CONFESIONES DE UNA MUJER - Casa Egueza mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga,...

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  • CONFESIONES DE UNA MUJER

    GUY DE MAUPASSANT

  • Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la LecturaDirector General: Iván ÉgüezCoordinación Editorial: Andrés Cadena

    Confesiones de una mujer, de Guy de Maupassant© Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2012Colección Luna de bolsilloISBN: 978-9942-908-33-9

    El Heraldo 224 y Juan de AlcántaraTeléfono: (5932) 243 2980Correo electrónico: [email protected]

    Portada: Luis OchoaIlustración de portada: Nature morte au crâne (1895-1900), dePaul Cezanne.Diseño y diagramación: Patty Montúfar

    La Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura esuna iniciativa ciudadana que busca mejorar el comportamiento lec-tor de los ecuatorianos. Se maneja mediante la autogestión y a travésde la asociación con diversas entidades. Sus líneas básicas de acciónson la edición y distribución masiva de libros, la capacitación a me-diadores de lectura, la difusión de la literatura nacional en elextranjero y la reflexión teórica sobre el tema de la lectura. Formaparte de la Corporación Eugenio Espejo por el Libro y la Cultura.

  • ÍNDICE

    CONFESIONES DE UNA MUJER....................................................9

    UNA VIUDA .............................................................................19

    UNA «VENDETTA»...................................................................29

    EL OLIVAR................................................................................39

    LA PEQUEÑA ROQUE ...............................................................91

  • CONFESIONES DE UNA MUJER

    Amigo mío, me ha pedido usted que lecuente los recuerdos más vivos de mi exis-tencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos;puedo, pues, libremente confesarme conusted. Prométame sólo que jamás desvelarámi nombre.

    He sido muy amada, usted lo sabe; y amenudo amé yo también. Era muy hermosa;puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. Elamor era para mí la vida del alma, como elaire es la vida del cuerpo. Hubiera preferidomorir a existir sin ternura, sin un pensa-miento siempre clavado en mí. Las mujerespretenden con frecuencia no amar sino unasola vez con todo el poder de su corazón; confrecuencia me ocurrió que amaba tan violen-tamente que me parecía imposible que aque-llos transportes finalizasen. Y sin embargo se

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  • extinguían siempre de una forma natural,como un fuego falto de leña.

    Le contaré hoy la primera de mis aventu-ras, en la que yo fui muy inocente, aunquedeterminó las otras.

    La horrible venganza de ese espantoso far-macéutico de Le Pecq1 me ha recordado elterrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

    Estaba casada desde hacía un año, con unhombre rico, el conde Hervé de Ker…, unbretón de vieja cepa al cual, por supuesto, noamaba. El amor, el verdadero, necesita, o porlo menos así lo creo, libertad y obstáculos almismo tiempo. El amor impuesto, sanciona-do por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿esamor? Un beso legal nunca vale lo que unbeso robado.

    Mi marido era de elevada estatura, ele-gante y todo un gran señor de aspecto. Pero

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    1 Se trata de un crimen pasional que conmovió al público afinales de mayo de 1882: un farmacéutico de Le Pecq, el señorAubert, tenía una amante, Grabielle Fenayrou. Enterados elmarido —también farmacéutico— y el padre de la señora, laobligaron a atraer a Aubert a una casita alquilada al efecto; lomataron y lo arrojaron al Sena.

  • carecía de inteligencia. Hablaba de un modoterminante, emitía opiniones cortantes comocuchillos. Se le notaba una mente llena deideas preconcebidas, infundidas en él por suspadres, que a su vez las habían recibido desus antepasados. No vacilaba jamás, dabasobre todo una opinión inmediata y limita-da, sin el menor embarazo y sin comprenderque pudieran existir otros modos de ver. Senotaba que aquella cabeza estaba cerrada,que por ella no circulaban ideas, esas ideasque renuevan y sanean un espíritu como elviento que atraviesa una casa cuyas puertas yventanas se abren.

    El castillo donde vivíamos se encontrabaen plena región desierta. Era un gran edificiotriste, enmarcado por árboles enormes cuyomusgo hacía pensar en las blancas barbas delos ancianos. El parque, un verdadero bos-que, estaba rodeado por un profundo foso deesos que llaman salto de lobo; y al final, dellado del páramo, teníamos dos grandesestanques llenos de cañas y de hierbas flo-tantes. Entre los dos, a orillas de un arroyoque los unía, mi marido había mandado

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  • construir una pequeña choza para tirar sobrelos patos salvajes.

    Teníamos, amén de nuestros criados nor-males, un guarda, una especie de bruto adictoa mi marido hasta la muerte, y una doncella,casi una amiga, locamente ligada a mí. Yo lahabía traído de España cinco años antes. Erauna niña abandonada. Se la hubiera tomadopor una gitana a causa de su tez morena, desus ojos oscuros, de sus cabellos profundoscomo un bosque y siempre encrespados entorno a la frente. Contaba entonces dieciséisaños, pero aparentaba veinte.

    Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho,unas veces en las propiedades de los vecinos,otras en la nuestra; y yo me fijé en un joven,el barón de C…, cuyas visitas al castillo sevolvían singularmente frecuentes. Despuésdejó de venir, y no pensé más en él; pero medi cuenta de que mi marido cambiaba deactitud conmigo.

    Parecía taciturno, preocupado, ya no meabrazaba; y aunque casi no entraba en midormitorio, que yo había exigido separadodel suyo con el fin de vivir un poco sola, a

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  • menudo oía, de noche, unos pasos furtivosque llegaban hasta mi puerta y se alejabantras unos minutos.

    Como mi ventana estaba en la planta baja,a menudo creí también oír merodeos en lasombra, en torno al castillo. Se lo dije a mimarido, que me miró fijamente durante unossegundos y después respondió: «No es nada,es el guarda».

    Ahora bien, una noche, cuando acabábamosde cenar, Hervé, que parecía muy alegre, con-tra su costumbre, con una alegría socarrona,me preguntó: «¿Le gustaría a usted pasar treshoras al acecho para matar a un zorro que vie-ne por las noches a comerse mis gallinas?». Mequedé sorprendida; vacilaba; pero como él meexaminaba con singular obstinación, acabé res-pondiendo: «Claro que sí, amigo mío».

    Tengo que decirle que yo cazaba como unhombre lobos y jabalíes. Conque era muynatural que me propusiera aquel acecho.

    Pero mi marido de repente adoptó un aireextrañamente nervioso; y durante toda lavelada estuvo agitado, levantándose y vol-viéndose a sentar febrilmente.

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  • Hacia las diez me dijo de pronto: «¿Estáusted preparada?». Me levanté. Y cuando élme trajo mi escopeta, pregunté: «¿Hay quecargar con bala o con posta?». Pareció sor-prendido, y después prosiguió: «¡Oh!, sólocon posta bastará, puede estar segura». Des-pués, tras unos segundos, agregó con singu-lar tono: «¡Puede usted alabarse de su sangrefría!». Me eché a reír: «¿Yo? ¿Por qué? ¡San-gre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡quéideas tiene usted, amigo mío!».

    Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, através del parque. Toda la casa dormía. La lunallena parecía teñir de amarillo el viejo edificiooscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dostorrecillas que lo flanqueaban ostentaban en sucima dos placas de luz, y ningún ruido turba-ba el silencio de aquella noche clara y triste, dul-ce y pesada, que parecía muerta. Ni el menorsoplo de aire, ni un grito de un sapo, ni un ge-mido de lechuza; un lúgubre entorpecimien-to se había abatido sobre todo.

    Cuando estuvimos bajo los árboles delparque me asaltó su frescura, y un olor ahojas caídas. Mi marido no decía nada, pero

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  • escuchaba, espiaba, parecía olfatear en lassombras, poseído de pies a cabeza por lapasión de la caza.

    Pronto llegamos al borde de los estanques.Su cabellera de juncos permanecía inmó-

    vil, ningún soplo la acariciaba; pero por elagua corrían movimientos apenas sensibles. Aveces un punto se agitaba en la superficie, y deallí partían leves círculos, semejantes a arru-gas luminosas, que se agrandaban sin fin.

    Cuando llegamos a la choza donde debía-mos emboscarnos, mi marido me dejó pasardelante, después armó lentamente su escope-ta y el chasquido seco de las piezas me pro-dujo un extraño efecto. Me sintió temblar yme preguntó: «¿Es, acaso, que ya le basta austed con esta prueba? Pues márchese». Res-pondí, muy sorprendida: «Nada de eso, nohe venido para regresar. ¿Está usted debroma, esta noche?». Murmuró: «Comousted quiera». Y permanecimos inmóviles.

    Al cabo de una media hora, como nadaturbaba la pesada y clara tranquilidad deaquella noche de otoño, dije, en voz baja:«¿Está usted seguro de que pasa por aquí?».

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  • Hervé tuvo una sacudida, como si lehubiera mordido, y, con la boca pegada a mioído: «Estoy seguro, escuche».

    Y volvió a reinar el silencio.Creo que empezaba a amodorrarme

    cuando mi marido me apretó el brazo; y suvoz silbante, cambiada, pronunció: «¿No love usted, allá abajo, entre los árboles?». Pormucho que miraba, yo no distinguía nada. Ylentamente Hervé apuntó, mientras memiraba fijamente a los ojos. Yo misma estabapreparada para disparar, cuando de pronto, atreinta pasos de nosotros, apareció a plenaluz un hombre que avanzaba a pasos rápidos,con el cuerpo inclinado, como si vinierahuyendo.

    Me quedé tan estupefacta que lancé un vio-lento grito; pero antes de que pudiera volver-me, ante mis ojos pasó una llama, una deto-nación me aturdió, y vi al hombre rodar por elsuelo como un lobo que recibe una bala.

    Lancé agudos clamores, espantada, asalta-da por la locura; y entonces una mano furio-sa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fuiderribada, y después alzada en sus robustos

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  • brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia elcuerpo tendido sobre la hierba, y me arrojósobre él, violentamente, como si hubieraquerido romperme la cabeza.

    Me sentí perdida; iba a matarme; y yaalzaba sobre mi frente su tacón, cuando a suvez fue sujetado y derribado, sin que yohubiese entendido aún lo que estaba ocu-rriendo.

    Me alcé bruscamente y vi, de rodillassobre él, a Paquita, mi criada, que, aferrada aél como un gato furioso, crispada, enloqueci-da, le arrancaba la barba, el bigote y la pieldel rostro.

    Después, como asaltada bruscamente porotra idea, se levantó y, arrojándose sobre elcadáver, lo estrechó entre sus brazos, besán-dolo en los ojos, en la boca, abriendo con suslabios los labios muertos, buscando en ellosun hálito, y la profunda caricia de los amantes.

    Mi marido, en pie, la miraba. Compren-dió y, cayendo a mis pies: «¡Oh!, perdón,querida mía; sospeché de ti y he matado alamante de esta muchacha; mi guarda me haengañado».

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  • Yo, por mi parte, miraba los extrañosbesos de aquel muerto y aquella viviente; ylos sollozos de ella, y sus sobresaltos de amordesesperado.

    Y en ese momento comprendí que seríainfiel a mi marido.

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  • UNA VIUDA

    Era durante la temporada de caza, en elcastillo de Banneville. El otoño era lluvioso ytriste. Las hojas rojas, en lugar de crujir bajolos pies, se pudrían en las rodadas, bajo losabundantes aguaceros.

