Cuentos Mitos y Leyendas
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Cuentos, Mitos y Leyendas
Recopilación de cuentos, mitos y leyendas.
Una realización de los niños y niñas de la escuela primaria bilingüe JUAN SABINES GUTIÉRREZ.
C4-Fer
03/10/2011
Jinete sin Cabeza
Se dice que en un pueblo muy aislado de toda civilización se
contaba la historia de un jinete que acostumbraba a hacer su
recorrido por las noches en un caballo muy hermoso, la
gente muy extrañada se preguntaba ¿qué hombre tan raro por
que hace eso?, ya que no era muy usual que alguien saliera y
menos por las noches, a hacer esos recorridos.
En una noche muy oscura y con fuertes relámpagos
desapareció del lugar, sin dar señas de su desaparición.
Pasaron los años y la gente ya se había olvidado de esa
persona, y fue en una noche igual a la que desapareció, que
se escuchó nuevamente la cabalgata de aquel caballo. Por la
curiosidad muchas personas se asomaron, y vieron un jinete
cabalgar por las calles, fue cuando un relámpago cayó e
iluminó al jinete y lo que vieron fue que ese jinete no tenía
cabeza. La gente horrorizada se metió a sus casas y no se
explicaban lo que habían visto...
Margarita López Díaz
3º “B”
Maestra: Candelaria
El sombrero de la
bruja
La bruja Ruca vivía en un espeso bosque. Un día en que
el viento soplaba muy fuerte salió en su escoba en busca
de aventuras.
Pero la bruja Ruca no se amarró bien el sombrero y el
viento se lo voló.
El sombrero cayó
en la cabeza de un
granjero que
labraba el campo.
El granjero sintió
que volaba, y en un
dos por tres acabó
de labrar todas sus
tierras. El granjero
iba feliz a enseñar
el sombrero mágico
a su mujer, cuando el viento se lo voló.
El sombrero cayó en la cabeza de una viejita que lavaba
su ropa en el río. La viejita sintió que volaba, y en un dos
por tres acabó de lavar un enorme cesto de ropa sucia.
La viejita iba feliz a enseñar el sombrero mágico a sus
hijos, cuando el viento se lo voló.
El sombrero cayó en la cabeza de un niño que guiaba una
carreta cargada de bultos. El niño sintió que volaba, y en
un dos por tres recorrió todo el camino y llegó a su casa.
El niño iba feliz a enseñar el sombrero mágico a sus
padres, cuando de pronto vio a una bruja que volaba por
los aires. La bruja le dijo al niño:
-Dame ese sombrero.
El niño le contestó:
-Este sombrero me lo
trajo el viento.
La bruja Ruca le
contestó:
- El sombrero es mío.
El viento me lo voló. El
niño se lo devolvió.
Entonces la bruja Ruca
le dio al niño una
bolsita con monedas de oro como recompensa.
El niño se fue feliz a entregar el dinero a sus padres.
La bruja Ruca también se fue feliz a su casa. Había
recuperado el sombrero mágico para hacer sus divertidas
travesuras.
Margarita López Díaz
3º “B”
Maestra: Candelaria
Cuento rescatado del libro de SEP
La Zorra y el Cangrejo
Queriendo mantener su
vida solitaria, pero un
poco diferente a la ya
acostumbrada, salió un
cangrejo del mar y se
fue a vivir a la playa.
Lo vio una zorra
hambrienta, y como no
encontraba nada mejor para comer, corrió hacia él y lo
capturó.
Entonces el cangrejo, ya listo para ser devorado exclamó:
-- ¡Merezco todo esto, porque siendo yo animal del mar, he
querido comportarme como si fuera de la
tierra!
Si intentas entrar a terrenos desconocidos, toma primero las
precauciones debidas, no vayas a ser derrotado por lo que no
conoces.
Lilia
3º “B”
Maestra: Candelaria
El Sombreron
En aquel apartado rincón del mundo,
tierra prometida a una Reina por un
Navegante loco, la mano religiosa
había construido el más hermoso
templo al lado de la divinidades que en
cercanas horas fueran testigo de la
idolatría del hombre—el pecado más
abominable a los ojos de Dios—, y al
abrigo de los tiempo de montañas y
volcanes detenían con sus inmensas
moles.
