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Jorge Atiencia

Buenos Aires 2009

Atiencia, JorgeCómo pastorear y ser pastoreado – 2da edición. – Buenos Aires: Certeza Argentina, 2009.96 p.; 11x17 cm.

ISBN-13: 978-950-683-150-9

1. Teología Pastoral. I. TítuloCDD 253

© 2009 Certeza Argentina, Buenos Aires. Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11723 y 25446.

Las citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera 1960.

Edición literaria: Adriana Powell Diseño: Walter Saucedo

Certeza Argentina es la casa editorial de la Asociación Bíblica Universitaria Argentina (abua), un encuentro de estudiantes, profesionales y amigos de distintas iglesias evangélicas que confiesan a Jesucristo como Señor, y que se han comprometido a ejercer un testimonio vivo en las universidades del país. Informaciones en: Bernardo de Irigoyen 654, (c1072aan) Buenos Aires, Argentina.

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Impreso en Colombia. Printed in Colombia.

PresentaciónEn este libro reunimos aportes de Jorge Atiencia, pastor y psicólogo ecuatoriano, inicialmente ofre-cidos en diversos encuentros de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos en América Latina.

Reunimos estas reflexiones alrededor de un eje: la necesidad que todos tenemos de ser pastoreados, aun aquellos que tienen el privilegio y la responsa-bilidad de pastorear a otros.

El autor reflexiona a partir del texto bíblico y de su experiencia. Nos ayuda a pensar en nuestra per-sona y desempeño desde la perspectiva del Padre, quien nos prometió: ‘Mi presencia irá contigo, y te daré descanso…’

Pero, ¿cómo no preocuparnos, Señor, con todo lo que hay que hacer? ¿Cómo no angustiarnos con tantas personas enfermas y sin trabajo? ¿Cómo no sentirnos agobiados bajo el peso de nuestras fallas y conflictos del pasado?

Dios quiere darnos descanso en lo cotidiano: descanso de los temores, de las inseguridades, del agotamiento. Su paz se nos ofrece por gracia. A Dios no tenemos que ‘ganarlo’, no tenemos que comprar su favor a crédito (como los electrodomésticos) con actividades en la iglesia, visitas a los enfer-

mos, limpieza del templo y tantos proyectos más… (¡A veces parece que la ‘fe por obras’ está más arrai-gada en nuestras comunidades evangélicas que en las comunidades católicas!)

Jesús es quien nos da reposo; es su obra, no la nuestra, la que nos permite entrar en la presencia del Padre. Él toma la iniciativa para entrar en rela-ción con nosotros y restaurarnos. Nos pone, ade-más, en una comunidad de hermanos y hermanas con quienes podemos compartir las cargas y ayu-darnos a vivir en el Espíritu Santo.

Todos somos ‘ovejas’. Todos necesitamos una mano cálida y una palabra oportuna de compren-sión y solidaridad, especialmente en momentos de conflicto y de transiciones en la vida.

Como peregrinos en esta tierra, la ansiedad y el agotamiento están presentes en nuestra vida. Mien-tras esperamos ‘un nuevo cielo y una nueva tierra’ donde no habrá más aflicciones y llanto, ¿cómo ca-minamos? ¿Llevamos el yugo de Jesús o el nuestro? ¿Tenemos espacio para llevar la carga de nuestros hermanos y hermanas? ¿Nos atrevemos a compartir la nuestra? ¿O estamos tan agobiados que no nos damos cuenta de la restauración y el reposo que el Señor nos ofrece?

Que este libro nos renueve interiormente y nos ayude a acompañar a otros.

Los editores

Contenido1 Una pastoral para épocas de crisis

Jesucristo, nuestro reposo . . . . . . . 07

2 Dios nos restauraTodo tiene su tiempo . . . . . . . . . . . . 27

3 Las relaciones personalesVivir en el Espíritu . . . . . . . . . . . . . . . 51

4 La restauración en la iglesiaSobrellevar las cargas . . . . . . . . . . . . 75

5 Pastorear y ser pastoreados Todos somos ovejas . . . . . . . . . . . . . 89

1Una pastoral para épocas de crisisJesucristo, nuestro reposo

La verdadera espiritualidad no está exen-ta de dudas. Los evangelios relatan que cuando Jesús confió la Gran Comisión a sus discípulos, al verlo llegar, unos creye-

ron pero otros dudaron. Con todo, el Señor no hizo diferencia; no dijo: ‘La gran comisión la voy a hacer solo con los que me adoraron…’ El Señor sabe que no tenemos todas las respuestas ni aun viéndolo cara a cara.

El creyente auténtico vive su espiritualidad en esa tensión, entre la adoración y la duda.1

La Carta a los Hebreos nos puede ser de mucha ayuda en este terreno. Cuando recorremos esta epístola, percibimos que está dirigida a personas que están sufriendo o que han pasado por un su-frimiento muy intenso. También advertimos que esa circunstancia expone a los creyentes a ciertas tentaciones y riesgos.

10 | Cómo pastorear y ser pastoreados

Una de esas tentaciones es la de abandonar su fe. Por eso, a lo largo de toda la carta el apóstol nos invita a que ‘retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio’ (Hebreos 3.14) y a que ‘con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos’ (Hebreos 2.1).

La congregación a la que escribe el apóstol se de-bate entre la fe y la duda.

Podemos percibir que han vivido momentos de muchísima vitalidad espiritual y que han perseve-rado en medio de las aflicciones:

Traed a la memoria los días pasados, en los cuales, después de haber sido ilumi-nados, sostuvisteis gran combate de padecimientos …sufristeis con gozo … Hebreos 10.32–34

Estos creyentes han pasado por un tiempo de vic-toria. Pero luego, en su gracia, el Señor ha diseñado otra etapa de peregrinaje. En palabras de Samuel Escobar, ‘esta comunidad vive ahora una época de transición’.

Las transiciones son aquellas etapas en que la vida cambia radicalmente. De pronto, nos movemos del todo a la nada.

Es cierto que hay crisis de las que estamos un poco más avisados, porque los libros las anticipan.

Una pastoral para épocas de crisis | 11

Pero lo real es que no las vivimos en carne propia sino hasta que llegan.

Los libros me habían informado, por ejemplo, acerca del trauma que se vive junto con el gozo de tener un hijo. Pero no lo viví realmente sino hasta que nació nuestro hijo Cristofer. ¡Cuánto cambió la vida! Fue un cambio radical que nos desorgani-zó totalmente y tuvimos que adaptarnos a la nueva etapa.

Las transiciones vienen muchas veces dadas por los ciclos de la vida, pero también por los contextos sociales. Creo que la nuestra es una época de aguda transición. Vamos al mercado y los precios han cambiado. Hacemos planes para evangelizar en la universidad y se cierra la facultad. Desde todo pun-to de vista, vivimos en un contexto muy inestable.

Nuestra época ha dejado de vivir por las ideas y lo hace según criterios prácticos: la vida no está orientada ya por las convicciones, sino por las con-veniencias. Si hoy conviene ser comunista, se es comunista; si luego conviene aliarse al capitalismo, se hace alianza con el capitalismo… Un mundo así es un mundo de muchísima inestabilidad.

La Carta a los Hebreos está dirigida precisamente a un grupo que parece vivir todas las tensiones propias de una crisis. Contiene lo que podríamos llamar una pastoral de la transición, que responde a las profundas necesidades que surgen en la crisis.


El perfil de la crisisHay características propias de una situación de transición: sentimientos, vivencias, tentaciones que acompañan a quienes pasan por una época de cambio. Podemos reconocer estas características en la comunidad de fe que describe el apóstol.

1. El mundo parece derrumbarse. En épocas de transición, sentimos que el mundo ha cambiado repentina y radicalmente, está todo desordenado, ‘des-sujetado’. Lo que antes parecía sostenerlo ya no lo sostiene más. Lo que antes creíamos, ahora parece no funcionar más.

Por eso, el apóstol elabora el concepto tranquili-zador de que todo está sujeto a Jesús:

Porque en cuanto le sujetó todas las cosas [a Jesús], nada dejó que no sea sujeto a él. Hebreos 2.8

2. Sentimiento de amargura

[No sea que] …brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados. Hebreos 12.15

Hay momentos en los que pareciera que la vida con-tradice lo que creemos y esperamos de Dios.


Es posible que estos creyentes a los que escribe el apóstol rogaran: ‘Señor, que se aplaque la per-secución. Señor, acuérdate de nosotros; mira todo lo que hemos dejado por ti…’ Pero la presión no disminuía.

¿No nos ocurre, a veces, que a pesar de orar todo nos sale al revés? En épocas como esas, es posible que cambiemos la esperanza por cinismo. La fe ya no me responde, la esperanza no me sostiene. Y si no nos abrimos a la sanidad del Señor, es po-sible que crezca en nosotros un sentimiento de amargura.

3. Sentimiento de pérdida. Las etapas de transi-ción se acompañan de agobiantes sentimientos de pérdida. Tenemos que dejar atrás cargos, relaciones, posesiones. Esto provoca una profunda sensación de vacío, que genera frustración y depresión.

El escritor de la Carta a los Hebreos percibe lo que están sintiendo, porque les recuerda:

Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirvién-doles aún. Hebreos 6.10

Es como si de pronto se hubieran preguntado: ‘Todo esto, ¿para qué?’ Por eso, el apóstol se esfuerza por


asegurarles que sí valió la pena, que Dios no se ol-vidará lo que hicieron y lo que sacrificaron.

4. Temor a la muerte. El que está en crisis siente con mucha fuerza la brevedad y la limitación de la vida. Tiene la sensación de ser esclavo de un devenir incontrolable. Cuando la crisis es muy aguda, puede aparecer el temor a la muerte.

