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DANIELA PÉREZ

CUANDO ME ENCUENTRE

Bogotá, abril de 2017

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Primera ediciónTítulo: Cuando me encuentre© Daniela Pérez / AutorTwitter: @Dannyperez20Instagram: Dannyperez20Facebook: /lapereztroicaoficial/Youtube: La PereztroicaBogotá — 2017

© E-ditorial 531 / EditorBogotá D.C. — Colombia — 2017Calle 163b N° 50 — 32Celular: 3173831173E-mail: [email protected]: www.editorial531.comISBN: 978-958-59571-8-3

FotografíaLaura Camila Bonilla

Corrección de estiloCarolina Mayra Caicedo

Diseño de portadaJuan Pablo DonosoDG Comunicaciones

Este libro fue impreso 100 % en papel ecológico.

Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni regis-trada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, impreso, o cualquier otro, sin el per-miso previo por escrito de la editorial.

Impreso en Colombia por Panamericana formas e impresos S.A.

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DedicadoA mis abuelas. La razón de mi vida.

A mi hermosa familia, mis cómplices amigas y mis Pereztroicos del corazón.

A todos los que han llorado el desamor. A él. Y a todos aquellos que no pudieron ser.

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¡Gracias a Dios por hacer este sueño realidad!

A Andrés Salgado, por abrir esta puerta, a mi ama-da E–ditorial 531, por creer en mí a ojo cerrado, y

a Néstor, mi asombroso editor, por su paciencia y por todos los puntos que tuvo que poner al final de mis

diálogos.Y a Kika Nieto, por ser la primera lectora y ser parte

de esto, con tanto amor.

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Por sobre todas las cosas cuida tu corazón, porque de él mana la vida”

Proverbios 4:23

Creí que lo más extraño que podría pasarme en la vida sería mirarme al espejo y no verme a mí misma, pero

entonces vi su reflejo, en lugar del mío.

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Índice

Prólogo 15

El amor de mi vida 19

El comienzo del fin 27

Una eternidad fugaz 31

El primero 39

Encuentros inesperados 43

Perder es ganar 47

Soltar y besar 51

Miedo a querer 55

Hoy y siempre tú 57

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Cuando grande 61

No enamorarse del amor 65

La primera vez 71

La verdad duele 83

Eso no era amor 89

Amar es confiar 95

Un triángulo amistoso 107

Desear Vs decidir 117

La otra 129

Hablando en serio ¿qué significa amar? 137

Tocando fondo 145

Valió la pena esperar 153

Ni contigo ni sin ti 169

Los miedos también se hacen realidad 177

La despedida 197

Un nuevo comienzo 205

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Prólogo

Dani escribiendo...Era un mensaje de WhatsApp de ella, invitándome a un

café. Nunca me imaginé que la propuesta que me hizo mien-

tras nos tomábamos ese capuchino me sumergiría con tan-ta intensidad y por primera vez en un una historia que sin planearlo me llevó y me trajo de vuelta, me hizo enojar y sonreír, a veces en la misma página. Gracias Dani.

Este libro me transportó sin esfuerzo a otra vida, otros tiempos y otras personas.

Recuerdo estar leyendo el libro cerca de mi novio y es-cucharlo burlarse de mi por estar riéndome y exhalando mini–gritos de rabia en voz alta. Me sumergí completa-mente en sus palabras, en esas situaciones tan perfectamen-te descriptivas que lograban cambiar mi estado de ánimo.

Suelo torcer los ojos con incomodidad cuando me reci-tan frases cliché tipo: nunca es tarde para volver a empezar; por que lo que no te recitan es la experiencia que los motiva a decirlas. Si avanzas unas páginas empezarás a descubrir

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muchas de las cosas que viven en la cabeza de una mujer, niña, amante y amiga, cosas que muchas veces pensamos pero no decimos. Pero esta vez sin filtro, con romanticis-mo, drama y honestidad.

Me siento orgullosa y muy privilegiada de haber sido escogida por Dani para ser la primera persona en leer este libro y escribir estas líneas.