Los religiosos encargados del culto, corderos de corazón de león,
por flaqueza humana, sed de conocimientos, vanidad ante un mundo
nuevo o solicitud hacia la tradición espiritual que acarreaban
navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo de las bellas artes y al
estudio de las ciencias y la filosofía, descuidando sus obligaciones y
deberes a tal punto, que, como se sabrá el Día del juicio, olvidábanse
de abrir al templo, después de llamar a misa, y de cerrarlo
concluidos los oficios...
Y era de ver y era de oír y de saber las discusiones en que por días y
noches se enredaban los más eruditos, trayendo a tal ocurrencia citas
de textos sagrado, los más raros y refundidos.
Y era de ver y era de oír y de saber la plácida tertulia de los poetas,
el dulce arrebato de los músicos y la inaplazable labor de los
pintores, todos entregados a construir mundos sobrenaturales con los
recados y privilegios del arte.
Reza en viejas crónicas, entre apostillas frondosas de letra irregular,
que a nada se redujo la conversación de los filósofos y los sabios;
pues, ni mencionan sus nombres, para confundirles la Suprema
Sabiduría les hizo oír una voz que les mandaba se ahorraran el
tiempo de escribir sus obras. Conversaron un siglo sin entenderse
nunca ni dar una plumada, y diz que cavilaban en tamaños errores.
De los artistas no hay mayores noticias. Nada se sabe de los
músicos. En las iglesias se topan pinturas empolvadas de imágenes
que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre
panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número de
volcanes. Entre los pintores hubo imagineros y a juzgar por las
esculturas de Cristos y Dolorosas que dejaron, deben haber sido
tristes y españoles. Eran admirables. Los literatos componían en
verso, pero de su obra sólo se conocen palabras sueltas.
Prosigamos. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos, como
dice Bernal Díaz del Castillo en "La Conquista de Nueva España",
historia que escribió para contradecir a otro historiador; en suma, lo
que hacen los historiadores.
Prosigamos con los monjes...
Entre los unos, sabios y filósofos, y los
otros, artistas y locos, había uno a quien
llamaban a secas el Monje, por su celo
religioso y santo temor de Dios y porque se
negaba a tomar parte en las discusiones de
aquéllos en los pasatiempos de éstos,
juzgándoles a todos víctimas del demonio.
El Monje vivía en oración dulces y buenos días, cuando acertó a
pasar, por la calle que circunda los muros del convento, un niño
jugando con una pelotita de hule.
Y sucedió...
Y sucedió, repito para tomar aliento, que por la pequeña y única
ventana de su celda, en uno de los rebotes, colóse la pelotita.
El religioso, que leía la Anunciación de Nuestra Señora en un libro
de antes, vio entrar el cuerpecito extraño, no sin turbarse, entrar y
rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y piso, hasta
perder el impulso y rodar a sus pies, como un pajarito muerto. ¡Lo
sobrenatural! Un escalofrío le cepilló la espalda.
El corazón le daba martillazos, como a la Virgen desustanciada en
presencia del Arcángel. Poco, necesitó, sin embargo, para recobrarse
y reír entre dientes de la pelotita. Sin cerrar el libro ni levantarse de
su asiento, agachóse para tomarla del suelo y devolverla, y a
devolverla iba cuando una alegría inexplicable le hizo cambiar de
pensamiento: su contacto le produjo gozos de santo, gozos de artista,
gozos de niño...
Sorprendido, sin abrir bien sus ojillos de elefante, cálidos y castos, la
apretó con toda la mano, como quien hace un cariño, y la dejó caer
en seguida, como quien suelta una brasa; mas la pelotita, caprichosa
y coqueta, dando un rebote en el piso, devolviese a sus manos tan
ágil y tan presta que apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y
correr a ocultarse con ella en la esquina más oscura de la celda,
como el que ha cometido un crimen.
