Cuentos Españoles Del Exilio

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JOSÉ DE LA COLINA (1934-)La tumba india 1984Al margen de Fritz Lang

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  • 2 ed barrio, Santander 2015http://espaciodeescrituracreativaeltaller.blogspot.com/http://ramonqu.wordpress.com/http://20navajasuiza10.wordpress.com/

  • 3Cuentos espaoles del exilio

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  • 5FRANCISCO AYALA (1906-2009) El hechizado

    De Los usurpadores (1949)

    ROSA CHACEL (1898-1994) Fueron testigos

    De Sobre el pilago (1952)

    MAX AUB (1903-1972) La gabardina

    De Ciertos cuentos (1955) A MI NOVIA, QUE ME LO CONT.

    RAMN J. SENDER (1902-1982) El buitre

    De Novelas ejemplares de Cbola (1961)

    MANUEL ANDJAR (1913-1994) Como si acabase de ocurrir De Los lugares vacos (1971)

    JOS DE LA COLINA (1934-)

    La tumba india 1984 Al margen de Fritz Lang

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  • 7 FRANCISCO AYALA (1906-2009 )

    El hechizado De Los usurpadores (1949)

    Despus de haber pretendido intilmente en la Cor-te, el Indio Gonzlez Lobo que llegara a Espaa hacia finales de 1679 en la flota de galeones con cuya carga de oro se celebraron las bodas del rey hubo de retirarse a vivir en la ciudad de Mrida, donde tena casa una herma-na de su padre. Nunca ms sali ya de Mrida Gonzlez Lobo. Acogido con regocijo por su ta doa Luisa lva-rez, que haba quedado sola al enviudar poco antes, la sirvi en la administracin de una pequea hacienda, de la que, pasados los aos, vendra a ser heredero. Ah con-sumi, pues, el resto de su vida. Pasaba el tiempo entre las labranzas y sus devociones y, por las noches, escriba. Escribi, junto a otros muchos papeles, una larga relacin de su vida, donde, a la vuelta de mil prolijidades, cuenta cmo lleg a presencia del Hechizado. A este escrito se refiere la presente noticia.

    No se trata del borrador de un memorial, ni cosa se-mejante: no parece destinado a fundar o apoyar peticin ninguna. Dirase ms bien que es un relato del desengao de sus pretensiones. Lo compuso, sin duda, para distraer las veladas de una vejez toda vuelta hacia el pesado, con-finada entre los muros del recuerdo, a una edad en que ya no podan despertar emocin, ni siquiera curiosidad, los ecos que, por lo dems, llegaran a su odo muy amorti-guados de la guerra civil donde, muerto el desventura-

  • 8do Carlos, se estaba disputando por entonces su corona. Alguna vez habr de publicarse el notable manuscri-

    to; yo dara aqu ntegro su texto si no fuera tan extenso como es y tan desigual en sus partes: est sobrecarga-do de datos enojosos sobre el comercio de Indias, con apreciaciones crticas que quiz puedan interesar hoy a historiadores y economistas; otorga unas proporciones desmesuradas a un parangn por otra parte, fuera de propsito entre los cultivos del Per y el estado de la agricultura en Andaluca y Extremadura; abunda en deta-lles triviales; se detiene en increbles minucias y se com-place en considerar lo ms nimio, mientras deja a veces pasar por alto, en una descuidada alusin, la atrocidad de que le ha llegado noticia o la grandeza admirable. En todo caso, no pareca discreto dar a la imprenta un escrito tan disforme sin retocarlo algo y aliviarlo de tantas imperti-nentes excrecencias como en l viene a hacer penosa e ingrata la lectura.

    Es digno de advertir que, concluida sta a costa de no poco esfuerzo, queda en el lector la sensacin de que algo le hubiera sido escamoteado; y ello, a pesar de tan-to y tan insistido detalle. Otras personas que conocen el texto han corroborado esa impresin ma; y hasta un ami-go a quien proporcion los datos acerca del manuscrito, interesndolo en su estudio, despus de darme gracias, aada en su carta: Ms de una vez, al pasar una hoja y levantar la cabeza, he credo ver al fondo, en la penumbra del Archivo, la mirada negrsima de Gonzlez Lobo disi-mulando su burla en el parpadeo de sus ojos entreabier-tos. Lo cierto es que el escrito resulta desconcertante en demasa y est cuajado de problemas. Por ejemplo: a qu

  • 9intencin obedece?, para qu fue escrito? Puede acep-tarse que no tuviera otro fin sino divertir la soledad de un anciano reducido al solo pasto de los recuerdos. Pero cmo explicar que, al cabo de tantas vueltas, no se diga en l en qu consista a punto fijo la pretensin de gracia que su autor llev a la Corte, ni cul era su fundamento?

    Ms aun: supuesto que este fundamento no poda venirle sino en mritos de su padre, resulta asombroso el hecho de que no lo mencione siquiera una vez en el curso de su relacin. Cabe la conjetura de que Gonzlez Lobo fuera hurfano desde muy temprana edad y, siendo as, no tuviera gran cosa que recordar de l; pero es lo cierto que hasta su nombre omite mientras, en cambio, nos abru-ma con obsesiones sobre el clima y la flora, nos cansa inventariando las riquezas reunidas en la iglesia catedral de Sigenza... Sea como quiera, las noticias anteriores al viaje que respecto de s mismo consigna son sumarias en extremo y siempre aportadas por va incidental. Sabemos del clrigo por cuyas manos recibiera sacramentos y casti-gos, con ocasin de un episodio aducido para escarmien-to de la juventud: pues cuenta que, exasperado el buen fraile ante la obstinacin con que su pupilo opona un callar terco a sus reprimendas, arroj los libros al suelo y, hacindole la cruz, lo dej a solas con Plutarco y Virgilio. Todo esto, referido en disculpa, o mejor, como lamen-tacin moralizante por las deficiencias de estilo que sin duda haban de afear su prosa.

    Pero no es sa la nica cosa inexplicable en un re-lato tan recargado de explicaciones ociosas. Junto a pro-blemas de tanto bulto, se descubren otros ms sutiles. Lo trabajoso y dilatado del viaje, la demora creciente de

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    sus etapas conforme iba acercndose a la Corte (slo en Sevilla permaneci el Indio Gonzlez ms de tres aos, sin que sus memorias ofrezcan justificacin de tan pro-longada permanencia en una ciudad donde nada hubiera debido retenerle), contrasta, creando un pequeo enigma, con la prontitud en desistir de sus pretensiones y retirarse de Madrid, no bien hubo visto al rey. Y como ste otros muchos.

    El relato se abre con el comienzo del viaje, para concluir con la visita al rey Carlos II en una cmara de palacio. Su Majestad quiso mostrarme benevolencia son sus ltimas frases y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomrsela salt a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando y distrajo su Real atencin en demanda de caricias. Entonces entend yo la oportunidad y me retir en respetuoso silencio.

    Silenciosa es tambin la escena inicial del manus-crito, en que el Indio Gonzlez se despide de su madre. No hay explicaciones, ni lgrimas. Vemos las dos figuras destacndose contra el cielo, sobre un paisaje de cumbres andinas, en las horas del amanecer. Gonzlez ha tenido que hacer un largo trayecto para llegar despuntando el da; y ahora, madre e hijo caminan sin hablarse el uno al otro, hacia la iglesia, poco ms grande, poco menos pobre que las viviendas. Juntos oyen la misa. Gonzlez vuelve a emprender el descenso por las sendas cordilleranas...

    Poco ms adelante, lo encontraremos en medio del ajetreo del puerto. Ah su figura menuda apenas se distin-gue en la confusin bulliciosa, entre las idas y venidas que se enmaraan alrededor suyo. Est parado, aguardando, entretenido en mirar la preparacin de la flota, frente al

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    ocano que rebrilla y enceguece. A su lado, en el suelo, tiene un pequeo cofre. Todo gira alrededor de su pa-ciente espera: marineros, funcionarios, cargadores, solda-dos; gritos, rdenes, golpes. Dos horas lleva quieto en el mismo sitio el Indio Gonzlez Lobo y otras dos o tres pasarn todava antes de que las patas innumerables de la primera galera comiencen a moverse a comps, arras-trando su panza sobre el agua espesa del puerto. Luego, embarcar con su cofre. Del dilatado viaje, slo esta sucinta referencia contienen sus memorias: La travesa fue feliz.

    Pero, a falta de incidentes que consignar y quiz por efecto de expectativas inquietantes que no llegaron a cumplirse, llena de folios y folios a propsito de los inconvenientes, riesgos y daos de los muchos filibuste-ros que infestan los mares y de los remedios que podran ponerse en evitacin del quebranto que por causa de ellos sufren los intereses de la Corona. Quien lo lea, no pensa-r que escribe un viajero, sino un poltico, tal vez un arbi-trista: son lucubraciones mejor o peor fundadas y de cuya originalidad habra mucho que decir. En ellas se pierde; se disuelve en generalidades. Y ya no volvemos a encon-trarlo hasta Sevilla.

    En Sevilla lo vemos resurgir de entre un laberinto de consideraciones morales, econmicas y administrati-vas, siguiendo a un negro que le lleva al hombro su cofre y que, a travs de un laberinto de callejuelas, lo gua en busca de posada. Ha dejado atrs el navo de donde des-embarcara. Todava queda ah, contonendose en el ro; ah pueden verse, bien cercanos, sus palos empavesados. Pero entre Gonzlez Lobo, que ahora sigue al negro con

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    su cofre y la embarcacin que le trajo de Amrica, se en-cuentra la Aduana. En todo el escrito no hay una sola expresin vehemente, un ademn de impaciencia o una inflexin quejumbrosa: nada turba el curso impasible del relato, pero quien ha llegado a familiarizarse con su estilo y tiene bien pulsada esa prosa y aprendi a sentir el latido disimulado bajo la retrica entonces en uso, puede des-cubrir en sus consideraciones sobre un mejor arreglo del comercio de Indias y acerca de algunas normas de buen gobierno cuya implantacin acaso fuera recomendable, todo el cansancio de interminables tramitaciones, capaces de exasperar a quien no tuviera tan fino temple.

    Excedera a la intencin de estos apuntes, destinados a dar noticia del curioso manuscrito, el ofrecer un resu-men completo de su contenido. Da llegar en que pueda editarse con el cuidado erudito a que es acreedor, anota-do en debida forma y precedido de un estudio filolgico donde se discutan y diluciden las muchas cuestiones que su estilo suscita. Pues ya a primera vista se advierte que, tanto la prosa como las ideas de su autor, son anacrnicas para su fecha; y hasta creo que podran distinguirse en ellas ocurrencias, giros y reacciones correspondientes a dos y quin sabe si a ms estratos; en suma, a las actitudes y maneras de diversas generaciones, incluso anteriores a la suya propia lo que sera por dems explicable dadas las circunstancias personales de Gonzlez Lobo. Al mis-mo tiempo y tal como suele ocurrir, esa mezcla arroja resultados que recuerdan la sensibilidad actual.

    Tal estudio se encuentra por hacer; y sin su gua no parece aconsejable la publicacin de semejante libro, que necesitara tambin ir precedido de un cuadro geogrfi-

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    cocronolgico donde quedara trazado el itinerario del viaje tarea sta no liviana, si se considera cunta es la confusin y el desorden con que en sus pginas se en-treveran los datos, se alteran las fechas, se vuelve sobre lo andado, se mezcla lo visto con lo odo, lo remoto con lo presente, el acontecimiento con el juicio y la opinin propia con la ajena.

