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Lima, 13 agosto 2013 Congreso Teológico en el Año de la fe Arquidiócesis de Lima Esta es nuestra fe La Sagrada Escritura como alimento de nuestra fe + Felipe Bacarreza Rodríguez Obispo de Santa María de Los Ángeles Deseo comenzar esta exposición explicando brevemente en qué consiste la fe cristiana, para asegurarnos de que todos entendemos lo mismo cuando decimos: «nuestra fe». La fe es un acto complejo. En ese acto están comprometidos el ser humano y Dios. Después que llegó «la plenitud del tiempo» (Gal 4,4) y envió Dios a su Hijo al mundo, podemos decir más precisamente que en el acto de fe están involucrados el ser humano y Cristo. Por un lado, experimentamos que la fe es una virtud que está en nosotros, experimentamos que es un acto nuestro, que es cada uno el sujeto de ese acto y decimos, por ejemplo: «Creo en Dios Padre…». El Catecismo de la Iglesia Católica, cuando define la fe, insiste en esta dimensión. Leamos esa definición: «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es, al mismo tiempo e inseparablemente, el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (N. 150) El Catecismo define la fe como un acto del ser humano que compromete sus facultades más altas: la inteligencia y la voluntad. «Adhesión personal del hombre a Dios… asentimiento libre a toda la verdad revelada» son actos de la voluntad. Pero ese asentimiento libre no es ciego; es un asentimiento a la verdad y, por tanto, un acto de la inteligencia.

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Lima, 13 agosto 2013

Congreso Teológico en el Año de la fe

Arquidiócesis de Lima

Esta es nuestra fe

La Sagrada Escritura

como alimento de nuestra fe

+ Felipe Bacarreza Rodríguez Obispo de Santa María de Los Ángeles

Deseo comenzar esta exposición explicando brevemente en qué

consiste la fe cristiana, para asegurarnos de que todos entendemos lo

mismo cuando decimos: «nuestra fe». La fe es un acto complejo. En ese

acto están comprometidos el ser humano y Dios. Después que llegó «la

plenitud del tiempo» (Gal 4,4) y envió Dios a su Hijo al mundo, podemos

decir más precisamente que en el acto de fe están involucrados el ser

humano y Cristo.

Por un lado, experimentamos que la fe es una virtud que está en

nosotros, experimentamos que es un acto nuestro, que es cada uno el

sujeto de ese acto y decimos, por ejemplo: «Creo en Dios Padre…». El

Catecismo de la Iglesia Católica, cuando define la fe, insiste en esta

dimensión. Leamos esa definición: «La fe es ante todo una adhesión

personal del hombre a Dios; es, al mismo tiempo e inseparablemente, el

asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (N. 150)

El Catecismo define la fe como un acto del ser humano que

compromete sus facultades más altas: la inteligencia y la voluntad.

«Adhesión personal del hombre a Dios… asentimiento libre a toda la

verdad revelada» son actos de la voluntad. Pero ese asentimiento libre no

es ciego; es un asentimiento a la verdad y, por tanto, un acto de la

inteligencia.

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Pero la fe compromete también a Cristo, según la afirmación de San

Pablo: «Si Cristo no resucitó vana es la fe de ustedes» (1Cor 15,17). En el

acto de fe hay algo que tiene que hacer Cristo. La fe es una conjunción

entre un acto nuestro y un acto de Cristo, ambos son simultáneos. Por eso

decíamos que la fe es un acto complejo.

Para explicar esto veremos el concepto bíblico de la fe.

1. El concepto bíblico de fe

El concepto de fe tiene su origen en el mundo bíblico. Fuera del

mundo bíblico no se encuentra. La raíz semita que expresa este concepto

suena así: «amán». Esta raíz se usa para significar algo «seguro, firme,

confiable, fiel, estable, duradero, algo que sirve de apoyo y fundamento».

De esa raíz semita procede la palabra «amén» que era a menudo usada

por Jesús cuando quería hacer una afirmación de revelación: «Amen,

amen lego hymin», que es traducida al latín: «Amen, amen dico vobis» y

que, para conservar el estilo de Jesús, debería traducirse al español: «En

verdad, en verdad les digo». Significa: «Como cosa firme les digo». El

concepto de verdad en hebreo se expresa con la palabra «emunah» que

tiene la misma raíz «amán». Expresa, por tanto, algo que puedo tomar

como «seguro, firme, confiable». El acto de fe consiste en fundar la vida

en la verdad revelada que se toma como apoyo firme. La verdad nos ha

sido revelada por Dios para eso.

La verdad, como la entendemos nosotros, es un concepto abstracto.

Pero el mundo semita, en el cual se dio la revelación, no ama los

conceptos abstractos; prefiere las cosas concretas. Si hubiera que hacer

una representación concreta de la verdad, de la «emunah», de lo que es

firme y no defrauda, tenemos que pensar en una roca. Y así representa el

mundo bíblico la verdad. Para el hombre del Antiguo Testamento no hay

nada más firme, confiable y fiel que Dios. Por eso, a Él se aplica, sobre

todo, el concepto de verdad y, por eso, se compara con una roca. Lo

vemos en múltiples textos:

«Vengan aclamemos al Señor; demos vítores a la Roca que nos salva…

porque el Señor es un Dios grande…» (Sal 95,1.3).

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El Señor (YHWH) «es un Dios grande»; Él es «la Roca que nos

salva»; Él ofrece un fundamento para la vida que no defrauda, es la

verdad.

Se podrían citar muchos otros Salmos donde se llama a Dios, la Roca,

equivale a decir: la verdad.

«Sean gratas las palabras de mi boca, y el susurro de mi corazón sea sin

tregua ante ti, Yahveh, Roca mía, mi redentor» (Sal 19,15).

«Hacia ti clamo, Yahveh, Roca mía, no estés mudo ante mí» (Sal 28,1).

«En Dios sólo descansa, oh alma mía, de él viene mi esperanza; sólo él mi

Roca, mi salvación, mi ciudadela, no he de vacilar; en Dios mi salvación y

mi gloria, la Roca de mi fuerza» (Sal 62,6-8).

«Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción,

Dios por siempre!» (Sal 73,26).

«Él me invocará (habla de David): ¡Tú, mi Padre, mi Dios y Roca de mi

salvación!» (Sal 89,27).

