Cuentos Infantiles Parte i

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CUENTOS INFANTILES PARTE I VARIOS AUTORES

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CUENTOS

INFANTILES

PARTE I VARIOS AUTORES

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CUENTOS INFANTILES

PARTE I

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ALADINO Y LA LÁMPARA MÁGICA

Érase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso

extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño

favor y como eran muy pobres aceptó.

-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.

-Sígueme – respondió el misterioso extranjero.

El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este

último iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de

una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había

visto.

- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre a estado ahí?

El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:

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-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lámpara de aceite. Lo

haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.

-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.

-Algo más- agrego el extranjero-.

No toques nada más, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi

lámpara de aceite.

El tono de voz con que el extranjero le dijo esto último, alarmó a Aladino. Por un

momento pensó huir, pero cambio de idea al recordar la moneda de plata y toda la

comida que su madre podía comprar con ella.

-No se preocupe, le traeré su lámpara, – dijo Aladino mientras se deslizaba por la

estrecha abertura.

Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lámpara de aceite que alumbraba

débilmente la cueva. Cuál no sería su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de

monedas de oro y piedras preciosas.

“Si el extranjero solo quiere su vieja lámpara -pensó Aladino-, o está loco o es un

brujo. Mmm, ¡tengo la impresión de que no está loco! ¡Entonces es un … !”

-¡La lámpara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.

-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a

deslizarse por la abertura.

¡No! ¡Primero dame la lámpara! -exigió el brujo cerrándole el paso

-¡No! Grito Aladino.

-¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva.

Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies

de Aladino.

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En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacia rodar una roca

para bloquear la entrada de la cueva.

Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría

atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo.

Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y

vueltas.

De repente, la cueva se llenó de una intensa luz rosada y un genio sonriente

apareció.

-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la

aparición, solo acertó a balbucear:

-Quiero regresar a casa.

Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lámpara de aceite

entre las manos.

Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lámpara.

-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.

La está frotando, cuando de improviso otro genio aún más grande que el primero

apareció.

-Soy el genio de la lámpara. ¿Que deseas? La madre de Aladino contemplando

aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

Aladino sonriendo murmuró:

-¿Porque no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?

Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos

manjares.

Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los

días durante muchos años.

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Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad

de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de

suplir todas sus necesidades.

Un día cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se

paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado

de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:

-¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que

quiero casarme.

-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.

Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de

hermosas joyas.

Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:

-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el

bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe

enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos

de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.

La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos

encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.

Tal vez el genio de la lámpara pueda ayudarnos -contestó Aladino. Como de

costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las órdenes de Aladino.

Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres

llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino,

cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban

a caballo.

-¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladino.

El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven

estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladino y

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Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado de el del

Sultán (con la ayuda del genio claro está).

El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su

esposo que era atento y generoso.

Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo

regreso a la ciudad disfrazado de mercader.

-¡Cambio lámparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices

sus lámparas viejas.

-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lámpara del genio.

Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lámpara y ahora era

demasiado tarde.

El brujo froto la lámpara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos,

Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana

del brujo.

-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre

Halima, viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.

Cuando Aladino regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían

desaparecido.

Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas. -Gran genio del anillo, ¿dime

que sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.

-El brujo que te empujo al interior de la cueva hace algunos años regresó mi amo,

y se llevó con él, tu palacio y esposa y la lámpara -respondió el genio.

Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.

-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta

donde se encuentran. Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del

palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a

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Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle

todo lo que le había sucedido.

-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -

susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de

envenenar al brujo. El genio del anillo les proporciono el veneno.

Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le

ofreció al brujo.

Sin quitarle los ojos de encima, espero a que se tomara hasta la última gota. Casi

inmediatamente este se desplomo inerte.

Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lámpara que se encontraba en el

bolsillo del brujo y la froto con fuerza.

-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.

¿Podemos regresar ahora?

-¡Al instante!- respondió Aladino y el palacio se elevó por el aire y floto

suavemente hasta el reino del Sultán.

El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una

gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino

para festejar el regreso de la joven pareja.

Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aún se pueden ver cada vez que

alguien brilla una vieja lámpara de aceite.

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BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS

Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis

blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros

como el azabache. Su nombre era Blancanieves.

A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su

madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada

madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara

al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la

niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

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Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con

rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche,

encontró una casita y entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda

imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy

pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete

camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas,

y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos,

que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el

corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana,

Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la

rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó

su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes

quedarte aquí y te cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles

la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los

despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para

ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa

de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de

vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete

montañas y llegó a casa de los enanitos.

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Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella

viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana,

al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a

la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a

Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron

amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que

seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos

como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd

de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días

los enanitos iban a velarla.

Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en

su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se

enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo

al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal

tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió

de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y

los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y

casarse con el príncipe.

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CAPERUCITA ROJA

Érase una vez una niña de pueblo, la más bonita que se haya podido ver nunca.

Su madre la quería con locura, y su abuela aún la quería más. Esta buena mujer

le había hecho a su nieta una capa roja con capucha, que le sentaba tan bien a la

niña, que por todas partes la llamaban Caperucita Roja.

Un día su madre, que había hecho unos pasteles muy ricos, le dijo:

-Ve a ver cómo se encuentra la abuela, pues me han dicho que está algo

enferma, y le llevas unos pastelitos y un tarrito de mantequilla.

Caperucita Roja salió enseguida hacia la casa de su abuela, que vivía en otro

pueblo. Al atravesar el bosque se encontró con el compadre lobo, que tenía

muchas ganas de comérsela, aunque no se atrevió, pues estaban cerca algunos

leñadores. Le preguntó que adónde iba, y la pobre niña, que no sabía que es

peligroso pararse a hablar con un lobo, le dijo:

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-Voy a ver a mi abuelita, y a llevarle estos pastelitos y este tarrito de mantequilla.

-¿Vive muy lejos? – le dijo el lobo.

-Oh, sí -contestó Caperucita-. ¿Ves aquel molino que se ve allá a lo lejos, pues en

cuanto lo pases, en la primera casa del pueblo.

-¡Pues mira por donde!-dijo el lobo-. Yo quiero ir a verla también; voy a ir por este

camino y tú lo harás por aquel otro; a ver quién llega antes.

El lobo echó a correr con todas sus fuerzas por el camino más corto, mientras que

la niña se fue por el camino más largo, entreteniéndose en coger avellanas,

corriendo detrás de las mariposas y haciendo ramilletes con las flores que

encontraba.

El lobo no tardó mucho tiempo en llegar a la casa de la abuelita. Llamó a la

puerta: Toc. toc.

-¿Quién es?

-Soy tu nieta, Caperucita Roja -dijo el lobo afinando la voz-, y te traigo unos

pastelitos y un tarrito de mantequilla que te manda mi madre.

La pobre abuela, que estaba en la cama porque se encontraba algo enferma, le

gritó:

-Tira de la aldabilla y se abrirá la puerta.

El lobo tiró de la aldaba y la puerta se abrió. Se abalanzó entonces sobre la buena

de la abuelita, devorándola en un santiamén, pues hacia más de tres días que no

probaba bocado. Después cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la

abuelita, esperando la llegada de Caperucita.

La niña llegó poco después y llamó a la puerta: Toc, toc.

-¿Quién es? -dijo el lobo.

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Caperucita Roja, al oir el vozarrón del lobo, tuvo miedo al principio, pero, creyendo

que su abuelita estaba ronca, respondió:

-Soy tu nieta, Caperucita Roja, y te traigo unos pastelitos y un tarrito de

mantequilla, que te envía mi mamá.

El lobo le gritó, endulzando un poco la voz:

-Tira de la aldabilla y se abrirá la puerta.

Caperucita Roja tiró de la aldabilla y la puerta se abrió. El lobo, viéndola entrar, le

dijo, ocultándose en la cama bajo las mantas:

-Deja los pastelitos y el tarrito de mantequilla encima de la cómoda y ven a

acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desnudó y fue a meterse en la cama; pero se quedó muy

sorprendida al ver cómo era su abuelita en camisa de dormir, y le dijo:

-Abuelita, ¡qué brazos más grandes tienes!

-Son para abrazarte mejor, hija mía.

-Abuelita, ¡qué piernas más grandes tienes!

-Son para correr mejor, niña mía.

-Abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

-Son para oírte mejor, mi niña.

-Abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

-Son para verte mejor, niña mía.

-Abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

-¡Son para comerte!

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Y diciendo estas palabras, el lobo malvado se arrojó sobre la pequeña Caperucita

y se la comió.

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EL ASNO Y EL PERRO

Un hombre poseía un perrito y un asno. El perrito era muy inteligente y juguetón;

el asno, muy trabajador, aunque un tanto torpe. El perrito era, en verdad,

sumamente gracioso y gran compañero de su amo, que le adoraba. Cuando el

hombre salía de la casa, siempre, al regresar, le traía alguna golosina, pues le

alegraba ver cómo el animalito daba grandes saltos para sacarle de las manos.

Celoso de tal predilección, el simple del burro se dijo un día, sin disimular su

envidia. – ¡Le premia por verle mover la cola, y por unos cuantos saltos le colma

de caricias! ¡Pues yo haré lo mismo! Se acercó saltando y, sin querer, le dio una

tremendo golpe a su dueño, quien, furioso, le condujo para atarle al pesebre.

Moraleja: Asume tu papel con optimismo: No todos sirven para hacer lo mismo.

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EL AVE FÉNIX

En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su

primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus

colores, arrobador su canto.

Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y

Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una

chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero

del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix.

Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte

abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la

única en el mundo.