    De momento, quiero limitarme a anticipar esta no-ticia bibliogrfica, llamando de nuevo la atencin sobre el problema central que la obra plantea: a saber, cul sea el verdadero propsito de un viaje cuyas motivaciones que-dan muy oscuras, si no oscurecidas a caso hecho y en qu relacin puede hallarse aquel propsito con la ulterior re-daccin de la memoria. Confieso que, preocupado con ello, he barajado varias hiptesis, pronto desechadas, no obstante, como insatisfactorias. Despus de darle muchas vueltas, me pareci demasiado fantstico y muy mal fun-dado el supuesto de que el Indio Gonzlez Lobo ocultara una identidad por la que se sintiera llamado a algn alto destino, como descendiente, por ejemplo, de quin sabe qu estirpe nobilsima. En el fondo, esto no aclarara ape-nas nada. Tambin se me ocurri pensar si su obra no sera una mera invencin literaria, calculada con todo es-mero en su aparente desalio para simbolizar el desigual e imprevisible curso de la vida humana, moralizando im-plcitamente sobre la vanidad de todos los afanes en que se consume la existencia. Durante algunas semanas me aferr con entusiasmo a esta interpretacin, por la que el protagonista poda incluso ser un personaje imaginario; pero a fin de cuentas tuve que resignarme a desecharla: es seguro que la conciencia literaria de la poca hubiera

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    dado cauce muy distinto a semejante idea. Mas no es ahora la ocasin de extenderse en cues-

    tiones tales, sino tan slo de resear el manuscrito y ade-lantar una apuntacin ligera de su contenido.

    Hay un pasaje, un largo, interminable pasaje, en que Gonzlez Lobo aparece perdido en la maraa de la Corte. Describe con encarnizado rigor su recorrer el ddalo de pasillos y antesalas, donde la esperanza se pierde y se le ven las vueltas al tiempo; se ensaa en consignar cada una de sus gestiones, sin pasar por alto una sola pisada. Hojas y ms hojas estn llenas de enojosas referencias y detalles que nada importan y que es difcil conjeturar a qu vienen. Hojas y ms hojas, estn llenas de prrafos por el estilo de ste: Pas adelante, esta vez sin tropiezo, gracias a ser bien conocido ya del jefe de la conserjera; pero al pie de la gran escalera que arranca del zagun se est refirien-do al Palacio del Consejo de Indias, donde tuvieron lugar muchas de sus gestiones, encontr cambiada la guardia: tuve, pues, que explicar ah todo mi asunto como en das anteriores y aguardar que subiera un paje en averiguacin de si me sera permitido el acceso. Mientras esperaba, me entretuve en mirar quines recorran las escaleras, arriba y abajo: caballeros y clrigos, que se saludaban entre s, que se separaban a conversar, o que avanzaban entre reveren-cias. No poco tiempo tard en volver mi buen paje con el recado de que sera recibido por el quinto oficial de la Tercera Secretara, competente para escuchar mi asunto. Sub tras de un ordenanza y tom asiento en la antesala del seor oficial. Era la misma antesala donde hube de aguar-dar el primer da y me sent en el mismo banco donde ya entonces haba esperado ms de hora y media. Tampoco

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    esta vez prometa ser breve la espera; corra el tiempo; vi abrirse y cerrarse la puerta veces infinitas y varias de ellas salir y entrar al propio oficial quinto, que pasaba por mi lado sin dar seales de haberme visto, ceudo y con la vista levantada. Acerqume, en fin, cansado de aguar-dar, al ordenanza de la puerta para recordarle mi caso. El buen hombre me recomend paciencia; pero, porque no la acabara de perder, quiso hacerme pasar de all a poco y me dej en el despacho mismo del seor oficial, que no tardara mucho en volver a su mesa. Mientras vena o no, estaba yo pensando si recordara mi asunto y si acaso no volvera a remitirme con l, como la vez pasada, a la Secretara de otra Seccin del Real Consejo. Haba sobre la mesa un montn de legajos y las paredes de la pieza estaban cubiertas de estanteras, llenas tambin de carpe-tas. En el testero de la sala, sobre el respaldo del silln del seor oficial, se vea un grande y no muy buen retrato del difunto rey don Felipe IV. En una silla, junto a la mesa, otro montn de legajos esperaba su turno. Abierto, lleno de espesa tinta, el tintero de estao aguardaba tambin al seor oficial quinto de Secretara... Pero aquella maana ya no me fue posible conversar con l, porque entr al fin muy alborotado en busca de un expediente y me rog con toda cortesa que tuviera a bien excusarle, que tena que despachar con Su Seora y que no era libre de escuchar-me en aquel momento.

    Incansablemente, diluye su historia el Indio Gonz-lez en pormenores semejantes, sin perdonar da ni hora, hasta el extremo de que, con frecuencia, repite por dos, tres y aun ms veces, en casi iguales trminos, el relato de gestiones idnticas, de manera tal que slo en la fe-

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    cha se distinguen; y cuando el lector cree haber llegado al cabo de una jornada penossima, ve abrirse ante su fatiga otra anloga, que deber recorrer tambin paso a paso y sin ms resultado que alcanzar la siguiente. Bien hubiera podido el autor excusar el trabajo y dispensar de l a sus lectores, con slo haber consignado, si tanto importaba a su intencin, el nmero de vistas que tuvo que rendir a tal o cual oficina y en qu fechas. Por qu no lo hizo as? Le procuraba acaso algn raro placer el desarrollo del manuscrito bajo su pluma con un informe crecimiento de tumor, sentir cmo aumentaba su volumen amenazan-do cubrir con la longitud del relato la medida del tiempo efectivo a que se extiende? Qu necesidad tenamos, si no, de saber que eran cuarenta y seis los escalones de la escalera del palacio del Santo Oficio y cuntas ventanas se alineaban en cada una de sus fachadas?

    Quien est cumpliendo con probidad la tarea que se impuso a s propio: recorrer entero el manuscrito, de arri-ba abajo, lnea por lnea y sin omitir un punto, experimenta no ya un alivio, sino emocin verdadera, cuando, sobre la marcha, su curso inicia un giro que nada pareca anunciar y que promete perspectivas nuevas a una atencin ya casi rendida al tedio. Al otro da, domingo, me fui a confesar con el doctor Curtius, ha ledo sin transicin ninguna. La frase salta desde la lectura maquinal, como un relum-bre en la apagada, gris arena... Pero si el tierno temblor que irradia esa palabra, confesin, alent un momento la esperanza de que el relato se abriera en vibraciones nti-mas, es slo para comprobar cmo, al contrario, la costra de sus retorcidas premiosidades se autoriza ahora con el secreto del sacramento. Prdigo siempre en detalles, el

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    autor sigue guardando silencio sobre lo principal. Hemos cambiado de escenario, pero no de actitud. Vemos avan-zar la figura menuda de Gonzlez Lobo, que sube, despa-cio, por el centro de la amplsima escalinata, hacia el pr-tico de la iglesia; la vemos detenerse un momento, a su costado, para sacar una moneda de su escarcela y socorrer a un mendigo. Ms an: se nos hace saber con exactitud ociosa que se trata de un viejo paraltico y ciego, cuyos miembros se muestran agarrotados en duros vendajes sin forma. Y todava aade Gonzlez una larga digresin, la-mentndose de no poseer medios bastantes para aliviar la miseria de los dems pobres instalados, como una orla de podredumbre, a lo largo de las gradas...

    Por fin, la figura del Indio se pierde en la oquedad del atrio. Ha levantado la pesada cortina; ha entrado en la nave, se ha inclinado hasta el suelo ante el altar ma-yor. Luego se acerca al confesionario. En su proximidad, aguarda, arrodillado, a que le llegue el turno. Cuntas ve-ces han pasado por entre las yemas de sus dedos las cuen-tas de su rosario, cuando, por ltimo, una mano blanca y gorda le hace seas desde lo oscuro para que se acerque al Sagrado Tribunal? Gonzlez Lobo consigna ese gesto fugaz de la mano blanqueando en la sombra; ha retenido igualmente a lo largo de los aos la impresin de ingrata dureza que causaron en su odo las inflexiones teutnicas del confesor y, pasado el tiempo, se complace en consig-narla tambin. Pero eso es todo. Le bes la mano y me fui a or la santa misa junto a una columna.

    Desconcierta desconcierta e irrita un poco ver cmo, tras una reserva tan cerrada, se extiende luego a ponderar la solemnidad de la misa: la pureza desgarrado-

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    ra de las voces juveniles que, desde el coro, contestaban, como si, abiertos los cielos, cantasen ngeles la gloria del Resucitado, a los graves latines del altar. Eso, las frases y cantos litrgicos, el brillo de la plata y del oro, la multitud de las luces y las densas volutas de incienso ascendiendo por delante del retablo, entre columnatas torneadas y cu-biertas de yedra, hacia las quebradas cupulillas, todo eso, no era entonces novedad mayor que hoy, ni ocasin de particular noticia. Con dificultad nos convenceramos de que el autor no se ha detenido en ello para disimular la omisin de lo que personalmente le concierne, para llenar mediante ese recurso el hiato entre su confesin donde sin duda alguna hubo de ingerirse un tema profano y la vista que a la maana siguiente hizo, invocando el nom-bre del doctor Curtius, a la Residencia de la Compaa de Jess. Tir de la campanilla dice, cuando nos ha lleva-do ante la puerta y la o sonar ms cerca y ms fuerte de lo que esperaba.

    Es, de nuevo, la referencia escueta de un hecho ni-mio. Pero tras ella quiere adivinar el lector, enervado ya, una escena cargada de tensin: vuelve a representarse la figura, cetrina y enjuta, de Gonzlez Lobo, que se acerca a la puerta de la Residencia con su habitual parsimonia, con su triste, lentsimo continente impasible; que, en lle-gando a ella, levanta despacio la mano hasta el pomo del llamador. Pero esa mano, fina, larga, pausada, lo agarra y tira de l con una contraccin violenta y vuelve a soltarlo en seguida. Ahora, mientras el pomo oscila ante sus ojos indiferentes, l observa que la campanilla estaba demasia-do cerca y que ha sonado demasiado fuerte.

    Pero, en verdad, no dice nada de esto. Dice: Tir

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    de la campanilla y la o sonar ms cerca y ms fuerte de lo que esperaba. Apenas apagado su estrpito, pude es-cuchar los pasos del portero, que vena a abrirme y que, enterado de mi nombre, me hizo pasar sin demora. En compaa suya, entra el lector a una sala, donde aguardar Gonzlez, parado junto a la mesa. No hay en la sala sino esa mesita, puesta en el centro, un par de sillas y un mue-ble adosado a la pared, con un gran crucifijo encima. La espera es larga. Su resultado, ste: No me fue dado ver al Inquisidor General en persona. Pero, en nombre suyo, fui remitido a casa de la baronesa de Berlips, la misma seora conocida del vulgo por el apodo de La Perdiz, quien, a mi llegada, tendra informacin cumplida de mi caso, segn me aseguraron. Mas pronto pude comprobar aade que no sera cosa llana entrar a su presencia. El poder de los magnates se mide por el nmero de los pretendientes que tocan a sus puertas y ah, todo el patio de la casa era antesala.

