Comunalización y descomunalización agraria de un pueblo...

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1 UNIDAD XOCHIMILCO DIVISIÓN DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES POSGRADO EN DESARROLLO RURAL NIVEL DOCTORADO Comunalización y descomunalización agraria de un pueblo originario de la Zona Metropolitana del Valle de México: el caso de Los Reyes Acaquilpan, Estado de México TESIS QUE PARA OBTENER EL GRADO DE DOCTOR EN DESARROLLO RURAL PRESENTA JUAN CARLOS PÉREZ CASTAÑEDA DIRECTOR DE TESIS DR. HÉCTOR ROBLES BERLANGA CO DIRECTOR DE TESIS DR. HORACIO MACKINLAY GROHMANN Ciudad de México, Noviembre de 2020

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UNIDAD XOCHIMILCO

DIVISIÓN DE CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES

POSGRADO EN DESARROLLO RURAL

NIVEL DOCTORADO

Comunalización y descomunalización agraria de un pueblo originario de la

Zona Metropolitana del Valle de México: el caso de Los Reyes Acaquilpan,

Estado de México

TESIS

QUE PARA OBTENER EL GRADO DE

DOCTOR EN DESARROLLO RURAL

PRESENTA

JUAN CARLOS PÉREZ CASTAÑEDA

DIRECTOR DE TESIS

DR. HÉCTOR ROBLES BERLANGA

CO DIRECTOR DE TESIS

DR. HORACIO MACKINLAY GROHMANN

Ciudad de México, Noviembre de 2020

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Para Sergio,

el hermano mayor que todos

hubiéramos querido tener

y con quien yo tuve

el privilegio de contar.

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AGRADECIMIENTOS

Son numerosas las personas a las que debo agradecer el inestimable apoyo brindado

para la culminación de este trabajo, comenzando por la Coordinación Académica del

doctorado y su personal administrativo, pero en especial a mi asesor de tesis, el Dr. Héctor

Robles Berlanga, quien fue un constante acicate para su elaboración y cuyos valiosos

comentarios y consejos me permitieron no sólo enfocar con mayor precisión el objeto de

estudio sino además clarificar algunos conceptos.

También deseo manifestar mi más sincero agradecimiento a quienes fungieron

como lectores de la tesis y como sinodales, me refiero a los doctores Roberto Diego

Quintana, Francisco López Bárcenas, Cristina Steffen Riedemann y Eric Leonard Suire,

quienes robaron precioso tiempo a sus actividades normales para leer y comentar este

trabajo y participar en el examen.

Sin embargo, a quien quiero agradecer no sólo el apoyo, sino un montón de cosas

más, empezando por su inapreciable estima, es al Dr. Horacio Mackinlay, entrañable y muy

añejo amigo con quien comparto desde hace años el interés por una misma línea de

investigación y quien con extrema paciencia y fina crítica me ayudó en el pulimento de

algunas ideas.

Horacio no sólo es el camarada fraterno con un corazón de oro que siempre está ahí

pendiente de ti, sino que además ha sido un amigo cuya amistad ha influido de manera

importante en un buen tramo de mi vida y esta tesis es una muestra palpable de ello. En la

dedicatoria asenté que soy un sujeto sumamente afortunado por haber tenido al hermano

mayor que todos hubiéramos querido tener; pues bien, aquí debo decir que soy doblemente

afortunado por tener, además, al mejor de los amigos, que es igual -y a veces más- que un

hermano. Si por ello no le diera gracias a la vida sería un ingrato, pero no lo soy. Sea pues

esta tesis un merecido tributo a su amistad.

Noviembre de 2020

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C O N T E N I D O

Introducción

1. Creación de la propiedad y procesos agrarios estructurales……………………. 14

1.1. Procesos agrarios coyunturales y estructurales……………………………. 15

1.2. Procesos de comunalización y de descomunalización agraria……………. 18

1.2.1. Concepto de comunidad agraria…………………………………….. 20

1.2.2. La comunalización agraria………………………………………….. 27

1.2.3. La descomunalización agraria………………………………………. 34

2. Los Reyes Acaquilpan: un pueblo originario…………………………………… 41

2.1. Localización y datos generales………………………………………. 42

2.2. Los antecedentes prehispánicos……………………………………… 44

2.3. La comunalización original y la advocación………………………… 47

2.4. La descomunalización liberal y la Ley Lerdo……………………….. 51

2.5. La definición de la categoría política………………………………… 52

2.6. El porfiriato, desarrollo carretero y red ferroviaria………………….. 55

3. Descomunalización y recomunalización de Los Reyes Acaquilpan…………….. 58

3.1. Origen remoto de la propiedad………………………………………………. 60

3.2. Descomunalización parcial de Los Reyes Acaquilpan……………………… 63

3.2.1. Creación del ejido Los Reyes y su Barrio Tecamachalco (1926)....... 64

3.2.2. Particularidades de la resolución presidencial y plano definitivo....... 68

3.2.3. Desinformación y confusión gubernamental………………………… 71

3.3. Recomunalización parcial de Los Reyes Acaquilpan………………………. 77

3.3.1. Creación de la comunidad de Los Reyes La Paz (1976)……………. 78

3.3.2. Complementariedad de la resolución presidencial de la comunidad… 82

4. Las reformas salinistas y la desamortización de las tierras del ejido…………….. 86

4.1. El proceso de urbanización y la expropiación de tierras ejidales……………. 87

4.2. La certificación de las tierras ejidales vía PROCEDE………………………… 92

4.3. El proceso de recuperación de tierras ejidales……………………………….. 95

5. Ejidalización versus comunalización……………………………………………. 101

5.1. Papel de la propiedad en la conservación de la comunalidad…………........ 105

5.2. Prácticas comunitarias que persisten ..……………………………..………. 111

5.3. Pobladores, ejidatarios y comuneros……………………………………….. 115

Conclusiones ..…………………………………………………………….………. 123

Bibliografía……………………………………………………………………….. 130

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INTRODUCCIÓN

La comunalización es un concepto que inicialmente fue elaborado en el ámbito

antropológico, con el cual se alude a cualquier patrón de acción que promueve un sentido

de pertenencia e identidad a partir de un pasado compartido y de un origen común. Sin

embargo, para efectos del presente trabajo nos vemos en la necesidad de sustituir este

concepto por el de comunalidad, reservando el de comunalización para hacer referencia al

proceso agrario de creación de propiedades que corresponden al régimen jurídico comunal,

esto es, al concepto de comunidad agraria que Warman calificó estrictamente de forma

legal de tenencia de la tierra. En consecuencia, por descomunalización agraria debe

entenderse exactamente lo contrario, la pérdida de dicha calidad, sin que ello

necesariamente implique la pérdida de las tierras.

Los conceptos de comunalización y de descomunalización, con la connotación indicada,

han sido utilizados en años recientes por algunas investigaciones de corte histórico y

sociológico, aunque prácticamente de manera tangencial y dejando al lector que interprete

lo que se quiere decir con ellos. Al parecer, nadie se ha introducido a su análisis en forma

sistemática, a fin de identificar si se trata de un hecho, un fenómeno o un proceso, y en

cualquier caso, los que serían sus principales rasgos y especificidades. Ante la carencia de

bibliografía sobre el tema y la necesidad de contar con elementos de análisis suficientes,

fue preciso que nos adentráramos en el conocimiento detallado del concepto con el

propósito de determinar sus eventuales significados, modalidades, alcances estructurales,

etcétera, que pudieran servir de parámetros para la identificación de analogías y diferencias

con respecto de otros procesos agrarios.

Aclarado lo anterior, puede decirse que en la historia de México, la comunalización,

consecuencia directa del colonialismo hispano, ha constituido un proceso agrario de larga

duración, pero de realización intermitente. En una primera fase, dio inicio con la Colonia a

través de la fundación o el reconocimiento legal de los pueblos, y aunque declinó desde

mediados del siglo XVIII, se prolongó formalmente hasta la segunda mitad del siglo XIX,

al ser interrumpido a causa de la desamortización detonada con la Ley Lerdo. En una

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segunda fase, la comunalización agraria masiva reapareció en 1917 con el reparto agrario, a

través del procedimiento de restitución de tierras, para ser nuevamente cancelado, en 1992,

a la par del cierre de la reforma agraria.

El proceso de descomunalización, por su parte, inició en nuestro país hacia finales del siglo

XVIII y, a diferencia del anterior, de entonces a la fecha no se ha interrumpido, ni siquiera

durante la etapa de la reforma agraria (1917-1992), habiendo tomado fuerza a partir de la

última década del siglo XX a consecuencia de la modificación integral del sistema

constitucional agrario, a cuya luz la descomunalización constató que se trata de un proceso

de larga duración, con la diferencia de que si con anterioridad era resultado de un acto de

autoridad, en la actualidad sólo es producto de un acto voluntario (con excepción del caso

de la expropiación).

Los Reyes Acaquilpan, sujeto social investigado, es un pueblo de hondas raíces

precolombinas localizado en lo que hoy se conoce como Zona Metropolitana del Valle de

México (ZMVM). Aunque la mayor parte de su superficie original se ubicó durante muchos

años dentro del territorio de lo que fue el Distrito Federal, administrativamente siempre se

le ha localizado en el estado de México, toda vez que el casco del pueblo queda situado

dentro de éste, habiendo sido convertido en 1899 en la cabecera del municipio de La Paz,

del cual las tierras del pueblo ocupan la mayor parte. Desde 1994, a raíz de la modificación

de los límites político-territoriales entre el Distrito Federal y el estado de México, el

municipio de La Paz colinda con la Delegación Iztapalapa (CDMX) y con los municipios

de Nezahualcoyotl, Chimalhuacán, Ixtapaluca y Chalco Solidaridad, del estado de México.

El pueblo de Los Reyes Acaquilpan fue comunalizado en el siglo XVIII con una superficie

de poco más de 1,300 hectáreas y jurídicamente descomunalizado en el último tercio del

siglo XIX, a causa de la Ley Lerdo, sin que en los hechos se hubiesen efectivamente

desamortizado, de suerte que siempre se mantuvo en posesión de sus tierras. Al iniciar la

reforma agraria, en la segunda década del siglo XX, la gente del pueblo solicitó al

gobernador del estado de México la restitución de tierras con la intención de proteger sus

propiedades ante la amenaza de que de no hacerlo podían ser solicitadas como ejido por

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grupos campesinos ajenos a su pueblo. El problema consistió en que tuvieron que hacerlo

por la vía restitutoria en virtud de que era el único procedimiento vigente para la titulación

comunal (la confirmación nació hasta 1942, tácitamente, y hasta 1958, expresamente).

Como era obvio, dicha acción les fue negada, habiéndose revertido a su reconocimiento

pero por la vía de la dotación, con lo cual en 1926, la mayor parte de superficie (1,091

hectáreas), fue reconocida como ejido los Reyes y su Barrio Tecamachalco (en calidad de

tierras de uso común), a la que se le sumó otro polígono de nueva dotación para efectos

parcelarios (297 hectáreas), en beneficio de casi 400 ejidatarios. Debe decirse que al ejido

se le reconoció la mayor parte de las tierras del otrora pueblo, mas no la totalidad, en virtud

de que al no haber exhibido los títulos primordiales que acreditaran la propiedad, sólo se les

reconoció lo que pudieron acreditar que mantenían en posesión. Así, pudiendo haber sido

nuevamente comunalizado en el marco de la reforma agraria, fue ejidalizado debido a una

laguna jurídica, a un mero tecnicismo, con lo cual se consumó su descomunalización

definitiva.

A principios de los sesenta, un grupo de ejidatarios se dio a la búsqueda de los títulos

primordiales que acreditaban la propiedad de la superficie total poseída por el pueblo de

Los Reyes Acaquilpan, habiéndolos localizado en 1962 en el Archivo General de la

Nación. Con ellos en su poder, solicitaron la confirmación de la superficie que habiendo

pertenecido al pueblo no se le había entregado al ejido (alrededor de 300 hectáreas),

petición que culminó en 1976 con el reconocimiento de las tierras a favor de la comunidad

Los Reyes La Paz, figura innecesariamente creada mediante esa acción, con la que se

registró la recomunalización de las tierras. Empero, en vez de que dicha acción fuese

tramitada exclusivamente por los ejidatarios, en su calidad de auténticos pobladores

originarios, los líderes y organizaciones campesinas involucradas en el trámite hicieron de

aquello un lucrativo negocio, al grado que gracias a la venta de derechos para inscribirse en

el censo comunal, éste quedó compuesto por 999 beneficiados, oriundos de diferentes

lugares de la región, dentro de los que solamente alrededor de 200 eran ejidatarios, o sea,

gente del pueblo.

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En la actualidad, a causa de diversas expropiaciones que han reducido su superficie, al ejido

le restan alrededor de 650 hectáreas (297 parceladas y el resto de uso común), mientras que

a la comunidad le quedan menos de 60 (de uso común). Cabe decir que si bien en su

mayoría nominalmente son tierras parceladas y de uso común, casi en su totalidad se

encuentran fraccionadas y urbanizadas de manera extralegal. Hoy de las casi 300 parcelas y

coparcelas originalmente existentes sólo quedan tres o cuatro sin fraccionar.

Desde su confirmación, en 1976, un núcleo duro compuesto por unos cuantos comuneros

que son a la vez ejidatarios y, por ende, descendientes de los pobladores originarios, ha

venido alegando que las tierras dotadas al ejido en 1926 le pertenecen a la comunidad. Ello

se ha recrudecido en las dos últimas décadas, en las que ésta ha emprendido diversas

acciones judiciales en contra del ejido, las que si bien no han prosperado, han frenado y

entorpecido la regularización de las tierras que legalmente le quedan a este último. Por su

estratégica ubicación y características, una pequeña porción de las tierras ejidales ofrece

ventajas competitivas difíciles de igualar para el desarrollo de actividades de recreación y

otros servicios, cuya explotación podría significar una importante fuente de ingresos para el

ejido, la región y el municipio. Sin embargo, la enorme división interna y la codicia de unos

cuantos ha impedido el aprovechamiento de su capital físico y social.

La resistencia a la descomunalización del mencionado grupo alcanza un grado extremo, ya

que estando el ejido inmerso en un proceso judicial de recuperación de tierras ocupadas por

grandes corporaciones (Soriana, Telmex, Autozone, Femsa, Ford), núcleo agrario del que

ellos forman parte, le ha sido difícil avanzar debido a que a través de la comunidad, de la

que también forman parte, se interponen acciones judiciales que interfieren y retrasan los

juicios en trámite. Este proceder resulta absurdo, pues ellos mismos son directamente

perjudicados, lo que reproduce la imagen de la serpiente que se devora a sí misma por la

cola o la del búmeran.

Frente a tan surrealista cuadro, fue que elaboré un primer proyecto de investigación cuyo

objetivo central consistía en identificar las causas de la reticente oposición de los ejidatarios

/ comuneros a la descomunalización legal, entrando al análisis del problema desde la

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perspectiva de la comunalidad, proyecto al que titulé “La Resistencia a la

descomunalización agraria de un pueblo originario del Valle de México”. Mediante este

proyecto me proponía abordar cuestiones que resultaban más bien asociadas al conjunto de

componentes de la comunalidad que de la propiedad en sí, como por ejemplo, identificar en

qué medida la pérdida de tierras había impactado la comunalidad y modificado los usos y

costumbres de los pobladores de Los Reyes Acaquilpan; o bien, determinar si la calidad

jurídica del sujeto social investigado, en tanto propietario de tierras, reforzaba la identidad

y la comunalidad a través de las prácticas colectivas ligadas al ejercicio de los derechos de

propiedad. Sin embargo, dado que este enfoque era más conductual o psicológico social

que sociológico-jurídico, fue que a sugerencia de mis asesores replanteé el proyecto.

En un segundo intento, elaboré un nuevo proyecto de investigación al que denominé “La

descomunalización agraria y la recuperación de tierras en los ejidos del Valle de México: el

caso de Los Reyes Acaquilpan”, a cuya luz me proponía abordar el tema a partir de los

conceptos de pueblo originario y de territorialidad. Ello me hubiera permitido conocer hasta

qué punto los titulares de los derechos ejidales son importantes en la preservación de la

comunalidad de los ejidos/pueblos originarios y en sostener la defensa de la territorialidad,

así como identificar las prácticas que definen la comunalidad y cohesionan a los pobladores

de Los Reyes Acaquilpan como descendientes de un pueblo originario. No obstante, este

segundo enfoque se enmarcaba más en el estudio del crecimiento de la mancha urbana y el

desarrollo territorial, que en el proceso evolutivo de la propiedad comunal agraria, lo que

además de alejarse de mi propósito original implicaba una metodología distinta que no

manejaba adecuadamente, razón por la que en coincidencia con mis asesores me avoqué a

replantear el proyecto de nuevo, pese a que ello significó el desechamiento de tres capítulos

avanzados.

De este modo, para hacer honor al refrán, al tercer intento quedó finalmente formulado el

proyecto de investigación definitivo, al cual titulé: “Comunalización y descomunalización

agraria de un pueblo originario de la Zona Metropolitana del Valle de México: el caso de

Los Reyes Acaquilpan”, trabajo con el que me propongo, en primer lugar, analizar los

conceptos de referencia a fin de conocer sus características y comportamiento histórico en

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nuestro país, en virtud de ser imprescindible para su aplicación al caso concreto de la

presente tesis, pues, si no se conoce cuándo, cómo y hacia dónde se dan los cambios legales

en la materia, no se pueden observar sus efectos en la realidad.

Esta parte, digamos, teórica, permitió conocer aspectos sumamente interesantes de la

historia agraria de nuestro país que vienen a ampliar la visión macro en la que se enmarcan

los procesos agrarios estructurales o de larga duración registrados desde la implantación de

la propiedad rústica occidentalizada hasta la actualidad, ayudando a entender un poco mejor

el comportamiento de los campesinos y del campo mexicano en términos agrarios, cuya

variopinta diversidad forma parte de una única mismidad idiosincrática y de una sola

identidad nacional.

En segundo lugar, me propuse constatar en los hechos si la resistencia a la

descomunalización agraria del pueblo investigado sostenida aún en contra de sus propios

intereses, se explica en función de que la propiedad de la tierra mantiene la misma

capacidad integradora de antaño, funcionando como uno de los elementos que dan

identidad a sus pobladores; o bien, si ésta ha dejado de formar parte de los factores que

refuerzan la comunalidad, en cuyo caso aquélla sería una muestra de que estamos ante su

eventual extinción.

Tal cometido implica investigar el por qué la figura de la comunidad, pese a que fue creada

medio siglo después del ejido, ejerce evidentemente sobre los pobladores originarios de Los

Reyes Acaquilpan una mayor fuerza identitaria que la de aquél, aun cuando estemos a un

paso de cumplir un siglo de su creación. Ello ayudaría a identificar cuál o cuáles son las

razones que mantienen vivo el interés de los ejidatarios/comuneros por reconvertir

jurídicamente a propiedad comunal las tierras que fueran del pueblo y que actualmente

pertenecen al ejido, así como a determinar la eventual correspondencia que pudiera existir

entre la resistencia a la descomunalización agraria y la resistencia a la desaparición como

pueblo.

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Según se observó, desde la modificación de 1992 a la legislación agraria las prácticas

comunitarias asociadas al ejercicio de los derechos de propiedad ejidal y comunal de la

tierra se relajaron en ambos tipos de núcleos agrarios, en particular la celebración de

asambleas, sobre todo a partir de iniciada la segunda década del presente siglo, fenómeno

mucho más patente en la comunidad que en el ejido. No obstante, en el pueblo de Los

Reyes Acaquilpan la comunalidad ha logrado mantenerse aun cuando los dos núcleos

agrarios han perdido la mayor parte de sus tierras. Ello significa que –al menos en este

pueblo originario- existen otros elementos con más fuerza de afirmación identitaria y del

sentido de la territorialidad, que el ejercicio de los derechos de propiedad (sin que ello

implique que hayan agotado tal cualidad), cuestión cuyo discernimiento constituye uno de

los objetivos centrales de esta investigación.

Dentro de las coordenadas descritas anteriormente, se parte de la hipótesis de que en los

pueblos del Valle de México la comunalidad descansa más en la existencia de lazos

parentales que propician la existencia de un pasado común y en las prácticas

consuetudinarias (usos y costumbres), que en el ejercicio de los derechos de propiedad

agraria; sin embargo, aunque la descomunalización o la privatización de las tierras

comunales disminuye el peso específico de la propiedad en tanto factor de cohesión -

mermando en alguna medida la fortaleza de la identidad comunitaria-, no la anulan del

todo, generando resistencias que pudieren o no ser significativas.

El trabajo de investigación que requirió la parte teórico conceptual sobre la comunalización

y la descomunalización desde la perspectiva legalista aquí planteada, ocupó más tiempo de

lo estimado debido a la insuficiencia de las fuentes bibliográficas de orden histórico y

jurídico. Esta situación me obligó a intensificar la búsqueda en la comunalización a fin de

que con ayuda del método comparativo pudiera identificar casos que me permitieran

construir grosso modo una matriz que ilustrara sobre las tendencias de su comportamiento,

para sobre esa base definir de qué clase de fenómeno o proceso estamos hablando

(coyuntural, estructural). No ocurrió lo mismo con la investigación documental relativa al

ejido y a la comunidad objeto de nuestro estudio (resoluciones, planos, actas de ejecución),

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cuyo acopio se centró fundamentalmente en el Archivo General Agrario (AGA) del

Registro Agrario Nacional (RAN).

El trabajo de campo, por su parte, tampoco estuvo exento de complicaciones, toda vez que

en sendos núcleos agrarios los titulares de derechos son personas de edad avanzada, tanto

que incluso rebasa la media nacional (el 45 % de los ejidatarios supera los 65 años), siendo

en el ejido una de las principales causas de la baja asistencia a las asambleas. El problema

de la edad se acentuó para los efectos de esta investigación, ya que los pocos

ejidatarios/comuneros que se resisten a reconocer la ejidalización de la comunidad, o su

descomunalización definitiva -y que todavía andan en circulación-, es mayor a los ochenta

años, lo cual complicó las pocas entrevistas que pude concertar y en algunos casos me

obligó a enviar cuestionarios escritos por la vía electrónica. Con todo, la información

acopiada bastó para cumplir con el objetivo de la investigación.

En efecto, como se expresa en las conclusiones, fue posible constatar que la

comunalización y la descomunalización legal son procesos agrarios de carácter estructural

y larga duración que ha registrado el escenario rural de nuestro país desde la Colonia,

habiendo formado parte importante de la construcción de la cultura nacional a lo largo de

los siglos. Aunque son incompatibles no son excluyentes, de modo que dichos procesos han

coexistido secularmente y de hecho coexisten en la actualidad, avanzando de manera casi

imperceptible pero con hondas e inevitables repercusiones en el largo plazo.

Asimismo, en el ámbito de la comunalidad fue posible confirmar la validez de la hipótesis

planteada en el proyecto de investigación, cuenta habida que se pudo corroborar que la

pérdida de la calidad jurídica comunal derivada de la ejidalización del pueblo de Los Reyes

Acaquilpan acaecida en la tercer década del siglo XX no condujo mecánicamente a la

pérdida de identidad ni al deterioro de las prácticas comunales. Antes bien, al parecer en un

inicio éstas se reforzaron debido al desconocimiento generalizado de la situación jurídica

real del ejido. No obstante, al nacer la comunidad Los Reyes La Paz, medio siglo después,

y constatarse la descomunalización definitiva de la mayor parte del pueblo, tampoco se

experimentó un deterioro de la comunalidad. Más aún, las reformas de 1992 a la legislación

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agraria que se tradujeron en la privatización total del ejido y parcial de la comunidad,

provocaron un relajamiento general al interior de ambos núcleos, más no así respecto al

pueblo. Ello permitió constatar que la comunalidad no descansa en el ejercicio de los

derechos de propiedad agraria sino en otro tipo de elementos como los lazos parentales y

las prácticas consuetudinarias ligadas a las fiestas religiosas.

Efectivamente, a raíz de las reformas al Artículo 27 Constitucional y la expedición de su

ley reglamentaria, numerosos ejidatarios comenzaron a fraccionar sus parcelas de manera

clandestina sin esperar al proceso de regularización puesto en marcha por el gobierno

federal a través del programa público instrumentado para el efecto. A partir de ahí los

ejidatarios comenzaron a desinteresarse de la vida del núcleo agrario, lo que propició una

suerte de desbandada entre algunas personas de mediana edad y el debilitamiento de la

capacidad de convocatoria de los órganos internos de dirección ejidal. Este hecho redundó

en una lamentable y obvia pérdida de la poca fuerza cohesionadora que le restaba al ejido y

de la que carecía la comunidad en virtud de que al no haber contado nunca con parcelas

individuales no hubo motivo que los arraigara forzosamente al suelo. Así, poco a poco, las

escasas prácticas comunales registradas en torno a la propiedad de la tierra fueron

desapareciendo.

De lo anterior se concluye que no en todos los pueblos de actual composición mestiza la

propiedad de la tierra constituye un factor que genere comunalidad per se, de modo que si

bien su presencia puede contribuir al fortalecimiento de ésta y a la construcción de

identidad, su ausencia o supresión no significa necesariamente que la comunalidad de sus

integrantes no se teja o se erosione. La mutua solidaridad y la identidad se originan y nutren

en el hecho de sentirse pobladores de Los Reyes Acaquilpan, de practicar determinados

usos y costumbres y de participar en las celebraciones tradicionales, eso es lo que acomuna

sus intereses. Luego entonces, si la descomunalización agraria en sí misma no representa

una amenaza para la comunalidad de Los Reyes Acaquilpan, las prácticas comunitarias y

los lazos consanguíneos tienen mayores perspectivas de duración temporal que la existencia

del ejido y de la comunidad agraria en tanto figuras jurídicas propietarias de tierras.

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En varios momentos históricos, los gobiernos colonial y federal han intentado

descomunalizar agrariamente al país por diversos medios (municipalización,

nacionalización, privatización, ejidalización), sin haber tenido éxito. Ello no sólo habla de

la resiliencia de los pueblos mexicanos, sino también de la fortaleza de la comunalidad que

subyace en su seno, por lo que pronosticar su disolución como parte de una inexorable

tragedia de los comunes probablemente no sería muy acertado. En 1992 fueron disueltas las

ataduras que amarraban legalmente a los ejidatarios y comuneros a la tierra bajo un estado

de amortización total que impedía su circulación en el comercio. Con tal medida la

privatización en pleno dominio de las propiedades ejidales quedó prácticamente a expensas

del mercado, y la descomunalización agraria también, pues la ley dejó varios intersticios

por donde ello es factible.

El parteaguas agrario causado por la reforma al Artículo 27 Constitucional en 1992 también

se reflejó en el proceso de comunalización, ya que a partir de ahí su creación deja de ser

producto serial del acatamiento de un mandato constitucional y se convierte en

consecuencia del ejercicio de un derecho, toda vez que desde esa fecha las nuevas

comunidades agrarias pasaron a ser resultado de una decisión voluntaria de las asambleas

ejidales o de grupos de propietarios privados organizados para tal efecto, la cual debe ser

manifestada y protocolizada ante fedatario público. Todo indica que la comunalización

agraria languidece como proceso. Ello lo constata el hecho de que a casi tres décadas de

reformada la ley, las comunidades agrarias creadas en ese lapso han sido resultado del

desahogo del rezago agrario, registrándose un solo caso de conversión voluntaria de ejido

en comunidad (en Baja California).

En cuanto al proceso de descomunalización, si bien éste teóricamente tendría todavía un

amplio futuro por delante, tanto en términos de superficie como de núcleos agrarios a

descomunalizar, eso sería sólo en apariencia cuantitativa, ya que en la realidad su avance no

parece encarnar una verdadera amenaza. En los hechos, al ritmo mostrado hasta ahora,

dicho proceso necesitaría de varios siglos para deshacer lo construido en otros tantos. Eso

sin hablar de la infranqueable barrera que representa la comunalidad de numerosos pueblos

indígenas, muchos de los cuales tienen en la propiedad de la tierra una de sus principales

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fuentes generadoras de identidad, habiendo sufrido ya los embates descomunalizadores de

diversos gobiernos, y sobre los cuales se cierne permanentemente la amenaza de la

descomunalización, lo cual sí constituye una tragedia.

En síntesis, la comunalización ha dejado de ser una fuente masiva de creación de la

propiedad y, por tanto, ha perdido el carácter de proceso agrario estructural (mismo que

cumplió durante 75 años); mientras que la descomunalización tomó y tiende a tomar mayor

fuerza, presentándose –junto con el proceso de desamortización- como uno de los procesos

territoriales dominantes en nuestro país durante las próximas décadas, si no es que más

tiempo. Ello ofrece indicios que permiten visualizar la composición y tendencias de la

estructura de la tenencia de la tierra en los años venideros, así como también el

comportamiento de los pueblos, indígenas y mestizos, cuya permanencia histórica en tanto

pueblos no corre graves riesgos ante las evidencias de que la pérdida de la propiedad no

agrieta necesariamente su comunalidad.

En esa tesitura, en el primer capítulo se procura describir grosso modo el proceso de

creación de la propiedad como proceso agrario fundacional o madre y de identificar los

procesos de alcance coyuntural y estructural que ha experimentado el agro nacional y que a

partir de ahí se desgranan, en especial los de amortización, desamortización, concentración

y distribución de la tierra. Ello tiene la finalidad de inducir al análisis y caracterización

teórico conceptual de los procesos de comunalización y de descomunalización, tomando

como base la definición de los conceptos de comunidad rural, indígena y agraria

En el segundo capítulo se abordan los datos generales del sujeto investigado (localización,

población, economía), para seguidamente hacer un apretado resumen de sus más remotos

antecedentes prehispánicos y continuar con la información relativa a su reconocimiento

formal como pueblo, esto es, a su comunalización, y más adelante a su advocación a Los

Reyes Magos como santos patronos. Dentro del mismo capítulo se revisan los efectos de la

Ley Lerdo en las tierras comunales y las consecuencias de su conversión en cabecera del

municipio de La Paz, para cerrar con el impacto que tuvo la construcción de las redes

carretera y ferroviaria impulsadas por el Porfiriato.

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El tercer capítulo se ocupa de lo que representó para el pueblo de Los Reyes Acaquilpan la

llegada de la reforma agraria en la tercera década del siglo XX en términos de su relación

con la propiedad de la tierra, en cuyo transcurso una gran parte de ésta fue descomunalizada

por medio de su ejidalización, mientras que el resto fue recomunalizado cincuenta años

después a través del reconocimiento y titulación de bienes comunales, habiendo dado

origen –con medio siglo de diferencia- al ejido Los Reyes y su Barrio Tecamachalco y a la

Comunidad Los Reyes La Paz, ambos del municipio de La Paz, estado de México. Para tal

efecto, en sendos casos se describe y analiza la información y los documentos básicos que

tienen qué ver con su creación (resoluciones, planos, censos).

En el cuarto capítulo se analiza la situación de las tierras del ejido y de la comunidad, en el

marco de la reforma al Artículo 27 Constitucional impulsada por Carlos Salinas de Gortari,

su significado y alcance en los modelos de propiedad y en los procesos agrarios

estructurales que se suspendieron y que se pusieron en marcha en 1992 con la terminación

de la reforma agraria, remarcando el énfasis en la desamortización de la otrora propiedad

social. En ese contexto, se revisan las repercusiones que sobre el sujeto de estudio derivan

de la mega urbanización de la ZMVM y la expropiación de tierras ejidales y comunales a

partir de la década de los noventa, así como los antecedentes de la regularización del ejido

vía PROCEDE. Dicho capítulo cierra describiendo el proceso de recuperación de tierras en el

que el ejido se enfrasco a partir de 2013 y el bloqueo e interferencia de la comunidad en el

mismo.

En el quinto y último capítulo se intenta constatar el papel de la propiedad en la

conservación de la comunalidad confrontándolo con las prácticas comunitarias que

persisten en el ejido y la comunidad, integrados como pueblo, así como las expectativas de

quienes juegan el doble y triple papel de pobladores, ejidatarios y comuneros, tratando de

identificar qué es lo que refuerza el sentimiento anti descomunalizador que aún albergan

muchos de ellos y que los lleva al absurdo de bloquearse a sí mismos. Finalmente, la

presente investigación culmina con algunas conclusiones que, desde la perspectiva de los

procesos agrarios, parecieren las más relevantes.

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CAPÍTULO 1

CREACIÓN DE LA PROPIEDAD Y PROCESOS

AGRARIOS ESTRUCTURALES

Dentro del enorme y variopinto cúmulo de relaciones sociales de tipo económico

que se han dado a lo largo de la historia, unas de las más importantes son sin duda las de

propiedad, ya que sobre ellas descansa gran parte del andamiaje socioeconómico entero de

la construcción social de que se trate. Valenzuela Feijóo expresa que “… de las múltiples

relaciones sociales que podemos encontrar en el subsistema de producción, una de ellas

funciona como relación ‘reina’ y ésa es la propiedad” y añade: “… lo más esencial de la

dinámica histórica viene determinado por la dinámica o sucesión de las formas de

propiedad”.1

Lo anterior significa que la configuración del sistema de propiedad resulta determinante en

la construcción de las formaciones sociales. Éste influye no sólo en la manera en que se

distribuye el ingreso y la riqueza, sino también en el grado de tranquilidad y orden que

impere en las sociedades. De acuerdo con la orientación de su contenido jurídico el sistema

de propiedad puede alentar el individualismo o la comunalidad, ejerciendo gran influencia

en la base superestructural de los pueblos. Una conformación social o democrática, del

sistema de propiedad y de sus modelos específicos bien puede fortalecer el desarrollo

humano y el crecimiento de la economía, mientras que una conformación autoritaria –como

la romana- puede generar injusticias e inconformidades que a la postre sean causa de

insurrecciones y revueltas populares.

La creación de la propiedad, o sea, el acto jurídico inicial o fundacional a través del cual se

da vida legal y material en forma casuística a los distintos tipos o modalidades de la

1 José Valenzuela Feijóo, ¿Qué es la propiedad?, UAM-Iztapalapa, México, 1999, p. 26.

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propiedad reconocidos por el derecho positivo en un momento histórico determinado,

constituye el proceso agrario fundamental de toda sociedad, tan así que sin éste no podrían

producirse los otros. De acuerdo con la visión hegemónica occidental la propiedad

originaria configura un bloque territorial monolítico que representa la fuente primordial de

donde emana o proviene toda propiedad y a cuya titularidad le es inherente la facultad de su

creación

De conformidad con la concepción tradicional colonialista, dicho proceso sólo puede ser

iniciado y propulsado de modo legítimo por quien ejerce el monopolio del poder y quien

según su propia interpretación es el único que pude disponer enteramente de la propiedad

originaria (Corona, Nación, Estado), siendo por ende quien tiene el derecho primordial de

subdividirla y de transferirla a los particulares. En nuestro país la creación de la propiedad

ha constituido un proceso de larga duración, tanto así que habiendo comenzado con la

Conquista aún no culmina y en cuyo transcurso han sido reconocidas múltiples formas de

tenencia de la tierra y configurado distintos sistemas de propiedad, engendrando procesos

territoriales de distinta índole que han influido en forma determinante en el derrotero de

nuestra historia.

1.1. PROCESOS AGRARIOS COYUNTURALES Y ESTRUCTURALES

La gestación de procesos agrarios de carácter coyuntural y estructural es

axiomáticamente consustancial a la implantación de cualquier sistema formal de tenencia

de la tierra. Sea cual fuere su composición y contenido, éste siempre dará lugar a hechos,

fenómenos y procesos relacionados con la posesión y la propiedad de la tierra y los

territorios, mismos que -tarde que temprano y unos más que otros- repercutirán en la

estructura económica de cualquier construcción social dada, siendo las especificidades

intrínsecas a los modelos de propiedad que se reconozcan por cada sistema agrario las

variables que determinen el tipo de procesos territoriales que se originen, no así su

duración, la cual se vincula a otros factores (como el político).

