Cuentos contra el Hambre en Centroamérica. "Sueño Lúcido" Autora: María Rosa Cordón Pedregrosa...

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Sueño lúcido /María Rosa Cordón Pedregosa / Nicaragua /Mención especial Me consideraba una mujer sensible, hasta que ocurrió aquello. Desde pequeña fui educada para ser mujer de mi casa, mis hijos y mi esposo. Sabía manejar una casa grande, organizando a empleadas y jardineros. Me creía hábil e inteligente, sabiendo mantener el equilibrio entre la bondad y la estupidez. Siempre lucía lo mejor posible, pues tenía un gusto fino para vestir y Dios me había dado una situación que me lo permitía. Estaba casada con un importante empresario farmacéutico y tenía una hija. Me sentía dichosa de lo que había conseguido en la vida. Esa misma noche tenía que preparar una cena de negocios para mi marido. Venían a casa un asesor extranjero del Ministerio de Salud y su esposa, y quise sorprenderles con un menú basado en platos típicos presentados de forma rústica pero elegante, razón por la cual me encontraba en el mercado de Masaya para adquirir un juego de bandejitas de mimbre. Como venía diciendo, me consideraba buena persona, pero en el arte del regateo podía llegar a ser despiadada. Tenía ojo para elegir lo más elegante, pero, al mismo tiempo, mostrar desinterés, mirar con el rabito de ojo, esperar que el dependiente me ofreciera lo que yo quería, preguntar su precio y poner cara de asombro para exclamar: “¡Es carisisísimo!”. Todo sin perder mi sonrisa y creando un ambiente de distendida cordialidad. Esta mezcla, junto con mis encantos naturales, resultaba infalible ante cualquier tendero. Pero claro, este no era el caso. Lo que tenía enfrente era una tendera que, con sus gruesos brazos en jarra, me vociferó el precio. Entramos en negociaciones, pero finalmente no me quiso rebajar más, apelando a mi conciencia, contándome no sé qué cuento de una vieja ciega que mantenía a sus nietos. El uso de la pobreza y desgracia ajena en una negociación de precios era algo inaceptable, por lo que amablemente le di las gracias y me marché. Esa noche volví a lucir mis dotes de anfitriona. Modestia aparte, la cena fue exquisita. Las empleadas vestidas con trajes típicos nos sirvieron los platos sobre unas lindas bandejitas de mimbre de color madera que terminé comprando en Sinsa Hogar, mientras sonaba de fondo una

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Cuentos del hambre: "Sueño Lúcido". Autora: María Rosa Cordón Pedregosa (Nicaragua). "Mención Especial" en el Concurso de Cuentos contra el Hambre en Centroamérica (2011) promovido por Acción contra el hambre (ACF) Centroamérica a través de la iniciativa AlimentARTE. El cuento forma parte de la Antología "Cuentos del hambre" publicado y distribuido por la editorial Alfaguara. El concurso y la publicación forman parte del Proyecto "Gestión Innovadora del conocimiento sobre hambre y alimentación" ejecutado por Acción contra el Hambre (ACF Centroamérica) en consorcio con la Universidad Centroamericana (UCA), la Asociación Soya de Nicaragua (SOYNICA) y la Asociación Nacional de Productores Asociados (UNAPA) con el financiamiento de la Unión Europea.

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Sueño lúcido /María Rosa Cordón Pedregosa / Nicaragua /Mención especial

Me consideraba una mujer sensible, hasta que ocurrió aquello. Desde pequeña fui educada para

ser mujer de mi casa, mis hijos y mi esposo. Sabía manejar una casa grande, organizando a

empleadas y jardineros. Me creía hábil e inteligente, sabiendo mantener el equilibrio entre la

bondad y la estupidez. Siempre lucía lo mejor posible, pues tenía un gusto fino para vestir y Dios

me había dado una situación que me lo permitía. Estaba casada con un importante empresario

farmacéutico y tenía una hija. Me sentía dichosa de lo que había conseguido en la vida.

