Cuentos infantiles, parte III

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CUENTOS INFANTILES PARTE III VARIOS AUTORES

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Tercera parte de una recolección de cuentos infantiles que realicé para encargo.

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CUENTOS

INFANTILES

PARTE III VARIOS AUTORES

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CUENTOS INFANTILES

PARTE III

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LA CENICIENTA

Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo. El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo. Junto con realizarse la boda, la madrasta dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que

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fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero. La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas. Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas. -Yo, dijo la mayor, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra. -Yo, dijo la menor, iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos. Manos expertas se encargaron de armar los peinados de dos pisos y se compraron lunares postizos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, pues tenía buen gusto. Cenicienta las aconsejó lo mejor posible, y se ofreció

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incluso para arreglarles el peinado, lo que aceptaron. Mientras las peinaba, ellas le decían: -Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile? -Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí. -Tienes razón, se reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al baile. Otra que Cenicienta les habría arreglado mal los cabellos, pero ella era buena y las peinó con toda perfección. Tan contentas estaban que pasaron cerca de dos días sin comer. Más de doce cordones rompieron a fuerza de apretarlos para que el talle se les viera más fino, y se lo pasaban delante del espejo. Finalmente, llegó el día feliz; partieron y Cenicienta las siguió con los ojos y cuando las perdió de vista se puso a llorar. Su madrina, que la vio anegada en lágrimas, le preguntó qué le pasaba. -Me gustaría... me gustaría... Lloraba tanto que no pudo terminar. Su madrina, que era un hada, le dijo: -¿Te gustaría ir al baile, no es cierto? -¡Ay, sí!, -dijo Cenicienta suspirando. -¡Bueno, te portarás bien!, -dijo su madrina-, yo te haré ir. La llevó a su cuarto y le dijo: -Ve al jardín y tráeme un zapallo. Cenicienta fue en el acto a coger el mejor que encontró y lo llevó a su madrina, sin poder adivinar cómo este zapallo podría hacerla ir al baile. Su madrina lo vació y dejándole solamente la cáscara, lo tocó con su varita mágica e instantáneamente el zapallo se convirtió en un bello carruaje todo dorado.

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En seguida miró dentro de la ratonera donde encontró seis ratas vivas. Le dijo a Cenicienta que levantara un poco la puerta de la trampa, y a cada rata que salía le daba un golpe con la varita, y la rata quedaba automáticamente transformada en un brioso caballo; lo que hizo un tiro de seis caballos de un hermoso color gris ratón. Como no encontraba con qué hacer un cochero: -Voy a ver -dijo Cenicienta-, si hay algún ratón en la trampa, para hacer un cochero. -Tienes razón, -dijo su madrina-, anda a ver. Cenicienta le llevó la trampa donde había tres ratones gordos. El hada eligió uno por su imponente barba, y habiéndolo tocado quedó convertido en un cochero gordo con un precioso bigote. En seguida, ella le dijo: -Baja al jardín, encontrarás seis lagartos detrás de la regadera; tráemelos. Tan pronto los trajo, la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron en seguida a la parte posterior del carruaje, con sus trajes galoneados, sujetándose a él como si en su vida hubieran hecho otra cosa. El hada dijo entonces a Cenicienta: -Bueno, aquí tienes para ir al baile, ¿no estás bien aperada? -Es cierto, pero, ¿podré ir así, con estos vestidos tan feos? Su madrina no hizo más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas se cambiaron en magníficos vestidos de paño de oro y plata, todos recamados con pedrerías; luego le dio un par de zapatillas de cristal, las más preciosas del mundo. Una vez ataviada de este modo, Cenicienta subió al carruaje; pero su madrina le recomendó sobre todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que si se quedaba en el baile un minuto más, su carroza volvería a convertirse en zapallo, sus caballos en ratas, sus lacayos en lagartos, y que

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sus viejos vestidos recuperarían su forma primitiva. Ella prometió a su madrina que saldría del baile antes de la medianoche. Partió, loca de felicidad. El hijo del rey, a quien le avisaron que acababa de llegar una gran princesa que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano al bajar del carruaje y la llevó al salón donde estaban los comensales. Entonces se hizo un gran silencio: el baile cesó y los violines dejaron de tocar, tan absortos estaban todos contemplando la gran belleza de esta desconocida. Sólo se oía un confuso rumor: -¡Ah, qué hermosa es! El mismo rey, siendo viejo, no dejaba de mirarla y de decir por lo bajo a la reina que desde hacía mucho tiempo no veía una persona tan bella y graciosa. Todas las damas observaban con atención su peinado y sus vestidos, para tener al día siguiente otros semejantes, siempre que existieran telas igualmente bellas y manos tan diestras para confeccionarlos. El hijo del rey la colocó en el sitio de honor y en seguida la condujo al salón para bailar con ella. Bailó con tanta gracia que fue un motivo más de admiración. Trajeron exquisitos manjares que el príncipe no probó, ocupado como estaba en observarla. Ella fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil atenciones; compartió con ellas los limones y naranjas que el príncipe le había obsequiado, lo que las sorprendió mucho, pues no la conocían. Charlando así estaban, cuando Cenicienta oyó dar las once y tres cuartos; hizo al momento una gran reverenda a los asistentes y se fue a toda prisa. Apenas hubo llegado, fue a buscar a su madrina y después de darle las gracias, le dijo que desearía mucho ir al baile al día siguiente porque el príncipe se lo había pedido. Cuando le estaba contando a su madrina todo lo que había sucedido

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en el baile, las dos hermanas golpearon a su puerta; Cenicienta fue a abrir. -¡Cómo habéis tardado en volver! -les dijo bostezando, frotándose los ojos y estirándose como si acabara de despertar; sin embargo no había tenido ganas de dormir desde que se separaron. -Si hubieras ido al baile -le dijo una de las hermanas-, no te habrías aburrido; asistió la más bella princesa, la más bella que jamás se ha visto; nos hizo mil atenciones, nos dio naranjas y limones. Cenicienta estaba radiante de alegría. Les preguntó el nombre de esta princesa; pero contestaron que nadie la conocía, que el hijo del rey no se conformaba y que daría todo en el mundo por saber quién era. Cenicienta sonrió y les dijo: -¿Era entonces muy hermosa? Dios mío, felices vosotras, ¿no podría verla yo? Ay, señorita Javotte, prestadme el vestido amarillo que usáis todos los días. -Verdaderamente -dijo la señorita Javotte-, ¡no faltaba más! Prestarle mi vestido a tan feo Culocenizón... tendría que estar loca. Cenicienta esperaba esta negativa, y se alegró, pues se habría sentido bastante confundida si su hermana hubiese querido prestarle el vestido. Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también, pero aún más ricamente ataviada que la primera vez. El hijo del rey estuvo constantemente a su lado y diciéndole cosas agradables; nada aburrida estaba la joven damisela y olvidó la recomendación de su madrina; de modo que oyó tocar la primera campanada de medianoche cuando creía que no eran ni las once. Se levantó y salió corriendo, ligera como una gacela. El príncipe la siguió, pero no pudo