El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores,

magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el

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ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor

de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de

sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.

Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores

de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores

amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de

Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada

sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se

desliza por las aguas sagradas del Ganges , y los ojos de la doncella hindú se

iluminan al verla.

¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se

desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez

la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.

¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción?

Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas

pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico

sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del

cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los

cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.

¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las

llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú

misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave

Fénix de Arabia.

En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol

de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!

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EL FLAUTISTA DE HAMELÍN

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo

muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron

de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que

merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos

graneros y la comida de sus bien provistas despensas.

Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor,

nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquietante plaga.

Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que

cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones

que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los

mismos gatos huían asustados.

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Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar

sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron:

“Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones”.

Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien

nadie había visto antes, y les dijo: “La recompensa será mía. Esta noche no

quedará ni un sólo ratón en Hamelín”.

Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su

flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de

sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba

incansable su flauta.

Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí

ni siquiera se veían las murallas de la ciudad.

Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al

flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron

aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan

contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz

desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.

A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los

prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa.

Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron:

“¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan

poca cosa como tocar la flauta?”.

Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la

espalda profiriendo grandes carcajadas.

Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que

hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.

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Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad

quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño

músico.

Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y

gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban

impedir que siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo

adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron.

En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros

y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso

manto de silencio y tristeza.

Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía

ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón

ni un niño.

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EL GATO CON BOTAS

Un molinero dejó, como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su

gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario.

Habrían consumido todo el pobre patrimonio.

El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le tocó

sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:

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-Mis hermanos -decía- podrán ganarse la vida convenientemente trabajando

juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito

con su piel, me moriré de hambre.

El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en

tono serio y pausado:

-No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un

par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no

es tan pobre como pensáis.

Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto

dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los

pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de

verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la

bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se

dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su

saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún

conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su

hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado,

cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el

maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.

Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir

a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el

rey, y le dijo:

-He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el

nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.

-Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.

En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando

en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida

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a ofrendarlas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió

también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber.

El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey

productos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del

río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:

-Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que

bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.

El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría.

Mientras se estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con

todas sus fuerzas:

-¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando!

Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato

que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran

rápidamente a socorrer al Marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al

pobre Marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que mientras su

amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber

gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido

debajo de una enorme piedra.

El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en

busca de sus más bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás. El Rey le

hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su

figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del Rey lo encontró muy de su

agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas

sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.

El Rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato,

encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo

encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:

-Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del

Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

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Por cierto que el Rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que

estaban segando.

-Es del señor Marqués de Carabás -dijeron a una sola voz, puesto que la

amenaza del gato los había asustado.

-Tenéis aquí una hermosa heredad -dijo el Rey al Marqués de Carabás.

-Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada

año.

El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que

cosechaban y les dijo:

-Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos

pertenecen al Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los

campos que veía.

-Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey

nuevamente se alegró con el Marqués.

El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos

encontraba; y el Rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués

de Carabás.

El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro,

el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían

pasado eran dependientes de este castillo.

El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era este ogro y de

lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan

cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió

en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.

-Me han asegurado -dijo el gato- que vos tenías el don de convertiros en cualquier

clase de animal; que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.

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-Es cierto -respondió el ogro con brusquedad- y para demostrarlo veréis cómo me

convierto en león.

El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se

trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían

para andar por las tejas.

Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el

gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.

-Además me han asegurado -dijo el gato- pero no puedo creerlo, que vos también

tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que

podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece

imposible.

-¿Imposible? -repuso el ogro- ya veréis-; y al mismo tiempo se transformó en una

rata que se puso a correr por el piso.

Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.

Entretanto, el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El

gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante

y le dijo al Rey:

-Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor Marqués de Carabás.

-¡Cómo, señor Marqués -exclamó el rey- este castillo también os pertenece! Nada

hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el

interior, por favor.

El Marqués ofreció la mano a la joven Princesa y, siguiendo al Rey que iba

primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que

el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo

día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el Rey estaba allí.

El Rey, encantado con las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás, al

igual que su hija, que ya estaba loca de amor viendo los valiosos bienes que

poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:

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-Sólo dependerá de vos, señor Marqués, que seáis mi yerno.

El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el Rey; y

ese mismo día se casó con la Princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no

corrió tras las ratas sino para divertirse.

Moraleja

En principio parece ventajoso

contar con un legado sustancioso

recibido en heredad por sucesión;

más los jóvenes, en definitiva

obtienen del talento y la inventiva

más provecho que de la posición.

Otra moraleja

Si puede el hijo de un molinero

en una princesa suscitar sentimientos

tan vecinos a la adoración,

es porque el vestir con esmero,

ser joven, atrayente y atento

no son ajenos a la seducción.

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EL GIGANTE EGOÍSTA

Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir

a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y

suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y

había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados

capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los

niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y

permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho

todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a

su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

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-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron

corriendo.

-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a

permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:

Prohibida la entrada.

Los transgresores serán procesados judicialmente.

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y

agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto

muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en

el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.

Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los

árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el

césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que

se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.

Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.

-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí

durante todo el año.

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La Nievecubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos

los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con

ellos, y el Viento aceptó.

Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los

capuchones de la chimeneas.

-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.

Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado

del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar

vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su

aliento era como el hielo.

-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante

egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este

tiempo cambiará!

Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a

todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

-Es demasiado egoísta- se dijo.

Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo,

el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.

Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música

deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los

músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante

su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que

le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar

sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó

hasta él, a través de la ventana abierta.

-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama

miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?

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Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños

habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en

sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un

niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños,

que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las

cabezas de los pequeños.

Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo

sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón

continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se

encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas

del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol

seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno

a él.

-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero

el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al

contemplar ese espectáculo.

-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha

venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol,

derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.

Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.

Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al

jardín.

Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y

en el jardín volvió a ser invierno.

Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que

no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió

cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció

inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos,

rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.

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Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y

la primavera volvió con ellos.

-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo

una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al

mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los

jardines que jamás habían visto.

Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del

gigante.

-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?-

preguntó.

El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.

-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado.

-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.

Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El

gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el

gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El

gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su

primer amiguito y a menudo hablaba de él.

-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.

Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más

débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar

a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.

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Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no

detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el

reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión

maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente

cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata

colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.

El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió

precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él,

su cara enrojeció de cólera y exclamó:

- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las

señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piecesitos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger

mi espada y matarle.

-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.

-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de

rodillas ante el pequeño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el

Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto,

bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.

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EL HOMBRE DE NIEVE

-¡Cómo cruje dentro de mi cuerpo! ¡Realmente hace un frío delicioso! -exclamó el

hombre de nieve-. ¡Es bien verdad que el viento cortante puede infundir vida en

uno! ¿Y dónde está aquel abrasador que mira con su ojo enorme?

Se refería al Sol, que en aquel momento se ponía.

-¡No me hará parpadear! Todavía aguanto firmes mis terrones.

Le servían de ojos dos pedazos triangulares de teja. La boca era un trozo de un

rastrillo viejo; por eso tenía dientes.

Había nacido entre los hurras de los chiquillos, saludado con el sonar de

cascabeles y el chasquear de látigos de los trineos.

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Acabó de ocultarse el sol, salió la Luna, una Luna llena, redonda y grande, clara y

hermosa en el aire azul.

-Otra vez ahí, y ahora sale por el otro lado -dijo el hombre de nieve. Creía que era

el sol que volvía a aparecer-. Le hice perder las ganas de mirarme con su ojo

desencajado. Que cuelgue ahora allá arriba enviando la luz suficiente para que yo

pueda verme. Sólo quisiera saber la forma de moverme de mi sitio; me gustaría

darme un paseo. Sobre todo, patinar sobre el hielo, como vi que hacían los niños.

Pero en cuestión de andar soy un zoquete.

-¡Fuera, fuera! -ladró el viejo mastín. Se había vuelto algo ronco desde que no era

perro de interior y no podía tumbarse junto a la estufa-. ¡Ya te enseñará el sol a

correr! El año pasado vi cómo lo hacía con tu antecesor. ¡Fuera, fuera, todos

fuera!

-No te entiendo, camarada -dijo el hombre de nieve-. ¿Es acaso aquél de allá

arriba el que tiene que enseñarme a correr?

Se refería a la luna.

-La verdad es que corría, mientras yo lo miraba fijamente, y ahora vuelve a

acercarse desde otra dirección.

-¡Tú qué sabes! -replicó el mastín-. No es de extrañar, pues hace tan poco que te

amasaron. Aquello que ves allá es la Luna, y lo que se puso era el Sol. Mañana

por la mañana volverá, y seguramente te enseñará a bajar corriendo hasta el foso

de la muralla. Pronto va a cambiar el tiempo. Lo intuyo por lo que me duele la pata

izquierda de detrás. Tendremos cambio.

«No lo entiendo -dijo para sí el hombre de nieve-, pero tengo el presentimiento de

que insinúa algo desagradable. Algo me dice que aquel que me miraba tan

fijamente y se marchó, al que él llama Sol, no es un amigo de quien pueda

fiarme».

-¡Fuera, fuera! -volvió a ladrar el mastín, y, dando tres vueltas como un trompo, se

metió a dormir en la perrera.

