Conferencia%20 Alcalde%2 C%20premio%20 Samuel%20 Toledano[1]
-
Upload
angelgmas -
Category
News & Politics
-
view
302 -
download
2
description
Transcript of Conferencia%20 Alcalde%2 C%20premio%20 Samuel%20 Toledano[1]
CONFERENCIA DEL ALCALDE DE MADRIDEN LA ENTREGA DEL PREMIO SAMUEL TOLEDANO
Jerusalén,1 de noviembre de 2009
Excelentísimo Señor Don Yitzhak Navón, Quinto Presidente
del Estado de Israel y Presidente de la Comisión del Premio
Samuel Toledano; Señor Embajador de España en Israel,
Señores Embajadores, Señor Cónsul General de España en
Jerusalén, Doña Nira Toledano, Don Mauricio Toledano, Doctor
Abraham Haim, miembros de la Comisión; galardonados;
autoridades; señoras y señores:
Pocas veces a lo largo de mi carrera he recibido una
invitación tan emocionante como la que supone pronunciar la
conferencia que acompaña la entrega del premio Samuel
Toledano, prestigiosísima cita del mundo sefardí; quiero, por
tanto, agradecer expresamente la confianza que se ha
depositado en mí a Don Yitzhak Navón, y en su persona a todos
aquellos que desde distintos ámbitos trabajan al servicio de un
mejor conocimiento mutuo entre España e Israel, así como de la
historia española y judía, y de la huella que una y otra se dejan
de modo recíproco. Representa un honor añadido hacerlo en
presencia de los profesores Miguel Ángel Motis y Edwin
Seroussi, cuyas investigaciones profundizan en esa tarea, y del
Presidente de la Asociación de Amigos del Museo Sefardí de
Toledo, en donde hemos aprendido a admirar la aportación de
los judíos a un pasado de riqueza espiritual y cultural a cuya
pérdida no nos resignamos.
Finalmente, tengo otra razón para compartir con ustedes
mi gratitud y emoción: el hecho de que este galardón mantenga
viva la memoria de esa figura imprescindible para el
1
reencuentro de España con los judíos que fue Samuel Toledano.
Su permanente empeño por normalizar su situación en el país
que, tras muchos avatares, empezaba a ser de nuevo el suyo,
es una contribución de primer orden no sólo a la comunidad
hispano-judía, sino también al conjunto de nuestra Nación y a su
condición de sociedad plural y tolerante. Adelantándose a su
tiempo, y por encima de la rigidez política del momento, Samuel
Toledano adivinó la auténtica actitud de respeto y amistad
hacia el judaísmo que bajo el artificio oficial alentaba en nuestra
sociedad, y que años más tarde, en la España democrática,
emergería y daría fruto, con el reconocimiento de la libertad
religiosa y el establecimiento de relaciones diplomáticas con el
Estado de Israel, entre otros avances.
Pero, para que ese camino pudiera recorrerse –y ésta es la
idea que en esta conferencia me propongo compartir con
ustedes–, hubo que superar primero los obstáculos del miedo y
la intransigencia, no sólo en el pasado reciente, sino también
durante la larga noche de los siglos que le precedieron, con la
peculiaridad de que, en esa travesía, la diáspora sefardí, que en
origen es consecuencia de aquella violencia, lleva consigo un
poderoso antídoto contra la intolerancia. Les invito, pues, a
acompañarme en ese viaje apasionante de las naciones
occidentales, y de la española en particular, que no es sino el
que conduce a la construcción de lo que Karl Popper y otros han
llamado una sociedad abierta, y de la cual Madrid constituye
una referencia evidente de tolerancia, de interculturalidad y de
progreso compartido, valores desde los cuales quiero enfocar mi
2
discurso, que nunca hubiera sido posible sin la generosidad
sefardí, es decir, la de aquellos que son descendientes de
quienes un día no recibieron comprensión, y con su sacrificio
nos han hecho meditar acerca del respeto a la diferencia que
hoy fundamenta nuestro orden socio-político.
Referido al caso de las relaciones hispano-judías, podemos
distinguir, en consecuencia, dos momentos: uno primero en
torno al trauma de la expulsión, y otro segundo que he
denominado la lección de la diáspora.