Los procesos agrarios difieren en intensidad, alcance y duración. Algunos de éstos son de

corto plazo y se centran en meras cuestiones de forma, por lo que sólo gozan de efectos

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temporales y superficiales, de ahí que difícilmente impactan las estructuras agrarias, lo que

hace que sus secuelas sean por lo regular poco trascendentes. Otros procesos territoriales,

en cambio, tienen repercusiones de fondo, de suerte que suelen remover las construcciones

sociales desde sus cimientos, distinguiéndose de los anteriores por su carácter histórico,

naturaleza cíclica y larga o mediana duración.2 En ese sentido, a los primeros se les puede

catalogar de coyunturales y a los segundos de estructurales. Dentro del primer bloque se

inscriben, por ejemplo, los procesos de regularización, mientras que dentro de los últimos

resaltan los procesos de distribución y de concentración, de amortización y de

desamortización y de latifundización y minifundización de la tierra, entre otros.3

Dentro de los procesos de regularización de la tenencia de la tierra se pueden citar, por

ejemplo, los casos de los diversos programas de composiciones implementados por la

Corona española en los años 1643, 1670, 1713 y 1753 y del mejor conocido por sus siglas

como PROCEDE, puesto en marcha de 1996 a 2006 por el gobierno federal, y luego

continuado con el Fondo de Apoyo para Núcleos Agrarios sin Regularizar (FANAR) , con

los cuales se pretendía normalizar la situación legal de los poseedores de la tierra mediante

su exacta medición, deslinde y habilitación de los documentos necesarios para que pudieran

disponer con certeza de la misma. Podría decirse que en todo caso las acciones

regularizadoras funcionan como aditivos que aceleran los procesos agrarios estructurales.

En cuanto a los últimos, en nuestro país han tenido lugar, por ejemplo, dos grandes

procesos de amortización, uno de larga y otro de mediana duración. El primero ocurrió de

1521 a 1856 y el segundo de 1917 a 1992. En cuanto a la desamortización también se han

experimentado dos procesos, a saber: el iniciado en la última parte del siglo XVIII, con las

reformas borbónicas, y terminado en 1917, más el que detonó en 1992 a raíz de las

reformas salinistas y que aún se encuentra en curso. O bien, en materia de distribución de la

tierra, por su parte, se ha experimentado el proceso comenzado con la Conquista que

concluyó con el fin de la dinastía de los Habsburgo, o sea, a principios del siglo XVIII, y el

2 Juan Carlos Pérez Castañeda, “El proceso de acumulación de la tierra (Concepto y tipos de

latifundios)”, en Revista Estudios Agrarios, num.27, Procuraduría Agraria, 2004, p. 75. 3 Juan Carlos Pérez Castañeda y Horacio Mackinlay, “Los procesos agrarios de amortización y

desamortización: conceptos y formas”, en Signos Históricos, Vol. XVII, núm. 33, enero-junio de 2015,

p.139.

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derivado del reparto impulsado por la reforma agraria entre 1915 y 1992. Con respecto de

la concentración también se han dado dos procesos; uno, que empezó con la Colonia y se

detuvo con el estallido de la Revolución en 1910, y otro que reinició con las reformas

constitucionales de 1992 y en el que hoy nos encontramos inmersos.

Es dentro de esta categoría, o sea, dentro de los procesos de alcance estructural que tienen

que ver con la propiedad y la tenencia de la tierra, donde encuadran los procesos socio-

jurídicos de comunalización y de descomunalización agraria. Estos procesos de carácter

formal (legal) cuyas consecuencias se reflejan a largo plazo en la comunalidad de los

pueblos son los que nos proponemos problematizar relativizando su expresión en la órbita

de las relaciones sociales de propiedad a partir de los conceptos que se construyen y

abordan en el siguiente punto. Ello bajo un enfoque que intenta mirar las cosas desde el

sujeto que experimenta la descomunalización, es decir, tratando de identificar sus efectos

desde la perspectiva de quien las ha venido resintiendo secularmente: los pueblos.

De hecho, desde el momento en que el conquistador declaró que la totalidad de los

territorios descubiertos pertenecía a los monarcas españoles en términos del sistema de

tenencia de la tierra castellanizado (sustentado básicamente en la Ley de las Siete Partidas y

en las bulas del Papa Alejandro VI) y de que arrancó en las Indias el proceso de creación de

la propiedad rústica (la madre de todos los procesos agrarios), comenzaron a moverse

también los primeros engranes de una maquinaria que a la postre habría de desencadenar

diversos procesos territoriales de carácter estructural, de distinta duración y naturaleza, que

de una u otra manera repercutirían a la larga en el desarrollo nacional, desde la Colonia

hasta nuestros días.

Es obvio que después de varias centurias de ininterrumpida creación de la propiedad

inmueble rústica, en suelo mexicano debieron haberse suscitado procesos agrarios

estructurales de diverso género y alcance, incluso algunos de ellos causantes de

levantamientos armados, como lo fueron la desamortización (por la privatización y

nacionalización de las tierras comunales) y la concentración monopólica de grandes

superficies, que desembocaron en la revolución estallada en 1910. Al igual que aquéllos,

los procesos de comunalización y de descomunalización agraria, objeto central de este

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trabajo, se presentan como las dos caras de una misma moneda, distinguiéndose de los otros

procesos agrarios estructurales por cuanto que -además de repercutir de alguna manera en

la estructura económica del país- impactaron el tejido social de los pueblos, incidiendo de

modo importante en la construcción del abigarrado mosaico cultural que hoy pervive a lo

largo y ancho del territorio nacional.

Se debe advertir que los procesos agrarios estructurales son incompatibles más no

excluyentes, ni entre sí, o sea, ni con relación a su contracara, ni con respecto a los otros

procesos agrarios de su mismo alcance y envergadura. Tal cosa se traduce en los hechos en

que en determinados periodos históricos sea uno de ellos el que ocupe la posición

dominante y que en otros el que la ocupe sea su contrario, sin que eso quiera decir que al

imperar uno se eclipse totalmente el otro. Más aún, es posible que en esta relación

dialéctica ello nunca haya llegado a suceder.

1.2. PROCESOS DE COMUNALIZACIÓN Y DE DESCOMUNALIZACIÓN

AGRARIA

La “comunalización” es una herramienta conceptual que ha sido elaborada y

desarrollada en el ámbito de la investigación antropológica, con la cual se alude a cualquier

patrón de acción social que promueve un sentido de pertenencia e identidad a partir de la

existencia de un pasado compartido y de un origen común (Brow, 1990: 5).4 Sin embargo,

del mismo modo en que el concepto de “comunidad” que rige en la antropología y la

sociología es distinto al que rige en el campo del derecho y de la sociología jurídica agraria,

el concepto de comunalización tiene un significado diferente. Si bien en aquéllas la

comunidad normalmente alude a cuestiones que enseguida se abordan, en éstas hace

referencia a un modelo concreto de propiedad rústica que se encuentra sujeto a una serie de

normas y formalidades específicas. En ese sentido, por comunalización no puede

entenderse lo mismo.

4 James Brow, “Notes on community, hegemony, and the uses of the past”, Anthropological

Quarterly, número 63, volumen 1, 1990, pp. 1-6.

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Por ello, con la finalidad de evitar confusiones semánticas o logomaquias nos vemos en la

imperiosa necesidad de sustituir el vocablo “comunalización” por el de “comunalidad”, el

cual se utilizará para hacer referencia al conjunto de prácticas colectivas que construyen la

identidad de los pueblos originarios, dentro de las que –casi por definición- se ubican las

ligadas al ejercicio de los derechos de propiedad ejidal o comunal, concibiendo a estas

últimas como una faceta o parte importante del conjunto de prácticas que generan identidad

y fortalecen la acción comunitaria de los pueblos y de su gente.

Hecha la anterior aclaración se puede decir entonces que en este trabajo por

“comunalización agraria” se entenderá el proceso por medio del cual se crean o

transforman propiedades inmuebles rústicas antes pertenecientes a otro régimen jurídico

(privado, ejidal, público) al estatuto legal de la propiedad comunal (de acuerdo con la

connotación vigente). Lógicamente, por “descomunalización agraria” deberá entenderse lo

contrario, esto es, el acto mediante el cual se le suprime a las comunidades esa calidad

jurídica y se modifica dicho régimen. A ésta se puede añadir la descomunalización de

hecho o de facto derivada de la desterritorialización material (legal o ilegal) que puede o no

ser producto de intrusiones y despojos. Como casi todos los procesos agrarios estructurales,

la comunalización y la descomunalización son en esencia incompatibles pero no

excluyentes entre sí, de modo que en un momento determinado pueden darse una al lado de

la otra como procesos paralelos.

Estamos acostumbrados a abordar la pérdida de la calidad jurídica agraria comunal desde

afuera, o sea, con una perspectiva exógena -naturalmente influenciada por el ascendente

hegemónico y colonialista- que la interpreta de manera formal y la ve como un acto jurídico

de mera privatización de las tierras sin problematizar mucho lo que significa para los

pueblos una metamorfosis de ese tipo. En cambio, si las cosas se aprecian desde una óptica

endógena lo que se observa son las consecuencias que conlleva la pérdida de dicha calidad

agraria y la desterritorialización en el ámbito de las relaciones y prácticas sociales, es decir,

la descomunalización, aspecto tan del interés de los vecinos de los pueblos como los

eventuales efectos de la inserción de sus tierras en el mercado.

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En otras palabras, si el cristal con que se mira está situado fuera de los pueblos

descomunalizados lo normal es que el cambio experimentado por éstos –visto en tanto

privatización- se observe en relación con sus efectos desamortizadores y su eventual

repercusión en los mercados inmobiliarios y en los controles e ingresos fiscales, o bien,

desde la perspectiva de sus probables consecuencias en la configuración del derecho del

propiedad comunal. Empero, si se hace un esfuerzo por comprender ese mismo evento

desde adentro, lo que se verá es lo que ello representa socialmente para el interno de los

pueblos, o sea, en el bagaje cultural que da esencia al subjetivismo identitario que les

amalgama y en las prácticas profundas de su comunalidad.

La historia de México ha sido escenario recurrente de ambos procesos, legales y extralegales;

tempranos y tardíos; de baja, media y gran magnitud; y de corta, mediana y larga duración,

entre otros posibles parámetros, habiendo llegado sus alcances a impactar de una u otra forma

la estructura económica de la nación. O sea, la comunalización y la descomunalización agraria

no son fenómenos nuevos ni recientes, sino que han sido compañeros de viaje desde que el

proceso de creación de la propiedad comenzó en nuestro país.

La comunalización no es un proceso menor, como tampoco lo es la descomunalización. En

virtud de la primera, en muchas regiones del país se pudo construir parte de la comunalidad

que hoy distingue a numerosos pueblos, sobre todo por estar sustentada en el dominio de un

territorio, elemento que ofrece a sus tenedores un trascendental sentido de pertenencia que

les arraiga con mayor fuerza a la tierra y les brinda una base material identitaria de crucial

importancia para la determinación de un pasado común. Al calor de las prácticas ligadas a

la comunalización agraria y a la advocación santoral, los pueblos fueron construyendo uno

a uno los rasgos que con el correr de los años habrían de darles la identidad que hogaño les

caracteriza.

1.2.1 CONCEPTO DE COMUNIDAD AGRARIA

Una de las formas de propiedad implantadas por los conquistadores en las tierras

“descubiertas” fue la comunal en su expresión de propiedad de los pueblos. Ésta se reguló

de acuerdo con la tradición jurídica castellana y fue concebida en lo urbanístico conforme

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al patrón de asentamientos difundido durante la reconquista y la recolonización acaecidas

en la Península Ibérica entre los siglos del XII al XVI de nuestra era. Esta forma de

tenencia de la tierra se integraba con espacios parcelados destinados al aprovechamiento

individual y espacios de explotación común, tal como ocurría con el autóctono calpulli de

la época prehispánica, razón por la que a los nativos de Mesoamérica no les costó mucho

trabajo adaptarse a ella. El modelo de propiedad comunal desapareció del Orden Jurídico

Nacional en 1856 al haber sido suprimido por la legislación liberal, para retornar en 1917

bajo un nuevo ropaje legal.

Diana Birrichaga escribió que “…pueblo y comunidad no deben considerarse como

sinónimos, pues eran instituciones diferentes. Un pueblo podía agrupar a una o varias

comunidades. En otras palabras, los pueblos ejercían territorialidad sobre las comunidades

(territorios) que tenían sujetas políticamente.”5 Esta distinción resultará determinante

durante los siglos XVIII y XIX para facilitar la descomunalización agraria a través de la

reforma política. Sin embargo, para el siglo XX dicha diferencia ya no sería tan válida y a

la luz de la nueva legislación habría perdido sentido, de modo que en la esfera de la

propiedad el término comunidad pasó a referirse también a los pueblos y a convertirlos,

lato sensu, en sinónimos.

El rasgo más distintivo de esta forma de propiedad es, por obvias razones, el manejo de la

tierra bajo reglas de orden comunal,6 por mucho que algunas de sus superficies se exploten

grupalmente mediante trabajo gratuito, manejo cuya viabilidad ha sido puesta en tela de

duda y generado polémica de manera sistemática desde la antigüedad hasta nuestros días

con argumentos de variada índole. Sin embargo, desde 1968 su crítica tomó renovados

5 Diana Birrichaga Gardida, “¿Ejidatarios o comuneros? Los proyectos de restitución de las tierras y

aguas comunales en el Estado de México, 1914-1916.” En México y sus transiciones:

reconsideraciones sobre la historia agraria mexicana, siglos XIX y XX, Antonio Escobar Ohmstede y

Matthew Butler (coordinadores), CIESAS, 2013, p. 324. 6 “Los recursos de propiedad común son sistemas de administración en los cuales los recursos son

asequibles a un grupo de tenedores de derechos que tienen poder para enajenar el producto del

recurso pero no el recurso mismo.” Nadia Forni, “Common property regimes: origins and

implications of the theoretical debate”, Land Reform, 2000/2, FAO, Roma (pp. 2 y 3 de la versión

electrónica).

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bríos con la publicación del difundido e influyente ensayo de Garret Hardin7 acerca del

inexorable destino de los comunes, alimentando las especulaciones derrotistas respecto a su

futuro, ya confrontado en años recientes por la postura e investigaciones de Elinor Ostrom8

sobre el manejo de la propiedad comunal y sus posibilidades de romper efectivamente con

el paradigma fatalista.

La tesis de la inviabilidad de los comunes es tan vieja como la propiedad fundaria misma.

De hecho una de las grandes diferencias entre Platón y Aristóteles giró en torno a este tema.

En la era moderna el debate se avivó desde mediados del siglo XVIII con el repunte de las

ideas privatizadoras impulsado a través de las políticas borbónicas de reforma del Estado

monárquico, las que después de inspirar y alentar las leyes de desamortización promulgadas

a nivel federal a mediados del siglo XIX por el gobierno mexicano (1855/57), fueron

retomadas de nuevo a finales del siglo XX para fundamentar las enmiendas constitucionales

que privatizaron al ejido.

Ahora bien, metodológicamente hablando, no parece adecuado seguir adelante sin antes

precisar para los efectos de este trabajo qué se entiende por “comunidad agraria”, categoría

base de la territorialidad local o micro que resulta fundamental para comprender el

concepto de comunalización aquí utilizado, así como para diferenciarlo tanto del concepto

demográfico de “comunidad rural” como del concepto de “comunidad indígena”, terreno en

el que resulta notable la opacidad que impera. Se trata de conceptos yuxtapuestos que

corresponden a distintos campos del conocimiento, pero que en la práctica convergen con

frecuencia y se convierten en fuente de confusiones.

7 Garret Hardin, "The Tragedy of Commons" en Science, v. 162 (1968), pp. 1243-1248, Traducción

de Horacio Bonfil Sánchez. Gaceta Ecológica, núm. 37, Instituto Nacional de Ecología, México,

1995. http://www.ine.gob.mx 8 Elinor Ostrom, Governing the Commons: The Evolution of Institutions for Collective Action,

Cambridge University Press, 1990. 8 Garret Hardin, "The Tragedy of Commons" en Science, v. 162

(1968), pp. 1243-1248, Traducción de Horacio Bonfil Sánchez. Gaceta Ecológica, núm. 37,

Instituto Nacional de Ecología, México, 1995. http://www.ine.gob.mx 8 Elinor Ostrom, Governing the Commons: The Evolution of Institutions for Collective Action,

Cambridge University Press, 1990

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Desde un punto de vista general la “comunidad rural” es un término de cobertura amplia

que sirve para designar a toda congregación o asentamiento humano grupal que se

encuentre ubicado en el agro, siendo sinónimo de localidad. En nuestro país para efectos

censales y de definición de políticas públicas, de acuerdo con los lineamientos del Instituto

Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), las localidades se clasifican en

urbanas y rurales. Para que un asentamiento sea catalogado como rural no debe albergar a

más de 2,500 habitantes, independientemente de la composición étnica o social de su

población, forma de gobierno, grado de desarrollo, creencias religiosas, preferencias

políticas, etcétera, criterio ciertamente arbitrario y obsoleto que a menudo se estrella con la

realidad, ya que hay numerosas localidades que con una población mucho mayor mantienen

los rasgos propios de la ruralidad, pero también a la inversa.

La “comunidad agraria”, en cambio, es un término de contenido socio-jurídico que en

virtud del sistema de propiedad de nuestro país puede ser utilizado lato o strictu sensu. En

el primer sentido el término tiene una connotación cuya mayor carga es sociológica, por lo

que se usa para denominar en general a lo que Arturo Warman definió de la siguiente

manera:

…, la comunidad agraria es una organización de gente en la misma posición social y

que comparte el derecho a un mismo espacio territorial. Dicho en otras palabras: es

una organización de una clase específica, el campesinado, por medio del cual se

realizan negociaciones colectivas con otras fuerzas de la sociedad con el fin de obtener

las condiciones para subsistencia y reproducción de una colectividad y de cada una de

las unidades que la forman.9

Desde ese punto de vista, la comunidad agraria en los términos señalados por

Warman se refiere a cualquier localidad rural que sea dueña de tierras (ejido o comunidad),

de hecho o de derecho; mientras que en sentido estricto su connotación es básicamente

jurídica, de modo que su uso se restringe de forma considerable y se aplica para referirse

exclusivamente a una modalidad específica de tenencia de la tierra: la comunidad.

9 Arturo Warman, “Notas para una redefinición de la comunidad agraria”, en Revista Mexicana de

Sociología, núm. 3, julio-septiembre, 1985, México, p. 11.

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Veamos. Desde el punto de vista agrario las localidades pueden ser o no propietarias de

tierras. Las que lo son reciben el calificativo genérico de “comunidades agrarias”, como

concepto adjetivado, pudiéndose estas dividir en las que son dueñas de tierras bajo el

régimen de propiedad ejidal y las que lo son bajo el régimen de propiedad comunal. A las

primeras se les llama “ejidos” y a las segundas se les denomina “comunidades”. Ambas son

producto de la reforma agraria y corresponden a regímenes de propiedad que hasta 1992

estuvieron sujetos a un conjunto de normas legales que generaban comunalidad, como por

ejemplo, la obligación de residir en las zonas urbanas ejidales o comunales, la prohibición

de contratar mano de obra asalariada (forzaba al uso del trabajo cooperativo o la solidaridad

de los compañeros) o la función de la parcela como patrimonio familiar, entre otras. Como

se observa, siendo tales obligaciones válidas para las dos formas de tenencia de la tierra,

esto significa que ambas eran susceptibles de descomunalizarse sociológica y jurídicamente

hablando, no sólo la comunidad.

Por su parte, en sentido estricto, el término de “comunidades agrarias” es aplicado como

sustantivo y solamente al segundo de los modelos mencionados, o sea, a las comunidades

como regímenes de tenencia de la tierra en propiedad, las que por lo mismo son las únicas

que pueden ser formal y literalmente descomunalizadas (ya que las otras serían más

correctamente des-ejidalizadas). En esa tesitura, la comunidad agraria ha sido definida

como: “aquel conjunto de personas o familias unidas por vínculos de religión, idioma,

costumbres y tradiciones, que poseen y usufructúan, en mancomún, tierras, aguas o montes,

que de hecho o por derecho pertenecen al núcleo de población campesina del que forman

parte”.10

Si bien dicha definición considera elementos de carácter legal, le otorga más relevancia a lo

social, lo que le impide arrojar suficiente luz sobre el aspecto jurídico de la misma. Por su

parte, Zaragoza y Macías ven a la comunidad como “la persona moral con personalidad

jurídica, titular de derechos agrarios, reconocidos por resolución presidencial restitutoria o

de confirmación y titulación, sobre un conjunto de bienes que incluyen tierras, pastos,

bosques y aguas, sujeto a un régimen de propiedad social inalienable, imprescriptible,

10 Sabino Arámbula Magaña, Terminología agraria jurídica, Universidad de Guadalajara, México, 1984, p. 77.

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inembargable e intransmisible, que le concede a ella el doble carácter de propietaria y

poseedora, y que para su explotación se ordena como unidad de producción, con órganos de

decisión, ejecución y control que funcionan conforme a los principios de democracia

interna, cooperación y autogestión, y según sus tradiciones y costumbres,”11

En muchos casos las localidades que no son propietarias de tierras quedan inmersas en

terrenos ejidales o comunales, por lo que un territorio ejidal o comunal puede albergar una

o varias localidades, aunque solo una es legalmente dueña de las tierras (donde se localiza

lo que suele conocerse como zona urbana ejidal o comunal), perspectiva desde la que –

como se ve- no todas las comunidades rurales son iguales. De este modo, mientras que el

concepto de comunidad rural es incluyente y hace referencia a cualquier localidad a secas

ubicada en el campo, el concepto de comunidad agraria es excluyente y aplica en extenso a

todas aquellas localidades que son propietarias de tierras; mientras que restringidamente

alude a una localidad que no sólo es dueña de tierras sino que además lo es bajo el régimen

jurídico de la propiedad comunal (de acuerdo con el derecho agrario positivo de nuestro

país), dentro de la cual pueden o no quedar comprendidos varios asentamientos humanos no

propietarios.

Así pues, aunque toda comunidad agraria constituye una localidad rural, no toda localidad

rural es una comunidad agraria, éstas solamente son –en sentido amplio- aquéllas que

tienen tierras y -en sentido estricto-, dentro de éstas, aquéllas que tienen tierras sujetas al

régimen de la propiedad comunal. En otras palabras, la comunidad agraria es, en todos los

casos, una forma de tenencia o un modelo de propiedad rústica, mientras que la comunidad

rural no. Bajo dicho criterio, de acuerdo con el Consejo Nacional de Población (CONAPO),

en el año 2010 existían en México un total de 188,593 localidades rurales, de las cuales, de

acuerdo con el Registro Agrario Nacional (RAN), en noviembre de 2018, eran 2,396

comunidades agrarias.

Por su lado, la “comunidad indígena” constituye un concepto de contenido étnico y orden

antropológico que hace alusión en rigor a aquel asentamiento que siendo sociológicamente

una comunidad rural y pudiendo ser o no jurídicamente un tenedor o propietario de tierras,

11 José Luis Zaragoza y Ruth Macías, El desarrollo agrario de México y su marco jurídico, CNIA, 1980, p. 111.

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está compuesto en su mayoría o totalidad por población indígena. Durante mucho tiempo

prevaleció la idea en nuestro país de que en las zonas indígenas la forma predominante de

propiedad de la tierra era la comunal, empero, hoy sabemos que no es así. Existen

numerosas regiones ocupadas por grupos étnicos en donde lo que impera es la propiedad

ejidal, e incluso, la privada, sin que ello necesariamente conlleve que la comunalidad sufra

un menoscabo ni se deteriore. Más aún, los datos constatan que la forma de tenencia de la

tierra que predomina entre +a población indígena a nivel nacional es la ejidal, no la

comunal.12

La comunidad indígena antropológicamente hablando configura un concepto más amplio

que el de comunidad agraria, porque mientras que éste sólo hace referencia a un modelo de

propiedad, categoría jurídica estática e inanimada, aquél hace alusión a un ente de carácter

sociopolítico que puede incluir a una población, con un gobierno, un territorio, una lengua

y una cultura propia, categoría sociopolítica en constante evolución y movimiento. Los

territorios de las comunidades indígenas no son demarcaciones que estén delimitadas por

los linderos de las eventuales propiedades que las etnias pudieran poseer, sino por aspectos

de índole diversa que desbordan con mucho los límites físicos de las comunidades agrarias.

De ahí se sigue que no toda comunidad rural es comunidad indígena, así como tampoco no

toda comunidad indígena es comunidad agraria.13 Es por ello que de las 2,396 comunidades

agrarias que se encuentran inscritas en el RAN, sólo el 34.3 % se ubica en municipios que

tienen 70 % o más de población indígena, y 10.8 % se localiza en municipios que poseen

entre el 30% y el 70 %.14

Debe aclararse, por último, que los conceptos comentados no son excluyentes ni

incompatibles, toda vez que una comunidad rural podría ser al mismo tiempo comunidad

indígena y comunidad agraria, o cualquiera de las dos cosas, sin que ello repercuta en nada

en su funcionamiento bajo ninguna de las otras connotaciones. Se trata, pues, de conceptos

12 Héctor M. Robles Berlanga y Luciano Concheiro Bórquez. Entre las fábulas y la realidad. Los

ejidos y comunidades con población indígena. UAM/CDI, México, 2004, p. 76. 13 Ludka de Gortari, “Comunidad como forma de tenencia de la tierra”, en Estudios Agrarios, Año 3

núm. 8, julio-septiembre, 1997, p. 101. 14 Ibid.

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que aunque independientes hay que tener muy claros para no incurrir en equívocos que

empañen los enfoques.

1.2.2. LA COMUNALIZACIÓN AGRARIA

Con la implantación del sistema de propiedad occidental llevada a cabo por los

conquistadores nació la propiedad comunal. De modo simultáneo, con el inicio de la

creación de la propiedad comenzó también un proceso en el que a lo largo de la Colonia

numerosos asentamientos prehispánicos en posesión de tierras fueron titulados como

pueblos en forma progresiva, es decir, comunalizados.15 En muchos casos ello significó

configurarlos territorialmente a imagen y semejanza del modelo importado de la Península

Ibérica y regirlos bajo reglas muy generales que al principio de ese periodo básicamente se

diferenciaban según se tratara de pueblos de españoles o de pueblos de indios16. Este

proceso agrario de larga duración se prolongó formalmente hasta 1812 (aunque en los

hechos había declinado desde la segunda mitad del siglo XIX), cuando a raíz de la

Constitución de Cádiz se instauró al municipio como célula básica de gobierno y de

administración pública en suelo ibero y novohispano. Como consecuencia, la creación de

pueblos con el tradicional enfoque político/agrario de colonización, gobierno y creación de

la propiedad, fue suspendida y reemplazada por un enfoque .

Sin embargo, se debe reconocer que la mayoría de los asentamientos precolombinos de

Mesoamérica ya practicaban una comunalización agraria en los hechos (informal, para la

colonialidad). Es bien conocido que dentro del calpulli, que representa la forma comunal

por antonomasia del sistema mexica de tenencia de la tierra, coexistían superficies

parceladas que se destinaban a la explotación individual o familiar (tlalmilli), con áreas

comunes que eran explotadas en forma colectiva (altepetlalli) para efectos del pago de

15 Margarita Zárate Vidal, “La Unión de Comuneros Emiliano Zapata (UCEZ), Sus acciones y

percepciones 1988-1993”, en Relaciones: estudios de historia y sociedad, Zamora, Michoacán,

volumen 16, p. 74. 16 Por ejemplo, los pueblos de españoles contaban con dehesas (tierras de pastoreo), mientras que los

pueblos de indios, no.

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tributos diversos y el sostén del culto religioso, lo que sin duda le asemejaba en notoria

medida a la comunidad agraria española.17

La comunalización formal implicaba, en teoría, que los asentamientos prehispánicos

dejaran de regirse de acuerdo con los usos y costumbres ancestrales y pasaran a regularse

por la normativa escrita del derecho español e indiano. Este, a decir verdad, no era tan

incompatible con las prácticas inveteradas que habían regulado sus formas de tenencia

desde antes de la llegada de los conquistadores. La no muy distante experiencia del calpulli

gravitaba en la memoria de los vencidos y sus diferencias con los patrones de poblamiento

ibéricos no eran tantas como para rechazarlos tajantemente. Es probable que lo anterior no

fuese tanto el problema, sino que el arrebañamiento de la gente en los cascos de las

reducciones de indios y el desarraigo de sus anteriores posesiones sea lo que más

resistencias haya generado.

El modelo de propiedad comunal importado por los españoles estaba más influenciado por

el derecho consuetudinario germánico (transmitido por la vía visigoda), que por las

concepciones del derecho romano, que apenas renacían en esa época,18 de modo que se

otorgaba al pueblo, al colectivo grupal, y no al municipio, la titularidad de los derechos de

propiedad sobre el territorio, clasificando normalmente las superficies que se le daban

como patrimonio en bienes de propios (tierras de uso público), ejidos (tierras de uso

común), áreas de común repartimiento (tierras de uso individual) y casco del pueblo (tierras

de uso urbano o habitacional).19 Cuando se trataba de pueblos de españoles, adicionalmente

se les dotaba de dehesas (tierras de agostadero).

Hay que advertir, no obstante, que ese era el patrón idealizado del modelo de propiedad y

poblamiento colonial, ya que en los hechos los pueblos no siempre se conformaban de ese

modo. Incluso, a menudo las mercedes no eran muy explícitas y sólo asentaban que se

dotaba a los pueblos de “tierras, aguas, montes y pastos” o de “bienes de comunidad”,

denominación en la que podían quedar encuadradas distintas cosas, desde ingresos

17 Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español (1519-1810), trad. de Julieta Campos, Siglo

XXI, México, 1967, p. 226. 18 Martha Chávez Padrón, El proceso social agrario, Porrúa, México, 1983, p. 143. 19 Romeo Rincón Serrano, El ejido mexicano, CNIA, México, 1980, p. 28.

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monetarios hasta terrenos y otros recursos naturales. En realidad la configuración territorial

de los pueblos, en términos de propiedad, era bastante arbitraria, pudiendo influir en ello

factores que iban desde lo geográfico, lo económico y lo político hasta lo étnico y lo

demográfico, lo que originaba una diferenciación muy amplia entre las comunidades con

desiguales matices según los territorios.

Es muy probable que la congregación de los indígenas en pueblos (apueblamiento) haya

venido a reforzar los lazos de solidaridad de sus miembros en virtud del acercamiento físico

y el frecuente roce social a que dio lugar el nuevo patrón de asentamientos. La dispersión

poblacional del calpulli no estimulaba la interacción social entre sus integrantes debido a

que la distancia que mediaba entre las viviendas/milpas no propiciaba el contacto y las

relaciones personales diarias. Las relaciones eran casi ocasionales y regularmente

aumentaban en los días en que la gente se reunía en los centros ceremoniales para rendir

culto a sus dioses y hacer mercado, o bien, en las jornadas de pago de las faenas en trabajos

colectivos gratuitos. Los pueblos coloniales, en cambio, eran un hervidero de vecinos en

constante interacción junto a aquéllos.

El apueblamiento vino a construir con el paso de los años una nueva identidad indígena que

se fue imponiendo poco a poco a la nostalgia por el terruño de donde se había desarraigado

a los naturales, sobre todo, a partir de la advocación de los pueblos a un santo patrono, pues

así la integración adquiría mayor sentido. A las prácticas inherentes al manejo, tenencia y

explotación de la tierra y el trabajo comunal se vinieron a agregar las prácticas religiosas

con todo y sus fiestas tradicionales, que también eran fuente de identidad (Semana Santa,

Navidad, Día de Reyes), al igual que la aportación de trabajo comunitario para la

explotación de tierras dedicadas a la veneración del santo patrono, la cual era vista como

una obligación que abarcaba a todos los miembros de la comunidad por el simple hecho de

formar parte de ésta.

Atendiendo a la fecha de su creación, las comunidades pueden clasificarse en tempranas y

tardías. Dentro de las primeras, formadas a lo largo del siglo XVI y parte del XVII, algunas

contaron con superficies enormes en cuyo interior a veces quedaba comprendido un alto

número de asentamientos que desde el punto de vista agrario adquirían el carácter de

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pueblos arrendatarios (y políticamente, sujetos o agregados). Es de suponerse que el

derrumbe demográfico que redujo drásticamente la población indígena derivado de las

epidemias y de la explotación de los indios en trabajos forzados, incidió en el volumen de

peticiones de donación de tierras para la creación de pueblos, por lo que al parecer el

proceso de comunalización no pudo ser uniforme, sino que debió registrar distintos

altibajos durante la Colonia. Por su parte, las comunidades tituladas a lo largo del siglo

XVIII son catalogadas de tardías, por lo que a menudo su superficie era mucho menor que

la de aquellas.

Con la paulatina recuperación del crecimiento demográfico de la Nueva España, a partir de

la mitad del siglo XVII un considerable número de pueblos sujetos fue alcanzando el

mínimo de habitantes que se exigía para obtener su autonomía política (1,000). Ello,

sumado al rechazo generalizado al pago de tributos heredados de los antiguos caciques

autóctonos y a la desigualdad que imperaba en los sistemas de cargos públicos locales,

determinó que en la segunda mitad del siglo XVIII iniciara un proceso de separación de

pueblos, en cuyo transcurso muchos de éstos, sujetos hasta ese momento, lograron

independizarse de sus cabeceras y devenir pueblos autónomos (o cabeceras en sí mismas),

fenómeno que se agudizó con el reordenamiento político-administrativo impuesto por la

Real Ordenanza de Intendencias, expedida en 1786.20

Casi paralelamente, con la reorientación de la política económica y de colonización de la

Corona registrada desde mediados del siglo XVIII a raíz de la transferencia del poder a la

dinastía Borbónica, la creación de pueblos había comenzado a declinar como política

gubernamental de poblamiento y colonización, quitando a éstos el papel de célula básica de

la administración pública novohispana, situación que quedó clara a partir de la expedición

de la Ordenanza de Intendencias.

Posteriormente, el reordenamiento político-territorial puesto en marcha por las Cortes

Generales y Extraordinarias de Cádiz al despuntar la segunda década del siglo XIX, mismo

que fue retomado por el gobierno de la naciente República Mexicana, implicó que los

20 Daniél Dehouve, “La separación de pueblos” en Los pueblos de indios y las comunidades. Lecturas

de Historia Mexicana. El Colegio de México, 1991, pp. 113.

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antiguos pueblos cabecera de alcaldías e innumerables pueblos sujetos se convirtieran en

cabeceras municipales. Para darles sustento territorial y financiero, dicha redivisión

contempló que las tierras de los pueblos se convirtieran en propiedad de los municipios y

que, por tanto, pasaran a ser administradas por los ayuntamientos. De acuerdo con la

fórmula modernizadora, los pueblos tenían que ser sustituidos por municipios, pero para

darles viabilidad financiera y hacerlos autosuficientes había que dotarlos de fundos legales.

Ello explica por qué la comunalización agraria fue suspendida como política gubernamental

de poblamiento durante el siglo XIX y los inicios del XX. Durante ese lapso la colonización

fue fomentada desde el sector público solamente a través de la creación de propiedades

privadas. Aunque antes de la Reforma Liberal muchos pueblos habían sido

descomunalizados al amparo de las legislaciones locales de municipalización y de

desamortización, según las estimaciones de McCutchen McBride, en 1854 aún existían en

el país de 5,021 comunidades, las cuales poseían en su conjunto alrededor de 11.6 millones

de hectáreas,21 superficie que estaba en la mira de autoridades y particulares para ser

desamortizada.