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Efectivamente, cambió el tiempo. Por la mañana, una niebla espesa, húmeda y

pegajosa, cubría toda la región. Al amanecer empezó a soplar el viento, un viento

helado; el frío calaba hasta los huesos, pero ¡qué maravilloso espectáculo en

cuanto salió el sol! Todos los árboles y arbustos estaban cubiertos de escarcha;

parecían un bosque de blancos corales. Se habría dicho que las ramas estaban

revestidas de deslumbrantes flores blancas. Las innúmeras ramillas, en verano

invisibles por las hojas, destacaban ahora con toda precisión; era un encaje

cegador, que brillaba en cada ramita. El abedul se movía a impulsos del viento;

había vida en él, como la que en verano anima a los árboles. El espectáculo era

de una magnificencia incomparable. Y ¡cómo refulgía todo, cuando salió el sol!

Parecía que hubiesen espolvoreado el paisaje con polvos de diamante, y que

grandes piedras preciosas brillasen sobre la capa de nieve. El centelleo hacía

pensar en innúmeras lucecitas ardientes, más blancas aún que la blanca nieve.

-¡Qué incomparable belleza! -exclamó una muchacha, que salió al jardín en

compañía de un joven, y se detuvo junto al hombre de nieve, desde el cual la

pareja se quedó contemplando los árboles rutilantes.

-Ni en verano es tan bello el espectáculo -dijo, con ojos radiantes.

-Y entonces no se tiene un personaje como éste -añadió el joven, señalando el

hombre de nieve- ¡Maravilloso!

La muchacha sonrió, y, dirigiendo un gesto con la cabeza al muñeco, se puso a

bailar con su compañero en la nieve, que crujía bajo sus pies como si pisaran

almidón.

-¿Quiénes eran esos dos? -preguntó el hombre de nieve al perr -. Tú que eres

mas viejo que yo en la casa, ¿los conoces?

-Claro -respondió el mastín-. La de veces que ella me ha acariciado y me ha dado

huesos. No le muerdo nunca.

-Pero, ¿qué hacen aquí? -preguntó el muñeco.

-Son novios -gruñó el can-. Se instalarán en una perrera a roer huesos. ¡Fuera,

fuera!

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-¿Son tan importantes como tú y como yo? -siguió inquiriendo el hombre de nieve.

-Son familia de los amos -explicó el perro-. Realmente saben bien pocas cosas los

recién nacidos, a juzgar por ti. Yo soy viejo y tengo relaciones; conozco a todos

los de la casa. Hubo un tiempo en que no tenía que estar encadenado a la

intemperie. ¡Fuera, fuera!

-El frío es magnífico -respondió el hombre de nieve-. ¡Cuéntame, cuéntame! Pero

no metas tanto ruido con la cadena, que me haces crujir.

-¡Fuera, fuera! -ladró el mastín-. Yo era un perrillo muy lindo, según decían.

Entonces vivía en el interior del castillo, en una silla de terciopelo, o yacía sobre el

regazo de la señora principal. Me besaban en el hocico y me secaban las patas

con un pañuelo bordado. Me llamaban «guapísimo», «perrillo mono» y otras

cosas. Pero luego pensaron que crecía demasiado, y me entregaron al ama de

llaves. Fui a parar a la vivienda del sótano; desde ahí puedes verla, con el cuarto

donde yo era dueño y señor, pues de verdad lo era en casa del ama. Cierto que

era más reducido que arriba, pero más cómodo; no me fastidiaban los niños

arrastrándome de aquí para allá. Me daban de comer tan bien como arriba y en

mayor cantidad. Tenía mi propio almohadón, y además había una estufa que, en

esta época precisamente, era lo mejor del mundo. Me metía debajo de ella y

desaparecía del todo. ¡Oh, cuántas veces sueño con ella todavía! ¡Fuera, fuera!

-¿Tan hermosa es una estufa? -preguntó el hombre de nieve ¿Se me parece?

-Es exactamente lo contrario de ti. Es negra como el carbón, y tiene un largo

cuello con un cilindro de latón. Devora leña y vomita fuego por la boca. Da gusto

estar a su lado, o encima o debajo; esparce un calor de lo más agradable. Desde

donde estás puedes verla a través de la ventana.

El hombre de nieve echó una mirada y vio, en efecto, un objeto negro y brillante,

con una campana de latón. El fuego se proyectaba hacia fuera, desde el suelo. El

hombre experimentó una impresión rara; no era capaz de explicársela. Le sacudió

el cuerpo algo que no conocía, pero que conocen muy bien todos los seres

humanos que no son muñecos de nieve.

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-¿Y por qué la abandonaste? -preguntó el hombre. Algo le decía que la estufa

debía ser del sexo femenino-. ¿Cómo pudiste abandonar tan buena compañía?

-Me obligaron -dijo el perro-. Me echaron a la calle y me encadenaron. Había

mordido en la pierna al señorito pequeño, porque me quitó un hueso que estaba

royendo. ¡Pata por pata!, éste es mi lema. Pero lo tomaron a mal, y desde

entonces me paso la vida preso aquí, y he perdido mi voz sonora. Fíjate en lo

ronco que estoy: ¡fuera, fuera! Y ahí tienes el fin de la canción.

El hombre de nieve ya no lo escuchaba. Fija la mirada en la vivienda del ama de

llaves, contemplaba la estufa sostenida sobre sus cuatro pies de hierro, tan

voluntariosa como él mismo.

-¡Qué manera de crujir este cuerpo mío! -dijo-. ¿No me dejarán entrar? Es un

deseo inocente, y nuestros deseos inocentes debieran verse cumplidos. Es mi

mayor anhelo, el único que tengo; sería una injusticia que no se me permitiese

satisfacerlo. Quiero entrar y apoyarme en ella, aunque tenga que romper la

ventana.

-Nunca entrarás allí -dijo el mastín-. ¡Apañado estarías si lo hicieras!

-Ya casi lo estoy -dijo el hombre-; creo que me derrumbo.

El hombre de nieve permaneció en su lugar todo el día, mirando por la ventana. Al

anochecer, el aposento se volvió aún más acogedor. La estufa brillaba

suavemente, más de lo que pueden hacerlo la luna y el sol, con aquel brillo

exclusivo de las estufas cuando tienen algo dentro. Cada vez que le abrían la

puerta escupía una llama; tal era su costumbre. El blanco rostro del hombre de

nieve quedaba entonces teñido de un rojo ardiente, y su pecho despedía también

un brillo rojizo.

-¡No resisto más! -dijo-. ¡Qué bien le sienta eso de sacar la lengua!

La noche fue muy larga, pero al hombre no se lo pareció. La pasó absorto en

dulces pensamientos, que se le helaron dando crujidos.

Por la madrugada, todas las ventanas del sótano estaban heladas, recubiertas de

las más hermosas flores que nuestro hombre pudiera soñar; sólo que ocultaban la

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estufa. Los cristales no se deshelaban, y él no podía ver a su amada. Crujía y

rechinaba; hacía un tiempo ideal para un hombre de nieve, y, sin embargo, el

nuestro no estaba contento. Debería haberse sentido feliz, pero no lo era; sentía

nostalgia de la estufa.

-Es una mala enfermedad para un hombre de nieve -dijo el perro-. También yo la

padecí un tiempo, pero me curé. ¡Fuera, fuera! Ahora tendremos cambio de

tiempo.

Y, efectivamente, así fue. Comenzó el deshielo.

El deshielo aumentaba, y el hombre de nieve decrecía. No decía nada ni se

quejaba, y éste es el más elocuente síntoma de que se acerca el fin.

Una mañana se desplomó. En su lugar quedó un objeto parecido a un palo de

escoba. Era lo que había servido de núcleo a los niños para construir el muñeco.

-Ahora comprendo su anhelo -dijo el perro mastín-. El hombre tenía un atizador en

el cuerpo. De ahí venía su inquietud. Ahora la ha superado. ¡Fuera, fuera!

Y poco después quedó también superado el invierno.

-¡Fuera, fuera! -ladraba el perro; pero las chiquillas, en el patio, cantaban:

Brota, asperilla, flor mensajera;

cuelga, sauce, tus lanosos mitones;

cuclillo, alondra, envíennos canciones;

febrero, viene ya la primavera.

Cantaré con ustedes

y todos se unirán al jubiloso coro.

¡Baja ya de tu cielo, oh, sol de oro!

¡Quién se acuerda hoy del hombre de nieve!

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EL HONRADO LEÑADOR

Había una vez un pobre leñador que regresaba a su casa después de una jornada

de duro trabajo. Al cruzar un puentecillo sobre el río, se le cayó el hacha al agua.

Entonces empezó a lamentarse tristemente:

-¿Cómo me ganaré el sustento ahora que no tengo hacha?

Al instante, ¡oh, maravilla!, una bella ninfa aparecía sobre las aguas y dijo al

leñador:

- Espera, buen hombre: traeré tu hacha.

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Se hundió en la corriente y poco después reaparecía con un hacha de oro entre

las manos. El leñador dijo que aquella no era la suya. Por segunda vez se

sumergió la ninfa, para reaparecer después con otra hacha de plata.

- Tampoco es la mía -dijo el afligido leñador.

Por tercera vez la ninfa buscó bajo el agua. Al reaparecer, llevaba en sus manos

un hacha de hierro.

-¡Oh, gracias, gracias! ¡Esa es la mía!

- Pero, por tu honradez, yo te regalo las otras dos. Has preferido la pobreza a la

mentira y te mereces el premio.

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EL PATITO FEO

¡Qué bien se estaba en el campo los días de verano! ¡Qué bonito era ver el trigo

amarillo, la avena verde y el heno amontonado en los verdes prados! La cigüeña,

sobre sus largas patas rojas, andaba por allí charlando en egipcio, idioma que

había aprendido de su madre. Circundaban los prados grandes bosques y, en

medio de ellos, había profundos lagos. Definitivamente, ¡el campo era maravilloso!