    El bosque, casi desnudo, estaba húmedocomo un cuarto de baño. Cuando se entrabaen él, bajo los grandes árboles azotados porlos chaparrones, un olor a moho, un vaho deagua caída, de hierbas empapadas, de tierramojada les envolvía, y los tiradores, encorva-dos bajo esta inundación continua, y losperros tristes, con el rabo gacho y el pelajepegado a las costillas, y las jóvenes cazadorascon sus chaquetas de paño ajustado y caladopor la lluvia, regresaban cada noche fatiga-dos de cuerpo y de alma.

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  • En el gran salón, después de cenar, sejugaba a la lotería, sin animación, mientras elviento empujaba ruinosamente los postigos yhacía girar las viejas veletas como si fuerantrompos. Se pretendió entonces contar histo-rias, como dicen en los libros; pero nadieinventaba nada divertido. Los cazadoresnarraban aventuras de escopetazos, matan-zas de conejos; y las mujeres se devanaban lacabeza sin descubrir jamás en ella la imagi-nación de Scherezade.

    Iban a renunciar a esta diversión cuandouna joven, jugando, sin fijarse mucho, con lamano de una anciana tía que se había queda-do soltera, observó una pequeña sortijahecha de pelo rubio, que había visto a menu-do sin reflexionar sobre ella.

    Entonces, dándole vueltas suavemente entorno al dedo, preguntó: «Dime, tía, ¿qué esesta sortija? Parece pelo de niño…». La viejaseñorita se ruborizó, luego palideció; y des-pués, con voz trémula: «Es algo tan triste, tantriste, que nunca quiero hablar de ello. Todaslas desgracias de mi vida proceden de ahí. Yoera joven entonces, y he guardado un recuer-

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  • do tan doloroso que lloro cada vez que pien-so en ello».

    Enseguida quisieron saber la historia;pero la tía se negaba a contarla; tanto se lorogaron que al final se decidió.

    * * * *

    Ustedes me han oído hablar a menudo dela familia de Santèze, hoy extinguida. Cono-cí a los tres últimos varones de la casa. Lostres murieron de la misma manera; éste es elpelo del último. Tenía quince años cuando semató por mí. Les parece raro, ¿verdad?

    ¡Oh!, era una raza singular, de locos, si sequiere, pero de locos encantadores, locos poramor. Todos, de padres a hijos, tenían pasio-nes violentas, grandes arrebatos de todo su serque los empujaban a las cosas más exaltadas,a fanáticos sacrificios, incluso al crimen. Esoera, en ellos, lo mismo que la devoción ardientees en ciertas almas. Los que se hacen trapen-ses no tienen la misma naturaleza que los asi-duos de los salones. Se decía entre la parentela:«Enamorado como un Santèze». Se adivinaba

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  • sólo con verlos. Todos tenían el pelo ensorti-jado, caído sobre la frente, barba rizada y ojosrasgados, rasgados, cuyo rayo penetraba en us-tedes, y les turbaba sin saber por qué.

    El abuelo de aquél cuyo único recuerdo eséste, tras muchas aventuras, duelos y raptosde mujeres, se prendó apasionadamente,hacia los sesenta y cinco años, de la hija deun arrendatario suyo. Los conocí a los dos.Ella era rubia, pálida, distinguida, con unhabla lenta, una voz perezosa y una miradatan dulce, tan dulce, que hubiérase dicho deuna Virgen. El anciano caballero se la llevó asu casa, y pronto quedó tan cautivado que nopodía prescindir de ella ni un minuto. Su hijay su nuera, que vivían en el castillo, lo juzga-ban muy natural, hasta tal punto era el amoruna tradición en la casa. Cuando se tratabade pasión, nada les extrañaba, y, si se habla-ba delante de ellas de inclinaciones contra-riadas, de amantes desunidos, y hasta devenganzas después de una traición, decíanambas, con idéntico tono desolado: «¡Oh!¡Cuánto tuvo que sufrir él (o ella) para llegara eso!». Nada más. Se apiadaban de los dra-

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  • mas del corazón y jamás las indignaban,incluso cuando eran criminales.

    Ahora bien, un otoño, un joven, el señorde Gradelle, invitado a cazar, raptó a la joven.

    El señor de Santèze conservó la calma,como si no hubiera pasado nada; pero unamañana lo encontraron ahorcado en laperrera, entre sus canes.

    Su hijo murió de la misma manera, en unhotel, en París, durante un viaje que hizo en1841, tras haber sido engañado por una can-tante de la Ópera.

    Dejaba un hijo de doce años de edad, yuna viuda, hermana de mi madre. Esta vinocon el niño a vivir a casa de mi padre, ennuestras tierras de Bertillon. Yo contabaentonces diecisiete años.

    No pueden figurarse ustedes qué asombro-sa y precoz criatura era el pequeño Santèze.Hubiérase dicho que toda la capacidad de ter-nura, todas las exaltaciones de su raza, habíanrecaído sobre él, el último. Soñaba siempre yse paseaba solo durante horas, por una granavenida de olmos que iba desde el castillo albosque. Yo miraba desde mi ventana a aquel

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  • chiquillo sentimental, que caminaba a pasosgraves, con las manos a la espalda, la frenteinclinada, y que a veces se detenía para alzarlos ojos como si viera y comprendiera y sin-tiera cosas que no eran propias de su edad.

    Con frecuencia, después de cenar, en lasnoches claras, me decía: «Vámonos a soñar,prima…». Y salíamos juntos al parque. Sedetenía bruscamente ante los claros dondeflotaba ese vapor blanco, ese algodón con quela luna engalana los calveros del bosque; y medecía, apretándome la mano: «Mira eso, miraeso. Pero tú no me comprendes, lo noto. Sime comprendieras, seríamos felices. Es preci-so amar para saber». Yo me reía y besaba alchiquillo, que me adoraba hasta morir.

    También a menudo, después de la cena,iba a sentarse en las rodillas de mi madre:«Vamos, tía, le decía, cuéntanos historias deamor». Y mi madre, en broma, le contabatodas las leyendas de su familia, todas lasaventuras apasionadas de sus padres, pues sereferían a miles, verdaderas y falsas. Lo queperdió a todos aquellos hombres fue su repu-tación; se les subía a la cabeza y a continua-

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  • ción se gloriaban de no desmentir el renom-bre de su casa.

    El crío se exaltaba con estos relatos tier-nos o terribles, y a veces palmoteaba repi-tiendo: «También yo, también yo, ¡sé amarmejor que todos ellos!».

    Entonces empezó a hacerme la corte, unacorte tímida y profundamente tierna, con la quenos reíamos, tan divertida era. Todas las ma-ñanas yo tenía flores cortadas por él, y todaslas noches, antes de subir a su habitación, mebesaba la mano murmurando: «¡Te amo!».

    Fui culpable,muy culpable, y todavía lloro sincesar, y he hecho penitencia durante toda mivida, y me he quedado soltera —o mejor dicho,no,me quedé comonovia-viuda de él—.Medi-vertía aquella pueril ternura, la excitaba inclu-so; fui coqueta, seductora, como con un hom-bre, acariciadora y pérfida. Enloquecí a aquelniño. Era un juego para mí, y una alegre diver-sión para su madre y la mía. ¡Tenía doce años!¡Imagínense! ¿Quién hubiera tomado en serioesta pasión de un renacuajo? Lo besaba todolo que él quería; y hasta le escribí esquelas amo-rosas que leían nuestras madres; me respondía

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  • con cartas, cartas inflamadas, que he conser-vado. Él creía secreta nuestra intimidad amo-rosa, juzgándose un hombre. ¡Habíamos olvi-dado que era un Santèze!

    Aquello duró cerca de un año. Una noche,en el parque, cayó a mis pies y, besando elborde de mi traje con furioso arrebato, repe-tía: «¡Te amo, te amo, te amo con locura! Sialguna vez me engañas, óyelo bien, si meabandonas por otro, haré como mi padre…».Y agregó con una voz tan profunda que meestremeció: «¡Ya sabes lo que hizo!».

    Después, como me quedé cortada, selevantó, y poniéndose de puntillas para llegara mi oído, pues yo era más alta que él, modu-ló mi nombre, mi nombre de pila: «¡Gene-viève!», con un tono tan dulce, tan lindo, tantierno, que temblé de pies a cabeza. Balbucí:«¡Vámonos, vámonos!». Él no dijo nada más,me siguió; pero, cuando íbamos a subir lospeldaños de la escalinata, me detuvo: «Ya losabes, si me abandonas, me mato».

    Comprendí, en ese momento, que habíallegado demasiado lejos, y empecé a mos-trarme reservada. Un día que me hacía

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  • reproches, le respondí: «Ya eres demasiadomayor para bromear, y demasiado joven paraun amor serio. Te esperaré».

    Y así me creí en paz con él.En otoño lo metieron en un internado.

    Cuando regresó al verano siguiente, yo esta-ba prometida. Él comprendió al punto, ydurante ocho días adoptó un aire tan reflexi-vo que me inquieté mucho.

    Al noveno día, por la mañana, vi, al levan-tarme, un papelito deslizado por debajo demi puerta. Lo cogí, lo abrí, leí: «Me has aban-donado, y ya sabes lo que te dije. Has orde-nado mi muerte. Como no quiero que meencuentre nadie más que tú, ven al parque, alsitio exacto donde te dije, el año pasado, quete amaba, y mira hacia arriba».

    Me sentí enloquecer. Me vestí a toda prisa,y corrí, corrí hasta caer exhausta, al lugar de-signado. Su gorrita de colegial estaba en el sue-lo, entre el barro. Había llovido toda la noche.Alcé los ojos y percibí algo que se mecía entrelas hojas, pues hacía viento, mucho viento.

    Ya no sé, después de eso, lo que hice. Debí degritar primero, de desmayarme quizás, y caer,

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  • y después de correr al castillo. Recobré la razónen mi cama, con mi madre a la cabecera.

    Creí haber soñado todo aquello en unespantoso delirio. Balbucí: «¿Y él, él… Gon-tran?». No me respondieron. Era cierto.

    No me atreví a verlo otra vez; pero pedíun largo mechón de su pelo rubio. Éste…éste… es…

    * * * *

    Y la anciana señorita tendía su mano tem-blorosa con un gesto desesperado.

    Después se sonó varias veces, se enjugó losojos y prosiguió: «Rompí mi compromiso… sindecir por qué… Y… he sido siempre… la… laviuda de aquel niño de trece años». Despuéssu cabeza cayó sobre su pecho y lloró muchotiempo con lágrimas pensativas.

    Cuando nos dirigíamos a las habitacionespara acostarnos, un grueso cazador cuyatranquilidad había perturbado ella, susurróal oído de su vecino: «¿No es una desgraciaser sentimental hasta ese punto?».

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  • UNA VENDETTA

    La viuda de Paolo Saverini vivía sola con suhijo en una pobre casita junto a las murallasde Bonifacio. La ciudad, construida en un sa-liente de la montaña, colgada incluso en al-gunos puntos sobre la mar, mira, por encimadel estrecho erizado de escollos, hacia la costamás baja de Cerdeña. A sus pies, por el otrolado, contorneándola casi por entero, un cortedel acantilado, que parece un gigantesco co-rredor, le sirve de puerto, lleva hasta las pri-meras casas, tras un largo circuito entre dosabruptas murallas, los barquitos de pesca ita-lianos o sardos y, cada quince días, el viejo va-por asmático que hace el servicio de Ajaccio.