No es sino hasta después de 1915, cuando el proceso comunalizador reaparece en escena,

pero ahora ya no como una política de poblamiento sino como una acción justicialista y

reivindicatoria impulsada por la Revolución en beneficio de los campesinos y pueblos que

habían sido despojados de sus tierras. Así, al calor de la reforma agraria registrada durante

el siglo XX se experimentó un proceso recomunalizador mediante la restitución de los

ejidos de los pueblos, en el marco del cual se creó una figura de comunidad agraria distinta

a la que le precedió, la que a su vez fue derogada en 1992 al ser cancelado el reparto

agrario. Al inicio este nuevo proceso comunalizador sólo se basó en la acción jurídica de

reivindicación de tierras, o sea, en la restitución de los ejidos que les habían despojado a las

comunidades y en la adopción de un régimen legal relativamente parecido al que había

regido para los pueblos coloniales. Sin embargo, a partir de 1940, la comunalización agraria

se dio también por conducto del procedimiento de reconocimiento (confirmación) y

21 George McCutchen Mcbride, “Los sistemas de propiedad rural en México”, en Dos Interpretaciones

del campo mexicano, Conaculta, México, 1993, p. 174.

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titulación de tierras, lo cual hizo posible la protección de numerosas comunidades que se

hallaban en la intemperie legal.

Durante el proceso de reforma agraria en nuestro país, o sea, de 1917 a 1992,

constitucionalmente hablando, la comunalización llevaba consigo la adopción de un

régimen jurídico parecido al colonial, pero con sustanciales diferencias. Una de ellas

radicaba en el sistema de toma de decisiones, mismo que en las comunidades coloniales (y

actualmente en algunas indígenas) se basaba en el consenso, funcionando como exitoso

mecanismo de participación democrática. Éste fue remplazado en las comunidades del siglo

XX por el sistema de sufragio directo en asambleas. De hecho, una vez que las

comunidades agrarias quedaban legalmente constituidas su funcionamiento era igual al de

los ejidos, sin que hubiera diferencia de ningún género. Se estima que al momento de la

cancelación del reparto agrario en México existían 2,573 comunidades agrarias, las que

eran dueñas de una superficie de poco más de 18 millones de hectáreas,22 cifra mucho

mayor a la que según McCutchen existía al iniciar la Reforma, en términos de superficie,

pero de casi la mitad, en términos del número de comunidades.

Con todo, puede decirse que la recomunalización derivada de la reforma agraria tuvo un

significado muy parecido al del proceso de comunalización colonial en lo relativo a las

relaciones sociales, pues así como en éste las bases de la comunalidad ya habían sido

sentadas en la época prehispánica por el calpulli, en aquélla las bases proveían de las

comunidades coloniales, de modo que ninguno de los dos casos implicó la adopción o

implantación de prácticas comunitarias ajenas a los núcleos comunales formalmente

creados. En ese sentido, se hace necesario problematizar el eventual impacto de la

descomunalización agraria en la comunalidad de los pueblos en tanto acto jurídico formal.

En 1992, la reforma al artículo 27 de la Constitución Federal derogó la obligación del

Estado mexicano de repartir tierras a los campesinos y con ello la vertiente gubernamental

de la comunalización quedó atrás. Si bien desde entonces este mandato fundamental fue

22 Everardo Escárcega López y Carlota Botey Estapé, La recomposición de la Propiedad Social como

precondición necesaria para refuncionalizar al Ejido, en el orden económico productivo, Centro de

Estudios Históricos del Agrarismo en México (C EHAM), México, 1990, p. 17.

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cancelado, la posibilidad de la comunalización siguió abierta pero únicamente por la vía

voluntaria, rango que aún conserva. En la actualidad es factible promover la

comunalización agraria por varios conductos, a saber: a) a través del procedimiento

contencioso de restitución de tierras; b) mediante la conversión de los ejidos al régimen de

propiedad comunal siguiendo un trámite administrativo; y, c) por medio de la adopción del

régimen jurídico comunal en un procedimiento de jurisdicción voluntaria. No obstante,

debido a las características que actualmente reviste, la nueva comunidad agraria posee una

conformación jurídica distinta a la de las comunidades nacidas durante la Colonia y la

reforma agraria, por lo que la comunalización que de ahí se deriva también debiese ser

diferente.

Desde esta óptica se puede apreciar que durante las dos fases de comunalización de las que

se ha hablado, la configuración de la comunidad agraria como modelo de propiedad rústica

cambió en función de las características jurídicas que les fueron impresas, pudiéndolas

calificar entonces como comunidad colonial y comunidad social. Si a ello se agrega que

las reformas constitucionales de 1992 modificaron el sistema de propiedad agraria en su

conjunto y el modelo de propiedad comunal en particular, dando un notable giro a su

naturaleza jurídica, es de concluirse que ahora podemos hablar también de una comunidad

neoliberal.23

En efecto, con la transformación del régimen jurídico de la propiedad comunal se legalizó

la posibilidad de rentar, enajenar, ceder, aportar en sociedad, ofrecer en garantía, etcétera

(incluso de privatizar), tanto las tierras parceladas como las mancomunadas, rigiéndose

desde entonces por reglas más flexibles y cercanas al régimen de propiedad privada que las

que antes la regulaban, lo cual conlleva la descomunalización jurídica de este derecho de

propiedad. Probablemente la liberación con sentido comercial y privatizador de dicho

derecho, en algunos casos a la larga sea causa del relajamiento de la comunalidad, tanto de

los titulares de derechos agrarios -en cuanto propietarios- como de los pobladores de las

23 Véase: Juan Carlos Pérez Castañeda, El nuevo sistema de propiedad agraria en México, Edit.

Palabra en vuelo, México, 2002; y, Juan Carlos Pérez Castañeda y Horacio Mackinlay, “¿Existe aún la

propiedad social agraria en México”, en Polis, volumen 11, número 1, Primer semestre 2015, pp. 45-

82.

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comunidades en general -en cuanto usuarios ligados por el acceso a los recursos naturales-.

Por desgracia, se trata de procesos culturales de largo plazo cuyas consecuencias estamos

lejos de visualizar y aún de discernir.

1.2.3. LA DESCOMUNALIZACIÓN AGRARIA

A riesgo de parecer perogrullesco es preciso decir que sólo se puede descomunalizar

–desde el punto de vista agrario- lo que ha sido comunalizado en forma previa, de donde se

deduce que lo primero es forzosamente posterior a lo segundo. La descomunalización

agraria puede manifestarse tanto por conducto de la modificación del régimen jurídico

comunal como a través de la desposesión material del territorio (legal o extralegal), cuyo

propósito normalmente es convertirlo en otro tipo de propiedad (nacional, municipal, ejidal,

privada), aunque hay que reconocer que las más de las veces se realiza con la finalidad de

fraccionar e individualizar las tierras de acuerdo al vetusto paradigma privatizador. En

cualquier caso, la descomunalización conlleva el deterioro de uno de los más simbólicos

constructores de identidad, generador de comunalidad y fuente de prácticas de solidaridad y

ayuda mutua: la tierra como propiedad y el territorio como espacio compartido con los

suyos.

Al igual que con su contracara (la comunalización) las primeras acciones

descomunalizadoras en la historia de México también fueron consumadas durante el

periodo colonial, aunque a diferencia de aquéllas éstas comenzaron hasta la segunda mitad

del siglo XVIII, o sea, más de dos siglos y medio después de las comunalizadoras, a través

de la instrumentación de la Ordenanza de Intendencias (1787). De entonces a la fecha este

proceso agrario de orden formal no se ha detenido (aunque sí ralentizado), lo que habla de

un proceso de muy larga duración que por lo demás ha seguido su curso sin registrar en

ningún momento pausa alguna (excepto en el periodo revolucionario de 1910-1927) y sin

mostrar todavía visos de detenerse, al menos en el corto plazo. Ello es muy probable si se

considera el agresivo contexto extractivista que le envuelve y las fuertes presiones

desamortizadoras que le tensionan.

Como se señaló, el proceso de descomunalización agraria puede cristalizar por la vía

informal (de facto), lo cual se traduce en una desterritorialización material de las

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comunidades; o bien, por la vía formal (de jure), situación que se consuma mediante el

cambio de régimen jurídico de las tierras comunales. En el primer caso se trata

generalmente de actos irregulares cometidos por los particulares -simulados o violentos-

que en los hechos constituyen una pérdida ipso facto de espacio físico. En el segundo caso

la descomunalización estriba en la pérdida del estatus jurídico de propiedad comunal, lo

que a su vez genera la pérdida de la tutela especial de la que las comunidades han gozado

por parte de la ley. Es este último caso el que nos interesa estudiar.

La descomunalización formal en tanto proceso no ha respondido siempre a las mismas

motivaciones ni tampoco ha tenido siempre los mismos efectos, lo cual permite

problematizarla de acuerdo al tipo de propiedad en el que las comunidades se

transformaban -y transforman- cuando pierden dicha calidad jurídica. Desde esa

perspectiva es posible identificar que en la historia nacional la descomunalización agraria

ha tenido cuatro destinos distintos, a saber: la privatización, la municipalización, la

nacionalización y la ejidalización. A cada uno de estos destinos ha correspondido un

propósito diferente que ha determinado el formato de su conversión y la gradualidad de su

desterritorialización.

Todo comenzó durante la Colonia, más precisamente durante la segunda mitad del siglo

XVIII, periodo en el cual fueron implementadas las primeras acciones descomunalizadoras

por parte de la Corona española, las que en aras de la modernización económica, política y

administrativa de sus dominios en el Viejo Continente y en ultramar fueron puestas en

marcha con miras tanto a la privatización como a la municipalización de las tierras de los

pueblos, aplicando al efecto distintos criterios, según se tratase de los ejidos, de los propios,

de las parcelas de común repartimiento (conforme con la concepción mestiza tradicional), o

de los bienes de comunidad, con todos sus montes, pastos y aguas (de acuerdo con el

manejo indígena).

Para modernizar el aparato público y dinamizar el aparato económico, la reforma del

Estado impulsada por los Borbones se planteó entre sus objetivos, además del

reordenamiento político del territorio, mejorar el sistema de captación de recursos a fin de

fortalecer las arcas de la Corona. Para ello se propuso transformar la propiedad corporativa

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(pero solamente la comunal) con la finalidad de activar la circulación de la tierra y sujetar a

los propietarios rurales a responsabilidades fiscales mediante el pago del impuesto predial.

Lo mismo trataría de hacerse con la expedición de la Ley Lerdo en la segunda mitad del

siglo XIX.

Un sistema de propiedad compuesto por modelos amortizados en nada contribuía con el

patrimonio de la Corona y, en cambio, representaba un pesado lastre para el progreso. Dada

la relación Estado-Iglesia lo pertinente pareció entonces a los asesores de la Corona que

ésta emplazara sus baterías hacia la propiedad comunal, primero con el objetivo de

controlar las tierras de uso público, y, segundo, para modificar su régimen de propiedad y

liberar las tierras de común repartimiento. Los pueblos y villas de españoles -ya

amestizados- resintieron los cambios a través de los propios y arbitrios, mientras que los

pueblos de indios lo hicieron a través de los bienes de comunidad.24 Al no existir dentro de

estos últimos una diferencia clara entre ejidos y propios, las tierras de muchos ejidos fueron

catalogadas como propios, y luego municipalizados o privatizados.

Esta política se implementó primeramente por la vía fiscal a fin de ordenar los ingresos,

sanear las finanzas y establecer en cada ayuntamiento una balanza de pagos equilibrada,

metas que la Corona se propuso conseguir en la Nueva España hacia mediados de 1766 con

la creación de la Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad. Esto

implicó que la administración y manejo de los propios salieran del control de los

ayuntamientos y pasaran a manos de los funcionarios de la Corona que sustituyeron a los

alcaldes (subdelegados), quienes las destinaron a fines distintos materializando una

descomunalización de facto. Dicha medida fue reforzada por la Real Ordenanza de

Intendencias expedida en 1786, la cual estableció una nueva división político-

administrativa y jurisdiccional cuya operación se pretendía lograr con unas finanzas

públicas sanas.

24 Denominación dada al fondo formado con la suma de uno y medio reales aportado por cada

tributario matriculado (para sustituir con monetario el régimen de pago por trabajo en sementeras

colectivas), más las tierras, aguas, molinos y mesones, otorgados a los pueblos por merced real o

adquiridos por compra, así como los ingresos provenientes de la renta de cualquiera de ellos.

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Margarita Menegus demuestra que si bien la política agraria desamortizadora desplegada

por la monarquía española con la entronización de la dinastía borbónica no logró

transformar a las comunidades novohispanas al régimen de propiedad privada, dio un

significativo impulso a la explotación individual de la tierra en perjuicio del trabajo

comunal y promovió la monetarización de la economía indígena con propósitos netamente

fiscales.25 Ello tuvo efectos inmediatos que inauguraron el proceso de descomunalización

real de los pueblos en términos agrarios, pero también sociales.

Ahora bien, se debe advertir que en los hechos el fraccionamiento y privatización de la

propiedad comunal comenzó desde antes de que el siglo XVIII se acercara a su ocaso, a

veces a la luz del día a través de operaciones disfrazadas de legales y otras en forma

clandestina. Francisco de Solano comenta que el “fraude de los caciques y principales

vendiendo tierra comunal como si fuera privada ya había sido detectado, aunque fue abuso

enquistado y endémico en todo el tiempo colonial.”26 Por ejemplo, Nancy R. Farris mostró

que en la península de Yucatán la enajenación de las estancias de cofradías indígenas

(tierras de los pueblos destinadas a sufragar el culto a un santo) inició en el último tercio

del siglo XVIII.27

Hay que señalar que la descomunalización no sólo se dio a través del fraccionamiento y

adjudicación en propiedad de los ejidos y de los propios, sino también por conducto de la

privatización de los terrenos de común repartimiento. Pastor explica que en la Mixteca la

tendencia a concebir las parcelas como propiedad privada individual por parte de los

indígenas fue creciendo a lo largo de la Colonia, al grado que durante el siglo XVIII éstas

cambiaban de manos constantemente y sin complicaciones legales, sentando un precedente

al que llamó “privatización relativa”, la cual facilitaría a la postre la privatización formal de

25 Margarita Menegus, “Las reformas Borbónicas en las comunidades de indios (comentarios al

reglamento de bienes de comunidad de Metepec)”, en México, 19

26 Francisco de Solano, Cedulario de tierras, Primera Edición, UNAM, Instituto de Investigaciones

Jurídicas, Compilación Legislación agraria colonial (1487-1820). México, 1984, p. 88.

27 Nancy M. Farris, “Propiedades territoriales en Yucatán” en Los pueblos indios y las comunidades,

Lecturas de Historia Mexicana, El Colegio de México, México, 1991.

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las mismas.28 En otro ejemplo, Güemez Pineda demostró que las superficies parceladas de

las comunidades indígenas de la Provincia de Yucatán comenzaron a ser objeto de

privatización desde la segunda parte del siglo XVIII.29 Ello prueba que en los hechos la

descomunalización agraria empezó antes de que lo permitiera el orden jurídico.

Al comenzar el siglo XIX las disposiciones descomunalizadoras de la Corona continuaron,

de suerte que el 26 de mayo de 1810 y el 22 de enero de 1813, Fernando VII expidió sendos

decretos ordenando el fraccionamiento y reparto de los terrenos realengos y de propios para

reducirlos a propiedad particular, aunque ninguna llegó a aplicarse.30 Esta medida fue

también decretada por las Cortes de Cádiz el 4 de enero de 1813 y refrendada por decreto

del 13 de septiembre de ese mismo año, sobre la base de que “la reducción de los terrenos

comunes a dominio particular es una de las providencias que más imperiosamente reclaman

los pueblos y el fomento de la agricultura e industria”.31 El común denominador entre las

disposiciones regias y las liberales era que las dos tendían a la privatización de las tierras de

los propios.

Previamente, con la Constitución expedida el 19 de marzo de 1812 por las mismas Cortes

Extraordinarias de Cádiz se había legalizado una nueva forma de descomunalización: la

municipalización. Esto obedeció a que el citado ordenamiento supremo institucionalizó

formalmente a los municipios como la base de la estructura político territorial de la

Colonia, lo que implicaba que las tierras de los pueblos cabecera (y de algunos sujetos)

pasaran al patrimonio de éstos. Dicha situación dio margen al surgimiento de la

municipalización como la primera modalidad de la desterritorialización de las

comunidades. Aunque, como se explica más adelante, hubo casos en que esto fue

aprovechado por los pueblos para recuperar sus tierras.

28 Rodolfo Pastor, Campesinos y reformas: La Mixteca, 1700-1856, El Colegio de México, 1987, p.

148. 29 Arturo Güemez Pineda, “El poder de los cabildos mayas y la venta de propiedades privadas a través

del tribunal de indios. Yucatán (1750-1821)”, en Historia Mexicana, Vol. LIV, No. 3, enero-marzo, El

Colegio de México, México, 2005, pp. 697-760. 30 Manuel Fabila, Cinco siglos de legislación en México. SRA-CEHAM, México, 1981, p. 74. 31 Wistano Luis Orozco, Legislación y Jurisprudencia sobre terrenos baldíos, Ediciones El caballito,

México, 1974, p. 107.

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Las disposiciones privatizadoras y municipalizadoras de las tierras comunales emitidas por

las Cortes de Cádiz en 1813 fueron retomadas por el gobierno de la emergente República

Mexicana, sobre todo con mayor prestancia por los congresos de los estados, muchos de los

cuales se avocaron presurosos a legislar en esta materia casi a pie juntillas para segregar las

tierras de los pueblos en ambas direcciones (privada y municipal), tónica que rigió a lo

largo del siglo XIX y que se acentuó con la Ley del 25 de junio de 1856. Por si no bastara,

para que lloviera sobre mojado, las leyes de colonización y de deslinde de terrenos baldíos

expedidas entre 1875 y 1894 habilitaron una nueva forma de descomunalización de las

tierras de los pueblos: la nacionalización.

En efecto, a través del procedimiento de deslinde de terrenos baldíos establecido en las

sucesivas leyes de la materia cuyo resultado eran las declaratorias de terrenos nacionales,

muchas comunidades de hecho –e incluso de derecho- fueron despojadas de sus tierras

simplemente porque no contaban con documentos que acreditaran los derechos de

propiedad que les asistían. Así, grandes superficies que se encontraban en posesión

milenaria de las comunidades indígenas fueron convertidas de la noche a la mañana en

propiedad de la nación, a veces sin que éstas siquiera se enteraran, consumando un despojo

virtual de grandes dimensiones.

Hay de descomunalizaciones a descomunalizaciones, ya que unas desterritorializan y otras no.

La descomunalización en curso al igual que la colonial y que la liberal, tienden a

desterritorializar a las comunidades en desmedro de la comunalidad. A excepción de la

descomunalización colonial dada en el marco de la reforma político territorial, los otros dos

procesos descomunalizadores se han dado a consecuencia de reformas al sistema de

propiedad.

Las tres modalidades de la descomunalización hasta aquí descritas fueron abruptamente

interrumpidas por el movimiento armado de 1910. Empero, no pasaría más de una década

para que el proceso de descomunalización recomenzara, aunque ahora bajo una nueva

modalidad: la ejidalización. Ello fue resultado de la forma que adquirió el reparto y de la

defectuosa legislación postrevolucionaria relativa a la restitución de tierras de las

comunidades que le siguió, situación que imperó durante las primeras décadas de la

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reforma agraria, propiciando con frecuencia que tierras de las comunidades fueran

convertidas en ejidales, incluso aún cuando los pueblos no hubieren sido desposeídos de

ellas.

A esta forma de descomunalización legal se añadieron de nuevo las declaratorias de

terrenos nacionales, acción agraria cuyo procedimiento siguió afectando superficies

supuestamente baldías o despobladas pero a menudo poseídas y habitadas por grupos

indígenas desde tiempo inmemorial que nunca se enteraron de la iniciación de dicho

procedimiento. Hay que recordar que una vez que las tierras eran declaradas nacionales el

Estado podía disponer libremente de ellas, para lo cual tenía dos opciones: privatizarlas por

medio de la venta y adjudicación gratuita de terrenos nacionales (hasta 1962) o ejidalizarlas

por medio de la dotación. La modalidad de la descomunalización por nacionalización

perdió vigencia en 1992, a raíz de las reformas efectuadas al artículo 27 de la Constitución

Política.

Desde entonces, o sea, desde inicios de los noventa, la descomunalización ha seguido

manteniendo como destino la ejidalización, con la diferencia de que hogaño ocurre de

manera voluntaria. Es decir, mientras que durante la reforma agraria la descomunalización

derivaba de actos de autoridad (resoluciones presidenciales de dotación y declaratoria de

terrenos nacionales), en la actualidad ésta sólo puede emanar de actos o decisiones tomadas

por la asamblea general de comuneros en libre ejercicio de la autonomía de su voluntad,

traducida en la decisión soberana de cambiar el régimen jurídico comunal al régimen ejidal,

única vía de descomunalizadora directa consagrada por la legislación agraria en vigor

(aunque aparte se cuenta con la vía indirecta que nace de la aportación de tierras a las

sociedades accionarias). Hasta aquí se ha efectuado un breve recorrido que muestra los

diferentes destinos y formas (o modalidades) que ha adquirido la descomunalización

agraria de los pueblos a lo largo de la historia patria. Es probable que conocer su trayectoria

ayude a comprender mejor el comportamiento de la estructura de la tenencia de la tierra en

nuestro país y el acoso constante de que han sido objeto las comunidades.

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CAPÍTULO 2

LOS REYES ACAQUILPAN: UN PUEBLO ORIGINARIO

Resultado de varias refundaciones, cada una con pobladores de distintas etnias y

latitudes, Acaquilpan es, sin duda, un pueblo originario de auténticas raíces prehispánicas,

con la particularidad de que lo que más ha influido en su trayectoria histórica ha sido su

localización geográfica, la cual ha constituido un factor determinante para su desarrollo.

Justamente por eso, pese a tratarse de inicio de un asentamiento de pequeñas dimensiones -

tributario tradicional de otros pueblos bajo la categoría de pueblo sujeto- y de haber sido

advocado y comunalizado tardíamente, en las postrimerías del siglo XIX se le convirtió en

cabecera del municipio de La Paz, calidad que trajo consigo infinidad de problemas de

carácter jurídico territorial, tanto para el pueblo y el municipio como para la población en

general.

Probablemente regulado antes de su comunalización formal por acuerdos de tenencia de la

tierra cristalizados al calor de las prácticas comunales precolombinas, Acaquilpan se volvió

comunidad (en los términos formales del derecho occidental) no por haber sido beneficiado

con una merced real que le haya creado como pueblo a la usanza castellana, tal como

acostumbraba hacerlo la Corona española para estimular la colonización de las tierras

descubiertas, sino por haber logrado una sentencia a su favor que puso fin a un conflicto de

posesión entre varios pueblos colindantes y, posteriormente, complementada a instancias de

la tramitación de una composición de tierras promovida por los vecinos de dicho

asentamiento.

Empero, no sería sino hasta la fundación de la iglesia de la localidad y de su advocación al

respectivo santo patrono cuando la población dispersa en su territorio comenzó a

congregarse y a trasladarse a radicar gradualmente a lo que más adelante se convertiría en

el casco del pueblo, sitio que por su ubicación estimulaba al cambio de residencia en virtud

de que por ahí pasaba el antiguo Camino Real (luego Camino Nacional), vialidad que

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conducía a Texcoco y a partir de la cual nacía una desviación que conducía a Chalco,

circunstancias que alentaron el “apueblamiento” de la gente y la comunalidad en Los Reyes

Acaquilpan.

Los Reyes Acaquilpan constituye un pueblo originario de carácter precolombino enclavado

en el municipio de La Paz, estado de México, cuyos terrenos sirvieron tanto para dotar de

tierras al ejido “Los Reyes y su Barrio Tecamachalco”, en 1926, como para reconocer la

posesión de la comunidad de “Los Reyes La Paz”, en 1976, figuras agrarias ambas en las

que la mayoría de los titulares del primero (ejidatarios), también forman parte de la segunda

(comuneros), y entre las cuales se distribuyeron las tierras que históricamente le

pertenecían a aquél, radicando mayoritariamente los ejidatario/comuneros en lo que fuera el

casco del pueblo de Acaquilpan.

2.1. Localización y datos generales

El municipio de La Paz está localizado en el oriente del estado de México, limitando

al Norte con los municipios de Chicoloapan y Chimalhuacán; al Sur, con los municipios de

Ixtapaluca y Valle de Chalco; al Este, con los municipios de Chicoloapan e Ixtapaluca,

todos del estado de México; y al Oeste con la delegación Iztapalapa de la Ciudad de

México (antes Distrito Federal), y con el municipio de Nezahualcóyotl, estado de México,

ocupando una superficie total de 26,71 kilómetros cuadrados.

El territorio municipal cuenta en su interior con cinco núcleos agrarios (cuatro ejidos y una

comunidad), distribuidos en dos zonas geográficas claramente definidas. La primera es

parte de la llanura que se formó con la desecación gradual del lago de Texcoco y la segunda

se compone de una pequeña área relativamente plana que se va elevando hacia algunas

estribaciones montañosas en las que resaltan los cerros denominados El Pino y El

Chimalihuache, y un volcán inactivo conocido como "La Caldera" (localizado a 2,800

metros sobre el nivel del mar).

Dentro de la región III Texcoco-Chalco, clasificada así para efectos de la planeación del

desarrollo y la prestación de servicios públicos, La Paz es territorialmente el segundo

municipio más pequeño de la entidad. Según el censo del INEGI de 2010, cuenta con una

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población de 253,845 habitantes, cifra que representaba apenas el 1.7% del total de la

población del estado de México. El mayor poblamiento del municipio se dio en las décadas

de los setenta y ochenta a pasos muy acelerados, coincidente con el declive del crecimiento

del sector agropecuario, la expansión de la capital de la República y los primeros

programas públicos de adelgazamiento administrativo y retiro voluntario. Durante el

decenio siguiente el crecimiento demográfico del municipio descendió hasta registrar tasas

inferiores al 5 por ciento anual, tendencia que a principios del siglo XXI ha permanecido.

Durante el lapso mencionado se registró un intenso proceso de metropolización que

provocó la conurbación de diversos pueblos originarios de la zona lacustre hasta hacer que

se fundieran territorialmente. Ello le ocurrió a Los Reyes Acaquilpan con relación a

diversos asentamientos de los municipios vecinos del estado de México (Nezahualcoyotl,

Chimalhuacán, Chalco Solidaridad, Ixtapaluca) y a la Delegación Iztapalapa de la Ciudad

de México. Esto implicó, desde luego, una mayor interacción de la población local con

personas de múltiples orígenes y extracciones, cuyas costumbres y creencias difícilmente

coincidían con las de gente del pueblo de Los Reyes Acaquilpan.

Paralelamente, la agricultura fue dejándose de practicar, tanto por la baja productividad de

las parcelas que provocaba que esta actividad resultase incosteable, cuanto por las fuentes

alternas de empleo y otras oportunidades que progresivamente ofrecía la contigüidad con la

Ciudad de México. Como consecuencia, el ser campesino y la ocupación en actividades

primarias empezaron a dejar de representar factores de identidad entre la población

originaria de Los Reyes Acaquilpan, en especial para el “núcleo duro” del ejido y de la

comunidad, esto es, para los titulares de derechos agrarios.

El municipio de La Paz se encuentra ubicado en un punto por el que transitan diariamente

grandes contingentes humanos provenientes de los municipios de Valle de Chalco

Solidaridad, Ixtapaluca, Chalco, Chicoloapan, Chimalhuacán y Texcoco, entre otros, todos

los cuales han registrado durante las últimas décadas un elevado crecimiento urbano y

poblacional, presentando condiciones de rezago que hacen que la gente necesariamente

busque su fuente de ingresos en otros municipios y/o delegaciones, por lo que usan como

paso obligado al territorio del municipio de La Paz a través de sus principales vialidades, a

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saber: la carretera México-Texcoco, la Autopista México-Puebla y la carretera federal

México-Puebla, siendo además el sitio donde empieza (o termina) la Línea A del Tren

Férreo Pantitlán- La Paz.

Pese a que el municipio de la Paz cuenta con amplios espacios de uso industrial (indicador

que podría catalogarlo como un municipio generador de empleo), presenta un déficit en

materia de fuentes de trabajo con relación a la densidad de la población, lo que aunado a la

deficiencia de los servicios públicos y al defectuoso equipamiento urbano municipal, es

causa de que la también la población local busque sus satisfactores de empleo y servicios

en los municipios aledaños del estado de México, sobre todo en Nezahualcòyotl, Ecatepec

y Texcoco, así como en la Ciudad de México.

2.2. Antecedentes prehispánicos

Según registran los anales históricos, el poblado de Los Reyes Acaquilpan, ha sido

fundado varias veces. La primera de éstas se remonta al periodo preclásico o formativo

(1800-200 a.C.), más precisamente dentro de la fase conocida como coyotlatelco (800-600

a.C.). Ello significa que su primera fundación acaeció en la época en que Cuicuilco

(localizado en el área donde actualmente es Ciudad Universitaria) representaba la cabecera

de la civilización más importante de la cuenca del Valle de México, considerado por

muchos como uno de los centros ceremoniales más antiguos de Mesoamérica, el cual

contaba con un complejo de monumentos religiosos que era la envidia de los otros

asentamientos de la época.

Es muy probable que la erupción del volcán Xitle, ocurrida alrededor del año 275 d.C.,

cuya devastación causó el abrupto abandono de milpas y moradas, así como la expulsión de

los pobladores de Cuicuilco y su dispersión en las regiones cercanas (como la de

Teotihuacán),32 haya provocado también el apresurado abandono de otros asentamientos

situados alrededor de la zona lacustre, entre ellos Acaquilpan, sobre todo si se atiende a que

32 Claus Siebe, La erupción del volcán Xitle y las lavas del Pedregal Siebe hace 1670+/-35 años AP y

sus implicaciones, en REPSA, UNAM, p.p., 43-49, México, 2009.

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dada la distancia y la magnitud de la erupción, el material ígneo por ésta expulsado (no

solamente la ceniza), ha de haber llegado muy cerca. Felipe Ramírez comenta que:

Hoy en día se maneja que la actividad del Xitle inició alrededor del 275 d. C. y que

durante su desarrollo se elevaron por los cielos cenizas y piroclastos a distancias de

11.2 km que se fueron depositando en Cuicuilco y áreas aledañas ubicadas sobre todo

al norte y noreste del volcán. Se calcula que el Xitle produjo alrededor de 0.12 km de

ceniza y que los siete derrames de roca incandescente posteriores produjeron 0.96 km

de lava, la cual, se distribuyó en una extensión de 70 km2. 33

Por otro lado, no sería improbable que la decisión de migrar a otras regiones tomada

por quienes habitaban en ese momento las tierras de Acaquilpan, haya sido de carácter

puramente preventivo, ya que dentro del territorio del municipio de La Paz se encuentra

enclavado el volcán conocido como La Caldera. Éste, que se eleva a 2,480 msnm, forma

parte de la cadena montañosa de Santa Catarina, la que en ese tiempo constituía la barrera

natural que separaba los lagos de Texcoco y de Chalco. Incluso, tampoco sería improbable

que en dicho abandono también haya tenido que ver la movilización casi simultánea de

algunos asentamientos ubicados en lo que es actualmente el estado de Puebla afectados por

las erupciones del volcán Popocateptl.

Durante el Periodo Clásico (200-900 d.C.), coincidiendo con el apogeo de la cultura

teotihuacana (400-500 d.C.), se escenificó una segunda ocupación del territorio de la

cuenca que implicó el repoblamiento de algunos lugares del valle de Anáhuac antaño

abandonados, entre ellos Acaquilpan. Luego del ocaso de dicha cultura, alrededor del año

800 d.C., este asentamiento se mantuvo estable y así continuó a lo largo del periodo de

florecimiento de la cultura tolteca (900-1200 d.C.), hasta alrededor de año 1050, cuando

con la caída de Tula (fundada en el año 667 d. C.) resintió su segundo despoblamiento.

Se cree que durante ese lapso Acaquilpan constituyó un asentamiento de medianas

dimensiones que albergaba a varios cientos de habitantes y contaba con su propio templo,

en torno al cual se organizaba el culto religioso y la vida pública. Por su localización

geográfica, contigua a las faldas del volcán de Santa Catarina, lo más probable es que sus

33 Felipe Ramírez, “La erupción del Xitle y el fin de Cuicuilco”, en Arqueología Americana, Desastres

naturales y cambio climático, junio de 2012, p.p. 25-26.

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moradores hayan practicado como actividad complementaria la recolección de piedra

basáltica, la cual era ocupada principalmente en la construcción por ser el material más

abundante en la región. Ello no quiere decir que no hayan practicado también la agricultura

y la pesca, sobre todo considerando que el lago literalmente lo tenían a las puertas de su

casa. (Buscar referencia).

Más adelante, cerca del año 1200 d.C., con la irrupción en el Valle de Anáhuac de

numerosos grupos chichimecas provenientes de la parte septentrional de Mesoamérica

(entre ellos los aztecas), diversos parajes que se encontraban desocupados -como

Acaquilpan- empezaron a registrar un nuevo repoblamiento. Estos y otros lugares fueron

siendo sometidos en forma paulatina por los acolhuas, etnia que en 1337 d.C. formalizó una

alianza con los tecpanecas para invadir Texcoco (fundado en el siglo XII) y expulsar

violentamente a sus pobladores originales, sitio donde instalaron su sede principal. Con la

consolidación hegemónica de los acolhuas y la redistribución territorial que la dominación

conllevó, Acaquilpan quedó sujeta tributariamente al altepetl de Chimalhuacán (fundado en

1259), pueblo que a su vez era tributario del señorío de Texcoco. Hay indicios que hacen

suponer a los historiadores que durante esa época Acaquilpan fungió como fuente de

abastecimiento de material de construcción, especialmente de tezontle, basalto, arena y

grava.

Pese a estar ubicado en lo que se denominaba llanura ribereña, la agricultura no fue la

actividad económica más importante de los pobladores de Acaquilpan. Ello seguramente

obedeció, por un lado, a que el agua del lago era salitrosa lo que afectaba la calidad de los

suelos de sus alrededores; y, por el otro, a que las fuentes disponibles de este líquido para

regadío (arroyos y manantiales) estaban muy retiradas. Además, las condiciones

climatológicas no eran que digamos muy favorables para la práctica de la agricultura de

temporal dada su proximidad a las cadenas montañosas.34 En esas circunstancias, aunque

resulta complicado visualizar en Acaquilpan una organización social y un funcionamiento

tipo calpulli (urbano o rural), la sola existencia de su propio centro ceremonial –cuyos

34 Ver: Magdalena A. García Sánchez, “El modo de vida lacustre en el valle de México ¿Mestizaje o

proceso de aculturación?”, en Mestizajes Tecnológicos y cambios culturales, Enrique Florescano y

Virginia García Acosta (coordinadores, CIESAS-Porrúa, 2004. Pp. 21-80.

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vestigios se encuentran actualmente protegidos- parece apuntar en otra dirección, pues,

como se sabe, éstos se constituían normalmente para congregar a los individuos de un

determinado asentamiento que, aunque dispersos, formaban parte de una misma comunidad

(calpulli o barrio).

2.3. La comunalización original y la advocación

Como primera gran consecuencia de la Conquista, los vencedores comenzaron a

repartirse el territorio al más puro estilo señorial por vía de la encomienda, mecanismo

semifeudal de exacción de la riqueza que obligaba a los pueblos al pago de tributo en

trabajo y especie. En ese reparto el poblado de Acaquilpan quedó comprendido dentro de la

encomienda concedida al Marquesado del Valle (fundado en 1529), condición que le

convirtió en tributario directo de Hernán Cortés, gobernador y capitán general de la Nueva

España, mientras que para efectos administrativos o de gobierno, el poblado quedó inscrito

dentro de la circunscripción de la alcaldía mayor de Texcoco (pese a estar más cercano a la

Ciudad de México), la que a su vez pertenecía el territorio de la provincia de México.

