Curso Mitologia y LiteraturaMódulo 1

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Módulo 1: La lectura de los clásicos “Este curso tratará de ofrecer un panorama introductorio de la mitología clásica y su influencia en la literatura. El objetivo principal es crear una conciencia crítica acerca de lo que ha significado la mitología clásica en la literatura y la tradición de la cultura occidental y lo que todavía puede llegar a aportar para el hombre de hoy.` Como veremos, los mitos tienen aún mucho que decirnos: desde la literatura han fascinado a todas las generaciones de hombres, aunque la significación religiosa y ritual que tuvieron en un principio ya se ha perdido. Hay que destacar, entonces, la unión entre mitología y literatura a lo largo de la historia: desde su configuración ritual los mitos se transmitieron como relatos llenos de prestigio y fascinación, primero oralmente y luego por escrito. Correspondió a los poetas ser guardianes de tal saber, y así la literatura heredó ese gran acervo. Una riqueza para toda la humanidad. Aparte de las diferencias entre naciones modernas, los mitos y la literatura de los antiguos griegos, que en cierto modo son fundacionales de toda nuestra cultura, sirven de referencia a todo Occidente. Son “clásicos” en el sentido más propio de la palabra, lo más valioso de un legado cultural milenario, núcleo básico de nuestra cultura. Más allá de los referentes culturales de cada país, de sus “clásicos nacionales”, se encuentran estos modelos que siempre han tenido vigencia y que aún tienen mucho que ofrecernos. Siendo la literatura la vía natural de transmisión de estos mitos, es posible seguir el hilo que nos lleva desde esas narraciones maravillosas en textos arcaicos, griegos y latinos, hasta la literatura moderna, a través de su influencia en los diversos géneros literarios a lo largo de la historia de las ideas. Arte y literatura se han encargado de conservar frescos en la memoria de la humanidad los relatos míticos de dioses y héroes de la Antigüedad clásica. Es nuestro propósito invitar a la lectura y a la reflexión personal a través de este breve curso, que pretende ser un punto de partida para inquietudes intelectuales más que un exhaustivo análisis literario o mitológico. Proponemos que el alumno se acerque a esos relatos legendarios mediante la atenta lectura, que la interiorice y perciba con

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Curso Basico de Mitologia

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Módulo 1: La lectura de los clásicos

“Este curso tratará de ofrecer un panorama introductorio de la mitología clásica y su influencia en la literatura. El objetivo principal es crear una conciencia crítica acerca de lo que ha significado la mitología clásica en la literatura y la tradición de la cultura occidental y lo que todavía puede llegar a aportar para el hombre de hoy.`

Como veremos, los mitos tienen aún mucho que decirnos: desde la literatura han fascinado a todas las generaciones de hombres, aunque la significación religiosa y ritual que tuvieron en un principio ya se ha perdido. Hay que destacar, entonces, la unión entre mitología y literatura a lo largo de la historia: desde su configuración ritual los mitos se transmitieron como relatos llenos de prestigio y fascinación, primero oralmente y luego por escrito. Correspondió a los poetas ser guardianes de tal saber, y así la literatura heredó ese gran acervo. Una riqueza para toda la humanidad.

Aparte de las diferencias entre naciones modernas, los mitos y la literatura de los antiguos griegos, que en cierto modo son fundacionales de toda nuestra cultura, sirven de referencia a todo Occidente. Son “clásicos” en el sentido más propio de la palabra, lo más valioso de un legado cultural milenario, núcleo básico de nuestra cultura. Más allá de los referentes culturales de cada país, de sus “clásicos nacionales”, se encuentran estos modelos que siempre han tenido vigencia y que aún tienen mucho que ofrecernos.

Siendo la literatura la vía natural de transmisión de estos mitos, es posible seguir el hilo que nos lleva desde esas narraciones maravillosas en textos arcaicos, griegos y latinos, hasta la literatura moderna, a través de su influencia en los diversos géneros literarios a lo largo de la historia de las ideas. Arte y literatura se han encargado de conservar frescos en la memoria de la humanidad los relatos míticos de dioses y héroes de la Antigüedad clásica.

Es nuestro propósito invitar a la lectura y a la reflexión personal a través de este breve curso, que pretende ser un punto de partida para inquietudes intelectuales más que un exhaustivo análisis literario o mitológico. Proponemos que el alumno se acerque a esos relatos legendarios mediante la atenta lectura, que la interiorice y perciba con

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claridad su fuerza poética, y que sea consciente de su vigencia: mitos, dioses, héroes, viajes a tierras lejanas, criaturas fantásticas, en fin, todas las historias que están en los clásicos y han marcado nuestra tradición cultural.

El curso está dividido en tres temas en los que se destacará cómo, de una manera o de otra, somos herederos de esta tradición milenaria que ha transmitido un cierto “canon” de textos de especial prestigio considerados clásicos. Destacando la cultura humanística como parte fundamental de la civilización occidental, debemos subrayar la manera en que los mitos griegos han marcado hondamente la literatura y las artes, y por ello es necesario conocerlos, tener familiaridad con ellos e incluso amarlos como propios. La mitología, que en un principio se vincula a las creencias religiosas y a la necesidad -tan humana- de explicar el mundo, ha dejado su huella con gran fuerza, lógicamente, en la literatura, otra manera, muy humana también, de acercarse a lo que nos rodea, de vincular el yo más íntimo y el mundo percibido por los sentidos.

De tal manera, mitología y literatura siguen parejos caminos desde muy antiguo, ya desde la literatura grecolatina. El prestigio de los poetas desde un principio les viene de su “sagrada misión” de cantar los mitos, al principio de una forma más ritual o, si se quiere, religiosa. Pronto se torna un ejercicio puramente literario. La inspiración, sin embargo, siempre vendrá de esos mitos. La belleza de las historias de dioses, héroes y hombres se convierte en un repertorio extraordinario para la poesía, el drama y, seguidamente, la novela, el ensayo, las artes plásticas, etc. Y todo ello de forma ininterrumpida desde la Antigüedad hasta nuestros días, en una tradición cultural valiosísima.

Para acercarnos a tal tradición será necesario acotar el material de trabajo, ya que la mitología y su repercusión literaria es de enorme riqueza y variedad. Así, nos centraremos en algunos mitos especialmente significativos que serán analizados: mitos como el ciclo troyano, personajes como los dioses olímpicos, los héroes Heracles o Ulises, etc. Se tratará, pues, de seguir los rastros que han dejado en nuestra cultura, que son de muchos tipos.

Mitos, héroes e historias de los antiguos han fascinado la imaginación de los hombres en todas las épocas: en la nuestra -aunque marcada por un cierto retroceso de las humanidades en un mundo globalizado, en crisis de valores, volcado en el consumo de objetos, lleno de prisas-, concedámonos la ocasión de sentir el mágico influjo de las mitologías.”

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Objetivos:

• Enfatizar el carácter literario y la herencia cultural de los mitos griegos • Explicar la vinculación de la mitología con la Literatura • Señalar la influencia de los mitos en los géneros literarios • Analizar los rasgos básicos de algunos personajes y mitos • Despertar el interés por los aspectos actuales de la mitología

La lectura de los clásicos “Creo que el eclipse de las humanidades en su sentido y su carácter primarios implica el eclipse de lo humano en la cultura y la sociedad de hoy.” Algunas palabras parecen tan desgastadas por la retórica habitual que resulta bastante difícil emplearlas con un significado escueto y preciso. Así ocurre, pienso, cuando hablamos de las Humanidades, del Humanismo, o de textos clásicos.

Si bien todo el mundo parece estar en principio a favor del valor formativo de los estudios humanísticos, son en realidad muchos menos, me parece, quienes creen y confían, con motivos claros, en su función en la educación postmoderna y en esta sociedad de hoy. En todo caso, la defensa de las Humanidades es un tema demasiado amplio para plantearlo aquí de entrada.

Intentemos, de momento, a partir de favorables presupuestos, sugerir una reflexión actual sobre una cierta idea de la educación, basada en la conexión fundamental entre formación humanista y lectura de ciertos textos considerados como valiosos por la tradición europea.

Podemos comenzar, pues, por un dato fundamentado: el prestigio y la pervivencia de los autores y libros llamados clásicos que aparecen como el eje y la sustancia de las Humanidades tradicionales.

Es en esos textos clásicos donde se configura el camino que permite el mejor acceso a la gran tradición humanista de la cultura occidental, cuyo legado perdura mediante la práctica repetida de lecturas y comentarios.

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La interpretación y relectura de los clásicos es esencial en la permanencia de la tradición literaria, y en la creatividad cultural que de ella deriva.

Por qué leer a los clásicos

Pero es una educación que, sin embargo, en el contexto de la sociedad actual, sociedad de consumo y de orientación tecnológica está muy marginada y amenazada por presiones utilitarias, por varias urgencias sociales y modas pedagógicas. Más en la práctica que en la teoría.

De tal modo que las enseñanzas de Humanidades, en un tiempo prestigiosas, edificadas sobre la reflexión y el rencuentro con los textos clásicos, modelos ilustres y un tanto antiguos, estén desde hace tiempo en una honda crisis. Tal vez se nota más en nuestras aulas, pero no se trata sólo de un fenómeno escolar, evidentemente.

Se trata de una crisis que afecta muy de lleno a la lectura como fundamento educativo, por un lado, y afecta también a nuestra relación con el pasado. Al parecer, es el pasado mismo quien necesita recobrar su prestigio para el presente.

Es un fenómeno social y cultural de larga repercusión, una crisis que se ha comentado repetidamente y desde tribunas y ópticas diversas, muy unido a la cultura de masas y de medios de información orientados a promover un consumo rápido y mercantil.

Características de los textos clásicos Pero volvamos a los clásicos, y comencemos con una fácil observación.

En definitiva, lo que ha consagrado y define como clásicos a unos determinados textos y autores, es la lectura reiterada, fervorosa y permanente de los mismos a lo largo de tiempos y generaciones.

Clásicos son aquellos libros leídos con una especial veneración a lo largo de siglos.

Escribe Borges al respecto:

“Clásico no es un libro, lo repito, que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos

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por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.

Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado,

fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”.

Un libro clásico, podemos decir parafraseando a Borges, es un libro leído con un especial respeto, con una veneración y atención especial, es un texto que nos resulta enormemente sugestivo, un texto que invita a nuevas relecturas.

ITALO  CALVINO  en un estupendo ensayo, recogido en su libro

Por qué leer a los clásicos, daba catorce definiciones de esos textos y de las buenas razones para volver a leerlos. Me gusta destacar especialmente la que dice:

"Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir".

Acaso ahí reside el misterioso atractivo fundamental de esos textos: en su inagotable capacidad de sugerencias. Invitan a un diálogo renovado. Siempre se puede encontrar en ellos algo nuevo, sugerente y aleccionador.

Frente a tantos y tantos libros sólo entretenidos, ingeniosos, eruditos, o muy doctos, pero de un sólo encuentro, frente a tantos papeles de usar y tirar, como la prensa periódica y los folletos informativos, los textos literarios se definen por admitir más de una apasionada lectura. Y, entre éstos, los clásicos son los que admiten e invitan a relecturas incontables.

Son esos textos a los que uno puede una y otra vez volver con confianza y alegría, como uno retoma la charla con viejos amigos, porque conservan siempre algo más para decirnos y algo que vale la pena rescatar en nuevas relecturas.

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Tienen la virtud de suscitar en el lector íntimos ecos; es como si nos ofrecieran la posibilidad de un diálogo infinito. Por eso, pensamos, perduran en el fervor de tantos y tan distintos lectores.

Son insondables, inagotables, y en eso se parecen a los mitos más fascinantes, en mostrarse abiertos a nuestras preguntas y reinterpretaciones.

`Podríamos calificar a los libros clásicos como la literatura permanente -según frase de Schopenhauer-, en contraste con las lecturas de uso cotidiano y efímero, en contraste con los best sellers y los libros de moda y de más rabiosa actualidad.

Suelen llegarnos rodeados de un prestigio y una dorada patina añeja; pero son mucho más que libros antiguos, aureolados por siglos de polvo.

Conservan su agudeza y su frescura por encima del tiempo. Son los que han pervivido en los incesantes naufragios de la cultura, imponiéndose al olvido, la censura y la desidia. Algo tienen que los hace resistentes, necesarios, insumergibles.

Son los mejores, libros con clase, como sugiere la etimología latina del adjetivo classicus.

Es nuestra capacidad de lectura personal, esa actitud a la par receptiva y activa de la inteligencia e imaginación ante las palabras escritas por otro, alguien más o menos lejano, la que recobra en el texto una clara plenitud de sentido y abre con él un diálogo imaginario. Leer es algo muy distinto a lo que nos cuenta el capítulo 10 del Apocalipsis que hizo el profeta ante el libro abierto traído de los cielos por el séptimo ángel.

Entonces, dice el texto, cumpliendo una orden del cielo, Juan tomó el libro abierto de las manos del ángel, y se lo comió de un bocado. Y se quedó dispuesto a seguir profetizando con esa recién ingerida e impetuosa inspiración divina.

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La digestión del sagrado texto -dulce en los labios y amargo en el vientre, según las palabras del texto- no se parece a nuestro hábito de comprender e interpretar una lectura. Esa ingestión se parece algo más a la operación de insertar en el ordenador alguna información en un disquete, por ejemplo.

Leer es algo muy distinto. Es resucitar, a partir de los signos escritos, imágenes y razones, y redescubrir así, a partir de la interpretación del texto, el mensaje cifrado en familiares letras, que un autor nos envía del pasado, más o menos lejano.

Y a partir de esas líneas leídas, sobre el silencio de la escritura, el lector recrea el sentido de las palabras resonantes.

Los autores clásicos son quienes han dejado en sus libros, en sus textos de larga tradición, los mensajes más perdurables y las palabras de mayor fuerza poética.

Son los intérpretes privilegiados de la fantasía y la condición humana cuyas voces lejanas podemos escuchar gracias a sus escritos.

Mediante el lenguaje el ser humano puede ejercitar la imaginación y la memoria en viajar al pasado y en la previsión del futuro. La escritura facilita enormemente esos viajes sobre el tiempo.

Con la imaginación y la memoria podemos evadirnos del presente inmediato, saltar por encima de las circunstancias y situarnos junto a esos escritores antiguos.

Gracias al lenguaje, gracias a la escritura y al arte de leer.

 

 

 

 

 

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El canon y su historicidad  

Pero eso no significa que esos textos se sitúen más allá de la historia, sino que su recepción, su fulgor y permanencia dependen de la estima más o menos constante de sus lectores, y, por lo tanto, de las alternativas del gusto.

Si se han mantenido como clásicos es porque siguen diciendo algo valioso a muchos, como una parte del capital cultural de una lengua o una nación o una cultura.

Pero en la lealtad del lector hacia esos textos y su apreciación hay aspectos subjetivos e históricos, que no debemos olvidar.

Existe una valoración variable en el canon de los clásicos. Cada época tiene los suyos, y si me permiten la imagen, diría que las cotizaciones de la bolsa literaria tiene subidas y bajadas, más bien un tanto lentas.

Podríamos poner muchos ejemplos de autores que un día formaron parte del selecto grupo, y luego han decaído, como, por ejemplo, el buen Plutarco, el sentencioso Séneca, o el fabuloso Ariosto.

Porque, insistamos de nuevo, son los encuentros del texto y los lectores, esos diálogos que el lector renueva con su atención, comprensión e imaginación, lo que da vida y descongela, por decirlo así, las palabras e imágenes codificadas del texto. Son las generaciones de lectores las que eligen a los clásicos, y en esa elección hay una dosis innegable de simpatía y de amor.

