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    Necesidades preferencias y derechos

    Dr. Horacio G. Corti

    Facultad de Derecho (UBA)

    Resulta notable observar cómo en grandes tramos de l'a literatura económica se usan

    de manera indiscriminada términos como necesidad, preferencia o deseo. El mercado, por

    ejemplo, se lo entiende en ocasiones como un arreglo institucional para satisfacer

    necesidades; es por tal razón que se lo califica como una institución

    económica,

    pues genera

    una asignación de los recursos escasos para satisfacer necesidades ilimitadas. Menger

    (1985), por ejemplo, entiende que la esencia del fenómeno económico del intercambio

    consiste en la mejor provisión de la satisfacción de las necesidades de las personas

    contratantes . Pero también es presentado como un mecanismo institucional eficiente para

    asignar recursos de acuerdo a las preferencias reveladas. Como señala Arrow (1990), el

    mercado es un mecanismo para amalgamar gustos . Para despejar toda duda en cuanto a la

    ambigüedad indicada, cabe recordar la siguiente frase de Marshall, extraída de sus

    Principies:

    Toda riqueza consiste en cosas

    deseables,

    es decir, en cosas que satisfacen

    necesidades

    humanas ... .

    Al menos intuitivamente hay una distinción clara entre necesidad y preferencia.

    Mientras las primeras se refieren al hombre en su carácter de ser viviente, las segundas son

    una manera elegante de referirse a los gustos. Hablar de necesidades requiere estipular

    algún fin, siendo el habitual la conservación. De tal forma, el hombre en cuanto ser viviente

    necesita de esto y aquello para conservar

    y

    perpetuarse. Y aquello que necesita o requiere

    no depende de su arbitrio, sino de sus peculiaridades biológicas, físicas o anatómicas (Nino,

    1990). Estipulado el fin se reducen las posibilidades en cuanto a la fijación de las posibles

    necesidades. Aún cuando sea dificil o incluso improbable especificar con exactitud las

    necesidades derivadas de la conservación biológica, hay un núcleo bastante obvio que se

    refiere a la alimentación y a la protección frente a las contingencias exteriores

    (enfermedades, clima, virus, daños producidos por los semejantes). Además, cada una de

    tales necesidades es limitada, es decir: satisfacible con una cantidad determinada o

    determinable.

    Es de señalar, de paso, que el carácter limitado de la necesidad tiene una lejana

    proveniencia aristotélica en la distinción entre economía y crematística: hay una especie de

    arte adquisitiva que es naturalmente parte de la economía doméstica

    oikonomia):

    aquella

    en virtud de la cual la economía tiene a mano, o bien procurará encontrar la forma de tener

    disponibles, los recursos almacenables necesarios para la vida y útiles para la comunidad

    koinomia)

    civil o doméstica. Estos recursos parecen constituir la verdadera riqueza, pues la

    propiedad de esta índole que es suficiente

    autarkeia)

    para vivir bien no es ilimitada, como

    dice el verso de Solón 'ningún límite de la riqueza se ha prescripto a los hombres'; a pesar

    de que aquí como en las demás artes

    technai)

    hay límites, pues ningún instrumento de

    ningún oficio

    techne)

    es ilimitado en cantidad y en magnitud, y la riqueza no es sino la

    cantidad de instrumentos utilizados en asuntos relativos a la economía doméstica o en

    política (Austin y Vidal-Naquet, 1986).

    El uso del concepto de necesidad se encuentra encastrado en formas lingüísticas del

    tipo: se necesita .... para ... o es necesario ... para ... , donde el segundo casillero vacío

    acota las posibilidades del primero. Pero también es aceptable construcciones tales como

    sin ... no es posible ... . Con un ejemplo sencillo: se necesitan tantas proteínas diarias

    para conservar la vida , expresión semejante a sin tantas proteínas diarias no es posible

    conservar la vida .

    En resumen: el marco habitual de referencia de las necesidades se organiza en torno

    al hombre en cuanto animal viviente, ya que para conservar la vida se requiere de la

    satisfacción de ciertas condiciones que atañen tanto al cuerpo mismo como al entorno: la

    ausencia de alimento, de agua, un cambio de temperatura, el ataque de otro animal, un

    simple virus, el comportamiento agresivo de otros miembros de la especie, son todas

    situaciones que ponen en peligro la conservación de la vida. Esta constatación ha llevado a

    considerar al hombre como un ser frágil, expuesto, con pocas posibilidades de

    supervivencia. La ausencia órganos de ataque o de defensa, su debilidad ante la intemperie,

    su nacimiento prematuro, lo convierten en una presa fácil, en un juguete de las acciones y

    fuerzas naturales (Gehlen, 1993).

