Cuentos de Amor Sesgado

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CUENTOS DE AMOR SESGADO JUAN HERNÁNDEZ comanegra

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Hay amores que nacen viciados de imposibilidad, que no respetan convenciones sociales ni aparentemente cordura o lógica alguna. Y sin embargo poco importará tan fatídica condición a quienes así cautivados se afanan por llegar, aunque sea brevemente, hasta su amado. Sobre tan imparable fuerza nos ofrece Juan Hernández una selección de relatos que, más que leer, se paladean. pues en cada expresión o metáfora se condensa una vida entera de pulsiones, miedos, esperanzas, sucesos y suertes.

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  • CUENTOS DE AMOR SESGADO

    JUAN HERNNDEZ

    comanegra

  • CUENTOS DE AMOR SESGADO

  • JUAN HERNNDEZ

    CUENTOS DE AMOR SESGADO

    comanegra

  • Primera edicin: Febrero 2014

    del texto:Juan Hernndez de las ilustraciones:Juan Hernndez 2014 Editorial Comanegra CI Consell de Cent, 159 08015 Barcelona www.comanegra.com

    Diseo de cubierta: Susana Cataln Maquetacin: Esther Mateu Impresin: Book Print Digital

    ISBN: 978-84-16033-06-5 DL: B.25002-20 13

    Quedan rigurosamente prohibidas y estarn sometidas a las sanciones establecidas por ley: la reproduccin total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento, incluidos los medios reprogrficos o informticos, as como la distribucin de ejemplares mediante alquiler o prstamo pblico sin la autorizacin expresa deEdtorial Comanegra. Dirjase a CEDRO (Centro Espaol de Derechos Reprogrficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algn fragmento de esta obra.

  • A ngeles Amor Sesgado A M a Eugenia, Mara y Dani

  • El do, el coro y la orquesta, 11 Si me quieres, mtame, 31 El Abuelo enamorado, 45

    , .

    Indlce

    Evita y la transubstanciacin, 73

  • El do, el coro y la orquesta

    En cuanto asomaba una pizca de sol, el abuelo instalaba su mecedora de mimbre en la antojana del chal, con cojines que amortiguaban las protuberancias de los nudos. Tendido a lo largo, con los cinco sentidos idos y en pose lagartijera, el viejo dejaba que fluyera el tiempo, los fantasmas, aban-donado a un sol que se encarnizaba con sus arrugas. Sola permanecer largas horas en brazos de la pequea muerte, adormecido, masajeado por los dedos clidos del dios ama-rillo, supurando indolencia, ido a ninguna parte, baado en galbana, en fotonazos anestsicos, dejado del mundo, gelatina inerte, piedra desnuda, odos sordos al frufr de las ramas del jardn, pulsos acompasados al chacarrachaca de las chicharras. Sin obligaciones en el horizonte, pues la avanzada edad, cuajada de recuerdos, que no de esperanzas, le haba jubilado, excluido, y estaba inerme en la lista de espera de la descarnada.

    Por el teln de los prpados bajaban los recuerdos. Los rumiaba a solas, pues no era el tpico viejo pelmazo que va COn la vida a cuestas, como un fardo, para vaciarla encima de los dems. Su cerebro estaba preado de viven-cias extraordinarias, pero no acostumbraba a difundirlas ni deca que lo suyo dara para un libro o una pelcula. Slo soltaba cuerda cuando un buen interlocutor le mendiga-ba por favor un aspecto concreto de su biografia. Viva en

    11

  • 12 EL DO, EL CORO Y LA ORQUESTA

    una urbanizacin las afueras, entre gente en la que des-pertaba tanta fobia como atraccin, vecinos intrigados por el rumor que corra acerca del antiguo oficio de su viejo conlpaero de urbanizacin, una equis que l cuidaba de no despejar para parapetarse tras ella a conveniencia.

    Slo al estar prximo al final se aproxim a los otros, cuando nada importaba el asalto a las murallas de su inti-midad. Y hubo un punto a partir del cual dej fluir libres los arroyos del recuerdo. Se le derritieron los frenos y fue charlatn sin topes, que bastaba aguijonearle, pero qu dice usted?, para que se embalara a contar cosas. Conforme la vejez paralizaba sus articulaciones, la lengua se le hipertro-fi para dar pbulo a una ntima necesidad de comunicar, de detallar, de trasmitir a los dems una biografa que pa-reca inventada.

    Al hilo de un parto lento, desgranado entre tumbonas y soles, qued constancia de que el viejo haba holla-do barrizales muy oscuros. Con labia confusa y jirones de confidencias fue pergeando su extica semblanza en charlas sueltas. De su propia boca se supo que fue un joven de comienzos desorientados all en las Amri-cas. En ellas como emigrante fue pasando de pinche de restaurante a mozo de los recados, de mozo a chico de confianza de algunos, de ah a pen por horas de un gns-ter, de pen pas a matn por simpata con su jefe, para convertirse luego en, rebotando hacia arriba y por este orden, matador a sueldo, jefe de pelotn, fusilero, sicario y, por consiguiente, en diana, objetivo y blanco de TIU-chos enemigos, para acabar como carne de can, carne de hospital y, de postre, carne de presidio y de patbulo. Y un dato curios.o: a pesar del ajetreo de su carrera delictiva,

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    nunca haba olvidado pagar la cuota de la seguridad social desde su primer empleo como pen de cocina, por lo que ahora gozaba de una suculenta pensin en dlares que aadir a los ahorros. Dicho de otro modo, aquel viejo de apariencia inocua que se arrellanaba despatarrado al sol antao haba sido un matador de hombres, un asesino que horadaba parietales y nucas por cuenta ajena. El pacfico vecino, que ahora renqueaba para instalar la tumbona al sol que ms calentaba, haba trabajado en otro lugar y tiempo de especialista en matar, de reventador de ojos con disparos a travs de las mirillas; de imitador, o era al revs?, de tanto protagonista de negro con sombrero de ala ancha y trinchera.

    Guardaba en la sobaquera muchos relatos en oscuro. Pero el mejor era uno que trataba de amores, en donde l fue espectador, no protagonista.

    Helo.

    ***

    - Edwin era un negro de veinte metros de altura. Le lla-maban King, que en americano quiere decir rey, y todo el mundo le respetaba y le tema, no slo por su apariencia de gigante malo, sino por su pasado. Le conoc en prisin. Estaba a la espera de juicio, acusado de haber asaltado una mansin de ricos en la que haba eliminado a todo bicho viviente que le pudiera delatar o identificar. No haba mu-cha prueba en su contra; l alegaba que era inocente y que a la hora de autos se hallaba en otro sitio, y por eso la polica an segua acumulando indicios para o alargar su condena, o sentarle en la cmara de gas.

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    Conmigo se llevaba muy bien desde que le regal uno de mis canarios. Se lo di porque me caa bien y porque, la verdad, era un gigantn un poco tontorrn, inofensivo y buenazo, y yo tena superpoblado el criadero. Siempre me ha gustado la cra de pjaros, yen prisin consegu permiso, gracias a mi buena conducta, para mantener una granjita de canarios.Al alcaide le gust la idea porque l mismo sacaba de los animales un extrao provecho. Los bichos eran de una raza a la que gustaba pulular por los patios de la prisin. Los presidiarios les alimentaban con mimo, y los pjaros habitaban entre los humanos como en un bosque, pues se aseguraban cobijo y comida entre tanto asesino de hombres. Llevaban por all desde haca mucho tiempo, des-de que algn ave pionera qued imantada por la atmsfera de paz que los asesinos construyen a su alrededor, como barrera protectora de s mismos. Y nosotros seleccionba-mos a los ms jvenes, los cazbamos y los enjaulbamos para que prestaran servicio de cornpaa a presos que, por su condicin penal, no podan andar por ah haciendo ami-gos. As como otros disponen de perros, gatos o caballos de compaa, nosotros tenamos tenores amarillos que traba-jaban sin sueldo en las celdas de aislamiento.

    El que regal a Edwin era una hembra joven. Toma, para que mantengas alta la moral hasta que te llegue el juicio}). Antes solicit su permiso al alcaide, pues los presos de ais-lamiento no podan recibir objeto alguno sin pasar por la aduana de los funcionarios. Le expliqu la compasin que me produca aquel gigante triste, mano sobre mano, las ho-ras muertas mirando las paredes por adivinar el cielo por detrs. El gran jefe dio su permiso porque yo le caa bien; l nle bautiz como el Espao!, le gustaban los canarios

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    que criaba, y se ola que el negrazo era un nio inocente, que tan slo haca dao si te pisaba por no calcular ni su peso ni su permetro. Por entonces yo estaba encargado de distribuir el rancho por las celdas de los peligrosos, lo que me facilit una charla con Edwin el grandn. Le susurr mis intenciones y l se manifest encantado de tener un compa-ero, una compaera le rectifiqu, de celda. As que ense-guida le llev un juguete vivo, todo ojos y pico, una canaria an muda por recin nacida y por bisoa. En los barrotes de la ventana Edwin colg una jaulita de alambre, musit un muchas gracias, y se sent al punto en el jergn para con-templar desde el silencio las maniobras del ave. Cuando me alejaba y ya casi a punto de salir de la galera, cre percibir un silbo pajarero como de violn, qu raro, saliendo de su celda, un trino tan fino que no pareca de pjaro.

    y que no era de pjaro. Que el flautista era el preso. Fue Edwin el que ense al canario las melodas. Su

    diminuto amigo era muy joven y no haba tenido maestro de canto, pues yo le haba apartado muy pronto de los de su especie, sin dar tiempo a que completara los estudios. Pero result que el coloso King era un virtuoso del silbido, un chico educado en un barrio de silbadores que lo eran por no disponer de otra diversin ms gratuita, un sensitivo msico sin instrumento capaz de chiflar refinad-simos adagios con aquellos labios gordos como las almorra-nas de un chimpanc.

    - La llamo Espaola en tu honor - me deca -, y le estoy enseando a cantar.

    Aprovechbamos para cambiar impresiones durante los breves lapsos que tardaba en llenar sus platos con las cazo-ladas. Entre susurros.

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    - Me alegro por ti, compaero, ya veo que te divierte el pjaro.

    - N unca podr devolverte este favor. En lo que de m dependa, t, Espaol, lo que pidas.

    - Tranquilo, hombre, nle basta con verte contento. Nos interrumpa el carcelero de aquella galera, un avi-

    nagrado funcionario que disfrutaba con la exhibicin de su autoridad.

    - Espaol, no sabes que est prohibido hablar con los de aislamiento? Cuntas veces te lo tengo que repetir? Que sta sea la ltima.

    Amenazaba con el dedo ndice como porra para sealar el camino de vuelta.Y entonces yo me despeda de un Ed-win que tras los barrotes, con aquellos ojos suyos hinchados, vacos, enroj ecidos e idiotas, observaba cmo arrastraba por el pasillo el carrito del rancho hasta la salida. Notaba sus ojos clavados en mi espalda sin perder detalle, y acompasaba mis pasos de ida con una nleloda de cosecha propia, silbada en tonos ultrafinos, casi inaudibles, como de pjaro.