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alcanzarla; ella había dejado caer una de sus zapatillas de cristal que el príncipe recogió con todo cuidado. Cenicienta llegó a casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con sus viejos vestidos, pues no le había quedado de toda su magnificencia sino una de sus zapatillas,igual a la que se le había caído. Preguntaron a los porteros del palacio si habían visto salir a una princesa; dijeron que no habían visto salir a nadie, salvo una muchacha muy mal vestida que tenía más aspecto de aldeana que de señorita. Cuando sus dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si esta vez también se habían divertido y si había ido la hermosa dama. Dijeron que sí, pero que había salido escapada al dar las doce, y tan rápidamente que había dejado caer una de sus zapatillas de cristal, la más bonita del mundo; que el hijo del rey la había recogido dedicándose a contemplarla durante todo el resto del baile, y que sin duda estaba muy enamorado de la bella personita dueña de la zapatilla. Y era verdad,pues a los pocos días el hijo del rey hizo proclamar al son de trompetas que se casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla. Empezaron probándola a las princesas, en seguida a las duquesas, y a toda la corte, pero inútilmente. La llevaron donde las dos hermanas, las que hicieron todo lo posible para que su pie cupiera en la zapatilla, pero no pudieron. Cenicienta, que las estaba mirando, y que reconoció su zapatilla, dijo riendo: -¿Puedo probar si a mí me calza? Sus hermanas se pusieron a reír y a burlarse de ella. El gentilhombre que probaba la zapatilla, habiendo mirado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy linda, dijo que

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era lo justo, y que él tenía orden de probarla a todas las jóvenes. Hizo sentarse a Cenicienta y acercando la zapatilla a su piececito, vio que encajaba sin esfuerzo y que era hecha a su medida. Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero más grande aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso. En esto llegó la madrina que,habiendo tocado con su varita los vestidos de Cenicienta, los volvió más deslumbrantes aún que los anteriores. Entonces las dos hermanas la reconocieron como la persona que habían visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le habían infligido. Cenicienta las hizo levantarse y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y les rogó que siempre la quisieran. Fue conducida ante el joven príncipe, vestida como estaba. Él la encontró más bella que nunca, y pocos días después se casaron. Cenicienta, que era tan buena como hermosa, hizo llevar a sus hermanas a morar en el palacio y las casó en seguida con dos grandes señores de la corte.

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LA CAPERUCITA ROJA

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo. Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí

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siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas... De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella. - ¿A dónde vas, niña? - le preguntó el lobo con su voz ronca. - A casa de mi Abuelita - le dijo Caperucita. - No está lejos - pensó el lobo para sí, dándose media vuelta. Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles. Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo. El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta. La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada. - Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes! - Son para verte mejor - dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela. - Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes! - Son para oírte mejor - siguió diciendo el lobo. - Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes! - Son para...¡comerte mejoooor! - y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita. Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la

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Abuelita. Pidió ayuda a un serrador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba. El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!. Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó. En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

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LOS MÚSICOS DE BREMEN

Tenía un hombre un asno que durante largos años había transportado incansablemente los sacos al molino; pero al cabo vinieron a faltarle las fuerzas, y cada día se iba haciendo más inútil para el trabajo. El amo pensó en deshacerse de él; pero el burro, dándose cuenta de que soplaban malos vientos, escapó y tomó el camino de la ciudad de Bremen, pensando que tal vez podría encontrar trabajo como músico municipal.

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Después de andar un buen trecho, se encontró con un perro cazador que, echado en el camino, jadeaba, al parecer, cansado de una larga carrera. - Pareces muy fatigado, amigo,- le dijo el asno. - ¡Ay! - exclamó el perro, -como ya soy viejo y estoy más débil cada día que pasa y ya no sirvo para cazar, mi amo quiso matarme, y yo he puesto tierra por medio. Pero, ¿cómo voy a ganarme el pan?- - ¿Sabes qué?- dijo el asno.-Yo voy a Bremen, a ver si puedo encontrar trabajo como músico de la ciudad. Vente conmigo y entra también en la banda. Yo tocaré el laúd, y tú puedes tocar los timbales. Parecióle bien al can la proposición, y prosiguieron juntos la ruta. No había transcurrido mucho rato cuando encontraron un gato con cara de tres días sin pan: - Y, pues, ¿qué contratiempo has sufrido, bigotazos?- preguntóle el asno. - No está uno para poner cara de Pascua cuando le va la piel,- respondió el gato. - Porque me hago viejo, se me embotan los dientes y me siento más a gusto al lado del fuego que corriendo tras los ratones, mi ama ha tratado de ahogarme. Cierto que he logrado escapar, pero mi situación es apurada: ¿adónde iré ahora? - Vente a Bremen con nosotros. Eres un perito en música nocturna y podrás entrar también en la banda. El gato estimó bueno el consejo y se agregó a los otros dos. Más tarde llegaron los tres fugitivos a un cortijo donde, encaramado en lo alto del portal, un gallo gritaba con todos sus pulmones. - Tu voz se nos mete en los sesos,-dijo el asno. -¿Qué te pasa? - He estado profetizando buen tiempo,- respondió el gallo, -porque es el día en que la Virgen María ha lavado la camisita

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del Niño Jesús y quiere ponerla a secar. Pero como resulta que mañana es domingo y vienen invitados, mi ama, que no tiene compasión, ha mandado a la cocinera que me eche al puchero; y así, esta noche va a cortarme el cuello. Por eso grito ahora con toda la fuerza de mis pulmones, mientras me quedan aún algunas horas. - ¡Bah, cresta roja!- dijo el asno. - Mejor harás viniéndote con nosotros. Mira, nos vamos a Bremen; algo mejor que la muerte en cualquier parte lo encontrarás. Tienes buena voz, y si todos juntos armamos una banda, ya saldremos del apuro. Al gallo le pareció interesante la oferta, y los cuatro emprendieron el camino de Bremen. Pero no pudieron llegar a la ciudad aquel mismo día, y al anochecer resolvieron pasar la noche en un bosque que encontraron. El asno y el perro se tendieron bajo un alto árbol; el gato y el gallo subiéronse a las ramas, aunque el gallo se encaramó de un vuelo hasta la cima, creyéndose allí más seguro. Antes de dormirse, echó una mirada a los cuatro vientos, y en la lejanía divisó una chispa de luz, por lo que gritó a sus compañeros que no muy lejos debía de haber una casa. Dijo entonces el asno: - Mejor será que levantemos el campamento y vayamos a verlo, pues aquí estamos muy mal alojados. Pensó el perro que unos huesos y un poquitín de carne no vendrían mal, y, así se pusieron todos en camino en dirección de la luz; ésta iba aumentando en claridad a medida que se acercaban, hasta que llegaron a una guarida de ladrones, profusamente iluminada. El asno, que era el mayor, acercóse a la ventana, para echar un vistazo al interior. - ¿Qué ves, rucio? -preguntó el gallo. - ¿Qué veo?- replicó el asno. - Pues una mesa puesta con

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comida y bebida, y unos bandidos que se están dando el gran atracón. - ¡Tan bien como nos vendría a nosotros! - dijo el gallo. - ¡Y tú que lo digas! - añadió el asno. -¡Quién pudiera estar allí! Los animales deliberaron entonces acerca de la manera de expulsar a los bandoleros, y, al fin, dieron con una solución. El asno se colocó con las patas delanteras sobre la ventana; el perro montó sobre la espalda del asno, el gato trepó sobre el perro, y, finalmente, el gallo se subió de un vuelo sobre la cabeza del gato. Colocados ya, a una señal convenida prorrumpieron a la una en su horrísona música: el asno, rebuznando; el perro, ladrando; el gato, maullando, y cantando el gallo. Y acto seguido se precipitaron por la ventana al interior de la sala, con gran estrépito de cristales. Levantáronse de un salto los bandidos ante aquel estruendo, pensando que tal vez se trataría de algún fantasma, y, presa de espanto, tomaron las de Villadiego en dirección al bosque. Los cuatro socios se sentaron a la mesa y, con las sobras de sus antecesores, se hartaron como si les esperasen cuatro semanas de ayuno. Cuando los cuatro músicos hubieron terminado el banquete, apagaron la luz y se buscaron cada uno una yacija apropiada a su naturaleza y gusto. El asno se echó sobre el estiércol; el perro, detrás de la puerta; el gato, sobre las cenizas calientes del hogar, y el gallo se posó en una viga; y como todos estaban rendidos de su larga caminata, no tardaron en dormirse. A media noche, observando desde lejos los ladrones que no había luz en la casa y que todo parecía tranquilo, dijo el capitán: - No debíamos habernos asustado tan fácilmente.