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    Por cierto, ante las restricciones biológicas se alzan las invenciones culturales. La

    necesidad, si bien restringe y limita, también reta y desafía. Lo que no puede hacer una

    mano o un ojo lo hará una herramienta o lo posibilitará una técnica. Pero mientras las

    limitaciones de la naturaleza son universales, las respuestas humanas son variadas,

    múltiples, diversas. El hombre actúa y al hacerlo le otorga sentido a la naturaleza, a los

    otros y a sí mismo (Geertz, 1995). Que esas acciones y sentidos varíen de acuerdo al tiempo

    y el lugar es actualmente difícil de negar. Allí la naturaleza es considerada la madre de

    todas las cosas, un lugar que cobija y que amenaza; allá es obra de la acción creadora de la

    divinidad; acá es objeto de apropiación y de aprovechamiento.

    Pero conservar la vida parece ser una expresión tan amplia como insignificante.

    Basta considerar que el hombre es capaz de sobrevivir a las situaciones más dramáticas y

    que llevan a decir que eso no es vida . Este dicho popular cambia imperceptiblemente el

    significado de la vida, ya que alude a algo más que a la perduración biológica y que puede

    sintetizarse como dignidad. En tales situaciones hay vida biológica pero indigna de vivirse

    en esos términos, a tal punto que la vida indigna deja de ser vida. Si ya es dificultoso

    especificar las necesidades derivadas del carácter viviente del hombre, más arduo resulta

    discernir las condiciones que hacen a la dignidad. ¿Qué se requiere satisfacer para llevar

    una vida digna? Ya no se requiere una cantidad de proteínas en abstracto, sino

    alimentación; ya no protegerse de las contingencias, sino vivienda y vestido. El concepto de

    salud se encuentra determinado por estas dificultades, pues no se encuentra satisfecho con

    la mera perduración de la vida bajo condiciones cualesquiera, siendo en este aspecto un

    predicado de la vida semejante a la dignidad.

    Ahora bien: la dignidad del hombre es un valor, ligado a otros valores y,

    fundamentalmente, a alguna visión más abarcadora de lo que significa vivir y a las que

    calificamos de morales o éticas. Y estas visiones, lejos de surgir

    ex nihilo,

    se encuentran

    enraizadas en las maneras globales mediante las cuales se aprehende el mundo en cuanto

    tal. La dignidad que sólo se logra con la participación en la vida pública, característica

    eminente de la cultura griega clásica y legible en los textos aristotélicos, no es más que un

    momento de una comprensión genérica relativa al qué y cómo del mundo en cuanto tal

    (Arendt, 1993). Con esto quiero expresar que los recurrentes dilemas generados por la

    falacia naturalista (la derivación de los juicios de valor a partir de premisas fácticas) son

    internos a una perspectiva, la que incluye tanto aspectos ontológicos como valorativos. Para

    expresarlo en los términos canónicos: entre el ser y el deber ser hay un lazo conceptual que

    es previo y que engloba a ambos términos.

    La claridad de la comprensión intuitiva de las necesidades se encuentra así rebasada

    de una doble y entrelazada manera. Ya sea por la suplementación que aporta la dignidad, ya

    sea por la variedad de respuestas humanas ante las restricciones de su peculiar estructura

    biológica. En ambos casos está en juego la capacidad simbólica de otorgar un sentido y de

    construir esa segunda naturaleza o prótesis que es la cultura (Bruner, 1991).

    Sin embargo, aquella comprensión intuitiva no surge de alguna evidencia

    incontaminada, pura si quiere. Es un síntoma de un esquema o perspectiva, dentro de las

    cuales deviene inteligible. No es azaroso que las circunstancias que motivan el considerar a

    las necesidades como relevantes sean situaciones que choquen frente a convicciones

    arraigadas. Situaciones que por su habitualidad llegan a convertirse en un elemento más del

    paisaje humano, aunque sin perder su connotación escandalosa o repugnante. La

    desnutrición, la mortalidad infantil, la muerte por enfermedades evitables, el trabajo de los

    niños, la mendicidad, la precariedad y tantas otras situaciones que hacen a la miseria del

    mundo. Semejante destrucción de la vida humana en cuanto tal, que dota de realismo a los

    más oscuros y exuberantes frescos narrativos, torna relevante una noción tan evasiva como

    la de necesidad; evasiva, por lo visto, al diluirse su supuesta naturalidad biológica en las

    variadas maneras (culturales, históricas, mudables) mediante las cuales el hombre se da

    sentido a sí mismo.

    La problemática de las necesidades se juega entre la claridad manifiesta de la

    experiencia cotidiana y el enrarecido ambiente que surge al tratar de conceptualizarlas.

    2

    No es preciso indagar más en estas dificultosas cuestiones para percibir que las

    necesidades no ocupan un lugar relevante en el mercado en cuanto institución social. En un

    mercado se enfrentan agentes que ofrecen bienes y agentes que demandan. Estos últimos

    demandan bienes de acuerdo a sus preferencias o gustos pero bajo su restricción

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    presupuestaria. No cualquier gusto tiene significación mercantil, sino sólo aquellos que se

    encuentran respaldados por poder de compra. Se supone que los oferentes se guían por las

    demandas de los consumidores, los que a su vez se supone que maximizan la satisfacción

    de sus preferencias. Es así que un producto que no figura en las preferencias de los

    consumidores no será vendido, su precio descenderá y su oferente desplazado. Dado que los

    oferentes buscan maximizar sus ganancias ellos tenderán, inevitablemente, a ofrecer aquello

    que permita realizar tal fin. De tal forma, qué se ofrezca (qué sea puesto a la venta en el

    mercado) dependería de las preferencias de los consumidores (siempre respaldadas por el

    poder de compra respectivo), los que al elegir orientarán el tipo y cantidad de los bienes

    ofrecidos. El título de soberanía del consumidor resume adecuadamente esta situación.