    Llegaron a formar una pareja de circo. Espaola me-morizaba las partituras que interpretaba su macho y las repeta como un Mozart diminuto. Y el presidiario se em-belesaba, sin aorar ninguna cosa del otro lado de los mu-ros, embebido en el gracioso contrapunto que le devolva su diminuta amiguita con la leccin bien aprendida. Por eso Edwin slo sala al patio por obligacin, porque lo que de verdad le complaca era quedarse por siempre con su Espaola en el lbrego recinto de la celda. Estaban muy unidos y no slo por la msica. Edwin mantena abierta de continuo la puerta de la jaula para que su amiguita campara por sus respetos. Ella no se iba, adnde mejor, y en raras

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    ocasiones atravesaba la frontera de los barrotes para curio-sear. A veces se posaba en el travesao y torca el cuello para orientar su brjula animal hacia los ocasionales cantos de otros pjaros cantores que merodeaban por la crcel. Pero Espaola no pareca preferir libertades, cielos abiertos ni copas de rbol. Antepona a ello los hombros de su ~"~

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    quisas. Aceptado el envite, la coqueta canaria comenzaba a mover ficha. Remoloneaba con timidez fingida, olisqueaba la entrada, y brincaba nerviosa como si en aquellos pasadi-zos habitara una serpiente de cascabel. Luego picoteaba los granos diseminados por el vello pectoral al tiempo que in-gresaba con parsimonia bajo el tnel de lona formado por las holguras del uniforme de presidiario. Acababa su ruta turstica saliendo por el lado opuesto, amarillo po po, y asomaba la cabecita picuda por la pernera de los pantalones mientras su amo se desternillaba. Y durante el recorrido siempre mantenan abierta la comunicacin mediante sil-bidos de ida y vuelta que eran conversacin.

    Edwin babeaba de felicidad. Le pareca imposible haber tenido que llegar a una celda de aislamiento para encontrar la paz interior, toda la paz que caba en su torpe mollera de-tenida en los quince aos por culpa de la gentica y la mala vida. Gozaba ahora de un oasis alejado de las necesidades materiales, de un estado semivegetativo financiado por el Estado, enamorado de un pjaro, colgado de unos vivara-chos ojos de betn, seducido por los alardes opersticos de su Mozart gualda. No caba ms ni mejor. Convertido en esclavo del canario por capricho voluntario, hablaba con l y soaba a su manera con vivir mil aventuras conjuntas que contaba a la amiga con silbidos de puericantor que levan-taban su falda de plumas. Ella responda a su modo, como un eco trinado y relleno de arpegios amorosos, polifnicos, con clara conciencia de la calidad de su afinacin. Juntos eran un festival, y por separado, un grueso bartono bisando y una cursi vicetiple dando la rplica. No caba posibilidad de distinguir cundo cantaba uno o cundo treInolaba el otro, pues la alumna aventajada ejecutaba al dedillo las to-

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    catas del maestro. Y tan extraordinaria resultaba la emisin musical por parte de la diminuta criatura como el hecho de que cadencia tan delicada fuera emitida por la mole de grasa amorfa que era el Edwin, un ogro fruncido de labios.

    Su pblico preferido era yo. Cada da me dedicaban una nueva sonata del adis al alejarme despus de haber camu-flado entre la comida algo de alpiste, contrabando regalo de la casa, el soborno para que ambos persistieran en aquel idilio asimtrico, blanquinegro, minimaysculo, pulguiele-fntico, el vnculo mutuo trabado por el son divino que les igualaba. Entre los dispersos trinos de la prisin llegu a distinguir las peculiaridades de sus cantos entre los dems, porque ellos tocaban partituras nicas, inscritas en los ge-nes africanos del melmano. Eran canciones de derrota y destierro, cnticos de esclavos y de penados que el resto de canarios ignoraban.

    La magia se rompi un da por el lado de aquel carce-lero desptico que converta su autoridad en abuso y su testosterona en arbitrariedad. El atufado individuo, a quien dios maldiga, aprovech una maana en la que a Edwin le tocaba asistir a juicio y entr a fisgonear la celda del pre-so ausente, so pretexto de destapar algn pastel. Mientras rebuscaba, la rabia y la soberbia azuzaban los resquemores que guardaba en su hiel para con los presos.

    El gigante regres por la tarde, cargado con una condena de por vida que ni le importaba. Al entrar en la celda, toc el clarn a la amiga, un silbo de llamada, pero Espaola no acudi. No la hall en su habitculo. Silb de nuevo al aire para ver si su nia mimada acuda volando al reclamo. Nada. Interpret algunas melodas del repertorio comn. Pero nada. Habl con los presos vecinos, y stos le infor-

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    maron de la visita que el carcelero haba realizado a su apo-sento, l ausente.

    Edwin era muy torpe. En su cerebro los tasajos de gra-sa apenas dejaban espacio para las porciones pensantes. Su pensamiento tardaba horas en recorrer un mero centme-tro de cable neuronal. A pesar de eso, su dedo ndice, el que Espaola usaba de posadero, vir como una aguja imantada para imputar el hecho de la ausencia del pjaro al carcelero antiptico y faltn. Nadie not, ni siquiera l mis-mo, cmo se adentraba en el pozo de una depresin tpica de amante abandonado. Sus facciones tampoco traslucie-ron un pice de emocin, pues una vida llena de orfandad, desamor, palizas, callejeo y mala sangre haba amontonado toneladas de inmovilidad en una faz inexpresiva, abotagada, lela y amorfa.

    Dej de comer. Incluso rechazaba bocados selectos que yo le llevaba escondidos bajo la ropa. Yaca tumbado en el jergn hora tras hora, boca arriba, paralizado, en huel-ga permanente, y slo la rabia aleteaba en algn parpadeo nervioso cuando la memoria se balanceaba en el ir y venir de los globos oculares, los prpados parpando como nsares en una charca. Y si acaso el berrinche se le iba en algn instante, silbaba. Pero como la segunda voz no responda, al pronto callaba, pues slo consegua ennegrecer ms la hiel, los hgados, la saa, el encono y las casillas.

    En una noche de recuento y zafarrancho en la galera de los aislados, su atrabilis estall de golpe. Andaba el carcelero de marras husmeando las pertenencias de los presos que por seguridad permanecan alineados en el pasillo de fuera de las celdas. Porra en mano, desordenaba las pertenencias de los condenados, a la bsqueda de vaya usted a saber qu,

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    y una vez acabada la pesquisa, tuvo la petulancia e impru-dencia de acercarse al lugar en donde Edwin esperaba.

    Entonces una ola de ira ascendi como lava viscosa por las arterias hasta el hipotlamo del negrazo despajarado y desparejado. Conforme remontaba el flujo colrico, las reas reservadas alodio se fueron envenenando e inunda-ron de nitroglicerina los almacenes del arrebato y del fre-nes. Obedeciendo las rdenes sinpticas del cabreo, seor, s, seor, el brazo del desesperado Edwin alz sin querer los dedos pulgar e ndice, curvados como guadaas. Eran de-dos macizos, musculosos y enormes: Uno era el dedo que rascaba los sobacos de la delicada Espaola); era un dedo de algodn, el dedo idolatrado por la virginal avecilla que se posaba en l como si fuera un almohadn de espuma.

    Slo que ahora el gran dedo edwiniano viaj hacia la trquea del carcelero junto al resto de la mano y atenaz el cuello del despistado vigilante a la velocidad del rayo. El dedo matador iba disfrazado de cimitarra, de guma, de dalle, de bichero atunero. Lo impulsaba un melanclico asesino cuya desesperacin slo poda sanarse con plasma. En las afiladas uas cabalgaba una legin de cromosomas de guerreros luba, mandingas, yorubas, bantes, hotentotes, masai y tutsi pintados con colores de guerra, dispuestos a sajar. Ellos afilaron la ua principal para que atravesara la dbil barrera de la papada al asustado carcelero. En un abrir y cerrar de ojos, la garra se franque el paso hacia el tubo traqueal y tir de l con fuerza. Preado de casta africana, al dedo no le cost disfrazarse de cuchilla y comportarse como tal.

    En el pasillo qued el atontado funcionario chapotean-do, pedaleando en el aire, tratando de cerrar con sus manos

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    el grifo de las arterias rotas en la garganta herida. Intentan-do remeter una lengua que, de resultas de la bestial trac-cin, colgaba por fuera y se asomaba a la herida como una corbata bennelln.

    Naturalmente muri all mismo, ya Edwin le condena-ron a pena capitaL

    Perd su pista durante algn tiempo porque me destina-ron a la de perpetuos y a l se lo llevaron al corre-dor de la muerte, en el que consuman sus horas finales los usuarios de la de gas. Saba de l, pues a distancia oa cmo silbaba aquellas canciones suyas, diferentes a todas, hinchadas de tristeza y melancola.

    Por ser preso de confianza, unos pocos meses antes de la fecha de ejecucin logr un cambio de puesto y quiso el destino que me reencontrara con el grandulln. Nos son-remos en el reencuentro bajo la atenta vigilancia de unos carceleros que, por tenrsela jurada al asesino del compa-ero, no le quitaban ojo. Hablamos con la boca cerrada. A pesar de hallarse encerrado bajo mil llaves iba esposado, pues su mole humana meta miedo. Por un momento not en sus ojos una luz yen la inmovilidad de su cara cre adi-vinar una alegra sorda. Simul un ataque de tos para dejar escapar de soslayo por las comisuras que she carne, she carne back!, que en americano quiere decir que ella haba vuelto. Y yo di recibo con un okey disimulado y recog los platos del rancho emocionado. Aquel da me despidie-ron dos silbos.

    Volv a cargar a escondidas con bolsas de alpiste. Ms tar-de me enter de que el carcelero degollado no haba cau-sado ningn dao a la Espaola. A pesar de que Edwin le haba tenido por culpable de la defuncin de la canara,

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    aqulla no haba sido una muesca que aadir a su crueldad. Lo que en verdad haba sucedido era que la nia canaria se haba hecho mujer y que, guiada por las hornlonas, haba salido a los patios para buscar compaa de su misma espe-

    como una coqueta. La Espaola se haba largado por su cuenta y riesgo al albur del apareo, acuciada por la ne-cesidad de hallar algn prncipe amarillo entre los canarios de la prisin. Cosas de la edad del pavo.

    Pero pronto se haba desengaado y tomado el camino de vuelta, desilusionada tras algunos breves y desaboridos coqueteos mantenidos con aquellos' canarios presidiarios, salvajes y maleducados como presos de tercera. Aunque de resultas de un romance de entretiempo haba parido unos pocos huevos, pronto los abandon, y al final, vencida por la nostalgia, haba regresado con su prnler amor por ve-ricuetos que slo un pjaro podra desentraar, de tejado en tejado, de hueco a hueco, de barrote en barrote, guiada por los silbidos del nostlgico negrazo, cuyas notas la cas-quivana adolescente reconoca y descifraba como reclamos de enamorado.

    En realidad, ms que la llamada de su propia esneCle. atraan los efluvios cafeteros de la piel morena del COlna(:~nado. Prefera el calor manual del gigante King a la tidumbre de los tejados, a la compaa de desconocidos venidos a su rebufo plurnfero con apretones copulativos.

    Tan pronto como el reencuentro se efectu, ambos flautistas rubricaron sus carios con promesas de fidelidad eterna. A partir de ?-h, la intuitiva pjara adivin que se hallaban en un rea restringida y reaccion con listeza. En cuanto notaba que la cosa psicolgica se pona fea, volaba a las afueras para no cargar la suerte con su presencia im-

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    portuna. Luego, cuando la bruma se disipaba, volva.Y en-tonces silbaban a do meldicos madrigales. Ella recuper enseguida los masajes del dedo ndice y se abra en abanico para ofertar al masajista axilas, pechugas y buche. N o reco-noca en el dedo al pual desgarratrqueas que fuera, sino al compadre de charleta, al siams bruno, a un novio inte-rracial con el que echar unas risas. A sus impulsos canoros, un cielo de sones angelicales se inaugur en la galera de la muerte. Los carceleros, celosos ordenancistas obsesionados por mantener la obligacin del silencio, no eran capaces de apagar la msica. Si chistaban para enmudecer a los cantan-tes, ya Espaola)} se iba con el silbido a otra parte y Edwin disimulaba emitiendo una leccin de silbo por la ranura de sus morrazos contrados, un hilo musical tenue, incre-ble, magistral e imposible para aquella estructura bucal boxeador que nadie osaba reprimir porque, entre otras co-sas, al silbador le quedaban muy pocas horas.