Antes que en España, el trauma de la expulsión fue
experimentado por los judíos de varios países europeos, como
los de Inglaterra en 1290 o los de Francia en 1306 y 1394. Sin
embargo, el caso español fue quizá más dramático, debido a las
razones que ahora veremos, y por más que no falten autores
que limitan su originalidad a lo tardío de la expulsión. No
suaviza ese dramatismo el que los judíos vinieran siendo objeto
de maltrato desde la época visigótica, ni tampoco el hecho de
que la momentánea mejora en su consideración asociada a la
llegada del Islam se malograra durante la invasión almorávide
del siglo XI, con la consiguiente marcha de muchos de ellos a la
zona cristiana. Tampoco el pogromo de 1391 ni las conversiones
forzosas en las que más de cien mil de ellos cambiaron de fe
permitían aventurar la dureza con que se sustanciaría el edicto
de 1492. Después de una lectura atenta del clásico de Joseph
Pérez Los judíos en España, así como de otra obra más reciente
de Jean-Christophe Attias y Esther Bembaza –autores en los que
me apoyaré varias veces–, he llegado a la conclusión de que el
3
cariz particularmente doloroso de la expulsión española se debe
a tres factores merecedores de alguna reflexión.
El primero es la existencia de judíos en la Península Ibérica
desde tiempos remotos. No es necesario retrotraerse a las
leyendas que sitúan su llegada en la época del rey Salomón
para comprender que su presencia es antiquísima y
probablemente anterior a la muerte de Cristo. Quiere decirse
que el elemento hebreo constituía uno más en el rico sustrato
de pueblos, razas y tradiciones del que después, hacia el
comienzo de la Era Moderna, habría de empezar a surgir, de
modo progresivo, la Nación española, y con los mismos
derechos, pues, a formar parte de esa empresa.
El segundo factor especialmente punzante en la expulsión
se relaciona con la relativa integración social de la que los
judíos disfrutaban, en consonancia con ese arraigo temporal.
Hoy sabemos que los judíos de Castilla y la Corona de Aragón
mostraban una mayor diversidad de ocupaciones que la que
describe el tópico que los identifica sólo como prestamistas. La
variedad de oficios y de fortuna, donde cabían tanto judíos
agricultores como artesanos urbanos, comunidades ricas y otras
menos prósperas, desmiente en buena parte el esquema rígido
de Américo Castro, para quien en España hubo castas antes que
clases sociales. Hasta el punto de que la cohesión que esa
diversidad permitía, y que hacía que la aljama fuera más un
concepto que un espacio, hizo posible un brillante liderazgo
intelectual de los judíos españoles, además del papel
desempeñado por los llamados judíos de corte, como Samuel
4
ha-Leví, tesorero real e impulsor de la Sinagoga del Tránsito de
Toledo, o la figura de Abraham Seneor, colaborador de los Reyes
Católicos desde 1475.
Por último, el tercer factor que nos interesa, y que quizá es
expresión del espíritu de la época antes que especificidad
hispana, tiene que ver con las razones por las que se acomete la
expulsión. En principio, la judeofobia del siglo XV es una pasión
popular de naturaleza religiosa, que se aleja del antisemitismo
moderno y se ciñe al antijudaísmo pseudoteológico, bajo un
pretexto sesgadamente historicista (los judíos como supuestos
ejecutores de Jesús). No olvidemos, en fin, que a los fieles
cristianos de entonces se les invita a rezar pro perfidis judaeis.
Pero los motivos de Isabel y Fernando, que contaban con tantos
judíos en puestos clave, son de tipo político, y las élites actúan
desapasionada pero cruelmente, sin un fanatismo religioso
especial, aunque estableciendo una alianza entre lo más
implacable de cada extremo: la exaltación religiosa popular
junto a la recién descubierta razón de Estado. En ese momento,
las naciones europeas están forjando una identidad que aspira a
ser unívoca, y que, como ha explicado John Elliot en La España
imperial, en el caso de España toma la religión como factor
unificador con el que se va a tratar de cohesionar la originaria
variedad medieval, en un proceso que primero alcanza a los
judíos y que culmina luego con la expulsión de los moriscos,
hace justo cuatro siglos.
5
Como ustedes saben, un posible modo de clasificar a los
intelectuales de mi país es dividirlos entre aquellos que afirman
que esa tarea es el motor de nuestra evolución histórica, como
Menéndez Pelayo o Julián Marías, y los que consideran como
más auténtica la resistencia a ese empeño, como el citado
Américo Castro o Juan Goytisolo, sin que falten otros que
combinan equilibradamente las dos tendencias. Por desgracia,
creo que la razón histórica, la de los hechos, está con los
primeros, y la razón moral, la de aquello que nos gustaría, con
los segundos. Ojalá España hubiera construido desde el primer
día su identidad en torno a la idea de tolerancia. Pero lo cierto
es que pocos países europeos lo hicieron en aquel tiempo, por
no decir ninguno. Lo importante, al cabo, es que las naciones
son libres para reescribir su destino y su contrato social, por lo
que hoy sí podemos apostar por la tolerancia como elemento de
identidad nacional, haciendo coincidir ambas clases de razón, la
histórica y la moral.