De mi parte, puedo decirte que en tus manos tienes un libro que me gustaría recomendar, que disfruté leer y del cual espero una segunda parte.

Kika NietoAbril de 2017

YouTuber

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El amor de mi vida

Ningún hombre vale tanto para tener dos mujeres y ningu-na mujer vale tan poco para ser la segunda, dijo Walter

Riso en uno de los artículos de inteligencia emocional que jamás terminé de leer. Porque para ser sincera lo más lógi-co siempre fue lo más difícil para mí, y fue precisamente mi alma de soñadora compulsiva, romántica enceguecida e idealista obsesiva, la que me llevó a convertir mi mayor fantasía en mi peor pesadilla.

Y es que siempre que me preguntaba sobre el amor ter-minaba pensando en el dolor de mi vida o en el príncipe que al final empecé a dudar si llegaría; pero como si estu-viera escrito en el destino, y siguiendo el curso de la sabidu-ría popular, después de mi gran tormento llegó mi calma, y por más de que él no fuera el cliché alto, rubio y ojiazul que siempre había deseado, fue mi norte, mi horizonte, mi confidente y mi ser. Aunque probablemente ese fue el pro-blema, porque después de perderme, terminé perdiéndolo a él.

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La luna menguante y su mirada tan dulce como pro-vocadora, la verdad yo nunca pensé encontrar el amor en un restaurante… en realidad fue en un bar, lo que pasa es que así rima y suena más formal. Tampoco fui de esas per-sonas que salían a rumbear y a tomar absolutamente todos los días, pero cuando me iba de fiesta bailaba, tomaba y celebraba como si esa fuera la última noche en que fuera a bailar, a tomar y a celebrar.

Porque siempre fui de extremos y opuestos, de amo-res y odios, de calores y fríos, y a diferencia de muchas, o más bien, al igual que todas, yo siempre quise encontrar el amor; es más, creo que lo busqué tanto que en un punto se empezó a esconder de mí. Hasta esa noche. Hasta ese instante en que el universo por alguna extraña razón al fin conspiró a mi favor, o en mi contra, porque a pesar de que lo conocí, él me conoció a mí en una situación bochornosa. Y es que él no era fan de las fiestas, pero era cantante y se ganaba la vida llevando su música de bar en bar, y aunque siempre que terminaba de tocar, se iba del lugar, ese día el destino nos quiso encontrar.

Yo estaba celebrando el cumpleaños de Diego, un tipo alto, rubio y ojiazul, que aunque tenía una novia de toda la vida, era de esos sujetos que a uno le recuerdan por qué no debe creer en el amor, o en los hombres, para ser más precisa. Porque cuando su pobre novia no estaba, o cuando estaba muy borracha, Diego me echaba los perros de una manera casi, casi bestial, y bueno, en este punto yo no voy a negar que a mí también me gustaba jugar… pero ese día Valentina estaba sobria y yo tenía que celebrar que odia-ba la práctica de mi universidad, así que aunque la fiesta

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no había empezado, yo sí había empezado a tomar. Y por más de que tiempo atrás hubiera prometido que nunca más me iba a emborrachar, sobre todo si estaba con Diego, mi "nunca más" nunca había sido verdad, y aunque todavía no había ninguna banda tocando, yo ya había empezado a cantar.

Diego intentó impedirme la embriaguez con el tono controlador disimulado que usaba cuando estábamos con su novia y me dijo que me acordara de la caída que había tenido la última vez que me había emborrachado, e incluso me amenazó diciéndome que esa vez él no me iba a cargar por las escaleras para que no me fuera de cara contra el mundo, pero yo estaba tan animada por Valentina, y por la valentía que a uno le entra al estar ebrio, que me subí a la tarima como si fuera mi propia ídola argentina, y comencé a cantar a todo pulmón las canciones de desamor más de-cadentes que habían en mi cabeza.