    Me designaron como nlembro del pelotn de limpieza encargado de adecentar la cmara de gas para la ejecucin. Podan haber encargado la tarea a los guardias, pero a ellos el aparato de ejecutar les causaba un recelo casi religioso, con sus tubos y sus pastillitas, como si el arma de la ley es-tuviera infectada de injusticia. Pero a m no me daba ni fro ni calor, y comoquiera que deseaba acompaar al amigo Edwin en sus ltimas horas, solicit al alcaide que tambin me permitiera acompaar a los guardias de noche cuando el gigantn entrara en capilla.

    -Como quieras, Espaol, as aprenders, pero te ad-vierto que eso es nluy duro.

    Gracias a l, estuve de ayudante del gigante en sus pos-trimeras.

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    Al encontrarme con l en capilla, le vi inerme y enorme, tranquilo, esposado de pies y manos, impedido para ajustar cuentas con nadie. No pareca abatido, ms bien alegre; y aunque le saba duro como la piedra, me extra su actitud. Silb, silbamos, y nos remos al aventar con melodas el aura de fatalidad que tema de luto el aire. Hubo un momento en el que los guardias nos daban la espalda y entonces Ed-win me indic la bragueta con su dedo pajarero, sin dejar de silbar melodas canarias. Baj la mirada y en los abulta-dos bajos del vientre de Edwin intu un micromurmullo, un aleteo, un desperezo. Era Espaola, claro, que habitua-da a andar de incgnita, se haba venido a posar en la rama principal del rbol del novio, para acompaarle al ms all.

    Los guardias haban registrado al preso al completo, pero no haban explorado aquella zona baja de la barriga, engra-sada por estalactitas de sudor, la zona favorita de la canaria, a quien subyugaba el olor a nido que encontraba junto al tallo viril, entre los rizos pubianos que tanto le recorda-ban su infancia implume en el nido artificial de las jaulas. El pubis Edwin era su caverna, un espacio disputado a menudo con otro dedo, gemelo al de la mano, pero sin ua ni hueso, un dedo menos juguetn, pero ms ardoroso, al que Espaola acostumbraba a picotear sauda, travestida de pjaro carpintero, para abatirlo entre las risotadas de un Edwin que la dejaba hacer, fascinado con la celosa hembra que no toleraba la rivalidad del pene.

    A las seis de la madrugada del da marcado se lo lleva-ron. Yo permanec cerca de la cmara de la muerte, en un rincn, a las rdenes de los guardias, por si me necesitaban para algn trabajillo extra. Durante los trmites de prepa-racin del artilugio, Edwin se mantuvo inmvil, pasivo e

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    inerte, eso s, silbando por lo bajo, en una sumisa aceptacin de la condena que hel el nimo de cuantos testigos asis-tan a la ejecucin. Tanto que un cursi abogado trajeado no soport la escena de la sujecin con las correas y tuvo que salir a vomitar.

    El reo no ofreca resistencia y se limitaba a silbar. Antes de que le taparan la cara con media capucha, mir hacia mi rincn y gui un ojo que de pupila sealaba la entrepier-na. El tiempo que tard la liturgia lo pas silbando, como si el apuntillamiento gaseoso no fuera con l. Creo que slo yo percib que all, dentro de la cmara de gas, sonaba un do de voces que interpretaba una pieza compuesta para la ocasin.

    El camarn acristalado de la cmara se tupi con una niebla blanquecina que brotaba del cielo raso. Las volutas txicas inundaron en un plazo breve los alvolos de Edwin, que fue inclinando la cabeza hacia el lado izquierdo hasta quedar rgido, como un mueco de guiol. Un hilillo de baba confirm su defuncin.

    Fue entonces cuando sucedi algo extraordinario. A pe-sar de que Edwin haba dejado de boquear y de que pareca muerto sin remedio, por entre las brumas de la sala de la muerte permaneci flotando una meldica sinfona silbada por el alma del muerto, un algo interpretado con un violn sin cuerdas, la secuencia de la misma msica que el muerto estaba silbando al morir.Yo adivinaba que era la Espaola la que cantaba a oscuras junto al blano negro, aguantando el silbo porque el gas txico iba de arriba abajo y todava no la haba alcanzado. La soprano, refugiada en la burbuja de aire que el grandulln haba fabricado en su bragueta, trinaba para ver si Edwin replicaba con el contrapunto, y

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    pellizcaba el escroto con sus uitas para avisar a su pareja de canto de que acudiera al do y no se llamara a andana. Has-ta que al final los vahos penetraron tambin en el hueco donde la canaria trinaba a pecho abierto, con un temblor en los agudos al no obtener respuesta.

    Los testigos de la ejecucin, que ignoraban el truco, ti-ritaron de emocin, mudos, boquiabiertos, despavoridos, hipnotizados por el son mgico de origen incierto que atravesaba las paredes desde ultratumba.

    y yo me alej llorando por el corredor.

    ***

    El viej o asesino pos los recuerdos al pie de la tumbona. El sol pegaba de lo lindo. Por su culpa, los oyentes se haban retirado para cobijarse en las sombras de la memoria y se perdieron el final de la historia. Peor para ellos.

    El gnster jubilado sigui a lo suyo, a echar un pulso al astro rey, a ver quin aguanta ms, si t quemando o yo quemndome.Yal caer la noche, gan la apuesta.

  • Si me quieres, mtame

    Llegaban familias enteras con lo puesto. Huan de los me-rodeadores que andaban de degollina por los pueblos de los oteros circundantes. De dos en dos, de tres en cuatro, las familias de los alrededores atravesaban las callejuelas de la aldea de abajo empujando carritos cargados de bolsas, de paquetes improvisados con sbanas anudadas, de enseres varios, y sealaban su paso con un reguero de lgrimas.

    Contaban y no paraban. Que Ellos eran los cuatro jinetes del Apocalipsis. Que

    Ellos, cobijados en la impunidad de los uniformes mi-litares, manejaban las bayonetas como palillos de dien-tes. Que hacan prcticas de degello con los prisioneros. Que marcaban el territorio con cabezas cortadas. Que violaban a las mujeres en corro. Que adornaban sus co-rreajes con cabelleras. Que haban despellejado al alcalde de la aldea de arriba. Que obligaban a los padres a violar a sus hijas. Ellos.

    Los fugitivos coincidan en que Ellos no tenan ni corazn ni sentimientos humanos. Entre los sollozos entrecortados por hipidos, las palabras dominantes eran desgarro, pezua, cuchillo, dolor, desahucio, bala, paredn, gemido, pesadilla, infierno, talin, degello y muerte.

    Apoyada en el quicio de la puerta, Mara vea pasar a los fugados, conocidos y vecinos de toda la vida, y se pregun-

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  • 32 SI ME QUIERES, MTAME

    taba qu estaba pasando. Toda la vida en paz, mezclados entre s sin reparar en sangres, credos o pieles ms o menos tostadas, y ahora esto. La brisa que bajaba por las solane-ras transportaba hedores a casa quemada mezclados con el tufo dulzn de la carne asada. Por colinas crepitaban a intervalos rfagas, pac, pac, pac, de fusiles que erizaban los pelos.

    A un lado su pequeo observaba el alboroto producido por los huidos. Divertido con el trfago inusual, qu saba l?, y sin perder de vista con el rabillo del ojo a su madre, acab por asustarse y agarrarse al muslo materno en busca de proteccin y de respuestas, mientras Mara acariciaba su cabecita e interrogaba a los transentes para corroborar si era cierto que Ellos no tenan alma.

    A su espalda, semiocultos, agazapados en el sombro zagun, sus ancianos padres permanecan en un ominoso silencio, desamparados como palomos desplumados, carga-dos de aos y de consternacin, los ojos impregnados de incertidumbres, rezando entre dientes para que aquello no fuera real.

    Hasta la cada de la noche aguantaron los cuatro en el umbral, esperando a que l volviera de recoger al ganado. Gracias a dios l, el marido de Mara, era uno de Ellos: les protegera y tendra formado un mejor juicio sobre qu partido tomar.

    La sopa de ajo estaba espesa cuando l entr sacudin-dose el barro de las suelas. De entrada no habl y su cio clarific algunos interrogantes. Su n1irada desviada era la seal de que l, el rey de la casa, estaba al tanto de todo, se senta atado de pies y manos, preso del atavismo, uncido a la raza, pillado en medio de dos fuegos, aturdido en la

  • Sr ME QUIERES, MTAME 33

    encrucijada, cercado por la paradoja, indeciso enganchado al anzuelo tribal, inclinado del lado de Ellos y no de la in-defensin de los suyos. El fondo de sus ojos estaba teido de negro luto.

    Menudo cobarde, pens Mara al escrutar la huidiza mi-rada de su marido; de su parte, est con Ellos por-que es de Ellos. Durante la cena slo se oyeron los sorbos a la sopa y los disparos lejanos. Est claro, no habla porque no tiene intencin alguna de correr riesgos por nosotros, no piensa hacer nada, lo s porque las mujeres vemos con la piel y mi tercer ojo me dice que no, que no.

    Mara era una privilegiada. Con el tercer ojo sobre so sirvi la sopa. Se lo coloc entre los olnplatos para revolotear entre fogones al tiempo que espiaba a su hom-bre con la espalda. A pesar de que los disparos sonaban a la vuelta de la esquina y de que el rugido de los blindados se colaba por las rendijas de las ventanas, l haca caso omiso del bullicio exterior y permaneca callado. Y ella no haca preguntas porque adivinaba de antemano las respuestas. En el banco corrido, los abuelos se arrimaban el uno a la otra, a la espera de que los hijos, es decir, la hija, decidieran. A los postres, l segua encastillado en su mutismo, por lo que Mara cogi el toro por los cuernos y habl. Primero confes su amor por l. Luego, con mano izquierda para facilitar las cosas, le tendi un puente de plata.

    - Por el amor que nos tienes, te lo pido por favor, no permitas que caigamos en sus manos. Antes, mtanos. T puedes.

    Los viejos asentan con una bajada de prpados. Que Ellos practicaban lanzamiento de martillo con prisioneros

  • ~4 SI ME QUIERES, MTAME

    nios. Que les empujaban por delante para que abrieran cauno en los campos minados.

    - Primero al nio, te lo suplico. T sabrs. Procura que no sufra.

    En los buenos aos Mara se haba enamorado de l como una burra. Guapo, era guapo, tena que reconocerlo, muy, muy hermoso, un joven y atractivo Apolo a cuyo paso las 11lujeres torcan el cuello. Pero tambin era un ser pri-mitivo y primario como cualquiera de Ellos, con el instinto por encima de la razn, dominado por su credo y su perte-nencia tnica, un lado negro de su personalidad disculpado hasta ahora.

