atestiguan movimientosanteriores.

*[.Henry Home of Kames (1696-1782)].

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Pero. no todos los movimientos en el hombreson capaces de tener gracia. La gracia nunca es otracosa que la belleza de la forma movida por la liber-tad, y los movimientos que pertenezcan sólo a lanaturaleza no pueden merecer nunca ese nombre.Cierto es que un espíritu vivaz acaba por adueñarsede casi todos los movimientos de su cuerpo, pero sise vuelve muy larga la cadena con la cual se enlazaun rasgo bello a sentimientos morales, el rasgo seconvierte entonces en una cualidad de la estructura yapenas admite que se atribuya a la gracia. Por último,el espíritu llega hasta formarse su cuerpo, y la es-tructura misma tiene que seguirle en ese juego, demodo que la gracia, no rara vez, se transforma enbelleza arquitectónica.

Así como un espíritu hostil y desacorde consigomismo echa a perder hasta la más sublime belleza dela estructura, a tal punto que bajo las manos indignasde la libertad ya no se puede en fin reconocer la ma-ravillosa obra maestra de la naturaleza, así vemostambién a veces que el ánimo alegre y en sí armóni-co acude en auxilio de la técnica, estorbada e impe-dida, pone en libertad a la naturaleza y dejaextenderse con divino resplandor la forma hastaentonces trabada y encogida. La naturaleza plástica

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del hombre tiene en sí misma infinidad de recursospara compensar su descuido y corregir sus fallas, contal que el espíritu moral la ayude en su obra formati-va, o también, a veces, con que sólo se limite a noperturbarla.

Como los movimientos afirmados - gestos con-vertidos en rasgos- tampoco están excluidos de lagracia, podría parecer que, en general, también de-biera incluirse en ella la belleza de los movimientosaparentes o imitados- las líneas flamígeras o serpen-teadas -, como en efecto sostiene Mendelssohn. Pe-ro de esa manera el concepto de gracia se ampliaríahasta coincidir con el concepto de belleza en gene-ral, pues toda belleza, en última instancia, no es másque una cualidad del movimiento, verdadero o apa-rente - objetivo o subjetivo -, como espero demos-trarlo en un análisis de lo bello. Pero los únicosmovimientos que pueden mostrar gracia son los quecorresponden al mismo tiempo a un sentimiento.

La persona - ya se sabe a qué me refiero con estapalabra- prescribe al cuerpo los movimientos, o porsu voluntad, si quiere realizar un efecto imaginadoen el mundo sensible, y en este caso los movimien-tos se llaman voluntarios o deliberados; o bien losmovimientos suceden sin la voluntad de la persona,

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según una ley de la necesidad - pero motivados poruna sensación; a estos movimientos los denominosimpáticos. Aunque estos últimos son involuntariosy están fundados en una sensación, no deben con-fundirse con los que son determinados por la afecti-vidad sensorial y el instinto natural: pues el instintonatural no es un principio libre, y lo que él lleva acabo no es una acción de la persona. Bajo movi-mientos simpáticos, de que aquí tratamos, entiendo,pues, sólo aquellos que sirven de acompañamiento alsentimiento moral o al sentido moral.

Surge entonces una cuestión: ¿cuál de estas dosclases de movimientos, fundados en la persona, escapaz de gracia?

Lo que al filosofar debe necesariamente separar-se, no por eso está siempre separado también en larealidad. Así, rara vez se encuentran los movimien-tos deliberados sin los simpáticos, porque la volun-tad, en cuanto causa de los primeros, se determinasegún sentimientos morales, de los cuales surgen lossegundos. Al hablar una persona, vemos que hablancon ella, al mismo tiempo, sus miradas, sus rasgosfaciales, sus manos y hasta a menudo su cuerpo en-tero, y la parte mímica de la conversación se consi-dera no pocas veces como la más elocuente. Pero

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aun un movimiento deliberado puede considerarse, ala vez, como simpático, y es lo que ocurre cuandoalgo involuntario viene a mezclarse a lo voluntariodel movimiento.

Porque el modo como se realiza un movimientovoluntario no está determinado por su finalidad tanexactamente que no haya más de una manera de po-der ejecutarlo. Ahora bien, lo que ha quedado inde-terminado por la voluntad o por la finalidadperseguida puede ser determinado simpáticamentepor el estado afectivo de la persona y servir portanto como expresión de ese estado. Al extender mibrazo para tomar un objeto, realizo una finalidad, yel movimiento que hago es prescrito por la intenciónque me guía al hacerlo. Pero cuál sea la direcciónque hago tomar a mi brazo hacia el objeto, y la me-dida en que la hago seguir también por el resto demi cuerpo, y la rapidez o lentitud y el mayor o me-nor esfuerzo con que quiero llevar a cabo el movi-miento: todo esto, no me pongo a calcularloexactamente en ese instantes hay algo, pues, quequeda confiado a la naturaleza en mí. Pero de algunamanera debe decidirse, sin embargo, ese algo nodeterminado por la mera finalidad, y en esto puedeser decisivo mi modo de sentir y, por el tono que le

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da, puede determinar el tipo de movimiento. Así,pues, la participación que el estado afectivo de lapersona tiene en un movimiento voluntario es lo queen éste hay de involuntario y es también aquello enque hay que buscar la gracia.

Un movimiento voluntario, si no está a la vezenlazado a uno simpático o, con otras palabras, si noestá mezclado con algo involuntario que tenga sufundamento en el estado afectivo moral de la perso-na, nunca puede manifestar gracia, para la cual serequiere siempre como causa un estado de ánimo. Elmovimiento voluntario sigue a un acto anímico, elcual, por lo tanto, ha pasado ya cuando se produceel movimiento.

En cambio, el movimiento simpático acompañaal acto anímico y a su estado afectivo, por el cual esmovido a este acto, y debe considerarse, pues, comoparalelo a ambos.

Queda con esto sentado que el primero, que nobrota inmediatamente de los sentimientos de la per-sona, tampoco puede ser representativo de ella. Puesentre el sentir y el movimiento mismo se interponela resolución, que, considerada en sí, es cosa del to-do indiferente; el movimiento es efecto de la resolu-

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ción y de la finalidad, pero no de la persona y susentir.

El movimiento voluntario está unido acciden-talmente al sentir que le precede; en cambio el mo-vimiento acompañante lo está necesariamente. Elprimero es al ánimo lo que el signo idiomático con-vencional es al pensamiento que expresa; mientrasque el simpático o acompañante es lo que el gritoapasionado a la pasión. Aquél representa, pues, alespíritu, no por su naturaleza, sino sólo por su uso.No se puede, por lo tanto, decir en rigor que el espí-ritu se manifieste en un movimiento voluntario, pueséste sólo expresa la materia de la voluntad (la finali-dad), pero no su forma (el sentir). Sobre esta últimasólo puede instruirnos el movimiento acompañante3

3 Cuando se produce un hecho ante un público numeroso,puede suceder que cada uno de los presentes tenga su parti-cular opinión acerca del sentir de las personas actuantes: tanaccidentalmente están unidos los movimientos voluntarios asu causa moral. Por el contrario, si a uno de estos mismoscircunstantes se le apareciera inesperadamente un amigo muyquerido o un enemigo muy odiado, entonces la expresióninequívoca de su rostro revelaría, con toda rapidez y claridad,los sentimientos de su corazón; y, probablemente, el juicio dela concurrencia entera sobre el estado afectivo actual de esehombre sería del todo unánime; pues, en este caso, la expre-sión está unida a su causa, en el ánimo, por necesidad natural.

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Por consiguiente, de las palabras de un hombrese podrá inferir, sí, el concepto en que él quiera quelo tengamos; pero lo que él es de verdad, eso hayque tratar de adivinarlo por la presentación mímicade sus palabras y por sus gestos, es decir, por movi-mientos involuntarios. Pero si nos damos cuenta deque un hombre puede también dominar sus rasgosfaciales, en cuanto hacemos tal descubrimiento de-jamos de fiar en su semblante y ya no consideramosaquellos rasgos como expresión de los sentimientos.

Verdad es que un hombre puede, por arte y es-tudio, llegar realmente hasta someter a su voluntadtambién los movimientos acompañantes, y, comohábil juglar, proyectar sobre el espejo mímico de sualma la figura que desee. Pero en semejantes hom-bres todo es entonces mentira, y toda naturaleza esdevorada por el artificio. Por el contrario, la gracia,en todo momento, debe ser naturaleza, es decir, de-be ser involuntaria (o al menos parecerlo), y el sujetomismo no ha de dar nunca la impresión de que esconsciente de su gracia.

De ahí se desprende, a la vez, cómo debemosconsiderar la gracia imitada o aprendida (la que yollamaría gracia teatral y gracia de maestro de danzas).Es un digno pendant de esa belleza que proviene del

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tocador, a fuerza de colorete y albayalde, de rizosfingidos, de fausses gorges y armazones de ballena, yes a la verdadera gracia poco más o menos lo que labelleza cosmética a la arquitectónica.4

4 Al hacer esta comparación, tan lejos estoy de negar almaestro de danzas su mérito en materia de verdadera gracia,como al actor sus derechos a ella. El maestro de danzas acu-de, indudablemente, en ayuda de la verdadera gracia al pro-porcionar a la voluntad el dominio sobre sus instrumentos yallanar los obstáculos que la masa y la gravedad oponen aljuego de las fuerzas vivientes. Y esto no lo puede lograr sinode acuerdo con reglas que mantienen el cuerpo en un adies-tramiento saludable y que, mientras la pureza opone resisten-cia. pueden ser rígidas, es decir, coercitivas, y pueden tambiénparecerlo. Pero en cuanto da por terminada su enseñanza, laregla debe haber prestado ya en el aprendiz sus servicios, desuerte que no tenga que acompañarlo en el mundo: en suma,la acción de la regla debe volverse naturaleza.El menosprecio con que hablo de la gracia teatral solo valepara la imitada, que no vacilo en rechazar, tanto en la escenacomo en la vida. Confieso que no me agrada el actor que; pormuy bien que haya logrado la imitación, ha estudiado su gra-cia en el tocador. Los requisitos que exigimos del actor son:1° Verdad de la representación, y 2° Belleza de la representa-ción. Ahora bien, afirmo que el actor, en lo que toca a la ver-dad de la representación, deba producirlo todo por arte ynada por naturaleza, pues de lo contrario no es de ningúnmodo artista; y lo admiraré, si oigo y veo que el mismo quedesempeña magistralmente un papel de güelfo furioso es unhombre de carácter apacible; sostengo, en cambio, que, encuanto a la gracia de la representación. nada tiene que deberal arte y todo ha de ser, en el actor, libre acción de la natura-

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En un espíritu no ejercitado pueden ambas hacerabsolutamente el mismo efecto que el original queimitan; y, si el arte es grande, puede a veces engañartambién al experto. Pero, no obstante, por cualquierrasgo acaba por asomar lo forzado e intencional, yentonces la indiferencia, cuando no hasta el despre-cio y la repulsión, es el efecto inevitable. Apenas nosdamos cuenta de que la belleza arquitectónica es ar-tificial, vemos disminuida la humanidad (como fe-nómeno) precisamente en la medida en que se le hanagregado elementos de un dominio, natural ajeno; y¿cómo podríamos nosotros, que ni perdonamos elabandono de una ventaja accidental, mirar con pla-cer, o siquiera con indiferencia, un trueque por elcual se ha dado una parte de la humanidad a cambio

leza. Si en la naturalidad de su desempeño advierto que sucarácter no le es apropiado, lo estimaré por ello tanto más; sien la belleza de su desempeño advierto quo esos graciososmovimientos no le son naturales, no podré menos de enfa-darme con el hombre que ha tenido que llamar al artista en suayuda- La causa está en que la esencia de la gracia desaparececon su naturalidad y en que la gracia es, de todos modos, unaexigencia que nos creemos autorizados a hacer al hombrecomo tal. Pero ¿qué responderé al artista mímico deseoso desaber cómo ha de llegar a la gracia si no debe aprenderla? Miopinión es que ha de procurar, ante todo, que dentro de simismo madure la humanidad, y vaya luego, siempre que talsea su vocación, a representarla en escena.