A pleno sol, se alzaba allí una vieja casa señorial rodeada por profundos canales;

desde lo alto del muro hasta el agua crecían grandes plantas de enormes hojas,

tan altas que un niño pequeño podría meterse debajo de ellas de pie. Aquel lugar

era tan salvaje y agreste como el más espeso de los bosques, y allí había

construido una pata su nido. Estaba empollando sus polluelos, pero ya empezaba

a perder la paciencia, pues apenas recibía visitas después de tanto tiempo como

llevaba. Los demás patos preferían nadar en los canales antes que pararse a

charlar con ella.

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Por fin, uno tras otro, fueron rompiéndose los huevos.

¡Pío, pío! -decían los patitos a medida que asomaban sus cabezas por el

cascarón.

-¡Cuac, cuac! -dijo la mamá pata, y entonces todos los patitos salieron

correteando lo mejor que sabían, y miraban por todas partes bajo las verdes

hojas; la madre los dejó mirar cuanto quisieron, porque el verde sienta bien a los

ojos.

-¡Qué grande es el mundo! -dijeron los pequeños. Naturalmente tenían ahora

muchísimo más espacio del que habían tenido dentro del huevo.

-¿Creéis, acaso, que esto es todo el mundo? -dijo su madre-. Pues debeis de

saber que se extiende más allá del jardín, hasta el campo del pastor; pero yo

nunca he ido tan lejos. ¡Bueno, ya estáis todos! -añadió levantándose del nido.

¡No, no los tengo todos! Ahí está todavía el huevo más grande. ¿Cuánto tiempo

va a tardar? ¡Ya me estoy cansando!

Y se sentó de nuevo a empollar.

-Bueno, ¿cómo anda todo? -dijo una vieja pata, que venía de visita.

-¡Falta un huevo, pero ya va tardando mucho -dijo la pata que empollaba-. No se

rompe por nada, pero fíjate en los otros. Son los patitos más preciosos que he

visto. Todos se parecen a su padre, el muy bribón, que ni siquiera ha venido a

verme.

-Déjame ver el huevo que no se rompe -dijo la pata vieja-. ¡Te apuesto a que es

huevo de pava! A mí también me engatusaron una vez y las pasé canutas con los

polluelos. Tenían miedo al agua, ¡no te digo más! De ninguna manera podía

hacerlos entrar en el agua; yo graznaba y los agarraba, pero de nada servía.

Déjame que vea el huevo. ¡Vaya, claro que es un huevo de pava! Déjalo ahí y

enseña a nadar a los otros.

-Voy a seguir empollándolo un rato -dijo la pata-. He estado tanto tiempo que bien

puedo seguir un poco más.

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-Allá tú -dijo la vieja pata, y se marchó contoneándose.

Al fin se rompió el enorme huevo. «¡Pío, pío!», dijo el polluelo y salió rodando. Era

grande y muy feo, y la pata exclamó:

-¡Es un patito terriblemente grande! -dijo-. No se parece a ninguno de los otros.

Pero no será jamás un pavito. Para saberlo…, ¡al agua con él! Yo misma lo

empujaré si es necesario.

El día siguiente fue espléndido; el sol lucía en las verdes hojas gigantescas. La

mamá pata, con toda su familia, se acercó al foso y… ¡Plum!, saltó al agua:

«¡Cuac, cuac!», dijo, y todos los patitos saltaron al agua uno tras otro; el agua les

cubrió la cabeza, pero al instante volvieron a aparecer, flotando de maravilla. Las

patas se movían por sí mismas sin ninguna dificultad y todos, incluso el patito

gordo y gris, salieron nadando.

-¡No, no es un pavo! -dijo la pata-. No hay más que ver con qué agilidad mueve

las piernas, y lo derecho que se mantiene. ¡No hay duda de que es uno de mis

pequeños! Y, después de todo, si se le mira con atención, vemos que es bastante

guapo. ¡Cuac, cuac! ¡Venid conmigo, que os enseñe el mundo y os presente en el

corral de los patos, pero estad siempre junto a mí, para que nadie os pise; y tened

mucho cuidado con el gato!

Y así entraron en el corral de los patos. Se había organizado un tremendo

escándalo en él, porque dos familias se disputaban la cabeza de una anguila, que

al final terminó en el estómago del gato.

-¡Ya veis, así anda el mundo! -dijo la madre de los patitos, relamiéndose el pico,

porque también a ella le hubiera gustado llevarse la cabeza de la anguila-. ¡Para

qué tenéis las piernas! -dijo-. Venga, vamos, y haced una reverencia al pasar ante

la anciana pata, la más distinguida de todos nosotros. Tiene sangre española, y

por eso es tan rolliza. ¡Y mirad: lleva una cinta roja en la pata! Es la distinción más

grande que puede mostrar un pato; significa que nadie piensa en quitarla de en

medio y será siempre respetada por todos, los animales y los hombres. ¡Bien

derechos, no dobléis las piernas! Un patito bien educado separa bien los pies,

como hacen papá y mamá. ¡Mirad: así! Haced una reverencia y decid: i Cuac!

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~ 47 ~

Y así lo hicieron; pero los patos que había por allí los miraron con desdén y

dijeron en voz alta:

-¡Vaya! Ahora tendremos también que aguantar a esta gentuza. ¡Como si no

fuésemos ya suficientes! ¡Qué horror, qué pinta tiene ese patito! ¡A ése no lo

soportamos! Y al momento se le echó encima un pato y le picoteó en el cuello.

-¡Déjalo tranquilo! -dijo la madre-. ¡No ha hecho daño a nadie!

-Sí, pero es demasiado grande y raro -dijo el pato que le había picado-, y habrá

que destriparlo.

-¡Vaya preciosidad de criaturas que tiene la mamá pata! -dijo la anciana con la

cinta en la pierna-. Todos son preciosos excepto ése, que ha salido algo raro. Me

gustaría que lo hiciese de nuevo.

-No puede ser, señora -dijo la madre de los patitos-. No tiene buena presencia,

pero tiene un carácter muy cariñoso, y nada tan bien como los otros, y me

atrevería a decir que incluso mejor. Espero que cuando crezca mejore su aspecto

y, con el tiempo, no se vea tan grande. ¡Ha permanecido demasiado tiempo en el

cascarón, por lo que no ha sacado la proporción debida! Y entonces le acarició el

cuello con el pico y le alisó el plumón. Además, es un pato macho -agregó-; así

que no importa tanto que sea un poco feo. Espero que se haga muy fuerte, para

que tenga éxito en la vida.

-Los otros patitos son encantadores -dijo la vieja-. Quiero que os sintáis como en

vuestra propia casa y, si encontráis una cabeza de anguila, podéis traérmela.

Con estas palabras de la vieja pata, se consideraron como si fueran de la familia.

Pero el pobre patito que había salido el último del huevo y que era tan feo, recibió

picotazos, empujones y burlas, tanto por parte de los patos como de las gallinas.

-¡Es demasiado grande y feo! -decían todos, y el pavo que había nacido con

espuelas, por lo que se creía un emperador, se infló como un barco a toda vela,

se fue derecho hacia él y comenzó a hacer glu-glu hasta que se puso rojo como

un tomate. El pobre patito no se atrevía ni a moverse; estaba muy triste de ser tan

feo y de ser la burla de todo el corral.

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Así pasó el primer día. Después las cosas fueron empeorando. El patito sufrió la

persecución de todos, incluso sus hermanos se portaron muy mal con él y no

paraban de decirle:

-¡A ver si te agarra el gato, espantajo!

Y su madre decía:

-¡Qué lástima que no se pierda por el campo!

Y los patos le picaban, las gallinas le picoteaban y la muchacha que traía de

comer a los animales, un día incluso le dio un puntapié.

Harto de todo el patito huyó del corral. Saltó revoloteando sobre el seto, y los

pajarillos que estaban en los arbustos salieron volando espantados:

-¡Es que soy tan feo! -pensó el patito, y cerró los ojos, pero sin dejar de correr. De

esta forma llegó al gran pantano, donde viven los patos salvajes. Allí pasó toda la

noche, abrumado de cansancio y pesadumbre.

Por la mañana alzaron el vuelo los patos silvestres y observaron al nuevo

compañero:

-¿Quién eres tú? -preguntaron, y el patito hizo reverencias a todos lados y saludó

lo mejor que sabía.

-¡Qué feo eres! -dijeron los patos salvajes-. Pero a nosotros nos trae sin cuidado,

con tal que no pretendas casarte con alguna de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Él no tenía la más mínima intención de contraer matrimonio, a lo

más que aspiraba era a que le permitiesen reclinarse en los juncos y beber un

poco de agua del pantano.

Allí pasó dos días enteros, hasta que llegó una pareja de gansos silvestres. No

hacía mucho que habían salido del cascarón, por lo que eran muy impulsivos.

-¡Oye, compañero! -dijeron-. Eres tan feo que nos caes bien. ¿Te vienes con

nosotros a otras tierras? Aquí, en el pantano de al lado, viven unas preciosas

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gansas silvestres, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la

ocasión para conseguir tu felicidad, por feo que seas.

-¡Bang, bang! -retumbó de pronto por encima de ellos, y los dos gansos silvestres

cayeron muertos en los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Volvieron a

retumbar en el aire nuevos disparos y bandadas de gansos salvajes se elevaron

de los juncos. Era una cacería en toda regla; los cazadores rodeaban el pantano,

incluso algunos se sentaban en las ramas de los árboles extendidas sobre los

juncos. El humo azul se elevaba por entre los oscuros árboles y se mantenía

suspendido sobre el agua, como nubes.