    - Espera a que se duerma. El nio cabeceaba de sueo, agotado por las sorpresas de

    una jornada tan excepcional. Al decir de sus miradas vacas, los abuelos, segundos en capilla, se resignaban a la fatalidad y la aceptaban con ganas. Mara carg con el cuerpecillo y lo llev al camastro, besuqueando la tibia pechuga infantil que ola a pan y leche. No le desnud, para qu, y al reme-ter al hijo entre las sbanas procur que sus lgrimas no le desvelaran. Apag la luz, estamp en su frente un ltimo beso que le hubiera devuelto al tero si fuera posible y sali dejando la puerta entreabierta. Entr en la cocina a empe-llones contra el espeso silencio que reinaba en ella.

    - Ah lo tienes. Usa la almohada si quieres. Y por favor, que no se entere de nada. Que no sufra. Te lo suplico por el amor que me has tenido y que te tengo.

    Se apoy a continuacin en el hombro de la abuela y empap la rebeca de la anciana con la angustia desbordada por los lacrimales al ver cmo l sala hacia la cuna. Su an-gustia fue a ms porque l tardaba, tardaba, tardaba, aquel

  • SI ME QUIERES, MTAME 35

    asesino tardaba, cosa incomprensible, ya debera estar de vuelta en la cocina pero tardaba ...

    Tardaba, tardaba, tardaba. l tardaba. Intranquila se levant y entr descalza en el dormitorio

    del nio para ver cmo l jugaba con la muerte; no en vano era uno de Ellos y en la masa de su sangre rebosaban la impiedad, la ferocidad y la saa ciega. Su marido, el padre del nio, l, se daba el gustazo de abrir y cerrar el tapn del aliento porque era uno de Ellos; dispona de licencia para matar, estaba metido en el papel y haba olvidado los sentimientos.

    Mara apart al asesino de un manotazo, coloc sus ma-nos sobre el cojn, apret con fuerza y el sdico juego fi-naliz junto con el pataleo del nio. Maldito seas, no vales ni para matar, en qu demonios estara pensando cuando me enamor de un idiota como t? Trag saliva porque de-penda de

  • 1tl SI Mil (JIIII'.IHlS. MTAME

    ll f()st()rescente cerviz.Y no perdi la compostura ni apart ti vista dd suelo hasta el azadazo terminal.

    Al regresar a la cocina tras la infernal tarea, l extra al viejo y Mara le orient con un gesto de la barbilla.

    - Est en la huerta. Por favor, ya sabes. El viejo se haba colocado entre los surcos del arriate de

    cebollinos, con las piernas separadas, cuidando de no pisar los plantones, pues un buen campesino lo es por siempre. Su calva reluca como una linterna, la boina sujeta entre las rnanos. Ofrendaba a su yerno un tembloroso saco de huesos, yerno que encendi un cigarrillo, le peg dos chu-padas y se lo pas al anciano.Y mientras el viejo trataba de calmar el tenlbleque para embocar el pitillo, la coz de la azada manej ada por l hizo aicos la base de su crneo y el hombre se derrumb entre los surcos como hierba segada a guadaa.

    Al ir a recoger la colilla del suelo, el verdugo sinti un pellizco en una zona de la conciencia que no tena. La no-che era un altavoz y los disparos llegaban ntidos a sus odos. Por la puerta abierta de la casa sala una luz amarillenta, como de vela, e imagin a Mara avindose para ir al otro mundo junto a los viejos y el nio. Consumido el cigarro, arroj la azada entre los surcos y a paso lento se dirigi hacia el armero donde guardaba la escopeta y la municin. Se ech el arma y las cananas al hombro, y sin pronunciar palabra ni decir adis sali de casa y enfil el camino de las colinas.

    En vano esper Mara a su verdugo. Durante el sacrificio de los suyos se haba metido en el cuarto de bao y se haba fregoteado con una esponja empapada en colonia. Podra haberse duchado con las lgrimas. Al final, vestida con el

  • SI ME QUIERES, MTAME 37

    camisn blanquirrosa, el favorito de ambos, se arrodill a la espera junto a la mesita de noche, con la cabeza apoyada en la placa de mrmol y la luz encendida para que l no equivocara el camino.

    En vano. Aquel maldito bastardo, hbrido de gallina y gusano, no

    acudi. Falt al contrato, se atarug, es un cobarde, ya lo intua yo, es uno de Ellos, y ahora Mara estaba a los pies de los caballos, inerme ante los torturadores, en la punta de las dagas, a merced de los rufianes, al borde del infierno, con tres cadveres por toda compaa, desolada, desarma-da y ms que muerta. Llor y llor hasta que le pudo el cansancio y se durmi con la mejilla aplastada contra la mesita, enroscada en ovillo, olvidada de su carne mortal. A disposicin de Ellos.

    Al da siguiente se despert aterida. Era el amanecer y ni un disparo ni un ruido de batalla interrumpan aquella maana de aldea. Los gallos marcaron las siete en punto como de costumbre, a impulso de sus relojes circadianos, el sol se levant por el mismo sitio de todos los das, y por el valle slo desfil el aliento suave de la brisa matutina. Paz y silencio.

    Intent ponerse en pie, pero tena las piernas acalambra-das. Palme el hormigueo para calentar las articulaciones y con gran esfuerzo se alz y se asom a la ventana para comprobar que Ellos ya no estaban, dios mo, que se haban ido, virgen santa, que nada quebraba el silencio matinal ex-cepto la algaraba natural de un campo abierto. Dnde estaban Ellos? Dnde l? Dios mo.

    La guerra es campo abonado para los milagros. En ella todo es un sobresalto, las anormalidades son lo nornlal,

  • 1M SI Mfi (~lllP.RP.S. MTAME

    1 ... m~('d()ta lo corriente y lo extraordinario, ordinario. "'lucHa matlana Ellos haban levantado el campamen-to para irse por otros derroteros y el valle y las aldeas de .lbajo haban permanecido intactos. Un milagro. Su ausellcia no tena otra explicacin que la esencia de la

  • SI ME QUIERE\ MTAME 39

    Una primera lgrima asom por una esquina del prpa-do izquierdo un jueves a la hora del insomnio. El viernes, el dolor por lo que haba sido sac otras dos gotas saladas, una por cada ojo. El sbado fue una cascada irrefrenable la que inund su mala conciencia. Desesperado decidi que l, l, debera reconvertirse en un ser humano si pretenda vivir en paz, o mejor dicho, vivir a secas de ah en adelante. Por eso humill la cerviz, sucumbi, desert del salvajismo; carg sus enseres en la mochila y se encamin hacia la noche. En su subida al calvario de la redencin apenas prob bocado y apenas bebi porque un nudo en la garganta bloqueaba el paso.

    Al llegar a la aldea de abajo, cunto tiempo haba trans-currido?, encontr a Mara sentada en el poyo de la antoja-na. N o era la misma. Delgada, oj erosa, paraltica desde haca mil das, mirando sin ver, catalptica, gritando con la boca cerrada, impertrrita, estatuaria.

    Ni la rnir. Dando tumbos por culpa de la debilidad, pas por su lado sin amagar un simple saludo. Y al pasar, mascull un mensaje que son como un lamento.

    - En el huerto. Te espero en el huerto. y se adentr en la casa. Una hora fue el tiempo de reaccin de Mara.Tras despe-

    rezarse y recuperar el control de las extremidades, anduvo por los ensombrecidos pasillos siguiendo las huellas del sol-dado que haba sembrado la ruta con aqu un pantaln, ac un calcetn, all un zapato, acull una camisa.

    Sali al huerto trasero y all estaba l, l, arrodillado en mitad de los parterres, en cueros vivos, como un pollo des-plumado, hincado entre las malas hierbas dueas ahora de un huerto sin cultivo. Haba depositado en el suelo de de-

  • 40 SI ME {JUIERES, MTAME

    lante SU fusil y en la mano izquierda sostena una pistola. Por sus mejillas resbalaban chorros de lgrimas secas, las estalactitas de su afliccin.

    y cuando las zapatillas de Mara entraron en su campo visual, el hombre arrepentido de haber sido un lobo levan-t el brazo izquierdo, ofreci el arma y, sin alzar la cabeza, musit.

    - Si an me quieres, si me has querido alguna vez, por el amor que me has tenido, por favor te lo ruego. Mtame.

  • ".

  • El Abuelo enamorado

    - Ahora que le tocaba a tu hermana cargar con el viejo, ahora, precisamente ahora que ando yo ahogada, se va de vacaciones. Qu cara.

    - No empieces otra vez la cantinela. Recuerda cmo se lo enjaretamos cuando fuimos a la boda de Samuel, y ella no dijo ni po.

    - Oye, si vais a pelearos como costumbre, apago la televisin, que bastante espectculo tendremos con vuestro teatro.

    - T calla y come, tontaina. - O sea que, segn t, tu hernlana no dijo ni po. Como

    si no conociera a tu hermana, menuda urraca. A buenas horas iba a callarse una cosa as. Bien que nos lo restreg por el morro. Y t, nia, suelta el mando o te lo estampo en las narices.

    - Oye pap, y por qu no metis al Abuelo en un asilo y descansamos todos?

    -Calla y come, imbcil, y no te metas donde no te lla-man. De dnde crees que sali el dinero de tu bicicleta?

    - No rias al nio, que tiene razn. Precisamente aho-ra que hay tantas residencias baratas, al seor se le ocurre ocuparse de su padre. Mejor dicho, ocuparme yo, que soy la burra de carga. Hala, la tonta de Carla a lavar los andrajos de tu padre que se lo hace todo por encima. Claro que bien

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  • 46 EL ABUELO ENAMORADO

    mirado, quin sino iba a cargar con el chollo? Como en esta casa soy un cero a la izquierda ...

    - Pero t, bocazas, de dnde hubieras sacado el abri-go de pieles si no hubiera sido por la indemnizacin de mi padre? Los humos se te han subido a la cabeza.Y t, nio, no te muevas de ah y ni se te ocurra tocar el mando.

    - Tocar lo que le d la gana. Nio, haz el favor de bajar el volumen de la tele, que entre unos y otros nos vamos a volver locos.

    -No s cmo te atreves a reprocharle nada a mam.T compraste una a cuenta del Abuelo.

    - Era lni dinero, tonta, y calla la boca que nadie te ha dado vela en este entierro.Y ni se te ocurra tocar el mando.

    - N o era tu dinero, era del Abuelo.Y si quiero apagar la tele, la apago.

    - Pero quin ha enseado modales a sta? - Si tocas a la nia, ve preparando las maletas. - Eso, encima ponte del lado de esta maleducada. Pero

    cmo te atreves a amenazar en lugar de ensear modales a tu hija? Haz el favor de decirle que deje de llorar, que me est poniendo nervioso.

    vete a tu habitacin, que el seor hoy est con la regla.

    - La que a ti se te ha quitado la tengo yo. Y t, enana, vete rpido de aqu o vers cmo duermes caliente.

    - Mam, mam, el Abuelo est vomitando. - Vaya por dios, ramos pocos ... Ahora al Abuelo le da

    por vomitar. Pero hombre de dios, no sabe usted avisar? Mira cmo se ha puesto los pantalones. Est usted tonto o

    '? E' que. ramos pocos ...