Eso no era posible en 1492, porque entonces el mundo
conocía la diversidad, pero no la pluralidad, que es el concepto
político que nace de sumar a aquélla un principio de tolerancia,
y de confiar al individuo, que es la unidad básica en la
democracia liberal, todo el protagonismo. Como nos recuerda el
politólogo Giovanni Sartori, serán necesarias las estériles
guerras de religión entre católicos y protestantes para que los
Estados aprendan de su error e incorporen a su repertorio de
valores el respeto a la diferencia, y por tanto el reconocimiento
de la esfera individual, y con ella el de la libertad de conciencia.
6
La verdadera tolerancia llegará más tarde, con el tiempo, tras
un proceso en el que la idea de la personalidad nacional se hace
más rica y sutil. Pero en la hora en que los judíos son forzados a
abandonar España, aún es pronto para observar ese progreso.
“Yo sé quién soy”, afirma Don Quijote un siglo después, y en esa
proclama orgullosa se cifra la hazaña mayor, a la vez que el reto
más inquietante, que plantea toda la modernidad. Si por un lado
nos maravilla esa facilidad de la criatura cervantina para
resolver el problema de la identidad que angustia a su época, y
que aún hoy nos causa tantos problemas, por otro sabemos que
en el caso de los Estados esa obsesión habrá de ocasionar
mucho sufrimiento. Yo no sé dirimir si los judíos que salieron de
España en 1492 fueron 50.000 o 150.000, según unos u otros
especialistas. De lo que sí estoy seguro es de que su marcha
supuso un menoscabo que ahora no nos permitiríamos, porque
nuestra identidad actual aspira a integrar lo judío.
Lo que he llamado la lección de la diáspora es desde luego
consecuencia del trauma de la expulsión experimentado por las
víctimas tempranas de ese aprendizaje. Hoy, cuando es motivo
de orgullo para España ser consciente de que nos encontramos
indisolublemente ligados a una de las dos grandes ramas del
judaísmo, que desde nuestro país irradió hacia Europa
occidental y el Mediterráneo, comprendemos cuánto perdimos
en aquel desdichado episodio, y desde esa constatación
podemos alimentar el caudal de tolerancia que se necesita para
construir una sociedad fundada en una idea de la identidad más
amplia y menos excluyente. Pero además, y como les he
7
anticipado antes, los hijos de Sefarad llevan también en sí el
germen de esa tolerancia, antes y después de la expulsión,
gracias a que la suya es una experiencia en la que se entretejen
señas de identidad distintas y complementarias, adelantando
una actitud que, en el presente, resulta decisiva para la
superación de los retos que plantea la globalización.
Esta lección de la diáspora, que nos enseña a conciliar la
diferencia sin que sus componentes se anulen, en un sentido
dialógico como el que ha reclamado ese sabio contemporáneo
que es Edgar Morin –filósofo francés de origen sefardí–, esta
lección, digo, empieza a escribir sus primeras líneas desde la
tradición rabínica misma, imposible de comprender sin el
debate y el contraste de pareceres, así como en el instinto de
preservación del grupo, que hace del judaísmo un reducto de
pensamiento alternativo en las sociedades donde se asienta.
Una mirada hacia la edad de oro de la cultura hebrea en suelo
español confirma estas sospechas acerca de su fisonomía
híbrida, compleja, hecha de muchas inspiraciones distintas. Así,
Maimónides escribe su Guía de perplejos en árabe, mientras en
Cataluña se desarrolla la cábala mediante una extraordinaria
variedad de remotos ingredientes espirituales y especulativos,
antes de que todo ese sincretismo rebrote de nuevo con acento
sefardí en Oriente. El apego clandestino a la fe mosaica por
parte de muchos judeoconversos no deja de ser también una
muestra de lealtad cruzada, a veces dramáticamente
contradictoria, convirtiéndose incluso en una prueba de amor,
es decir, de comprensión y respeto. Así, Fernando del Pulgar nos
8
da noticia de que “hallóse en algunas casas el marido guardar
algunas ceremonias judaicas y la mujer ser buena cristiana y el
hijo e hija ser buen cristiano y otro tener opinión judaica. Y
dentro de una casa haber diversidad de creencias y encubrirse
unos de otros”.