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Y envió a uno de los de la cuadrilla a explorar el terreno. El mensajero lo encontró todo quieto y silencioso, y entró en la cocina para encender luz. Tomando los brillantes ojos del gato por brasas encendidas, aplicó a ellos un fósforo, para que prendiese. Pero el gato no estaba para bromas y, saltándole al rostro, se puso a soplarle y arañarle. Asustado el hombre, echó a correr hacia la puerta trasera; pero el perro, que dormía allí, se levantó de un brinco y le hincó los dientes en la pierna; y cuando el bandolero, en su huida, atravesó la era por encima del estercolero, el asno le propinó una recia coz, mientras el gallo, despertado por todo aquel alboroto y, ya muy animado, gritaba desde su viga: ―¡Kikirikí!‖ El ladrón, corriendo como alma que lleva el diablo, llegó hasta donde estaba el capitán, y le dijo: - ¡Uf!, en la casa hay una horrible bruja que me ha soplado y arañado la cara con sus largas uñas. Y en la puerta hay un hombre armado de un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En la era, un monstruo negro me ha aporreado con un enorme mazo, y en la cima del tejado, el juez venga gritar: ‗¡Traedme el bribón aquí!‘ Menos mal que pude escapar. Los bandoleros ya no se atrevieron a volver a la casa, y los músicos de Bremen se encontraron en ella tan a gusto, que ya no la abandonaron. Y quien no quiera creerlo, que vaya a verlo.

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RICITOS DE ORO

Una tarde se fue Ricitos de Oro al bosque y se puso a recoger flores. Cerca de allí había una cabaña muy linda, y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso hasta la puerta de la casita. Y empujó. La puerta estaba abierta. Y vio una mesa. Encima de la mesa había tres tazones con leche y miel. Uno, grande; otro, mediano; y otro, pequeñito. Ricitos de Oro tenía hambre y probó la leche del tazón mayor. - ¡Uf! ¡Está muy caliente! Luego probó del tazón mediano. - ¡Uf! ¡Está muy caliente!

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Después probó del tazón pequeñito y le supo tan rica que se la tomó toda, toda. Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana y otra silla era pequeñita. Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla grande, pero ésta era muy alta. Luego fue a sentarse en la silla mediana, pero era muy ancha.Entonces se sentó en la silla pequeña, pero se dejó caer con tanta fuerza que la rompió. Entró en un cuarto que tenía tres camas. Una era grande; otra era mediana; y otra, pequeñita. La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy dura. Luego se acostó en la cama mediana, pero también le pereció dura. Después se acostó en la cama pequeña. Y ésta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedó dormida. Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los dueños de la casita, que era una familia de Osos, y venían de dar su diario paseo por el bosque mientras se enfriaba la leche. Uno de los Osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro era mediano y usaba cofia, porque era la madre. El otro era un Osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito pequeñín. El Oso grande gritó muy fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! El Oso mediano gruñó un poco menos fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! El Osito pequeño dijo llorando y con voz suave: -¡Se han tomado toda mi leche! Los tres Osos se miraron unos a otros y no sabían qué pensar. Pero el Osito pequeño lloraba tanto que su papá quiso distraerle. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso,

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porque ahora iban a sentarse en las tres sillitas de color azul que tenían, una para cada uno. Se levantaron de la mesa y fueron a la salita donde estaban las sillas. ¿Que ocurrió entonces? El Oso grande grito muy fuerte: -¡Alguien ha tocado mi silla! El Oso mediano gruñó un poco menos fuerte: -¡Alguien ha tocado mi silla! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: -¡Se han sentado en mi silla y la han roto! Siguieron buscando por la casa y entraron en el cuarto de dormir. El Oso grande dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama! El Oso mediano dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama! Al mirar la cama pequeñita, vieron en ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo: -¡Alguien está durmiendo en mi cama! Se despertó entonces la niña, y al ver a los tres Osos tan enfadados, se asustó tanto que dio un brinco y salió de la cama. Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el bosque hasta que encontró el camino de su casa.

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CHOCOLATE Y FELICIDAD

Hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda de que hubo una época en la que cada niño vivía con un duendecillo de la felicidad que lo acompañaba desde el día de su nacimiento. Los duendecillos se alimentaban de la alegría de los niños, y por eso eran expertos inventores de juguetes y magníficos artistas capaces de provocar las mejores sonrisas. Con el paso de los años, los duendes mejoraron sus inventos y espectáculos, pero la alegría que conseguían era cada vez más breve. Por más que hicieran, los niños se volvían gruñones y exigentes cada vez más temprano. Todo les parecía poco y siempre querían más. Y ante la escasez de felicidad, los duendes comenzaron a pasar hambre. Pero cuando pensaban que todo estaba perdido, apareció la pequeña Elsa. Elsa había sido una niña muy triste, pero de pronto se convirtió en las más poderosa fuente de alegría.

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Ella sola bastaba para alimentar cientos de duendes. Pero cuando quisieron felicitar a su duende, el pequeño Flop, no lo encontraron por ningún sitio. Por más que buscaron no hubo suerte, y cuando lo dieron por muerto, decidieron sustituirlo por Pin, el mejor duende de todos. Pin descubrió enseguida que Elsa era diferente. Ella no disfrutaba mucho con los regalos y maravillas de su duende. Regalaba a otros niños la mayoría de juguetes que recibía de Pin, y nunca dejaba que su duende actuase solo para ella. Vamos, que parecía que su propia alegría le importaba mucho menos que la de los demás niños y a Pin le preocupaba que con esa actitud se pudiera ir gastando toda su energía. Una noche, mientras Pin descansaba en su cama de duende, sintió algo extraño bajo el colchón, y al levantarlo descubrió la ropa de Flop, cubierta de chocolate dorado. Como todos los duendes, Pin conocía las leyendas sobre el chocolate dorado, pero pensaba que eran mentira. Ahora, viendo que podían ser ciertas, Pin corrió hacia la cama en que dormía Elsa y miró a través de sus ojos. ¡Allí estaba Flop, regordete de tanta felicidad! Pin sabía que desde dentro Flop no podía verle, pero volvió a su cama feliz por haber encontrado a su amigo, y por haber descubierto el secreto de la felicidad de Elsa: Flop la había convertido desde dentro en un duendecillo de la felicidad, y ahora que estaba tan ocupada haciendo felices a otros se había convertido en una niña verdaderamente feliz. Los días siguientes Pin investigó cuanto pudo sobre el chocolate dorado para enseñar a los demás duendes cómo hacer el mismo viaje. Bastaba con elegir un niño triste, posarse en su mano mientras dormía, darle un fuerte abrazo, y desear ayudarlo con todas sus fuerzas. Así fue como Pin se convirtió en un bombón dorado. Y a la mañana siguiente aquel niño triste se lo comió. Aunque sabía que no le dolería, pasó muchísimo miedo, al menos hasta

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que le tocó la lengua, porque a partir de ese momento sintió las cosquillas más salvajes y rió y rió y rió… hasta que estalló de risa. Y entonces apareció en el alma de aquel niño triste, dispuesto a convertirlo en un auténtico duendecillo de la felicidad ayudando a otros a ser más felices. Los demás duendes no tardaron en imitar a Pin y a Flop, y pronto cada niño tuvo en su interior un duendecillo de la felicidad. El mismo que aún hoy nos habla todos los días para decirnos que para ser verdaderamente felices hay que olvidarse un poco de las propias diversiones y hacer algo más por los demás.