La Carta a los Hebreos se dirige a una comunidad que está oprimida por el temor, particularmente el temor a la muerte. El escritor sabe que están vivien-do bajo la amenaza de muerte y sabe que el contexto pesa sobre la espiritualidad. Es interesante ver cómo comprende la situación en la que están viviendo y los pone en contacto con Jesucristo, que también experimentó la angustia de muerte.

Así que, por cuanto los hijos partici-paron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por temor a la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre. Hebreos 2.14–15

5. Tentación de retroceder a lo conocido y seguro. El apóstol utiliza casi cinco capítulos para mostrar que hay un camino mejor que el de los sacrificios de toros y machos cabríos. ¿Por qué esa insistencia?


La comunidad acomodada del pueblo judío tradicional parece no haber sufrido persecución, donde quiera que estuviese radicada, porque nunca fue una amenaza para el entorno. Quizás los creyen-tes estaban pensando: ‘Mejor volvamos a aquello que no provoca riesgo’.

En ocasiones, estamos tentados a retroceder a lo conocido y seguro… Llega la hora de dejar mi po-sición o mi función, por ejemplo, pero como tengo miedo de lo que va a venir o de lo que puede no venir, retengo el puesto.

La incertidumbre y el temor al vacío me llevan a quedarme porque así estoy más protegido y seguro.

Una respuesta pastoralEl apóstol responde con una pastoral que es pro-fundamente consoladora para el que pasa por una crisis.

1. Fronteras. En primer lugar, pone contención al desorden. Les pone fronteras teológicas:

Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero … Porque en cuanto le sujetó todas las cosas [a Jesús], nada dejó que no sea sujeto a él. Hebreos 2.5, 8


Las épocas de transición son épocas de alto riesgo, cuando todo parece desestructurado, ‘des-sujetado’, y necesitamos fronteras.

En esas situaciones, tenemos temor del presente y mucho más del mundo venidero y todo lo que él representa.

Cuando el Señor me pide que deje la profesión para servirle tiempo completo, siento temor de lo que significa dejar una profesión, una base de apoyo económico… Pero la Palabra me enseña que pue-do confiar, porque el mundo venidero, no importa cuán difícil sea el camino por recorrer, está sujetado y controlado por Jesucristo.

El escritor no deja de ser realista: ‘Todavía no ve-mos que todas las cosas le estén sujetas’ (Hebreos 2.8). Con todo, estimula la esperanza. Esta es la actitud necesaria en la crisis: reconocer el conflicto, y a la vez mantener la confianza en Jesucristo, porque él es soberano en toda circunstancia.

2. Raíces. En segundo lugar, afianza las raíces de la congregación y fortalece el sentido de pertenencia.

Las etapas de transición son etapas de pérdida y es muy perturbador sentirse de pronto desarraiga-do, arrancado. En épocas de cambio se agudiza la necesidad de pertenencia.

Precisamente porque se han quedado sin casas, porque han tenido que salir de sus terruños, el escri-tor elabora este concepto tan reconfortante: Somos casa del Señor.


A quienes han tenido que renunciar a todo, a quienes no saben qué les depara el futuro, el após-tol les da un sentido de pertenencia: Ustedes son casa del Señor.

Cuando dejamos roles y posiciones tenemos el sentimiento de haber perdido algo, de haber sido arrancados. ¡Qué consoladora es esa noción de per-tenencia que nos da el Señor!

3. Un modelo: Jesucristo. El apóstol no solo desarrolla una teología que da fronteras y raíces. También ofrece un modelo: nos muestra cómo vivió Jesús sus propias transiciones.

Jesús sí que vivió una transición violenta: de la gloria eterna a la vergüenza y la muerte. Nuestro Señor aceptó las aflicciones, y de esa forma fue per-feccionado.

Convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos. Hebreos 2.10

De Jesús aprendemos que hay provecho en las cri-sis y que incluso puede llevarnos a la madurez. En realidad, es imposible desarrollar madurez sin pasar por experiencias de transición.


Al aceptar las aflicciones, Jesús llegó a ser autor de salvación.

¡Qué hermosa imagen: ‘autor’! También en nues-tra experiencia las transiciones pueden darnos una sensación de autoría sobre nuestras vidas.

Pero al igual que Jesús, para trascender a nuevas etapas tenemos que morir a algo. Llega un momen-to en que Dios nos pide morir a ministerios, morir a expectativas y ambiciones, morir a experiencias. No es posible avanzar a otra etapa sin morir a algo.

Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados. Hebreos 2.17–18

Jesús no es solo un modelo en el pasado. Él vive, y es poderoso para socorrernos. Podemos pedir socorro y gritar pidiendo auxilio cuando estamos en una situación límite, porque Jesús vive hoy y quiere ayudarnos.

Las etapas de transición son etapas de riesgo en las que estamos propensos a cruzar fronteras y ceder a las tentaciones. El Señor nos dará auxilio de manera poderosa, si se lo pedimos.


Jesús fue sometido a tentación, padeció, venció y ahora es poderoso para socorrernos.

Jesucristo, nuestro reposoLos períodos de transición son tiempos que produ-cen profundo agotamiento… ‘Pero los que hemos creído entramos en el reposo …’ (Hebreos 4.3).

Esta es la esperanza que trae el evangelio: hay reposo, hay esperanza, porque Dios nos ha hablado en el Hijo (Hebreos 1.1–2).

Las épocas de crisis son épocas en las que estamos expuestos a muchas voces. Algunas pueden en-durecernos y tornarnos insensibles a la voz de la Palabra.

Una de las voces más fuertes es la de la situación misma, es decir la contextual. El corazón se endu-rece cuando dejamos que las circunstancias deter-minen cómo hemos de reaccionar.

Eso ocurrió cuando el pueblo hebreo salió de Egipto. En Hebreos 3.8–9 el apóstol hace alusión a Números 13 y 14, cuando el pueblo se dejó dominar por las circunstancias y rechazó la voz del Señor. En lugar de seguir a Josué y a Caleb, optaron por escuchar a los que traían informes atemorizadores: ‘Esa es tierra que traga a sus moradores’.

También endurecemos nuestro corazón cuando aceptamos el engaño del pecado (Hebreos 3.12–13). La voz del pecado nos resulta más atractiva que el


desafío a la obediencia. Pero cuando aceptamos su seducción, endurecemos el corazón.

Cuando el pueblo de Israel rechazó la voz del Se-ñor, los dejó vagando… sin rumbo, ciento cuarenta años por

No es posible funcionar bien en la vida sin rumbo .

el desierto sin llegar a ningún lugar. Como seres humanos, todos ne-

cesitamos sentir que hemos ‘arri-bado’. No es posible funcionar bien en la vida sin rumbo, sin llegar a un sitio. Esa es precisamente la condi-ción del que sucumbe a otras voces y desoye la voz de la Palabra: está

continuamente vagando, desorientado, yendo de un lugar al otro para encontrar solo insatisfacción tras insatisfacción.

Cuando conocemos los caminos del Señor pero los rechazamos, no encontramos reposo. ¿No nos sucede, acaso, que cuando posponemos perdonar a un hermano no tenemos paz? La situación nos persigue a todas partes. No nos deja descansar.

Pero tenemos un camino mejor. El apóstol sugiere que escuchemos lo que tiene para decirnos el Espí-ritu. ¿Qué nos dice el Espíritu? La voz del Espíritu honra otra voz: nos anima a prestar atención a la voz de la Palabra.

Aceptemos la buena nueva. Dios nos ha hablado en el Hijo. Podemos encontrar reposo, si escucha-mos esa voz.


‘Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones’ (Hebreos 3.7–8; también versículos 13, 15; 4.7).

El Hijo de Dios, el que sustenta el universo, el que sujeta todas las cosas, el que expía los pecados, Jesucristo: él es la palabra final, nuestro sostén, nuestro reposo.

En el encuentro con el Hijo, cesa la búsqueda. Él es la palabra final. Uno de los momentos de mayor liberación y descanso de mi vida fue cuando me convertí a Jesucristo. Uno tiene el sentimiento de haber arribado, un sentimiento de realización, de liberación, de fin de la búsqueda. Es un momento de profundo descanso.

Jesús, el Hijo, es la palabra total que sostiene todas las cosas. Si él está en nuestra vida, el mundo no se va a descalabrar.

Jesús es nuestro reposo, nuestro shabat. Esa es la buena nueva del evangelio.

Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios. Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas. Hebreos 4.9–10

Cuando nos sentimos tan ‘acelerados’ que pare-cemos incapaces de frenar, desbocados en un sinfín de actividades, no es tanto la agenda lo que necesi-


tamos revisar sino más bien el corazón. Revisemos nuestra relación con Jesucristo.

Después de la creación, Dios reposó de sus obras y comparte con nosotros el shabat. Ya no somos esclavos de las obras, porque nuestra identidad como hijos de Dios la encontramos en Jesucristo y no en lo que hacemos. Ya no tengo que hacer y hacer y hacer… para ser.

¡Todo un reordenamiento de la vida a partir del encuentro con Jesucristo!

Cómo alcanzar el reposoLa primera palabra que el apóstol utiliza con una fuerza contundente es una expresión que no siempre nos gusta utilizar.

Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. Hebreos 4.1

Una pastoral que no apela al temor es solo indul gente. El temor es una gracia dispuesta por el Señor, una actitud radical para acercarnos al Señor y es-cuchar su voz.

Luego nos dice que para entrar en el reposo no es suficiente oír:


Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron. Pero los que hemos creído entramos en el reposo. Hebreos 4.2–3

El oír tiene que ir acompañado de fe. Creo, porque el Señor lo ha dicho.

