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1 28. Daniel Mamá, ¡me tenés hinchadas las tarlipes!”, volvió a sentenciar Daniel, mientras preparaba su mochila con una estampa de Goofy, regalo de su papá en Navidad, en la que metía sus ojotas rojas, sus dos muñecos preferidos -un Shrek de peluche y un dinosaurio de plástico-, con quienes suele dormir. Puso sus dos chombas: la beige con motivos verdes y la verde con motivos beiges que exigió llevarse en una de sus visitas al Unicenter. “¿Llevás calzoncillos?”, le dijo Sofía, su mamá, en tono burlón, “no vaya a ser que sean muchos días y luego tengas un olor a tarlipes inaguantable para quien se digne a prestarte una cama”. Se rio, como cada vez que Daniel se enojaba, luego de una discusión, sea esta por un capricho no consentido o por estar en desacuerdo con alguna de las propuestas que sus padres suelen hacer para salir a pasear o a vacacionar. Daniel es el rey de la casa. Sus dos hermanos y su hermana mayores ya se han mudado. Víctor vive con Sonia, tienen dos hijos. Jorgelina comparte un departamento con dos amigas de la universidad. Solo Marco, el más joven, ha contraído matrimonio con Benjamín, a quien conoció hace cuatro años cuando asistió a un acto escolar de su hermanito, a fin de año, en el que hizo una coreografía de la canción Ballenas, al compás del espectáculo “Los chicos cantan danzando”. Benjamín fue profesor de música, durante dos años, en el curso de Daniel. Ahora son cuñados. Con el suéter nuevo y una bufanda con detalles de la Disney, su reloj resistente al agua -obsequio de su abuela Dora, cuando fue a bucear con los delfines en un viaje de graduación-, Daniel miró a su madre, fijo, como anunciando su partida. Se apresuró, hizo caso omiso de las mudas interiores que había sugerido su mamá, pero no olvidó guardar la camiseta del club de sus amores, Platense, autografiada por David Trézéguet, una noche en la que cenaron en Filó restaurant, días después de la derrota del Juventus ante el glorioso Milan de Dida, Maldini, Shevchenko e Inzagjhi, en la final por la Copa de la UEFA. Se puso la campera Nike, su gorra DC blanca con motivos marrones y le dijo a su mamá que no lo fueran a buscar porque no regresaría hasta que se le pasara el fastidio. Pasó por la cocina, tomó dos pedazos de pan y salió.

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Es mágico. El perfil es precioso. No hay descripciones físicas, pero lo puedo ver.. y más que eso, sentir. Que conozca a todos en el barrio, que se relacione con ellos, el excesivo amor de la familia, me encanta. Y me encanta más que mostrás la independencia que puede tener cualquier persona especial. Eso me fascina. Que pueda desenvolverse solo… Sus respuestas son hermosas. Hay mucha ingenuidad en ellas. /Neyda Pitt -Editora-.

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Daniel

“Mamá, ¡me tenés hinchadas las tarlipes!”, volvió a sentenciar Daniel, mientras

preparaba su mochila con una estampa de Goofy, regalo de su papá en Navidad, en la que metía sus ojotas rojas, sus dos muñecos preferidos -un Shrek de peluche y un dinosaurio de plástico-, con quienes suele dormir. Puso sus dos chombas: la beige con motivos verdes y la verde con motivos beiges que exigió llevarse en una de sus visitas al Unicenter. “¿Llevás calzoncillos?”, le dijo Sofía, su mamá, en tono burlón, “no vaya a ser que sean muchos días y luego tengas un olor a tarlipes inaguantable para quien se digne a prestarte una cama”. Se rio, como cada vez que Daniel se enojaba, luego de una discusión, sea esta por un capricho no consentido o por estar en desacuerdo con alguna de las propuestas que sus padres suelen hacer para salir a pasear o a vacacionar. Daniel es el rey de la casa. Sus dos hermanos y su hermana mayores ya se han mudado. Víctor vive con Sonia, tienen dos hijos. Jorgelina comparte un departamento con dos amigas de la universidad. Solo Marco, el más joven, ha contraído matrimonio con Benjamín, a quien conoció hace cuatro años cuando asistió a un acto escolar de su hermanito, a fin de año, en el que hizo una coreografía de la canción Ballenas, al compás del espectáculo “Los chicos cantan danzando”. Benjamín fue profesor de música, durante dos años, en el curso de Daniel. Ahora son cuñados.