Poco a poco se apoderaba del santo hombre un deseo loco de saltar y
saltar como la pelotita. Si su primer intento había sido devolverla,
ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con los dedos
complacidos su redondez de fruto, recreándose en su blancura de
armiño, tentado de llevársela a los labios y estrecharla contra sus
dientes manchados de tabaco; en el cielo de la boca le palpitaba un
millar de estrellas. . .
—¡La Tierra debe ser esto en manos del Creador! —pensó.
No lo dijo porque en ese instante se le fue de las manos —
rebotadora inquietud—, devolviéndose en el acto, con voluntad
extraña, tras un salto, como una inquietud.
—¿Extraña o diabólica?...
Fruncía las cejas —brochas en las que la atención riega dentífrico
invisible—y, tras vanos temores, reconciliábase con la pelotita,
digna de él y de toda alma justa, por su afán elástico de levantarse al
cielo.
Y así fue como en aquel convento, en tanto unos monjes cultivaban
las Bellas Artes y otros las Ciencias y la Filosofía, el nuestro jugaba
en los corredores con la pelotita.
Nubes, cielo, tamarindos. . . Ni un alma en la pereza del camino. De
vez en cuando, el paso celeroso de bandadas de pericas domingueras
comiéndose el silencio. El día salía de las narices de los bueyes,
blanco, caliente, perfumado.
A la puerta del templo esperaba el monje, después de llamar a misa,
la llegada de los feligreses jugando con la pelotita que había
olvidado en la celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!, repetíase
mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el eco contestaba en la
iglesia, saltando como un pensamiento:
¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!. .. Sería una lástima perderla. Esto
le apenaba, arreglándoselas para afirmar que no la perdería, que
nunca le sería infiel, que con él la enterrarían. . ., tan liviana, tan
ágil, tan blanca . . .
¿Y si fuese el demonio?
Una sonrisa disipaba sus temores: era menos endemoniada que el
Arte, las Ciencias y la Filosofía, y, para no dejarse mal aconsejar por
el miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a traerla,
enjuagándose con ella de rebote en rebote..., tan liviana, tan ágil, tan
blanca . . .
Por los caminos—aún no había calles en la ciudad trazada por un
teniente para ahorcar— llegaban a la iglesia hombres y mujeres
ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso se diera cuenta,
arrobado como estaba en sus pensamientos. La iglesia era de piedras
grandes; pero, en la hondura del cielo, sus torres y cúpula perdían
peso, haciéndose ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas
mayores en la entrada
principal, y entre ellas,
grupos de columnas
salomónicas, y altares
dorados, y bóvedas y pisos de
un suave color azul. Los
santos estaban como peces
inmóviles en el acuoso
resplandor del templo.
Por la atmósfera sosegada se
esparcían tuteos de palomas,
balidos de ganados, trotes de
recuas, gritos de arrieros. Los
gritos abríanse como lazos en
argollas infinitas, abarcándolo todo: alas, besos, cantos. Los rebaños,
al ir subiendo por las colinas, formaban caminos blancos, que al
cabo se borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos de
humo para jugar una pelota con un monje en la mañana azul. . .
—¡Buenos días le dé Dios, señor!
La voz de una mujer sacó al monje de sus pensamientos. Traía de la
mano a un niño triste.
—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le eche los Evangelios a mi
hijo, que desde hace días está llora que llora, desde que perdió aquí,
al costado del convento, una pelota que, ha de saber su merced, los
vecinos aseguraban era la imagen del demonio...
(... tan liviana, tan ágil, tan blanca. . .)
El monje se detuvo de la puerta para no caer del susto, y, dando la
espalda a la madre y al niño, escapó hacia su celda, sin decir palabra,
con los ojos nublados y los brazos en alto.
Llegar allí y despedir la pelotita, todo fue uno.
—¡Lejos de mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!
La pelota cayó fuera del convento—fiesta de brincos y rebrincos de
corderillo en libertad—, y, dando su salto inusitado, abrióse como
por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño,
que corría tras ella. Era el sombrero del demonio.