Algo que los textos suscitan, reclaman y merecen, y que debe chispear y vibrar en el encuentro, pero que puede perderse y es siempre como una aventura personal.

`Cito de nuevo a Calvino:

"Si no salta la chispa, no hay nada que hacer; no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela

debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después a tus

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clásicos. La escuela está obligada a darte conocimientos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera

o después de cualquier escuela."

Volver‚ luego a la advertencia, apuntada en estas líneas, sobre la función de la escuela en las lecturas de los clásicos. Antes me gustaría detenerme un momento en algo que todos sabemos: leer a fondo y bien requiere tiempo, atención y disciplina.

Los clásicos griegos y latinos El arte de la lectura, como comentara en un claro ensayo Pedro Salinas, es cada vez más difícil.

Requiere tiempo, silencio, y una cierta disposición interior.

Hoy, en nuestra civilización de consumo, apresuramiento y desarrollo tecnológico intenso, es difícil dejar tiempo y silencio para la lectura.

Vivimos atiborrados de noticias inútiles y ensordecidos y atontados por los ruidos y asediados por una espesa banalidad. Tenemos tantísimos libros que es difícil penetrar a fondo, en algunos con singular pasión.

Pero los clásicos no son fáciles, piden un cierto reposo en la lectura y un empeño por entenderlos a fondo.

Requieren, como deseaba Nietzsche, lectores lentos, atentos a los matices y a los ecos. Esa lectura despaciosa, que degusta a fondo el texto es ya un lujo raro. La exigen los grandes textos, sobre todo los que nos están lejanos en el tiempo, y están escritos en otra lengua, aunque no tan distantes quizás en la sensibilidad.

La distancia cultural y lingüística entre el autor y el lector impone un esfuerzo de acercamiento mutuo. El lector debe, de algún modo, extrañarse de su mundo para penetrar en el universo imaginario del texto y su contexto. Los comentarios y las notas eruditas ayudan, pero la comprensión verdadera es siempre un esfuerzo de la imaginación.

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Es difícil leer bien a los clásicos. Como ha señalado Steiner (1978) -ya en los ensayos añejos de On Difficulty, Oxford- hay varias dificultades de distinto tipo, contingentes, modales, tácticas y ontológicas.

Cada día es más difícil, porque nuestra educación actual nos va alejando más de ese placer de la lectura detenida, que obliga a entender el texto en su contexto.

Creo que no importa tanto el conocimiento de la lengua -por más que leer a un clásico en su lengua sigue siendo el ideal para conocerlo y apreciarlo- cuanto ese distanciarse del presente para compartir la visión del escritor antiguo, entrar en su mundo, "meternos en la piel de los difuntos", como le aconsejó el Oráculo de Delfos a Zenon de Citio.

La traducción es el gran vehículo, y los traductores son los intermediarios indispensables para acceder a unos u otros clásicos, es decir, a los grandes textos de la Literatura Universal, como también ha señalado repetidamente G. Steiner en Más allá de Babel y en otros ensayos sobre este tema.

Si todo leer es, como se ha dicho, un cierto modo de traducir, leer en traducción supone sólo aumentar más la distancia en el diálogo con el texto. Por eso necesitamos siempre que la traducción sea precisa, elegante, fiel y clara.

De ahí la gran responsabilidad de los traductores de los clásicos, que realizan una tarea tan exigente, arriesgada y delicada.

De una buena o mala traducción suele depender que el encuentro con un gran texto resulte logrado o fallido.

Cuantas veces una versión torpe hace que un lector renuncie a tal o cual libro, engañado sobre su belleza o su sabor por la torpeza de la traducción.

Y cuán a menudo el aprecio por un texto admirable está ligado a una versión correcta, seductora, e inolvidable.

 

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Clásicos universales y nacionales

No todos los clásicos poseen igual grandeza ni paralelos atractivos o idénticos méritos, y no todos están situados a la misma distancia, en el tiempo y el idioma, de la sensibilidad del lector.

Podríamos insinuar aquí una distinción sencilla entre los clásicos universales (aunque queda bien entendido que universales quiere decir los de nuestra civilización occidental) y los nacionales (en los que el uso del propio idioma resulta un rasgo decisivo para su valoración).

Los primeros serían el núcleo duro del canon: Homero, Esquilo, Platón, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Molière, y algunos más modernos. Son los gigantes de la literatura, cuya obra se alza esplendorosa e inolvidable por encima de su lengua, época y nación.

Los nacionales son los mejores representantes de una lengua y cultura, pero cuya grandeza resulta mejor valorada en su propia tradición cultural. Su uso del idioma los ha convertido en referencias indispensables de la escuela y la literatura nacional. Es el caso de Quevedo o Góngora, de Chaucer, Sterne, Corneille y Racine, Schiller, Pushkin, etc.

Desde luego esta división resulta bastante subjetiva, en su propuesta de figuras y nombres, y así, por ejemplo, podríamos discutir si Goethe debe figurar en un grupo u otro.

Pero me importa sólo marcar la distinción entre una y otra serie, que creo clara y significativa.

Y quizás podemos abrir una tercera lista, ya del todo subjetiva, de los clásicos que calificaríamos de personales, es decir, aquellos textos que uno aprecia singularmente.

Son esos a los que aludía Calvino que, con amor, has seleccionado como tus clásicos. Son los que uno considera como especialmente amigos, a los que uno se dirige con especial afecto y a los que relee con mayor familiaridad y simpatía, y en momentos de gran soledad.

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Los grandes clásicos tradicionales, los clásicos más antiguos y por antonomasia, en todo nuestro mundo occidental, los que tienen más siglos de supervivencia, los que acumulan más comentarios y relecturas múltiples, los más traducidos y comunes a todos los europeos, son los griegos y los latinos. Están anclados, por decirlo así, en las raíces mismas de nuestra tradición literaria.

Cierto que, desde hace algunos años, parecen haber perdido en la enseñanza universitaria el puesto privilegiado y central que tuvieron en el mundo antiguo y recobraron desde el Renacimiento.

Aun así, Homero es el gran patriarca de nuestra literatura, Esquilo, Sófocles y Eurípides los trágicos por excelencia, Safo y Píndaro, Virgilio, Horacio, y Ovidio, los líricos de más laureles poéticos.

Junto a ellos hay otras figuras que siguen siendo clásicos indiscutibles para muchos, como el divertido Herodoto y el austero Tucídides, el inolvidable Platón, etc.

También aquí cada uno puede y debe escoger sus amigos, por afinidades electivas.

Si, por un lado, es evidente que han visto reducido en la escuela y la enseñanza universitaria el lugar de honor que tuvieron antaño, se sigue reeditando a los clásicos en nuevas traducciones. Los tenemos ahora casi siempre en formato de bolsillo, lo que es un indicio notorio de su vivaz pervivencia, y de cierta popularidad, incluso en estos tiempos malos para el Humanismo.

En España se publican más y mejor que en ningún tiempo. Parecería, por esos indicios, que mantienen sus atractivos después de tantos siglos, es decir, siguen siendo, pero ya no por recomendaciones escolares, y por más que resulten bastante arrinconados en los programas didácticos, unos autores y unos textos con notoria vitalidad y atractivo.

Tal vez ahora, que ya no se prodigan en rutinarios manuales escolares,

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incluso cuando se les regatea el apoyo académico usual en las enseñanzas universitarias, parecen persistir más sugerentes y audaces.

Como si, desligados de su conexión con la obligatoriedad de las lecturas escolares, los clásicos se presentaran más jóvenes y se hicieran estimar por su propia valía estética y su impacto intelectual.

Y es difícil encontrar maestros de la palabra tan fantásticos y tan abiertos al diálogo como estos antiguos poetas, historiadores y filósofos de la antigua Grecia.

Pero creo que la escuela, como señalaba Calvino, debe mantener un papel de primer orden en la orientación de esas lecturas. Es ahí donde el alumno debe encontrarse con algunos libros maravillosos y con inolvidables nombres de la Literatura. Por ahí debería empezar su conocimiento elemental y su admiración hacia esos textos, en encuentros que bien pueden marcar una vida. ¡Cuán a menudo esas primeras lecturas deciden la predilección hacia ciertos textos y un perenne afecto!

Por eso habría que indagar también si muchas veces es una inadecuada programación de las mismas lo que hace algunos libros indeseables. Sólo una amena y clara presentación, en una selección adecuada a los intereses y gustos de los alumnos, puede hacer feliz el encuentro y estimular la relación con los textos.

En España apenas se estudian o se leen los llamados grandes libros, los clásicos universales, en las escuelas y en la Universidad. No hay espacio para ellos en ningún nivel de la enseñanza. No existe aquí, en ninguna Facultad ni en plan de estudios que yo sepa, una asignatura de lectura y comentario de los Grandes libros, como en algunas Universidades de Estados Unidos.

Contenido complementario 2

Entre nosotros se suelen leer y comentar en clase algunos clásicos hispánicos, del grupo de los clásicos nacionales, más modélicos por su dominio del idioma que por su temática.

Parece innegable el interés de tales textos, pero acaso sea más dudoso su provecho cuando se estudian por obligación demasiado pronto. Por poner un ejemplo, no creo que el Libro del Buen Amor del Arcipreste de Hita sea una de las lecturas más apropiadas para alumnos de bachillerato, ni por su contenido variopinto ni por su amplísimo vocabulario

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medieval, sobre todo si uno piensa en el extenso repertorio de nuestra literatura. Acaso un excelente profesor pueda hacer atractivo y provechoso cualquier texto con un comentario personal, pero cuando veo la programación de esas lecturas obligatorias, me queda la sospecha de si la selección se adecúa a la edad y talante de los lectores.

En todo caso, ¿por qué no buscar un equilibrio entre esos clásicos nacionales y los de resonancia europea o universal, es decir, Sófocles, Shakespeare, Molière y otros? ¿Acaso no es una pérdida grande que la literatura universal haya desaparecido de los programas de enseñanza?

  La importancia de la lectura en la enseñanza actual No olvidemos otro punto: Que siempre leemos a los clásicos desde nuestro momento y perspectiva. Siempre los recibimos en nuestro propio contexto.

No podemos olvidarnos de su tradición, enormemente recreativa. Leemos hoy un Homero distinto al que se leía en el siglo XVIII o en el pasado. No sólo porque sabemos mucho más que antes sobre su época y los modos de componer de la poesía oral -lo que, dicho sea de paso, hace totalmente obsoleta la famosa cuestión homérica de si existió Homero o su obra es un zurcido de poemas menores, sino porque ahora leemos a Homero después de Joyce y Catzantzakis y Cavafis, por poner un ejemplo. Y también porque interpretamos las andanzas del ingenioso y sufrido Odiseo como precursor de tantos y tantos modernos exiliados. El protagonista de la Odisea puede pervivir en el viajero que regresa a Sarajevo en medio de las ruinas balkánicas del film de Theo Angelopoulos La mirada de Ulises, -aunque en la película no salen ni dioses ni el Mediterráneo ni Grecia-, y en muchos otros exiliados de nuestros días. Acabo de leer unas líneas de un joven escritor magrebí, Mohamed Chukri, que en el exilio recuerda su propia odisea y escribe: "Este héroe que surca los mares, errando durante diez años en busca de la verdad, era un emigrante que Itaca vio volver tranquilizado por la sabiduría y profundamente humanizado gracias a su periplo. Yo fui Ulises en un momento de mi vida... ¿He dejado de serlo?". (ABC Cultural, 29 -IX ).

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La Odisea ha dado lugar a una serie fascinante de reflejos y relecturas apasionantes.

¿Cuántas Odiseas espejea el resonante epos homérico?

Esas relecturas enriquecen así con matices nuevos el texto clásico, surgiendo de nuevas interpretaciones en la fusión de dos horizontes, el del texto antiguo y de cada lector, como ha subrayado la teoría de la recepción.

Antígona se multiplica en numerosas Antígonas y Edipo sale renovado del diván psicoanalítico de Freud y de Lacan.

Tantos epígonos no desgastan la tragedia ni la fuerza poética del Edipo Rey y la Antígona de Sófocles. Las imitaciones, ecos y parodias no enturbian la paradigmática fuerza del original, sino que acreditan su perenne vigencia poética.

Don Quijote no es para nosotros, después de las lecturas de los románticos europeos, una novela cómica que parodia los libros de caballerías, como fue para sus primeros lectores en el siglo XVII.

Su protagonista no es sólo un enloquecido hidalgo que parodia a los caballeros andantes, entre burlas y delirios, sino un símbolo patético del héroe hispano, idealista, envejecido, en choque con la vulgar realidad.

Podríamos poner muchos otros ejemplos.

El canon de los clásicos

Otra cuestión importante es la del canon de los clásicos.

Si pensamos que ciertos textos son esenciales en una auténtica formación, resulta muy significativo el empeño de seleccionar los verdaderamente decisivos, los mejores, aquellos que podríamos adjetivar como imprescindibles y canónicos.

Cuestión no tan fácil como puede parecer en un primer vistazo, pues son varios los factores a tener en cuenta para su confección de una lista concreta, que pretenda y justifique un consenso unánime.

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En todo caso para hacer esa lista canónica resulta muy útil, creo, atender a la distinción indicada antes de clásicos universales y nacionales.

El libro de Harold Bloom (1994), El canon occidental, en traducción española rápida, apuntaba lo esencial del problema, aunque también suscitó, por cuanto venimos diciendo, algunas polémicas menores y, en mi opinión, superficiales. Se movieron en torno a detalles concretos como eran la inclusión o exclusión de un nombre en ese canon, el estilo agresivo y brillante de su autor, o su perspectiva en exceso angloamericana y moderna. (El canon está dominado por el genio de Shakespeare, del que H. Bloom es profeta fogoso, y no incluye a ningún escritor griego ni romano, de modo muy injustificado, a mi parecer. Aunque sea un detalle crítico muy puntual: quiero anotar que me parece poco exacto el subtítulo de su libro en la traducción española: La escuela y los libros de todas las épocas es menos expresivo que el original inglés, The Books and School of the Ages).

Lo que H. Bloom destacaba muy bien, en su defensa lúcida y rotundo alegato a favor de la lectura de los clásicos, era cómo esos grandes libros, antes leídos y comentados en las aulas con respeto y seria dedicación, habían sido un núcleo arraigado y tradicional en la educación escolar -en Estados Unidos eso quiere decir universitaria- a través de épocas y generaciones, y que esa educación humanista y literaria, anclada en la lectura de los grandes textos del pasado, nunca estuvo tan agredida y controvertida como ahora en el agitado panorama universitario norteamericano. En su diagnóstico sobre la recesión de los estudios humanísticos en la Universidad americana H. Bloom coincide con otro serio crítico, su casi homónimo Allan Bloom (1989), en su libro no menos conocido y polémico: El cierre de la mente moderna.

Lo que esta discusión de largo alcance ha significado en su contexto social norteamericano, nos interesa parcialmente en la medida en que puede preludiar o reflejar algo parecido en nuestro país. No es el momento de rastrear todos sus ecos, pero me gustaría, no obstante, dejar apuntada aquí esa alusión a la procelosa crisis actual de las Humanidades.

El canon y la educación` La institución escolar tiene, por lo que toca a fijar un canon clásico, una

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responsabilidad evidente.

Para su educación los jóvenes deben encontrar una pauta de excelencia, una lista sugerente, efectiva y ejemplar de los mejores escritores, artistas, creadores y pensadores del pasado.

Esa exigencia de un canon debe darse por estrictas razones de economía cultural.