    Sobre la blanca montaña, el montón decasas pone una mancha aun más blanca.Semejan nidos de pájaros salvajes, así colga-das del peñasco, dominando ese pasaje terri-

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  • ble por el que no se aventuran los navíos. Elviento, sin tregua, azota el mar, azota la costadesnuda, socavada por él, apenas revestidade hierba; se precipita en el estrecho, cuyasdos orillas devasta. Las estelas de pálidaespuma, enganchadas en las puntas negrasde las innumerables rocas que hienden pordoquier las olas, semejan jirones de tela flo-tantes y palpitantes en la superficie del agua.

    La casa de la viuda Saverini, soldada almismo borde del acantilado, abría sus tresventanas a este horizonte salvaje y desolado.

    Vivía allí, sola, con su hijo Antonio y su pe-rra Pizpireta, un gran animal flaco, de pelajelargo y áspero, de la raza de los guardianes derebaños. Le servía al joven para cazar.

    Una noche, tras una disputa, AntonioSaverini fue matado a traición, de un navaja-zo, por Nicolás Ravolati, quien esa mismanoche escapó a Cerdeña.

    Cuando la anciana madre recibió el cuer-po de su hijo, que le llevaron unos transeún-tes, no lloró, pero permaneció largo ratoinmóvil, mirándolo; después, extendiendosu mano arrugada sobre el cadáver, le pro-

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  • metió una vendetta. No quiso que nadie sequedase con ella, y se encerró junto al cuer-po con la perra, que aullaba. El animal aulla-ba de manera continua, a los pies de la cama,con la cabeza tendida hacia su amo, y el raboapretado entre las patas. No se movía, comotampoco la madre que, inclinada ahora sobreel cuerpo, mirándolo de hito en hito, llorabacon gruesas lágrimas mudas mientras locontemplaba.

    El joven, de espaldas, vestido con su cha-queta de paño grueso agujereada y desgarra-da en el pecho, parecía dormir; pero teníasangre por todas partes: en la camisa arran-cada para los primeros auxilios; en el chale-co, en los calzones, en la cara, en las manos.Coágulos de sangre se habían cuajado en labarba y el pelo.

    La anciana madre empezó a hablarle. Alrumor de aquella voz, la perra se calló.

    «Anda, anda, serás vengado, pequeñomío, hijo mío, mi pobre niño. Duerme, duer-me, serás vengado, ¿me oyes? ¡Tu madre te lopromete! Y cumple siempre su palabra, tumadre, lo sabes muy bien.»

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  • Y lentamente se inclinó sobre él, pegandosus labios fríos a los labios muertos.

    Entonces Pizpireta reanudó sus gemidos.Lanzaba una larga queja monótona, desga-rradora, horrible.

    Así estuvieron, los dos, la mujer y el ani-mal, hasta la mañana.

    Antonio Saverini fue enterrado al díasiguiente, y pronto ya nadie habló de él enBonifacio.

    No había dejado hermanos ni primos car-nales. No había ningún hombre para llevar acabo la vendetta. Sólo su madre pensaba enello, pobre vieja.

    Al otro lado del estrecho, veía de la maña-na a la noche un punto blanco en la costa.Era una aldehuela sarda, Longosardo, dondese refugian los bandidos corsos acosadosmuy de cerca. Pueblan casi solos ese villo-rrio, frente a las costas de su patria, y esperanallá el momento de regresar, de volver paraecharse al monte. En aquel pueblo, ella losabía, se había refugiado Nicolás Ravolati.

    Completamente sola, a lo largo de todo eldía, sentada a su ventana, miraba hacia allá

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  • abajo pensando en la venganza. ¿Cómo se lasarreglaría ella, sin nadie, achacosa, tan cercade la muerte? Pero lo había prometido, lohabía jurado sobre el cadáver. No podía olvi-dar, no podía esperar. ¿Qué haría? Ya no dor-mía de noche, ya no tenía reposo ni sosiego,buscaba, obstinada. La perra, a sus pies, dor-mitaba, y a veces, alzando la cabeza, aullabahacia la lejanía. Desde que su amo no estabaya, a menudo aullaba así, como si lo llamase,como si su alma de animal, inconsolable,hubiera también guardado ese recuerdo quenada borra.

    Ahora bien, una noche, cuando Pizpiretareanudaba sus gemidos, la madre, de repen-te, tuvo una idea, una idea de salvaje venga-tivo y feroz. La meditó hasta el alba; después,levantándose al rayar el día, se dirigió a laiglesia. Rezó, prosternada en el pavimento,abatida ante Dios, suplicándole que la ayuda-se, que la sostuviese, que diera a su pobrecuerpo gastado la fuerza que necesitaba paravengar a su hijo.

    Después volvió a su casa. Tenía en el patioun viejo barril desfondado, que recogía el

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  • agua del canalón; le dio la vuelta, lo vació, losujetó al suelo con estacas y piedras; despuésencadenó a Pizpireta a aquella perrera, yentró en la casa.

    Caminaba ahora, sin descanso, por su ha-bitación, los ojos siempre clavados en la costade Cerdeña. Allá abajo estaba el asesino.

    La perra aulló todo el día y toda la noche.La vieja, por la mañana, le llevó agua en uncuenco; pero nada más: ni comida, ni pan.

    Transcurrió un día entero. Pizpireta, exte-nuada, dormía. Al día siguiente, tenía losojos brillantes, el pelaje erizado, y tirabalocamente de la cadena.

    La vieja tampoco le dio nada de comer. Elanimal, enfurecido, ladraba con voz ronca.Pasó una noche más.

    Entonces, ya amanecido, la señora Saveri-ni fue a casa de su vecino, a pedirle que lediera dos haces de paja. Cogió unas viejasropas que había llevado en tiempos su mari-do, y las rellenó de forraje para simular uncuerpo humano.

    Habiendo clavado un palo en el suelo,delante de la perrera de Pizpireta, ató a él

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  • aquel maniquí, que así parecía estar de pie.Después representó la cabeza por medio deun paquete de ropa vieja.

    La perra, sorprendida, miraba aquel hom-bre de paja, y callaba, aunque devorada porel hambre.

    Entonces la anciana fue a comprar en lasalchichería un largo pedazo de morcilla. Alvolver a casa, encendió un fuego de leña en elpatio, cerca de la perrera, y asó la morcilla.Pizpireta, enloquecida, daba saltos, echabaespuma, con los ojos clavados en la parrilla,cuyo aroma penetraba en su vientre.

    Después la vieja hizo con aquella papillahumeante una corbata para el hombre depaja. La ató un buen rato con bramante entorno al cuello, como para metérsela dentro.Cuando acabó, soltó a la perra.

    De un formidable salto el animal alcanzóla garganta del maniquí y, con las patas sobresus hombros, empezó a desgarrarla. Se deja-ba caer, con un trozo de su presa en el hoci-co, y luego se lanzaba de nuevo, hundía loscolmillos en las cuerdas, arrancaba algunasporciones de comida, volvía a dejarse caer, y

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  • saltaba de nuevo, encarnizada. Deshacía elrostro a grandes dentelladas, hacía jirones elcuello entero.

    La anciana, inmóvil y muda, la miraba,con ojos encendidos. Después volvió a enca-denar al animal, lo tuvo en ayunas dos días,y recomenzó aquel extraño ejercicio.

    Durante tres meses, la acostumbró a estaespecie de lucha, a esta comida conquistadacon los colmillos. Ahora ya no la encadena-ba, limitándose a lanzarla con un ademánsobre el maniquí.

    Le había enseñado a desgarrarlo, a devo-rarlo, incluso sin que en su garganta se ocul-tara el menor alimento. A continuación ledaba, como recompensa, la morcilla asadapor ella.

    En cuanto veía al hombre, Pizpireta seestremecía, después volvía los ojos a su ama,que le gritaba: «¡Hale!» con voz silbante,alzando un dedo.

    Cuando juzgó llegado el momento, laseñora Saverini fue a confesarse y comulgóuna mañana de domingo, con un fervorextático; después, vistiéndose con ropas de

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  • hombre, como un pobre viejo andrajoso,trató con un pescador sardo, que la condujo,acompañada por su perra, al otro lado delestrecho.

    Llevaba, en una bolsa de tela, un grantrozo de morcilla. Pizpireta estaba en ayunasdesde hacía dos días. La anciana le dejabaolfatear a cada momento el oloroso alimento,y la excitaba.

    Entraron en Longosardo. La corsa mar-chaba cojeando. Se presentó en una panade-ría y preguntó por la casa de Nicolás Ravola-ti. Éste había reanudado su antiguo oficio,carpintero. Trabajaba solo al fondo de sutaller. La vieja empujó la puerta y lo llamó:«¡Eh! ¡Nicolás!».

    Él se volvió; entonces, soltando a la perra,ella gritó: «Hale, hale, ¡come, come!».

    El animal, enloquecido, se abalanzó sobreél, se le enganchó a la garganta. El hombreextendió los brazos, lo estrechó, rodó por elsuelo. Durante unos segundos se retorció,golpeando el suelo con los pies; después sequedó inmóvil, mientras Pizpireta hurgabaen su cuello, que arrancaba a jirones.

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  • Dos vecinos, sentados ante sus puertas,recordaron perfectamente haber visto salir aun anciano pobre con un perro negro y flacoque comía, mientras caminaba, una cosamarrón que le daba su amo.

    La anciana había vuelto a su casa por latarde. Y esa noche, durmió bien.

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  • EL OLIVAR

    I

    Cuando los hombres del puerto, del puer-tecito provenzal de Garandou, al fondo de labahía de Pisca, entre Marsella y Toulon, divi-saron la barca del padre Vilbois que volvía dela pesca, bajaron a la playa para ayudar asacar la embarcación.

    El cura estaba solo, y remaba como unauténtico marinero, con una energía extraor-dinaria a pesar de sus cincuenta y ocho años.Las mangas remangadas sobre los brazosmusculosos, la sotana levantada por abajo ysujeta entre las rodillas, algo desabrochadasobre el pecho, la teja en el banco de al lado,y tocado con un sombrero acampanado decorcho recubierto con tela blanca… parecíaun fornido y extravagante eclesiástico de lospaíses cálidos, más hecho para las aventurasque para decir misa.

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  • De vez en cuando, miraba hacia atrás paraidentificar bien el punto de atraque, y des-pués recomenzaba a remar, de forma rítmica,metódica y fuerte, para demostrar, una vezmás, a aquellos malos marineros del sur,cómo bogan los hombres del norte.

    La barca tocó la arena con fuerte impulso yse deslizó como si fuera a subir toda la playahundiendo en ella la quilla; después se paró enseco, y los cinco hombres que contemplabanla llegada del cura se acercaron, afables, satis-fechos, simpáticos con el sacerdote.

    «¿Qué?, dijo uno con su fuerte acento deProvenza, ¿buena pesca, señor cura?»

    El padre Vilbois metió los remos, se quitóel sombrero acampanado para tocarse con lateja, se bajó las mangas sobre los brazos, seabrochó la sotana, y después, habiendo recu-perado su aspecto y su prestancia de párrocode pueblo, respondió con orgullo:

    «Sí, sí, muy buena, tres lubinas, dos more-nas y unos cuantos jureles.»

    Los cinco pescadores se habían acercado ala barca e, inclinados sobre la borda, examina-ban, con aire de entendidos, los bichos muer-

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  • tos, las lubinas gruesas, las morenas de cabezaplana, repugnantes serpientes de mar, y losjureles violetas estriados en zigzag por franjasdoradas del color de la piel de naranja.

    Uno de ellos dijo:«Voy a ayudarle a llevar todo eso a su casa,

    señor cura.»«Gracias, muchacho.»Tras estrechar las manos, el sacerdote se puso

    en camino, seguido por un hombre y dejandoa los demás al cuidado de su embarcación.