Un mapa de esa época que muestra la jurisdicción territorial que en 1599 correspondía al

señor o cacique de Santa María Chimalhuacán, enlista como sus tributarios a los siguientes

asentamientos precoloniales: La Magdalena Atlicpac, Santiago Cuautlalpan, San Vicente

Chicoloapan, San Sebastián Chimalpa, San Agustín Atlapolco, Tecamachalco,

Acaquilpan, Santa Martha Acatitla y Santiago Acahualtepec.35 De ahí, se desprenden dos

cosas. La primera es que la localidad objeto de nuestro estudio invariablemente representó

un pueblo menor o sujeto; y, la segunda, es que dicha conformación jurisdiccional abarcaba

pueblos que hoy se encuentran comprendidos dentro del territorio del Distrito Federal,

actual Ciudad de México.

Dada su contigüidad con lo que desde antes de la Conquista ha sido el principal centro

urbano del país, lo más lógico era que los pobladores de Acaquilpan hubieran iniciado el

35 René Esparza, René; Rita Reséndiz y Arnulfo Ambris, Catálogo de mapas, planos, croquis e

ilustraciones históricas de Restitución y Dotación de tierras y Ampliación de ejidos del Archivo

General Agrario, RAN-CIESAS-CONACYT, 2000, p. 184.

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trámite de regularización agraria durante el siglo XVI, ya que ello les permitía contar con

una fuente de información cercana respecto de la existencia del proceso de creación de la

propiedad y de los trámites que había que realizar para que las tierras que venían poseyendo

desde tiempo inmemorial les fueran reconocidas legalmente, es decir, de acuerdo con las

normas hegemónicas de los colonizadores. Empero, no fue sino hasta principios del siglo

XVIII cuando éstos decidieron solicitar a las autoridades de la Colonia el reconocimiento

legal de sus tierras.

Admitida su solicitud por vía de la composición, la acción fue tramitada entre 1704 y 1705

para ser obsequiada mediante enajenación gratuita (donación) y ejecutada el 18 de

noviembre de 1709, fecha en que el pueblo de Los Reyes Acaquilpan recibió la formal

posesión de las tierras por parte de un funcionario de la Corona y a partir de la cual se

convirtió en propietario legal de cinco caballerías, mismas que siguieron en posesión de sus

habitantes en calidad de tierras comunales (a guisa de ejido, de acuerdo con la terminología

de la Colonia), como lo habían venido siendo desde tiempo inmemorial. Por tanto,

Acaquilpan puede calificarse como una comunidad tardía en términos jurídicos.

Es posible que la comunalización agraria tardía de Los Reyes Acaquilpan haya obedecido

al hecho de que sus moradores siempre estuvieron en posesión pacífica de los terrenos, es

decir, sin confrontar disputas agrarias de importancia con sus vecinos, situación que

probablemente les haya hecho ver un tanto innecesaria (o al menos no urgente) la titulación

de sus tierras, circunstancia que no se daba entre sus colindantes, como lo muestran, por

ejemplo, el conflicto surgido entre San Agustín Atlapulco, San Sebastián Chimalpa y Santa

María Chimalhuacán, en contra de la Magdalena Atlicpac, en 1705, que finalizó

en 1719 con el fallo favorable a esta última; o bien los conflictos suscitados entre San

Salvador Tecamachalco y La Magdalena Atlicpac, uno en 1722 y otro en 1770, por

invasión de tierras y daños a los cultivos; o también el presentado entre la Magdalena en

contra de San Agustín Atlapulco y San Sebastián Chimalpa, en 1745.

Desde el punto de vista religioso, quizá por su reducido número de pobladores, Acaquilpan

no fue un bastión importante para la Iglesia Católica, como lo indica el hecho de que la

construcción de su iglesia, el “Templo de los Santos Reyes”, se llevó a cabo hasta el siglo

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XVIII. En cambio, la de San Sebastián Chimalpa data del siglo XVI y la de la Magdalena

Atlicpac se fundó en el siglo XVII, sitios a los que tenía que trasladarse la feligresía

acaquilpense para oír misa y sermón, lo cual desde el punto de vista de la edificación de su

propio centro religioso católico también le confiere un carácter tardío.

Con todo, ese hecho ayudó a “apueblar”, o sea, a congregar a la población dispersa en un

pequeño núcleo geográfico diseñado de acuerdo con el patrón de asentamientos

implementado en la Península Ibérica a partir de la recuperación del territorio que ocupaban

los moros durante la Reconquista. Este modelo consistía en la construcción de un zócalo o

plaza de armas en forma cuadrada o rectangular, frente al que regularmente se edificaban el

ayuntamiento, la iglesia, el mercado y el hostal, y desde el cual se iban desgranando las

manzanas en forma de cuadrículas (separadas por calles) que se subdividían en lotes o

solares. En la actualidad dicho modelo es todavía apreciable a simple vista en muchos

pueblos de nuestro país, entre ellos Acaquilpan.

La congregación inducida con el levantamiento de su propio templo y su advocación a un

santo determinado (en este caso Los Santos Reyes) constituyó un factor de cohesión de

suma importancia en la construcción de la comunalidad de sus integrantes, cuenta habida

que vino a reforzar y dar forma a sus bases de identidad espiritual, las cuales habrían de

amalgamar y distinguir a la población local aglutinando a sus miembros en torno a los

símbolos que en los siguientes años construirían su propia mismidad. Este hecho propició

la refundación definitiva de Acaquilpan en términos del patrón de apueblamiento colonial,

aspectos ambos que constituyen dos de los principales rasgos de los denominados pueblos

originarios urbanos, según la caracterología formulada por la investigadora Ana María

Portal.36

Así, el día 6 de enero, día de la epifanía o de Los Santos Reyes (de acuerdo al santoral

católico), se convirtió para la gente de esta localidad en una fecha que incluso pese a sus

eventuales diferencias internas, individuales o familiares, los convocaría a actuar solidaria y

unificadamente como una gran familia para la celebración de las fiestas del pueblo. De

36 María Ana Portal, “El desarrollo urbano y su impacto en los pueblos originarios de la Ciudad de

México”, Alteridades, Vol. 23, número 46, julio-diciembre 2013, p. 56.

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manera paralela, la domesticación implícita en la congregación inducida con dicho evento y

la coexistencia diaria experimentada en un espacio físico más reducido, refuerzan las

relaciones sociales fomentando el estrechamiento de los lazos antes relativamente diluidos

en una población dispersa.

Ahora bien, a diferencia de numerosos pueblos coloniales que fueron creados con tierras

para distintos usos (propio, ejido, casco, común repartimiento), Los Reyes Acaquilpan fue

un asentamiento que al trascender la Colonia conservó la posesión de sus tierras sin que la

Corona le haya beneficiado con superficies adicionales. Por tal motivo no contó con un área

específica para el casco del pueblo. Fueron sus propios habitantes quienes organizados

entre ellos tramitaron el reconocimiento de la propiedad por medio de la composición

agraria, acción legal gestionada en concepto de propiedad comunal por una población

semidispersa que poco después habría de aglutinarse para hacer crecer el área de

asentamiento.

En otras palabras, cuando en 1709 se les tituló la tierra a los vecinos de Acaquilpan no se

señaló una superficie determinada para la instalación del casco del pueblo, simple y

llanamente porque éste aún no existía como tal, lo que probablemente sí existía era un

caserío irregular y amorfo en donde la gente tenía construidas algunas casas habitación. Es

muy probable que la edificación del templo local en 1742, haya constituido el elemento que

propició el arrebañamiento de sus moradores bajo el comentado patrón de asentamientos,

momento fundacional que vino a reforzar la comunalidad del pueblo estudiado.

La comunalidad auspiciada por la construcción del templo y su encomienda a un santo

patrono, vino a reforzarse a mediados del siglo XIX, cuando la música y bailes de las

cuadrillas (o comparsas) de carnaval de lanceros que fuera introducida a México en 1830

(de origen francés) para la celebración de las festividades religiosas, fue adoptada por el

pueblo de Los Reyes Acaquilpan y convertida desde entonces en una de las danzas

tradicionales de la localidad. Dada la conformación de grupos de cuadrillas (8, 16 o 24

personas), éstas representaron un poderoso factor de cohesión y de generación de identidad,

como lo muestra el hecho de que hasta la fecha son practicadas en las fiestas del pueblo.

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2.4. La descomunalización liberal y la Ley Lerdo

Como se sabe, las primeras medidas descomunalizadoras, o lo que es lo mismo, las

primeras medidas de individualización y privatización de las tierras de los pueblos, fueron

dictadas por la Corona española durante el último tercio del siglo XVIII, las cuales, dadas

en el marco de un proyecto de reforma administrativa que impactó el ámbito político

territorial, promovió la privatización de los propios, o sea, de las superficies de los pueblos

cuya finalidad consistía en allegar recursos a los ayuntamientos para sufragar las fiestas

tradicionales o el pago de trabajadores municipales, sin meterse con las tierras de uso

común de los pueblos, esto es, de los ejidos.37

Sin embargo, con la consumación de la Independencia cambiarían las cosas. No bien

acababa de promulgarse la primera Constitución Federal de nuestro país, cuando casi todos

los gobiernos de los estados empezaron a impulsar medidas descomunalizadoras

expidiendo leyes de desamortización dirigidas al fraccionamiento y conversión a propiedad

privada de los ejidos de los pueblos, revelando que la amortización que les incomodaba era

la de los bienes de las comunidades agrarias, ya que –con excepción de la ley del estado de

Occidente- todos los casos soslayaron el problema derivado del estancamiento de los bienes

raíces eclesiásticos. Empero, no existen indicios de que en Los Reyes Acaquilpan se hayan

llevado a cabo este tipo de acciones.

Es más, todo indica que en términos de propiedad de la tierra durante el siglo XIX la

situación no variaría mucho y que la gente de Los Reyes Acaquilpan se mantuvo en

posesión comunal de la superficie que la Corona les había titulado sin arrostrar grandes

problemas, incluso al parecer ni la promulgación de la Ley de Desamortización de Bienes

de las Corporaciones Civiles y Religiosas (o Ley Lerdo), el 25 de junio de 1856, cuyas

disposiciones –constitucionalizadas en 1857- desconocieron la personalidad jurídica de los

37 Margarita Menegus, “Las reformas Borbónicas en las comunidades de indios (comentarios al

reglamento de bienes de comunidad de Metepec)”, en Beatriz Bernal (coord.), Memorias del IV

Congreso de Historia del Derecho Mexicano, tomo II, México, UNAM, IIJ, 1988, p. 766.

.

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pueblos y, con ello, su capacidad para ser propietarios de tierras, les generó conflictos

significativos.

Ahora bien, cabría preguntarse el por qué este pueblo no fraccionó sus tierras comunales si

dada su ubicación y la política del gobierno del estado de México en materia de aplicación

de la Ley Lerdo, en teoría debió haber sido uno de los primeros en subdividirlas y

reducirlas a propiedad privada individual, asignando por sorteo los lotes a sus vecinos

mayores de edad y con necesidad de tierras. La única explicación que se me ocurre es que

como dicha ley exceptuó textualmente la desamortización de los ejidos de los pueblos y

dado que las tierras que poseían sus pobladores eran consideradas como tales, ello evitó que

fueran objeto de subdivisión. Sin embargo, tal hipótesis no es muy convincente dado que en

muchos lugares ello era sabido y aún así sus tierras de uso común o ejidos fueron objeto de

reparto.

Ello es reforzado por el hecho concreto de que cuando en 1921 los pobladores de Los

Reyes Acaquilpan solicitaron confusamente la restitución de tierras al gobierno federal, no

hubo individuos que durante la tramitación de su expediente agrario se apersonaran como

presuntos propietarios privados de las superficies comunales enarbolando títulos legalmente

expedidos (por el jefe político del distrito de Texcoco o escrituras notariales) ni nada por el

estilo. De haber éstas existido, es seguro que sus supuestos titulares hubieran comparecido

al procedimiento agrario, más no fue así.

2.5. La definición de la categoría política

Con la consumación de la Independencia y la expedición en 1824 de la primera

Constitución Política Federal de nuestro país, la situación territorial de Los Reyes

Acaquilpan se complicó, ya que una parte de sus tierras quedó comprendida dentro de lo

que pasó a denominarse estado de México (que antes de 1827 tuvo su capital en Chalco y

Texcoco, sucesivamente) y otra parte, la de mayor dimensión, en el Distrito Federal,

aunque la cabecera del pueblo quedó situada en el territorio del primero.

Administrativamente, el pueblo de Los Reyes Acaquilpan perteneció desde 1820 al

municipio de Ixtapaluca.

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En 1888, Los Reyes Acaquilpan fue desincorporado del municipio de Ixtapaluca e

incorporado al municipio de La Magdalena Atlicpac (creado en 1875), situación en que se

mantendría hasta el 17 de febrero de 1899, cuando mediante decreto expedido por la

Legislatura local se le retiró a La Magdalena la categoría de municipio y se creó el

municipio de La Paz, el cual fue integrado con los pueblos de San Sebastián Chimalpa, San

Salvador Tecamachalco, la Magdalena Atlicpac, y Los Reyes Acaquilpan, estableciendo su

cabecera en este último.

Es muy probable que la principal razón para ello haya sido la ubicación estratégica de Los

Reyes Acaquilpan, ya que -como enseguida se explica- por su territorio atravesaban varias

vías de comunicación terrestre que conducían a diferentes entidades y lugares del país. En

1882 se inauguró el Ferrocarril Peralvillo-Los Reyes-Texcoco que le dio mayor vida

comercial a la zona. Diez años después (1892) comenzó a funcionar el Ferrocarril

Interoceánico México-Veracruz y en 1893, entró en operaciones el Ferrocarril México-Río

Frío, que salía de la estación terminal ubicada en lo que hogaño es el mercado de flores de

Jamaica. Además, del poblado de Los Reyes salía un ramal que conducía a Chalco y Puente

de Ixtla. En los otros pueblos del municipio de La Paz, en cambio, no confluían tantas vías

de comunicación.

Según el mito fundador se dice que el municipio que nos ocupa recibió el nombre de La

Paz en virtud de que durante el periodo prehispánico diversos tlatoanis de la región se

reunieron en este lugar para ponerse de acuerdo y firmar los tratados que dieron por

finalizadas las guerras en que estaban envueltos. Sin embargo, no existen evidencias

históricas que lo acrediten.

La creación del municipio de La Paz constituyó el germen de grandes problemas agrarios

que con los años habrían de manifestarse. Ello fue a consecuencia de que si bien se señaló

como cabecera municipal al pueblo de Los Reyes Acaquilpan, no se le dotó de fundo legal,

lo que significa que fue creado sin que pudiera disponer de ni un centímetro de tierra,

situación que las autoridades municipales han pasado continuamente por alto disponiendo

en forma indebida y con frecuencia de superficies pertenecientes al pueblo objeto de

nuestro estudio, lo que ha sido fuente de conflictos.

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En efecto, el decreto correspondiente solamente señaló que su cabecera quedaba en Los

Reyes Acaquilpan, esto es, sobre terrenos propiedad del pueblo, situación que ha sido

motivo de innumerables conflictos debido a que aun cuando el Ayuntamiento Municipal de

La Paz, carece del dominio y competencia sobre los terrenos en los que se encuentra

asentada la cabecera municipal, éste ha venido disponiendo de las tierras de uso común del

ejido como si fueran municipales.

Es decir, el Municipio de La Paz carece de áreas propias que pueda destinar legalmente a

las edificaciones e instalaciones necesarias para las zonas de equipamiento urbano y la

prestación de servicios públicos (mercado, panteones, escuelas, oficinas, campos

deportivos). Todas las tierras que el municipio ha venido poseyendo pertenecen al ejido Los

Reyes y su Barrio Tecamachalco, conduciéndose y disponiendo de ellas como si fuera su

dueño.

Cabe señalar que desde el nacimiento de nuestro país como república democrática las tierras

de uso común del pueblo de Los Reyes Acaquilpan quedaron enclavadas en el territorio de

ambas entidades federativas, esto es, en el estado de México y en el Distrito Federal,

situación que se formalizó todavía más a partir de la ejidalización de la mayor parte de las

tierras del pueblo, en 1926.

En el marco del Acuerdo Amistoso del Distrito Federal y del Estado de México, publicado

en el Diario Oficial de la Federación el 27 de julio de 1994, fueron modificados los límites

territoriales entre ambas entidades políticas con la finalidad de hacer más práctica la

prestación de servicios públicos y de dar cabida a la creación del municipio 122 del estado

de México, o sea, el municipio de Chalco Solidaridad, habiendo rectificado los límites

territoriales estatales para utilizar la Autopista México-Puebla como lindero, tal como lo

indica el Decreto número 50 del Congreso del Estado de México, publicado en la Gaceta

Oficial el 9 de noviembre de 1994.

A partir de dicha reforma limítrofe y de que entre 1992 y 1994 el ejido Los Reyes y su

Barrio Tecamachalco fue afectado con la expropiación de 535 hectáreas por parte de la

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Comisión para la Regularización de la Tenencia de la Tierra (CORETT), la totalidad de los

terrenos ejidales de uso común restantes quedaron dentro del municipio de La Paz, estado

de México.

2.6. El porfiriato: desarrollo carretero y red ferroviaria

Con la entronización del general Porfirio Díaz en la silla presidencial y el anuncio

de su política de comunicaciones, la modernización del país recibió un fuerte y acelerado

impulso, especialmente por la introducción del ferrocarril. Este acontecimiento vino

favorecer en gran medida el desarrollo de las actividades agropecuarias y a comunicar

regiones del territorio nacional antes literalmente aisladas, lo cual permitió fomentar la

integración territorial y demográfica del pueblo mexicano. Ello elevó la importancia

estratégica de Los Reyes Acaquilpan en términos geográficos, ya que su ubicación es

envidiable, casi todas las vías de comunicación que conducen al sur y sureste del país pasan

por ahí.

Efectivamente, situado al paso de las rutas que desde tiempos precolombinos conducen

hacia el sur, sureste y oriente del territorio nacional, Acaquilpan se convirtió en un pueblo

por donde cruzaban varias carreteras y vías férreas haciéndolo un pueblo de paso, rasgo que

influyó para que su crecimiento demográfico se mantuviera estancado prácticamente hasta

el último tercio del siglo XX. Los códices contemporáneos muestran a simple vista que

Acaquilpan se encontraba situado a orillas del Lago de Texcoco, igual que los

asentamientos denominados Atlicpac, Chimalpan, Atlapulco, Chimalhuacán, Xochiapan y

Xochitenco.

Desde la época prehispánica por el pueblo que nos ocupa pasaba la ruta que comunicaba

con el oriente y el sureste de los dominios mexicas, convirtiéndose durante la Colonia en el

Camino Real, mismo que con la consumación de la Independencia pasó a llamarse Camino

Nacional. Dicha vía de comunicación conducía del centro del imperio azteca hacia

Texcoco, Tlaxcala y Veracruz, pasando por Santa Martha Acatitla y Santa Cruz

Meyehualco antes de llegar a Los Reyes Acaquilpan, punto en el que se bifurcaba. Una

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parte seguía hacia Texcoco y otra se dirigía hacia el sur, con rumbo a Chalco, Cuautla y

Puebla.

Durante la tercera parte del siglo XIX la construcción del “caballo de hierro” registró un

acelerado crecimiento que se plasmó en la integración de una amplia red de vías férreas en

todo el territorio nacional, de las cuales por el pueblo de Los Reyes Acaquilpan pasaban las

siguientes:

- Camino Nacional México-Texcoco.

- Ferrocarril Peralvillo - Los Reyes – Texcoco

- Ferrocarril Interoceánico México-Veracruz.

- Ferrocarril México-Río Frío.

Casi todas las rutas que salían de la capital de la República hacia el sur del país

(Oaxaca, Morelos y Guerrero) y el sureste (Veracruz, Tabasco, Chiapas, etc.) pasaban y se

bifurcaban en el pueblo de Los Reyes Acaquilpan, fuesen éstas ferroviarias o automotrices,

circunstancia a todas luces determinante para que se erigiera a esta localidad en la cabecera

del municipio de La Paz, sin siquiera imaginarse que con el paso de los años ello

constituiría el huevo de la serpiente.

Aun cuando la cercanía con la Ciudad de México y su estratégica ubicación geográfica le

hacían víctima potencial de las incursiones de los grupos revolucionarios, el levantamiento

armado de 1910 no fue causa de muchas tribulaciones para la gente del pueblo de Los

Reyes Acaquilpan, lo cual no significa que haya estado exento de ellas, como lo demuestra

la detonación de la vía del Ferrocarril México-Río Frío perpetrada ese mismo año y los

actos de sabotaje del tendido que corría de México a Chalco, la cual dejó de utilizarse

porque quedó inservible (en muchos tramos faltaban los rieles). En marzo de 1912, el

coronel Hilario Chávez encabezó un ataque de las fuerzas zapatistas a la estación de

ferrocarril y a las oficinas municipales que terminó con el incendio de sus archivos.

En 1922 se ordenó que la vía férrea de conexión con Rio Frio fuera levantada

definitivamente. Sin embargo, al decidirse la construcción de la carretera México-Puebla,

se resolvió aprovechar el trazo de dicha vía ubicado a lo largo del tramo que entraba al

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pueblo de Los Reyes Acaquilpan, conectando más adelante con el camino a la ciudad de

Chalco que ya existía, ya que así se evitaría pasar por el poblado -en el que el Camino

Nacional se estrechaba- y no se afectaría a nadie.

La carretera federal México-Puebla fue inaugurada el 26 de septiembre de 1926, esto es,

apenas tres meses después de la expedición de la resolución presidencial que creó al ejido

objeto de esta investigación, de suerte que al momento de llevarse a cabo los trabajos

técnicos informativos que dieron pie a la creación del núcleo agrario ejidal dicha carretera

no existía, motivo por el que no apareció en el plano definitivo del ejido como carretera,

aunque lo que sí existía eran las vías del Ferrocarril México-Río Frío, como se encuentran

graficadas en su plano definitivo. Con la inauguración de esta nueva vialidad el antiguo

Camino Nacional entró en desuso.

En el Diario Oficial de la Federación del 7 de enero de 1959, apareció publicado el

“Acuerdo que fija como derecho vial del nuevo camino México-Puebla, una amplitud

mínima absoluta de sesenta metros”, emitido por el Gobierno Federal, a través de la

Secretaría de Comunicaciones. Dicha ampliación no implicó tal afectación a solares

urbanos de Los Reyes Acaquilpan porque no se llevó a cabo sobre el trazo del Camino

Nacional, sino sobre lo que era la vía del Ferrocarril México-Río Frío, a la sazón, carretera

federal México-Puebla.

Durante los años recientes se ha venido anunciado con insistencia el inicio de la

construcción de la ampliación de la Línea A de Metro-Tren Férreo desde la estación del

metro La Paz hasta Chalco, lo que de darse implicaría una nueva afectación de tierras para

el ejido de Los Reyes y su Barrio Tecamachalco e inevitablemente el incremento de la

población flotante de Los Reyes Acaquilpan.

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CAPÍTULO 3

REFORMA AGRARIA, DESCOMUNALIZACIÓN

Y RECOMUNALIZACIÓN DE LOS REYES ACAQUILPAN

La situación agraria del pueblo de Acaquilpan es bastante compleja y, por lo

mismo, interesante. Pese a su cercanía con la capital de la República las tierras comunales

de este pueblo se mantuvieron a salvo de afectaciones y bajo el mismo régimen jurídico

desde principios del siglo XVIII, cuando las “titularon” y se les dio posesión formal de ellas

(1709), hasta la segunda década del siglo XX, cuando las ejidalizaron (1926). A partir de ahí

han sido cubierta por un velo de ambigüedad que ha propiciado que muchas de éstas sean

detentadas por propios y extraños, sin que en pleno siglo XXI se haya logrado

regularizarlas. Para el pueblo de Acaquilpan la llegada de la reforma agraria representó la

pérdida nominativa de la comunidad de sus tierras, pero la continuidad de su estatus de

mancomún bajo una nueva modalidad de propiedad: la ejidal. Fue la forma la que cambió,

pues el fondo siguió igual.

En efecto, producto de la falta de experiencia en la materia y de la inexistencia de modelos que

pudieran servir de referentes al gobierno de nuestro país el proceso de reforma agraria en

México se convirtió durante el siglo XX en la principal amenaza para la comunalización

agraria de los pueblos, haciendo de la ejidalización el principal mecanismo para ese fin. De

este modo, mientras que durante la mayor parte del siglo XIX la principal vía para que las

tierras de los pueblos perdieran la calidad comunal se dio por conducto de su fraccionamiento,

asignación individual y privatización, después del movimiento armado de inicios del siglo

pasado ese papel se transfirió a la creación de ejidos, vía mediante la cual un alto número de

pueblos dejaron de ser dueños de superficies que poseían inmemorialmente. Ello cambió la

finalidad y el régimen legal de las tierras. Antes de la reforma agraria se privatizaban, a partir

de ésta se ejidalizaban.

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Durante el siglo XIX el argumento más recurrido por los gobiernos federal y los de los estados

para avanzar en el reparto de las tierras de los pueblos, fue el generar el surgimiento de una

amplia capa de pequeños propietarios, así como reforzar el sistema fiscal y el número de

contribuyentes para elevar los ingresos de las arcas públicas, a veces acompañado de ciertos

objetivos de justicia social. Ello se pensaba llevar a cabo mediante la división y asignación

individual de las tierras de los pueblos entre sus vecinos, a título de propiedad privada. En el

siglo XX el argumento se basó no en el logro de finalidades de orden hacendario sino de

redistribución equitativa de la riqueza y ahora promoviendo un reparto grupal entre los

avecindados de los núcleos de población y en concepto de un cierto tipo de propiedad

considerada social.

En los siguientes apartados se narra la manera en que un mismo pueblo originario localizado

en plena Zona Metropolitana del Valle de México, habiéndose mantenido relativamente a

salvo de la desamortización impulsada a lo largo del siglo XIX fue descomunalizado de la

mayor parte de sus tierras mediante la creación de un ejido (1926) y parcialmente

recomunalizado medio siglo después a través de la creación de una comunidad agraria (1976),

cumpliendo la mayoría de los miembros del primero el doble papel de ejidatarios y

comuneros, situación que los posiciona en medio de un conflicto de intereses que confrontan

entre sí los dos núcleos agrarios, pero en el que al parecer la figura de la comunidad pesa más

como generadora de identidad en tanto pueblo originario que la figura del ejido.

Efectivamente, el ejido está compuesto de 397 ejidatarios, todos ellos genuinos descendientes

de pobladores originarios de Acaquilpan, en tanto que la comunidad cuenta con un censo de

995 derechosos. De éstos, alrededor de 200 son también ejidatarios y el resto lo componen

personas provenientes y residentes de localidades y municipios aledaños (Chimalhuacán,

Chicoloapan, Netzahualcóyotl, Ixtapaluca), de suerte que nada o muy poco tienen qué ver con

el pasado histórico del pueblo originario. No obstante, aun cuando ello obra en perjuicio de sus

propios intereses (jurídicos y económicos), todo indica que en el imaginario colectivo de este

conglomerado campesino no es la figura legal del ejido la que engendra mayor auto

reconocimiento como pobladores originarios de Los Reyes Acaquilpan entre los auténticos

ejidatario/comuneros, sino la figura de la comunidad, hipótesis que nos encargaremos de

comprobar.

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3.1. Origen remoto de la propiedad de Los Reyes Acaquilpan

Con la consumación de la Conquista, la propiedad de los territorios mesoamericanos fue

incorporada jurídicamente a favor del patrimonio privado de Los Reyes Católicos, hecho que

ocurrió al calor de la donación que en 1493 les hiciera la Santa Sede, por conducto del Papa

Alejandro VI, a través la celebérrima bula Inter Caetera. Sin embargo, en 1519, a raíz del

fallecimiento del monarca supérstite Fernando de Aragón, dichas tierras se transfirieron en

automático, con carácter perpetuo e imprescriptible, al patrimonio de la Corona española,

pasando a formar parte de la masa territorial conocida como terrenos baldíos o realengos.

Éstos comenzaron a salir paulatinamente del patrimonio real a lo largo del proceso de creación

de la propiedad.

Al inicio del periodo colonial, la política agraria de la Corona se instrumentó por la vía

gratuita, principalmente a través de las donaciones de tierras. Ésta tenía la finalidad de

estimular el poblamiento y la colonización de los nuevos territorios, así como de reconocer las

posesiones seculares de los pobladores originarios, en una suerte de respeto a los derechos

adquiridos. Empero, hacia finales del siglo XVI, las penurias económicas obligaron a la

Corona a reorientar su política agraria y a dar preferencia a la vía onerosa mediante la venta

directa e indirecta de tierras, política que se mantuvo hasta el final de la Colonia.

Ahora bien, hubo casos de asentamientos precolombinos que al no haber sido perturbados en

la posesión de sus tierras, no se acogieron a los programas agrarios de la Corona

instrumentados a lo largo del siglo XVI a fin de tramitar el reconocimiento y la titulación

gratuita de las mismas, sobre todo si su principal actividad económica no era la agricultura, y

no era sino hasta que confrontaban problemas legales con sus vecinos (particulares o pueblos)

o cuando alguna disposición real en materia de composiciones les obligaba a su regularización

caían en cuenta de la importancia de su titulación.

Esa era la situación que guardaron los terrenos de Acaquilpan durante los dos primeros siglos

de la Conquista, probablemente debido a que la principal actividad económica de sus

pobladores durante dicha época era pesca. Así hubieran seguido de no haber sido porque, en

1706, cuando luego de un prolongado litigio instaurado ante la Real Audiencia de la Ciudad

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de México y sostenido en contra de los pueblos de Iztapalapa, Iztacalco, Mexicaltzingo y

Culhuacán (en cuyo transcurso se tuvo que demostrar el carácter ancestral de la ocupación de

las tierras disputadas), al pueblo de Los Reyes Acaquilpan le fue reconocida judicialmente la

propiedad de 5 caballerías de tierras (equivalentes a 213-97-80 hectáreas). Este hecho, como

ya se dijo, señaliza el momento de la comunalización jurídica de las tierras de dicho pueblo.

Poco después, a raíz del programa de composiciones puesto en marcha en 1707 por la Corona

en el que obligaba a los pueblos y particulares a la regularización de sus tierras, con fecha 1°

de junio de 1709, los naturales de Los Reyes Acaquilpan se apersonaron ante el Juez

Subdelegado del Partido de Mexicaltzingo, para manifestar que -como constaba en la

sentencia que exhibían- eran propietarios y se encontraban en posesión de las citadas 5

caballerías de tierras, pero sospechaban que poseían una extensión mayor a la que amparaba

su título, por lo que deseaban que su solicitud se admitiese a composición para regularizar su

tenencia pagando a la Corona por las demasías que pudieren existir. Su petición fue aceptada y

el 1° y el 19 de junio de ese mismo año se llevaron a cabo las diligencias para la tramitación

del asunto, específicamente el desahogo de las pruebas testimoniales y la vista de ojos,

procedimiento que una vez culminado arrojó una superficie de poco más de mil hectáreas, las

que rebasaban con mucho las cinco caballerías antes citadas, dentro de las cuales se

encontraba el caserío y cuya diferencia le fue pagada a la Hacienda Real.

Como se observa, el origen remoto de la propiedad de los Reyes Acaquilpan es distinto al de

la mayoría de los pueblos coloniales, a los cuales generalmente se les donaban tierras por

medio de las mercedes reales, mientras que en la especie la propiedad de alrededor de 200

hectáreas se obtuvo por la vía judicial como resultado de un juicio en el que se alegó la

prescripción, en tanto que la de poco más de cerca de mil hectáreas se adquirió por vía de la

composición de tierras, es decir, fueron enajenadas por la Corona en el marco de un proceso

de regularización, de modo que a este pueblo no se le regaló ni se le dio gratuitamente nada.

Ello explica en buena medida el por qué esta localidad no cuenta con la clásica merced real ni

con la conformación típica de los pueblos contemporáneos (propios, ejidos, terrenos de común

repartimiento y área urbana), circunstancia que claramente ha perjudicado la tenencia de sus

tierras y ha confundido a propios y extraños.

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En efecto, este aspecto no ha sido debidamente comprendido y valorado ni por los vecinos de

Los Reyes Acaquilpan ni por las autoridades del ramo agrario, quienes para acreditar el origen

colonial del pueblo por lo regular hurgan en sus antecedentes históricos y legales esperando

localizar la típica merced real con la que se dotaba a los pueblos de tierras para distintos usos,

desconcertándose al constatar que los títulos de este pueblo son una sentencia judicial y un

acta administrativa de regularización de tierras. Este hecho sin duda imprime un mayor

significado social al acto jurídico de su adquisición, dado que conlleva la identificación y

aglutinamiento de los vecinos o solicitantes como grupo para efectos de la representación legal

en el juicio instaurado en contra de los pueblos circunvecinos y para la cooperación económica

que los pobladores de Los Reyes necesariamente tuvieron que hacer para la compra de las

demasías que tenían en posesión.

Con todo, no hemos encontrado una explicación satisfactoria al hecho de por qué gozando de

una ubicación geográfica privilegiada y estando tan cerca de la capital del virreinato,

circunstancias ambas que le permitían estar al tanto de las últimas noticias, especialmente de

las relacionadas con las acciones gubernamentales de reparto agrario, los vecinos de Los

Reyes Acaquilpan nunca solicitaron a la Corona la donación de las tierras que tenían en

posesión desde antes de la llegada de los españoles. Tuvieron que transcurrir casi dos siglos de

la Colonia para que a raíz de un conflicto por límites suscitado entre poblados colindantes la

situación legal de sus posesiones pudiera empezar a regularizarse.

Hay que recordar que por su proximidad con el lago de Texcoco, al ocurrir la Conquista los

vecinos de este pueblo intercalaban el desarrollo de actividades agrícolas con la pesca

ribereña,38 lo que probablemente les hacía restar importancia a lo relacionado con la situación

legal de sus tierras, más aún si nadie perturbaba o les disputaba su posesión. Si se considera

que la sobreexplotación del trabajo indígena y las epidemias recurrentes que azotaron a la

Colonia, diezmaron a la población a lo largo del siglo XVI, es de deducirse que durante el

siglo XVII la demanda de tierras se había desplomado y, por ende, las controversias sobre las

mismas también. Empero, al llegar el siglo XVIII y comenzar a recuperarse el crecimiento

demográfico las comunidades situadas en lo que hoy es la Zona Metropolitana del Valle de

38 Incluso todavía en 1925 el dueño de la hacienda san Isidro sostuvo en su defensa que los vecinos del

pueblo de Los Reyes Acaquilpan no se dedicaban a la agricultura, sino a la pesca.

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México comenzaron a expandirse territorialmente, de suerte que los conflictos agrarios no

tardaron en surgir. Fue en este contexto en el que los vecinos de Los Reyes Acaquilpan

empezaron a tomar conciencia de que para proteger sus tierras era necesario regularizar su

estado jurídico.

En otras palabras, tuvo que darse la amenaza emanada de un litigio entablado inicialmente

entre sí por otros poblados de la zona para que en el marco de una tercería los vecinos de los

Reyes Acaquilpan se organizaran a efecto de arrostrar la defensa de sus tierras y,

posteriormente, para legalizar las demasías detentadas, actitud que refleja cierta dejadez y

acidia colectiva. Esta falta de interés por regularizar y defender lo que territorialmente poseían

presentada durante la Colonia al parecer subsiste en la actualidad, imprimiéndole al fenómeno

un carácter secular, pues, como se apreciará más adelante, la defensa actual de sus tierras fue

emprendida por el comisariado ejidal sin la participación de los ejidatarios pese a que son los

potencialmente beneficiados. Resulta difícil de explicar, pero éstos han venido asumiendo con

pasividad e indiferencia el proceso de recuperación de tierras, pese a que ello da margen a que

algunos ejidatarios y personas ajenas al núcleo agrario pretendan aprovecharse de la confusión

y hacerse con los terrenos del ejido.