Finalmente, el apóstol los anima utilizando una expresión muy pastoral, muy hermosa: ‘Procure-mos, pues, entrar en aquel reposo’ (Hebreos 4.11).

‘Procuremos’… Esta es una palabra muy anima-dora porque exige, pero exige con mesura. Es de-cir, hagamos lo que podamos. Intentémoslo por lo menos.

En la situación de crisis en la que estamos, no se nos pide sino que hagamos un esfuerzo. No se nos exige una acción heroica sino un pequeño esfuerzo. El apóstol sabe que cuando uno está en transición está tan agobiado, tan escéptico que apenas quiere esforzarse.

Procuremos. Hagamos un esfuerzo. ¡Qué expre-sión tan sobria y animadora!


¿Por qué hemos de procurar? ¿Por qué intentar?

Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta. Hebreos 4.12–13

Nada es ajeno al impacto y a la transformación de la Palabra. Hagamos lo que podamos para responder a Dios y abrirle un espacio; entonces él nos traerá vida y reposo. Su Palabra va a trabajar en dos terrenos: en el contexto y en el corazón.

La Palabra nos ayuda a discernir el contexto. No nos va a dar solo información, porque el co-razón no descansa solo con información. El cora-zón descansa cuando puede comprender, cuando ha podido discernir la situación. No descansa con los noticieros e informativos. El corazón descansa cuando Jesús entra y dice: ¡Sé cómo te sientes, y te puedo dar descanso!


Eso es lo que hace la PalabraLa Palabra también nos ayuda a discernir nuestro propio corazón, a entender esos caminos tan intri-gantes que nos llevan a hacer cosas que ni siquiera sabemos por qué las hacemos.

La psicología admite sus limitaciones, reconoce que no puede explicar toda la personalidad y la con-ducta humana. Pero la Palabra entra en el corazón y devela aun lo más profundo. Trae orden al corazón. ¡Cómo necesitamos orden cuando estamos en crisis! Todo se desordena dentro de nosotros. Pero la Palabra nos trae reposo, nos trae paz.

Muchas veces, encontrar reposo no es cuestión de buscar un sitio apartado, aunque eso ayuda, sino la compañía adecuada. Y esa companía es el Señor Jesús.

Él nos sostiene cuando todo parece desestructu-rarse. Podemos descansar de las obras y abrirnos a su Palabra; él nos ayudará a ordenar el corazón y a iluminar el contexto.

Cuando el mundo se desordena, cuando el cora-zón se desequilibra, la Palabra trae luz y pone orden tanto ‘afuera’ como ‘adentro’.

Ahora sí, puedo tomar decisiones. Ya puedo seguir. Puedo superar la transición y continuar avanzando.

Quiera el Señor, no importa qué situación este-mos viviendo o qué crisis estemos pasando, que


podamos encontrar el reposo de la buena nueva: Jesucristo, el que sustenta y sujeta, el que expía nues-tros pecados y limpia nuestra conciencia, el que nos libera del temor y nos lleva seguros hacia el mundo venidero.

1. Así lo expresa David Bosch en su obra Transfor-ming mission, que la crítica, tanto conservadora como liberal, considera la obra magna de todos los tiempos sobre la teología de la misión.

2Dios nos restauraTodo tiene su tiempo

Nuestra vida se desenvuelve en una compleja red de relaciones personales. Cuando conocemos a Cristo descubri-mos que él nos pide que amemos a los

demás… aun a aquellos con quienes resulta difícil relacionarnos. Y cuando queremos servirlo, el Se-ñor nos pide que crucemos barreras sociales, cultu-rales o generacionales y llevemos amor a personas de otra condición. De pronto, hay rostros que nos traen recuerdos desagradables; descubrimos que es-tamos marcados por experiencias que nos impiden vincularnos con otros de una manera sana.

Por eso es tan necesario para el ministerio que busquemos nuestra propia restauración. Guardo en mi corazón un libro que me ha hecho mucho bien y que, en su misericordia, el Señor dejó en las Escrituras. Me refiero al libro de Eclesiastés.


En el precioso pasaje de Eclesiastés 3.1–15, Dios nos habla de su restauración.

Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz.

¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana? Yo he visto el trabajo que ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el princi-

Dios nos restaura | 31

pio hasta el fin. Yo he conocido que no hay para ellos cosa mejor que alegrarse, y hacer bien en su vida; y también que es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce el bien de toda su labor. He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá; y lo hace Dios, para que delante de él teman los hombres. Aquello que fue, ya es; y lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo que pasó. Eclesiastés 3.1–15

Si todos esos ‘tiempos’ están dados, fijados, ¿qué provecho tiene tratar de cambiarlos? El maestro de Eclesiastés entra en un laberinto filosófico por los distintos aspectos de la vida humana, y concluye: ‘… y Dios restaura lo que pasó.’ ¡Qué profundo final! Podemos descansar en esta certeza: Dios restaura lo que pasó.

Aventurémonos a recorrer los laberintos con este pensador judío y veamos qué puede ofrecer-nos, especialmente en el contexto de las relaciones interpersonales.

Una definiciónEl autor de Eclesiastés comienza procurando una d efinición del ‘todo’, en los versículos 1–9.


‘Todo tiene su tiempo …’ Agrupa ese todo bajo cuatro categorías: primero, la categoría de las es-taciones de la vida: ‘Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado …’

Luego considera las emociones: ‘… tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de lamentar, y tiempo de bailar …’ Hay un tiempo para las emociones, porque también son parte del ‘todo’ de la vida.

El sabio aborda después los proyectos o las inicia-tivas: ‘tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar …’

Finalmente menciona las relaciones: ‘tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz.’

Es decir que nos da una definición inclusiva, que abarca todo lo que pertenece a la vida. La vida humana se desenvuelve en estas cuatro expresiones: las estaciones o ciclos, las emociones, los proyectos, las relaciones.


Cómo es la realidadConsideremos ahora el carácter de eso que es el ‘todo’ en la visión de este maestro.

En primer lugar, descubrimos que este todo es la realidad que existe ‘debajo del cielo’.

Es decir, es el todo de una realidad caída. Es el todo de un mundo sometido al pecado. ‘Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.’

El filósofo no está especulando con la realidad ‘del cielo para arriba’ sino con lo que ocurre ‘del cielo para abajo’, es decir la realidad que nos toca vivir aquí.

En segundo lugar, este todo no es un todo unifor-me sino que es un abanico que incluye la lluvia, el sol, la risa, el duelo, el llanto, la muerte, la vida. No es una realidad gris homogénea sino más bien un mosaico complejo y colorido.

Observemos también que no es un todo estático sino dinámico, dialéctico: la paz no sería posible si no estuviera precedida de la guerra; no podría-mos calificar el amor si no conociéramos el odio; la muerte no sería real a menos que hubiera vida; y la vida no sería un hecho comprensible a menos que hubiera muerte.

Vivimos una realidad dinámica, no estática; cada nueva experiencia va surgiendo a medida que se


dan las contradicciones: la risa y el llanto, la muerte y la vida, el plantar y el arrancar, el construir y el destruir.

Finalmente, el todo del que habla el maestro no es una realidad en proceso de regresión, en cami-no hacia lo peor, sino una realidad que, de alguna manera, va en camino hacia algo mejor.

El sabio marca dos polos en su contemplación: el primero es el ‘tiempo de nacer’ y el último es el ‘tiempo de paz’. Aquí hay una insinuación de que, de alguna manera, esta dialéctica de la existencia humana no nos lleva hacia lo peor sino hacia es-tados más armónicos; no se trata de una realidad regresiva sino progresiva.

Los dos polos de la existencia humana son: tiem-po de nacer, y tiempo de paz. Desde el nacimiento transitamos este camino. Si lo hacemos bien, llega-remos al tiempo de paz.

En la terminología del psicoanalista Eric Erik- son, ese es el tiempo de la integración. Erikson se ocupó de describir el transcurso de la vida en ocho momentos a los que llama ciclos o estadios de crecimiento; el primero es el ciclo del nacimiento y el último es el ciclo de la integración, que es la edad de la adultez plena o del adulto mayor.

Podríamos comparar esta última etapa con el concepto de paz del Eclesiastés, que en el origi-nal hebreo es el concepto de shalom. Cuando uno alcanza un estado de shalom, llega a un estado de


reconciliación y armonía con la existencia huma-na, de reconciliación con su pasado y con sus re-laciones; es un ciclo de armonía y de integración. La persona procura vivir de acuerdo con ciertas convicciones o lecciones que aprendió de la vida y empieza a desarrollar cierta armonía, a ‘ubicar las cosas en su lugar’.

Para llegar a este estado de madurez profunda, uno tiene que atravesar los distintos ciclos y estacio-nes, sin eludir las diversas emociones y relaciones que ofrece la vida.

El ser humano y la realidad¿Cuál es la relación de este todo con la persona? En primer lugar, el escritor nos sugiere que este es el único escenario de la existencia. Allí es donde vivimos.

El que no acepta vivir en esa realidad entra en lo que los psicólogos llaman esquizofrenia, porque se ha evadido de la realidad. Todos tenemos una realidad que vivir.

En segundo lugar, dice el pensador en el versículo 9: ‘¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana?’ Es inútil que el hom-bre y la mujer se esfuercen tratando de cambiar lo establecido, porque la vida viene dada con estos componentes: la muerte, la vida, el plantar, el arran-car, el construir, el destruir, el abrazar, el dejar de abrazar.