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BAMBI

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Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos animales, pues para Bambi todo era desconocido. Todos los días se juntaban en un claro del bosque para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un perro. ―¡Corre, corre Bambi! -dijo el padre- ponte a salvo‖. ―¿Por qué, papi?‖, preguntó Bambi. Son los hombres y cada vez que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes de huir y buscar refugio. Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un perro y Bambi pensó: ―¡Son los hombres!‖, e intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido. Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a

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salvo de los hombres, cuando lo lograron le curaron las heridas y se puso bien muy pronto. Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su papá, que ya era muy mayor para hacerlo.

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EL ÁRBOL DE ZAPATOS

Juan y María miraban a su padre que cavaba en el jardín. Era un trabajo muy pesado. Después de una gran palada, se incorporó, enjugándose la frente.

-Mira, papá ha encontrado una bota vieja -dijo María.

-¿Qué vas a hacer con ella? -quiso saber Juan.

-Se podría enterrar aquí mismo -sugirió el señor Martín-,

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Dicen que si se pone un zapato viejo debajo de un cerezo crece mucho mejor.

María se rió.

-¿Qué es lo que crecerá? ¿La bota?

-Bueno, si crece, tendremos bota asada para comer.

Y la enterró. Ya entrada la primavera, un viento fuerte derribó el cerezo y el señor Martín fue a recoger las ramas caídas. Vio que había una planta nueva en aquel lugar. Sin embargo, no la arrancó, porque quería ver qué era. Consultó todos sus libros de jardinería, pero no encontró nada que se le pareciera.

-Jamás vi una planta como ésta -les dijo a Juan y a María.

Era una planta bastante interesante, así que la dejaron crecer, a pesar de que acabó por ahogar los retoños del cerezo caído. Crecía muy bien; a la primavera siguiente, era casi un arbolito. En otoño, aparecieron unos frutos grisáceos. Eran muy raros: estaban llenos de bultos y tenían una forma muy curiosa.

-Ese fruto me recuerda algo -dijo la señora Martín. Entonces se dio cuenta de lo que era-. ¡Parecen botas! ¡Sí, son como unos pares de botas colgadas de los talones!

-¡Es verdad! Parecen botas -dijo Juan asombrado, tocando el fruto.

-¿Habéis dicho botas? -preguntó la señora Gómez, asomándose.

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-¡Sí, crecen botas!

-Pedrito ya es grande y necesitará botas -dijo la señora Gómez-, ¿Puedo acercarme a mirarlas?

-Claro que sí. Pase y véalas con sus propios ojos.

La señora Gómez se acercó, con el bebé en brazos. Lo puso junto al árbol, cabeza abajo. Juan y María acercaron un par de frutos a sus pies.

-Aún no están maduras -dijo Juan-Vuelva mañana para ver si han crecido un poco más.

La señora Gómez volvió al día siguiente, con su bebé, pero la fruta era aún demasiado pequeña. Al final de la semana, sin embargo, comenzó a madurar, tomando un brillante color marrón.

Un día descubrieron un par que parecía justo el número de Pedrito. María las bajó y la señora Gómez se las puso a su hijo. Le quedaban muy bien y Pedrito comenzó a caminar por el jardín.

Juan y María se lo contaron a sus padres, y el señor Martín decidió que todos los que necesitaran botas para sus hijos podían venir a recogerlas del árbol.

Pronto todo el pueblo se enteró del asombroso árbol de los zapatos y muchas mujeres vinieron al jardín, con sus niños pequeños. Algunas alzaban a los bebés para poder calzarles los zapatos y ver si les iban bien. Otras los levantaban cabeza abajo para medir la fruta con sus pies. Juan y María recogieron las que sobraban y las colocaron sobre el césped, ordenándolas por pares. Las madres que habían llegado

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tarde se sentaron con sus niños. Juan y María iban de aquí para allá, probando las botas, hasta que todos los niños tuvieron las suyas. Al final del día, el árbol estaba pelado.

Una de las madres, la señora Blanco, llevó a sus trillizos y consiguió zapatos para los tres. AI llegar a casa, se los mostró a su marido y le dijo:

-Los traje gratis, del árbol del señor Martín. Mira, la cáscara es dura como el cuero, pero por dentro son muy suaves. ¿No es estupendo?

El señor Blanco contempló detenidamente los pies de sus hijos.

-Quítales los zapatos -dijo, al fin-. Tengo una idea y la pondré en práctica en cuanto pueda.

Al año siguiente, el árbol produjo frutos más grandes; pero como a los niños también les habían crecido los pies, todos encontraron zapatos de su número.

Así, año tras año, la fruta en forma de zapato crecía lo mismo que los pies de los niños.

Un buen día apareció un gran cartel en casa del señor Blanco, que ponía, con grandes letras marrones: CALZADOS BLANCO, S.A.

-Andaba el señor Blanco con mucho misterio plantando cosas en su huerto -dijo el señor Martín a su familia-. Por fin loentiendo. Plantó todos los zapatos que les dimos a sus hijos durante estos años y ahora tiene muchos árboles, el muy zorro.

-Dicen que se hará rico con ellos -exclamó la señora Martín

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con amargura.

En verdad, parecia que el señor Blanco se iba a hacer muy rico. Ese otoño contrató a tres mujeres para que le recolectaran los zapatos de los árboles y los clasificaran por números. Luego envolvían los zapatos en papel de seda y los guardaban en cajas para enviarlos a la ciudad, donde los venderían a buen precio.

Al mirar por la.ventana, el señor Martín vio al señor Blanco que pasaba en un coche elegantísimo.

-Nunca pensé en ganar dinero con mi árbol -le comentó a su mujer.

-No sirves para los negocios, querido -dijo la señora Martín, cariñosamente- De todos modos, me alegro de que todos los niños del pueblo puedan tener zapatos gratis.

Un día, Juan y María paseaban por el campo, junto al huerto del señor Blanco. Este había construido un muro muy alto para que no entrara la gente. Sin embargo, de pronto asomó por encima del muro la cabeza de un niño. Era Pepe, un amigo de Juan y María. Con gran esfuerzo había escalado el muro.

-Hola, Pepe -dijo Juan-, ¿Qué hacías en el jardín del señor Blanco?

El niño, que saltó ante ellos, sonrió.

-Ya veréis... -dijo, recogiendo frutos de zapato hasta que tuvo los brazos llenos- Son del huerto. Los arrojé por encima del muro. Se los llevaré a mi abuelita, que me va a hacer otro pastel de zapato.

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-¿Un pastel?-preguntó María- No se me había ocurrido. ¿Y está bueno?