En palabras de G. Steiner:

"¿De qué otra manera podría existir una cultura, una transmisión de valores? ¿De qué otra manera podrían el interés y la producción

continuada acumularse en la inversión de la creatividad? Dada la finitud de la existencia personal y de la autoridad institucional, tiene que haber economías acordadas. Lo inferior, lo efímero, tiene que ser dejado de

lado. Un canon, un programa de estudios, tamiza y separa y, al hacerlo, dirige nuestro tiempo y nuestros recursos de sensibilidad hacia la

excelencia certificada y plenamente iluminada. El negador, el que por una extraña iconoclastia o marginalidad censura las buenas cosechas de la cultura, es un dilapidador de nuestros limitados recursos receptivos,

de los probados y acreditados activos de la gracia."

(Presencias reales, pág. 84).

Efectivamente, es en la escuela donde debería fomentarse y desarrollarse la lectura como instrumento formativo básico para los más jóvenes.

Allí debería orientarse su disposición a leer, de modo progresivo, y a leer lo mejor, desde breves textos hasta adentrarse en los grandes libros. Y hacerlo de un modo inteligente, y no forzado, pues el objetivo es que quienes se educan aprendan a apreciar y amar los libros, no a temerlos ni a aburrirse con ellos.

La institución escolar tiene, por lo que toca a fijar un canon clásico, una responsabilidad evidente.

Para su educación los jóvenes deben encontrar una pauta de excelencia, una lista sugerente, efectiva y ejemplar de los mejores escritores, artistas, creadores y pensadores del pasado.

Esa exigencia de un canon debe darse por estrictas razones de

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economía cultural.

En palabras de G. Steiner:

"¿De qué otra manera podría existir una cultura, una transmisión de valores? ¿De qué otra manera podrían el interés y la producción

continuada acumularse en la inversión de la creatividad? Dada la finitud de la existencia personal y de la autoridad institucional, tiene que haber economías acordadas. Lo inferior, lo efímero, tiene que ser dejado de

lado. Un canon, un programa de estudios, tamiza y separa y, al hacerlo, dirige nuestro tiempo y nuestros recursos de sensibilidad hacia la

excelencia certificada y plenamente iluminada. El negador, el que por una extraña iconoclastia o marginalidad censura las buenas cosechas de la cultura, es un dilapidador de nuestros limitados recursos receptivos,

de los probados y acreditados activos de la gracia."

(Presencias reales, pág. 84).

Efectivamente, es en la escuela donde debería fomentarse y desarrollarse la lectura como instrumento formativo básico para los más jóvenes.

Allí debería orientarse su disposición a leer, de modo progresivo, y a leer lo mejor, desde breves textos hasta adentrarse en los grandes libros. Y hacerlo de un modo inteligente, y no forzado, pues el objetivo es que quienes se educan aprendan a apreciar y amar los libros, no a temerlos ni a aburrirse con ellos.

`

Hay que insistir en la importancia de la imaginación narrativa -que culmina en la mejor literatura universal- para la formación de la personalidad individual, para la configuración paulatina y firme de la inteligencia crítica, la memoria y la imaginación, como ha subrayado recientemente Martha Nussbaum.

Enseñar a leer, a entender a fondo lo escrito, a analizar y comprender los textos con mirada crítica e intentar expresar con claridad las propias respuestas frente a esos mensajes literarios, es un gran reto espléndido para un auténtico educador, un desafío desde los comienzos hasta el final del período didáctico.

Estimular la imitación de los clásicos está bien; pero aún

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mejor sería invitar al lector a un diálogo perenne y vivo con sus textos. Los profesores de letras, y desde luego los filólogos, son en definitiva guías para la lectura de los grandes textos del pasado y del presente. Tarea de modesta apariencia, y, sin embargo, esencial en todo humanismo.

En distintos niveles, por supuesto. ¡Qué estupendo sería enseñar a leer de modo que lográramos transmitir el entusiasmo por el diálogo con los grandes textos, una lectura activa, inteligente y personal! Si lo hiciéramos, podríamos darnos por bien pagados de tantas y tantas horas gastadas en empeños y tareas didácticas.

Acaso en el desprestigio actual de la lectura tenemos una parte de culpa, por no haber logrado -cada uno desde nuestra modesta parcela de conocimientos- infundirles la pasión por los libros y la comprensión de cuanto significan los mejores textos para vivir una existencia libre, alegre, consciente y solidaria.

Pero no resulta menos claro, sin embargo, que los profesores tienen sólo una parte de responsabilidad, y no la mayor, en ese notable y estrepitoso fracaso.

Las presiones de la sociedad actual, orientada al consumo continuo, el progresivo imperio de una cultura audiovisual, la opinión manipulada por los grandes medios de comunicación de masas, y los incontables señuelos y artificios y avances espectaculares de una tecnología que todo lo invade, reducen a discretos márgenes la influencia de la educación escolar.

El desprestigio de la enseñanza secundaria oficial -que es mucho más incisiva y fundamental al respecto que la universitaria- atestigua, por otra parte, en los últimos lustros un sintomático y ubicuo malestar.

La profesión docente ha descendido mucho en influencia y prestigio en todos los niveles de la enseñanza.

La disciplina, la valoración del estudio esforzado, la memoria y la

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imaginación, el disponer de tiempo para leer y refrescar las lecciones, son factores necesarios que requieren un apoyo y una consideración que se echan a faltar en los centros de enseñanza, y, en cambio, las nuevas orientaciones han hecho proliferar la rutina burocrática, las reuniones de tiempo perdido, el encasillamiento de las asignaturas y una jerga pedagógica más que lamentable.

La enseñanza de las Humanidades parece, en efecto, andar un tanto a contrapelo de los tiempos, malos tiempos sin duda para la formación intelectual en los viejos moldes humanistas. Y, sin embargo, justamente por ese ambiente poco favorable, debemos insistir en su importancia, en su validez para contrarrestar las modas.

En un futuro en que previsiblemente cada vez habrá menos horas dedicadas al trabajo, donde el tiempo de ocio debería ser cada vez mayor, es cuando debería cuidarse más la educación de estilo humanista, es decir, el cultivo de una formación integral, que permita acceder a los mayores y más espléndidos logros de nuestra civilización.

Parece esencial el acercamiento metódico y progresivo a ese legado estético y ético que nos educa como seres críticos y libres, capaces de comprender los valores más claros y altos de nuestra vieja y prodigiosa civilización.

Porque se da ahora una notable paradoja: cuando tenemos al alcance todo un maravilloso legado de ciencia, saber y belleza, gracias a los inmensos medios de conservación, reproducción y comunicación, ahora que cualquier persona inteligente podría -al menos en nuestro mundo occidental- dedicarse en sus ratos de ocio a estudiar alegremente y disfrutar de los más altos ejemplos de la ciencia, el arte y la literatura universal, cuando la riqueza de toda nuestra civilización resulta más asequible y parecen fáciles de superar los antiguos impedimentos de tipo social o económicos, la mayoría parece menospreciar o haber renunciado a semejante empeño cultural.

Y también aquí podemos detectar, creo, un fallo de esa educación, al menos en el diseño de una formación que no debería orientarse tan sólo a instruir a los más jóvenes para una tarea o una profesión especializada, sino a formar individuos con sensibilidad y conciencia, solidarios, imaginativos, responsables y con una mirada refinada por la

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cultura y abierta al ancho mundo.

Por otra parte, es la educación lo que permite y fundamenta una auténtica libertad de elección.

Es grave error recortar el valor de la misma reduciéndola a lo pragmático y especializado. Insistamos en el valor de la educación como formación general, lo que los griegos llamaban paideia.

Sólo quien conoce el bien -como ya argumentaba Sócrates- puede elegir lo más valioso. Porque no podemos confiar en que, sin una previa educación, la gente vaya a preferir la cultura y el saber esforzado a la mera diversión masiva y fácil.

La mejor carta que juega la vulgaridad en su favor es lo fácil y cómoda que resulta. Como ha escrito G. Steiner:

"Teniendo libertad de voto, es decir, gozando de la opción de gastar su ocio y sus recursos económicos a su antojo, la abrumadora mayoría de

la humanidad prefiere el bingo y el debate televisivo a Esquilo o Giorgione."

(Presencias reales, pág.189).

Conclusiones Me gustaría acabar estas reflexiones con un tono menos pesimista.

Los clásicos han perdurado muchos siglos y seguirán ahí, presentes y persistentes en la educación de los mejores, sin garantías de ser arropados por la enseñanza oficial, pero sin riesgos, por otro lado, de llegar al apocalíptico final de la novela Fahrenheit 451.

Hemos insistido aquí en su valor para la formación integral, espiritual, del individuo, pero no debemos olvidar su mejor razón de éxito: leerlos procura no sólo conocimiento, sino también un variado, vivaz, inmenso placer.

Si conocer es un anhelo natural del hombre, la mejor literatura, a la vez que nos hace conocer el mundo y a nosotros mismos, nos emociona, eleva, instruye y divierte.

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El placer que brindan los clásicos, cuando ya no se leen por obligación escolar, sino por íntima decisión, es una experiencia mágica. Es el placer del texto mismo lo que invita a frecuentarlos.

Hemos dicho que la lectura de los clásicos nos libera de las limitaciones del presente y nos impulsa no sólo más allá de nuestro forzado y no elegido contexto histórico -en un viaje sobre el tiempo, hacia el pasado y con vistas al futuro-, al encuentro de los mejores escritores de otros tiempos, sino que, a la vez, nos invita a conocernos mejor, a inventarnos más a fondo a nosotros mismos.

Podemos amueblar el espacio imaginario de nuestra mente con muchas figuras y sabias palabras, gracias a los juegos del lenguaje, la fantasía y la memoria, pero no hay duda de que es en los libros del legado clásico donde se encuentran las más seductoras, las mejor definidas, las más enigmáticas e inolvidables.

Las lecturas de esos grandes libros nos incitan a distanciarnos de lo inmediato, a vivir en ámbitos nuevos, y vivir mil aventuras, y ofrecen un campo infinito a la reflexión, la memoria y la imaginación.

De nuevo introduzco una cita de H. Bloom (que será la última):

“Leer al servicio de cualquier ideología, a mi juicio, es lo mismo que no leer nada. La recepción de la fuerza estética

nos permite aprender a hablar de nosotros mismos y a soportarnos. La verdadera utilidad de Shakespeare o de

Cervantes, de Homero o de Dante, de Chaucer o de Rabelais, consiste en contribuir al crecimiento de nuestro yo interior.

Leer a fondo el canon no nos hará mejores o peores personas, ciudadanos más útiles o dañinos. El diálogo de la mente consigo

misma no es primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar es que utilicemos adecuadamente nuestra

soledad, esa soledad que, en su forma última, no es sino la confrontación de nuestra propia mortalidad.”

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(Harold Bloom, 1995, pág. 40).

Por eso, adentrarse en la lectura de un texto clásico es algo así como emprender un viaje iniciático a un mundo fascinante.

Y puestos a viajar, podemos desear que el viaje sea lo más fantástico y enriquecedor posible, que nos permita visitar el pasado y volver con nuevas palabras e ideas frescas al presente.

Como en el viaje de Ulises al Hades, resulta útil demorarse en dialogar con las sombras más ilustres a fin de reencontrar luego, más expertos y sabios, el camino de nuestra casa antigua.

Recapitulación De entre la serie infinita de los libros unos cuantos, a lo largo de los siglos, han merecido el epíteto de clásicos. Son los que se han salvado en los destructivos naufragios, del olvido, la barbarie, la propaganda oficial y la agobiante proliferación libresca. Se han salvado gracias al fervor de las generaciones, que han encontrado en ellos vivaces, profundos, seductores, misteriosos atractivos.

Clásico quiere decir, según su etimología latina, de primera clase o con clase, pero no de clase. (Los clásicos de verdad están más allá de la rutina y la retórica escolar, que a veces se les impone y los apuntala).

Esos libros con clase son, gracias a sus lectores, los que se han mostrado más resistentes, perdurables y memorables, frente a los embates del tiempo que todo lo arruina y disuelve.

Las palabras de esos textos resonantes nos cautivan y llaman como una extraña herencia en el sutil encuentro que supone la lectura. Que es, a la vez, un reto. Porque aquí y ahora leer a los clásicos supone un indiscutible esfuerzo de atención e imaginación.

Vivimos envueltos por el ruido, la prisa, las presiones de la actualidad, las efímeras modas, etc., y no nos es fácil adentrarnos en esos mundos del pasado, entender esas lejanas voces de alerta y advertir cuan actual y profundo siguen siendo para nosotros hoy su mensaje, de renovada y persistente agudeza, y su original elegancia.

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Pero aventurarnos al viaje, a través de sus palabras, vale la pena.

El mensaje nos llega mitigado por las traducciones y ediciones diversas, si son textos, como los mejores, escritos en la distancia. Nos obligan e invitan a reconstruir, en alguna medida, el contexto original para entenderlos de verdad.

El diálogo con ellos -y eso es lo fundamental, el diálogo, mucho más que la mímesis- puede resultar una escena de necromancia. Zambullirse en ellos es viajar sobre el tiempo, o, como dijo el oráculo délfico, según Diógenes Laercio, "meternos en la piel de los muertos". Pero la aventura refresca y enardece.

Esas lecturas nos ayudan a escapar del agobio del presente, tan opresivo en sus servidumbres.

Nos ofrecen una atalaya para contemplar con una perspectiva más fresca y airosa, desde la distancia de su expresión más exacta, lo inmediato y en apariencia más urgente.

Encarnan la Literatura en lo que tiene de más universalmente humano, como expresión de pasiones e ideas perdurables, y por eso son la base perenne de esas tan trivializadas, envilecidas y malgastadas Humanidades.

La lista de los clásicos plantea la famosa cuestión del canon.

¿Quién canoniza y descanoniza a los clásicos? ¿Con qué regla alza esa misteriosa autoridad anónima a unos autores y hunde a otros en la marea de la recepción literaria?

Tan espinosa cuestión tiene mucho que ver con la didáctica y con la sociología y la estética, y bien merece una reflexión sin internarnos en pedantes debates académicos y periodísticos.

En todo caso, la llamada estética de la recepción, que incluye una visión histórica de cómo se han difundido y leído los grandes textos literarios, es muy importante al respecto porque nos hace entender mejor la vivaz relación entre la literatura, como institución histórica, y su público, diverso y variable a lo largo de las épocas.

Los clásicos, que escapan a las modas pasajeras y superan las propagandas, perviven como tales porque nos siguen impresionando y emocionando, y nos explican y aclaran el mundo; porque son los libros que pueden releerse una y otra vez; porque, como dijo I. Calvino, no terminan nunca de decirnos lo que tienen que decir.

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La Mitología Griega

Mitología y mitos. Un conglomerado de relatos tradicionales Por mitología entendemos el repertorio o conjunto de mitos de una cultura.

Esa colección de mitos se ha ido formando en época muy antigua, y en ella se integran todos los mitos como piezas de un gran juego narrativo.

Si definimos el mito como un "relato tradicional que cuenta la actuación memorable y ejemplar de personajes extraordinarios -dioses y héroes en el mundo griego- en un tiempo prestigioso y lejano", debemos añadir un trazo más a esa definición: los mitos se integran en una mitología.

Es decir, la mitología es una suma de esos relatos míticos, pero no por mero amontonamiento, sino como un conglomerado narrativo bien trabado, como un texto formado de esas historias sueltas, menores. (La palabra mitología se utiliza también para designar el estudio de los mitos o la ciencia de los mitos, pero aquí la usaremos sólo en el primer sentido de conjunto o colección de mitos).

