Cuerpo Memoria y Arquitectura

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Cuerpo, memoria y arquitectura Kent C. Bloomer y Charles W. Moore 1 Más allá de los límites del cuerpo Al comienzo de su vida como individuo, el hombre mide y ordena el mundo partiendo de su propio cuerpo: el mundo se abre por delante de él y se cierra por detrás. En consecuencia, comienza a aparecer una clara diferencia entre las ideas de delante y detrás de manera que, al enfrentarnos al mundo que nos rodea, prestamos mucha mayor atención a lo que está delante que a lo que está a nuestra espalda, es decir, detrás de nosotros. En cuanto somos capaces de hacerlo, luchamos por mantenernos erguidos, con la cabeza por encima de la columna vertebral, contrariamente a lo que hacen otros seres vivos, con lo que aquello que está arriba adquiere unas connotaciones (también morales) opuestas a las que se asocian a lo que se encuentra abajo. La distinción entre los conceptos de izquierda y derecha, tanto en cualidad como en dirección, se produce en nuestra mente de un modo inmediato tal como indican claramente los términos «siniestro» y «diestro». Todas estas distinciones cualitativas, nacidas de la propia conciencia de nuestro ser, son implícitamente cuestionadas en el momento en que comienza nuestra educación y se nos enseña un nuevo sistema, el cartesiano, en el que las relaciones espaciales entre los objetos aparecen como mucho más precisas, aún sin tener en cuenta las cualidades de su localización. Mediante este sistema, cualquier punto puede ser localizado con exactitud refiriéndolo a los ejes X, y y z considerando equivalentes todos los puntos del espacio. Nuestras ciudades, en que van apilándose unos pisos sobre otros, dan testimonio de la habilidad que constructores c ingenieros poseen para manipular los elementos estrictamente cartesianos, pero no presentan la menor relación con ese sentido del espacio referido al cuerpo y cargado de valor con el que comenzamos a vivir (aunque se nos proporcione una dosis extraordinaria de experiencia si llegamos arriba). En la América moderna, todavía sigue conservándose el signo tradicional de un mundo no basado en la abstracción cartesiana, sino en un sentido de nuestro propio ser que se extiende más allá de los límites del cuerpo invadiendo el mundo que nos rodea: nos referimos a la casa unifamiliar, una construcción exenta como lo somos nosotros, con cara y espalda, el hogar (a modo de corazón) y la chimenea, el desván lleno de recuerdos relacionados con lo que está arriba, y el sótano cobijando todas las alusiones a lo que está abajo. En los dibujos de casas que hacen los niños (incluso en países en que las casas no son como las nuestras) la puerta aparece generalmente como la boca, las ventanas como los ojos y el tejado como la frente, y otros elementos simétricos contribuyendo a realzar la fachada. En las verdaderas casas, aunque sean muy modestas, existen ciertos detalles de artesanía, u otros signos y elementos colocados en sitios estratégicos cuya finalidad es la de contarnos una cierta historia sobre el interior de la casa, de la misma manera que las expresiones del rostro de un hombre nos hablan de sus sentimientos interiores. La fachada de una casa no es, y queremos llamar la atención sobre este hecho, un anuncio o un simple signo, sino por el contrario un aspecto complejo que toca algo mucho más profundo. Igual que la existencia de una cierta redondez en la superficie áspera de una geoda está hablando al explorador (a través de sus recuerdos de otras geodas) del esplendor cristalino de su interior, la fachada de la casa nos está hablando de lo que hay tras ella, y de qué tipo de sensación experimentaremos en su interior. El elemento más importante de la fachada de una casa es la puerta principal, que casi siempre se

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Cuerpo, memoria y arquitectura Kent C. Bloomer y Charles W. Moore

1 Más allá de los límites del cuerpo

Al comienzo de su vida como individuo, el hombre mide y ordena el mundo partiendo de su propio cuerpo: el mundo se abre por delante de él y se cierra por detrás. En consecuencia, comienza a aparecer una clara diferencia entre las ideas de delante y detrás de manera que, al enfrentarnos al mundo que nos rodea, prestamos mucha mayor atención a lo que está delante que a lo que está a nuestra espalda, es decir, detrás de nosotros. En cuanto somos capaces de hacerlo, luchamos por mantenernos erguidos, con la cabeza por encima de la columna vertebral, contrariamente a lo que hacen otros seres vivos, con lo que aquello que está arriba adquiere unas connotaciones (también morales) opuestas a las que se asocian a lo que se encuentra abajo. La distinción entre los conceptos

de izquierda y derecha, tanto en cualidad como en dirección, se produce en nuestra mente de un modo inmediato tal como indican claramente los términos «siniestro» y «diestro». Todas estas distinciones cualitativas, nacidas de la propia conciencia de nuestro ser, son implícitamente cuestionadas en el momento en que comienza nuestra educación y se nos enseña un nuevo sistema, el cartesiano, en el que las relaciones espaciales entre los objetos aparecen como mucho más precisas, aún sin tener en cuenta las cualidades de su localización. Mediante este sistema, cualquier punto puede ser localizado con exactitud refiriéndolo a los ejes X, y y z considerando equivalentes todos los puntos del espacio. Nuestras ciudades, en que van apilándose unos pisos sobre otros, dan testimonio de la habilidad que constructores c ingenieros poseen para manipular los elementos estrictamente cartesianos, pero no presentan la menor relación con ese sentido del espacio referido al cuerpo y cargado de valor con el que comenzamos a vivir (aunque se nos proporcione una dosis extraordinaria de experiencia si llegamos arriba). En la América moderna, todavía sigue conservándose el signo tradicional de un mundo no basado en la abstracción cartesiana, sino en un sentido de nuestro propio ser que se extiende más allá de los límites del cuerpo invadiendo el mundo que nos rodea: nos referimos a la casa unifamiliar, una construcción exenta como lo somos nosotros, con cara y espalda, el hogar (a modo de corazón) y la chimenea, el desván lleno de recuerdos relacionados con lo que está arriba, y el sótano cobijando todas las alusiones a lo que está abajo. En los dibujos de casas que hacen los niños (incluso en países en que las casas no son como las nuestras) la puerta aparece generalmente como la boca, las ventanas como los ojos y el tejado como la frente, y otros elementos simétricos contribuyendo a realzar la fachada. En las verdaderas casas, aunque sean muy modestas, existen ciertos detalles de artesanía, u otros signos y elementos colocados en sitios estratégicos cuya finalidad es la de contarnos una cierta historia sobre el interior de la casa, de la misma manera que las expresiones del rostro de un hombre nos hablan de sus sentimientos interiores. La fachada de una casa no es, y queremos llamar la atención sobre este hecho, un anuncio o un simple signo, sino por el contrario un aspecto complejo que toca algo mucho más profundo. Igual que la existencia de una cierta redondez en la superficie áspera de una geoda está hablando al explorador (a través de sus recuerdos de otras geodas) del esplendor cristalino de su interior, la fachada de la casa nos está hablando de lo que hay tras ella, y de qué tipo de sensación experimentaremos en su interior. El elemento más importante de la fachada de una casa es la puerta principal, que casi siempre se

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halla precedida de unos cuantos escalones. En casas de mayores dimensiones, la entrada puede aparecer bajo un porche cubierto que la protege o bajo algún elemento proyectado desde el desván que introduce una cierta conexión entre la entrada y aquello que está arriba. Sin embargo, la trasera

de una casa es muy distinta de su fachada. Casi nunca se busca en ella la simetría, ni el orden o la elegancia en las ventanas y puertas. Lo que interesa aquí, con todas sus connotaciones anales, son las actividades relacionadas con la eliminación de basuras y con la privacidad. En su interior, las casas más importantes reciben una atención especial. Por ejemplo, la chimenea que cobija el hogar (definiendo todavía el corazón de la casa) sigue siendo respetada hoy aún cuando el calor pueda venir de una caldera situada en el sótano o de un cuarto de servicio. El cuadro más destacado se colocará sobre una repisa que, a <su vez, contendrá los objetos especialmente apreciados y tanto la mejor alfombra como los muebles más elegantes se colocarán junto a la chimenea. La atención que se presta a los detalles es seguramente mucho mayor aquí que en cualquier otro lugar del interior o el exterior de la casa, exceptuando tal vez la entrada principal que es la que da paso a este lugar. Situados ya lejos del hogar, especialmente arriba (en el desván) y abajo (en el sótano), aparecen los dominios de la fantasía. La obra de Gastón Bachelard La poética del espacio describe magníficamente el significado de estos lugares, y en ella se explora el paralelismo existente entre el desván, la mente y el superego. Los tejados, aleros y claraboyas que los cubren son algo más que meros elementos utilitarios: son los encargados de coronar la casa y conectarla con el cielo. Con el sótano, según Bachelard, sucede todo lo contrario, ya que sus relaciones son fundamentalmente con las tinieblas, con el infierno. También otros límites de la casa pueden constituir puntos de partida para el desarrollo de la fantasía: en las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis, los niños penetran en ese mundo a través del fondo de un armario y, por supuesto, la Alicia de Lewis Caroll lo hace a través de un espejo. En el exterior, aparece ese fenómeno extrañamente omnipresente en América que es el terreno abierto y cubierto de césped. Sin cercar, como aparece en los jardines europeos o del Próximo Oriente, este terreno constituye una preparación comprensible que realza la casa, pone en escala su tamaño y su autonomía e incluso llama la atención sobre su existencia. El terreno que rodea una casa alude en cierto modo a esa especie de envoltura que toda persona trata de mantener alrededor de su cuerpo y en la que cualquier intrusión es profundamente sentida. La casa aislada americana, afirmando con gran fuerza su identidad separada, resulta más fácil de entender como un palacio en miniatura que simplemente como una unidad de habitación. La tendencia a miniaturizar es constante en el hombre; por ejemplo, en las casas aparecen rasgos propios de ámbitos mayores y más públicos, y muchas veces nos referimos a una casa en los mismos términos que a una ciudad, con zonas públicas y privadas, e incluso cuando hablamos de la ciudad como una casa, tratamos de clarificar y diferenciar cuáles son sus funciones representativas y cuáles sus funciones prácticas. El hombre se proyecta en modelos y esto hace que una casa de muñecas no se vea sólo como objeto de los sueños de un niño, que en el futuro ocupará una casa real, sino también como medio a través del que un adulto trata de clarificar sus relaciones con el mundo. La idea de lo que es un tesoro, muchas veces compartida por toda una nación, como sucede en los casos del Tesoro ateniense de Delfos o en los Templos de Ise en el Japón, permanece intacta en la miniatura. Un cofre o cualquier otro objeto que se coloca sobre una mesa pueden adquirir una mayor importancia por el simple hecho de poseer columnas, arcos e incluso un tejado que recuerden a los de una casa o palacio. En las ciudades modernas, se ha producido un grave deterioro de nuestro sentido de orientación, es decir, de nuestra conciencia de dónde estamos y quiénes somos. Las oficinas, apartamentos y co-