3.2. Descomunalización parcial de Los Reyes Acaquilpan

Si durante la segunda parte del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX las

tierras del pueblo de Los Reyes Acaquilpan se mantuvieron a salvo de la descomunalización,

la reforma agraria impulsada por la Revolución significó -de manera por demás paradójica- la

pérdida de la calidad jurídica comunal, lo cual se consumó por vía de la ejidalización, es decir,

convirtiendo en ejido lo que debió haber sido una comunidad. Ello no fue producto de una

conspiración perversa que deliberadamente lo haya planeado de esa manera, sino de la falta de

experiencia del gobierno en la materia y de las lagunas jurídicas contenidas en una legislación

agraria profusa pero incipiente.

Efectivamente, en la trayectoria y evolución del proceso de reforma agraria en México tuvo

mucho qué ver una amplia diversidad de factores de la más variada índole. Dos de los que

más nos interesa resaltar por su estrecha vinculación con nuestro tema de investigación se

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refieren, el primero, a la insuficiente regulación que permanentemente adoleció el marco

jurídico; y, el segundo, al desconocimiento generalizado de las disposiciones legales por

parte de sus beneficiarios, o sea, la masa campesina. Es decir, por un lado, la existencia de

un cuerpo normativo que no cubría la totalidad de los aspectos relevantes y los que

contemplaba adolecían numerosas lagunas, en parte producto de la falta de un proyecto

nacional claro y unívoco en materia agraria. Por otro lado, aún sin ser todos los necesarios,

los aspectos contemplados en la legislación eran desconocidos por la abrumadora mayoría

de los campesinos. Sin duda, ambos factores incidieron definitivamente en la situación

jurídica que actualmente guardan tanto las tierras del ejido Los Reyes y su barrio

Tecamachalco, como las de la comunidad Los Reyes-La Paz.

Sin duda, o primero fue más palpable durante las primeras dos décadas del proceso de

reforma agraria, ya que al avanzar sin experiencia alguna que guiara el accionar se

cometieron errores legislativos y procedimentales que repercutieron en la situación jurídica

y real de numerosos pueblos, como sucedió en este caso. Dicho de otro modo, las lagunas

jurídicas presentadas por la legislación al momento en que los vecinos de Los Reyes

Acaquilpan solicitaron tierras determinaron muchos de los problemas que confrontan hoy

en día, circunstancia que acentuó sus efectos debido al desconocimiento generalizado de la

ley por parte de sus pobladores.

3.2.1. Creación del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco (1926)

Todo comenzó el 9 de junio de 1921, cuando un grupo de vecinos de Los Reyes

Acaquilpan, encabezados por lo señores Pedro Frago y Eutemio González, presentó al

gobernador de la entidad una petición de restitución de ejidos y simultáneamente de

dotación de tierras. Lo primero argumentando que habían sido despojados por los

propietarios de la hacienda San Isidro; lo segundo, por considerar que la superficie cuya

restitución reclamaban era insuficiente para beneficiar a los 400 jefes de familia con

capacidad agraria que arrojó el censo levantado por los propios solicitantes para tal efecto.

Turnada que fue dicha petición a la Comisión Local Agraria, ésta se dirigió al grupo

solicitante para que determinara cuál era el procedimiento por el que querían que se

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instaurara su expediente, toda vez que legalmente no era posible que se tramitara por ambas

vías.

A dicha consulta los solicitantes respondieron inicialmente que la de restitución, pero a los

pocos días rectificaron aduciendo que tenían “urgente necesidad de las tierras y en obvio de

dificultades y por carecer de documentos probatorios suficientes”39 pidieron que su asunto

se tramitara por vía de la dotación. Sin duda los solicitantes habían actuado con sentido

práctico, pues en realidad nunca fueron despojados de sus tierras. Antes bien, se

encontraban en posesión material de una superficie que frisaba el millar de hectáreas. Por

otro lado, aunque la petición original fue acompañada de “las escrituras que fundaban su

pretensión”, éstas no cubrían la totalidad de la superficie que ocupaban, de modo que su

investigación a fondo hubiese podido resultar contraproducente. Ambas circunstancias

hubieran concluido en la improcedencia de la acción restitutoria, de suerte que los

solicitantes decidieron lo que más les convenía.

En realidad, aparte de la dotación de tierras lo que los solicitantes necesitaban era el

reconocimiento y titulación de la superficie que tenían en posesión, no la restitución, ya

que, primero, nunca fueron despojados de ella; y, segundo, su extensión era ligeramente

mayor a la que amparaban los verdaderos títulos. Sin embargo, la acción de reconocimiento

no se estableció en la legislación sino hasta la promulgación del Código Agrario de 1942,

habiendo sido reglamentada hasta 1958, así que en el momento en que los vecinos de los

Reyes solicitaron tierras no existía. Ello no significa, empero, que los núcleos que

poseyeran tierras en tales condiciones quedasen en la indefinición legal, lo que se hacía era

aplicar el criterio que dos décadas después se consignó en el artículo 144 del Código

Agrario de 1942, mismo que textualmente señalaba:

Artículo 144.- Los núcleos de población que posean terrenos comunales, podrán

adoptar el régimen ejidal por voluntad de sus componentes, tramitándose este cambio

por conducto del Departamento Agrario; pero cuando sean beneficiados en virtud de

una resolución dotatoria, quedarán automáticamente sujetos, por lo que toca a todos

sus bienes, al régimen ejidal.40

39 Resolución presidencial del 03 de junio de 1926. 40 Diario Oficial de la Federación del 27 de abril de 1943, p. 23

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Por consecuencia, si bien la petición tramitada inició bajo la forma de dotación de

tierras, desde ahora debe quedar claro que de manera concomitante pero tácita comenzó

también la acción de reconocimiento y confirmación, misma que debiera ser vista como la

acción principal, dejando a la dotación el carácter de acción complementaria, cuenta habida

los términos de su referencia en la resolución presidencial.

Para la realización de los trabajos técnicos informativos conducentes a la integración del

expediente respectivo fue comisionado un ingeniero de la Comisión Local Agraria, quien se

encargó de realizarlos durante los meses de junio y agosto de 1922. De conformidad con los

trabajos censales, el pueblo de Los Reyes Acaquilpan tenía en ese año un total de 1,173

habitantes, de los cuales 412 eran individuos que contaban con capacidad agraria para

recibir tierras en dotación (varones solteros mayores de edad y jefes de familia). De

acuerdo con los trabajos topográficos, el pueblo poseía en ese entonces una superficie de

1,327-55-00 hectáreas, dentro de las cuales se incluían 363-34-00 hectáreas de diversos

predios de propiedad privada.

Hay que mencionar que días antes de la presentación de la solicitud por parte de los vecinos

de Los Reyes Acaquilpan, los pobladores del barrio de Tecamachalco (mismo que aunque

más antiguo dependía de aquél) también habían elevado a la consideración del gobernador

de la entidad una petición de tierras. Sin embargo, ésta no había prosperado en virtud de

que el artículo 16 del Reglamento Agrario, publicado el 16 de mayo de 1922, que

reglamentaba la Ley de Dotaciones y que en ese momento se encontraba en vigor, negaba

capacidad agraria a los barrios en los siguientes términos:

Art. 16°.- No tienen derecho a solicitar ejidos los lugares ocupados por núcleos de

población titulados “barrios”, que sean anexos y dependan políticamente de los

Ayuntamientos de algún pueblo, ciudad o villa41.

Fue por tal razón que a instancias del representante de la Comisión Local Agraria,

los campesinos del barrio de Tecamachalco, quienes hacían un total de 129 habitantes con

35 jefes de familia en posesión de una superficie de 130-35-00 hectáreas, reunidos en

asamblea decidieron adherirse a la petición de tierras formulada por los pobladores de Los

41 Fabila, op. cit., p. 386.

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Reyes Acaquilpan. La suma de los habitantes de ambas localidades arrojó un total de 1,302

personas, dentro de las que se contaban 447 individuos con capacidad agraria. Empero, a

consecuencia de la rectificación del padrón que se llevó a cabo en segunda instancia, el

total de individuos capacitados disminuyó a 391, en su totalidad auténticos pobladores

originarios del pueblo y barrio de que se trata.

Por su parte, respecto de la superficie poseída resultó que entre el pueblo y su barrio tenían

en posesión 1,094-56-00 hectáreas, mismas que lindaban con las siguientes propiedades: al

Norte con el barrio de San Agustín, del municipio de Chimalhuacán; al Este con tierras del

pueblo de La Magdalena y con la Hacienda de San Isidro; Al sur, con terrenos de la citada

hacienda, con el Rancho Santa Catarina, con tierras del pueblo del mismo nombre y con los

de Tlaltenco; y al Oeste, con terrenos de los pueblos de Santa María, Santiago

Acahualtepec y Santa Marta.

La hacienda San Isidro, una de las dos fincas que fue señalada por los peticionarios para su

afectación, contaba con una superficie de 633-29-00 hectáreas de tierras de buena calidad,

explotadas en su mayor parte. Para desvirtuar la procedencia de la acción dotatoria, su

propietario, el señor Rosalío Arista, arguyó en su defensa que la gente de Los Reyes

Acaquilpan no se dedicaba a la agricultura sino que su mayoría tenía como ocupación

habitual la pesca en algunos poblados ribereños del Lago de Chalco y la prestación de

servicios y venta de productos en la estación del Ferrocarril Interoceánico México-Veracruz

que se ubicaba en el pueblo.42 No obstante, dicha hacienda fue afectada con la superficie

que se les dio en dotación a los solicitantes. La otra propiedad señalada por éstos para su

afectación fue el predio Santa Catarina, sin embargo, éste no fue tocado en virtud de que

constituía una auténtica pequeña propiedad en explotación.

El 24 de febrero de 1925, la Comisión Local Agraria en el estado emitió su dictamen

concediendo por dotación a los solicitantes una superficie de 229-53 hectáreas. No

obstante, por mandamiento gubernamental emitido el 23 de marzo de 1925, dicha superficie

se incrementó a 297-05-00 hectáreas, mismas que fueron tomadas en su totalidad de la

hacienda San Isidro. Dicha resolución fue ejecutada el día 13 de abril de 1925, fecha en la

42 Expediente de dotación. Trabajos Técnicos Informativos. RAN-AGA

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que se dio posesión provisional de las tierras dotadas a los campesinos beneficiados. Una

vez que el expediente fue turnado a la Comisión Nacional Agraria (segunda instancia), ésta

confirmó los términos del fallo emitido por el gobernador del Estado de México habiéndose

expedido la correspondiente resolución presidencial el 03 de julio de 1926, publicada en el

Diario Oficial de la Federación el 10 de diciembre de ese año, la cual constituye el título de

propiedad de una superficie total de 1,391-61-00 hectáreas, mismas que resultaban de la

suma de las tierras que les fueron dotadas más las que ya tenían en posesión.

3.2.2. Particularidades de la ejecución y del plano definitivo

El presente caso resulta más interesante si se considera que reviste rasgos que le

diferencian de la mayoría. Uno de ellos es que la resolución presidencial fue ejecutada en

forma definitiva antes de la fecha de su publicación en el Diario Oficial de la Federación,

situación que aunque no desconocida tampoco era común. Este hecho ocurrió el día 13 de

agosto de 1926, o sea, en el ínterin entre su emisión y su publicación. Como se sabe, lo

normal era que después de la firma de las resoluciones presidenciales siguiera ipso facto su

publicación y luego su ejecución, pero en este caso inmediatamente después de la firma se

dio su ejecución y en forma posterior su publicación, alteración que es suficiente para

confundir a muchos.

En segundo término, dado que las 1,094-56-00 hectáreas ya se encontraban en manos de la

gente del pueblo, la resolución presidencial reconoció la posesión y propiedad sobre esos

terrenos de uso común a Los Reyes Acaquilpan, pero lo hizo en forma tácita y escueta, sin

dar muchas explicaciones, situación que devino fuente de innumerables conflictos legales.

En la trayectoria de la reforma agraria aunque todavía no se hubiese establecido en la ley la

acción confirmatoria hubo ocasiones en los que el reconocimiento de la tenencia de las

áreas comunales de los pueblos era expreso lo mismo que su sujeción al régimen ejidal.

Ello ocurrió, por ejemplo, con el ejido Santiago Acahualtepec, colindante con el ejido de

Los Reyes y su Barrio Tecalmachalco, cuya resolución presidencial data del 1° de febrero

de 1930, el cual evitó problemas posteriores gracias al reconocimiento claramente

expresado de la propiedad de las tierras que tenía en posesión.

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En tercer término, la diligencia de ejecución de la resolución presidencial del ejido Los

Reyes y su barrio Tecamachalco se redujo a hacer entrega definitiva solamente del área

dotada (297-05-00 hectáreas), por lo que el acta de posesión y deslinde levantada el 13 de

agosto de 1926 sólo da cuenta del recorrido y del deslinde realizado para la entrega física y

material de dicha superficie sin hacer mención alguna del área reconocida o confirmada

tácitamente, circunstancia que ha sido aprovechada por propios y extraños para hacerse de

modo indebido con las tierras de uso común del núcleo agrario, aduciendo que éste

solamente es dueño de la superficie que se le dotó. Además, en ello ha abonado bastante el

hecho de que de dicha diligencia no se derivó la elaboración de un plano de ejecución

específico, como procedía y ocurrió en la mayoría de los casos.

En efecto, esto último, justamente, debe señalarse en cuarto término como uno de los

factores que hacen especial el caso que se estudia, o sea, el hecho de que de la diligencia

mencionada no haya derivado un plano de ejecución en forma, como procedía

invariablemente, sino que -dado que ésta se realizó con base en el plano proyecto- una vez

que la diligencia de posesión y deslinde fue llevada a cabo el mencionado plano se

convirtió virtual y legalmente en plano de ejecución y, por ende, en plano definitivo, vacío

que al igual que las situaciones anteriormente descritas ha sido utilizado para justificar la

apropiación de las tierras de uso común por personas ajenas al núcleo agrario, quienes

alegan que la carencia de plano definitivo es prueba de que el ejido solamente es

propietario de la superficie que le fue dotada (opinión que es compartida incluso por

algunos ejidatarios despistados).

Al respecto cabe señalar que ello se contradice, entre otras cosas, por el hecho de que el

único plano con que el núcleo agrario cuenta es el ahora plano definitivo, el cual no sólo

contempla el polígono de tierras entregado en dotación sino también los polígonos que eran

detentados tanto por los vecinos y propietarios privados de Los Reyes, como por los

pobladores del barrio Tecamachalco, circunstancia que no ocurre en las acciones de

dotación a secas, cuyos planos definitivos se limitan a plasmar el o los polígonos dotados.

A diferencia de éstos, el plano del ejido en cuestión grafica los polígonos siguientes:

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El Pueblo de Los Reyes 964-21-00 has

El Barrio Tecamachalco 130-35-00 has

El Polígono de la dotación 297-05-00 has

El Polígono de propiedades excluidas 363-34-00 has

A contrapelo de lo que ocurre de manera habitual con el común denominador de los

planos definitivos de dotación en los que sólo suele aparecer el polígono dotado, el plano del

ejido contempla no uno, ni dos, ni tres, sino cuatro polígonos distintos, de los cuales sólo

uno es de dotación. Ello no fue ocioso ni gratuito, tanto trabajo necesariamente debió tener

una razón de ser. Si realmente el plano sólo hubiere sido de dotación no se hubiera ido a

medir en campo nada más porque sí un área que superaba casi cinco veces la superficie

dotada, para luego graficarla en gabinete. Eso no sólo no sería lógico sino que atentaría

contra el sentido común.

Cada uno de los polígonos que aparecen en el plano definitivo fue estudiado a detalle y en

forma casuística por la resolución presidencial del 3 de junio de 1926. Ello lo confirma

textualmente la resolución presidencial del 26 de noviembre de 1976 que benefició a la

comunidad Los Reyes La Paz, de cuya lectura se desprende que al ejido también se le

reconoció la propiedad de los polígonos que en el plano aparecen como del Pueblo de Los

Reyes, con superficie de 964-21-00 hectáreas, y como del Barrio Tecamachalco, compuesto

de 130-35-00 hectáreas.

En suma, los cuatro factores mencionados revisten al caso en estudio de características

especiales que, además de complicar su comprensión y exposición, han sido utilizadas como

argumentos para demostrar que al ejido no se le reconocieron tierras en posesión sino que

solamente lo dotaron de éstas, convirtiéndose en fuente de agudos y numerosos conflictos

con muchos de sus actuales tenedores, quienes utilizan los mismos razonamientos para

acreditar la legalidad de la causa generadora de sus posesiones y el origen lícito de su

propiedad.

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3.2.3. Desinformación y confusión gubernamental

La falta de claridad que adolece la resolución presidencial del 03 de junio de 1926 ha

sido -de entonces a la fecha- causa de grandes conflictos entre particulares, ejidatarios y

autoridades, así como origen de la situación jurídica irregular que impera hasta la

actualidad en los terrenos que restan del área del ejido identificada como de uso común. En

ello ha tenido mucho que ver la desinformación generalizada que campeó durante poco más

de seis décadas respecto de la propiedad de dichos terrenos, lo cual se ha debido

principalmente a que la resolución sólo hizo referencia literal y directa de la dotación sin

expresar textualmente que también configuraba y resolvía una acción agraria de

reconocimiento. Ello se tiene que deducir de la interpretación lógica, histórica y sistemática

de la resolución.

Es decir, como nadie informó a los nuevos ejidatarios que la resolución presidencial no sólo

les había dotado de tierras, sino que también les había reconocido la propiedad de las que

ya tenían en posesión, por lo que no eran dueños de únicamente 297-05-00 hectáreas, sino

de un total de 1,391-61-00, entre las que se incluían las que ya venían poseyendo. Durante

cerca de siete décadas el núcleo ejidal mantuvo la creencia de que sólo les pertenecía la

superficie dotada y de que la superficie que hoy sabemos que fue reconocida, se mantenía

en supuesta posesión de personas que se calificaban de comuneros del pueblo de Los

Reyes, muchos de los cuales eran ellos mismos. Por distintas razones esto no le quedó claro

a los ejidatarios sino hasta finales del siglo XX, lapso en el que ocurrieron muchas cosas

que embrollaron la situación legal de las tierras.

El hecho de que la ejecución de la resolución presidencial haya comprendido

exclusivamente el deslinde de la superficie dotada, acentuó esa creencia. La percepción

colectiva del grupo ejidal de que sólo eran dueños de las 297-05-00 hectáreas se agudizó

con el hecho de que -contra lo calculado en los trabajos técnicos y expresado en la

resolución presidencial- el parcelamiento de las tierras comprendió el área dotada y no la

totalidad de la superficie como contemplaba ésta. De ahí que a cada ejidatario en lugar de

tocarle cerca de cuatro hectáreas le vino correspondiendo menos de una, situación que

quedó reflejada en el plano de parcelamiento respectivo.

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Sin duda, la creación del ejido auspició el surgimiento de diferenciaciones sociales que

antes no existían, pues a partir de ahí quienes salieron beneficiados por la resolución

presidencial del 03 de junio de 1926 y que con anterioridad se identificaban como meros

pobladores o vecinos de los pueblos de Los Reyes Acaquilpan y de Tecamachalco

empezaron a dividirse en ejidatarios y “comuneros”, como si los ejidatarios no fuesen ellos

mismos y no obstante que la comunidad fue creada hasta medio siglo después.

El desconocimiento de los ejidatarios de la situación que en realidad prevalecía respecto de

sus propiedades era tal que el 10 de junio de 1935, un grupo de 113 vecinos del pueblo de

Los Reyes que no eran ejidatarios solicitaron ampliación de ejidos. La petición respectiva

fue publicada en la Gaceta Oficial del Gobierno del Estado de México el 3 de julio de 1935.

Después de realizados los correspondientes trabajos técnicos informativos, con fecha 24 de

junio de 1938, la Comisión Agraria Mixta en la entidad negó la acción intentada por falta

de fincas afectables. El dictamen negativo fue ratificado por el Cuerpo Consultivo Agrario

el 27 de septiembre de 1939.

Incluso, nada tan ilustrativo como el hecho ocurrido en 1966 cuando en el marco de los

trabajos técnicos informativos que se llevaban a cabo para la integración del expediente de

reconocimiento y titulación de la comunidad de Los Reyes La Paz por parte del

Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización (DAAC), los representantes del

comisariado ejidal de Los Reyes y su barrio Tecamachalco no identificaron como propia la

superficie que desde 1926 se les había reconocido (1,094-56-00 hectáreas), lo cual habla de

la ignorancia generalizada que campeaba respecto de la situación legal que guardaban las

tierras involucradas y que avivó la creencia entre los sedicentes comuneros de que los

terrenos comprendidos en el polígono de que se trata les pertenecían.

En efecto, el 24 de agosto de 1968, al levantarse el acta de conformidad de linderos entre

los representantes del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco y los representantes del

grupo que solicitó tierras como comunidad Los Reyes La Paz, diligenciada como parte de

los trabajos técnicos informativos relativos al expediente de reconocimiento y titulación

tramitado por esta última, luego de un recorrido por las mojoneras acompañados de un

ingeniero enviado por el DAAC, los primeros declararon que reconocían los terrenos como

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en posesión de la comunidad solicitante. De esta suerte, si los mismos integrantes del

comisariado ejidal desconocían la situación legal que realmente prevalecía en torno a los

terrenos, no era mucho lo que podía esperarse de la masa de derechosos que componía la

asamblea ejidal. Incluso, la confusión era tal que alcanzaba al propio organismo agrario, ya

que ni los técnicos comisionados por el mismo DAAC para la realización de los trabajos

referidos se percataron de la situación jurídica real que guardaban los terrenos y, como se

verá más adelante, en un primer momento tampoco los integrantes del Cuerpo Consultivo

Agrario.

Más aún, mediante decreto presidencial publicado el 6 de febrero de 1970 e invocando

como causa de utilidad pública la construcción de la Estación Los Reyes de la línea férrea

del Sur, el gobierno federal a través de la Secretaría de Obras Públicas, expropió una

superficie de 69-04-45 hectáreas ubicadas dentro del polígono de tierras reconocidas como

propiedad del ejido por la resolución presidencial del 03 de junio de 1926. Sin embargo,

dada la confusión reinante no señaló como afectado al ejido Los Reyes y su barrio

Tecamachalco, sino que creyendo que las tierras pertenecían a la futura comunidad –cuyo

expediente se encontraba en trámite- dejó a salvo los derechos de los comuneros para que

en su momento reclamaran la indemnización que correspondiera. Sin embargo, al no quedar

incluidos dichos terrenos en la resolución presidencial del 22 de noviembre de 1976 que

reconoció a la comunidad de Los Reyes La Paz, la mencionada indemnización no pudo ser

cobrada por ésta por obvias razones legales, pero tampoco ha sido cobrada por el ejido ya

que a la fecha los ejidatarios no han emprendido aún acción legal alguna para la obtención

de dicho pago.

Por si fuera poco, el 28 de octubre de 1971, un grupo de vecinos del barrio de “San

Salvador Tecamachalco”, cuyo polígono también le había sido reconocido al ejido Los

Reyes solicitó a través de la dirigencia de la Confederación Nacional Campesina (CNC)

reconocimiento y titulación de bienes comunales. Dicha petición fue publicada en el

Periódico Oficial del gobierno del Estado el 13 de diciembre del mismo año, sin embargo,

por acuerdo del subsecretario de Asuntos Agrarios de la entonces SRA, dictado el 11 de

marzo de 1975 la acción tramitada fue cambiada por la de restitución de tierras. Durante

1976 y 1977 se llevaron a cabo los trabajos censales y técnicos y se recibieron pruebas y

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alegatos de presuntos propietarios privados que exhibieron documentación que acreditaba

que las tierras eran de propiedad privada (cuando en realidad eran del ejido).

Posteriormente, previo dictamen de la Comisión Agraria Mixta, el 11 de noviembre de

1978 se publicó mandamiento gubernamental negando la acción intentada por inexistencia

del poblado, negativa que fue confirmada por dictamen de Cuerpo Consultivo Agrario del

19 de marzo de 1980. Más allá del sentido de la resolución resulta totalmente absurdo que

durante todo el procedimiento descrito nadie se haya percatado de que los terrenos

involucrados pertenecían al ejido de Los Reyes y su Barrio Tecamachalco y no a los

presuntos propietarios privados, lo cual imprime al caso cierta dosis de surrealismo.

Ahora bien, aquí cabría la pregunta ¿qué ocurrió entonces con esa superficie en el lapso que

transcurrió entre la fecha de su dotación al ejido y la fecha en que los ejidatarios se

enteraron de que ésta les pertenecía? Lo que sucedió fue que a mucha gente que en 1926 se

encontraba poseyendo los terrenos comunales del pueblo como si fueran de su propiedad le

volvió el alma al cuerpo pensando que esos terrenos no habían sido incluidos en la

resolución presidencial del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco, cuyo trámite veían

como una amenaza para sus posesiones dado su origen comunal. Pasado ese trago,

aprovecharon la confusión y algunos de ellos comenzaron a titular y a escriturar los

terrenos (por inmatriculación, prescripción, información ad perpetuam), para luego

inscribirlos en el Registro Público de la Propiedad del distrito (con sede en Texcoco) como

si fueran de propiedad privada, calidad con la cual se han transmitido sucesivamente de

manos. Prueba de ello es que el bloque de ejidatarios que en 1976 se opuso en calidad de

presuntos poseedores de terrenos privados, a que las tierras del polígono ya propiedad del

ejido fuera reconocido a la comunidad, contaban con escrituras y registros posteriores a la

fecha de la resolución presidencial.

Al respecto se debe advertir que lo que se califica como “tierras de uso común” y que en los

polígonos del plano definitivo aparece como “tierras del pueblo de Los Reyes” y del “barrio

Tecamachalco”, en realidad nunca fueron legalmente lo que en rigor durante la Colonia se

conocía como ejidos, o sea, las áreas propiedad de los pueblos a las que sus vecinos podían

ir a pasear, a recoger leña, agua, frutos silvestres o plantas medicinales, a pastar el ganado,

etcétera, cuya función emanaba de una merced real que creaba al pueblo, de suerte que éste

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era o principal y el ejido lo accesorio. En el caso que se investiga el pueblo de Los Reyes

Acaquilpan no nació por virtud de una merced real. Resulta inexplicable -siendo que se

trata de un asentamiento prehispánico- que a este pueblo no se le haya reconocido esa

calidad dotándole de tierras para distintos usos (casco, propios, ejido y parcelas).

Seguramente, como los vecinos de este núcleo poblacional siempre se mantuvieron en

posesión de sus tierras nunca pensaron que su titulación era imprescindible para defenderlas

y cuando se dieron cuenta de su importancia, por alguna extraña razón las solicitaron a la

Corona en compraventa y no en donación como pueblo, quedando dentro de los terrenos el

área urbana

Los ejidatarios de Los Reyes comenzaron a caer en cuenta que también eran dueños del

polígono reconocido por la resolución presidencial de junio de 1926, cuando el 30 de enero

de 1990 a promoción de la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH) se

publicó un decreto presidencial que les expropiaba una superficie de menos de una hectárea

(0.9788 metros cuadrados) en lo que el decreto denominó “terrenos de uso común”, hecho

que al parecer pasó desapercibido para la mayoría de los ejidatarios debido al bajo monto

del recursos que implicó pero que puso a cavilar a unos cuantos, entre ellos a don Roberto

Castañeda, que en ese entonces contaba con alrededor de 50 años y quien al momento de

recibir su parte proporcional de la indemnización: “creía que el gobierno se había vuelto

loco y que nos estaba regalando dinero”.

Esa percepción se acentuó cuando a los dos años, más precisamente el 15 de diciembre de

1992, fue publicado un par de decretos de expropiación a cargo de la Comisión para la

Regularización de la Tenencia de la Tierra (CORETT) que afectaban al ejido en dos

polígonos, uno de 288-13-92 hectáreas y otro de 62-26-64 hectáreas, también sobre “tierras

de uso común” con una indemnización que hizo pensar a la mayoría que a lo mejor sí

habían sido dueños de la superficie expropiada. Puede decirse que es a partir de ahí cuando

una pequeña parte de los ejidatarios empieza a adquirir conciencia de la situación jurídica

real de sus tierras. Lo anterior se convirtió en certeza cuando el 5 de enero de 1994 se

publicó un tercer decreto a cargo del mismo organismo expropiando una superficie de 185-

80-27 hectáreas para efectos de regularización de vivienda. Al año siguiente, el 12 de

octubre de 1995, se afectó de nueva cuenta al núcleo agrario con una superficie de 199-39-

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76 hectáreas de supuestas tierras de uso común por parte del Departamento del Distrito

Federal, también para efectos habitacionales, con lo que ya no les cupo la menor duda: ellos

eran los dueños desde 1926.

Debe llamarse la atención sobre el hecho de que de conformidad con la división político

territorial de la República Mexicana, la mayor parte de las tierras reconocidas al ejido que

corresponden al polígono de las 964-21-00 hectáreas que se encontraban en posesión del

pueblo quedaban ubicadas dentro de la circunscripción territorial del Distrito Federal,

mientras que el polígono de 130-35-00 hectáreas del barrio de Tecamachalco y la superficie

dotada quedaban en territorio del Estado de México. Dicha situación se mantuvo hasta

1994, cuando en el marco del Acuerdo Amistoso del Distrito Federal y del Estado de

México, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 27 de julio de 1994, fueron

modificados los límites territoriales entre ambas entidades políticas con la finalidad de

hacer más práctica la prestación de servicios públicos y de dar cabida a la creación del

municipio 122 del estado de México, o sea, el municipio de Chalco Solidaridad, habiendo

rectificado los límites territoriales estatales para utilizar la Autopista México-Puebla como

lindero, tal como lo indica el Decreto número 50 del Congreso del Estado de México,

publicado en la Gaceta Oficial el 9 de noviembre de 1994. A partir de dicha reforma

limítrofe y de que entre 1992 y 1994 el ejido fue afectado con la expropiación de

aproximadamente 535 hectáreas por parte de la CORETT, la totalidad de los terrenos ejidales

de uso común restantes quedaron ubicados exclusivamente en el municipio de La Paz,

estado de México.

Sin embargo, resulta sintomático que todavía el actual reglamento interno del ejido,

aprobado por la Asamblea General celebrada el día 27 de octubre de 1998, haya señalado

en forma expresa (en la parte de los antecedentes del núcleo agrario) que éste “no cuenta

con tierras de uso común”,43 ordenamiento interior que a la fecha de la investigación

(2018), dos décadas después, continúa vigente. Ello habla de la escasa participación de los

derechosos del ejido y del poco interés que han puesto en la resolución de sus problemas,

actitud que corrobora la acidia generalizada que ha caracterizado el pueblo en investigación

con respecto a la regularización de sus propiedades y que constituye uno de tantos factores

43 Reglamento Interno del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco.

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que han propiciado que terceros ajemos al núcleo agrario trafiquen impunemente y a sus

anchas con sus tierras.

3.3. Recomunalización parcial de Los Reyes Acaquilpan

Medio siglo después de consumada la descomunalización de la mayor parte de las

tierras del otrora pueblo de Los Reyes Acaquilpan se registró una recomunalización parcial

en términos de que la parte de la superficie amparada por el título primordial que no le

había sido reconocida al ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco se le reconoció y

confirmó a la comunidad agraria que recibió el nombre de Los Reyes–La Paz. Desde

nuestro punto de vista tal recomunalización era innecesaria en virtud de que el citado ejido

era el causahabiente legal (legítimo sucesor) del pueblo originario, bastaba con que las

tierras se le hubieren entregado al ejido con carácter complementario para evitar así la

creación de una persona jurídica más, la comunidad, no tenía sentido alguno dar vida a un

nuevo sujeto agrario cuya existencia contradiría la del ejido y que en los hechos se

traduciría en el ahondamiento de las divisiones al interior del pueblo, pues, unos se

jactarían de ser ejidatarios y otros de ser comuneros, como a la postre sucedió, creyéndose

los últimos ser los herederos del pueblo.

Esta situación pinta un cuadro tragicómico, pues quienes creían tener derechos para ser los

propietarios y estaban en posesión de algunas fracciones, en realidad no lo eran; mientras

que quienes eran los auténticos dueños, aún no lo sabían. De esta suerte, el polígono de

1,094-56-00 hectáreas teóricamente de uso común del ejido fue siendo ocupado

progresivamente de la década de los veinte a la de los sesenta por personas que creyendo

estar en posesión de propiedades privadas escrituraron ante notario público e inscribieron

los predios en el Registro Público de la Propiedad, por individuos que creyéndose

comuneros poseían pequeñas áreas de cultivo y por ejidatarios que creían estar en posesión

de superficies comunales.

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3.3.1. Creación de la comunidad Los Reyes - La Paz

La confusión surgida entre quienes ignoraban que la superficie de 1094-56-00

hectáreas era ejidal y quienes creían que era comunal sin haber sido titulada, dio pábulo

para que a principios de la década de los sesenta algunos individuos presuntamente

avecindados de Los Reyes Acaquilpan cuyos nombres no ha sido posible identificar, se

dieran a la tarea de buscar en el Archivo General de la Nación el documento que hacía las

veces de título primordial de las tierras propiedad de dicho pueblo, esfuerzo que a mediados

de la década se vio coronado con la localización de la sentencia del Juzgado de Tierras de

Mexicaltzingo, dictada en 1709, y del acuerdo de venta de tierras realengas por concepto de

demasías a los vecinos del mismo, documentos que fueron la base para solicitar la

restitución y el reconocimiento y confirmación de bienes comunales. Cabe mencionar que

lo ideal era que dicha acción se hubiese impulsado a través del ejido Los Reyes y su barrio

Tecamachalco, puesto que siendo éste el único causahabiente del pueblo lo procedente era

que las tierras involucradas se le entregasen a él como complemento por haber pertenecido

al pueblo. Sin embargo, no fue así.

En efecto, al calor de la confusión reinante respecto de la condición legal que realmente

guardaban las tierras del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco, mediante escrito de fecha

14 de diciembre de 1966, un vasto número de supuestos vecinos de Los Reyes Acaquilpan

promovió a través de la Confederación Nacional Campesina (CNC), la acción de

reconocimiento y titulación de bienes comunales que de constituirse se denominaría “Los

Reyes La Paz”, municipio de La Paz, estado de México, solicitud que fue publicada el 18 de

marzo de 1967. Lo curioso es que en medio de la confusión imperante muchos ejidatarios de

Los Reyes y su barrio Tecamachalco suscribieron la petición de la comunidad deseosos de

aumentar sus ingresos mediante la ampliación de sus tierras, ya que, por un lado, la que les

correspondía dentro del polígono del área dotada era insuficiente, y, por el otro, creían que esa

era la única tierra que les pertenecía, sin saber que la superficie solicitada ya era suya.

Efectivamente, algunos ejidatarios, sin saber que las tierras que la comunidad reclamaba ya

eran del ejido, se anotaron en la lista de solicitantes con la creencia de que si la petición de

la comunidad resultaba procedente ellos tendrían más tierra en lo individual. Otros

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ejidatarios lo hicieron porque se sentían más identificados con la figura jurídica de la

comunidad que con la del ejido, sin darse cuenta de que éste era el verdadero causahabiente

del pueblo de Los Reyes Acaquilpan. Algunos campesinos no ejidatarios, sedicentes

comuneros, poseían pequeñas fracciones pensando que no tenían dueño, sin saber que ya

eran del ejido, aunque éste aún no lo sabía.

Cabe aclarar que muchos ejidatarios se opusieron a la acción tramitada por el grupo de

solicitantes a título de comunidad, pero no por defender lo que legalmente era del ejido sino

por venir poseyendo pequeñas parcelas dentro del polígono de terrenos de uso común que sin

saberlo ya les habían reconocido, posesiones que desde luego se verían afectadas en caso de

que la acción agraria emprendida por la hasta entonces autodenominada “comunidad”

prosperase. Al parecer en esos años comenzó a gestarse el divisionismo que perdura hasta la

actualidad, el cual enraizó al calor de enconadas discusiones en torno a la conveniencia o no

de la tramitación de restitución de tierras.