Se encuentra este modo de hablar sobre Dios también en los

profetas:

«Confíen en Yahveh por siempre jamás, porque en Yahveh tienen una

Roca eterna» (Is 26,4).

En textos polémicos contra la idolatría:

«Así dice Yahveh el rey de Israel, y su redentor, Yahveh Sebaot: “Yo soy

el primero y el último, fuera de mí, no hay ningún dios…. Ustedes son

testigos; ¿hay otro dios fuera de mí? ¡No hay otra Roca, yo no la

conozco!» (Is 44,6.8)

El Dios de Israel es el Dios único; es una Roca y no hay otra. Los

ídolos son lo contrario de la verdad y lo contrario de una roca, ellos no

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ofrecen apoyo, son vanos, es decir al apoyarme en ellos no encuentro

nada que sustente:

«¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad (tohu)» (Is 44,9).

Lo contrario de la «emunah» es lo que no ofrece apoyo, es lo vano.

Esta es la característica de los ídolos. Los profetas los llaman «vanidad».

«¿Por qué me han irritado con sus ídolos, con Vanidades extranjeras?»

(Jer 8,19).

«Sus estatuas son falsedad, no hay espíritu en ellas. Son vanidad,

hechura para burla; al tiempo de su visita perecerán» (Jer 51,17-18).

Se traduce por «vanidad» la palabra hebrea «hebel», que significa

«vapor, aliento», es decir, lo menos firme que se puede imaginar. Eso son

los ídolos. Eso es la falsedad.

La palabra hebrea «emunah» se traduce también por «fidelidad».

Es una característica esencial de Dios junto con la misericordia y suelen ir

unidas.

«Porque el Señor (YHWH) es bueno, su misericordia es eterna y su

fidelidad (emunah) de edad en edad» (Sal 100,5).

Según la mentalidad bíblica, que es la que nosotros debemos

adoptar, la verdad es aquello que, puesto como fundamento de mi vida, no

me defraudará. La Escritura suele decir: «No quedaré confundido».

La palabra «amen», entonces, dicha al final del Credo, significa:

«Pongo todas estas verdades como fundamento seguro de mi vida y

construyo mi vida sobre ellas seguro de no quedar defraudado». Hacer

esto es la fe. No es una conquista mía, ni tiene su comienzo en una

decisión mía: es un don de Dios. Es un don de Dios en dos sentidos

relacionados: Dios nos concede el conocimiento de la verdad ­Él es quien

la revela­ y Dios nos concede el tomar esa verdad como fundamento

seguro de nuestra vida. La primera palabra de la Profesión de fe cristiana

–creo− y la última –amén− significan lo mismo.

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El concepto de fe bíblico lo formula Dios de manera muy sintética

por medio del profeta Isaías jugando con dos voces (hipil y niphal) de la

raíz «aman»: «Si no se afirman, no serán afirmados» (Is 7,9: Im lo taaminu

ki lo teemanu). Quiere decir: «Si no se apoyan en mí, no estarán

sustentados».

En la Biblia hebrea se usa otro concepto para expresar la verdad.

Es el sustantivo «emet», que expresa una característica de Dios, que a

menudo ­como la «emunah» divina­ va unida a su misericordia «hésed»

haciendo la dupla: «misericordia y verdad (hesed we emet)». Buscada en

el diccionario vemos que la palabra «emet» tiene el mismo significado que

«emunah»: firmeza, fidelidad, verdad.

En estos términos se reveló Dios a Moisés, cuando Moisés pidió a

Dios algo imposible para el ser humano: «Dejame ver tu gloria» (Ex

33,18). Dios lo dejará ver sus espaldas y se revelará como un Dios «rico

en misericordia y verdad»

«Yahveh pasó por delante de él y exclamó: “Yahveh, Yahveh, Dios

compasivo y clemente, tardo a la cólera y rico en misericordia y verdad”»

(Ex 34,6).

«Todas las sendas de Yahveh son misericordia y verdad» (Sal 25,10).

«No he escondido tu justicia en el fondo de mi corazón,

he proclamado tu verdad (emunah), tu salvación,

no he ocultado tu misericordia y tu verdad (emet) a la gran asamblea» (Sal

40,11).

Una observación interesante que me hacía notar un rabino sobre la

palabra hebrea «emet» es que ella está compuesta por la primera letra del

alfabeto hebreo (alef), por la letra del medio (mem) y por la última (thau).

Tal vez encontramos una alusión a esto en una fórmula repetida por el

libro del Apocalipsis: «Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios» (Apoc

1,8; 21,6). «Alfa» y «omega» son la primera y la última letra del alfabeto

griego. Dicho en hebreo sería: «Yo soy la alef y la thau», y estaría

insinuando la palabra «emet». Es como decir: «Yo soy la verdad».

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2. La expresión paulina «pistis Christou»

La fe es necesaria para salvarse, porque consiste en poner como

fundamento de nuestra existencia a Dios que es la verdad, seguros de que

no quedaremos defraudados en el desenlace final de la vida. Así podemos

entender la afirmación de la Epístola a los Hebreos: «Sin fe es imposible

agradar a Dios» (Heb 11,6). No tener fe equivale a desconfiar de Dios y de

lo que Él ha revelado. No tener fe es lo mismo que poner otro fundamento

de nuestra vida, porque no se confía en que Dios sea sustento firme. Y

este dejar de lado a Dios ofende a Dios.

Dijimos que después de llegada la plenitud de los tiempos «cuando

Dios envió a su Hijo nacido de mujer» (Gal 4,4), en el acto de fe está

involucrado Cristo. Comenzamos, entonces, a hablar de la fe cristiana, la

única que hoy puede salvarnos. Hablando de Jesucristo, San Pedro, ante

el sanedrín, declara: «Él es la piedra, la rechazada por ustedes, los

constructores, que se ha convertido en piedra angular y no está en ningún

otro la salvación, pues no hay ningún otro Nombre bajo el cielo dado a los

hombres en el cual es necesario que nosotros nos salvemos» (Hech 4,11-

12).