-Verás..., la cáscara es un poco dura. Pero si cocinas lo de dentro, con mucho azúcar, está muy rico. Mi abuelita hace unos pasteles estupendos con los zapatos. Ven a probarlos, si quieres.

Juan y María ayudaron a Pepe a llevar los frutos a su abuela, y todos comieron un trozo de pastel. Era dulce y muy rico, tenía un sabor más fuerte que las manzanas y muy raro. A Juan y a María les gustó muchísimo. Al llegar a casa, recogieron algunas frutas que quedaban en el árbol de los zapatos.

-Las pondremos en el horno -dijo María-E1 año pasado aprendí a hacer manzanas asadas.

María y Juan asaron los zapatos, rellenándolos con pasas de uva. Cuando sus padres volvieron de trabajar, se los sirvieron, con nata. Al señor y a la señora Martín les gustaron tanto como a los niños. Al terminar, el señor Martín dijo riendo:

-¡Vaya! Tengo una idea magnífica y la pondré en práctica.

Al día siguiente, fue al pueblo en su viejo coche, con el maletero lleno de cajas de frutos de zapato. Se detuvo en la feria y habló con un vendedor. Entonces comenzó a descargar el coche. El vendedor escribió algo en un gran cartel y lo colgó en su puesto.

Pronto se juntó una muchedumbre.

-¡Mirad!

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-Frutos de zapato a 5 monedas el kilo.

-Yo pagué 500 monedas por un par para mi hijo -dijo una mujer. Alzó a su niño y les enseñó las frutas que llevaba puestas-. Mirad, por éstas pagué 500 monedas en la zapatería. ¡Y aquí las venden a 5!

-¡Sólo cinco monedas! -gritaba el vendedor-. Hay que pelarlos y comer la pulpa, que es deliciosa. ¡Son muy buenos para hacer pasteles!

-Nunca más volveré a comprarlos en la zapatería -dijo otra mujer.

Al final del día, el vendedor se sentía muy contento. El señor Martin le había regalado los frutos y ahora tenía la cartera llena de dinero.

A la mañana siguiente, el señor Martín volvió al pueblo y leyó en los carteles de las zapaterías: "Zapatos Naturales Blanco - crecen como sus niños". Y debajo habían puesto unos carteles nuevos que decían: '7Grandes rebajas! ¡5 monedas el par!"

Después de esto, todo el mundo se puso contento: los niños del pueblo seguían consiguiendo zapatos gratis del árbol de la familia Martín, y a la gente de la ciudad no les importaba pagar 5 monedas por un par en la zapatería. Y todos los que querían podían comer la fruta. El único que no estaba contento era el señor Blanco; aún vendía algunos zapatos, pero ganaba menos dinero que antes.

El señor Martín le preguntó a su mujer:

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-¿Crees que estuve mal con el señor Blanco?

-Me parece que no. Después de todo, la fruta es para comerla ¿verdad?

-Y además -añadió María- ¿no fue lo que dijiste al enterrar aquella bota vieja? ¿Te acuerdas? Nos prometiste que cenaríamos botas asadas.

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EL CARACOL Y EL ROSAL

Había una vez... ... Una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos. El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que representaba su mundo, a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus pertenencias.

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Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: –¡Paciencia! –decía el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas. –Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer? –Necesito tiempo para pensar –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas. Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo. –Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace. Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo. Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo. –Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno,

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pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? –Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello. –Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra? –No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra cosa. –Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol (Sin detenerse a observarse a sí mismo). –Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día... algún día.... ¿Pero, ... de qué te sirve el pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo? –No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo. –¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es

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cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle? –¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa. Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló. –¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida. Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él. Y pasaron los años. El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma

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filosofía que aquél, se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos. Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo...

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EL CÓNDOR DE FUEGO

Hace mucho tiempo, un hombrecillo llamado Inocencio, que era tan bueno y candoroso como su nombre, trabajaba en los fértiles valles de Pozo Amarillo, en plenos Andes. Cerca de Inocencio, vivía otro hombre de nombre Rufián. Rufián, al contrario de Inocencio, era un hombre ambicioso y malvado. Una tarde que Inocencio volvía de su trabajo, encontró caída junto a una roca a una pobre india vieja que se quejaba de terribles dolores. —¡Pobre anciana! —exclamó nuestro hombre, y levantándola del suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo.

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Los ojos de la india se abrieron y se fijaron en Inocencio con gratitud. —Eres muy bueno, hermanito —suspiró—, ¡tú has sido el único hombre que, al pasar por el camino, se ha apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu bondad, mereces ser feliz y tener riquezas que puedas repartir entre los necesitados! ¡Yo te las daré! —¿Tú? Una pobre india... —Yo siempre he vivido miserablemente —contestó la anciana— mas poseo el secreto de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego. —¡El Cóndor de Fuego! —exclamó Inocencio, con el mayor estupor, al recordar una leyenda antiquísima que le habían narrado sus padres—, Dime... ¿Cómo es? —¡Es un cóndor enorme y su plumaje es del rojo color de oro, como los rayos del sol! ¡Su guarida está sobre las nubes, en la cima más alta de nuestra cordillera! ¡Allí se encierran más riquezas que todas las que hoy existen en el mundo conocido! Esos tesoros, por una tradición de mis antepasados, deberán caer en manos de un hombre bueno y generoso. ¡Ese hombre eres tú, Inocencio! —Entonces... ¿me dirás dónde se encuentra el Cóndor de Fuego? —preguntó Inocencio. —En el dedo meñique de mi mano derecha llevo un anillo con una piedra verde —contestó la india— y sobre mi pecho cuelga de una cadena una llavecita de oro. El anillo te servirá para que el Cóndor de Fuego te reconozca como su nuevo amo y te guíe hasta la entrada del tesoro... La pequeña llavecita es de un cofre que está enterrado en las laderas del Aconcagua, la enorme montaña de cúspide blanca, dentro de la cual encontrarás el secreto para entrar a los escondidos sitios donde se halla tanta riqueza. ¡Ya te lo he dicho todo!

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Me voy tranquila al lugar misterioso donde me esperan mis antepasados. Y diciendo estas últimas palabras, la vieja india cerró los ojos para siempre. Mucho lloró Inocencio la muerte de la anciana, y cumpliendo sus deseos la enterró junto a su cabaña, después de sacarle el anillo de la piedra verde y la llavecita que guardaba sobre su pecho. Al día siguiente empezó su camino, en busca del Cóndor de Fuego. Pero la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El malvado Rufián, que había escuchado tras la puerta de la cabaña las palabras de la india, acuciado por una terrible sed de riquezas, no vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido. —¡Ahora seré yo quien encuentre tanta fortuna! —exclamó el temible Rufián al ver a Inocencio tendido a sus pies— ¡Seré inmensamente rico y así podré dominar al mundo con mi oro, aunque haya de sucumbir la mitad de la humanidad! Rufián quitó el maravilloso talismán de la piedra verde a Inocencio, pero olvidó llevarse la pequeña llavecita. Una tarde que cruzaba un valle solitario, escuchó sobre su cabeza el furioso ruido de unas enormes alas. Miró hacia los cielos y vio con asombro un monstruoso cóndor que desde lo alto lo contemplaba con sus ojos llameantes. —¡Ahí está! —exclamó el malvado. El fantástico animal era tremendo. Su cuerpo era cuatro veces mayor que los cóndores comunes y su plumaje, rojo oro, parecía sacado de un trozo de sol. Sus garras enormes y afiladas despedían fulgores deslumbrantes. Su pico alargado y rojo se abría de cuando en cuando, para dejar pasar un grito estridente que paralizaba a todos los seres vivientes de la montaña.