Los mitos presentan una serie de personajes o actores que en esos relatos surgen y reaparecen, y están relacionados entre sí.

Las figuras divinas o heroicas de los mitos se cruzan muchas veces, con un papel bien definido para su actuación en todas esas narraciones. Es decir, que un dios como Hermes o una diosa como Afrodita, por ejemplo, tienen un perfil reconocible en todos los mitos donde aparecen, bien sea como protagonistas o actores secundarios en la narración.

Así la mitología está formada de un conjunto de relatos que conservan un aire familiar, que forman como una red narrativa. Eso no sucede en los cuentos populares y maravillosos, que funcionan sueltos y tienen figuras que no se cruzan con las de otros cuentos.

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Los relatos de la mitología tejen una especie de red fabulosa que cubre la representación imaginaria de todo un mundo. Un auténtico mito se integra en ese repertorio mitológico. Es una pieza de ese mosaico narrativo. Y es esa mitología lo que las gentes de una determinada cultura aprenden y recuerdan y transmiten de generación en generación.

Pensemos, por ejemplo, en cualquier dios griego.

Para definir su papel debemos contrastarlo con los otros dioses, como si fuera una figura de un juego de naipes.

En el marco del politeísmo griego cada ser divino tiene asignadas ciertas funciones y actúa en sus dominios propios.

Cuando una figura mítica interviene como actor secundario en un relato, el narrador no lo presenta de modo explícito, porque los oyentes ya saben cuál es el marco previo de su actuación. Así, por ejemplo, cuando aparece el dios Hermes, el público ya sabe de antemano que es el dios de los mensajes, del intercambio, y de los pasos difíciles, y, con todo eso, frecuente auxiliador de los héroes, de modo que actúa en consecuencia. Hay, pues, un cierto código mitológico que facilita la narración mítica.

El hecho de que los grandes dioses, los olímpicos, estén integrados en una familia patriarcal, viene a destacar esa mutua relación.

Nada parecido sucede, insisto, en los cuentos maravillosos populares, cuyos personajes no se repiten en otros relatos y que, de modo característico, carecen de nombres propios. (Son nombrados con términos tan vagos como Caperucita Roja, Pulgarcito, o Jaimito el de las habichuelas).

A diferencia de las narraciones del folktale, en la mitología tenemos relatos que se imbrican y yuxtaponen con mucha frecuencia, y algunos relatos aluden a otros.

Podemos decir que la mitología es un gran libro de muchísimas páginas y figuras. Su complejo entramado narrativo está compuesto de relatos que se han ido agregando en una larga tradición prehistórica, incorporando motivos de muy varia procedencia y variantes de orígenes diversos. Resulta claro el término de conglomerado, usado por el profesor E. R. Dodds, para referirnos a esa suma fantástica de tramas míticas.

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Para el conjunto de relatos de la mitología griega no es muy útil la introducción de términos como los de leyenda o saga, en oposición a mito.

Resulta, en cambio, muy pertinente, y por eso la encontramos en muchos estudiosos, la distinción entre mitos de los dioses y mitos de los héroes, atendiendo a los protagonistas de los relatos en cuestión.

Hay mitos especialmente de dioses, como los que tratan de la formación del mundo y la aparición de los dioses, y hay otros que refieren las historias de los héroes, descendientes de los dioses en gran parte, pero mortales e inferiores en poder a ellos.

También en los mitos heroicos aparecen los dioses (y bien puede verse en la cercanía a los dioses un trazo propio del mundo heroico). Pero está claro que los mitos que Hesíodo cuenta en la Teogonía (la formación del cosmos y el nacimiento de los diversos dioses) son distintos de los relatos sobre la guerra de Troya o las hazañas de Heracles o Ulises.

Con todo, aunque podemos establecer esa distinción entre mitos sobre dioses, primordiales y cosmogónicos, y mitos heroicos, que, próximos a lo que podríamos llamar sagas o leyendas, narran hechos de una etapa posterior a los anteriores pues los dioses han surgido antes que los héroes y han configurado el mundo antes que los héroes, mortales y humanos, ambos mitos pertenecen a una misma mitología, y en los mitos heroicos perduran la actuaciones de los dioses, esos dioses ya fijados en una armonía de poderes y dominios definida en los mitos primordiales.

Mitos y religión. Mitos y ritos Los mitos explican el mundo y dan un sentido a la vida humana, al revelar que más allá de las apariencias del mundo cotidiano, de lo que percibimos, existen los dioses perdurables.

Según los mitos cuanto sucede de importante está marcado por esa presencia invisible, pero atestiguada, por los relatos de la tradición mítica.

Así los mitos son el fundamento de la tradición religiosa, y están relacionados con las prácticas religiosas, fundamentalmente los ritos y las creencias de la sociedad griega.

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Forman la sustancia narrativa de la religión tradicional y así explican muchos ritos o ceremonias de esa religión antigua.

Los mitos se cuentan y los ritos se ejecutan en las ceremonias o cultos rituales. De un lado están las palabras y del otro los actos del culto en honor de los dioses, pero, en muchos casos, narración y acción se complementan, en las liturgias y ceremonias religiosas.

En la cultura griega -y esta es una característica muy propia de ella- los ritos de los diversos dioses, realizados en santuarios y templos y en fiestas señaladas, están a cargo de los sacerdotes. (En Grecia había fiestas y cultos especializados de los diversos dioses, y de algunos héroes, con sacerdotes dedicados especialmente a un templo o un santuario, y también había otros sacerdotes menos especializados).

Pero los mejores narradores de los mitos, los maestros de verdad, los guardianes de la memoria mitológica, los inspirados por las Musas, hijas de Mnemosyne y Zeus, eran los poetas (aedos, rapsodas, primero, y luego, poetas).

A los sacerdotes les competía fundamentalmente la liturgia, la realización de los sacrificios y plegarias en honor de tal o cual dios, la organización de las fiestas, el cuidado de los templos y ceremonias, pero los poetas tenían a su cargo la difusión de los mitos en cantos de memorable belleza.

De ahí viene el fresco aire de poesía que impregna la rememoración de los mitos griegos y también el carácter panhelénico de su difusión. Porque los cultos y los rituales, en un ámbito tan fragmentado políticamente como la Grecia antigua, fueron mucho más localistas y particulares (en cada santuario se daba culto a una divinidad en particular) que los mitos vehiculados por la tradición poética marcada por los grandes autores (Homero y Hesíodo, y luego los trágicos atenienses).

La tradición mitológica griega no conoció ningún dogmatismo rígido ni quedó inmovilizada en libros canónicos, como sucede en las llamadas religiones del libro (como la hebrea con La Biblia o la musulmana con el Corán).

Aunque los mitos exigen por esencia ser recontados con fidelidad, puesto que se presentan como un saber sobre un mundo sagrado, al viajar en las palabras de los poetas, ya en una literatura escrita, se han trasmitido con una admirable y

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sorprendente flexibilidad, desde Homero (siglo VIII a.C.) al mitógrafo Apolodoro (siglo II d.C.).

Justamente una de las características de los mitos en la literatura griega y la tradición posterior europea es el estar sujetos a reinterpretaciones, recreaciones y adaptaciones.

Como si ninguna obra literaria agotara el significado de un mito, éste parece ser una suma de sus versiones históricas.

En esa tradición literaria el esquema del mito se mantiene en lo esencial, pero varía en sus detalles, ofreciendo así nuevos reflejos y matices, nuevos sentidos. Los escritores griegos durante siglos han acudido al repertorio mitológico para darnos sus versiones de los mitos, con un aire renovador. Esto sucede en las tragedias del período clásico de modo muy claro.

Y la transmisión mitológica guarda las huellas de las versiones más logradas. El mito de Edipo, por ejemplo, está para nosotros ligado a la tragedia Edipo rey de Sófocles, más que a ninguna otra versión. Y el mito de Medea está marcado por la versión de la Medea de Eurípides.

Que ninguna obra literaria agote la significación de un mito dice mucho acerca de su riqueza simbólica.

También los mitos literarios modernos, como el de Don Juan o el de Fausto, poseen esa capacidad de sugerencias nuevas.

A diferencia de lo que sucede en los ritos, que se repiten siempre con todo rigor en sus mínimos detalles, y su eficacia depende de esa exacta repetición, los mitos se prestan a las reinterpretaciones, a las relecturas. Y ése es uno de sus encantos.

Pero, convertidos en temática literaria, los antiguos mitos van perdiendo su anclaje religioso.

A la pregunta de: "¿Creían los griegos en sus mitos?" no se puede responder de modo simple. En un principio desde luego que sí.

Por otra parte, conviene recordar que no fueron sólo los poetas y los sacerdotes quienes se ocupaban de difundir los mitos, sino que también lo hacían a su modo los pintores y escultores.

Todo el arte figurativo de Grecia, y el de Roma, tuvo como temática fundamental la representación de figuras y escenas míticas.

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No hemos conservado casi nada de la gran pintura griega, pero sí algunos restos de su escultura y muchos de la cerámica que atestiguan ese afán perenne del arte griego por recontar los mitos y darnos una bella imagen de sus dioses y héroes.

Los orígenes del mundo y de los dioses

Los mitos más allá de la experiencia Las mitologías de las diversas culturas presentan narraciones muy varias y singulares, pero ofrecen coincidencias notables en su temática y en su función didáctica al dar sentido a los grandes enigmas de la existencia.

Los mitos versan sobre aquellos asuntos que inquietan desde siempre al ser humano.

Vienen a ofrecer una explicación del mundo en sus aspectos más hondos y esenciales en un lenguaje plástico y dramático, que desvela un plan divino bajo la realidad cósmica.

Hablan de lo que está más allá de la experiencia, y pretenden revelar, en sus arcaicos relatos prestigiosos, las causas auténticas y ocultas de las cosas.

Cuentan los orígenes del mundo, descubren los principios originarios de los grandes procesos de la naturaleza y de la cultura, así como los fundamentos del cielo y la tierra, y relatan también cómo surgió el fuego y la primera mujer. E informan de la estructura del mundo divino, de los dioses y diosas y sus relaciones familiares, de la ordenación de los cielos y las tierras.

Para ello los mitos evocan el tiempo de los orígenes de las cosas, un tiempo prestigioso y lejano, el aquel tiempo, illus temps, en el que se constituyeron los seres y las cosas, el tiempo de las fundaciones, un tiempo distinto del tiempo de la historia.

A esa época mágica, en la que tomó forma el mundo, en la que los dioses configuraron el cosmos, se refiere el mito. (Después de ese tiempo de los orígenes y de las grandes transformaciones del mundo, está, en la mitología griega, la edad de los héroes, que también se sitúa

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antes de la edad de hierro de los hombres y la historia, aunque esté más próximo a éste, como relata el Mito de las Edades que cuenta Hesíodo).

Una mitología, como la griega, alberga en su comienzo una teogonía y una cosmogonía, y concluye en una escatología.

Es decir, comienza explicando cómo surgieron los dioses y cómo se ordenó el mundo, en la sucesiva aparición de las criaturas y concluye exponiendo cuál es el destino final del ser humano tras la muerte.`

En una mitología como la griega la teogonía relata el nacer de los dioses, que existen para siempre una vez nacidos, pero que no han existido desde la eternidad, sino que han nacido uno tras otro -y la formación del universo- que no ha sido creado de la nada, sino que ha evolucionado desde el caos primordial hasta el cosmos actual.

Esos relatos míticos sobre los orígenes de los dioses, y la formación del mundo y de las estirpes heroicas y humanas son un elemento básico en todas las mitologías -desde la egipcia y la sumeria y babilónica hasta la de La Biblia-.

La Teogonía de Hesíodo En la mitología griega es el poeta Hesíodo de Ascra (en el siglo VIII a.C.) quien en sus poemas épicos, Teogonía y Trabajos y días, nos refiere, en solemnes hexámetros, el proceso originario de todos los seres vivientes, dioses y diosas, y diversas razas de humanos, en un mundo que también se va ordenando a partir de un vacío originario, el Caos.

Recordemos unas líneas de su relato, para destacar el estilo un tanto tópico de este tipo de narración:

“En primer lugar existió el Caos. Después Gea (la Tierra), la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los Inmortales que habitan la nevada cumbre del Olimpo. En el fondo de la Tierra de anchos caminos existió el tenebroso Tártaro. Por último, Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que relaja los miembros y cautiva el corazón y la sensata voluntad en sus pechos de todos los dioses y todos los hombres.

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Del Caos surgieron Erebo y la negra Noche. De la Noche a la vez surgieron el Éter y el Día, a los que ella alumbró preñada en contacto

amoroso con Erebo.

Gea alumbró primero al estrellado Urano con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder ser así sede segura para los felices dioses. También dio a luz

a las grandes Montañas, deliciosa morada de las divinas Ninfas que habitan en los boscosos montes. Ella igualmente parió al estéril Ponto, el piélago de agitadas olas, sin mediar

el grato encuentro sexual.

Luego, acostada con Urano (El Cielo), alumbró a Océano de profundas corrientes, a Ceo, a Crío, a Hiperión, a Jápeto, a Tea, a Rea, a Temis, a Mnemósine, a Febe de áurea corona y a la amable Tetys. Después de

estos nació el más joven, Crono, de mente retorcida, el más terrible de sus hijos y que se llenó de un intenso odio hacia su padre. Dio a luz además a los cíclopes de ánimo soberbio, a Brontes, Estérope y al

violento Arges, que regalaron a Zeus el trueno y le fabricaron el rayo...”

En estos versos (Teogonía, 116 -141), el aedo épico, que se proclama inspirado por las divinas Musas, refiere el surgir de los dioses primeros a partir del Caos.

Con esas primeras presencias divinas y prolíficas se inicia la creación de los seres divinos, que se reproducen mediante uniones sexuales casi siempre, e incluso sin ellas en algún caso.

Así en un vasto proceso genealógico se va configurando el mundo divino y, a la vez, el mundo natural. Surgen la Tierra y el Cielo, el abismo del Tártaro y el tenebroso Erebo, pero también el Océano y las Montañas. Y todo ese proceso teogónico y cosmogónico tiene una finalidad: conduce al dominio de Zeus en los cielos y en la tierra, y a la instauración de un orden en el que, a la larga, quedan incluidos los héroes y los humanos.

Es fácil observar la línea fundamental del desarrollo; Gea y Urano, es decir, Tierra y Cielo, son la pareja primigenia que, a través de un entramado genealógico produce a los dioses olímpicos (Zeus y sus hermanos, hijos del uránida Crono, y los hijos de Zeus). Gea y Urano ofrecen a esos dioses un ámbito que los acoge y envuelve.

Pero, al margen de esa estirpe georunica hay otros seres primigenios que provienen del Caos, como el abismal Erebo y la oscura Noche. También esta, la Noche, es una divinidad prolífica, que produce seres

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que son en gran medida tenebrosos, pero que es madre también del Éter (el aire más puro) y del Día luminoso, paradójicamente.

Todos estos seres primordiales son potencias cósmicas un tanto impersonales, de inmensa pero turbia configuración física, unas son entidades de tipo natural, como las Montañas y el Ponto, y otras de carácter más abstracto, como Temis (Ordenación) y Mnemosine (Memoria).

Todas estas diversas figuras se van a integrar en la progresiva construcción del cosmos, destinado a ser regido por el justiciero Zeus, en quien culmina luego toda esta profusión de seres divinos. Los Cíclopes, monstruosos y violentos, están citados con una clara alusión a su papel como colaboradores en el triunfo de Zeus, a quien le fabricaron sus potentes armas; el trueno y el rayo.