    Marchaba a pasos largos y lentos, con unaire de fuerza y de dignidad. Como aún estabaacalorado por haber remado con tanto vigor,se destocaba a veces al pasar bajo la sombraleve de los olivos, para ofrecer al aire de latarde, siempre tibio, pero un poco refrescadopor una vaga brisa del mar abierto, su frentecuadrada, coronada de pelo blanco, tieso ycorto, una frente de oficial más bien que unafrente de cura. El pueblo aparecía sobre unaloma, en medio de un ancho valle que des-cendía en llanura hacia el mar.

    Era una tarde de julio. El sol deslumbra-dor, a punto de tocar la dentada cresta de las

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  • colinas remotas, proyectaba oblicuamentesobre la blanca carretera, enterrada bajo unsudario de polvo, la interminable sombra deleclesiástico cuya teja desmesurada paseabapor el campo contiguo una mancha oscuraque parecía jugar a trepar ágilmente portodos los troncos de olivos que encontraba,para caer enseguida al suelo, donde se arras-traba entre los árboles.

    Bajo los pies del padre Vilbois, una nubede fino polvo, de esa harina impalpable quecubre, en verano, los caminos provenzales, seelevaba, humeando en torno a la sotana quevelaba y cubría, por abajo, de un tono griscada vez más claro. Caminaba, ya refrescadoy con las manos en los bolsillos, con la mar-cha lenta y poderosa de un montañés quehace una ascensión. Sus ojos tranquilos con-templaban el pueblo, su pueblo, cuyo párro-co era desde hacía veinte años, pueblo elegi-do por él, obtenido como un gran favor, ydonde pensaba morir. La iglesia, su iglesia,dominaba el ancho cono de casas agolpadasa su alrededor, con sus dos torres de piedraparda, desiguales y cuadradas, que erguían

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  • en aquel hermoso vallecito meridional susantiguas siluetas, más parecidas a defensasde un castillo que a campanarios de unmonumento sagrado.

    El sacerdote estaba contento, pues habíapescado tres lubinas, dos morenas y unoscuantos jureles.

    Tendría ese nuevo y pequeño triunfo antesus feligreses, él, a quien respetaban sobretodo por ser, a pesar de su edad, el hombremás musculoso del pueblo. Estas ligerasvanidades inocentes eran su mayor placer. Supuntería con la pistola le permitía cortar lostallos de las flores, a veces practicaba la esgri-ma con el estanquero, su vecino, ex ayudantedel maestro de armas de un regimiento, ynadaba mejor que nadie en la costa.

    Era además un ex hombre de mundo, muyconocido en tiempos, muy elegante, el barónde Vilbois, que se había hecho cura, a los trein-ta y dos años, a consecuencia de un desenga-ño amoroso.

    Descendiente de una antigua familia picar-da, monárquica y religiosa, que desde hacía si-glos consagraba sus hijos al ejército, a la ma-

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  • gistratura o al clero, pensó primero en tomar loshábitos por consejo de su madre, y después, ainstancias de su padre, se decidió simplemen-te a trasladarse a París, estudiar derecho, y bus-car un importante empleo en la curia.

    Pero mientras terminaba sus estudios, supadre sucumbió de una neumonía, de resul-tas de unas cacerías en los pantanos, y sumadre, embargada de dolor, murió pocotiempo después. Así, pues, al haber heredadode pronto una gran fortuna, renunció a susproyectos de seguir una carrera, para con-tentarse con vivir como un hombre rico.

    Guapo, inteligente, aunque de un espíritulimitado por creencias tradicionales yprincipios tan hereditarios como sus mús-culos de hidalgo picardo, gustó, tuvo éxitoentre la gente seria, y disfrutó de la vidacomo un hombre joven, rígido, opulento yconsiderado.

    Pero he aquí que tras algunos encuentrosen casa de un amigo, se enamoró de unajoven actriz, de una jovencísima alumna delConservatorio, que se presentaba brillante-mente en el Odeón.

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  • Se enamoró con toda la violencia, contodo el arrebato de un hombre nacido paracreer en ideas absolutas. Se enamoró viéndo-la a través del papel novelesco con el quehabía obtenido, el mismo día en que se mos-tró por vez primera al público, un gran éxito.

    Ella era bonita, perversa por naturaleza,con un aire de niña ingenua que él calificabade angelical. Supo conquistarlo por comple-to, convertirlo en uno de esos locos deliran-tes, uno de esos extasiados dementes a quie-nes una mirada o unas faldas de mujer abra-san en la hoguera de las pasiones mortales.La tomó por amante, la obligó a dejar el tea-tro, y la amó, durante cuatro años, con ardorsiempre creciente. Seguramente, a pesar desu apellido y de las tradiciones honorables desu familia, habría acabado casándose conella, de no haber descubierto, un día, que loengañaba desde hacía tiempo con el amigoque se la había presentado.

    El drama fue tanto más terrible cuantoque ella estaba encinta, y que él esperabael nacimiento del niño para decidirse almatrimonio.

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  • Cuando tuvo entre sus manos las pruebas,unas cartas, encontradas en un cajón, lereprochó su infidelidad, su perfidia, su igno-minia, con toda la brutalidad del semisalvajeque era.

    Pero ella, hija de las aceras de París, tanimpudente como impúdica, tan segura delotro hombre como de éste, y además atrevi-da como esas hijas del pueblo que se encara-man a las barricadas por simple chulapería,lo desafió y le insultó; y cuando él alzaba lamano, le mostró su vientre.

    Él se detuvo, palideciendo, pensó que undescendiente suyo estaba allí, en aquellacarne mancillada, en aquel cuerpo vil, enaquella criatura inmunda, ¡un hijo suyo!Entonces se abalanzó sobre ella para aplas-tarlos a ambos, para aniquilar aquella doblevergüenza. Ella tuvo miedo, sintiéndose per-dida, y cuando rodaba por el suelo bajo suspuños, cuando veía su pie dispuesto a golpe-ar en el suelo la cadera abultada donde vivíaya un embrión humano, le gritó, con lasmanos alargadas para parar los golpes:

    «No me mates. No es tuyo, es de él.»

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  • Retrocedió de un salto, tan estupefacto,tan trastornado que su furia quedó en sus-penso como su tacón, y balbució:

    «¿Qué… qué dices?»Ella, de repente, loca de miedo ante la

    muerte entrevista en los ojos y en el gestoaterradores de aquel hombre, repitió:

    «No es tuyo, es de él.»Él murmuró, apretando los dientes, ano-

    nadado.«¿El niño?«Sí.»«¡Mientes!»Y de nuevo esbozó el gesto del pie que va a

    aplastar a alguien, mientras su amante, de rodi-llas, tratando de retroceder, seguía balbuciendo:

    «Te aseguro que es de él. Si fuera tuyo, ¿nolo habría tenido ya hace tiempo?»

    Este argumento lo impresionó como laverdad misma. En uno de esos relámpagosde la mente donde todos los razonamientosaparecen al mismo tiempo con iluminadoraclaridad, concretos, irrefutables, concluyen-tes, irresistibles, se convenció, estuvo segurode que él no era el padre del miserable hijo

    47

  • de zorra que ella llevaba en las entrañas; yaliviado, liberado, casi apaciguado de pronto,renunció a destruir a aquella infame criatura.

    Entonces le dijo con voz más tranquila:«Levántate, márchate, y que no te vuelva a

    ver nunca.»Ella obedeció, vencida, y se marchó.No volvió a verla jamás.Él partió por su lado. Bajó hacia el sur,

    hacia el sol, y se detuvo en un pueblo, que sealzaba en el centro de un valle, a orillas delMediterráneo. Le gustó una posada que dabaal mar; cogió una habitación y se quedó.Estuvo allí dieciocho meses, con su pesar,con su desesperación, en total aislamiento.Vivió con el recuerdo devorador de la mujertraidora, de su encanto, de su fingimiento, desu embrujo inconfesable, y con la nostalgiade su presencia y sus caricias.

    Vagaba por los vallecitos provenzales,paseando al sol tamizado por las grisáceashojitas de los olivos su pobre cabeza enfermadonde moraba una obsesión.

    Pero las antiguas ideas piadosas, el ardoralgo apaciguado de su fe inicial volvieron muy

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  • suavemente a su corazón en aquella dolorosasoledad. La religión, que le había parecido entiempos un refugio contra la vida desconoci-da, se le aparecía ahora como un refugio con-tra la vida engañosa y torturadora. Había con-servado el hábito de rezar. Se aferró a él en supesar, y a menudo iba, al atardecer, a arrodi-llarse en la iglesia en sombras donde sólo bri-llaba, al fondo del coro, el punto luminoso dela lámpara, centinela sagrada del santuario,símbolo de la presencia divina.

    Confió su pena a Dios, a su Dios, y le contótoda su miseria. Le pedía consejo, compasión,auxilio, protección, consuelo, y en su oración,repetida cada día con mayor fervor, poníacada vez una emoción más intensa.

    Su corazón martirizado, roído por el amorde una mujer, seguía abierto y palpitante,ávido de ternura; y poco a poco, a fuerza derezar, de vivir como un ermitaño con cre-cientes hábitos de piedad, de abandonarse aesa comunicación secreta de las almas devo-tas con el Salvador que consuela y atrae a losmiserables, el amor místico de Dios entró enél y venció al otro.

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  • Entonces reanudó sus primeros proyec-tos, y decidió ofrecer a la Iglesia una vidarota que había estado a punto de entregarlevirgen.

    Y se hizo sacerdote. Gracias a su familia, asus relaciones, consiguió que lo nombrasenpárroco de aquel pueblo provenzal al que elazar lo había arrojado y, consagrando a obrasde beneficencia gran parte de su fortuna,conservando sólo lo necesario para ser hastasu muerte útil a los pobres y compasivo conellos, se refugió en una tranquila existenciade prácticas piadosas y de entrega a sussemejantes.

    Fue un sacerdote de miras estrechas, perobueno, una especie de guía religioso contemperamento de soldado, un guía de la igle-sia que conducía a la fuerza por el caminorecto a la humanidad errante, ciega, perdidaen esta selva de la vida donde todos nuestrosinstintos, nuestros gustos, nuestros deseos,son senderos que nos extravían. Pero buenaparte del hombre antiguo seguía viviendo enél. No dejaron de gustarle los ejercicios vio-lentos, los deportes nobles, las armas, y

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  • detestaba a las mujeres, a todas, con unmiedo de niño ante un misterioso peligro.

    II

    El marinero que seguía al sacerdote sentíaen la lengua unas ganas muy meridionales decharlar. No se atrevía, pues el sacerdote dis-frutaba entre su grey de gran prestigio. Alfinal se aventuró.

    «Entonces, dijo, ¿se encuentra usted agusto en la alquería, señor cura?»

    Esta alquería era una de esas casas micros-cópicas donde los provenzales de ciudades ypueblos van a residir, en verano, para tomar elaire. El sacerdote había alquilado la casita enun campo, a cinco minutos de la rectoral,demasiado pequeña y como ahogada en elcentro de la parroquia, pegada a la iglesia.

    No habitaba con regularidad, ni siquieraen verano, en el campo; iba sólo a pasar allíunos días de vez en cuando, para viviren plena vegetación y tirar al blanco con lapistola.

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  • «Sí, amigo mío, dijo el sacerdote, me en-cuentro muy a gusto.»

    La pequeña vivienda aparecía, construidaen medio de los árboles, pintada de rosa, lis-tada, cuadriculada, cortada en pedacitos porlas ramas y las hojas de los olivos plantadosen el campo sin cercado, donde parecíahaber brotado como una seta de Provenza.