Con el suéter nuevo y una bufanda con detalles de la Disney, su reloj resistente al agua -obsequio de su abuela Dora, cuando fue a bucear con los delfines en un viaje de graduación-, Daniel miró a su madre, fijo, como anunciando su partida. Se apresuró, hizo caso omiso de las mudas interiores que había sugerido su mamá, pero no olvidó guardar la camiseta del club de sus amores, Platense, autografiada por David Trézéguet, una noche en la que cenaron en Filó restaurant, días después de la derrota del Juventus ante el glorioso Milan de Dida, Maldini, Shevchenko e Inzagjhi, en la final por la Copa de la UEFA. Se puso la campera Nike, su gorra DC blanca con motivos marrones y le dijo a su mamá que no lo fueran a buscar porque no regresaría hasta que se le pasara el fastidio. Pasó por la cocina, tomó dos pedazos de pan y salió.

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Con 20 años de edad, Daniel es un joven independiente. Tiene un retraso madurativo considerable si bien no ha sido un impedimento para su desarrollo intelectual. La fortaleza de la familia y de los allegados contribuyó a que Daniel pudiera llegar a manejarse de manera autónoma. Para sus padres fue una bendición que Daniel fuera distinto, porque los ha reconectado con la vida, con la alegría, con el amor y con la espiritualidad que habían perdido al alejarse de la rutina que proponía una iglesia con la que se sentían decepcionados, aunque sus esperanzas se daban con algunos referentes parroquiales que habían sido educadores de sus hijos mayores. El niño Daniel fue incentivado; creció y sus necesidades de manifestarse se consolidaron con sus motivaciones por hacer y entender qué lo diferencian del resto sin perder el hilo de una realidad que lo suscribe con un adulto Daniel, difícil de sobrellevar cuando se embronca con las limitaciones que le impone lo cotidiano. Todo, absolutamente todo le fue otorgado. El esfuerzo de sus padres, de sus tíos, abuelos, primos, hermanos y amigos de la familia hizo de Daniel un chico cariñoso, bondadoso, capaz y caprichoso. Sus abuelos han muerto. Sus hermanos se han mudado. Sus papás tienen un intenso trabajo y Daniel debe procurar por sí mismo para muchas tareas, que tantísimos otros padres no pueden ni quieren delegar en un niño o joven con discapacidad. Daniel está posicionado en un lugar de acción. Suele llevar adelante sus ideas y sus anhelos. A veces se topa con las imposibilidades de sus familiares que no siempre pueden acompañarlo, entonces se encapricha, hace su mochila, se despide de quien esté con él y cruza hasta la plaza. Allí se quedará alrededor de una o dos horas, dependerá del hambre o del frío. Le gusta mirar a los niños tirarse del tobogán, a veces participa en los picados de fútbol o de volley que improvisa un grupo de bolivianos, que siempre lo invitan a jugar. Suele subir a dar unas vueltas en la calesita de Mingo, un clásico del barrio, que le permite sacar la sortija y cobrarse algunas vueltas extras. Lo apasiona tirarse en el césped con los perros que lleva Ramiro, “mi amigo paseador, el poeta”. Hay días que le da unas pitadas a un LM mentolado que le pide a su amiga Checha, la pochoclera y, habitualmente, se queda hablando con Lautaro, el guardián.

Enojado cruzó y no se supo más nada de él durante casi tres horas. Fueron a buscarlo: su mamá supo que estuvo en la calesita y comiendo garrapiñadas con Checha. La tía Noemí, que estaba de visita en su hogar, habló con el paseador y el guardia de la plaza, que lo vieron, incluso, hablando en la esquina con Pocho, un conocido linyera. Marco lo buscó en el club, que está a dos cuadras, por si había ido a ver la práctica de los juveniles, donde afirmaron que se había tomado una gaseosa y se había comido un Jorgito de chocolate. Benjamín lo buscó en la estación del ferrocarril, porque sabe que Daniel ama pararse en el puente y mirar pasar los trenes.

Nada.

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Quedaron en reencontrarse todos en media hora en el mástil, con las novedades que cada uno recogiera. Llegó Joaquín, su padre, que dio vueltas con el auto. Vinieron Víctor, Sonia, Jorgelina y Raquel, una señora que ayuda en la casa, que se fue directo al galpón de cartoneros para ver si Daniel andaba canjeando cosas por allí, donde suele ir a divertirse y matear con Rogelio, su esposo. Todos, los nueve buscadores, confluyeron en las escaleras del mástil central del parque. Estaban ansiosos, preocupados, nerviosos. De repente, Sonia señaló a lo lejos, aunque con marcadas dudas. “Ese… parece… parece Daniel, sí, pero no puede ser”. Todos replicaron. “No puede ser”.