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de la naturaleza común? ¿Cómo no habríamos dedespreciar el fraude, aunque pudiéramos perdonar elefecto logrado? En cuanto notamos que la gracia esartificial, se nos cierra al punto el corazón y se retraeel alma que se cernía a su encuentro. Vemos de re-pente que el espíritu se ha vuelto materia, y la divinaJuno un fantasma de nubes.

Pero aunque la gracia deba ser algo involuntario,o parecerlo, sólo la buscamos en movimientos queen mayor o menor grado dependen de la voluntad.Es verdad que se atribuye gracia a cierto lenguaje degestos, y que se habla de una sonrisa graciosa y deun rubor gracioso, a pesar de que ambos son movi-mientos simpáticos, sobre los cuales no decide lavoluntad, sino el sentimiento. Pero aparte de quetales exteriorizaciones están, no obstante, en nuestropoder, y que puede aún dudarse si pertenecen enrealidad a la gracia, la gran mayoría de los casos enque se manifiesta la gracia son del dominio de losmovimientos voluntarios. Se exige gracia del discur-so y del canto, del juego voluntario de los ojos y dela boca, de los movimientos de las manos y de losbrazos, siempre que sean usados libremente, del an-dar, del porte y la actitud, de toda la manera de ma-nifestarse un hombre, en cuanto está en su poder.

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De aquellos movimientos que en el hombre ejecutapor cuenta propia el instinto natural o un afecto quese ha vuelto dominante, movimientos que por con-siguiente son sensibles también por su origen, exi-gimos algo muy diferente de la gracia, como seadvertirá más adelante. Tales movimientos pertene-cen a la naturaleza y no a la persona, y únicamentede la persona debe provenir toda gracia.

Si la gracia es, pues, una cualidad que exigimosde los movimientos voluntarios, y, por otra parte,hay que desterrar de la gracia misma todo lo volun-tario, tendremos que buscarla en aquello que en losmovimientos deliberados no es deliberado, pero queal mismo tiempo corresponde a una causa moral enel ánimo.

Con esto se caracteriza, por lo demás, sólo la es-pecie ele movimientos entre los cuales hay que bus-car la gracia; pero no movimiento puede tener todasestas cualidades sin ser por ello gracioso. Sería en-tonces expresivo (mímico), nada más.

Expresiva (en el sentido más amplio) llamo yocualquier manifestación que en el cuerpo acompañaa un estado afectivo y lo expresa. En este sentidoson, pues, expresivos todos los movimientos simpá-

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ticos, aun aquellos que sirven de acompañamiento ameras afecciones de la sensibilidad.

También las formas animales hablan, en cuantoque su aspecto externo manifiesta su interioridad.Pero aquí habla sólo la naturaleza, nunca la libertad.En forma permanente y en los firmes rasgos arqui-tectónicos del animal, la naturaleza declara su finali-dad; en los rasgos mímicos, la necesidad despertadao satisfecha. La cadena de la necesidad pasa tantopor el animal como por la planta, donde no hay-personalidad que la interrumpa. La individualidad desu existencia es sólo la representación especial de unconcepto natural general; la peculiaridad de su esta-do actual es mero ejemplo de realización de la finali-dad natural bajo determinadas condiciones naturales.

Expresiva, en el sentido más estricto, lo es úni-camente la forma humana; y aun ésta, sólo en aque-llas de sus manifestaciones que acompañan a suestado afectivo moral y le sirven de expresión.

Unicamente en estas manifestaciones: pues entodas las otras el hombre está en la misma serie quelos demás seres sensibles. En su figura permanente yen sus rasgos arquitectónicos es sólo la naturaleza laque nos manifiesta su intención, como en el animal yen todos los seres orgánicos. Cierto es que la inten-

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ción de la naturaleza para con el hombre puede irmucho más lejos que en los demás seres y la combi-nación de los medios para lograrla puede ser másingeniosa y complicada; todo esto ha de ponerse encuenta de la sola naturaleza y no puede significarmérito alguno en favor del hombre.

En el animal y en la planta la naturaleza no sólofija el destino, sino que, además, lo ejecuta ella sola.Pero al hombre ,no hace sino señalarle su destino yle confía a él mismo su cumplimiento. Esto es loúnico que le hace ser hombre.

Sólo el hombre, entre todos los seres conocidos,tiene, en cuanto persona, el privilegio de intervenirpor voluntad suya en la cadena de la necesidad,irrompible para los seres meramente naturales, y ha-cer partir de sí mismo una serie totalmente nueva defenómenos. El acto por el cual, lo lleva a cabo, sellama, de preferencia, una acción, y únicamenteaquellas de sus realizaciones que resultan de una deesas acciones, se llaman obras suyas. Así, pues, sólopor sus obras puede el hombre demostrar que esuna persona.

La forma animal expresa no sólo la idea de sudestino, sino también la relación entre su estado ac-tual y ese destino. Pero como en el animal la natura-

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leza, a la vez que da el destino, lo cumple, la formaanimal no puede nunca expresar otra cosa que laactividad de la naturaleza.

Como la naturaleza, aunque fija al hombre sudestino, confía a la voluntad humana su cumpli-miento, la relación actual entre su estado y su desti-no no puede ser obra de ella, sino que debe ser obrapropia del hombre. La expresión de esa relación ensu aspecto exterior no corresponde, pues, a la natu-raleza, sino a él mismo; vale decir, es una expresiónpersonal. Si conocemos, pues, por la parte arquitec-tónica de su forma, la intención que la naturaleza hatenido con él, por su parte mímica echamos de verlo que mismo ha hecho para cumplir esa intención.

Cuando se trata de la figura humana no noscontentamos, por consiguiente, con que nos ponga ala vista la mera idea general de la humanidad o loque la naturaleza haya realizado para el cumpli-miento de esa idea en tal o cual individuo, pues estolo tendría de común con cualquier creación técnica.De su figura esperamos además que nos revele hastaqué punto el hombre, en su libertad, ha colaboradocon la finalidad natural; es decir, que demuestre sucarácter. En el primer caso se ve, sí, que la naturale-za se propuso hacer de él un hombre; pero sólo del

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segundo es posible concluir que haya llegado a serlorealmente.

También el hombre participa, pues, en la elabo-ración de su forma, por lo que en ella hay de ele-mento mímico; más aún, en este elemento la formaes exclusivamente suya. Pues aun cuando estos ras-gos mímicos, en su mayor parte y hasta en su totali-dad, fueran simple expresión de lo sensorial ypudieran corresponderle, por lo tanto, como meroanimal, el hombre estaba, sin embargo, destinado ycapacitado para limitar lo sensorial por su libertad.La presencia de tales rasgos demuestra, por consi-guiente, el no uso de esa capacidad y el incumpli-miento de ese destino, por lo cual es, sin duda,moralmente expresivo en la misma medida en que elabstenerse de una acción ordenada por el deber estambién una acción.

De los rasgos expresivos que son siempre exte-riorización del alma hay que distinguir los rasgosmudos que en la forma humana dibuja la sola natu-raleza plástica, en cuanto que actúa independiente-mente de todo influjo del alma. Llamo a estos rasgosmudos porque, como incomprensibles signos de lanaturaleza, nada dicen del carácter, Muestran sólo lapeculiaridad de la naturaleza en su presentación de la

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especie, y llegan a menudo por sí solos a diferenciaral individuo, pero nunca pueden revelar nada de lapersona. Para el fisonomista estos rasgos mudos nocarecen en modo alguno de importancia, porque élno sólo quiere saber lo que el hombre mismo hahecho de sí, sino también cómo la naturaleza haprocedido en favor o en contra del hombre.

No es tan fácil trazar la frontera en que terminanlos rasgos mudos y comienzan los expresivos. Lafuerza creadora que actúa uniformemente y la pasiónsin ley se disputan el dominio sin cesar, y lo que lanaturaleza construyó con infatigable y silenciosa ac-tividad vuelve a menudo a ser derruido por la liber-tad, que se desborda como río en creciente. Unespíritu vivaz consigue ejercer influjo sobre todoslos movimientos corpóreos y aun logra finalmente,en forma indirecta, transformar por el poder del jue-go simpático hasta las sólidas formas de la naturale-za, inaccesibles a la voluntad. En hombressemejantes, todo acaba por volverse rasgo de carác-ter, como lo podemos ver en tantas cabezas profun-damente modeladas por una larga vida, por destinosextraordinarios y por un espíritu activo. En estasformas, sólo lo genérico pertenece a la naturalezaplástica, pero toda la individualidad en su ejecución

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corresponde a la persona; de ahí que se diga, conmucha razón, que en figuras como ésas todo es al-ma.

En cambio, aquellos atildados pupilos de la regla(que podrá serenar los sentidos, pero nunca desper-tar humanidad) en todas sus chatas e inexpresivasformas, no muestran otra cosa que el dedo de lanaturaleza. El alma ociosa es un humilde huésped ensu cuerpo y un vecino callado y pacífico de la fuerzacreadora abandonada a sus propios medios. Ningúnpensamiento que requiera esfuerzo, ninguna pasióninterrumpe el tranquilo compás de la vida física; eljuego nunca pone en peligro la estructura, ni la li-bertad perturba su vida vegetativa. Puesto que elprofundo reposo del espíritu no produce ningúngasto apreciable de fuerzas, las salidas nunca supera-rán los ingresos, sino que más bien la economíaanimal tendrá siempre a su favor un superávit. Por elmagro salario de felicidad que la naturaleza le con-cede, el espíritu se vuelve su puntual administrador,y toda su gloria es llevar en orden su libro. Se logra-rá, pues, todo lo que la organización es capaz de dar,y florecerá el negocio de la nutrición y procreación.Un acuerdo tan feliz entre la necesidad natural y lalibertad no puede sino ser favorable a la belleza ar-

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quitectónica, y aquí es también donde la podemosobservar en toda su pureza. Pero las fuerzas genera-les de la naturaleza hacen, como se sabe, eterna gue-rra a las particulares u orgánicas, y la técnica másingeniosa acabará por ser vencida por la cohesión yla gravedad. Por eso, también, la belleza de estructu-ra, como mero producto natural, tiene sus períodosdeterminados de florecimiento, madurez y decaden-cia, que el juego puede ciertamente apresurar, peronunca retardar; y por lo general resulta, en fin, que lamasa somete gradualmente a la forma, y el vivo im-pulso creador se prepara, en la materia acumulada,su propia tumba5.

5 Por eso encontraremos las más veces que tales bellezas deestructura, fa en la edad mediana, se vuelven notablementemás toscas por la obesidad; que en lugar de aquellos delica-dos dibujos de la piel, que apenas se insumaban, se abrenpozos y se levantan pliegues como de salchicha; que el pesova adquiriendo imperceptiblemente influjo sobre la forma, yel juego múltiple y gracioso de hermosas líneas sobre la su-perficie se pierde en un cojín de grasa uniformemente abulta-do. La naturaleza vuelve a tomar lo que había dado.