    Pero que haya preferencias satisfechas no dice absolutamente nada en cuanto a la

    satisfacción de las necesidades. En todo caso, lo que habrá serán coincidencias; es decir:

    algunas de las preferencias podrán entenderse como expresión de necesidades, las que serán

    satisfechas no por ser tales sino en tanto y en cuanto lo permitan las restricciones

    presupuestarias de cada cual.

    El esquema precedente, basado en la noción de preferencia en vez de la de

    necesidad, es el que refleja más adecuadamente la visión económica habitual. Aún más,

    debido a las innumerables perplejidades a las que condujeron términos como utilidad o

    placer en cuanto hipotéticos índices mensurables de satisfacción, el término preferencia se

    encuentra desligado de cualquier connotación psicológica (y por añadidura biológica o

    fisiológica), quedando reducida al hecho mismo de la elección. Que un bien sea preferido a

    otro sólo significa que, ante la disyuntiva, el primera será elegido en vez del segundo

    (Ferguson y Gould, 1977). Es así que en las presentaciones axiomáticas corrientes se

    considere a la preferencia como una noción relacional primitiva y cuya única consistencia

    es el signo lógico que se escoja usar, sujeto a las axiomas decididos en cada caso, por

    ejemplo los axiomas intuitivamente razonables de comparación, coherencia, dominación,

    convexidad, etc. (Newman, 1972).

    En definitiva, en vez de asumir la complejidad inherente a las necesidades, la teoría

    económica se consolidó sobre la base de la vaciedad formal de la preferencia.

    3

    Diversos estudios de historia económica nos muestran que la institución mercantil se

    originó al contacto entre diversos pueblos o culturas. Es decir: el comercio exterior precedió

    al comercio local (Polanyi, 1976; 1994). Sólo cuando un grupo humano consideró que

    había un excedente respecto a la satisfacción de lo que consideraba sus necesidades, es que

    realizaba acciones de intercambio. Lo cual no significa, a su vez, que fuera el ánimo de

    obtener una diferencia (una ganancia) el móvil de esa acción. La imagen de Adam Smith de

    una propensión natural al intercambio no pasa de ser un mito moderno, una extrapolación

    de ciertos rasgos de nuestra cultura al misterioso ámbito de la esencia humana (Brenner,

    1989). Muchos han sido los móviles que han llevado a realizar intercambios, donde se

    destaca la preeminencia del prestigio y del honor, actitudes que no se corresponden a un

    universal afán de lucro. La práctica del potlash, destacado por Malinowski, Mauss y tantos

    otros antropólogos, es suficientemente conocido.

    Por contraste, la cultura contemporánea se caracteriza por una expansión de la

    institución mercantil. No se intercambian los excedentes, sino que para obtener cualquier

    bien se requiere efectuar un intercambio previo y, por ende, disponer del poder de compra

    suficiente. Los oferentes tampoco llevan al mercado sus excedentes, sino que producen para

    vender y, por ese medio, obtener un rédito. No se trata, entonces, de agentes que

    intercambian sus excedentes, sino de oferentes que se dedican a vender y de agentes que sin

    algún intercambio no tienen qué consumir.

    La pregunta obvia es la de cómo se obtiene dicho poder de compra. El problema no

    se le presenta a aquellos personas que logran autoabastecerse y que, por ende, no requieren

    realizar transacción alguna para satisfacer sus preferencias. Esto es: ¿cómo obtiene

    capacidad de compra aquel individuo que no está en condiciones de abastecerse a sí

    mismo? La respuesta es obvia: trabajando. Es decir, vendiendo a otro su capacidad vital. Lo

    cual implica que para satisfacer sus preferencias hay individuos que tienen que realizar un

    intercambio previo y más básico que los restantes: ofrecerse a sí mismos como objeto de

    intercambio.

    Este intercambio tiene caracteres singulares. El vendedor de tomates, por ejemplo,

    es independiente de la mercancía que ofrece. No sucede lo mismo con el vendedor de su

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    actividad continuada, que se desarrolla en el tiempo. Mejor dicho, es una modalidad de la

    vida misma, de su subjetividad y de su transcurso temporal. Los mismo sucede desde el

    lado del consumidor. El comprador de tomates obtiene del vendedor sólo la mercancía

    objetiva y nada de él mismo. El comprador de capacidad de trabajo, en cambio, obtiene un

    poder sobre el bien que compra: el trabajador en cuanto tal. En este sentido la soberanía del

    consumidor de tomates es de otra índole que la soberanía del comprador de fuerza de

    trabajo. Dado que es el consumidor el que orienta la oferta será el que ofrezca su trabajo

    quien tendrá que adaptarse a las preferencias de los consuidores. Es decir: tendrá que

    modificarse a sí mismo para lograr ser deseable por algún consumidor (reconvertirse, de

    acuerdo a la deslucida jerga contemporánea). Dado también que el precio que se pueda

    obtener por el bien que se vende depende de la cantidad de oferentes, nada asegura que lo

    que obtenga le permita satisfacer sus preferencias (el bien que ofrece -él mismo y sus

    capacidades- puede ser tan abundante que su precio sea irrisorio). Para obtener poder de

    compra se requiere ofrecer la capacidad de trabajo, pero el poder de compra que se obtenga

    no tiene relación necesaria alguna con el que a su vez se requiere para respaldar las

    preferencias que originaron el proceso.

