Cuentos Negros de Cuba

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Cuentos negros

LYDIA CABRERA -

Editorial Letias Cubanas, La Habana, Cuba

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Tomado de: Cuentos negros de Cuba. Ediciones Nuevo Mundo, La Habana, Cuba, 1961.

Edicián/ Ana M. Muñoz Bachs Cubierta/ Berardo Rodríguez Ilustración: Autorretrato con ceiba, de Edel Diseño interior/ Xiornara Leal Composicíon computarizada/ Ana Man'a Yanes

Todos los derechos reservados 0 Sobre la presente edici6n:

Editorial Letras C'ubhnas. lC?95

ISBN 959-10-0275-0 . - .- I n s l i t u i ~ Ziibsno 6 ~ i i . , íDTü

Editorial -Letras Cuñanas Palacio del Segundo Cabo O'Reíllv 4, esquina a Tac5n La ~ a b a n a , Cuba

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Estos cuentos afrocubanos, aun cuando todos ellos están cundidos de fantasía y ofrezcan entre sus pro- tagonistas algunos personajes del panteón yoruba, como Obaogó, Oshún, Ochosí, etcétera, no son prin-

. cipalmente religiosos. Los más de los cuentos entran en la categoría de fábulas de animales, como las que antaño dieron su fama a Esopo, y contemporánea- mente a las afroamericanas narraciones del Uncle Remus, que son tan populares entre los niños de los Estados del sur en la federación norteamericana- El tigre, el elefante, el toro, la lombriz, la liebre, las gallinas y, sobre todo, la jicotea, a veces la pareja jicotea-venado, o tortuga-ciervo, cuyas contrastantes personalidades constituyen un ciclo de piezas folkló- ricas muy típicas de los yorubas, donde la jicotea es el prototipo de la astucia y la sabiduría venciendo siempre a la fuerza y a la simplicidad.

Algún cuento, como el titulado "Papá Jicotea y Papá Tigre", ha debido de formarse en Cuba, por la - Fusión en serie de distintos episodios folkl6ricos, pues contiene elementos cosmogi5nicos seguidos de otros que son meras fabulaciones de animales.

Otros cuentos son de persofiajes humanos en los cuzleo !a ~ i to log ia entra secüiiíiariamente. En varios de ellos se descubren supervivencias totémicas, como

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uando se cita el Hombre-Tigre, el Hombre-Toro, 'apá-Jicotea, etcétera.

Es curiosa la definición económica que el dios lchosí, el varón cazador y amoroso de los cielos orubas, da de la poligamia, distinguiéndola de la irostitución. Aquélla consiste en que Ochosi, quien iene muchas mujeres permanentes, no paga nunca a us hembras, pero siempre las tiene bien alimentadas éstas trabajan para él. Otro cuento nos ofrece unas fábulas muy curiosas,

e cómo se originaron el primer hombre, el primer .egro y el primer blanco. Abundan en el folklore .egro los mitos de la etnogenia, pero éstos son nue- os para nosotros. El gran creador Oba-Ogó hizo al brimer hombre "soplando sobre su propia caca", mito ste poco halagador para el hombre no obstante su eífica oriundez; pero no se aparta mucho del mito íblico por el cual el primer ser humano nace del mgo de la tierra, que Jehová moldea y vivifica, fundiéndole su soplo divino. No se dice en este mito egro cómo fueron los seres protohumanos, pero se xplica que uno de ellos, a pesar de prohibírselo el 31, subió hasta éste por una cuerda de luz y al acer- arse al astro ardiente se le quemo la piel; mientras ue otro hombre subió a la luna y allá se tornó blanco.

La mayor parte de los cuentos negros coleccionados or Lydia Cabrera son de origen yomba, pero no po- emos asegurar que lo sean todos. En varios aparece vidente la huella ds la civilización de los blancos. En lgunos hay curiosos fenúmenos de transición cultural ue son hoy significativos, como cuando el narrador

A31 - %,l tribuye a un dios el rarg2 de Szcretzno U,, 1 riuund uprem,o, o el de Capitán de Bomberos. Este libro es un rico aporte a la literatura foíirlórica

e Cuba, que es blanquinegra, pese a las actitudes

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i negativas que suelen adoptarse por ignorancia,, no siempre censurable, o por vanidad tan prejuiciosa como ridícula. Son muchos en Cuba los negativistas; pero la verdadera cultura y el positivo progreso están en las afirmaciones de las realidades v no en --los

d

reniegos. Todo pueblo que s e niega a sí mismo está en trance de suicidio. Lo dice un proverbio afrocuba- no: "Chivo que rompe tambor con su pellejo paga".

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EL MOSQUITO ZUMBA EN LA OREJA

Era una oreja que había venido a menos. Una oreja muy pobre, y de contra tan prendada de

tambores, guitarras, timbales, guayos y maracas, que se olvidaba de vender a buen precio su cerilla. O dándosela a crédito a alguna beata de su parroquia para la lamparilla de sus santos, no se acordaba luego de cobrarla.

Que la oreja en el bembé, la oreja en la fiesta de Ocha; la oreja en las rumbantelas, la oreja en las claves --donde quiera que había tiroriro-, y... la oreja iba debiendo tres meses de alquiler de casa.

iLa oreja debió seis meses de alquiler de casa! Ya iban a bajar a la calle su cama-camera, la cama

de su madre, donde había nacido. Tenía esta cama un paisaje redondo y bellísimo a la cabecera: un lago azul aiiil -un pato risueño, un pato-nave bogando en medio-, un cielo azul turquesa y una montaña de nácar. iY aquel solemne armario de caoba maciza, enorme, muy labrado y deteriorado, con una de sus dos lunas rotas, que tanto-Oreja respetaba! Porque aquel armario ... Ella, ella era una pobre oreja venida :i m e c ~ s ; en cambio, su abuelo, ¿quién lo creyera?, su abuelo fue caballero. Es decir, rico.

El armario le había pertenecido, y a la oreja le habían inculcado sus mayores hasta el fondo de su

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alma, también venida a menos, una admiración sin límites, un respeto religioso por aquel abuelo poten- tado que no había conocido; al extremo que e l gran armario del abuelo y el abuelo llegaron a ser lo mismo para la oreja.

¿Cómo permitir que al abuelo, en especie de mue- ->le, lo arrojaran a los fosos?

De modo que en tan grave aprieto, la oreja corrió i pedir prestado a unas primas hermanas suyas, invo- :ando la enorgullecedora memoria, la sagrada pre- ;encia -real, tangible ... abrumadora- del isombroso antecesor; y aun estaba dispuesta a ceder- es en esta ocasión, para el resto de sus días, la rloriosa propiedad del armario. 3

Pensad: el abuelo en la calle, expuesto a pública lergüenza, a pocas horas de la confiscación y de una nuerte definitiva, irreveren te, en la infamante pro- niscuidad de los fosos.

Fue la prima Consuelo la que respondió espléndi- lamente y salvó al abuelo en tan difíciles circunstan- :ias. Consuelo, que descansaba de día y trabajaba de ioche, y a veces de dia y de noche, maquinalmente, ganaba buen dinero; que cambiaba de nombre y de

>recio según los barrios, y cuyo único pudor consistía :n guardar para sí, clandestino, su nombreverdadero: 'ura. Ella también, a veces, pensaba soñadora en el ibuelo.

iSi aquel abuelo tan rico, tan rico --de seguro que ~adie en el mundo había tenido tanto dinero-, no e hubiese arruinado, quizás Consuelo ... !

En fin, bien porque el armario iba a ocuparle lemasiado iugai- t;ii I á pequeña accesoria cn que vivía

13 sa-ón, &U 3 m“- A u" L;= UI-C ~ C F ~ U = le daba NG S Y ~ ~ S < i d ntímo reparo guardar sus ligas inconfundibles e n tan usteros cajones, Consuelo renunció a la posesión de

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la reliquia- familiar que la oreja le ofrecía compungi- da. Aceptó en cambio la cama de hierro por más útil; el paisaje la refrescaba, la reconfortaba la sonrisa optimista de aquel pato, y le dio lo preciso para arreglar las cuentas con el casero y arrendar otra habitación en que cupiera el abuelo.

-En adelante -se juró la oreja, animada de los mejores propósitos- trabajaré lo estrictamente ne- cesario para pagarle un cuarto.

Ya no tenía cama. ¿Qué más le daba? Una oreja duerme donde quiera. Se acostaría sobre la tabla del medio del armario que, bien visto, era como otra habitación y tenía cabida para todo. (Le servía in- mensamente de fiambrera, de cocina, de ropero, y sobre todo -esto era lo esencial- de vanagloria).

Con el corazón ligero, la oreja fue a buscar el carro de la agencia de mudanzas Prontitud y Esmero.

Aquel servicio con un solo carretón y una mula 4 o n rosas rosadas de papel marchito en la collera, agriada por la triste experiencia qiie tenía del mundo y quebrantada por las dietas, los anos y el trabajo a palos- lo hacía el mosquito.

El mosquito, como todo un carretonero, estaba aquel día borracho. Quizá un poco más que otros sábados.

-¿Cuánto me vas a cobrar? -le preguntó la ore- ja, inquieta, pues lo cierto era que del dinero de la prima Consuelo ya no le restaba ni un céntimo.

El mosquito, pensando que aún le quedaba A un medio litro por beber. respondió:

-iMedio! -¿,Medio? ¿Estas seg'lro? u

-Sí, medio! -afirnicí el mosquito malhumorado. -iPues carga, carga inmediatamente! -le orde-

nó la oreja.

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- S e paga adelantado -refunfuñó el borracho. -iCarga primero! Alza, iuf!, firme, ídiablos! iEh, - -

Mosquito, cuidado! -y fue ardua empresa la de levantar aquel monumento que no se desarmaba, colocarlo luego de pie y, a lo largo, en el carretón.

-iSe paga adelantado! -volvió a decir el mosqui- to, rendido por el esfuerzo-. Nunca he cargado cosa tan pesada. Es un castillo lo que me llevo.

-Es... -le aclaró la oreja reventando de satisfac- ción- iel armario de mi abuelo!

Luego, cuando, después de otras dificultades, el abuelo-armario quedó instal-ado en el nuevo domici- lio de la oreja y Mosquito exigió el pago, ésta le confesó que no tenía dinero:

-Mañana sin falta te pagaré. -iSi no me pagas 4 i j o Mosquito indignado,

tomando interiormente una decisión-, Oreja, ten- dremos guerra!

i M a ñ a n a sin falta! Pero ni mafiana, ni pasado maiiana, ni tras pasado

mafiana ... La oreja olvidb aquella ínfima deuda. iUn medio!, y volvió a distraerse de las realidades y exi- gencias mezquinas de la vida.

Una noche, Mosquito se presentó en su cuarto. Iba armado de una lanza cuya punta había estado agu- zando todo el día.

-iMi medio! iOreja, mi medio! -Y la oreja sin dinero. Sin recordar la dirección de alguna beata que le debía la cerilla,

--¿Yo no se lo advertí acasc? Pues va J lo sabe: ila guerra está declarada! -y zumbándole en redor, enredándola en la hebra pegajosa de su estribillo, le clavaba 1a lanza:

-i Mi meeeedio! i Meee-dio! iMeeeeedio!

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A partir d e aquel día, de cada anochecer al alba, repetía incansable el ataque. La guerra que le hacía el mosquito duró todo e l verano, hasta que la oreja enloqueció de desesperación y de rabia.

Cuando creía que había matado al acreedor, ím- placable verdugo de su reposo, éste resucitaba y se burlaba de ella con un nuevo lancetazo: "i Meeedio! " Y no era la picada lo que la oreja temía. Lo que más la encocoraba, la daba a los diablos -y acabó con -

ella-, era la cantinela afilada, obstinada, 'enloquece- dora, del mosquito que, enteramente dueño del silen- cio, cuanto más ahondaba la noche, atormentador, seguía reclamándole:

i Mi meee-dio! i Meeedio! i Meeeedio!

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LA TIERRA LE PRESTA AL HOMBRE, Y ÉSTE, TARDE O TEMPRANO,

LE PAGA LO QUE LE DEBE

Fue cuando en la tierra no había más que un solo hombre.-.

Junto al mar se elevaba la loma Cheché-Kalunga. Kalunga se llamaba el mar. El hombrese llamaba Yácara. La tierra se llamaba Entoto.

Cuando salía el sol, Cheché-Kalunga veía al hom- bre abajo, escarbando afanosamente con sus manos en la tierra.

Un día, Cheché-Kalunga-Loma Grande le habló a Entoto:

-¿Quién es ese que veo a mis plantas, que te hiere, te revuelve, te maltrata, devora tus hijos y luego canta: "Yo soy el rey, el rey del mundo"?

Y Entoto le respondió a Cheché-Kalunga: -

-Es Yácara, elenviado de Sambia. Entonces habló el mar. Le dijo a Entoto: -Que no te engañe Yácara: inunca podrá más

-

que yo, ni puede más que tú! Y el hombre oyó lo que hablaron el mar, la mon-

t::R:: y el llano. S e acerc6 al mar y ie dijo: -Soy el enviado de Samhia. El le respondió furioso:

rostro.

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,. . . .., .- -

-1-, -

Cuando el hombre, como era su costumbre, quiso

I continuar abriendo agujeros y hurgando en el suelo, la tierra le preguntó:

I -¿Por qué tomas lo que es mío? -¡Soy el enviado de Sarnbia! -volvió a repetir el

hombre. Pero esta vez la tierra se endureció y se cerró y no pudo obtener nada de ella. Entonces Yácara se volvió a Cheché-Kalunga y le pidió permiso para escalar su cima y hablarle a Sambia.

1 Cheché-Kalunga le dijo: "Sube", y Yácara llamó a Sambia y hablaron:

i S

-La tierra no quiere darme nada de lo que 4 tiene. ; -Allá ella -contestó Sambia-; arreglen ese

asunto entre los dos. El hombre descendió y le dijo a la tierra: S a r n b i a dice que nos pongamos de acuerdo.

-Le pidió que le proporcionara cuanto necesitaba para vivir, y la tierra respondió:

-Bien, te daré a comer mis hijos. Ellos te alimen- tarán a ti y a toda tu descendencia. Veamos qijé me ofreces en cambio.

-No sé -dijo Yácara-. No poseo nada. i.Qué quieres?

-Te quiero a ti --contestó Entoto. Yacara aceptó, obligado por el hambre que empe-

zaba a torturarlo. -Así será -d i jo - . Mas con una condición. Me

sustentarás con tus hijos día a día, y yo, al fin, te snai-P, cor! mi zuerpri nuc devorarás cuando Sam- I? -.,i 3 -3

bia, nuestro padre, te autorice, y sea él quien me p . c. 4 . ..? -

;A=,. - A . t3 ~c ;I L 1 a; t;empc que juzgue conveniente. - - / . L-.laniaror! a srirnhia. q i ~ ha l l o justo el arreglg, y

quedó cerrado el trato'del hombre y la tierra.

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Más tarde el hombre se entendió con el fuego; hizo tratos con los espíritus, con las betias, con la monta- ha y el río. Jamás pudo pactar nada seguro con el mar ni con el viento.

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Chéggue caza en el monte con su padre. Aprende a cazar.Pr6xim0 el año nuevo, le dice el padre:

-Chéggue, guarda tu flecha. En estos días nos está prohibido cazar, porque así como nosotros cele- bramos las fiestas del año y nos divertimos en el pueblo, los animales también celebran las suyas y s e divierten en el monte.

Bajaron al pueblo. Nadie cazaba ni derramaba sangre de animal. Todos los hombres se estaban tran- quilos en sus casas.

afiana del ano nuevo; Chéggue amaneció llo-

La iIlarél lo mira y le pregunta: ' '?2 -¿Por qué, Chéggue, por qué sukú-suku .

e dejado mi flecha en el monte. Lloro

Illaré va a decirle al hombre que Chéggue llora porque su flecha está en el monte.

Ei oadre dice:

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-No es el momento de ir al monte ni de tocar una flecha.

Y Chéggue sigue llorando, y Chéggue dice que no comerá hasta que recupere su flecha.

-Deja que vaya a buscarla -suplica la illaré. Chéggue, en 'el monte. Recoge su flecha. Ve una gran asamblea de animales comiendo y

bebiendo dengue3 caliente. Dispara la flecha, se la clava en e l corazón al más viejo de todos.

Chéggue no vuelve del monte. i? 6:.

La íilaré, con un grupo de mujeres, va a buscar a Ch6ggue 6 (Voces de mujeres entre los árboles). r?

$ Chéggue, iay, Chéggue! Chéggue, iay, Chéggue!

Chéggue no responde. Contestan en coro los ani- males del monte.

Las mujeres no entienden lo que han dicho; van a buscar a los hombres. Ellos saben.

Va el padre de Chéggue, va solo.

Chéggue, iay, Chéggue! Chéggue, iay, Chéggue!

Y aparecen todos los animales cantando y bailando. -

Chéggue, ioh, Chéggue! Tanike Chgggue nibe ún Chégue on-o chono ire Ió ,- ' I e ~ ~ i & ~ z i c ti? ;a jya <2 j, O..-

3 Bebida hecna uc maiz, yui: b r k i>e cafiente.

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1 ' -Chéggue nos vio contentos celebrar el ano nue- i vo. D e un flechazo mató a nuestro jefe. De un flecha- 1

i zo en el corazón. Chéggue está muerto. Su cuerpo

i ahí yace en un arroyo ... -Ven -le dice el cazador a la illaré -. Chéggue

i está muerto en el arroyo. a El hombre lo carga, s e lo lleva en hombros ... :!

-

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OBBARA MIENTE Y NO MIENTE

Decían que Obbara mentía. Su palabra era tenida por engañosa; mas cada

palabra de Obbara escondía una verdad profunda. Si Obbara mentía, no dejaba sin embargo de ex-

presar algo verdadero. Dificil de interpretar el lenguaje de Obbara, veraz

y falacioso a un mismo tiempo. Se dio en llamarle embustero: en no ir hasta el fin de su palabra por temor a extraviarse en un infinito laberinto de ilusión y realidad.

Y una vez Obbara, en el pueblo de los orishas - é s t e es el pueblo que acaso está al fondo de la selva donde van los astros a dormir de día; al otro lado de un paredón de montes que sube hasta las nubes y cierra el mundo; o al otro lado del infinito. Más allá de la tierra, más allá de esta vida, ni en la tierra ni en el cielo; o en el cielo y en la tierra al mismo tiempo-, Obbara invitó a comer a todos los santos.

Para regalarlos cumplidamente, Obbara había asa- do aves y reses y viandas en tal cantidad, q u e los santos, glotones, saciando su voraz apetito, no pudie- i-oil eligiillir ni la d a d de !o qiie Obbara les ofrecia ESE tantz esp!endidez.

Terminado el banquete, dijo Obbara:

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-¡.Ni yo ni mi mujer hemos comido! -yIa cara de 0bbara relucía de contento.

Los santos respondieron a una: -iNo es verdad! -y se marcharon contrariados,

comentando los embustes de Obbara, que no perdía ocasión de mentir o confundir.

Visitaron a Olofi, padre y señor de los santos: el amo distante de todo lo creado, que no visita las cabezas y que nadie ha visto. Le dijeron: -iObbara miente! iEn un banquete opíparo, con

la boca aún grasienta, nos asegura alegremente que no ha comido!

i O b b a r a sólo miente! --afirman los santos mientras Olofi calla pensativo. -Venid todos dentro de tres días; decidle a Ob-

,

bara que le espero -responde el viejo de eterni- dad-. Quiero veros reunidos con Obbara.

Y fue entonces a sus siembras a buscar calabazas, Elégguede, de gran tamaÍio. Entre ellas, una muy pe-

, queiía y deslucida que luego colgó del techo de su casa. A los tres días se presentaron los santos: -¿Estáis todos? -preguntó Olofi. Un instante s e miraron unos a otros, y Eleguá, el

más pequeño, el que abre y cierra los caminos, res- pondió malicioso:

F a l t a Obbara.. . Explicaron los santos: -0bbara nos dijo que vendría; mas sucio y andra-

joso, ¿había de presentarse Obbara en casa de Olofi? Y estaba sucio, cubierto de harapos repugnantes.

/ Obbarz no veli,bra.,- Un iinete vestido de blanco, en i?n gallsrA- uu ,-.,a~.r,::.-. ~ U U u l l V

blanco, apareció a lo lejos descendiendo la cuesta de una loma.

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-i Es Obbara! -di jo el viejo seiíor del cie10, -iAh, el mentiroso! -exclamaron los santos des-

pechados-; ived cómo siempre nos engaiia! Mas Obbara, antes de acudir a la cita d e - ~ l o f i ,

había practicado ebbó; había purificado. su cuerpo y sus ropas y hecho rogación.

Había limpiado su corazón y sus ojos. Y a medida que Obbara, inmaculado, se allegaba,

un olor de flores blancas, de azucenas, de campanas, se hacía más penetrante. Se desprendía de Obbara la claridad, la albura que es de Olofi y agrada a Olofi. Así, cuando Obbara, resplandeciente de blancura, saltó de su caballo y vino a postrarse a los pies de Olofi, éste se volvió a los santos, severo,. y les mostró a Obbara: su pureza fundida en su pureza.