Era. Benjamín lo confirmó cuando observó el tic tan típico de tocarse la oreja

derecha de manera permanente. Era la señal exacta que daba en el blanco. Ese joven que a una cuadra venía levantando la mano en signo de saludo, vestido de manera andrajosa, descalzo, sin mochila, ni gorra, sonriendo, quien emanaba un nauseabundo olor, era Daniel.

Una hora después, mientras Raquel preparaba unas tortas fritas en torno a la mesa ratona del living, con mate, café y té, cada uno de los presentes aportó sus ideas para intentar clarificar qué había pasado, lo que fue reconstruyendo paso a paso el camino que Daniel pudo haberlo realizado.

Daniel estaba acostado en la bañera, cantando con entusiasmo, jugando con sus muñecos de Toy story, salpicando y riéndose. Quizás recordando la plácida tarde que había tenido horas antes. Daniel cruzó la calle como siempre, por la mitad de la cuadra, observando a ambos lados para evitar quedar atrapado en el medio de la avenida, como suele pasarle cuando sale enojado de su hogar. Se sentó en el banco de la plaza frente a los juegos. Peló un caramelo de miel y tiró algunas migas de pan a las palomas que se acercaron hasta él.

Lo interrumpió un señor, entrado en años, de pronunciada barba y un corte de pelo muy prolijo.

–Las palomas son ratas con alas. Engendran pestes. No te acerques mucho a ellas.

–Y usted ¿cómo sabe eso? –Trabajé en un laboratorio toda mi vida. Sé de lo que hablo. –Sabe que no hay que tirar chicles en la vereda porque los pajaritos se

confunden que son miguitas y se les pega en la garganta y se mueren… El hombre se dio cuenta de la dificultad para expresarse de Daniel. Le sonrió y

le cambió de tema. Se sentó a su lado y permanecieron mirando a las palomas sin hablar. Lo miraba con la misma ternura con la que Daniel les daba de comer a las

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diferentes aves que se iban acercando. Le preguntó si quería comerse unas garrapiñadas, que lo invitaba. Daniel aceptó, pero insistió en pagar él.

–Mi papá dice que no acepte de desconocidos nada… Que yo siempre tengo que ser educado, invitarlo.

“Marchen dos garrapiñadas para Daniel y su amigo”, dijo Checha. Las comieron mirando a los niños jugar. El hombre le contó que tenía tres nietos viviendo en Ushuaia y que los visitaría en unos días. Daniel le dijo que les llevara muchos regalos porque a los niños les gustan los regalos.

–Mi papá siempre me da regalos y, Benjamín... Hay que dar regalos. El hombre le dijo que tenía que seguir su camino hasta su casa porque lo

estaba esperando su esposa. Luego de preguntarle las edades de sus nietos, Daniel insistió en entregarle sus muñecos de Shrek y el dinosaurio para que se los llevara a los más pequeños y la remera de Platense, autografiada por Trézéguet, para el adolescente, que es fanático de River Plate. El hombre se negó, pero a Daniel es difícil llevarle la contra y pudo más su insistencia que la negación del buen señor, que tomó su dato telefónico para llamarlo a su regreso. Quedó en contarle cómo habían recibido sus nietos los regalos de Daniel y para entregarle un obsequio que prometió traerle.

–Si tenés Facebook te paso el mío. –No, Daniel, no tengo Facebook. Me cuesta un poco relacionarme con la

tecnología. –Pero si es fácil. ¡Si hasta mi mamá y mi tía tienen uno! Se dieron la mano, el hombre continuó su camino. Checha se quedó mirándolo. Luego le habló: “Qué lindo gesto el tuyo Dani.

Fue muy hermoso lo que hiciste”. –Si el hombre es un jubilado de su laboratorio no debe tener mucha plata para

comprarle regalos. Total mi papá luego… Ya estoy grande para esos juguetes me dice siempre. ¿Me das una pitada?