Y si la aceptación del otro forma parte de la conducta
tolerante que hoy reivindicamos, no menos decisiva en esa
maduración resulta el paulatino desarrollo del pensamiento
crítico que aprende a cuestionar la autoridad, liberándose de
todo condicionamiento previo, sacudiéndose el peso del
prejuicio y hasta de la tradición. También ahí los sefardíes han
sido una referencia, aunque a veces el intento haya supuesto un
alto precio personal, como el que habrá de pagar el gran
Espinoza, quien, tras poner las bases de la moderna filosofía
racional, es expulsado de la comunidad sefardí de Amsterdam.
Cómo ignorar, en fin, que la Ilustración, sobre la que se levanta
el edificio de la democracia, no es del todo concebible sin su
correlato judío, la Hascalá, trazando una línea crítica que más
tarde otorgará a ciertos nombres judíos –si bien procedentes del
mundo askenazí– la revisión de todas las certezas occidentales:
Freud, Einstein, Wittgenstein…
¿Ha sido finalmente decisivo este lento y dificultoso
progreso hacia la tolerancia, que es el que da lugar a la
sociedad abierta? ¿Ha triunfado del todo su causa? En absoluto.
Queda mucho por hacer. Lo universal y lo particular, el
liberalismo y el comunitarismo, el cosmopolitismo y el
9
integrismo siguen librando una dura batalla, mientras
comprendemos que la solución incruenta a esa improductiva
querella sólo podemos encontrarla en un punto intermedio entre
tales pulsiones. Pero, pese a que la lucha continúa, el testimonio
de la diáspora sefardí aporta un valor especial de diálogo y
entendimiento, en tanto que identidad construida sobre una
base común que incorpora múltiples vínculos con los ámbitos en
los que aquélla tiene residencia. Así, lo que hace singular a los
sefardíes es su conmovedora lealtad a la lengua y la cultura que
un día les rechazó, demostrando con esa perseverancia una
asombrosa actitud a salvo de todo rencor, al tiempo que la
tranquila asimilación de la cultura de los países que más tarde
les acogen. Los sefardíes norteafricanos, balcánicos, orientales,
franceses, italianos o de los Países Bajos hicieron vivir a España
en aquellas tierras, y son una demostración en sí mismos de
que el sentido de pertenencia puede trabarse con un ramillete
de mimbres a salvo de toda homogeneidad: racial, religiosa,
lingüística o de cualquier otra índole.
El judaísmo, a través de la sensibilidad sefardí, demuestra
que ese enfoque transcultural y universalista es posible, es
fecundo y es auténtico. Si con carácter general los judíos de la
diáspora asumen desde el siglo III el principio de que “la ley del
reino es la ley”, haciendo suya la legalidad de los países en
donde recalan, en el caso sefardí esa capacidad de adaptación
se enriquece con una fidelidad tan auténtica que queda
revelada en la sinceridad con que España es añorada desde la
distancia. Los sefardíes conjuran, en definitiva, los temores
10
expresados por el premio Nobel angloindio Amartya Sen, quien
previene a los pueblos y a los sistemas políticos de lo que
denomina “el encarcelamiento de los individuos dentro de una
sola identidad”. Ellos lo han evitado, y gracias a su logro gozan
de la seguridad que ofrece disponer de varios puntos de arraigo
donde anclar el yo: lo español; lo europeo, o lo africano, o lo
oriental; y, por supuesto, lo judío y lo israelí. Esa versatilidad
que proporciona una identidad múltiple y flexible es la que
permite pasar sin conflictos del yo al nosotros, y, lo que es más
importante en una sociedad abierta, de aquellos al tú y al
vosotros.
Hoy podemos afirmar que esa lección de la diáspora, que
unos y otros hemos seguido desde nuestra respectiva posición
en el drama histórico, está ya cumplidamente aprendida. Por
eso, Madrid se siente enormemente orgullosa de acoger una
comunidad judía dinámica y activa, que ha encontrado refugio
en su seno justo en torno a los momentos en que ser judío era
más difícil y la hospitalidad de la ciudad se volvía más
necesaria: la Segunda Guerra Mundial, las tensiones de 1967 y
1973 en el Norte de África, y las dictaduras del Cono Sur
americano en los años setenta. Desarrollábamos, así, una
vocación de reencuentro con quienes un día formaron parte del
Madrid medieval en el barrio entonces llamado de El Avapiés –
hoy Lavapiés–, una reconciliación iniciada con el descubrimiento
del mundo sefardí desde mediados del siglo XIX –primero en
Marruecos, a raíz de la guerra de 1860, y más tarde con la
incursión en los Balcanes del doctor Ángel Pulido–; tarea a la
11
que más tarde se sumaría el Real Decreto de reconocimiento de
nacionalidad de 1924, que tantas vidas salvaría del verdugo
nazi gracias a Ángel Sanz-Briz y otros Justos de las Naciones.