Por el lodo del pantano llegaron chapoteando los perros de caza. Juncos y cañas

se movían en todos los sentidos; fue espantoso para el pobre patito, que inclinó la

cabeza para meterla bajo el ala; pero, en ese preciso instante apareció junto a él

un perro enorme y espantoso, con la lengua colgándole de la boca y los ojos

terriblemente brillantes; acercó su hocico al patito, mostró sus agudos dientes y…

¡clac!, se marchó otra vez sin tocarlo.

-¡Uf, menos mal! -suspiró el patito-. ¡Soy tan feo que ni siquiera el perro tiene

ganas de comerme!

Y se estuvo muy quieto, mientras los perdigones silbaban entre los juncos y, uno

tras otro, los disparos atronaban el aire.

Hasta bien entrado el día no volvió a quedar todo en calma, pero el pobre polluelo

no se atrevió a levantarse; esperó varias horas aún antes de salir del pantano con

toda la rapidez que pudo. Corrió por campos y prados; pero hacía mucho viento,

lo que le hacía más difícil la carrera.

Hacia el anochecer llegó a una pobre casita de labradores; era tan miserable que

ni siquiera sabía de qué lado caerse, por lo que se mantenía en pie. El viento

silbaba tan ferozmente en torno al patito, que éste tuvo que sentarse sobre la cola

para no ser arrastrado por el huracán, que soplaba cada vez con mayor fuerza.

Entonces vio que la puerta se había desprendido de una bisagra y colgaba tan

torcida, que a través de la abertura podía colarse en la cocina, y así lo hizo.

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Vivía allí una anciana con su gato y su gallina; el gato, al que llamaba Hijito, sabía

encorvar la espalda y ronronear, y hasta echaba chispas, si se le acariciaba a

contrapelo; la gallina tenía unas patas muy pequeñas y cortas, por lo que la

llamaban Gallinita Patas Cortas; ponía buenos huevos y la vieja la quería como si

fuera hija suya.

Por la mañana descubrieron sin tardanza al extraño patito y el gato comenzó a

ronronear y la gallina a cloquear.

-¿Qué pasa? -exclamó la mujer mirando a su alrededor, pero su vista no era

buena, y así creyó que el patito era una pata gorda que se había extraviado.

-¡Qué agradable sorpresa! -dijo-. ¡Ahora podré tener huevos de pata, con tal de

que no sea macho! Vamos a verlo.

Y el patito fue admitido a prueba durante tres semanas, pero no hubo huevo

alguno. Y el gato era el señor de la casa y la gallina era la señora, y solían decir:

-Nosotros y el mundo -porque creían que ellos eran la mitad y la mejor parte.

El patito pensaba de otra manera, pero la gallina no le permitió expresar su

opinión.

-¿Sabes poner huevos? -le preguntó la gallina.

-¡No!

-Entonces será mejor que no abras la boca.

Y el gato dijo:

-¿Sabes encorvar el lomo, ronronear y echar chispas?

-¡No!

Entonces no tienes que opinar cuando habla la gente sensata.

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Y el patito se sentó en un rincón, muy desanimado; entonces pensó en el aire

fresco y en la luz del sol; le acometió un extraño antojo de flotar en el agua, hasta

que al fin no pudo más y se lo contó a la gallina.

-¿Qué es lo que te pasa? -preguntó ella-. No tienes nada que hacer, por eso te

vienen esos caprichos. Pon huevos o ronronea, verás cómo se te quitan esas

ideas.

-Pero es muy agradable nadar -dijo el patito-. ¡Es tan delicioso meter la cabeza y

bucear hasta el fondo!

-Pues sí que debe ser divertido -dijo la gallina-. ¡Vaya loco que estás hecho!

Pregúntale al gato, que es el ser más listo que conozco, si le gusta flotar en el

agua o bucear. Pregúntale a nuestra ama, la vieja, que no hay nadie en el mundo

más listo que ella. ¿Crees tú que se le ocurre flotar en el agua y meter la cabeza?

-¡No me comprendes! -dijo el patito.

-Claro que no te comprendo, ni sé quién te podrá entender; no pretenderás nunca

ser más listo que el gato y que la señora, por no hablar de mí misma. ¡No seas

tonto, muchacho!, y da gracias por todas las cosas buenas que has conseguido

hasta ahora. ¿No te encuentras en un hogar cálido y confortable y tienes buenos

compañeros de los que algo podrás aprender? Pero veo que eres un tonto y no

resulta divertido que permanezcas aquí. Puedes creerme que lo hago por tu bien;

te digo cosas desagradables, pero sólo los verdaderos amigos dicen las verdades,

porque te quieren. Lo que has de hacer es poner huevos y aprender a ronronear y

a echar chispas.

-Creo que me iré al ancho mundo -dijo el patito.

-Pues vete -dijo la gallina.

Y el patito se marchó; se zambulló en el agua, buceó, pero los demás animales no

le hacían caso por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño; en el bosque, las hojas se volvieron amarillas y rojas, el

viento las arrancó, y ellas danzaron en remolinos bajo el cielo frío; flotaban las

nubes cargadas de granizo y de nieve, y sobre la cerca se posaba el cuervo y

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chillaba: «¡Au, au!», del frío que tenía. Sí, uno se quedaba helado si pensaba en

ello; el pobre patito lo pasaba muy mal.

Una tarde cuando el sol se ponía plácidamente, salió de entre los arbustos toda

una banda de hermosas y grandes aves. El patito nunca había visto ninguna tan

hermosa, de un blanco resplandeciente, con largos y flexibles cuellos. Eran

cisnes, que, lanzando un grito fantástico, extendieron sus espléndidas y largas

alas y escaparon volando de las tierras frías a los países cálidos, hacia el mar

libre; se elevaron muy altos, muy altos y el patito feo se sintió extrañamente

inquieto. Giró en el agua como una rueda, levantó el cuello en dirección a ellos y

lanzó un grito tan agudo y extraño que hasta él mismo se asustó. ¡Ah, jamás

podría olvidar a aquellos maravillosos y felices pájaros! En cuanto los perdió de

vista, buceó hasta el fondo y, cuando volvió a salir a la superficie, estaba como

fuera de sí. No sabía cómo se llamaban los pájaros, ni hacia dónde volaban, pero

les tenía un afecto tal como no había sentido antes por nadie. No les envidiaba,

porque no podía permitirse desear para sí semejante esplendor. Se hubiera dado

por satisfecho con que los patos lo hubieran admitido con ellos. ¡Pobre animal, feo

y estrafalario!

Y llegó el invierno, extremadamente frío; el patito se veía obligado a nadar para

impedir que el agua se volviese hielo; pero cada noche el hueco en que nadaba

se iba haciendo más y más pequeño; terminó por helarse, por lo que se oía crujir

la capa de hielo; el patito tenía que mover constantemente las piernas para que el

agua no se congelase; al final estaba tan fatigado que se tendió completamente

inmóvil sobre el hielo, esperando su final.

A la mañana siguiente, muy temprano, pasó un campesino, que lo vio y,

rompiendo el hielo con su zueco, lo recogió y se lo llevó a su mujer. Entre los dos

lo reanimaron.

Los niños querían jugar con él, pero el patito feo creyó que le iban a hacer daño y

se metió, espantado, justo en el cántaro de leche, con lo que la leche se vertió por

la cocina. La mujer comenzó a gritar alzando los brazos al cielo y, entonces voló a

la artesa, donde estaba la mantequilla y después al barril de la harina; cuando

salió de él ¡qué aspecto tenía! La mujer chillaba y lo perseguía con las tenazas de

la lumbre, y los niños se empujaban unos a otros para atrapar al patito, riendo y

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gritando. Fue una suerte que la puerta estuviese abierta; escapó por entre los

arbustos a la nieve recién caída, y se tendió en ella como atontado.

Pero resultaría demasiado penoso enumerar todos los apuros y desdichas que

tuvo que sufrir durante el duro invierno… Permanecía entre los juncos del pantano

cuando el sol volvió a calentar de nuevo; las alondras cantaban; había llegado la

primavera.

Entonces agitó de golpe sus alas, resonaron éstas más fuertes que de costumbre

y lo elevaron vigorosamente. Casi sin darse cuenta se encontró en un vasto

jardín, donde los manzanos estaban en flor y las lilas exhalaban su aroma y

colgaban de las largas y verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Qué delicioso

era disfrutar de este sitio lleno de la fragancia de la primavera! De pronto, justo

enfrente de donde él se encontraba, salieron de la espesura tres magníficos

cisnes blancos, con el plumaje inflado, y se deslizaron suavemente sobre el agua.

El patito reconoció los espléndidos animales y se sintió sobrecogido por una

extraña melancolía.

-¡Volaré hacia esas regias aves! Sé que me matarán a picotazos, por atreverme,

tan feo como soy, a acercarme a ellos. Pero ¡qué importa! ¡Prefiero que ellos me

maten a que me picoteen los patos, me piquen las gallinas, me desprecie la moza

que cuida del corral y tenga que sufrir los rigores del invierno!

Y así, voló hasta el agua y nadó en dirección a los espléndidos cisnes. Éstos le

vieron y se lanzaron hacia él con las plumas erizadas.

-¡Matadme, matadme si queréis! -dijo el pobre animal, e inclinó la cabeza sobre el

agua a esperar la muerte. Pero ¿qué es lo que vio en el agua transparente? Vio

bajo él su propia imagen, pero ya no era un torpe pájaro gris oscuro, feo y

repugnante: era un cisne.

¡Poco importa haber nacido en un corral de patos, cuando se ha salido de un

huevo de cisne!