Después, el viejo de eternidad dio una hermosa calabaza a cada uno. A cada uno según su categoría. A Obbara entregó la que no era- deseable, la más pequeña, y los despidióPen silencio.

Los santos emprendieron el camino de vuelta, maguados, carifruncidos. Como retornaban enfada- dos a sus casas, creyendo que el padre se había reído de ellos, ya lejos, Ochosi protestó en alta voz:.

-¿Para esto nos ha llamado Olofi? ¿Para regalar- nos una calabaza? -y con viva indignación arrojó la suya al borde del sendero.

-iEs una burla! -asintieron los demás, e imitán- dole, se aligeraron despectivamente de una carga tan molesta como inútil, pues pesaba, pesaba más de lo que hubiera podido imzginarse, aquel burdo regalo de Olofi. Y Obbara ..., Obbara guardó preciosamente la rncnguada calabaza.

!II sIiIi d e su i:sha!!n ilevaba unas grandes -u

alfo j a s blancas, y como viera en el borde del camino

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I '- el montón de calabazas que los santos habían arroja- do al pasar, se dijo:

"iNo saben apreciar lo que el padre nos da con sus manos! Han desdeñado la dádiva de Olofi".

Respetuosamente las fue recogiendo una a una y llenó con ellas sus alforjas.

En su casa, Obbara se desvistió su traje de pureza; volvió a cubrirse con sus andrajos sucios, terrosos,

- tomó una guataca y se marchó al campo a ' laborar. 1 I Porque entonces Obbara no era nada más que un labrantín, y aquel día no había qué comer en la pobre casa de Obbara. Su mujer, al ver en un rincón tantas

1 calabazas apiladas, cuando se aproximaba la hora en -

I que Obbara solía volver de su faena, tomó una al azar r para cocerla. Apenas comenzó a picarla, halló que la 3 calabaza estaba rellena de oro, y apresuradamente, .. F. !:

con gran temor, volvió a colocarla entre las otras. - %

'. Llegó Obbara. Le mostró el portento, y Obbara dijo:

-No podemos disponer de ese tesoro ni podemos comer de estas calabazas.

- Y Obbara durmió tranquilo. No transcurrió mucho tiempo sin que Olofi envia-

ra a buscar a los santos. Sólo Obbara hizo sarallelléo. Volvió a revestirse

de blancura. Sólo Obbara refrescó su cabeza, limpió su corazón

y sus manos- Puro, se encaminó al lugar donde vivía el señor del

fondo del cielo, llevando bajo el brazo la calabaza que Él le había dado. Y Olofi, cuando todos estuvieron reunidos, !es pregu~t.6:

-¿Qué habéis hecho de mi iegalo? - ?&T.

iu lngúii saiiic, se airevía a responderle. -¿Y tú, Obbara?

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Obbara le presentó su pequeña calabaza. Le refi- rió cómo había recogido las calabazas que todos des- preciaron; lo que había hallado dentro de una su mujer.

-Tuyo es el oro escondido -dijo Olofi-. iVer- dad cuanto hable tu lengua mentirosa!

La blancura de Obbara s e confundía con la blan- cura de Olof~

Los santos humillaron sus frentes,

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TAlTA JICOTEA Y T m A TIGRE

Cuando la tierra era joven, . . la rana tenía pelos y se hacía papelillos. Al principio todo era verde. No

I solamente las hojas, la yerba y cuanto sigue siendo

1 verde, como el limón y el grillo 'esperanza; sino los minerales, los animales y el hombre, que Abá Ogó

E 9 hizo soplando sobre su caca.

P 1 Faltaba un poco de orden: los peces libaban en las r. !i p flores; los pájaros colgaban sus nidos en las crestas de

5 ,- las olas.

(Las mares desbordaron de los caracoles; los ríos, - del lagrimal del primer cocodrilo que tuvo pena).

Mosquito hundió su dardo en la nalga de la mon- taña, y la cordillera entera se puso en movimiento.

I - Ese día se casó el elefante con la hormiga. Un hombre subió al cielo por una cuerda de luz.

El sol le advirtió: -No te aproximes demasiado, que quemo. Este hombre.no hizo caso: se acercó, se tostó, se

volvió negro de pies a cabeza ... Fue el primer negro, e! padre de todos los negros.

(La alegría es de los negros). @tro hombre se f ~ e a la luna montado en ~ l i

caballo-~ájaro-caimán-nt~be-chica. A La luna tiene vr! ojo redondo, en un cerco pintado con carbon: dentro del ojo, una liebre dando vueltas.

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Este ojo es una cisterna de agua fría, agua primor- dial del cielo: la liebre es un pez de hielo. La lluvia vive en el ojo de la luna.

La luna nació muerta. Ni hombre ni mujer. Casta. Su madre, al percatarse que había parido solamen-

t e la cara chata y de hojalata de un cadáver, tuvo un ataque de nervios. El padre -para calmarla- se la frotó con flores de saúco, la bautizó, Luna, y dijo:

-Luna, nace, muere y resucita. La luna bajó rodandopor la montaíia: se entró en

la ceja de un monte donde estaba la liebre sacándole el fuego a una china pelona.

La luna le dijo a la liebre: -Corre, ve y diles a los hombres de mi parte que

así como yo nazco, muero y resucito, ellos deben nacer, morir y resucitar.

La liebre fue a buscar a los hombres y la luna se quedó esperándola en el penacho de una cana brava.

En el camino halló a su prima la jutía bebiendo cerveza. Se había robado un tonel y ya estaba borra- cha, borracha perdida.

-iDéjame probar! -le dijo la liebre. No tenía costumbre de beber; la cerveza se le subió a la cabeza y trabucó el mensaje que la luna le había confiado. Cuando volvió, haciendo eses, ésta le pregunto:

-¿Qué les has dicho a los hombres? -i Ja, ja! Les-he dicho: así como yo nazco, muero

y..., no resucito, deben ustedes nacer, morir y no resucitar. -Y empezaron a cavar sus fosas ...

La luna agarro a la liebre por las orejas y con una caria le partió la boca. . . -En cestigo ti guardnre- pris~orier-, ieternnmen- te! -Y la e n c ~ r r ó eri s u ú n i w uio. con un cundidc:

. # ,

de plata buena; y desde entonces, por más que gira en torno, buscando una salida, no logra escaparse.

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La luna es fria. El frío es blanco. El hombre que fue la luna emblanqueció. Fue el primer hombre blanko, padre de todos los blancos. Son tristes ... Todo se explica.

-Vamos a ser hermanos -le dijo en aquella épo- ca Jicotea al venado Pata de Aire- -Bueno "ontestó el venado. -No nos separemos nunca d i j o Jicotea. -Bueno rontestó el venado. - -

Y siguieron juntos el mismo camino. Dieron en un lago. Pescaron con una tarraya la

estrella de la tarde. Fueron a buscar a la hija del rey, a Aníkosia, y se la ofrecieron, húmeda todavía. La hija del rey, muy contenta, se la colgó de una oreja: era bizca; el vientre le caía hasta las rodillas ... No tenía más que un solo pecho estrecho y 1argo;larguí- simo, que se echaba a la espalda para mayor comodi- dad y le arrastraba. Aunque virgen todavía, de su leche inagotable se alimentaban suficientemente to- dos los vasallos de su padre Masawe. Les dio marfil y oro; pero ella no quería estrella, aquel arete de luz ..., lo que quería era la sangre de Jicotea, que cura- el asma. Y el ojo de Anikosia dijo (viceversa): "Yo haré un lazo". Y el ojo de Jicotea, que lo oyó, dijo: "Yo haré un cuchillo". Y los ojos se rieron, desafiándose como dientes.

La hija del rey les dijo entonces: -Huyamos. No puedo volver a la casa de mi padre

habiendo robado su oro y su marfil. -Bueno -dijo Pata de Aire. -No perdamos tiempo. El gallo que guarda el

tesoro ciel rey no va a tardar en denunciarme. Y se marcharen sin qEe nadie reparase en e!los,

atravesando la plaza donde los ciegos, calentándose

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.?>wz.--.L -. - , , . . . . . .

- , - . . . . , .

al sol, semataban los piojos . . , - y .. se los . . . comían,, - . - . . . . f d - saboreán- t.4 )J-,.>I* #.? * ::.

dolos con deleite. &ando Anikosia, que los sendereaba, consideró

que ya estaban fuera del territorio de su padre, lo suficientemente lejos y a salvo del peligro a que los exponía el primer estallido de cólera del rey -có lera que producía con bastante frecuencia algún lucido cataclismo que alteraba la fisonomía de la tierra-, se detuvieron a reposar bajo un frondoso jagüey.

Anikosia se acostó, fingiendo a poco que dormía sueno profundo de cansancio. Venado s e tendió a su lado; de veras no tardó en dormirse, y Jicotea, apo- derándose vivamente del pecho de la mujer que rep- taba por el suelo como un majá, osí, osá, osé, lo ató al tronco del jagüey. Con la misma, haló de su mache- te 3 u e sonó igual que una campana de plata con el día diáfano adentro-, y despertó a Venado gritando:

-iEsta mujer tiene una cara muy fea: hay que cortarle la cabeza!

De un tajo le separó la cabeza de los hombros, la cual, al sentirse desprendida, lanzada a los aires como una toronja, con tal violencia y ningún preámbulo, tardó algunos segundos en realizar lo crítico de su situación, deslumbrada por una repentina explosión de luces y aturdida por el tumulto d e campanas alu- cinadas, de pitos y zumbidos que en su interior motivó su choque con una piedra: pero reponiéndose de este golpe tan terrible e inesperado, rebotó con furia indescriptible -inflamada la estopa de la materia pensante- y cayó sobre Jicotea, niordiend~le frené- ticamente las protuberancias del carapaclio. Y s e e uebró sus cuatro hileras de dientes, limados en pun- ta, y s e desarticuló las qui_iacias.

Enardecida con esie nuevo ~oiiir-aiioinpu -inca- paz de pararse a reflexionar un instante fríamente-,

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- .

pegaba con la frente, con las sienes, la barba y la coronilla, en la durísima, invulnerable armadura de Jicotea, hasta destrozarse y caer vencida por su pro- pia sana, como una fruta podrida, a los pies de su verdugo impasible.

Una nueva cabeza, en tanto -una cara aún más repulsiva y con mueca de derrota horrible-, retoña- ba de revés en el cuello de Anikosia, cuyos dos brazos, en todo lo que duró la lucha, no habían dejado por su parte de tirar desesperadamente del pecho cauti- vo, haciendo más estrecho el nudo de la atadura. Y otra vez Jicotea la segó de cuajo, exactamente a la altura de la nuez.

Esta cabeza no tenía ya bríos para morder y em- bestir. Se contentó con manifestar sus sentimientos más recónditos mediante unos jeribeques, muy ex-

[ presivos, de odio; pronunciar unas palabras de mucha - t maldad, y de sus labios voló un enjambre de maripo-

[ sas oscuras, de tataguas cornudas, con el rostro de Anikosia estampado y vivo, mirando, en el terciopelo

i fúnebre de las alas. E Una tercera cabeza sólo asomó la frente, vieja y B 5 fruncida: el cuerpo de Anikosia se estiró y murió

- ! definitivamente en discretas convulsiones. Entonces Jicotea y Pata de Aire vieron la hoja

- dorada de una planta desconocida brotar en el om- bligo del cadáver: movidos de curiosidad levantaron la tapa de su vientre y hallaron las semillas y las cepas que no se habían plantado todavía. El primer grano de maíz, como un grano de sol.

Siguieron andando en la misma dirección que Ile- vabin los ysrbz!sr acnr!ados, nzvegznd~ por sl Men- tu, Pata de Aire car~ando e; cuerpo de !a muerta hasta hallarle lugar de sepultura conveniente; y fue así que, dejando atrás la tierra cubierta de verdor,

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ésta empezó a secarse, a quebrarse, a empinarse, y llegaron al borde de un precipicio, y lo despenaron. Pero las mariposas que nacieron de los labios y el aliento de la segunda cabeqa de Anikosia volaron -a contarle al rey lo sucedido, y ahora tornaban por millones, nublando el día.

Las paredes del horizonte que habían dejado atrás, temblaron y se derrumbaron en estruendo silencioso. Y Venado creyó ver la talla inmensa de un cazador: el miedo le hizo sentir la ferocidad impaciente de las jaurías, a punto de abalanzársele de unas nubes de plomo. iSu .olor, en las narices de los perros! En cambio, Jicotea comprendió que no tardarían en des- pertarse los volcanes.

El vuelo lúgubre y torpe de las tataguas que nacían y morían continuamente, describía en el cielo y sobre sus cabezas los signos reglamentarios de maldición.

'-iPata de Aire, hermano! 4 i j o Jicotea, de un brinco, asiéndose a sus cuernos-, i no me abandones, porque tú eres mis piernas, así como yo soy tu cere- bro! ¿Habías de dejarme solo, en el momento en que Masawé prepara su venganza? i El viejo se ha puesto a encender con su yesca los volcanes para que vomi- ten su fuego sobre nosotros!

Venado iba huyendo de los perros de las nubes negras, desencadenados y hambrientos; huyendo del cazador, del recuerdo de su gesto, de su fantasma --como habían huido todos sus antepasados, y ahora en é!, en su c.orazón de miedo, todos sus antepasados juntos revividos-, con una vclc'cidad s62c comoara- ble a la que Ciclón desarrolla en sus famosas &re- :-ías;, no =;:-l;prc.n t i - ~ ! r , ~ ~ ~ ~ r l o s for ?grrentes cip_ fiklego

1 - 1 !íc;uir!n, q i i ~ a esta hora. cn I;; i a n ~ j b a ~ j las bocas de los volcanes.

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Y bajo sus pies al fin acabó la tierra, y empezó el claro mar zafiro; Kalunga. .

-iMadre grande de mi raza, salva a tu hijo más chiquito! -imploró en la orilla Jicotea. Y vino hacia - ellos un promontorio, que era el gigante Morrocoy, sumergiendo y emergiendo con beatífica majestad. Mago del océano -cuya niñez había mecido en sus brazos-, revestido de insignias, con el hábito de roca y algas, oficiaba desde el principio de los tiempos en el santuario de aquella costa solitaria; pero viejo y desmemoriado, de los antiguos gestos litúrgicos sólo recordaba el de bendecir las aguas, y lo repetía con obstinación milenaria y enternecedora.

Mollumba no puede cruzar agua infinita, que se junta al cielo. Morrocoy se los llevó nadando, mole venerable, y atravesando siete mares de siete colores y un gran lapso de la edad del mundo, los dejó una tarde en las orillas de una isla feliz, allá por el año 1845.

Seguros de que ninguna desgracia podía ocurrirles bajo aquel cielo nuevo que era como una caricia, se internaron confiados por bosques olorosos, y andan- do, andandito, llegaron a un gran poblado, amuralla- do de mar.

Las mujeres eran como flores; y muchos hombres parecían mujeres, las caderas blandas y el pie menu- do. Vestían de blanco, y hablaban con la voz azuca- rada. En fin, Jicotea y Pata de Aire poseían el oro y el marfil y las semillas del vientre d e Anikosia, y como se enteraron que allí la tierra no era del que la toiriaba y se decía su dueño, sino de quien la compraba -y precisamente con oro-: adquirieron - a cambio cíe s1.i

oro una hermosi finca que miir tarde se !lr.mó Gch.6- Kuá~Oru-Okuku.

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-iHas oído? ¡Aquí vamos a ser hacendados! -le dijo ~icotea a Venado.

--iBueno! -contesto el venado. Amén de dos sombreros de paja de yarey, se prove-

yeron de un arado y dos machetes nuevos: araron un buen pedazo de terreno y echaron las simientes, y sin respetar domingos ni fiestas de guardaar, a cuál más, redoblando sus esfuerzos, seguían arando y sembrando siembras diversas. Y todo se iba dando como por en- canto, espléndidamente, y no tardaron en medrar.

Pasaron largos aiios, durante los cuales, en buena paz de Dios, Jicotea y Venado atendían y gozaban su hacienda. Venado vivía en su extremo norte, ya bohío de mampostería y teja; Jicotea en el sur; su casa daba, en perpetuo olor de piscualas y jazmines, sobre la calzada, por donde, a diario, pasaban chirriando las carretas y los peones con el ganado. Y eran unidos como los dedos de la mano, y quizá no podían pasarse el uno sin el otro.

Jicotea, de mar allende, había traído también la brujería escondida en sus pupilas, el arte de curar con las yerbas, los palos y los cantos.

Un día enfermó el venado. Hacía tiempo que Jicotea, demasiado atareado- de

continuo en sus siembras y cosechas, no reflexionaba a sus anchas sobre las cosas de este mundo; y sucedió que, habiendo subido a lo alto de una colina en busca de ciertas yerbas de Mayombe que necesitaba para aderezarle un brebaje a su compadre y curarle, ::e d e t w o mas de 10 que convenía -y para mala ventura del Venado- a contemplar el área prodigiosamente . Fértil . de Ochú-Kuá-Oru-Okuku. Fue rina en;ocióri rncy fuertc v -& miry w e v i !a que experimenti t:nton<:es Jico tea.

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Poseer- por - entero, -ser dueñaide-t& y - no a medias, fue en lo que vino a meditar, en la c&spide, aquel terrateniente. A sus pies se desarrollaban los palmares, los bosques todavía vírgenes de cedros y caobas, los camposde cultivo, los maizales de oro, la yuca florecida, el arroz ya amarilleando a lo lejos en la laguna resplandeciente. La codicia de la tierra nació en su pecho, se hizo inmensa como el día. Pensó con avaricia, una- avaricia dolorosa, en los miles y miles de frutos que en aquel instante estaban madurando en cada rama, en cada árbol del vergel. Y todas las quiso para él solo: los aguacates, las guayabas, las ciruelas que había plantado su herma- no... Las naranjas de miel, famosas entoda la comar- ca; los mangos, en que se bebía tibio, derretido, el sol. Y los caimitos de morado suntuoso, del color de los labios de las negras, y los nísperos, cuya áspera corteza encierra un corazón tan dulce, que el recuer- do de su sabor le llenó, la boca suavemente. Y los mameyes y las guanábanas perfumadas, q u e ya en sazón colgaban doblando las ramas con su peso, henchidas y blandas igual que los senos de las muje- res grávidas. Sí, toda Ochú-Kuá-Oru-Okuku, que sólo a medias le pertenecía. Jicotea, cruzado de brisas en la cumbre, respirando con delicia el aire frotado de limón, bebiéndose y nombrando cada efluvio de sus tierras, dejó que su conciencia le hablara claro y hondo.

Resolvió abandonar la pista de aquellas yerbas que buscaba porque hacían retroceder los demo- nios de las fiebres -al mismo Burukúl-, cerrán-

i Deníanio que pred;~i::: cí\nvl~isio-e~: y r)l;lita I::,!! 121 v i r i c~ : :~

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doles los caminos de la sangre. Era menester captar- las a fuerza de mucha ciencia y mana, que cambia- ban de forma y se trasladaban de lugar al rumor más tenue: bastaba el pasar de una mirada en la que no estuviera Ifá, para que supieran huir confundién- dose en la maleza, esconderse en la hendidura de una piedra, volar más alto y más lejos que una tiñosa. Y en las manos inhábiles que no han sido iniciadas por un verdadero brujo de la noche, hijo y nieto de nietos de Babalá, trocarse en aire. En cambio, Jicotea elevó al cielo una plegaria férvida de maldiciones. La idea d e que su fiel amigo pudie- ra reventar al punto, le refrescó el corazón de una. alegría muy pura, y en vez de savias que vuelven la vida al sitio de la vida, Jicotea, apenas enrojecieron los palmares y se apagó en suavidad de atardecer el canto de los pájaros, le envió a Venado -éste lo esperaba impaciente, temblando en su hamaca- tres chicherekús: muñecos de palo, o nifios muy viejos, muertos recién nacidos. Rostros lisos, arre- batados, sin ojos, sin nariz, sólo una boca ávida con dientes blancos de caracoles. Blandiendo navajas o toletes de guayacán, zarandeándose en suspensión o saltando de los rincones de sombra, burlones, incansables, acosando y forcejeando para mostrar sus dientes d e más cerca:

-iPapito, Mamito, mira mi yente! Lo atormentaron toda la noche con sus voces del

iimbo e n punta de alfiler, gritos agudos errantes, cuchilladas de las pesadillas en las arterias de las sienes. De despeiiadero en despeñadero, por mucho

- 1 ..,.l A ~ 5 s - a!lB deI sueño, lo vapulearon hasta que L1 3t, , . . ---hij"s s o n de las t m:eblas--- !os hizo huir rfesgavori- dos al antro de donde habían salido; otra vez a morir

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a Cunanfinda2 en el pecho de Agallú, que los engen- dra, "La hembra dueño de la cosa mala".

Más de una semana pasó el venado sintiendo q u e su lengua era una babosa que se arrastraba por el polvo, o todo un camino polvoriento q u c 61 no -aba de tragarse. Si s e moría, con dolor e n todos sus huesos de los golpes que los chicherekús le asesta- ban --cuando su cuerpo se quedaba inerte, y su alma lo abandonaba-, oía un chapoteo, dentro del vien- tre, dc una agua densa, caliente, d e sol podrido, tan pesada, que no hubiera podido tenerse cn pie.