Y así nace al mundo el Sombrerón
Leyenda recomendada por:
Rosa Díaz López
3º “B”
Maestra: Candelaria
El Cuadro del payaso
Una Familia se mudo a una casa enorme, cuando
entraron había un cuadro de un payaso con la palma de
la mano abierta el cuadro era muy bonito que decidieron
dejarlo en la casa.
Cuando llego la noche todos se acostaron, a la mañana
siguiente el padre de familia amaneció muerto, nadie
sabía que paso pero tampoco nadie se daba cuenta que el
cuadro del payaso había bajado un dedo, señal de una
persona menos.
A los pocos días después falleció la madre y sin que ellos
se dieran cuenta el cuadro del payaso ya había bajado
otro dedo, y asi le fe haciendo hasta que ya tenia todos
los dedos abajo menos el meñique, aquella noche la casa
se incendio, llegaron los bomberos para tratar de
controlar el incendio y todo fue inútil, la casa se quedo en
cenizas y lo único que pudieron salvar los bomberos fue
el cuadro del payaso.
Después de muchos años remodelaron la casa y
nuevamente una nueva familia se muda a vivir en esa
casa, y lo mismo solo vieron el cuadro del payaso con las
palmas de las manos abiertas…
Samuel
3º “B”
Maestra: Candelaria
LA LLORONA
'La llorona' es una mujer alta y estilizada cuyo atuendo es de
color blanco, aunque no es posible distinguir sus rasgos
faciales. Los relatos populares, la describen también como
una mujer sin pies, en efecto, parece desplazarse por el piso
sin rozarlo.
El mito de 'la llorona' afirma que su eterno penar se debe a
que busca a un hijo recién nacido que asesinó arrojándolo al
río para ocultar un pecado. Y en esta línea, es parte de su
penitencia, castigar a los muchachos que andan de amores
prohibidos: se sube a sus caballos y puede llegar a matarlos
en un helado abrazo mortal. Se la llama 'la llorona' porque
sus gemidos son tan insistentes que hasta enloquece a los
perros, mientras deambula por las noches (sobre todo cuando
es noche de plenilunio).
La mayoría de los relatos, la consideran señal de malos
presagios, un indicador de mal agüero: puede acercarse para
enfermar a las personas, empeorar a los enfermos o traer
desgracias a los seres queridos.
En otros relatos, 'la llorona' se presenta como un ser
inofensivo que necesita consuelo y ayuda, despertando
piedad en la gente que, cuando se acerca a consolarla, les
roba todas sus pertenencias
Faustino de Jesús Díaz
4º “B” Maestro: Humberto
El Duende
Espiíta fabuloso, amo seductor de la
tranquilidad y el consuelo, reposo y la frescura;
interruptor de la ociosidad o la meditación,
atentador de la paz y el sosiego… duende de
odio que abatiste una costumbre, una
necesidad, un deleite, doblegando al hombre a
la fatiga sin reparo, al calor sin mitigación, a la
mente sin libredumbre, a la desazón sin
calma…
Nuestras tierras del Sur; sierras, bosques,
selva y mar, ríos caudalosos y arroyos
risueños, feraz todo como la imaginación y la
ansiedad del hombre; precipicio de pasiones,
altitud de amor; lucha y lucha contra los
elementos, contra el sol que calcina y el calor
que agobia. Pulmones atormentados,
gargantas insaciables, ánimos que se vencen impotentes, laxitud de músculos. El hombre
busca sus remansos, y los hay en las casonas con sus correderas donde desfila un céfiro que
alivia, las sombras caprichosas de los frondosos mangos, almendros, cocoteros, y algún viejo
laurel perdido, viento perfumado que rompe el sereno espejo de alguna fuente tendida. Y
todas las costas, las hamacas.
Ellas recogen el aura que se encierra en los cópulos invisibles de la atmósfera y la pasean en
su vaivén de un lado al otro de nuestros cuerpos agradecidos. Ellas nos dan placidez y la
ternura del tiempo. A la caída de la tarde, en el principio de la noche, el calor abruma y
atenaza y sólo la brisa de la hamaca nos consuela cuando empieza a penetrar el furtivo
frescor de la madrugada con el fino sereno cargado de balsámica humedad.