    Cabe decir, entonces, que la institución mercantil no sólo es indiferente respecto a

    las necesidades, también es ajeno a las preferencias no respaldadas en términos de poder de

    compra. Y esto no se debe a ninguna imperfección o falla de la institución, sino a los rasgos

    que la definen.

    ¿Qué sucede con las necesidades en una cultura mercantilizada donde, como señala

    Samuelson con claridad, todas las cosas tienen su precio ? La respuesta es sencilla: sólo

    son satisfechas las necesidades que coinciden con preferencias respaldadas con poder de

    compra. Y esto significa,

    ceteris paribus,

    que la conservación de la vida humana es una

    variable dependiente del poder de compra o, en definitiva, de la cantidad de recursos que

    dispone cada ser viviente.

    En virtud del carácter históricamente marginal de los mercados, su generalización

    conlleva la destrucción de otro tipo de instituciones. Mercantilizar significa transformar

    instituciones. La historia europea nos lo muestra: eliminación de gremios, pérdida del poder

    eclesiástico, desapoderamiento de tierras. Y si se toma nota que las instituciones son un

    momento de una cultura, transformaciones institucionales de envergadura son también

    revoluciones culturales. Máxime en este caso, donde se requiere una modificación de las

    actitudes subjetivas así como de la manera misma de entender la naturaleza. Tal como

    señaló Polanyi (1992) con énfasis: ni la tierra ni los hombres han sido creados para

    intercambiar; es preciso convertirlos en factores de producción. O en otros términos: hay

    que tratarlos ficcionalmente

    como si

    fuesen mercancías. Por otra parte, el ánimo de lucro no

    es una actitud natural sino adquirida, fruto del aprendizaje, las costumbres y los hábitos

    culturales.

    Polanyi señala otra actitud que es requerida por las instituciones mercantiles: el

    temor a la miseria. Esta es la actitud del que ofrece su capacidad de trabajo. Mientras que su

    comprador es impulsado por el afán de lucro, el que ofrece la capacidad de trabajo intenta

    huir de la miseria (de lo contrario ¿cómo se aceptaría realizar tareas en muchos casos

    desagradables, autodestructivas o remuneradas de manera miserable? -sin duda: si la opción

    es nada, tales trabajos son invalorables). Y la miseria es un término que sugiere indignidad,

    es decir: estar en condiciones de vida indignas. Por cierto: lograr venderse a sí mismo no

    asegura el huir de la miseria. Mientras que el consumidor de fuerza de trabajo está

    impulsado por la satisfacción expansiva de sus gustos, el que la vende hace lo suyo bajo la

    presión de la necesidad vital. Que aquí se cuele la noción de necesidad no deja de ser

    extraño y a la vez verosímil.

    Pero en semejante transformación histórico-cultural se crea una red de instituciones.

    La complejidad de un mercado requiere para subsistir en cuanto tal un conjunto de

    instituciones conexas: asegurar la propiedad, la seguridad, el tráfico y la circulación de

    bienes (Eggerston, 1995). No se trata, por cierto, de instituciones tendientes a compensar

    hipotéticos disfuncionamientos de los mercados alejados de la normalidad, sino

    imprescindibles para ese normal desenvolvimiento.

    Estas indicaciones son relevantes, pues nos recuerdan que la institución mercantil es

    el resultado de acciones humanas, el fruto de una mutación institucional deliberada o, al

    menos, todo lo deliberada que puede llegar a ser una transformación humana. Es más, la

    conformación de mercados nacionales fue el resultado de múltiples acciones y eventos,

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    ocupando un lugar destacado la concentración de poder que caracterizó a los Estados

    absolutos. El absolutismo europeo, en cuanto expresión de las unidades nacionales, fue un

    factor decisivo para la instauración de las instituciones mercantiles. Que entre los mayores

    defensores del absolutismo se encuentren los discípulos de Quesnay, protofundadores del

    moderno saber económico, es un hecho de por sí revelador (Bobbio, 1987). En una palabra,

    la mercantilización es un proceso no sólo político sino jurídico-estatal.