Advierto de paso que algo parecido suele ocurrir con elgenio, que, en general, tanto en su origen como en sus efec-tos, tiene mucho de común con la belleza arquitectónica.Como ésta, también el genio es un mero producto natural; yde acusado con el erróneo criterio de los hombres que preci-samente estiman más que nada lo que no puede imitarse porningún precepto ni alcanzarse por mérito alguno, se admira la

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belleza más que la gracia, el genio más que la fuerza adquiridadel espíritu.Ambos favoritos de la naturaleza a pesar de todassus informalidades (por las cuales no pocas veces son objetode merecido desprecio), se consideran como una especie denobleza de nacimiento, como una casta superior porque susprivilegios dependen de condiciones naturales y están en con-secuencia por encima de toda elección.

Pero lo mismo que le sucede a la belleza arquitectónicacuando no tiene a tiempo el cuidado de procurarse en la gra-cia un apoyo y una reemplazante, le ocurre también al geniocuando deja de fortalecerse con principios, con el buen gustoy la ciencia Sí todas sus dotes consistían en una fantasía vivazy floreciente (y la naturaleza acaso no pueda conceder otrasventajas que las sensoriales), que se preocupe con el tiempoen asegurar este regalo ambiguo mediante el único uso por elcual los dones naturales pueden volverse posesión del espí-ritu: dando forma a la materia; pues el espíritu no puede re-putar como cosa propia sino lo que es forma. No dominadapor una fuerza de la razón que les sea equivalente, la exube-rante fuerza natural, crecida con ímpetu salvaje, rebosará lalibertad del entendimiento y la ahogará, de la misma maneraque en la belleza arquitectónica la masa acaba por suprimir laforma.

La experiencia pienso, lo comprueba abundantemente enespecial con aquellos genios poéticos que alcanzan la famaantes de la mayoridad y en cuales, como en más de una belle-za, a menudo no hay otro talento que la juventud. Pero unavez que la breve primavera ha pasado y preguntamos por losfrutos que nos había hecho esperar, nos encontramos conque son unos engendros fofos y con frecuencia raquíticos,producto de un instinto creador ciego y mal dirigido. Justa-mente allí donde se hubiese podido esperar que la materia seennobleciera volviéndose forma y el espíritu creador fijara susideas en intuiciones, han caído víctima de la materia, como

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Por lo demás, aunque aisladamente ningún rasgomudo es expresión del espíritu, en cambio, tomadaen el conjunto, tal forma muda es característica y esopor la misma razón por la cual lo es una forma sen-sorialmente expresiva. El espíritu debe, en efecto,ser activo y sentir moralmente; por lo tanto, da tes-timonio de su culpa cuando su forma no muestrarastro alguno de esas calidades. Si bien la expresiónpura y bella de su destino en la disposición arqui-tectónica de su figura nos llena de agrado y de reve-rencia hacia la suprema razón - su causa -, ambossentimientos se mantendrán en su pureza sólomientras veamos en ese espíritu un mero productonatural. Pero si lo pensamos como persona moral,estamos autorizados a esperar una expresión de esapersona en su figura y. si tal esperanza falla, la con-secuencia inevitable será el desprecio. Los simplesseres orgánicos no son respetables como criaturas;pero el hombre sólo puede serlo como creador (es

cualquier otro producto natural, y los meteoros que tantoprometían se nos aparecen como lucecillas vulgares –si esque llegan a tanto-. Pues a veces la fantasía poetizadora vuel-va a hundirse del todo en la materia de la cual se había libra-do, y no desdeña servir a la naturaleza en otra obra decreación más sólida, si ya no logra éxito en la producciónpoética.

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decir como propio causante de su estado). No ha delimitarse a reflejar, como los demás seres sensibles,los rayos de una razón ajena, así sea la divina; brillecomo un sol con su propia luz.

Se exige, pues, del hombre, en cuanto se adquie-re conciencia de su destino moral, una forma expre-siva; pero, a la vez, debe ser una forma que hable asu favor, es decir, que exprese una manera de sentiradecuada a su destino, una aptitud moral. Esto es loque la razón requiere de la forma humana.

Pero el hombre es al mismo tiempo, como fe-nómeno, objeto de los sentidos. Allí donde el senti-miento moral halla satisfacción, no quiere sufrirmenoscabo el sentimiento estético, y la concordan-cia con una idea no debe costar ningún sacrificio enel fenómeno, Por muy severamente que la razónreclame una expresión de la moralidad, no menosinexorablemente reclaman los ojos belleza. Comoestas dos exigencias se refieren al mismo objeto,aunque en distintas instancias del juicio, es necesariotambién satisfacer a ambas mediante una mismacausa. La disposición anímica del hombre que másque ninguna otra lo capacita para cumplir su destinocomo persona moral, debe permitir una expresióntal, que le sea también la más ventajosa en cuanto

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mero fenómeno. Con otras palabras: su aptitud mo-ral debe manifestarse por la gracia.

Aquí es, pues, donde se presenta la gran dificul-tad. Ya del concepto de movimientos moralmenteexpresivos se desprende que deben tener una causamoral que está por encima del mundo sensible; asítambién del concepto de belleza resulta que no pue-de tener sino una causa sensorial y debe ser unefecto natural perfectamente libre, o al menos pare-cerlo. Pero si la razón última de los movimientosmoralmente expresivos está necesariamente fueradel mundo sensible, y la razón última de la bellezaestá, con igual necesidad, dentro de ese mundo, pa-recería que la gracia, que debe enlazar lo uno con lootro, contuviera una manifiesta contradicción.

Para resolverla, habrá que admitir, pues, "que lacausa moral que en el ánimo sirve de fundamento ala gracia produce de modo necesario, en la sensibili-dad que depende de ella, precisamente aquel estadoque contiene en sí las condiciones naturales de lobello". Pues lo bello supone, como todo lo sensible,ciertas condiciones, y, en la medida en que es bello,únicamente condiciones sensibles. Ahora bien: co-mo el espíritu (según una ley inescrutable para no-sotros), gracias a la situación en que él mismo se

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encuentra, le señala a la naturaleza acompañante lasuya, y como el estado de aptitud moral en él es jus-tamente aquel por el cual se cumplen las condicionessensibles de lo bello, hace posible lo bello, y ésta essu única acción. Pero que de ello resulte realmentebelleza, es consecuencia de aquellas condicionessensibles: por lo tanto, efecto natural libre. Mas co-mo la naturaleza, en los movimientos voluntarios,en, que es tratada como medio para lograr un fin, nopuede llamarse en realidad libre, y en los movi-mientos involuntarios, que expresan lo moral, tam-poco puede llamarse libre, la libertad - con la cualella se manifiesta, sin embargo, en su dependenciade la voluntad- es una concesión de parte del espí-ritu. Podemos, por tanto, decir que la gracia es unfavor que lo moral concede a lo sensible, así como labelleza arquitectónica puede considerarse como elconsentimiento de la naturaleza a su forma técnica.

Permítaseme ilustrar esto con un símil. Si un es-tado monárquico es administrado de tal manera que,aunque todo se haga conforme a una voluntad única,se llega a convencer a cada ciudadano de que vivesegún su propio sentir y sólo obedece a su inclina-ción, llamamos a esto un gobierno liberal. Pero nose podría, sin grandes escrúpulos, darle ese nombre

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si el gobernante impone su voluntad contra la incli-nación del ciudadano, o el ciudadano impone su in-clinación contra la voluntad del gobernante; pues enel primer caso el gobierno no seria liberal, y en elsegundo ni siquiera sería gobierno.

No es difícil aplicarlo a la formación humanabajo cl régimen del espíritu. Cuando el espíritu, ma-nifestándose en la naturaleza sensible que dependede él, lo hace de tal matrera que la naturaleza ejecutasu voluntad del modo más fiel y exterioriza sus sen-timientos en la forma más expresiva, sin infringir, noobstante, los requisitos que la sensibilidad exige delos sentimientos en cuanto fenómenos, surgirá en-tonces aquello que se llama gracia. Pero estaríamoslejos de llamarlo así, tanto en el caso de que el espí-ritu se manifestara en lo sensorial forzadamente,como en el de que al libre efecto de lo sensorial lefaltara la expresión del espíritu. Porque en el primercaso no habría belleza alguna y en el segundo noseria belleza de juego.

Siempre es, pues, una causa suprasensible en elánimo lo que hace expresiva la gracia, y siempre esuna causa meramente sensible en la naturaleza loque la hace bella, Tan inexacto sería decir que el es-píritu crea la belleza, como; en el símil mencionado,

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decir del gobernante que es él quien produce la li-bertad; puesto que se puede, sí, dejar que uno sealibre, pero no darle la libertad.

Pero así como la razón por la cual un pueblo sesiente libre, a pesar de estar sometido a una voluntadajena, radica las más veces en la idiosincrasia del go-bernante, y una manera opuesta de pensar, en esteúltimo, no sería muy favorable a tal libertad, asítambién debemos buscar la belleza de los movi-mientos libres en la disposición: moral del espírituque los ordena. Y surge ahora la cuestión de quéconstitución personal sea la que permite a los ins-trumentos sensoriales de la voluntad la mayor liber-tad y qué sentimientos morales se avienen mejor conla belleza en la expresión.

Por de pronto, lo evidente es que ni la voluntaden el movimiento intencional ni el afecto en el sim-pático deben comportarse, frente a la naturaleza de-pendiente de ellos, como una fuerza coactiva, si esque la naturaleza ha de obedecerles con belleza. Yael sentir general de los hombres toma la levedadcomo carácter principal de la gracia, y lo forzado nopuede nunca manifestar levedad. Asimismo es evi-dente que la naturaleza, por su parte, no debe com-portarse frente al espíritu como una fuerza coactiva,

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si es que ha de resultar una bella expresión moral;pues donde domina la simple naturaleza, debe desa-parecer la humanidad.

Es posible pensar, en total, tres relaciones enque puede estar el hombre con respecto a sí mismo,es decir, su parte sensible con respecto a su parteracional. Entre ellas debemos buscar la que mejor lecuadre en lo fenoménico y cuya representación seala belleza.

El hombre, o reprime las exigencias de su natu-raleza sensible para conducirse de acuerdo con lasexigencias, más altas, de la racional; o, invirtiendo,subordina la parte racional de su ser a la sensible, yentonces sigue sólo el impulso con que la necesidadnatural lo arrastra lo mismo que a los otros fenóme-nos; o bien sucede que los impulsos de lo sensorialentran a concordar con las leyes de lo racional, y elhombre queda en armonía consigo mismo.

Cuando el hombre adquiere conciencia de supura autonomía, rechaza de sí todo lo que sea senso-rial, y sólo gracias a este apartamiento de la materiaalcanza el sentimiento de su libertad racional. Peropara ello se requiere de su parte, ya que la sensoriali-dad opone tenaz y vigorosa resistencia, un notableesfuerzo y gran empeño, sin lo cual le sería imposi-

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ble tener alejado de sí el apetito y hacer callar la in-sistente voz del instinto. El espíritu así dispuestohace sentir a la naturaleza dependiente de él - tantocuando la naturaleza actúa al servicio de su voluntadcomo cuando se adelanta a ella- que él es su amo yseñor. Bajo su severa disciplina aparecerá, pues, re-primida la sensorialidad, y la resistencia interior setraicionará, desde fuera, por coacción. Semejantedisposición de ánimo no puede ser por tanto favo-rable a la belleza, que la naturaleza produce sólo enlibertad, y por consiguiente, tampoco podrá ser porla gracia como se manifieste la libertad moral en lu-cha con la materia.