    De un salto, nos transporta el relato desde la Re-sidencia jesutica tan silenciosa que un campanilla-zo puede caer en su vestbulo como una piedra en un pozo hasta un viejo palacio, en cuyo patio se aglomera, bullicioso, un hervidero de postulantes, afanados en el trfico de influencias, solicitud de exenciones, compra de empleos, demanda de gracia o gestin de privilegios. Me apost en un codo de la galera y mientras duraba mi ante-sala, divertame en considerar tanta variedad de aspectos y condiciones como all concurran, cuando un soldado, ponindome la mano en el hombro, me pregunt de dn-de era venido y a qu. Antes de que pudiera responderle nada, se me adelant a pedir excusas por su curiosidad,

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    pues que lo dilatado de la espera convidaba a entretener de alguna manera el tiempo y el recuerdo de la patria es siempre materia de grata pltica. l, por su parte, me dijo ser natural de Flandes y que prestaba servicio al presen-te en las guardias del Real Palacio, con la esperanza de obtener para ms adelante un puesto de jardinero en sus dependencias; que esta esperanza se fundaba y sostena en el valimiento de su mujer, que era enana del rey y que tena dada ya ms de una muestra de su tino para obtener pequeas mercedes. Se me ocurri entonces, mientras lo estaba oyendo, si acaso no sera aqul buen atajo para llegar ms pronto al fin de mis deseos; y as, le manifest cmo stos no eran otros sino el de besar los pies a Su Majestad; pero que, forastero en la Corte y sin amigos, no hallaba medio de arribar a su Real persona. Mi ocurren-cia agrega se acredit feliz, pues, acercndoseme a la oreja y despus de haber ponderado largamente el ex-tremo de su simpata hacia mi desamparo y su deseo de servirme, vino a concluir que tal vez su mentada mujer que lo era, segn me tena dicho, la enana doa Anto-ita Nez, de la Cmara del Rey pudiera disponer el modo de introducirme a su alta presencia; y que sin duda querra hacerlo, supuesto que yo me la supiese congraciar y moviera su voluntad con el regalo del cintillo que se vea en mi dedo meique.

    Las pginas que siguen a continuacin son, a mi jui-cio, las de mayor inters literario que contiene el manuscri-to. No tanto por su estilo, que mantiene invariablemente todos sus caracteres: una cada arcaizante, a veces precipi-tacin chapucera y siempre esa manera elusiva donde tan pronto cree uno edificar los circunloquios de la prosa ofi-

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    cialesca, tan pronto los sobreentendidos de quien escribe para propio solaz, sin consideracin a posibles lectores; no tanto por el estilo, digo, como por la composicin, en que Gonzlez Lobo parece haberse esmerado. El reino se remansa aqu, pierde su habitual sequedad y hasta parece retozar con destellos de inslito buen humor. Se compla-ce Gonzlez en describir el aspecto y maneras de doa Antoita, sus palabras y silencios, a lo largo de la curiosa negociacin.

    Si estas pginas no excedieran ya los lmites de lo prudente, reproducira el pasaje ntegro. Pero la discre-cin me obliga a limitarme a una muestra de su tempe-ramento. En esto escribe, dej el pauelo y esper, mirndome, a que lo alzara. Al bajarme para levantarlo vi rer sus ojillos a la altura de mi cabeza. Cogi el paue-lo que yo le entregaba y lo estruj entre los diminutos dedos de una mano adornada ya con mi cintillo. Diome las gracias y son su risa como una chirima; sus ojos se perdieron y, ahora, apagado su rebrillo, la enorme frente era dura y fra como piedra.

    Sin duda, estamos ante un renovado alarde de minu-ciosidad; pero no se advierte ah una inflexin divertida, que, en escritor tan aptico, parece efecto de la alegra de quien, por fin, inesperadamente, ha descubierto la salida del laberinto donde andaba perdido y se dispone a fran-quearla sin apuro? Han desaparecido sus perplejidades y acaso disfruta en detenerse en el mismo lugar de que an-tes tanto deseaba escaparse.

    De aqu en adelante el relato pierde su acostumbra-da pesadumbre y, como si replicase al ritmo de su cora-zn, se acelera sin descomponer el paso. Lleva sobre s la

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    carga del abrumador viaje y en los incontables folios que encierran sus peripecias, desde aquella remota misa en las cumbres andinas hasta este momento en que va a compa-recer ante Su Majestad Catlica, parecen incluidas todas las experiencias de una vida.

    Y ya tenemos al Indio Gonzlez Lobo en compaa de la enana doa Antoita camino del Alczar. A su lado siempre, atraviesa patios, cancelas, portales, guardias, co-rredores, antecmaras. Qued atrs la Plaza de Armas, donde evolucionaba un escuadrn de caballera; qued atrs la suave escalinata de mrmol; qued atrs la ancha galera, abierta a la derecha sobre un patio y adornada a la izquierda la pared con el cuadro de una batalla famosa, que no se detuvo a mirar, pero del que le qued en los ojos la apretada multitud de las compaas de un tercio que, desde una perspectiva bien dispuesta, se diriga, esca-lonadas en retorcidas filas, hacia la alta, cerrada, defendi-da ciudadela... Y ahora la enorme puerta cuyas dos hojas de roble se abrieron ante ellos en llegando a lo alto de la escalera, haba vuelto a cerrarse a sus espaldas. Las alfom-bras acallaban sus pasos, imponindoles circunspeccin y los espejos adelantaban su vista hacia el interior de deso-ladas estancias sumidas en penumbra.

    La mano de doa Antoita trep hasta la cerradura de una lustrosa puerta y sus dedos blandos se adhirieron al reluciente metal de la empuadura, hacindola girar sin ruido. Entonces, de improviso, Gonzlez Lobo se encon-tr ante el Rey.

    Su Majestad nos dice estaba sentado en un grandsimo silln, sobre un estrado y apoyaba los pies en un cojn de seda color tabaco, puesto encima de un

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    escabel. A su lado, reposaba un perrillo blanco. Describe y es asombroso que en tan breve espacio pudiera aper-cibirse as de todo y guardarlo en el recuerdo desde sus piernas flacas y colgantes hasta el lacio, descolorido cabello. Nos informa de cmo el encaje de Malinas que adornaba su pecho estaba humedecido por las babas infa-tigables que fluan de sus labios; nos hace saber que eran de plata las hebillas de sus zapatos, que su ropa era de ter-ciopelo negro. El rico hbito de que Su Majestad estaba vestido escribe Gonzlez despeda un fuerte hedor a orines; luego he sabido la incontinencia que le aquejaba. Con igual simplicidad imperturbable sigue puntualizando a lo largo de tres folios todos los detalles que retuvo su increble memoria acerca de la cmara y del modo como estaba alhajada. Respecto de la visita misma, que debie-ra haber sido, precisamente, lo memorable para l, slo consigna estas palabras, con las que, por cierto, pone tr-mino a su dilatado manuscrito: Viendo en la puerta a un desconocido, se sobresalt el canecillo y Su Majestad pareci inquietarse. Pero al divisar luego la cabeza de su Enana, que se me adelantaba y me preceda, recuper su actitud de sosiego. Doa Antoita se le acerc al odo y le habl algunas palabras. Su Majestad quiso mostrarme benevolencia y me dio a besar la mano; pero antes de que alcanzara a tomrsela salt a ella un curioso monito que alrededor andaba jugando y distrajo su Real atencin en demanda de caricias. Entonces entend yo la oportunidad y me retir en respetuoso silencio.

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    ROSA CHACEL (1898-1994)

    Fueron testigos De Sobre el pilago (1952)

    Haba ya pasado un cierto tiempo despus del me-dioda, en realidad un tiempo enteramente incierto, ms difcil de precisar que el que tarda una manzana en bajar de la rama a la tierra, pues en ste eran impalpables blo-quecillos de piedra los que estaban bajando lentamente y asentndose en la calle.

    Las mquinas que trabajaban en la demolicin de una casa acababan de pararse. Los hombres haban cado rpidamente en el descanso, as como los cierres metli-cos de almacenes y depsitos y slo haban quedado en el aire, fluctuantes y reacias a sedimentarse, las partculas de diferentes gneros y estructuras que componen el polvo. Entre stas, de opaca y material pesantes, el incgnito tr-fico de los olores: aceites, frutas mustias, cueros.

    No haba un alma viva en toda la calle. Slo, a veces, dejaba asomar en el quicio de una puerta la mitad de su figura un joven sirio que venda botones y cintas, ocupan-do media entrada de una casa con sus mercancas. La otra mitad del portal era oscura, la otra mitad del muchacho quedaba en la sombra. La que se asomaba al quicio de la puerta afrontaba el tiempo sin oasis del medioda.

    A lo lejos, en la calle apareci un hombre. Vena por la acera de enfrente a la puerta del sirio. No haba nada de notable ni en su aspecto ni en sus ademanes: era, sim-plemente, un hombre que vena por la acera de enfren-

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    te. Sin embargo, al ir aproximndose, su modo de andar fue dejando de ser natural, fue acortando gradualmente el paso o, ms bien, su paso fue hacindose lento, cada vez ms lento a medida que avanzaba y al mismo tiempo fue inclinndose y tendiendo a caer hacia adelante como una vela reblandecida. Al fin, dos casas antes de llegar enfrente, cay.

    El muchacho no reaccion en el primer momento. Esper a ver si se levantaba. Pero viendo que no, fue a auxiliarle. Cruz la calle y a menos de un metro de dis-tancia alarg la mano con intencin de levantarle tirando de l por debajo del brazo. No lleg a tocarle. Detuvo la mano a un palmo de l, qued un instante paralizado de terror y al fin ech a correr hasta el almacn que estaba entreabierto. Haba algunos obreros comiendo en las me-sas y no quisieron hacerle caso. Le decan: "Quin es el que est borracho, l o t?". Pero el sirio insista, hasta que uno de ellos mir por la ventana y vio el bulto del hombre cado en el suelo.

    Entonces fueron detrs del muchacho. Suponan que era un accidentado. Cuando estaban ya cerca, el sirio les retuvo dicin-

    doles: "Fjense bien en lo que le pasa!". El hombre no estaba enteramente inerte, no pareca

    tampoco que hiciera por levantarse, pero se remova, agi-tado por una especie de lucha, en la que se vea bien claro que no poda ganar. Porque al empezarse a ver bien claro lo que estaba pasndole, por esto mismo empezaba a ser totalmente incomprensible, humanamente inadmisible.

    El terror haba paralizado a los cuatro hombres, hasta que uno de ellos logr soltarse de la repugnante fas-

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    cinacin rompiendo la cadena que inmovilizaba sus ner-vios y que estaba tramada por sus nervios mismos, con-trados, rgidos. Con movimientos convulsos como los de un cable que ha llegado a saltar por excesiva tensin, el obrero que se haba destacado del grupo dirigi sus pasos otra vez hacia el almacn y, una vez all, hasta el telfono. Le preguntaron qu pasaba y respondi, pero su voz no era inteligible. Abri la gua telefnica. Sus manos hacan temblar las hojas, impidindole ver los nmeros. Alguien, una mujer, vino en su ayuda y adivin, sin comprender sus palabras, lo que quera. Pas atolondradamente las hojas, no encontr nada. Grit para que viniese el alma-cenero a ayudarla y, entre los dos, arrebatando el telfono de las manos del que estaba aferrado a l, pidieron la in-formacin de la central. Pero ninguno pudo retener en la memoria el nmero de la Asistencia Pblica que la central haba dado. As, tuvieron que volver a llamar. Al fin, lo-graron la comunicacin y pidieron una ambulancia, dan-do torpemente las seas del lugar donde se encontraban.