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mercios se amontonan sin diferenciación alguna, respondiendo a criterios que tienen más que ver con los sistemas de almacenaje o con los precios del suelo que con los problemas de la existencia y la experiencia humanas. En medio de toda esta confusión, la casa unifamiliar americana sigue manteniendo curiosamente su valor a pesar de su tan proclamada inadecuación a las necesidades que impone un uso del suelo eficiente y un mínimo consumo energético. Su valor nace, seguramente, de que es tal vez el único objeto del mundo que nos rodea que todavía se dirige directamente a nuestro cuerpo como centro y medida del mundo. Sin embargo, en sus comienzos, toda arquitectura nacía de este sentido del espacio y del lugar que tiene al cuerpo humano como centro. Mircea Eliade en muchas de sus obras, y en especial en El mito del eterno retorno, describe cómo las gentes realizaban sus actos rituales y construían sus edificios de una manera que emulaba y adquiría todo su valor de los actos originarios y las construcciones llevadas a cabo por el héroe fundador. Las columnas seguramente sirvieron para conmemorar la postura erguida del hombre mucho antes de ser utilizadas para sostener cubiertas protectoras. Los muros se inventaron para marcar la territorialidad humana (para establecer unos límites más allá del propio cuerpo), incluso antes de integrarse en un único sistema de construcción de edificios y lugares de habitación. Y las cubiertas elevadas, a pesar de lo importante y apremiante que fuera su función de proteger de la lluvia, se consideraban también como la coronación del edificio, tal como lo es la cabeza en el cuerpo humano. Así, la arquitectura se fue desarrollando a partir de estos elementos —columnas, muros y cubiertas— que fueron considerados como objetos mágicos. Las cualidades que la humanidad otorgó a estas columnas, muros y cubiertas, son las que han dado su significado al universo construido. En un principio, las gentes encontraron una protección satisfactoria en las cuevas que les libraban de la lluvia y ayudaban a mantener el calor del cuerpo (más tarde, también el calor del fuego). Seguramente, también hacían extensiva la imagen del vientre y de la madre a la vivienda situada dentro del vientre de la madre tierra. Más adelante, la humanidad se arriesgaría ya a buscar cobijo al aire libre y construiría un muro alrededor de un espacio abierto hacia el cielo. José Ortega y Gasset relaciona este hecho con el surgimiento de la propia civilización mediterránea: (El) Hombre greco-romano decide separarse del campo, de la «naturaleza», del cosmos geobotánica. ¿Cómo será esto posible? ¿Cómo podrá el hombre separarse del campo? ¿Adonde irá, si la tierra no es otra cosa que un campo sin límites? Muy sencillo: definirá una parte de este campo por medio de unas paredes que darán lugar a un espacio amorfo e ilimitado. Así nos encontramos con la plaza pública. No es ésta, como lo es la casa o las cuevas que existen en el campo, un «interior» cerrado por arriba. La plaza, en virtud de los muros que la encierran, es como un fragmento del paisaje que vuelve la espalda al resto, trata de eliminarlo y se define en oposición a él. Esta especie de campo rebelde y más pequeño, que se separa del campo ilimitado y se mantiene en sí mismo, es un espacio sui generis, algo nuevo, un ámbito en el que el hombre se autolibera de la comunidad de las plantas y los animales, dejándolos fuera, porque éste es un ámbito puramente humano, un espacio civil. En este sentido, Sócrates, el gran ciudadano y quintaesencia del espíritu de la polis, podía decir: «No tengo nada que ver con los árboles del campo, sólo me interesa el hombre de la ciudad». Y así, los muros acompañaron el desarrollo de la ciudad y la dieron forma. Los intentos de conmemorar la parte masculina del acto creativo, así como la forma de sostener una cubierta sin interrumpir el paso a las personas y a las brisas, llevaron seguramente a la humanidad a la invención de la columna. Las primeras columnas pudieron muy bien ser simples troncos de árboles, que después serían desplazados por fustes de piedra, aislados como monumentos o

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agrupados como soportes. Cuatro columnas dispuestas como soportes de una cubierta formaban un dosel o baldaquino ceremonial al que se concedían ciertos poderes creativos o regenerativos. Bajo ellos, desde tiempos muy remotos, los ancianos faraones egipcios celebraban el beb-sed, ceremonia destinada a prolongar su virilidad y a retardar el momento en que sus hijos les arrebatarían el poder. También las casas de sus súbditos podían adoptar formas parecidas y, después de varios milenios, los santos medievales fueron colocados en los muros de las catedrales dentro de este tipo de morada simbólica. A tales lugares se les dio el nombre de edículos. Una fila de columnas daba lugar a un pórtico frontal de singular valor. En las antiguas ciudades griegas, tal lugar estaba reservado al soberano y era utilizado por él para administrar justicia. Varios siglos después, cuando se traspasaron al soberano y/o a la deidad la mayoría de los poderes y la mediación con el otro mundo, su posición en el pórtico experimentó un cierto desplazamiento (por supuesto, hacia arriba), ocupando un lugar adecuado para que, ya fuera la propia persona o una réplica suya en mármol, pudiera ser claramente visible. El remate triangular de una cubierta a dos aguas (el frontón) situado sobre las columnas había sido igualmente, desde la más remota anti-güedad, un signo de poder. Identificaba la casa del gobernante y al parecer, como las columnas, se reservaba para sus apariciones importantes y para otras funciones de significado cívico. En otras culturas mediterráneas, sin embargo, los elementos dominantes fueron el arco y la cúpula. A ellos se les adscribía una significación celestial (domus era el término que designaba tanto la casa como la cúpula del firmamento), pintando muchas veces su interior de azul con estrellas y utilizándolos como coronación de los edificios. En los países del lejano Oriente, como China y Japón, las cubiertas más usuales son escalonadas en todos sus lados marcando así su centralidad. Los distintos matices expresivos se consiguen variando el vuelo de los aleros e intensificando su importancia a través de la multiplicación, apareciendo así pagodas con tres, cinco, o incluso siete o nueve tejados superpuestos. En los lugares en que se empleaban cúpulas y arcos, las columnas dispuestas formando arquerías se consideraban normalmente como el dominio de la realeza y la utilización de cortinajes (tal vez evocando las tiendas de los conquistadores nómadas) acentuaban aún más la imagen regia. En la época del Imperio Romano, la columna suele aparecer embutida en el muro pero aún se utiliza para aludir al poder, por ejemplo en los arcos de triunfo a través de los cuales desfilaban los generales victoriosos. También la columna podía prolongarse dando lugar a una torre, incluso coronada por una cúpula y con emblemas o estandartes sobre ella. Igualmente los elementos que forman el repertorio formal del triunfo -pórtico, arco, arquería, tímpano, columnas, torre, cúpula y estandarte- podían combinarse en una portada que podía ser alternativamente la fachada (la cara) de un edificio cuya planta aludía al cuerpo de Cristo, o un objeto aislado que podía servir como puerta de entrada a una ciudad o, situada en un lugar de suficiente importancia, como lugar en que el propio Salomón llevara a cabo la administración de la justicia. La casa de Dios formada a la imagen del cuerpo de Cristo se adaptaba perfectamente, tal como

puede verse, a las procesiones de los celebrantes. Sus cuerpos erguidos se movían lentamente a lo largo de la nave hacia el altar, con los grandes espacios elevándose sobre ellos y las cubiertas extendiéndose más allá de la verticalidad de sus figuras. Un caso análogo puede encontrarse actualmente en los capitolios de los Estados Unidos, casi siempre organizados en torno a una cúpula central de gran altura, con los edificios de las cámaras legislativas dispuestos a su lado más o menos simétricamente, como imagen explícita del cuerpo político, aún cuando en la mayoría de los casos esta organización haya sido sepultada bajo un alud de oficinas administrativas. Varios siglos después de los griegos y los romanos, aparece la figura de Luis XIV proclamando «L’état c’est moi» y su palacio como reflejo de tal proclamación. La estancia del rey se sitúa en el

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centro del palacio de Versalles; los caminos que vienen tanto de París como de otros lugares convergen en ese punto, y a partir de él se extienden los sucesivos jardines que encierran a la naturaleza en las orgullosas garras imperiales. La adaptación de la aristocracia francesa y de toda la compleja burocracia propia de la capital de la nación a este singular palacio exigió grandes y profundas modificaciones de los modelos antiguos. A causa de sus requerimientos de unidad y centralidad, la cubierta única que protegía, por ejemplo, al faraón en la ceremonia del heb-sed, al gobernante griego en su megaron, o a la divinidad en la catedral medieval, nunca se había extendido sobre un ámbito semejante. En este palacio, la pared con aberturas cuidadosamente ordenadas se convierte en un elemento de singular importancia. Aparecen columnas formando parte de los muros (como sucedía en los arcos de triunfo) y sólo se utilizan exentas, como los ordenados árboles de un bosque, cuando se destinan a prolongar el cuerpo del soberano (comparable al cuerpo político) en el paisaje, por medió de una geometría explícita mucho más extensiva que cualquier otra anterior-mente usada en el mundo occidental. Luis XIV es seguramente para nuestra historia mucho más importante de lo que él mismo pensó, con tan poca modestia, que sería para la historia de la humanidad. Porque fue con él con quien comenzó a abrirse paso realmente la idea del edificio complejo y especializado.

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La distinción que estamos estableciendo entre el «sentimiento» de espacio que posee todo el cuerpo y el espacio objetivo» que puede definirse por medios gráficos y matemáticos se basa principalmente en el hecho de que el espacio objetivo no exige la existencia de un lugar central. La espacialidad corporal, por el contrario, se refiere a todo un universo que no sólo es distinto y se halla incluido dentro del espacio exterior, sino que se organiza en torno a determinados «hitos» y memorias corporales capaces de revelar una vida llena de acontecimientos que se originaron fuera de la envoltura corporal psíquica. Los aspectos sociales de imagen corporal se van formando por medio de las reacciones que experimentamos frente a otras personas y a los acontecimientos de la sociedad, por lo que tienen tanto relación con las actitudes del individuo que los experimenta (y las circunstancias concretas de cada caso) como con lo que son las acciones y deseos fundamentales de todo ser humano. Paúl Schilder, en su estudio sociológico de la imagen corporal, rechaza radicalmente el concepto de empatía que había sido utilizado durante el siglo XIX y, en particular, la idea de Einfühiung manejada por Theodor Lipps. Este había definido la empatia como el gozo objetivo de «uno mismo» que se siente en otra persona o en un objeto. Afirmaba, igualmente, que el sentido de la belleza dependía de en qué medida el observador podía detectar su propia identidad individual en las actividades de otra persona o en un determinado objeto. Sin embargo, el problema se presenta inevitablemente cuando tratamos de aplicar esto al caso de dos personas que tratan de explicarse mutuamente lo que es la belleza, ya que nunca la segunda persona podrá llegar a experimentar com-pletamente el sentimiento de belleza de la primera, es decir, nunca podrá emular la actividad autodirigida de ésta. Una tentativa así resultará siempre insatisfactoria o literalmente imposible. Schilder, por otra parte, hacía notar que no sólo gozamos nosotros en otras personas u objetos, sino que también tratamos de proporcionar gozo a los demás. Al tiempo que construye su universo personal e interior, cualquier individuo va mostrando una cierta curiosidad por la existencia y la naturaleza del universo de los demás. En este sentido, los sentimientos han de considerarse poseedores de una cierta componente social y ajena a la propia persona, incluso cuando ésta se encuentra sola, ya que en cualquier caso «la humanidad es el interlocutor invisible». . . Si los sentimientos tienen un carácter social, igualmente lo tendrá la espacialidad emocional del cuerpo humano, con todos los significados que se expresan a través de sus límites, centros y coordenadas psicofísicas. Realmente, es imposible concebir una organización espacial más universal, valiosa e inteligible de un modo inmediato para toda persona que la que proporciona el cuerpo humano. Todos hemos sido conscientes,

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en uno u otro momento, de nuestra sensibilidad «espacial» y a todos nos interesa conocer cómo es esa sensibilidad en otras personas. El interés por el mundo de los demás no sólo nos permite gozar de la expresión externa de nuestros sentimientos personales, sino que, además, confirma nuestra propia existencia como parte de la humanidad.