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Rufián tembló al verlo, pero, repuesto en seguida, alzó la mano derecha y le mostró el precioso talismán de la piedra verde. El Cóndor de Fuego, al contemplar la misteriosa alhaja, detuvo su vuelo de pronto y se quedó como prendido en el espacio. Después voló sobre Rufián y tomándolo suavemente entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos. El Cóndor lo transportó por los aires, en un viaje de varias horas, hasta que, casi a la caída del sol, descendió a gran velocidad sobre las mismas cumbres de la enorme montaña llamada del Aconcagua. Habían llegado. —¡Ahí es! ¡Ya el tesoro es mío! -gritó el malvado—. ¡Ahora el mundo temblará ante mi poder sin límites! En pocos pasos estuvo a la entrada de la misteriosa profundidad, pero... se encontró con que ésta se hallaba cerrada por una gran puerta de piedra. —¿Cómo haré para abrirla? —se preguntó Rufián impaciente— ¡La haré saltar con la pólvora de mis armas! Mientras preparaba los cartuchos, el Cóndor de Fuego lo contemplaba en silencio desde muy cerca, y sus ojos fulgurantes parecían desconfiar del nuevo poseedor de la alhaja. Rufián, sin recordar al monstruo e impulsado por su codicia sin límites, prendió fuego a la mecha y muy pronto una terrible explosión conmovió la montaña. Miles de piedras saltaron y la enorme puerta que defendía el tesoro cayó hecha trizas, dejando expedita la entrada a la misteriosa y oscura caverna. —¡Es mío! ¡Es mío! —gritó el demente entre espantosas carcajadas. Pero una terrible sorpresa lo aguardaba. El Cóndor de Fuego, el eterno guardián de los tesoros que indicara la india Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra verde desconocía el secreto de la llave de oro, con un bramido que atronó el espacio, cayó sobre el intruso y elevándolo más allá de las nubes, lo dejó caer entre los

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agudos riscos de las montañas, en donde el cuerpo del malvado Rufián se estrelló, como castigo a su perversidad y codicia. Desde entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha quedado escondido para siempre en las nevadas alturas del Aconcagua y allí continuará, custodiado desde los cielos por el fantástico monstruo alado de plumaje rojo oro como los rayos del sol.

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EL DUENDE DE LA TIENDA

Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas. Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro. El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el

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queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía. -Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero. -Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba. La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente. Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo! El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos. -¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía? -Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos.

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Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena. -¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él! De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación. Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso. -¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante... - Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un

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lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba. En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero. Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde?

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¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo: -Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas. Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero... por las papillas.

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EL HADA DEL LAGO

Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa, y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que

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amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos. El hada advirtió que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus 80 vasallos más leales y fuertes. El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad". Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a

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cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días. La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.

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EL LEÓN Y EL RATÓN

Una tarde muy calurosa, un león dormitaba en una cueva fría y oscura. Estaba a punto de dormirse del todo cuando un ratón se puso a corretear sobre su hocico. Con un rugido iracundo, el león levantó su pata y aplastó al ratón contra el suelo. -¿Cómó te atreves a despertarme? -gruñó- Te-voy a espachurrar. -Oh, por favor, por favor, perdóname la vida -chilló el ratón atemorizado-Prometo ayudarte algún día si me dejas marchar. -¿Quieres tomarme el pelo? -dijo el león-. ¿Cómo podría un ratoncillo birrioso como tú ayudar a un león grande y fuerte como yo? Se echó a reír con ganas. Se reía tanto que en un descuido deslizó su pata y el ratón escapó.

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Unos días más tarde el león salió de caza por la jungla. Estaba justamente pensando en su próxima comida cuando tropezó con una cuerda estirada en medio del sendero. Una red enorme se abatió sobre él y, pese a toda su fuerza, no consiguió liberarse. Cuanto más se removía y se revolvía, más se enredaba y más se tensaba la red en torno a él. El león empezó a rugir tan fuerte que todos los animales le oían, pues sus rugidos llegaban hasta los mismos confines de la jungla. Uno de esos animales era el ratonállo, que se encontraba royendo un grano de maíz. Soltó inmediatamente el grano y corrió hasta el león. —¡Oh, poderoso león! -chilló- Si me hicieras el favor de quedarte quieto un ratito, podría ayudarte a escapar. El león se sentía ya tan exhausto que permaneció tumbado mirando cómo el ratón roía las cuerdas de la red. Apenas podía creerlo cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de que estaba libre. -Me salvaste la vida, ratónenle —dijo—. Nunca volveré a burlarme de las promesas hechas por los amigos pequeños.

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EL NIÑO QUE QUERÍA UN ARCOÍRIS

Todos los días, Juanito volvía andando de la escuela por un verde y delicioso valle, en el que crecían las campanillas y pacían las ovejas. Siempre iba silbando. Juanito sabía silbar más canciones que todos sus amigos; se acordaba de todas las canciones que escuchaba porque había nacido en un molino, en el momento justo en que el viento cambiaba del sur al oeste. También podía ver cómo soplaba el viento, y esto es algo que muy poca gente puede observar.

Un día, al caminar hacia casa por el sendero, Juanito oyó al

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viento del oeste que se quejaba y suspiraba.

-¡Ay de mí! ¡Ay! ¡Oh, soplar y resoplar! ¡La he olvidado!

-¿Qué es lo que has olvidado, Viento? -preguntó Juanito, volviéndose para mirarlo. Estaba pardo, azul y tembloroso, y tenía manchas doradas.

-¡Mi canción! ¡He olvidado mi canción favorita!

Juanito silbó una melodía y preguntó al viento:

-¿Es ésta tu canción?

El viento se quedó encantado. -¡Sí! ¡Esa es! ¡Qué listo eres, Juanito! -y revoloteó a su alrededor, jugueteando amable y despeinándole.

-Te haré un regalo -dijo, y siguió cantando la melodía que le había silbado Juanito-. Será un tesoro: una llave de plata y un rizo de oro.

Juanito no sabía para qué podían servirle estas cosas, de modo que se apresuró a decir:

-¡Oh, no! Por favor, preferiría un arco iris para mí solo.

Y es que, con frecuencia, en el cielo de aquel valle salían preciosos arco iris, aunque para Juanito siempre desaparecían demasiado pronto.

-¿Un arco iris para ti solo? Es difícil -dijo el Viento-. Muy difícil. Toma un cubo y ve caminando por el campo hasta que llegues al Salto del Pavo Real. Llena el cubo de gotas de agua. Tardarás bastante. Pero cuando lo tengas lleno,

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encontrarás dentro algo que puede darte un arco iris.

Por suerte, el día siguiente era sábado. Juanito cogió su almuerzo y un cubo, y caminó por el campo hasta las cataratas, llamadas "Salto del Pavo Real", en donde el agua, al saltar por las rocas, formaba unas gotitas que resplandecían con unos colores maravillosos, como los de un pavo real.

Juanito permaneció todo el día en las cataratas, recogiendo con el cubo las gotas de agua. Por fin, ya cuando se iba a poner el sol, tuvo todo el cubo lleno, justo hasta el borde. Entonces vio dentro del cubo algo que se movía de aquí para allá, y que relucía con los brillantes colores del arco iris.

Era un pececillo.

-¿Quién eres? -dijo Juanito.