    Se veía también una mujer alta que circu-laba ante la puerta preparando una mesitapara la cena donde colocaba cada vez quevolvía, con metódica lentitud, un solocubierto, un plato, una servilleta, un trozo depan, un vaso. Iba tocada con el gorrito de lasartesianas, puntiagudo cono de seda o de ter-ciopelo negro sobre el que florece una setablanca.

    Cuando el sacerdote estuvo a tiro de voz,le gritó:

    «¡Eh! ¡Marguerite!»Ella se detuvo para mirar y, reconociendo

    a su amo:«¡To! ¿Es usted, señor cura?«Sí. Le traigo una buena pesca, me va

    usted a asar ahora mismo una lubina, una

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  • lubina con mantequilla, sólo con mantequi-lla, ¿me entiende?»

    La sirvienta, que había salido al encuentrode los hombres, examinaba con miradaexperta los peces que llevaba el marinero.

    «Es que ya tenemos gallina con arroz», dijo.«Lo siento, pero el pescado de un día no es

    lo mismo que el pescado recién sacado delagua. Me daré un banquete, cosa que no ocu-rre todos los días; y además, el pez no es muygrande.»

    La mujer escogía la lubina, y cuando ya seiba, llevándosela, se volvió:

    «¡Ah! Ha venido un hombre en su buscatres veces, señor cura.»

    Él preguntó con indiferencia:«¿Un hombre? ¿Qué tipo de hombre?»«Pues un hombre no muy recomendable.»«¿Cómo? ¿Un mendigo?»«A lo mejor, sí, no digo que no. Más bien

    diría un maóufatan.»El padre Vilbois se echó a reír de aquella

    palabra provenzal, que significa «maleante»,«merodeador de caminos», pues conocía elalma timorata de Marguerite que no podía

    53

  • residir en la alquería sin imaginarse durantetodo el día y sobre todo por la noche que losiban a asesinar.

    Dio unas monedas al marinero, que semarchó, y mientras decía, pues había conser-vado todos los hábitos de limpieza y porte deun hombre de mundo: «Voy a mojarme unpoco la cara y las manos», Marguerite le gritódesde la cocina, donde rascaba a contrapelo,con el cuchillo, el lomo de la lubina, cuyasescamas un poco manchadas de sangre sedespegaban como íntimas piececitas de plata:

    «¡Ahí lo tiene!»El sacerdote se volvió hacia la carretera y

    vio en efecto a un hombre, que le pareció,desde lejos, muy mal vestido, y que se acer-caba, a pasitos cortos, a la casa. Lo esperó,riéndose aún del terror de su criada, y pen-sando:

    «A fe mía, creo que tiene razón, tiene todala pinta de un maóufatan.»

    El desconocido se acercaba con las manosen los bolsillos, los ojos clavados en el sacer-dote, sin apresurarse. Era joven, llevababarba, rizada y rubia; mechones de cabellos

    54

  • se rizaban en bucles al salir de un sombrerode fieltro blando, tan sucio y abollado quenadie habría podido adivinar su color y suforma iniciales. Llevaba un largo gabánmarrón, unos pantalones desflecados entorno a los tobillos, y calzaba alpargatas, locual le imprimía unos andares blandos,mudos, inquietantes, un paso imperceptiblede merodeador.

    Cuando estuvo a unas zancadas del ecle-siástico, se quitó el pingajo que le cubría lafrente, destocándose con un aire un pocoteatral, y mostrando una cabeza ajada, liber-tina y hermosa, calva en lo alto del cráneo,señal de cansancio o de precoz desenfreno,pues seguramente el hombre no contaba másde veinticinco años.

    El sacerdote se destocó al punto, adivinan-do y sintiendo que aquél no era un vagabun-do corriente, un obrero sin trabajo o alguiencon antecedentes penales errante entre doscárceles y que ya no sabe hablar más que elmisterioso lenguaje de los presidios.

    «Buenos días, señor cura», dijo el hombre.El sacerdote respondió simplemente: «¡Ho-

    55

  • la!», no queriendo llamar «señor» a aqueltranseúnte sospechoso y desharrapado. Secontemplaban fijamente y el padre Vilbois,ante la mirada de aquel merodeador, se sen-tía turbado, emocionado como frente a unenemigo desconocido, invadido por una deesas extrañas inquietudes que se desligancomo un escalofrío en la carne y la sangre.

    Al final, el vagabundo prosiguió:«¿Qué? ¿No me reconoce?»El sacerdote, muy extrañado, respondió:«No, en absoluto, no le conozco de nada.»«Ah, conque no me conoce de nada.

    ¡Míreme bien!»«Por mucho que le mire, no le he visto

    nunca.»«Eso es cierto, prosiguió el otro, irónico,

    pero voy a enseñarle a alguien a quien ustedconoce bien.»

    Se caló el sombrero y se desabrochó elgabán. Su pecho estaba desnudo, debajo. Uncinturón rojo, atado a su flaco vientre, le suje-taba el pantalón por encima de las caderas.

    Se sacó del bolsillo un sobre, uno de esosinverosímiles sobres jaspeados por todas las

    56

  • manchas posibles, uno de esos sobres queguardan, en los forros de los pordioseroserrantes, esos pocos papeles, auténticos o fal-sos, robados o legítimos, preciosos defenso-res de su libertad cuando tropiezan con ungendarme. Sacó una fotografía, una de esascartulinas del tamaño de una carta, que sehacían con frecuencia antaño, amarillenta,gastada, arrastrada mucho tiempo pordoquier, calentada contra la carne del hom-bre y empañada por su calor.

    Entonces, levantándola a la altura de sucara, preguntó:

    «¿Y a éste, lo conoce?»El sacerdote dio dos pasos para ver mejor

    y se quedó pálido, trastornado, pues era supropio retrato, hecho para Ella en la remotaépoca de su amor.

    No respondió nada, pues no comprendía.El vagabundo repitió:«¿Lo reconoce, a éste?»Y el sacerdote balbució:«Claro que sí.»«¿Quién es?»«Yo.»

    57

  • «¿Usted mismo?»«Claro que sí.»«¡Muy bien! Pues mírenos a los dos, ahora,

    ¡a su retrato y a mí!»Ya lo había visto, el pobre hombre, había

    visto que aquellos dos seres, el de la cartuli-na y el que se reía a su lado, se parecían comodos hermanos, pero seguía sin comprender,y tartamudeó:

    «¿Qué quiere usted de mí, a fin de cuentas?»Entonces, el pordiosero, con voz maligna:«¿Que qué quiero? Pues quiero que en

    primer lugar me reconozca.»«¿Quién es usted?»«¿Lo que soy? Pregúnteselo a cualquiera

    en el camino, pregúnteselo a su criada,vamos a preguntárselo al alcalde del pueblosi quiere, enseñándole esto; y se reirá conganas, se lo digo yo. ¡Ah! ¡Conque no quiereusted reconocer que soy su hijo, papá cura!»

    Entonces el anciano, alzando los brazoscon un gesto bíblico y desesperado, gimió:

    «¡No es cierto!»El joven se acercó mucho a él, frente a

    frente.

    58

  • «¡Ah, no es cierto. ¡Ah!, padre cura, hayque dejar de mentir, ¿me entiende?»

    Tenía una cara amenazadora y los puñoscerrados, y hablaba con una convicción tanviolenta que el sacerdote, siempre retroce-diendo, se preguntó cuál de los dos se enga-ñaba en ese momento.

    No obstante, afirmó una vez más:«Jamás he tenido un hijo.»El otro replicó:«¿Ni tampoco una amante, quizás?El anciano pronunció resueltamente una

    sola palabra, una orgullosa confesión:«Sí.»«Y esa amante, ¿no estaba embarazada

    cuando usted la despidió?»De pronto, la antigua cólera, ahogada

    veinticinco años antes, no ahogada, sinoemparedada en el fondo del corazón delamante, rompió las bóvedas de fe, de resig-nada devoción, de renuncia a todo, que habíaconstruido sobre ella, y él gritó, fuera de sí:

    «La despedí porque me había engañado yllevaba en su seno al hijo de otro; de no ser poreso, la habría matado, señor, y a usted con ella.»

    59

  • El joven vaciló, sorprendido a su vez porel sincero arrebato del cura, y después repli-có más suavemente:

    «¿Quién le dijo eso de que el niño era de otro?»«Pues ella, ella misma, desafiándome.»Entonces, el vagabundo, sin discutir esta

    afirmación, concluyó con el tono de indife-rencia de un golfo que juzga una causa:

    «¡Bueno! Fue mamá la que se equivocó alprovocarle, eso es todo.»

    Volviendo a ser de nuevo dueño de sí, trasaquel movimiento de furor, el sacerdote inte-rrogó a su vez:

    «¿Y quién le dijo, a usted, que era mi hijo?»«Ella, al morir, señor cura… ¡Y también

    esto!»Y alargaba, ante las narices del sacerdote,

    la fotografía.El anciano la cogió, y lentamente, larga-

    mente, con el corazón oprimido por laangustia, comparó a aquel transeúnte desco-nocido con su vieja imagen, y ya no dudómás: era su hijo.

    El desamparo se apoderó de su alma, unaemoción inefable, terriblemente penosa,

    60

  • como el remordimiento de un antiguo cri-men. Comprendía algo, adivinaba el resto,volvía a ver la brutal escena de la separación.Para salvar su vida, amenazada por el hom-bre ultrajado, la mujer, la engañosa y pérfidahembra, le había lanzado a la cara aquellamentira. Y la mentira había tenido éxito. Yun hijo suyo había nacido, había crecido, sehabía convertido en aquel sórdido trota-caminos, que olía a vicio como un machocabrío huele a bestialidad.

    Murmuró:«¿Quiere usted dar una vuelta conmigo,

    para explicarnos mejor?»El otro se echó a reír burlonamente.«¡Pardiez que sí! He venido justamente a

    eso.»Echaron a andar juntos, uno al lado del

    otro, por el olivar. El sol había desaparecido.El intenso frescor de los crepúsculos del surextendía sobre la campiña un invisiblemanto frío. El sacerdote temblaba y, alzandode pronto los ojos, con un movimiento habi-tual de oficiante, vio por doquier a su alrede-dor, trémulo contra el cielo, el menudo folla-

    61

  • je grisáceo del árbol sagrado que había cobi-jado bajo su frágil sombra el mayor dolor deCristo, su único desfallecimiento.

    Una plegaria brotó en su interior, breve ydesesperada, hecha de esa voz interna que nopasa por la boca y con la que los creyentesimploran al Salvador: «Dios mío, ayudadme».

    «Entonces, ¿su madre ha muerto?»Un nuevo pesar despertaba en él, al pro-

    nunciar estas palabras: «Su madre ha muer-to», y crispaba su corazón una extraña mise-ria de la carne del hombre que jamás acabóde olvidar, y un cruel eco de la tortura quehabía sufrido, pero acaso aun más, puestoque ella estaba muerta, una vibración deaquella delirante y corta felicidad juvenil dela que nada quedaba ahora, salvo la llaga delrecuerdo.

    El joven respondió:«Sí, señor cura, mi madre ha muerto.»«¿Hace mucho tiempo?»«Sí, tres años ya.»Una nueva duda invadió al sacerdote.«¿Y cómo no vino a verme antes?»El otro vaciló.