Jicotea no apareció con los remedios, y allá se las hubieran curanderos, q u e si Venado no vomita aque- lla agua donde estaba la fiebre como la raíz d e u n lirio. y un gato negro no hubiese tenido puesto s u resguardo"ue le dio su madrc, y buen EleddA4 a su cabecera-, se hubiera muerto entonces. y n o d c un modo más preciso, cuando le llegó su hora.

No obstante, se repuso pronto, y d e un todo, con huevos y caldo de gallina.

Convencido de q u c también Jícoten había d c estar enfermo, y cluc a eso se dcbbi cxclusivnmcntc s u iihandono, ya fuerte sobre sus piernas, cnsill6 la jaca y atr;mcsó la finca al trote largo, ansioso por sabcr d c su compadre; p c r o éste, reventando d c salud. estaba tumándosc un tabaco e n el colgadizo dc s u c x a .

El vcnado, d c verle tan rozagante, muy dolido e n el fondo de su alm:i, le dijo:

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-i Buenos das; -compeidre! i Casimehemuerto de una fiebre mala!

Jicotea, como si con él no fuera, no sólo no le devolvió el saludo, sino que apartó la cabeza desde- ñoso, y escupió - c o m o se escupe en los casos en que s e quiere, más que insinuar, acentuar un ultraje.

Pata de Aire no pudo explicarse qué significaba la actitud desconcertante de Jicotea, lo que encerraba de hiriente aquel intencionado escupitajo que había recibido en lo más sensible de su corazón,

"¿En qué habré faltado a mi hermano?", se pregun- tó; y como no era hombre seguro de sí mismo, habi- tualmente inclinado a atribuirse faltas que no recordaba, insistió consternado:

-Compadre, buenos días, buenos días; le estoy dando los buenos días, que no hemos dormido jun- tos ..., ¿qué he hecho para merecerme tal desaire?

Entonces Jicotea, alargando su pescuezo a todo lo que éste, a rayas negras y amarillas, daba de sí, dignó- se responder, con el mismo tono despectivo que antes se infería de su silencio:

-¿Acaso no es su deber saludarme el primero ..., y rendirme homenaje?

-Pero eso ..., ¿a santo de qué, compadre? Yo ..., usté ...

-A santo de que hasta ahora las cosas no han sido como debían ser. iYo no había pensado en ello! Y por muchas razones que tampoco permitiré que me discuta. La primera, que vo, d ta Jicotea-Jicotea, valga

que urte.- Por asomo de a n o r propio. débilmente contestó . . paiz GC i*;-e;

- - = -u A . l x , - - - , - , . q e q ! . ~ - . ~ - c ~ ? : i ~ ~ - ~ - ~ , a .- -- ---

J - - --- -Usté debe saludarme el primero. Por no saber qué contestar, balbuceó el venado:

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-Pues..., queno. .

-iY en lo adelante, me rendirá homenaje! i P u p . no! -Está bien --dijo aquí Jicotea, poniéndose de pie

muy redondo y muy orondo, y arremangándose los pantalones, que siempre le quedaban anchos-, iva- mos a ver cuál de los dos es más hombre, y quién

Pero no se fueron a las manos como hubiera creído el sinsonte, que en la rama de un anón interrumpió su trino para atender mejor a aquella escena.

Propuso Jicotea: . -Talemos cada uno un pedazo de monte. El que

acabe más pronto su faena, ése mandará sin discusión en toda la finca ... Es decir, que será el único dueño de estas tierras, íel único!

-Bueno --dijo Pata de Aire tristemente. Era domingo, día que acostumbran los compadres

1 ‘ vestirse los pantalones de dril listado y lucir en el

i pueblo las camisas de estopilla bordada y los pafiue- los de rica seda. En vez de enamorar ventaneras,

1 jugar a la brisca o pelear sus gallos finos en la valla, i afilaron los machetes y fueron a desbrozar sus respec- g tivos campos. Y tala y tala compadre Jicotea, y tala y B 5 tala compadre Venado. A los quince días, los dos a 5 un mismo tiempo, taja y destaja, remataban la labor. i -Ni usté ni yo, compadre Jicotea. : -Ni usté ni yo, compadre Venado.

En vista de lo cual resolvió Jicotea: -Pues quememos los campos: cuando el m b ar-

da, entraré en el fuego, y en él me estaré hasta que t9d9 SP conr~ma ... Si m e queri?~ coma- ?YE g2jn7 r- -- - ley será ust2 el a x o . Si OJOS consientk eii Que mi6 se queme, yo, con su conformidad de muerto, haré lo

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suyo mío. Y en paz. No veo otro modo de zanjar asbnto tan delicado.

-Pero, ¿quién se arriesga primero? -Yo, naturalmente -replicó Jicotea con arro-

gancia-, iy mientras dure la fogata, yo cantaré al rojo vivo, y usté, desde su puesto, fresco, me contestará!

La solución pareció buena y justa a Venado: fogareó el desmonte de Jicotea y lo vio desaparecer tranquilamente entre las marañas de las llamas. Jicotea, que conocía el terreno, se metió en una cueva, tapó cuidadosamente la abertura con una piedra, y el fuego pasó y repasó crepitando sobre -su cabeza, invadiéndole todo. Muy seguro en su escondrijo cantaba:

Bíbinbinquiá, bericó, Bibinbinquiá, bericó, Bibiribiriquiá, bericó.

Se extinguió el fuego, y Jicotea salió de la cueva: arrastró al medio del monte la piedra que tan bien lo había encubierto y se tendió sobre ella boca arriba.

Sonriente, los brazos cruzados detrás de la nuca, lo encontró Venado, sin una quemadura'en todo el cuerpo: como si despertara de una siesta suave, dor- mida en el hueco más fresco d e un simple incendio de flores de flamboyan.

-Aquí he pasado la prueba como usté me ve, corriéndome encima un río de fuego; a brasa me sabe la saliva. v 4 gusto a candela debo tener vo d todo: rojo lo veo ..., pe-ro no estov J frito.,. ;\limo. compadre; ahora le toca a usté arder un poco.

Y 2 Pata de Aire, q i e s e íanz6 czr?fiad~ ai fuegc?; !o cercan, lo ntinpan. lí? elircdan las liamas, y a poco, no es más que una llama entre las llamas.-cuando Jicotea, irónico, canta:

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Bibiribbiquiú, bericó, Bibinbinquiá, bericó,

. BibUibi@iá, be~có,

sólo le contesta la leña chisporroteando. Luego Jicotea buscó por e l quemado el cuerpo

carbonizado de su compadre. i Ay, Pata de Aire -lloró Jicotea-; Pata de Aire,

mi carabela, mi hermano! Cuando viniste al mundo, nada tenías,,.

Le rezó un Padre Nuestro, y le cortó los cuernos que el fuego había lamido sin consumir.

Con los cuernos de su compadre hizo Jicotea un instrumento de música. Todas las tardes, un poco antes de ponerse el sol, Jicotea lo tañía en el colga- dizo de su casa. Uno que escuchó aquella música se quedó paralizado de delicia. Fue Buey, Mariposa nombrado, que viajaba al pueblo, a asunto de mucha importancia, sin darse prisa. Venía la música de la casa de Jicotea, el solitario. Buey recuerda que, de- jándose llevar por la cadencia, turulato, se halló fren- te a Jicotea, quien, los ojillos entornados y como en otro mundo, empuñaba un raro instrumento en Ila- mas, y del que se desprendían los sonidos que lo habían arrobado.

-i Por lo que más quieras, Jicotea, dame tu música! --dijo el Buey. Jicotea, ba-jando de las cimas d e una dulzura ine-

fable, calló un largo rato, considerando melancólica- mente la enorme masa exaltada y suplicante del i: uadrúpedo.

--i Dame esa música, Jicotea! -iAy; aniigo!, tus patas son muy fuertes, y las

rrizs, Uemasiudo cortas ... Pudiera siicedei q ü i ic llc-

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varas mi música tan lejos que yo, viejo y cansado, no te pudiera atrapar. -No me ofendas, Jicotea; i los bueyes no hacemos

ciertas cosas! -Eso dicen los bueyes ..., y de un mal deseo nadie

se libra. No puedo complacerte, vaya. Pero Buey seguía implorando que le hiciera oír

una vezmás "aquellott divino que lo hacía temblar de emoción, como una hoja, que le arrancaba lágrimas del fondo del alma, más que el

de los lloros de la medianoche. Y Jicotea acabó por decirle:

-Tranquilícese, camará; le daré gusto ..., pero an- tes, déjeme que caliente un poquito de café. -Y puso al fuego un pailote lleno de chapapote.

-Vaya --dijo, alargándole los cuernos, ya apaga- dos y- silenciosos, atravesados por una sola cuerda, delgada y azul como una vena-, al calor de la mano y en virtud de la sangre, la música se produce sola.

Así Buey, apenas lo tocó, todo se inundó de músi- ca. Y creyó que bailaba en medio d e las estrellas, y que su cuerpo, que a veces le pesaba tanto, era una brisa. Estaba como hecho d e nada, de algo más leve, más sutil, que el perfume que exhala el jazmín. Sus patas aladas no tocaban el suelo. Danzaba, ahora, la más graciosa y ligera de las criaturas, feliz, de una felicidad sin límites y jamás sospechada. Y cotiio el que hace un alto en la delicia de un sueno, Dara prolongar el sueno, Buey pensó:

---Fcr e - x ~ b a !e d e ~ . ~ ~ l v e r k J 4:s e,~,t;n E Z + ~ V ~ ~ ! _ L ! a Jicct- lea! --E iba e eziprt;zde~ C : - v - ~ e l ~ c^tCieo. inasible como la música que lo hacía inmaterial.

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v., . . . -.

- Hervía el chapapote en la caldera ... De la región de lo inexpresable, el buey Mariposa

cayó pesadamente al suelo duro, recuperando, entre atroces escozores, la noción de su cuerpo, carga abru- madora; y cubierto el lomo de aquella pasta incendia- ria, huyó como pudo, con su peso a rastras y un cuerno de menos, "para recuerdo", dijo Jicotea.

Otra vez fue un caballa penco que iba muy triste, - cuesta arriba, al velorio de su novia, quien al cruzar

la guardarraya oyó tocar a Jicotea: llor&ndo y jurando que no se robaba -aun con hambre- ni una brizna de maloja, también intentó, en estado de trance,

- robarse la música que le hizo relinchar de alegría creyéndose por los potreros del cielo. Jicotea le lanzó

... a la cabeza el chapapote, lo dejó tuerto, y con las tijeras de podar le cortó una oreja y su gastada cola de espantar las moscas. -

Casi todos los días algún' animal venía, atraído - por -la misma magia, a pedirle prestado su instru-

mento. Gracias a su astucia -entre dos platos, única herencia que le legaron sus padres-, y al chapapote bien aplicado a cada arrobamiento, Ji-

t cotea seguía cortando tarros, rabos, patas, orejas, li sin agitarse é1 más de lo preciso -"del apuro no se

i saca más que el cansanciot'-, y rescatando su mila- grosa música de la codicia de todos, que aun en quien menos se pensaba, le tendía un lazo. Y no se

.-

1 L. diga la urraca, de profesión ladrona, sino de hono- rable matrona como la lechona, tan considerada,

- tan ajena y apartada de toda frivolidad por su gor- dura y sus santas ocupaciones -a quien solo, en

*. 'd..' realiuad, iliteresabaii sus preíieces continuas y sus . n.snrtcs envilUlab1cs: s e cc!s ür; aaochecer en casa S e r- Jicotea, y esforzándose en ser muy hábil y pasar

9 inadvertida al favor de la penumbra, robó el so.ñado

t E f . 43

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. . - - .

instrumento. Pues si no se gruiie a s<&ma al caer en el abismo del quicio de la puerta, que no había pre- visto, no la pilla Jicotea con el cuerpo del delito en la mano-

Por tratarse de una dama, Jicotea no usó -en tal - ocasión del chapapote que siempre, por precaución,

estaba ardiendo en la hornilla; pero consideró de justicia descargarle un violento puñetazo en la parte posterior que hizo gritar a la matrona, más dolida en su dignidad que en sus carnzs opulentas.

-i Oh, caballero, Jicotea, caballero! ¡El trasero de una señora es sagrado! ¿Por quién me ha tomado usté?

De tanto ponderarse la música de Jicotea por todas aquellas tierras -aunque al hacerse len- guas nadie fue hasta confesar por qué le faltaba algún pedazo ostensible de su anatomía-, Tigre, muy señor nuestro, que iba a celebrar próxima- mente su santo con baile, banquete, voladores y discursos en su honor, también hubo de antojar- se de ella, y se plantó una mañanita en casa de Jicotea. Éste le recibió muy extremoso como a animal grande que tiene en sus muelas la autori- dad y con las muelas la mantiene. Le regaló con lo mejor de su hacienda; ordenó que tomaran los seis pollos más gordos de su cría y prepararan una guacabina de frutas y viandas para que la llevara en su nombre a la familia.

Entonces el cacique le explicó a Jicotea que el objeto de su visita era el de invitarlo a la fiesta de su santo y pedirle prestado SU instrumento, q ~ c al decir de todos los tullidos que lo habían oído, valía por sí solo las mejorcs orqüestas de 12 capital y d d m u d o . -. c~v:lizadc, ..

-Favor que usté me hace. Este instrumento, se- ñor compadre, es el consuelo de mi vejez. Yo le llamo

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. .

. , - . . .. . - Coc~n'camo.~ Lo he hecho como el que dice con mi '- corazón malo y bueno. iMi único entretenimiento

desde que me apercibí que la juventud se me había ido! Un día abre uno los ojos, es decir, los cierra, mira hacia adentro, y se ve uno Gejo ..., y eso que las mujeres se lo hacen comprender a uno con su aire displicente y pidiendo dinero. i Ay, capataz!, prestar es perder, y si me lo diste no me acuerdo: pero basta que sea usté, el prócer, el hombre más honrado, el más vertical, el más carnívoro, el salvador d e la patria -y ésta es la verdad-, para que yo, aunque mucho me cueste por lo engreído que me tiene, vaya a

1 . rehusarle a Cocorícarno. i

Gnn, grin, @n.. . Crin, grin, grin, Grin, e, gin, Bongo Monasengo, Ci kengó! iBongo Monasengo, Ci kengó! Gnn ... iBongo Monasengo, Ci kengó!

La música, levantándolo imperiosamente del ta- burete, le impidió a Tigre contestar ... Una cosquilla -grin, grin, grin-, de la nuca a la cola, y luego el Cocorícamo, un placer tan intenso, dolor de placer sin tregua, que le hizo perder el juicio y toda la noción de su importancia. Se retorcía, se revolcaba, se reme- neaba; daba vueltas, aullaba, peloteaba boca arriba; como el gato loco callejero que se emborracha en el tejado de amor y de luna, el poderoso compadre, que tenía entre !os grifos la voluntad de todo un pueblo,

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de porte tan temible como majestuoso, ino era más que un gato grande en contorsiones, cubriéndose de -

ridículo ! Cuando, en vez del rugido imponente que hacía

temblar de un extremo a otro de la isla, salió de su gloriosa garganta un sonido equivalente a un imiau!

despreciable, Jicotea lo abatió ver- tiéndole encima el contenido del pailón de chapapo- te hirviente. Y Tigre no podía moverse en la pastosa charca de fuego, adherida a sus carnes y abrasándolo entero; así fue que Jicotea le cortó nueve dedos y un lado del bigote: le extrajo un colmillo admirable, y como si no fuera bastante, le administró una tunda, llamándole maricón a cada trancazo.

En condición muy lamentable, atado y atravesado sobre su caballo, volvió Tigre a su casa, con la guaca- bina y los seis pollos de regalo, que siguieron injurián- dolo el penoso trayecto, tratándolo de pío, pío.

Su pobre mujer, que aquel día se había lavado la cabeza, al ver la sangre que chorreaba todo su mari- do, sufrió un desmayo en brazos de dos esclavas oportunamente robustas; las hijas también lograron desmayarse por turno, una vez se convencieron que su padre aún alentaba. Sus hijos -ya en edad de vengar las afrentas de una sola dentellada- le peguntaban quién le había puesto de tal guisa herido, llagado, bru- mado, abrumado, desbigotado y descolmillado.

En su mutismo feroz, del que nadie podía sacarlo: envuelto en hilas y emplastos de telarana y aceite de alacrán añe j~ , Tigre conilaleció !ent amente, reco- riiiendose los hígados.

Una palabra le martilleaha incesantemente e-! tim- pmo: -

:: Z

I ~,faricGn!" -iQuién sabe!

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r:-;- p ". -. Cinco años pasaron. Cinco aiíos -y se dice pron-

to- durante los cuales Tigre se miraba sus patas mutiladas, meditando secreta venganza.

Otros tantos hacía que su amigo y compinche Co- nejo s e había ido de viaje, a conocer mundo, cuando una maiíana, sin que nadie lo esperara, se presentó en el batey.

-iDios me lo manda, compadre Conejo! -xcla- m6 Tigre abriendo los brazos. .

Toda la tarde la pasó con él encerrado en su alcoba. Sin levantar la voz -porque las paredes no sólo tienen oídos, ojos y memoria, sino lengua, lengua viperina de mujer-, le contó la verdad referente a sus nueve dedos ausentes, al hueco d e su hermosa dentadura, a los tolondrones y cicatrices de su lomo, omitiendo, sin embargo, algunos detalles inútiles, cuyo recuerdo le amargaba más que otros.

Conejo, con un jolongo y un tambor, salió a reco- rrer la comarca:

Sandemania, sandemania Elúero qugngueré, cángara uirimacánga obba Sandemania, sandemania.

Bando del rey, que citaba a todos los terratenien- tes a una asamblea ...

Fue a batir su tambor y a pregonar la real orden donde una viuda, Vaca Sitiera, cuyas tierras lindaban

I con las de Jicotea. S i ve a Jicotea, comadre Vaca -y así me evita ir

a buscarie-, dígale que no debe faltar a esta reunion. Lo mismo le dijo al burro y al toro pinto, arrenda-

tarios veciiios, quicrics - se apresuraron a ;inunciarle a Jicnteu qce e! rey !os mandaba !lari.zr.

--Para aumentar impuestos seguramente -re- funfufió seña 'k7ai.a, quien, untándose de cascarilla, a

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todalprisa se calzó los zapatos de raso .- . --. amarillo . . . . ,;... cana- .

rio, se entró en el vestido de muselina azui celeste, con amplios vuelos de tira bordada, y aballenada y sofocada, pero contenta de poder lucir sus aretes y su collar de oro francés, se puso camino del pueblo montada en una mula.

Un poco más tarde, Jicotea oyó el tambor repique- tear en su portada.

-¿Todavía está usted aquí, compadre Jicotea? Allá en el pueblo la asamblea se habrá reunido, y sólo faltamos usted y yo.

-¿Qué asamblea? -preguntó Jicotea-. Algo he oído, algo me han dicho, pero no puse atención. Un tanto distraído soy de citas.

-El rey, el rey, que nos cita de urgencia ... Asunto será de muchísima importancia.

-Y también me parece haberle oído decir a mi comae la vaca, q u e Tigre preside la asamblea con el rey.

-i Compadre Jicotea, está soñando! iEl tigre, San- tísimo Sacramento! En paz descanse, y Dios lo tenga en su gloria. iSi hace más de dos años que se ha muer- to ... ! Y o asistí al entierro, que fue muy lucido. i l e cayó un campanario en una pata, le dio el sereno en las heridas, y a las pocas horas se lo llevó la gangrena!

-¿Qué me está diciendo, camará? Primera noticia. Verdad que vivíamos muy lejos, pero yo lo respetaba y estimaba en lo que valía. Y aunque ya no es hora, me afecta la noticia. ¿Gangrena en una pata? iParece mentira!

-iPst! Nadie se escapa de la muerte, aunque sea m- r igre!

-Ahsina2mlsnio. Por es<> czentac que una vez !a muerte tenía hambre ...

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.-

-Vaya, compadre, no nos demoremos más. Pón- .

gase el jipi, y andando. Eso me lo contará por el camino. Si quiere, lo llevo metido en el jolongo. "¿En el jolongo? Más vale ir a pie", . pensó Jicotea,

y echó a andar a gusto con Conejo, que era hombre muy simpático y de buen conversar. Pero al cabo de un rato, dijo Conejo:

-iA este paso no. llegaremos nunca! Ya estaría yo en el pueblo, si no fuera por su bendita conduerma ... Veamos, Jicotea, acomódese en el jolongo, le repito que no es tanto lo que pesa, y emprendo una carrera como bala de rifle. -Es que no me parece decoroso, compadre, que

yendo a una asamblea- como hacendado, me vean llegar en canasta como pollo.

-A la entrada del pueblo lo bajo y nadie lo verá. -Jicotea se metió en el jolongo y Conejo se abrió a correr.

-¿Estamos llegando? -preguntó Jicotea alzan- do la tapa con la cabeza, cuando calculó que una hora había pasado.

i F a 1 t a mucho todavía! (Sánsara, sánsara, sánsara). ~ranscurrió otra hora de brincos y sacudidas. -iCompadre Conejo, no puedo ya del mareo que

tengo! ¿Se columbra el pueblo? -í Un trecho largo todavía! (Y sánsara, sánsara, sánsara). El estómagc, las tripas heladas colgándole de la

- -

boca, volvió a preguntar Jicotea. alzando la tapa del i jolongo: $ -¿Hasta ci6~dc;. c~inpadre?