La casa El hecho de que generalmente se asocie el cuerpo con las ideas de privacidad en nuestra época, hace difícil de imaginar la manera en que los sentimientos personales pueden entrar a formar parte de una arquitectura destinada a la colectividad. Sin embargo, las relaciones que existen entre el cuerpo y la casa de una persona aparecen con gran claridad cuando observamos que muchos de los sentimientos asociados originariamente con las interacciones del cuerpo tienen su reflejo más fiel en las actividades domésticas. Por ejemplo, existe una esencial semejanza entre bajar una persiana o cerrar la puerta de entrada de una casa y la acción de reforzar la propia envoltura corporal. Y cuando son dos las personas que oscurecen las ventanas situadas a ambos lados de la entrada principal, puede considerarse que existe un sentimiento compartido. Ambas personas están experimentando los acontecimientos de una manera semejante y estableciendo condiciones análogas de separación entre su propio ser y el mundo exterior. Así, la casa se convierte en una excepcional metáfora corporal para una o varias personas. También es posible que dos personas compartan el sentido de orientación que proporciona una casa. Muchas de las circunstancias que influyen en este sentido se refieren a los límites de la casa. Salir y entrar en ella son acontecimientos particularmente significativos, en cuanto exigen de sus moradores una reorientación o desplazamiento desde un lugar destinado a una o un grupo de personas muy reducido (la casa) a otro destinado a mucha gente (la ciudad), o viceversa. De la misma manera que existe una envoltura corporal que separa al individuo de la comunidad, existe también una envoltura doméstica que separa a la familia del resto de la comunidad. Por tanto, la entrada es una zona extremadamente sensible dentro de la envoltura doméstica, una zona que ha de respetar y promover los sentimientos y la identidad tanto de la comuni-dad interior como de la exterior. Normalmente, la entrada principal y la fachada de una casa presentan disposiciones simétricas. En la arquitectura tradicional, esto se lograba mediante la utilización de pórticos y una disposición equilibrada de los huecos, mientras que actualmente la simetría puede expresarse simplemente colocando unos arbustos a ambos lados de la entrada principal. Esta disposición simétrica alude a la «simetría de movilización» frontal característica del cuerpo humano, con los ojos y oídos dispuestos para la defensa. En las casas, esta simetría, análoga a la facial, se orienta también hacia los lugares públicos. Sin embargo, no siempre es ésta la entrada más utilizada por sus moradores (puede ser el porche, el garaje, o la puerta de servicio). La entrada principal es siempre un lugar especial que posee las dimensiones de un microcosmos arquitectónico que al menos en parte, pertenece a la colectividad y expresa sus valores, aunque estos valores sean «poseídos» por la casa. Esto nunca es aplicable a las puertas traseras, que rara vez presentan simetría y sirven para realizar las funciones más privadas y serviles de la vida familiar. Los patios o jardines traseros casi nunca tienen acceso a través de caminos públicos y sus límites sólo son visibles desde lugares muy

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distantes. En los casos de comunidades muy concentradas, pueden existir vallas de separación, mientras que en otros casos son simples espacios abiertos, zonas plantadas o extensiones de arbolado en las viviendas rurales. Ahora bien, en todo caso se considera que otras personas han de mantenerse fuera de esos espacios. Nos interesa destacar particularmente aquí el hecho de que cualquier familia no pueda desarrollar plenamente sus actividades sin la existencia de unos límites articulados y dinámicos. Ya nos hemos referido a los perjuicios que causa cualquier alteración de su envoltura corporal en las acciones y juicios de una persona, y análogamente unas puer-tas o ventanas que no funcionan adecuadamente pueden causar daños importantes en las actividades domésticas. La envoltura arquitectónica está para promover e institucionalizar las actividades familiares, por lo que su eliminación o sobrevaloración puede ser perjudicial tanto para la familia como para el dominio público en el que ésta reside. Una casa es lo más personal que posee una familia y, en consecuencia, su deseo es poder ocuparla en todas sus partes. Es interesante examinar los términos en que se presenta la distinción entre lo que es una casa y lo que es una celda: la celda se construye, precisamente, para negar a sus ocupantes el derecho a acceder al lugar que, a su vez, contienen a la celda. Así, por ejemplo, la puerta principal de una cárcel resulta inaccesible para los ocupantes de las celdas, y casi igual de vedados están para los habitantes de los modernos «complejos» de apartamentos los áticos, sótanos y grandes espacios interiores de reunión. El sentido de posesión (de una casa, como de un cuerpo) compromete a todos los sentidos y es una consecuencia directa de los sentimientos confirmados hápticamente, más que de esos otros sentimientos lejanos y figurados ligados a la vista y al oído. Así, la conciencia de poseer una casa se fortalece si uno puede pintar y decorar las paredes, manipular y alterar el entorno que la rodea, igual que es una prerrogativa esencialmente doméstica poder sentarse en el tejado si uno lo desea. Y si estas experiencias hápticas son extensivas a todos los miembros de la casa, también el sentido de posesión será compartido por todas las personas que la habitan. Como señalábamos anteriormente, el cuerpo tiende a situar los estímulos en torno a un centro y, para cada posición del cuerpo, ese lugar central se siente como con algo encima y algo debajo. La orientación más importante de una casa es la referida al eje vertical arriba/abajo, ya que mediante ella afirma su implantación física en el ambiente exterior. Las experiencias derivadas de la acción de subir o bajar desde el centro de la casa tienen mucho más que ver con los valores familiares que con los públicos e institucionales; y aun cuando puede haber muchas maneras distintas de organizar verticalmente las funciones de una casa, lo cierto es que siempre esta dimensión posee un potencial arquitectónico capaz de dar expresión a los sentimientos personales. Las distintas opciones que encarna la situación y organización de la escalera, o hasta de un solo peldaño, expresan sutilmente las aspiraciones y vacilaciones humanas (de la misma manera que un niño sentado en medio de una escalera anuncia implícitamente sus inten-ciones de alejarse corriendo por ella o, alternativamente, volver otra vez a la reunión familiar). La salida apresurada moviéndose horizontalmente a través de una puerta, sobre todo si la puerta ha de abrirse o cerrarse, es una acción más consciente y conclusiva que los leves cambios de orientación que tienen lugar a través de escalones y

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descansillos (suponiendo que éstos no hayan sido diseñados con el exclusivo propósito de hacer el movimiento lo más directo y eficiente posible, como sería el caso de una escalera colocada en medio de una habitación sin relación alguna con las actividades de la comunidad). En el dominio de la arquitectura, aquello que está arriba posee connotaciones que tienen que ver con la indiferencia, el distanciamiento, la privacidad y el retiro. Así, el desván es como una especie de escondite común depositario de antiguos recuerdos. Abajo se sitúa la tierra, con todas las connotaciones propias de la cueva. Las escaleras que conducen a los sótanos normalmente se ocultan de la vista del público, mientras que las que llevan a los lugares más altos aluden, más o menos modestamente, a la noble actividad de ascender o descender del cielo. La función de las habitaciones más pequeñas y privadas de una casa bien organizada dependen tanto de la propia entidad de éstas como de su inserción en el conjunto de la casa, al contrario de lo que sucede con las celdas, y también de la manera en que satisfacen las necesidades de aislamiento y protección de determinadas actividades, que son las que tienen lugar en las estancias mayores y de uso común. Dormir y vestirse son experiencias privadas que requieren puertas y entradas que, arquitectónicamente, expresen la reclusión sin necesidad de recurrir al cartel de «no molesten». Las puertas de acceso a estas habitaciones personales poseen una orientación psíquica que puede calificarse como facial e introspectiva, y son para la casa como réplicas menores de lo que la fachada y la entrada principal son para la ciudad. Una habitación que trate de reforzar la identidad de una persona deberá presentar mayor diferenciación entre frente y trasera que la que presentan las estancias de mayor tamaño que sirven a todos los miembros de la familia. En la arquitectura religiosa de la Edad Media, no existía nada semejante a lo que hoy denominamos despacho o estudio. Los monjes tenían su mesa de trabajo adosada a los muros de una gran sala pública (como están los pupitres en las bibliotecas modernas), y los feligreses meditaban en pequeñas capillas también abiertas a la nave principal de la iglesia. El despacho moderno, como tal, no existió hasta la aparición de la arquitectura secular del Renacimiento, como medio para expresar el nuevo individualismo y la nueva libertad de pensamiento al margen de la Iglesia. El estudiolo se convirtió así en un lugar lleno de objetos privados relacionados con el estudio (libros, cuadros, globos terráqueos e instrumentos científicos) que una persona podía mantener para su uso exclusivo. En realidad, la acentuación del individualismo, de la que todavía hoy somos testigos y que se refleja en la demanda de locales de trabajo o estudios (o despachos en otros casos) para todos los miembros de la familia, está convirtiendo a la casa cada vez más en un lugar hasta cierto punto «público». Entonces, las estancias comunes adquieren aún más sentido como centro en el que confluyen los estímulos, cada vez más numerosos, surgidos de tantas actividades sociales y personales independientes. Desde el punto de vista arquitectónico, esto se traduce en una acentuación de la verticalidad en las estancias comunes, requerida tanto físicamente (para poder ver y atender a los distintos rostros de la casa) como psicológicamente, para poder ser la expresión de un lugar habitable en el que lo que está arriba, en medio y abajo afirman su localización comunitaria dentro de todo el ambiente.

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Los recuerdos en el centro La prioridad que históricamente se ha concedido, en arquitectura, a la visión como actividad sensorial nos aleja necesariamente de la consideración de nuestro cuerpo. Esto configura un modelo arquitectónico que no sólo está desequilibrado desde el punto de vista de la experiencia, sino que corre el peligro de convertirse en algo tan restrictivo y exclusivo como lo sería una pequeña casa con un gran mirador y carente de cualquier tipo de lugar central. Al enfatizar la importancia de los sentidos dirigidos hacia fuera, se favorece la idea de que el mundo exterior es mayor que el interior, idea que aun cuando pueda considerarse cuantitativamente correcta no lo es desde el punto de vista de la experiencia, especialmente si se tiene en cuenta que toda actividad sensible viene acompañada de una reacción corporal. El universo personal de nuestro cuerpo es una especie de reducto o lugar al que siempre volvemos. Si éste es olvidado o privado de significado y memoria arquitectónica, ¿cómo podremos entonces reaccionar ante los estímulos externos?, ¿cómo podremos responder a los acontecimientos tan numerosos y diversos que se producen en el ambiente? Minimizar la importancia de los valores internos del cuerpo supone mermar nuestras posibilidades de actuar de acuerdo con nuestra identidad personal, como hacíamos de niños jugando a las casas o explorando el exterior. Gastón Bachelard, en La poética del espacio, ofrece como ejemplo a Emilia que después de haber estado jugando a las casas en un rincón de la proa (de un barco) y cansada “a del juego, se puso a pasear distraídamente hacia la popa... cuando, de repente, pasó fugazmente por su mente la idea de que ella era ELLA”. Emilia no era especialmente consciente ni miraba con atención al lugar de donde venía o a aquel al que se dirigía, pero fue capaz de sentir su propia identidad en la misma acción de moverse de uno a otro centro. Fue como si se hubiera desvanecido y apareciera de nuevo. Aunque no podamos ver el interior de nuestro cuerpo, lo cierto es que todos tenemos recuerdos de un universo interior formado por las experiencias que tomamos del ambiente e incorporadas a nuestros «sentimientos» de identidad a lo largo de toda una vida de confrontaciones personales con el mundo. Cada persona hace entrar en su mundo interior a las gentes, lugares y acontecimientos exteriores que «siente» en un determinado momento, asociándolos con sus propios sentimientos. El centro de la casa, como el del cuerpo, es el encargado de acumular los recuerdos que, más que de datos, poseen el carácter de auténticos «sentimientos». Los rituales que van teniendo lugar a lo largo del tiempo dejan su huella en los muros y formas interiores y llenan las habitaciones de objetos que son los que nos permiten acceder a las experiencias pasadas. Estas zonas centrales de la casa son los ámbitos en que pueden solemnizarse los recuerdos personales y acumularse los pertenecientes a la familia con objeto de que puedan ser evocados independientemente de lo que ocurra fuera de los límites de la casa. Tal como sucede con los santuarios de la arquitectura religiosa o los salones de la arquitectura civil, las zonas centrales de la casa encarnan las referencias a una común identidad humana transformada por medio de la arquitectura, con objeto de engrandecer y dar significado a las acciones rituales e improvisadas de la familia. Además de servir como escenario social, la zona central suele evocar también los elementos vitales esenciales.