    62

  • «No pude. Tuve ciertos impedimentos…Pero, perdóneme que interrumpa estas con-fidencias, que le haré más adelante, tan deta-lladas como guste, para decirle que no hecomido nada desde ayer por la mañana.»

    Un estremecimiento de compasión sacu-dió por entero al anciano y, tendiendo brus-camente las dos manos:

    «¡Oh! ¡Pobre hijo mío!», dijo.El joven recibió aquellas grandes manos

    extendidas, que envolvieron sus dedos, másdelgados, tibios y febriles.

    Después respondió con aquel aire burlónque no se desprendía de sus labios:

    «¡Ea! De verdad, empiezo a creer que aca-baremos entendiéndonos.»

    El cura echó a andar.«Vamos a cenar», dijo.Pensaba de pronto, con una alegría instin-

    tiva, confusa y rara, en el hermoso pez pes-cado por él, que unido a la gallina con arrozconstituiría, ese día, una buena comida paraaquel desgraciado muchacho.

    La arlesiana, inquieta y ya regañona, espe-raba ante la puerta.

    63

  • «Marguerite, gritó el sacerdote, coja lamesa y llévesela a la sala, de prisa, y pongados cubiertos, pero a toda prisa.»

    La criada estaba pasmada, ante la idea deque su amo iba a cenar con aquel maleante.

    Entonces el padre Vilbois se puso élmismo a recoger y a trasladar, a la únicaestancia de la planta baja, el cubierto prepa-rado para él.

    Cinco minutos después estaba sentado,frente al vagabundo, delante de una soperallena de sopa de coles, que hacía ascender,entre sus rostros, una nubecita de vapor hir-viente.

    III

    Cuando los platos estuvieron llenos, elvagabundo empezó a engullir ávidamente susopa a rápidas cucharadas. El sacerdote ya notenía hambre, y se limitaba a aspirar con len-titud la sabrosa sopa de coles, dejando el panen el fondo del plato.

    De repente preguntó:

    64

  • «¿Cómo se llama usted?»El hombre rio, satisfecho de calmar su

    hambre.«Padre desconocido, dijo, y sin más apelli-

    do que el de mi madre, que probablementeusted no habrá olvidado aún. Tengo, en cam-bio, dos nombres que no me van muy bien,entre paréntesis, Philippe Auguste.»

    El sacerdote palideció y preguntó, con unnudo en la garganta:

    «¿Por qué le pusieron esos nombres?»El vagabundo se encogió de hombros.«Debería adivinarlo. Tras haberse separa-

    do de usted, mamá quiso hacer creer a surival que yo era suyo, y él lo creyó más omenos hasta que tuve quince años. Pero, enese momento, empecé a parecerme demasia-do a usted. Y aquel canalla renegó de mí. Mehabían puesto, pues, sus dos nombres, Phi-lippe Auguste; y si hubiera tenido la suerte deno parecerme a nadie o de ser simplementeel hijo de un tercero en discordia que nohubiese aparecido, me llamaría hoy el viz-conde Philippe Auguste de Pravallon, hijotardíamente reconocido del conde del mis-

    65

  • mo nombre, senador. Yo me he bautizado“Mala-pata”.»

    «¿Cómo sabe todo eso?»«Porque hubo explicaciones delante de

    mí, pardiez, y explicaciones bien duras, vaya.¡Ah!, eso le enseña a uno qué es la vida.»

    Algo más penoso y más atenazante que todolo que había sentido y sufrido desde hacía me-dia hora oprimía al sacerdote. Había en él unaespecie de ahogo que se iniciaba, que iba a cre-cer y que acabaría matándolo, y eso procedía,no tanto de las cosas que oía, cuanto de la ma-nera en que se las decían y de la cara de liber-tino del golfo que las subrayaba. Entre aquelhombre y él, entre su hijo y él, empezaba a sen-tir ahora esa cloaca de las suciedades moralesque son, para ciertas almas, un veneno mor-tal. ¿Era su hijo aquello? No podía creerlo aún.Quería todas las pruebas, todas; saberlo todo,oírlo todo, escucharlo todo, sufrirlo todo.Pensó de nuevo en los olivos que rodeaban lapequeña alquería y murmuró por segunda vez:«¡Oh, Dios mío! ¡Ayudadme!».

    Philippe Auguste había terminado lasopa. Preguntó:

    66

  • «¿Qué? ¿No se come más, padre cura?»Como la cocina se encontraba fuera de la

    casa, en un edificio anejo, y Marguerite nopodía oír la voz del cura, éste le avisaba deque la necesitaba dando unos golpes a ungong chino colgado cerca de la pared, a susespaldas.

    Cogió pues el mazo de cuero y golpeóvarias veces la placa redonda de metal. Pri-mero escapó un sonido débil, después creció,se acentuó vibrante, agudo, sobreagudo, des-garrador, horrible queja del cobre herido.

    La criada apareció. Tenía la cara crispaday lanzaba furiosas miradas al maóufatancomo si hubiera presentido, con su instintode perro fiel, el drama caído sobre su amo.En las manos llevaba la lubina asada de laque se desprendía un sabroso olor a mante-quilla derretida. El sacerdote, con unacuchara, dividió el pescado de un extremo aotro, y ofreciendo el filete de lomo al hijo desu juventud:

    «Lo acabo de pescar yo mismo», dijo conun resto de orgullo que afloraba en medio desu desconsuelo.

    67

  • Marguerite no se marchaba.El sacerdote prosiguió:«Traiga vino, del bueno, vino blanco del

    Cabo Corso.»Ella tuvo casi un gesto de rebelión, y él

    debió repetir, adoptando un aire severo:«Vamos, dos botellas». Pues, cuando invitabavino a alguien, raro placer, siempre se obse-quiaba a sí mismo con una botella.

    Philippe Auguste, radiante, murmuró:«¡Formidable! Qué buena idea. Hace

    mucho que no comía así.»La sirvienta regresó al cabo de dos minu-

    tos. Al sacerdote le parecieron dos eternida-des, pues la necesidad de saber le quemabaahora la sangre, tan devoradora como elfuego del infierno.

    Las botellas estaban descorchadas, pero lacriada allí seguía, con los ojos clavados en elhombre.

    «Déjenos solos», dijo el cura.Ella fingió no oírlo.Él prosiguió casi con dureza:«Le he ordenado que nos deje solos.»Entonces ella se marchó.

    68

  • Philippe Auguste comía el pescado convoraz precipitación; y su padre lo miraba,cada vez más sorprendido y desolado porcuanto de bajeza descubría en aquella caraque tanto se le parecía. Los trocitos que elpadre Vilbois se llevaba a los labios se le que-daban en la boca, pues su garganta cerrada senegaba a dejarlos pasar; y los masticaba unbuen rato, buscando, entre todas las pregun-tas que acudían a su mente, aquélla cuya res-puesta deseaba más pronto.

    Acabó por murmurar:«¿De qué murió?»«Del pecho.»«¿Estuvo enferma mucho tiempo?»«Dieciocho meses, más o menos.»«¿De qué le vino el mal?»«No se sabe.»Enmudecieron. El sacerdote pensaba. Le

    oprimían muchas cosas que le habría gusta-do conocer ya, pues desde el día de la ruptu-ra, desde el día en que estuvo a punto dematarla, no había sabido nada de ella. Escierto que tampoco había deseado saber,pues la había relegado con resolución a una

    69

  • fosa de olvido, a ella, y a sus días de felicidad;pero ahora sentía nacer en sí, de repente,cuando ella había muerto, un ardiente deseode enterarse, un deseo celoso, casi un deseode amante.

    Prosiguió:«No estaba sola, ¿verdad?»«No, seguía viviendo con él.»El anciano se estremeció.«¿Con él? ¿Con Pravallon?»«Sí, claro.»Y el hombre traicionado en tiempos cal-

    culó que la misma mujer que lo había enga-ñado se había quedado más de treinta añoscon su rival.

    Casi a su pesar balbució:«¿Fueron felices juntos?»Riendo burlonamente, el joven respondió:«Sí, claro, ¡con altibajos! La cosa habría ido

    muy bien sin mí. Yo siempre lo estropeo todo.»«¿Cómo? ¿Y por qué?», dijo el sacerdote.«Ya se lo he contado. Porque creyó que yo

    era hijo suyo hasta que tuve unos quinceaños. El viejo no era idiota, y descubrió porsí solo el parecido, y entonces tuvieron sus

    70

  • trifulcas. Yo escuchaba detrás de las puertas.Acusaba a mamá de habérsela pegado.Mamá replicaba: “¿Es que es mía la culpa?Sabías muy bien, cuando me hiciste tuya, queera la amante de otro”. El otro era usted.»

    «¡Ah! ¿Conque hablaban de mí a veces?»«Sí, pero nunca lo nombraron delante de

    mí, salvo al final, muy al final, los últimosdías, cuando mamá se sintió perdida. Des-confiaban de mí, después de todo.»

    «¿Y usted… usted se enteró pronto de quesu madre vivía en una situación irregular?»

    «¡Pardiez! No soy nada ingenuo, yo, ninunca lo fui. Esas cosas se adivinan enseguida,en cuanto uno empieza a conocer el mundo.»

    Philippe Auguste se servía vino una y otravez. Sus ojos se encendían, el largo ayuno lehacía embriagarse con rapidez.

    El sacerdote se dio cuenta; a punto estuvode detenerlo, pero le rozó la idea de que laembriaguez lo volvía imprudente y charla-tán, y, cogiendo la botella, llenó de nuevo elvaso del joven.

    Marguerite traía la gallina con arroz. Trasdejarla sobre la mesa, clavó de nuevo los ojos

    71

  • en el merodeador, y después le dijo a su amocon aire indignado:

    «¿No ve usted que está borracho, señorcura?»

    «Déjanos en paz, replicó el sacerdote, yvete.»

    Salió dando un portazo.Él preguntó:«¿Qué es lo que su madre decía de mí?»«Pues lo que se dice normalmente de un

    hombre al que se ha dejado; que su trato noera fácil, cargante para una mujer, y que lehabría complicado mucho la vida con susideas.»

    «¿Dijo eso a menudo?»«Sí, a veces con subterfugios, para que no

    lo entendiese, pero yo lo adivinaba todo.»«¿Y a usted, cómo lo trataban en aquella

    casa?»«¿A mí? Muy bien al principio, y después

    muy mal. Cuando mamá vio que le echaba aperder el negocio, me dejó en la estacada.»

    «¿Cómo es eso?»«¿Que cómo? Pues muy sencillo. Hice

    algunas calaveradas hacia los dieciséis años; y

    72

  • entonces los muy asquerosos me metieron enun correccional, para desembarazarse de mí.»

    Puso los codos en la mesa, apoyó las meji-llas en ambas manos y, totalmente ebrio, lamente anegada en vino, le asaltó de repenteuna de esas irresistibles ganas de hablar de símismo que hacen divagar a los borrachinesen fantásticas jactancias.

    Y sonreía amablemente, con una graciafemenina en los labios, una gracia perversaque el sacerdote reconoció. No sólo la recono-ció, sino que la sintió, odiada y acariciadora,aquella gracia que lo había conquistado y per-dido antaño. El hijo se parecía ahora más a sumadre, no por los rasgos del rostro, sino por lamirada cautivadora y falsa, y sobre todo por laseducción de la sonrisa engañosa que parecíaabrir la puerta de la boca a todas las infamiasdel interior. Philippe Auguste contó:

    «¡Ja, ja, ja! Menuda vida llevé, desde elcorreccional, una vida notable por la que ungran novelista pagaría mucho dinero. Deveras, el viejo Dumas, en su Montecristo, noha inventado cosas tan chuscas como las queme han ocurrido a mí.»