Las casas de la costa, casi todas, son de paredes muy altas, sin cuartos distribuidos en su
interior. Un cuadrado o un rectángulo lo aposentan todo, y si esta simple disposición
agregamos un brillante piso de cemento o de rojizos ladrillos, y un techo de tejas coloradas, ya
se tiene una casa fresca y confortable. Poco exigentes, en una esquina puede ubicarse una
sala y en la opuesta el dormitorio; pero si se es escrupuloso de la privacía, un pequeño cancel
formado por bastidores y lona encalada puede satisfacerla. Más donde quiera que se viva,
debe haber una hamaca, que es en todos sentidos lo más funcional y alentador.
Hace muchos años, costumbre de todo el Sureste, era el uso generalizado de las hamacas.
Se hacía uso de ellas para descansar y dormitar en las siestas y para dormir lo más tranquilo
posible por las noches. Más ocurrió que, en la costa de Chiapas, un día dejaron de dormir
sobre el lecho tendido que se mece. Desde entonces, todos se hicieron de una cama o un
simple catre; como el que escoge su propio tormento. La hamaca se abandonaba cuando el
sueño arribaba bajo los párpados sudorosos.
¿Por qué ocurrió este cambio lógicamente inexplicable? En todos los poblados del Sureste,
desde la punta del Caribe, Yucatán, Campeche, Tabasco y el resto de Chiapas y Oaxaca, la
hamaca es útil día y noche. Lecho placentero y necesario. Pero en nuestra costa se enreda
por sí misma enjuta y abandonada o se desprende de sus amarras por las noches. Una
sucesión de acontecimientos inexplicables ocurridos a mucha gente, hizo nacer la sensación
de algo sobrenatural. Una leyenda sirvió para advertir la razón de esta importuna abstención.
Fue a Vicente, un trabajador oaxaqueño que desempeñaba el cargo de caporal en el rancho
ganadero de don Fidel, llamado “Las Brisas”, a quien le pasó algo inusitado. El rancho estaba
situado cerca del mar, por ende ahora germina el cambio con el hallazgo de nuevos mantos
petrolíferos.
Dormía solitario este buen hombre en una apartada cabaña de madera y troncos de palmeras
con techadumbre de guano. Su cuerpo fatigado se tendía sobre la hamaca traída desde su
nativo Juchitán.
Una noche como tantas hay en el lugar, estrelladas en el cielo y silenciosas en el espacio,
cuando todos los rancheros reponían las energías gastadas durante las faenas del campo, un
ser invisible y misterioso se dio la tarea de mecer al cansado Vicente, quien soñando en una
brisa salpicante de frescura, dejaba transcurrir su sueño entre el sonido de trac-trac-trac que
con su amable monotonía, al rozar de los mecates con las vigas de donde se suspende el
aéreo lecho, arrulla al durmiente como madre cariñosa. Más un vendaval empezó a cambiar el
ritmo de la noche. Azotó las hojas de las palmeras y sacudió el tallo de los arbustos y el tronco
soñero de los árboles.
El frío el aire se metieron entre los huecos de la hamaca y abrazaron el cuerpo inerte del
durmiente. Abrió los ojos con azoro y reparó con miedo que una fuerza misteriosa lo estaba
meciendo; pero entonces con tal fuerza, que el roto compás se alteraba en violentos giros a
punto de estrellarlo contra el techo, creyendo que alguien le hacía una maldad, con ira
comenzó a dar gritos y proferir insultos.
Quería ver la cara del bromista compañero de trabajo, que no reparaba en respeto alguno.
Más temiendo que pudiera ser arrojado contra el techo, se dejó caer presa del pánico. Eran
más de las 12 de la noche. Los demás compañeros que dormían en placidez de una quietud
bienhechora, despertaron alarmados al escuchar los gritos de Vicente.
Miraron por donde venían los gritos e improperios y vieron al amigo transido de coraje, con el
machete en la mano diestra, lanzando al aire imaginarias cortadas, tajos de muerte a quien no
existía. Una luz mortecina de un viejo quinqué con su bombilla de vidrio iluminaba entre
sombras al iracundo Vicente con la boca llena de espuma y los ojos desorbitados.