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    La cultura contemporánea además de encontrarse mercantilizada también se

    autocalifica a sí misma de liberal. Esto significa que cada individuo goza de un conjunto de

    derechos que no deben ser lesionados por los individuos restantes. Los derechos, al ser

    correlativos de deberes, restringen las preferencias de los individuos: hay preferencias cuya

    satisfacción se encuentra prohibida. Deja entonces de ser claro el lema

    de gustibus non est

    disputandum,

    pues hay gustos que se encuentran descartados. Y para evaluar qué descartar

    es preciso comparar, disputar o, para emplear un término al que es afecto el liberalismo,

    deliberar. Que un gusto se encuentre jurídicamente prohibido significa que de realizarse el

    acto indebido se hará efectivo un daño (o sea: una sanción respaldada por la fuerza).

    La base para atribuir derechos es una visión del hombre de forma tal que dañar sus

    derechos implica herirlo en su dignidad. El argumento básico es el siguiente: los hombres

    merecen respeto y esto significa reconocer sus derechos. Y dado que todos los hombres

    merecen respeto, a todos los hombres se le atribuyen iguales derechos. La cuestión radica

    en determinar cuáles son los derechos que, distribuidos de manera igual, hacen a la

    dignidad del hombre. La doctrina liberal eleva a un primer plano el derecho a la autonomía:

    el autodesarrollo individual. En términos que evocan los textos de Mill (1970): cada

    hombre tiene el derecho a elegir y materializar el plan de vida de acuerdo a su propia

    concepción del bien (Nino, 1989). El único límite a respetar es justamente el derecho de los

    otros. Se trata del derecho a la privacidad.

    Es claro que para estar en condiciones de elegir y materializar un plan de vida se

    requiere satisfacer una serie de requisitos. Estar con vida, disfrutar de cierto estado de salud,

    de educación, poder desplazarse, no estar sujeto a las contingencias de las fuerzas naturales,

    tener un lugar donde habitar. Asegurar el derecho a la privacidad implica asegurar las

    condiciones para ejercerlo.

    Parece razonable remitir los planes de vida a las preferencias y sus condiciones a las

    necesidades. De esta manera: asegurar la realización de las preferencias lícitas implica

    satisfacer un conjunto de necesidades. Esto parece lógico, pues sin un conjunto de

    necesidades satisfechas no resulta posible ni elegir ni materializar un plan de vida. De ahí

    que el sistema liberal de los derechos pueda presentarse en dos planos estrechamente

    ligados: el derecho a la autonomía (el derecho fundamental ) y los derechos que aseguran

    sus condiciones (los derechos básicos ). Todos estos derechos generan deberes

    correlativos, tanto de los individuos como del poder estatal.

    El pensamiento liberal supera a su manera la estrechez del punto de vista biológico

    de las necesidades, al especificar a éstas en tanto condiciones requeridas para elegir

    materializar planes de vida. Los derechos básicos protegen situaciones y bienes cuya

    ausencia menoscaba la autonomía de los individuos. Para emplear el léxico constitucional:

    la igualdad de oportunidades para el desarrollo individual exige asegurar la igualdad en el

    ejercicio y goce de los derechos básicos (artículo 75 de la Constitución reformada). En este

    marco cobra relevancia la clásica definición de libertad en cuanto no sujeción a la

    necesidad. Si la libertad se entiende como autonomía, el aseguramiento de los derechos

    básicos deviene la base inequívoca para posibilitar el ejercicio igual de la libertad.

    Se aprecia el nuevo problema que se presenta: cómo conjugar una sociedad

    mercantilizada y a la vez liberal, pues las instituciones mercantiles no aseguran derechos

    (ya sean básicos y menos aún la autonomía individual) sino algunas preferencias. Y

    mientras que los derechos se atribuyen de manera igual a todos los hombres, las

    preferencias que se satisfacen dependen de los desiguales poderes de compra. O, si se

    quiere abreviar la fórmula, tales satisfacciones dependen de las diferencias de poder.

    5

    Además de liberal la cultura contemporánea se autocalifica de democrática. Se trata

    aquí de un principio que le otorga legitimidad a ciertas decisiones fundamentales que

    atañen al conjunto del grupo humano de que se trate. De acuerdo a la divisa clásica, el

    poder viene del pueblo y no de Dios. Es el pueblo (el conjunto de los hombres asentados en

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    organizarse. Una institución se califica de democrática si las decisiones son tomadas con

    participación de todos sus miembros. En el caso de una institución compleja y

    representativa, será democrática si y sólo sí los representantes son elegidos por todos sus

    miembros. Elección, periodicidad y control son rasgos elementales que hacen a las

    instituciones democráticas modernas.

    Las decisiones fundamentales se encuentran plasmadas en la Constitución del grupo

    de que se trate. La tradición democrática entiende que el pueblo es el sujeto del poder

    constituyente. De ahí que las Asambleas que dictan las Constituciones deban ser electivas

    para ser caracterizadas como democráticas. Al respecto, hay que notar que las

    Constituciones contemporáneas son tanto democráticas como liberales. Lo primero al

    organizar el poder estatal. Los órganos que se crean, ya sean Parlamentos o Poderes

    Ejecutivos, son electivos, con cargos acotados en el tiempo y representativos del conjunto

    de los ciudadanos. Lo segundo al declarar un conjunto de derechos que deben ser

    asegurados por tales órganos, circunstancia que constriñe las posibilidades decisorias de los

    órganos aún cuando su respaldo sea mayoritario. Es habitual designar a un Estado liberal y

    democrático como un Estado de Derecho, en oposición a un Estado despótico y autocrático.