Una vez instaurada la acción mencionada y constatada la autenticidad de los títulos

primordiales que acreditaban los antecedentes de la propiedad de los terrenos poseídos y el

origen lícito de su tenencia, a partir del mes de octubre de 1967 y parte de 1968 el

comisionado por el DAAC procedió a la integración del expediente, especialmente a la

elaboración del censo básico, a la medición de los terrenos y al levantamiento de actas de

conformidad de linderos con todos los colindantes. Empero, los dos últimos trabajos partieron

del supuesto de que el polígono de 1091-56-00 hectáreas eran terrenos en posesión de la

comunidad, sin que sus responsables se dieran cuenta de que ya eran propiedad del ejido Los

Reyes y su barrio Tecamachalco, por lo que tanto mediciones topográficas como

levantamiento de actas tuvieron como base y referencia una superficie falsa, dando por

resultado que en abril de 1974 el Cuerpo Consultivo Agrario (CCA) aprobara un proyecto de

dictamen que reconocía a la comunidad una superficie de 1,060-41-76 hectáreas, a favor de

998 comuneros.

Durante la segunda mitad de 1974 y la primera de 1975 el trámite agrario se estancó debido a

la inconformidad manifestada por un grupo de ejidatarios quienes estaban en contra de la

afectación del polígono de tierras ya reconocidas al ejido, pero no porque las defendieran por

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ser ejidales sino porque que poseían tierras dentro de ese polígono en calidad de supuestas

propiedades privadas y veían en riesgo sus posesiones. Así lo confirma el oficio número

00012 del 23 de junio de 1975, suscrito por el delegado de la SRA en el estado de México,

mediante el que se informa al Subsecretario de Asuntos Agrarios que:

… una numerosa comisión de ejidatarios, a citatorio hecho por esta Delegación se

presentó a exponer que efectivamente las tierras del ejido son tan sólo las citadas en el

párrafo anterior (297-05-00 hectáreas), y que las 1094-56-00 has., a que se refiere el fallo

como “poseídas por el pueblo”, en realidad constituyen pequeñas fracciones que les

pertenecen como propiedad privada, que poseen y cultivan sin confrontar ningún

problema.44

Dentro del mencionado bloque opositor resaltaba un grupo de casi 40 personas, varias

de ellas ejidatarias, ubicadas en el polígono de 130 hectáreas que de acuerdo con la resolución

presidencial del 1926 correspondían al barrio de Tecamachalco, quienes no se asumían como

ejidatarios sino que argumentaban que los predios que poseían se les habían dado en

adjudicación entre los años 1885 y 1887, de acuerdo con la Ley del 25 de junio de 1956 y la

Circular de 30 de noviembre de 1876, así como del Decreto Número 78 del Estado de México,

publicado el 12 de abril de 1975. Se debe señalar que si bien ese argumento pudo haber sido

legalmente cierto, debió haberse blandido en 1926 y no cincuenta años después.

De cualquier modo, debido a la oposición surgida dicha opinión fue sometida a revisión por

parte del propio Cuerpo Consultivo, en cuyo proceso los analistas oficiales se percataron de

que los terrenos con que se pretendía beneficiar a la comunidad peticionaria ya habían sido

reconocidos desde 1926 al ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco, por lo que elaboró

una nueva opinión en la que se reconoció a la comunidad Los Reyes La Paz una superficie

de solamente 204-80-00 hectáreas a favor de 995 beneficiados, cifras que finalmente

sirvieron de base para la elaboración de la resolución presidencial de reconocimiento y

titulación de bienes comunales que fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 22

de noviembre de 1976 y ejecutada en forma definitiva con fecha 21 de abril de 1979. En la

actualidad, de las 204-80-00 hectáreas que se le reconocieron y titularon a la comunidad de

Los Reyes La Paz, sólo le resta una superficie de poco más de 45 hectáreas en virtud de 3

44 Oficio núm. 00012 del 23 de junio de 1975, Delegación de la SRA en el estado de México

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expropiaciones que entre 1990 y 1999 le afectaron el resto de la superficie (dos de ellas

para la CORETT).

Para aclarar las dudas y confusiones existentes al respecto, dicha resolución presidencial

fue bastante explicita en lo que toca al análisis de la situación legal de los terrenos en

cuestión, explicando en forma por demás detallada el por qué la resolución presidencial del

03 de junio de 1926 abarcó no sólo las tierras comprendidas en la acción dotatoria sino

también las reconocidas al ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco y el por qué no se

consideró necesario incluirlas expresamente en dicha resolución, misma que al decir de

aquélla “debe ser contemplada de manera integral y en su conjunto”. De ahí que la

situación de que la resolución presidencial de la comunidad sea mucho más apta para

entender los términos de la resolución presidencial del ejido que ésta misma, resulte

completamente atípica.

Es de comentarse, por otro lado, que la totalidad de los derechosos del ejido Los Reyes y su

barrio Tecamachalco, son pobladores originarios de Los Reyes Acaquilpan, lo cual no

acontece con la comunidad de Los Reyes La Paz en la que del casi millar (999) de los

integrantes de su censo, menos de una cuarta parte son pobladores originarios del pueblo

citado y más menguado aún es el número de quienes además de comuneros son

simultáneamente ejidatarios. Ello significa que la mayoría de las personas que aparecen

enlistadas en el censo básico de la comunidad son personas que en el mejor de los casos

residen en pueblos aledaños, como Chimalhuacán, Netzahualcóyotl, Chicoloapan,

Ixtapaluca, La Magdalena, o en Santa Marta, de la Delegación Iztapalapa, en la hoy Ciudad

de México, si no es que más lejos. Lo anterior sugiere que por cuestiones de identidad es el

ejido quien debiera cohesionar con mayor fuerza a los pobladores de Los Reyes Acaquilpan

más que la comunidad, cuenta habida que es en su padrón en el que participa la mayor

cantidad de descendientes de pobladores originarios.

Desde la ejecución de la resolución presidencial de 1976 a la fecha, la asamblea de

comuneros de Los Reyes La Paz ha mantenido una actitud extremadamente contumaz y una

posición beligerante y hostil sin admitir que las tierras involucradas en el polígono del que

se viene hablando es propiedad del ejido desde 1926. Muestra clara de ello es que la

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regularización de las tierras ejidales a realizarse en el marco del PROCEDE, no pudo llevarse

a cabo en virtud de que la comunidad citada interpuso un juicio de amparo en contra de la

medición de las tierras de uso común del ejido, es decir, de la superficie reconocida. Al

radicarse la demanda se dictó la suspensión de plano del acto reclamado, sin embargo el

juicio fue sobreseído porque la comunidad no aportó prueba alguna, lo que demuestra que

ello se hizo sólo con la intención de sabotear la regularización de las tierras. Por tal razón,

la asamblea de Delimitación, Destino y Asignación de Tierras, llevada a cabo en el ejido

Los Reyes y su barrio Tecamachalco, con fecha 18 de diciembre de 2002, se limitó a

regularizar sólo las superficies parceladas del núcleo agrario dejando pendiente el polígono

de uso común.

3.3.2. Complementariedad de la resolución presidencial de la comunidad

Uno de los aspectos que hacen particularmente singular y emblemático el caso del

ejido en estudio es que la correcta interpretación de la resolución presidencial del 3 de junio

de 1926 con la cual se le dio vida sólo se logra cabalmente con la lectura de la resolución

presidencial del 22 de noviembre de 1976, esto es, con la que creó a la comunidad Los

Reyes-La Paz, situación que con toda seguridad no ha de verse con mucha frecuencia en la

historia agraria del campo mexicano.

Si bien, una interpretación sistemática de la primera bastaría para constatar por sí misma

que lo que contiene es una doble acción agraria de reconocimiento y de dotación, ante el

rigorismo literal de quienes sostienen lo contrario ha sido necesario resaltar que la

resolución presidencial que creó al ejido reviste un carácter integral que es corroborado por

el hecho de que a lo largo de su texto se maneja un criterio que invariablemente trata de

beneficiar a los solicitantes de tierras con una unidad de dotación mínima por individuo

suficiente para cubrir sus necesidades o al menos la mayor superficie posible, finalidad que

sólo era factible sumando la superficie reconocida (1,094-56-00 has.) y la superficie dotada

(297-05-00 has.).

Para corroborarlo hay que recordar que el artículo 9° del Reglamento Agrario entonces en

vigor (publicado el 18 de abril de 1922) establecía que tratándose de tierras de temporal la

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unidad mínima de dotación oscilaría entre las 4 y las 6 hectáreas. Sin embargo, el artículo 10

del mismo ordenamiento disponía que cuando los pueblos se encontrasen “a una distancia no

mayor de ocho kilómetros de los grandes centros de población o de las vías del ferrocarril”

dicha superficie debía “reducirse al mínimo”, es decir, lo dotable en este caso serían las 4

hectáreas mencionadas.

La resolución presidencial del ejido expresa textualmente que toda vez que no era posible

beneficiar a los peticionarios en lo individual con la parcela mínima aludidas, la superficie

dotada se calcularía tomando en consideración el número total de vecinos solicitantes (391)

y la superficie que ya tenían en posesión, con el propósito de dar a cada uno un lote

promedio de “al menos 2-00-00 hectáreas y fracción” (transcripción textual). Ello constata

palmariamente que se estaban comprendiendo en la resolución los terrenos ya poseídos.

Cuantimás que de no haber sido así no hubiera alcanzado ni siquiera para una hectárea per

cápita.

Dicho criterio es validado, aclarado y ratificado con amplitud por la resolución presidencial

de reconocimiento y titulación de bienes comunales que creó a la Comunidad de Los Reyes

La Paz, municipio de La Paz, estado de México, suscrita el 22 de noviembre de 1976.

Aunque parezca extraño, ello fue necesario debido a la insistencia de los solicitantes de la

comunidad de reconocerlas en su favor, pues todavía en los años setenta pretendían ignorar

que la superficie de 1,094-56-00 hectáreas era del ejido, escudándose en la supuesta

ambigüedad de la resolución presidencial de éste. En el texto de la resolución que creó a

dicha comunidad se reitera literalmente que la que reconoció y dotó a nuestro poblado debe

analizarse de manera integral y verse como un todo, lo que se puede apreciar en la siguiente

transcripción:

De esta superficie de 1,060-41-76 has., y ya se les reconocía como bien comunal al

poblado en virtud de que este fallo presidencial realizó un estudio de la totalidad

de los terrenos que poseía el poblado y la superficie con que los beneficia, y en

ese entonces se creyó innecesario mencionar esta superficie que tenía en posesión

en alguno de sus puntos resolutivos, puesto que se estaba fuera de controversia, por

lo que este fallo debe apreciarse en su conjunto pues de considerarse de otro

modo equivaldría menoscabar los derechos fundamentales y económicos del

poblado Los Reyes, con el resultado de que sufriría un detrimento por parte del

legítimo goce y disfrute de los bienes que de hecho y por derecho le correspondía,

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toda vez que aun cuando la propia resolución presidencial en ese entonces no

consideró los títulos como pruebas suficientes para acreditar el despojo que alegaba

el poblado, por ningún concepto desconoce la posesión de los terrenos de que ya

disfrutaban con anterioridad a tal solicitud, además este fallo presidencial debe

apreciarse en su conjunto como un todo unitario a fin de procurar el mayor

beneficio económico de la población…45

La transcripción hecha de la parte de la resolución presidencial que reconoció a la

comunidad de Los Reyes La Paz, no requiere mayor explicación, pues su texto está

expresando iteradamente el sentido que se debe dar a la interpretación de la resolución

presidencial del 03 de junio de 1926 que creó legalmente al ejido, indicando que ésta debe

apreciarse en su conjunto como un todo unitario. Incluso, como se puede apreciar, la misma

transcripción señala que suponer lo contrario “equivaldría menoscabar los derechos

fundamentales y económicos del poblado Los Reyes, con el resultado de que sufriría un

detrimento por parte del legítimo goce y disfrute de los bienes que de hecho y por derecho

le correspondía”. Como se ve, la resolución presidencial que creó a la comunidad

mencionada está protegiendo las tierras del ejido al advertir cuál es la lectura que se debe

dar a la resolución presidencial de éste.

Toda vez que en los puntos resolutivos del mandato presidencial que se comenta no se

indica textualmente que al ejido se le reconoce la superficie de 1,094-56-00 hectáreas, sino

que esto se deduce de lo establecido en sus considerandos, es que estamos ante el caso de un

reconocimiento de carácter tácito, el cual se convalida con lo expresado en la transcrita

resolución presidencial del 22 de noviembre de 1976.

Asimismo, el párrafo transcrito arriba está diciendo que para la expedición de la resolución

presidencial que creó al ejido se realizó un estudio de la totalidad de los terrenos, luego del

cual se le reconoció la posesión de una superficie de 1,060-41-76 hectáreas, posesión y

superficie que, según señala la propia resolución, “en ese entonces se creyó innecesario

mencionar en alguno de sus puntos resolutivos”. Es obvio que con la locución “en ese

entonces” se quiso hacer alusión a un momento histórico de la vida nacional en el que el

proceso de reparto agrario recién iniciaba, por lo que aún no se hacía patente la necesidad de

crear en la ley un procedimiento ex profeso para el reconocimiento y la titulación de las

45 DOF del 22 de noviembre de 1976.

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tierras donadas a los pueblos por parte de la Corona española y que éstos seguían

poseyendo. Quizá por ello fue que –como reza el párrafo interpretado- “se creyó

innecesario mencionar en alguno de sus puntos resolutivos” el reconocimiento de la

propiedad en su favor. Queda corroborado, así pues, que la correcta interpretación de la

resolución presidencial del 3 de junio de 1926 se fortalece con la lectura de lo establecido en

su homóloga del 22 de noviembre de 1976

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CAPÍTULO 4

LAS REFORMAS SALINISTAS Y LA DESAMORTIZACIÓN

DE LAS TIERRAS EJIDALES

En 1992 se registró un claro parteaguas en la trayectoria histórica y evolución de la

propiedad de la tierra y de otros recursos naturales en México (minerales, bosques y

selvas). Efectivamente, el 6 de enero de ese año se publicaron trascendentales reformas

legislativas que modificaron sustancialmente las bases fundamentales de la nación al

concretarse la transformación del sistema de propiedad social agraria establecido por la

Constitución en 1917. Con ello dio inicio un proceso continuo de desregulación jurídica

que a la fecha no se ha detenido y que ha venido desmontando gradualmente dicho sistema

con abierta tendencia individualista, o sea, orientada a la privatización. El paralelismo con

lo ocurrido entre 1856 y 1910 en ese sentido, es inevitable.

Desde la perspectiva económica, las reformas de 1992 al artículo 27 constitucional

detonaron un nuevo proceso de desamortización de la propiedad, el segundo en la historia

de nuestro país, al crear la posibilidad concreta de que más de la mitad del territorio

nacional etiquetado como propiedad ejidal y comunal se incorporase al comercio y a la

circulación mercantil, desde luego, previo cumplimiento de ciertas formalidades de orden

legal. Con ello, automáticamente el mercado de tierras en el campo mexicano se duplicó y

dinamizó, dando comienzo a un intenso y progresivo proceso de transferencia y

transformación de la propiedad que día a día ha tomado mayor fuerza.

La desamortización en curso activó los mercados de tierras ejidales y comunales de acuerdo

a diversos factores, entre los que resaltan su ubicación geográfica y el uso del suelo

(productivo, turístico, habitacional, industrial). En materia de desarrollo inmobiliario, la

liberación de dichos mercados permitió superar el acorsetado crecimiento a que había

estado sujeta la expansión de las manchas urbanas en el país, frenadas por el infranqueable

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proceso de expropiación que implicaba la eventual utilización de superficies de propiedad

social para efectos habitacionales. La posibilidad de que los núcleos agrarios se

beneficiasen directamente con la desincorporación de sus tierras del régimen ejidal o

comunal sin necesidad de pasar por la expropiación, imprimió un mayor dinamismo al

proceso de desamortización permitiendo la rápida urbanización de grandes áreas

periurbanas y la proliferación de unidades habitacionales.

Hay que observar, sin embargo, que dicha posibilidad no aplicó para los núcleos agrarios

no invadidos, como es el caso del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco, cuyas tierras

de uso común se hallaban ocupadas por una miríada de asentamientos humanos irregulares

desde inicios de la década de los noventa, motivo por el cual una gran parte de los terrenos

ejidales tuvo forzosamente que ser objeto de expropiación a manos de la consabida

Comisión para la Regulación de la Tenencia de la Tierra (CORETT) y por el entonces aún

Departamento del Distrito Federal (DDF).

4.1 El proceso de urbanización y la expropiación de

tierras ejidales

Debido a su localización geográfica que lo ubica en un área envidiable, no solamente

por su contigüidad con la Ciudad de México, sino además por su posición estratégica en

términos de vías de comunicación, las tierras del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco

empezaron a ser devoradas por el vertiginoso crecimiento que venía experimentando la

mancha urbana desde la década de los sesenta de suerte que para la década siguiente

comenzaron a gestarse los primeros intentos de invasión de sus tierras por parte de grupos

paracaidistas organizados para tal fin. En 1962 fue inaugurada la autopista México-Puebla,

misma que comenzaba –y comienza- en tierras del ejido, facilitando la comunicación.

Para mediados de los ochenta el paracaidismo, las invasiones y los fraccionamientos y

ventas clandestinas se convirtieron en prácticas cotidianas y en el pan de cada día, de modo

que el surgimiento de numerosos asentamientos irregulares fue inevitable, tanto en la parte

de las tierras de uso común del núcleo agrario que quedaba en el territorio del estado de

México como en la que quedaba dentro del territorio del otrora Distrito Federal. Dado que

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los ejidatarios aún no se enteraban de que esos terrenos eran suyos, quienes los detentaban

rápidamente los fraccionaron y transmitieron, algunos enajenando la simple posesión y

otros con escrituras públicas e inscripciones nulas de pleno derecho, o bien, apócrifas.

De 1979 a la fecha, los terrenos del ejido han sido objeto de 12 expropiaciones por diversas

causas de utilidad pública, de las que la mitad ha afectado tierras parceladas y la otra mitad

tierras de uso común. Las 12 expropiaciones han afectado un total de 707 hectáreas, de las

cuales 658 corresponden a tierras de uso común. La lista de las expropiaciones es la

siguiente:

Cuadro 1

Relación de expropiaciones que han afectado

al ejido Los Reyes y su Barrio Tecamachalco

Publicación

en el D.O.F

Superficie

(Has) Promovente Ubicación

13/07/1979 5.084 Secretaría de Comunicaciones y Transportes En área parcelada

19/02/1986 9.987 Comisión Federal de Electricidad En área parcelada

30/01/1990 0.978 Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos En uso común

15/12/1992 288.139 Comisión para la Regularización de la Tenencia de la

Tierra En uso común

15/12/1992 62.266 Comisión para la Regularización de la Tenencia de la

Tierra En uso común

05/01/1994 185.802 Comisión para la Regularización de la Tenencia de la

Tierra En uso común

12/10/1995 109.397 Departamento del Distrito Federal En uso común

03/03/1999 3.439 Compañía de Luz y Fuerza del Centro En área parcelada

01/03/2000 11.909 Comisión para la Regularización de la Tenencia de la

Tierra En uso común

03/03/2000 9.601 Comisión Federal de Electricidad En área parcelada

20/02/2003 1.309 Compañía de Luz y Fuerza del Centro En área parcelada

11/08/2006 19.325 Ayuntamiento Municipal En área parcelada

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Como se observa, de las 12 expropiaciones listadas 4 fueron promovidas por la

CORETT, absorbiendo una extensión total cercana a las 550 hectáreas, casi la mitad de la

superficie de uso común del ejido, lo que significa que la finalidad de las expropiaciones

era el desarrollo urbano y la construcción de vivienda, circunstancia que habla de la presión

ejercida por el acelerado crecimiento demográfico y la inexorable conurbación con la

Ciudad de México. A las anteriores debe adicionarse la expropiación promovida por el

gobierno del Distrito Federal (109 hectáreas) que también fueron afectadas invocando

como causa de utilidad pública la regularización del suelo.

Mientras que las tierras dotadas quedaban totalmente ubicadas en territorio del estado de

México, las tierras de uso común del núcleo agrario ejidal quedaban originalmente

comprendidas parte en el territorio de éste y parte en el del Distrito Federal (dentro de lo

que configura la circunscripción de la Delegación Iztapalapa). Esta situación se mantuvo

hasta 1994, cuando en el marco del Acuerdo Amistoso del Distrito Federal y del Estado de

México, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 27 de julio de 1994, fueron

modificados los límites territoriales entre ambas entidades políticas con la finalidad de

hacer más práctica la prestación de servicios públicos y de dar cabida a la creación del

municipio 122 del estado de México, o sea, el municipio de Chalco Solidaridad, habiendo

rectificado los límites territoriales estatales para utilizar la Autopista México-Puebla como

lindero, tal como lo indica el Decreto número 50 del Congreso del Estado de México,

publicado en la Gaceta Oficial el 9 de noviembre de 1994. A consecuencia de ello y de las

expropiaciones promovidas por la CORETT, la totalidad de las tierras de uso común que

todavía pertenecen al ejido se encuentran ubicadas dentro del territorio del estado de

México.

Dicha situación comenzó a agudizarse a raíz de la implementación del modelo de desarrollo

neoliberal a partir de la década de los ochenta, merced al cual se aceleró la expulsión de

fuerza de trabajo rural y la migración de crecientes contingentes campesinos a las grandes

urbes, lo que a su vez incrementó la demanda de suelo en la zona metropolitana para

efectos de vivienda. A ello se añaden los desplazamientos poblacionales derivados de los

programas federales de adelgazamiento administrativo y de retiro voluntario puestos en

marcha por el gobierno de Miguel de la Madrid y fortalecidos después del terremoto de

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1985, que provocaron que numerosas familias optaran por vivir en los alrededores de la

capital del país.

Cabe señalar que la avalancha de gente de fuera que se asentó en las tierras del ejido no

representó una amenaza para los descendientes de los pobladores de origen que pudiera

haber atentado contra su identidad o integración, pues, además de las fiestas patronales y de

los lazos de parentesco, las prácticas agrarias vinculadas más al ejido que a la comunidad

obligaban a una interacción constante entre los pobladores que gozaban de la calidad de

ejidatarios, especialmente asociada al asambleísmo, que permitían el reforzamiento del

reconocimiento mutuo en tanto vecinos y pobladores originarios de Los Reyes Acaquilpan.

En ello ha tenido mucho que ver el hecho de que la mayoría de éstos vivían –y viven- en lo

que fuera el casco del pueblo, situación que ha facilitado el contacto diario y directo entre

sus miembros.

Como se dijo en el capítulo anterior, pese a que la primera expropiación de tierras de uso

común se llevó a cabo en 1990, los ejidatarios de Los Reyes no alcanzaban a asimilar aún

que el polígono de las 1,094-56-00 hectáreas era de su propiedad. Incluso ni quienes

fungían en ese entonces como miembros de sus órganos de dirección lo creían. Ello lo

demuestra la declaración formulada en el juicio agrario 2042/2014 seguido ante el Tribunal

Unitario Agrario del Distrito 23, con sede en Texcoco, por Alfonso Cerón, persona que en

1992 desempeñaba el cargo de presidente del comisariado ejidal, quien manifestó que al

recibir el monto de la indemnización por concepto de la expropiación de tierras ejidales a

favor de la CORETT pensaron que el gobierno federal se había equivocado y recibieron el

dinero como un apoyo.46

Parecería absurdo, pero aún a la fecha hay ejidatarios que sostienen que el núcleo agrario

no es dueño de las tierras de uso común y que si lo es, éstas deberían pertenecer a la

comunidad. En efecto, un pequeño grupo de ejidatarios, no más de una docena, se empecina

en “dar de patadas al pesebre” y socavar el trabajo de la directiva ejidal en el proceso de

recuperación de tierras, asumiendo una postura incongruente y sin sentido en pro de la

comunalización que incide negativamente en una reducida porción de la asamblea. Según

46 Expediente 1042/2014-23, Volumen II, foja 156, del índice del TUA en Texcoco.

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algunos ejidatarios, ello obedece a que como no han invertido en los juicios en curso el

hecho de que si se ganan o se pierden no les dolería y, por tanto, siguen manteniendo una

actitud contumaz.

Después de cuatro expropiaciones consecutivas para la regularización de la tenencia de la

tierra (2 en 1994, una en 1994 y una en 1995), las primeras tres a favor de la CORETT y la

última a favor del DDF, afectando una superficie de alrededor de 645 hectáreas, así como

de haber recibido las indemnizaciones de ley, la mayor parte de los ejidatarios se convenció

de manera definitiva de que su derecho sobre las tierras de uso común reconocidas a su

ejido en 1926 no era ni cuento ni una ficción. Sin embargo, como había venido ocurriendo

históricamente, no hicieron nada, es decir, se mantuvieron de brazos cruzados mientras una

lenta y sorda ocupación ilegal de las tierras ejidales de uso común se escenificaba frente a

sus ojos. Ante semejante complacencia, numerosas áreas ubicadas dentro de lo que les

quedaba de las 1094 hectáreas siguió siendo fraccionado aceleradamente por traficantes

clandestinos que se aprovechaban de la situación a la menor oportunidad.

El arribo de amplios contingentes humanos al municipio de La Paz acentuado en el ocaso

del siglo XX, sobre todo a partir de 1992, año en que se puso en funcionamiento el servicio

del Tren férreo Pantitlán-La Paz (continuación de la Línea 2 del Metro, que corre de

Pantitlán a Observatorio), representó una seria amenaza para la comunalización agraria, ya

que la demanda de suelo para vivienda no respetaba regímenes de propiedad, de suerte que

la ocupación ilícita de tierras aún descuidadas por el ejido y su posterior escrituración se

volvió pan de cada día. Desde entonces, la descomunalización paulatina de los comunes

ejidales se ha venido intensificando en forma gradual y soterrada durante las tres últimas

décadas. En años recientes este proceso de ha extendido hasta áreas de construcción

prohibida y riesgosa, como las faldas de La Caldera

Dentro de los terrenos del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco quedaron

comprendidas dos estaciones: Los Reyes y La Paz. Ello acrecentó el flujo poblacional que

cotidianamente transitaba por la cabecera municipal para trasladarse a la Ciudad de

México, especialmente el que cruzaba por el casco de Los Reyes Acaquilpan para hacer uso

de ese sistema de transporte masivo, confirmando su histórica vocación comercial, ya que

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siendo un importante punto de paso mucha gente del ejido ha tenido y tiene como principal

ocupación alguna actividad ligada al comercio o los servicios derivados del funcionamiento

de los medios de transporte que por ahí pasan. Si antes fueron los caminos y ferrocarriles,

hoy es el Metro.

Pero las amenazas para la comunalización agraria no pararían ahí, cuenta habida que el

desorbitado crecimiento urbano que estaban experimentando paralelamente diversos

centros poblacionales localizados en el entorno de Los Reyes Acaquilpan, tanto del estado

de México como del antes Distrito Federal, se fueron acercando progresivamente entre sí

hasta quedar fundidos con éste, o sea, conurbados. Es claro que en la medida que el

crecimiento aumentaba la presión de las familias en demanda de suelo para vivienda

también lo hacía, factor que operaba en perjuicio directo del ejido objeto de esta

investigación, tanto por su privilegiada localización geográfica como por la acidia y secular

dejadez de sus pobladores y ejidatarios.

4.2. El proceso de certificación de las tierras ejidales por el PROCEDE

La desamortización puesta en marcha en 1992 no podía implementarse debidamente

si no era acompañada de un programa de regularización que, además de poner en regla la

tenencia de la tierra ejidal y comunal, viabilizara su posterior conversión al régimen de

propiedad privada en pleno dominio. De lo que se trataba era de incorporar al mercado

superficies documentalmente normalizadas para evitar posteriores problemas a sus

eventuales adquirientes, finalidad para la cual fue instrumentado el denominado Programa

de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares Urbanos, mejor conocido

como PROCEDE, el cual inició sus operaciones el mismo año de las reformas y en cuya

ejecución participaban la Procuraduría Agraria (PA), el Instituto Nacional de Estadística,

Geografía e Informática (INEGI) y el Registro Agrario Nacional (RAN).

En el año 2001, casi una década después, el ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco fue

informado por el visitador de la PA al que le correspondía la atención de los ejidos y

comunidades de esa zona del estado, que la situación legal de las tierras ejidales se podía

regularizar sin costo alguno para los ejidatarios a través del PROCEDE, motivo por el cual fue

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convocada asamblea general para resolver la adhesión o no del núcleo agrario al

mencionado programa. Así, en asamblea celebrada en el mes de febrero de 2002, fue

aprobada por unanimidad la regularización del ejido, tanto para normalizar el área de tierras

parceladas como el área de las que fueron sus tierras de uso común.

Para la realización de los trabajos correspondientes, la asamblea general de ejidatarios

designó a una comisión vecinal a fin de que guiara y acompañara a los técnicos del

PROCEDE en cada uno de los cinco predios que componen las tierras ejidales. Dicha

comisión estuvo integrada por dos ejidatarios de cada predio, habiendo comenzado las

tareas de estaqueo y medición hacia mediados del mes de mayo de 2002 y ocupado en ello

alrededor de cuatro meses, sin que en campo se registraran contratiempos significativos que

frenaran u obstruyeran los trabajos.

Al enterarse de la inminente medición de las tierras de uso común del ejido, la comunidad

Los Reyes La Paz interpuso una demanda de amparo en contra de la PA y del RAN a fin de

evitar que los trabajos de regularización incluyeran la aludida superficie, diciéndose sus

auténticos propietarios históricos. Lo curioso del caso es que no fueron pocos los ejidatarios

que jugando el doble papel de ejidatarios y comuneros, simultáneamente, aprobaron la

interposición del citado recurso judicial, mismo que no prosperó a causa de que la

comunidad no presentó ninguna prueba que respaldara su dicho, por lo cual fue sobreseído

mediante resolución del --- de 2003. Sin embargo, el daño ya estaba hecho, toda vez que

como se trataba de un recurso de amparo tramitado por un núcleo agrario se dictó de plano

la suspensión del acto reclamado, lapso en el que se perdió la oportunidad de que las

brigadas del mencionado programa midieran y deslindaran las propiedades del ejido. Por tal

virtud, la regularización se limitó a las áreas ejidales parceladas.

Así, en Asamblea de Delimitación Destino y Asignación de Tierras (ADDAT) verificada el

8 de diciembre de 2002 se aprobaron los planos de la regularización de la superficie

parcelada del núcleo agrario, quedando pendientes de medir y normalizar las tierras que

corresponden al polígono de tierras de uso común. Los trabajos correspondientes arrojaron

una superficie total de 297-05-00 hectáreas en manos de 395 ejidatarios. La documentación

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y planos respectivos quedaron debidamente inscritos en la delegación del RAN en el estado

de México.

Como la certificación de las tierras ejidales solamente comprendió la superficie parcelada,

muchos se han asido de ahí para concluir y sostener que el ejido no es dueño de tierras de

uso común, postura que es sospechosamente solapada por la delegación estatal del RAN,

pues al expedir constancias u oficios en los que informa sobre la situación legal que

guardan las tierras del ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco, lo hace de manera

ambigua y prestándose a una interpretación anfibológica, pues normalmente expresa que el

ejido sólo tiene certificada la superficie de 297-05-00 hectáreas sin hacer alusión alguna a

que también es propietario de tierras de uso común, omisión que es aprovechada

sesgadamente por terceros con intereses ajenos y contrarios a los ejidales, en especial en los

juicios entablados por el ejido en el marco del proceso de recuperación de tierras que más

adelante se aborda.

Incluso, la información sobre el ejido que aparece en el programa manejado en la red de

internet por el propio RAN, denominado Padrón e Historial de Núcleos Agrarios (PHINA),

resulta totalmente equivocada, pues además de errada se contradice ella misma en cuanto a

las superficies total, parcelada y de uso común que actualmente posee el núcleo agrario,

confusión que también trata de ser aprovechada por personas físicas y morales que intentan

hacerse ilegalmente con las tierras del ejido en estudio, existiendo entre los ejidatarios la

sospecha de que esta confusa situación es deliberada.

Según se detectó, lo anterior ha sido denunciado en repetidas ocasiones por los órganos

internos de dirección ejidal ante funcionarios del RAN, tanto de la Delegación en el estado

de México como de sus oficinas centrales localizadas en la capital del país, en especial

durante los últimos cinco años. No obstante, pese a las reclamaciones interpuestas dicha

situación no ha sido solucionada por el referido organismo, motivo por el cual es fuente de

constantes roces con el ejido y de consultas amañadas por parte de quienes han sido

demandados por éste en el proceso de recuperación de tierras, mismas que son consultadas

a modo en perjuicio del núcleo agrario.

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4.3. El proceso de recuperación de tierras ejidales

Aunque desde inicios de la última década del siglo XX los integrantes del ejido se

enteraron y tuvieron la certeza de que la superficie de 1,091-56-00 hectáreas era de su

propiedad, no fue sino hasta la segunda década del siglo XXI cuando decidieron dar los

primeros pasos para la recuperación de sus tierras, objetivo que no se veía nada fácil debido

a su precaria situación económica, a la casi nula obtención de ingresos por parte del núcleo

agrario como tal y a la existencia de un sector de ejidatarios/comuneros que siguen viendo

las tierras como propiedad de la comunidad y que bien sea por ignorancia, por decidida o

por inconfesables intereses, tratan de bloquear las iniciativas del ejido.

Hacia finales del año de 2006 un grupo de 48 ejidatarios afectados por la ocupación previa

de una superficie de cerca de veinte hectáreas por parte del Ayuntamiento de La Paz, sin

que se hubiere tramitado la expropiación que correspondía, hizo contacto con un abogado

de nombre Enrique Gómez Alatorre, profesionista que ocasionalmente litigaba en materia

agraria ya que su fuerte es el derecho electoral y corporativo (en ese entonces era asesor del

Partido del Trabajo) a quien le plantearon su caso, ya que el Municipio había ocupado la

tierra desde 1999 con el pretexto de destinar los terrenos a la construcción de una unidad

educativa denominada Tecnológico de Estudios Superiores del Oriente del Estado de

México (TESOEM), misma que comenzó a operar en 2003 sin que siquiera se hubieren

iniciado los trámites relativos a la expropiación.

Toda vez su precaria situación económica, los ejidatarios debieron proponer al abogado un

arreglo que no implicaba el pago de adelantos ni abonos sino una participación del 12% de

lo obtenido en caso de ganarse el juicio. Con ello el abogado se la jugaba, pues en el

supuesto de que los litigios se perdieran éste no ganaba nada, debiendo absorber incluso

algunos gastos extras. No obstante, el profesionista decidió “entrarle al toro” y aceptó el

reto. Así, luego de suscribir un convenio, la demanda correspondiente fue ingresada al

Tribunal Unitario Agrario del Distrito 23, con sede en Texcoco, estado de México, en el

mes de enero de 2007, y tramitada de modo tal que para mediados del año 2008 ya se había

resuelto el asunto.

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Al enterarse de ello, quienes en ese momento fungían como integrantes del comisariado

ejidal buscaron al licenciado Gómez Alatorre, a fin de proponerle que llevara judicialmente

algunos casos relacionados con la recuperación de las tierras de uso común que aún le

quedaban al ejido y que se encontraban ocupadas por numerosas personas físicas y morales.

Sin embargo, para el profesionista el ofrecimiento no resultaba del todo atractivo ya que se

planteaba en los mismos términos que los acordados con el grupo del TESOEM, es decir,

sin enganches, igualas, pagos parciales ni abonos, y corriendo a cargo del citado

profesionista los gastos derivados de los juicios, como las certificaciones, los peritajes, los

traslados, etcétera.