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Por ejemplo, en la casa de campo americana se ha conservado la antigua chimenea de leños, con su revestimiento resistente y cuidadosamente realizado, como una imagen que supera con mucho su mera funcionalidad. El hogar aparece rodeado de objetos valiosos y memorables. En la casa de campo mejicana, por otra parte, se ha conservado la fuente que se emplea como pieza central destacada en un patio rodeado de azulejos, plantas, jaulas con pájaros y otros recuerdos. En otros casos, se utilizan jardines con plantas muy cuidadas y controladas, ya sea delante del edificio como sucede en las casas de los pueblos alemanes, en torno a él o en forma de taludes como en las casas americanas, o dentro de un recinto vallado como en las casas mejicanas o japonesas. Estos jardines son como microcosmos de tierra, aire, fuego y agua que avivan nuestros recuerdos del mundo que habitamos en otro tiempo, de los primeros pasos aún no olvidados del todo. En consecuencia, si la casa en su conjunto puede entenderse como una única metáfora que sirve para todos sus habitantes, la zona central de la casa es ante todo el lugar en que los recuerdos del mundo exterior son «domesticados» y guardados para poder ser experimentados de nuevo. La proximidad de algunos de los objetos familiares más valiosos al hogar confiere a la casa un cierto carácter de imagen (o tesoro) con propiedades hápticas excepcionales. En principio, un retrato o un reloj son simples objetos para ser vistos u oídos, pero el propio calor del fuego, el agua que se desliza por una fuente o los delicados objetos que se colocan sobre una chimenea despiertan, además, sentimientos de emoción y podríamos decir que hasta de permanencia. En ellos, los recuerdos de la vida de una persona aparecen relacionados con la eternidad del mundo exterior. Los materiales utilizados en la propia casa, como la madera o la piedra, se incorporan a estas memorables zonas centrales e incluso entran a formar parte de la memoria. Una de las diferencias más profundas que existen entre el cuerpo humano y la casa radica en el hecho de que, mientras que es imposible ver el interior del cuerpo y moverse en él, los límites de la casa son normalmente penetrables y existe la posibilidad de acceder a su centro. En este sentido, se presentan fundamentalmente dos alternativas: o bien la llegada al centro se produce como la culminación de un recorrido continuo cuidadosamente organizado, desde la entrada a través de las zonas intermedias hasta el corazón (como sucede cuando se atraviesa la puerta principal de un edificio de Nueva Inglaterra, pasando después por el vestíbulo para llegar a la sala central con su chimenea), o bien la llegada al centro se produce por sorpresa, como sucede en el caso del patio de las casas medievales. Tanto la continuidad como la sorpresa son meca-nismos que pueden resultar satisfactorios y, en consecuencia, ambos pueden ser utilizados según los casos. Las mismas cualidades de orientación y sensibilidad que se aplican a la casa pueden extenderse a la ciudad, siempre que ésta trate de estar en consonancia con la identidad humana. Un objeto doméstico de cierta importancia, como lo es un reloj, puede presentarse también como hito urbano en forma de torre coronada por un reloj. O una escalera principal lo puede ser aún más cuando se sitúa en un ámbito público. Una fuerte como las que existen en los patios de las casas mejicanas, aunque sea de mayor tamaño e importancia, puede ser el objeto central más apropiado y memorable para ser colocado en una plaza pública. Los soportes o los árboles dispuestos simétricamente acompañando a la entrada principal de una casa, contribuyendo a embellecer su fachada,

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tienen su contrapartida a mayor escala en los monumentos que flanquean un puente o los parques que rodean los edificios institucionales. Las extensiones de parque situadas en el centro o a lo largo de los límites de una ciudad resultan ser como jardines gigantes de la casa-ciudad. Así, los elementos relacionados con el cuerpo como son la puerta, la ventana, el lugar central e incluso la cubierta, que se expresan de una forma inmediata en la casa, van apareciendo una y otra vez hasta alcanzar las dimensiones de la ciudad, igual que un monumento de cristal que aloja y señala el centro de gobierno de una- pequeña ciudad puede también evocar sentimientos relativos a algo nuevo que nace en el corazón de lo antiguo. A una escala más pequeña, también la fachada de una nueva tienda puede evocar, en miniatura, las formas de los modernos edificios de cristal de los alrededores. La existencia de objetos reconocibles en puntos estratégicos del perímetro y en el centro de los lugares públicos nos permite proyectar nuestra identidad sobre la comunidad y recuperarla a través de ella. No tiene por qué haber una diferencia esencial entre cómo nos orientamos en el universo de una gran metrópolis y cómo lo hacemos en el interior de una casa. En ambos casos, lo que necesitamos es sentirnos rodeados, protegidos y centrados (como puede corroborar cualquier persona que haya circulado por una ciudad desconocida). Cuan agradable y alentador resulta llegar a una ciudad a través de una gran entrada, pasar por un puente o una muralla medieval, y después encontrar el camino hacia el centro o los centros con hitos reconocibles, como son las torres, plazas y otros puntos visibles en nuestro itinerario. De nada sirven las formas espectaculares de los edificios de una ciudad si los significados que poseen y los sentimientos que despiertan son anulados por el simple hecho de que tales edificios no pueden «poseerse». No es difícil de imaginar el sentimiento de opresión que tendrá cualquier ciudadano que ve las siluetas de los objetos urbanos al tiempo que se ve obligado a mantenerse a distancia de ellos, como con la imperativa obligación de «no pisar el césped». Y como ocurre en la casa, las experiencias que producen el sentido de posesión se organizan alrededor de una serie de puntos muy sensibles, sobre todo a lo largo de los bordes y en las zonas centrales como son las márgenes de los ríos, los paseos y los eventuales «miradores» de la ciudad*. Las experiencias hápticas de las que depende el sentido de posesión de una casa también han de ser aplicadas a la ciudad, si ésta ha de pertenecer a sus habitantes.

* Realmente, la forma del cuerpo ya condiciona la forma de la ciudad, aunque sea de manera inconsciente y no siempre produciendo un sentido de posesión colectiva. Toda la red de circulación urbana es un sistema regido por los conceptos de izquierda y derecha, que son conceptos sensibles incorporados al diseño de las mallas y las intersecciones de tráfico y que también afectan a las indicaciones que organizan el tránsito en las escaleras. Parece como si la referencia a las manos fuera algo inevitable cuando se trata de organizar el movimiento colectivo y de prevenir accidentes, pero esta referencia se olvida mucho más a menudo como forma de sensibilidad en el diseño de edificios y ámbitos de pequeñas dimensiones.

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Cuerpo, memoria y arquitectura Introducción al diseño arquitectónico Robert J. Yudell 7 El movimiento corporal Las relaciones que existen entre nuestro universo corporal y los lugares que habitamos están en continuo cambio. Los lugares se construyen como expresión de nuestras experiencias hápticas y, a su vez, estas experiencias se producen como resultado de los lugares previamente construidos. Aun cuando no siempre seamos conscientes de este proceso, lo cierto es que tanto nuestro cuerpo como sus movimientos están en un diálogo constante con los edificios. Seguramente no existe imagen más clara y convincente que la de las cariátides de los antiguos templos griegos para mostrarnos cómo es nuestra relación con las formas construidas. Resulta sorprendente la serenidad con que estas jóvenes doncellas soportan el peso del entablamento y el frontón, decorados y poblados de figuras, como si no se sintieran afectadas por tan pesada carga. Las cariátides establecen una especie de conexión entre la tierra y el cielo, entre las rocas en que se apoyan y los dioses cuyas vidas se conmemoran en el templo. Sin embargo, no son algo rígido y estático. Por el contrario, impasibles ante lo excepcional de su carga, aparecen dotadas de un cierto dinamismo dando la impresión de que, con la rodilla flexionada, se disponen a adentrarse con firmeza en el mundo de los mortales. Esta imagen de la humanidad hecha arquitectura expresa realmente nuestro lugar en el mundo. Como sucede en el caso de las cariátides, todos nuestros movimientos están sometidos a las mismas leyes físicas que rigen las formas construidas y estas formas poseen la capacidad de contenerlos, limitarlos y dirigirlos físicamente. Inevitablemente, su ligadura es mucho más estrecha y su dependencia más fuerte de la arquitectura que lo es de cualquier tipo de expresión oral o escrita, de las canciones, la música o la escritura. Esta interacción específica que tiene lugar entre la forma corporal y la arquitectura requiere un cuidadoso examen. La espacialidad del movimiento No es extraño que prestemos normalmente más atención a las formas que al espacio o los movimientos que se producen en su interior. El espacio se suele entender como vacío o como ausencia de materia y el movimiento como algo separado de su existencia en el espacio. Podemos considerar el caso de la danza para dar un sentido vivo a estos conceptos. Los bailarines hablan muchas veces de lo que es «sentir» el espacio. Ese aire a través del cual la mayoría de nosotros mira para detenerse en los objetos sólidos, es para el bailarín una «materia» real. Martha Graham, gran figura del baile moderno en nuestro país, utiliza como base de algunos de sus ejercicios habituales la experiencia háptica del espacio; pide a sus alumnos que traten de sostener, empujar y tocar partes del espacio, y

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lugares concretos dentro de él. Como resultado natural de este tipo de entrenamiento, todo el cuerpo se va sensibilizando progresivamente hasta poder tocar y sentir el espacio con lo que el movimiento deja de ser un conjunto de acciones reflejas indeterminadas e indescifrables para convertirse en una interacción organizada y profundamente sentida con la materia positiva del espacio. El bailarín y el espacio aparecen así como compañeros inseparables que se inspiran mutuamente. Al tiempo que siente una relación muy especial entre su cuerpo y el espacio que está fuera, el bailarín siente igualmente una relación muy especial con lo que está en su interior. En formas de danza tan distintas como pueden serlo el ballet clásico y el baile moderno, las personas que lo practican hablan de la constante necesidad de encontrar o sentir su propio «centro». Lo normal es que este centro se sitúe alrededor de los músculos abdominales, pero importa menos su localización exacta que el hecho de que sea necesario sentir ese «centro», ese interior, para que el bailarín pueda moverse con seguridad en el espacio, en el exterior. No hay mucha diferencia entre esta necesidad y la de sentirnos seguros en nuestros lugares habitables para poder actuar con decisión en la comunidad exterior. Un requisito esencial para el mantenimiento del sentido de centralidad corporal en un bailarín es su continua conciencia de la fuerza de la gravedad. En la danza, esta fuerza siempre presente y que rara vez consideramos conscientemente es objeto de una gran atención. La respuesta de un bailarín a la fuerza de la gravedad puede tomar formas muy diversas, pero siempre puede decirse que se trata de respuestas potentes, incluso obsesivas. El ballet se ha presentado, al menos en parte, como el arte de desafiar la gravedad y se han dedicado muchos años de entrenamiento a crear la ilusión de que realmente se salta y se flota en el espacio sin esfuerzo alguno. Con intenciones opuestas pero igualmente vigorosas en su respuesta, la mayoría de los bailes modernos y las danzas populares expresan el poder de la tierra por medio de movimientos de choque y presión sobre el suelo. En uno de los momentos más revolucionarios del baile moderno, Mary Wigman escandalizó a los espectadores alemanes moviéndose por el escenario golpeando fuertemente el suelo con la espalda, los pies y las manos. En esta actuación que tuvo lugar en 1919, Mary Wigman estaba expresando que la gravedad,* la tierra y lo que está abajo, es algo real y a lo que estamos ligados inevitablemente. Por tanto, el «centro» no es meramente un concepto geométrico, sino que hace referencia al aparato muscular y posee cualidades cinestésicas y de orientación derivadas de la fuerza de la gravedad y un cierto sentido o sentimiento de interioridad. Cuando consideramos el cuerpo inmerso en el espacio, cualquier descripción o abstracción geométrica adquiere inmediatamente varios niveles de significado asociativo. Rudolf Laban, uno de los más importantes iniciadores de la representación gráfica de la danza, describe el movimiento referido siempre a los planos «frontal», «vertical» y «horizontal», es decir, propone como base una estructura triaxial extraordinariamente parecida a la de las coordenadas psicofísicas de los teóricos de la imagen corporal. Para el movimiento que tiene lugar dentro del espacio arquitectónico, sin duda las dimensiones más relevantes son la vertical y la horizontal. La figura erguida es, en sí misma, un símbolo al tiempo que se refiere al eje vertical. Como eslabón virtual entre la tierra y el cielo, la figura humana tiende a expresar la comunicación existente entre estos dos reinos. Y, a causa de las cualidades radicalmente