Pero es que a esas alturas ¿qué otra cosa podía hacerme quedar peor? Si yo ya había estado con el novio de mi me-jor amiga… ok, Valentina ni siquiera era mi amiga, pero eso no lo hacía menos grave. Si por no poder decir "NO", y por otras razones que no voy a mencionar: independencia económica y familiar, requisitos de grado y presión de la universidad, yo había aceptado la práctica de mis pesadillas y, en general, si me había aferrado al dolor de una manera descomunal ¿acaso qué otra cosa me podía salir mal? Pues bien, cuando uno cree que nada puede ser peor ¡Oh sorpre-sa! Todo puede ser peor.

Mientras yo llegaba a la nota más alta de mi triste y oscura canción, unos músicos empezaban a montar sus ins-trumentos y fue entonces cuando lo vi, o más bien cuando él me vio a mí, porque yo entoné el coro con tanto senti-

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miento que al mover mis brazos, metida en una interpre-tación sentida y absolutamente brusca, estuve a punto de romperle la guitarra y con eso me refiero a que estuve a punto de romper su alma. Aunque a él no le importó que su guitarra volara por la tarima, o mejor dicho, claro que le importó, pero era tan lindo que prefirió hacer algo para que no volara yo. Y justo cuando iba a caer al suelo, él me salvó; me salvó de romper, de caer, de perder. Ese hombre me salvó del ayer.

Y entonces se quedó mirándome, contemplándome, descifrándome, y me contuvo en sus brazos como si el mundo se volviera pedazos. Él sabía que sus ojos habían llegado hasta los rincones más profundos de los míos y yo sabía que algo de mí había quedado tatuado en su ser, por-que con la mirada que nos dimos fue sencillo percibir que cada partícula del aire que respirábamos no iba a ser la mis-ma después de soltarnos. Y a pesar de que no recuerdo bien si en ese momento sonaba algún tipo de música, sí tengo claro que por mi cabeza pasaron todas las bandas sonoras de una cantidad innumerable de películas románticas, es-pecialmente las de vampiros, porque sólo con mirarlo yo me iba dando cuenta de que él iba a estar en mi mente, para siempre.

Pero después de nuestro diminuto fragmento de eter-nidad, él me soltó. Me soltó y aparentemente recuperé el equilibrio, aunque la verdad fue que en ese instante se me desequilibró todo; él esbozó una sonrisa, tomó su guitarra y uno de sus músicos se acercó a decirle algo al oído. Y en-tonces asintió con la cabeza, tomó el micrófono y con todo el carisma y la locura del mundo pidió un fuerte aplauso para mí, su telonera.

La gente empezó a aplaudir y él empezó a cantar y a to-

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car, y no sé muy bien en qué momento, pero de repente yo ya estaba entre el público, al lado de Diego y Valentina, que probablemente fueron quienes me ayudaron a bajar. Ella me dijo que unos amigos nos estaban esperando en otro bar pero yo no tenía ganas de irme de ese lugar, primero porque sus amigos no eran amigos míos y segundo porque me quería quedar a escucharlo a él, al extraño de tez blanca, sonrisa perfecta y ojos más dulces que la miel.

A decir verdad yo nunca me imaginé que además de oírlo cantar, también fuéramos a bailar; primero porque la vida ya se había encargado de dejarme claro que la mía jamás sería como una película de amor y segundo porque Diego, que me conocía y me celaba más que a su propia novia, no hizo más que repetirme lo estúpido que era que yo me quedara ahí sola para contemplar a un cantante pajarito con el que ni siquiera iba a poder hablar. Pero… ¡punto para mí!, o para mi terquedad, porque luego de que ellos se fueran y que él y su banda cantara un repertorio alucinante, mi cantante salvador bajó de la tarima y como una acosadora profesional, me acerqué a él y le conté que mis amigos se habían ido pero que yo me había quedado única y exclusivamente para respirar el mismo aire que él. Soltó una carcajada y yo pensé que se estaba burlando de mí, porque sinceramente yo también lo habría hecho, pero afortunadamente no fue así.