    Entonces, todos los que estaban en el almacn fueron a comprobar aquello que se obstinaban en no entender.

    Fueron todos y el hombre que haba ido al telfono volvi con ellos.

    Fueron el almacenero y los mozos, otros obreros con dos mujeres que al principio no haban atendido y la que haba acudido al telfono que era la que trabajaba en la cocina. Rodearon al hombre cado que ya no era un hombre cado: ya no era un hombre.

    Aquel removerse que en un principio pudo parecer la lucha contra algn mal espasmdico que le sacuda no se haba aplacado enteramente, pero se haba ido convir-

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    tiendo en un temblor semejante al que agita a una masa espesa cuando comienza la ebullicin. Pues el hombre, en suma ya no era ms que eso: una masa sin contornos. Se haba ido sumiendo en s mismo, se haba ido ablan-dando, de modo que los dedos de sus manos ya no eran independientes entre s, sino que la mano era una masa de color oscuro que era todo el cuerpo, envuelto en el traje, pues traje y calzado sufran idntica transformacin que el hombre mismo.

    Todo ello iba pasando del estado slido, de un ser vivo que an alienta, a una viscosidad que retemblaba y delataba algn vapor encerrado en ella pugnando por escapar en una burbuja, turbia trasparencia de un gata, tendiendo a volverse lquido, como las gotas de cera que se mantienen redondas porque el aire las comprime alre-dedor y les crea una pelcula capaz de contener largo rato su masa sin dejarla extender.

    Ya no conservaba relieve alguno que correspondie-se a la forma que haba tenido. Aquella forma quedaba an acusada slo por una especie de vetas que tardaban en borrarse del conjunto total y naturalmente, este con-junto, al abandonar la solidez, se iba aplanando contra las losas, cubriendo un espacio cada vez ms grande, hasta que, al fin, su falta de densidad fue hacindole irregular el contorno, que acab por romperse en aquellos puntos en que el nivel del suelo descenda y se escurri por entre las losas de la acera, buscando la cuneta. En aquel momen-to pareca que volva a cobrar vida, esa vida con que los lquidos corren apresurados a ganar las partes ms bajas, obedeciendo a una ley que el ojo humano no registra y por eso parecen llenos de una sabidura o de una volun-

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    tad que los conduce. Pero antes de llegar a la boca de la alcantarilla, se le vio detenerse y empezar a empaparse en la tierra. Pareca, primero, filtrarse por las junturas de las losas y, despus, la primera porcin que quedaba sobre las planchas de granito empez a reducirse como sumindo-se por los poros de la piedra.

    Su ligereza lleg a ser entonces como la de esos lquidos muy voltiles cuya mancha, si se vierten en el suelo, empieza a mermar rpidamente por los bordes y desaparece sin dejar huella.

    Antes de que hubiese llegado a desaparecer, se oy la campanilla de la Ambulancia y el coche, doblando la esquina, vino a pararse junto al grupo de gente.

    Los dos camilleros saltaron al suelo y empezaron a abrirse paso. Ya en el primer contacto con aquellas gentes que haban presenciado el prodigio hubo una ruda extra-eza por parte de unos y otros. Los que llegaban, emplea-ban el lenguaje usual. Preguntaban dnde estaba el hom-bre enfermo, si estaba an vivo, quin se lo haba llevado. Los que formaban el corro, no contestaban nada. Lleva-ban largo rato sin que entre sus labios, separados por el terror, pasase una sola palabra y lo nico que hicieron fue apartarse un poco para que llegasen y viesen. Pero los en-fermeros exigan explicaciones. Miraban aquella mancha que se consuma por s misma y no la reconocan como mancha de sangre. Estaban acostumbrados a encontrar en el sitio donde un hombre haba cado la mancha que se vierte de las venas rotas y aquella materia que estaban considerando no tena el irrevocable carmes que grita la piedad como la angustia o el poder sin lmites y las pre-guntas de aquellos hombres, que no lograban entrar en

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    la comprensin total del hecho, se perdan sin respuesta, como meros ademanes de una realidad ineficiente.

    Entre los que haban asistido desde el principio, el silencio era una guardia sobre las armas que no poda de-ponerlas antes de una total consumacin. Slo el hombre que haba logrado romper la crcel de aquel pasmo y ha-ba establecido el contacto con los de fuera haba que-dado sin poder volver a entrar en l y sin poder volver tampoco a ser libre. La voz de aquel hombre sonaba entre las preguntas, no porque las contestase, sino porque no poda callar. Su sonido no era articulado. Era como una campana que moviese el viento, era, como ya qued di-cho, una vibracin convulsa, semejante a la de un alambre que salta por exceso de tensin.

    Sin querer ceder a la estupefaccin, aquellos hom-bres curtidos en el servicio de socorro teman el engao.

    Queran asegurarse de que no haban sufrido una burla, amenazando con investigaciones judiciales. Nadie les escuchaba. Los que tenan los ojos fijos en la plida sombra que apenas se distingua ya en las losas, lo ms que hicieron fue alzarlos alguna vez hasta sus rostros, es-perando verles ceder en su desconfianza. Pero los hom-bres resistan, hablaban de una mentira acordada entre aquel grupo de gentes para encubrir el delito de alguno de ellos y al fin, viendo que de un momento a otro desapare-ca el ltimo resto material del fenmeno, que no tenan valor para juzgar ni para negar, hablaron de llevar algo de aquello para analizarlo, e intentaron acercarse para tomar un poco, sin saber cmo. Entonces, una de las mujeres se interpuso y grit o, ms bien, exhal, pues su voz era como un soplo lejansimo: "No lo toquen!".

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    Los hombres del socorro retrocedieron. Los del grupo dejaron escapar un rumor, una especie de rugi-do, rechazando amenazadoramente aquella intrusin que turbaba los ltimos momentos en que el prodigio iba a desaparecer sin dejar rastro. No queran perder aquel ins-tante en que el ltimo matiz se borrara, en que el ltimo punto en que el grano de la piedra fuese an afectado por un tinte extrao recobrara su color. Queran palpar con la mirada el suelo despus que no hubiese en l ni un solo testimonio de la existencia que haba embebido. Y al fin lleg a no haberlo.

    Entonces comprendieron que tenan que dispersar-se y el final, el definitivo y total trmino del hecho, empe-z a conformarse a las distintas almas como a recipientes de formas diversas.

    Efectos ilgicos al parecer, imprevisibles desde cual-quier punto de vista exterior, porque slo obedecan a reacciones qumicas, a fenmenos, a resistencias o repul-siones. As los hombres ltimamente llegados, que haban asistido apenas al desarrollo del fenmeno y que por tan-to carecan de datos para dar fe de l, empezaron a anhe-lar aquella fe y con lo poco que haban visto empezaron a gritar su convencimiento.

    Otros, en cambio, haban agotado sus fuerzas so-portando el proceso desde el principio al fin y, al com-probarlo totalmente extinguido, se sentan liberados de su inhumana opresin y perezosamente queran no creer que haban visto. Otros, trataban de armonizar lo que sa-ban cierto e increble con las leyes de la razn ordinaria y decan que en el porvenir se progresara lo suficiente como para encontrarle una explicacin, o bien que haba

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    que aceptar las cosas vedadas al entendimiento que caan del cielo o de donde fuese.

    El hombre de la voz que no poda reposar segua delirando los gritos de su mudez y de su garganta pareca a veces partir el mortuorio lamento de la hiena, a veces la azarosa armona de las arpas colgadas al viento, a veces el acento de los profetas.

    Todos se dispersaron por la ciudad y todos, menos ste, volvieron a sus vidas y faenas habituales, combatien-do unos el recuerdo hasta lograr lavarse de l, conservn-dolo otros con gratitud y temor.

    Slo ste, el hombre que creyendo nada ms ver gri-t para despertarse, rompi su orden cotidiano, enajen su vida al insertarla en la rama de aquella creencia en cuyo sentido, hostil a la mente, exento de toda ejemplaridad, se nutra una savia de locura.

    No qued sobre las losas ni un aura que advirtiese a los pasajeros dnde ponan la planta. Desde su puerta, el joven sirio vigilaba el lugar sin perder la certeza de los palmos de tierra donde todo haba acontecido y, aunque nunca lleg a dudar, en algunos momentos su certeza era ms firme porque la corroboraban ciertos hechos que, repetidamente observados, constituan una respuesta muda, ms que muda vaga o ambigua. Esa respuesta que se tiene al interpelar a aquello que sobrepasa las medidas humanas.

    El muchacho vea a diario pasar sobre aquellas losas a los transentes ocupados en sus quehaceres y no espe-raba de ellos ninguna seal. Pero cuando vea venir un perro aguardaba ansiosamente. Saba que la pureza irra-cional tena que ser sensible al magnetismo que se des-

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    prendiese de aquel trozo de suelo. Y aunque nunca ob-tuvo una confirmacin contundente, nunca tampoco fue claramente defraudado en su suposicin. No lleg nunca a sorprender en el animal un movimiento de retroceso o titubeo que le hiciera decir claramente: al llegar aqu no pasa. Y sin embargo era el caso que no pasaba. Siempre, como unos metros antes, se desviaba sin mirar, o bien, al llegar ya al lmite justo, pareca atrado de pronto por cualquier desperdicio que iba a revolver y olfatear frvo-lamente. Nunca ninguno lleg a pararse en seco, a mirar derecho, como el hombre necesita mirar para ver.

    Slo logr sorprender en algunos una ligera crispa-cin de la oreja o bien ese curvamiento rpido del lomo con el cual parece que hacen escurrir el miedo hasta la cola.

    Nunca logr observar ms. Pero esto sigui obser-vndolo indefinidamente sin que sus ojos errasen en una pulgada. El lugar donde el prodigio se haba logrado es-taba tan bien delimitado en su memoria como la planta de un templo cuyos cimientos no pudieran ser gastados por los siglos. Y sigui atendiendo a sus mercancas sin que nadie notase el misterio que acechaba, porque todos crean que lo que brillaba en su mirada oriental era esa oscura lmpara de fe que arde en los ojos negros que be-bieron la luz en sus fuentes.

    Entraba ya en el ao en que deba alcanzar el uso de la razn. Por esta causa mi madre empez a dejarme un rato despus de cenar sin obligarme a ir a la cama, pero el rato no era muy largo y siempre me acostaba contra mi voluntad.

    En el despacho de mi padre sonaba la mquina de

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    escribir. La puerta quedaba siempre entreabierta y yo me dorma oyendo la mquina puntear; al mismo tiempo les vigilaba entre sueos.

    Desde mi cuarto no se vea el despacho, pero por las sombras que cruzaban el pasillo, por los crujidos de las sillas, por cualquier ruido ligero, tal como el de dejar una cucharilla sobre un plato, saba todo lo que estaban haciendo y al mismo tiempo dorma; esto no me desvela-ba. Sin embargo, fue justamente en aquella poca cuando empec a conocer el insomnio.

    No creo que durase horas el tiempo que tardaba en conciliar el sueo, pero aquellos ratos de inquietud eran de un desabrimiento sin lmites.

    Una noche al ir a despedirme de mi padre vi sobre su mesa una hoja de papel cubierta de dibujos extraos.

    Mi memoria conserv muy bien la sensacin, pero no los detalles del hecho real. Por ejemplo: cada vez que recordaba aquello me pareca que ya desde la puerta haba visto claramente la hoja con su laberinto de rayas rojas, azules y negras. Y tambin, al reconstruir la escena, cada vez vea con ms certeza el movimiento rpido de mi pa-dre guardando la hoja en la carpeta al orme entrar.