En cambio, cuando el hombre, sometido a lanecesidad, deja que le domine desenfrenadamente elimpulso natural, también desaparece con su auto-nomía interior toda huella de esa autonomía en sufigura. Sólo la animalidad habla por sus ojos húme-dos y mortecinos, por su boca lascivamente entrea-bierta, por su voz ahogada y temblorosa, por sujadeo corto y rápido, por el estremecimiento de losmiembros, por todo su físico relajado. Ha cedidotoda resistencia de la fuerza moral, y la naturaleza enél ha sido puesta en plena libertad. Pero justamenteeste total abandono de la autonomía, que suele pro-

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ducirse en el momento del deseo sensual, y más aúnen el goce, pone también en libertad instantánea-mente la materia bruta, hasta entonces contenidapor el equilibrio de las fuerzas activas y pasivas. Lasfuerzas naturales inanimadas empiezan a prevalecersobre las vivientes de la organización; la forma, a seroprimida por la masa, y la humanidad, por la natu-raleza ordinaria. Los ojos, reflejo del alma, languide-cen, o bien se salen de las órbitas, vidriosos yhoscos; el fino carmín de las mejillas se espesa enuna burda y uniforme pintura; la boca se vuelve unsimple agujero, pues su Forma ya no resulta de laacción de las fuerzas sino de su decaimiento; la voz yel suspiro no son más que resuellos, con los cualesquiere aliviarse el pecho apesadumbrado y que ahorarevelan sólo necesidad mecánica, no alma. En unapalabra: tratándose de la libertad que la sensorialidadse toma por sí misma, no se puede pensar en bellezaalguna. La libertad de las formas, que la voluntadmoral no había hecho más que limitar, es sometidapor la gruesa materia, que gana siempre tanto terre-no cuanto le es arrebatado a la voluntad.

Un hombre en esa situación no sólo subleva alsentimiento moral, que exige sin cesar la expresiónde la humanidad, sino que también el sentimiento

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estético - que, no pudiendo aplacarse con la solamateria, busca libre placer en la forma- se apartaráasqueado de semejante espectáculo, en el cual sólo laconcupiscencia puede encontrar satisfacción.

La primera de estas relaciones entre las dos na-turalezas en el hombre recuerda una monarquíadonde la vigilancia severa del gobernante mantienefrenada toda libre iniciativa; la segunda, una salvajeoclocracia donde el ciudadano, negando obedienciaa la autoridad legal, está tan lejos de volverse libre,como la formación del hombre está lejos de volversebella por la supresión de la autoactividad moral, yhasta es víctima del despotismo, aún más brutal, delas clases íntimas, como la forma lo es aquí de la ma-sa. Así como la libertad está en el punto medio entrela presión legal y la anarquía, así encontraremos aho-ra la belleza entre la dignidad, en cuanto expresióndel espíritu dominante, y la voluptuosidad en cuantoexpresión del instinto dominante.

Pues si no condice con la belleza de la expresiónla razón que domina a la sensorialidad ni tampoco lasensorialidad que domina a la razón, la condiciónbajo la cual se produzca la belleza de juego será (yno cabe una cuarta alternativa) aquel estado de áni-

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mo en que armonicen la razón y la sensorialidad eldeber y la inclinación..

Para poder convertirse en objeto de inclinación,la obediencia a la razón debe proporcionar un moti-vo de deleite, pues sólo por el placer y el dolor sepone en movimiento el instinto. En la experienciacomún las cosas ocurren ciertamente al revés, y eldeleite es el motivo por el cual se obra razonable-mente. Que la moral misma haya dejado finalmentede hablar ese lenguaje, debemos agradecérselo alinmortal autor de la Crítica, a quien toca la gloria dehaber rehabilitado la sana razón en lugar de la razónfilosofante.

Pero tal como los principios de este filósofosuelen ser expuestos por él mismo, y también porotros, la inclinación es una muy dudosa compañeradel sentimiento moral, y el placer un sospechosoaditamento de las determinaciones morales. Aunqueel impulso hacia la dicha no mantiene un dominiociego sobre el hombre, querrá sin embargo hacer oírsu voz en el acto de la elección moral y dañará así lapureza de la voluntad, que debe obedecer siempre ala sola ley y nunca al impulso. Para tener, pues, plenaseguridad de que la inclinación no ha intervenidotambién, se prefiere verla en guerra con la ley de la

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razón antes que en armonía con ella, porque condemasiada facilidad podría ocurrir que su sola inter-cesión procurara a la ley racional su poder sobre lavoluntad. Porque como en la acción moral lo queimporta no es el ajuste de los hechos a la ley, sinoexclusivamente el ajuste de la disposición ele ánimoal deber, no se atribuye, con razón, ningún valor a laconsideración de que, para ese ajuste a la ley, sea porlo general más ventajoso que la inclinación. se en-cuentre del lado del deber. Lo que parece, pues, se-guro es que el aplauso de la sensorialidad, si bien nohace sospechoso el ajuste de la voluntad al deber,por lo menos no está en condiciones de garantizarla.La expresión sensible de ese aplauso en la gracianunca podrá dar testimonio suficiente y valedero dela acción en que se encuentre; ni se podrá inferir, dela exposición hermosa de una disposición anímica ouna acción, cuál es su valor moral.

Hasta aquí creo estar en perfecto acuerdo conlos ri-goristas de la moral; pero espero no pasar porlatitudinario si trato de mantener en el terreno de lofenoménico y en el ejercicio efectivo del deber morallas exigencias de la sensibilidad, que han sido deltodo rechazadas en el terreno de la razón pura y enla legislación moral.

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Con la misma certeza con que estoy convencido- y justamente porque lo estoy- de que la participa-ción de la inclinación en un acto libre no prueba na-da con respecto al simple ajuste de esa acción aldeber, así creo poder inferir precisamente de elloque la perfección moral del hombre puede sólo dilu-cidarse por ese participar de su inclinación en suconducta moral. Porque el hombre no está destina-do a ejecutar acciones morales aisladas, sino a ser unente moral. Lo que le está prescrito no son virtudes,sin, la virtud, y la virtud no es otra cosa que "unainclinación al deber". Por más que en sentido objeti-vo se opongan las acciones por inclinación a las ac-ciones por deber, no sucede lo mismo en sentidosubjetivo, y el hombre no sólo puede, sino que debeenlazar el placer al deber; debe obedecer alegre-mente a su razón. Si a su naturaleza puramente espi-ritual le ha sido añadida una naturaleza sensible, noes para arrojarla de sí como una carga o para quitár-sela como una burda envoltura; no, sino para unirlahasta lo más íntimo con su yo superior. La naturale-za, ya al hacerlo ente sensible y racional a la vez, esdecir, al hacerlo hombre, le impuso la obligación deno separar lo que ella había unido; de no despren-derse - aun en las más puras manifestaciones de su

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parte divina- de lo sensorial, y de no fundar el triun-fo de la una en la opresión de la otra. Sólo cuandosu carácter moral brota de su humanidad entera co-mo efecto conjunto de ambos principios y se ha he-cho en él naturaleza, es cuando está asegurado; puesmientras el espíritu moral sigue empleando la vio-lencia, el instinto natural ha de tener aún una fuerzaque oponerle. El enemigo simplemente derribadopuede volver a erguirse; sólo el reconciliado quedade veras vencido.

En la filosofía moral de Kant la idea del deberestá presentada con una dureza tal, que ahuyenta alas Gracias y podría tentar fácilmente a un entendi-miento débil a buscar la perfección moral por el ca-mino de un tenebroso y monacal ascetismo. Por másque el gran filósofo trató de precaverse contra estafalsa interpretación, que debía ser precisamente laque más repugnara a su espíritu libre y luminoso, élmismo le dio, me parece, fuerte impulso (aunqueapenas evitable dentro de sus intenciones) al contra-poner rigurosa y crudamente los dos principios queactúan sobre la voluntad del hombre. Sobre el fondomismo del asunto, después de las pruebas por éladucidas, no puede haber ya discusión entre cabezaspensantes que quieran dejarse convencer, y no sé

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cómo podría uno no preferir renunciar más bien asu total humanidad antes que obtener de la razón, eneste respecto, un resultado distinto. Pero cuanta fuela pureza de su procedimiento en la investigación dela verdad, donde todo se explica por razones exclu-sivamente objetivas, tanto parece haberle guiado,por el contrario, en la exposición de la verdad des-cubierta, una norma más subjetiva, que creo no esdifícil explicar por las circunstancias de la época.

Porque, así como tenía a la vista la moral de sutiempo, tanto en el sistema como en la práctica, así,por una parte, debió de rebelarle el grosero materia-lismo en los principios morales que la complacenciaindigna de los filósofos había ofrecido como almo-hada al relajado carácter de la época; y, por otraparte, debió excitar su atención un principio de per-fección no menos discutible, que, para realizar unaidea abstracta de perfección general y universal, notenía muchos escrúpulos en cuanto a la elección delos medios. Dirigió, por lo tanto, la mayor fuerza desus razones hacia donde más declarado era el peligroy más urgente la reforma, y se impuso como ley per-seguir sin cuartel la sensorialidad, tanto allí dondecon frente atrevida escarnece al sentimiento moral,como en la impotente envoltura de los fines moral-

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mente loables en que sabe ocultarla especialmentecierto entusiasta espíritu de comunidad. No teníaque adoctrinar la ignorancia, sino que amonestar elerror. La cura exigía sacudimiento, no lisonja ni per-suasión; y cuanto mayor fuera el contraste entre elaxioma de la verdad y las normas dominantes, tantomás podía él esperar que movería a meditar al res-pecto. Fue el Dracón de su época, porque consideróque no era aún digna de un Solón ni estaba en dis-posición de acogerlo. Del sagrario de la razón puratrajo la ley moral, extraña y sin embargo conocidas laexpuso en toda su santidad ante el siglo deshonrado,y poco se preocupó de si hay ojos que no puedensoportar sus destellos.

Pero ¿de qué se habían hecho culpables los hijosde la casa, para que él se preocupara sólo de los sier-vos? Porque a menudo impurísimas inclinacionesusurpen el nombre de la virtud, ¿debía hacerse tam-bién sospechoso el desinteresado afecto en el pechomás noble? Porque los hombres de floja moral secomplazcan en dar a la ley de la razón una laxitudque la hace juguete de su conveniencia, ¿debía aña-dírsele una rigidez que convierte la más vigorosamanifestación de libertad moral en una especie, ape-nas más elevada, de servidumbre? Pues el hombre

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verdaderamente moral ¿tiene por ventura más libreelección entre la estimación de sí mismo y el despre-cio de sí mismo que la que el esclavo de los sentidostiene entre el placer y el dolor? ¿Acaso la voluntadpura está allí sujeta a menor coacción que aquí lacorrompida? ¿Debía la ley moral por su forma impe-rativa acusar y humillar a la humanidad, y, a la vez,convertirse el documento más sublime de su gran-deza en testimonio de su fragilidad? ¿No se podíaacaso, en esa forma imperativa, evitar que un man-damiento que el hombre se da a sí mismo como serracional, y que en consecuencia sólo a él le com-promete, y es por eso mismo compatible con susentimiento de libertad, adoptara la apariencia deuna ley positiva y extraña - apariencia que por la ra-dical propensión del hombre a contravenirla (comose le reprocha difícilmente podría atenuarse?

No es por cierto ventajoso para las verdadesmorales tener en su contra sentimientos que elhombre puede confesarse sin sonrojo. Pero ¿cómohan de conciliarse los sentimientos de belleza y li-bertad con el austero espíritu de una ley que dirige alhombre más por el temor que por la confianza, quetrata de separa en él lo que la naturaleza había reuni-do y que no le asegura el dominio sobre una parte de

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su ser sino despertando su desconfianza hacia laotra? La naturaleza humana es en la realidad un todomás unido que como le es dado presentarla al filóso-fo sólo capaz de proceder por análisis. Nunca puedela razón rechazar como indignos de ella afectos queel corazón confiesa con regocijo, ni puede el hom-bre ganar su propia estimación cuando se ha rebaja-do moralmente. Si la naturaleza sensible fuerasiempre en lo moral la parte oprimida y nunca lacolaboradora, ¿cómo podría prestar todo el fuego desus sentimientos a la celebración de un triunfo sobreella misma? ¿Cómo podría ser partícipe tan vivaz enla autoconciencia del espíritu puro, si no pudiera enúltima instancia adherirse a él tan íntimamente queaun el entendimiento analítico ya no puede separarlasin violencia?