¿Qué te pasa, Vicente? ¿Te has vuelto loco o acaso sueñas con una criatura del infierno?
¿A quién deseas matar, cuando estás solo con tu sombra?
Al hijo de tal por cual que me tiró de la hamaca y que por un pleito me mata…
Después de un largo silencio, en que nadie se atrevía a hacer conjeturas, Vicente
reflexionando agregó: Pero si es q no veo a nadie… ni ustedes lo ven… ni hemos visto salir a
nadie después de caerme de la hamaca… o es un fantasma o es el dueño de este lecho de
muerte de quien me lanzado de él, molesto por haberme metido entre estas cuerdas… no, no
ha sido un ser humano…
Todos rieron de buena gana. Para disipar el miedo que todos disimulaban, abrieron una
botella de comiteco y libraron hasta la llegada el alba, que señalaba la hora primera de la
faena.
Hechos iguales volvieron a suceder en una y otra estancia. La creencia de un ser fantasmal
dio nacimiento a mil conjeturas del más allá. Alguien había muerto mientras lo mecían en una
hamaca y había vuelto a vengarse de todos los que se arrullaban en el tendido lecho. El
duende se llamó, aquel fenómeno deletéreo, nacido del más allá. De vaquería, como reguero
de pólvora, corrió la versión acaso deformada, en mucho por la imaginación. De las rancherías
pasó a los pueblos y ciudades.
Hubo quien diera señales de haberlo visto y adornó en su magín sus características: Alto y
delgado, como todo se que deambula por el mundo de las fantasías; quién, que no solo no era
alto sino pequeñito como un enano o más grande que un gnomo, como en lo viejos cuentos
del Medievo. Otro que había platicado él y recogido la advertencia de que en las noches no
consentiría que nadie durmiera en hamaca. Estas debieran estar vacías, porque allí posaban
incorpóreos seres que en la vida sobrenatural, extrañaban la caricia de sus vaivenes.
Desde entonces, cuando alguien permanece más tiempo del que la tarde tolera, se le advierte
que será lanzado de la hamaca por el duende. Las madres asustaron a sus pequeños hijos
con las narraciones de esta aparición fantástica. De tajo se cortó el viejo hábito. Y la tradición
arrastra la conseja y el temor, en una nueva costumbre: las hamacas por la noche se quedan,
en la costa de Chiapas, vacías. La llenan los espíritus…
Leyenda de dominio Popular.
Estaba la rana muy cerca del agua, cuando contenta se puso a cantar: “la, la, la, la, la…”, vino la garza y la hizo callar: “Calla rana”.
Estaba la garza muy cerca del agua, cuando contenta se puso a cantar: “do, re, mi, fa, sol, la si…”, vino la zorra y la hizo callar: “Calla ave o te cómo”.
Estaba la zorra muy cerca del agua, cuando muy contenta se puso a cantar: “un borreguito, dos borreguitos…”, vino el osito y la hizo callar: “Calla zorra o te pateo”.
Estaba el osito muy cerca del agua, cuando contento se puso a cantar: “chu, chu, chuuu chu…”, vino el leopardo y lo hizo callar: “Calla oso o te muerdo”.
Estaba el leopardo muy cerca del agua, cuando contento se puso a cantar: “Tiro lo tiro, liro, liro…” vino el gorila y lo hizo callar.
Estaba el gorila muy cerca del agua, cuando se puso a cantar: “Hey, hey, hey, hey yeaahh…” entonces ni el diablo lo hizo callar.
El Pez Arcoíris
En alta mar, en un lugar muy muy lejano, vivía un pez.
Pero no se trataba de un pez cualquiera. Era el pez más
hermoso de todo el océano. Su brillante traje de escamas
tenía todos los colores del arco iris.
Los demás peces admiraban sus preciosas escamas y le
llamaban “el pez Arcoíris”.
¡Ven, pez Arcoíris! ¡Ven a jugar con nosotros! –le decían.
Pero el pez Arcoíris ni siquiera les contestaba, y pasaba
de largo con sus escamas relucientes.