Por fin ccsí> el zarandeo. las náeserrr, P! m l ~ e c > ...

1 Jicotea se encontro delante de Tigre, cara a cara, rodeado de toda su parentela. .

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- -iYa lo creo que está completa la asamblea!-Y, escondió instantáneamente la cabeza, por no presen- ciar su muerte.

Con fiases lapidarias, mandó Tigre traer una cepa dé plátano.

--Saca la cabeza -rugió-: saca la cabeza o te la aplasto con estuchey todo. Mira esta cepa de plátano. iMírala bien, canalla! La plantaré yo mismo, hoy día de San Isidro Labrador. Cuando dé mitos y estén en madurazón, te comeré en guiso de plátano y quim- bombó. iAh, tu sangre me la beberé en sarnb~mbia!~ Pero antes, te condeno al tormento de la sed y d.el hambre. He dicho.

Lo encerró en un baúl y ordenó que lo llevaran a la bárbacoa, sin más consideraciones.

Luego Tigre, íntimamente satisfecho, se sentó a jugar una partida de tresillo. Aquel día, no sólo per- donó a sus negros que sufrían castigo, sino que, des- pués de comer, le rogó a su mujer tocara al piano La paloma y La monona, lo cual no había sucedido en cinco años.

Y así q-ue dio el plátano un hermoso racimo, Tigre fue a comprar una cazuela y a invitar a su amigo Conejo, que desempefiaba el lucrativo cargo de pre- sidente del Tribunal Supremo y jefe de los bomberos, con reconocida competencia.

Aprovechando la ausencia del padre, los tigres más pequeños subieron a la barbacoa y abrieron el baúl. Dcntro, seco, reseco, renegrido, agonizaba Jicotea: ei chirrido penoso de la cerradura lo hizo v0lve.r en sí, sólo para recordarle que su última hora había

5 ,, C?=Sidz U-u. (-44 ysr; fermentada ~3 ají-

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llegado ..., y por equivocación, en vez de afligirse, se puso a bailar. Bailando, pues, creyeron sorprenderlo, y esto les gustó mucho. El aire nuevo, el día claro, pequeíio, que se abrió en el baúl después de un ano de tinieblas, le devolvieron vagamente las fuerzas.

Uno de los tigres -e1 que era tres minutos mayor que sus tres hermanos- aplaudió:

-iBravo, Jicotea, sabes bailar muy bien! -iOh, tu padre baila mejor que yo! -contestó él,

con la voz lejana y vacía de los que se han muerto mucho rato antes de morir.

-iDesde que lo asaltaron una manada de elefan- tes y cincuenta leones, quevenció él solo, papá cojea!

-iAh, hijitos -suspiró Jicotea aprovechando un destello de lucidez-, si me echaran en una palanga- na llena de agua, verían entonces lo que es bailar! Lo seco no es del todo mi elemento ...

Impelidos por la curiosidad, los tigres se precipita- ron escaleras abajo, y no tardaron en volver con una palangana desbordante.

¡Agua! íBendita sea! De sentirla tan cerca de su ~ O C L . , adorada, apasionadamente bebida antes con los ojos, todo Jicotea, en cuerpo y alma, revivía de alegría.

iPongueledi6, el bongué Pongueledió, el bongá! iPongueledi6, el bongué Pongueledió, el bongá!

- I Y bailó, ante los tigres encantados, un baile de t I

uracias, por amor del agua y de la sed saciada. - 3

-iIebbi, iebbé! Jicotea, iiiás ..., i arriba! -grita- 1 ban e!los alrededor de la palangana, coreándo!~ y ya - I

E ganados - por eí ritmo.

I -iAh -volvió a decir jico iea-, pero aquí apenas puedo moverme! Si pudiéramos ir a un arrovo ...

i d

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**-T.- '- --, .. . . , . :y;, .y. ,. . . .

-¡Sí, al arroyo, al arroyo! , : . . . - . - En el arroyo, Jicotea no hizomikque insinuar

algunos movimientos canturreando:

-Hijos míos, ¡qué lástima que no pase por aquí cerca un río!

Ahora los tigres no pensaban más. que en bailar. Lo llevaron al río. Y en la corriente ancha, libre, Jicotea bailó con tal frenesí, que los tigres, incapaces de seguir la rapidez de sus movimientos, vieron con- fusamente, en vez de una, mil jicoteas, ¡mil jicoteas como un milagro!

¿ S i la llevásemos al mar? Pero el mayor de los tigres, espantado de la bruje-

ría y sintiendo que iba a perder la cabeza y la cuenta de tantas jicoteas que debían ser una sola, dijo:

-iDios nos libre! Ya es tarde. Si el taita sabe que hemos sacado a Jicotea del baúl, nos pegará, como el día que le untamos el sillón de cola.

Y la llamaron: -i Jicotea, basta! Ven, acuérdate de que hoy te

come mi padre con plátano y quimbombó. -Casi lo tenía olvidado; aquí estoy, hijito -con-

testaron mil jicoteas, y Jicotea otra vez, al quedarse inmóvil-: Deja que baje un momento al fondo y me despida del río.

Escogió una piedra d e su mismo tamaiio, la envolvió con fango, le dio su forma, y los sign,os que en su concha nadie ha podido descifrar Los grabó con una uiia.

Enturbiando el agua, !a impulsó suavemente hvcia !a oril!a; !os tigres la recogiernn v J echaron a correr camino de su casa.

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* . '

4; y;: -- - l. . -' . - Cuando T'igr&, sonando espuelas de plata, regresó

con su amigo Conejo -las alforjas llenas de provisio- nes-, los tigres jugaban tranquilamente en el portal.

iDiente por diente, ojo por ojo! Subieron los com- . padres a la barbacoa y descerrajaron el baúl: allí

estaba Jicotea, tal como la habían dejado un aiío atrás. La cabeza escondida de vergüenza, de terror. En la misma postura y en el mismo ángulo de deses- peración.

Para anunciarse, y porque ya no podía retener más su odio, Tigre le dio un machetazo y la hoja se partió en dos.

i C ó r n o endurece el dolor! Le hicieron pasar por una serie de tormentos es-

pantosos, humillantes. Al fin no era más que una piedra. Ni una gota de sangre le pudo exprimir Tigre, para bebérsela en sambumbia, como había jurado. Ni una fibra de carne para darle sabor al quimbombó. iNo importa! Ahí estaba, en el fondo de la cazuela ... ¡Ejemplar había sido el castigo!

Y Conejo creyó su deber decirle a- Tigre, a una señal que éste le hizo empuñando el tenedor:

-iCómaselo usté solo, compadre! iSu honor está vengado!

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LA LOMA DE MAMBIALA

No- era secreto en el pueblo que el negro Serapio Trebejos estaba dispuesto a todo, menos a ganarse la vida trabajando.

Para ello le sobraban pretextos, razones de voca- ción. Y como tenía labia y gracia, y le daba bien a la guitarra, a fin de cuentas, era difícil negarle lo que pedía: sobre todo, porque parecía que no pedía nada. Unas calderillas para la tagarnina y el aguardiente; lo que sobrara de las comidas, y de tarde en tarde alguna ropa vieja, gastada -ya que no era posible andar sencillamente desnudo.

Vivía con su familia, casucho sin dueño ni cobra- dor, que dudando derrumbarse de una vez para siem- pre, en soplando fuerte el viento0 arreciando un chubasco, se mantenía en suspenso. (Frente a la loma de Mambiala, donde el camino se tuerce al salir del pueblo y baja como un reptil hasta la costa, entre palmeras).

De limosna, bendito sea Dios, y sin más complica- cienes, habían comido con bastante regularidad, él, su mujer y sus hijos, dos negras barrigonas, con las I t pasas" revticltar y I!en as de picjos, sucias, remolonas, siemnre I tumbadas en un catre cojo, ya en edad dz merecer; y dos negros zancudos, harapientos, mata- perros -sin oficio, beneficio ni buena voluntad. En

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..a ' - . - . Y"

- \

realidad, gente con la cual no podía contarse para nada de provecho. Pero llegó una época muy mala, muy mala - c o m o nunca s e pensara-, y la comida se h iw chica para todos.

Al negro Serapio nadie lo socorría. - Nadie se acordaba de haberlo visto cortando cana,

guataqueando un pedazo de tierra -¡ni siquiera sembrando un boniato!

- En vano se anduvo ahora improvisando décimas, tocando la guitarra, alargando el sombrero agujerea- do de cucarachas.

-¿Por qué no trabajas, Serapio? iSe acabó la sopa boba, la guaracha, negro manganzón!

Y las buenas amas de casa, amantes de la justicia: -Que le digan al negro -en la cancela, ino dejarlo

entrar!- que lo que hoy sobró es para las gallinas. m

- -Perdone, hermano; pase otro día. Así empezaron a sentir, él y su prole, los dolores

del hambre. - La loma de Mambiala, que no lejos s e alzaba, de

verde claro, felpuda y redonda como una naranja, estaba cubierta en el tope de calabazas. Calabazar sin calabazas. Era sabido; no daba frutos.

-

I Hacía algunos días que el negro y los suyos se

acostaban sin probar bocado, y aquella mañana, que - fue la de un Domingo de Ramos, Serapio despertó

j soiiando que estaba metido dentro de una calabaza, de la misma suerte que una criatura nonato, en el

E seno de la madre; y con todos sus dientes intactos, mordía en la pulpa, y la calabaza saltaba y corría

i

E rebotando y gritando: "isocorro! i Guardia! ", que le hacían cosqui!Ias; que se iba a voiver !oca ...

5 "¿Será u:: wis3 del cielo?", se pre~iinté el negro

j persignándose. "¡Si encontraré hoy e n ~ a m b i a l a tan sefiora calabaza!"

55

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: Y después de contarle -muy confortado- el sue- ño a la familia, subió a lo alto de la loma y estuvo mucho rató buscando con gran ahínco. iHojas y ta- llos, y más hojas! En todo el tupido, peludo, trenzado calabazar, no había una sola, menguada, calabaza: y no quedó sitio por registrar. ~ & c a y busca, le dieron las doce del día; la hora en que otros hombres se estaban sentando a almorzar.

Lloró Serapio, implorando a Dios y a Mambiala. Volvió pacientemente a explorar, mata por mata, de punta a punta, el calabazar.

Dámela, Mambiala, Mambiala. iAy, Dio, Mambiala! Yo pobre, Mam biala, iAy, Dio, Mambiala! iYo se muere de hambre. iMambiala, Mambiala!

Estaba ya rendido, pero antes de abandonar una última esperanza, se hincó de rodillas y alzó los brazos al cielo. Se acordó de una estampa que contaba un milagro, y se puso a declamarle al cielo.

El cielo no le hizo el menor caso. No llovió sobre su cabeza ninguna calabaza. En el colmo de la aflic- ción, se dejó caer de bruces. Cuando, después de haber llorado contra el suelo todas las lágrimas de sus ojos, se incorporó para marcharse, vio a su lado una cazuelita de barro roja, en cuyos bordes el sol rebri- llaba como un oro húmedo. La más p c i o s a y juvenil que ha .debido salir nunca de manos de alfarero. Tan simpática, que sin ti6 alegría y un deseo de acariciarla.- Le habló como si fiiese muy natural que * ella le com- prendiese, y aún más natural que pudiese conso!arlo.

-iAy, &é bonita eres, y qÜé redondita y nueveci- ta! ¿Quién te ha traído aquí? ¿Algún desgraciado

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, . , , . - '\ .

. . -. , .. . . como yo, buscando .una. calabaza? -y le pregunto, : - suspirando-: ¿Cómo te llamas, negrita gorda? ¿a cazuelita, moviéndose sobre sus caderas, con

mucha coquetería le contestó: -

-Yo se ñama .Carnelita Cocina Bueno. -El hambre me hace oír disparates -pensó Se-

rapio-. ¿Cómo te llamas? ¿Eres tú quien hablas, o soy yo mismo que soy dos, uno cuerdo y otro loco, y

.- los dos hambrientos? C a z u e l i t a Cocina Bueno. -Pues cocina para mí. .. S e hizo un rehilete en el aire la cazuela. Tendióse

sobre la y e ~ b a un blanquísimo mantel, y en vajilla fina --de plata cuchillos y tenedores- le sirvió un al- muerzo exquisito al pobre, quien no sabía emplear otros trinchantes que sus dedos; pero que comió hasta decir no puedo más, y bebió hasta sentir que la loma de Mambiala se bamboleaba.

Y fue que ésta se desprendió de la tierra; era un globo que se elevaba a suaves tumbos, por el hondo azul, y cada vez más alto, cuando el negro, asido a la hojarasca para no caerse, se quedó dormido.

Perdiendo el .sol las fuerzas, con la cazuelita bajo el brazo, volvió a su casa.

Lo esperaba la familia, famélica. Apenas lo divisa- ron, empezaron a gritarle: "iLa calabaza! iLa calaba- za!", pero él les hizo un gesto extraño, un gesto que ninguno le conocía -por lo tanto difícil de interpre- tar-, y que resultó negativo cuando el negro estuvo junto a ellos. La consternación se pintó en la cara bt: aquellos sin ventura, quienes habían pasado un día m5s 2 agus ron azúcar, confiados en e! miiagr<j de Marrbiala; y se revclivieron contra Seryir', 1cils5n- dole de habérsela comido él solo. iAllá arriba, apro- vechando que ellos no lo veían!

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Sólo la madre, la vieja larga y enjuta, para quien todo era indiferente, no se movió ni alborotó, clavada en su taburete. El hambre la había vuelto de palo, o era de palo duro la Mama Tecla. No hablaba nunca; si acaso confusamente, se gruñía a sí misma o daba contestaciones bruscas e ininteligibles a algún ser que no era visible más que para ella, y que parecía moles- tarla con preguntas inútiles Debían estar, sin embar- go, tan de acuerdo, que probablemente lo que Mama Tecla farfullaba, mirándolo de reojo, impaciente, y moviendo apenas el labio inferior que le colgaba con un cabo de tabaco apagado, era: -No necesitas decirme nada: lo sé 'muy bien. La mayor parte del tiempo, la vieja, en su rincón

de miseria, tan muda y tan rígida, estaba sólo presente como un objeto que expresaba, en su abstracción, intensamente ..., nada. Y ninguno reparaba en ella; ya era mucho que se

acordaran de pasarle -si algo quedaba- las sobras del comistrajo. Los dedos largos y secos de Ma Tecla enrollaban los desperdicios, les daban la forma de una bola, y se los tragaba maquinalmente, sin tomarse el trabajo de gustarlos ni masticarlos, con una indife- rencia que entonces alcanzaba la perfección del des- precio.. .

-Vayan a invitar a los vecinos, isí, señor, a hartar- se con nosotros esta noche! -ordenó el negro, mos- trando la cazuela con orgullo: pero una deplas hijas, la que tenía paperas, replicó:

-¿Hartarse con qué? LCcn ratones? iEr-?o sólo nos faltaba! ¿Han oído? iMi padre se ha vuelto loco!

1 - ---- Y no ohedeció n i ~ g ü ~ v de SUS l . lj~.. ; ~ - ; c Y-- ir A

Seropio u ccz\$lar la negradn de! pP;hlc! 2 Fritcwar- se, como pudo y donde pudo, unas tablas y dos burros.

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;.e. 2,

C : y 7 . " - g .-

+&e Unos para reír, otros por curiosidad, no se hicieron esperar los invitados: en fin, muchos que vieron la mesa armada, a 10 largo del camino, y en rnitad de la mesa, limpia de todo comestible, una cazuela peque- frita y vacía -gente -de buena fe-, se declararon agraviados y querían marcharse sin aceptar explica-

'- ciones- Trabajo le dio a Serapio reunirlos a todos en torno. -Banquete de camaleón --dijo Cesáreo Bona-

chea, el cojo que fue pailero, siempre de humor jaranero-. iA abrir la boca, que entre mucho aire!

Cuando Serapio se dirigió a la cazuelita, con voz dulcísima y haciéndole maforiva1e.l

-¿Cómo te llamas? C a z u e l i t a Cocina Bueno. -Pues cocínale a esta gente como tú sabes, linda. Y no s e habían repuesto de su asombro, que la

cazuela había cubierto la mesa de platos, a cual más suculentos y apetitosos. i Qué pollos, qué guanajos rellenos, qué chilindrón!; jamones, embutidos, lecho- nes tostados, viandas, frutas y dulces de todas clases. Todo excelente y sin medida. Y comió el pueblo entero y no hubo quien no se emborrachara con el vino delicioso, que fluía incesantemente de una fuen- tecilla que había en el fondo de cada vaso.

Y fue inevitable bailar toda la noche, todo el día siguiente con su noche.

Las comilonas se sucedían con la misma esplendi- . dez, a toda hora, y así Serapio, de pordiosero. se

caiwir'iió en amado benefactor de la comarca. Llamá-

Y2izrl.' r-ererrte qpe les hiren !ns negms de !2 rqLa !ilcl_imi a sus aylochas y babalaos.

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ronle don Serapio: aun sus más allegados, sin darse cuenta. Y con el don, el negro, a la par que su vientre aumentaba 4 i g n o de leontina de oro y goterón de diamante-, sintió que algo nuevo se le entraba en el alma y le hablaba en un idioma, tan oscuro para él mismo, como el de los breves rezongos de la Mama Tecla, quien seguía clavada en su taburete, en su mismo mutismo, y mirándolo todo con los mismos ojos fijos, impasibles, duros.

En fin, aquello metió ruido y se supo en las cinco partes del mundo. Habló el papel periódico, y el Papa, ante la evidencia del milagro, se apresuró a mandar una encíclica a las calabazas, prohibiéndoles que hicieran otro más, sin su consentimiento.

En tanto, a Mambiala la dkjaron calva los peregrinos. Pero la suerte, que cae de repente sobre el hombre

humilde, raro es que no le traiga aparejada su perdi- ción al mismo tiempo.

Porque vinieron los ricos a comer con Serapio, y a los postres dijo uno de ellos -uno que tenía la barba negra de charol, como los zapatos:

-Te doy diez buenas caballerías, ya sembradas de caña, por tu cazuela.

-No, señor -contestó Serapio-, que caña le sobra a ella, y raspadura, y melado, y todo lo dulce ...

-YO 4 i j o otro señorón, eructando con elegan- cia- te daría uno de mis cafetales.

-Yo -dijo el dueño de la Compañía Naviera, " r' negrero muy honorable- te da-íz mi goleta davio-

ta", que no va por los mares etra más bella, con carga de ébano ...

Y es taba , e n t r e ! o s riczchvnes, ün riiillona- r io -muv a usurero-, un !a! dsn C ~ r e t z c o , J m i r q ~ é s de Zarralarraga +uien, por no perder ocasión d e ganar dinero, vendía el pelo, los dientes, la grasa y los

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ki; . . p. huesos de sus muertos-, haciendo cálculos y más , . cálculos, en su cabeza de roca, mientras comía.

-Yo -dijo Zarralarraga, soiíando para sí e1 mo- nopolio de la comida del mundo- te ofrezco ..., ini un centavo más!, iun millón de pesos por la Cocina Bueno!

Cuando el negro oyó "millón de pesos", salió co- rriendo a buscar un notario, y a poco lo trajo por los faldones. Ahímismo se redactó la escritura de venta: al final de un pliego con un sol como un huevo fnto, estampado y cruzado por una cinta, Zarralarraga trazó su ilustre nombre en letra gruesa, terminada en punta, con rúbrica de tres curvas sujetas por la cintura.

-Firme usted, don Serapio. -Es que yo no sé escribir -dijo el negro, perca-

tándose de ello por primera vez en su vida-, y ahora que me acuerdo, tampoco sé leer ...

N o hace falta. iF.tamos entre. caballeros! Y hete aquí que el documento era nulo. Que el

marqués de Zarralarraga, aquella misma noche, res- baló sobre una cáscara de mango, al bajar de su volanta, y se rompió Ta cazuela: que el negro Serapio - 4 1 ya se veía de bomba y frustraque, con un tresillo de brillantes en cada dedo y todos los dientes de oro; de día arrastrando coche, la noche durmiéndola en colchón de plumas- se quedó tan miserable como había nacido.

En el curso de los días, ahora muy amargos, pues fresco era el recuerdo del bien tan mal perdido, una inrifiana Serapio volvió a mirar hacia ia loma de Mam- hiala ... Tenía el estómago en un hilo.

-IQuién sabe -les dijo Serapio 3 rus bijas, !as hijas qne hnbiera pcdiUii vestir de seda, y - que - terlb descalzas y andrajosas, mostrando fatalmente los tra- seros-, quién sabe si Mambiala, compadecida, nos

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hace otro 'milagrito! Si no encuentro una cazuela, quizá encuentre una calabaza.

Subió a la loma: ya no había el calabazar. Algunas pobres yerbas, entre las piedras.

iAy, Dio, Mambiala! Mambiala, déjala, Mambiala. . Yo pobre, Mambiala, iAy, Dio, .Mambiala!