  • EL ABUELO ENAMORADO 47

    - Limpia eso y deja de meterte con mi padre. - A ver, seor, espere que hoy va a limpiarle su hijito

    querido. - Como te sigas metiendo con mi padre ... - Si tanto le quieres, coge la bayeta y lmpiale t. - Te vas a comer la bayeta. - Uy, qu miedo con el Tarzn. - Por favor, no os peleis, no lo soporto, pero por qu

    no podemos ser una familia normal? - Mira la cursi. Toma normalidad. - Deja en paz a la nia. -Claro que la dejo, pero la dejo sin huesos. -Como te atrevas ... Al Abuelo no le quedaba ms remedio que habitar de

    prestado en casa de su hijo. Aunque trataba de contrarres-tar la hostilidad ambiental con dosis de paciencia infinita, aquel omirtoso ambiente familiar de motn permanente, fruto del descoyuntamiento afectivo y de un desamor a cuatro bandas, se le atragantaba. Tena que reconocerlo, el polo opuesto al edn era la casa de su hijo. Sobre todo a la hora del almuerzo o de la cena, hora en que el infierno se sola instalar en el centro de la mesa. Alrededor de las viandas y al calor de las sopas se desataban tormentas pro-vocadas por la furia canbal que dejaba sin aliento a unas ratas condenadas a vivir codo con codo, en un recinto en apariencia abierto, pero que en verdad no dispona de res-piraderos. Unos y otros, ambos padres y sendos hijos, se lanzaban a la yugular del prjimo en cuanto lo permita el menor resquicio dialctico. El Abuelo era el cero del grupo. No contaba sino como punto de referencia negativo, pared de frontn, mueco de zarandeo, diana de burla y yunque

  • 48 EL ABUELO ENAMORADO

    de desprecios. Incluso su propio hijo y la nuera solan tra-tarle de Abuelo y de usted para hacerle de menos. Aquellos cuatro rufianes consideraban al viejo un grano en el culo, un mueble ciego y sordomudo, carne de atad, pieza que estorba. Hubiera podido protestar, pero no lo haca porque su queja no era escuchada, y porque si lo intentaba, conse-gua la paradjica respuesta de incrementar las incomodi-dades del secuestro al que estaba sometido a cuenta de la pensin que a primeros de mes ingresaba el Estado en su cuenta de multipropiedad, administrada por el hijo.

    No mejoraba la cosa cuando llegaba el turno de hos-pedarse en casa de la otra hija. All, para reducirle a cero canlbiaban de nltodo: el silencio y la incomunicacin to-tal se encargaban de convertir al viejo en un ser invisible. El menosprecio llegaba al extremo de ignorar su presencia, eludida con habilidad fantasmal a lo largo de das y das de soledad muda, en los que no se tropezaba con nadie por los pasillos de un piso laberntico.

    La vida del Abuelo haba comenzado a discurrir por ve-ricuetos trgicos desde el preciso instante en que el Minis-terio de Fomento se obstin en construir un embalse en el valle de Rioseco, para distribuir agua de riego tierras abajo y obtener paso un poco de electricidad con el salto hi-drulico. Por designio de alta poltica puesta al servicio del bien comn, las tierras de labor de las que l haba vivido, y de las que haba obtenido sustento bastante para sacar adelante a la familia, fueron condenadas a servir de piente a un lago artificiaL La orden ministerial se comport para con su hacienda con una crueldad criminal. Le rob el aire amigo, le priv de los regueros, del olor a aldea, de los vecinos, hizo. trizas el esfuerzo de aos por llegar lejos,

  • EL ABUEW ENAMORADO 49

    aquel frescor del roco a las siete de la maana en las ..... a.J.,lLU.,'.>, agost sus huertos y bloque la portilla de su ranza. Eso s, por la ruina de su mundo fue indemnizado a precio de saldo, y menos mal, pues gracias a los billetes de la indemnizacin obtuvo asilo en casa de sus hijos, ya adultos, ya libres, ya gente de ciudad, ya con la vida montada, que se turnaban al alojarle. Un asilo pagado con el dinero fresco y abundante del Estado, qu poderoso es el Estado!, que le haba resarcido por diplomarle en emigracin.

    Pero en cuanto se consumieron unos primeros das de estancia en compaa de sus inhspitds descendientes que casi no reconoca como suyos, intuy que la muerte iba a ser preferible a habitar en aquel redil de bestias agrestes; que la vida es muerte cuando no es vida y cuando las penas rebosan los lmites del aguante.

    - Quin se ha meado por fuera de la taza del vter? - El Abuelo. Ha sido el Abuelo. -Quin ha roto eljarrn de la sala? - Ha sido el Abuelo. - Quin ha cambiado de sitio mis papeles? - Habr sido el Abuelo. -Quin ha dejado el grifo abierto y ha inundado el

    cuarto de bao? El vrtigo de la gran ciudad haba deshumanizado a

    aquellas fieras en que se haban transformado sus parientes, otrora humanos. El ruido de los coches, de las msicas y de los televisores se colaba de rondn en las relaciones sociales y all nadie escuchaba porque ninguno oa, porque nadie deca, porque todos gritaban, porque nadie atenda, porque nada importaba excepto gritar en vano para que nadie oye-ra ni escuchara ni prestara atencin, porque de continuo

  • 50 EL ABUELO ENAMORADO

    el ruido taponaba los tmpanos opacos de los sordos en el rond.

    Demasiado para las angostas tragaderas de un anciano fuera de nido, educado en el campo, en la cultura de lo menor. Excesivo para un espcimen arqueolgico aldea-no, desorientado en el asfalto abetunado, aunque capaz en campo abierto de seguir por telepata la direccin que tomaban los topos al abrir sus galeras bajo los tapines. Para quien metido en su ambiente agrcola le bastaba arquear los ollares para prever la lluvia venidera o la se-qua en las brisas subibaja de solanas y umbras. Que adivinaba el pedrisco por el tamborileo de las patas de las alborotadas hornligas, y que profetizaba nieve obser-vando las nubes rosas de los crepsculos. Demasiado para un viejo campesino cuyo aperitivo haban sido los brotes comestibles de las matas silvestres, arrancados a ciegas sin errar, para quien tomaba la temperatura a la huerta machacando un terrn con las yemas, que alzaba la voz en la cuadra y vacas y burro se ponan firmes porque llegaba el amo. Que usaba de reloj la lnea del horizonte, de calendario el canto de las aves migratorias, y de toca-discos los cantos dispersos de la fauna salvaje. Que haba tratado de usted a su padre y a su madre hasta que les visti de mortaja. Que siempre haba considerado sagra-dos los domingos y la fiesta del patrn, y que an se rega por las reglas ancestrales de un catecismo aristocrtico no escrito segn el cual los campesinos adquieren el ttulo de reyes del terruo si se mantienen perennen1ente a pie de huerta. Que el sota, caballo y rey de su cada da era el sentirse parte y arte en la trabazn real de la tierra y del universo.

  • EL ABUELO ENAMORADO 51

    Pero todo eso haba quedado atrs, en la maleta de la nostalgia.

    y se haba ido. Lstima. Incluso ella. Ella. Ella era, haba sido, Mara, la Mara, su Mara, su

    mujer, la madre de sus dos hijos, la compaera, la amiga, la cmplice, la reina, la siamesa, el gozo, la gemela, el socio, la amante, el equilibrio, la ternura, la piel, el fuego, el hombro, la soga, la cadena, el algodn, la banda, el seno, el aroma, la novia, el diamante, un canal de agua en el csped del soto, una lluvia de azahar para las horas de'la siesta.

    Justo desde el segundo posterior a la inhumacin de Mara, al Abuelo se le haba apagado la voluntad. La muerte de su costilla haba mutilado su energa vital. Sin ella alIado todo le aburra y por eso no le daba excesiva importancia al hecho de ir por el mundo como un canto rodado, a la espera de qtIe algn piadoso automvil tuviera a bien atro-pellarle mientras cruzaba sin mirar, para qu, los pasos de cebra. Por ello si coma, coma, y si no, no, y no le importa-ba. Si beba, dorma o callaba, dorma, beba o callaba, pero si no, no, y ni un hecho ni su contrario tenan relevancia alguna para l. Hoja seca arrastrada por el viento, papelillo que flota en las esquinas de la plaza, brizna en el agua del arroyo, grano de arena en la cresta de la duna.

    Tan slo manifestaba alguna reaccin negativa cuando su soberbia campesina le rebelaba al verse tratado con aspereza por quienes tenan obligacin de guardarle respeto como mayor en edad y mejor en condicin. Pero el orgullo se le quebraba enseguida. Tena en contra el arrinconamiento al que era sometido en el territorio familiar, el asco que su sola presencia despertaba en su nuera Carla, la crueldad de

  • 52 EL ABUELO ENAMORADO

    los nietos que le asestaban bromas pesadas como mazazos a cuenta de su indefensin, de la artritis y de la avanzada edad que le impedan devolver golpe por golpe.Y tampoco nadie pareca interesado en pedirle consejo ahora que saba de todo un poco. Paradojas de los tiempos.

    Para tragar hiel a oscuras, con la glotis reseca por la im-potencia, sola retirarse al cuartucho trastero que tena asig-nado como suyo, un habitculo diminuto y sin ventilacin donde se senta a sus anchas. Era su zona de rumia, un rea vedada de uso exclusivo gracias al asco que su hedor vetusto provocaba en los miembros de la falnilia, cuya sen-sibilidad olfativa era la nica sensibilidad antropoide de que disponan. En l hubiera deseado quedarse una eternidad, cieguisordimudo, aunque a veces le podan las necesidades afectivas y era entonces cuando se adentraba en el territo-rio de sus consanguneos con alguna pregunta amable o pretextando inters por algo ajeno. La rplica correspon-diente a sus cortesas era indefectiblemente un chaparrn de repulsas y de torceduras de cara, de escupitajos virtua-les o reales acompaados del reiterado deje de molestar, Abuelo).Y por eso no le quedaba otro recurso que regresar a su cuartucho con el rabo entre las piernas, a mascullar maldiciones para su coleto, y a pedir al diablo que le echara una mano y se lo llevara a otro infierno que, bien seguro, sera mejor que lo presente.

    Cada pieza del cuerpo est moldeada por la evolucin para que cumpla con un trabajo al servicio comn cuerpo. Todas las partes de la anatoma animal vienen dadas por milenios de experiencia en ir sorteando los fogonazos que disparan el azar y la necesidad en la batalla de la vida. Las piernas, por poner un ejemplo, han sido construidas

  • EL ABUELO ENAMORADO 53

    para huir de los lobos a zancada limpia. Las manos poseen dedos con yemas curvilneas que acarician la monda de las manzanas que la nariz huele, y los ojos tienen telones para bajar si por los prpados se derrama el sueo. Todos los r-ganos desempean una funcin concreta en la estrateg:La de la lucha por la supervivencia y, como en ello les va la pitanza, se esfuerzan por andar finos y cumplir su misin. El cerebro, una vscera ms, es el rgano diseado para fabricar pensamiento y reflexin en la oscura trastienda del crneo. y le sucede lo que al resto de los rganos, que si se vuelve perezoso y no se utiliza, se atrofia se avera y produce fallos. Para evitar su ruina conviene agitarlo de cuando en cuando, para que se dedique a producir razones y se entre-gue al anlisis, que es lo suyo. El Abuelo careca de cancha social en la que ejercitar el toma y daca de las ideas. El si-lencio o los desprecios como respuesta perenne privaban de zona de ju~gos a su rgano razonador. Por ello su cerebro, al verse sin referentes dialcticos y para no atrofirse con la inaccin, tir de las bridas y torci poco a poco hacia una va alternativa en la que fue entrando a pasitos locos.

    Cuando los relmpagos verborreicos atronaban en la guarida familiar, el Abuelo acostumbraba a huir a su dormi-torio y, sentado en el travesao de la cama, manos enlazadas, piernas cruzadas por las canillas, boina calada, dejaba que el silencio comiera un tiempo que nunca acababa de pasar. En la noche de puerta cerrada, en su cuartucho sin ventanas, el anciano se embobaba con la nostalgia del pasado para que el sufrimiento resbalara por la concha de su indiferencia. La argucia sola funcionar y las horas discurran en un soplo.