La voluntad está de todos modos en conexiónmas inmediata con la facultad de sentimiento quecon la de conocimiento y, en muchos casos, maloseria que tuviera que empezar por orientarse segúnla razón pura. No me predispone favorablemente elhombre tan incapaz de confiar en la voz del instintoque está obligado, en cada caso, a ajustarla al diapa-són del principio moral; en cambio, se le tiene enalta estima si se fía con cierta seguridad de esa voz,

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sin peligro de ser mal dirigido por ella. Pues así secomprueba que ambos principios han llegado en él aesa armonía que es sello de la humanidad perfecta yque es lo que decimos un alma bella.

Un alma se llama bella cuando el sentido moralha llegado a asegurarse a tal punto de todos los sen-timientos del hombre, que Puede abandonar sin te-mor la dirección de la voluntad al afecto y no correnunca peligro de estar en contradicción con sus de-cisiones. De ahí que en un alma bella no sean en ri-gor morales las distintas acciones, sino el caráctertodo. Tampoco puede considerarse como méritosuyo una sola de esas acciones, porque la satisfac-ción del instinto nunca puede llamarse meritoria. Elalma bella no tiene otro mérito que el hecho de ser.Con una facilidad tal que parecería que obrara sóloel instinto, cumple los más penosos deberes de lahumanidad, y el más heroico sacrificio que obtienedel instinto natural se presenta a nuestros ojos comoun efecto voluntario precisamente de ese instinto.Por eso, también, ella misma nunca sabe de la belle-za de su obrar, y ya no se le ocurre que se puedaobrar y sentir de otro modo; en cambio, un adeptode la regla moral que en todo momento la observeescrupulosamente, tal como lo exige la palabra del

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maestro, estará siempre dispuesto a dar las más es-trechas cuentas de la relación entre sus acciones y laley. Su vida se parecerá a un dibujo en que se venindicadas las .normas con duros trazos y en el cual alo sumo un aprendiz podría adquirir los principiosdel arte. Pero en una vida bella todos esos contornostajantes se han esfumado, como en un cuadro delTiciano, y sin embargo la figura íntegra resalta enforma tanto más verdadera, viva, armoniosa.

Es, pues, en el alma bella donde armonizan lasensibilidad y la razón, la inclinación y el deber, y lagracia es su expresión en lo fenoménico. Sólo al ser-vicio de un alma bella puede la naturaleza poseer lalibertad y al mismo tiempo conservar su forma, yaque pierde lo uno bajo la dominación de un ánimosevero, y lo otro bajo la anarquía de la sensorialidad.Un alma bella derrama gra-cia irresistible aun sobreuna forma que carezca de belleza arquitectónica, y amenudo la vemos triunfar hasta de los defectos de lanaturaleza. Todos los movimientos que provienende ella serán leves, suaves, y sin embargo animados.Alegres y libres brillarán los ojos, y el sentimientoresplandecerá en ellos. De la dulzura del corazónrecibirá la boca una gracia que ninguna imitaciónartificial logrará jamás. No se advertirá tensión en las

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facciones, ni violencia en los movimientos volunta-rios, puesto que el alma nada sabe de eso. La vozserá música y moverá el corazón con el puro raudalde sus modulaciones. La belleza arquitectónica pue-de suscitar agrado y admiración y hasta asombro,pero sólo la gracia nos arrebatará. La belleza tienedevotos; amamos a los hombres.

En general, la gracia se encontrará más bien enel sexo femenino (la belleza tal vez más en el mascu-lino), y no hay que buscar lejos lo causa. Para la gra-cia han de contribuir tanto la arquitectura del cuerpocomo el carácter: aquélla por su flexibilidad para re-cibir impresiones y ser puesta en juego; éste por laarmonía moral de los sentimientos. En ambas cosasla naturaleza ha sido más favorable a la mujer que alhombre.

La contextura femenina, más delicada, recibecon mayor rapidez cada impresión y la hace desapa-recer también con mayor rapidez. A las constitucio-nes fornidas sólo las pone en movimiento unatempestad; cuando los fuertes músculos se contraen,no pueden mostrar esa ligereza que la gracia requie-re. Lo que en un rostro femenino es todavía bellasensibilidad, en uno masculino expresaría ya sufri-miento. La delicada fibra de la mujer se inclina como

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tenue junco bajo el más leve soplo del afecto. Enondas ligeras y amables el alma se desliza sobre elsemblante expresivo, que pronto vuelve a alisarse enespejo sereno.

También la contribución que el alma debe a lagracia será más fácil en la mujer que en el hombre.Pocas veces se elevará el carácter femenino a la ideasuprema de la pureza moral y pocas veces pasará delas acciones apasionadas. Resistirá a menudo a lasensorialidad con heroica pujanza, pero sólo me-diante la sensorialidad misma. Ahora bien: puestoque la moralidad de la mujer está habitualmente dellado de la inclinación, aparecerá en lo fenoménicotal como si la inclinación estuviera del lado de la mo-ralidad. La gracia será, pues, la expresión de la virtudfemenina y ha de faltar muy a menudo ala masculina.

*

Así como la gracia es la expresión de un almabella, la dignidad lo es de un carácter sublime.

Es verdad que al hombre le ha sido impuestoestablecer íntima armonía entre sus dos naturalezas,ser siempre un todo armónico y obrar con su total yplena humanidad. Pero esta belleza de carácter, el

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fruto más maduro de su humanidad, es sólo una ideaa la que él puede con incesante vigilancia procurarajustarse, pero que a pesar de todos los esfuerzosnunca logra alcanzar por entero.

La razón de esa imposibilidad es la inmutableorganización de su naturaleza. Son las condicionesfísicas de su existencia misma las que se lo impiden.

Porque para asegurar su existencia en el mundosensible, que depende de condiciones naturales, elhombre (que, en cuanto ser capaz de modificarse asu arbitrio, debe pre-ocuparse él mismo de su con-servación) tuvo que ser capacitado para realizar ac-ciones mediante las cuales puedan cumplirse aquellascondiciones físicas de su existencia y restablecerse sihan sido suprimidas. Pero aunque la naturaleza de-bió dejar a cuidado del hombre esa preocupación,que ella tiene exclusivamente a su cargo en sus pro-ducciones vegetativas, la satisfacción de una necesi-dad tan urgente, en que está en juego su existenciamisma y la de su género, no debió ser confiada a suincierto criterio. Este asunto, que ya en cuanto alcontenido le pertenece, la naturaleza lo atrajo tam-bién a su dominio en cuanto a la forma al introducirla necesidad en las determinaciones de la arbitrarie-dad. Así se originó el instinto natural, que no es otra

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cosa que una necesidad natural que tiene por medioel sentimiento.

El instinto natural embiste contra la afectividadmediante la doble fuerza del dolor y el placer: por cldolor, allí donde exige satisfacción; por el placer,donde la encuentra.

Como a una necesidad natural no se le puede re-gatear nada, el hombre debe también, a pesar de sulibertad, sentir lo que la naturaleza quiere que sienta,y, según el sentimiento sea de dolor o de placer, de-be de manera igualmente inevitable reaccionar con larepugnancia o con el apetito. En este punto el hom-bre es idéntico al animal, y el más esforzado estoicosiente tan agudamente el hambre y la rechaza tanvivamente como el gusano que se arrastra a sus pies.

Pero aquí empieza la gran diferencia. En el ani-mal la acción sigue tan necesariamente al apetito orepugnancia como el apetito a la sensación y la sen-sación a la impresión externa. Es una cadena conti-nua y progresiva en que cada eslabón se enlazanecesariamente al otro. En el hombre hay una ins-tancia más, la voluntad, que, como facultad supra-sensorial, no está tan sometida a la ley de lanaturaleza ni a la de la razón como para que no lequede la posibilidad de elegir con completa libertad

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entre orientarse de acuerdo con una o con otra. ELanimal tiene que procurar librarse del dolor; el hom-bre puede decidirse a soportarlo.

La voluntad del hombre es un concepto sublime,aun cuando no se considere su uso moral. Ya la me-ra voluntad eleva al hombre sobre la animalidad; lavoluntad moral lo eleva hasta la divinidad. Pero debehaberse desprendido (le la animalidad antes quepueda acercarse a la divinidad; de ahí que sea un pa-so no despreciable hacia la libertad moral de la vo-luntad el ejercer la mera voluntad quebrando en sí lanecesidad natural, aun en cosas indiferentes.

La legislación natural tiene vigencia hasta en-contrarse con la voluntad, donde aquélla se traza sulinde y comienza la legislación racional. La voluntadse halla aquí entre ambos fueros, y de ella depende,en absoluto, de cuál quiera recibir la ley; pero no estáen la misma relación con respecto a los dos. Comofuerza natural, es tan libre con respecto al uno comoal otro; es decir, no está obligada a optar por ningu-no de ellos. Pero no es libre como fuerza moral, esdecir, debe optar por el fuero racional. No está atadaa ninguno, pero está unida a la ley de la razón. Por lotanto, utiliza realmente su libertad, aun cuando actúecontradiciendo a la razón; pero la utiliza indigna-

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mente, porque a pesar de su libertad sigue mante-niéndose dentro de la naturaleza y no agrega realidadalguna en la operación del simple instinto; pues que-rer por apetito no es sino un apetecer más compli-cado. '

La legislación de la naturaleza por medio delinstinto puede entrar en conflicto con la de la razóna base de principios, si el instinto exige para satisfa-cerse una acción que contraría al postulado moral.En este caso es deber inconmovible para la voluntadposponer la exigencia de la naturaleza al dictado dela razón: pues las leyes naturales obligan sólo condi-cionadamente, pero las de la razón, incondicionada yabsolutamente.

No obstante, la naturaleza sostiene con energíasus derechos, y puesto que nunca exige arbitraria-mente, tampoco retira, si no ha sido satisfecha, nin-guna exigencia. Como desde la causa primera, por laque es puesta en movimiento, hasta la voluntad,donde cesa su legislación- todo es en ella estricta-mente determinado, no puede ceder volviéndoseatrás, sino que, avanzando, debe presionar contra lavoluntad de la cual depende la satisfacción de su ne-cesidad. Cierto es que a veces parecería que abrevia-ra su camino y que, sin llevar previamente su

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demanda a la voluntad, dispusiera de una causalidadinmediata para la acción con que se pone remedio asu necesidad. En semejante caso, en que ,no sólo elhombre permitiera libre curso al instinto, sino que elinstinto se tomara por sí mismo este curso, el hom-bre no dejaría de ser un mero animal; pero es muydudoso decidir si esto puede alguna vez ocurrirle ysi, supuesto el caso de que en verdad le ocurriera,esa fuerza ciega del instinto no es un delito de suvoluntad.

La facultad apetitiva exige, pues, satisfacción, yla voluntad es instada a procurársela. Pero la volun-tad debe recibir de la razón los fundamentos de sudeterminación y decidirse sólo de acuerdo con loque ésta permite o prescribe. Ahora bien: si la vo-luntad acude realmente a la razón antes de acceder ala solicitación del instinto, obra moralmente; mien-tras que si decide prescindiendo de esa instancia,obra sensorialmente.6

6 Pero esta consulta de la voluntad a la razón no debe con-fundirse con aquella por la cual se propone conocer los me-dios de satisfacer un apetito. Aquí no se trata de cómo lograrla satisfacción. sino de si está permitida. Sólo esto últimopertenece al dominio de la moralidad; lo primero correspon-de a la prudencia.