Se sentía compensado de sobra por todas las penalidades y contratiempos que

había sufrido; pensaba sólo en su felicidad, en toda la belleza y alegría que le

esperaba.

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Y los grandes cisnes nadaban en torno suyo y lo acariciaban con el pico.

Habían entrado en el jardín unos niños que echaron pan y trigo al agua, y el más

pequeño gritó:

-¡Hay un cisne nuevo! -y los otros niños exclamaron con gritos de júbilo:

-¡Sí, ha venido uno nuevo!

Y batieron palmas y bailaron alrededor. Fueron después corriendo a buscar a sus

padres, y echaron pan y galletas al agua y todos dijeron:

-¡El nuevo es el más hermoso! ¡Tan joven y tan esbelto!

Y los cisnes mayores se inclinaron ante él.

Entonces sintió mucha vergüenza y hundió la cabeza bajo las alas, no sabía por

qué; era inmensamente feliz, pero no sentía ni pizca de orgullo, porque un buen

corazón nunca se vuelve orgulloso; pensó de qué manera había sido perseguido y

escarnecido y ahora oía a todos decir que era la más espléndida de las aves, la

más hermosa. Y las lilas inclinaban sus ramas ante él hasta tocar el agua, y el sol

brillaba cálido y amable. Entonces ahuecó sus plumas, irguió su esbelto cuello y

se llenó de gozo su corazón.

-No soñé jamás que una felicidad semejante fuera posible cuando sólo era un

patíto feo.

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EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO

Érase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando

por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura

que era en todo exacto a él.

-¡Sí que es casualidad! – dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de

agua.

Es cierto – reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres

de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que

llevas tú.

Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado

y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.

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-Eres exacto a mi – repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas

del mendigo.

Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al

mendigo vestido en aquellos momentos con los ropajes de principe.

El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.

Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar

inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas

más duras, por un miserable jornal. Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el

país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército,

mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres.

Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con

increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto

rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla.

¿Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así?

Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre.

Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón

de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al

pueblo, ansioso de riquezas.

Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que

le arrojasen un pedazo de pan.

El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo

poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al

arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban

tres rayitas rojas.

-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general.

Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero

rey y, con su autoridad, ciñó la corona en las sienes de su autentico dueño.

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El príncipe había sufrido demasiado y sabía perdonar. El usurpador no recibió

mas castigo que el de trabajar a diario.

Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad

él respondía: Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy

puedo ser un buen rey.

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EL PRINCIPITO (FRAGMENTO)

Entonces apareció el zorro.

-Buenos días -dijo el zorro.

-Buenos días -respondió cortésmente el principito, que se dio vuelta, pero no vio

nada.

-Estoy acá -dijo la voz- bajo el manzano…

-¿Quién eres? -dijo el principito-. Eres muy lindo…

-Soy un zorro -dijo el zorro.

-Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-. ¡Estoy tan triste!…

-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-. No estoy domesticado.

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-¡Ah! Perdón -dijo el principito. Pero, después de reflexionar, agregó:

-¿Qué significa «domesticar»?

-No eres de aquí -dijo el zorro-. ¿Qué buscas?

-Busco a los hombres -dijo el principito-. ¿Qué significa «domesticar»?

-Los hombres -dijo el zorro- tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También crían

gallinas. Es su único interés. ¿Buscas gallinas?

No -dijo el principito-. Busco amigos. ¿Qué significa «domesticar»?

-Es una cosa demasiado olvidada -dijo el zorro-. Significa «crear lazos».

-¿Crear lazos?

-Sí -dijo el zorro-. Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a

cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti

más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos

necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en

el mundo…

-Empiezo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor… Creo que me ha

domesticado…

-Es posible -dijo el zorro-. ¡En la Tierra se ve toda clase de cosas…!

-¡Oh! No es en la Tierra -dijo el principito. El zorro pareció muy intrigado:

-¿En otro planeta?

-Sí

-¿Hay cazadores en ese planeta?

-No.

-¡Es interesante eso! ¿Y gallinas?

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-No.

-No hay nada perfecto -suspiró el zorro. Pero el zorro volvió a su idea:

-Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se

parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me

domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será

diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El

tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¡mira!

¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los

campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos

color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado

será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…

El zorro calló y miró largo tiempo al principito:

-¡Por favor… domestícame! -dijo.

-Bien lo quisiera -respondió el principito-, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que

encontrar amigos y conocer muchas cosas

-Sólo se conocen las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no

tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero

como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si

quieres un amigo, ¡domestícame!

-¿Qué hay que hacer? -dijo el principito.

-Hay que ser muy paciente -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco

lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es

fuente de malentendidos Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca…

Al día siguiente volvió el principito. -Hubiese sido mejor venir a la misma hora -dijo

el zorro-. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz

desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me

sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a

cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón… Los ritos son

necesarios.

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-¿Qué es un rito? -dijo el principito.

-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día

sea diferente de los otros días: una hora, de las otras horas. Entre los cazadores,

por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves

es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no

bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:

-¡Ah!… -dijo el zorro-. Voy a llorar.

-Tuya es la culpa -dijo el principito-. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te

domesticara…

-Sí-dijo el zorro.

-¡Pero vas a llorar! -dijo el principito.

-Sí-dijo el zorro.

-Entonces, no ganas nada.

-Gano -dijo el zorro-, por el color de trigo. Luego, agregó:

-Ve y mira nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el

mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver nuevamente a las rosas:

-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún -les dijo-. Nadie os ha

domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era

más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es

único en el mundo.

Y las rosas se sintieron bien molestas.

-Sois bellas, pero estáis vacías -les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras.

Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella

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sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he

regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella

la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas

maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a

quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que

ella es mi rosa.

Y volvió hacia el zorro:

-Adiós -dijo.

-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el

corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

-Lo esencial es invisible a los ojos -repitió el principito, a fin de acordarse.

-El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.

-El tiempo que perdí por mi rosa… -dijo el principito, a fin de acordarse.

-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-. Pero tú no debes olvidarla.

Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de

tu rosa…

-Soy responsable de mi rosa… -repitió el principito, a fin de acordarse.

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EL REY ARTURO

El joven rey Arturo fue sorprendido y apresado por el monarca del reino vecino

mientras cazaba furtivamente en sus bosques. El rey pudo haberlo matado en el

acto, pues tal era el castigo para quienes violaban las leyes de la propiedad, pero

se conmovió ante la juventud y la simpatía de Arturo y le ofreció la libertad,

siempre y cuando en el plazo de un año hallara la respuesta a una pregunta difícil.

La pregunta era: Que quiere realmente la mujer?. Semejante pregunta dejaría

perplejo hasta al hombre más sabio y al joven Arturo le pareció imposible

contestarla.

Con todo, aquello era mejor que morir ahorcado, de modo que regreso a su reino

y empezó a interrogar a la gente. A la princesa, a la reina, a las prostitutas, a los

monjes, a los sabios y al bufón de la corte…, en suma, a todos pero nadie le pudo

dar una respuesta convincente. Eso sí, todos le aconsejaron que consultara a la

vieja bruja, pues solo ella sabría la respuesta. El precio seria alto, ya que la vieja

bruja era famosa en todo el reino por el precio exorbitante que cobraba por sus

servicios.

Llego el ultimo día del año convenido y Arturo no tuvo mas remedio que consultar

a la hechicera. Ella accedió a darle una respuesta satisfactoria a condición de que

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~ 64 ~

primero aceptara el precio: !Ella quería casarse con Gwain, el caballero más noble

de la Mesa Redonda y el mas intimo amigo de Arturo!. El joven Arturo le miro

horrorizado: era jorobada y feisima, tenia un solo diente, despedía un hedor que

daba nauseas, hacia ruidos obscenos… Nunca se había topado con una criatura

tan repugnante. Se acobardo ante la perspectiva de pedirle a su amigo de toda la

vida que asumiera por él esa carga terrible. No obstante, al enterarse del pacto

propuesto, Gwain afirmo que no era un sacrificio excesivo a cambio de la vida de

su compañero y la preservación de la Mesa Redonda.

Se anuncio la boda y la vieja bruja, con su sabiduría infernal, dijo: Lo que

realmente quiere la mujer es : ¡ser la soberana de su propia vida!.

Todos supieron al instante que la hechicera había dicho una gran verdad y que el

joven rey Arturo estaría a salvo. Así fue: al oir la respuesta, el monarca vecino le

devolvió la libertad.

Pero menuda boda fue aquella,… asistió la corte en pleno y nadie se sintió mas

desgarrado entre el alivio y la angustia, que el propio Arturo.

Gwain se mostró cortes, gentil y respetuoso, La vieja bruja hizo gala de sus

peores modales, engullo la comida directamente del plato sin usar los cubiertos,

emitió ruidos y olores espantosos. Llego la noche de bodas:

Cuando Gwain, ya preparado para ir al lecho nupcial aguardaba a que su esposa

se reuniera con él, … ella apareció con el aspecto de la doncella Más hermosa

que un hombre desearía ver!… Gawain quedo estupefacto y le preguntó que

había sucedido. La joven respondió que como había sido cortés con ella, la mitad

del tiempo se presentaría con su aspecto horrible y la otra mitad con su aspecto

atractivo. ¿Cual prefería para el día y cual para la noche?

¡Que pregunta cruel!… Gwain se apresuro a hacer cálculos… ¿quería tener

durante el día a una joven adorable para exhibirla ante sus amigos y por las

noches en la privacidad de su alcoba a una bruja espantosa? o ¿prefería tener de

día a una bruja y a una joven hermosa en los momentos íntimos de su vida

conyugal?…

Nota del Autor: ¿Ustedes que hubieran preferido… que hubieran elegido?