Es muy curioso que, entre tantos prolíficos seres, sólo Eros, el amor, carece de descendencia. Pero tal vez hay que entender que él está detrás de todas esas uniones sexuales, y es el impulso erótico el que anima el poderoso proceso genealógico.

Un motivo central en esa configuración del panteón divino es la lucha por el poder celeste. Hesíodo cuenta cómo el astuto Crono apartó al Cielo de la Tierra, y castró y destronó a su padre Urano, librando así a su madre y a sus hermanos de la opresión. Con una hoz de afilados dientes segó Crono los genitales del dios celeste que echado sobre la Tierra impedía surgir a la luz a sus hijos. Cuando los genitales cortados cayeron al mar, de la espuma surgió Afrodita, la diosa del amor y del sexo. Tras su nacimiento maravilloso, la muy bella diosa, acompañada de Eros e Homeros (el Deseo), se dirigió a la isla de Citera y luego a Chipre, lugar destacado de su culto.

En el relato de Hesíodo siguen diversas genealogías; nombra a los numerosos hijos de la Noche y los vástagos de otros dioses.

En el poema abundan los catálogos de muchos nombres, producto de series genealógicas.

La genealogía es la forma mítica por excelencia para señalar la relación y el parentesco de numerosas criaturas divinas. Hay seres muy prolíficos, como Nereo, hijo de Océano, padre de las cincuenta Neriedas (cuyos cincuenta nombres da Hesíodo), y otros de pocos hijos, pero muy brillantes, como el Titán Hiperión, padre de Helios y Selene (Sol y Luna).

En algunos personajes se introduce alguna digresión, como en el caso

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de Hécate y, sobre todo, en el de Prometeo, hijo del Titán Jápeto.

La lucha por el poder cósmico, ya iniciada con la castración de Urano por Crono, continúan con el derrocamiento de éste por su hijo Zeus. Zeus tiene luego que asegurar su poder en fiero combate contra los hermanos de Crono, los soberbios Titanes, y el monstruoso Tifón. Zeus toma como esposa a su hermana Hera, y se instala en el trono celeste, para siempre, repartiéndose el dominio del mundo con sus hermanos, Poseidón y Hades.

Se ha dicho que la Teogonía de Hesíodo es, en el fondo, un himno a la grandeza de Zeus, el

soberano omnipotente, que es el dios celeste de los indoeuropeos, el dios del rayo y los truenos, el señor del vasto Olimpo, llamado "Padre de los dioses y de los hombres", el vencedor de los Titanes y de Tifón, el providente y justiciero. Zeus es también un dios prolífico y su descendencia le sirve para confirmar su poderío dentro del orden del universo.

Son muchas las divinidades nacidas del providente Zeus, como recuerda Hesíodo. No está de más citar de nuevo algunas líneas de la Teogonía (vs. 886 y ss.):

"Zeus, rey de dioses, tomó como primera esposa a Metis, la más sabia de los dioses y los hombres mortales. Mas cuando ya faltaba poco para que naciera la diosa Atenea de ojos glaucos, engañando astutamente su espíritu con ladinas palabras, Zeus se la tragó por indicación de Gea y del estrellado Urano. Así se lo aconsejaron ambos para que ninguna otra de las deidades sempiternas obtuviera la dignidad real en lugar de Zeus.

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Pues estaba decretado que nacieran de aquélla hijos muy prudentes: primero la doncella de ojos glaucos Tritogenia (Atenea), que iguala a su padre en coraje y sabia decisión y, luego, era de esperar que un hijo, rey de dioses y hombres con arrogante corazón. Pero Zeus se la tragó antes para que la diosa (en su interior) le avisara de lo bueno y lo malo.

En segundo lugar, desposó a la brillante Temis que parió a las Horas, a Eunomía, Díke, y la floreciente Eirene (Paz), las cuales protegen las cosechas de los hombres mortales, y las Moiras,

a las que Zeus otorgó la mayor distinción, a Cloto, Láquesis y Atropo, que conceden a los hombres ser felices y desgraciados.

Eurínome, hija de Océano, de encantadora belleza, le dio a las tres Gracias de hermosas mejillas, Aglaya, Eufrósine y la deleitosa Talía.

Luego subió al lecho de Deméter nutricia de muchos. Esta parió a Perséfone de blancos brazos, a la que Edoneo (Hades) arrebató del lado de su madre, con el permiso del prudente Zeus.

También hizo el amor a Mnemósine de hermosos cabellos y de ella nacieron las nueve Musas de dorada frente a las que les encantan las fiestas y el placer del canto.

Leto dio a luz a Apolo y a la arquera Artemis, prole más deseable que todos los descendientes de Urano, en contacto amoroso con Zeus, portador de la égida.

En último lugar tomó por esposa a la floreciente Hera. Ésta dio a luz a Hebe, Ares e Ilitía, en su amorío con el rey de dioses y de hombres.

Y, de su cabeza, parió a Atenea de ojos glaucos, terrible, belicosa, conductora de ejércitos, invencible y augusta, a la que deleitan los tumultos, las guerras y los combates.

Hera dio a luz, sin contacto amoroso, -estaba furiosa y resentida con su esposo-, que destaca entre todos los descendientes de Urano por la

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destreza de sus manos.

...También con Zeus, la hija del Atlante Maya parió al ilustre Hermes, heraldo de los Inmortales, fruto de su sagrada unión.

Y la hija de Cadmo Sémele, dio a luz a un famoso hijo, el muy risueño Dioniso, un inmortal, siendo ella una mortal. Ahora ambos son dioses.

Y Alcmena parió al fornido Heracles en trato amoroso con Zeus amontonador de nubes”.

Con la mención de Dioniso y Heracles, hijos de bellas mujeres de estirpe regia, -ascendido el primero desde su nacimiento a la categoría de dios, y el segundo deificado luego como premio a sus hazañas formidables-, concluye Hesíodo su catálogo de los divinos hijos de Zeus. (Algunos otros héroes podían jactarse de descender de él como Minos, hijo de Zeus y Europa, pero los más grandes quedan aquí citados).

Heracles es, por su nacimiento y su muerte, un héroe (que luego, excepcionalmente, fue deificado, tras su muerte).

En los versos siguientes Hesíodo pasa a mencionar a los principales héroes y heroínas, continuando así su catálogo poético.

En todo caso, la Teogonía cumple bien su programa: relatar el proceso de la formación del mundo divino y heroico, desde su comienzo absoluto, su arché, según el término griego que significa principio fundamental.

El triunfo de Zeus, como ya apuntamos, significa la instauración definitiva de un orden. Desde los violentos Titanes hasta el providente Crónida, que es padre y administrador de Díke, se dibuja la instauración del orden y la justicia.

Esa es la lección que Hesíodo, un gran pensador al tiempo que un buen aedo, sabe expresar reorganizando en su poema todo un material mitológico de larga tradición y muy antiguas raíces.

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Su esquema de fondo encuentra paralelos en otras mitologías del Antiguo Próximo Oriente.

Como ha señalado un buen estudioso del pensamiento antiguo, Kurt von Fritz:

"Es un elemento común al mito oriental antiguo y a Hesíodo la serie de generaciones que procede de la pareja Cielo y Tierra, representando a

las fuerzas desordenadas de la naturaleza, hasta llegar a una generación de varios dioses contemporáneos, a cuya cabeza se halla un dios supremo, con cuyo reinado está relacionada la introducción de un

determinado orden comprensible para el hombre."

Un motivo de claros paralelos en mitologías orientales es, en concreto, el de la sucesión de tres dioses en el trono celeste (Urano-Crono- Zeus en el mito griego).

También se encuentra en ellas el tema de las Edades de la decadencia de los humanos (con la Edad de Oro inicial, seguida por las Edades de Plata y de Bronce, y, ya en Hesíodo, de los Héroes y el Hierro), un mito que Hesíodo cuenta, no en la Teogonía, sino en su otro poema: Trabajos y Días.

Parece claro que Hesíodo ha recogido y reelaborado en sus poemas los motivos y figuras de una amplia tradición, de transmisión oral, no sólo de origen indoeuropeo, sino también mediterráneo y enriquecida con múltiples influjos mitológicos de otras mitologías del Antiguo Oriente.

Sobre ese conglomerado mítico de muy vastas resonancias el poeta de Ascra ha impuesto su personal anhelo de sistematización y ordenación del conjunto, en un intento de ofrecer una visión cósmica que viene a culminar en el reinado de Zeus el justiciero y providente "Padre de los dioses y los hombres".

También es evidente la clara configuración antropomórfica de estas divinidades helénicas.

Si, desde un comienzo, podemos señalar una tendencia a representar a las figuras divinas con rasgos humanos (así incluso los primigenios dioses se unen en abrazos y tratos sexuales y las diosas dan a luz como las hembras de la especie humana), una tendencia que se da en todas las mitologías, son los Olímpicos griegos (es decir, Zeus y su familia) quienes más claramente ejemplifican esa tendencia a dotar a los dioses de figura y voz humanas. Los dioses y las diosas tienen hermosas figuras humanas, y hablan, comen, sienten, duermen, se engañan y hacen el amor como los humanos.

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Por eso pueden tener tratos con los humanos y dialogar con ellos.

Aunque gozan de algunos alimentos especiales (néctar y ambrosía) y son por esencia los Inmortales y los Felices (a pesar de sus engaños y dolores ocasionales), tienen cuerpo y sentimientos como los humanos. Esos seres divinos tan perfectamente antropomorfos son muestras de esa extrema humanización (A. Brelich) de lo divino, que parece característica de la concepción griega de la divinidad, que en esto se distingue de otras mitologías del Antiguo Oriente.

Esas figuras de dioses monstruosas o teriomórficas, que se dan en Egipto o en la India, han quedado relegadas en el panteón griego a algunas raras reliquias, a seres marginados, como los Gigantes Centómanos, Tifón, o los Cíclopes .

Una concepción mucho más abstracta y depurada de la divinidad, un dios sin forma humana y que es puro pensamiento, surgirá sólo mucho más tarde en las teorías de algunos filósofos y pensadores griegos que criticaron a fondo, como Jenófanes y Platón, el antropomorfismo y politeismo de la religión tradicional.

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Principales divinidades. La Familia Olímpica

Los Doce Dioses Podemos encontrar en los textos antiguos claras menciones del conjunto de los Doce Dioses.

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Incluso en el ágora de Atenas había un altar dedicado a esos Doce Dioses, como conjunto que agrupaba a las divinidades mayores del Olimpo.

Se trata, sin embargo, de un número bastante convencional y no hallamos una coincidencia total cuando se trata de concretar todos sus nombres en una lista fija.

El panteón de los grandes dioses comprende hasta quince divinidades de indiscutible prestigio en el culto y la mitología. Son las siguientes:

Seis son los descendientes de Crono, tres dioses, Zeus, Poseidón y Hades, y tres diosas, Hera, Deméter y Hestia. Hijos de Zeus y Hera son Hefesto y Ares; de Zeus y Leto la pareja de Apolo y Artemis; de Zeus y la ninfa Maya, Hermes.

Afrodita ha nacido del semen de Urano y la espuma marina, según Hesíodo (o de Zeus y Dione según Homero).

Atenea ha surgido de la cabeza de Zeus (después de que éste se tragara a la diosa Metis).

Dioniso es hijo de Zeus y la reina tebana Sémele.

Perséfone es hija de Deméter y de Zeus.

Son los dioses que la mitología latina conserva con otros nombres:

Hijos de Crono (= Saturno) y Rea (= Madre de los dioses) .

Zeus = Júpiter. Hera = Juno. Poseidón = Neptuno. Deméter = Ceres. Hades = Plutón. Hera = Vesta.

Hijos de Zeus (Júpiter) y diversas diosas.

Apolo = Febo. Artemis = Diana. Hefesto = Vulcano. Atenea = Minerva. Ares = Marte. Afrodita = Venus. Hermes = Mercurio. Perséfone = Proserpina. Dioniso = Baco

Estas son las figuras más destacadas del panteón clásico. Hay otros dioses, como Prometeo, y las Musas, y Pan, por ejemplo, que son interesantes por sus aportaciones y funciones, pero que no tienen el culto panhelénico y la presencia religiosa de estas quince.

Necesitaríamos mucho espacio para tratar de ellas de manera digna, pero tenemos que limitarnos ahora a señalar sus rasgos básicos.

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Zeus y Poseidón

De Zeus ya hemos señalado que es la máxima divinidad del panteón.

Es un dios de claro origen indoeuropeo (con rasgos que conserva el Júpiter latino y el Odeon germánico).

Es el dios de los cielos, el amontonador de nubes, el dios del rayo y del trueno, que ha logrado, tras destronar a Crono y

vencer a los Titanes y Gigantes, el poder supremo sobre dioses y hombres. Es el señor del Olimpo, el Padre de dioses y hombres (en el sentido de protector y regidor de unos y otros), que preside las reuniones de los dioses y garantiza el orden del mundo, teniendo a su lado a la Justicia (la divina Dike). Se ha repartido el dominio del orbe con sus hermanos Poseidón y Hades.

A Poseidón le corresponde el dominio de los mares y a Hades el del ámbito sombrío, subterráneo y populoso de los muertos que lleva su mismo nombre (el Hades).

El soberano Zeus es padre de muchos dioses y de grandes héroes (como Heracles y Perseo).

Su esposa legítima es Hera, pero tiene otros amoríos. Zeus se sienta en el trono celeste empuñando el cetro y el rayo, y su animal simbólico es el águila solitaria y veloz.

Poseidón es el gran dios de los dominios marinos.

Está casado con una ninfa oceanide: Anfitrite. (Además de su morada olímpica posee un gran palacio en el fondo marino). También él es padre de algunos grandes héroes y de numerosos monstruos (como el cíclope Polifemo).

Es el dios de las aguas y también de los terremotos. Tiene un aspecto ctónico, como abrazador de la tierra.

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Su animal simbólico es el caballo.

Su arma, el gran tridente que enarbola en su puño.

Viaja por el ancho mar en raudo carro tirado por tritones.

Hades y Hera Hades es el soberano del mundo infernal, ese oscuro y vasto dominio de los muertos adonde van a parar las almas de los héroes y acaso las de los humanos.

Situado bajo tierra, al otro lado de la laguna Estigia y del río Aqueronte, el Hades es su reino. Recibe el sobrenombre de Plutón (el Rico) por las inmensas riquezas que alberga.

El nombre de Hades indica etimológicamente su condición de Invisible, pues el dios permanece en su ámbito de tinieblas.

Allí se sienta en su trono junto a su esposa Perséfone, la hija de Deméter, a la que él mismo raptó.

Guarda la entrada del sombrío Hades el monstruoso perro de tres cabezas, Cerbero (Cancerbero).

Hera es la hermana y esposa de Zeus, la señora del Olimpo.

Como protectora del matrimonio y esposa del enamoradizo Zeus, muestra a menudo su severo carácter.

Ya Homero alude a sus riñas con su augusto esposo y sus repetidas quejas por las infidelidades de éste.

Tanto Heracles (hijo de Zeus y Alcmena) como la bella Io (amada por Zeus) padecieron sus rencores. Hijos suyos son Hefesto (según Hesíodo nacido de ella sola; pero según Homero hijo también de Zeus), que le tiene especial afecto; y Ares, y dos diosas menores: Hebe (la diosa de la juventud) e Ilitiya (la diosa de los partos).

A Hera se le dedican dos animales: la vaca y el pavo real.

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Deméter, Hestia y Afrodita

Deméter es la diosa de los campos cultivados y, en especial, del trigo y los cereales.