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distintas de ambos, el cuerpo se comporta como matriz sintética en que se resuelve dicha polaridad. El cielo y lo que está arriba constituyen lo divino, espiritual, etéreo, luminoso, extraordinario y extenso, como lo es una cúpula. La tierra y lo que está abajo constituyen lo material, mineral, oscuro, compacto y firme, como lo es un sólido o una cueva. El movimiento que se dirige hacia arriba puede entenderse como metáfora del crecimiento, el anhelo y la llegada, y el movimiento que se dirige hacia abajo como metáfora de la absorción, la inmersión y la compresión. Igual que las imágenes del vientre y la tumba se asocian con la tierra, y las de la resurrección y la otra vida se asocian con el cielo, el eje vertical aparece estrechamente ligado al concepto de tránsito a través de los distintos cielos vitales. Por el contrario, el movimiento sobre el plano horizontal se relaciona exclusivamente con las etapas terrenales. Laban consideraba este plano como aquel en que tienen lugar las comunicaciones e interacciones sociales. Ahora bien, ni la comunicación ni el cambio tienen relación alguna con los anhelos personales que se identifican de algún modo con el eje vertical. Todos los movimientos humanos son espacialmente complejos. Cada movimiento concreto puede considerarse compuesto por un conjunto de movimientos elementales referidos a los tres ejes del espacio en un proceso cambiante a lo largo del tiempo. Los movimientos curvilíneos y diagonales tienen sólo dos ejes de referencia, en tanto que los espirales y helicoidales tienen tres. Es interesante señalar que los movimientos planos, referidos a dos ejes, como son los de caminar, correr y la mayoría de los movimientos de locomoción humana, son los más frecuentes en la actividad normal de una persona. Los movimientos en una sola dimensión, como la caída vertical en el agua (movimiento extremadamente preciso y especial), o en tres dimensiones, como el de un jugador de béisbol (movimiento espacialmente complejo y dinámicamente cambiante) son excepcionales en nuestro comportamiento habitual. Aun cuando la capacidad de movimiento del ser humano pueda considerarse prácticamente ilimitada, lo cierto es que la mayoría de nosotros utilizamos una serie limitada de posibilidades, que configuran nuestro espectro de movimientos. En este sentido, uno de los condicionantes más fuertes es precisamente nuestro entorno construido: los espacios y objetos que nosotros mismos construimos y habitamos. El edificio como estímulo del movimiento Cualquier arquitectura es un estímulo potencial del movimiento, sea éste real o imaginado. Un edificio es siempre un estimulante para la acción, un escenario en el que tienen lugar la interacción y el movimiento. Es como un interlocutor del cuerpo. Sólo tenemos que recordar las actividades de nuestra infancia para entender con qué facilidad se produce la interacción háptica entre la forma corporal y la forma construida. Por ejemplo, recordemos ese juego de saltar pisando las juntas de un camino enlosado. En este caso, lo que hace el niño no es más que confrontar su cuerpo (sus dimensiones, formas y ritmos) con el despiece del pavimento. Normalmente la presencia de piezas irregulares se incorpora también al juego, contribuyendo a hacer más complejo tanto el tiempo como el movimiento implicados en él. O recordemos también ese otro juego en

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el que es una retícula simétrica dibujada con tiza sobre el suelo la «estructura» con la que el cuerpo juega. Las variaciones en la velocidad, ritmo y dinámica del movimiento se producen simplemente como resultado de la forma de la retícula; el movimiento es más rápido y menos estable cuando se salta con una sola pierna sobre la cuadrícula única, y el movimiento es más lento, controlado y equilibrado, en los saltos con las dos piernas sobre las dobles cuadrículas y en los giros de los extremos. Tanto en uno como en otro juego, el diseño físico provoca en el cuerpo una respuesta cuyo resultado final es una especie de danza espontánea. Esto es algo que casi todos hemos experimentado y que podemos volver a hacer. Otra experiencia muy común, como es la de recorrer con un palo un vallado de postes o una alambrada, también tiene estas características que hemos apuntado. Ahora lo que es fijo es el espaciamiento regular de los postes o la tela metálica, que hace el papel de estructura cartesiana del ambiente construido. Las variables rítmicas son la velocidad e intensidad con que el niño o el «músico» actúan contra el vallado. Aquí, el resultado es una especie de música y tanto el ser animado como el inanimado cobran una mayor importancia en su confrontación. Los descensos, ascensos, cargas, ritmos y agitaciones que emanan de nuestro propio ser son inherentes al cuerpo y a sus movimientos. Intentemos, por ejemplo, andar a intervalos exactamente iguales. Incluso aunque pudiéramos lograrlo en el plano horizontal, como en la marcha de un desfile, seguirían apareciendo determinados cambios rítmicos en la dimensión vertical (los que se derivan de la respiración y de las modificaciones que se producen de la distribución del peso del cuerpo), aparte de los ritmos internos del pulso y el corazón. Admitida la existencia de esta complejidad rítmica que posee cualquier persona y también el hecho de que organizaciones tan habituales como las del enlosado de un pavimento o los soportes de una valla sean capaces de provocar respuestas hápticas, uno se pregunta por qué no todos los edificios son igualmente buenos para generar una respuesta corporal. ¿Por qué no nos emociona nuestro mercado o un edificio de oficinas del centro de la ciudad? Veamos, por ejemplo, el caso del típico rascacielos con cerramiento de muro cortina. Evidentemente, ni hay posibilidad de que nos relacionemos dimensionalmente con él ni tampoco que nos imaginemos participando en él como personas. Nuestra respuesta corporal ante el rascacielos se reduce a poco más que una cabeza levantada, unos ojos muy abiertos e incluso la boca abierta como evidencia de nuestra apreciación de su impresionante altura o de la belleza de su construcción. Pasemos ahora a ver lo que sucede, por ejemplo, con un rascacielos escalonado de los años treinta como es el edificio Chrysler. En este caso, no sólo aparece una diferenciación vertical de las distintas partes, sino también una serie de retranqueos que recuerdan taludes naturales o gigantescas escaleras. Podemos imaginarnos escalando, pisando e incluso ocupando su superficie y sus huecos. También los sencillos y eficientes edificios, escalonados y con cerramientos de cristal, que se erigieron en Park Avenue entre 1950 y 1960 ofrecen hasta cierto punto una especie de paisaje geométrico, a pesar de que no establecen relación alguna con el cuerpo a menor escala ni al nivel de la propia calle. La sección de una calle flanqueada por edificios escalonados produce la sensación de hallarse en un «cañón», sensación muy distinta a la que producen las herméticas torres acristaladas con sus resquicios casi impenetrables. Aquí no se produce

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la sensación de hallarse en un «cañón», sino más bien en un pozo, y son evidentes las diferencias entre una y otra imagen. Una persona puede escalar un cañón y descender por sus paredes, pero no puede bajar o subir de un pozo sin ayuda, que casi siempre es algún tipo de elevador mecánico. En consecuencia, esta situación resulta ser mucho menos independiente y con menor potencial de movimiento. La causa es que ahora, la persona es el objeto y no el sujeto de una acción, hecho éste que afecta considerablemente a su autoconciencia, su vigor y su vitalidad. Ni siquiera Superman sería capaz de salir de un pozo «de un solo salto». En las épocas de entusiasmo por las nuevas ideas de actuar en el ambiente exterior, tanto los edificios como las imágenes parecían expresar más vivamente los nuevos y posibles comportamientos del cuerpo humano. «El sueño del rey en Nueva York», una especie de tratado publicado en 1908 y concebido en un momento en que los constructores se encontraban por primera vez con las grandes posibilidades que ofrecía la nueva tecnología del acero, presentaba en sus imágenes a las muchedumbres apiñadas en dirigibles rozando los edificios, agolpadas en las cubiertas de los rascacielos y moviéndose apresuradamente a través de los puentes colgantes situados sobre calles de múltiples niveles y los vehículos destinados al transporte público. Se trataba de una excitante imagen de la acción. En contraposición con ella y sólo unos años después, las visiones futuristas de Sant’Elia mostraban la fascinación por la velocidad y el movimiento que prometían las nuevas tecnologías. Los vehículos aerodinámicos pasaban como relámpagos entre los edificios con forma de máquina, pero no se vislumbraba el más leve rastro de un ser humano en acción. Como señalábamos en el caso del «pozo», ahora también el hombre debía ser movido por algo, mientras que en «El sueño del rey» aún era capaz de moverse por sí mismo. Algunas de las imágenes más vibrantes y enérgicas del cuerpo inmerso en el espacio surgieron en Rusia durante los años de la Revolución. La mayoría de los carteles políticos realizados por los diseñadores de esta época presentan, como tema dominante, el hombre en acción. Los cuerpos aparecen saltando y volando en el espacio, a veces combinándose con elementos o formas arquitectónicas. Estas imágenes proporcionan al tiempo una confianza emocionada y un cierto sentido de desequilibrio. Seguramente no es casualidad que la imagen más persistente corresponda a lo que es un movimiento diagonal en el espacio. Porque, por su propia naturaleza, este movimiento diagonal hace más difícil la orientación que los movimientos puramente horizontales o verticales, y también es más imprevisible que ellos. De hecho, el movimiento diagonal suele asociarse con la idea de ' alteración o distorsión brusca de un orden existente. El espacio en la cultura occidental se presenta casi siempre referido a una malla rectangular. Y cuando se busca un atajo, una transición rápida o una transformación, se utiliza la diagonal. La acción tan común de «atravesar» la finca de un vecino o lo que hace Broodway en la retícula de Manhattan son fenómenos análogos a los representados en los carteles de los constructivistas rusos con sus movimientos diagonales internos. Están como diciéndonos «implantad un orden nuevo» pero, y esto es lo más importante, también están diciéndonos «hacedlo con vuestro cuerpo». El edificio como escenario del movimiento Cuando se combina el eje más dinámico, la diagonal, con la configuración espacial más compleja que el movimiento corporal puede adoptar, la espiral, tenemos la forma del monumento de Tatlin a la Tercera Internacional. Incluso la maqueta estática de este