Esa misma noche tenía que preparar una cena de negocios para mi marido. Venían a casa un

asesor extranjero del Ministerio de Salud y su esposa, y quise sorprenderles con un menú basado

en platos típicos presentados de forma rústica pero elegante, razón por la cual me encontraba en

el mercado de Masaya para adquirir un juego de bandejitas de mimbre.

Como venía diciendo, me consideraba buena persona, pero en el arte del regateo podía llegar a

ser despiadada. Tenía ojo para elegir lo más elegante, pero, al mismo tiempo, mostrar desinterés,

mirar con el rabito de ojo, esperar que el dependiente me ofreciera lo que yo quería, preguntar su

precio y poner cara de asombro para exclamar: “¡Es carisisísimo!”. Todo sin perder mi sonrisa y

creando un ambiente de distendida cordialidad. Esta mezcla, junto con mis encantos naturales,

resultaba infalible ante cualquier tendero. Pero claro, este no era el caso. Lo que tenía enfrente

era una tendera que, con sus gruesos brazos en jarra, me vociferó el precio.

Entramos en negociaciones, pero finalmente no me quiso rebajar más, apelando a mi conciencia,

contándome no sé qué cuento de una vieja ciega que mantenía a sus nietos.

El uso de la pobreza y desgracia ajena en una negociación de precios era algo inaceptable, por lo

que amablemente le di las gracias y me marché.

Esa noche volví a lucir mis dotes de anfitriona. Modestia aparte, la cena fue exquisita. Las

empleadas vestidas con trajes típicos nos sirvieron los platos sobre unas lindas bandejitas de

mimbre de color madera que terminé comprando en Sinsa Hogar, mientras sonaba de fondo una

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música de Cuerdas nicaragüenses. Lucí bella con un traje blanco corto de Chloe, y mantuve una

distendida conversación con el asesor y su esposa acerca de la imagen negativa de la situación de

salud de mi país que se tiene en el extranjero. ¡Es inadmisible!

Después de la cena y tras darme una ducha templada, me arrebujé entre las sábanas limpias,

mientras mi marido yacía con una rítmica y monótona respiración. Prendí la televisión

sintiéndome satisfecha de mí misma. En la pantalla, un tipo con una sonrisa boba y atuendo

naranja hablaba de la importancia de las buenas acciones para limpiar el karma. Poco a poco me

fui sumergiendo en un gustoso sueño, arrullada por el ruido del aire acondicionado.

En otro espacio, pero en tiempo simultáneo, Jennifer estaba a punto de levantarse. El viento, al

ascender por la ladera del volcán, reverberaba en el zinc creando un ruido ensordecedor, que le

resultaba relajante e hipnótico. Le gustaba cubrirse con una mantita, mientras afuera el mundo

tronaba y se quebraba.

A mí me extrañó no escuchar el sonido del reloj de mi marido. Pausadamente me fui

despertando, sintiéndome ligera y pequeña. Mis ojos se abrieron sin haberlo querido, y vi un

techo cochambroso, con el zinc al descubierto. Me extrañé y me pregunté dónde demonios estoy;

quise incorporarme para averiguarlo, pero ya mi cuerpo tomaba un rumbo distinto al de mis

deseos. Estuve al borde de la histeria cuando vi que mi cuerpo era el de ¡una niña prepúber!

No podía salir de la conmoción. ¿Qué me estaba pasando? ¿Estaba soñando? ¿Por qué era tan

lúcido? Calculé que debían de ser las cinco de la mañana y a esa hora tendría que estar en cama

escuchando los suaves ronquidos de mi marido. Sin duda, debía de estar soñando, mi cuerpo ya

se había incorporado y se movía de un lado para otro sin que yo se lo ordenara. Estaba descalza

sobre un piso de tierra, en una casa hecha de madera y zinc, de lo más destartalada. Grité, quise

despertarme, lo deseé fuertemente, pero no pude. Me di cuenta de que no había nada que hacer,

así que preferí calmarme y ver hacia dónde me llevaba este sueño tan extraño.