Para explicar esa afirmación solemne de San Pedro vamos a

analizar un texto fundamental y de gran riqueza de San Pablo: «El hombre

no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo» (Gal

2,16). Se trata de ser justo ante Dios, de hacerse grato a Él, en lo cual

consiste la salvación. Para alcanzar esto San Pablo niega un medio −las

obras de la ley− y afirma otro: «la fe en Jesucristo». El hombre no se hace

justo por su esfuerzo en cumplir una ley, aunque sea la Ley de Dios, sino

por la «fe en Jesucristo»; en lugar de una cosa en que fundarse, pone una

persona; en lugar de la Ley, Cristo.

Para entender todo el sentido de esta afirmación −que es central−

conviene analizar más de cerca la expresión «fe en Jesucristo», ya que

este es el único medio para ser justos ante Dios. La expresión en la lengua

original ­pistis Christou­ tiene dos sentidos, que es imposible encerrar en

una traducción española única. Al traducir «fe en Jesucristo», como hacen

la mayoría de las Biblias, se pierde parte de su riqueza. En la lengua

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original griega hay dos cosas relacionadas: «pistis» y «Christos». Es una

relación expresada en la lengua griega (y también en la traducción latina

«fides Christi»), por el caso genitivo. Literalmente diríamos: la «pistis» de

Cristo. Este es el medio de nuestra justificación.

La primera acepción de la palabra «pistis», como se encuentra en

cualquier diccionario griego, es «fidelidad», es decir, aquello que causa la

fe. La «pistis Christou» sería la «fidelidad de Cristo». Por tanto, un primer

sentido de la afirmación de San Pablo es este: «El hombre se justifica por

la fidelidad de Jesucristo». El hombre se justifica solamente por esa

capacidad que tiene Cristo de ser fiel, es decir, de ofrecer un apoyo

seguro, estable, firme, que no defrauda a quien se apoya en él; por esa

capacidad que tiene Cristo de ser la verdad: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6).

En efecto, dirá San Pablo, «nadie puede poner otro fundamento que el ya

puesto: Cristo» (1Cor 3,11). En la plenitud del tiempo, él es la Roca en la

cual debemos fundar la vida. «Jesús es quien inicia y consuma la fe» (Heb

12,2). Repitamoslo: «El hombre no se justifica por las obras de la Ley sino

por la fidelidad de Jesucristo», por algo que Cristo hace.

Pero es cierto que la palabra «pistis» también tiene su acepción

normal «fe». Según esta acepción, la traducción literal de la expresión

paulina es: «El hombre se justifica por la fe de Jesucristo». Esta traducción

queda, sin embargo, descartada, porque nunca aparece Cristo como

sujeto del acto de fe; nunca es Cristo sujeto del verbo «creer»; no

encontramos en el Evangelio la afirmación: «Cristo cree». Si se toma el

término griego «pistis» en la acepción «fe», queda en pie sólo la

traducción habitual: «la fe en Cristo» y se refiere al acto nuestro de fe, en

que Cristo es el objeto. Resulta entonces: «El hombre se justifica por la fe

en Jesucristo», que es la traducción habitual.

La expresión «pistis Christou» es una expresión que en los estudios

bíblicos se califica como «pregnans» (preñada, es decir, que tiene dentro

otro sentido); dice estas dos cosas: «la fidelidad de Cristo» y «la fe en

Cristo». Estas dos cosas juntas y simultáneas (dichas con la misma

expresión) constituyen el acto de fe. El acto de fe es el encuentro de dos

cosas: la fidelidad de Cristo que ofrece un apoyo seguro, que no defrauda,

y la fe del hombre en Cristo, es decir, el acto por el cual se apoya

plenamente en él, seguro de no quedar defraudado.

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Ninguna Biblia, que yo conozca, opta por traducir el texto de San

Pablo diciendo: «El hombre se justifica por la fidelidad de Jesucristo». En

general optan por la traducción: «El hombre se justifica por la fe en

Jesucristo», poniendo en evidencia la parte nuestra y dejando en la

penumbra la parte de Cristo. Si el mismo San Pablo hubiera tenido que

traducir al español, es casi seguro que habría optado por la traducción que

pone en evidencia la parte que tiene Cristo en la fe que nos justifica.

Además, esta traducción es gramaticalmente más obvia pues respeta el

caso genitivo. Pronto va a llegar el día en que las Biblias cambien.

San Pablo repite la misma expresión en la carta a los Filipenses.

Recordando el momento de su conversión a Cristo, afirma que antes de

conocer a Cristo, «él era, en cuanto a la Ley, fariseo... y, en cuanto a la

justicia que se funda en la Ley, intachable» (Fil 3,5.6). Pero se cumplía en

él lo que enseña Jesús en la parábola del fariseo y el publicano. En esa

parábola el fariseo también era intachable en el cumplimiento de la Ley:

«Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias…».

Sin embargo, acerca de éste Jesús declara: «No bajó a su casa

justificado» (Lc 18,12.14). Esto lo sabía bien San Pablo, después de su

conocimiento de Cristo. Por eso agrega que en adelante espera «ser

encontrado en Cristo no teniendo mi justicia, la que proviene de mi

esfuerzo por cumplir la Ley, sino la que viene por la pistis Christou

­fidelidad de Cristo-fe en Cristo­, la justicia que viene de Dios fundada

sobre la fe» (Fil 3,9).

Para que el ser humano esté justificado, la primera cosa es la

fidelidad de Cristo; porque si el hombre tuviera fe en Cristo, pero Cristo no

ofreciera un apoyo seguro, si él no fuera la verdad, entonces «vana sería

nuestra fe… y nosotros seríamos los más dignos de compasión de los

hombres» (cf. 1Cor 15,17.19). Estaríamos en el caso de todos los que

adoran ídolos. Pero no. ¡Cristo es una roca firme! Y permanece tal aunque

nosotros no nos fundemos en él: «Si somos infieles, él permanece fiel,

pues no puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,13). Construyendo nuestra

vida en él, teniendo fe en él, estamos justificados. Esto es lo que dice el

mismo San Pablo: «Bien sé yo en quién tengo puesta mi fe» (2Tim 1,12).