Como consecuencia de esos y otros pasos, como la
apertura de la sinagoga de Madrid en 1917, la capital de España
disfruta hoy de una creciente presencia pública de la comunidad
judía, que es parte de nuestra pluralidad constitutiva. Las
inquietudes y las alegrías de sus miembros son las inquietudes y
las alegrías de Madrid. Y así, la ciudad se sintió conmocionada
por el asesinato de aquel guerrero de la paz que fue Yitzhak
Rabin –quien hoy da nombre a una glorieta–, dedica un
monumento a las víctimas de la Shoá en el Jardín de las Tres
Culturas, o hace suyos el júbilo y la meditación de sus
celebraciones y actos festivos, como el reciente Rosh Hashaná.
Institucionalmente, esta cercanía se materializa en la
participación en Casa Sefarad-Israel, consorcio público cuya
tarea de difusión cultural es activamente apoyada por el
Gobierno de la Ciudad, que en los próximos días le cederá un
importante edificio en el centro de Madrid.
En resumen, y como afirmó Su Majestad el Rey Don Juan
Carlos I en su inolvidable visita a la sinagoga de Madrid en 1992,
“Sefarad no es ya una nostalgia sino un hogar en el que no debe
decirse que los judíos se sienten como en su propia casa,
porque los hispano-judíos están en su propia casa, en la casa de
todos los españoles, con independencia de cuál sea su credo o
religión”. Pero, como hemos visto, esa restitución histórica sólo
12
ha sido posible en virtud de la construcción de una sociedad
abierta, plural y democrática. Un logro social y político sin
precedentes, obra de generaciones, que en muchos países no
se ha alcanzado aún, o bien requiere un esfuerzo para que no se
degrade, y cuyos principios éticos, en torno a la idea de respeto
a la diferencia, tolerancia y pluralidad, es necesario cultivar y
preservar todos los días, en todas las partes del mundo.
La sociedad abierta es el frágil y precioso resultado de
cientos de años de errores, rectificaciones y aciertos, destilado
en una fórmula útil para nuestra época, en la que hombres de
buena voluntad buscan un modo de vivir juntos definido más
por los proyectos futuros que por los dictados del pasado. Tanto
es así, que yo he comparecido ante ustedes no sólo en calidad
de amigo del pueblo judío, sino también como Alcalde de una
metrópoli habitada por ciudadanos de 183 nacionalidades, con
distintas razas, lenguas y credos. Puedo dar fe de que esa
contextura compleja es firme y resistente, como ha quedado
probado en las duras pruebas de solidaridad a las que el
terrorismo de todo signo nos ha sometido, y especialmente
aquel que nos odia por nuestra tolerancia religiosa e
intercultural.
Israel pertenece a ese grupo de las sociedades abiertas en
las que esta convivencia ha de ser posible. De hecho, no pudo
nacer como Estado hasta que las democracias liberales
derrotaron al totalitarismo. De ahí que ahora, cuando tengo el
privilegio y el honor de dirigirme a ustedes en esta ciudad
13
venerada por tres religiones, tres culturas y tres tradiciones
históricas, confíe tanto en la capacidad de su país para
mantenerse unido en ese instinto de tolerancia, humanismo y
respeto a la pluralidad, que es el único que puede conciliar en su
seno tanto a sefardíes como a askenazíes, a judíos como a
árabes, a ciudadanos con un estilo de vida, unas creencias y
unas costumbres y a otros con distinta identidad. Porque estoy
convencido de que sólo ahondando en ese modelo plural y
pragmático de sociedad, y extendiéndolo a toda la zona,
lograrán Israel y las otras naciones de Oriente Próximo sortear
las trampas de la ideología y del nacionalismo extremo, hasta
alcanzar al fin la paz que, desde lo más profundo de mi corazón,
y en nombre de los ciudadanos de Madrid, vengo a desearles.
Así pues, Shalom, y muchas gracias.
14