-i Me muero de hambre, Mambiala, Mambiala! -y repetía su ruego gimoteando, sin esperar nada, cuando el dedo gordo de su pie derecho tropezó con un bastón. Un bastón de Manatí.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó en seguida,. abalanzándosele, radiante de alegría.

-iSeñor Manatí. Buen Repartidor! -contestó el bastón con bronca voz de hombrón de pocos amigos.

-iPues reparte conmigo, señor Manatí! Incontinenti, Manatí se escapó de sus manos: ce-

loso cumplidor de su deber -izuava, zúava, zúava!-, lo molió a palos ..., y hubiera acabado con él, si el negro, después de descender a infalibles estacazos media loma de Mambiala, no le dice entre golpe y golpe, escupiendo un pedazo de lengua, dos muelas y un colmillo:

-¡Está bu-e-no, señor Manatí! Manatí se detuvo repentinamente en el aire y vino

apaciguado a colocarse a su vera, esperando órdenes; muy quieto.

-¿Qué haré? -se prenuntó el negro perplejo, contándose los chichones que tenía en la frente-. Este señor Manatí. no sé. si es prudente presentárselc a ia familia ... (IY sin embargn, buena falta l.es está haciendo!) Cuando llevé a casa Cocina Bueno, todos se hartaron y cebaron: ni yo ni ella le escatimamos

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nada a nadie, ¿no es justoque compartan todosla & ' . . C.. ' ,

- paliza? Abajo, en el camino real, la familia, impaciente,

- . esperaba-Habían prevenido a los vecinos y a los com- padres. í Estaban muy seguros, se lo decía el corazón, que su padre no volvería con las manos vacías!

-íLa cazuela, la cazuela! -gritaron al ver que se acercaba, andando de un modo extrafio que no le conocían- ',

-¿Hay invitados a comer? -Algunos. -iAnda a avisarle al alcalde, al juez, al cura, al

notario: todas las autoridades! iA aquel señor Zarra- larraga, que me compró la cazuela! iNo falte nadie, que habrá para todos! iAh, niña ..., y el médico y el dueño de la funeraria!

S e supo en seguida que Serapio volvía con otro por- tento de Mambiala, lo cual demostraba, a todas luces, que Dios protege dos veces a los vagos, y que no hay por qué desanimarse, sino tomar ejemplo ..., y pacientar.

Le aprestaron, como él dispuso, larga mesa en la carretera, mientras afluía un gentío ansioso de pre- senciar el nuevo hallazgo de Serapio.

Los ricachones, los notables, se presentaron de los primeros. Amarillos de envidia, ocuparon sus pues- tos, Zarralarraga en la cabecera. La chusma rodeaba la mesa, alborozada, prome-

tiéndose banquete0 y luego baile, por todo lo alto. Serapio volvía a oirse llamar don Serapio, cercado de halagos &- y sonrisas.

-Pero no es cazuela ..., jum, que dicen que es / bastón -recal.co una vieja: , v J irrehuianduse J.- en SE

mantc se vcIvi6 a S D chinckal, acordáiidose de cjue había dejado unos frijoles al fuego y podrían qbe- rnarse.

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. . - -Atención- -gritó al fin Serapió 9 '-mlocand~ - . el

Manatí en medio de la mesa-. No se mueva nadie. -Papá, yo quiero jamón! -iPapá! iPollo! -pidieron las niíias.. . Se hizo un silencio de ojos muy abiertos, de alien-

- . tos contenidos. Serapio se alejó cuanto pudo. Se trepó en un árbol, pero nadie apartaba los ojos

del bastón. Escondido entre las ramas dijo- Serapio, no sin que le temblara la voz un poco:

-Al que está en la mesa. ¿Cómo se llama? A e ñ ó Manatí, Buen Repartidor. -Pues reparta, señor Manatí, equitativamente. iPákata! iPakatá! iPákata! iPákata! Empezó la tunda. i Zumba y tumba! Tunde Manatí ... No se oyó más que pákata, pákata, pákata, rápido

y seco, a un mismo tiempo en todas partes; sobre las cabezas sorprendidas, brotándoles inst ant áneamen- te estrellas de fuego. En menos de un segundo, los palazos en remolino habían barrido la turba, que escapó a diente de uña, llevándose su parte del festín en calderones-

Más recios llovieron los golpes sobre las costillas de los notables; tan pronto se volvía contra uno que estaba cerca como arremetía contra el que estaba ya más lejos, huyendo a gatas con su vida. Caían e n racimos unos sobre otros, las carnes abiertas, como granadas maduras, los huesos rotos. Y Serapio, entre las ramas, agitándolas de contentura, como su ante- qasado Mono, azuzaba. i-

-¡Duro con el alcalde, señor Manatí, por tantas multas que pone! iDuro, m5s d ~ r o en la crisma., al iisur&r~! A la guardia civil ..., !en !SS juanetes!

Patas arriba la autoridad, desbalazada y dancio los últimos ronquidos, Manatí se entró en la casucha

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donde se refugiaron los hijos del negro alredecior.de Mama Tecla imperturbable, haciéndose ovillos. A cada bastonazo que le descargaba seíior Manatí, Ma- ma Tecla le decía al otro -a su amigo invisible-, abriendo un poco más sus terribles ojos blancos:

-iYa lo sé, ya lo sé! La casucha comprendió que era el momento pre-

ciso de venirse abajo. Cuando Serapio los vio a todos exánímes -al

marqués de Zarralarraga, con la boca monstruosa en diagonal, la nariz berenjena, un ojo pendiendo como una lágrima, la cabeza de roca, un amasijo de sesos y astillas, sus cuatro hijos en pedazos, la vieja muerta, sentada tiesa en su taburete, entre los escombros -y aun el glu-glu de la sangre que se chupaba la tierra-, recogió su bastón y se alejó del pueblo.

-iHemos exagerado un poco, señor Manatí! Vagó sin rumbo toda la noche, apoyado en su

bastón, llevado por su bastón. -iAy, Mambiala, qué regalo espléndido me has

hecho! No te pedí tanto, iMambiala, Mambiala! Un pobre hombre como yo, que nunca quiso mal a nadie. iAbrirse paso a golpes por la vida! ¿Qué me queda ya? Mandar si quisiera, pero ni uno solo de aquellos parásitos que mantener.

Amanecía. Rompían a cantar los pájaros en la aurora de los árboles. Se encontró sentado sobre el brocal de un pozo que exhaló su guardada frescura, su olor de agua recóndita, de piedra húmeda q u e no taca el sol. MirE hacia adentro y el a m a E! le lrizo una seña-

-;Sí --dijo Sesapin-, - es mejor d e s r a ~ i ~ r l I , i -. ,. Dejo cuer e! b a s t h %: J se e r h c desí;l;és a: ~ L J Z G .

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- , . .. ., . , ..,- . . - - . .,. ' - .-- Este es d@om de Yaguajay.' - -.-..-.L..=;,; ; ; y : - . . -

Las negras sabían -la historia. Se la contaban a los niños, que iban por encanto de miedo a lanzarle piedras al silencio del fondo. A escupirle la cara al agua. A mirar, mirar sin cansarse nunca de mirar, el alma del pozo; al Ahogado, que no alc&ban a ver, pero que los veía a ellos, hundiéndose más hondo.

De. noche, el pozo, el Ahogado, los despertaba haciendo cantar las ranas en lai cuencas vacías de sus ojos, y volvían en sus cuerpos de suefio, atraídos por el misterio intenso -por la delicia del miedo- a mirarlo, a romper de otra pedrada el negro espejo, sumido, la pupila redonda como plato. A escupir, inclinándose peligrosamente, en su oscuridad, la tran- quila presencia irresistible. ¡Pozo de Yaguajay en la noche! El Ahogado subía entonces en el agua inmóvil; de lo profundo silencioso, escalando el silencio.

Un sordo chapoteo que desleía las estrellas caídas, y todo el Ahogado volvía en dos manos abiertas y desesperadas, subiendo por el olor de la Yerba Bue- na. Las habían visto las negras, que al osciirecer no se acercaban al pozo. Demasiado tarde para salvarse, demasiado tarde para que sus gritos se oyeran, solos en el sueíio con el pozo, las manos que asomaban por las piedras del brocal se apoderaban de ellos, frías y duras como las piedras y los sumergían en el fondo pavoroso de inenarrables secretos.

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. . . .

EL A - J G O D ~ N CEGA A LOS. PÁJAROS

-.

lofi, el dios infinitamente lejano e incomprensible, creó el universo. Hizo a Obatalá. Obatalá hizo al Hombre, le traspasó un poco de suinteligencia, le dio

-- la voluntad. Obatalá es el más grande de todos los orishas. Obatalá es el hacedor de las cabezas, el dueño, el

I- - -

modelador de las almas. Padre v madre de los orishas. de los santos: Oba-

talá es el que está por encima dé todos los santos. Y la gloria de vestir a Obatalá, que es uno y diez y seis a la vez, le tocó a la planta del algodón, a Oú, por la suavidad y la blancura de su vello. Obatalá lo nombró

-

su capa. 0 ú continuamente envolvía y resguardaba a E Obatalá, que no puede exponerse a la intemperie ni [ sufrir la violencia de la luz solar. Siempre pegado a

Babá, cubriéndolo como la piel a los huesos, 0 u inspiró envidia a todos los seres vivientes.

Los que más lo envidiaron fueron los pájaros. Desde que Obatalá eligió a Oú, el odio no dejaba

I 8 sosegar sus pequeíjos corazones, despreocupadns y

- 1 ligeros hasta en torices. Ei horior que alc arizaron I i

aquellas borras blancas que el Señor recogía ceñía i a su cueip<j ~ ~ t i e ~ i i ~ i i ~ ~ l i i e , ies e i ~ ~ e j i e i i ñ b a ia C X ~ S -

tSncia. OSr SCT ~2 merg cope de u!godSn, 5rbr!iosi. -L Chomuggé -el cardenal-. que justificando su pre-

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tensión con su belleza se había ; próclamado . rey .él mismo y pedía que a su paso se tocase tambor, hubie- se cedido su corona, y una a una, sus magníficas plumas, con las que creía deslucir a Agutté, el pavo real. ¿Quién podía jactarse en este mundo de un privilegio comparable al de Oú? Y sin embargo, el cándido 0 ú callaba su ventura. Les pareció que aten- tar abiertamente contra la vida de 0 ú era ofender a Obatalá, que vive metido en algodón. Y he aquí lo que tramó la pajarería para hacer desaparecer a O6 de la faz de la tierra del modo más seguro.

Los pájaros de la noche se elevaron a la luna. "Escucha, Osukuá, lo que venimos a decirte en gran secreto", cuchichearon a su oído. "0ú es un farsante, un fanfarrón. Se ha engreído al extremo de conside- rarse igual que Obatalá. Lleva su insolencia al punto de asegurarnos que es más blanco y más puro que Obatalá, que finge a su costa la blancura. Como lo envuelve de pies a cabeza, fácilmente se hace pasar por Obatalá y confunde a muchos, que lo adoran creyendo que él es Obatalá y Obatalá es Oú. Los pájaros, que reverenciamos y queremos servir a nues- tro Señor, los pájaros que cantamos:

Obaralá oro lilé Orisha W b ó Orolilé nisi obité ribé Orisa Uón Obatalrí On'lilé

desearíamos darle a Oú su merecido; pero, iay!, au:ukuá, nosotros somos débiles. En cambio, tií eres jpníle, eres fuerte; todo estii de noche a tu maridar.

I i

iDestruye en su sueño, cuanto antes, a Oú el impostor! - 0 5 merece un -.. gran castigo U -responciió la ;u-

l t

ga--. IA 2si1-8 un f r h intenso. Noche a noche derra- i mare sobre él una luz tan fría que no podrá resistir.

Y los pájaros del día volaron al sol.

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Entonces compadre Caballo se encabritó y se lan- zó a campo traviesa, como si en aquel momento le hubieran hundido en-los ijares unas espuelas de hie- rro candente.

Jicotea, agarrada a su crin, se sostuvo un largo trecho. Al cruzar un riachuelo: "Gracias", dijo la co- madre, y cayó al agua.

Compadre Caballo Blanco, perdida la razón, huía de este mundo.

Corrió, corrió, corrió, corrió, hasta que se acabó la tierra. Rodó al fondo de un abismo. Rodó al fondo de la noche ciega.

Y aún huye, muerto, el caballo blanco. Por soledades de estrellas. Por el sueño desierto

de las estrellas ...

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bastante bien con las manos ..., tan bien, lpue todo se ' lo apropiaba. El cangrejo era bueno, era oble, fatal- mente-confiado, y aquel hombre era su amigo. Un día, por hacerle un favor, Cangrejo le prestó su cabeza. Insambia Punguele había, citado a todo el mundo a la loma ~ h e c h é l u n ~ a donde vivía, para discutir y resolver entre todos amistosamente, en la medida de lo posible, quién debía nombrarse capataz en la tierra pala que los mandase a todos. El hombre se desen- volvió tan bien con la cabeza de Cangrejo, miró, observó, movió los ojos, y sobre todo argumentó con tal elocuencia, que Sambia no dudó en proponerlo y hacerlo aceptar como jefe.

El cangrejo, que no había asistido a la reunión, esperaba a su amigo, un tanto impaciente, a la salida de la loma.

-¿Qué hace usté ahí? -le preguntó el hombre al verlo.

-¿Qué hago aquí? Pues esperarlo a usté y a mi cabeza.

-Pues bien, sepa que he decidido quedarme con ella.

-No es necesario que se quedé usté con ella, pues cuantas veces me la pida, tendré mucho gusto en prestársela. Pero ahora, devuélvamela enseguida, que esta noche ...

-iBah! iA mí me hace más falta que a usté! iDése por descabezado y asunto concluido! Adiós.

-iDe ningún modo! No consiento. No ... -pero 1 e! iiolnbre. el iefe, sonando el látigo de cuern de

manatí que ~sarhbia ie habla entregado como atributo d-, su ca;go, !e dijo 3s;:

-iCangrein, si v u ~ l v e s 3 mfi!estaruir pidi% .bl U V I L L ~ A--

:u cabeza, te desbarato!

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. L.

iPodía esperarse tal infamia el bondadosq el com-' placiente y desprendido Cangrejo? Tan de sorpresa lo tomó la traición del amigo, y el chasquido del látigo lo amedrentó tanto, que de un brinco dio de espaldas en la cumbre de la loma. Luego rodó la cuesta, y donde antes llevaba la cabeza, se le clavaron las dos piedrecitas que hoy le sirven de ojos. Pero todavía taita Abundio Zarazate dice que si el cangrejo no tiene cabeza, e s porque Elufá, imaldito Elufá ... ! Pero esta e s otra historia, una historia muy larga que con- taba un gangá.

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- LA PRODIGIOSA GALLINA DE GUINEA

Diablos tenían a la lluvia prisionera en una tinaja: a la tierra de los que comían arroz llegó dona Miseria sembrando penas.

Escaseaban los viveres. Una mañana, atosigado por el hambre, compadre

Gallo saltó la cerca de piña y piiión: y camina, camina, camina, camina, camina compadre Gallo, camino luengo.

Al fin de la desesperanza halló una hermosa tierra cubierta de granos como un milagro.

Creyendo que soñaba -o que había muerto y éste era el paraíso-, s e metió entre las siembras. Y tragó: tragó soñando que soñaba que tragaba a tragantadas. Con el buche bien repleto -ya despierto-, corrió

en busca de comadre Gallina. -iDios nos protege, Dios, que se hizo el sordo,

me ha oído! Tornaron marido y mujer a !a finca bendita -es-

t a vez con muchas precauciones-, v -- comadre Ga- 4 3 -

iiina pudo enguilir a sus ancnas hasta sentirse e-rrferma-

Desde entonces, o diario? la dichosa parejrr cr?nií.i opíparamente mientras ias otras aves, famélicas, se resignaban a morir de hambre.

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- . - . ' comadre Paloma, blanca h&ta . A el . -la sangre

blanca-, se desmayaba dulcemente de ~610 imagi- narse un puñado de millo. Apenas si podía tenerse en pie; y aunque hartos y ya gordos, compadre Gallo y la comae Gallina se apiadaron de ella. Pidiéndole la mayor reserva, se ofrecieron a lleirarla a la otra tierra generosa que Dios les había revelado, granero-inago- table. Pero ..., comadre Paloma jamás se hubiera se- parado un segundo de su marido, compadre Palomo, ni le hubiera callado un secreto, ni probado un solo

-

grano sin compartirlo con él, pico a pico. Así que también fue compadre Palomo: Y lo supo el pato, y su mujer, en un estanque donde el agua se había convertido en piedra. Y lo supo compadre Ganso, y su mujer. Y el pavo ...

-i Qué crueldad dejarnos perecer así! ' Al fin, todos en silencio y con grandes miramientos

para no comprometerse ni manchar sus buenos nom- bres, visitaban la tierra de la abundancia, y en cada estómago hubo alegría.

i Ah! iLo supo la gallina de Guinea! -¿Y poquél, poqué, poqué no he de comer yo

igual que ustedes, egoistones? -Porque es usted muy indiscreta, comadre. Por-

que usted, que no las piensa, nos descubrirá y nos perderá a todos -contestó el guanajo; autoritario, y algo iba a añadir con sensatez la paloma, remilgada y comedida, pero Palomo hizo: "TracumW-. No te in- miscuyas, paiom 2 mía, amada mía. Acariciérnonos, sunqiie no venga al caso.

y--:---- A- i I , , I IL~I~UV c1 chiliicio de la gallirla cit: Guinea.

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-Escucha, comadre, yo ' te . conozco . ... . Te traeré .

maíz en iin cartucho ... -dijo la gallina. No, no hubo más remedio que conducir a la gallina

de Guinea, que armó un lío de chillidos, carreras y aletazos, y que al fin juró por las cenizas de su madre q u e era muy buena-, y de su padre -que en paz descanse-, comportarse correctamente, como una sefiora, y evitar sospechas.

Ella empieza comiendo aquí: "tchí, tchí. .., tchit- tchit-tchit- tchit", y acaba de comer allá lejos, y todo lo ha revuelto.

-iQue la van a pillar! -observó el gallo. -iUm, um! (Palomo, disgustadísimo, desaproba-

ba aquel desorden, empujando con ternura torpe a su paloma).

-iVámonos! Aijeron los.ladrones, honorables, precavidos.

- -iTchit-tchit-tchit!... iTchí-tchí! -seguía escan- dalizando la gallina de Guinea.

Ya andaba el guajiro recorriendo su finca a caba- llo. Se abrió, como un abanico, la mañana. El guajiro la sorpreiidió picoteando aquí, allá, acullá. Se bajó del caballo y le echó mano.

-iCanalla, vas a saber lo que es "cajeta de bonia- to"! -le gritó el guajiro; y un poco más y le tuerce el pescuezo.

-iPoqué-poqué-poqué? -iPor ladrona! - y la encerró en el corral. -Cuidado quien ande con "ésa" -le advirtió al

gallinero, quien dio muestras del más vivo interks mezclado al desprecio-; a esta pícara desvergonza- da teneo - que ajüstarie unas cueritas.

-iPacg&, g a c ~ á ! x

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: -íNo, no me-llamo2Pas-cual! -y.pegó un portazo formidable que hizo huir espantado al pobre perro Canela-

Gallina de Guinea se sube a un palo y medita. -¿Y ahora, Yegguá, virgen de los Desamparados-,

cómo salir de este trance tan peliagudo? iEse "mun- deletb3 tiene malas pulgas!

El hijo del dueño de la' finca, un chiquillo desme- drado y verde, allegóse jugando al corral de las aves. Y ella, zalamera, lo llamó.

-iVen acá, niño, ven acá! -le dijo hablando en cristiano-

-¿? -¿Niño, ya te gustan las monedas de oro, los

escudos, los centenes y las peluconas? ' 3 - 3 " 1 1 - L . L . 1 1 ,.

-iAh, nifio! ... Yo te haré rico entonces. Yo sé cantar, y las cruces del cementerio, hasta las torres de los ingenios, si me escuchan, bailan. Llévame a La Habana. Irás pregonando: "iEsta es la prodigiosa gallina de Guinea, que si me pagan, canta; si no me pagan, no cantará!"

-Oye - d i j o la gallina, rabisalera. Y cantó:

icompadre Gallo vino y se promovió -ó-o Arillénlle! iComae Gallina vino y se promovió -ó-ó ArilZ&nlle? iCompae Palomo vino y se promovió -6-6 Arill&nlle! iComa e Paloma vino y se promovió -ó-6 Anllénlle! lCompae A Pato vino y se promovió -6-ó Anllénlle! iCo-mrre Pata vino y se promovió -.ó-ó Arillénlle!

2 Sienípre imitando a la Gallina de Guinea. 3 l i ü f i i b i ~ F j i ~ f i c ~ .

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iCompae Ganso vino y se promovió 4-6 AnIZénlZe!- : iComae Gansa vino y se promovió -6-ó Anllénlle! iCompae Guanajo vino y se promovió -ó-ó Arillénlle! ilsé- Kué! i~r i l l én~le! ilsé-KÜé! A~illénlle.. . ilsé-Kué! iAnllénlle! iIsé-Kué! ArilZénlZe.

El guajiro y todos los peones. de la finca, abando- nando sus quehaceres, acudieron al corral atraídos por el canto.