Quiero evocar aquí un pasaje famoso de una carta que escribía el

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gran escritor ruso Dostoievsky a una sobrina acerca de Cristo: «No hay

nada tan bello, tan profundo, tan simpático, tan razonable, tan valiente y

perfecto como Cristo, y no sólo no hay nada, sino -lo digo con amor

celoso- que no lo puede haber. Es más, si alguien me demostrara que

Cristo está fuera de la verdad, y que la verdad no estuviese realmente en

Cristo, preferiría estar con él más bien que con la verdad… Soy hijo del

siglo, un hijo de la incredulidad y de la duda, lo soy al día de hoy y lo seré

hasta el fin de mis días. ¡Qué tortura me ha costado y me cuesta aún esta

sed de creer, tanto más fuerte en mi alma cuanto más numerosos son los

argumentos contrarios para mí! Y, no obstante, Dios me concede

momentos en los cuales me siento completamente tranquilo. En esos

momentos amo y creo ser amado por los otros. Y me he escrito un Credo,

en el cual todo es para mí claro y sagrado. Ese Credo afirma simplemente

que no hay nada más hermoso que Cristo» (Dostoievski, 1884).

3. Fundar la vida sobre la Palabra de Cristo

El que no cree en Cristo, el que no pone a Cristo como fundamento,

en realidad, funda su vida en otras cosas, en el dinero, en el poder, en el

placer, en sus propias capacidades, etc. Ha elegido un fundamento frágil;

ha construido su vida en un fundamento que no es la verdad y quedará

confundido.

Cristo es la plenitud de la verdad. El que escucha la palabra de

Cristo, se abandona a ella con total confianza y se deja guiar por ella en

todas sus acciones estará firme. Jesús lo grafica dando a su palabra una

característica que en el Antiguo Testamento pertenece a la Palabra de

Dios: «Es como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca» (Mt

7,24). A pesar de todos los embates queda firme, pues el fundamento es

firme, no defrauda, es roca. Se trata de no quedar defraudados en el

desenlace definitivo de la vida humana, en el desenlace eterno. Jesús lo

dice así: «Podrán estar de pie delante del Hijo del hombre» en su Venida

(Lc 21,36). Este es el hombre de fe.

Una representación viva del acto de fe, que traslada la metáfora de

la Roca a la Palabra de Cristo, se encuentra en el Evangelio en el episodio

de Pedro caminando sobre las aguas (Mt 14,25ss). Mientras Pedro se

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apoya en la palabra de Cristo, que le había dicho: «¡Ven!», y pone esa

palabra como un fundamento firme, el agua es sólida bajo sus pies y lo

sustenta; pero cuando duda y no se apoya plenamente en esa palabra,

sino que busca seguridad en otras cosas, el agua ya no lo sustenta y

comienza a hundirse. No es que la palabra de Cristo fuera incapaz de

apoyarlo; es que él, desconfiando, ya no se apoyaba plenamente en ella.

Por eso Jesús lo reprocha: «(Hombre) escaso de fe. ¿Por qué dudaste?».

Cristo es fiel: «No puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,13). Aunque

nosotros no lo tomemos como fundamento él sigue siendo la roca: «Si

nosotros no creemos, él permanece fiel» (Ibid.). Pero si nosotros lo

tomamos como lo que es, el fundamento, entonces se produce lo que él

repite: «Que como has creído, así te suceda» (Mt 8,13; 9,29). La fe pone

el poder de Cristo a nuestra disposición: «Mujer, grande es tu fe: que te

suceda como deseas» (Mt 15,28).

4. Necesidad de la memoria

Para tratar sobre la parte que tiene la Sagrada Escritura en el

incremento de nuestra fe, como alimento de nuestra fe, debemos observar

que en la Biblia, cuando se trata de la fe, más que las facultades de

voluntad e inteligencia, se destaca la memoria. La fe tiene relación con la

memoria de las acciones salvíficas de Dios. La memoria es una de las

facultades esenciales del ser humano. San Agustín desarrolla la idea de

que se da una analogía de la Santísima Trinidad en las facultades de la

memoria, la inteligencia y la voluntad. Al libro X de su Tratado sobre la

Trinidad le da el título: «Libro X: Donde se muestra que en la mente del

hombre hay una trinidad y que ella aparece de manera muy clara en la

memoria, inteligencia y voluntad» (PL 42, col 971 ss). Esta analogía

significa que las tres facultades, lo mismo que las Personas de la Trinidad,

son distintas, pero están plenamente implicadas en la actividad de la

mente humana. No se puede entender y desear lo que no está en la

memoria. En la conclusión del tratado, San Agustín formula una hermosa

oración dirigida a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, una de cuyas frases

es esta: «Meminerim tui, intelligam te, diligam te» (Haz que yo me

acuerde de ti, que te entienda, que te ame). (PL 42,1098).

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Si nada se entiende que no esté en la memoria, debemos poner en

nuestra memoria aquellas cosas que amamos y deseamos tener como

fundamento de nuestra vida, aquellas cosas que son objeto de nuestra fe,

con el fin de alcanzar una comprensión siempre mayor y siempre nueva de

ellas. Esto ocurre, sobre todo, con aquellas realidades que son superiores

a nosotros y que nuestra inteligencia nunca podrá agotarlas pero que

siempre pueden crecer en comprensión. Esto ocurre, sobre todo, con Dios

y con la Palabra de Dios que nos ha sido transmitida en plenitud en

Jesucristo. San Gregorio decía: «Divina eloquia cum legente crescunt» (S.

Homilía sobre Ez 1,7.8: PL 76, 843 D, Cat 94). Por eso, San Pablo da a su

discípulo Timoteo el consejo: «Acuerdate de Jesucristo, resucitado de

entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio» (2Tim

2,8). Equivale a decirle: Tenlo siempre en la memoria. Para que nosotros

podamos tener a Cristo en la memoria y podamos confesar lo mismo que

San Pablo: «Bien sé en quién he puesto mi fe», es necesario nutrirse

diariamente de la Escritura, pues como dice otro grande, San Jerónimo:

«Ignorar la Escritura es ignorar a Cristo».

El contenido de la fe, la verdad revelada, la Palabra que Dios habló

al mundo, no la habló para que estuviera registrada en libros materiales.

Los libros son materiales y están fuera de mí. Dios habló al mundo para

que su Palabra quedara registrada en la memoria de los hombres y allí

fuera fecundada por la acción del Espíritu Santo, que concede una

comprensión siempre nueva destinada a transformar la vida de los seres

humanos. En efecto, los libros de la Biblia recibieron la forma escrita

después de siglos de transmisión oral, de padre a hijo. Un lugar

privilegiado para la transmisión de la Palabra de Dios conservada en la

memoria del pueblo ­lo que llamamos «tradición»­ es el culto. En el culto

se desarrolló el concepto bíblico de «memorial».