El mito famoso sobre ella se centra en sus andanzas en búsqueda de su hija Persefone (raptada furtivamente por Hades) y la fundación de su culto mistérico en el santuario de Eleusis.

Allí era adorada junto a Perséfone (Core, la Muchacha).

Hestia es una divinidad de mínimo relieve mítico, ya que es la guardiana del hogar y del fuego hogareño en el interior de la casa.

Recluida en el fondo del Olimpo, la sedentaria y virginal Hestia no tiene ninguna aventura ni actuación memorable.

Salvaguarda la casa familiar y cuida del fuego sagrado.

Se ha subrayado que, por esa intimidad y reclusión doméstica, se sitúa en el polo opuesto de Hermes, el dios viajero y versátil. (En Roma el culto de Vesta tuvo mayor relieve que en Grecia, por la instalación del templo de las Vestales en el Foro Romano).

Afrodita es la divinidad del amor y del impulso a la unión sexual. Nacida de la espuma del mar y de los genitales de Urano, simboliza la pulsión erótica que deja sentir su poder sobre dioses, humanos y animales. (Homero da otra versión de su nacimiento, presentándola como hija de Zeus y una diosa poco conocida, Dione).

Parece ser una diosa originaria del Mediterráneo, una divinidad parecida a la Astart‚ fenicia y la Ishtar babilónica, que ha tomado una gracia y belleza especial en tierras helénicas.

Es esposa de Hefesto, pero tiene otros amantes, como Ares, Adonis, Hermes, y, ocasionalmente, un héroe: el troyano Anquises.

De su unión con éste nace Eneas, el gran héroe fundador de Roma. Pero, en la tradición poética, su hijo más poderoso es Eros, el bello y alado niño arquero.

También nacieron de ella Hermafrodito, engendrado de Hermes y Armonía, hija de Ares. Su flor es la rosa y su animal la paloma.

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Atenea nació de la cabeza de Zeus, en un parto maravilloso.

Surgió ya como una bella joven armada, como una walkiria griega.

Con su casco, su lanza y su escudo, la diosa de ojos glaucos es, a la vez, patrona de la inteligencia y de la guerra.

En este dominio rivaliza con Ares, pero mientras éste es un dios feroz y brutal, Atenea es más bien la inspiradora de la destreza y táctica bélicas. También es la diosa de los artesanos, y de las labores femeninas.

Es para siempre virgen, una doncella sin afán maternal e inmune a las flechas de Eros y las mañas de Afrodita.

Es amiga y protectora de muy esforzados héroes, como Teseo o

Ulises. Predilecta de Zeus, es la diosa patrona de Atenas, y el Partenón es su templo más famoso.

Su árbol es el olivo, que hizo nacer como regalo para Atenas, y su animal simbólico la lechuza, ave nocturna de grandes ojos, símbolo del afán de saber.

Artemis es también una diosa virgen, patrona de la castidad femenina.

Es la agreste señora de las fieras y los animales salvajes, amiga de la caza, que recorre los montes y bosques armada con su arco y sus flechas certeras. Va acompañada de un cortejo de ninfas.

Como su hermano Apolo, es esbelta y rubia, ágil y montaraz.

Su cólera es temible, como mostró asaetando, junto a su hermano, a los muchos hijos de Niobe, que se había jactado de ser mejor madre que Leto. Diosa lunar, poco cívica, su animal simbólico es la cierva.

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Apolo es, como su hermana Artemis, un bello joven rubio y un diestro arquero, que lleva consigo su arco de plata y sus flechas certeras.

Pero es también el dios de la música serena, de la lira y los cantos corales.

Le siguen con frecuencia las Musas, formando un grácil coro. Por su serenidad y su arrogancia encarna la imagen arquetípica del dios solemne y soberano, "el más hermoso dios helénico".

Es también el dios de las profecías y las purificaciones.

Su mayor santuario profético estaba en Delfos, pero también su isla natal, en Delos, fue otro famoso lugar de su culto.

Es una divinidad que vence monstruos y abre caminos, y que ofrece, desde Delfos, sus sabios consejos.

Favorece así el movimiento colonizador de la época arcaica.

Tuvo también numerosos amores; si bien no todos exitosos, pues alguna vez fue rechazado: lo fue por Dafne, que se metamorfoseó en laurel, y por Casandra, la profetisa troyana.

Era, sobre todo, un dios luminoso.

Recibe culto, como el antiguo Helios, identificado como dios del Sol. (Del mismo modo que Artemis como la Luna, en lugar de la antigua Selene).

Apolo aparece en la luz del alba ante los héroes navegantes en rápidas y fulgurantes epifanías.

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Hefesto, Hermes, Ares y Dioniso

Hefesto es, según Homero, hijo de Zeus y Hera.

Es el dios de la fragua y el trabajo de los metales. Es un tanto deforme, pues se quedó cojo al caer, arrojado por Zeus desde el Olimpo en Lemnos. Está casado con la bella Afrodita.

Es un dios muy diestro en su oficio y fabrica armas prodigiosas y artilugios un tanto mágicos, como autómatas de metal y camas con trampa, como la que le sirvió para atrapar a su esposa Afrodita estrechamente abrazada a Ares.

Hermes es el mensajero de los dioses.

Hijo de Zeus y la ninfa Maya, veloz y astutísimo, es el patrón de los heraldos, los mensajeros, los comerciantes y los ladrones.

Y también es el guía de las almas en el viaje al mundo oscuro del Hades. Como psicopompo guía las procesiones de las almas difuntas hasta entregarlas al barquero Caronte, en el límite entre ambos mundos.

Caminante incansable, lleva unas sandalias aladas, un sombrero de amplias alas (el petaso), y empuña un bastón singular, el caduceo, que es al mismo tiempo báculo de viajero y varita de magia. (El caduceo se representa como una vara en torno a la cual se enroscan dos serpientes).

Es también un dios de los ganados, y a veces se le representa como un pastor con un corderillo sobre los hombros (es decir, como crióforo o moscóforo). Presta favores en el intercambio comercial y facilita la comunicación, un dios de buenos augurios, de felices encuentros en los cruces de caminos y de ganancias en el mercado.

Es un útil aliado y ayudante de héroes astutos y audaces.

Ares es hijo de Hera y Zeus.

Es el dios de la guerra. Frente a la también guerrera Atenea, representa los aspectos más feroces de la misma.

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Por eso es, ya en Homero, causa de llantos y dolores.

En general, una divinidad poco simpática.

Menos grandiosa que Marte en Roma.

Ya mencionamos sus amoríos adúlteros con Afrodita, que recuerda Homero en la Odisea. Compañeros suyos son el Miedo y el Terror (Fobo y Deimo) y de él descienden las Amazonas bárbaras.

Finalmente, Dioniso es hijo de Zeus y la mortal Sémele, princesa tebana.

Su extraño nacimiento lo hace surgir como un dios, y no ya un héroe, como pronosticaba el provenir de una madre mortal.

Es un dios que, en varios aspectos, se contrapone a los otros olímpicos. Y, en especial, contrasta con el sereno

Apolo.

También a Dioniso le acompaña cierta música, pero es la de los tambores y las panderetas (tímpanos y címbalos), una música de percusión, de ritmos orgiásticos, opuesta a la serenidad de la lira.

Es el dios del entusiasmo báquico. Inventor de la vid y del vino, guía del coro de las menades o bacantes y de los sátiros, viene de Oriente con su cortejo festivo. Invita a la fiesta nocturna y frenética.

Sus cultos tienen cierto aire selvático, pues las bacantes celebran en el monte y en la noche sus ritos y sus danzas (En ellos cazan y descuartizan con sus manos un animal y devoran cruda la carne de su víctima, mientras gozan de éxtasis y gritan en delirios felices). Dioniso es también el dios del teatro y de la máscara.

Y va y viene al mundo de los muertos, como recuerdan en Atenas las fiestas de las Apaturias.

Es un dios que procura honda alegría a sus fieles, pero que es feroz en el castigo de quienes se oponen a sus cultos, como recuerda la tragedia

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de Eurípides Las bacantes.

(Sobre los mitos acerca de Hermes y Dioniso volveremos más adelante).

Hay, junto a los ya mencionados grandes dioses, que habitan el Olimpo, como una familia congregada en torno al soberano Zeus, una serie de divinidades menores, menos individualizadas, de cultos locales y a menudo integradas en grupos, como son las Gracias, que son tres, las Musas, que son nueve, las Ninfas, unas marinas, como las oceánides, otras fluviales, como las néyades, y otras arbóreas, como las dríades, los Sátiros, cornudos y de pies de cabra, los Vientos y los Ríos, seres divinos que están integrados en la Naturaleza y que aparecen a menudo en la poesía y la plástica.

Los héroes griegos

El mito de las edades La mitología griega no sólo cuenta los grandes hechos de los dioses, sino también las memorables hazañas de los héroes.

La abundancia de figuras heroicas es un rasgo característico de esta mitología. Aunque son mortales como los humanos, los héroes los superan en nobleza, valor y capacidad de acción.

Pertenecen a una edad anterior a la última edad de los hombres, la del Hierro, según Hesíodo. Según cuenta este poeta, la Edad de los Héroes

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vino después de la violenta Edad del Bronce y antes de la oscura Edad del Hierro en la que él lamentaba vivir.

La época de los héroes estaba en un pasado, no demasiado lejano, y mucho más brillante que el amargo presente. Citemos sus palabras (Trabajos y días, vs. 156-176):

"Y luego, cuando también a esta raza -la de bronce- la tierra la hubo sepultado, de nuevo ahora sobre el fértil suelo Zeus Crónida creó otra cuarta, más justa y más noble, la raza divina de los héroes, que son llamados semidioses, la estirpe anterior a nosotros en la tierra sin

límites.

También a éstos los aniquiló la maldita guerra y el fiero combate, a los unos en trono a Tebas la de siete puertas, en el país de Cadmo,

peleando por los rebaños de Edipo, y a los otros llevándolos en naves por encima del inmenso abismo hasta el mar de Troya, en pos de

Helena de hermosa cabellera.

Ciertamente a ellos los envolvió el manto de la muerte. Pero a algunos el padre Zeus Crónida les concedió vida y moradas lejos de los

humanos, en los confines de la tierra. Así que éstos habitan con nimo exento de pesares en las Islas de los Bienaventurados , a orillas del

Océano de profundos remolinos; felices héroes, a los que dulce cosecha que tres veces al año florece les produce la tierra fecunda a instancias

de los Inmortales.

Reina sobre ellos Crono. Ya que el mismo padre de hombres y dioses lo liberó , y ahora por siempre mantiene su gloria, como es justo. De

nuevo Zeus estableció otra raza de hombres de voz articulada sobre la fértil tierra: los que existen ahora . No habría querido estar entre los

hombres de esta quinta generación, sino morir antes o nacer más tarde. Pues la de ahora es la raza del hierro."

El mito de las edades, designadas con nombres de metales, es de origen oriental. Ilustra la progresiva decadencia de las estirpes que pueblan la tierra desde la etapa áurea en que los hombres estaban más cercanos a los dioses, y la dicha era fácil y espontánea, hasta el tiempo pesaroso que al poeta le ha tocado vivir.

En la lista de edades metálicas, con precedentes en otras mitologías, Hesíodo ha intercalado esta cuarta, que quiebra la línea de empeoramiento. Oro, plata, bronce, y entre la del bronce y la del hierro, los héroes.

Frente a la raza de bronce, “nacida de los fresnos, terrible y violenta”,

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que se precipitó en el Hades oscuro sin dejar memoria, la de los héroes se presenta como un luminoso espacio que suscita nobles recuerdos.

Fueron los héroes "una raza más justa y más noble", génos diakaióteron kaì áreion. No estaban dominados sólo por la violenta soberbia, la hybris, como los broncíneos, sino que se interesaban por la justicia, díke, y eran mejores, o incluso los mejores, los aristoi, entre los humanos.

Son sus representantes los héroes venerados por doquier por el pueblo griego, esos que celebra la poesía épica, como los fieros guerreros que combatieron en torno a las ciudadelas de Tebas y de Troya, y con ello suministraron materia de canto a musas y aedos Hesíodo les ha abierto un hueco esclarecido en el esquema de las edades. Como J. P. Vernant ha señalado en su excelente análisis del mito, representan el aspecto positivo de la función guerrera en el esquema trifuncional latente en la estructura de ese relato, mientras que, en la edad anterior, los hombres del bronce ofrecen un aspecto negativo: la violencia brutal y la soberbia sin freno.

Rasgos de los héroes Los héroes son figuras del pasado y son muertos memorables. Como los magnánimos aqueos o los campeones tebanos.

Eran mejores que los de ahora. De ellos puede bien decirse lo que ya dice el viejo Néstor en la Ilíada, al comparar a los guerreros de su juventud con los posteriores: "Con ellos ninguno de los mortales que ahora son sobre la tierra podría combatir" (I, 271-2).

Tenían una enorme superioridad de cuerpo, y también de alma, escribe Aristóteles (Política 1332b) frente a los hombres nacidos luego.

No todos fueron a parar al Hades. A algunos los dioses les dieron un retiro privilegiado en las Islas de los Bienaventurados o los Campos Elíseos.

Allí fue a parar el rey Menelao, el ilustre esposo de Helena, como le profetizara Proteo (Odisea, IV, 560 y ss.).

Pero incluso los que han ingresado en el Hades, siguiendo la suerte común, no se quedan sin nombre ni gloria. Perduran con gran prestigio en la memoria de las gentes.

El culto a los Héroes tuvo gran extensión y arraigo en toda Grecia. En torno a los sepulcros de éste o aquel héroe, en

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santuarios y parajes consagrados a su memoria, se mantenía una veneración perdurable.

De ellos se esperaba que en momentos de apuro podían acudir como fantasmas.

Podían venir en ayuda de los suyos en la batalla (como se apareció Teseo en Maratón contra los persas), o dar un susto nocturno a algún viajero imprudente.

Mucho puede decirse del culto a los héroes.

Contenido complementario 3

Según Hesíodo los hombres de la raza de oro se transformaron al morir en daimones, y es probable que también algunos héroes, los mejores, gozaran de un estatuto de supervivencia parecido. Eran hemitheoi, semidioses, pero la barrera de la muerte los apartaba de los dioses y los unía decididamente con los humanos.

Hay una gradación de poder entre dioses, héroes y hombres. Los espléndidos guerreros de la épica, que en el combate llegan a enfrentarse a los mismos dioses -tal como Diomedes en Ilíada V-, pero están condenados a morir, tarde o temprano (y más bien temprano incluso los más grandes).

Pervive, sin embargo, el recuerdo de sus hazañas, en el mito y la memoria, gracias a su fama memorable, su kalos, en la poesía y el culto.

"Himnos, sóbranos de la lira, ¿a qué‚ dios, a qué‚ héroe, a qué hombre ensalzaremos en el canto?" pregunta Píndaro al comienzo de su Olímpica II.

El gran lírico celebra en sus epinicios a sus contemporáneos victoriosos en juegos atléticos.

Pero esos humanos reciben sus alabanzas enlazadas a recuerdos de héroes y dioses.

El paradigma heroico actúa en el trasfondo del elogio.

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Los héroes, protagonistas de la épica y la tragedia Los héroes son también los protagonistas de las narraciones épicas y de las tragedias clásicas.

Las primeras se ocupan de rememorar sus famosas hazañas -es decir, del kléos-, mientras que las tragedias representan el sufrimiento -páthos- que marcó su final trágico (cuando lo hay). La grandeza del héroe provoca a veces su desmesura -hybris- y esa excesiva soberbia y arrogancia atrae sobre él la destrucción -áte- según un esquema trágico conocido.