En la consejería prematrimonial, uno trata de convencer a los novios de que el ‘tiempo de abra-zar’, el enamoramiento, se acaba. Pero no lo quieren creer, hasta que ocurre el primer enfrentamiento. No conozco una sola pareja que, al cabo de tres me-ses, seis, máximo un año, no haya experimentado que se agota la relación de noviazgo. Es inútil decir: ‘Nosotros vamos a ser la excepción, vamos a vivir en la estación de la eterna primavera.’

¡Qué percepción tan profunda la del Eclesiastés! El autor parte de un concepto muy realista: es inútil que pretendamos cambiar lo establecido. Los ciclos vendrán.

En tercer lugar, insinúa que es importante que la persona viva cada ciclo, porque de otro modo no estará preparada para vivir el siguiente.

Es necesario vivir el ciclo del nacimiento para lle

Podrían transformar la realidad y hacer que la vida floreciera .

gar al ciclo de la muerte. Es importante el ciclo del amor para saber lo que es el des-amor. Es necesario vivir el ciclo de plantar y de construir, para saber lo que hay que destruir cuando llegue ese tiempo. Porque si no se ha cons-truido, no hay nada para destruir. Y si no se destruye, no se puede cons-truir. Cuánta verdad… Es impor-

tante que vivamos cada ciclo, porque de lo contrario no estaremos preparados para el siguiente.


Hay personas y entidades totalmente ‘congela-das’ en el tiempo y en el espacio. Tarde o temprano caen porque solo la sucesión de ciclos hace posible la renovación.

Lo hemos podido ver en el caso del movimien-to hippie, que rechazó por completo los ciclos de la vida. En la ciudad de Bogotá, por ejemplo, los hippies pidieron al gobierno local que les permi-tieran vivir y acampar en determinados parques de la ciudad, para mostrar que con su ley, el amor, podían transformar la realidad y hacer que la vida floreciera.

Les dieron el parque de la calle 60 y embellecieron ese sitio. Y floreció. Pero quisieron quedarse conge-lados en el tiempo, y duraron solo una década, por-que no entendieron que la vida no es solo ‘flores’.

De la misma forma, si en nuestras iglesias y gru-pos no nos aseguramos de construir y a la vez des-truir, el momento de transición llegará, nos guste o no.

Si no nos vamos abriendo a los ciclos propios de la vida, no podremos renovarnos.

Después de un período, hay cosas que deben dejar de hacerse y hay cosas nuevas que deben iniciarse.

En el año 1985, recibimos como familia una invi-tación sorpresiva para que pasáramos un año acom-pañando a una misión y al movimiento estudiantil en Sudáfrica, básicamente ayudando en la tarea de la reconciliación. Cuando buscábamos la palabra


del Señor como confirmación para tamaña deci-sión, el texto que nos dio por medio de un hermano, fue: ‘Mi presencia irá contigo, y te daré descanso’ (Éxodo 33.14).

Partimos sin imaginar lo que nos esperaba. Re-cuerdo cómo, apenas nos ubicamos allá, de pronto sentí un fuerte impulso del Espíritu a revisar nuestro tiempo en el movimiento estudiantil colombiano, la Unidad Cristiana Universitaria (UCU). El Espíritu Santo me dijo: ‘Es tiempo de morir. Te he llamado para decirte que tienes que dejar UCU.’

Cuando entré en el movimiento estudiantil, creí que nunca tendría que dejarlo; entonces Dios me llevó a la estación de la muerte y me puso en un tiempo de luto: Es tiempo de salir…

Si nos aferramos al liderazgo, no habrá nuevo liderazgo.

Hay tiempo de nacer, y tiempo de morir. Dios lo prepara todo a su debido tiempo; por eso hay que trabajar cuando Dios nos provee ese tiempo.

La realidad desde la perspectiva de DiosHemos considerado la relación del ser humano con ‘el todo’. Pero también necesitamos saber cuál es la relación de Dios con ese todo.

En la primera observación y análisis de la realidad que hace el sabio, Dios no está incluido.

¿Qué sucede cuando decide incluir al Creador?


Yo he visto el trabajo que Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin. Eclesiastés 3.10–11

Necesitamos incluir a Dios para escapar de la tiranía de lo inexorable, de lo inevitable.

Sin Dios, esa realidad es muy aplastante. Uno po-dría preguntarse qué sentido tiene construir, hacia dónde lleva toda esta situación tan cíclica, cuál es el propósito de todo esto.

Pero, desde el versículo 10 en adelante, encontra-mos un lenguaje mucho más positivo: entrará Dios, y entrará la alegría, entrará la eternidad, entrará el comer, entrará el hacer el bien.

El panorama cambia completamente. Dios entra, no como aguafiestas, sino para incorporar la cele-bración en la existencia.

Lo primero que se nos dice es que Dios es el crea-dor de lo hermoso: ‘Todo lo hizo hermoso en su tiempo’ (versículo 11). Es como si antes el filósofo hubiera visto la realidad sin ‘anteojos’. Luego decide ponerse los ‘anteojos’ de Dios: ‘Ahora voy a saber cómo luce la realidad mirándola con Dios.’


Cualquier situación que consideremos sin las ‘gafas’ de Dios y luego con Dios, tendrá una dife-rencia sustancial.

Lo que encuentra el pensador del Eclesiastés es un dato sorprendente: ‘Todo lo hizo hermoso en su tiempo.’ ¡Cuánto puede influir en nuestro enfoque de la vida reconocer que lo que Dios creó es hermoso!

Pero, ¿qué puede tener de hermoso una guerra? ¿Qué puede tener de hermoso un período de

Dios es el creador de la hermosura .

arran-car? Es hermoso un período de amor. Es hermosísimo un período de paz. ¿Pero qué hermosura puede tener un tiempo de morir?

Sin embargo, la hermosura no está dada solamente por el contenido

sino por el momento, por la pertinencia de la expe-riencia. Lo que sucede en su tiempo es hermoso.

Puede haber hermosura en el contenido, sí, pero sobre todo en la ubicación. Aun las experiencias más difíciles, cuando ocurren en el momento apropiado, a su tiempo, son sentidas como hermosas.

A veces las cosas no se dan a su tiempo y entonces no son hermosas.

En una ocasión estuve presente en una reunión de reconciliación. Un hermano y una hermana ha-bían tenido durante su ministerio una relación muy conflictiva; llegó el tiempo de licencia de la hermana y fue ella quien convocó a esta reunión.


Al siguiente día ya debía salir de viaje y, con todo el candor y la sinceridad del caso, esta hermana dijo: ‘Quiero pedirte perdón por todo lo que te hice mientas has servido entre nosotros.’

Pero el hermano le contestó: ‘Has escogido el peor momento para hacerlo, porque mañana te vas. Ojalá hubieras querido hacer esto cuando todavía teníamos tiempo para procesar nuestra experiencia. Ahora pides perdón y te vas. Yo me quedo aquí, con la carga y el trabajo, y tú te vas sin haber cumplido tu responsabilidad.’

En ese caso, el perdón no fue hermoso, por lo menos para una de las partes. Lo hermoso tiene su momento.

En segundo lugar, el maestro descubre que Dios es el sembrador de lo eterno. Cuando mira hacia dentro de sí mismo con los ‘anteojos’ de Dios, des-cubre la eternidad que está en el ser humano. Dios ha puesto eternidad en nuestro corazón.

Al darle eternidad, Dios salva al ser humano de lo que parecía un destino inalterable. Por esa eternidad que Dios ha puesto en nuestro corazón, sabemos que hay mucho más que las estaciones de esta vida; sabemos que la vida es mucho más que lo que alcanzamos a observar.

Eso es lo que nos da deseos de avanzar… Si la vida terminara en el versículo 8, ¿qué sentido tendría luchar por ideales?


Dios salva a la humanidad de la contingencia de lo cíclico de la vida y la lleva a vivir con nostalgia, no solo de un nuevo ciclo de la vida sino sobre todo con nostalgia de lo absoluto.

Pero esta semilla de eternidad es incomprensi-ble; el hombre no alcanza a entender lo eterno. El versículo 11 dice: ‘Ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin.’

Este pensador presenta aquí una verdad profun-da: está preocupado por entender la existencia y

Dios restaura lo que pasó .

percibe que no puede abarcar la to-talidad de la realidad. Dios ha pues-to eternidad en el corazón del ser humano, y este concepto lo excede totalmente. En consecuencia, el sa-

bio afirma que ningún ser humano puede darnos una definición de la totalidad.

Hay teorías que han pretendido darnos una definición de la totalidad, como el materialismo dialéctico y el psicoanálisis. Pero el escritor del Eclesiastés, al observar la realidad con los ojos de Dios, descubre la eternidad en su propio corazón y declara que el ser humano no puede abarcar esos dos polos, el principio y el fin. Es demasiado. Na-die puede dar definiciones absolutas. Nadie tiene la comprensión absoluta de la totalidad.


Para culminar, el filósofo dice: Dios restaura lo que pasó. ¿No estamos condenados a vivir marcados por nuestras experiencias? ¿Acaso no deja huellas la guerra? ¿Acaso el desamor no deja heridas? ¿Pode-mos ser felices cuando nuestra experiencia ha sido que nuestros padres, nuestros tíos o nuestros abuelos no nos amaron sino que nos rechazaron? ¿Qué mar-cas deja en nosotros la experiencia de haber nacido como hijo no deseado? ¿No estamos determinados irremediablemente por nuestro pasado?

El sabio del Eclesiastés parece hacerse la misma pregunta. ‘Aquello que fue, ya es.’ Lo que pasó, pasó; es un hecho. Y luego dice: ‘Lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo que pasó.’ ¿Qué significan estas palabras?