La intervención salvadora fundamental del Antiguo Testamento, con

la cual Dios se formó a su pueblo, fue la liberación de la esclavitud de

Egipto. Dios se refiere a su pueblo en términos de profundo amor y

solicitud, cuando manda decir al faraón por medio de Moisés: «Así dice el

Señor: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te he dicho: "Deja ir a mi hijo

para que me dé culto," pero, como tú no quieres dejarlo partir, mira que yo

voy a matar a tu hijo, a tu primogénito» (Ex 4,22-23). Todos conocemos la

intervención de Dios, quien, por medio de las plagas, venció la resistencia

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del faraón y liberó a su pueblo de la esclavitud y luego, por medio de la

división del Mar Rojo, lo hizo escapar de la persecución del faraón y su

ejército.

En adelante, se debían recordar continuamente esos hechos y

transmitir su memoria en el culto. El mismo día en que Dios iba a herir a

los primogénitos de Egipto ­la última plaga­, los israelitas debían celebrar

la Pascua y con la sangre del cordero inmolado untar los postes de las

puertas de sus casas para que no los tocara la plaga exterminadora. En

esa ocasión Dios les manda decir por medio de Moisés: «Este será un día

memorable para ustedes, y lo celebrarán como fiesta en honor del Señor

de generación en generación. Decretarán que sea fiesta para siempre»

(Ex 12,14). Un «día para la memoria». Esos hechos obrados por Dios

debían conservarse en la memoria y transmitirse de generación en

generación: «Cuando les pregunten sus hijos: “¿Qué significa para

ustedes este rito?", responderán: "Este es el sacrificio de la Pascua del

Señor, que pasó de largo por las casas de los israelitas en Egipto cuando

hirió a los egipcios y salvó nuestras casas."» (Ex 12,26-27).

En los siglos anteriores a Cristo no había mucho material de

escritura y no se podía disponer de un relato escrito de los hechos que

había que recordar. Esos hechos se conservaban en la memoria del padre

de familia y él los recitaba cada año en el momento de comer el cordero

Pascual. Era parte del rito: «Acuerdense de este día en que ustedes

salieron de Egipto, de la casa de servidumbre, pues el Señor los ha

sacado de aquí con mano fuerte… En aquel día harás saber a tu hijo:

"Esto es con motivo de lo que hizo conmigo el Señor cuando salí de

Egipto". Y esto te servirá como señal en tu mano, y como memorial ante

tus ojos, para que la ley del Señor esté en tu boca; porque con mano

fuerte te sacó el Señor de Egipto. Guardarás este precepto, año por año,

en el tiempo debido» (Ex 13,3.8-10).

El relato de todas las plagas de Egipto, de la institución de la

Pascua, del paso del Mar Rojo y todo lo que ahora nosotros tenemos

cómodamente escrito en un libro que podemos tener a mano, los israelitas

lo tenían en la memoria y lo recitaban: era para ellos «un memorial ante

sus ojos» y de esta manera, «la ley del Señor estaba en su boca», es

decir, hablaban sobre ella y la enseñaban.

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Un evento y unas palabras que están en la memoria, son

continuamente fecundados y entregan siempre ulteriores comprensiones.

La comprensión última y más plena se las dio Jesucristo. A esto se refiere

Lucas en el relato de los discípulos de Emaús: «“¿No era necesario que el

Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”. Y, empezando por

Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había

sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24,26-27). Esos discípulos tenían en

su memoria esos textos, es decir, «lo que había sobre él en todas las

Escrituras», pero en ese momento adquirió un sentido nuevo y pleno;

entendieron que se referían, en último término, a Cristo. Para que ellos

pudieran alcanzar esa comprensión y pudieran volver a Jerusalén

diciendo: «Es verdad…», era necesario que conocieran las Escrituras,

que las tuvieran en la memoria.

Para que la Escritura alcance su objetivo nosotros debemos leerla y

tenerla en nuestra memoria. Esta es la parte nuestra. Pero su

comprensión la concede Cristo resucitado. Lo leemos en Lucas, cuando

relata la aparición de Jesús a los discípulos reunidos, después del regreso

de los discípulos de Emaús. Jesús les dice: «”Estas son aquellas palabras

mías que les hablé cuando todavía estaba con ustedes: Es necesario que

se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y

en los Salmos acerca de mí”. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que

comprendieran las Escrituras» (Lc 24,44.45). Lo que estaba escrito en la

Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos los discípulos lo conocían;

lo que no habían entendido es que todo eso se refería a Cristo. La

comprensión de eso, se la concedió Cristo, se la concedió el contacto con

Cristo vivo: «Les abrió sus inteligencias para que comprendieran las

Escrituras». Para que esta apertura se pueda producir el antecedente

necesario es conocer las Escrituras, hacer de ellas nuestro alimento diario.

Fue necesario que Juan conociera las Escrituras y las tuviera en la

memoria para que pudiera hacer el acto de fe que hace ante la tumba

vacía de Jesús: «Entonces entró (al sepulcro) también el otro discípulo, el

que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces

no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de

entre los muertos» (Jn 20,8-9). Lo que vio ­las vendas en el suelo y el

sudario plegado aparte­ y lo leído en la Escritura podía tener muchas otras

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interpretaciones. Pero el Evangelio dice: «Creyó». Lo que creyó supera

infinitamente lo que vio y lo que leyó. Creyó que Jesús había resucitado y

en ese momento le pareció claro que eso era lo que afirmaba la Escritura.

El acto de fe es un don de Dios que supera infinitamente lo visto y leído,

pero que requiere de algo que se ofrezca a la vista. Vio una cosa ­el

sepulcro vacío­ y creyó otra que trasciende lo visto y que no se deduce

necesariamente de esa experiencia visual: creyó que Jesús había

resucitado.