    Ahora bien, si las decisiones fundamentales son tomadas de manera democrática,

    caen dentro de su ámbito las relativas al tipo, grado, alcance y caracteres de las instituciones

    mercantiles. Qué se intercambia y qué no, qué tiene precio, quién está en condiciones de

    intercambiar y en qué condiciones, son todas decisiones fundamentales en cuanto a la

    organización de la sociedad. Decisiones que se expresan en prohibiciones, obligaciones y

    facultamientos.

    Esta doble autocalificación agrava aún más las cosas, pues ¿cómo se conjuga una

    sociedad mercantilizada con la pretensión de organizarse como genuino Estado de

    Derecho?

    6

    Es notorio que el mercado no es una institución que asegure derechos. Ella es apta

    para satisfacer algunas preferencias: las respaldadas con poder de compra. Éste puede

    obtenerse de varias maneras: apropiación originaria, herencia, venta de la capacidad de

    trabajo. La cuestión es que aquel que sólo tiene su capacidad de trabajo (es decir: que es él

    mismo sin otro tipo de bienes) depende para subsistir de encontrar a algún comprador de la

    misma. Y encontrar un comprador no es un hecho asegurado.

    De ahí que la realización efectiva de un Estado de Derecho requiera de mecanismos

    no mercantiles que permitan satisfacer las necesidades. La razón es obvia, pues de no

    instrumentarse los mismas no resulta posible asegurar la conservación de la vida de

    aquellos individuos que no logran enajenarse a sí mismos (y la de aquellos que, aún

    enajenándose, no obtienen lo suficiente corno para satisfacer sus necesidades). La cuestión

    es más grave, en tanto el bien que protegen los derechos no es sólo la conservación de la

    vida biológica, sino la vida humana en condiciones dignas.

    Para completar el cuadro hay que introducir otro elemento de peso. Si se no se

    limita la soberanía del consumidor de naturaleza y de hombres, nada obstruye a la

    degradación progresiva de una y otros. El hombre que pone a su disposición su capacidad

    de trabajar se otorga a sí mismo: su fuerza, su actividad, su tiempo, su vida en definitiva. Y

    la tierra cono factor de producción no es más que la naturaleza en la cual el hombre vive.

    Una comparación puede ser ilustrativa de la diferencia cualitativa aquí concernida. El uso

    de una máquina implica su desgaste y depreciación, incluso la posibilidad de su rotura. Una

    máquina estropeada afecta a la propia máquina y a la unidad de producción. Pero estropear

    al factor trabajo afecta al hombre en cuanto tal. En la contabilidad de la unidad de

    producción todos sus insumos se reflejan de manera homogénea en términos monetarios, no

    incidiendo en modo alguno semejante diferencia cualitativa. Tanto los salarios como los

    bienes de uso o de capital se expresan en unidades monetarias, en números. Los mismo

    sucede en la función de producción, que combina cantidades comparables de capital y de

    trabajo para la maximización del rédito. Y si se acepta que el móvil del agente que consume

    la capacidad de trabajo de otro es la maximización del beneficio no forma parte de su

    cálculo, por carecer de sentido alguno, este aspecto cualitativo de la vida humana. En todo

    caso, el aspecto deviene relevante de acuerdo a las condiciones existentes en cuanto a la

    oferta de hombres. Si ésta, por el motivo que fuese, es abundante, la degradación de cada

    unidad laboral (un trabajador) es fácilmente reemplazada por otra (otro trabajador).

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    En los últimos siglos es posible advertir dos procesos de diferente índole. Por un

    lado, la creciente expansión de las instituciones mercantiles. Esto es: la progresiva

    conversión de cualquier objeto en un bien intercambiable. En el vocabulario de los juristas

    romanos esto importa la progresiva reducción de los objetos

    extra commercium.

    En otro

    lenguaje: esto importa la generalización del carácter de medio. Todo es un medio para otra

    cosa; incluso el transcurrir de la vida, que deviene un medio para obtener poder de compra.

    No hay postulado más extraño a la institución mercantil que el enunciado por Kant (1971),

    arquetipo del ilustrado pensamiento liberal del siglo XVIII: trata a todo hombre como un

    fin en sí mismo y no como medio.

    Si el primer proceso histórico moderno es la expansión de la institución mercantil, el

    segundo es la defensa que han articulado los hombres ante semejante expansión. Defensa en

    definitiva de sí mismos y del ambiente natural en el que se despliega la vida humana. De

    ahí que ella se materialice como limitación de la soberanía de los consumidores de hombres

    y naturaleza. Como la soberanía es poder, estos dos procesos no se han desarrollado sino

    como conflicto de poderes. En el límite: como conflicto de fuerzas, de violencias, de

    enfrentamientos físicos entre hombres armados. Pero recordemos que el establecimiento de

    los Estados nacionales y la transformación institucional y cultural correlativa no fue

    precisamente un proceso pacífico y menos aún armonioso. Y el poder, la capacidad de

    obtener obediencia del otro, si bien es un rasgo inherente a cualquier relación humana (y

    por lo tanto a las relaciones de intercambio), es extraña y sutilmente ignorado por la teoría

    económica convencional, como si fuera una dimensión erradicable sin afectar el análisis.