    Ha sido necesario que pasasen muchos aos para que yo haya llegado a comprender, ms bien a deducir, que estas impresiones eran enteramente falsas. Pude ha-ber preguntado a mi padre qu era aquello: ni mi edu-cacin ni mi carcter me lo impedan. Pero no lo hice, porque lo que haba visto me haba sobrecogido.

    Otra falsa impresin que conserv fue la de creer que aquella noche ya me acost profundamente preocupado.

    Seguramente no fue as; es probable que me llevase

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    a la cama una inquietud y que pasase algn rato angus-tioso por haber inhibido mi curiosidad. Pero creo poder asegurar que no pens nada en concreto.

    Est ya todo demasiado lejos para alcanzar a or-denar los detalles cronolgicamente, as que no puedo precisar cul fue el segundo ni el tercero, pero s que se sumaron en poco tiempo unos cuantos y que mi preocu-pacin se estructur sobre ellos.

    En el despacho segua oyndose ruido de cucharillas de caf y a veces ya muy tarde, el agradable resoplido de un sifn. Al levantarse, mi padre tena cara de cansancio y mi madre se vea que llevaba dentro de la cabeza una maquinacin que yo adivinaba idntica a la ma. Pona en parangn el gesto de recelo y angustia que observaba en ella con las contrariedades que estaban al alcance de mi comprensin y no convena a ninguna.

    Slo se plegaba a aquello que era la preocupacin ma. Tampoco le pregunt nada. Pas muchos das ace-chando la fijeza de su mirada y cuando le hablaba, notaba una especie de retardamiento en sus respuestas, que siem-pre haban sido rpidas. Saba que la presin que haca mentalmente sobre ella acabara por dar resultado.

    Una maana, al aparecer mi padre en el comedor, mi madre dijo como conclusin de todo lo que cualquiera de nosotros pudiera estar pensando:

    Te vas a volver loco con esas cosas.Or aquello me caus tal sobresalto que me ofusc

    enteramente y no vi con precisin la reaccin que tanto deseaba ver. No estoy seguro de que mi padre sonriera ni de que su sonrisa fuera frvola ni de que la frivolidad fuera fingida. Slo me di cuenta de que haban hablado

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    de aquello. Y poco despus entraba yo en el despacho subrepticiamente y encontraba en el cesto de los papeles trozos de hojas con dibujos, en pequeos pedazos, que no intentar componer. No era necesario, porque una de las hojas estaba casi entera, hecha una pelota y desdoblndo-la pude apreciar el trazado sin comprender nada. Observ solamente unos puntos negros, hechos con lpizplomo, de donde partan lneas negras tambin y junto a ellas, en unas partes paralelas, en otras divergentes, lneas trazadas con el lpiz de dos minas, unas rojas, otras azules, que formaban como caminos o vas intrincadas.

    No me sorprendi nadie en mi trabajo de investiga-cin y seguro de haberlo hecho a fondo qued con la certe-za de que aquello exceda en mucho a mis conocimientos.

    Esper que el ambiente de mi casa hiciera crisis, pues yo crea sentirlo excesivamente cargado; pero, con-tra mis suposiciones, fue aplacndose. Mi madre recobr su vivacidad, e incluso en alguno de los dilogos, siempre breves, que mantenan entre ellos sobre las dificultades prcticas de la vida la o aventurar frases optimistas. Igual que antes sonde el fondo de su nimo y encontr aquella rfaga de esperanza que, a juicio mo, tena que provenir de lo mismo.

    Durante un cierto tiempo viv con la seguridad de que en ello deba estar la clave de nuestra fortuna.

    No me dur mucho la tranquilidad. Una tarde llamaron a la puerta y la muchacha vino

    diciendo que un agente preguntaba por mi padre. Los dos se miraron consternados. En esto no puso nada mi imaginacin. Titubearon un rato, fueron a salir al mismo tiempo, pero mi madre empuj a mi padre hacia dentro,

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    indicndole con el gesto que guardase silencio y sali ella sola.

    Habl ms de quince minutos con el agente en la antesala. Al final le hablaba en tono confidencial, como se habla a un pariente prximo. El agente se fue, saludn-dola cortsmente.

    Yo estaba seguro de saber con qu se relacionaba la momentnea alarma, pero tuve que convencerme pronto de que no tocaba ni de pasada el tema de mis preocupa-ciones. Tuve que enterarme de que el peligro que acababa de conjurarse no era ms que el pago, varias veces poster-gado, de un impuesto cualquiera.

    Mi preocupacin descendi nuevamente y pas por todas las sinuosidades a que pueden dar origen las frases ambiguas y hasta los simples cambios de humor.

    Recuerdo que aun tuvo otro momento culminante. Durante unos das hubo agitaciones pblicas. Probable-mente era poca de elecciones. La prensa traa pormeno-res de atentados y fusilamientos, pero al or leerlas slo me aterraba la palabra "registro". La o muchas veces y empec a observar si mi padre echaba la llave al cajn de sus papeles, si trasladaba cosas de un sitio a otro, si dejaba algo en la carpeta. Despus, en la cama, pens que las llaves eran intiles en un caso as, e igualmente todos los escondrijos habituales. Entonces me puse a imaginar lugares que no pudieran ser advertidos y que, en caso de serlo, no prestasen indicio alguno de contener un secreto. Los muebles y el entarimado no pasaron siquiera por mi cabeza. Las pastas de algn libro disimulado entre mu-chos ya me pareca mejor. Pero lo nico que me inspiraba algo de confianza era el collar del perro. Pensaba que un

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    plano trasladado a un papel muy fino poda ocultarse per-fectamente entre el cuero y el fieltro que lo forraba y que no haba que hacer ms que ensear al perro a echarse a la calle, a la menor indicacin. Al da siguiente de concebir este plan me puse a ensayarlo y el perro aprendi pronto que cierto movimiento que yo haca con la mano le orde-naba bajar a la calle, so pena de un grave castigo. Pocos das despus empec a temer que el truco fuese conocido. Dud de que se me hubiese ocurrido a m mismo. Cre ms bien haberlo ledo en algn cuento policiaco y lo di al olvido.

    La ciudad qued otra vez en calma y mi preocu-pacin sucumbi por s misma. Se agot de pronto sin volver a reproducirse y no porque hubiese nada que me sacase del error o que me descubriese la incgnita. La emocin perdi su eficiencia y dej el lugar a otras cosas que el tiempo fue trayendo.

    Detalles circunstanciales me hacen recordar con precisin la fecha: por esto s que esta obsesin ocup mi pensamiento durante varios meses entre los seis y los siete aos.

    Doblaba ya la edad que tena entonces, cursaba el secundario, cuando un da, al revisar mi padre las notas del colegio, se le ocurri comentar:

    Siempre tienes las notas ms altas en dibujo geomtrico.

    Y empez a hojear mis ejercicios, que eran perfectos. Entonces volv a tener la certeza de que nuestros

    pensamientos concurran. Sent con toda seguridad que mi padre pensaba en "aquello", como si fuese un tema que nos hubiera ocupado minutos antes y sobre todo

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    como si la asociacin de ideas fuese forzosa y exclusiva. Adems, ningn misterio esta vez, ningn peligro apare-ca al abordarlo. Contest:

    El dibujo geomtrico es lo que ms me gusta, como a ti.

    No he de reproducir la discusin ni describir el tra-bajo arqueolgico que tuve que llevar a cabo en la memo-ria de mi padre. Cuando llegu a poner en pie el dibujo de la hoja con lneas de colores, mi padre rechaz todos los calificativos que yo le daba. Aquello no era un dibujo lineal. Aquello no era un plano: era un simple pasatiempo. Se retract y dijo:

    Bueno, era un problema. Y all mismo, en el revs de las pastas de mi cuader-

    no, empez a brotar el laberinto entrevisto. Primero, tres puntos, separados entre s por espa-

    cios como de dos centmetros. Debajo, otros tres, a igual distancia, componiendo entre todos una figura semejante al seis del domin.

    Tres de ellos eran tres fuentes y los otros tres, tres pueblos. El problema consista en hacer partir de cada fuente tres conducciones de agua que surtiesen a los tres pueblos.

    Cada pueblo deba recibir tres ramales, uno de cada uno de las fuentes, sin que ninguno de ellos se cruzase con otro.

    Cuando al da siguiente mi madre encontr el cuarto lleno de papeles cubiertos por inextricables madejas de lneas, grit que era un disparate haberme contagiado tal locura. Mi padre entonces me dijo de modo terminante y tan natural como si su afirmacin pudiera parecer ve-

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    rosmil: No insistas; es un problema sin solucin. Pretexto ingenuo fue lo nico que me pareci. Cmo poda no tener solucin un problema tan

    bello en su planteamiento, tan regular, tan armonioso? Y sobre todo, a quin puede ocurrrsele plantear un pro-blema que no se puede resolver?, etctera. stas eran mis reflexiones.

    Incansablemente sobre el papel cuando estaba solo y cuando haba gente delante por medio de una gran con-centracin mental, persegua la solucin.

    Mientras comamos, en el tejido del mantel, mien-tras me baaba, en las baldosas del suelo, elega puntos alineados en forma conveniente y ensayaba alrededor de ellos el trazado de todos los caminos posibles. Otras ve-ces, sin apoyo alguno en la realidad para esto tena que estar en la cama y en completo silencio, lo planteaba mentalmente. Pero entonces no eran puntos: eran verda-deros pueblos y verdaderas fuentes. Para no confundirme en la red de conductos, una fuente mandaba sus ramales como arroyos bordeados de rboles, otra como canales encintados por mrgenes de cemento, otra dentro de tu-bos hundidos en la tierra.

    Este procedimiento lo empleaba cuando estaba ya cansado de la tensin especulativa y en l me abandonaba slo a la contemplacin. Me alejaba de la finalidad perse-guida y andaba vagando por all.

    No s si an estar sufriendo el espejismo que sobre los recuerdos demasiado reverberantes hace brotar cate-drales, cataratas o cordilleras, pero me siento impulsado a decir que, de meditar el problema, derivaba a vivir su

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    atmsfera, su flora y su fauna. Pues bien, en momentos as crea de pronto sor-

    prender al sesgo una solucin no intentada y saltaba otra vez a la prueba, dominado por el desvelo y seguro de haber alcanzado un chispazo de clarividencia fuera de lo natural.

    Olvidaba anotar que no me limit a trabajar el pro-blema slo por mi cuenta. En el colegio hice a algunos compaeros de estudios participar de l.

    Empec dejndoles ver mis papeles e intrigndoles, sin aclararles nada.

    En seguida, por el modo de manifestar su curiosi-dad, fui discerniendo los que merecan ser iniciados y aun de aquellos que eleg al principio tuve que desechar va-rios. Pero uno o dos quedaron como verdaderos adictos. Al encontrarnos por la maana nos rendamos cuentas de las nuevas combinaciones ensayadas, que siempre haban sido en vano. Pero todos habamos credo tocar la verdad en algn momento.

    Entretanto, no haba dejado de or en mi casa alu-siones, directas o indirectas. A veces implicaban una burla despiadada de mi obstinacin, a veces llegaban a razonar manifiestamente la estupidez de empearse en no admitir que lo imposible es imposible.