En esto difiere la fe de la ciencia. La ciencia experimental parte de

una información dada por los sentidos y deduce de allí una verdad que es

estrictamente proporcional a lo experimentado. Es una verdad natural,

científica. En el acto de fe lo creído supera a lo visto y no se deduce

necesariamente de lo visto, pero se da con ocasión de algo visto. Esto es

lo que dice el Santo Padre Francisco en su encíclica «Lumen fidei»

cuando dice que el acto de fe tiene una estructura sacramental: «Si bien,

por una parte, los sacramentos son sacramentos de la fe, también se debe

decir que la fe tiene una estructura sacramental. El despertar de la fe pasa

por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la vida del hombre y

de la existencia cristiana, en el que lo visible y material está abierto al

misterio de lo eterno» (Lumen fidei, 40). Esto ocurre con el sacramento

fundamental que es la humanidad de Cristo: «El que me ha visto a mí, ha

visto al Padre» (Jn 14,9). Ve a Jesús Pilato o los sumos sacerdotes y no

ven más que un hombre; lo ve Juan y ve a Dios: «Hemos contemplado su

gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de

verdad» (Jn 1,14). Esta estructura sacramental alcanza su punto

culminante en la confesión de fe de Tomás: vio ante sí a Jesús resucitado,

con las señas de su pasión, que es una experiencia visible y sensible, y

confesó algo que no puede verse: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). La

sentencia final de Jesús no es necesariamente un reproche, porque Jesús

reconoce que Tomás ha creído, es una afirmación de la estructura

sacramental del acto de fe: «Porque me has visto has creído» (Jn 20,29).

Lo que has creído ­la divinidad de Jesús resucitado­, supera infinitamente

lo visto. También Lázaro resucitó y nadie lo confesó como Dios. En el día

final resucitaremos también nosotros con nuestro cuerpo glorioso y

seguiremos siendo seres humanos. De la resurrección de Jesús no se

deduce su divinidad; la confesión de la divinidad se da con ocasión de algo

que se ve, pero lo supera infinitamente: es un don de Dios que

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compromete no sólo la inteligencia, sino también la voluntad y la memoria.

Es un acto de fe: «Has creído».

Las verdades que se conocen por la fe son menos claras que las

verdades que se conocen por la ciencia experimental o por la deducción

filosófica o matemática; pero son mucho más ciertas, mucho más firmes y

comprometen la vida. Nadie está dispuesto a dar la vida por una verdad

científica o matemática; muchos han dado la vida por las verdades fe. El

martirio se define como un testimonio de fe.

Dada esta estructura sacramental del acto de fe, es decir, que Dios

concede la fe con ocasión de algo visto, es necesario el testimonio de los

creyentes: «Que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes

que está en el cielo» (Mt 5,16). La deducción normal de la frase sería:

«Que los glorifiquen a ustedes». Pero no, a causa de eso que se ve, se

concibe un movimiento de alabanza a Dios, un acto de fe. Para que Dios

conceda la fe es necesario el testimonio de toda la vida de la Iglesia,

especialmente de la celebración de su liturgia y del servicio de la caridad.

Por eso es tan importante celebrar la liturgia respetando su naturaleza,

obedeciendo fielmente a las normas litúrgicas, para que se vea que lo que

celebramos es un misterio que nos supera y que debemos servir y no una

realidad inferior que podemos manejar. De la liturgia surge el impulso de la

caridad, que es el otro testimonio necesario: «Que todos sean uno (por la

fuerza unitiva del amor)… para que el mundo crea…» (Jn 17,21.23).

5. El Espíritu Santo les recordará todo lo que yo les he dicho

En la última cena, Jesús celebró la Pascua con sus discípulos:

«Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de

padecer» (Lc 22,15). Él también hizo «memoria» de los hechos en los

cuales Dios intervino para salvar a su pueblo, sobre todo, la liberación de

Egipto. Pero lo nuevo y más impactante es que él da inicio a un culto

nuevo, cuando instituye la Eucaristía y ordena: «Hagan esto en memoria

mía» (Lc 22,19; 1Cor 11,24.25). Esta orden debió ser impactante. En

adelante la Pascua se celebra en memoria de Cristo. Esto no quiere decir

que todo lo anterior ­la memoria de los hechos salvíficos del pasado­

quede suprimido; quiere decir que alcanza su sentido último y definitivo en

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Cristo. Esto es lo que tenemos que hacer los cristianos ahora; tenemos

que hacer memoria de Cristo, tenemos que tener en la memoria sus

palabras y sus hechos, sobre todo, los eventos de su pasión, muerte y

resurrección. Estos relatos fueron los que primero recibieron una forma y

se empezaron a transmitir oralmente, hasta que recibieron su forma escrita

varios años ­al menos, unos veinte años­ después.

Jesús confía en que nosotros tenemos toda su enseñanza y los

hechos de su vida en la memoria, porque gracias a este recuerdo es que

esas palabras suyas y acciones suyas pueden ser fecundadas por el

Espíritu Santo y alcanzar una comprensión que transforme nuestras vidas:

«Les he dicho estas cosas estando entre ustedes. Pero el Paráclito, el

Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará a

ustedes todo y les recordará todo lo que yo les he dicho» (Jn 14,25-26). Lo

dicho por Jesús ­«todo lo que yo les he dicho»­ los apóstoles ya lo tenían

en la memoria; pero esperaba alcanzar su pleno sentido. Esto se consigue

gracias a la acción del Espíritu Santo. A esta acción se refiere Jesús por

medio de dos verbos: «les enseñará… les recordará». El Espíritu Santo no

habla nuevas palabras; él «recuerda», en el sentido de hacer comprender

«todo lo que Jesús ha dicho». La acción del Espíritu Santo se puede

describir como un «hacer caer en la cuenta», hacer comprender algo que

antes no se había comprendido; y también hacer que se haga vida.

Para que esta acción sea posible es absolutamente necesario que

estén ya en la memoria las palabras de Cristo, es necesario que se

conozcan bien sus parábolas, sus milagros, los episodios de su vida, su

muerte y resurrección. Gran parte de su enseñanza Jesús la presenta de

manera que pueda ser memorizada. Él se revela no sólo como la Verdad,

sino además como un maestro insuperable, buen conocedor de los

procedimientos mnemotécnicos (que permitan fácil memorización). Jesús

sabía que su auditorio no contaba con memorias electrónicas, ni papel, ni

medios para tomar nota. La enseñanza debía quedar escrita directamente

en la memoria. Por eso usa los paralelismos, las repeticiones, los versos y

estrofas. Todos reconocemos que muchas de sus sentencias las tenemos

en la memoria gracias a esos procedimientos suyos. Por eso en las

traducciones del Evangelio hay que respetar esas técnicas literarias que él

se esforzó por aplicar.