-Soy el Genio de la catarata. Echame otra vez al agua y te recompensaré con un regalo.

-Sí -dijo el niño-, te echaré al agua, pero, por favor, ¿puedes darme un arco iris que me quepa en el bolsillo?

-iHmmm! -dijo el Genio-. Te daré un arco iris, pero no es fácil de guardar. Creo que ni siquiera conseguirás llevártelo a casa. Pero si quieres uno, aquí lo tienes.

El genio saltó del cubo y se sumergió en la cascada.

Entonces salió de las gotas de agua un arco iris, que fue a posarse en el cubo de Juanito.

-¡Qué maravilla! -exclamó. Tomó el arco iris con las dos manos, sosteniéndolo como una bufanda, y se quedó

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admirado de sus brillantes colores. Lo enrolló con gran cuidado y se lo guardó en el bolsillo. Luego emprendió el camino de regreso hacia su casa.

Al atravesar el bosque oyó que alguien lloraba, escondido en un rincón oscuro entre los árboles. Se acercó para averiguar qué era y vio a un tejón que había caído en una trampa.

-Querido niño -gimió el tejón-, déjame salir, o vendrán los hombres y los perros y me matarán.

-Me gustaría ayudarte, pero para abrir esa trampa necesitaría una llave.

-Con la punta de ese arco iris que veo en tu bolsillo podrás forzar la puerta.

Y así fue. Cuando Juanito empujó la punta del arco iris entre los bordes, la trampa se abrió y el tejón pudo escapar.

-Muchas gracias, muchas gracias -masculló, y desapareció en su guarida.

Juanito enrolló de nuevo el arco iris y se lo guardó en el bolsillo. Pero los afilados dientes de la trampa habían rasgado un gran trozo del arco iris, y el trozo se disipó.

En el lindero del bosque había una casita en la que vivía la vieja señora Benita. Tenía muy mal carácter. Si por casualidad caía una pelota en su jardín, la cocinaba en el horno hasta convertirla en carbón. Y todo lo que comía era de color negro: pan quemado, té negro, aceitunas negras. Llamó a Juanito y le dijo:

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-Oye, chico, ¿me das un pedacito de ese arco iris que te asoma por el bolsillo? Estoy muy enferma. El médico me ha recomendado un pastel de arco iris para curarme.

A Juanito no le apetecía nada darle un pedazo de su tesoro, pero la mujer parecía muy enferma. De mala gana entró en la cocina y ella cortó un gran pedazo de arco iris con un cuchillo de pan. Luego preparó una pasta dura con harina y leche hervida, añadió el trozo de arco iris y cocinó la mezcla. Dejó enfriar el pastel, lo cortó en pedazos y se los comió con mantequilla y azúcar. Juanito también probó un trozo. Estaba delicioso.

-Es lo mejor que he comido en todo el año -dijo doña Benita- Estoy harta del pan negro. Noto que este pastel me está sentando muy bien.

Tenía mejor aspecto. Se le colorearon las mejillas y empezó casi a sonreír. Juanito, por su parte, después de haber comido su pedazo de pastel, creció tres centímetros.

-Más vale que no sigas comiendo -dijo la señora.

Juanito guardó en el bolsillo el pedazo de arco iris. Ya no quedaba mucho.

Cerca del molino de viento donde vivía, su hermana Marita le salió al encuentro. Tropezó con una piedra, cayó al suelo y se hizo una herida en la pierna. La herida sangraba, y Marita, que sólo tenía cuatro años, empezó a llorar.

-¡Mi pierna! ¡Me duele muchísimo! ¡Por favor, Juanito, ponme una venda, date prisa!

Bueno, ¿qué iba a hacer él? Sacó del bolsillo lo que le

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quedaba del arco iris y vendó con éste la pierna de Marita. Pero todavía pudo quedarse con un trocito muy pequeñito que sobró.

Marita estaba embelesada viendo el arco iris alrededor de la pierna.

Gritaba...

-¡Es maravilloso! ¡He dejado de sangrar!

Y se marchó bailando para enseñárselo a todo el mundo.

Juanito se quedó tristísimo con la pizca de arco iris que aún le quedaba. Al momento, oyó un susurro, se dio media vuelta y vio los volatines de su amigo, el viento del oeste, vestido de amarillo, marrón y rosa.

-Bueno -dijo el Viento-. ¡El genio de la cascada ya te advirtió que es difícil conservar un arco iris! Y aunque ya no lo tengas, eres un chico con suerte. Puedes oír mi canción y has crecido tres centímetros en un solo día.

-¡Es verdad! -dijo Juanito.

-Abre la mano -le ordenó el viento. Juanito extendió la mano, en la que guardaba el arco iris, y el viento le sopló como se hace con unos tizones para avivar el fuego. Y al soplar, el pedazo de arco iris fue creciendo y creciendo hasta llegar al punto más alto del cielo. No era un arco iris simple, sino que se había convertido en dos, y el de debajo resultaba ser el más grande y brillante que Juanito había visto en su vida. Muchos pájaros se asombraron tanto al verlo, que dejaron de

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volar y cayeron a tierra o chocaron entre sí en el aire.

El arco iris se deshizo luego y desapareció.

-¡No importa! -dijo el viento-. Habrá otro arco iris mañana. Y si no, la semana próxima.

-Y yo podré tenerlos de nuevo en la mano -dijo Juanito orgullosísimo.

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EL RATONCITO PÉREZ

Erase una vez Pepito Pérez , que era un pequeño ratoncito de ciudad , vivía con su familia en un agujerito de la pared de un edificio. El agujero no era muy grande pero era muy cómodo, y allí no les faltaba la comida. Vivían junto a una panadería, por las noches él y su padre iban a coger harina y todo lo que encontraban para comer. Un día Pepito escuchó un gran alboroto en el piso de arriba. Y como ratón curioso que era trepó y trepó por las cañerías hasta llegar a la primera planta. Allí vió un montón de aparatos, sillones, flores, cuadros..., parecía que alguien se iba a instalar allí. Al día siguiente Pepito volvió a subir a ver qué era todo aquello, y descubrió algo que le gustó muchísimo. En el piso de arriba habían puesto una clínica dental. A partir de

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entonces todos los días subía a mirar todo lo que hacía el doctor José Mª. Miraba y aprendía, volvía a mirar y apuntaba todo lo que podía en una pequeña libreta de cartón. Después practicaba con su familia lo que sabía. A su madre le limpió muy bien los dientes, a su hermanita le curó un dolor de muelas con un poquito de medicina. Y así fue como el ratoncito Pérez se fue haciendo famoso. Venían ratones de todas partes para que los curara. Ratones de campo con una bolsita llena de comida para él, ratones de ciudad con sombrero y bastón, ratones pequeños, grandes, gordos, flacos... Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la boca. Pero entonces empezaron a venir ratones ancianos con un problema más grande. No tenían dientes y querían comer turrón, nueces, almendras, y todo lo que no podían comer desde que eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó y pensó cómo podía ayudar a estos ratones que confiaban en él. Y, como casi siempre que tenía una duda, subió a la clínica dental a mirar. Allí vió cómo el doctor José Mª le ponía unos dientes estupendos a un anciano. Esos dientes no eran de personas, los hacían en una gran fábrica para los dentistas. Pero esos dientes, eran enormes y no le servían a él para nada. Entonces, cuando ya se iba a ir a su casa sin encontrar la solución, apareció en la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente de leche para que le saliera rápido el diente fuerte y grande. El doctor se lo quitó y se lo dió de recuerdo. El ratoncito Pérez encontró la solución: "Iré a la casa de ese niño y le compraré el diente", pensó. Lo siguió por toda la ciudad y cuando por fin llegó a la casa, se encontró con un enorme gato y no pudo entrar. El ratoncito Pérez se esperó a que todos se durmieran y entonces entró a

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la habitación del niño. El niño se había dormido mirando y mirando su diente, y lo había puesto debajo de su almohada. Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho encontrar el diente, pero al fin lo encontró y le dejó al niño un bonito regalo. A la mañana siguiente el niño vió el regalo y se puso contentísimo y se lo contó a todos sus amigos del colegio. Y a partir de ese día, todos los niños dejan sus dientes de leche debajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les deja a cambio un bonito regalo. Cuento se ha acabado.