-Esta es la prodigiosa gallina de Guinea, que si me pagan, canta; si no me pagan no cantará.

-iGarganta de plata tiene la gallina! Canta, oh, canta otra vez, preciosa gallinita de Guinea. Canta y bailaremos. iNo habrá fagina!

La gallina enmudeció; y los hombres vaciaron de calderillas sus bolsillos.

iA La Habana, a La Habana a pie por la carretera! i Cantando y bailando. Isé-Kué, Arillénlle! En llegando a las murallas, apareció el celador. Bailó el celador, que era gallego. -iSejídme todos a la celaduría! El celador le dijo a su mujer: -iAquí traijo una jallina que canta más dulce que

todas las jaitas juntas de mi Jalicia! Desenterró una botija y dio los luises que venía

ahorrando hacía doce años cabales. Oyó cumbancha el alcalde, que paseaba por la

alameda, muy estirado: al,lá viene, abanderado y gol- peando con su bastón al iIsé Kué!, ial Arillénlle!

S e ñ o r e s , I qué pasa en esta ciudad? iArii!&!k! LtUcgría? ... iY sin permiso! ¿,Qué es esto, piiei-)lo, qué es esto?

L a galiina s e calla: ci seiioi- alcaide queria Daiirir. - - ! V ~ ~ O E C S t~~cics a i2 a!ca'idíril - Y í ~ í í i p ~ iiz

paquete d e centenes. Baila el alcalde, baila la aical-

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desa (y eran de Asturías, cintura . - dura), . bailan . . el celador y la celadora.

ilsé Kúé! iArillénlle! iIsé Kué! iA rillénlle!

No tarda en llegar el gobernador, linajudo, mofle- tudo, zamborrotudo, sacudiendo los recios hombros, las charreteras; y patón y bigotudo -Grandeza de Espafía-, el pecho fulgurante, como un altar cubier- to de cruces y medallas de oro.

-iIsé Kué, Arillénlle! Abrirle paso a la autoridad, ivoto va! - i Arillénlle! Pero, icanastos!, ¿qué es esto, que no me tengo, que hasta los pelos del lunar me bailan3 i Rediós ! i Arillénlle!

-iSeÍíor gobernador, algo muy bueno! Y se van todos al-palacio de la gobernación. -Hijas de mis entranas; y tú, mujer -dice su

seíioría-, ivenid todas a escuchar la prodigiosa ga- llina de Guinea!

A manos llenas, velludas, derramó las onzas. La gobernadora -cubana buena, gorda y bruta-,

de entre unos cortinajes rojos entró bailando en el salón-

Y baila el celador, baila el alcalde, baila la celadora, baila la alcaldesa; baila el gobernador, baila la gober- nadora.

Bailan las nueve hijas solteras del gobernador. Y vino el rey de España, en una fragata con toda

la c0rt.e; con Cristóbal Col<íni de mármol blanco, un verdugo y un padre cura ...

-Decidme, vasallos de tantos colores: ¿es esta la rüzba mambisa?

-7 7 -iIsé Kué! é l ! : vava - iin relaio!; - y - nos complace ... i Arillénlle!

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- . -iSeñor, l a prodigiosa, la prodigiosa -=gallina de Guinea!

-iLa haré virreina de mis Antillas verdes, de mis Antillas dulces! i Ea, señores, siga el guateque!.

Subió el rey las escaleras sin perder el compás, al: iArillénlle! iArillénlle! Y la reina, con corona de diamantes y manto de armiño, moviendo el culo:

i Isé Kué! i Arillénlle! i Lsé Kué! i Arillénlle! Bailó el celador y la celadora, el alcalde y la alcal-

desa, el gobernador y la gobernadora, las hijas fofas, fainas, del gobernador: el rey y la reina de España, los príncipes y princesas de la sangre.

Condes, duques y marqueses. Y el obispo de La Habana. El ejército, la marina, el cuerpo legislativo y la

Sociedad Económica de Amigos del País. La cotorra, el perro y el gato. E n la cochera, los caleseros; en-la cocina, los coci-

neros, las cazuelas y el sartén. En la azotea, la negra que lava y la negra que plancha. En las tendederas bailan los corpifios, bailan las enaguas: los largos calzoncillos castos de los-caballeros. Y las nubes.

A las puertas de palacio también bailan los porte- ros -las farolas- y serenos a deshora: y se vio en el parque, bajo los laureles, frente a los balcones colma- dos de mujeres, al futuro capitán Cara de Mogote, que guardaba el puerto y cazaba piratas, bailar -sin desdorarse- con la negra retinta, cochambrosa, ya matunga, congamondonga.

-Ahora 4 i j o la gallina-, llévenme a un escani- pado para cantarle al pueblo.

--Sea - d i j o el rey-; ibueno está que el puebio dis.trate tznibién !o suvo d ..., de vez en cuando,

-iViva el general Tacon! iViva la rumba, la admi- nistración, la Constitución, la relajación!

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p . . - * , . -- - . - .. .- \. - - - . .. . " . . . -

a. . . ... . - . . . -*.. . . . : . , - , .- - . . - --- -. - , ,

. Y l a chusma libre y gozosa -bozale< ladinos, criollos, rellollos, negros, blancos y amarillos -chi- nos manilas-, revueltos en estruendo de tambores, cascabeles, maracas, marugas y cencerros, la siguió

. coreando más allá del paseo de Carlos 111, a la loma del Príncipe.

Decían los tambores:

iTengo, caló, caló!

Bailaba el pueblo entero. iHasta la guardia civil odiada parecía buena! -

Salieron los cabildos con sus capitanes: sombrero de tres picos, banda y pendón; las comparsas, las farolas, los juegos de diablitos, congos, hcumis, man- dinga~, ararás; los figurines y las figurinas, los curros currutacos de Jesús María, luciendo sus anchos pan- talones de campana, las camisas alforzadas con man-

. - gas de charol, el sombrero calañés y los pañuelos de color.

iIsé Kué Arillenlle! iIsé Kué Arillenlle!

Arriba, arriba: en el Castillo de Atarés, la gallina de Guinea. -

Levantó un ala iArillénlle! Cuando vinieron a acordar ..., ya estaba ella en su terruño con todos los carabelas, narrándoles su aventura.

El palomo se escandalizó: iTé-Kum!, mal ejemplo, Gallina de Guinea, atrevida y filatela, le da ta a una mansa, recatada paloma.

El ganso, patiabierto en asombro, por más esfuer- zo que hizo, no alcanzaba a comprenderio todo -y le dolió la cabeza-: y compadre Ga!lo, pcr SU pres- tigio de amo, por su hombría, su cresta y sus espolo-

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h.

;r- nes, se creyó en el deber de reprenderla, no de admi- rarla.

-iLoca, loca de atar! iUn picotazo te merecías en cada ojo ..., y te atreves a reírte, y aún, insolente, te vanaglorias! Di, endiablada gallina revoltosa, ¿cuán- do tendrás un poco de juicio?

-iNUNCA, NUNCA, NUNCA, NUNCA! -gri- tó convulso, reventándose de cólera, el compadre Guanajo: muy puntilloso y -verdaderamente- muy estúpido.

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LA CARTA DE LIBERTAD

Cuando los animales hablaban, eran buenos amigos entre sí y se entendían con el hombre, ya el perro era esclavo. Ya amaba al hombre sobre todas las cosas-

En aquella época 4 e horas largas y poca prisa-, el gato, el perro y el ratón eran inseparables. Los mejores compadres de Cuba solían reunirse en el traspatio de una gran casa de la Alameda, en cuyos vidrios de colores, todavía no hace mucho, venían a morir los reflejos del mar. Allí, al pie de un laurel -que el tiempo nuevo asesinó con todos sus pája- ros-, pasaban charlando la prima noche.

Una vez que el gato y el ratón 3 u i e n tenía gran comercio con los libros: era un endite- hacían el elogio de la libertad y discutían largamente los derechos de todos los hijos de la tierra, sin exceptuar los del aire y los del agua, el perro se dio cuenta de que él era esclavo y se entristeció ... Al día siguiente fue a ver a Olofi :l

iBa ba dicté odiddena! ~ B L ? bu burucú odiddena, rlidé didena!

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y le pidió una cédula de libertad. . , ,

El viejo más viejo del cielo se quedó un tanto perplejo, dudando mucho en complacer al perro, considerándolo con sus ojillos socarrones, que todo lo ven de antemano, y rascándose detrás de la oreja. Pero al fin, después de encogerse de hombros y escupir muy negro por el colmillo -según costumbre suya al tomar una decisión-, trazó su nombre sobre una hoja de pergamino y le dio al perro, en toda regla, la ansiada carta de libertad. Aquella misma noche, el perro, muy orondo, se la mostraba a sus amigos.

-Guárdela bien, compadre, icomo oro en paño! -le recomendó mucho el gato al despedirse. Y el perro, pensando que en ningún sitio podía estar más segura -no teniendo bolsillos-, se la guardo en el trasero. Pero el precioso documento, allí encerrado, le escocía atrozmente. Le produjo una angustiosa desazón que fue en aumento: se vio obligado a andar en una actitud grotesca, las patas de atrás desmesu- radamente abiertas. No se atrevía a hacer el menor gesto, a expresar ningún sentimiento con la cola. De repente, una picazón terrible le acometía, con ansias violentas de correr, de frotarse desesperadamente el trasero con la tierra, sin medir las consecuencias de este acto; accesos estos que, cuando para vergüenza suya, tenían lugar en la calle, provocaban a risa a todo el mundo. Y eran una tortura. La preocupación cons- tante de perder la cédula le tenía ocupado todo el día. Temiendo algún descuido que emborronara el texto, compñdre Perro se abstuvo de tomar alimento, por último, 1-10 sabiendo qué escoger, la libertad-o el mzrtirio, se zxtrujo el documento v lo dio a gusrdar a su compadre el gatc.

Ei gato pensó que era una responsabilidad expo- ner una cédu1.a de libertad a la intemperie, a la vida

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azarosa del itejado,- y-se la llevó a comp.adre:Ratón, que tenía techada la casa ... Y fue zi casa de compadre Ratón. Éste había salido a la bodega a comprar que- so. Lo recibió la ratona, y a ella le confió la carta, con toda clase de recomendaciones. Comadre Ratona tenía doIores de parto. Cogió la carta, la ripió, hizo su nido.. .

En esto, el perro tuvo un vivo altercado con su duefio.

El perro había dicho: i D a m e un hueso más! El amo había replicado: -No me da la gana. El perro se le encaró al hombre. Éste iba a levantar

el látigo. -iNecesito comer mucho más, porque soy libre! ... El hombre decía: -¡Comerás lo que a mí me parezca! Esclavo na-

ciste. i Eres mi esclavo! -No, señor mi amo, no soy tu esclavo -y su cola

aprobaba delirante-: Tengo mi carta de libertad. -i Si es así ..., muéstramela enseguida! El perro salió al traspatio y llamó a su amigo el gato. -i Compadre Gato, pronto, mi carta de libertad! El gato llamó al ratón. -Compadre Ratón, pronto, la carta de libertad de

compadre Perro, que está en poder de comadre Ra- tona.

El ratón corrió a su casa. La ratona dorrnia, con siete ratoiicitos, entre los ripicis tiel r~torgarnilio.

El ratón volvió corriendo'con el aimaLen grima y le - *. * - -! .Ijr!c- 2 . - c5 -p - fTg í habE G I .,:, . - ; - A . ..% ,.. . . n U I Z ~ s e !lev[:, ias

' 1

manos a ia cabeza. Y hie ;a pi-imzr3 vez qüe ci gato hizo i i Fuf! !, y saltó, uiias desiiudas, sobre el rat6n; y

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esta fue la primera vez que el perro saltó sobre el gato y le clavó los colmillos en el cogote. Con los ojos fuego verde, el gato se defendía boca

arriba: se hizo un ruedo de aullidos, de zarpazos, de mordiscos y de sangre. El ratón, como era chico, se 'escabulló y se metió en la cueva.

El gato, erizadó, maltrecho, trepó al laurel; de una rama ganó el tejado, y en el alero, tendido como un arco, seguía bufando y desafiando al perro.

Pero compadre Perro fue a lamerle las manos a su dueiío, y se echó a sus pies sin más explicaciones.

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El celoso. El hombre que penaba dormido y despier- to porque tenía un pulpo en el corazón, huyó del pueblo con su mujer. Joven, ella.

Fue al monte: plantó su casa en lo más escondido. (Ya está seguro). Ahora, él solo con su mujer. Como la yedra.

Hermanado a los árboles vivía en paz. Año va, año viene, sin llevar ni traer. El hombre está fabricando trampas para pájaros.

Un día de verano, de fuego blanco el cielo, la mujer fue sola al río. Y se apagó el sol que traía prendido en el cuerpo y estaba jugando con el agua, cuando la vio un hombre, que venía d e muy lejos, siguiendo la orilla del río.

Era un tímido. Se llamaba Suandénde, y de oficio, tinajero. (Ocultó la cara entre las manos y la miraba por las juntas de los dedos).

También lo vio ella, y muy inocente -indecente-, szlió del río, qile la cubría íin poco hasta la cintura.

El tenía vergüeriza. Eí!a, no. El hombre dijo:

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La mujer contestó: - . . . .

Sí señó, iAIlállabómbo, Allhllabón! Uté pue pasá ...

El hombre adelantó un paso.

iAlZiíllabÓmbo, Allállabón! iSepue mirá?

Y la mujer, haciendo brillar sus joyas de agua, rotas:

Si; señó, Uté pue mirá. i~llblla bómbo, Allálla bón! LYmepúo acecá? iAllálla bómbo, Allálla bón! Uté se pue acecá.

Iba a su encuentro con la misma suavidad que llevaba la corriente.

Estaban muy cerca uno del otro. Éi dijo:

iAZlállabómbo7 Allállabón! ¿Se pue tocá?

Y ella:

iAllállubómbo, Allállabón! Uté pue tocá.

El hombre la acarició-

My, A!IállaDómbq, Allállabdn! ¿Sí se pue besá ?

T - L a rri-~jei- 12 ofrecio su boca.

iAy7 ay! iAllállabómbo, Allállabón! ¿Se pue abraza ?

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La mujer abnó los brazos.. . ._

iSí señó, Allállabómbo, Allállabon! Uté sípue abraza ...

(Se la llevó detrás de unas cañas bravas). Y el agua casta ... Cuando levantó la brisa, la mujer volvió cansada del

no. Muy débiles las rodillas. La mirada muy blanca. El celoso despertó a la medianoche. El monte estaba henchido de luna. Abriendo, las

flores de cactos, milagrosas. Requirió d e amor a su mujer, que lo rechazó ju-

rando que estaba muy enferma. Al día siguiente, el celoso la acompañó al río,

porque ella dijo que el baño era bueno para aquellos males, y ya el hombre había acabado de armar todas sus trampas.

Mientras la mujer se desnudaba y se entraba-en el agua, el hombre la consideraba tendida en la orilla; crujieron sin viento unas cañas bravas.

Se dijo: Mi mujer está enferma, y quiso pensar en otra cosa; pero el deseo crecía en el calor inmenso. Fue a su mujer, y ella se le negó.

Le tenía asidas Las muñecas, diciendo en fuego: "Yo quiero, yo quiero", y la arrastraba de por fuerza.

Ella dijo: -Espera un poco -y le habló al oído. El hombre se quedó atónito. -¿Aquí en el río? -Ayer 4 i j o la mujer criizando 1- as ,~anss-- . l.db - czb

me cayó! Entonces el hombre, l i o i> lá i ido~~ de pena, ia voz

en pedazos, le preguntabz 11 anua: b

-iAy! ¿Cómo fue? ¿Cosa duce de mi muje se pedé? iAy, ya pedé cosita duce mi rnujé!

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Ella quiso darle ánimos-y advertí& a Suandéfide: . .

Mi marido, vano a bucá ... Suandénde, Andende súa. iYa pedél.

Y s e pusieron a mirar entre los guijarros y los juncos. El hombre retiraba una corteza, un poco de limo o una hoja, y se lo mostraba.

Cosa duce ya pedé. Mi mujé, mira a ve si ése é.

Suandénde, Andende súa. Así no é...

Le propuso que cada uno buscase en dirección contraria, y el hombre se fue al río abajo, y ella, retrocediendo:

Suandénde, Andende súa. Mi marido registra pa allá.

Se iba aproximando, pasito, a las cañas bravas. El hombre s e alejó enturbiando el agua, escru-

tándolo todo desesperadamente, quejándose:

Cosa duce de mi mujé, iya pedé! Cosa duce ... iSe pedió!

Suandénde salió de su escondite, Rodeó la cintura de la mujer, quien todavía -mientras se complacía- gritó otra vez:

-Mi marido, buca pa 11á ... -iAy, Dio mío! ¿,Cómo fue?

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Y todos se rieron del hombre que quiso ser -como la yedra.

l% triste ...

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LOS MUDOS

La primera noche, la luna apareciócomb un pelo. Luego, como el filo de una hoz transparente; luego, como una tajada de melón de Castilla chorreando su almibar; luego ..., como la rueda de un molino; y al fin se desprendió y cayó en el boquerón de la noche, donde el Escondido Siempre, que nadie ha visto - e l que está en el fondo de lo que no tiene fondo-,. machaca con una piedra las lunas viejas para hacer las estrellas, mientras viene otra luna nueva.

Entonces la oscuridad de la noche era total, y el tigre s e había robado el fuego, bailándole al que lo guardaba en una cueva de Insambiapunga.

El cazador quiso tener lumbre en su choza. A la medianoche, despertó al mayor de sus hijos

sacudiéndole por un brazo. -Ve a casa del tigre, pídele una candela. -iTengo miedo! d i j o el muchacho. -iObedece! A i j o el cazador. Y lo lanzó a la

oscuridad de afuera, a la noche compacta de enton- ces, que enirr dos lunas aún no tenía estrellas.

-ITun, tun! El tigre tenía si?efio ligero desde que s e hibia

robado ei fuego. Lo pnnia entre sus patas deiariteras y se düri&a cüsiüdiáii<iv;e, siiz &;t.(iaíse deiiiásiadv poi- las veredas en bajada del sueiio.

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Así, seguía sintiendo el vivo calor continuo -cerca del pecho, y seguía mirando los juegos de las llamas, más sutiles, con los ojos cerrados.

(Era un fuego muy pequeño el primer fuego). Apenas golpeó el muchacho Lon los nudillos en la-

puerta, el tigre, haciéndose muy viejo, cantó como si llorase de una pena muy honda: cantó de una herida de su cuerpo: cantó esta canción, que no se ha de cantar en monte firme cuando se ha puesto el sol. Y- para que así fuera, sólo quedaron las palabras; y el viento negro de aquella noche sin luna, sin estrellas, se llevó la música a más allá de todo lo que ya se olvidó, cosa de que los hombres imprudentes no traigan de ella memoria precisa a nueva vida, y la repitan:

Oruniwallo teremina WaZZaZZé Outiná teremina. W a lla ZZé, ileremina !

-Entra -dijo el tigre, abriendo su puerta, mos- trando el fuego. -iTengo miedo! Saltó el tigre y se tragó al hijo del cazador. El cazador, que esperaba la candela, matándose

los mosquitos, le dijo a otro de sus hijos: -Ve a pedirle al tigre una chispa de fuego. -iTengo miedo! -dijo el muchacho-. iEspeía

que amariezca! -iObedece! -dijo el cazador. El tigre estaba echado en el umbral d e la püeita,

zbierta de p3r en par:

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,

-Abuelo, dame una brizna de tu fuego, que mi padre me manda que te pida.

-Sí 4 i j o el tigre-. Toma ese tallo que está subiendo. iTómalo pronto, no se te escape! . -

Y se tragó al hijo del cazador. El cazador mandó a sus siete hijos, uno tras otro,

por la candela. Ninguno volvía. -Iré yo mismo A i j o el hombre. Ya el tigre había cerrado su puerta. Ya empezaba

a cabecear. Sin querer, se resbalaba por la pendiente del sueno, y su cuerpo, y el fuego, iba dejando lejos, atrás.

-iTun, tun! -

-Ah, eres tú, el cazador -dijo el tigre-. La puerta no está atrancada, no tienes más que empujar.

N o ~ o n t e s t ó el hombre-. No entraré. iTen- go miedo, tengo miedo!

Sólo que el tigre no le dio tiempo a huir. Saltó precipitado, de la roja oscuridad, y se lo tragó.

En el vientre del tigre, el cazador halló vivos a sus siete hijos. Se dio cuenta de que tenía un cuchillo. Rasgó las entraiías de la fiera, y todos salieron, uno a uno, por la brecha de su flanco.

El hombre, temblando, se apoderó del fuego, y s e marcharon -enmudecidos- bajo el cielo negro, negro, por la noche profunda y cerrada que aún no tenía estrellas.

Y nunca más recobraron el uso de la palabra. Y por eso hay murlos en e: mundo.

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- EL SAPO GUARDIERO

Estos eran los mellizos que andaban solos por el mundo: eran del tamaño de un grano de alpiste..

Este era el bosque negro de la bruja mala, que hacía inerte el aire; y este era el sapo que guardaba el bosque y su secreto.

Andando, andando por la vida inmensa, los melli- zos, hijos de nadie.