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6. Conservar en la memoria las palabras de Jesús

En el curso de su vida Jesús dijo cosas que los discípulos

registraron, pero que no entendieron en ese momento; las entendieron

después, gracias a que las tenían en la memoria. Por ejemplo, cuando

Jesús adoptó una actitud insólita en la purificación del templo echando

fuera a los vendedores por medio de un látigo, el evangelista observa que

los discípulos después comprendieron esa acción: «Sus discípulos se

acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará» (Jn

2,17). Para entender esa acción tenían que tener memorizado el Salmo

69,10: «Me devora el celo por tu casa». Si no hubieran tenido este Salmo

en la memoria, nunca habrían entendido esa acción. Para conocer a Cristo

es necesario tener en la memoria toda la Escritura, también el Antiguo

Testamento.

En ese mismo episodio Jesús dijo una sentencia que sus discípulos

no entendieron: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré» (Jn

2,19). Pero conservaron esas palabras de Jesús en la memoria y en su

momento las entendieron: «Cuando resucitó de entre los muertos, se

acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la

Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn 2,22).

Podemos recordar un episodio en que se reprocha a los discípulos

no haber conservado las palabras de Jesús en la memoria. Él había

anunciado con insistencia que después de muerto «al tercer día

resucitaría». Pero esas palabras no tenían sentido para ellos en el

momento en que fueron dichas y no fueron retenidas. Por eso, las mujeres

van al sepulcro, donde había sido depositado el cuerpo de Jesús, con los

ungüentos necesarios para embalsamarlo, es decir, para dejarlo fijo en la

muerte. Ya no esperan nada ulterior, porque no habían conservado sus

palabras en la memoria. Llegadas al sepulcro se les aparecieron dos

hombres vestidos de blanco que les reprochan no haber recordado: «¿Por

qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha

resucitado. Recuerden cómo les habló cuando estaba todavía en Galilea,

diciendo: "Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos

de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite”. Y ellas

recordaron sus palabras» (Lc 24,5-8). «Recordaron» en el sentido de que

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«cayeron en la cuenta», se iluminaron, y, desde ese momento, la vida de

ellas cambió completamente.

La Virgen María nos ofrece la actitud que debe tener todo discípulo

de Cristo ante sus palabras y acciones. En dos ocasiones San Lucas

destaca esta actitud: «María guardaba todas estas cosas, y las meditaba

en su corazón… Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas

en su corazón» (Lc 2,19.51). Hay que considerar que en hebreo el término

para decir «palabra» y «cosa, asunto» es el mismo: «dabar». María

conservaba, entonces, todas las palabras y los hechos de Jesús en la

memoria y los meditaba continuamente. Por eso, ella no está entre las

mujeres que van al sepulcro de Jesús con ungüentos para embalsamar el

cuerpo de Jesús. Ella sí se acordaba de que Jesús había anunciado que

resucitaría al tercer día.

7. La memoria viva es fuente de fe

Hemos tratado de explicar el lugar que tiene la memoria, porque hoy

día confiamos mucho en las memorias electrónicas, que son de gran

potencia, pero cuyo contenido no puede hacerse vida en nosotros, no

puede alimentar nuestra fe. La Biblia entera la tenemos ciertamente en la

memoria de nuestro smartphone; pero allí la Palabra de Dios no puede

recibir la iluminación del Espíritu Santo. Mientras permanezca sólo allí es

estéril para nuestra vida de fe. Los cristianos tenemos que decidirnos a

estudiar y retener en la memoria la enseñanza de Cristo, conocer bien sus

hechos y dichos y poder repetirlos, es decir, tenerlos en la memoria. El

hombre de fe debe conocer las Escrituras; debe tenerla en la memoria

porque allí encuentra el fundamento de su vida, allí encuentra la verdad en

que construye su vida, seguro de quedar firme. Sólo si tenemos esas

verdades en nuestra memoria es posible que podamos vivir de ellas. No

debemos confiarnos de que tenemos la Biblia de Jerusalén en la memoria

de nuestros aparatos electrónicos. Esos aparatos son una memoria

muerta que no puede vivificar esos contenidos.

Un sencillo episodio puede ayudarnos a comprender. El gran doctor

de la Iglesia San Francisco de Sales cuenta que durante su predicación y

su enseñanza del catecismo al pueblo, venía su madre y se ponía entre su

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auditorio. Entonces un día él le preguntó qué podía agregarle su

predicación a ella, si todo eso que él predicaba, lo había aprendido del

catecismo que ella le había enseñado. Ella le respondió: «Todo eso yo lo

sabía, pero recién ahora, gracias a tu predicación, estoy entendiendo su

sentido profundo».

8. La Escritura se abre a la fe y alimenta la fe

Para que la Escritura sea alimento para nuestra fe, la fe ya debe

existir. Sólo puede ser alimentado lo que ya vive. Por eso es requisito

indispensable leer la Escritura con fe. De lo contrario ella misma es letra

muerta.

Podemos decir que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, sí y

no. La Biblia es pública y puede leerla cualquiera persona. Si la lee por

curiosidad una persona sin fe, para ella no es la Palabra de Dios; puede

ser, a lo más un hecho cultural. Para que la Escritura sea la Palabra de

Dios es necesario leerla en Cristo dentro de la fe de la Iglesia. Entonces

Dios me habla cuando la leo.

San Agustín, que es reconocido como uno de los que mejor ha

comprendido la Escritura y cuya interpretación en la mayoría de los puntos

es definitiva, expone su experiencia personal en su aproximación a la

Escritura: «Me volví a las Sagradas Escrituras para ver cómo eran. Y he

aquí lo que veo: un objeto oscuro a los soberbios... Un ingreso bajo,

después un corredor excelso y envuelto de misterios. Yo no era capaz de

doblegar el cuello y plegarme a su andar... Tuve la impresión de una obra

indigna de la majestad ciceroniana. Mi orgullo se horrorizaba de su

modestia y mi vista no penetraba su interior. Esa obra, en cambio, está

hecha para crecer con los pequeños; pero yo no me dignaba a hacerme

pequeño e, inflado de orgullo, me creía grande» (Confesiones III,5,9).