    En fin, la lenta conformación de un derecho del trabajo y del medio ambiente (el

    primero desgajado del derecho civil y mercantil, el segundo del derecho administrativo) son

    el resultado frágil y precario de semejante conflicto.

    7

    La tradición liberal intenta resolver este acertijo sin renunciar a la visión del hombre

    que la constituye en cuanto tal. La vía para ello, en apariencia paradójica, se basa en su

    justificación del derecho de propiedad (Nino, 1992). Este derecho es de un tercer tipo, no

    reducible a las dos categorías señaladas: el derecho fundamental y los derechos básicos. El

    contenido del derecho de propiedad individual es el uso, disposición

    y goce de ciertos

    bienes. ¿De qué bienes? De aquellos que son requeridos para asegurar el cumplimiento de

    los derechos básicos y, por ende, de la realización autónoma del individuo. En una

    interpretación radical esto significa que cada individuo debe tener asegurado una cantidad

    suficiente de bienes, es decir, asegurado su carácter de propietario. En otra versión, la

    ausencia de propiedad no debe ser un obstáculo para el ejercicio de los derechos. Juega aquí

    uno de los aspectos del principio de igualdad en tanto no discriminación. Así como a todos

    los individuos se les debe reconocer un conjunto de derechos con independencia de su sexo,

    religión o pensamiento, también se les debe reconocer esos derechos con prescindencia de

    la cantidad de bienes que posean. Pero una u otra interpretación impone una redistribución

    de los bienes existentes.

    Es así que las políticas distributivas son un rasgo característico de la tradición liberal

    y no, como a veces se arguye, su conculcación. Por tal motivo no es extraño que el

    principio de capacidad contributiva, que legitima la tributación con efectos distributivos,

    sea un lugar común de los sistemas jurídicos liberales (Corti, 1997). De acuerdo a

    semejante principio, la tributación debe aumentar su intensidad a medida que aumenta la

    riqueza, por ejemplo la renta. A su vez, la capacidad contributiva es igual a cero cuando las

    rentas sólo alcanzan a cubrir las necesidades básicas (Moschetti, 1970). Incluso, de acuerdo

    a la propuesta de Friedman de un impuesto negativo a la renta y acorde al principio, el

    impuesto debiera convertirse en un ingreso a medida que disminuye la renta más allá de la

    capacidad igual a cero.

    8

    El precedente es un contexto posible y a la vez plausible para enmarcar la cuestión

    del desempleo. El desempleado es un ser humano en condiciones de trabajar pero sin

    trabajo. Pero también es aquel que sin ese acceso al trabajo carece de medios para conservar

    su vida (menos aún su vida en condiciones dignas). Es alguien que carece de medios no

    sólo para respaldar monetariamente sus preferencias sino para satisfacer sus necesidades. Y,

    por lo dicho, para desarrollar una vida digna.

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    Por múltiples motivos hoy en día se asiste a un retroceso de las instituciones

    extramercantiles. La reforma del derecho laboral, eufemismo para designar su completa

    conversión, es un índice claro al respecto. O expresado de manera correlativa: se asiste a

    una nueva expansión de las instituciones mercantiles. Y hoy como ayer ello es fruto de una

    acción política deliberada. También destructiva. Ya no de las instituciones, tradiciones y

    cultura premoderna, sino de las instituciones, tradición y cultura modernas e ilustradas,

    surgidas de la defensa de la vida humana y del ambiente natural. O, si se quiere, de la

    cultura democrático-liberal. No es casual, entonces, observar el auge de los poderes de

    emergencia o de excepción, clásicamente considerados como un resabio absolutista

    incrustado en los Estados de Derecho. Por tanto, un resabio antidemocrático. La expansión

    de la institución mercantil es coextensiva a una contracción de los poderes democráticos,

    una restricción de los derechos liberales y. en definitiva, a la puesta en peligro de la vida

    humana.

    El paralelismo entre el movimiento de formación del mundo moderno y los actuales

    procesos en curso merecería ser explorado con detalle, al ser sugestivo este movimiento

    común que anuda una alta concentración de poder estatal y un proceso vertiginoso de

    mercantilización. Sin embargo, lo que sobresale con relativa nitidez es la dificultad (o se

    quiere un visión más drástica y quizá realista: la imposibilidad) de conciliar las pretensiones

    liberales y democráticas con la generalización de la institución mercantil. Esta proposición

    es fuerte en la medida que desmiente la sensación de progreso que otorgaba la creciente

    expansión liberal-democrática que siguió al último choque bélico de escala mundial (cuya

    cantidad de muertes -así como su modalidad- también indujo a un razonable escepticismo

    en cuanto a la validez misma de la idea de progreso) (Castel, 1997). Los procesos

    democráticos, la relativa efectividad de los derechos básicos y la internacionalización de los

    derechos mediante tratados eran los signos más relevantes. Por cierto, también hay que

    indicar numerosas guerras, dictaduras militares y fenómenos marginales semejantes, que

    dejaban con su grisáceo trazo la sospecha en cuanto a la verosimilitud de aquella sensación.