    Pero un da, en algn momento, algo sucedi que aloc la zona de su cerebro encargada de lo retroactivo. La pre-

  • ".. 1'.1 AnUI\11I I,NAMOJtA[)O

    SiIl, la soledad y el desamparo haban producido grietas en su luernoria, y fue un instante en que el pasado descarg la fusilera a discrecin desde las trincheras de una conciencia agostada por el desamor.

    - Hoy he estado con Mara. Cometi el error de compartir su alegra con el resto de

    los habitantes de la casa. La felicidad que le haba produci-do haberse tropezado de improviso con Mara, llegada a su encuentro a travs de un correo certificado por la demen-cia senil, le priv de la prudencia debida para desenvolverse entre aquella piara de insensibles, cuya mala leche se poda licuar y vender como combustible. Estaban los cuatro en-zarzados en una rutinaria pelea de su liturgia familiar, siendo el objeto del litigio la cara dura con la que algunos escogan para s los mejores trozos de carne, cuando entr l para re-petir la noticia con su voz anciana, aflautada como de mujer, ajada por la carencia del andamio fnico de testosterona.

    - Hoy ha venido a verme Mara. Estaba muy guapa. Ms guapa que de joven.

    Entre dentellada y dentellada, el coro de hienas haba de-jado por casualidad un parntesis de silencio. No haba sido por educacin ni para ceder al otro el turno de la palabra con urbanidad, sino para tomar aliento y proseguir con los gritos, el rifirrafe y las tarascadas. En ese breve lapso de si-1encio elAbuelo col el nlensaje; qu raro, porque nunca le escuchaban, slo ladraban sin respetar nada. Tan lejos viva de sus propios hijos que le llamaban Abuelo?

    - Mara estaba bien guapa. - El Abuelo est chocheando. - Calla, idiota. A ver,Abuelo, qu ha dicho usted? Repita. - Yo he odo bien lo que ha dicho.

  • EL ABUELO ENAMORADO 55

    - T calla, imbcil, y deja que hable el Abuelo. A ver, Abuelo, repita lo que dijo de Mara.

    Pocas veces haba encontrado ante s a un auditorio tan dispuesto a escuchar. As que no perdi la ocasin de reiterar para sus oyentes el titubeante comunicado de la buena nueva.

    - Hoy por la maana ha venido Mara a verme. -Qu Mara? Parecan idiotas incapaces de apercibirse de lo evidente. -Qu Mara va a ser. La abuela! - Pero Abuelo, si Mara est criando malvas desde hace

    un montn de aos. - Pues hoy por la maana ha venido a verme al cuarto. -Y cmo vena? As? Carla coloc las faldas del delantal por encima de la ca-

    beza para remedar la paoleta de luto con que la abuela en-mascaraba sus canas. Con meneos bufos de cadera se acerc al anciano, repiquete sus costados, toquete su boina y danz junto al suegro despreciado. Pareca una vaca que se contoneaba por una pasarela surreal. Las risotadas fueron tan estruendosas como las discusiones de costumbre, pues risa e ira van de la mano. Por ellas coligi el Abuelo que se haba vuelto a equivocar, que aqul no era un confesiona-rio ni aqullos los confidentes adecuados, que el vertido de su intimidad iba a salir caro cuando aquellas fieras rumiasen el caso y se lo devolvieran embalado en eructos burlones. Sin aguantar el clamor carcajeante se fue de la mesa y to-dava tuvo tiempo de escuchar cmo alguno de los buitres preguntaba con sorna si iba a salir de paseo con Mara.

    Cmo se atrevan a hacer burla de algo tan sagrado? Regres a la intimidad de su cuartucho, cerr la puerta

    y se sent en la triste oscuridad de la tiniebla. La verdad

  • 56 EL ABUELO ENAMORADO

    era que s haba estado con Mara. Es ms, no pas mucho tiempo en el estrecho dormitorio sin ella, pues tan pronto como la reclam, Mara se sent de nuevo a su lado con adernanes de dama auxiliadora.

    Por piedad, Mara haba acudido a pasar un pao mo-jado en ternura por el sarpullido que la mofa familiar ha-ba levantado en la sensitiva piel arrugada del cnyuge. La dulce amante vena trada por el desamparo, por atajos de desolacin y de mugre anmica, y se haba valido para el viaje del deterioro mental del Abuelo, y haba aprovechado la mstica de que cualquier tiempo pasado fue mejor para maquillarse de juventud y devolver a su hombre a los bue-nos aos mozos.

    En la cabeza de los ancianos que guardan en el miocar-dio el definitivo billete de ida se produce un fenmeno curioso. Cuanto ms se arruga su piel en ese prlogo al dejar de ser, ms corren hacia lados opuestos el cuerpo y la memoria. El punto final sucede cuando en el plano es-piritual el viejo retrocumple diez aitos y se hace un nio de caga y mea, mientras que al mismo tiempo, en el plano real e inverso, sus articulaciones se entumecen, sus orificios naturales se tupen y el conjunto corporal cobra el aspecto de un bacalao secado al sol. Detrs de cada enca desnuda y de cada mirada apagada que dormita en el porche de algu-nas residencias para ancianos, se esconde un mozalbete a la caza de mariposas y lagartijas, o una chiquilla de braguilla y lazos rosas, lbil como una rana de san Antonio, que salta a la comba imaginaria. Pero son nios o nias que no sa-len al exterior porque el ordenador central de la conducta se ha apagado, enmohecido, y no permite que el cuerpo se agote en infantiles caprichos sin sentido. El Abuelo se

  • EL ABUELO ENAMORADO 57

    apoy en el hombro de Mara. La miraba de soslayo, arro-bado, con lo que le dejaban ver sus lgrimas de cocodrilo. Mira que ests guapa y reguapa, condenada, que los aos pasan hacia atrs por t.Y el futuro reculaba a pretrito en la novia mujer que, sentada alIado, enjugaba las lgrimas de su mueco mimoso. l, todo hay que decirlo, lloraba por inters, para mendigar piedad con pucheritos fingidos, como un nio herido que ensea la pupa del dedo a su mam. Y forzaba la angustia para comer la sopa boba de los mimos olvidados y olfatear el aroma a clueca que des-prenda el mullido pecho de su novia" guapa, reguapa, que l no se cansaba de proclamar en su cara lo guapa, reguapa, requeteguapa que la encontraba. Zambullido en amores y paranoia, el Abuelo se distraa y no prestaba la necesaria atencin al mundo que le rodeaba, el mundo de verdad, no el de su hermoso delirio.

    y ese desuido le acab matando. El caso fue que sus nietos, la pareja nio y nia de

    orangutanes merodeadores y rabiosos hijos del averno, solan gastarle bromas, por lo general inocuas. Era un juego infantil como otros tantos, pero el Abuelo los te-ma, al igual que tema los das de lluvia en los que el agua obligaba a encerrarse en casa, porque entonces era cuando la pareja de aburridos malandrines rellenaba su murria con bromas cuyo destinatario sola ser el pobre viejo indefenso.

    - Nios, dejad en paz al Abuelo. Era la frmula con la que Carla se quitaba de encima las

    responsabilidades que como madre tena de tenrselas tiesas a las alimaas de su camada. Frmula a la que los pequeos hacan odos sordos, ya est sa otra vez, pues competan

  • 58 EL ABUELO ENAMORADO

    a ver quin ganaba en saa, a ver cul de ellos tena el co-razn ms peludo. Y el viejo pagaba el pato.

    Ese Viernes de Dolores los muchachitos fabricaron un espantapjaros de trapo con aspecto de figura humana. Lo vistieron con falda y rebeca de luto para reproducir la es-tampa de las campesinas que al envejecer estilan ataviarse de negro, el uniforme de la pena, y colgaron al mueco del techo, delante de la puerta de la habitacin en la que el Abuelo rumiaba soledades. Luego se escondieron en el pa-sillo a esperar a que saliera, sonrientes por la que para ellos era una ms, otra de las muchas.

    - Abuelo,Abuelo.Ven, ven, sal, sal, corre, corre. Los tmpanos del Abuelo estaban sordos, slo atentos a su

    Mara. Acunado por los mimos del ectoplasma, tendido en el regazo de su novia guapa reguapa, no percibi al pronto las voces de los rapaces como tampoco haba sentido sus murmullos al preparar la travesura. Por eso, al cumplir el horario de consulta con su psiquiatra de fantasa, levant el culo del travesao de la canla y se dispuso a salir del cuar-to, sin importarle adnde iba, que tanto le daba ir como venir. Abri confiado la puerta y la repentina visin de una Mara anclada al techo y ahorcada de una cuerda roja le desequilibr. Qu coo pinta aqu ese espantajo? Re-trocedi sin cuidarse de dnde asentaba sus pasos, tropez con la alfombrilla, resbal y cay de espaldas. Al dar con el travesao del canlastro se mell la base de su crneo.

    Muchas otras cosas se mellaron tambin en la cada. Co-sas como, por ejemplo, la razn, la brjula reflexiva, el re-gulador del deseo, el traductor de las sensaciones de los sentidos, la memoria locativa, la vlvula del discernimiento, el pedal de la obediencia, el restato de la voluntad, el acu-

  • EL ABUELO ENAMORADO 59

    mulador de la paz, el volante de la ira, los tornillos ajusta-dores de las entelequias, las calderas del afecto, los archivos, las juntas y los aparatos de control que convierten a los hombres en seres humanos.

    No lleg a perder el sentido, ms que nada por seguir la tradicin de que un campesino con buena encarnadura no se desmaya nunca, ya que si su ojo aldeano deja de observar, la mquina de la naturaleza se atasca, las hierbas no crecen, las bestias abortan y el sol sale y se pone a deshora. Tras reptar a ciegas durante una eternidad, alz el esqueleto resoplando como una vaca herida, aturdido por el golpe, y sus jadeos apagaban las risitas con las que los nios celebraban la ha-zaa en el pasillo. Mara, tan solcita siempre, se agach a su lado a cuatro patas y le anim a levantarse. Aludi a sus redaos para encarupanarle y volverle bravo con espuelas machistas, hala, hala, viejo len, mastn garrido, gallo co-rajudo, muvete, levntate, tira para adelante, venga, bribn, que t puedes. Arre, arre.

    Como el aliento no bastaba, a la bella novia se le ocurri la feliz idea de encarnar el anzuelo con un seuelo que el Abuelo no podra rechazar.

    - Ahora tengo que irme, pero te espero en Rioseco. En casa me encontrars, all te espero. Maana hay baile de romera y quiero que seas mi pareja. Adis. No me faltes, torito. Levntate.

    Desapareci, se fue, y el Abuelo sin dudar un segundo se dispuso para acudir a la cita. Se iz. Palp la vuelta de la costura de los pantalones para asegurarse de que el dinero sisado a escondidas segua en su secreta caja de caudales de tela. Meti cuatro cosas en una bolsa de plstico y sin mirar a ningn lado, dando tumbos, sali de la casa de su hijo.

  • 60 EL ABUELO ENAMORADO

    Los zapatos conocan de memoria el trayecto que conduca hasta la estacin de autobuses, que haba paseado a menudo por ese camino nostlgico que le devolva a su pasado. En la ventanilla billete para el autobs de lnea que iba a Rioseco y que no paraba en l porque slo haba apeadero desde la desaparicin del pueblo bajo las aguas del pantano. En un intervalo obligado por el horario, dormit en la sala de espera con el hatillo amarrado al pecho, discreto e in-mvil, atento a que los altavoces dieran el aviso para subir al vehculo. Nadie miraba ni vea ni reparaba en aquel invisi-ble anciano que se dispona a peregrinar por el vertiginoso camino de un sueo enamorado, enganchado al anzuelo de una cita de fantasa.