Un día, un senderito ávieso les salió al encuentro, y con engaños los condujo al bosque. Cuando quisie- ron volver, el trillo había huido, yya estaban perdidos en una negrura interminable, sin brecha de luz.

Avanzaban a tientas -sin saber a dónde-, pal- pando la oscuridad con manos ciegas, y el bosque, cada vez más intrincado, más siniestro -terribie- mente mudo-, se sumía en la entraña de la noche sin estrellas.

Lloraron los mellizos, y despertó el sapo que dor- mitaba en su charca de agua muerta, muerta de mu- chos siglos, sin sospechar la luz.

(Nunca había oído el sapo viejo llorar a uu niño). Hizo un íargo recorrido por el bosque, que no tenía voz -ni música de pájaros, ni dulzura de rama-, -, v hiilló a los mellizoos, q u e temblaban como el canto dei grilío en ia yerba. (Nunca, nunca había visto un riifio el sapo frío). Donde los mellizos se le abrazaron sin

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saber quién era y él se e w i ó estático. Un mellizo dormido en cada brazo. Su pecho tibio, fundido; el sueño de los niños fluyendo por sus venas.

Tángala, tdngala, mitángala, hi juran gánga. Cucuñongo, diablo malo, escoba nueva que bave

suelo, barre luceros. ilocuyero, dame la vista, que yo no veo! Espanta Sueño, tiembla que tiembla: yo tumbo la

Seiba Angulo, los Siete Rayos, la Mama Luisa ... Sara banda: brinca caballo de Pa!o; Centella, Rabo

de Nube. .. Viento Malo, illévalo, llévalo! El bosque se apretaba en puntillas a su espalda, y

le espiaba angustiosamente. De las ramas muertas colgaban orejas que oían latir su corazón; millones de ojos invisibles, miradas furtivas, agujereaban la oscu- ridad compacta. Abría detrás, su garra, el silencio.

Sorprendido, el sapo guardiero dejó a los mellizos tendidos en el suelo.

l Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre. Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre.

AI otro extremo de la noche, la bruja alargó sus manos de raíces podridas.

Dio el sapo un hondo suspiro y s e tragó a los mellizos.

Atravesó el bosque, huyendo como un ladrón; los mellizos, despertando de un rebote, se preguntaban:

1 - J Chamatú, chekú~dcle, i Chamatú, chekundde, ch~púnda l~ , 1 Kumna, kumat~í. F i

i Tun, tuni irutn bzyaya i d-.ún'je me /lG3 %,, ;,. .T-<--- 3-:-. --. - I

f c v u r l . . / 4 UrILULyUyU.

¿Dónde me llevan? iTúmbiyaya! 1

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En el vientre de barro- Polvo de las encrucijadas. La tierra del cementerio, a la medianoche, remo-

vida. Tierra prieta de hormiguero: trabajando afanosa-

mente -sin dolor ni alegría- desde que el mundo es mundo, las bibijaguas, las sabias trajineras ...

Barriga de Mamá Téngue, Mamá Téngue que aprendió labor de misterio en la raíz de la Seiba- Abuela; siete días en el seno de la tierra; siete días, Mamá Téngue, aprendiendo labor de silencio, en el fondo del río, rozada de peces. Se bebió la luna.

Con Arafía Peluda y Alacrán, Cabeza de' Gallo Padre y Ojo de Lechuza, ojo de noche inmóvil, collar de sangre: la palabra de sombra resplandece.

Espíritu Malo. Espíritu Malo! Boca de negrura, boca de gusanos, chupavida. iAllá kiriki, allai bosai- combo, illá kiriki!

La vieja, de bruces, escupía aguardiente, pólvora y pimienta china en la cazuela bruja.

Trazaba en el suelo flechas de cenizas: serpientes de humo. Hablaban conchas de mar.

Sampunga, Sampunga quiere sangre. -Ha pasado la hora ----dijo la bruja. El sapo no contestó: -Dame lo que es mío -volvió a decir la bruja. El sapo abrió apenas la boca, y mano un hilo verde,

viscoso. La bruja tuvo un acceso d e risa, una tempestad de

hojassecos. Llenó un saco de piedras. Las piedras se trocaron

penascos: e! sacn-se hizo grzri.de. como una moni;ifia. -Llévaníe este fardo lejos, a ninguna parte. El sapo, con sus brazos blandos, levantó la monta-

fia y se la echó a cuestas sin esfuerzo.

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El sapo avanzaba brincando por la oscuridad sin límites. (La bruja lo seguía por un espejo roto).

Chamahí, chekúndale, Chamatzi, chelaíndale, Kuma, Kumatú. Tun, hrn, túmbiyaya. ' ¿Dónde me Ilevan? iTúmbiyaya! ¿Dónde me Llevan? iTumbiyaya!

Ahora e l sapo, su pecho tibio, alegremente canta- ba a cada tranco:

San Juan de Paúl, De un solo tranco, San Juan de Paúl, Asíyo tarugo.

Allá lejos, ¿dónde? -pero ni cerca ni lejos-, el sapo hizo salir a los mellizos de su vientre.

De nuevo encerrados en la noche desconocida --despiertos-, volvieron a llorar amargamente. La carota grotesca del sapo expresó una ternura ine-

fable: dijo la palabra incorruptible, olvidada, perdida, más vieja que la tristeza del mundo, y la palabra se hizo luz de amanecer. A través de sus lágrimas, los mellizos vieron retroceder el bosque, deshacerse en lentos jirones de vaguedad, borrarse en el horizonte pálido; y a poco fue el día nuevo, el olor claro de la mañana.

Estaban a las puertas de un pueblo, a pleno sol, y se fueron cantando y riendo por e-l camino blanco.

-ITraidor! -gritó la bruja, retorciéndosr de odio; y el sapo, traspasado de suavidad, soiiaba en su charca de fango con ei agui niás pilra.

Lq bruja ibz 2 matarlo, pers yñ é: esi=ibe dc~cr-. , .~i.:c:t-j. - 1 - ,

muerto dulcemente en aquella agua clara, infinita. Qiiieta de eternidad.

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SE CERRARON Y VOLVIERON A ABRIRSE LOS CAMINOS DE LA ISLA

Ya se plantaban las cañas dulces; ya estaban los trapiches, las vegas y cafetales; pero de .esto hace mucho, mucho tiempo -¿quién se acuerda, si ya no van quedando negros viejos para contarlo ni quien lo quiera oír?-; se cerraron misteriosamente, se borra- ron, todos los caminos de Cuba. Y es que nadie, impunemente, por una causa incomprensible, podía transitar por ellos.

Aquellos que cruzaban las lindes de sus fincas, los que se alejaban de sus pueblos, dejaban atrás sus caseríos o su bohío solitario, no retornaban nunca.

Toda comunicación entre los habitantes del país, aun entre aledaños, se hizo impracticable. Cada cual vivía cautivo en su lugar. Viajar era morir. El terror a Ikú, apostada al comienzo de las rutas desvanecidas, la Ikú aguardando en todas direcciones, hizo de cada pueblo, de cada hacienda, de cada sitio, de cada casa, ricz o pobre. un rncndo aparte y cerrado; cárceles cuvas tnuralias de aire, transparentes como la luz del día, sin embargo, eran infranqueables.

De un cxtremo a otra de la isla, 1u vida que66 estancada. Y todos :os hnrnhres se anesadurnbraron: I

sin grillos, sin azotes, sin mayorai, los blancos, miran- do al horizonte, se sintieron esclavos: los que eran

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costeks y vMan tierra adentro lloraban si el viento hacía cantar los árboles como cantan las olas; y los que estaban junto al mar y eran de tierra adentro, tampoco podían contener ahora sus sollozos cuando oían cantar al mar con la voz de sus bosques: por el mar moría el hombre de los montes y de las sierras; el hombre del mar moría por la tierra inaccesible.

Al huir y borrarse los caminos, desaparecieron también los anhelos, los sueños, las esperanzas; los corazones se enmustiaron y se enfermaba de tristeza, de aburrimiento, de nostalgia. Pero muchos hombres valerosos, espíritus demasiado inquietos para sopor- tar la pesadumbre de aquel extrano cautiverio, estos que en todo tiempo preferirían el infortunio a una felicidad monótona, se marchaban de sus predios fingiendo que tomaban por patarata -historia de Cocos y Moringa, buenas para amedrentar sólo a los nifios- la evidencia de un peligro desconocido, pero al que a poco de andar por la tierra sin caminos sucumbía el viajero.

Ya era hora --decían- de rebelarse contra aquel destino; ora de vencer el miedo, de vencer la muerte, derribando las angustiosas barreras transparentes.

De éstos no retornó ni uno.

Vivía allá por la Vuelta Abajo, en el asiento de u n cafetal abandonado, con otros negros que ocupaban las fábricas ruinosas o sus bohíos de vara-en-tierra, cna pareja a africana: ¿mas quién se acordaría de sus nombres? --

c r. n. c i A l i ~ R q de !a hacienda un hombre ar,$+g U L --U--.

J

dc amLvici5ii: ha'uia. cartido un día. desesveratlo. en un caballo cuatralbo. Su hijo único, un mayoral, y algunos fieles esclavos, armados hasta los dientes, el

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. caballero cubierto el pecho . de escapularios, y de amuletos los negros, marcharon luego en su busca. Nunca más volvieron. La "niña", el ama, esperándo- los, había muerto de pena. Los negros la enterraron al pie de uno de los mangos frondosos que antes .formaban con los naranjos - e n una tierra excelente ahora invadida por las malezas, las bejuqueras -y las yayas-, las calles y guardarrayas majestuosas del cafetal.

Veinte años, quizás más, debían haber pasado des- de entonces. Veinte hijos, que en este tiempo engen- draron aquellos dos africanos. Veinte, entre varones y hembras.

Les nacía un varón, crecía sano y fuerte, y en cuanto era talludo venía a decir a su padre:

-Babamí, mo to jaddé (mevoy ..., ¡pájaro no quie- re vivir en jaula!), y quieras que no, se marchaba, escabulléndose como una jutía por el maniguazo.

La pobre negra gemía inconsolable: iOm6, omó, umbo, chon, chon, chon! (iAy, mi hijo se va andando!)

Así perdieron es tos negros todos sus hijos varones. Ya viejos los dos, la mujer, sin haberse apercibido

de su estado, parió jimaguas. Ibelles. La alegría de una conga centenaria, que hacía las

veces de reina en aquel palenque fortuito donde había negros de varias naciones, no tuvo limites al contemplar a los jimaguas, que dormían cobijados por unas yaguas secas en las cuatro tablas d e palma tendidas sobre dos maderos cruzados q U e les servían de yacija:

cantó la vieja; y se armó el más alegre zarambeque que en veinte aííos resonara en aquel lugar.

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Cada ibelle traía al cuello un collar de perlas de azabache con una cruz de asta. En nada podía dife- renciarse un ibelle de otro. Eran idénticos, como dos granos de café-

El que nació primero se llamó Taewri, y el que nació después se llamó Kainde.

A los dos les brillaba una luz vivísima en el pecho. Esta luz que venía con ellos al mundo -decían los viejos del perdido cafetal- era marca divina del Señor Obatalá.

La madre cuidó d e estos hijos milagr~sos con pa- si611 reverente. Todos mimaban y agasajaban a los ibelles; las mujeres velaban por ellos como su propia madre. Venían del cielo: a los jimaguas los envía Oloddurnare. son una gracia d e ' ~ l ó r u n . Príncipes, hcrmanos o hijos dc Lubbco, Changcí Orisha ---el que es fuerte entre los fuertes, he rcdcro universal de Olofi, cl creador de vida-; son ellos los únicos niños que acaricio Yansa. la lívida señora de los ccmente- rios.Los alimentaban con Srut as y palo mas blancas, los banaban con yer-has de olor, ungían C sus cucrpos con rnantcca de corojo. Para honrarlos, 211 nacer se hicicron L. ~ r a n d c s cercmoniiis; para contentarlos. sc les bailaba y can taba los cantos que so11 suyos. Mas asi q u c crecieron, alegres C y revoltosos --cst rccha- mcnte unidos c iquales- C y alcanzaron cl ¿-rito de un caimitillo, los jirnaquas C lc dijcroi~ 211 viejo Tiiiti~ las mismas palabras q u e :int;ino, u n o a uno. h;ihí;in pro- i.,unci;ido sus 'nerm:ir-ios.

E a b i i r n í mo f o i;:c!dG ... Al cs~uch i i r los comenzó ;i .-. cernir 1;i niadrc v r:on

. * 1 .. -- fLh!!2 [(-:&y, !:~y. cvicrf:s :;!.:e h?;t(> 1~:s :jn,iz;>L;;;- 9 -

A \ A : , , -L,- 1 -> - 8 m A I - - Y --; ~ Y I I : : I :L~~LS: Ay' ilu. r ]oI -¿) s e v;ln i i i fAq!>1t;?> :;-!:y7

ibelles: a morir se van mis ibcllcs! ... -Y h c a q u í cluc I ; i con:r:i C . . rn5s qur: cci-iteii;ii-ia. iin ~~c)dr ip( i r io L (1 y;i i io

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veía ni enteda ni podía tenerse derecha, se irguió repentina sobre su miseria. Una corriente de vida por unos instantes impulsó su corazón, desentumeció milagrosamente sus brazos, dio firmeza y soltura a sus piernas inútiles. Remozada y fuerte sobre sus pies, no en tenguerengue, sino arrogante como en los días en que era el mejor "caballo" de Siete Rayos, con frw- cura increíble se alzó la voz de la vieja rediviva domi- nando el coro plañidero de las mujeres. Se trocaron los llantos en cantos de alegría.

iYe ye ye, lukénde, ye ye!

En torno a dos platos de madera exactamente iguales, las negras alborozadas batieron palmas: Ilo- rando y riendo a la vez de contento, bailaron la ronda saltada de los ibelles - e l baile que regocija a los

- jimaguas, el baile de las Mamá Chuchas-, mientras éstos se alejaban por las maniguas vedadas. . .

Si los caminos, atajos, dereceras, anchas veredas o delgados trillos se habían cerrado, y luego marejadas de yerba, montes firmes y vírgenes se los habían tragado todos, era, decían los zahoríes o los brujos que hablaban con los dioses y los muertos, por culpa de un ogro o un diablo.

Este diablo Okurri Borukú, cruel y caprichoso, uno y mil a la vez,. apenas el viandante rekrría un trecho largo, le salía al encuentro, pretendía some- terlo a una prueba en la cual invariablemente fa aca- saba, y se lo comía.

Siete días anduvieron los jirnaeuas por ia broza espesa.

Las breñas se desenmiraxiban n i f a I riciarisc 3 - pisar

y luego volvían a intrinc-ersc zstiechamerite; eli estos siete días con sus siete noches dormidas en paz al

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amparo de cedros, ácanas, Jocumas o yabas, bajo enre- daderas sin maldad, no ocumó absolutamente nada.

A presencia de los ibelles desaparecían Chichica- te, Manuelita y Guao, los tres palos malvados del bosque. Luego marcharon a cielo abierto por tierra llana, pedregosa, olorosa a esparto y granadillo. Lejos asomaron unas lomas; subieron costeándolas, y desde una cumbre contemplaron el mar.

Otros siete días anduvieron por la sierra, y al des- cender de mañana hallaron, en la garganta de un pequefio valle, al diablo inmóvil en una talanquera, entre dos enormes montones de huesos humanos.

Parecía dormir de pie profundamente, con el mis- mo sueiio del valle, como en un sopor de eternidad y de pesado silencio. Muy cerca ya del terrible guardie- ro, un jimagua -Taewo-, deslizadizo y rápido como una lagartija, se ocultó en la espesa yerba botija - e s t a yerba, lo mismo que Aanamú, la maloliente, tiene virtud de deshacer lo malo.

El diablo entreabrió los ojos en aquel momento. Era un viejo gigantesco, horroroso, de cara cuadrada partida verticalmente a dos colores, blanco de muerte y rojo violento de sangre fresca. La boca sin reborde, abierta de oreja a oreja; los diente pelados, agudos, eran del largo de un cuchillo de monte. Kaínde, al notar que el demonio cerraba de nuevo los ojos, sin ánimo de salirse de su soiíera, se le allegó resuelta- mente, y asiéndolo por uno de los negros plumeros o de las cuerdas que llovian de sus hombros, lo zaran- deo de dura

-iArriba, taita, despierte! -grito el chiquillo in- :r>Ieg~e c~i)% tcdrc; s ? ? ~ ~:-;VFZZS,

n A <:.< / . / - - l . - . l? - ' - ~ r i L l u-riüjE -1 UCLIIIIIO el ogro vieio, a estirán-

dose, volviendo en sí poco a poco; y el valle apacible mugió como un toro.

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-i Moquenquén! -xcIamó luego,. sorprendido al ver al n e g r i t e . ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Sabes mi ley? Moquenquén, imira mi diente! Debe hacer muchos años que duermo. iYa nadie cruza por aquí! iMe parece que debe hacer muchos años que no saboreo carne humana! Y despierto con hambre, moquenquén, imira mi diente!

-iDéjame pasar! 4 o n t e s t ó dulcemente el ibe- lle-. iÁbreme el camino!

-iOdára! Pero antes tendrás que tocar mi guita- rra y hacerme bailar hasta que me canse. Si tu son es bueno y me complace, y demuestras tocando ser más resistente que el diablo, pasarás. Si no, inéun!, te comeré. i Mira mi diente, moquenquén! Esta es mi ley -y el diablo comenzó a arañar furiosamente en su costado hasta abrirse en la carne un gran huraco; hundió las manos hasta el puño en la herida y se extrajo, d e bajo las costillas, una guitarrita que entre- gó al muchacho.

Éste templó las cuerdas y comenzó a tocar: Dinguuin-Dínguinn-Dinguirin-DinguirUz-Dm-

Dínguirin- DVLguirin-DúlguUVt -Dinp'kn-drin.

Dea Mamandéa dea mamandellin Dea Mamandéa dea mamandellín Dinguinn dinguinn Dea Mamandéa dea mamandellín

-@A! --dijo el diablo, enrojeciendo de pies a cabeza y alargando las orejas-: Ssto me gusta, nio- quenquen. Bailaremos. --Y bailó des, tres, r u a t rc horas sin parar.

I " &,tía e; ; lz=gua est=-nn~=erse c-f ~~:~l ;?r i~. dns v -I a punto de impedírselc el brazo,

-Taita, tengo sed A i j o al fin-; allí, junto a aquel tamujo, veo un ojo de agua; déjame beber.

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Kdnde corrió a esconderse en lugar de su herma- no. Éste empuñó inmediatamente la guitarra y con- tinuó rasgueando:

chisporroteaba el Okurri Borokú. Se paseaba, mostrándose espantoso. Se estremecía, se remenea- ba ... Un segundo permanecía inmóvil y, de pronto, avanzaba, brincando y rugiendo de contento; Iiiego recejaba, sorprendido y furioso, como si esquivase a otro diablo inesperado que a su vez se adelantase a embestirle.

Daba vueltas vertiginosas, fijo en un mismo punto. Bailaba como una llama, incesantemente, sin sospe- char que quieto, en soiíarrera de tantos años, sus fuerzas habían menguado.

Horas más tarde vo1vió.a decir el negrito: -Taita, quiero beber. -Bebe, moquenquén. . Pero, moquenquén, i mira

mi diente! Volvió Taewo, que ya estaba fresco y bien repues-

to. Y el diablo no daba señales de cansancio: conti- nuaba revirándose, sacudiendo sus escamas sonoras, moviendo sus plumeros y escandalizando el valle 3 u e tenía olvidadas aquellas danzas- con el es- truendo de sus cencerros y cascabeles y los estampi- dos de sus explosiones.

-Taita, lun poco de agua! -Bebz, hijo mio. No podrás beber lo qi?e yo tai-

lo ... Detrás del jagüey nace un río. iBébete el río, mcqiienquin! -. Pero r-li , i ra mi dien te: mientras iosi1~e.s A

b2il2~5 el dkblo.

Page 155: Cuentos Negros de Cuba

El diablo estaba contento de veras; el fuego seguía brotando de sus ojos desprendidos de las órbitas, de su boca inmensa, de su nariz movediza. Magníñcas plumas de llamas salían de su trasero; y mientras el ibelle se retiraba un instante fingiendo que bebía, continuaba bailando y ardiendo, cantándose a sí mismo.

. , Entonces vino Kaínde, que había hecho siesta y devorado seis palomas, de doce que le ofrendó un gavilán.

iYa iba el sol de caída; ya ennegrecía, abstraído, el valle!

iAy! iDínguirin-Dínguirin! Y otras cuatro horas pasó -el ibelle arañando las cuerdas de la guitarra. Salió la luna. Descendieron los páiaros de la oscuri- dad a bailar con el diablo. Volaban en bandadas tenebrosas en torno a su cabeza rnoñuda. Los mon- tones de huesos crujieron, se animaron, y el valle se Ilenó de las osamentas que erraban en todas direccio- nes, plateadas más tarde por la luna, persiguiéndose, chocando unas con otras. Y Okurri Borokú se bambo- leaba, estevado, desplumado, anhelante, entontecido.

-iEh, taita, voy a echar un trago! -y el jimagua, que tomó después la guitarra, lo vio recomenzar sus vueltas tambaleando y caer al fin, pesadamente.