Sin ir más lejos, ni siquiera el pueblo de Israel, con haber sido el

receptor de la Escritura antigua, puede entenderla, porque no aceptan a

Cristo. San Pablo dice que la leen con un velo delante de los ojos: «Se

endurecieron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy en la lectura

del Antiguo Testamento ese mismo velo permanece no descubierto (está

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hablando del velo que se ponía Moisés sobre el rostro cuando salía de la

presencia de Dios), pues sólo en Cristo es quitado… Hasta el día de hoy,

siempre que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. Y

cuando se produce la conversión al Señor, se arranca el velo» (2Cor 3,14-

16).

La absoluta necesidad de Cristo en la lectura de la Escritura la

afirma el mismo Cristo. Discutiendo con los judíos, Jesús entra en el tema

de la lectura de la Escritura: «Ustedes no han oído nunca su voz (se

refiere a su Padre), ni han visto nunca su rostro, ni habita su palabra en

ustedes, porque no creen al que Él ha enviado. Ustedes investigan las

Escrituras, ya que creen tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan

testimonio de mí; y ustedes no quieren venir a mí para tener vida» (Jn

5,37b-40). Para nosotros es una afirmación de que la Escritura debe

leerse concediendo la absoluta prioridad a la Eucaristía que es el

Sacramento de la presencia viva de Cristo.

El Catecismo nos advierte contra la lectura de la Escritura

separados de la vida de la Iglesia y del contacto vivo con Cristo en la

Eucaristía afirmando que el cristianismo no es una religión del libro: «La fe

cristiana no es una “religión del Libro”. El cristianismo es la religión de la

“Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo

encarnado y vivo” (S. Bernardo, Hom. miss. 4,11). Para que las Escrituras

no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios

vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las

mismas (cf. Lc 24,45)» (Catecismo N. 108). La Escritura es Palabra de

Dios y alimento para nuestra fe, si es leída dentro de la vida de la Iglesia y

por alguien que conduce una vida eucarística, un contacto con Cristo

mismo; pero es letra muerta, si es leída independientemente de la vida de

la Iglesia, esperando que Dios me diga algo a mí. Para que en la lectura

de la Escritura me hable Dios es necesario leerla en la tradición de la

Iglesia y esto se consigue adhiriendo plenamente a la fe de la Iglesia que

está formulada en el Catecismo de manera insuperable, y es necesario

leerla en comunión de vida con Cristo. Esto se consigue conduciendo una

vida eucarística, participando de ella, al menos, cada domingo.

Una de las razones del alejamiento de la Palabra de Dios de la vida

de los cristianos es la escasa participación en la Eucaristía dominical. Si

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no se acude a Cristo, que se nos da en la Eucaristía, no se encuentra en

la lectura de la Escritura la Palabra de Dios como alimento de la fe.

Hoy día todos pueden llevar consigo toda la Biblia en el bolsillo.

Pero esto no quiere decir que se lea más y que al leerla se reciba la

Palabra de Dios. Muchas veces se piensa que se ha hecho un buen

trabajo de difusión de la Palabra de Dios porque se ha distribuido la Biblia.

Pero en esto mismo hay desorientación. Hay un exagerado aprecio por el

libro y a menudo se hace una celebración para entregarlo y se pide la

bendición del mismo. Pero no hay el mismo aprecio por la tradición de la

Iglesia en la cual esa lectura permite captar la Palabra de Dios. Esto se

nota en el mucho menor interés que ha despertado el Catecismo de la

Iglesia Católica, que contiene la tradición y el magisterio. El conocimiento

del Catecismo es la mejor introducción a la lectura de la Biblia. Si no se

conoce el Catecismo, en la lectura de la Biblia, no se recibe la Palabra de

Dios.

Para que la Escritura alimente la fe debe actuar el principio que

indica la Dei Verbum: «La Escritura debe ser leída en el mismo Espíritu en

que fue escrita» (DV 12). Además de la fiel aceptación de la tradición de

la Iglesia y del magisterio y de haber comprendido el sentido literal, es

necesaria la acción interior del Espíritu Santo. Es posible entender el

sentido de cada palabra y también el sentido de toda una sentencia, pero,

si no actúa el Espíritu Santo, no entra en el corazón y no alimenta la fe.

Todos entendemos –por ejemplo– lo que quiere decir Jesús cuando

afirmó: «Separados de mí no pueden hacer nada» (Jn 15,5), tanto más

que él lo explica por medio de la analogía de la vid y los sarmientos. Pero,

si no actúa el Espíritu Santo, no lo creemos o no lo vivimos. Por eso para

captar la Palabra de Dios y entrar en conversación con Dios hay que estar

en gracia de Dios y buscar seriamente la santidad, es decir, tiene que

actuar en el corazón el Espíritu Santo.

Hay que procurar la santidad, porque muchas de las palabras de

Jesús están dichas para el nivel de los santos y son comprendidas por

ellos. Por ejemplo: «Todo lo que pidan en mi nombre lo obtendrán». Esta

frase la lee Santa Teresa del Niño Jesús y le parece obvia, porque para

ella es una experiencia viva. «Como el Padre me ha amado a mí, así los

he amado yo a ustedes». Esta frase la lee el Santo Cura de Ars y capta su

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profundidad. «Amense unos a otros como yo los he amado». Lee esto San

Maximiliano Kolbe y lo entiende, porque él entregó su vida por un

compañero. «Al que te golpee en una mejilla presentale la otra», «Amen a

sus enemigos», etc.

El principal problema que se percibe es la relación entre el

Magisterio de la Iglesia y la Escritura. Se piensa que la Escritura es lo

verdaderamente importante, mientras que el Magisterio de la Iglesia es

secundario. La Escritura se transforma en alimento cuando se lee en

gracia de Dios, dentro de la participación activa de la vida de la Iglesia y en

obediencia al magisterio de la Iglesia; entonces se transforma en el medio

para dialogar con Dios y en este contacto con Dios nuestra fe crece.

Concluyamos con las palabras del Salmo 77, que nos invita a

recordar las obras de Dios. Este recuerdo es el alimento continuo de

nuestra fe:

Sal 77,12-14: Recuerdo las obras del Señor;

Sí, recuerdo tus maravillas que son desde antiguo.

Proclamo todas tus obras y en tus hazañas medito

continuamente.

Dios mío, tu camino es la santidad, ¿qué dios es

grande como nuestro Dios?