Poemas heroicos los hay en muchas culturas.

La épica tiene por doquier un fondo parecido: los héroes muestran su coraje singular en terribles combates, en fiestas de sangre, furia y polvo, bajo la mirada de los dioses y para admiración de los oyentes. (En su excelente estudio Heroic poetry, C.M. Bowra ha analizado los motivos recurrentes de esa poética en varias literaturas. Respecto de los episodios un tanto arquetípicos de la carrera heroica, remito al sugerente libro de J. Campbell: El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito.

Para definir a los héroes podemos recordar un fragmento de Heráclito (29 DK), que dice:

"Los mejores exigen una cosa por encima de todas: gloria imperecedera entre los mortales".

Esa fama imperecedera, aénaon kléos, está en relación directa con el honor, timé, que es el botín merecido de los héroes magnánimos, como advierte Aristóteles.

El honor es superior a la vida en la consideración heroica. Por él van los héroes a sus audaces empresas, desafiando los riesgos del camino y la misma muerte.

Mientras que los dioses, inmortales por esencia, observan y alguna vez visitan el mundo terrestre sin riesgos, los héroes empeñan su destino en la aventura. No pueden escapar a su sino mortal.

En vano Belerofonte intentó asaltar el Olimpo en su caballo alado

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Pegaso. En vano Sísifo el astuto vadeó de regreso una vez el Aqueronte, frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Pronto le alcanzó el castigo de Zeus relegándolo de nuevo al Hades. Pero el héroe elige una vida corta y gloriosa antes que una larga y silenciosa. La elección de Aquiles marca la pauta.

Sólo algunos héroes muy excepcionales han logrado la inmortalidad divina: Dioniso, Heracles, y Asclepio ascendieron a dioses.

Muchos semidioses son hijos de un dios o una diosa. Como Aquiles, hijo de la diosa marina Tetis y del héroe Peleo, o Eneas hijo de la diosa Afrodita y el troyano Anquises, o Heracles, hijo de Zeus y de la reina tebana Alcmena. Otros tienen su parentesco divino más lejano, como Ulises o Héctor.

Hay una temática heroica: el vivir peligroso en busca del honor y el servicio a los otros. Por la patria combate ya un héroe como Héctor, más moderno.

El héroe es paradigma del valor. Incluso para alguien tan poco crédulo en mitos como el viejo Sócrates. En un célebre texto de la Apología escrita por Platón (28b y ss.), explica :

"Quizás alguien diga: ¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte dedicado a una ocupación tal por la que ahora corres peligro de morir? A ese yo le respondería unas palabras justas: No tienes razón, amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha de tener en cuenta el riesgo de vivir o morir, y no el examinar solamente al actuar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre de bien o un malvado. De poco valor serían, según tu idea, cuantos semidioses murieron en

Troya, y especialmente el hijo de Tetis, que, ante la idea de aceptar algo deshonroso, despreció el peligro hasta el punto de..."

Y Sócrates recuerda la decisión de Aquiles de preferir una muerte pronta con tal de conseguir gran honor. Que el ilustrado ateniense se acoja a tal ejemplo muestra bien la perdurabilidad de esa ética.

En contraste cabe preferir una vida larga.

Esta es la elección que hizo Fineo, un rey tracio, dotado para la profecía. Apolo irritado con él lo dejó ciego.

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Y arrastró una tenebrosa vejez, atormentado por las Harpías, en la ribera cercana al Mar Negro. (Los Argonautas al visitar la zona le liberaron de tan monstruosas y rapaces bestias).

Su destino, como el del adivino Tiresias, y como el del aedo ciego, es el opuesto al del héroe. Inhábil para la aventura y la guerra, no recibe el reflejo glorioso de las armas, sino que está envuelto en una ambigua respetabilidad.

Se defiende mediante su saber ambiguo y sus palabras aladas en los márgenes del ámbito heroico.

La muerte alcanza siempre al héroe, y puede ser memorable.

A veces es lo único que se recuerda de él, como en el caso de Protesilao, el primer aqueo muerto apenas puso el pie en la orilla de Troya.

Otros sufren una muerte traicionera cuando regresan al hogar después de sus hazañas, como Agamenón y Heracles.

Aquiles morirá alcanzado en el talón por una flecha. Ulises, lejos del mar, en un encuentro extraño. (A manos de su hijo Telégono, que no lo reconoció a tiempo, según el poema épico perdido de la Telegonia).

Otras veces el héroe elige su muerte en el suicidio, como hace Ayante.

Lo que, en cualquier caso, define al héroe no es tanto el triunfo final, ni mucho menos el final feliz, sino el arrojo personal, la voluntad de aventura, el desprecio a los riesgos, la apuesta por el honor, el apetito de gloria, el lanzarse a la acción extraordinaria ser siempre el mejor y mostrarse superior a los otros (como dice Aquiles en Ilíada, XI 784) es la más clara divisa heroica.

Tipos de héroe La variedad de figuras heroicas en el mundo helénico es muy grande. Esos héroes que hemos citado son los más destacados de su clase, pero el repertorio es muy vario. (Lo señaló muy bien A.Brelich (1978) en su libro Gli eroi greci. Un problema storico-religioso.

Junto al tipo guerrero (Aquiles) está el del héroe solitario que lucha y aniquila tremendos monstruos y va abriendo caminos (Heracles) y el

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que es ambas cosas a la par, fuerte guerrero y astuto aventurero (Ulises).

También hay héroes especialmente relacionados con la competición atlética (Pelope y los Dioscuros), o con la mántica (como Melampo), o con el arte de curar (como Asclepio) y héroes inventores (como Palamedes) y héroes locales de limitado arrojo, a los que se recuerda sólo en un santuario o una tumba. Todos destacan por su areté‚ su excelencia en uno u otro respecto.

Muchas veces el héroe parece predestinado desde su mismo nacimiento.

Otto Rank en su libro El nacimiento del héroe señalaba los rasgos comunes de esos nacimientos e infancias singulares que anuncian un destino heroico, en un repertorio que se extiende desde el origen de Moisés, abandonado y salvado de las aguas del Nilo, al de Jesús, hijo de una Virgen y de un Dios que delega su paternidad en un discreto padre terrenal (José).

Un nacimiento furtivo y la presencia imponente de la Madre, virgen o diosa, con una infancia alejada del hogar, con el abandono al azar sobre las aguas de un río o mar, y luego la infancia bajo un preceptor o educador extraordinario, son elementos repetidos de muchos mitos.

En la historia de Aquiles se dan esos rasgos. Es hijo de una diosa, que lo abandona pronto, es educado por el centauro Quirón, y está destinado a ser mejor que su padre. Aquiles está destinado a una vida breve y larga gloria. Como Heracles, Teseo, o Jason.

La personalidad de un héroe se dibuja en el repertorio de hazañas que lleva a cabo. Las hazañas definen su trayectoria memorable.

Pero al lado de la perspectiva épica persiste, en la cultura griega clásica, el enfoque trágico, atento a la peripecia final de la existencia heroica, que suele derivar en una noble catástrofe. De ahí la versión trágica del final de muchas vidas heroicas.

Esa es la perspectiva que da origen al género teatral clásico de la tragedia.

En el marco cívico del teatro ateniense consagrado al dios Dioniso, se representan las pasiones y desastres de los héroes, para lección y reflexión de los espectadores, es decir, de toda la ciudad.

Los mitos alertan sobre los riesgos de la condición humana. La

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excesiva areté‚ concluye en ese cambio de fortuna que, como advirtió Aristóteles, provoca en el público una catarsis del terror y la compasión, sentimientos que inspiran los destinos de los grandes héroes que desfilan ante los ojos de los ciudadanos en las fiestas dionisíacas.

Agamenón, Edipo, Heracles, Penteo, y otras grandes figuras míticas aparecen sobre la escena trágica para dar cuenta de sus terribles padecimientos, y así son una muestra a la vez de la grandeza y fragilidad de la condición heroica, es decir, de la condición humana en su más alto grado de nobleza.

Las tragedias se nutren de los episodios míticos que hablan de los destinos terribles de los héroes.

Desarrollan el patetismo de esas vidas ejemplares y memorables, que en su momento final se enfrenta a su propia destrucción.

Y es la propia grandeza la que arrastra a los héroes a ese destino trágico.

El contraste de los héroes y los dioses no sólo estriba en la inmortalidad de éstos y la mortalidad de aquellos, sino en que los dioses son los Felices, y a los héroes, por su misma grandeza, les amenaza el riesgo de un gran dolor.

La épica heroica

La Ilíada, el primer poema de Occidente Con la Ilíada de Homero se inicia la literatura occidental.

Con esta primera epopeya, compuesta en la segunda mitad del siglo VIII a.C., nace la tradición poética griega.

Un segundo gran poema épico, la Odisea, se crea poco después, hacia finales del mismo siglo. Ambos se atribuyen al mismo autor, Homero.

Sobre este gran aedo jonio no tenemos ninguna noticia

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biográfica directa, aunque es muchísimo lo que se ha escrito, a distancia, sobre su figura y obra.

Es, en todo caso, el primer poeta, el primer autor literario, de Grecia, es decir, de Europa.

Pero, aunque para nosotros es sin duda el primer nombre de la literatura, podemos ver en él a un epígono de una tradición poética anterior, un magnífico poeta que construye sus obras, sus magníficos y extensos poemas, según las pautas de una larga tradición oral que se nutre de la mitología heroica formada en la época micénica.

Homero no inventa un arte de poetizar, como tampoco sus temas épicos, sino que compone según las normas de una tradición poética hasta entonces transmitida oralmente que canta las hazañas de los héroes míticos.

La introducción en Grecia de la escritura alfabética, mediante la adaptación de un alfabeto de origen fenicio en el siglo VIII a.C., ha hecho posible que sus obras se nos hayan transmitido por escrito desde entonces.

La Ilíada es el primer gran poema épico de Occidente.

Su tema es la guerra de aqueos y troyanos en torno a la ciudadela minorasitica de Ilion (otro nombre de Troya), un tema muy propio del género épico.

Los griegos (que son llamados aqueos en el poema) conquistaron y destruyeron la ciudad de Troya al décimo año del asedio, después de los obstinados combates donde murieron numerosos guerreros de uno y otro bando.

El mito relataba los motivos y comienzos de tan larga guerra, a partir del rapto de la reina de Esparta, la bella Helena, por el príncipe troyano Paris, uno de los muchos hijos del rey Príamo, y la destrucción de la ciudad, tomada al fin gracias a la astuta estratagema del caballo de madera, inventado a sugerencias de Ulises.

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El famoso caballo era un gran estatua hueca en cuyo interior quedaron ocultos algunos guerreros aqueos para, desde dentro de la ciudad (en la que los mismos troyanos lo habían introducido) atacar y abrir las puertas de la muralla al resto del ejército.

Más allá del rapto de Helena, el mito sugería una causa anterior: la de la venganza de las diosas Hera y Atenea, enojadas contra Paris, que había preferido a Afrodita en el concurso de belleza ente las diosas premiado con una manzana de oro. En el poema épico aparecen, junto a los héroes, los dioses, y ese doble plano de la acción es uno de los rasgos más notables de la narración homérica.

Pero Homero no cuenta este episodio mítico (el del juicio de Paris) ni tampoco narra en la Ilíada -de 15.693 hexámetros- el comienzo ni el final de la larga guerra (el final está contado, sin embargo, en la Odisea).

El poeta no necesita contar toda la guerra a sus oyentes, puesto que da por descontado que ellos conocen ya el mito. (Esto es algo que debemos recordar de nuevo).

La mitología pertenece a todo el pueblo y los poetas la rememoran y la difunden en sus obras con una renovada belleza formal, con una singular hondura poética. Aunque la materia de la Ilíada es la guerra de Troya el poema no cuenta todo el largo asedio, sino que se refiere tan sólo a los combates de cincuenta y un días del décimo año de la guerra, y relata fundamentalmente los hechos de seis días.

Homero ha recortado una parte del mito tomando como eje de su trama un episodio claro: la cólera de Aquiles.

Es decir, tampoco quiere relatar toda la historia personal del héroe

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aqueo que es su gran protagonista: Aquiles, hijo de la diosa marina Tetis y de Peleo, rey de los mirmidones.

No poetiza una Aquileida, pues ni nos cuenta los orígenes del héroe, ni su muerte.

Temática y estructura El espacio enfocado en la narración está muy claramente enunciado en su primer verso, cuando el poeta se dirige a la Musa para que le inspire su canto:

"Canta, diosa, la ira de Aquiles, hijo de Peleo..."

Ese es el motivo sobre el que se construye el amplio poema, con una estructura muy bien elaborada.

El marco del gran relato es la evolución de esa cólera, que vemos surgir en el canto primero y que queda apaciguada tras la muerte del príncipe troyano Héctor.

En ese marco el poeta integra numeroso materiales de la tradición mítica, desde el Catálogo de la naves hasta las hazañas sucesivas de los muchos héroes, griegos y troyanos, que participan en la feroz refriega bajo los muros de Troya.

Recordemos, muy resumidamente, el esquema básico de la obra:

En el canto I se cuentan las causas de la furiosa rencilla entre Aquiles y Agamenon, el rey de Micenas y caudillo del ejército aqueo.

Aquiles, agraviado, se retira de la lucha y permanece en su tienda de campaña, junto a sus naves varadas en la orilla, mientras prosiguen los combates.

En el canto IX, Ayante, Ulises, y Fénix visitan a Aquiles para ofrecerle excusas y compensaciones de parte de Agamenon.

Los aqueos están en grave apuro y necesitan al héroe. Pero Aquiles persiste en su enojo y rechaza la propuesta. Prosiguen los combates y los troyanos acosan de nuevo a los aqueos.

Ahora, en el canto XVI, es su amigo íntimo Patroclo quien le ruega que le permita acudir en auxilio de sus camaradas, prestándole su armadura.

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Aquiles cede a sus ruegos y Patroclo hace retroceder a los troyanos, pero muere a manos de Héctor (ayudado por Apolo). Se traba pelea sobre el muerto; Héctor logra despojarle de la armadura, pero los aqueos recobran el cadáver.

Al enterarse de su muerte, Aquiles estalla en manifestaciones de dolor.

Su madre, la diosa Tetis, acude al dios Hefesto para que fabrique nuevas armas para él. Se describe la magnífica armadura y su gran escudo en el canto XVIII.

Aquiles, furioso y ansioso de venganza, se lanza contra los troyanos, y causa una terrible matanza de estos.

Los mismos dioses intervienen en los combates, hasta que Zeus impone su alejamiento. Al fin Aquiles se enfrenta a Héctor en un duelo personal al pie de los muros troyanos.

Ayudado por la diosa Atenea Aquiles le da muerte, canto XXII.

En el canto XXIII se narran los funerales de Patroclo en el campamento de los griegos.

El canto final, el XXIV, cuenta cómo el viejo Príamo, guiado por Hermes, acude a la tienda de Aquiles a suplicarle la devolución del cadáver de su hijo Héctor, al que el rencoroso Aquiles quería seguir ultrajando con saña.

El inflexible Aquiles, enfrentado al viejo y dolorido Príamo, cede por fin, en una escena de admirable tono trágico. Las últimas escenas de la Ilíada evocan los llantos de los troyanos por el noble Héctor.

Es fácil advertir en un esquema como este una estructura narrativa con tres partes: la primera (cantos I-IX) la ofensa y la ira de Aquiles; la segunda, la del rencor del héroe empecinado que rechazó la propuesta de Agamenon, hasta la muerte de Patroclo (IX- XVII), y la tercera, desde su decisión de vengarse y matar a Héctor, hasta la conclusión del poema (XVIII - XXIV).