Después de una serie de negociaciones entre ambas partes, éstas se pusieron de acuerdo en

los términos del contrato y la propuesta resultante fue sometida a la consideración y

aprobación de la asamblea general de ejidatarios celebrada el 12 de junio de 2008, fecha a

partir de la cual el comisariado ejidal quedó legalmente facultado para suscribir el contrato

de prestación de servicios jurídicos correspondiente. En dicha asamblea estuvo presente el

abogado, quien además de exponer los términos del contrato explicó a ésta la estrategia que

se proponía seguir. De acuerdo con la redacción final del convenio, el profesionista

empezaría con el desahogo de un paquete de 12 casos concretos detallados en un anexo

técnico. Posteriormente, por acuerdo mutuo el número de asuntos se amplió a 20 casos,

dejando la puerta abierta para incluir otros más.

En tales circunstancias, el resto de ese año fue ocupado por el profesionista en acopiar las

pruebas y preparar cinco demandas con las que empezarían a trabajar, las cuales

involucraban como parte contraria al Gobierno del Estado de México, al Sistema de

Transporte Colectivo Metro, a la empresa Tribasa Construcciones, S.A. de C.V. y a tres

particulares, quienes fueron siendo demandados a partir de la segunda parte de 2009 ante el

Tribunal Unitario Agrario (TUA) del Distrito 23, con sede en Texcoco, estado de México,

órgano jurisdiccional que una vez radicadas las controversias emplazó a las partes para

celebrar las primeras audiencias a inicios del año 2010, en cuyo transcurso los

procedimientos comenzaron a avanzar.

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En el mes de noviembre de 2010 concluyó la gestión del comisariado ejidal con el que el

abogado había suscrito el contrato, a saber: Mario Medina Serrano, Javier Ramírez Galindo

y Juana Ana María Acosta, con el carácter de presidente, secretario y tesorera,

respectivamente, por lo cual se celebraron asamblea general de ejidatarios para elegir a la

directiva que habría de representar al ejido de la citada fecha a noviembre de 2013: Antonio

Armando Hernández Santana, Benigna Martha Espinoza Méndez y Federico Medina

Espinoza, en igual orden, para desempeñar los mismos cargos. Empero, de modo por demás

sorprendente, sin razón aparente alguna que justificara su proceder la nueva directiva

decidió ya no seguir los juicios en curso y dejar que caducaran por falta de actividad

procesal, habiendo informado su decisión al abogado a comienzos del año 2011. El

profesionista se resistió a abandonar los litigios así nomás por nomás y citó a los ejidatarios

a dos reuniones en las que explicó lo que había invertido y lo que estaba en juego si el

núcleo agrario abandonaba los juicios. Incluso les hizo ver que el incumplimiento de sus

funciones era causal de remoción del comisariado. Sin embargo, no encontró respuesta. Los

oídos sordos de los ejidatarios fueron una muestra palpable de que como no habían gastado

no les dolía echar por tierra el trabajo legal realizado.

Obviamente desilusionado, el licenciado Gómez Alatorre, sin decidir aún si demandaba al

ejido por incumplimiento de contrato (lo que a la postre no hizo), abandonó el poblado

rumiando la ingratitud de que había sido víctima sin explicarse cuál era el mecanismo

mental del grupo ejidatarios con los que había contratado para que arrojaran por la borda el

trabajo realizado durante meses, la inversión económica efectuada y el tiempo que llevaban

los juicios tramitados, más aún a sabiendas de que éstos les podían representar un posible

ingreso y de que por esa causa él podía demandarlos con todas las de ganar. No obstante, lo

que más le desconcertaba era la enorme falta de agradecimiento mostrada a una persona

que había puesto a su disposición sus conocimientos y recursos y sin que ellos movieran un

dedo para resarcirla. He ahí una faceta más de la actitud que han mostrado los pobladores

de Los Reyes Acaquilpan desde hace varios siglos con respecto a la situación de sus tierras,

que viene a sumarse a la sempiterna apatía de que han hecho gala secularmente. Esa fue

una gestión de comisariado ejidal extremadamente gris que transcurrió sin pena ni gloria y

con la que se perdió mucho trabajo avanzado en materia de recuperación de tierras y de

reorganización ejidal.

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En noviembre de 2013 se celebraron elecciones para renovar la directiva ejidal en los Reyes

y su barrio Tecamachalco, habiendo resultado electos: Juana Ana María Acosta Méndez,

Vicente Méndez Galindo y Lázaro Molina Arrieta, para desempeñar los cargos de

presidenta, secretario y tesorero, respectivamente, de noviembre de 2013 al mismo mes de

2016. O sea, quien fue la tesorera de 2007 a 2010, había competido y ganado la elección,

logro obtenido gracias al apoyo de las mujeres y de un sector de ejidatarios de la vieja

guardia quienes la respaldaron por el compromiso mostrado en defensa de los derechos del

ejido. La señora Acosta Méndez, mejor conocida como la doctora, por tener estudios de

odontología, se había ganado la confianza y estima del licenciado Gómez Alatorre, con

quien había colaborado entusiastamente.

Con ese antecedente, la nueva presidenta del comisariado ejidal visitó al citado

profesionista y le propuso que retomara el proyecto de recuperación de tierras abandonado

tres años atrás. Por evidentes razones éste se rehusó, hasta que después de varias entrevistas

y de rogarle que disculpara el ingrato comportamiento de sus representados, además de

insistirle en que no tenían de otra, el licenciado finalmente aceptó retomar el trabajo

suspendido. Empero, con la esperanza de arreglar las cosas de manera ágil y económica, o

sea, en el ámbito de la amigable composición, el profesionista propuso a los integrantes del

comisariado ejidal que primero se trataran de resolver las cosas por la vía conciliatoria y

que con el apoyo del gobierno del estado se citara a los presuntos propietarios o a sus

representantes a fin de exponerles la situación de las tierras y formularles una oferta

concreta en términos de ganar-ganar, con lo cual aquéllos estuvieron de acuerdo.

Para tal efecto, en el mes de enero de 2014, fueron recibidos por el Lic. Juan Manuel

Verdugo Rosas, subsecretario de Gobierno en la región oriente del estado de México, a

quien explicaron sus intenciones y pidieron su respaldo para emprender el proceso de

recuperación de tierras. Dicho funcionario dio instrucciones al director general de gobierno

cuyas oficinas se localizan en Los Reyes Acaquilpan, Lic. Juan Vicente Guaracha, para que

por su conducto se citara a los empresarios y/o a sus representantes legales a una reunión en

la que se les informara la situación irregular en la que se encontraban y se les invitara a

resolverla de manera conciliatoria. Dos fueron las reuniones que en el mes de marzo de

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2014 se celebraron para tal fin, sin que los empresarios concurrentes reconocieran que

estaban en aprietos y, por tanto, sin que ninguno aceptara la solución propuesta.

De conformidad con la estrategia planteada por el abogado, primero se demandaría a las

empresas que estaban ocupando las superficies más grandes pensando que por su capacidad

económica rápidamente se prestarían a negociar y, en una segunda fase, ya con un

antecedente judicial a favor, se procedería a demandar a las que detentan áreas más

pequeñas.

Cuadro 2

Relación de personas físicas y morales demandadas por el

Ejido Los Reyes y su barrio Tecamachalco

Elaboración propia

En su más reciente tentativa de boicot en contra del ejido, la comunidad de Los Reyes

La Paz, a través de sus órganos de dirección interna, trataron de contradecir y de echar

Empresa Superficie/M2 Expediente

Comercial Mexicana, S.A. 55,222 402/2014

Femsa (Coca Cola) 32,320 403/2014

Akzo Nobe, S.A. 54,612 401/2014

Papelera San José 32,275 404/2014

Gasolinera Marcofan 2,978 1037/2014

Inmobiliaria La Paz 23,473 1038/2014

Gasera Global S.A. 10,746 1039/2014

Ferretodo (Bimbo) 52,451 1040/2014

Automotriz Ford 7,350 1041/2014

Bernardo Martínez 28,193 1042/2014

Aceros Apreciado’s 6,537 121/2015

Plaza de la Tecnología 10,719 122/2015

Combuserv, S.A. 4,089 288/2016

AUTOZONE 3,980 392/2016

Universidad Humanitas 9,395 393/2016

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abajo con el carácter de tercero con interés jurídico una demanda de amparo que en el año

2014 el ejido interpuso en contra del presidente municipal y los miembros del

Ayuntamiento de La Paz, radicado en el Juzgado Décimo Segundo de Distrito con sede en

Netzahualcóyotl, estado de México, bajo el número de expediente 1018/2014, cuyo acto

reclamado consiste en la restitución de varios predios (entre ellos donde se encuentra

construida la Presidencia Municipal, el mercado, un camposanto, una cancha de futbol

etcétera), mismo que le fue concedido al ejido en agosto de 2017 y que actualmente se

encuentra en revisión.

Este juicio resintió un fuerte retraso a causa de que los representantes de los bienes

comunales -muy probablemente a instancias del presidente municipal- interpusieron una

tercería para participar en el juicio ofreciendo una serie de pruebas insustanciales cuyo

desahogo absorbió más de un año y con una actitud tan burda que mereció una seria

llamada de atención por parte del titular del órgano jurisdiccional respectivo al momento de

pronunciar su fallo en agosto de 2017. Aunque hay que decir que su papel de esquirol del

gobierno municipal no se concreta a meros intentos de sabotaje en el ámbito legal, sino que

también pasan al terreno de los hechos invadiendo o promoviendo la invasión de áreas

pertenecientes al ejido, actos que con frecuencia terminan en la Agencia del Ministerio

Público, tanto del fuero común como del fuero federal.

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CAPÍTULO 5

EJIDALIZACIÓN VERSUS COMUNALIZACIÓN

Con frecuencia la salida a la luz de lo inédito tiene un costo. Tal fue el caso de la

reforma agraria mexicana. Ésta pagó caro el haber sido la primera de su género en el siglo

XX. Lo insipiente de este proceso, la carencia de experiencias en el ámbito internacional

que sirvieran de referente para la implementación del propio y la falta de claridad inicial

respecto de la forma y alcances que asumiría el reparto, determinaron que la reforma

agraria se desenvolviera en base a la prueba y el error, y, por consecuencia, que su avance

fuese notoriamente errático, rasgo que distinguió su trayectoria hasta que culminara en

1992 mediante la modificación del artículo 27 constitucional. No obstante, ésta fue, sin

duda, motor del desarrollo nacional y efectivo mecanismo de control político en nuestro

país durante la mayor parte del siglo pasado.

Cuestiones como: ¿Cuál o cuáles serían las vías para el reparto (social y/o privada, grupal

y/o individual)? ¿Qué características revestirían los modelos de propiedad? ¿Qué

procedimiento debía aplicarse para cada tipo de acción agraria? ¿Cuántas instancias debían

componer el procedimiento respectivo? ¿Qué papel correspondería a los gobiernos de los

estados? ¿Cuáles serían los requisitos de la capacidad agraria? ¿Cuál sería la superficie

mínima y máxima de la unidad de dotación? ¿Cuáles serían los límites que se señalarían a

la propiedad privada? Esos y otros muchos aspectos debieron ir definiéndose sobre la

marcha, al influjo de la correlación de fuerzas imperante, para dar viabilidad legal al

supremo mandato justicialista que desde 1917 obligó al Estado mexicano a repartir la tierra

entre los campesinos, mandato que debía cumplirse prácticamente a ultranza, incluso a

costa de la auténtica pequeña propiedad privada.

Uno de los tópicos que más incidieron en la opacidad que campeó durante algunos años en

el terreno de la reforma agraria, se dio en torno a la concepción del ejido y de la

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comunidad, tema fundamental del que dependía la forma que adquiriría el reparto de la

tierra. El ejido, en cuanto que nunca había existido como modelo de propiedad y su

creación como tal no estuvo incluida en el bagaje de demandas enarboladas por el

movimiento revolucionario. La comunidad, en cuanto que no acababa de entenderse bien a

bien si ésta era heredera o no de los pueblos coloniales, y de ser así, cuáles serían los

términos de su causahabiencia y la base jurídica que legitimaba el origen de su propiedad.

La falta de claridad fue tal que incluso afectó al propio Congreso de la Unión, como lo

muestra, por ejemplo, la redacción inicial del artículo 27 de la Constitución Política de

1917, en cuyo texto se reconoció como sujetos de reparto agrario a los condueñazgos,

figuras de tenencia de la tierra no asimilables a los pueblos ni a las congregaciones. (Cita de

la publicación)

Al inicio de la reforma agraria sólo se podía dotar de tierra a los campesinos a través del

reparto colectivo y mediante la creación de ejidos y comunidades, lo cual beneficiaba a

quienes radicaban agrupados en asentamientos, pero excluía a quienes vivían muy dispersos

o aislados. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que se advirtiera la necesidad de

incluir también en el reparto a quienes encontrándose en posesión de tierras propiedad de la

nación les era muy complicada la integración de grupos mayores de 20 individuos con

capacidad agraria. Con ese objeto, en 1923, fue publicada la Ley de Tierras Libres,

ordenamiento que abrió la llave del reparto agrario individual en forma gratuita y en

concepto de propiedad privada, mismo que fue cancelado en 1962 con la modificación de la

Ley de Terrenos Nacionales.

La nubosidad que afectó casi todo el proceso de reforma agraria en México impactó de

lleno la órbita de la propiedad de los pueblos, rubro en el que la indefinición conceptual

reinante tuvo probablemente uno de sus mayores efectos negativos, en virtud de que la

defectuosa legislación en la materia se prestaba a que numerosas superficies comunales

fueran ejidalizadas, circunstancia que se convirtió a la postre en hontanar de agudos

conflictos sociales. Es un hecho que la inacabada comprensión de las variadas formas de

tenencia de la tierra que a la luz de sus usos y costumbres se daban los propios pueblos y de

cierta velada reticencia institucional hacia el reconocimiento de sus propiedades (a menudo

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debido a su amplitud), influyó en la evolución del régimen legal de las comunidades y de

los procedimientos para su constitución, y, por consiguiente, en la configuración del actual

problema agrario.

La ambigüedad del régimen jurídico de las comunidades una vez constituidas no afectó

tanto a los pueblos como sí, en cambio, lo hizo la laguna que imperaba respecto del

procedimiento para su constitución, toda vez que durante más de tres décadas la legislación

de la materia sólo dio cabida al procedimiento de restitución, a través del cual se tramitaban

únicamente las solicitudes de los pueblos que habían sido despojados de sus tierras, sin

referencia alguna a los que nunca fueron privados de ellas. La ley tardó más de tres

décadas, contadas a partir de la Constitución de 1917, en establecer un procedimiento

específico para estos casos, es decir, que reconociera a los pueblos la propiedad de los

bienes agrarios que poseían desde tiempo inmemorial, con título o sin él. Es un hecho que

nadie le estaba desconociendo validez a los títulos y posesiones de estos pueblos, pero

parecía que así era, ya que al no contar con título expedido por el nuevo gobierno se creaba

la idea de que las tierras podían ser solicitadas por la vía ejidal como en muchos casos

ocurrió y se satisfizo.

En ese lapso las tierras de esta clase de pueblos estuvieron en apariencia legalmente

desprotegidas, pues aun cuando contaran con título primordial –fuese colonial o

decimonónico-, se dio una situación en la que pareció que el gobierno emanado de la

Revolución hubiera desconocido virtualmente la validez jurídica de dichos títulos, pero

nunca fue así. Los únicos títulos que la Constitución Política de 1917 declaró nulos fueron

los expedidos después de 1856 en beneficio de particulares y en contravención de la Ley

Lerdo. Sin embargo, parecía que la declaratoria de nulidad también hubiera afectado los

títulos de los pueblos que no habían sido víctimas de despojos, tanto así que hubo

numerosos pueblos que estando en posesión de sus tierras solicitaba la restitución de las

mismas con el único afán de que se les titularan por el nuevo gobierno, lo que a menudo

resultó contraproducente, pues al serles negada la acción restitutoria se creó la idea de que

las tierras no eran del pueblo y que, por ende, carecían de dueño, abriendo la puerta para su

ejidalización o privatización irregular por vía de la escrituración pública.

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Pese a tan dañina laguna jurídica, la política y criterios operativos del reparto impulsados

durante las primeras décadas del proceso de reforma agraria trataron de proteger las tierras

de estos pueblos en forma práctica, lo cual se hacía a través de su reconocimiento en

calidad de tierras comunales. Tal reconocimiento podía ser tácito o expreso, pero en ambos

casos, de manera simultánea, una vez admitido su origen, se les convertía en propiedad

ejidal. Si bien, en el caso del reconocimiento expreso ello no provocó mayores problemas,

en el caso del tácito, esta fórmula se revirtió y se tradujo en auténticos dolores de cabeza

para el Estado y los ejidatarios. Eso fue lo que ocurrió con el pueblo de Los Reyes

Acaquilpan, hoy ejido Los Reyes y su Barrio Tecamachalco.

Si bien la intención gubernamental en el contexto rural de la tercera década del siglo pasado

era buena, al final de cuentas resultó contraproducente, ya que originó conflictos donde no

los había. Si desde el principio del reparto agrario se hubiera hecho la aclaración de que los

títulos primordiales seguían teniendo validez o si desde el inicio de la reforma agraria se

hubiera previsto en la ley la acción de reconocimiento y titulación de bienes comunales, el

pueblo de Los Reyes Acaquilpan hubiera sido seguramente confirmado como comunidad y

lo más probable es que nunca hubiera tenido problema alguno por sus tierras.

Lamentablemente, no fue así, por lo que hogaño se confronta la miríada de conflictos que

dio lugar al proceso de recuperación de tierras emprendido por el ejido desde el año de

2014.

Lo anterior lleva a preguntarse en qué medida la reforma agraria del siglo XX en nuestro

país emuló las políticas y disposiciones borbónicas y lerdistas implementadas durante los

siglos XVIII y XIX, respectivamente, como instrumentos político-jurídicos

descomunalizadores de las tierras de los pueblos, toda vez que, paradójicamente, la política

de ejidalización impulsada por la reforma agraria -bienintencionada o no- se tradujo en la

dramática descomunalización de muchos de éstos, dando lugar al surgimiento de conflictos

donde no los había y a la prolongación de este proceso hasta la cancelación del reparto de la

tierra en 1992, año a partir del cual la descomunalización por ejidalización adquirió una

nueva forma.

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5.1 El papel de la propiedad en la conservación de la comunalidad

Durante el proceso de dominación (político-económico) y de apropiación del

espacio (simbólico-cultural) detonado con la Conquista en el siglo XVI, la implantación del

sistema de propiedad importado del Viejo Mundo territorializó físicamente la Colonia

formalizando las posesiones de los asentamientos prehispánicos mediante su conversión en

pueblos y comunidades, es decir, en entes con un estatus legal reconocido y una doble

función político-agraria. Con ello comenzó un proceso de comunalización jurídica de la

tierra que durante casi tres siglos se combinó con la advocación de los pueblos a un santo

patrono, con la expansión de los lazos familiares y con la reproducción de prácticas

solidarias, para construir gradualmente en el agro colonial una comunalidad de fuerte

arraigo ancestral y un pasado histórico auténticamente compartido.

Sin embargo, al influjo de la reforma del Estado impulsada por la monarquía española,

hacia finales del siglo XVIII se comenzaron a dar los primeros pasos de un proceso

descomunalizador –jurídica y socialmente hablando- que de entonces a la fecha no se ha

detenido. Como se ha venido mostrando, dicho proceso ha cristalizado de jure y de facto.

Lo primero mediante sucesivas modificaciones al régimen legal de la propiedad comunal,

esto es, ya sea privatizando, municipalizando, ejidalizando o nacionalizando las tierras de

los pueblos; y, lo segundo, a través de fraccionamientos clandestinos, ventas irregulares,

despojos, etcétera. En el primer caso se concreta una desterritorialización legal (virtual), en

el segundo, una material.

En México, por lo regular, la comunalidad es más pronunciada allí donde la propiedad es

de carácter colectivo o grupal, en particular si pertenece a pueblos originarios, indígenas y

no indígenas -con sus contadas y notables excepciones-, toda vez que la mayoría de éstos

incuba en su seno un denso bagaje cultural que enraíza el sentimiento de apropiación del

territorio y aviva la vena identitaria. No obstante, los sistemas dominantes de propiedad y

de impartición de justicia agraria -bajo la lógica neocolonial- tienden a desmontar las

estructuras comunales y a minimizar la lucha de los pueblos contra su desterritorialización

material.

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La reducción fáctica del territorio, o sea, de la superficie y/o de los recursos naturales de los

pueblos (ejidos y comunidades), sea legal o extralegal, constituye una desterritorialización

material que, igual que como acontece con la modificación de su régimen jurídico, se

traduce en una descomunalización agraria concreta. No sería improbable que a la postre

ello incidiese en la comunalidad de los núcleos agrarios, desarticulando prácticas y

costumbres asociadas al ejercicio de los derechos de propiedad.

El territorio y su ocupación material suponen y simbolizan pertenencia formal. En éste se

construyen y amalgaman creencias, sentimientos y visiones que a través de los años han

edificado un determinado andamiaje simbólico sobre el que se asientan los cimientos

identitarios de los pueblos. Las demarcaciones territoriales son base de manifestaciones

espaciales localistas, regionalistas y nacionalistas, gestadas al calor de identidades

geográficas en las que por lo regular confluyen diversas expresiones culturales.

Naturalmente, a nivel comunitario el atavismo territorial ahonda sus raíces al mezclar lazos

de sangre y el lógico interés jurídico y económico de todo codueño. Ello es relevante si se

considera como Haesbaert que: “Dependiendo de la concepción de territorio,

consecuentemente, muda nuestra definición de desterritorialización”

Sin embargo, al parecer, descomunalización agraria no significa forzosamente

descomunalización social, o pérdida de comunalidad, pues cuando la desterritorialización

material ocurre los pueblos suelen conservar sus bases identitarias refugiándose en los

pilares de la familia, la religión y el trabajo comunitario, instituciones en las que se centran

muchas de sus tradiciones y prácticas inveteradas. De esta forma, la identidad se mantiene

más por el pasado compartido y por los lazos de sangre, que por compartir un derecho de

propiedad y un patrimonio agrario. Así sucedió con numerosos pueblos que fueron

despojados de sus tierras durante la segunda mitad del siglo XIX y así viene sucediendo

con la desamortización que se encuentra en curso en el siglo XXI.

Empero, ello no significa que la desterritorialización material y jurídica de las comunidades

y pueblos originarios no propenda a deconstruir la comunalidad. Claro que eso ocurre,

aunque en ocasiones se encuentra con un valladar fuertemente salvaguardado por las

tradiciones y costumbres locales. Tal hecho es más notorio cuando se trata de pueblos

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indígenas puesto que en su visión del mundo la tierra juega un papel que trasciende lo

material y corpóreo, cristalizando una relación espiritual entre el hombre y la Naturaleza

que resulta difícil de disolver. No obstante, hay evidencias de grupos indígenas que han

mantenido férreamente la identidad étnica aún sin contar con territorio –incluso lejos de su

lugar de residencia original-, lo cual sugiere que para la reproducción de la comunalidad no

es imperativa la propiedad ni la posesión de la tierra.

En los pueblos originarios mestizos, como la mayoría de los localizados en la Cuenca del

Valle de México, la comunalidad asume rasgos distintos a los de los pueblos indígenas,

pero igualmente soportados en elementos de carácter agrario, sanguíneo, religioso y

solidario, sin que la ausencia del primero ponga en ningún momento en riesgo la

permanencia del resto, ni mucho menos amenace el poder de su fuerza integradora. Más

aún, pudiera decirse que ni siquiera la pérdida total de las tierras y la extinción de las

prácticas vinculadas al ejercicio de los derechos de propiedad menoscaban la energía

identitaria que subyace en los elementos no agrarios que forman parte de cada comunalidad

específica. La territorialidad entonces no es determinada por la propiedad de las tierras.

La descomunalización virtual o legal puede o no ser recibida con beneplácito por los

núcleos poblacionales involucrados, pero todo indica que eso no tiene por qué repercutir

necesariamente en la comunalidad. Por ejemplo, la desamortización de las tierras de los

pueblos decretada por la Ley Lerdo en 1856 fue aceptada por muchos (sobre todo por las

comunidades que ya habían sido desamortizadas por las legislaciones estatales), pero

también rechazada por muchos otros, de modo que el fraccionamiento, privatización y

adjudicación de las tierras comunales en propiedad individual impulsada por dicha ley no

socavó tanto como se pudiera pensar las bases de la comunalidad de los pueblos durante la

segunda parte del siglo XIX. La fortaleza de las tradiciones tuvo mayor peso.

En el siglo XX la reforma agraria impulsó colateralmente un proceso de descomunalización

de los pueblos (por conducto de su ejidalización) que muchas veces conllevó el cambio de

su régimen jurídico mas no la pérdida de sus tierras y recursos, circunstancia que –no

obstante- en los núcleos agrarios emanados de peticiones campesinas que debieron haber

culminado en el reconocimiento y restitución de comunidades y no en la creación de ejidos,

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permitió reforzar las bases de la comunalidad. Con todo, fueron bastantes los núcleos

rurales que evitaron que sus prácticas consuetudinarias cayeran en el olvido.

En 1992, el sistema de propiedad registró una profunda reforma de orientación liberal que

suprimió a los ejidos y a las comunidades los principales rasgos jurídicos que permitían

catalogarlas como formas de propiedad social, dando inicio a lo que podría calificarse como

la segunda etapa de la desamortización en México. Un cuarto de siglo después, las

dinámicas internas de muchos núcleos agrarios continúan operando como si ello no hubiera

ocurrido. De hecho, no son pocos los casos en que las prácticas inherentes al ejercicio de

los derechos de propiedad se han mantenido sin deterioro alguno y siguen reforzando la

comunalidad de los pueblos. Ello habla de visiones y proyectos de vida compartidos que

vigorizan la cohesión interna e impiden la desintegración comunal sin que se dependa del

régimen de tenencia de la tierra.

Pueblos que mantuvieron el régimen comunal y pueblos que fueron ejidalizados durante el

proceso de reforma agraria conservan su comunalidad intacta, incluso hay ejidos más

comunales (o comunalizados) que muchas comunidades. De ahí se colige que la

comunalidad no depende del régimen de propiedad y que la descomunalización no es causa

de la pérdida de aquélla. El funcionamiento interno de los dos tipos de núcleos agrarios se

liga más a las prácticas comunitarias vigentes en cada caso específico (en el ámbito de las

actividades tradicionales), que a las normas jurídicas que regulan la propiedad de la tierra.

Hay, desde luego, claroscuros que relativizan las respuestas, pero que no son suficientes

para contradecir las evidencias.

Por ello, en el caso objeto de la presente investigación, aun cuando se les ha explicado

amplia y detalladamente que el verdadero sucesor legal y social del pueblo de Los Reyes

Acaquilpan es el ejido de Los Reyes y su Barrio Tecamachalco, muchos ejidatarios no lo

sienten así, de suerte que para ellos el verdadero causahabiente del pueblo es la comunidad,

no el ejido. Ello los hace caer en la ridícula paradoja de que como ejidatarios emprenden

acciones legales que luego ellos mismos, en su calidad de comuneros, las bloquean. Sin

duda, en la memoria histórica de éstos es a la figura de la comunidad a la que identifican

con el pueblo, idea extremadamente arraigada en el imaginario colectivo de los ejidatarios,

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quienes se lo dicen a sí mismos mirándose en el espejo en su calidad de comuneros. No ha

habido poder humano que los persuada de lo contrario, ni parecen estar dispuestos a

aceptarlo.

Pudiera pensarse que son los comuneros que no gozan del doble carácter de

ejidatario/comunero quienes insisten en socavar la figura del ejido para llevar agua a su

molino, ya que –coloquialmente hablando- a río revuelto ganancia de pescadores, pero no

es así. A menudo son los que gozan de la doble calidad quienes tratan de obstaculizar el

avance del ejido en el proceso de recuperación de tierras, al grado de que como comuneros

han llegado a efectuar numerosas aportaciones económicas para sufragar el costo de

servicios o documentos (peritajes, planos, certificaciones) destinados a combatir al ejido,

sin que el hecho de que nunca hayan prosperado los desaliente ni los convenza de que están

en un craso error.

Por alguna razón que no me fue posible desentrañar, los ejidatarios no pueden desligar

mentalmente la figura del pueblo de la figura de la comunidad. En su imaginario el único

sucesor del pueblo que tiene cabida es la comunidad, no hay más. No les importan razones

históricas ni jurídicas. El ejido es visto prácticamente como un usurpador, un advenedizo

que se hizo con las tierras aprovechándose de que en 1924 el pueblo no había encontrado su

título primordial. Desde su punto de vista, las tierras deberían pertenecer a la comunidad,

ya que fue ésta la que acreditó la existencia del título, mismo en el cual se basó su creación.

De hecho, para dos entrevistados resultó tan irritante el tema, que mejor optaron por

abandonar la entrevista.

Incluso, ejidatarios que han llegado a ocupar cargos de relevancia interna como el de

presidente del comisariado ejidal están convencidos de que así es. Tal es el caso del señor

Mario Medina Serrano, descendiente de una de las familias originarias del pueblo, que ha

sido mayordomo en dos ocasiones, que desempeñó el puesto de presidente del comisariado

ejidal durante el periodo 2007-2010, quien piensa que:

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Aunque nos digan que el heredero de las tierras del pueblo es el ejido, adentro de

nosotros se mantiene viva la idea de que la verdadera dueña de las tierras debería ser

la comunidad, porque como que el solo nombre nos hace sentir como más del pueblo.

El señor Medina Serrano, además de ser presidente de MORENA en el municipio

de La Paz, es hermano de la actual presidenta municipal, Olga Medina Serrano, quien

participó en la contienda electoral por parte del mencionado partido y tomó posesión del

cargo el 1° de enero de 2019, y que según sus palabras no trata con ella el problema de las

tierras del ejido y del pueblo.

Lo interesante del asunto es que aunque existe una disputa real en torno a quién el

causahabiente del pueblo en cuanto a la propiedad de las tierras, no la existe en cuanto a la

identidad de los pobladores, de suerte que pueden ser ejidatarios o comuneros, pero al final

de cuentas son pobladores. Incluso, hay algunos individuos que gozan de una triple calidad

jurídica, pues, además de ser ejidatarios/comuneros, se encuentran en posesión de tierras

ejidales de uso común en concepto de propietarios particulares, amparados en escrituras

públicas que datan de la primera mitad del siglo pasado, desde luego, viciadas de origen,

pero sobre los cuales no pesa ninguna sanción ni censura social que cuestione su

pertenencia al pueblo.

Sin duda, la disputa interna que se ha dado durante las cinco últimas décadas entre la gente

del pueblo de Los Reyes Acaquilpan en torno a quién debería ser legalmente el titular de las

tierras, el ejido o la comunidad, ha mantenido viva la idea de que, en cualquier caso, ambos

son descendientes de los pobladores originarios de un pueblo de raíces coloniales, toda vez

que lo que se controvierte es a quién deberían pertenecer las tierras sin cuestionar la

oriundez ni de ejidatarios ni de comuneros. De alguna manera, existe un reconocimiento

tácito de que en los dos casos se trata de individuos con raíces familiares en el pueblo

(aunque en realidad no sea así), por lo que nadie se echa en cara que no sea originario de

Los Reyes Acaquilpan, situación que ha servido para reforzar la comunalidad, ya que ha

sido en las prácticas ligadas a éste -como en las fiestas patronales- en donde se demuestra o

no la pertenencia al pueblo.

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Puede decirse que a diferencia de lo que ocurre en los pueblos indígenas, en los pueblos de

composición mestiza la propiedad de la tierra no juega un rol tan importante en el

reforzamiento de la comunalidad como lo juega en aquéllos, en los que frecuentemente ésta

se encuentra ligada a prácticas como el tequio o las faenas, las que a veces implican la

prestación de servicios comunitarios a través de trabajo colectivo en parcelas comunales

(como la escolar) o la construcción o pavimentación de caminos rurales. En el caso en

estudio, la propiedad de la tierra no se liga a la prestación de servicios, pero eso no significa

que la propiedad no refuerce la comunalidad, como lo constata el hecho de que personas

que gozan de ambos derechos (de ejidatario y de comunero) se sienten más identificados

con la figura de la comunidad que con la del ejido, llegando al grado de actuar en contra de

éste aunque repercuta en sus propios derechos.

5.2. Prácticas comunitarias que persisten

Es un hecho que tanto como pueblo de Los Reyes Acaquilpan, como en calidad de

ejido y de comunidad, las prácticas comunitarias generadoras de identidad se han dado casi

exclusivamente en torno a la celebración de las festividades religiosas, formando parte de

sus usos y costumbres desde mediados del siglo XIX, sin que las pocas que se han dado en

el ejido y en la comunidad relacionadas con el ejercicio de la propiedad de las tierras hayan

podido convertirse en tales. En realidad la fuente de comunalidad en dicho pueblo surge de

las tradiciones relacionadas con las fiestas religiosas, así como con una que otra costumbre

de orden privado.

Aun cuando ya es irreversible, se observa una resistencia a la descomunalización que se

manifiesta objetivamente en acciones concretas en contra del ejido, mas no como una

práctica solidaria tradicionalmente efectuada por la comunidad, sino como un acto de

resistencia. De hecho, las prácticas netamente comunitarias relacionadas con la propiedad,

como sería la limpia de caminos o el desyerbe de parcelas, rara vez se vio entre los

pobladores de Los Reyes Acaquilpan.

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En efecto, en diversas entrevistas llevadas a cabo en el trabajo de campo se pudo constatar

que muy ocasionalmente y a la larga se llevaron a cabo trabajos que algunos denominaron

“faenas”, cuya realización involucró a la mayoría de los ejidatarios, como fue, por ejemplo,

la edificación de la Casa ejidal, para cuya construcción (realizada entre 1998 y 2008)

algunos aportaron trabajo, otros material y otros más, numerario. Tan contadas fueron las

veces que se efectuaron este tipo de acciones, que muy pocos ejidatarios las recuerdan.

Algunos comentan que todo comenzó a olvidarse a partir de la reformas de 1992 a la

legislación agraria, ya que, en palabras del señor Víctor Corona Arrieta, quien goza de la

doble calidad y desempeñó el cargo de presidente municipal en la gestión 1988-1990:

Cuando la gente se enteró de que ya se podían vender las tierras ejidales, muchos

comenzaron a vender sus parcelas en pequeños pedacitos sin importarles que todavía

no hubiera pasado el Procede, sólo yo y mi compadre que es mi vecino somos de los

pocos que no hemos fraccionado las parcelas. De Salinas para acá, a los ejidatarios

ya no les interesó ni hacer faenas, ni juntarse para las asambleas, ni cooperar para

nada, lo que a mí me da mucha tristeza, porque de todos modos somos pueblo y lo

mejor es apoyarnos unos a otros.

La mayoría de los miembros de ejido Los Reyes y su Barrio Tecamachalco y de la

Comunidad Los Reyes La Paz, participan en diversas actividades comunitarias en calidad

de pobladores de Los Reyes Acaquilpan, mas no así de ejidatarios o comuneros, cuya

categoría en este rubro se ve relegada a un segundo plano. Dicha participación se refleja

principalmente en las fiestas religiosas y en las del Carnaval, cada una de las cuales cuenta

con su propia estructura organizativa tradicional, sin mantener ninguna relación con la

estructura ejidal.

Fiestas religiosas

Las fiestas religiosas continúan siendo el principal ámbito de reforzamiento y reproducción

de la comunalidad, aspecto que como la mayoría de los pueblos mexicanos amalgama

sólidamente a la población nativa, pues es en torno a su celebración como ejidatarios y

comuneros se movilizan con mayor dinamismo y en donde se aprecia con mayor nitidez la

energía social desplegada por sus habitantes. La realización sistemática de estas fiestas data

de finales del siglo XVIII, después de haber sido advocado al Santo Patrono, desde luego,

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siempre desarrollada bajo la batuta de la Iglesia Católica, estando compuestas por las tres

celebraciones siguientes:

La fiesta de la Virgen María, el 12 de diciembre.