–Hoy te voy a regalar un mentolado entero, para que lo puedas saborear. Fumaron y Daniel le dijo que se iba a dar un par de vueltas a la calesita. No

llegó a entrar. Lo detuvo antes el guardián. –¿Por qué siempre ensuciás el piso con migas? Lautaro siempre lo sorprendía con el mismo chiste y ambos se desternillaban

de risa. Lautaro le decía que estaba ahorrando para comprar una aspiradora gigante para traerla y limpiar toda la comida dispersa por la plaza, resultado de las migas, maíz o garrapiñadas que Daniel convidaba a las palomas.

–Voy a dar un par de vueltas en la cale. Tengo tres pases libres, pero el último se lo doy a un nene para que pueda dar otra vuelta extra.

–Dani, yo tengo que ir hasta la otra punta, así que luego te veo. –Doy dos vueltas y te voy a ayudar. –Dale…

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Al compás de las canciones y el tintineo de la campana del calesitero, Daniel se divirtió sobre un caballo, primero, y en un auto descapotable, después. No atinó a sacar la sortija porque quería reírse un rato al ver como otros chicos intentaban obtenerla. Luego de dos vueltas le dio su boleto extra a una mamá para que su hijo diera otra vuelta. Saludó a Mingo y se fue caminando por una de las calles internas de adoquín hasta el extremo opuesto para encontrarse con el guardián. Allí dejó sus cosas y ayudó a Lautaro a mover las pertenencias de Pocho, un mendigo que suele recostarse sobre la puerta de la garita del guardián y habitualmente deja sus cosas tiradas allí.

–Voy a ver a Pocho, que está allá… –dijo señalando a la esquina- así le digo que pusimos sus cosas en el árbol.

Atravesó el césped para poder saludar a Ramiro, un fornido paseador de perros que suele sentarse debajo de una palmera, mientras deja que sus caninos correteen, muchas veces perseguidos por Daniel. Aprovecha el descanso para fumarse una tuca de marihuana, que suele conservar para ese relajado instante en el que escribe. Esa tarde, Daniel no se quedó porque le dijo que tenía que hablar con Pocho. Chocaron sus palmas. El paseador se recostó en el pasto. Daniel siguió su rumbo.

Pocho, con un resto de las tantas colillas recolectadas en sus labios, estaba ordenando su carro de rejunte de cosas. Botellas de plástico, cartones, diarios, algunos restos de comida que le dieron en el bar de la esquina y muchas facturas del día anterior que siempre le dan en la panadería “Las dos perlas”. Daniel aceptó una tortita negra y lo ayudó a separar la ropa que había juntado de varios conteiner de basura y otras que les habían dado los vecinos. Daniel se ofreció a llevárselas a Rogelio, que organiza un galpón de cartoneros. Allí juntan ropa que luego venden en la Feria Americana que montan los sábados por la tarde. La cargó en dos bolsas y se fue caminando por el pasaje lateral.

Tomó por una calle perpendicular y a las dos cuadras vio que un niño estaba despotricando con su mamá porque no le compraba un juguete que quería. Daniel le dijo que no tenía que llorar porque eso le hacía muy mal. Le dijo que tenía que reír porque eso alegraba el alma. Le dijo que su abuela Dora siempre le repetía eso. “Dani, la risa es el juguete del alma”. Sacó sus pertenencias de la mochila, las puso junto a la ropa que iba cargando hacia el galpón y le dio la mochila al niño. “Ahora tenés una mochila para que guardes los regalos de Papá Noel”. Le contó a la mamá que no importaba porque su papá tenía la suficiente plata para comprarle otra, porque no iba a poder pedírselo a Papa Noel “porque me estoy portando muy mal últimamente, dice mi mamá. Y si lo dice ella…”. La mujer se negó a tomar la mochila, pero ya se hallaba en los brazos de su hijo.

–Ma… Tribilín… –¡No! Es Goofy. -lo corrigió Daniel.

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La señora les sonrió de manera compinche. Daniel los saludó y siguió andando hacia el galpón para encontrarse con Rogelio.

Lo recibieron con un abrazo cordial. Rogelio lo invitó con una vuelta de mates. Eligió lo que estaba bien de lo que le había mandado Pocho y el resto lo tiraron en un container de basura. Daniel le dijo que a las ocho clavadas Pocho iba a pasar a buscar el pago.