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diseño utópico no construido parece lanzarse y girar en el espacio, dando lugar a un movimiento que se inicia en el propio edificio pero que se dispara hacia el espacio exterior y hacia el futuro. En realidad, el cilindro interno de la propia estructura, que es el que aloja las salas de reuniones y conferencias, debía dar una vuelta sobre su eje cada año. Esto supondría una excitación que supera ampliamente lo que es la función del hombre como agente activo. Si, ciertamente, nos encontramos con un caso en que se produce una indudable invocación al movimiento, también la forma actúa como escenario del movimiento y de las complejas interacciones que tienen lugar entre los cuerpos móviles. En los carteles rusos, la energía de los cuerpos es superior a la que se obtendría sumando la de sus partes. Compositivamente, se consigue un todo por medio del establecimiento de relaciones mutuas entre los distintos cuerpos y de éstos con las formas tridimensionales o planas de las construcciones. Asimismo, los edificios pueden contribuir a poner de relieve el marco en que se producen las relaciones dinámicas entre las personas en movimiento. Hans Scharoun consigue este efecto en el vestíbulo de la Filarmónica de Berlín disponiendo una serie de escaleras en cascada, unas bajo las otras y colocadas diagonalmente, poniendo a prueba nuestro sentido del orden y la orientación. Un fenómeno similar e igualmente dinámico puede encontrarse en el Faculty Club de Santa Bárbara realizado por los arquitectos Moore y Turnbull. Tanto en uno como en otro caso, las personas y sus trayectorias se mueven describiendo configuraciones espaciales vertiginosas y enérgicas. Al provocarse una desorientación potencial, hemos de ser conscientes necesariamente de nuestros propios movimientos y también de nuestras relaciones espaciales mutuas. La búsqueda de una cierta desorientación puede ser aceptable, e incluso saludable, en casos como los comentados en que tal desorientación se plantea abiertamente. Estamos preparados y podemos responder a la situación. En este sentido, podemos compararlos con la experiencia de escalar una ladera difícil: los propios sentidos se hacen más sensibles y las respuestas corporales más rápidas. Sin embargo, ya que no siempre podemos hallarnos al borde de la desorientación total o en el delirio de la complejidad dinámica, a pesar de lo estimulante que pueda ser en momentos muy concretos, debemos utilizar también otros medios igualmente ricos pero más sutiles para configurar el marco de nuestras experiencias tanto personales como espaciales. Le Corbusier ha sido un auténtico maestro de las formas de entrelazar los distintos movimientos. Así, en la Villa Savoie aparecen dos formas de circulación vertical. Una de ellas, la escalera de caracol, gira hacia la derecha, es curvilínea y discontinua en su ascensión. La otra, la rampa, gira hacia la izquierda, es rectilínea y continua en su ascensión. Rampa y escalera están colocadas ortogonalmente y casi tangentes. Además, esta zona de tangencia se hace corresponder al nivel intermedio de la escalera y al arranque de la rampa. Esta disposición de elementos arquitectónicos muy comunes de una manera extremadamente ingeniosa da lugar a una compleja serie de relaciones espacio-temporales, que se experimentan principalmente por medio del movimiento del cuerpo. Esta experiencia se hace todavía más excitante cuando uno se mueve en relación con otra persona que toma el camino alternativo; encontrándose con ella y viéndola después desaparecer, y oponiendo lo que es una trayectoria curva a otra recta y lo que es un escalón a un paso sobre el plano inclinado. Entonces es cuando somos plenamente conscientes de nuestro propio movimiento, a causa precisamente de esta relación periódica con el de otra persona. Y así la arquitectura cobra una mayor vida y propor-

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ciona un mayor placer en cuanto se convierte en auténtico escenario del movimiento. El edificio como interlocutor La configuración de un escenario no es más que uno de los aspectos del amplio diálogo que tiene lugar entre el cuerpo humano y los edificios. Fijémonos simplemente en qué es lo que nos dice un edificio sobre el lugar que ocupa nuestro cuerpo en su interior o en sus alrededores. Esto puede referirse tanto a los aspectos estáticos (¿dónde nos sentamos, nos apoyamos o acomodamos?) como a los dinámicos (¿dónde y cómo nos movemos?). El Capitolio de Conecticut de Richard Upjohn puede darnos la respuesta a estas preguntas. En sus corredores, salas y escaleras van apareciendo una serie de articulaciones que acogen favorablemente nuestra presencia. Las balaustradas de piedra maciza invitan a apoyarse sobre ellas con agrado. En los rellanos y salones existen una serie de hornacinas y aberturas que permiten la reunión de pequeños grupos de personas. Unos arcos sirven como fondo de otros arcos y juntos configuran una compleja organización espacial. Cualquier día de trabajo, todas las actividades propias del poder legislativo van siendo canalizadas a través de estos lugares agradables en los que el visitante es tan bien acogido como lo es la persona habitual. No es casualidad que todo el interior esté poblado de esculturas de piedra representando figuras humanas. El arquitecto ha concedido a éstas un lugar de excepción en el diálogo con su edificio. La estructura hace que se produzca un ajuste complejo, pero «amplio», con el cuerpo. Este se encuentra con distintos lugares y múltiples opciones dentro del espacio. Seguramente el extremo opuesto, el ajuste «exacto», podemos encontrarlo en casos como el de las viviendas de Mesa Verde. Aquí, por razones de seguridad, el camino de acceso desde el fondo del cañón hasta las viviendas situadas arriba está formado simplemente por una serie de huecos excavados en la roca, destinados a los pies y las manos. La disposición de los huecos es tal que obliga necesariamente a comenzar la subida con una determinada mano SÍ no quiere uno quedarse abandonado ahí abajo. Esta sorprendente relación entre el cuerpo y una organización física no está, sin embargo, muy lejos de ese juego que comentábamos de los niños saltando sobre las losas. La adaptación de nuestro cuerpo y los movimientos de éste en el interior y en torno a un edificio también se ven afectados en gran medida por nuestro sentido háptico, por las cualidades táctiles de las superficies y los bordes con que nos encontramos. Las superficies pulidas y suaves invitan a un mayor contacto, mientras que los materiales rugosos y ásperos, como es cierto tipo de hormigón visto, provocan movimientos siguiendo curvas más abiertas en las esquinas y más vacilantes y cautelosos al andar por los pasillos. Normalmente, un cambio de textura suele indicar algo especial y puede producir tanto aceleraciones como deceleraciones en el propio ritmo del movimiento. Podría pensarse incluso en la posibilidad de organizar todo el movimiento utilizando como medio exclusivamente los cambios de textura. De hecho, esto ya se ha intentado recientemente en arquitecturas destinadas a personas ciegas, haciendo que las claves espaciales sean proporcionadas a través de las experiencias táctiles.

El repertorio de movimientos Entendemos como repertorio aquel conjunto de movimientos corporales que se producen en el curso de nuestra actividad habitual. Consideremos, por ejemplo, el caso

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de una persona que vive en un barrio suburbano de Connecticut y trabaja como empleado en una de las torres de oficinas construidas hacia 1960. Supongamos que la casa de campo en que vive es de una sola planta. Su actividad diaria comenzará tomando el tren para recorrer los 25 km. que le separan de la ciudad, después el metro y por fin caminará dos o tres manzanas hasta llegar a su destino. Después deberá atravesar un pequeño vestíbulo y subir a un ascensor que le depositará rápidamente a varias decenas de metros sobre el suelo. Este hombre se «está moviendo» mucho más y mucho más deprisa de lo que la humanidad lo ha hecho en el pasado, pero su movimiento es fundamentalmente una experiencia pasiva. Aunque parezca paradójico, su experiencia del movimiento, tanto en horizontal como en vertical, es menos activa de lo que ha sido en otros momentos de la historia de la humanidad. La torre de oficinas en que trabaja, con su impresionante altura, está dividida simplemente en una serie de estratos espaciales uniformes de aproximadamente tres metros de altura. Su casa, con su gran extensión, es igualmente un único estrato de espacio \ horizontal. Hace un siglo, el equivalente a este hombre sería otro que caminaría hasta su trabajo y entraría en un edificio de tres o cuatro plantas, sin ascensor pero con amplios vestíbulos y lujosas escaleras públicas. En resumen, a pesar de que hoy el hombre se mueva más y más deprisa, lo cierto es que su repertorio de movimientos activos se ha reducido considerablemente. Cada vez se van sustituyendo más los movimientos propiamente corporales por otros que lo que hacen es impulsar el cuerpo inmóvil. El movimiento auténtico se está sustituyendo por una especie de «velocidad congelada». El cuerpo inmóvil y el cuerpo flotante Las consideraciones que vamos a hacer a continuación se apoyan en gran medida en nuestras imágenes románticas. Comparemos, por ejemplo, los mitos del explorador correspondientes a dos épocas diferentes: el astronauta moderno y el intrépido pirata de otros tiempos. El primero recorre distancias inimaginables, pero la mayor parte del tiempo que dura su viaje permanece inmóvil. Está dentro de una cápsula y es impulsado por medios exteriores a él. Incluso en un eventual encuentro con las peligrosas criaturas de otro mundo nunca se producirían contactos corporales. Se quedaría quieto y dejaría actuar a su pistola de rayos. Sin embargo, nuestra imagen del pirata corresponde a la de un hombre que se sube a los, mástiles, y se deja colgar de ellos, hace frente a los invasores y los arroja al mar y que empuña con destreza la espada. El pirata se mueve y se pone en contacto con otras personas y sus acciones poseen gran elegancia y belleza. El hombre enfundado en su traje espacial pierde gran parte de su capacidad de afirmación individual. Es más bien un instrumento al servicio de un objetivo lejano. Igual que el cuerpo puede encontrarse inmóvil y encapsulado en el espacio, también puede ser víctima del extremo opuesto: el que le hace estar totalmente desconectado, flotando libremente y pendido en el espacio arquitectónico. Este fenómeno fue presentado ya hace cincuenta años por algunos de los maestros del Movimiento Moderno. Las imágenes contenidas en los dibujos de Mies van der Rohe muchas veces revelan un cierto sentido de desconexión entre el edificio y el cuerpo humano. En el estudio realizado en 1942 para un pequeño museo, la figura de Maillol aparece libre y solitaria en un espacio cartesiano, neutro y estructurado por medio de una retícula. No puede negarse que es la imagen de una solitaria existencia. La razón subyacente a esta propuesta podía ser muy bien la de que un espacio indiferenciado permite cualquier

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acción y, en consecuencia, proporciona una mayor libertad. Pero, si en edificios como el Capitolio de Connecticut señalábamos la existencia de un ajuste amplio con el cuerpo, aquí puede decirse que no hay ningún tipo de ajuste. El movimiento no se considera y, por tanto, tampoco puede canalizarse físicamente. Las promesas engañosas del futurismo En manos de un artista tan excepcional como Mies van der Rohe, hasta la espacialidad de la alienación podría producir cierta satisfacción derivada de la elegancia de su construcción y de los materiales utilizados. Pero el llevar aún más allá el protagonismo del espacio cartesiano no es más que una peligrosa amenaza para nuestra identidad como individuos. El grupo futurista conocido como Superstudio nos ofrece algunas de las imágenes que pueden ser más previsibles como representación de la alienación corporal. Una de sus propuestas se refiere a lo que es la vida en completa libertad sobre una especie de plataforma reticulada de la que se obtiene energía, información y alimento. Se supone que en una utopía así no necesitaríamos vestidos ni viviendas y que podríamos trasladarnos instantáneamente a cualquier lugar de la tierra. Este escenario significa claramente la negación de que existe cierta necesidad de interacción entre el cuerpo y la arquitectura. No existen en ella hitos, estímulos, escenarios ni tampoco centros. El otro extremo de la alienación corporal está en la excesiva manipulación del cuerpo. Ambos fenómenos se presentan con frecuencia como complementarios y no debe extrañarnos que esta hipermanipulación sea propuesta a veces por los mismos futuristas que nos proponen ser nómadas neutros, desconectados de cualquier lugar concreto y personal. Los miembros del grupo Archigram describen para el futuro placeres como los del «Manzak»: Todo el equipo sensorial preciso para la recuperación de la información ambiental y

para realizar cualquier trabajo. Dirija sus negocios, haga la compra, váyase de caza o de pesca o simplemente disfrute de los placeres visuales electrónicos e instantáneos desde la comodidad de su propia casa. Y el «tomate electrónico»: Obtenga una terapia vegetal instantánea en el interior con el nuevo tomate electrónico —un aparato estriado que, cuando se conecta a los diferentes nervios, produce los más endiablados zumbidos. No hay duda de que nos encontramos aquí ante imágenes de manipulación y bloqueo del cuerpo humano y de su capacidad de iniciativa. Significan su absoluta pasividad. El cuerpo es expulsado de nuestra existencia y el mundo personal pasa a depender de ciertas sensaciones estimuladas por medios electrónicos.