Se quedó mirándome y luego se acercó aún más, como si estuviera dispersando con sus pasos todos y cada uno de los átomos que nos separaban, y cuando ya estaba tan cerca que prácticamente el corazón se me iba a salir, me preguntó al oído que si quería ir con él y con su banda al otro bar al que iban a tocar. Yo lo miré encantada, le sonreí y le dije que no, él rió una vez más y antes de que pudiera mirarme

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desconcertado, seguí hablándole, porque obviamente tenía ganas de ir con él hasta al fin del mundo pero por respon-der “sí” a todo, era que mi vida estaba vuelta un ocho y como no quería seguir de mal en peor, había empezado una terapia que constaba en decir que “no”, así me estuviera muriendo de ganas por decir "sí".

De su cara no se borraba su inquieta sonrisa y no tuvo otra que preguntarme desde cuándo había empezado la te-rapia. Yo me quedé mirándolo fijamente y luego de unos segundos me acerqué a él y le susurre: —desde hace dos minutos—, entonces me regaló su risa y yo me mordí los labios mientras le sonreía de vuelta. Nos quedamos miran-do como si descubriéramos el universo infinito y en sus ojos vi el cielo, el mar, el fuego y la eternidad; y a lo mejor, él también vio algo en mis ojos, porque se quedó. Se quedó conmigo en lugar de ir a cantar con sus amigos y aunque para ese entonces no entendí muy bien si lo hacía por lás-tima, para no dejarme sola y borracha en ese lugar, supe de inmediato que siempre le iba a agradecer por haberlo he-cho, pues sentí que esa iba a ser la mejor noche de mi vida.

A él le gustaba la música pero el ritmo definitivamente no lo llevaba en los pies, así que entre movimientos des-coordinados de caderas y piernas, y entre sonrisas coquetas y miradas alternas, yo iba tomando cada vez más y él me iba gustando, muy a la par… Y es que por más de que ya no estaban Diego y Valentina, y yo no tenía que huir de la realidad que tanto me afectaba, preferí tomar; primero porque eso era lo que hacía siempre que iba a rumbear y segundo porque eso era lo que hacía siempre que no sabía cómo actuar.

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Todo de él me daba seguridad y su compañía me era infinitamente familiar, como si nos conociéramos de otra vida y hubiéramos esperado años para volvernos a encon-trar. Y es que por más loco, cinematográfico o idílico que suene, en mi mente yo concebía la posibilidad o el anhelo, de que algún día él y yo nos casaríamos.

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El comienzo del fin

Sus papás celebraban su aniversario número trece al mis-mo tiempo en que celebraban su cumpleaños número

doce. En el cielo las estrellas y en sus miradas la calidez de la noche; en el sonido del mar se deleitaban sus oídos y sus sonrisas iluminaban más que las antorchas que rodeaban su mesa.

No habían terminado de cenar, cuando empezaron con el postre. Tres tartaletas de vainilla con banano carameli-zado y helado de chocolate eran el acompañante perfecto para sus pescados y mariscos, porque definitivamente esa era una de sus políticas de equilibrio: mezclar lo dulce con lo salado, lo bueno con lo malo.

De repente, la pequeña de rizos dorados y vestido rojo tomó una gran cucharada de helado de chocolate y la miró extasiada antes de llevársela a la boca. Su mamá, que la observaba fijamente con sus dos esferas negras, penetrantes como la noche, supo de inmediato que se le iba a caer y no sólo por la humedad del lugar, que lo derretiría apenas lo sacara del plato, sino porque la cucharada que cogió su hija era tres veces más grande que su boca.

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Y entonces la niña empezó a acercarse al helado, pero más se demoró en pensarlo que en derramarlo por comple-to en su vestido y justo cuando sus ojos vieron el desastre que acababa de hacer, miró a sus padres con un halo de tristeza y preocupación.

—Era nuevo—. Susurró mientras se limpiaba el cho-colate del vestido. A lo que su mamá respondió con una caricia y una palabra de aliento.

—No te preocupes, mi amor. El chocolate no mancha, sólo tenemos que lavarlo y…

—El helado era nuevo, ma—. Dijo la pequeña con algo de resignación por haber perdido su primer bocado y no por haber ensuciado su vestido nuevo.

Entonces su madre le regaló una sonrisa, mientras que su padre, un hombre de película hollywoodense, de tez blanca, cabello rubio y ojos tiernamente azules, cogió una cucharada de su helado y “accidentalmente” la dejó caer en el pantalón que también estaba estrenando.