Jennifer vivía en una casita situada en las faldas del Mombacho. Había llegado allí con su mamá

y papá dos años atrás. Primero se fue su papá, de pronto y sin avisar, nunca supo el paradero de

él; y luego se fue su mamá a los Estados a buscar trabajo.

Desde entonces vivía con su abuelita y su hermano menor. Como todas las mañanas, se levantó,

se duchó, se preparó para ir al colegio, e hizo lo propio con su hermanito. Antes de salir dio un

beso a su abuela que ya estaba tejiendo el mimbre.

¡Pero qué helada estaba el agua de la ducha!, ya me había desacostumbrado a esto. Tomé una

posición mental de distancia acerca de lo que estaba viviendo, pues físicamente no podía, porque

sentía todo lo que la niña, Jennifer, experimentaba.

Con su hermano cogido de la mano, como todas las mañanas, bajaron por la carretera de

adoquines camino a la escuela. Los autos pasaban desde muy temprano llenos de cheles que se

dirigían a visitar la mítica cumbre de neblinas permanentes.

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Supe en qué lugar me encontraba cuando vi la particular carreterita del Mombacho. Sentí la

mano del hermano pequeño de Jennifer tocando la mía, y me enternecí. Me extrañó que no

desayunaran, pues sentía una bola de vacío que ardía en el interior de su pequeño estómago. Me

reconocí en la mirada de los extranjeros y nacionales que subían con sus coches en dirección al

aparcamiento del volcán.

La escuela era pequeña pero acogedora. A media mañana disfrutaban de un refrigerio, un vaso de

leche de vaca recién ordeñada, que había donado un gringo que tenía su finca cerca. Ese era el

momento en el que Jennifer y su hermano desayunaban.

La clase de la mañana fue imposible, sentía un pequeño fuego en el estómago y no tenía fuerzas.

No podía evitar que se me cerraran los ojos y no oía lo que decía el maestro.

Pero ¡cómo era posible que esa niña fuera así a clase! Cuando mis fuerzas estaban a punto de

claudicar, repartieron la leche, ¡menos mal! El resto de la mañana fue diferente, me sentía

despejada y pude percibir que Jennifer, que estoicamente aguantaba mejor que yo esta situación,

también se encontraba más despierta.

Al mediodía el vaso de leche había desaparecido, y en su lugar había vuelto a encontrar sitio

aquel pequeño fuego. ¡Qué dura se me hizo la cuesta hacia la casa! Admiraba la fuerza que

tenían aquellos dos pequeños, y la responsabilidad de la niña me hacía pensar en mi hija. ¡Qué

madura era Jennifer en comparación! Llegué exhausta y sedienta. Para almorzar había un

Fresqui-Top de limón, un puñadito de arroz y frijoles y media tortilla.

Jennifer, tras servir todo y acomodar a su hermano, comió con ganas. Todo estaba bueno, pero

para mí era claramente insuficiente, así que me quedé con mi fuego a medio apagar. Ella recogió

la mesa, lavó platos y cubiertos, y acto seguido se puso a ayudar a su abuela que estaba tejiendo

mimbre. Yo no podía comprender cómo aquella criatura podía trabajar con ese vacío en su

estómago, ¡si yo me estaba sintiendo desfallecer!

Jennifer disfrutaba mucho de todo lo que le enseñaba su abuela. La señora se vino a vivir con

ellos un año y medio atrás, para cuidarles. Ya hacía varios meses que no sabían nada de su

mamá. La muchacha intuía que su abuela estaba intranquila y preocupada, lo sabía por la

velocidad y furia con la que trenzaba el mimbre. La niña le ayudaba en algunas labores, pero no

tenía todavía la habilidad que había hecho famosa a su abuela, que demostraba sobre todo en el

conjunto de bandejitas de mimbre de distinto tamaño que había tenido cierta acogida en el

mercado.