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Cuerpo, memoria y arquitectura Introducción al diseño arquitectónico Robert J. Yudell 8 Lugar, camino, trama y borde

El universo interno del hombre formado por hitos, coordenadas, jerarquías y sobre todo con unos límites propios, constituye el único punto de partida humano para la organización del espacio que nos rodea, un espacio que además de percibirlo lo habitamos. Por tanto, pensamos que es necesario volver la vista hacia los edificios que ocupan el espacio existencial que nos envuelve, y confrontarlos con el cuerpo personal, el primer ámbito compartido (la casa) y esos otros ámbitos de comunidades cada vez mayores con objeto de ver en qué medida son ellos capaces de extender hacia fuera su orden u órdenes internos, de construir un mundo que sea una ampliación de acuerdo con nuestro sentido de la propia personalidad. En el capítulo primero se describían los elementos a los que la humanidad dotó de significado hace mucho tiempo: las columnas, muros y cubiertas colocadas sobre ellos; los pórticos y arquerías formadas por columnas; las torres como extensiones de éstas; las habitaciones y el hogar que encierran los muros; las puertas y ventanas que relacionan un interior con el resto del mundo. Todas estas formas han sido fundamentales para la humanidad, precisamente porque responden a la acción humana primaria que es construir un alojamiento, el primer límite tangible después del cuerpo, dan una respuesta al acto de habitar y hacen referencia a las fuentes de la energía humana y al lugar que ocupa el hombre entre el cielo y la tierra. Después de este primer límite, el repertorio de elementos constructivos en realidad no aumenta. las variaciones no son ya cambios de forma, sino de posición. Aun cuando las estructuras puedan permanecer inalterables, la configuración del camino que conduce hasta ellas puede contribuir a aumentar su importancia. Un claro ejemplo de este hecho lo tenemos en la ciudad axial de Pekín. Hacia el Norte, se recorre el camino principal sin desviaciones, primero atravesando unas enormes puertas y después otras cada vez más pequeñas, pasando de la ciudad exterior a la interior y por fin a la Ciudad Prohibida, después se entra en el propio complejo imperial en el que el centró, el trono del emperador, es mucho más pequeño que cualquiera de los pabellones de entrada situados en los límites de la ciudad. Pero, indiscutiblemente ese es el centro, el foco, el lugar. Comenzamos con la casa (el palacio o la catedral) dedicada al cuerpo humano (o divino), y señalábamos ya cómo la forma en que se accede a la casa (el camino hacia ella) puede enviar mensajes y producir experiencias que aumenten su importancia como lugar. Más allá de los límites de una casa están los de la ciudad y después incluso los límites de las naciones. Dentro de ellos, existen lugares en que se vive y se trabaja que pueden ser tanto privados como compartidos y que incluyen ciertos ámbitos públicos cargados de significados simbólicos o, por el contrario, lugares prácticamente carentes de significación. Los monumentos que identifican los lugares de importancia pública suelen aparecer casi siempre en los bordes o en los centros de las ciudades. Y ya dentro

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de los límites de la ciudad, los distintos elementos aparecen dispuestos según un determinado orden, con lo que aparecen también una serie de bordes o límites internos que son los que permiten nuestra comprensión del lugar. Por tanto, todo universo habitado comprendido dentro de unos determinados límites puede entenderse como una sintaxis de los elementos denominados lugar, camino, trama y borde. Para cada uno de ellos, existen una serie de disposiciones arquitectó-nicas que se producen como respuesta tanto al paisaje natural, como al cuerpo y a la memoria del hombre. El lugar Los lugares configurados con los elementos a que hemos hecho referencia han de ser diferenciados del mundo que les rodea. Esto hace que sus formas habituales sean las de un objeto situado dentro de un vacío, un vacío excavado en un sólido, u otras configuraciones compuestas por vacíos y sólidos. La enumeración de las condiciones físicas propias de los lugares es muy limitada: la cueva pasa a ser una gran sala pública, generalmente destacada, con una cubierta que representa el cielo; el espacio interior aparece abierto al cielo; el lugar que guarda un tesoro, claramente visible desde el exterior, presenta ciertas aberturas como son las del cuerpo humano. La forma geométrica perfecta, en ocasiones contrasta y en ocasiones evoca la naturaleza, como las pirámides evocan una montaña y la cúpula evoca el firmamento. Las columnas pueden presentarse en grupos formando un pórtico intermedio o, por el contrario, aisladas ocupando el centro o el perímetro del lugar. La torre cumple un papel análogo al de la columna aislada y, para un cierto período de tiempo, las banderas y estandartes también se comportan como elementos conmemorativos, añadiendo un cierto sentido de inmediatez e importancia del aquí y ahora (semejante, por ejemplo, al ritual indio de colocar una flor sobre un altar de piedra). Un objeto capaz de configurar lugares con características tanto de torre como de bandera es la tienda o pabellón; representativa en otros tiempos del poder de los conquistadores nómadas, hoy se identifica sobre todo con la idea de fiesta o celebración, de un acontecimiento extraordinario en el tiempo, o incluso de una actividad estacional, como pasa con los toldos colocados sobre la terraza de un café. Aunque las celebraciones comunitarias en torno al hogar y al fuego pueden considerarse desaparecidas, salvo en lugares muy especiales como en el pueblo Zuñi, la centralidad del foro —un lugar cubierto o al aire libre en el que poder reunirse para celebrar una asamblea, para ver o representar un espectáculo, para hablar o para recoger firmas— aún sigue teniendo importancia para nosotros (a pesar de las telecomunicaciones y la sustitución del lugar público por el centro comercial privado que están incidiendo negativamente en este aspecto tan frágil de la vida comunitaria; pensemos, por ejemplo, lo difícil que resulta realizar cualquier actividad política en un centro comercial). La principal característica de un lugar público es su capacidad de ser habitado por la comunidad, ya sea porque realmente la gente se siente a gusto en él (como parece que sucede con los venecianos en la Plaza de San Marcos o con los londinenses en sus parques) o, al menos, porque se relaciona con otro tipo de habitantes (con las estatuas del Palazzo Vecchio en el caso de Florencia, con las flores en el de las calles de las ciudades españolas, con las fuentes en el de Roma, o incluso con la luz que se refleja en las blancas paredes en el Mykonos). El verdadero horror vacui de nuestro ambiente

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público son aquellos espacios que no pertenecen a nadie, que no son ni públicos ni privados, que no son cómodos, ni sugerentes, ni siquiera seguros, es decir, esos anti-lugares que aniquilan el ambiente de la comunidad. El camino También pueden existir muchos tipos de caminos. Pueden ser caminos que sirven fundamentalmente para llevar de un lugar a otro, o caminos que vuelven al lugar de donde parten. Pueden ir de un punto a otro siguiendo una línea recta, una quebrada, una curva, un conjunto de curvas, o un conjunto de segmentos curvos y rectos. Naturalmente, también pueden cruzarse unos con otros. En este caso, las diferencias fundamentales desde el punto de vista de nuestra experiencia nacen de las decisiones que nos vemos obligados a tomar: una intersección puede simplemente ayudar a controlar el tiempo que se invierte en un cierto recorrido, pero sin complicarlo ni exigir otro tipo de decisiones; una bifurcación, en cambio, sí exige una decisión; una confluencia puede modificar la trayectoria, pero tampoco exige decisiones. Cualquiera de estos caminos puede, además, ascender, descender, o mantenerse horizontal y en cada uno de los casos el camino cobra un sentido diferente (especialmente los caminos ascendentes y descendentes). No hace mucho tiempo, los arquitectos solían colocar los servicios de las damas algunos peldaños por encima de los salones, con objeto de hacer así más solemne su entrada en el espacio público, mientras que los servicios de caballeros se colocaban debajo para hacer menos notoria su vuelta a la reunión. En el vestuario de caballeros del Club de natación del Sea Ranch en California, la ducha con la iluminación cenital está situada a un nivel algo más bajo que el del banco del vestuario, y la sauna y la piscina por debajo de aquélla, de manera que uno pueda experimentar ese sentimiento que es propio de la persona desnuda y al tiempo el placer de moverse por una escalera con luz. El conjunto de templos de Monte Alban en Méjico parece haber sido construido teniendo como motivo principal el acto de ascender. Allí arriba, a centenares de metros sobre el fondo del valle, se construyó una especie de plaza llana desde la que se accede a los diferentes templos, primero se sube un tramo de escalera, después se baja, y por fin se sube aún más arriba hasta llegar a un lugar determinado. Para llegar al templo mayor, se sube, se baja, se vuelve a subir, a bajar y después se sube otra vez aún más arriba. También las grandes construcciones barrocas, como la escalinata de la Plaza de España en Roma, hicieron de la acción de subir, bajar y caminar despacio algo tan fascinante que el propio objetivo, el lugar mismo, se disuelve en lo que es el camino; lo que importa realmente es llegar allí. Nuevos matices se presentan cuando consideramos la diferencia que existe entre el camino que recorre realmente el cuerpo y la capacidad de la vista para abarcar tal recorrido con mayor rapidez, o captar otro alternativo, o incluso varios a la vez. Hay casos en que se pueden percibir lugares a los que no podemos llegar físicamente. El gran misterio de las prisiones de Piranesi o de los dibujos de Escher está precisamente en que describen este tipo de ámbitos, que también podemos experimentar nosotros directamente cuando, por ejemplo, nos cruzamos con las personas que van en una escalera mecánica en dirección contraria a la nuestra o cuando circulamos por las complicadas intersecciones de una autopista. La mente es capaz de ampliar enormemente tanto los límites del movimiento corporal como el atractivo del camino. Cuando recorremos con la vista el interior del Panteón, las complicadas formas de una cúpula de Guarino. Guarini, o el triforio de una catedral gótica, estamos en cierto modo