Una restauración profundaRestaurar es literalmente volver una pieza o una cosa a su estado original.

Cuando hablamos de un edificio que está siendo restaurado, esperamos que luego nos dé una idea de cómo fue en su estado original.

A veces creemos que la restauración significa que Dios nos pondrá en un estado de ‘eterna primavera’. Pero lo que este pasaje sugiere es que cuando Dios restaura a alguien, permite que pueda volver a vivir los ciclos de la vida.

La persona sometida por el pasado tiende a ser unan persona ‘congelada’ en ese pasado. Pero


cuando Dios restaura a una persona que ha sido marcada por la amargura, la saca de esa situación de amargura, no para que viva en un estado de perenne alegría y placidez, sino para que pueda ser normal; y ‘normal’ quiere decir que pueda enfrentar la vida como es, con todos sus matices.

En segundo lugar, la restauración también implica que llega un momento en que podemos entender aquello que nos pasó. Una vez escuchaba a un her-mano expositor muy destacado en América Latina, que venía de un hogar pobre. Cuando conocieron el evangelio, el hogar se transformó; no es que se volvieron ricos por el evangelio, pero se volvieron más humanos. El hermano hizo esta declaración: ‘Yo solía pensar que era un tremendo error el que Dios había cometido al haberme permitido nacer en el hogar en que nací. Hoy, si me diera la oportu-nidad de elegir, volvería a escoger el mismo hogar.’

¿Cómo es que de pronto descubrió acierto en la experiencia de su nacimiento? Eso fue posible por su restauración: entendió el propósito de Dios, y descubrió que el Señor lo hace todo hermoso.

En tercer lugar, Dios nos restaura porque en su misericordia permite que el invierno se abra a la primavera, para que no quedemos esclavos de esa estación del dolor sino que entremos en la estación de la gracia.

Jesús llega a nuestra vida y, mediante su presencia, adquirimos el recurso del amor y del perdón. Así


podemos superar esas heridas del pasado. En su misericordia, él nos da este tiempo de gracia.

Ocurrió una vez que al salir una estudiante cristiana de su universidad, en Colombia, a las 9.30 de la noche, se acercó un muchacho en una bicicle-ta y le dijo: ‘No tengo para el pan, ¿me puedes ayu-dar con algo?’ Ella abrió su cartera pa

Dios restaura lo que pasó ayudándonos a aprender del pasado .

ra sacar el dinero e inmediatamente el mucha-cho sacó un cuchillo, la abrazó, y escondiéndoselo en el cuello, le dijo: ‘Ahora tienes que caminar conmigo.’ La obligó a caminar tres horas con el cuchillo en el cuello y cuando en-contró un parque, ya a medianoche, la obligó a desvestirse, la violó bru-talmente, y después le dijo: ‘Ahora te voy a matar, porque sé que me vas a denunciar.’ Entonces, ella oró: ‘Señor, no permitas que acabe así.’

Al día siguiente, derrumbada, humillada, honda-mente marcada por la experiencia, vino a buscarme para que la ayudara a procesar sus sentimientos.

¿Momento para perdonar? No, no era la estación del perdón todavía; no hubiera resultado hermo-so, hubiera sido muy artificial. Cuando vivimos las experiencias fuera de tiempo, no entran en la cate-goría de lo hermoso; se vuelven ficticias. Entonces le dije: ‘Es tiempo de llorar, tiempo de luto, tiempo de pérdida…’


En la gracia de Dios, ese tiempo se acaba y enton-ces viene el tiempo del perdón. Llegó el momento, en su proceso de recuperación, cuando dije: ‘Si te encuentras con aquella persona que te agredió, ¿ya estás lista para compartir el evangelio, verdad?’ ‘Sí’, me respondió con seguridad.

También creo que Dios restaura lo que pasó ayu-dándonos a aprender del pasado y a construir la vida con esas lecciones.

Dios nos permite mirar hacia atrás y decir: ‘Esto he aprendido’, y eso nos da la posibilidad de no vol-ver a cometer los mismos errores.

Algunas parejas me dicen: ‘Nosotros sabemos lo que es el desamor porque lo hemos sufrido en la infancia. Nos vamos a esmerar por dar amor a nuestros hijos.’

Dios restaura las experiencias del pasado y nos permite contemplar y hacer uso de las lecciones de la vida.

Tiempo de restauración. Tiempo de perdón. Dios restaura lo que pasó. Sin Dios, no hay esperanza. Con Dios, todas esas experiencias traumáticas pue-den ser restauradas. Dios nos permite experimentar su gracia, y nos abre al tiempo de restauración.

La respuesta del ser humanoEntonces, ¿qué posibilidades tienen el hombre y la mujer en relación con el todo?


El sabio utiliza tres verbos para abordar este tema. En el versículo 10, dice: ‘Yo he visto.’ En el versículo 12, ‘Yo he conocido.’ Y finalmente, en el versículo 14: ‘Yo he entendido.’

¡Qué hermosa progresión! Ver, conocer y entender. ¿Qué es lo que puede ver el sabio? Lo que ve es el

escenario que nos toca vivir. Tengo que aceptarlo: estamos en el mundo. La vida está compuesta de la risa y el llanto, del morir y el nacer, del construir y el destruir.

Es importante tener una percepción correcta de la realidad.

En segundo lugar, dice el maestro del Eclesiastés que ha conocido. Esta es una nueva dimensión en la experiencia.

Ha conocido que es bueno alegrarse, hacer el bien y disfrutar del trabajo, porque la realidad con Dios tiene sentido.

Si vivo esta realidad con Dios, puedo alegrarme, disfrutar del trabajo y hacer el bien, porque no será tiempo perdido.

Estos son tres elementos nuevos que entran en la existencia humana cuando se incluye a Dios: la celebración, las buenas obras, y el sentido del tra-bajo.

Finalmente, declara que ha entendido. El sabio ha comprendido que todo lo que Dios hace es her-moso, que no debe modificarse.


De nada vale que tratemos de modificar o crear alternativas al orden creado. Nada ganamos tratan-do de crear una nueva alternativa al concepto de matrimonio, aduciendo que está en decadencia… Hay quienes hablan del matrimonio abierto, del matrimonio a prueba, del matrimonio entre lesbia-nas o entre homosexuales, afirmando que la nueva realidad exige ese nuevo orden social… No. Lo que Dios ha hecho no es modificable; mejor recibámos-lo como él lo estableció.

Entonces, al entender que ese proceso no se pue-de modificar, el sabio nos dice: ‘Es mejor temer a Dios.’

Conclusión¿Qué pautas nos deja este análisis?

En primer lugar, aceptemos: la vida es así. Antes de alcanzar esta comprensión y aceptar la realidad, seguramente vamos a tratar de negarla. Intentare-mos regatear con Dios, hasta que finalmente ten-dremos que rendirnos.

No tratemos de saltear las estaciones de la vida. Cuando alguien nos ofende, a veces rápidamente decimos: ‘La Biblia dice que debo perdonar. Te perdono, demos por acabado el asunto, cantemos y celebremos; no ha pasado nada entre nosotros dos.’ Al día siguiente… la depresión y la angustia. Es que la vida tiene un orden establecido. No tratemos de cambiar ese orden.


En segundo lugar, la eternidad nos permite tras-cender fronteras. No estamos esclavizados por la realidad. Hay espacio para la renovación. Podemos aspirar hacia lo nuevo y desconocido, a lo que no hemos vivido todavía.

En tercer lugar, disfrutemos del tiempo de gracia. El Señor ha llegado a nuestras vidas. Su amor y su perdón nos permiten reconciliarnos con esas expe-riencias difíciles del pasado.

En una oportunidad, me encontré con una her-mana a la que hacía tiempo no veía. Me asombró verla totalmente transformada y hasta transfigura-da. ‘¿Qué ha pasado?,’ pregunté. Cuando la conocí, estaba marcada por una experiencia de separación, ocurrida muy poco después de conocer el evangelio. ‘Dios me ha restaurado,’ me respondió. Volví a pre-guntar: ‘¿Y eso qué significa?’

‘Bueno —me explicó—, Dios me ha ayudado a perdonar, y también he aprendido algunas lecciones de lo que viví. Ahora estoy sirviendo al Señor. Dis-fruto de mi trabajo. También estoy haciendo gim-nasia, estoy cuidando mi peso, estoy disfrutando de los míos.’

Era una persona transformada, no porque no tuviera problemas sino porque había aprendido lecciones que la ayudaban a manejar las nuevas es-taciones de la vida.

Dios restaura lo que pasó para que podamos movernos a la siguiente estación en nuestra vida:


una nueva relación, una reubicación, una nueva profesión, una forma distinta de servir al Señor, una nueva disciplina para adquirir.

Salgamos del tiempo de nacer, entremos en el tiempo de destruir; salgamos del tiempo de des-truir y entremos en el tiempo de construir. No nos congelemos en una sola estación de la vida.

Aceptemos el tiempo de gracia, el tiempo de Dios, y avancemos a la siguiente estación de la vida.

3Las relaciones personalesVivir en el espíritu

Los seres humanos vivimos en comunidad. Es inevitable que las relaciones entre per-sonas generen conflicto. ¿Por qué? En su Carta a los Gálatas, el apóstol Pablo

sugiere cuál es la raíz del problema. Y en esencia, siglos después, la realidad humana sigue siendo la misma.

Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros. Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no


hagáis lo que quisiereis. Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios. Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Gálatas 5.14–24

Pablo inicia este capítulo preguntando a los gálatas por qué han abandonado la libertad que conocie-ron en Cristo. Si Jesucristo los había liberado del dominio de la ley y el pecado, ¿por qué habían retrocedido, abandonado la gracia de Dios?