¡Entonces me percaté! ¡Aquellas bandejitas tan bien acabadas del mercado! Una luz intensa se

hizo en mi cerebro, en mi corazón y sobre todo, en mi estómago, donde el fuego creció

produciéndome un intenso dolor, angustia y tristeza. Sentí hambre, desconsuelo, pero, sobre

todo, impotencia. Durante ese instante vislumbré lo que ocurría y comprendí cómo con mi

elección del día anterior había contribuido a generar aquella realidad. Fue un fogonazo que me

quemó por dentro. Pero ¿por qué estaba viviendo yo aquello? Acto seguido, y como obedeciendo

a este último pensamiento, fui cayendo en un profundo sueño, me sentí nuevamente relajada y

feliz.

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En otro extremo de la geografía nicaragüense ya era de noche. Llovía intensamente en la

comunidad mayagna de Tawan Raya, en el núcleo de la reserva de la biosfera de Bosawás. La

selva guardaba silencio, expectante ante la fuerza del aguacero.

Tras un profundo sueño, poco a poco fui despertando; me sentía pesada, cansada, con un nudo en

la garganta y un vacío en el vientre. Percibía el contacto de mi cuerpo con algo sólido, me di

cuenta de que estaba sentada. Mis ojos se entreabrieron, percibí la penumbra en mi alrededor.

Estaba en una habitación con paredes y suelo hecho de rústicas tablas de madera, sentada en el

piso y apoyada sobre una pared. Pude ver mis piernas morenas y mis pies descalzos, grandes y

callosos. Supe que seguía soñando y me dejé llevar por este mi sueño lúcido, pues sentía una

enorme tristeza y cansancio.

En la casa de Amada había una candela encendida, solitaria luz que se mantuvo prendida toda la

noche en vela por la muerte de su hija menor, la única que le quedaba.

Los escasos vecinos de la chiquita comunidad pasaron a visitarla para darle el pésame. Pero

ahora, en la penumbra de la noche, solo quedaba ella frente al cuerpo de su hija, cubierto con una

sábana blanca.

Delante de mí yacía el cuerpo delgado de una mujer, escasamente alumbrado por una vela.

Escuchaba el fuerte golpeteo de las gotas de lluvia sobre el zinc y el eco que producía entre las

paredes de la casa de tambos. A lo lejos se escuchaba el rumor de un río, ensordecido por la

inclemencia de la lluvia. Dentro de mi cuerpo, de este cuerpo de mujer morena, sentía un enorme

hueco y una terrible amargura que subía desde mi vientre a mi garganta. Mis ojos se nublaron

cuando mi memoria voló hacia recuerdos cercanos.

La hija de Amada enfermó de pronto y ningún curandero de la zona pudo ayudarle. Siempre fue

débil, pues de niña pasó mucha hambre. Aumentaron la fiebre y un intenso dolor en el costado,

así que decidió ir al hospital de Managua. Inició un precario y largo viaje hacia la capital. Amada

no pudo acompañarla, pues no tenían suficiente plata para las dos. Pidió raid al bote de una

organización que trabajaba en la zona y durante dos días navegó río arriba hacia Wiwilí y de ahí,

viajó dos días más en camión hasta Managua. En el hospital le dijeron que tenía una infección

renal, le dieron medicinas y le recetaron más. Pero ya no tenía plata para comprarlas y tuvo que

volver por el mismo camino, con fiebre, el dolor y las manos vacías. A las dos semanas murió.

Visualicé los recuerdos de Amada, sentí el dolor y el vacío de su vientre, mientras un grito se

ahogaba en mi garganta, ante la rabia e impotencia de presenciar y sentir una muerte ¡evitable

con antibióticos! Una muerte silenciosa, como lo es el hambre.

Entonces recordé la conversación con el asesor extranjero y su mujer, y la ligereza de mis

opiniones. Una fuerte luz se hizo en mi cabeza, y un intenso dolor escaló desde mi vientre. Antes

de perder la conciencia, pensé con amargura en mi pequeña.

Desperté sudando en mi cama, mi marido yacía a mi lado con su rítmica respiración. Lloré

recordando lo que había vivido o soñado, y supe que a partir de entonces nada sería igual.

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