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llevando al cuerpo por caminos que podemos imaginar, pero no alcanzar. Borobodur en Java, o los templos budistas, a los que se llega siguiendo el ritual de la circunvalación, dando vueltas y más vueltas desde el fondo del valle hasta la cima, son lugares con una notable importancia. Podemos ver en este tipo de camino una estrecha relación con la trama de los azulejos de la Alhambra, que obligan a la vista a moverse por sus complicadas formas entrelazadas. Muchas veces, las acciones correspondientes al movimiento propiamente corporal y al movimiento mental pueden entrar en conflicto, como sucede por ejemplo en el caso de la Columnata de Bernini que antecede a la Basílica de. San Pedro en Roma. En este caso, la vista percibe una cosa (algo así como una gran intimidad), mientras que los pies sienten otra bien distinta (distancias enormemente grandes). La Columnata de San Pedro es un ejemplo extraordinariamente sofisticado de cómo ciertas claves visuales (las proporcionadas por las hileras cóncavas de columnas y por las estatuas, que van siendo mayores a medida que nos acercamos a la fachada principal de la basílica) pueden contradecir las claves hápticas (que nos hacen sentir realmente lo lejos que se encuentra la fachada). Aunque pueda parecer evidente, se ignora con frecuencia que el camino es por su propia naturaleza un vacío destinado a canalizar el movimiento humano. Al ser un vacío, el camino depende y al mismo tiempo sirve para conectar las superficies que lo limitan, sin tratar de anularlas o dividirlas. Los promotores inmobiliarios y hasta las autoridades públicas muchas veces consideran sus solares como elementos estrictamente limitados, sin tener para nada en cuenta los caminos que existen entre ellos; sin embargo, son precisamente estos caminos los que dan a dichos solares gran parte de su valor. Un camino puede formarse sin más en una plaza alargada cuyos lados opuestos están más relacionados entre sí que los lados adyacentes. El camino se experimentará al recorrerlo, en el tiempo, sin que la plaza deje de tener las cualidades de un lugar. Sin embargo, el camino arquitectónico más común sigue siendo obviamente la calle, limitada por una fila continua de edificación en uno o dos de sus lados, o por una serie de edificios exentos con espacios libres entre ellos. En determinadas calles muy especiales puede aparecer algún tipo de hito sin que esto interrumpa el movimiento a lo largo de ellas, como sucede en la Plaza Vendóme de París. También puede darse el caso de que la que domine sea la dimensión vertical, produciéndose entonces el movimiento a través de una escalera, una rampa o incluso un ascensor visible . El mejor ejemplo de lo que es un camino importante lo tenemos quizá en la ruta de peregrinaje, ya que en ella la propia acción de recorrer el camino es ya una parte esencial del ritual. Así, la circunvalación de Borobodur en Java o la subida de rodillas al templo de Braga en Portugal, son versiones perfectamente estructuradas de este tipo de caminos. Ya que la existencia del movimiento resulta imprescindible para que pueda hablarse de camino, no puede desdeñarse la importancia del tipo de locomoción en cada caso. Por ejemplo, el movimiento a pie, que es el que tradicionalmente ha configurado los caminos, es extremadamente flexible ya que permite (a la mayor parte de las personas) girar cualquier distancia y cualquier ángulo y desplazarse a diferentes velocidades hasta un límite aproximado de 6 km/hora. La bicicleta y los vehículos de tracción animal aumentan el espectro de velocidades posibles, aunque sacrificando en parte la

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flexibilidad direccional. Y el automóvil nos permite mayores velocidades y nos propor-ciona mayor placer cinético, pero exige una envoltura protectora y reduce, en consecuencia, nuestro contacto con el mundo que nos rodea. (El automóvil, además, provoca una cuestión adicional tan problemática como es la de su almacenaje). La trama Las tramas están compuestas fundamentalmente de caminos y lugares, pero lo que nos permite experimentarlas como espacios limitados es precisamente el sistema a través del cual tales elementos se interrelacionan. Las tramas más comunes pueden clasificarse en: hápticas, háptico-geométricas, radio-concéntricas centrípetas, radio-concéntricas centrí-fugas, reticulares y, por último, reticulares tridimensionales. Las tramas hápticas se originan cuando las respuestas a cada situación van apareciendo sucesivamente sin referirse a ningún tipo de diseño conceptual más amplio. Algunos autores identifican las tramas hápticas con los antiguos griegos mientras que otros lo hacen con los ingleses modernos, pero lo cierto es que aparecen en los planos de ciudades antiguas de distintos lugares, siempre que los acontecimientos circunstanciales se impusieron sobre cualquier orden predeterminado. Por ejemplo, el plano de la ciudad de Córdoba, en España, está formado por una serie de manzanas grandes e irregulares que, en su día, servían para proporcionar vivienda a familias muy numerosas. En este caso, las exigencias de seguridad llevaban a procurar reducir al mínimo las superficies exteriores. No interesaba para nada lograr una determinada forma geométrica, ya que jamás habría sido percibida desde los estrechos callejones existentes entre los edificios. Prácticamente cualquier ciudad del Oriente Medio puede considerarse un ejemplo de lo que denominamos trama háptico-geométrica. Las zonas de la ciudad destinadas a la vivienda y el comercio son hápticas, con calles que las recorren irregularmente y sin ninguna disposición especial, o al menos así lo parece al examinar su plano, y quedando como intersticios entre las manzanas de viviendas. El sector religioso y monumental de la ciudad, sin embargo, posee una geometría propia. Así, en la mezquita, la disposición regular de las columnas hace explícito el concepto de civilización como orden monumental que es capaz de establecer un control tanto físico como social del lugar. El encuentro entre una trama háptica y otra geométrica resulta particularmente fuerte en la ciudad de Vigévano, situada al Norte de Italia, ya que la plaza renacentista regular aparece como incrustada en la trama irregular de la ciudad medieval. El choque entre diversos sistemas, que en las ciudades norteafricanas solo puede percibirse en el plano, se expresa dramáticamente en el caso de Vigévano en las propias fachadas de la plaza regular, que consiguen de forma increíble incluso dar entrada a las calles medievales situadas detrás. En ciudades mayores, las diferencias funcionales entre las vías principales, que conducen desde el exterior al centro de la ciudad, y las vías secundarias, de servicio a los distintos barrios, configuran un sistema radio-concéntrico que, en principio, debió ser utilizado por el ganado, como es el caso de Boston, o impuesto por la voluntad de un príncipe deseoso de manifestar físicamente su poder, como es el caso de Karisruhe. El urbanista griego Constantinos Doxiadis explica una variante del planeamiento central de Karisruhe (en cierto modo contrapuesta), que hace ver cómo los lugares

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ceremoniales de importancia en Grecia se organizan en torno a la persona participante (que se convierte así en la figura central del lugar) precisamente en el punto en que ésta atraviesa el umbral del recinto sagrado. Doxiadis se refiere a dos modos distintos de hacerlo, el dórico y el jónico; en el primero se utiliza una división en doce ángulos de 30° alrededor del observador, y se van colocando edificios, muros y otros objetos de manera que obstaculicen su visión, a excepción del ángulo frontal que se deja abierto permitiendo una visión lejana. La manera jónica, tal como la describe Doxiadis, emplea la división en diez ángulos de 36° que sirven para situar las esquinas o límites de los edificios que se disponen de manera que rodeen completamente al observador, dejándolo totalmente aislado del mundo exterior, y creando para él en ese punto una especie de espacio interior. Ese sentido expectante, como del que aguarda una revelación, que produce el modelo radio-concéntrico contrarresta en cierta medida nuestra aceptación y dependencia de la retícula cartesiana rectangular. La retícula posee en sí misma un carácter ambiguo, ya que se trata de un sistema al tiempo autoritario (puede ser impuesto a cualquier lugar de la tierra aun cuando ni siquiera sea conocido por el diseñador) v democrático (sus elementos, limitados, son intercambiables). Es un sistema ordenado, fácil de descubrir y, en conjunto, indiferenciado («¿era la calle 92 o la 93?»). Washington D. C. es un ejemplo atractivo y complejo de lo que es una trama radio-concéntrica impuesta sobre una retícula: el esquema radio-concéntrico barroco de Fierre L'Enfant adaptado con gran sensibilidad al paisaje natural se superpone a la retícula funcional propuesta por Thomas Jefferson. Pero mucho antes que Jefferson, en el año 1532, la ciudad mejicana de Puebla ya fue trazada de acuerdo, con las leyes de Indias en forma de una retícula tan extensa que pasaron cuatro siglos antes de que la ciudad llegara a alcanzar sus límites. También. en la época del Helenismo, la ciudad griega de Mileto fue colonizada siguiendo un trazado reticular. En tiempos de Jefferson, la retícula se utilizó, además, como medio para estructurar los nacientes estados del Noroeste del país: Indiana, especialmente, conserva la retícula casi inalterada. Y más tarde, se extendió también a lugares realmente poco apropiados, como es el caso de las colinas de San Francisco, donde el encuentro de este sistema con las características concretas de cada sitio ha configurado algunos de los lugares más atractivos de la ciudad: calles que repentinamente se cortan ante una pendiente fuerte y se convierten en senderos, o la misma calle Lombard, que necesita zigzaguear hasta doce veces para salvar el desnivel de una sola manzana. Los teóricos del siglo XX han añadido una dimensión nueva a la retícula, con objeto de aumentar la importancia de la infraestructura y convertirla en lo que ellos denominan megaestructura; el resultado son enormes edificios que funcionan como calles por las que circulan personas, mercancías y todo tipo de servicios conducidos a través de estructuras espaciales tridimensionales. El arquitecto francés Yona Friedman ha propuesto retículas tridimensionales suspendidas en cuyos intersticios se colocarían los edificios. El borde El último de los aspectos a considerar de cualquier ámbito es el que se refiere a los límites que lo encierran, a sus bordes, que son los elementos más visibles de éste desde el exterior. Dentro de lo que es el concepto general de borde o límite pueden

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considerarse elementos importantes las fachadas, los antepechos, las murallas, las aberturas y las distorsiones o quiebros del sistema. La fachada puede tener como misión, como en el caso de una entrada a la ciudad, abrirse a un ámbito más amplio y mirar más allá de los propios límites hacia el mundo exterior. El Chateau Frontenac, situado sobre el Paseo Dufferin, es algo así como la fachada de la ciudad de Quebec, como también lo es más modestamente una pequeña iglesia en el estado mejicano de Sonora, cuya superficie de estuco blanco nos hace recordar cómo una mujer (o insluco el guerrero de una tribu) se pinta la cara para impresionar a alguien al aparecer de frente. Algunos de los bordes arquitectónicos más atractivos del mundo son paseos que se abren sobre un desnivel y aparecen rematados por un antepecho de manera que permiten mirar el valle de un río, el mar o una gran extensión de tierra. El borde elevado de Vézélay en Burgundy, las colinas de Edimburgo o Quebec, con sus vistas sobre el valle, las riberas del Támesis o el Sena (aunque no, desgraciadamente, las del Hudson o el East River), o la cornisa de la ciudad italiana de Asís, son otros tantos ejemplos de este tipo de bordes. Las murallas, desde la Gran Muralla China hasta las mucho más pequeñas, son en general menos ambiguas que los antepechos en cuanto a su exclusión de un exterior supuestamente hostil, aun cuando a lo largo del tiempo se observe una especie de duplicidad en sus funciones: por ejemplo, las murallas de Marrakech en Marruecos sirvieron como defensa de la ciudad, pero en tiempos de paz sirven también como marco y soporte de los mercados que tienen lugar en el exterior. Allí se dispone de una amplitud y visibilidad imposibles de lograr dentro del laberinto de la ciudad. La propia condición de borde se hace aún más rotunda en ciertas calas, bahías o puertos rodeados por fachadas de edificios. El espacio central de la Universidad de Virginia de Thomas Jefferson constituye un ámbito totalmente controlado, completo en sí mismo, que se abre por uno solo de sus lados hacia el amplio valle. Ejemplos de este tipo pueden considerarse los crescents de Bath en Inglaterra, con sus fachadas curvas abriéndose a una zona de césped que desciende hacia el río, y el Crescent de John Nash que se abre al Regenta Park en Londres. El último aspecto, y en cierto modo especial, es lo que denominamos quiebro del sistema, es decir, ese momento en que se produce un cambio de la trama produciendo un borde. Algunas ciudades del Oeste de los Estados Unidos, entre las que destacan San Francisco, Denver y Dallas, presentan en sus trazados una serie de retículas con orientaciones diversas, seguramente cada una debida a la intervención de un urbanista, que hace que en los lugares de encuentro se produzcan intersecciones complicadísimas. Seguramente los problemas de tráfico que se originan en este tipo de calles sean los causantes de que éstas actúen como límites auténticos, casi como si realmente se hu-biera construido en ellas una muralla. Estos son lugares en que se acumula la actividad urbana y así se han formado tres de los más importantes centros de negocios de ciudades americanas. Esta breve reseña de distintas formas y situaciones nos hace recordar que existen múltiples ejemplos satisfactorios de lo que es una conexión entre nuestro mundo interior

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y el reconocimiento de su imagen en el mundo exterior. En el último capítulo nos referiremos a seis lugares, muy distintos unos de otros, que consideramos plenamente satisfactorios, con objeto de precisar aún más las condiciones que se requieren para lograr ese especial sentido de lugar.