La Biblia describe dos ámbitos opuestos: la gracia y la carne. La primera otorga libertad y vida, la se-gunda esclavitud y muerte. Estar fuera de la gracia es caer en el camino de la carne. Con este término, la Palabra de Dios alude a nuestra pecaminosa natura-

Las relaciones personales | 55

leza caída. Todos estamos marcados por esa inclina-ción al mal. Cuando dejamos el amparo de la gracia de Dios y transitamos por el camino de la carne, dice el apóstol que corremos el riesgo de ‘mordernos y comernos’ mutuamente. Estas expresiones son muy fuertes: según Pablo, el resultado de las relaciones dominadas por la carne se parece a una especie de ‘canibalismo espiritual’.

Cuando perdemos la perspectiva de la fe, la pers-pectiva de Dios, inevitablemente vamos a tener problemas en nuestras relaciones. Esa es la raíz de nuestros conflictos interpersonales.

Las obras de la carneEn más de una ocasión el apóstol enumera en sus cartas las conductas del que está fuera de la gracia. Como vemos en este pasaje, la lista cubre una gama variada de comportamientos desagradables. Todas, tanto la lascivia como el chisme, el adulterio como la avaricia son expresiones de la naturaleza peca-minosa que invariablemente producen conflictos entre las personas.

Pablo afirma que las obras de nuestra natura-leza pecaminosa son ‘manifiestas’, es decir, son evidentes, obvias. Todo el mundo reconoce estas conductas como malas. Aun cuando la sociedad moderna relativiza los criterios morales, las pau-tas que Dios estableció para una vida sana y plena no cambian. Estamos lejos de aceptar al adulterio


como algo bueno. Es obvio para todo el mundo que la infidelidad no es algo correcto, aunque haya quienes pretendan hacer ese discurso. De la misma forma, todos concuerdan en que la hechicería es mala, aunque haya intentos de defenderla. Las obras de la carne son obvias. No es posible darles una in-terpretación diferente: es evidente que son malas, por los daños que provocan.

En segundo lugar, cuando describe las obras de la carne, Pablo muestra que en su esencia llevan un factor de desintegración. En esta lista pueden agruparse las obras pecaminosas en cuatro esferas: la esfera sexual, la esfera religiosa, la esfera de lo social y la esfera de los valores.

En cada uno de estos ámbitos, el deterioro avanza desde el primer al último nivel de perversión. En el primer caso, el de los pecados sexuales, hay un proceso desintegrador que avanza desde el adulterio hasta la orgía. La persona que ha caído en adulterio todavía no ha llegado al nivel de desenfreno que supone la orgía. Pero el proceso de desintegración avanza, y cuando llega a cometer orgías, esa persona ha perdido totalmente la noción de fronteras y desconoce todos los parámetros de la moral.

Cuando las obras de la carne se manifiestan, afir-ma el apóstol, se instala un proceso desintegrador en el ser humano y la perversión avanza, afectando todas las esferas de la sociedad.


¿Hay esperanza?En Romanos, Pablo declara qué hacer con la carne:

Si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Romanos 8.13

La Biblia afirma que debemos hacer morir las obras de la carne. Digamos, en primer lugar, que la expre-sión ‘hacer morir’ utiliza en el original un verbo en el presente continuo. La traducción literal sería ‘ir haciendo morir, vivir haciendo morir’. Pablo dice, además, que este proceso de hacer morir nues-tra tendencia pecaminosa solo puede darse bajo la influencia y acción del Espíritu Santo. Es decir, aceptando las presiones del Espíritu de Dios para rechazar el pecado y optar, en cambio, por las alter-nativas que el propio Espíritu nos pone al alcance y nos ayuda a practicar.

Valiéndonos de la analogía de la experiencia humana, podríamos decir que hay tres formas de ‘hacer morir la carne’. Una es por abandono: cuan-do uno deja de regar una planta, esta se muere; si descuido mi relación con alguien, tarde o tempra-no, el vínculo con esa persona muere. De la misma forma, puedo ir abandonando una conducta peca-minosa hasta que desaparece de mi vida.


También se puede ‘hacer morir’ por extirpación, como cuando alguien tiene que someterse a una cirugía para que le extirpen algo. Cuando dejamos que un conflicto crezca y permanezca en nosotros, llega a convertirse en ‘raíz de amargura’. Entonces, si queremos solucionar el problema, tenemos que hacer un examen profundo de la situación hasta llegar

Cuando dejamos que un conflicto crezca y permanezca en nosotros, llega a convertirse en ‘raíz de amargura’ .

al origen mismo y extirparlo de raíz. También es posible hacer morir

por medio de la violencia. En los mataderos utilizan este sistema para matar las reses. Hay situaciones en la vida en las que no cabe otra cosa que aplicar un método violento para hacer morir el pecado en nosotros. En una ocasión, quería explorar la literatura mejicana e investigar acer-ca de los mejicanos que viven en los Estados Unidos. Empecé a leer las obras del mejicano Carlos Castañe-

da. Su estilo me fascinaba. Pero descubrí que me estaba introduciendo, casi sin que me diera cuenta, en el mundo de la brujería y el ocultismo. Entonces tuve que aplicar un método violento: literalmente, cerrar el libro, ponerlo en el estante y no volver más a esa literatura. Cuando advertí que me estaba afec-tando profundamente, no tuve otra alternativa que aplicar este método implacable y definitivo.


De estos tres métodos para hacer morir las obras de la carne el que Pablo insinúa en el pasaje de Gálatas es el último, porque usa la expresión ‘cruci-fiquen’. La crucifixión es una experiencia que impli-ca violencia. Implica que, si quiero hacer morir las obras de la carne, debo aceptar una cuota de dolor. Si realmente queremos dominar nuestra tendencia hacia el pecado, no hay otro método que el de la crucifixión.

Sin embargo, Pablo sigue su reflexión y nos mues-tra una alternativa: andar en el Espíritu. El creyente que da espacio al Espíritu en su vida, camina cada día en una atmósfera que excluye las obras de la carne.

La alternativa de vivir en Espíritu

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Gálatas 5.22–24

Notemos que el apóstol no habla de ‘frutos’ del Espíritu sino de ‘el fruto’ del Espíritu. Alguien ha dicho que es un fruto con nueve sabores. También se ha sugerido que probablemente la intención de Pablo era expresar todo lo que nace del amor:


‘Mas el fruto del Espíritu es amor: gozo, paz, …’ Es decir, el amor se manifiesta en todas estas maneras. Es difícil pensar en un fruto con muchos sabores, pero sí conocemos helados de varios sabores y nos gusta paladearlos. ¡Cuánta belleza la del fruto del Espíritu, un fruto con muchos sabores que nos nutre y nos llena de disfrute!

El Espíritu Santo, a diferencia de las obras de la carne, en vez de desintegrar, integra. Mientras que la carne nos pone en conflicto a unos con otros, el fruto del Espíritu nos acerca. El pecado divide a la humanidad, provoca rivalidades y enemistades; el fruto del Espíritu, por el contrario, crea comunidad, acerca a las personas y las pone en familia.

Reflexionemos por un momento sobre el am-biente en el cual se da el fruto del Espíritu. Ningún fruto nace en el aire. El Señor nos dice, en primer lugar, que la semilla de la cual nace este fruto es la Palabra.

El fruto del Espíritu no crece divorciado de la Palabra de Dios, porque su Palabra es la semilla que produce esa clase de fruto. Así lo declara el propio Jesús en la ‘parábola del sembrador’. Si queremos ver este fruto en nuestra vida debemos estar enraizados en su Palabra. Sin esa semilla fecunda de la Palabra no hay fruto.

Un fruto o una semilla también necesitan un terreno en el cual crecer. ¿En qué terreno crece el fruto del Espíritu? Como lo muestra la misma


parábola, el terreno es el corazón de la persona. Además, para que crezca el fruto se requiere del terreno de la comunidad. Si no estoy viviendo en comunidad, ¿a quién amo? ¿A favor de quién ejercito la paciencia, a quién le manifiesto mansedumbre? Si pretendo vivir solo, comiendo yo mismo del fruto, el fruto ha perdido su propósito. El terreno donde crece y se manifiesta el fruto es la comunidad donde me relaciono con otros.

Por otro lado, el fruto necesita de alguien que lo cuide, un labrador. También es Jesús quien nos dice en Juan 15, que el Padre es el labrador. En el ejercicio de nuestra comunión con él, el Padre, como buen hortelano, hace el trabajo necesario para asegurar-se de que haya fruto adecuado, y que lo haya en abundancia.

Todos queremos tener al Padre como hortelano. Pero en la práctica, él tiene ayudantes humanos. La forma en que trabaja en nosotros es poniéndonos junto a personas que nos ‘cultivan’. Necesito de al-guien que me diga lo que ve, alguien que oportuna-mente me diga: ‘Jorge, te falta paciencia, tienes que desarrollarla más. Procediste impacientemente en tal circunstancia.’ O bien: ‘¿Sabes? Sería hermoso que mostraras más bondad en tus acciones; creo que necesitas cultivar la mansedumbre.’

Estos hortelanos no son muy atractivos; todos preferimos al Padre como hortelano. Pensamos que el Padre tiene derecho a señalarnos esas faltas, pero


no quienes viven con nosotros. Sin embargo, si los que me conocen no me dicen las cosas, ¿cómo voy a aprender? Con frecuencia el Labrador divino toma la forma de un hortelano humano para hacerme llegar su mensaje.