    Tales discursos no tuvieron nunca el menor peso en mi nimo. No me par a analizar lo que pudiera haber en ellos de razonable. Mientras el problema conserv la savia natural que da sustancia a la intuicin, sigui rebro-tando y despus, como la vez anterior, se musti por s mismo.

    Dobl nuevamente la edad? Es posible. Sin duda

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    estaba ms cerca de los veinticinco que de los veinte aos cuando no s por qu azar surgi en mi cabeza el recuer-do del problema. Lo que s es que no fue el problema lo que surgi, sino el recuerdo. Esta vez no apareci en mi memoria la imagen de su laberinto seductor.

    Apareci slo el aura de un tiempo y de un lugar; en suma: apareci todo lo que llevo narrado.

    Ahora, desde la cuarta etapa, que es la actual, re-cuerdo la tercera, que ya haba sido slo recuerdo y sin alcanzar a reconstruir el porqu, seguramente accidental, de encontrarme en aquel sitio, veo con toda claridad en mi memoria cmo y dnde estaba yo en el momento que recordaba. Haba junto a mi cabeza una cortinilla floreada que se recoga en el marco de la ventana. Fuera, detrs del cristal, un fleco de goterones que caan del alero. Y a lo lejos, al lado derecho, una montaa donde diversos nublados venan a agolparse, confundindose, chocando o sobrepasndose unos a otros. Enfrente, del otro lado de la mesa, un caballero venerable. Creo que no llegu a saber su nombre, pero recuerdo perfectamente las venas que se le transparentaban en los temporales, bajo la piel.

    Habamos guardado silencio durante toda la comi-da, pero en la sobremesa forzosa el tren reposaba en la va, se divida, se alejaba, volva al andn y nunca llegaba a estar compuesto cruzamos algunas palabras.

    Mientras tanto, mi comensal fue haciendo de una servilleta ranitas de papel. La conversacin que sostuvi-mos fue una conversacin corriente, sin llegar a lo trivial. Temas profesionales, con exposicin de alguna opinin propia, por las dos partes. Todo el tiempo que dur la espera estuve recordando. Acaso la idea de pasatiempo,

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    las manos del venerable caballero doblando cuidadosa-mente el papel de seda. No s por qu, pero record las dos pocas de mi vida que llevo contadas. Naturalmente, no habl de ello. Por debajo de una de esas conversacio-nes ponderadas que se sostienen en sociedad, sostuve el acaloramiento del clima cordial que mis recuerdos des-pertaban, evitando que mi vecino de mesa percibiera el desdoblamiento de mi imaginacin, que se pluralizaba, no slo en el rememorar, sino en vigilar el posible desdo-blamiento de la suya, porque hablbamos acordes de los indiferentes menesteres del mundo, pero las miradas de los dos concurran en las ranitas de papel que el caballero haba puesto en el centro de la mesa como dioses lares.

    El recuerdo, una vez, despertado, intent dominar-me de nuevo. Digo que intent porque lo que no se repi-ti esta vez fue mi entrega. Alrededor de los numerosos afanes que llenaban entonces mi vida, mezclado a las im-presiones de todo lo externo, a los hechos que determina-ban mi conducta o la ajena, apareca pertinazmente unas veces visto de un lado, otras de otro y siempre como un circuito cerrado.

    En fin, preciso es decirlo: como un problema sin solucin. Pero tampoco he de omitir que en el lugar que la antigua emocin haba ocupado empez a hervir un prurito de bsqueda, distinto, muy distinto del tesn es-peculativo. Era slo del perro que se busca la cola. Y a veces, tras aquel ejercicio, me pareca alcanzar... No me pareca nada. Suceda que despus de haber recorrido con mi memoria toda el rea del recuerdo, despus de haberlo repasado en su conjunto y en cada una de sus partes, disi-pando el tiempo en revisar su carga psicolgica, sus efec-

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    tos y derivados sentimentales, surga de pronto su poder abstracto o ms bien desnudo.

    Cuando la imagen del trazado, materializacin del problema, pasaba por mi cabeza ya no estaba animada del antiguo misterio y ya no retena tampoco en mi me-moria, como en la etapa de las pruebas, el incalculable n-mero de combinaciones intentadas que pudiese hacerme encontrar fidedigno el descubrimiento de una ms. Sin embargo, de improviso y sin apoyo alguno en la forma concreta, se me evidenciaba una apariencia indubitable-mente intacta, que brillaba o ms bien borbotaba como una risa incontenible.

    Entonces me senta tambin arrastrado por ella, pero no con la ingravidez de la esperanza, sino con la ansiedad de la sospecha.

    An me queda por sealar que no llegu a coger el lpiz. Me falt el valor o la confianza. La idea de alargar la mano hasta un objeto, respondiendo a aquella oscura certeza, me llenaba de un rubor insuperable. Ese rubor que se siente cuando se intenta repetir un signo demasia-do amado y demasiado abandonado.

    Ahora no he llegado a doblar la edad. No he espe-rado ms que alrededor de diez aos para decidirme a pensar en esto, pues afirmo que lo hago por voluntaria decisin. No cedo esta vez a evocacin ninguna; mi men-te no se encuentra en este punto encadenada por asocia-ciones de ningn gnero. Si no es que se obra en m una proporcin directa entre disociacin y asociacin.

    sa sera mi nica gloria. En resumen: an me queda el deber de decir que

    ahora puedo reflexionar en todo aquello y escribir estas

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    pginas sin que al coger la pluma me haya envuelto el sonrojo que no super cuando el problema me peda una prueba ms. Ahora tengo que anotar a la luz del medioda que s bien que el problema no tiene solucin.

    Y sta es la ltima e imperecedera forma de mi constancia. Esa narracin que atestigua cmo las cosas fueron, paso a paso, en su simple desarrollo, que he trata-do de reproducir como fiel cronista.

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  • 47

    MAX AUB (1903-1972) La gabardina

    De Ciertos cuentos (1955) A MI NOVIA, QUE ME LO CONT.

    Todava exista el carnaval. Es decir: hace muchos aos. No importa: de todos modos no me van a creer. Se llamaba Arturo, Arturo Gmez Landeiro. No era mal parecido, solo una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era nariz descollante pero si una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pens hacerse marino. Pero su madre no le dej. Lo ms sorprendente: que esto que cuento le sucediera a l; a veces me he preguntado el porqu sin atinar la contestacin. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cmo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gmez hubiese sido hombre excepcional no escribira esto: se hubiera encargado l de referirlo, o hubiese seguido ade-lante. Pero se asust y no me queda ms remedio que con-tarlo, porque no me s callar las cosas. Aquello empez el 28 de febrero de 19... Arturo cumpla aquel da -mejor dicho, aquella noche- veintitrs aos, cuatro meses y unos cuantos das. Que no se me olvide decir que era hurfano de padre, que su mam le esperaba cada noche para verle regresar, entrar en su cuarto, meterse en la cama antes de acostarse a su vez; lo cual redundaba en cierta timidez que irradiaba del joven y haca que sus amigos le tuvieran en poco y no contaran con l sino de tarde en tarde para sus honestas francachelas. Lea poco, primero porque, se-gn la seora viuda de Gmez, aquello estropeaba los

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    ojos; despus porque el difunto -buen gallego- le haba dado bastante quehacer con los libros, a los que fue afi-cionadsimo, con detrimento de otras obligaciones; bur-ln y amigo de cosas que quedaban en el aire (frases con sentido que no explicaba, repentinos accesos de alegra sin base a la vista, caprichos anmalos: quedarse todo el domingo en la cama fumando su pipa o -lo que era peor- desaparecer para reintegrarse al cristiano hogar diez o quince das ms tarde, sin explicaciones decorosas). Doa Clotilde haba tenido muy buen cuidado de preservar a su hijo de tan peregrinos antecedentes. Don Arturo, el des-aparecido, aparent no tomarlo en cuenta. Se muri un buen da, tranquilamente, sin despedirse de los suyos, lo cual pareci a su digna esposa un postrer desacato; ade-ms del susto que se llev al despertar cerca del cadver. Aquel ltimo da de febrero era domingo de carnaval, que as de adelantado era el ao. Arturo -el hijo- entr en el saln de baile, con su terno negro y se puso a mirar a su alrededor con tranquilidad y cuidado. Buscaba a Rafael, a Luis o a Leopoldo. No vio a ninguno de ellos. Se dis-gust. Haba llegado un cuarto de hora tarde, con toda intencin: para que vieran que no le importaba mucho aquello, para hacerse valer, aunque fuese un poco. Y aho-ra resultaba que era el primero. No supo qu partido to-mar: no conoca a las muchachas. Era Rafael quien se las tena que presentar; aquel baile se efectuaba en un barrio lejano, que a medias desconoca. Se recost en la pared y se dispuso a esperar. Naturalmente, en este momento la vio. Estaba sola, en el quicio de una puerta casi frontera. Los separaba el remolino. Pareca perdida, miraba como recordando, haciendo fuerza con los ojos para acostum-

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    brarse. Su mirada recorri la estancia, dio con l, pero sus pupilas siguieron adelante, como si arrastrara con todo, red pescadora. Arturo era tmido, lo cual le empuj a de-cidirse, tras una apuesta consigo mismo. La cuestin era atravesar a nado el centro del saln repleto de parejas. El mozo se provey del nmero suficiente de ustedes perdonen, perdones y por favores y se lanz a la travesa; sta se efectu sin males, con solo girar con cui-dado y deslizarse -pens que audazmente- reduciendo el esqueleto del pecho. Adems tocaban una polca, lo que siempre ayuda. Ofreci ceremoniosamente sus servicios. La muchacha que miraba al lado contrario, volvindose lentamente hacia l, sin pronunciar palabra, le puso la mano en el hombro. Bailaban. La mirada de la joven tuvo sobre Arturo un efecto extraordinario. Eran ojos transpa-rentes, de un azul absolutamente inverosmil, celestes, sin fondo, agua pura. Es decir: color aire, clarsimo, de cielo plido, inacabable. Su cuerpo pareca sin peso. Entonces, ella sonri. Y Arturo, felicsimo, sinti que l tambin, queriendo o sin querer, sonrea. Todo daba vueltas. Vuel-tas y ms vueltas. Y no nicamente porque se tratara de un vals. El se senta clavado, fijo, remachado a los ojos claros de su pareja. Lo nico que deseaba era seguir as, indefinidamente. Sonrea como un idiota. La muchacha pareca feliz. Bailaba divinamente. Arturo se dejaba llevar. Se daba cuenta, desde muy lejos, que nunca haba baila-do as y se felicitaba. Aquello dur una eternidad. No se cansaba. Sus pies se juntaban, se volvan a separar, rodan-do, rodando, de una manera perfecta. Aquella muchacha era la ms ligera, la ms liviana bailarina que jams haba existido. Nunca supo cundo acab aquello. Pero es evi-

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    dente que hubo un momento en el cual se encontraron sentados en dos sillas vecinas, hablando. Ya no quedaba casi nadie en la sala. Los farolillos, las cadenetas de papel, las serpentinas que adornaban trivialmente el techo pare-can cansados. Las tirillas de papel de colores caan aqu, all, desmadejadamente. Los confetis pinteaban el suelo con su viruela de colores, dndole aire de cielo al revs, cansado, inmvil, quiz muerto. El quinteto ratonero to-maba cerveza. Como la muchacha no quera dar ni su apellido ni su direccin -su nombre, Susana-, Arturo de-cidi seguir con ella pasara lo que pasara. Con esta deter-minacin a cuestas se sinti ms tranquilo. Se quedaron los ltimos. El saln, de pronto, apareci desierto, ms grande de lo que era, las sillas abandonadas de cualquier manera, la luz vacilante haciendo huir las paredes en cuya blancura dudosa se proyectaban, desvadas, toda clase de sombras. El muchacho no pudo resistir el impulso de de-cir el nos vamos? que le estaba pujando por la gar-ganta hacia tiempo. Susana le mir sin expresin y se fue lentamente hacia la puerta. Arturo recogi su gabardina y salieron a la calle. Llova a cntaros, ella no tena con qu cubrirse. Su trajecillo blanco apareca en la penumbra como algo muy triste. Se quedaron parados un momento. Susana segua sin querer decir dnde viva.