    Que dicha incompatibilidad se respira por doquier es un hecho casi innegable. En las

    versiones más intelectualizadas las variantes son conocidas. El elogio de la institución

    mercantil y de la contracción democrático-liberal nos retrotrae a las clásicas visiones

    conservadoras. En definitiva se trata de un retorno, a veces sofisticado y en ocasiones

    pedestre, de la glorificación apenas disimulada del absolutismo ilustrado. Por otra parte, se

    encuentra la aceptación de ambos procesos acompañado de una queja y de un pedido de

    ayuda (variantes de la asistencia, del socorro, de la beneficencia). En todo caso, parece ser

    un punto incontrovertible el carácter irrealizable -utópico, onírico, fantasmagórico o

    inverosímil- del Estado de Derecho. Éste llega, dígase así, hasta donde puede; y ese lugar al

    que puede llegar tiene un aspecto bastante acotado. Mediante un giro inesperado y

    paradójico de los procesos históricos resurge al menos la plausibilidad de usar el término

    ideología, volviendo a un primer plano las controversias, imaginadas sepultas, en cuanto a

    la formalidad de las instituciones democrático-liberales.

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    Marshall acuñó una frase que se hizo famosa, tanto por su vaguedad, por su

    trivialidad incluso, como por su carácter sugestivo: La economía política estudia la

    humanidad en las actividades ordinarias de la vida . Salvo para alguien lo suficientemente

    razonable como Feyerabend, semejante proposición no sería tomada en serio por ningún

    epistemólogo contemporáneo. Pero como se sabe, el aprecio que los economistas le

    dispensan a los epistemólogos es casi nulo, circunstancia que los torna singulares en medio

    del furor metodológico que es propio de las ciencias sociales. Lo curioso, no obstante, es lo

    poco que ha sido seguida la sugerencia de Marshall. Ya sea que se embarque en sofisticadas

    disquisiciones sobre el funcionamiento del mercado, ya sea que se interne en las sutiles,

    enmarañadas y hasta erráticas causalidades de los agregados macroeconómicos, las

    actividades ordinarias de la vida son ajenas al saber económico usual.

    Cuando Becker (1976), para dar un ejemplo paradigmático, afirma que los tres

    supuestos que constituyen el núcleo central del enfoque económico son las preferencias

    estables, el comportamiento maximizador y el equilibrio de mercado, no hace más que

    destacar la lejanía que caracteriza al saber económico del lema de Marshall.

    La combinación de las nociones de necesidades y derechos se presenta como una

    invitación posible para discurrir por caminos diferentes al del enfoque económico habitual.

    Las dificultades, si no las oscuridades, de un concepto como el de necesidad son ciertas y

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    algunas fueron señaladas. Pero ¿qué decir de la noción de preferencia y del postulado de

    maximización? El foco a discutir es que la institución mercantil no es el

    locus

    evidente de

    la teoría económica. Se trata de una forma histórica y contingente para hacer ciertas cosas,

    ligada a costumbres, actitudes, maneras de vivir y comprender que son particulares e

    idiosincráticas. La conservación, desarrollo e incluso destrucción de la vida humana se ha

    desarrollado de diversas y múltiples maneras. El futuro, en todo caso, es imprevisible. Sin

    embargo, la propia experiencia de instauración de una cultura mercantil muestra que el

    grado de intervención humana no es nulo; tal cultura no se impuso por fuerza del destino,

    sino por las acciones humanas, gracias a los extraños y casi indescifrables encadenamientos

    que se generan entre las consecuencias intencionales e inintencionales de los hombres.

    Por supuesto, si lo que está en juego es lisa y llanamente la propia vida humana,

    deviene ineliminable la dimensión temporal de la misma. La vida transcurre en el tiempo.

    Se nace, se vive y se muere. Es una obviedad, aunque frecuentemente desplazada. Pues el

    dilema, al fin de cuentas amargo, está en afrontar una disyuntiva cuya primera vía es el

    tiempo de la vida ofrecido a otros para que lo consuman (en condiciones cada vez más

    precarias, débiles y devaluadas) y, la segunda, la degradación misma de la vida por no

    encontrar a nadie que desee consumir el tiempo en el que ella se despliega. De esta

    situación es muy poco lo que capta el supuesto de un agente que maximiza preferencias

    axiomáticamente construidas. Y es que a pesar de las declamaciones, más acaloradas que

    meditadas relativas a una promoción del individuo, el enfoque económico habitual desdeña

    la subjetividad humana y, por ende, al hombre viviente en cuanto tal. Un individuo sin vida

    es un punto de partida por lo menos extraño, que convoca a la duda y a la desconfianza.

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