Es muy bueno que haya por lo menos una perso-na a quien le demos permiso para ser ‘hortelano’ en nuestra vida. Digámosle a alguien: ‘Mira, yo quiero crecer en fruto del Espíritu y quiero que me ayudes; podemos reunirnos de vez en cuando, sencillamen-te para ver cómo estamos creciendo en términos del fruto.’ Es de mucho beneficio darle permiso a alguien para que nos hable de esa forma, en la ver-dad del Señor.

El fruto del Espíritu¿Qué es lo que produce el Espíritu en nosotros? Los comentaristas agrupan de diversas maneras estas manifestaciones, todas muy legítimas. Por mi parte, las he clasificado en tres grupos.

El primero se relaciona con lo que soy o con lo que es de esperar que haya en mí: amor, gozo y paz. En el segundo grupo, encuentro el fruto que influye en mi relación con otros: paciencia, benignidad y bondad. En tercer lugar, el fruto desarrolla en mí re-cursos para la vida: fe, mansedumbre y templanza. La palabra ‘fe’ ha sido entendida por los comenta-ristas también como ‘fidelidad’. Caben ambas con-notaciones del término.


John Stott también agrupa las manifestaciones del fruto del Espíritu en tres categorías. Los tres primeros son los que debe haber en relación con Dios: amor, gozo, paz. Los tres siguientes son las manifestaciones del fruto en relación con aquellos con quienes convivo. Y los últimos tres, según la cla-sificación de Stott, tienen relación conmigo mismo. Creo que esta clasificación también es válida.

Después de presentar el fruto del Espíritu Santo, el apóstol agrega: ‘… contra tales cosas no hay ley’. En otras palabras, mientras que a la

No hay ley, no hay ‘cuánto’ . Cuanto más pueda, mejor .

carne sí hay que ponerle límites, este fruto no los ne-cesita. No cabe preguntar: ‘Herma-no, ¿cuánto amor debo tener hacia Fulano? ¿En qué medida debo tener paciencia a Mengano? ¿Cuánta mansedumbre debo ejercitar?’ No hay ley, no hay ‘cuánto’. Cuanto más pueda, mejor. No hay restricciones al crecimiento de este fruto. En cambio, para la carne sí debe haber fronteras. La tendencia que tenemos hacia el mal necesita barreras. Es absurdo preguntar: ‘¿Cuánto de fornicación le es permitido a uno?’ Nada, dice Pablo, porque hay que crucificar los deseos de la carne. A esto sí hay que ponerle restricciones, pero al amor no. El amor tiene espacio libre para mani-festarse todo lo que pueda.


Las etapas de un conflictoAntes de considerar cómo nos ayuda el fruto del Espíritu a resolver conflictos interpersonales, es preciso entender algo respecto a la dinámica del conflicto.

Los estudiosos señalan que, por lo general, hay cinco momentos en el desarrollo de un conflic-to. El primero es el que llaman potencialidad de conflicto.

Es la etapa previa al problema. Por ejemplo, cuan-do planificamos un encuentro o una actividad, es-tamos transitando una etapa de conflicto potencial. Es conveniente saber que en toda relación que ini-ciamos con otros entran en juego muchos factores que tienen el potencial para generar conflictos.

Es segundo momento es el del conflicto latente. Durante la reunión que convocamos, alguien le-vanta la mano y dice: ‘Hermanos, me voy a reti-rar porque esto está muy aburrido.’ Sus palabras ponen a la vista un conflicto latente, un problema en gestación.

Luego viene el tercer momento: el conflicto pro-piamente dicho. Otra persona levanta la mano y dice: ‘Yo pienso que si este hermano está aburri-do, es mejor que se vaya.’ Entonces el primero le contesta: ‘Ya veo que ustedes no me necesitan, lo mejor que puedo hacer es renunciar a mi cargo.’ Alguien le responde: ‘Tiene razón, estaremos mejor


sin usted, hermano.’ Y el diálogo continúa: ‘Ya había oído que usted andaba hablando de mí y ahora lo compruebo.’ ‘Sí, he venido pensando algunas cosas en cuanto a usted. Usted es irritante y no hace más que generar conflictos.’ ‘Si yo soy todo eso, ¿por qué no me lo había dicho antes?’ ‘¡Pues ya se lo estoy diciendo!’ Sin duda, hemos entrado en el conflicto propiamente dicho.

Con todo, el proceso no se detiene necesaria-mente allí. Hay una cuarta etapa. Si las partes están interesadas en resolver sus diferencias, pueden entrar en la etapa de resolución del conflicto. En nuestro ejemplo, un miembro del grupo, calmado y equilibrado, se levanta y dice: ‘Momento, herma-nos…’ Comienza a mediar y a acercar a las partes en conflicto para que expresen su dolor, sus senti-mientos, sus preocupaciones. Si hay voluntad de solucionar el problema, es posible entrar en la etapa de resolución del conflicto, en el tiempo de perdón y reconciliación.

Sin embargo, los estudiosos han descubierto que, aunque la mayoría de nosotros cree que ahí termina satisfactoriamente el proceso, no es así. Hay un quinto momento que se llama el ‘post-conflicto’, o post-resolución.

Después de haberse calmado estos dos hermanos, los vemos irse y creemos que todo está resuelto. Pero al acostarse esa noche comienzan a pensar: ‘No, yo no creo que eso haya sido genuino, me parece que


en realidad no me perdonó. Por la forma en que me miró, yo creo que esto no está resuelto.’ Y el otro em-pieza a pensar: ‘Usó palabras muy torpes conmigo, y ofendió a mi familia…’

Hubo reconciliación, pero todavía hay una etapa más en el proceso de resolución de conflictos. Se ha comprobado que, si esa etapa no se atiende ade-cuadamente, hay un enorme potencial para que el conflicto se reinicie con más fuerza.

Después de un conflicto, las personas se sienten vacías; sienten angustia, a veces caen en la depre-sión y la culpa. Entonces piensan que quizás no perdonaron suficientemente o no fueron realmente aceptados y perdonados. Es bueno saber que esta etapa es parte del proceso natural. Es necesario saberlo, para poder atenderlo correctamente.

El Espíritu Santo en la resolución de conflictos¿Qué resultados tendremos si utilizamos el fruto del Espíritu en la resolución de conflictos?

1. ▶ El Espíritu me muestra que el primer paso en la superación de un conflicto de cual-quier naturaleza, es manejar el conflicto que hay en mí. En el momento en que alguien me agrede, la reac-

ción que surge en mí no suele ser la del Espíritu sino la de la carne. Mi reacción natural no será angelical: ‘Te agradezco por tu sinceridad; cuánto aprecio que


me hayas mostrado esto y que expreses abiertamen-te lo que está en tu corazón…’ Es más probable que esté pensando: ‘Será muy cierto lo que dices, pero tú no eres ningún santo. Ya verás cómo te voy a aplastar cuando llegue la oportunidad.’

Es allí donde se presenta el primer desafío en el proceso de resolver el conflicto. En mi interior se opera una lucha entre la carne y el Espíritu. Si quiero resolver un conflicto, declara el apóstol Pablo, no puedo actuar improvisadamente. Necesito prepa-rarme, cultivar en mí el fruto del Espíritu. Busco pri-mero la ayuda del Espíritu para procesar el conflicto en mi interior: esa herida, esa incomprensión que me produce dolor, enojo y quizás resentimiento.

2. ▶ El apóstol nos muestra que cuando un hombre o una mujer están guiados por el Espíritu en la resolución de un conflicto, no esperan que el otro se acerque: toman la iniciativa. Una de las características del amor es que da el

primer paso. El amor no espera ser amado: el amor ama; esa es su naturaleza. Si realmente quiero resol-ver este conflicto, en vez de dar lugar a la carne, que es defensiva, envidiosa, rencorosa, me dejo guiar por el fruto del Espíritu y me acerco yo a la persona que me ofendió: ‘¿Puedo hablar contigo?’

Pero cuando me aferro a lo que considero un derecho propio y pretendo que la persona que me ofendió venga a pedirme perdón, quizás esa perso-


na nunca se entere de que me ofendió, y en conse-cuencia nunca venga… ¡Me moriré con el conflicto y me iré con amargura a la tumba, esperando que el ofensor llegue o nos encontremos algún día en el más allá!

Por el contrario, si me muevo por amor tomo la iniciativa, aun si no soy yo el responsable del con-flicto. Me acerco con la actitud del Espíritu Santo y digo: ‘César, no sé qué ocurre, pero siento que hay algo mal entre nosotros.’ Quizás César responda: ‘No pasa nada y no tienes por qué meterte en mi vida.’ Uno debe correr el riesgo del rechazo. Pero aun entonces, si el acercamiento está fundado en el amor, podrá seguir adelante porque el amor es sufrido.

3. ▶ La enseñanza que comunica Pablo en este pasaje nos muestra también que, cuando es el Espíritu el que impulsa en la resolución de un conflicto, no acuso al otro sino que expreso cómo me siento yo. Comienzo diciendo: ‘Sabes, me siento incómodo cada vez que tenemos que saludarnos, porque percibo una tensión entre nosotros.’ En cambio, si me dejo llevar por la carne, es posible que diga: ‘Oye, Carlos, ¿por qué me desvías tu mirada? ¿Por qué cada vez que tenemos que trabajar juntos te pones rígido? ¿Por qué cada vez que me acerco tomas la silla y te vas a otro lugar?’


Cuando hablo así, demuestro que no he venido a resolver un conflicto sino a aumentarlo. En cambio, si me acerco con el fruto del Espíritu, en lugar de exigir, pregunto. En lugar de culpar, expreso cómo me afecta a mí la situación y asumo mi responsabili-dad. Me acerco dispuesto a hacer mi parte para me-jorar la relación. ‘Carlos, quisiera saber qué es lo que te molesta de mí, porque me gustaría cambiar.’