    Ocup el asiento diecisis, con ventanilla, y viaj devo-rando el aire del paisaje en suaves inhalaciones, a sorbitos yguicos, para que la cercana a la meta de la emocin no alterara el reencuentro. No haba tomado comiscajo alguno y sin embargo no se encontraba hambriento, pues su barri-ga iba rellena de ansiedad y de saliva seca. Las dos horas del viaje le rejuvenecieron. Perciba mejor los olores, respiraba hondo, palpitaba como un nio rey en la procesin de la romera. Reconoci de lejos la Sierra del Hielo, el panora-ma donde sus vacas haban pastado seguidas por l a caballo, de pastor. Nervioso se levant para comunicar al chfer que quera bajarse del autocar en el antiguo apeadero de Rioseco.

    - Pero si Rioseco ya no existe. - Da igual, yo me quiero apear all. - Vale, sintese que ya le avisar. Avanz trastabillado hasta la escalerilla en cuanto el auto-

    car se detuvo en el arcn de tierra. ])io las al chfer,

  • EL ABUELO ENAMORADO 61

    descendi y pleg los prpados para protegerse de la nube de polvo que levantaba el tubo de escape. Carraspe para escupir miasmas y efectu una primera composicin de lugar. Eran las ocho de la tarde. Estaba solo, clavado como un dardo en la diana de sus races, en el punto neurlgico del universo en el que confluan todas las lneas de la ener-ga csmica. El apeadero era un mirador natural, sito en un altozano a cuyo pie se iniciaba el sendero curvo de tierra y grava que descenda hacia el valle. Manuel esper en el re-llano a calmar las sstoles aceleradas por la impresin inicial. Caan las sombras del crepsculo y observ que nada se oa excepto la crepitacin del sol al ocultarse tras la joroba de las colinas. En el silencio del anochecer, la naturaleza tocaba el cornetn e inauguraba la ceremonia cotidiana del cambio de guardia que se realiza de acuerdo con el proto-colo que rige las interacciones entre los seres diurnos y los noctmbulos. A los sones del clarn del atardecer apareci la luna con su falda de conchas nacaradas. Las hierbas es-tiraron sus bocas agostadas por la sed para atrapar algunas gotas de noche condensada en el relente, el terruo ocre se ti con tonos de azulado y se ensaban el suelo de gleba para que las estrellas tuvieran lecho. Y la neblina del ro, envidiosa, form copos de nimbos para confeccionar una almohada a la Osa Mayor.

    Mil veces haba tirado cuesta abajo para ir hasta el pue-blo oculto al fondo de cien recodos, en el culo del valle. Para la mil y una amarr la bolsa de plstico, meti entre los dientes un tallo de avena verde para emular en trapo y en trono a Antonio Vargas Heredia, hijo y nieto de Cam-borios, y tir senda abajo con alegra, que tena por delante tres kilmetros largos; nada para un joven gallo que vola-

  • (,2 EL ABUELO ENAMORADO

    ba pinturero al reencuentro de la gloria. La tarde, yndo-se, apag las luces del aire tan pronto como el rumboso Abuelo recorri al trote el primer tramo con un contoneo de novio con ganas que daba por s solo el aviso de que el torete estaba pronto a embestir. Y poco despus la noche cay de sopetn.

    No le importaba. Manuel conoca al dedillo el camino y adems, en proyeccin privada y exclusiva para su deli-rio, en ese momento amaneca una maana sanjuanina de amarillo luz, como un nimbo solar. La locura senil operaba como el bistur de cirujano esttico sobre su afn de regreso al pasado. Rejuvenecido, diseaba a su frente telones como postales tursticas y pona da donde haba noche, luz donde penumbra y valle ubrrimo donde suelo seco resquebraja-do, el fondo vaco del pantano que Manuel ni quera ni po-da ver. De hecho la espadaa de la iglesia, que haba estado sumergida bajo las aguas desde haca aos, apareca ahora ante los ojos del novio alucinado, en lnea con el borde de la ltima curva, como la torre de una catedral gtica. Lo que significaba que tardara diez minutos en arribar a Rioseco, qu bien, y que dispona de tiempo de sobra para holgar.

    Por eso tom el atajo que discurra por la orilla del ro, atajo pateado a menudo a la caza de ancas de rana, atajo que no atajaba sino que prolongaba el tiempo de disfrute. Mara me esperar sentada en el poyo, a la puerta de su casa. Las hojas de los lamos tamizaban la catarata de rayos solares que el sol, recin salido de la cama, derramaba en brasas sobre el paseante. Con tiempo de sobra por delante, se quit los zapatos para mojar las uas de los pies en la escarcha apresada en los ptalos de las hepticas, un agua medrosa, empapadora y fugitiva que se aupaba a los to-

  • EL ABUELO ENAMORADO 63

    billos del hombre por no evaporarse. Una trucha atltica peg un salto en el arroyo. Manuel lanz con fuerza una piedra plana que peg tres saltos de rana en la superficie de cristal lquido antes de hundirse. Se arremang las perne-ras y holl el lgamo de la orilla para asustar a las gusarapas. Una cerlea liblula aterriz en la visera de su boina, y l confundi sus alas con las lanceoladas hojas de los sauces mimbreras que lloraban sobre la corriente.

    Vaya maana de bandera. La vida bulla como un pu-chero de colores aunque en la realidad todo permaneca inmvil.

    Mara, mira, all est Mara. Mara!, Mara!, y alzaba la mano para saludar con los

    zapatos. En verdad un diablo loco haba instalado en el cerebro

    del galn aquella inexistente maana de primavera. Se tra-taba del mismo demonio que disfruta llevando a los viejos a pasear sin rumbo. Sometido a su influjo, Manuel pateaba las costras resquebrajadas de un lodazal que en su insania vea vergel florido. Iba descalzo, y se dejaba la pelleja a cachos en las rasposas obleas de barro, tejas resecas fabricadas por un asfixiante verano sin lluvias. Ni una flor ni una msera hierba asomaban en el barrizal ahora plateado por la radia-cin lunar, cuya refulgencia destapaba las reliquias de un paisaje antao humanizado, hogao destruido por el aban-dono. Por en medio del secarral serpenteaba el reguero del antiguo ro, el que aportaba agua al vientre de la presa, pero que ahora zigzagueaba cabizbajo a falta de lquido que lle-varse al cauce.

    Al enamorado no le importaban ni la noche ni el erial ni las grietas ni las heridas en los pies ni el agosto ni el yermo

  • 64 El ABUELO ENAMORADO

    ni el secarral por donde caminaba. Estaba instalado en el oa-sis de un sueo, al desierto que le rodeaba y asentado en lo suyo, y pens que un novio sin ramillete de flores es como unas alubias sin guindilla. As que se calz los zapatos y se empe en reunir un ramo. Aqu unas escabiosas que hagan juego con el color de los ojos de Mara. Ac unos martagones parajugar con el rubor de sus mejillas.All unas pimpinelas, unas bocas de dragn y unas neguillas de relleno.

    Al final, el novio de ramo y sonrisa se apoy en la inexis-tente barrera aduanera de Rioseco, a esperar a que el cara-binero de retn izara el mstil albirrojo. A 10 lejos, sentada bajo la parra parasol, la sonriente novia agitaba la mano para otorgar al nlOZO la venia, la bienvenida y la llave del corazn. El galn correspondi levantando el ramo como un trofeo, qu lstima no haber llegado a caballo, al tiempo que por sonrer de felicidad abra tanto las comisuras que la dentadura postiza estuvo a punto de deslizarse por la ranura de la risa. Era imposible que cupiera un gramo suplemen-tario de dicha en los ventrculos del romeo.

    Qu ms se poda pedir? Sin hijos ni nietos ni nueras ni yernos a la vista, el sol

    rutilaba. Mara prometa fiesta con aquel despliegue de p-talos en la boca, la atmsfera inflaba pompas de jabn con transparencias nveas, en el ambiente murmuraba un orfen polifnico de cnticos mezclados, los jilgueros y las chicha-rras en las voces altas, los vencejos y los trepajuncos en los medios, y las urracas y los estorninos en las voces bajas.

    Pero ... A la entrada del pueblo, en el hoyo que haba bajo el

    antiguo puente ahora derruido, haba una charca que el esto no haba podido resecar porque quiz alguna fuente

  • EL ABUELO ENAMORADO 65

    subterrnea la alimentaba a escondidas. El barro almace-nado en ella fren los pasos de Manuel que, al tratar de atravesarla, quebr la costra seca de la cubierta y se hundi. Intent ayudarse de las manos, pero no slo no se liber de las garras del lodo, sino que se embadurn al comple-to y se atoll hasta el cuello. El pantano, posedo de un hambre omnvoro y desesperado tras un largo verano de ayuno y abstinencia, consider desde ese momento que Manuel era su prisionero, un regalo de dios al que suc-cionar las entraas para obtener jugos vitales. El monstruo de barro aprovech los desaforados intentos por evadirse del anciano para rebozarle como una albndiga y dejarle sin fuerzas. No tuvo que hacer fuerza, pues al cautivo no le quedaban arrestos para luchar contra los tentculos del monstruo. Cuantas ms vueltas daba la vctima para eva-dirse, tanto ms favoreca la antropofagia del barro canbal. Al final Manuel solt el ramillete de astillas, el ramo de la novia que le impeda agarrarse a un inasible salvavidas, y se rindi sumergido a medias en el cieno, de bruces, con el fondo de la noche cerrada de testigo, presto a morir de amor, hecho un joven hermoso, un amasijo de pellas que intentaba cruzar el puente de un ro sin puente ni ro, ca-mino de la plaza mayor, en una de cuyas esquinas esperaba Mara, eh, Mara, espera que ya voy), sentada en la anto-jana de su casita de mampostera, de blanco perla la saya, de negro hulla su mirada de nia enamorada, de blancos copos la risa, de negro carbn el pelo enrollado en moo, de blanco virgen la imagen, de negro litro los zapatitos de charol.

    De verde gozo los alisos que daban sombra a los piscar-dos en el ro.

  • 66 EL ABUELO ENAMORADO

    De rojo' sangre las moras que maduraban en las zarzas y las majuelas de los espinos albares.

    De blanco azahar la espuma en las cascadas y el halo que orlaba a la novia.

    De amarillo chino los botones de las clemtides. y el agotamiento fue cerrando sus prpados para evitar

    que se deslumbrara con el fulgor de su espejismo alucina-torio.

    De azul las isatis del borde del sendero y la mirada lnan-tada con la que Mara urga al embadurnado novio a que acudiera ya.

    De gris el tnel del tiempo y el celoso padre de la novia que vigilaba a los trtolos camuflado tras los visillos de en-caje que adornaban la ventana.