La fiesta del Santo Patrono, el 6 de enero.

La fiesta de la Virgen de Belem, el 28 de enero.

Para su organización el pueblo se encuentra dividido en zonas. Al frente de cada una de

éstas se halla un Principal, los que a su vez son coordinados por un Mayordomo, todos los

cuales son designados en reuniones integradas exclusivamente por hombres. Su función

consiste en recaudar las cooperaciones de los pobladores para sufragar los gastos derivados

de la celebración de las fiestas, cooperaciones que son acopiadas y administradas por los

mayordomos. Dicho cargo supone un honor, toda vez que son quienes que llevan los

estandartes en los ritos que cada fiesta implica, y representan a las autoridades de las

fiestas.

El trabajo de los mayordomos inicia poco antes del 12 de diciembre con la finalidad de que

quienes resulten designados tengan tiempo para preparar la fiesta de la Virgen María, y se

prolonga a lo largo de ese mes ya que como el pueblo fue advocado a los Santos Reyes

Magos su fiesta patronal se celebra el día de la Epifanía, es decir, el 6 de enero. Sin

embargo, su tarea no termina ahí, ya que el 28 de enero se celebra la fiesta de la Virgen de

Belém, conocida como fiesta chica o “termifiesta”, evento con el que finaliza el ciclo

festivo del pueblo de Los Reyes Acaquilpan.

Fiestas del carnaval

Esta fiesta es organizada por un patronato integrado por personas pertenecientes al pueblo,

siendo financiada por la Presidencia Municipal. Para la participación de los pobladores en

este evento se organizan cuadrillas (comparsas) para el baile, cada una de las cuales postula

una candidata a reina del carnaval, cuya ganadora es coronada por el Presidente Municipal.

El carnaval se celebra y dura de jueves a domingo, por todas las calles del pueblo y su

barrio.

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Otras prácticas solidarias

En el ámbito privado, o sea en el de los particulares, aún se conservan diversas prácticas

tradicionales que también refuerzan los lazos comunales. Entre éstas resaltan las velaciones

de difuntos y el conocido como Xochicahui que es una suerte de fiesta previa a la

verificación de las bodas religiosas, la cual consiste en un recorrido nocturno que hacen los

futuros contrayentes por las calles del pueblo de las moradas de sus padres hacia las casas

de sus abuelos y de los padrinos, por lo regular, un día antes de la celebración del

matrimonio, acompañados por lo regular de grupos musicales (banda o mariachi), en las

que se invita a los amigos y vecinos a comer y beber. Normalmente se sirve comida en cada

una de las casas visitadas.

Pues bien, como se vio, las verdaderas generadoras de comunalidad entre ambos tipos

de propietarios son las actividades asociadas a la celebración de las fiestas, no así las

prácticas ligadas al ejercicio de la propiedad ejidal y comunal. Es notable cómo las

prácticas comunitarias relacionadas con el trabajo colectivo nunca fueron fomentadas en

virtud de que el pueblo de Acaquilpan no contó con superficies específicamente destinadas

a ese fin, como fueron los propios de los pueblos coloniales o el altepetlalli del calpulli

prehispánico. Desde 1709, año en que cristalizó la enajenación por composición, se trató

siempre de terrenos comunales de aprovechamiento individualizado administrados por el

pueblo, que fueron fusionados a las superficies que la Federación concedía y transfería al

Municipio de La Paz a medida que el Lago de Texcoco se desecaba, de los que podía ir

disponiendo en concepto de terrenos de común repartimiento para su asignación entre los

vecinos.

En realidad, la comunalidad del pueblo de Acaquilpan muy pocas veces se ligó a la

tenencia de la tierra, y ya como ejido Los Reyes, en pleno siglo XX, fueron contadas las

ocasiones en las que los órganos internos del núcleo agrario convocaron a los ejidatarios a

la realización de trabajos comunales (a lo sumo el deshierbe de un camino de la zona

parcelada), situación que muy poco estimuló prácticas colectivas que fortalecieran los lazos

comunitarios. Para colmo, el asambleísmo fue tan escaso que en nada contribuyó a la

reproducción de estas prácticas ni al reforzamiento de la identidad, situación que se agudizó

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a partir de 1992, esto es, cuando la Ley Agraria obligó a que las asambleas se celebraran al

menos cada seis meses, pues de ahí se agarran muchos comisariados ejidales y comunales

para convocar solamente a dos asambleas por año.

En síntesis, la comunalidad subyacente en la masa de ejidatarios y comuneros del

pueblo objeto de estudio proviene casi exclusivamente de los lazos consanguíneos

existentes entre sus miembros, lo cual es fácil de identificar por los apellidos, así como de

la celebración de las festividades religiosas, factores que a un núcleo duro de los pobladores

les permite hablar de un pasado compartido, e incluso, a uno que otro, de un ascendente

indígena y de pueblo originario, sin que en el imaginario colectivo ello configure una

opinión generalizada ni una categoría a la que –desde su perspectiva- se le pudiera sacar

provecho en ese sentido.

5.3. Pobladores, ejidatarios y comuneros

A consecuencia de la descomunalización de las tierras del pueblo originario de

Acaquilpan y de su ejidalización a favor del núcleo agrario Los Reyes y su Barrio

Tecamachalco, registrada en 1926, dio inicio un lento y paulatino proceso de categorización

agraria que a la vuelta de los años habría de dividir a la gente del pueblo entre ejidatarios y

comuneros y de confundir a muchos de ellos en virtud de guardar la doble calidad, división

que surgió a raíz de la falta de claridad de la resolución presidencial, cuya deficiente y

oscura redacción se prestó a que surgiera la creencia de que el ejido sólo había sido

beneficiado con la dotación de tierras, desconociéndose la existencia del reconocimiento de

más de mil hectáreas.

Hay que recordar que aunque la legislación solamente contemplaba las acciones de

dotación y de restitución de tierras, al ejido le fue reconocida la propiedad de 1,094

hectáreas por haber estado en posesión ancestral de ellas aun cuando no fue exhibido el

título que lo acreditara. Esta situación no era rara, ya que se trataba de una fórmula puesta

en práctica por las autoridades agrarias en los pueblos circundantes a la capital del país, los

que al igual que la gente de Acaquilpan estaban en posesión de los terrenos pero tenían

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extraviados sus títulos primordiales o francamente carecían de ellos. De esta manera se

evitaba que ante la carencia de la acción de reconocimiento y titulación (aparecida hasta

1958), las tierras de los pueblos fuesen dotadas a grupos solicitantes de ejidos ajenos a

ellos. Si bien, esto no ha sido causa de problemas, en el caso del ejido Los Reyes y su

Barrio Tecamachalco no ha sido así, lo cual se debe principalmente a la falta de claridad

que adolece la resolución presidencial del 03 de junio de 1926. En efecto, una de las causas

del actual problema que aqueja dicho ejido radica en la defectuosa redacción de la referida

resolución, tanto así que las propias autoridades del ramo ignoraban y a la fecha algunas

siguen ignorando (como el RAN y el TUA) la situación jurídica real de la superficie

involucrada.

Esa confusión dejó insatisfechos a los propios beneficiados, esto es, a los 391 ejidatarios

del censo original, quienes no captaron que además de la superficie dotada (297 hectáreas),

les habían sido reconocidas 1094 hectáreas más. Ello lo acentuó el hecho de que la

diligencia de ejecución y deslinde se limitó a darles posesión solamente de las tierras

dotadas, absteniéndose de hacer entrega de las 1097 que les fueron reconocidas pues se

suponía que ya estaban en posesión de ellas. Sin embargo, nadie lo entendió así y aquella

creencia se prolongó por más de cincuenta años, aunque sólo se disipó finalmente hasta la

última década del siglo XX. Luego entonces, creyendo los ejidatarios que la resolución de

1926 solamente los había dotado, se sintieron agraviados y casi la mitad de los beneficiados

empezaron a organizarse para solicitar esas mismas tierras por la vía del reconocimiento y

la titulación, dándose a la búsqueda de los títulos del 1706 y 1709.

Dicha búsqueda se vio coronada a mediados de la década de los sesenta, de tal modo que

dio pie para que un grupo de sedicentes comuneros ejerciera ante el entonces DAAC la

acción de confirmación y titulación. La confusión reinante era tal que en las diligencias

para los trabajos técnicos informativos llevados a cabo entre 1967 y 1968, los ejidatarios y

los presuntos comuneros solicitantes coincidieron en que los segundos estaban en posesión

de las tierras. Don Lucas García Martínez, comunero de Los Reyes La Paz, quien a la sazón

rondaba los 20 años de edad, aún se acuerda que:

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Yo estaba ahí presente porque le ayudaba al ingeniero a cargar el equipo y cuando éste

le preguntó al comisariado de Los Reyes que si quién estaba en posesión de las tierras

que ahora dicen que son del ejido, clarito se oyó que el mismo comisariado reconoció

que la comunidad era la que ocupaba los terrenos. Yo estaba todavía joven y tenía

muy buenos oídos, así que me dio mucho gusto y hasta el corazón se me agitó. Para

que luego salieran con que las tierras son del ejido.

La confusión que campeaba en torno a la cuestión de la propiedad de las tierras

vendría a ser esclarecida por la resolución presidencial del 22 de noviembre de 1976,

misma que reconoció a la comunidad Los Reyes La Paz, una superficie de solamente 204-

80-00 hectáreas, en virtud de que las restantes le habían sido reconocidas al ejido desde

1926. Si bien, estrictamente hablando puede decirse que esa fue la única superficie del

pueblo de Los Reyes Acaquilpan que se mantuvo a salvo de la descomunalización, en

términos sociales fue todo lo contrario, cuenta habida que el censo básico de la comunidad

levantado en 1976 arrojó un millar de beneficiados, lo que significa que su integración no

partió del total de pobladores originarios como si se hizo con el censo de la resolución de

1926. Como se dijo, en el censo de la comunidad aparece más de la mitad de los ejidatarios,

unos cuantos pobladores adicionales y más de quinientos supuestos comuneros que en

realidad son originarios de pueblos circunvecinos y que nunca han vivido en el poblado de

Los Reyes, fenómeno que crea una falsa ilusión de identidad.

En el caso de las tierras ejidalizadas parecería que aun cuando éstas cambiaron de régimen

jurídico, seguían perteneciendo a las mismas personas. Sin embargo, eso sólo es

parcialmente cierto, ya que las tierras no seguían siendo de las mismas personas, sino sólo

de una parte de ellas, lo que parece lo mismo pero no es igual. O sea, lo que durante varios

siglos había sido propiedad de la totalidad de los habitantes del pueblo, o de la masa de

pobladores, pasó a convertirse en propiedad solamente de aquellos cuyo nombre había

aparecido en el censo básico y formaban parte de la asamblea ejidal. Así, lo que desde

inicios del siglo XVIII había pertenecido a la totalidad de los habitantes del pueblo, en 1926

devino propiedad de únicamente 391 individuos jefes de familia (o ejidatarios), excluyendo

al resto de los habitantes del pueblo.

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Lo mismo puede decirse de la superficie que siguió comunalizada, esto es, la reconocida a

la comunidad de Los Reyes La Paz, pues aunque se mantuvo dentro del régimen comunal,

no solamente pasó a ser propiedad exclusiva y excluyente de quienes aparecieron en su

censo básico (dejando fuera a la masa de pobladores), sino que además registra el agravante

de que dicho censo fue alterado con personas no oriundas ni radicadas en el poblado de Los

Reyes Acaquilpan. Pese a ello, existe un número indeterminado de ejidatarios que

simultáneamente son comuneros y que están plenamente convencidos de que las tierras del

ejido son de la comunidad, negándose a escuchar la opinión contraria. Tal es el caso del

señor Antonio Sánchez Castañeda, quien frisa los 95 años de edad y que originalmente

aceptó concederme una entrevista, pero que al enterarse que mi opinión jurídica era

favorable al ejido se negó rotundamente a recibirme. Lo mismo sucedió con el

ejidatario/comunero Gabriel Rosas Galindo.

La doctora Juana Ana María Acosta, presidenta del comisariado ejidal en el trienio 2013-

2016, una de las derechosas con mayor lucidez y conciencia de la situación jurídica del

núcleo agrario y principal impulsora del proceso de recuperación de tierras, considera que

ese es justamente uno de los principales factores que obstaculizan la unión ejidal, situación

que a los únicos que beneficia es a quienes se encuentran en posesión irregular de sus

tierras, pues hay casos en los que primero hay que acreditar el derecho del ejido frente a la

comunidad sobre una determinada superficie para luego poder demandar a quien tiene la

posesión de la misma, proceso que lleva años y para lo cual el ejido no cuenta con recursos.

En palabras de la doctora Acosta:

Es el colmo que muchos ejidatarios que al mismo tiempo son comuneros y que saben

que como ejido estamos tratando de recuperar tierras que son nuestras, cooperen con

la comunidad para pagar los honorarios de licenciados que frenen e interfieran en

nuestros juicios. Eso es patear el pesebre. Y por más que se los decimos, no

entienden, pero lo que más molesta es que con nosotros no cooperan.

Efectivamente, cuando la comunidad Los Reyes La Paz, interpone acciones

jurídicas en contra del ejido Los Reyes y su Barrio Tecamachalco, muchos comuneros

cooperan económicamente para sufragar el costo del mismo despacho que desde hace más

de un lustro los viene engañando con la promesa de recuperar las tierras que desde 1926

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son del ejido y de las cuales sólo quedan poco más de 400 hectáreas de las casi mil cien que

originalmente eran. Lo asombroso es que hay ejidatarios que siendo simultáneamente

comuneros cooperan con la comunidad pero no con el ejido, siendo que este último siempre

gana los juicios entablados entre ambos.

Un caso bastante ilustrativo lo protagoniza el señor Carlos Castañeda, descendiente de

pobladores originarios, quien teniendo la doble calidad jurídica de ejidatario/comunero ha

ocupado los cargos de presidente del comisariado de bienes comunales (1999-1999) y de

presidente del comisariado ejidal (2016-2017). Dicha persona tiene claro que el ejido es el

verdadero causahabiente del pueblo de Los Reyes Acaquilpan, sin embargo, se aprovecha

de la confusión que todavía campea entre los derechosos de ambas figuras, al grado que ha

sido varias veces acusado de vender tierras de uso común del ejido y de invadir fracciones

parcelarias en beneficio propio

La verdad, a mi me da igual ser comunero o ser ejidatario. Yo soy práctico y me voy

con el que me vaya a dar dinero. Ya sabemos que al final de cuentas todas las tierras

sean ejidales o sean comunales tienen que ser convertidas al pleno dominio para

regularizarlas porque ya casi todo está vendido, fraccionado y fincado. Así que para

qué nos portamos más papistas que el Papa y le buscamos tres pies al gato. Cada día

llega más gente a radicar en las tierras de nuestro pueblo y eso, en vez de bajar, va en

aumento.

Más aún, hay ejidatarios que siendo comuneros ya no tienen parcela por haberla

enajenado en todo o en parte, sin embargo, no pierden esa calidad (ejidatario) porque

conservan derechos sobre las tierras de uso común. Bien, pues ni aún así, o sea,

quedándoles nada más eso, apoyan por la vía económica las acciones judiciales

emprendidas por el ejido en contra de los poseedores irregulares de tierras ejidales,

mientras que si se trata de acciones de la comunidad en contra del ejido, no dudan en

cooperar para tal efecto. Pero eso no es todo, sino que además lo hacen a sabiendas de que

de las cinco o seis acciones instauradas hasta ahora (2020) por la comunidad en contra del

ejido, ninguna ha prosperado.

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El señor Víctor Corona Arrieta, quien como se dijo, fue presidente municipal, ejidal

y comunal, actualmente con 76 años de edad, asume una interesante postura que por

desgracia no es entendida por muchas personas, ya que desde su punto de vista:

La verdad yo me siento orgulloso de pertenecer tanto al ejido como a la comunidad,

pero más que eso me siento orgulloso de nuestras raíces indígenas y de pertenecer al

pueblo de Acaquilpan. Eso quise transmitirle a la gente cuando fui presidente

municipal y por eso seguí siendo igual de sencillo y nunca me puse traje o corbata,

pero no me entendieron.

Esa postura le permitió que durante su gestión como presidente municipal se

invitara a quienes habían sido beneficiados con la calidad de comuneros por la resolución

presidencial que creó a la comunidad de Los Reyes La Paz (22 de noviembre de 1976), sin

haber radicado ni pertenecido originalmente al pueblo de Los Reyes Acaquilpan, pero que

llegaron a avecindarse a raíz del levantamiento del censo básico (en la colonia El Ancón), a

que se integraran a la vida comunitaria para seguir manteniéndose como pueblo. Aunque

ello es difícil de constatar dada la falta de actualización del censo comunal, el señor Corona

Arrieta considera que tal llamado sí tuvo cierto eco. En palabras de dicha persona:

Para mantenernos un poco como pueblo, los que aquí vivimos hemos tratado de elegir

a los miembros de los comisariados de bienes comunales solamente con personas del

pueblo, sean o no ejidatarios –como ocurrió en mi caso- para seguir viéndonos como

pueblo originario y conservar nuestras tradiciones y costumbres. Pero conforme pasa

el tiempo eso se ha ido perdiendo porque muchos ejidatarios y comuneros han ido

muriendo y sus sucesores son jóvenes a los que no les interesa conservar nuestras

costumbres o gente de fuera que no se siente identificada con el pueblo y olvídese si

saben que tienen que venir a las asamblea .

La última parte de dicha afirmación no fue posible constatarla en la comunidad de

Los Reyes La Paz, pero sí en el ejido Los Reyes y su Barrio Tecamachalco, aunque sólo

mediante observación directa, toda vez que los censos o listas proporcionadas por el RAN

no se prestan para ello, ya que no indican las edades de los derechosos de los núcleos

agrarios. Luego entonces, habiendo estado presente en tres asambleas ejidales de carácter

ordinario, durante la gestión del comisariado 2016-2019) pude constatar que al menos una

cuarta parte de los asistentes eran personas de menos de 30 años, de los que mínimamente

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la mitad –al juzgar por su apariencia- no parecía ser oriunda del pueblo. Pese a que el

comisariado ejidal los invitaba a que se acercaran a sus oficinas a fin de explicarles como

funcionaban los ejidos e ir preparando las nuevas generaciones, no pareció interesarles.

Sin duda, mantener la identidad y el sentido de pertenencia a una entidad de corte agrario

en un entorno casi completamente urbanizado que impide apreciar dónde termina el pueblo

y comienzan las colonias; dónde termina el ejido y empiezan los núcleos agrarios (Santa

Martha Acatitla, Santiago Acahualtepec, Los Reyes La Paz); dónde termina el municipio de

La Paz y se entra en el territorio de las alcaldías y municipios colindantes (Iztapalapa, Cd.

Nezahualcoyotl, Ixtapaluca, Chimalhuacán, Chalco Solidaridad), en fin, se antoja muy

complicado.

Luego entonces, del mismo modo en que la descomunalización agraria de Los Reyes

Acaquilpan derivada de la ejidalización de sus tierras, en 1926, no generó pérdida de

identidad ni reforzó la comunalidad, tampoco la comunalización de las tierras restantes

acaecida en 1976 lo hizo. En ambos casos las personas se siguieron y siguen sintiendo

vecinos del pueblo, mas no porque el ejido o la comunidad genere prácticas que fomenten

la comunalidad, sino por la identidad que les proporciona la celebración de las fiestas

religiosas y los lazos de parentesco. Ese ha sido el factor que ha mantenido amalgamadas a

las familias originarias y otras que llegaron a lo largo del siglo XX, operado a través de la

estructura tradicional montada para el efecto (mayordomía, cuadrillas).

Ahora bien, lo anterior no significa que no exista aún cierta resistencia a aceptar la

definitividad de la descomunalización agraria registrada en 1926, pero sólo por parte de

unos cuantos ejidatarios/comuneros de muy avanzada edad, quienes siendo ejidatarios

lucharon por el reconocimiento de la comunidad, sin saber que las tierras que estaban

solicitando ya le habían sido reconocidas al ejido en calidad de tierras de uso común,

situación que al parecer nunca acabó de entenderse. Algunos tienen aún fresco en su

memoria que durante la ejecución de los trabajos técnicos informativos, en 1967, los

propios ejidatarios habían admitido que la superficie en cuestión estaba en posesión de la

futura comunidad.

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Incluso, ni el mismo proceso de recuperación de tierras emprendido por los subsecuentes

comisariados desde 2014 a la fecha ha generado en los integrantes del ejido algún espíritu

comunitario que propenda a reforzar su identidad, lo cual obedece claramente a que al no

estar colaborando económicamente en el desahogo de los juicios en trámite, no se sienten

verdaderamente involucrados en el proceso y menos aún luego de tantos años en los que no

han visto resultados que se reflejen aún en sus bolsillos. Aunque pareciera que estamos ante

un escenario catastrofista que augura pérdida de identidad y de comunalidad, no es así. El

compromiso de ejidatarios y comuneros con la celebración de las fiestas seguirá intocado

en la medida en que el catolicismo se mantenga como principal religión profesada por

aquéllos y en tanto los presidentes municipales se sigan eligiendo de entre las viejas

familias del pueblo, instituciones ambas que se han convertido en pilares para la

conservación de la comunalidad durante los últimos años, aun cuando operen en contra de

la comunalización.

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CONCLUSIONES

De los capítulos anteriormente abordados se desprenden con toda claridad dos tipos

de conclusiones, a saber: las que emanan del análisis teórico general y las que derivan de la

investigación concreta del sujeto de estudio. Por lo que hace a las primeras, éstas se refieren

al aspecto conceptual del problema abordado, es decir, a lo que tiene qué ver con los

procesos agrarios estructurales, su naturaleza, antecedentes y características, de donde se

concluye que la comunalización y la descomunalización constituyen procesos de la misma

índole pero con especificidades propias que han estado presentes en la mayor parte de la

historia del país y que siguen influyendo en la evolución y comportamiento del problema

agrario, mismo que quiérase o no, sigue estando ahí.

Los antiguos pueblos mexicanos han tratado de ser descomunalizados mediante la

privación de sus tierras y/o la desaparición de su reconocimiento jurídico, prácticamente

desde finales del siglo XVIII hasta la actualidad, esto es, durante más de dos siglos, sin que

a la fecha se vean barruntos de su extinción. Formas de gobierno y regímenes políticos, así

como administraciones presidenciales y sistemas de propiedad de la tierra, van y vienen sin

que la existencia de las comunidades agrarias, herederas de aquéllos, se vea realmente

amenazada. Cierto es que con la desamortización iniciada en 1992 el proceso

descomunalizador tomó fuerza, pero cierto es también que no es la primera vez que las

comunidades son objeto de las embestidas de ese género sin que veamos síntomas efectivos

de su desaparición final.

La política agraria y de colonización aplicada inicialmente por la Corona española a la par

de la consumación de la Conquista reprodujo de alguna manera la comunalidad subyacente

en los asentamientos precolombinos mediante la estrategia colonialista y colonizadora de

fundación de pueblos. Ello dio origen a un proceso de comunalización (o de creación de

comunidades) que –aunque con interrupciones y altibajos- se ha prolongado hasta la

actualidad. Dos centurias después, hacia finales del siglo XVIII, empezaron a registrarse los

primeros atisbos de la tendencia contraria, es decir, la de descomunalización agraria,

tendencia que para el siglo XIX habría de alcanzar el rango de proceso y que sin ser

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excluyente con su contracara, de entonces a la fecha ocupa un lugar importante en el

catálogo nacional de procesos agrarios estructurales, aunque el de comunalización en

franco declive.

El caso de Los Reyes Acaquilpan configura un caso atípico, en virtud de tratarse de un

asentamiento prehispánico que pudiendo haber tramitado la regularización de sus tierras

desde el siglo XVI no lo hizo sino hasta principios del siglo XVIII (y eso obligado por un

litigio y por una regularización forzosa), situación que resulta asombrosa dada su

proximidad con la capital de la Nueva España, pues ello le permitía a sus pobladores estar

más o menos informados sobre las disposiciones gubernamentales emitidas en materia

agraria. Es muy probable que la indiferencia por la regularización de la propiedad de sus

tierras, se haya originado en el hecho de que durante la Colonia la principal actividad

económica de sus pobladores era la pesca.

En efecto, Los Reyes Acaquilpan no fue agrariamente comunalizado y hecho dueño formal

y legal de sus tierras sino hasta 1707-1709. Ello se logró por medio de dos acciones

distintas: una sentencia judicial y su adhesión a un programa de composición de tierras. Si

tal acontecimiento se hubiera dado en el marco de la política agraria gratuita basada en los

programas de donaciones (la cual pudo haberse tramitado sin ningún problema desde

mediados del siglo XVI), lo más probable es que el título primordial hubiera sido una

merced real que seguramente hubiera señalado superficies específicas para el asiento del

pueblo, las tierras de propios, del ejido y del área parcelada. No obstante, al haberse dado

en el marco de la política agraria de regularización de tierras (o de composiciones)

instrumentado por la Corona española en 1707, por la vía onerosa, tanto la sentencia de

1706 como el título de 1709, sólo indicaron el total de la superficie involucrada, sin

mencionar su uso específico. He ahí, el origen remoto de sus problemas.

Por extraño que parezca, el fraccionamiento y asignación individual en concepto de

propiedad privada de los ejidos de los pueblos cuya exclusión fue prevista por la Ley

Lerdo, pero que propició su omisión en el artículo 27 de la Constitución Política de 1857,

casi no afectó a Los Reyes Acaquilpan. Esta localidad se mantuvo a salvo de la

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individualización y privatización masiva de las tierras de los pueblos, con excepción de dos

pequeñas fracciones que fueron tituladas a favor de particulares y excluidas de su

patrimonio a principios del siglo XX. Quizá el hecho que más haya contribuido

definitivamente en ello fue que entre 1888 y 1899, el pueblo que nos ocupa perteneció a las

circunscripciones territoriales de tres municipios distintos (Ixtapaluca, La Magdalena y La

Paz), por lo que casi no tuvieron tiempo para la aplicación de la citada ley. Así, pese a su

cercanía con la capital del país, la desamortización iniciada en 1856 no alcanzó a

descomunalizar materialmente al pueblo objeto de la presente tesis.

Aunque parezca paradójico, fue la reforma agraria (1917-1992) la que vino a

descomunalizar al pueblo mediante la ejidalización de casi la totalidad de sus tierras, en

1926, y sólo a recomunalizar las pocas restantes, en 1976. Sin embargo, pese a dicha

conversión al régimen ejidal, la comunalidad de Los Reyes Acaquilpan no se vio

deteriorada debido a que históricamente ésta nunca descansó en prácticas derivadas de

actos ligados al ejercicio de la propiedad, dada la confusa forma de su origen (sentencia y

composición de tierras), así como tampoco en tanto pueblo se adoptaron prácticas de

trabajo comunitario que por su realización inveterada pudieren haber generado

comunalidad, circunstancia inusual en la región.

Incluso, pudiera decirse que la desinformación, esto es, el desconocimiento de que las

tierras de uso común le habían sido reconocidas en 1926 al ejido, fue lo que en todo caso

reforzó la solidaridad entre los pobladores de Acaquilpan, pues al haberles pasado

inadvertido que las tierras ya eran suyas, se sintieron inconformes y defraudados, por lo que

emprendieron una lucha como sedicentes comuneros en busca del reconocimiento y

titulación de las mismas, ilusión que indudablemente unió a quienes gozaban de la calidad

de ejidatarios a lo largo de varias décadas y que se vio coronada en 1976, año en que

empezaban a manifestarse los avances irrefrenables de la mancha urbana, y a partir del cual

nació legalmente la dicotomía ejidatario/comunero. Prueba de ello es que a la fecha hay

todavía algunos sobrevivientes de la vieja lucha agraria que no aceptan la realidad jurídica

y que incluso llegan a entorpecer las acciones judiciales emprendidas por el ejido, aunque

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se trata de acciones aisladas que no generan comunalidad, además de que la

descomunalización fue consumada de modo irreversible.

De lo anterior podemos deducir que descomunalización agraria no significa forzosamente

descomunalización social, o pérdida de comunalidad. El caso estudiado constata que

cuando la desterritorialización material ocurre los pueblos pueden conservar sus bases

identitarias refugiándose en los pilares de la familia y la religión, instituciones en las que se

centran sus tradiciones y prácticas inveteradas. De esta forma, la identidad se mantiene más

por el pasado común, por los lazos de sangre y por las fiestas religiosas, que por compartir

un derecho de propiedad y un patrimonio agrario. Empero, ello no significa que la

desterritorialización material y jurídica de las comunidades y pueblos, no propenda a

deconstruir la comunalidad. Claro que ello ocurre, aunque en ocasiones se encuentra con un

valladar fuertemente salvaguardado por las tradiciones y costumbres locales, como ocurre

con el pueblo de Los Reyes Acaquilpan, en el que la ejidalización no afectó la

comunalidad.

En efecto, al igual que en muchos de los pueblos originarios mestizos, como la mayoría de

los localizados en la Cuenca del Valle de México, la comunalidad suele soportarse en

elementos de carácter agrario, sanguíneo, religioso y solidario, sin que la ausencia del

primero ponga en ningún momento en riesgo el resto, ni mucho menos amenace el poder de

su fuerza integradora. Más aún, pudiera decirse que ni siquiera la pérdida total de las tierras

y la extinción de las prácticas vinculadas al ejercicio de los derechos de propiedad

menoscaban la energía identitaria que subyace en los elementos no agrarios que forman

parte de cada comunalidad específica. La territorialidad, entonces, no es determinada por la

propiedad de las tierras.

Tal es el caso de Los Reyes Acaquilpan, pueblo originario cuya comunalidad nunca

descansó en la propiedad de la tierra, de suerte que su ejidalización no trastocó las prácticas

comunitarias basadas esencialmente en la celebración de las fiestas religiosas. La

descomunalización virtual o legal puede o no ser recibida con beneplácito por los núcleos

poblacionales involucrados, pero todo indica que eso no tiene por qué repercutir

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necesariamente en la comunalidad. La fortaleza de las tradiciones parece tener a veces

mayor peso.

Hasta 1992 la única forma de descomunalización agraria fue la ejidalización forzosa

(además de la expropiación). Desde ese año dicha vía devino de carácter voluntario, pero a

ella se adicionó la posibilidad de la descomunalización por privatización, forma disfrazada

de conversión indirecta de la propiedad comunal. Según cifras del RAN, al último día del

mes de noviembre de 2018, esto es, al momento de terminar la administración presidencial

de Enrique Peña Nieto, había en el país un total de 2,396 comunidades que cubrían una

superficie aproximada de 17.3 millones de hectáreas.47 Si se considera que en 1991 existía

un total de 2,57248 comunidades que abarcaban una superficie de 18.1 millones de

hectáreas, estamos hablando de que a cerca de tres décadas de las reformas se han

extinguido 179 comunidades, mismas que ocupaban una superficie de alrededor de 700 mil

hectáreas y que representan el ritmo de la descomunalización agraria, lo que equivale al 6.9

por ciento del total. A ese paso se requerirían varios siglos para la descomunalización total

del territorio nacional.

Pueblos que mantuvieron el régimen comunal y pueblos que fueron ejidalizados durante el

proceso de reforma agraria conservan su comunalidad intacta. Mas no sólo eso, hay ejidos

más comunales (o comunalizados) que muchas comunidades, e incluso grupos de

propietarios privados con una comunalidad más evidente y concreta que la de algunas

comunidades. De ahí se colige que la comunalidad en el pueblo estudiado no depende del

régimen de propiedad y que la descomunalización no es causa de la pérdida de aquélla. El

funcionamiento interno de los dos tipos de núcleos agrarios se liga más a las prácticas

comunitarias vigentes en cada caso específico (en el ámbito de las actividades

tradicionales), que a las normas jurídicas que regulan la propiedad de la tierra. Hay, desde

luego, claroscuros que relativizan las respuestas, pero que no son suficientes para

contradecir las evidencias.

47 El Registro Agrario Nacional, septiembre de 2018.

48 Fuente: INEGI, VII Censo Ejidal, 1991.

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Cabe señalar que en ello tiene mucho que ver la defectuosa interpretación de la ley en

materia de comunidades que han venido aplicando las autoridades agrarias, al otorgar al

régimen de propiedad comunal un tratamiento análogo al de la propiedad ejidal y con ello

hacer objeto a las tierras comunales de casi todas las transacciones de que es susceptible la

propiedad ejidal. Este criterio resulta totalmente errado, pues, si en los ejidos lo que está en

el comercio es la tierra, en las comunidades es el estatus de comunero, lo cual es distinto.

No obstante, las autoridades agrarias no lo ven así y permiten que en las comunidades sean

las tierras las susceptibles de transferencia. En tales circunstancias, las comunidades ven la

ejidalización como innecesaria, pues ¿para qué cambiar de régimen jurídico si en el que

están pueden hacer lo mismo que los ejidos?

En efecto, aunque en rigor el ejido es una modalidad de la propiedad privada en dominio

moderado y la comunidad un modelo de propiedad per se -semisocial o semiprivado-, las

dependencias agrarias insisten en dar a la segunda un tratamiento semejante al del primero.

Si bien, ello no la descomunaliza desde el punto de vista jurídico sí lo hace desde el punto

de vista social, ya que por esa vía las comunidades van incorporando miembros que son

ajenos a los pueblos y a la práctica de sus usos y costumbres, y socavando la comunalidad,

sobre todo en las comunidades cercanas a los centros urbanos.

En contexto del proceso de desamortización en curso, las comunidades que descienden de

pueblos originarios y que mantienen dicho carácter, siguen estando bajo la misma amenaza

descomunalizadora de los siglos anteriores, sin que se vean en el horizonte viso alguno de

de su cercana culminación. Durante el siglo XVIII y parte del XIX los pueblos fueron

descomunalizados en el marco del proceso de municipalización emprendido por la Corona

española y continuada por el gobierno mexicano; después de 1856, la descomunalización se

impulsó por conducto de la asignación de la tierra en concepto de propiedad privada

individual; y, durante el siglo XX, los pueblos originarios fueron descomunalizados por vía

de la ejidalización forzosa. Durante el siglo XXI la descomunalización tampoco ha cesado

ni cesará, pero ahora lo hace por medio de la ejidalización voluntaria y de la privatización

indirecta, sin que para que sus tierras circulen en realidad su descomunalización sea

necesaria. Por lo tanto, tomando en cuenta el ritmo de la descomunalización registrado

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entre 1992-2018, y de mantenerse las mismas condiciones del entorno, es posible predecir

que tampoco durante la segunda etapa de la desamortización en México se logrará

descomunalizar agrariamente el territorio nacional, lo cual confirma que estamos hablando

de un proceso de muy larga duración.

En suma, la resistencia a la descomunalización agraria, al menos en las comunidades

amestizadas, no representa un mecanismo efectivo para la conservación de la comunalidad,

mucho menos si el aparato administrativo agrario da curso a actos jurídicos que a la luz de

interpretaciones defectuosas de la ley tienden a la desintegración de sus pobladores y al

socavamiento de su identidad. El caso en estudio comprobó que en este tipo de

comunidades, la comunalidad la refuerzan los lazos familiares y las fiestas religiosas

tradicionales, más que el ejercicio del derecho de propiedad sobre la tierra. De ahí que,

como se dijo, haya ejidos –e incluso grupos de propietarios privados- con una comunalidad

mucho mayor que la que subyace en las propias comunidades (a veces emanados de

comunidades ejidalizadas), lo cual corrobora que ésta no depende del régimen jurídico,

afirmación que desde luego no se extiende a las comunidades indígenas, ámbito en el que

rigen otros valores y visiones y cristalizan prácticas efectivamente comunitarias. De ahí se

concluye que ni la ejidalización ni la privatización representan una verdadera amenaza para

la comunalidad de los pueblos.

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