Pero un día, un pececito azul quiso hablar con él.
¡Pez Arcoíris, pez Arcoíris! –Le llamó- Por favor, ¿me
regalas una de tus brillantes escamas? Son preciosas, ¡y
como tienes tantas. . . ¡
¿Qué te regale una de mis escamas? ¡Pero tú qué te has
creído! –Gritó enfadado el pez Arcoíris- ¡Venga, fuera de
aquí!
El pececito azul se alejó muy asustado. Cuando se
encontró con sus amigos, les dijo lo que le había
contestado el pez Arcoíris. A partir de aquel día nadie
quiso volver a hacerle caso, y ya ni le miraban; cuando se
acercaba a ellos, todos le daban la espalda.
¿De qué le servían ahora al pez Arcoíris sus brillantes
escamas, si nadie le miraba? Ahora era el pez más
solitario de todo el océano. Un día, Arcoíris le preguntó a
la estrella de mar:
¡Con lo guapo que soy . . .! ¿por qué no le gusto a nadie?
No lo sé –le contestó la estrella de mar-. Pregúntale al
pulpo Octopus, que vive en la cueva que hay detrás del
banco de coral. A lo mejor él tiene la respuesta.
El pez Arcoíris encontró la cueva. Era tan oscura que
casi no se veía nada. Pero, de pronto, en medio de la
oscuridad, se encontró con dos ojos brillantes que lo
miraban.
Te estaba esperando –le dijo Octopus con una voz muy
profunda-. Las olas me han contado tu historia. Escucha
mi consejo: regala a cada pez una de tus brillantes
escamas. Entonces, aunque ya no seas el pez más
hermosos del océano, volverás a estar muy contento.
Pero . . . Cuando el pez Arcoíris quiso contestarle,
Octopus ya había desaparecido.
“¿Qué regale mis escamas? ¿Mis preciosas escamas
brillantes? –pensó el pez Arcoíris, horrorizado. ¡De
ninguna manera! ¡No! ¿Cómo podría ser feliz sin ellas?”
De pronto, sintió que alguien le rozaba suavemente con
una aleta. ¡Era otra vez el pececito azul!
Pez Arcoíris, por favor, ¡no seas malo! Dame una de tus
escamas brillantes, ¡aunque sea una muy, muy
pequeñita! El pez Arcoíris dudó por un momento.“Si le
doy una escama brillante muy pequeñita –pensó-, seguro
que no la echaré de menos.”
Con mucho cuidado, para no hacerse daño, el pez
Arcoíris arrancó de su traje la escama brillante más
pequeña de todas.
¡Toma, te la regalo! ¡Pero ya no me pidas más! ¿eh?
¡Muchísimas gracias! –Contestó el pececito azul, loco de
alegría-. ¡Qué bueno eres, pez Arcoíris! El pez Arcoíris se
sentía muy raro. Siguió con la mirada al pececito azul
durante un buen rato, viendo cómo se alejaba, haciendo
zig-zags, y deslizándose como un rayo en el agua con su
escama brillante.
Al cabo de un rato, el pez Arcoíris se vio rodeado de
muchos otros peces que también querían que les regalase
una escama brillante. Y, ¡quién lo iba a decir! Arcoíris
repartió sus escamas entre todos los peces. Cada vez
estaba más contento. ¡Cuánto más brillaba el agua a su
alrededor, más feliz se sentía entre los demás peces!
Al final, sólo se quedó con una escama brillante para él.
¡Había regalado todas las demás! ¡Y era feliz! ¡Tan feliz
como jamás lo había sido!
¡Ven pez Arcoíris, ven a jugar con nosotros! –le dijeron
todos los peces.
¡Ahora mismo voy! –les contó el pez. Arcoíris, y se fue
contentísimo a jugar con sus nuevos amigos.
Marcus Pfister. El pez arcoíris y la cueva de los monstruos. Barcelona: Beascoa
En Paz
Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje la miel o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: cuando planté rosales, coseché siempre rosas.
...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas noches de mis penas; mas no me prometiste tú sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas...
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
Autor: Amado Nervo