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Así, cada vez que la naturaleza presenta una exi-gencia y quiere sorprender a la voluntad por la fuer-za ciega del afecto, toca a la voluntad llamarla asosiego hasta que se haya pronunciado la razón. Loque no puede saber todavía es si el veredicto de larazón recaerá en favor o en contra del interés de lasensorialidad; pero precisamente por eso debe ob-servar este procedimiento para cualquier afecto sindistinción, y negar a la naturaleza - cada vez que deésta parta la iniciativa- la causalidad inmediata. Sóloquebrantando el poder del apetito, que se precipitahacia su satisfacción y que preferiría prescindir to-talmente de la instancia de la voluntad. es comomuestra el hombre su autonomía y se revela comoser moral, que nunca debe meramente apetecer oaborrecer, sino querer cada vez su aborrecimiento yapetito.

Pero ya la sola consulta a la razón importa unmenoscabo de la naturaleza, que es juez competenteen su propia causa y no quiere ver sometidos susdictámenes a ninguna instancia nueva y extraña.Bien mirado, aquel acto de voluntad que lleva ante elfuero moral el pleito de la facultad apetitiva es, porlo tanto, antinatural, porque vuelve a hacer contin-gente lo necesario y somete a las leyes de la razón la

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decisión de una causa en que sólo pueden hablar, yen realidad han hablado ya, las leyes de la naturaleza.Pues así como la razón pura, al legislar moralmente,no toma para nada en consideración cómo ha derecibir la sensibilidad sus decisiones, así la naturale-za, al legislar, tampoco tiene en cuenta si contentaráo no a la razón pura. En cada una rige una necesidaddistinta, pero que no sería tal si a la una le estuvierapermitido alterar arbitrariamente la otra. Por eso aunel espíritu más valiente, por más resistencia queoponga a la sensorialidad, no puede suprimir el sen-timiento mismo ni el apetito, sino sólo evitar queinfluyan en la determinación de la voluntad; por me-dios morales puede desarmar al instinto, pero sólopor los naturales puede aplacarlo. Si bien es capaz deimpedir, mediante su fuerza autónoma, que las leyesnaturales se vuelvan obligatorias para su voluntad,no puede en cambio introducir en esas mismas leyesabsolutamente ninguna alteración.

En aquellos afectos, pues, "en que la naturaleza(el instinto) es la primera en obrar y trata de pasartotalmente por alto la voluntad o de atraerla violen-tamente a su partido, la moralidad del carácter sólopuede manifestarse resistiendo, y sólo por limitacióndel instinto puede impedir que el instinto limite a su

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vez la libertad de la voluntad". El acuerdo con la leyde la razón no es posible, pues, en el afecto, sinocontradiciendo las exigencias de la naturaleza. Ycomo la ,naturaleza nunca retira sus exigencias pormotivos morales - y en consecuencia todo permane-ce, de su parte, inalterable, sea cual sea la manera decomportarse la voluntad a su respecto no hay aquíposible concordancia entre la inclinación y el deber,entre la razón y la sensibilidad, y el hombre no pue-de obrar entonces con toda su naturaleza en armo-nía, sino exclusivamente con la racional. En estoscasos, pues, no obra tampoco en forma moralmentebella porque en la belleza de la acción debe tambiénparticipar necesariamente la inclinación, que aquí,por el contrario, parece en conflicto. Pero obra enforma moralmente grande, porque es grande todoaquello, y sólo aquello, que da testimonio de la supe-rioridad de una facultad más elevada sobre la senso-rial.

El alma bella debe, por lo tanto, en el afecto,transformarse en alma sublime, y ésta es la infaliblepiedra de toque por la cual se la puede distinguir delbuen corazón o de la virtud por temperamento. Sien un hombre la inclinación está de parte de la justi-cia sólo porque la justicia está afortunadamente de

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parte de la inclinación, el instinto natural ejercerá, enel afecto, un completo poder coactivo sobre la vo-luntad; y cuando sea necesario un sacrificio, será lamoralidad y no la sensorialidad quien lo haga. Si encambio ha sido la razón misma la que, como ocurreen el carácter bello, ha tomado a su servicio las in-clinaciones y ha confiado provisionalmente el timóna la sensorialidad, se lo retirará en el mismo mo-mento en que el instinto quiera abusar de sus pode-res ocasionales. La virtud por temperamentodesciende, pues, en el afecto, a mero producto natu-ral; el alma bella trasciende a lo heroico y se eleva ala pura inteligencia.

La dominación de los instintos por la fuerza mo-ral es libertad de espíritu, y dignidad se llama su ex-presión en lo fenoménico.

En sentido estricto, la fuerza moral en el hom-bre no es susceptible de representación, ya que losuprasensible nunca puede caer bajo los sentidos.Pero indirectamente puede ser presentada al enten-dimiento mediante signos sensibles, como precisa-mente ocurre con la dignidad de la forma humana.

El instinto natural excitado se acompaña, comoel corazón al conmoverse moralmente, de movi-mientos corporales, que en parte se adelantan a la

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voluntad y en parte, como meramente simpáticos,no están de ningún modo sometidos a su dominio.Porque como ni el sentimiento ni el apetito o abo-rrecimiento dependen del arbitrio del hombre, nopuede habérsele dado el mando sobre aquellos mo-vimientos que están directamente relacionados conesas afecciones. Pero el instinto no se detiene en elmero apetito; precipitada y premiosamente procurarealizar su objeto, y anticipará, si el espíritu autóno-mo no le ofrece enérgica resistencia, aun aquellasacciones sobre las cuales sólo la voluntad debe pro-nunciarse. Pues el instinto de conservación lucha sindescanso, en el dominio de la voluntad, con el poderlegislador, y su afán es dirigir tan sin trabas al hom-bre como al animal.

Se encuentran, pues, movimientos de dos espe-cies y orígenes en todo afecto encendido en el hom-bre por el instinto de conservación: primero, los queproceden directamente de la sensación y son portanto del todo involuntarios; segundo, los que debe-rían y podrían ser específicamente voluntarios, peroque son sustraídos a la libertad por el ciego instintonatural. Los primeros se refieren al afecto mismo yen consecuencia están necesariamente ligados a él;los segundos corresponden más bien a la causa y al

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objeto del afecto: son por lo tanto contingentes yvariables y no pueden considerarse como signos in-falibles de ese afecto. Pero como unos y otros, ape-nas determinado el objeto, son igualmentenecesarios al instinto natural, unos y otros se requie-ren para hacer de la expresión del afecto un todocompleto y armonioso.

Ahora bien: si la voluntad posee autonomíabastante para poner límites al instinto .natural quequiere anticipársele y para afirmar los propios fueroscontra su intempestivo poder, permanecen cierta-mente en vigor todos los fenómenos que el instintonatural excitado ocasionaba en su propio dominio,pero faltarán todos aquellos que, estando en juris-dicción ajena, él ha querido arrebatar autoritaria-mente hacia sí. Los fenómenos, pues, ya noconcuerdan más, pero precisamente en su contradic-ción reside la expresión de la fuerza moral.

Supóngase que vemos en un hombre signos delafecto más tormentoso, de aquella primera clase demovimientos totalmente involuntarios. Pero mien-tras las venas se le hinchan, mientras los músculos secontraen convulsivamente, y la voz se ahoga y elpecho se dilata y el vientre se comprime, sus movi-mientos son suaves, sus facciones libres, y serenos

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sus ojos y su frente. Si el hombre fuera sólo un sersensible, todos sus rasgos, puesto que tendrían unamisma y común fuente, deberían concordar entre síy, en nuestro caso, expresar todos sin distinción elsufrimiento. Pero como a los rasgos de dolor semezclan otros de serenidad, y no pudiendo unamisma causa tener efectos contrarios, esta contra-dicción de los rasgos prueba la existencia y el influjode una fuerza que es independiente del sufrimiento ysuperior a las impresiones bajo las cuales vemos su-cumbir lo sensible. De este modo la serenidad en elpadecer, que es en lo que consiste realmente la dig-nidad, se vuelve - aunque sólo indirectamente, porun raciocinio- representación de la inteligencia en elhombre y expresión de su libertad moral.

Pero no sólo en el padecer - en sentido estricto,en que esta palabra significa únicamente afeccionesdolorosas--, sino en general en todo fuerte interés dela facultad apetitiva, debe el espíritu probar su liber-tad, vale decir que la dignidad debe ser su expresión.EL afecto agradable la exige no menos que el peno-so, pues en ambos casos la naturaleza querría debuen grado hacer de amo y debe ser frenada por lavoluntad. La dignidad se refiere a la forma y no alcontenido del afecto; por eso puede suceder que con

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frecuencia afectos loables por su contenido caiganen lo ordinario y bajo, si el hombre, por falta de dig-nidad, se abandona ciegamente a ellos; y que por elcontrario, no pocas veces, afectos censurables hastase acercan a lo sublime, apenas demuestran, aunquesea sólo por su forma, el señorío del espíritu sobresus sentimientos.

En la dignidad, pues, el espíritu se conducefrente al cuerpo como soberano, porque tiene queafirmar su autonomía contra el instinto imperiosoque, prescindiendo de él, obra directamente y tratade sustraerse a su yugo. En la gracia, por el contra-rio, rige con liberalidad, porque aquí es él quien po-ne en acción a la naturaleza y no encuentraresistencia alguna que vencer. Pero sólo la obedien-cia merece suavidad, sólo la resistencia puede justifi-car el rigor.

La gracia reside, pues, en la libertad de los mo-vimientos voluntarios; la dignidad, en el dominio delos involuntarios. Allí donde la naturaleza ejecuta lasórdenes del espíritu, la gracia le concede una apa-riencia de libre albedrío; allí donde quiere dominar,la dignidad la somete al espíritu. Dondequiera que elinstinto comienza a obrar y se atreve a entrometerseen los menesteres de la voluntad, no debe ésta mos-

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trar indulgencia alguna, sino su autonomía par me-dio de la más enérgica resistencia. Donde en cambioes la voluntad la que tiene la iniciativa y la sensoriali-dad le sigue, aquélla no debe mostrar rigor ninguno,sino indulgencia. Esta es, en pocas palabras, la leyque rige la relación entre ambas naturalezas en elhombre, tal como se presenta en lo fenoméníco.

De ahí que la dignidad se exija y demuestre másbien en el padecer y la gracia más bien en la con-ducta; pues sólo en el padecer puede manifestarse lalibertad de ánimo y sólo en el obrar la libertad delcuerpo.

Como la dignidad es expresión de la resistenciaque el espíritu autónomo ofrece al instinto natural -y éste debe considerarse por lo tanto corno unafuerza que exige resistencia -, resulta ridícula cuandono hay tal fuerza que combatir, y despreciable cuan-do ya no debe ser combatida. Nos reímos del come-diante (cualquiera que sea su jerarquía y honores)que hasta en los menesteres más indiferentes afectacierta gravedad. Despreciamos a1 alma mezquinaque se recompensa con toda dignidad por el cum-plimiento de un deber común que a menudo no essino la omisión de una vileza.

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Por lo general no es en rigor dignidad, sino gra-cia, lo que se exige de la virtud. La dignidad surgepor sí misma en la virtud, que ya por su contenidopresupone el dominio del hombre sobre sus instin-tos. Mucho más fácil será, en el cumplimiento dedeberes morales, encontrar la sensorialidad en unestado de coacción y opresión, sobre todo allí dondese sacrifica dolorosamente. Pero como el ideal deperfecta humanidad no exige contradicción, sinoacuerdo entre lo moral y lo sensorial, no se avienebien a la dignidad, que, como expresión de ese con-flicto entre ambos, pone de manifiesto, ya las limita-ciones particulares del sujeto, ya las generales de lahumanidad.