    73

  • Se calló, con la gravedad filosófica de unborracho que medita, y después, lentamente:

    «Quien desee que un chico salga bien, nodebería nunca enviarlo a un correccional, sealo que sea lo que haya hecho, a causa de lasamistades de allá dentro. Yo había hecho unabuena, pero me salió mal. Estaba estirandolas piernas con tres amigos, un poco achispa-dos los cuatro, una noche, hacia las nueve,por la carretera, cerca del vado de Folac,cuando encontré un carruaje donde todosdormían, el conductor y su familia; era unagente de Martmon que volvía de cenar en laciudad. Cogí el caballo de las riendas, lo hicesubir al transbordador, y empujé la barcazaal centro del río. Con el ruido, el tipo queconducía se despertó, no vio nada, dio unoslatigazos. El caballo echó a andar y saltó alagua con el carruaje. ¡Todos ahogados! Misamigos me denunciaron. Y eso que al princi-pio se habían reído con ganas al ver mibroma. De veras, no habíamos pensado quesaldría tan mal. Esperábamos sólo un buenbaño, para reírnos un poco. Después de eso,las hice peores para vengarme de la primera,

    74

  • que no merecía un castigo, palabra. Pero novale la pena contarlas. Le diré solamente laúltima, porque estoy seguro de que le gusta-rá. Le he vengado a usted, papá.»

    El sacerdote contemplaba a su hijo conojos aterrados, y ya no comía nada.

    Philippe Auguste iba a seguir hablando.«No, dijo el sacerdote, no ahora, dentro de

    un rato.»Volviéndose, golpeó el estridente címbalo

    chino, haciéndole gemir. Marguerite entró alpunto. Y su amo le ordenó, con una voz tandura que ella bajó la cabeza, asustada y dócil:

    «Tráenos la lámpara y todo lo que tengasque poner aún en la mesa, y después no apa-rezcas hasta que yo toque el gong.»

    Ella salió, regresó y dejó sobre el manteluna lámpara de porcelana blanca, con unapantalla, un gran pedazo de queso, fruta, yluego se marchó. Y el sacerdote dijo resuelta-mente: «Y ahora, le escucho».

    Philippe Auguste llenó con tranquilidadsu plato de postre y su vaso de vino. Lasegunda botella estaba casi vacía, aunque elcura apenas la había tocado.

    75

  • El joven prosiguió, tartamudeando, con laboca pastosa de comida y de borrachera:

    «Ahí va la última. Es de abrigo: Yo habíavuelto a casa… y allí me quedaba a pesar deellos porque me tenían miedo… me teníanmiedo… ¡Ah!, a mí no hay que jorobarme…soy capaz de todo cuando me joroban… Yasabe usted… vivían juntos y no vivían jun-tos. Él tenía dos domicilios, un domicilio desenador y un domicilio de amante. Perovivía con mamá más a menudo que en sucasa, pues no podía prescindir de ella…¡Ah!… sí que era lista, y de armas tomar…mamá… ¡sabía cómo atar a un hombre! Lodominó en cuerpo y alma, y lo conservóhasta el final. ¡Los hombres son idiotas! Así,pues, yo había regresado y los tenía en unpuño gracias al miedo. Soy yo muy cuco,también, y en picardía, en mano izquierda, yhasta en puños, no me gana nadie. Y mamácae enferma y él la instala en una hermosafinca cerca de Meulan, en medio de un par-que tan grande como un bosque. La cosadura unos dieciocho meses… como le dije.Después sentimos que se aproxima el final.

    76

  • Él venía todos los días de París, y estaba ape-nado, esta vez de veras. Así pues, una maña-na, habían estado charlando cerca de unahora, y yo me preguntaba de qué podían par-lotear tanto tiempo, cuando me llamaron. Ymamá me dijo:

    »“Estoy a punto de morir y hay algo quequiero revelarte, a pesar de la opinión delconde”. Siempre le llamaba “el conde” cuandohablaba de él. “Y es el nombre de tu padre,que aún vive”.

    »Yo se lo había preguntado más de cienveces… más de cien veces… el nombre de mipadre… más de cien veces… y siempre sehabía negado a decírmelo… Creo inclusoque un día le largué unas bofetadas para quelo escupiera, pero no sirvió de nada. Y des-pués, para desembarazarse de mí, me anun-ció que usted había muerto sin un céntimo,que no era usted gran cosa, un error dejuventud, una metedura de pata de una chicavirgen, vamos. Me lo contó tan bien, que metragué, pero del todo, la muerte de usted.Conque ella me dijo: “Es el nombre de tupadre”.

    77

  • »El otro, que estaba sentado en un sillón,replicó esto tres veces: “Es un error, es unerror, es un error, Rosette”. Mamá se sientaen la cama. La estoy viendo aún, con lospómulos rojos y los ojos brillantes, porque apesar de todo me quería mucho; y le dice:“Entonces, ¡haga algo por él, Philippe!”. Alhablarle, le llamaba “Philippe” y a mí “Augus-te”. Él se puso a chillar como un loco:“¡Nunca! Por este sinvergüenza, por estegolfo, por este delincuente habitual, poreste… este… este…”. Y encontró mil califica-tivos para mí, como si sólo hubiera buscadoeso durante toda su vida.

    »Iba a enfadarme, pero mamá me hizocallar y le dijo: “Entonces lo que usted quie-re es que se muera de hambre, pues yo nadatengo”. Replicó, sin inmutarse: “Rosette, le hedado a usted treinta y cinco mil francos alaño, desde hace treinta, eso suma más de unmillón. Gracias a mí ha vivido usted comouna mujer rica, una mujer amada, me atrevoa decir, una mujer feliz. Nada le debo a estepordiosero que ha estropeado nuestros últi-mos años; y no recibirá nada de mí. Es inútil

    78

  • que insista. Dígale el nombre del otro, siquiere. Lo siento, pero me lavo las manos”.

    »Entonces mamá se vuelve hacia mí. Yome decía: “Bueno, mira por dónde encuentroa mi verdadero padre… si tiene guita, estoysalvado…”. Ella continuó: “Tu padre, el barónde Vilbois, se llama hoy el padre Vilbois, y escura en Garandou, cerca de Toulon. Era miamante cuando lo abandoné por éste”.

    »Y me lo contó todo, salvo que se la jugótambién sobre su embarazo. Pero las muje-res, ya sabe, nunca dicen la verdad.»

    Se reía burlón, inconsciente, dejando salirtodo aquel lodo. Bebió un poco más, y concara siempre risueña, prosiguió:

    «Mamá murió dos días… dos días des-pués. Seguimos su ataúd hasta el cementerio,él y yo… es gracioso… fíjese… él y yo… ytres criados… nada más. Él lloraba como unbecerro… íbamos uno al lado del otro…hubiérase dicho papá y su hijito. Despuésvolvimos a la casa. Nosotros dos solos. Yo medecía: “Habrá que largarse, y sin un céntimo”.Tenía exactamente cincuenta francos. ¿Quépodría ocurrírseme para vengarme?

    79

  • »Me toca el brazo, me dice: “Tengo quehablar con usted”. Lo seguí a su despacho. Sesentó a su mesa, y después, farfullando entrelágrimas, me cuenta que no quiere ser tanmalo conmigo como le decía a mamá; meruega que no le moleste a usted… “Eso…eso nos concierne a usted y a mí…”. Me ofre-ce un billete de mil… mil… mil… ¿quépodía hacer con mil francos… yo… unhombre como yo? Vi que tenía más en elcajón, un verdadero montón. La vista de esaclase de papel me da ganas de rajarlo. Alar-go la mano para coger el que me ofrecía,pero en vez de recibir su limosna, salto sobreél, lo derribo al suelo, y le aprieto la gargan-ta hasta hacerle revolver los ojos; después,cuando vi que iba a palmarla, lo amordacé,lo até, lo desnudé, le di la vuelta y luego…¡ja, ja, ja!… ¡Le vengué a usted de una formamuy divertida!…»

    Philippe Auguste tosía, estrangulado porel gozo, y en el pliegue feroz y alegre quealzaba su labio, el padre Vilbois seguíahallando la antigua sonrisa de la mujer que lehabía hecho perder la cabeza.

    80

  • «¿Y después?», dijo.«Después… ¡Ja, ja, ja!… Había un gran

    fuego en la chimenea… era en diciembre…con los grandes fríos… cuando murió…mamá… un gran fuego de carbón… Cojo elatizador… lo pongo al rojo… y ya está… lemarco cruces en la espalda, ocho, diez, no sécuántas, después le doy la vuelta y hago otrotanto en el vientre. ¡Qué divertido!, ¿eh,papá? Así es cómo marcaban en otros tiem-pos a los forzados. Él se retorcía como unaanguila… pero yo lo había amordazado bien,no podía gritar. Después cogí los billetes —doce—, con el mío eran trece… Eso me diomala suerte. Y escapé diciéndoles a los cria-dos que no molestasen al señor conde hastala hora de la cena, porque dormía.

    »Pensaba que no diría nada, por miedo alescándalo, en vista de que es senador. Perome engañé. Cuatro días después me pillaronen un restaurante de París. Me gané tres añosde cárcel. Por eso no pude venir a verloantes.»

    Bebió un poco más, y farfullaba, pronun-ciando apenas las palabras:

    81

  • «Y ahora… papá… ¡papá cura!… ¡Es di-vertido tener por padre a un cura!… ¡Ja, ja!,hay que ser amable con mi menda, porque mimenda no es normal… y porque le gastó unabuena… ¿no?… una buena… al viejo…»

    La misma cólera que había enloquecidoen tiempos al padre Vilbois ante la amantetraidora, lo agitaba ahora frente a aquelhombre abominable.

    Él, que tanto había perdonado, en nombrede Dios, los secretos infames susurrados enel misterio del confesionario, se sentía sinpiedad, sin clemencia en su propio nombre,y ya no llamaba en su ayuda a aquel Diosbenigno y misericordioso, pues comprendíaque ninguna protección celestial y terrenapuede salvar aquí abajo a aquellos sobrequienes caen tamañas desgracias.

    Todo el ardor de su corazón apasionado yde su sangre violenta, extinguido por el sa-cerdocio, despertaba en medio de una irresis-tible rebelión contra aquel miserable que erasu hijo, contra aquel parecido con él, y tambiéncontra la madre, la madre indigna, que lo ha-bía concebido semejante a ella, y contra la fa-

    82

  • talidad que remachaba a aquel pordiosero a supie paterno como una bola de presidiario.

    Veía, preveía todo con repentina lucidez,despertado de sus veinticinco años de piado-so sueño y de tranquilidad por aquel choque.

    Convencido de pronto de que había quehablar con dureza para ser temido por aquelmaleante y aterrarlo ya desde el principio, ledijo, con los dientes apretados de furor, y sinpensar ya en su embriaguez:

    «Ahora que me lo ha contado todo, escú-cheme. Se marchará mañana por la mañana.Vivirá usted en un pueblo que le indicaré ydel que no saldrá nunca sin una orden mía.Le pasaré una pensión que le bastará paravivir, pero pequeña, pues no tengo dinero. Ysi desobedece una sola vez, se habrá acabadoy tendrá que vérselas conmigo…»

    Aunque embrutecido por el vino, PhilippeAuguste entendió la amenaza; y el criminalque había en él surgió de repente. Escupióestas palabras, entre hipos:

    «¡Ah, papá!, no me gastes bromas… ¡Erescura… te tengo cogido… y pasarás por elaro, como los otros!»