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La elección que hizo Gwain está más abajo, pero antes de leerla tomen su

decisión…

El noble Gawain replico que la dejaría elegir por sí misma. Al oír esto, ella le

anuncio que sería una hermosa dama de día y de noche, porque él la había

respetado y le había permitido ser dueña de su vida.

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EL RUISEÑOR

En China, como sabes, el Emperador es chino, y chinos son también todos sus

súbditos. Hace ya muchos años de esto, pero por eso mismo, antes de que se

olvide, merece la pena que escuches esta historia.

El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo, todo él de la más fina

porcelana, tan precioso pero tan frágil que había que extremar las precauciones

antes de tocar nada. En el jardín abundaban las flores más preciosas, y de las

más maravillosas pendían campanillas de plata que tintineaban para que nadie

pudiera pasar ante ellas sin observarlas. Sí, en el jardín del Emperador todo

estaba diseñado con sumo ingenio, y era tan extenso que hasta el mismo

jardinero desconocía dónde estaba su final. En el caso de que lograras alcanzarlo,

te encontrarías con el bosque más espléndido, con altos árboles y profundos

lagos. Aquel bosque llegaba hasta el hondo mar, que era de un azul intenso;

grandes embarcaciones podían navegar bajo las ramas, y en ellas vivía un

ruiseñor que cantaba como los ángeles, tan bien lo hacía que, incluso el pobre

pescador, a pesar de sus muchas preocupaciones, cuando salía por la noche a

recoger las redes, se detenía a escuchar su alegre canto.

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-¡Dios mío, qué trinos más hermosos! -exclamaba; pero tenía que atender a sus

tareas y se olvidaba del pájaro, aunque sólo hasta la siguiente noche; al

escucharlo de nuevo, repetía:

-¡Dios mío, qué melodía tan hermosa!

De todos los países del mundo llegaban viajeros a la ciudad imperial, a la que

admiraban tanto como al palacio y al jardín; pero cuando oían al ruiseñor, siempre

decían:

-¡Pero esto es lo mejor!

De regreso a sus tierras los viajeros lo contaban, y los sabios escribían muchos

libros sobre la ciudad, el palacio y el jardín, pero no olvidaban nunca al ruiseñor, al

que consideraban lo más importante; y los poetas componían inspiradísimos

poemas sobre el ruiseñor que cantaba en el bosque, junto al hondo mar.

Aquellos libros dieron la vuelta al mundo, y algunos llegaron hasta el Emperador.

Sentado en su trono de oro leía y leía, y de vez en cuando hacía con la cabeza

gestos de aprobación, pues le complacía leer aquellas magníficas descripciones

de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo, sin embargo, es el

ruiseñor», decía el libro.

-¿Qué es esto? -gritó el Emperador-. ¿El ruiseñor? ¡Jamás he oído hablar de él!.

¿Hay un pájaro semejante en mi Imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me

ha hablado de él. ¡Y tengo que enterarme leyéndolo en los libros!

Y entonces llamó al mayordomo de palacio, que era tan importante que, cuando

una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra para preguntarle

algo, se limitaba a contestar:

-¡P!-, que no significaba nada.

-¡Tenemos aquí un pájaro extraordinario, llamado ruiseñor! -dijo el Emperador-.

Dicen que es lo mejor que existe en mi Imperio. ¿Por qué no me han hablado

nunca de él?

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-Nunca he oído ese nombre -dijo el mayordomo-. Jamás ha sido presentado en la

Corte.

-¡Pues ordeno que venga aquí esta noche a cantar para mí! -dijo el Emperador-.

El mundo entero conoce lo que tengo, menos yo.

-Jamás he oído ese nombre -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré.

¿Pero dónde encontrarlo? El mayordomo subió y bajó todas las escaleras y

recorrió salas y pasillos. Nadie de cuantos interrogó había oído hablar del

ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que probablemente era

una de esas fábulas que ponen en los libros.

-Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y

algo que llaman magia negra.

-Pero el libro donde lo he leído me lo ha enviado el poderoso emperador del

Japón -dijo el Soberano-; por lo tanto, no puede contener falsedades. ¡Quiero oír

al ruiseñor! ¡Que acuda esta noche a mi presencia! Es mi imperial deseo. Si no se

presenta, todos los cortesanos serán pateados en el estómago después de cenar.

-¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo, y corriendo a subir y bajar escaleras y a atravesar

salas y pasillos, y media Corte corriendo con él, pues a nadie le hacía gracia que

le dieran patadas en la barriga. Todos preguntaban por el extraordinario ruiseñor,

conocido por todo el mundo, pero que la Corte no conocía.

Finalmente dieron en la cocina con una pobre moza, que dijo:

-¡Dios mío, el ruiseñor! Pues claro que lo conozco. ¡Qué bien canta! Todas las

noches me permiten que lleve algunas sobras de la mesa a mi pobre madre

enferma, que vive cerca de la playa, y al regresar estoy tan cansada que me

siento a descansar en el bosque. Entonces oigo al ruiseñor. Se me llenan los ojos

de lágrimas, como si me besara mi madre . Es un recuerdo que me embarga de

emoción.

-Pequeña friegaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y

permiso para ver comer al Emperador, si nos traes al ruiseñor, pues está citado

para esta noche.

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Todos se dirigieron al bosque, donde el ruiseñor solía cantar; media Corte

formaba la expedición. Nada más llegar, comenzó a mugir una vaca.

-¡Oh! -exclamó un cortesano-. ¡Ya lo tenemos! ¡Pero qué fuerza tan extraordinaria

para un animal tan pequeño! Sin embargo, estoy seguro de haberlo oído antes.

-No, eso es una vaca que muge -dijo la muchacha-. Aún tenemos que andar

mucho para llegar al sitio.

Luego oyeron las ranas croando en una charca.

-¡Magnífico! -exclamó el capellán imperial de los chinos-. Ya lo oigo, suena como

campanillas de iglesia.

-¡Que va, si son las ranas! -contestó la moza-. Pero creo que pronto lo oiremos.

Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.

-¡Es él! -dijo la muchachita-. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! -y señaló un pajarito

gris posado en una rama.

-¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar!

Sin duda que ha perdido el color al ver a unos personajes tan distinguidos que

han venido a verlo.

-¡Pequeño ruiseñor! -dijo en voz alta la muchachita-, ¡nuestro gracioso Emperador

quiere que cantes para él.

-¡Con sumo placer! -respondió el ruiseñor, y lo dijo cantando que daba gusto oírlo.

-¡Parecen campanitas de cristal! -observó el mayordomo.

-¡Miren cómo emplea su garganta! Es raro que nunca lo hayamos oído. Causará

sensación en la Corte.

-¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el ruiseñor, que

creía que el Emperador estaba allí.

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-Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo-, tengo el grato honor de

invitaros a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podréis deleitar a Su

Imperial Majestad con vuestro delicioso canto.

-Suena mejor en el bosque -dijo el ruiseñor; pero los acompañó de buen grado

cuando le dijeron que era un deseo del Emperador.

En palacio todo había sido pulido y abrillantado. Las paredes y el suelo, que eran

de porcelana, brillaban a la luz de miles de lámparas de oro. Las flores más

exquisitas, dispuestas con sus campanillas, habían sido colocadas en los pasillos;

las constantes carreras de los cortesanos por los corredores, para que todo

estuviera en su punto, producían tales corrientes de aire que las campanillas no

cesaban de sonar y no podía oírse ni la propia voz de uno.

En medio del gran salón donde se sentaba el Emperador, había una percha de

oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña pinche de

cocina había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues ya era

considerada como una cocinera de la Corte. Todos llevaban sus vestidos de gala,

y todos miraban al pajarillo gris, a quien el Emperador hizo la señal de que podía

comenzar.

Y el ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas asomaron a los ojos del

Emperador; y cuando el pájaro las vio surcar sus mejillas, volvió a cantar con

mayor belleza, hasta llegarle al corazón. El Emperador quedó tan complacido que

dijo que regalaría su babucha de oro al ruiseñor para que se la colgase del cuello.

Mas el ruiseñor le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba

suficientemente recompensado.

-El haber visto lágrimas en los ojos del Emperador es para mí el mejor premio. Las

lágrimas de un Emperador tienen un poder mágico. Bien sabe Dios que he

quedado bien recompensado -y reanudó su canto con su dulce y melodiosa voz.

-¡Es lo más delicioso que he oído en mi vida! -dijeron todas las damas; y se fueron

a tomar un buche de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues

creían que de esta forma también ellas podían parecer ruiseñores. Sí, hasta los

lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto quería decir mucho,

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pues de todos eran los más difíciles de contentar. No cabía duda de que el

ruiseñor había tenido un éxito absoluto.

Se quedaría a vivir en la Corte, con derecho a jaula propia, y con libertad para

salir de paseo dos veces durante el día y una vez por la noche. Pusieron a su

servicio doce criados, cada uno de los cuales sujetaba con firmeza una cinta de

seda que le habían atado alrededor de la pata. La verdad es que no eran

especialmente divertidas aquellas excursiones.

La ciudad entera hablaba del extraordinario pájaro, y cuando dos se encontraban,

se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; y

suspiraban y se entendían entre sí. Hubo incluso once verduleras que pusieron su

nombre a sus hijos, pero ninguno de ellos tuvo aptitudes musicales.

Un día el Emperador recibió un gran paquete con el letrero: «Ruiseñor».

-He aquí un nuevo libro sobre nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador.