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EL SEÑOR TIGRE

Hace muchos, muchísimos años, cuando las personas y los animales hablaban todavía el mismo idioma y el tigre tenía una piel de color amarillo brillante, una tarde el búfalo regresaba a su casa, después de bañarse en el río. Iba canturreando una canción, con la nariz bien alta, porque en aquel tiempo aún tenía la nariz saliente y el labio superior entero. Su hocico apuntaba hacia el cielo y no se dio cuenta de que el tigre le seguía hasta que oyó a su lado un ronco "buenas noches". El búfalo hubiera echado a correr muy a gusto, pero no quería parecer cobarde. Así que siguió su camino mientras el tigre le daba conversación. -No se te ve mucho por el bosque. ¿Sigues trabajando con el hombre? El búfalo dijo que sí. -¡Qué cosa tan rara! No lo comprendo. ¡Caray!, el hombre no

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tiene zarpas, ni veneno, ni demasiada fuerza, y encima es muy pequeñajo. ¿Por qué lo aceptas como jefe? -Yo tampoco lo comprendo -contestó el búfalo-. Supongo que será por su inteligencia -In-te-li... ¿qué? -Inteligencia es algo especial que tiene el hombre y que le permite dominarme a mí, y también al caballo y al cerdo, al perro y al gato -explicó el búfalo con aire sabiondo, contento de saber más que el tigre. -Interesante, pero que muy interesante. Si yo tuviera esa inteli- lo que sea, la vida me sería mucho más agradable. Todos me obedecerían sin esas carreras y esos saltos que ahora tengo que dar. Me tumbaría en la hierba y escogería los bichos más gordos para mi comida. ¿Tú crees que el hombre me vendería un poco de su in-te-li-gen-cia? -No... no lo sé -murmuró el búfalo. -Se lo preguntaré mañana. ¡No se atreverá a negarse, digo yo! -gruñó el tigre, y desapareció en la oscuridad. El búfalo se encaminó lentamente hacia su casa, un poco asustado, temiendo haber hablado de más. Pero después de la cena se tranquilizó. "El tigre nunca viene a los arrozales", pensó antes de dormirse. A la mañana siguiente, cuando llegó al campo con su amo, el búfalo vio que había juzgado mal al tigre, porque ya estaba allí esperando. Incluso había preparado un discurso para aquel encuentro. -No te asustes, amo hombre -dijo el tigre amablemente- He venido en son de paz. Me han dicho que posees una cosa llamada in-te-li-gencia, y quisiera comprártela. Desearía hacerlo en seguida, porque tengo mucha prisa. ¡Todavía no he desayunado!, ¿comprendes? El búfalo se sintió muy culpable. Pero entonces oyó que el campesino respondía: -¡Qué gran honor! ¡El señor tigre en persona visitando mi humilde campo y dándome la oportunidad de servir a un

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animal tan grande y tan hermoso! Y le hizo una reverencia como si estuviera ante el propio emperador. El tigre, lleno de orgullo, respondió: -Por favor, no hagas ninguna ceremonia por una simple criatura como yo. Sólo he venido a comprar... -¿Comprar? -le interrumpió el campesino-. ¡Ni pensarlo! Insisto en regalártela, para que sea un recuerdo de esta grata visita que tanto honor me hace. -Oh, qué amable por tu parte. Nunca pensé que el hombre tuviera tan buenos modales -dijo el tigre; pero, en realidad, estaba pensando para sus adentros: "¡Vaya día de suerte! Primero me reciben como a un rey, luego me dan la in-te-li-gencia gratis y después me zampo al campesino para abrir el apetito y al búfalo para desayunar". Los ojos le brillaban como dos estrellas verdes mientras insistía: -Me la darás ahora mismo, espero. -Lo haría con mucho gusto, pero siempre dejo la inteligencia en casa cuando salgo a trabajar-contestó el campesino, que había advertido el brillo de gula en los ojos del tigre-. Ya ves, vale demasiado para que me arriesgue a perderla, y, además, aquí no la necesito. Pero voy corriendo a casa y te la traigo ahora mismo. Avanzó unos pasos, pero se volvió en seguida. -¿Has dicho que todavía no habías desayunado? -Sí. ¿Por qué lo preguntas? -Porque en ese caso no puedo dejar contigo al búfalo. Te lo comerías. -Te prometo que no me lo comeré. Por favor, ¡date prisa! -No dudo de tu promesa, pero si la olvidas y te comes al búfalo ¿quién me ayudará en mi trabajo? Por otra parte, es tan lento que, si lo llevo conmigo, tardaríamos horas en ir a casa y volver, y no quisiera hacer esperar a Su Excelencia.

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Claro que, si permites que te ate a aquel árbol, el búfalo podría quedarse aquí sin miedo. El tigre aceptó. "Me los comeré a los dos más tarde", pensó mientras el campesino le ataba fuertemente al árbol. Y la boca se le hacía agua sólo con imaginar el sabor del gran búfalo, del hombrecito moreno y de aquella cosa nueva que se llamaba in-te-li-gencia. Al cabo de un rato el campesino regresó. -¿La has traído? -preguntó el tigre impaciente. -Claro -respondió el campesino, enseñándole una cosa que ardía en la punta de un palo. -Pues dámela, ¡aprisa! -ordenó el tigre. El campesino obedeció. Puso la bajo los bigotes del tigre y empezaron a arder. Le acercó el fuego a las orejas, al lomo, a la cola, y por donde rozaba le dejaba la piel chamuscada. -¡Me quema, me quema! -aullaba el tigre. -Es la inteligencia -dijo con ironía el campesino-. Ven, búfalo, vámonos. Pero el búfalo no podía irse. Se tronchaba, se moría de risa. Figúrate al señor tigre, el terror de la selva, dejándose atar a un árbol para luego ser quemado con una antorcha. ¡Una escena graciosísima! El búfalo se revolcaba por la hierba, sin poder dejar de reír, hasta que su hocico chocó contra un tocón de árbol que le partió en dos el morro y le aplastó la nariz. Y todavía hoy se ven los resultados de este accidente en sus descendientes. ¿Y qué pasó con el tigre? Pues que rugió y pataleó, y poco después las llamas quemaron la cuerda y por fin pudo escapar. Pero la cuerda ardiendo le había chamuscado tanto su piel amarilla que, por mucho que se lavó, no pudo borrarse las rayas negras que le quedaron marcadas. Y esa es la razón de que el tigre tenga rayas.

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CUENTOS INFANTILES, PARTE III.

SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES

DE ISIDORA CARTONERA EN JULIO DE 2014.

www.facebook.com/IsidoraCartonera

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