La ira de Aquiles es, como se ve, el eje de la narración épica, que incorpora muchos motivos tradicionales, empezando por la guerra misma troyana y los grandes héroes combatientes.

Homero trabaja componiendo su gran poema con un repertorio muy amplio, que comprende personajes, escenas, motivos y epítetos vehiculados por la tradición de una poesía oral de enorme riqueza, que

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sólo podemos adivinar a partir del mismo poema homérico.

La cuestión de lo tradicional y lo estrictamente homérico es esencial para una comprensión de la grandeza de nuestro autor.

Son muchos los estudios actuales sobre la poesía oral y formularia que está en la base de la composición del poema homérico.

Pensamos, sin embargo, que Homero supo imprimir a esos materiales previos la fuerza de su genio, primero al construir un gran poema épico de contenido unitario y sentido trágico, subsumiendo en su vasta trama múltiples episodios, numerosos personajes y escenas menores, y luego al dotar a sus personajes y escenas de una espléndida energía dramática.

Al encajar los episodios bélicos en el marco dramático de la funesta ira de Aquiles, Homero ha resaltado la intensa pasión trágica que es causa de tantas y tantas muertes y que tiene su fiero colofón en el duelo impresionante entre el implacable hijo de Peleo, que sabe que pronto va a morir apenas haya vengado a su amigo Patroclo, y el valeroso Héctor, que ofrece su vida por defender su patria.

Y es Homero quien ha inventado esa inolvidable escena de Príamo y Aquiles frente a frente, consolándose.

Se ha comentado que en Grecia los géneros literarios aparecen ya perfectos, como Atenea, que surgió con su brillante armadura de la cabeza de su padre Zeus.

Es cierto: con Homero empieza la épica, con Safo y Arquíloco la lírica, y con Esquilo la tragedia. Surgen los géneros con una plenitud artística no superada. La razón de este fenómeno estético es clara: se nos han perdido los testimonios poéticos anteriores a esas obras de esos grandes genios.

La sombra gigantesca de éstos ha borrado lo anterior. Así Homero (el autor de la Ilíada y acaso también de la Odisea) marca el comienzo de la épica antigua y también la culminación.

La Ilíada es una narración de combates guerreros, de feroces encuentros y numerosas muertes en torno a la asediada Troya.

Es el prototipo clásico de la épica bélica.

En cambio, la Odisea presenta un nuevo escenario y un nuevo tipo de protagonista. Ulises no es ya sólo un héroe guerrero como Aquiles, sino

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algo más, es un aventurero astuto y polifacético que se mueve en un mundo que no es el de la guerra y las armas, sino un espacio pródigo en peligros y encuentros muy varios, un mundo de paisajes marinos y sociales mucho más complejo que el de la Ilíada.

Esa variación de temas que representa la Odisea corresponde a nuevos intereses de su autor y su público.

Aunque no muy distante en el tiempo de su creación y compuesta en el mismo molde formal que la Ilíada, esta segunda epopeya enfoca ambientes diversos y tiene otros aires y distintas figuras.

Refleja los nuevos intereses de esa época en que los colonizadores y comerciantes griegos surcan el Mediterráneo y gustan de oír relatos sobre los peligros y las maravillas del viaje. La Odisea narra un regreso, un nostos, de un héroe famoso que vuelve desde Troya, concluida la larga guerra, a su hogar, una isla pequeña del Adriático, Itaca.

Hubo varios relatos míticos sobre el regreso de los héroes a sus hogares. También el rey Menelao, con Helena, su recuperada esposa, corrió algunas aventuras y recaló en Egipto.

Pero ninguno de esos viajes de vuelta de Troya puede compararse con el largo errar marinero de Ulises y sus múltiples encuentros.

En la Odisea surge un nuevo tipo de héroe aventurero, que triunfa no por la fuerza ni la ayuda divina ni el dominio de las armas, sino por su inteligencia y su destreza de palabra.

En la Odisea la épica antigua deriva hacia el relato de aventuras y cobra un atractivo sesgo novelesco, adaptándose a los nuevos gustos de su público.

Junto a estos dos grandes poemas atribuidos a Homero, y después de ellos, se compusieron otros relatos para abarcar el conjunto de historias sobre los héroes troyanos.

Sólo nos han quedado exiguos fragmentos de esos textos que constituían lo que los antiguos llamaron el Ciclo épico. Lo formaban los Cantos Ciprios, la Etiópida, la Pequeña Ilíada, la Iliupersis (Destrucción de Ilión), los Nostoi (Regresos) y la Telegonia.

El Ciclo comprendía todos los episodios míticos no narrados por los dos grandes poemas homéricos.

Muchos de éstos se reelaboraron en versiones trágicas.

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El trasfondo histórico de la guerra de Troya Los antiguos griegos creyeron en la Guerra de Troya como un suceso histórico.

Los historiadores clásicos, tanto Herodoto como Tucídides, no albergaron duda de su existencia. Alejandro y otros ilustres personajes visitaron las ruinas de Ilion y allí rindieron homenaje a los antiguos héroes homéricos.

Pero luego, desde los finales del mundo antiguo, desapareció por muchos siglos todo vestigio de la antigua Troya.

Para los estudiosos el mundo antiguo fue un nombre mítico que no evocaba una ciudad sin referencia real, sino tan sólo la ciudadela literaria y fantasmal evocada en los poemas de Homero.

Troya había desaparecido de la historia y la geografía real.

Hasta que en 1871, siguiendo indicaciones de la Ilíada, Heinrich Schliemann, un lector entusiasta de Homero, metido a arqueólogo, excavó en la colina turca de Hissarlik, junto a las costas del Bósforo, en busca de la fabulosa ciudad de Príamo, y descubrió, para asombro de sus contemporáneos, las ruinas de la antigua Troya. (No sólo la ciudad de la Ilíada, sino que encontró hasta nueve Troyas).

No es momento de contar ahora en detalle la fascinante historia de este descubrimiento.

Las excavaciones arqueológicas de Schillemann -que no sólo reveló las ruinas de Troya, sino también las de los palacios micénicos de Micenas y Tirinto en la península griega- merecen mucho más espacio que el que podemos dedicarles aquí. Por lo demás, esa fascinante historia se ha relatado a menudo y es bien conocida.

Recordemos sólo que el tenaz Schliemann encontró en la colina de Hissarlik los restos de nueve Troyas superpuestas, construidas una sobre otra a lo largo de los siglos.

Él creyó (erróneamente) que la Troya recordada por Homero era la II, pero los arqueólogos posteriores piensan que debe de ser la VI o la VII.

Los estratos de las ruinas se numeran de abajo hacia arriba, la ciudad de Troya II (donde Schliemann descubrió un espléndido tesoro, que llamó "Tesoro de Príamo") existió desde mediados del tercer milenio a.C. hasta el 2200 a.C., mientras que Troya VI fue destruida hacia

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1300/ 1250 y Troya VII a hacia 1250/1200.

Las excavaciones en la colina de Hissarlik / Troya han proseguido hasta la actualidad.

En estos últimos años, dirigidas por M.Korfmann, han extendido notablemente su radio de exploración, y sabemos que Troya no era sólo la breve ciudadela amurallada en la colina que excavó Schliemann, sino una amplia ciudad bien poblada extendida en torno a ella.

La antigua Troya controlaba el estrecho de los Dardanelos, el paso marítimo el Egeo hacia el mar Negro, y tenía por ello una gran importancia estratégica y comercial.

Por otro lado, las tablillas del imperio hitita escritas a comienzos del siglo XIII (en tiempos de Mutawali II) mencionan un tratado de los hetitas con la ciudad de Wilusa y un rey de la misma llamado Alaksandus. Wilusa es el nombre que corresponde muy bien al griego (W) Ilios (teniendo en cuenta que en el dialecto griego jonio la W- inicial desaparece) y Alaksandus recuerda el nombre de Alexandros (nombre de Paris).

En otras tablillas hetitas aparecen mencionados los Ahhijawa, que parecen ser los Aqueos (los Akhaiwoi) venidos en sus naves y en son de guerra.

Todos estos y algunos otros datos confirman que la llamada Troya VI o la VII, destruida por un ataque enemigo, muy bien pudo ser la ciudad celebrada por los poemas homéricos.

Desde luego no debemos empeñarnos en ver en la Ilíada un reportaje histórico sobre el final de esa legendaria Troya. Probablemente fue por motivos económicos y estratégicos y no por la bella Helena ni por la inquina de un par de diosas por lo que la expedición de griegos micénicos asedió y arrasó esa bien murada ciudadela.

Tanto los héroes de resonantes nombres y epítetos como los dioses que en el poema figuran proceden, sin duda, de la fantasía poética y no de la memoria histórica; pero a la ficción poética le subyace, como atestiguan los datos arqueológicos, un recuerdo claro de una guerra que ocurrió en un pasado real en torno a una ciudad real.

En las descripciones de la Ilíada se mezclan datos de diversos tiempos -así en la descripción de las armas y las tácticas bélicas,

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por ejemplo- que son huellas de la formación del relato épico a lo largo de siglos. Hubo, sin duda, una primera época de formación de la leyenda y luego una transmisión oral, versificada, que en etapas progresivas fue embelleciendo y mitificando la narración.

El poema homérico es el eslabón final de este largo proceso. Homero, como ya dijimos, es un epígono genial de una cadena de aedos y de una tradición poética oral.

Pero en el trasfondo del mito se guarda un eco de realidades históricas. (Así también sucede en otros poemas épicos medievales, como el Cantar de Roldán, o los Nibelungos. Y de modo parecido en el mítico Laberinto de Creta puede reflejarse el intrincado Palacio de Cnosos, redescubierto por Sir Arthur Evans).

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Para profundizar 1 a) Lea con atención el siguiente texto y coméntelo. ¿Le parece un clásico? ¿Qué le sugiere y qué características parece tener, a tenor de lo estudiado?

“Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto, y que los dioses no se desentienden de sus dificultades. Tampoco lo que ahora me ha sucedido ha sido por casualidad, sino que tengo la evidencia de que ya era mejor para mí morir y librarme de trabajos. Por esta razón, en ningún momento la señal divina me ha detenido y, por eso, no me irrito mucho con los que me han condenado ni con los acusadores. No obstante, ellos no me condenaron ni acusaron con esta idea, sino creyendo que me hacían daño. Es justo que se les haga este reproche. Sin embargo, les pido una sola cosa. Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo pago de vosotros.

Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios.”

Platón, Apología de Sócrates, 41-42

b) Lea el siguiente texto sobre la decadencia del humanismo y escriba lo que le parezca interesante.

¿Está de acuerdo con las afirmaciones que se hacen? ¿Cómo es a su juicio la situación de la lectura y de las humanidades en la vida moderna?

“Con el establecimiento mediático de la cultura de masas en el Primer Mundo a partir de 1918 (radio) y de 1945 (televisión) y, más aún, con las últimas revoluciones de las redes informáticas, en las sociedades actuales la coexistencia humana se ha instalado sobre fundamentos nuevos. Éstos son –como se puede demostrar sin dificultad–

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decididamente post-literarios, post-epistolográficos, y en consecuencia post-humanísticos. Quien tenga por demasiado dramático el prefijo “post-“ de estas formulaciones, podría sustituirlo por el adverbio “marginalmente”, de tal modo que nuestra tesis sería la siguiente: las sociedades modernas sólo ya marginalmente pueden producir síntesis políticas y culturales sobre la base de instrumentos literarios, epistolares, humanísticos. En modo alguno está acabada por ello la literatura; pero sí es cierto que se ha desmarcado en forma de una subcultura sui generis, y que los días de su sobrevaloración como portadora de los espíritus nacionales se han terminado. La síntesis social no es ya –ni siquiera ya aparentemente– cuestión ante todo de libros y cartas. Entre tanto han tomado la delantera nuevos medios de telecomunicación político-culturales que han reducido a unas modestas dimensiones el esquema de las amistades surgidas de la escritura. La era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo ha pasado, porque ya no se puede sostener por más tiempo la ilusión de que las macroestructuras políticas y económicas se podrían organizar de acuerdo con el modelo amable de las sociedades literarias.”

Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano (Siruela, 2000), p. 28-9.

Nota aclaratoria: Sloterdijk entiende la tradición filosófica y literaria desde los clásicos como una especie de “intercambio” de cartas entre amigos: al final el libro lleva un mensaje –actual o desde tiempos muy lejanos– de un emisor a un receptor. “Como dijo una vez el poeta Jean Paul –comienza Slodertijk–, los libros son voluminosas cartas para los amigos”. De ahí que mencione la epistolografía, y las “amistades surgidas de la escritura” y las “sociedades literarias” a menudo: se refiere a la cultura filosófico-humanista en general.

c) ¿Cuáles son los rasgos que diferencian a la mitología griega del Cristianismo y de sus libros canónicos? ¿Ve Vd. alguna semejanza en las narraciones cosmogónicas? Escriba algún ejemplo.

d) Reflexione: ¿cuál es, a su juicio, la diferencia entre mito y cuento popular? Escriba algún ejemplo.

Contenidos complementarios Contenido complementario 1

Los textos clásicos cuya lectura se recomienda están editados en buenas traducciones en numerosas ediciones y editoriales: en Gredos

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(Biblioteca de Cultura Clásica), Akal, Alianza, Austral y Cátedra.

Como selección de textos clásicos puede verse la Antología de la literatura griega, editada por C. García Gual y A. Guzmán Guerra, 1995, Madrid, Alianza.

Contenido complementario 2

Véase, para más información, el ameno y atractivo libro de David Denby, 1997, Los grandes libros, Madrid, Acento.

Contenido complementario 3

Véanse los clásicos libros de J. Burckhardt, 1974, Historia de la cultura griega, tomo III, págs. 271-236 de la versión castellana; y E. Rohde, 1995, Psique, Málaga: 3ª edición.

Pedro Salinas Pedro Salinas fue un escritor perteneciente a la Generación del 27, nacido en Madrid, España, el 27 de noviembre del año 1891 y fallecido en Boston, Estados Unidos, el 4 de diciembre de 1951.

En su juventud, cursó las carreras de Derecho y Letras, y de esta última obtuvo el doctorado en Francia. Entre las ocupaciones que tuvo a lo largo de su vida destaca la enseñanza superior, a la cual dedicó muchos años, y la traducción, campo en el que destaca su versión en español de "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust.

Como docente, dictó clases en diversas facultades, tanto en su país como en el extranjero, y tuvo el honor de tener en una de sus aulas a Luis Cernuda.

Con respecto a su obra, destacan sus poemarios "La voz a ti debida", "Error de cálculo" y "Todo más claro y otros poemas". También resaltan dos epistolarios: uno a su esposa y otro, a su amante; irónicamente, uno de sus poemas se titula "Confianza". Por otro lado, entre sus obras de teatro encontramos "Ella y sus fuentes", "La cabeza de la medusa" y "La fuente del arcángel".

Cabe mencionar que su hijo, Jaime, es también un conocido hombre de letras que asimismo se dedica a la edición.

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Resumen En este módulo hemos visto por qué es importante la literatura griega en el valor que damos a la lectura de los textos clásicos hoy. La interpretación y relectura de los clásicos es esencial en la permanencia de la tradición literaria.

También hemos hecho una revisión del papel de la mitología y los mitos en la literatura, así como un recordatorio de los principales personajes de la mitología y la familia olímpica.

Al mismo tiempo hemos tratado la temática de los héroes, descrito el mito de las edades, explicado cuáles eran los rasgos heroicos históricos.

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