-Esta es tu ley! d i j o el ibelle-. íMientras yo tcro ha de bailar el diablo! Taita, enséñame los dientes.

El dentón, forzando una sonrisa, una muecz d s cansancio, horrenda y triste, se incorporó fatigosa- mente. Ya no podía con su cuerpo: ya no liabía lumbre e-n siis ~jjos; jadeaba, co!gabz su larga !rr-g~!z bifida. bi muchacho lo obligó a moverse al compás de la guitarra. En el cerco de lechuzas y murciélagos que

Page 156: Cuentos Negros de Cuba

revoloteaban lúgubres en tomo suyo, el diablo perdía el equilibrio, daba tumbos de borracho.

Era la medianoche en el valle azui cubierto de huesos humanos.

-El agua debe estar muy fresca con la luna llena -0kurri Borokú no deseaba otra cosa: dócil, venci- do, esperaba el momento en que el muchacho cesara de tocar siquiera unos instantes. Estaba desjarretado; sentía su cuerpo muerto de la cintura a los pies, medio muerto de la cintura al cuello.

Sin darse cuenta cayó de espaldas, cara a la luna. tt "Dínguirin din ..., gui ... rin... , oyó, muy lejos, reírse

la guitarra. -iLlegó tu boca! --dijeron a un tiempo los ibelles. Iban a arrancarle las entrañas para quemarlas en

una hoguera: mas allí hablaron las cruces de asta de sus collares.

-Busca tres hierros que hallarás en el monte, una mata de malva y una cazuela de barro. Arráncale el corazón, despizcalo, májalo con las hojas y entiérralo después metido en la cazuela.

Así lo hicieron. Vencido el diablo desendiablada, libertada la

isla-, reaparecieron los caminos sin que fuese me- nester que el hombre, de nuevo, tuviese que trazarlos y rehacerlos con el sudor de su frente. Dicen también que los ibelles resucitaron aquella noche a cuantos se habían perdido: que por la palma real subieron al cielo y le pidieron a matalá 3 u e jamás les niega nada- devolviera siis antiguos cuerpos y las almas a aquellos miles de esqueletos que yacían insepultos en el valle v en las s e d ; i s que - Oki~rri Br>rr&ú Inabil ccrradc.

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CUANDO TRUENA SE QUEMA GUANO BENDITO

Eran doce mujeres embarazadas: las doce mujeres de Fumo.

Parieron el mismo día y a la misma hora. Once parieron varones y Guánkila parió una niiia. Una niña tan agraciada que se la llevó, prendado, el diablo. Y como Guánkila no tenía un hijo que la ayudase en sus quehaceres, se valía de los hijos de las demás mujeres, los mandaba al pozo por agua y con fiecuen- cia al mercado.

Las once mujeres protestaron: -No queremos que nuestros hijos trabajen para

ti. ¡Acaba de parir! Un día, a Guánkila le faltaba leiía y tuvo que ir al

monte. Estaba allí en cuclillas juntando unos palos cuando oyó una gran voz que salía de sus entrañas.

-Póngase en la actitud que acostumbran las mu- jeres para dar a luz -le ordenó la voz-. Bien. Aho- ra.. . i Kabo hgasi! Párame enseguida.

iQu5 iiiño tan hermoso, fuerte y talludo, vin̂ al mwi- do en un instante! Ei recién nacido saltó a una palma real, y cn cl cogcllo, empinándose A. arrogante, grit6:

i Rlh:c:$!hj.i . - - - -

Yo soy Uafi, U@ 7iem bla - Tiembla -'Tierna,

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y se-lanzó desde lo alto de la palma. -¡Bendito sea! -d i jo - la palma, e inmediatamen-

te, la impetuosa criatura arrancó unos cuantos árbo- les gigañtescos de hondos y recios raigones y partió contra- sus rodillas troncos y ramas con la intención de proveer de leña a su madre. La sentó sobre el haz descomunal y se lo echó a la cabeza.

-Ahora, vámonos a casa. En el camino, cruzaron una vaca que iba a su

querencia. Uafi la tomó de un cuerno con una mano - y sela llevó bajo el brazo.

-Madre, esta es la gallinita del caldo que vas a beber por haber parido ñada menos que a ~ a f i - ~ i e m - bla-Tierra.

Guánkila y su hijo se tendieron a descansar, y no se levantaron hasta pasados cuarenta días.

Entonces fue Fumo a conocer a- su hijo, y Uafi volvió a lanzar el grito que hiende cielo y -tierra. Fumo, empavorecido, leofreció un tabacó y una botella de aguardiente. El niño exigió sal, ají, phien- ta y pica-pica. Trituró estas especias y las mezcló al aguardiente. Desnudó a su padre y a su madre, los amarró a una palmera, les dio de azotes. Los refregó luego con aquel compuesto, se marchó dejándolos atados y sangrantes al-bravo sol, que rabiaran.

-iOh, Kuandi! iOh, Tatandi! ¿Sabéis por qué hago esto?

- 3 -L... . -Por haberme engendrado. Así era Uafi de justiciero sn su edad más tierna. No se había repuesto Guánkila de sus golpes y . " quemadUfas, U.AYu -2.- I V U p ~ P e ~ ~ ~ --cL. .-S uaf: 4. ie jiia,üiiii>: A c

-1.D8nde está ni. hermanz? -Tu hermana se la llevó el diablo. -Voy a buscarla.

Page 159: Cuentos Negros de Cuba

-No, Uafi, que tu hermana vive enla tierra del diablo, y el río Menga-Malembo y el Monte Cunfin- do-Cuentombo-Fuiri de ningún modo te deja;& acercarte a ella. -No es a mí a quien ahogaría tal río ni estrangu-

. laría tal monte. Y dicho y hecho: Uafi partió a la tierra del diablo

con un machete y tres güiros. Ya llegó a la ribera del río Menga-Malembo, ancho y profundo de sangre negra, h i ~ e n t e . Arrojó los tres @iros. Las manos de espuma turbia de Menga-Malembo quisieron apre- sarlos, pero los güiros brincaron y esquivaron los dedos; ligeros, burlones, saltan, zambullen y beben:

Gronhí groníni ..

Luego, escupen el agua lejos, a un lado y otro:

Propongó- Groníní-Propongó.

Un pasaje estrecho, velozmente, se fue abriendo a través de la corriente: "Groníni-ipropongó! Groní- ní-ipropongb!" Y Uafi cruzó el río por un sendero recto y seco entre las aguas separadas que bullían enfurecidas e impotentes. Pero el Monte-Cunfínde- Cuentombo-Enfuiri se elevaba hasta el cielo en la otra margen, fosco, horrendo, tan espeso y cerrado, que un hilo de luz no hubiese podido filtrarse por sus marañas.

Uafi baló de. su machete:

Cifra, cifré mi ?o.m,enta. Cifra, cifré ... Yi ,ser! lalr horr;h mi fnImcnta. SanzSinnpung.~, ;=u¡ ravo A arta. Los troncos malos, mal rayo paHa. Mal rayo parta a Keúmba-Kisa.

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Y dembó el árbol que el sol no. mira, un árbol espantable de fuegos negros, con profundas nidadas de monstruos y misterios, que abrió las alas para envolverlo. De Embele, el machete de Uafi, saltó una larga estrella. Silbó, fulgente, tajando la oscuridad eterna del Monte-Confindo-Cuentombo-Enfuiri.

(Uafi-Tiembla-Tierra es el que atraviesa resplan- deciendo la tiniebla densa).

. Cuando Uafi pasó, tras él volvió a cerrarse el monte de la noche.

Había llegado a la estancia del diablo. Reconoció a su hermana, hermosa, al sol, pilando

maíz entre varias mujeres, y el mazo. en el pilón hacía son, y todas bailaban pilando. Eran nubes en el cielo de la mañana.

-Hermana, soy Uafi, vengo a llevarte. -Vete, Uafi, huye, que vas a morir. iMi marido es

un diablo muy malo! -Tu marido es un diablo merdoso -y volviéndole

la espalda, se dio a fornicar con la madre del diablo y con todas las diablas que estaban presentes. Luego fue al potrero y le arrancó una crin al mejor caballo del diablo.

A la hora en que éste solía volver, su hermana lo metió en su aposento y lo ocultó debajo de la cama.

-Mi pitimíní, mi niña pinta tinta pirolinta pitibo- nita y..., santa, di, ¿qué huelo? -apareció y preguntó el diablo, cuya larga nariz se mueve dócil a todos los vientos y a todos los olores.

-i,I;se corazón que traes sangrando en la mano? -¿Qué huelo, nifia; mi pitiminí, mi niña, pinta

iizf a pirriíint-a y pitibonitz y-..: tc?nta? T -Jna r a i t a de dbahaca cpe t enp c- Il 1, ,.a-b Y L : : L ~ ~ .

-iMiente, miente mi caralinda! Di, niiia, ¿qu.é huelo?

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- . . .

' E l corazón que pena o mi- ramita. de -albahaca -

contenta. -¡Ni corazón ni albahaca! A carne humana, a

carne fres ... -y no pudo decir más, porque Uafi salió de su escondite.

Lo enlazó por el cuello con la crin de su mejor caballo, y a l cerrarse el nudo tronchó la - infernal cabeza.

Uafi clavó en un horcón el cadáver del diablo, que abría y cerraba, como un zángano-monito, sus piernas -oscuras, verdes, fosforescentes-, y partió inme- diatamente, llevándose la casa en hombros, y asoma- da a la ventana, a su hermana incomparable que había ad~.rado el diablo.

-iMadre, aquí está tu hija! Satisfecho, Uafi estiró los brazos y volvió a gritar,

produciendo el alarido-un temblor de tierra que de- rribó casi todas las viviendas del Cunánbansatali, e hizo caer de espaldas al rey Gumbobiolo.

"Uafi es un peligro", se dijo el rey, mal repuesto del susto. "Hay que matarlo". Y envió a Masolari, el jere de la guerra, que lo apresara. Pero Uafi se había enamorado de una mujer que vivía muy distante, la ardiente Diángora, y se hallaba al otro extremo del mundo o del cielo. Casó con ella, e instantáneamente tuvieron un hijo, Kurú. Cuando regresó a casa de sus padres, con su mujer de chispas y su hijo, Uafi tornó a gritar, y su grito rajó una montafia. Gimió la tierra herida en el vientre, vomitand~ un chorro de piedras.

El pánico se apoderó de. todos 1c.s mortales. I i ,

El rey envió de nuevo a Masolari, esta vez con cien 1 hacheros, a apcdcrarse de lhfi v dmie muerte. Pero - va J &e. con su mujer v sü hiic, ciiandi; Ilegó a pren - derlo Masolari se hallaba muy lejos, jugando a la - brisca con el diablo Musulungo, en un pueblo perdi-

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do ,que llaman Papá-Kud-Kandinga. Musulungo le ganó a Uafi, y al día siguiente le brindó el desquite.

- Estaban jugando, Diángora sentada a la derecha de Uafi, Kurú a la izquierda, y enfrente el diablo. Uafi

-volvía la cara a un lado. Le daba un beso a su mujer, miraba su juego. Tiraba. Volvía la cara al lado opues- to; le daba un beso a su hijo y recogía las cartas.

Besó a Kurú y, al inclinarse luego para besar a Diángora ...

-Kurú, ¿dónde está Diángora? -En este instante se la ha llevado el cometa que

entró y salió con ella por la ventana. E l cometa con su cola. -iArrastro! -dijo Uafi. Y le ganó el tres de copas

al Musulungo con el siete de oros. i A s de oros! i A s de bastos! i T r e s de oros! -iAs de espadas! -Uafi embolsó su dinero. i c o r r a m o s ahora en busca de tu madre! -¿No hay desquite'! Uafi cortó tres gajos de una mata; se sentó sobre

ellos con su hijo en las piernas, cantando:

Ya yo Kiafo. yo Uafi-

- Uafi. Ya yo Kia fa

- 4 - 1 a Y al canto crecían los gajos y subían nl c!e:o, 9

- 3 rnstei,iendo 2 Uafi y n IíUrii. ii

/ / ) / M / : . j y ~ ~ : ~ ~ ~ ; . ~ . & ' Uaji Tiem hla - Tiem r . m-

1 lem bif~ Czeio ya llegó.

Page 163: Cuentos Negros de Cuba

Al oírlo, los astros temblaban y lloraban de *exlo; los santos -las hembras-. se desmayaron; palidecie- ron los varones valientes, y unos se escondieron como ratones en los hondos agujeros celestiales; otros, entre las enaguas de las nubes, que en revuelto tropel se alejaron espantadas.

En la puerta del cielo, Uafi agarró al viejo Oggún San Pedro.

-¿Has visto a Diángora? -No -tartamudeó el clavero, en su propósito,

equivocado, de no comprometerse. -¿Cómo? ¿Eres portero y no ves quién entra? Uafi lo sacudió: le apretaba el pescuezo, le apolis-

maba un fruto movedizo y grueso -iina naranja- que tenía el viejo en la garganta.

-La vi pasar con el cometa y quedé deslumbra- do ...

En un instante, Uafi recorrió el firmamento; alcan- zó al cometa, que huía despavorido; le arrebató a Diángora, le desprendió la cola lumbrosa y bajó a la tierra.

Esta vez cayeron piedras oscuras y lúcidos pedazos de cielo, haciéndose añicos.

Un cristal cercenó el brazo del guerrero Fumabata. -iEs Uafi, Uafi, que ha roto el cielo! 4 i j o el rey,

y de nuevo mandó a sus hombres a prenderlo. Lo metieron en una nave de muchos remos, y en

alta mar, cinco y cinco m ~ i n e r o s lo arrcjarbn al abismo. Uafi se hunde y . ~ r i t a : . arriba una tempestad

-

-3-.--- .e.. -1 se fcsmc;iciipl Iris ~ , a j : y ias vicnius s e caf~entnz, y ~ ~ S C X I P E Fdrioscs, ~ i c ~ i r z i en !o profundo, e n una quietud silente, UaFi encuentra a la mujer del mar.

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F -- . Lt [- :

1 1 Relámpagos de peces en huida cnizan los ojos de Uafi, que ase la sirena por los cabellos.

-En la tribu de los muertos, dime, Baluande, ¿cuántos familiares tiene el rey Gombobiolo?

S o n muchos ... Ante Uafi, la sirena, la dueiia cruel, implacable, del hondo mar, se está trémula como unhilo de agua inofensiva y dulce; como una fuentecilla superficial.

B ó r d a m e en una bandera a todos los muertos del rey. -Sumisa, la mujer-pez se sienta a bordar.

-Mañana espérame áqu;' mismo, al mediodía. Y Uafi está en la playa; Uafi anuncia que viene del

fondo del mar con un mensaje del mar para el rey. -Tus muertos quieren verte -le dice Uafi-. He

aquí la prueba. -Y pone en sus manos la preciosa bandera.

El rey lee los signos reverentes y, al amanecer, se embarca con todos los suyos: va a contemplar las sombras de sus antepasados, que están en alta mar aguardando su visita.

La tierra se perdió de vista; la mar brilla, suntuo- samente tranquila. Al filo del mediodía, Uafi llamó a Baluande. La nave s e detiene.

-Ahí te va uno -y por sorpresa, Uafi tomó al rey en brazos y lo arrojó el primero.

iPor un pie Kalunga me Lleva!

-Ahí te va otro -y le arrojó a la reina.

;Por 14n pie Kulrlnga me lleva?

i La sirens. antes U - que llegasen al fondo, los de-

- 3 : voraba,

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Así quedaron sepultados en el abismo de las aguas, el rey y la reina, con todos sus hijos, nietos, parientes y cortesanos.

Y apenas le había lanzado a Baluande la Gltirna víctima, ya Uafi estaba en su casa.

-Ahora -les dijo a Fumo y a Guánkila- sois los reyes de la tierra. Yo me voy a gobernar el cielo.

E instantáneamente se apoderó de los once hijos de las once mujeres que habían parido al mismo tiempo que su madre a la par que de las mujeres de éstos y de sus hijos -ya formaban un pueblo nume- roso que incorporó al del difunto rey Gombobiol*, y se los dio a Guánkila, que dispusiera de sus vidas a su antojo.

Luego, en los gajos de la planta que su voz hacía elevarse al cielo, Uafi, Diángora y Kurú abandonaron la tierra.

Inseparables van siempre juntos por el cielo: ade- lante el rayo y la centella, en pos el trueno ... El trueno, que rezonga y les advierte a sus padres:

-iCuidado; que abajo está mi abuelo! Abajo el abuelo, encorvado por los sig¡os, la cabe-

za blanca, se estremece y quema un guano bendito.

Page 166: Cuentos Negros de Cuba

Un hombre cree que una mujer es, realmente, una mujer.

Una mujer está segura de que un hombre no es más que un hombre.

iY nadie sabe lo que se esconde en un disfraz humano! -.

Quien menos se piensa, secretamente puede ser un diablo, una fiera, un monstruo, y a solas manifes- társenos en su forma verdadera e inconcebible.

Al contemplarlos de cerca, sobrecoge el súbito misterio de los ojos más queridos y tranquilizadores; mirados a fondo, son los de un extraño; los ojos de alguien que jamás se ha conocido ...

Antón del Carmen, cochero de punto, iba de reti- rada por las calles que empezaban a invadir la oscu- ridad y el silencio de la noche. Cuántas veces no había oído decir a las personas serias que habían tenido tropiezos con los finados, que es prudente apartarse, huir de la mujer que se encuentra- eil el camino, solitaria, a altas horas de la noche! Precavi- Qc, ninca aguardaba a q-e dieran las doce fuera de casi: ,. Dero aquella vez, iin caballero le habla retenido a pesar suyc, más tarde ae lo que acostuiribiaba.

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- . -

Sin embargo, iba despreocupado hacia el establo, -

de buen humor porque'había recibido una propina generosa, y no pensaba en nada que le inspirase el menor temor, cuando una mujer vestida de blanco le hizo señas que parase y subió rápidamente al coche. -

¿Habló la mujer, cuyo cuerpo no debía pesar nada, sin duda, de rostro vago, y cuyos pies imprecisos no - hubiera podido ver el cochero?

La ciudad se había dormido de pronto, misteriosa- - mente. El caballo, viejo y flaco, dobló resignadamen- te la primera esquina, negra como boca de lobo.

- Si no oyó la dirección, que seguramente le dio en

voz baja y nasal la mujer vestida de blanco, el animal parecía haberla entendido, y Antón del Carmen fiaba plenamente en el claro entendimiento de su caballo.

Pero la carrera, ya hacia las afueras de la ciudad 1 C , -

muda y en tinieblas de sueno, se prolongaba dema- ; 5

siado, y comenzó a sentir temor de aquella trasnocha- -

dora, apenas entrevista, que le había alquilado sin i I

hablarle. De su paso monótono, el caballo seguía adelante

sin contar con la voluntad de su dueño, que varias j - -

veces intentó hacerle virar. Mas el negro, persignán- dose con disimulo, no se atrevía a volver la cabeza e - interrogar resueltamente a la pasajera, tan callada, +

que llevaba, no sabía a dónde, en su coche destarta-

I -

lado y polvoriento. iLa mujer sola a la medianoche, que acaso no es una mujer, sino un fantasma! Y su - caballo, que él quería como un hermano G iin com-

-3

padre, su pobre caballo, boiidadoso, paciente y ren- 1 - dido de cansancio, se iba desnudando de su piel y convirtkndc lentamente, inir, sus ri-jos er~i?riiaclos, i I

- tn :in ezqurletc que rriijk 7 zvzr:z~bz dezpacio, pe- ¡ - nosamente, desconcertánd&se a cada p s Ó , pero Sin caer ni detenerse: como si otro que no fuese él le

172

Page 168: Cuentos Negros de Cuba

guiase y le forzase cfuehente a continuar aquella marcha macabra. .

-

Antón del Carmen, temblando de pies a cabeza, se cubrió la cara. Le pareció que también su propia mano era la de un esqueleto.

Cuando al fin el coche se detuvo y el negro entre- . abrió los ojos, reconoció las puertas del cementerio.

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Introducción / 7 El mosquito zumba en la oreja / 11 La tierra le presta al hombre, y éste, tarde o tempra- no, le paga lo que le debe / 16 Chéggüe 1 19 Obbara miente y no miente / 22 Taita Jicotea y taita Tigre / 27 La loma de Mambiala / 54 El algodón ciega a los pájaros / 67 Tatabisaco / 73 Jicotea lleva su casa a cuestas, el majá se arrastra, la lagartija se pega a la pared 180 iSoquando! / 90 Canácaná, el aura tiño&, es sagrada, e Iroco, la ceiba, es divina / 94 El perro perdió su libertad / 103 El caballo de Jicotea / 11 1 Osain de Un Pie j 1 14 El cangrejo no tiene cabeza / 120 La prodigiosa gallina de Guinea / 127 La carta de libertad / 136 Suandénde / 140

3 ¿os mudos :' 245 $ El sapo guardiero / 148 5 , . - ! Se cerraron y VOIV.F-, ron; ---'- 3 f r3 r l f~e !g~. C.?=%? *-35

4 de la isla / 152

a Cuando truena, se quema guano bendito / 162 e El sabio desconfía de su misma so-iribra / 171 i

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Ejemplar impreso por Prensa Moderna hipresores Cali, Colombia 1999