Pero no era ningún libro, sino un pequeño robot colocado en una jaula: un

ruiseñor artificial, que se parecía al vivo, pero recubierto de diamantes, rubíes y

zafiros. En cuanto se le daba cuerda cantaba la misma melodía que cantaba el

verdadero, levantando y bajando la cola; todo él centelleaba de plata y oro.

Llevaba una cintita colgada del cuello con el letrero: «El ruiseñor del Emperador

del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China».

-¡Soberbio! -exclamaron todos, y el emisario que había traído el pájaro artificial

recibió al instante el título de Gran Proveedor de Ruiseñores Imperiales.

-Ahora deben de cantar juntos. ¡Qué gran dúo harán!

Y los hicieron cantar juntos; pero la cosa no tuvo éxito, pues el ruiseñor auténtico

cantaba a su manera y el artificial iba a piñón fijo.

-No se le puede reprochar nada -dijo el Director de la Orquesta Imperial -; lleva el

compás magistralmente y sigue mi método al pie de la letra.

Así es que el pájaro artificial tuvo que cantar solo. De esta forma obtuvo tanto

éxito como el auténtico, y además, era mucho más bonito, pues brillaba como una

pulsera o un broche.

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Cantó treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse en absoluto. Los

cortesanos querían oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el

ruiseñor verdadero debía cantar un poco. Pero, ¿dónde estaba? Nadie se había

dado cuenta de que, volando por la ventana abierta, había vuelto a su verde

bosque.

-¿Qué cosa más extraña? -dijo el Emperador; y todos los cortesanos lo llenaron

de improperios, y tuvieron al ruiseñor por un pájaro extremadamente

desagradecido.

-¡Pero tenemos el mejor pájaro! -dijeron-, y el ave artificial hubo de cantar de

nuevo, repitiendo por trigésima cuarta vez la misma canción; pero como era muy

difícil no consiguieron aprendérsela. El Director de la Orquesta Imperial lo alabó

extraordinariamente, asegurando que era mejor que el ruiseñor auténtico, no sólo

en lo concerniente al plumaje y los espléndidos diamantes, sino también en lo

interno.

-Pues consideren sus Señorías, y especialmente Vuestra Majestad, que con el

ruiseñor auténtico nunca se puede predecir lo que va a cantar. En cambio, en el

artificial todo está determinado de antemano; se oirá tal cosa y tal otra, y nada

más. Puede uno darse cuenta de cómo funciona; se puede abrir y observar el

ingenio con que están dispuestos los engranajes, cómo se mueven con total

exactitud, sin que ocurra ninguna imprevisión.

-Eso pensamos todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial

fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo-. Podrán

todos oírlo cantar -dijo el Emperador; y lo oyeron, y quedaron tan satisfechos

como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos;

y todos gritaron: «¡Oh!», y levantaban el dedo, aquel con el que se rebañan las

cacerolas, y asentían con la cabeza. Pero los pobres pescadores que habían oído

al ruiseñor de verdad, dijeron:

-No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué…

El ruiseñor auténtico fue desterrado del país.

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El pájaro mecánico estuvo en adelante sobre un cojín de seda junto a la cama del

Emperador; todos los regalos que le habían hecho -oro y piedras preciosas- se

encontraban a su alrededor, y había sido nombrado Cantante de Cabecera del

Emperador, con la categoría de número uno al lado izquierdo, porque el

Emperador consideraba que este lado era el más distinguido, por ser el del

corazón, y hasta los emperadores tienen el corazón a la izquierda.

Y el Director de la Orquesta Imperial escribió veinticinco volúmenes sobre el

pájaro mecánico; eran tan largos y eruditos, tan llenos de las más difíciles

palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberlos leído y entendido, porque no

les creyeran tontos y les dieran patadas en el estómago.

Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los

demás chinos se sabían de memoria el menor gorjeo del pájaro mecánico, y

precisamente por eso lo apreciaban más; podían imitarlo y lo hacían. Los chinos

de la calle cantaban: «¡tsi-tsi-tsi, gluc-gluc-gluc!», y hasta el Emperador cantaba

también. Era verdaderamente divertido.

Pero una noche en que el pájaro artificial cantaba maravillosamente, el

Emperador, que ya estaba acostado, oyó un «¡clac!» en el interior del mecanismo;

los engranajes giraron más de la cuenta y se paró la música.

El Emperador se levantó inmediatamente y llamó a su médico de cabecera; pero,

¿qué podía hacer él? Entonces llamaron al relojero, quien tras largos discursos y

manipulaciones lo arregló a medias; pero manifestó que debían tocarlo poco y no

hacerlo trabajar demasiado, pues los pivotes estaban gastados y no era posible

sustituirlos por otros nuevos que fueran acordes con la música. ¡Qué desgracia!

Desde entonces sólo se permitió cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era

considerado un exceso; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta

Imperial pronunciaba un discurso con palabras difíciles de entender, diciendo que

el ave cantaba tan bien como antes, y todo el mundo estaba de acuerdo.

Pasaron cinco años y todo el mundo sufría enormemente por su Emperador, pues

estaba tan enfermo que temían por su vida. El sucesor ya había sido designado, y

el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el

estado del viejo Emperador.

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-¡P! -respondía, moviendo la cabeza.

Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte le

creía muerto y cada uno se apresuraba a presentar sus respetos al nuevo

Emperador. Los lacayos salían precipitadamente para hablar del suceso, y las

camareras de palacio se habían reunido para tomar el té. En todos los salones y

pasillos habían tendido alfombras para que no se oyeran los pasos, y todo estaba

en profundo silencio.

Pero el Emperador no había muerto todavía; yerto y pálido yacía en la lujosa

cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una

ventana que se abría en lo alto, la luna iluminaba al Emperador y al pájaro

mecánico.

El pobre Emperador respiraba con dificultad, como si alguien estuviera sentado en

su pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona

de oro en la cabeza y sostenía en una mano la imperial espada dorada, y en la

otra, su magnífico estandarte. Y en torno, por los pliegues de las grandes cortinas

de terciopelo del lecho, asomaban extrañas cabezas, algunas horribles, otras de

expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo

contemplaban en aquellos momentos en que la Muerte se había sentado sobre su

corazón.

-¿Te acuerdas de esto? -susurraban una tras otra-. ¿Te acuerdas? -Y le

recordaban tantas cosas, que le brotaba el sudor de su frente.

-¡Jamás lo supe! -se excusaba el Emperador-. ¡Música, música! ¡Que suene el

gran tambor chino -gritó- para no oír lo que dicen!

Pero las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al modo

chino, a todo lo que decían.

-¡Música, música! -gritaba el Emperador-. ¡Tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di

oro y piedras preciosas, con mi mano te colgué del cuello mi babucha dorada.

¡Canta, anda, canta!

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Pero el pájaro permanecía callado, pues no había nadie que le diese cuerda, y la

Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes cuencas vacías; y el

silencio era lúgubre.

Entonces se oyó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño

ruiseñor vivo, que estaba fuera posado en una rama. Enterado de la desgracia del

Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba,

más palidecían y se esfumaban aquellos espectros, la sangre afluía con mayor

ímpetu a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte escuchó y dijo:

-Sigue, pequeño ruiseñor, sigue.

-Sí, pero, ¿me darás la magnífica espada de oro? ¿Me darás el rico estandarte?

¿Me darás la corona imperial?

Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de canciones, y el ruiseñor

siguió cantando, cantando del silencioso cementerio donde crecen las rosas

blancas, donde las lilas exhalan su fragancia y donde la fresca hierba es

humedecida por las lágrimas de los que quedan. La Muerte sintió entonces

nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una blanca y fría

neblina.

-¡Gracias, gracias! -dijo el Emperador-. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te

desterré de mi tierra y de mi reino; sin embargo, con tu canto has alejado de mi

lecho los malos espíritus y has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo te lo

podré pagar?

-Ya lo has hecho -dijo el ruiseñor-. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez

que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que llenan de gozo

el corazón de un cantante. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo te

cantaré.

Y el ruiseñor cantó, y el Emperador quedó sumido en un dulce sueño, suave y

reparador.

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El sol entraba por las ventanas cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte.

Ninguno de sus criados había acudido aún, pues todos lo creían muerto. Pero el

ruiseñor seguía cantando en las ramas.

-¡Te quedarás conmigo para siempre! -le dijo el Emperador-. Cantarás cuando te

apetezca; y en cuanto al pájaro artificial, lo romperé en mil pedazos.

-No lo hagas -suplicó el ruiseñor-. Él cumplió su misión mientras pudo; trátalo

como siempre. Yo no puedo vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando

quiera; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés

contento y te haga pensar. Cantaré de los que son felices y también de los que

sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. El pajarillo

cantor debe volar lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del

campesino, hasta todos los que se encuentran apartados de ti y de tu Corte.

Prefiero tu corazón a tu corona… aunque la corona posee la fragancia de algo

sagrado. Volveré y cantaré para ti, pero has de prometerme una cosa.

-¡Lo que quieras! -dijo el Emperador, puesto de pie. Vestía su ropaje imperial, que

él se había puesto, y apretaba contra su corazón la espada de oro macizo.

-Sólo te pido que no le digas a nadie que tienes un pajarillo que te cuenta todas

las cosas. ¡Así será mejor!

Y el ruiseñor se marchó volando.

Entraron los criados a ver a su Emperador muerto; pero les recibió de pie y les

dijo:

-¡Buenos días!

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CUENTOS INFANTILES, PARTE I.

SE TERMINÓ DE IMPROMIR EN LOS TALLERES

DE ISIDORA CARTONERA EN JULIO DE 2014.

www.facebook.com/IsidoraCartonera

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