–No le pagués mal porque confía que yo hice un buen trato. –Ok, dale… –Yo me tengo que ir. Te hago una pregunta. ¿Cuánto me das por estas

zapatillas y estas dos remeras? –Dani, no podés vender esas cosas sin la autorización de tus papás. –No pasa nada. Las remeras van y vienen. Y las zapas, dice mi mamá, que ya

podría habérselas regalado a alguien que las necesitara. Pero si las vendo, gano plata para comprarme otras, y mi mamá va a estar contenta de que las vendí. Y vos ganás y un chico que las compre también…

–¿Y qué te vas a poner…? Daniel se calzó las ojotas. Hizo el negocio correspondiente, le dio un abrazo a

Rogelio y salió hacia el club del barrio, a tres cuadras del galpón, para ir a ver un poco la práctica de fútbol del equipo de los juveniles.

El “Club Social y Deportivo del Norte”, cuna de grandes futbolistas, siempre lo recibe con una sonrisa. Sus dirigentes lo quieren, lo llevan a los partidos de visitante como una especie de cábala. Su papá pertenece a la Comisión Directiva y es el delegado en los partidos que juegan como locales. Miró un rato, luego fue al buffet, en la barra se pidió algo para tomar y le obsequiaron, como siempre, un alfajor Jorgito cubierto de chocolate y relleno de dulce de leche, su preferido. Estaba algo acalorado de tanto caminar, así que se sacó el suéter y la bufanda. Los dejó olvidados al salir rumbo a la estación de trenes, cuando sintió la bocina de la locomotora y le dieron ganas de pasar un rato.

Se subió al puente peatonal, sobre una de las vías, mirando hacia abajo, para sentir los escalofríos que le daban cada vez que pasaba bajo sus pies el último de los vagones. Gritaba. Muchas veces asustaba a los ocasionales peatones. Luego, se reía un rato y emprendía el regreso a su casa. Esa tardecita no lo hizo. Algo se le cruzó por la cabeza para andar otro camino.

Se fue en dirección contraria a su casa. Bajó por una pendiente a todo motor. Al pie del terreno, se topó con dos pibes que venían corriendo en aparente huida. Conoció a uno de ellos, habitué de la esquina de la cuadra donde vive, donde suelen sentarse a beber hasta altas horas de la madrugada.

–¡Ey chicos!, ¿qué les pasa? –Nada, Dani, la policía nos quiso hacer casua. Está todo bien, ya zafamos. –¿Y si viene? ¿Dónde se esconden? –No pasa nada. Ahora vamos al galpón y nos cambiamos de ropa. Todo bien.

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–¿Querés mi campera? Tomá. Mi gorra. Vos… ¿Cómo te llamás? –Luchi… –Tomá mi pantalón. Yo lo vi en una película... Y tiren su ropa por ahí… Yo le

pido ropa a Pocho que siempre tiene… –Nos vamos, Dani. Gracias. Mañana te pasamos las cosas. –Chau… Daniel se quedó mirándolos alejarse. Se puso el jogging de quien se presentó

como Luchi. Hurgó, luego, en un montículo de basura de una obra en construcción. Se puso una campera manchada de pintura, se cambió el jogging por uno de tela con claras manchas de aceite e enduido. Al revolver en la basura se desprendió su reloj sin que se diera cuenta, y lo perdió en el medio del desperdicio. Vio que estaba oscureciendo. Alertado decidió volver a su casa. Fue bordeando la vía, caminando sobre las vigas de madera acumuladas en un sector para reacondicionamiento del ferrocarril. En un salto, se le enganchó la ojota en un pozo y se le desprendió el botón que sujeta los dedos gordo y segundo. Decidió dejarlas ahí mismo, “estoy cerca de casa”. Siguió descalzo. Llegó a la punta noreste de la plaza. La bordeó porque no quería toparse con Lautaro y que pensara que había ayudado a escapar a los dos pibes. Estaba un poco nervioso, porque se había clavado una chapita de gaseosa en la planta derecha del pie, que lo hizo maldecir y ruborizarse, luego, ante la sorpresiva mirada de dos mujeres que estaban paseando a un pekinés y un cocker. Comenzó a tocarse la oreja derecha impulsado por su renguera, cuando vio a varios de sus familiares en torno al mástil central. “Uh, seguro que la policía fue a casa”. Siguió avanzando hasta sonreír cuando vio que también estaba Benjamín. Su cuñado le inspiraba tranquilidad. Estaba seguro, entonces, que no había venido ninguna policía a buscarlo. Si Benjamín le sonreía, todo estaba más que bien. Levantó su mano para saludarlos y, al llegar, se abrazó a su mamá.

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Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor.

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