En el primer caso, si sólo se debe a la incapaci-dad del sujeto el hecho de que en uno de sus actosno concuerden la inclinación y el deber, ese actoperderá valor moral en la medida en que se mezcleen su ejecución un elemento de lucha, y por lo tantode dignidad en su presentación. Pues nuestro juiciomoral somete el individuo a la medida de la especie yno se perdonan al hombre otras limitaciones que lasde la humanidad.

Pero en el segundo caso, si una acción del deberno puede armonizarse con las exigencias de la natu-

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raleza sin anular el concepto de naturaleza humana,es necesaria la resistencia de la inclinación, y sólo elespectáculo de la lucha es lo que nos puede conven-cer de la posibilidad del triunfo. Entonces espera-mos la expresión del conflicto en lo fenoménico, ynunca nos dejaremos persuadir de que hay una vir-tud donde ni siquiera vemos que haya humanidad.Cuando, por lo tanto, el deber moral ordena unaacción que hace padecer necesariamente a la senso-rialidad, es cosa seria, no juego, y la facilidad en suejecución antes lograría indignarnos que satisfacer-nos; su expresión no podrá ser entonces la gracia,sino la dignidad. A este propósito rige en general laley de que el hombre debe hacer con gracia todo loque puede llevar a cabo dentro de su humanidad, ycon dignidad todo aquello para cuya ejecución debetrascender de su humanidad.

Así como exigimos gracia de la virtud, exigimosdignidad de la inclinación. A la inclinación le es tannatural la gracia como a la virtud la dignidad, pues yapor su contenido la gracia es sensorial, favorable a lalibertad natural y enemiga de toda sujeción. Ni aunel hombre brutal carece de ella hasta cierto punto,cuando lo anima el amor u otro afecto semejante; y¿dónde se encuentra más gracia que en los niños,

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enteramente dirigidos sin embargo por lo sensorial?Mucho mayor peligro hay de que la inclinación dé eldominio al estado de padecimiento, ahogue la activi-dad autónoma del espíritu y produzca una relajacióngeneral. Para atraerse la estimación de un senti-miento noble, la cual sólo puede serle procurada porun origen moral, la inclinación debe en todo mo-mento aliarse a la dignidad. Por eso el amante exigedignidad del objeto de su pasión. Sólo la dignidadpuede garantizarle que no ha sido la necesidad loque lo impulsó hacia él, sino que lo eligió la libertad;que no se le deseó como cosa, sino que se le estimócomo persona.

Se exige gracia de aquel que obliga, y dignidaddel que es obligado. El primero debe, para renunciara una mortificante ventaja sobre el otro, rebajar laacción de su resolución desinteresada - haciendoparticipar en ella la inclinación -a una acción movidopor el afecto, y darse así la apariencia de ser la partegananciosa. El otro, para no deshonrar en su perso-na la humanidad (cuyo sacro paladión es la libertad)por la dependencia a que se somete, debe elevar aacción de su voluntad el mero manotón del instinto,y de esta manera, al recibir un favor, acordar otro.

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Una falta se ha de reprochar con gracia y confe-sar con dignidad. De lo contrario, parecerá como siuna parte sintiera demasiado su ventaja y la otra de-masiado poco su desventaja.

Si el fuerte quiere ser amado, deberá suavizarcon la gracia su superioridad. Si el débil quiere quese le respete, deberá apoyar con la dignidad su im-potencia. El parecer general es que el trono requieredignidad, y es sabido que los que se sientan en élprefieren en sus consejeros, confesores y parlamen-tos la gracia. Pero lo que puede ser bueno y loableen el reino de lo político, no siempre lo es en el rei-no del gusto. En este segundo reino penetra tambiénel Rey, en cuanto desciende de su trono (pues lostronos tienen sus privilegios), y también el cortesanorastrero se pone bajo su sagrada libertad en cuantose yergue como hombre. Habría que aconsejar en-tonces al primero que compensara con la abundan-cia del otro su propia penuria, concediéndole endignidad tanto como él mismo necesita de gracia.

Como dignidad y gracia pertenecen a dominiosdistintos en los cuales se manifiestan, no se excluyenla una a la otra en la misma persona, ni aun en unmismo estado de una persona; es más: sólo de la

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gracia recibe la dignidad sus credenciales, y sólo ladignidad confiere a la gracia su valor.

Cierto es que la dignidad por sí sola demuestra,dondequiera que se le encuentre, cierta limitación delos apetitos e inclinaciones. Pero que lo que conside-ramos dominio de sí mismo no sea más bien embo-tamiento de la sensibilidad (dureza), y que lo quepone freno a la explosión del afecto presente sea enrealidad autónoma actividad moral y no más bien lapreponderancia de otro afecto, vale decir deliberadatensión, eso sólo puede decidirlo la gracia ligada a ladignidad. Pues la gracia atestigua un ánimo sereno,en armonía consigo mismo, y un corazón sensible.

Asimismo la gracia prueba ya de por sí cierta re-ceptividad del sentimiento y cierta concordancia delas sensaciones. Pero que no sea flojera del espíritulo que da tanta libertad al sentido y abre el corazón atodas las impresiones, y que sea lo moral lo que hacecoincidir de tal modo las sensaciones, eso, en cam-bio, sólo nos lo puede garantizar la dignidad unida ala gracia. Porque en la dignidad se legitima el sujetocomo fuerza independiente; y al domeñar la volun-tad lo licencioso de los movimientos involuntarios,pone de manifiesto que no hace más que admitir lalibertad de los voluntarios.

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Si la gracia y la dignidad, la una apoyada todavíapor la belleza arquitectónica, la otra por la fuerza, seencuentran reunidas en una misma persona, es per-fecta en ella la expresión de la humanidad, y apareceentonces justificada en el mundo nouménico y ab-suelta en el fenoménico. Ambas legislaciones entranaquí en contacto tan íntimo, que sus fronteras seconfunden. Con brillo atenuado asoma la libertadracional en la sonrisa de los labios, en la suave ani-mación de la mirada y en la frente apacible, y consublime despedida se oculta la necesidad natural enla noble majestad del rostro. De acuerdo con eseideal de belleza humana crearon su arte los antiguos,y se le reconoce en la forma divina de una Níobe, enel Apolo del Belvedere. en el genio alado del palacioBorghese y en la musa del Barberini.7

7 Con la fina y elevada sensibilidad que le caracteriza, Win-ckel-mann (Geschichte der Kunst, primera parte, pág. 480 yss., edición de Viena) ha comprendido y descrito esta sublimebelleza que proviene de la unión de gracia y dignidad. Pero loque encontró unido, lo toma y lo presentó también como unasola cosa, conformándose con lo que la mera sensibilidad loenseñaba, sin ponerse a investigar si cabían en ella nuevasdistinciones. Enmaraña el concepto de gracia porque incluyeen él rasgos que manifiestamente corresponden sólo a la dig-nidad. Pero gracia y dignidad son esencialmente distintas yresulta desacertado presentar como propiedad de la gracia loque es más bien una situación suya. Lo que Winckelmann

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llama sublime gracia divina no es otra cosa que belleza y gra-cia con preponderancia de la dignidad. "La gracia divina -,dice, "parece no necesitar más que de sí misma, y no se ofre-ce, sino que quiere que se la busque; es demasiado sublimepara rebajarse a objeto sensible. Encierra en sí los movi-mientos del alma y se acerca a la bienaventurada serenidad dela naturaleza divina." "Gracias a ella", dice en otro lugar, "seatrevió el artista de la Níobe a penetrar en el reino de lasideas incorpóreas y alcanzó el secreto ele unir las angustiasele la muerte a la suprema belleza (sería difícil encontrar sen-tido alguno a estas palabras si no fuera evidente que sóloaluden a la dignidad); se volvió un creador de espíritus purosque no despiertan apetito alguno de los sentidos, pues noparecen haber sido formados para la pasión, sino sólo haberlaaceptado." En otro pasaje dice: "El alma se exteriorizaba sólocomo bajo la tranquila superficie del agua, sin irrumpir nuncaimpetuosamente. En la representación del padecer no se de-jes asomar nunca el dolor máximo, y la alegría se cierne, co-mo una suave brisa que apenas mueve las hojas, en el rostrode una Leucotea."

Todos estos rasgos convienen a la dignidad y no a la gra-cia, que no se recoge en sí misma, sino que sale a nuestroencuentro; la gracia se hace objeto sensible, y no es tampocosublime, sino bella. Es en cambio la dignidad la que refrena ala naturaleza en sus manifestaciones y ordena serenidad alrostro, aun en las angustias mortales y en el más amargo su-frimiento de un Laocoonte.Home incurre en el mismo error, aunque en este escritor esmenos de extrañar. También él incluye en la gracia rasgos dela dignidad, por más que distingue expresamente entre una yotra. Sus observaciones por lo comían aciertan, y las reglasmás inmediatas que de ellas infiere son exactas; pero no hayque seguirle más allá. Elements oj Criticism, segunda parte,Gracia y Dignidad.

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Donde gracia y dignidad se unen, somos alter-nativamente atraídos y repelidos; atraídos como es-píritus, repelidos como naturalezas sensibles.

En efecto: en la dignidad se nos ofrece un ejem-plo de la subordinación de lo sensible a lo moral,ejemplo cuya imitación es para nosotros ley, peroque al mismo tiempo sobrepasa nuestra capacidadfísica. El conflicto entre la necesidad de la naturalezay la exigencia de la ley, cuya validez sin embargoadmitimos, pone en tensión la sensibilidad y des-pierta el sentimiento que se llama respeto y que esinseparable de la dignidad.

En la gracia, por el contrario, como en la bellezaen general, la razón y e cumplida su exigencia en lasensibilidad y se encuentra de improviso con una desus ideas en lo fenoménico. Esta inesperada concor-dancia de lo contingente de la naturaleza con lo ne-cesario de la razón suscita un sentimiento deregocijado aplauso (simpatía) que distiende la sensi-bilidad, pero que llena de animación y de afán el es-píritu; y debe seguirle una atracción del objetosensible. Esta atracción, la llamamos benevolencia -amor: sentimiento inseparable de la gracia y de labelleza.

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En la excitación (no el encanto amoroso, sino elestímulo sensual) se les ofrece a los sentidos unamateria sensible que les promete satisfacción de unanecesidad, es decir, placer. Los sentidos son enton-ces impulsados a unirse con lo sensible, y surge elapetito: sentimiento que pone en tensión los senti-dos y relaja en cambio el espíritu.

Del respeto puede decirse que se doblega ante elobjeto; del amor, que se inclina ante el suyo; delapetito, que se arroja sobre el suyo. En el respeto, elobjeto es la razón y el sujeto la naturaleza sensible.En el amor el objeto es sensible y el sujeto es la na-turaleza moral. En el apetito, objeto y sujeto sonsensibles.

Sólo el amor es, pues, un sentimiento libre, yaque su pura fuente brota de la sede de la libertad, denuestra naturaleza divina. No es aquí lo pequeño ybajo lo que se mide con lo grande y alto; no es lasensorialidad la que alza la vista, presa de vértigo,hacia la ley racional; es la misma grandeza absoluta laque se encuentra imitada en la gracia y la belleza, ysatisfecha en la moralidad; es el legislador mismo, eldios en nosotros, que juega con su propia imagen enel mundo sensible. El ánimo, puesto en tensión porel respeto, es liberado en el amor; pues aquí nada

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hay que le ponga límites, como que la grandeza ab-soluta vio tiene nada por encima de sí, y la sensibili-dad, lo único que podría en este caso imponerlimitaciones, concuerda en la gracia y la belleza canlas ideas del espíritu. El amor es un descender,mientras el respeto es un trepar hacia lo alto. De ahíque el malvado no pueda amar nada, aun cuandotenga mucho que respetar; de ahí que el bueno nopueda apenas respetar sino lo que abraza al mismotiempo con amor. El espíritu puro sólo puede amar,no respetar; los sentidos sólo pueden respetar, perono amar.