    Y va a volver a pie a su casa? S. Se va a calar. Esperar. Arturo tom su aire ms decidido, adelantando la

    mandbula: Yo tambin. No. Usted no.

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    Yo, s. Arturo se estrujaba la mente deseoso de decir cosas

    que llegaran adentro, pero no se le ocurra nada; absoluta-mente nada. Se senta vaco, vuelto del revs. No le acuda palabra alguna, la garganta seca, la cabeza deshabitada. Hueco. Despus de una pausa larga tartamude:

    No nos volveremos a ver? Susana le mir sorprendida como si acabara de pro-

    ponerle un fantstico disparate. Arturo no insisti. Segua lloviendo sin trazas de amainar. El agua haba formado charcos y las gotas trenzaban el nico ruido que los una.

    Hacia dnde va usted? Como si no recordara sus negativas anteriores Susa-

    na indic vagamente la derecha, hacia las colinas. Esperamos un rato ms? propuso el muchacho. Ella deneg con la cabeza. No puedo. La esperan? Siempre.Fue tal la entonacin resignada y dulce que Arturo

    se sinti repentinamente investido de valor, como si, de un golpe, estuviese seguro de que Susana necesitaba su ayuda. Su corta imaginacin cre, en un instante, un tutor enorme, cruel; una ta gordsima, bigotuda, con manos como tenazas acostumbradas a espantosos pellizcos, pro-motora de penitencias insospechables. Se hubiese batido en ese momento con cualquiera, valiente a ms no poder. Pas un simn. Arturo lo detuvo con un gesto autorita-rio. Por propia iniciativa no haba subido jams a ningu-no. Slo recordaba el que tom el da en que fue a buscar al mdico cuando su madre se puso mala, haca ms de

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    cinco aos. Su voz sali demasiado alta, queriendo apare-cer desenvuelto:

    Tenga. (Y puso su gabardina sobre los hombros de la muchacha.) Suba usted. Susana no se hizo rogar. Dnde vamos?

    Pareci ms perdida que nunca, sin embargo musit una direccin y el auriga hizo arrancar el coche. Arturo no caba en si de gozo y miedo. Evidentemente, era persona mayor. Qu dira su madre si le viese? Su madre que, en ese momento, le estaba esperando. Se alz de hombros. Temblaba por los adentros. Con toda clase de precaucio-nes y muy lentamente cogi la mano de la muchacha entre la suya. Estaba fra, terrible, espantosamente fra.

    Tiene fro? No. Arturo no se atreva a pasar su brazo por los hom-

    bros de la muchacha como era su deseo y, crea, su obli-gacin.

    Tiene las manos heladas. Siempre. Si se atreviera a abrazarla, si se atreviera a besarla!.

    Saba que no lo hara. Tena que hacerlo. Llam a rebato todo su valor, levant el brazo e iba a dejarlo caer suave-mente sobre el hombro contrario de Susana cuando a la luz pasajera de un reverbero, vio cmo le miraba, los ojos transparentes de miedo. Ante la splica Arturo se dej vencer, encantado; se contentaba con poco, lo sucedido le bastaba para muchos das. De pronto, Susana se dirigi al cochero con su voz dulce y profunda:

    Pare, hgame el favor. Todava no hemos llegado, seorita.

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    No importa. Vive usted aqu? -pregunt Arturo. No. Unas casas ms arriba, pero no quiero que

    me vean llegar. O que me oigan... Baj rpida. Segua lloviendo. Se arrop con la ga-

    bardina como si sta fuese ya prenda suya. Maana la esperar aqu, a las seis.No. S, maana. No contest y desapareci. Arturo baj del coche y

    alcanz todava a divisarla entrando en un portal. Se feli-citaba por haberse portado como un hombre. De eso no le caba duda. Estaba satisfecho de la entonacin autorita-ria de su ltima frase con la que estaba seguro de haberlo solucionado todo. Ella acudira a la cita. Adems, no se haba llevado su gabardina en prenda? Fue su primera no-che verdaderamente feliz. Se regodeaba de su primicia, de su autntica conquista. La haba realizado solo, sin ayuda de nadie, la haba ganado por su propio esfuerzo. Sera su novia. Su novia de verdad. Su primera novia. Todo era nuevo. A las cinco y media del da siguiente paseaba la calle desigualmente adoquinada. La casa era vieja, baja, de un solo piso, lo cual le tranquiliz porque hubo momen-tos en los que le preocup pensar que viviesen all varias familias. El cielo no se haba despejado, corran gruesos nubarrones y un vientecillo cicatero. Me devolver la ga-bardina?, pens sin querer. (La noche anterior su madre pudo suponer que la haba dejado colgada en el perche-ro. Pero hoy tena que volver para cenar y tendra que explicar su llegada a cuerpo). Tocaron las seis en Santa Agueda. Segua paseando arriba y abajo, sin impaciencia.

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    Empez a llover. Se resguard en un portal frontero al de la casa de su amada. Las seis y media. Arreciaron lluvia y viento. Se levant el cuello de la chaqueta. Las gotas hacan su ruidillo manso en el empedrado brillante de la calle solitaria. Tocaron las siete, seguidas, mucho tiempo despus, por la media. Haca tiempo que la noche haba cado. Tocaron las ocho. Entonces se le ocurri una idea: Por qu no presentarse en la casa con el pretexto de la gabardina? Al fin y al cabo, era natural. Pensado y hecho. A lo ms que alcanzaron sus piernas atraves la calle; pe-netr en el portal. El zagun estaba oscuro. Llam a la primera puerta que le pareci la principal. Se oyeron pa-sos quedos y entreabrieron. Era una viejecilla simptica.

    Usted dir?Mire usted, seora... Pase. Arturo entr, un poco asombrado de su propia au-

    dacia, aconchado en su timidez. Sintese. Usted perdonar. No esperaba visita.

    Viene tan poca gente. No veo a nadie. Era el mismo tono de voz, la misma nariz, el mismo

    valo de cara. Deba ser su madre, o su abuela.No est la seorita Susana? La viejecita se qued sin poder articular palabra,

    asombrada, lela. No est?La anciana susurr temblorosa: Por quin pregunta? La voz de Arturo se hizo ms insegura. Por la seorita Susana. No vive aqu? La vieja le miraba empavorecida. Desasosegado, Ar-

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    turo sinti crecer monstruosamente su desconcierto por el espinazo. Intent justificarse.

    Anoche le dej mi gabardina. Me pareci verla entrar en esta casa... Es una joven como de dieciocho aos. Con los ojos azules, azules claros.

    Sin lugar a dudas, la vieja tena miedo. Se levant y empez a retroceder mirando con aturrullamiento a Ar-turo. Este se incorpor sin tenerlas todas consigo. Por lo visto la desconfianza era mutua. La vieja tropez con la pared y llev su brazo hacia una consola. El muchacho sigui instintivamente la trayectoria de la mano, que no buscaba sino apoyo; al lado de donde se detuvo temblo-rosa, las venas azules muy salientes en la carne traslcida y manchada de ocre -recordando que el orn no es slo signo de hierro carcomido sino de la vejez- vio un marco de plata repujada y en l a Susana, sonriendo. La anciana se deslizaba ahora hacia la puerta de un pasillo, apoyn-dose en la pared, sin darse cuenta de que empujaba con su hombro una litografa ovalada en un marco de bano negro que, muy ladeada, acab por caerse. Del ruido y del susto anterior la vieja se desliz, medio desvanecida, en una silla de reps rojo oscuro. Arturo adelant a ofrecer-se en lo que pudiera. En su atolondramiento haba ms asombro que otra cosa. Sin embargo, pens: Le habr pasado algo a mi gabardina? La viejecilla le mir adelan-tarse con pavor; pareca dispuesta a gritar pero el hlito se le fue en un ayear temblequeante.

    Qu le sucede, seora? Le puedo ayudar en algo?

    Arturo volte ligeramente la cara hacia la fotografa, la vieja sigui su mirada.

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    Ella? S. Es mi sobrina Susana. -Hizo una pausa, luego,

    mucho ms bajo, aadi-: Muri hace cinco aos. A Ar-turo se le erizaron los pelos. No porque creyese lo que acababa de decirle la anciana, sino porque supuso que es-taba loca y no haba vestigio de otra vida en la casa. Solo el ruido de la lluvia.

    No me cree? S, seora. Pero yo jurara... Ambos se miraron demudados. Estuvimos en un baile. La frase hiri de lleno la cara de la anciana. Se le

    sacudieron todas sus finas arrugas. Su padre no la dej ir nunca. l est en Amrica.

    Que Dios le perdone...! Usted no me cree? Si, seora. De pronto, el tono de voz de aquella mujer diminuta

    calm a Arturo. Seguramente no es peligrosa -pens-, lo nico que importa es llevarle la corriente.

    Si usted quiere podemos ir al cementerio y ver su nicho.

    Si, seora. Me pongo la manteleta. Es cuestin de un minu-

    to... Arturo se qued solo. El miedo le empuj: de pun-

    tillas se fue hacia la puerta. Pero el cuidado le hizo per-der tiempo. No llegaba an al umbral cuando la viejecilla estaba ya de vuelta. Salieron. Haba dejado de llover, la noche estaba clara entre nubes que huan. Subiendo alcor arriba hasta llegar a la explanada donde estaba el campo-

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    santo, los pies se les pusieron pesados del lodo. El viento haba amainado, el frescor de la tierra lo rejuveneca todo. Llamaron en vano. Por lo visto el guardin haba salido o se haba dormido profundamente. Arturo porfi en vol-ver: la crea bajo su palabra. (Deba de ser muy tarde. Su madre le estara esperando.) Iban a marcharse cuando la viejecilla hizo un ltimo intento y se dio cuenta de que la verja slo estaba entornada. Como era de esperar, los goznes chirriaron detenindoles, por si acaso, sin saber por qu. Entraron. No haba luna, pero la luz de las estre-llas empezaba a ser suficiente para discernir las sendas y los cipreses. Los charcos brillaban. Las ranas. Avanzaron sin titubeos hasta llegar ante una larga pared. Los nichos recortaban sus medios puntos de ms sombra.

    Tiene usted una cerilla? Arturo tent su bolsillo, sac su fosforera, rasc el

    mixto y a la luz vacilante, que adquiri en la oscuridad una proporcin desmesurada, pudo leer, tras un cristal: Aqu descansa Susana Cerralbo y Muoz. Falleci a los diecio-cho aos. El 28 de febrero de 1897. Entre el mrmol y el vidrio, en un marco idntico al de la sala, sonrea Susana. Arturo dej caer lentamente el brazo que sostena el fs-foro, el cabo encendido cay en tierra. Lo sigui mec-nicamente con la vista, al llegar al suelo descubri, seca y plegada con cuidado, su gabardina. La recogi. Mir boquiabierto y desorbitado a la vieja. Desde lo lejos se acercaba una luz. Era el sepulturero.