    83

  • El sacerdote se sobresaltó; y hubo, en susmúsculos de viejo Hércules, un invencibledeseo de agarrar a aquel monstruo, dedoblarlo como una varilla y de demostrarleque tendría que ceder.

    Le gritó, sacudiendo la mesa y empuján-dola contra su pecho:

    «¡Ah! Tenga cuidado, tenga cuidado…¡No tengo miedo de nadie!»

    El borracho, perdiendo el equilibrio, sebamboleaba en la silla. Notando que iba acaer y que estaba en poder del sacerdote,alargó la mano, con una mirada asesina,hacia uno de los cuchillos que había sobre elmantel. El padre Vilbois vio el gesto, y le dioa la mesa tal empujón que su hijo cayó deespaldas y quedó tendido en el suelo. La lám-para rodó y se apagó.

    Durante unos segundos un cristalino tin-tineo de vasos entrechocados cantó en laoscuridad; después hubo una especie de des-lizamiento de un cuerpo blando sobre elpavimento, y después nada más.

    Al romperse la lámpara una súbita oscuri-dad se había extendido sobre ellos, tan re-

    84

  • pentina, inesperada y profunda que se que-daron estupefactos como ante un sucesopavoroso. El borracho, acurrucado contra lapared, no se movía; y el sacerdote permane-cía en su silla, sumido en aquellas tinieblas,que ahogaban su cólera. Aquel negro veloarrojado sobre él detuvo su arrebato, inmovi-lizando también el furioso impulso de sualma; y le asaltaron otras ideas, sombrías ytristes como la oscuridad.

    Se hizo el silencio, un espeso silencio detumba cerrada, donde nada parecía vivir yrespirar. Tampoco nada llegaba de fuera, ni elpaso de un carruaje a lo lejos, ni un ladrido deperro, ni siquiera el roce en las ramas o sobrelas paredes de un leve soplo de viento.

    La cosa duró mucho tiempo, muchísimotiempo, acaso una hora. Después, de pronto,¡el gong tañó! Tañó herido por un solo golpeduro, seco y fuerte, al que siguió un granruido extraño de una caída y de una silladerribada.

    Marguerite, que estaba al acecho, acudió;pero en cuanto abrió la puerta, retrocedióespantada ante las sombras impenetrables.

    85

  • Después, temblorosa, el corazón estremeci-do, con voz jadeante y baja, llamó:

    «¡Señor cura! ¡Señor cura!»Nadie respondió, nada se movió.«¡Dios mío! ¡Dios mío!, pensó, ¿qué han

    hecho? ¿Qué ha ocurrido?»No se atrevía a avanzar, no se atrevía a

    salir en busca de una luz; y unas ganas locasde escapar, de huir y de gritar la asaltaron,aunque se sentía con las piernas flojas comopara caer allí mismo. Repetía:

    «Señor cura, señor cura, soy yo, Marguerite.»Pero de pronto, pese a su miedo, un deseo

    instintivo de auxiliar a su amo, y una de esasvalentías de mujer que a veces las vuelvenheroicas, llenaron su alma de aterrada auda-cia y, corriendo a la cocina, trajo su quinqué.

    En la puerta de la sala, se detuvo. Vio pri-mero al vagabundo, tumbado junto a lapared, y que dormía o parecía dormir, des-pués la lámpara rota, y después, debajo de lamesa, los dos pies negros y las piernas concalcetines negros del padre Vilbois, quehabía debido caer de espaldas golpeando elgong con la cabeza.

    86

  • Palpitante de espanto, las manos trémulas,repetía: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué esesto?». Y como avanzaba a pasitos cortos,con lentitud, resbaló en algo grasiento y estu-vo a punto de caer.

    Entonces, inclinándose, vio que sobre elpavimento rojo corría un líquido tambiénrojo, extendiéndose en torno a sus pies y flu-yendo con rapidez hacia la puerta. Adivinóque era sangre.

    Enloquecida, huyó, tirando la luz para no vernada, y se precipitó al campo, hacia el pueblo.Marchaba tropezando con los árboles, losojos clavados en las luces remotas y chillando.

    Su voz aguda volaba por la noche comoun si-niestro grito de lechuza y clamaba sin descanso:

    «El maóufatan… ¡el maóufatan… elmaóufatan!…»

    Cuando llegó a las primeras casas, unoshombres asustados salieron y la rodearon;pero se debatía sin responder, pues habíaperdido la cabeza.

    Al fin comprendieron que acababa deocurrir una desgracia en el campo del cura, yun grupo se armó para correr en su ayuda.

    87

  • En medio del olivar la pequeña alquería pin-tada de rosa se había vuelto invisible en la no-che profunda y muda. Desde que la única luzde su ventana iluminada se había apagadocomo un ojo cerrado, estaba anegada en som-bras, perdida en las tinieblas, imposible de en-contrar para quien no fuera natural del pueblo.

    Pronto unas luces corrieron a ras de tie-rra, a través de los árboles, yendo hacia ella.Paseaban sobre la hierba agostada largas cla-ridades amarillas; y bajo su errante resplan-dor los atormentados troncos de los olivosparecían a veces monstruos, serpientes delinfierno enlazadas y retorcidas. Los reflejosproyectados a lo lejos hicieron surgir depronto en la oscuridad una cosa blanquecinay vaga, y después, enseguida, la pared cua-drada y baja de la casita volvió a ser rosa antelas linternas. Las llevaban algunos campesi-nos, escoltando a dos gendarmes, con losrevólveres empuñados, al guarda rural, alalcalde y a Marguerite, a quien sosteníanunos hombres, porque desfallecía.

    Frente a la puerta, que seguía abierta,espantosa, se produjo un instante de vacila-

    88

  • ción. Pero el sargento, agarrando un farol,entró seguido por los otros.

    La sirvienta no había mentido. La sangre,coagulada ahora, cubría el pavimento comouna alfombra. Había corrido hasta el vaga-bundo, mojando una de sus piernas y una desus manos.

    El padre y el hijo dormían, el uno, con lagarganta cortada, el sueño eterno, el otro elsueño de los borrachos. Los dos gendarmesse arrojaron sobre él y antes de que se des-pertase tenía ya las esposas en las muñecas.Se frotó los ojos, estupefacto, atontado por elvino; y cuando vio el cadáver de su padrepareció aterrado, sin entender nada.

    «¿Cómo es que no escapó?», dijo el alcalde.«Estaba demasiado borracho», replicó el

    sargento.Y todos fueron de su opinión, pues a

    nadie se le pasó por la cabeza que el padreVilbois hubiera podido darse muerte.

    89

  • LA PEQUEÑA ROQUE

    I

    El peatón Médéric Rompel, a quien lagente de la región llamaba familiarmenteMédéri, salió a la hora de costumbre de lacasa de Correos de Roüy-le-Tors. Tras cruzarla pequeña población con su largo paso desoldado veterano, atajó primero por los pra-dos de Villaumes para llegar a orillas delBrindille, que lo llevaba, siguiendo el agua, alpueblo de Carvelin, donde iniciaba el reparto.

    Caminaba de prisa, a lo largo del estrechorío que espumeaba, gruñía, hervía y fluía porsu lecho de hierbas, bajo una bóveda de sau-ces. Las grandes piedras que detenían lacorriente tenían a su alrededor un anillo deagua, una especie de corbata rematada porun nudo de espuma. En algunos lugareshabía cascadas de un pie de altura, a menudoinvisibles, que hacían, bajo las hojas, bajo los

    91

  • bejucos, bajo un techo de verdor, un granruido colérico y suave; más adelante las ribe-ras se ensanchaban, se encontraba un laguitoapacible donde nadaban truchas entre todaesa cabellera verde que ondea en el fondo delos arroyos tranquilos.

    Médéric seguía su camino, sin ver nada, ysin pensar más que en esto: «Mi primeracarta es para los Poivron, luego tengo unapara el señor Renardet; conque tengo queatravesar el oquedal».

    Su chaqueta azul, ceñida a la cintura por unacorrea de cuero negro, pasaba con marcha rá-pida y regular bajo la fila verde de los sauces;y su bastón, una fuerte vara de acebo, avanzabaa su lado al mismo ritmo que sus piernas.

    Así, pues, salvó el Brindille por un puenteque consistía en un solo árbol, lanzado deuna orilla a otra, y que tenía por única baran-dilla una cuerda sostenida por dos estacasclavadas en las riberas.

    El oquedal, perteneciente al señor Renar-det, alcalde de Carvelin, y el principal pro-pietario del lugar, era una especie de bosquede viejos árboles, enormes, rectos como

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  • columnas, y que se extendía en una longitudde media legua, a la orilla izquierda del río,que servía de límite a aquella inmensa bóve-da de follaje. A lo largo del agua, habían cre-cido grandes arbustos, caldeados por el sol;pero en el oquedal no se encontraba más quemusgo, un musgo espeso, suave y blando,que difundía por el aire estancado un ligeroolor a moho y a ramas muertas.

    Médéric aflojó el paso, se quitó el quepisnegro galoneado de rojo y se enjugó la fren-te, pues ya hacía calor en los prados, aunqueaún no eran las ocho de la mañana.

    Acababa de ponérselo otra vez y de reanu-dar su paso ligero cuando vio, al pie de un ár-bol, un cuchillo, un cuchillito de niño. Cuan-do lo recogió, descubrió también un dedal, ydespués un alfiletero dos pasos más adelante.

    Habiendo recogido aquellos objetos,pensó: «Se los entregaré al señor alcalde»; yprosiguió su camino; pero ahora con los ojosbien abiertos, esperando siempre encontrarotra cosa.

    De repente se detuvo en seco, como sihubiera chocado con una valla de madera;

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  • pues a diez pasos de él yacía, tendido de es-paldas, un cuerpo infantil, desnudo, sobre elmusgo. Era una niñita de unos doce años.Tenía los brazos abiertos, las piernas separa-das, la cara tapada con un pañuelo. Un pocode sangre maculaba sus muslos.

    Médéric avanzó de puntillas, como sitemiera hacer ruido, o recelara un peligro; yabría mucho los ojos.

    ¿Qué era aquello? Estaría dormida, sinduda. Después reflexionó que nadie duermeasí, completamente desnudo, a las siete ymedia de la mañana, bajo árboles fríos.Entonces estaba muerta; y se hallaba en pre-sencia de un crimen. Ante esta idea, un esca-lofrío le corrió por los riñones, aunque fueseun ex soldado. Y además era una cosa tanrara en la región, un asesinato, y el asesinatode un niño, encima, que no podía dar crédi-to a sus ojos. Pero no presentaba ningunaherida, sólo aquella sangre coagulada en lapierna. ¿Cómo, pues, la habían matado?

    Se había detenido muy cerca de ella; y lamiraba, apoyado en su bastón. La conocía,claro, pues conocía a todos los habitantes de

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  • la comarca; pero, al no poder verle la cara, nopodía adivinar su nombre. Se inclinó pararetirar el pañuelo que le cubría el rostro; des-pués se detuvo, con la mano extendida, rete-nido por una reflexión.

    ¿Tenía derecho a alterar algo del estadodel cadáver antes de las pesquisas de la justi-cia? Se imaginaba a la justicia como unaespecie de general a quien nada se le escapay que concede tanta importancia a un botónperdido como a una cuchillada en el vientre.Bajo aquel pañuelo, quizá se encontrase unaprueba capital; era una pieza de convicción,en fin, que podría perder su valor tocada poruna mano torpe.

    Entonces se levantó para correr a casa delalcalde; pero otro pensamiento lo retuvo d