—Ups… Agregó con un halo de tristeza, como demos-trándole dulcemente que a cualquiera le podía pasar lo mismo. Los tres se quedaron mirando en silencio y luego de unos segundos empezaron a reír y a tirarse cucharadas de helado.

Después de la dulce batalla su princesa los abrazó con todas las fuerzas de su ser, mientras pensaba en lo afor-tunada que era por tener a sus papás como sus mayores cómplices. Quizás por eso los quería tanto, y a lo mejor también fue por eso que siempre quiso encontrar a alguien con quien pudiera compartir una complicidad similar.

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El día siguiente lo pasaron en la playa. La niña amaba recostarse en la orilla para que cada ola la fuera anclando a la arena y al mar mientras que su mamá se le acercaba de vez en cuando para protegerla del sol aplicándole bloquea-dor. Una de esas veces la sombra no la generó su madre sino un niño contemporáneo a ella, de ojos color cielo y cabe-llos tan amarillos como la luz del amanecer, que se acercó con curiosidad para mirar si estaba muerta.

—Pensé que te habías derretido—. Dijo la gran cabeza que la observaba desde el cielo. Y su voz la sacó del sueño de ser sirena, le quitó la tranquilidad del silencio y detuvo la brisa que le llegaba del mar.

Primero abrió un ojo, luego el otro, y con las cejas frun-cidas y la mirada achicada por la intensidad de la luz, in-tentó reconocer la silueta que tenía encima del aire y debajo del sol. Pero no lo hizo, nunca en su vida había visto a ese niño.

—Mis primos y yo vamos a jugar básquetbol ¿Quieres venir? ¿O prefieres seguir quemándote aquí? Sola—. Pre-guntó despectivamente y con cierto aire de superioridad.

—No estoy sola, estoy con mis papás. Pero si de verdad quieres invitarme a jugar, deberías intentar ser un poquito más amable—. Respondió la niña con una frescura singu-lar.

—Entonces no vayas—. Agregó el niño. —La verdad ellos sólo querían saber si estabas viva.

Y sin decir más el pequeño se alejó. Aunque ella tampo-co le respondió, pero no por timidez ni por introversión, sino porque se quedó pensando en lo extrañamente diver-tida que había sido la situación.

El tiempo pasó y entre noches de karaoke, días de playa y piscina, juegos de mesa y actividades extremas, las vaca-

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ciones llegaron a su fin. Su padre se tuvo que ir antes, como siempre, pero ella disfrutaba tanto el tiempo que pasaba con él, que su constante ausencia nunca la inquietaba, y menos a su madre, con quien se había divertido infinita-mente esa última semana de viaje. Juntas cantaron, nada-ron y bailaron, cada día y cada noche, hasta el amanecer; bucearon entre los peces, comieron incontables gramos de azúcar y se maravillaron con cada atardecer.

Y es que de su papá definitivamente había aprendido a disfrutar cada detalle del día a día y de su mamá había adquirido su filosofía de vida: nada la apenaba, nada se guardaba. Aquella pequeña era un vendaval de energía in-contenible como el mar.

—Si no querías que jugara contigo ¿para qué fuiste a invitarme? —Le preguntó con curiosidad al niño que había conocido antes, mientras sus respectivos padres hacían el check out del hotel.

Sus primos, que contemplaban la escena intrigados, lo miraron y se empezaron a reír, y a pesar de que ella no sabía si se estaban burlando de ella o de él, ninguna de las dos opciones la hacía sentir mal. Pero a él sí, y por eso terminó alejándose de todos con su balón de básquetbol.

—¡Uy! ¿Va a dejar sola a su noviecita? —Se la levanta y se va, así no se puede, hermano—, co-

mentaron todos entre risas y burlas, mientras que ella sólo lo detalló alejándose y luego les dedicó a ellos una última mirada.

—Igual díganle a su primo que gracias por la invitación. —Y entonces se fue, tarareando una canción, hacia donde estaba su madre.