    Qu buscan? No saben que a estas horas est prohibido andar por aqu?

    Tras la tapia, pasando, una voz moza cantaba: Rascay, cuando mueras: qu hars t?

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    T sers un cadver nada ms. Rascay, cuando mueras: qu hars t? Arturo ech a correr. Luego, como siempre, pasa-

    ron los aos. (Con mudos pasos el silencio corre, como dijo Lope.) El joven, que pronto dej de serlo, se hizo muy amigo de la viejecilla. En su casa, mientras las tardes se iban a rastras, cojeando, hablaban interminablemente de Susana. Muri hace poco, soltero, virgen y pobre. Lo enterraron en el nicho vecino del de la muchachita sin que nadie lograra explicarse su intransigente deseo. La vieja desapareci, no s cmo; la casa fue derruida. La ga-bardina pas de mano en mano sin deteriorarse. Era una de esas prendas que heredan los hijos o los hermanos me-nores, no cuando les quedan pequeas a los afortunados o crecidos, sino porque no le sientan bien a nadie. Corri mundo: el Rastro en Madrid, los Encantes de Barcelona, el Mercado de las Pulgas en Pars, estuvo en la tienda de un ropavejero, en Londres. Acabo de verla ya confeccio-nada para nio, en la Lagunilla, en Mxico, que los trajes crecen y maduran al revs. La compr un hombre triste para una nia blanca y ojerosa que no le soltaba la mano.

    Qu bien le sienta! La nia pareci feliz. No se hagan ilusiones: se llama

    Lupe.

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    RAMN J. SENDER (1902-1982)

    El buitre De Novelas ejemplares de Cbola (1961)

    Volaba entre las dos rompientes y le habra gustado ganar altura y sentir en sol en las alas, pero era ms c-modo dejarse resbalar sobre la brisa. Iba saliendo poco a poco al valle, all donde la montaa disminua hasta con-vertirse en una serie de pequeas colinas. El buitre vea abajo llanos grises y laderas verdes. Tengo hambre se dijo. La noche anterior haba odo tiros. Unos aislados y otros juntos y en racimo. Cuando se oan disparos por la noche las sombras parecan decirle: Algrate, que ma-ana encontrars carne muerta. Adems por la noche se trataba de caza mayor. Animales grandes: un lobo o un oso y tal vez un hombre. Encontrar un hombre muer-to era inusual y glorioso. Haca aos que no haba comi-do carne humana, pero no olvidaba el sabor. Si hallaba un hombre muerto era siempre cerca de un camino y el buitre odiaba los caminos. Adems no era fcil acercarse a un hombre muerto porque siempre haba otros cerca, vigilando. Oy volar a un esparavn sobre su cabeza. El buitre torci el cuello para mirarlo y golpe el aire rtmi-camente con sus alas para ganar velocidad y alejarse. Sus alas proyectaban una ancha sombra contra la ladera del monte. Cuello pelado dijo el esparavn. Ests es-pantndome la caza. La sombra de tus alas pasa y repasa sobre la colina. No contestaba el buitre porque comenza-ba a sentirse viejo v la autoridad entre las grandes aves se logra mejor con el silencio. El buitre senta la vejez en su

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    estmago vaco que comenzaba a oler a la carne muerta devorada aos antes. Vol en crculo para orientarse y por fin se lanz como una flecha fuera del valle donde cazaba el esparavn. Vol largamente en la misma direc-cin. Era la hora primera de la maana y por el lejano ho-rizonte haba ruido de tormenta, a pesar de estar el cielo despejado. El hombre hace la guerra al hombre se do. Recelaba del animal humano que anda en dos patas v tiene el layo en la mano y lo dispara cuando quiere. Del hombre que lleva a veces el fuego en la punta de los dedos y lo come. Lo que no comprenda era que siendo tan poderoso el hombre anduviera siempre en grupo. Las fieras suelen despreciar a los animales que van en rebao. Iba el buitre en la direccin del caoneo lejano. A veces abra el pico y el viento de la velocidad haca vibrar su len-gua y produca extraos zumbidos en su cabeza. A pesar del hambre estaba contento y trat de cantar:

    Los duendes que vivan en aquel cuerpo estaban fros, pero dorman y no se queran marchar. Yo los tragu y las plumas del cuello se me cayeron. Por qu los tragu si estaban fros?Ah, es la ley de mis mayores. Rebas lentamente una montaa y avanz sobre

    otro valle, pero la tierra estaba tan seca que cuando vio el pequeo arroyo en el fondo del barranco se extra. Aquel valle deba estar muerto y acabado. Sin embargo, el arroyo viva. En un rincn del valle haba algunos cuadros que parecan verdes, pero cuando el sol los alcanzaba se

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    vea que eran grises tambin y color ceniza. Examinaba el buitre una por una las sombras de las depresiones, de los arbustos, de los rboles. Olfateaba el aire, tambin, aun-que saba que a aquella altura no percibira los olores. Es decir, slo llegaba el olor del humo lejano. No quera batir sus alas y esper que una corriente contraria llegara y lo levantara un poco. Sigui resbalando en el aire haciendo un ancho crculo. Vio dos pequeas cabaas. De las chi-meneas no sala humo.

    Cuando en el horizonte hay caones las chimeneas de las casas campesinas no echan humo. Las puertas es-taban cerradas. En una de ellas, en la del corral, haba un ave de rapia clavada por el pecho. Clavada en la puerta con un largo clavo que le pasaba entre las costillas. El buitre comprob que era un esparavn. Los campesinos hacen eso para escarmentar a las aves de presa y alejarlas de sus gallineros. Aunque el buitre odiaba a los esparav-nes, no se alegr de aquel espectculo. Los esparavnes cazan aves vivas y estn en su derecho. Aquel valle estaba limpio. Nada haba, ni un triste lagarto muerto. Vio correr un chipmunk siempre apresurado y olvidando siempre la causa de su prisa. El buitre no cazaba, no mataba. Aquel chipmunk ridiculamente excitado sera una buena presa para el esparavn cuando lo viera. Quera volar al siguien-te valle, pero sin necesidad de remontarse y buscaba en la cortina de roca alguna abertura por donde pasar. A aque-lla hora del da siempre estaba cansado, pero la esperanza de hallar comida le daba energas. Era viejo. Tema que le sucediera como a otro buitre, que en su vejez se estrell un da contra una barrera de rocas. Hall por fin la brecha en la montaa y se lanz por ella batiendo las alas:

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    Ahora, ahora... Se dijo: No soy tan viejo. Para probrselo comb

    el ala derecha y resbal sobre la izquierda sin miedo a las altas rocas cimeras. Le habra gustado que le viera el espa-ravn. Y trat de cantar:

    La luna tiene un cuchillo para hacer a los muertosuna cruz en la frente. Por el da lo esconde en el fondo de las lagunas azules.

    La brecha daba acceso a otro valle que pareca ms hondo. Aunque el buitre no se haba remontado, se senta ms alto sobre la tierra. Era agradable porque poda ir a cualquier lugar de aquel valle sin ms que resbalar un poco sobre su ala. En aquel valle se oa mejor el ruido de los caones. Tambin se vea una casa y lo mismo que las anteriores tena el hogar apagado y la chimenea sin humo. Las nubes del horizonte eran de color de plomo, pero en lo alto se doraban con el sol. El buitre descendi un poco. Le gustaba la soledad y el silencio del valle. En el cielo no haba ningn otro pjaro Todos huan cuando se oa el can, todos menos los buitres. Y vea su propia sombra pasando y volviendo a pasar sobre la ladera. Con la brisa lleg un olor que el buitre reconoca entre mil. Un olor dulce y acre:

    El hombre. All estaba el hombre. Vea el buitre un hombre in-

    mvil, cado en la tierra, con los brazos abiertos, una pier-na estirada y otra encogida. Se dej caer verticalmente. Pero mucho antes de llegar al suelo volvi a abrir las alas

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    y se qued flotando en el aire. El buitre tena miedo. T, el rey de los animales, que matas a tu herma-

    no e incendias el bosque, t el invencible. Ests de veras muerto?

    Contestaba el valle con el silencio. La brisa produca un rumor metlico en las aristas del pico entreabierto. Del horizonte llegaba el fragor de los caones. El buitre comenz a aletear y a subir en el aire, esta vez sin fatiga. Se puso a volar en un ancho crculo alrededor del cuerpo del hombre. El olor le adverta que aquel cuerpo estaba muerto, pero era tan difcil encontrar un hombre en aque-llas condiciones de vencimiento y derrota, que no aca-baba de creerlo. Subi ms alto, vigilando las distancias. Nadie. No haba nadie en todo el valle. Y la tierra pareca tambin gris y muerta como el hombre. Algunos rboles desmochados y sin hojas mostraban sus ramas quebradas. El valle pareca no haber sido nunca habitado. Haba un barranco, pero en el fondo no se vea arroyo alguno.

    Nadie. Con los ojos en el hombre cado volvi a bajar.

    Mucho antes de llegar a tierra se contuvo. No haba que fiarse de aquella mano amarilla y quieta. El buitre segua mirando al muerto:

    Hombre cado, conozco tu verdad que es una mentira inmensa. Levntate, dime si ests vivo o no. Mu-vete y yo me ir de aqu y buscar otro valle.

    El buitre pensaba: No hay un animal que crea en el hombre. Nadie puede decir si el palo que el hombre lleva en la mano es para apoyarse en l o para disparar el rayo. Podra ser que aquel hombre estuviera muerto. Podra ser que no.

    Cada vuelta alrededor se haca un poco ms cerrada.

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    A aquella distancia el hedor la fragancia era irresis-tible. Baj un poco ms. El cuerpo del hombre segua quieto, pero las sombras se movan. En las depresiones del cuerpo en uno de los costados, debajo del cabello, haba sombras sospechosas.

    Todo lo dominas t, si ests vivo. Pero si ests muerto has perdido tu poder y me perteneces. Eres mo.

    Descendi un poco ms, en espiral. Algo en la mano del hombre pareca moverse. Las sombras cambiaban de posicin cerca de los brazos, de las botas. Tambin las de la boca y la nariz, que eran sombras muy pequeas. Vola-ba el animal cuidadosamente:

    Cuando muere un ave dijo las plumas se le erizan. Y miraba los dedos de las manos, el cabello, sin en-

    contrar traza alguna que le convenciera: Vamos, mueve tu mano. De veras no puedes

    mover una mano? El fragor de los caones llegaba de la lejana en olas broncas y tembladoras. El buitre las senta antes en el estmago que en los odos. El viento movi algo en la cabeza del hombre: el pelo. Volvi a subir el buitre, alarmado. Cuando se dio cuenta de que haba sido el viento decidi posarse en algn lugar prximo para hacer sus observaciones desde un punto fijo. Fue a una pequea agrupacin de rocas que parecan un barco an-clado y se dej caer despacio. Cuando se sinti en la tierra pleg las alas. Sabindose seguro alz la pata izquierda para calentrsela contra las plumas del vientre y respir hondo. Luego lade la cabeza y mir al hombre con un ojo mientras cerraba el otro con voluptuosidad.

    Ahora ver si las sombras te protegen o no. El viento que llegaba lento y mugidor traa ceniza

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    fra y haca doblarse sobre s misma la hierba seca. El pelo del hombre era del mismo color del polvo que cubra los arbustos. La brisa entraba en el cuerpo del buitre como en un Tejo fuelle.

    Si