En tanto que el hombre consciente de su culpavive en perpetuo temor de encontrarse en el mundosensible con el legislador en sí mismo, y ve un ene-migo en todo lo que sea grande y hermoso y per-fecto, el alma bella no conoce más dulce felicidadque ver imitado o realizado fuera de sí lo que llevade santo en sí misma y abrazar en el mundo sensiblesu amigo inmortal. El amor es a la vez lo más mag-nánimo y lo más egoísta en la naturaleza; lo primero,porque no recibe nada de su objeto, sino que se loda todo, pues el espíritu puro sólo puede dar, norecibir; lo segundo, porque nunca es otra cosa quesu propio yo lo que busca y estima en su objeto.

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Pero precisamente porque el amante sólo recibedel ser amado lo que él mismo le dio, suele ocurrir aveces que le da lo que no ha recibido de él. El senti-do externo cree ver lo que sólo el interno contem-pla: el deseo ardiente se vuelve fe, y la propiasuperabundancia del amante oculta la pobreza delser amado. Por eso está el amor tan fácilmente ex-puesto a engañarse, lo que al respeto y al apetito raravez les sucede. Mientras el sentido interno exalta alexterno, persiste también el bienaventurado arroba-miento del amor platónico, al cual, para igualarsecon la beatitud de los inmortales, sólo le falta la du-ración. Pero en cuanto el sentido interno deja desostener con sus propias intuiciones al externo, éstese restituye en sus derechos y reclama lo que le per-tenece: la materia. El fuego encendido por la Venusdivina es utilizado por la terrena, y no pocas veces elinstinto natural se venga de haber sido descuidadotanto tiempo, con un dominio tanto más absoluto.Como el sentido nunca puede ser engañado, hacevaler esta ventaja con grosera soberbia contra su ri-val, más noble, y es lo bastante audaz para afirmarque él ha cumplido con las deudas contraídas por elentusiasmo.

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La dignidad impide que el amor se vuelva apeti-to. La gracia cuida de que el respeto no se vuelvaterror.

La verdadera belleza, la verdadera gracia no de-ben nunca provocar el apetito. Donde éste viene amezclarse, debe carecer de dignidad el objeto, o biende moralidad de sentimientos el sujeto que contem-pla.

La verdadera grandeza nunca debe provocar te-mor. Donde éste aparece se puede tener la seguridadde que hay cierta falta de gusto y gracia en el objetoo de un favorable testimonio de la propia concienciaen el sujeto.

Atracción y gracia [en sentido estricto] suelenusarse ciertamente como sinónimos [dentro del con-cepto de gracia en sentido genérico]; pero no lo sono no deberían serlo, pues el concepto que expresanes susceptible de diversas determinaciones, que me-recen en cada caso una denominación distinta.

Hay una gracia que estimula y otra que serena.La primera linda con la excitación de los sentidos; yla complacencia en ella, si no es refrenada por ladignidad, puede fácilmente degenerar en deseo. Eslo que podríamos llamar atracción. Un hombre fati-gado no puede ponerse en movimiento por su pro-

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pia fuerza interior, sino que debe recibir materiadesde fuera y, mediante fáciles ejercicios de la fanta-sía y rápidas transiciones del sentir al obrar, tratar dereponer su agilidad perdida. Y lo consigue en el tratocon una persona atrayente que por su conversacióny por su aspecto pone en agitación el mar estancadode su fantasía.

La gracia que serena linda más bien con la digni-dad, puesto que se manifiesta por la moderación deinquietos movimientos. Hacia ella se vuelve el hom-bre en tensión, y la bravía tormenta del ánimo seapacigua sobre su pecho que respira paz. Es lo quepodríamos llamar gracia [en sentido estricto]. A laatracción se unen de buen grado la broma sonrientey el aguijón de la burla; a la gracia, la compasión y elamor. El enervado Solimán acaba por suspirar presoen las cadenas de una Roxelana, mientras el espírituarrebatado de un Otelo se aquieta meciéndose sobreel tierno pecho de una Desdémona.

También la dignidad tiene sus distintas grada-ciones y, donde se acerca a la gracia y a la belleza, sevuelve nobleza, y donde a lo terrible, elevación.

El grado supremo de la gracia es lo encantador;el grado supremo de la dignidad, lo majestuoso. Enlo encantador nos perdemos, por decirlo así, en no-

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sotros mismos, y nos identificamos con el objeto. Élmás alto goce de la libertad limita con su plena pér-dida, y la embriaguez del espíritu con el vértigo delplacer sensual. En cambio lo majestuoso nos pre-senta una ley que nos obliga a mirar dentro de no-sotros mismos. Bajamos los ojos ante la presencia deDios, lo olvidamos todo fuera de nosotros y lo úni-co que sentimos es la pesada carga de nuestra propiaexistencia.

Sólo tiene majestad lo santo. Si un hombre pue-de re-presentárnoslo, tendrá majestad, y nuestro es-píritu se doblegará ante él aunque nuestras rodillasno sigan el ejemplo. Pero volverá pronto a erguirse,apenas se advierta el más pequeño rastro de culpahumana en el objeto de su adoración; pues nada delo que sólo sea grande por comparación, debe abatirnuestro ánimo.

Nunca puede conferir majestad el mero poder,por más terrible e ilimitado que sea. El poder sólo seimpone al ser sensible; la majestad debe quitarle alespíritu su libertad. Un hombre que puede firmar misentencia de muerte, no por eso tiene majestad paramí, mientras yo mismo sea lo que debo ser. Su ven-taja sobre mí cesa en cuanto yo quiera. Pero si unapersona representa para mí la voluntad pura, me in-

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clinaré ante ella, si es posible, hasta en los mundosvenideros.

La gracia y la dignidad son demasiado estimadascomo para no incitar a la vanidad y a la necedad aque las imiten. Pero para ese fin hay un solo camino:la imitación del carácter que expresan. Todo lo de-más es remedo grosero y no tarda en revelarse comotal por la exageración.

Así como de la afectación de lo sublime nace lahinchazón y de la afectación de lo noble el precio-sismo, así de la gracia afectada nace el remilgo y dela dignidad afectada la gravedad y la estirada solem-nidad.

La auténtica gracia no hace más que ceder y saliral encuentro; la falsa, en cambio, se deshace. La ver-dadera gracia se limita a respetar los instrumentosdel movimiento voluntario y no quiere rozar innece-sariamente la libertad de la naturaleza; la falsa ni si-quiera tiene el valor de usar adecuadamente losinstrumentos de la voluntad, y con tal de no caer endureza o pesadez, prefiere sacrificar algo de la finali-dad del movimiento o procura alcanzarlo medianterodeos. Mientras el bailarín torpe emplea en un mi-nué tanta fuerza como la que se necesitaría paraarrastrar una rueda de molino, y traza con manos y

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pies ángulos tan agudos, como si para algo entraraaquí la exactitud geométrica, el bailarín afectado pi-sará tan levemente que parece como que tuvieramiedo del suelo y no hará más que describir espira-les con las manos y los pies, aunque con. esto noconsiga salirse del lugar en que está. El otro sexo,preferente poseedor de la verdadera gracia, es tam-bién el que mas a menudo se hace culpable de la fal-sa; y ésta nunca ofende más que cuando sirve deanzuelo al apetito. La sonrisa de la genuina gracia sevuelve entonces la mueca más repugnante; el her-moso juego de los ojos, tan encantador cuando ex-presa un sentimiento verdadero, es ahora unacontorsión; las tiernas modulaciones de la voz, tanirresistibles en una boca sincera, se vuelven un estu-diado y trémulo sonido, y la música toda de los en-cantos femeninos, un engañoso arte de tocador.

Mientras en los teatros y salones de baile se tieneocasión de observar la gracia afectada, se puede encambio estudiar a menudo en los despachos ministe-riales y en los gabinetes de los eruditos (principal-mente en las universidades) la falsa dignidad. Entanto que la verdadera dignidad se contenta con im-pedir el dominio del afecto y- pone limites al instintonatural sólo allí donde éste quiera hacer de amo - en

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los movimientos involuntarios -, la falsa dignidadrige también con férreo cetro los voluntarios, supri-me tanto los movimientos morales, sagrados para laverdadera dignidad, como los sensoriales, y borratodo el juego mímico del alma en los rasgos delsemblante. No sólo es rigurosa con la naturaleza quese resiste, sino que es también dura con la que sesomete, y busca una ridícula grandeza en su avasa-llamiento y, donde no puede lograrlo, en su oculta-ción. Ni más ni menos que si hubiera jurado odioimplacable a todo lo que se llama naturaleza, mete elcuerpo en largas y plegadas vestiduras que escondentoda la contextura humana, limita el uso de losmiembros con un molesto aparato de adornos inú-tiles y hasta corta el cabello para reemplazar el donde la naturaleza por una hechura del arte. Mientras laverdadera dignidad, que nunca se avergüenza de lanaturaleza, sino sólo de la .naturaleza bárbara, siguesiendo libre y franca aun allí donde se contiene;mientras en los ojos brilla el sentimiento y por lafrente elocuente se extiende el espíritu risueño y se-reno, la gravedad arruga la suya, se encierra misterio-samente en sí misma y vigila con todo cuidado susrasgos, como un comediante. Cada músculo de surostro esta en tensión; toda verdadera expresión

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natural desaparece, y el hombre entero es como unacarta sellada. Pero la falsa dignidad no siempre desa-cierta al sujetar el juego mímico de sus rasgos a unarigurosa disciplina, porque podría acaso delatar másde lo que se quisiera poner de manifiesto: precau-ción que por cierto la verdadera dignidad no necesi-ta. Ésta sólo dominará a la naturaleza, nunca laocultará; en la falsa, por el contrario, la naturalezareina tanto más violentamente por dentro, cuandomás sometida esté por fuera.8

8 Sin embargo, hay también una solemnidad, en el buen sen-tido. de la cual puede hacer uso el arte. Ido consiste en lapretensión de darse importancia, sino que, se propone pre-disponer el ánimo para algo importante. Cuando se ha deproducir una impresión grande y profunda y el poeta procuraque nada se pierda de ella, empieza por dar al ánimo el tem-ple necesario para recibirla, aleja todos los motivos de dis-tracción y pone la fantasía en una tensión expectante. Ahorabien; para ese fin resulta muy apropiado lo solemne. que con-siste en la acumulación de muchos preparativos cuya finali-dad no se prevé, y en retardar intencionalmente elmovimiento cuando la impaciencia reclama prisa. En músicalo solemne se produce mediante una lenta y uniforme suce-sión de notas fuertes; la fuerza despierta y pone tensión alánimo; la lentitud retrasa su satisfacción, y la uniformidad decompás da a la impaciencia una sensación como de nuncaacabar.

Lo solemne ayuda no poco a la impresión de grandeza ysublimidad, por lo cual es utilizado con gran éxito en los ritosreligiosos y en los misterios. Conocidos son los efectos de las

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campanas, de la música coral, del órgano; pero también parala vista existe lo solemne, y es lo pomposo unido a lo terrible,como en las ceremonias fúnebres y en todos los actos públi-cos en que se observa gran silencio y lento compás.