    En aquel ao fuera de lo normal, los expertos meteo-rlogos no osaban adelantar predicciones de temperaturas. Se limitaban a decir que el sol se haba vuelto loco, que pudiera ser que lloviera o poda que no, y que como la meteorologa no es una ciencia exacta, para explicar el caso convendra acudir a los refranes. Que la veleidad climtica no pernlta vaticinar de fijo cuando el conjunto entero mudaba por sorpresa.Y especialistas o no, todos aguardaban la sorpresa de que el cielo lograra enmudecer con agua a los agoreros que pronosticaban sequa eterna como castigo a la inmoralidad reinante.

    y fue entonces, mientras el pantano se entretena en devorar al viejo atrapado en su fangal, cuando de repente los grifos de un Nigara se abrieron de golpe y una lluvia torrencial se derraln a mares. Cay de improviso lo que no est en los escritos. Las aguas turbias desfilaron des-bocadas por las torrenteras. Los extremos del cono del

  • EL A.BUELO ENAMORADO 67

    valle enviaron aguas al sediento gaznate del gran embal-se. Los circos de los montes circundantes recogan y sol-taban, recogan y soltaban sin tregua. Al llegar la lengua de la riada a la entrada del pueblo de Rioseco, arranc a lengetazos la croqueta de barro del viejo novio ga-lanteador. La fuerza la embestida se lo llev laguna adelante con la espuma de su frente, como un toro que enrollara una alfombra con los cuernos. El cuerpo del amante loco se encontr trado y llevado a nlerced de los remolinos, hasta que el azar hidrulico lo var junto a una cruz de hierro cuyas aspas oxidadas an sobresalan. La armadura de la cruz enganch los jirones del traje del Abuelo y sujet su cuerpo como lo hara un ancla. y lo que son las cosas, el cadver del viejo alucinado qued encallado alIado de la muerta, de su muerta, pues la cruz corresponda a la tumba de Mara, muerta en el cincuenta y tantos, y el lugar adonde los remolinos ha-ban transportado al bulto era el del antiguo camposanto abandonado de Rioseco.

    Nadie asisti al reencuentro de los amantes. No hubo comitiva, ni siquiera la de los grillos o los petirrojos, pues la tormenta haba obligado a la fauna a guarecerse, que la cortina de agua y relmpagos representaba un autntico prohibido el paso. El torrente y los cielos se bastaron para oficiar de casamenteros en segundas nupcias. De testigos en la ceremonia, arreboles y cnlulos. Ellos maridaron de nuevo a los viejos anlantes en bodas que llegaban ms all de la muerte, con una liturgia en la que truenos, rayos y ciclones se encargaron de la nlsica. mismos y el cielo facilitaron luego a la pareja una feliz luna miel, pues para preservar la intimidad del tlamo echaron por encima

  • 68 EL ABuELO ENAMORADO

    continuas mantas y sbanas de agua y barro. Durante aquel mes no dej de llover ni un solo

    El hijo y la hija, la nuera y el yerno, el nieto y la nieta an siguen esperando a que el Abuelo vuelva a casa. Ms que nada por el dinero de la pensin.

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  • Evita y la transubstanciacin

    Emilio viva en solitario por propia voluntad. N o sopor-taba compaa ajena desde que la hoz de una neumona borrara de la faz del mundo a su Mara, dejndole viudo y juramentado con el

  • 74 EVITA y I.A TllANSUBSTANCIACI6N

    Reunin de pastores, oveja muerta. Slo que aqu la oveja de Navidad sola ser un cochinillo, una cr'"'a de cerdo invitada como men y no de comensal, que asado al horno, al modo segoviano, era la nlarca gastronmica de tal fecha. Lo dejaba encargado cada diciembre a un vecino, un por-quero amigo que por aficin se dedicaba a la cra de cerdos en un chal aledao. Que los criaba a la vieja usanza, sin pienso artificial, slo con restos de comida y desechos de huerta, gracias a lo cual obtena un producto de gran valor spido, tan natural que nada tena que ver con el aplastica-do cerdo de los supermercados. Con el cochinillo asado y unos hatos de verduras cocinadas a la leche se bastaba para alegrar la pitanza y pasar pgina al nefasto da fasto que, a pesar del trajn que implicaba, segua empeado en cele-brar, pues Navidad es slo una al ao.

    La vspera del veinte de diciembre, al igual que cada ao, se acerc por casa del porquero a interesarse por el segundo plato. El criador ya haba apartado para el vecino clien-te un hermoso ejemplar, mejor dicho, una hermosa, que era hembra, una cochinilla rosada como los ptalos de una corregela, una miniatura de gocha que se dej coger, es-coger y transportar en brazos de Emilio camino del horno, confiada, como si los brazos del viejo la hubieran acunado durante toda su corta vida.

    Pag al porquero y durante el trayecto de vuelta cal-culaba a ojo cmo iba a trocearla y a quin le iba a tocar disfrutar la delicia de aquellos lomos hinchados, de aquellos jamoncitos de terciopelo. En el trnsito hacia la casa en la que viva un Emilio ms solo que la una, la cerdita avan-z sin un propsito cierto un prlogo de las exquisiteces que iban a librarle de la cuchilla. No slo se dejaba llevar

  • EVITA y LA TRANSUBSTANCIACIN 75

    mecida en los brazos del jubilado como si fuera un beb, sino que se atrevi a arrimar la minscula jeta por la sota-barba del viejo para lamer, como si fueran miel, unos restos de crema de afeitar, haciendo cosquillas al nuevo amo con maneras de perrita coqueta, mientras a lengetazos bababa las rebabas. Huic, huc, huo), y a Emilio se le aflojaban las piernas con aquel mueco caliente que rebulla junto a su corazn soltero de viejo viudo, con aquella bolita que juga-ba a querer y que estaba empeada en adoptar como padre a un ejemplar de una especie distinta de la suya.

    En cuanto tranc la puerta de la valla de entrada, pos al lechoncillo en el suelo del jardn y el carioso bicho, que ya para entonces se consideraba de la familia, march hasta la puerta de la casa pegado a los talones, restregando el solomillo contra las perneras del pantaln del viejo. Huic, huc, huo>, y se detuvo en el umbral, educado, reclamando atencin, apoyado con las manos delanteras en el escaln, como pidiendo permiso para adentrarse en territorio ajeno, esperando las rdenes del jefe de la piara. Huic, huc, huo), y al poco Emilio sali de la cocina con un bol en las manos, relleno de leche entera mezclada con restos de comida, una ensalada de bienvenida que la gocha agradeci agotando el recipiente hasta las heces. Devorada la pitanza, el animal se dej traer y llevar para conocer su nuevo hogar, hasta que agotada de emociones dio con sus blandos miembros en un colchn de arpillera que haba dispuesto en el zagun su amo, camarero y cocinero, bajo una alambrera de segu-ridad. Huic, huc, huo), rezongaba de placer para agradecer el roce de las uas de un Emilio que, endurecido, sopesaba mediante caricias el globo ventral del husped a devorar, que ya roncaba, esparrancado de felicidad, afollando rum-

  • 7(\ EVITA y LA TllANSUBSTANCIAClN

    hoso, adonnecido por el hartazgo. El adis fue echarle por cnctna una manta, ya que Emilio no quera qudarse sin plato principal por culpa de una pulmona a destiempo, que en dicienlbre el clima se las gasta. La cochina agradeci los desvelos chupeteando el pulgar de su nodrizo Emilio conlO si diera un beso, tributando a su padre adoptivo el trato de gocha madre.

    Aquella noche el viudo se acomod para ver en tele-visin la pelcula de las once, un dramn latinoamericano cuyos actores lloraban de desamor por escenarios barro-cos, un mundo superfluo cuajado de ricos problemticos. En una escena en que la bella sofocaba sus frustraciones amorosas achuchando a un mueco lampio que haca de pastilla tranquilizante, la sugestiva estampa le record, por qu?, al animal que dormitaba en el soportal. Se levant a inspeccionar cnlo se encontraba el ef1mero amigo al que supona repantigado en el sptimo cielo del octavo sueo. y al relmpago luminoso de la puerta abierta, la cerdita se puso a cuatro patas y salud al amigo como si le conociera de toda la vida con repetidos huc, huc, huiD> que reivindi-caban con educacin un asiento oficial en el regazo. Emilio capt al punto el mensaje de la marranilla, estimulado por la propia necesidad de llevarse al coleto de su humanidad, ajada por la edad, algn cascajo de alegra sentimental, unas briznas de quereres con los que baarse en delicias ente-rradas por el desuso. Levant la alambrera y, actuando con sabidura de alumno aventajado de escuela de relaciones pblicas, la gorrina se sali por las aberturas hacia sus bra-zos, mientras con los ojos exiga un hueco preferente al lado del jefe, amo y padre adoptivo y adoptado. Huc, huc, huo> y ya entraba, y mientras se entraba, berreaba en clave

  • EVITA y LA TRANSUBSTANCIACIN 77

    de fa sorda y porcuna hasta que pudo entronizarse en el seno de su pap, huic, huc, huc, y hacerse sitio en el mu-llido silln para calentar el lomo en la tibieza de los muslos de su progenitor nombrado a dedo. Huc, huc, huc y Emi-lio se sorprendi acunando al animalillo y mordisqueando su jeta para corresponder a los lametazos que le arreaba la afectuosa infanta.

    En la cena de Navidad de aquel ao, el segundo plato fue pavo al horno. Un soso ejemplar de supermercado, impor-tado de Polonia, que Emilio rellen con pasas y manzana para animar un peln la sequedad desaborida de unos boca-dos que slo deleitaran a algn sajn ulceroso. El cambio del men tradicional no fue la nica novedad de aquella Navidad. En la mesa hubo un invitado sorpresa, la lechon-cilla que ya para entonces disfrutaba de silla preferente al lado del abuelo y padre. La simptica cerdita pigmea tema asumidas para entonces las reglas de urbanidad de los hu-nlanos y coma lo suyo con parsimonia, con menos avidez que algn nieto glotn de los presentes. Permaneca senta-da al lado de Emilio, limpia y rosada como un cromo, sin interrumpir la chchara familiar ni emitir ruidos groseros, con el rabillo azulado del ojo atento a la frula invisible que su amigo y amo Emilio blanda con la mirada. Sabiendo estar.

    N o tard en desenvolverse por la casa como Pedro por la suya. Encarrilada por una inteligencia prodigiosa, casi de mono, cumpla como la mejor. Por ejemplo, depositaba sus heces con pudor infantil en un apartadijo habilitado por el amo para las ocasiones. Bast que la guiaran una vez al excusado de la oreja para que aprendiese en qu consis-ta aquel ritual humano de abonar en secreto. Cuando le

  • 7H EVITA y LA TRANSUBSTAt"fCIACIN

    acuciaban las ganas, si estaba en un rea reservada, peda horario de retrete profiriendo unos especficos 1(huc, huo> de princesa bien educada, unos gruidos que el maestresala traduca al punto y la conduca al evacuatorio.

    Coma de todo, nunca el no me gusta del nio mimo-so, no haca ascos ni a pelo ni a pluma ni a escama, y era la alegra de la huerta del chal por donde jugueteaba. Se ba-aba en el barro los charcos como un jubiloso jabal,Y a la carrera, como un perro de presa, recoga con los dientes los trozos de madera que Emilio lanzaba para ensearle a cobrar piezas. Nunca morda, antes bien acariciaba de boca, ya que abra el comps de las mandbulas el arco justo para no provocar dao. Si por exigencias de su carcter rumboso se embarraba el cuerpo, no pasaba sucia a los adentros. Es-peraba paciente en el umbral a que Emilio la duchara con la manguera y a que luego le lijara los tocinos con el cepillo de pas, que haca estremecer de placer aquel su cuerpeci-110 muelle.Y agradeca el pulimento con una media sonrisa de jeta ladeada, casi humana.

    Lo mejor era cuando peda regazo. El animalillo necesi-taba calor materno como le ocurre a todo mamfero que, sin excepcin, guarda en la la tibia ingravidez del saco amnitico. Cuando el fro, el miedo al desamor o la nostalgia de la ubre perdida erizaban su piel, la cerda reclamaba mimos y se aproximaba a Emilio. U nos huic, huc, huc modulados en trminos cordiales, unos testarazos suaves en las canillas bastaban para que el hombre enten-