Si vengo a resolver un conflicto con el fruto del Espíritu, no me apresuro a juzgar: escucho. No he venido a convencer al otro de que yo tengo la ra-zón. Por lo tanto, en lugar de exigir, ofrezco, porque no he venido a ganar sino a resolver. Cuando nos acercamos a otro con ánimo de ganar, es preciso que haya un perdedor.

4. ▶ Otro recurso que nos da el Espíritu es la fe. En consecuencia, la actitud con que procedemos a resolver el conflicto no es el pesi-mismo sino la esperanza. Muchos nos sentimos derrotados antes de empezar: ‘Con esta persona es imposible. ¿Para qué intentarlo? No voy a lograr nada.’ Si tengo esa actitud, seguramente no voy a lograr nada.En cambio, el Espíritu me da la esperanza de que

Dios honrará mi obediencia. Aun si no se restaura la relación, el Espíritu planta una semilla de esperanza que me permite continuar sin sentirme abrumado. Si cultivo una actitud de fe, Dios se habrá glorificado


y las puertas de la reconciliación no se habrán ce-rrado definitivamente.

5. ▶ Otra pauta que pone en mí el Espíritu Santo es la disposición a aprender. En lugar de ir prevenido y preparado con todas las respuestas para cada argumento que imagino de parte del otro, me ayuda a estar abierto a la posibilidad de aprender algo y modificar mi actitud. Quizás la otra persona me diga: ‘Sabes, Jorge, cada vez que utilizas tal palabra, me recuerdas a mi abuelo. Esa era la palabra que él utilizaba cuando me castigaba.’¡Qué duro descubrir que, por mi palabra, pue-

do provocar en alguien a quien amo un caudal de memorias dolorosas! Pero ahora que lo sé, puedo comprometerme a no usar los mismos términos. El Espíritu me ayudará, porque una expresión del fruto del Espíritu es la mansedumbre. La persona mansa es dócil para aprender, está dispuesta a cambiar.

6. ▶ Si me acerco a resolver un conflicto ejerciendo el fruto del Espíritu Santo, actuaré con integridad. A veces no somos realmente honestos. Eludimos el cambio necesario y simulamos una reconciliación. ‘Está bien, si no te gusta, no lo haré más, quédate tranquilo.’ Pero dentro de nosotros sabemos que no estamos dispuestos a cambiar. La persona íntegra se expresa con franqueza: ‘No

me siento capaz de prometerte que ya no lo haré,


pero trataré de esmerarme por cambiar.’ El fruto del Espíritu promueve la templanza y esta virtud inclu-ye la coherencia entre lo que hago y lo que digo.

7. ▶ Finalmente, si cultivo el fruto del Espíritu Santo para resolver conflictos, seré realista. Es decir, no adopto una actitud idealista y fantasiosa al estilo de los cuentos de hadas: ‘Colorín colorado, el cuento se ha acabado. Se besaron y vivieron felices.’ El Espíritu me hará ser realista: quizás el conflicto se resuelva, pero quizás no; quizás se inicie otro conflicto o quizás tenga que tener paciencia y seguir trabajando en el problema. El Espíritu me ayuda a estar preparado para las alternativas que presente la realidad.La actitud realista también me permite saber que

después de hablar con la otra parte, el proceso no ha concluido; más bien se ha iniciado el verdadero proceso de reconciliación. Si comprendo la diná-mica del conflicto y las cinco etapas que atraviesa, el Espíritu me ayuda a plantear: ‘No sé cómo va a seguir nuestra relación o qué es lo que ocurrirá des-pués de esto. Sugiero que nos encontremos dentro de una semana para saber cómo estamos.’

Después de poner en evidencia un conflicto, se modifican actitudes y puntos de vista; en conse-cuencia, las personas quedan en un estado muy vulnerable. Cuando parece resuelta la tensión, descubro que he perdido algo y me siento vacío. Un


conflicto da poder para controlar y manipular a otros. Una vez que renuncio a seg

Un conflicto da poder para controlar y manipular a otros .

uir albergando en mí este conflicto, siento un vacío. Es natural que esto genere angustia, depresión, sentimiento de pérdida. Satanás me va a bombardear con pensamientos de sospecha, de ma-licia. Por eso es necesaria la actitud de realismo a la que nos anima el Espíritu y que nos permite sugerir:

‘Mira, es posible que nos queden dudas o temores respecto a esta situación. ¿Qué te parece si nos ve-mos dentro de unos días y hablamos otra vez sobre esto?’

La actitud de realismo que pone en nosotros el fruto del Espíritu también implica que, en algunas ocasiones, necesitemos ser auténticos y decirle a la otra persona: ‘¿Sabes?, necesito que me esperes un poco; lo siento, pero no puedo reaccionar todavía como tú quieres que reaccione.’

Mi esposa y yo tuvimos que aprender de qué manera dialogar cuando se presentaba un conflicto entre nosotros. Descubrimos, no sin sufrimiento, que las experiencias de la niñez nos llevaban a en-carar los problemas de diferente manera. En una ocasión, al regresar de un viaje, supe que durante mi ausencia se había roto el botellón para el agua. El hecho me produjo una reacción airada, espe-cialmente porque percibía que a Gail el daño no le


parecía tan grave. Solo después de llorar en la pre-sencia del Señor, descubrí el origen de mi reacción: crecí en un hogar humilde, y sabíamos bien que cuando algo se rompía, no había cómo reponerlo. En cambio, en el hogar de Gail, los niños sabían que cuando algo se rompía involuntariamente no serían castigados y, por lo general, se podía reponer el objeto roto con otro nuevo. Aunque no fue fácil en su momento, experiencias como esta fueron muy valiosas para nosotros, porque Dios las utilizó para enseñarnos a resolver nuestras diferencias con el fruto del Espíritu.

Mi experiencia me permite afirmar que no he encontrado mejor recurso para la resolución de conflictos que el fruto del Espíritu Santo. Los pro-blemas no siempre se resuelven inmediatamente, pero el Espíritu me permite esperar con paciencia.

El conflicto es inevitable en las relaciones huma-nas. No vale la pena construir nuestra vida preten-diendo que podemos evitar los conflictos: los habrá. Es mejor que sepamos que las relaciones general conflictos. Y sobre todo, es vital que aprendamos a manejarlos con los recursos que solo puede darnos el Espíritu de Dios.

4La restauración en la iglesiaSobrellevar las cargas

La vida cristiana no se vive en aislamiento. Cuando Dios nos hace sus hijos nos hace miembros de su familia. Es en ese ámbito, de hermanos y hermanas en Cristo, don-

de el Espíritu Santo distribuye los dones necesarios para que todos crezcamos en la nueva vida. Pero, ¿cómo puede la iglesia ser un ambiente donde se comparten cargas? ¿Cómo podemos ayudar en la restauración de un miembro de la congregación, para que su vida sea plena y útil para el Señor?

Estas no son preguntas nuevas. Por el contrario, son tema frecuente en las cartas del apóstol Pablo.

Hermanos, si alguno fuere sorpren-dido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que ti también seas


tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo. Gálatas 6.1–2

Un ambiente donde se comparten las cargasEl apóstol comienza este pasaje de una manera asombrosa. No importa cuán carnales o cuánto se hubieran desviado de la gracia los gálatas, cuánto habían retrocedido o quién los convenció para que lo hicieran, Pablo comienza: ‘Hermanos…’

No empieza diciendo ‘pecadores’ sino ‘herma-nos…’ ¡Qué actitud extraordinaria! A menos que tengamos este mismo punto de partida, nos será muy difícil compartir cargas y ejercer el ministerio de la restauración.

El contexto indica que Pablo se refiere a los gálatas judaizantes, es decir, hermanos que querían mante-ner la tradición judía, con todas sus cargas legales y sus rituales. También Jesús había denunciado a los fariseos porque imponían cargas que ellos mismos no podían llevar: en lugar de aliviar cargas, se las imponían a otros.

En los versículos previos, Pablo indica cuál es la condición esencial y preliminar para sobrellevar las cargas de otros: andar en el Espíritu. En otras palabras, la comunicación que establecemos con los

La restauración en la iglesia | 79

demás no debe estar mediada por la carne sino por la obediencia a ‘las presiones del Espíritu’.

Cuando me sienta tentado a tomar represalia contra alguien, el Espíritu que vive en mí pondrá en mi espíritu la alternativa de la mansedumbre. Cuando esté tentado a la envidia, el Espíritu pondrá en mí la alternativa de la humildad. Cuando esté tentado a la falta de perdón, el Espíritu que vive en mí me dará la alternativa de perdonar. Es decir, el Espíritu de Dios me dará alternativas para competir contra la carne.

En segundo lugar, para sobrellevar las cargas es necesario destruir los muros que se levantan entre los hermanos.

No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros. Gálatas 5.26

Una forma de saber si caminamos o no en el Espíritu es observar cómo nos tratamos unos a otros.

Estamos acostumbrados a asociar al Espíritu Santo con lenguas, con sanidades y milagros, con expresiones espectaculares de la gloria de Dios, y está muy bien. Pero no estamos acostumbrados a reconocer al Espíritu Santo en un saludo afectuoso, en un abrazo fraternal, en una palabra de perdón, en una palabra de afirmación.


Mi conducta hacia otros siempre está determina-da por la opinión que tengo acerca de mí mismo. Por eso, el apóstol nos insta a no ser vanagloriosos.

La vanagloria es algo similar al proceso de la inflación económica: algo que se infla sin funda-mento. La vanagloria es como la inflación del ego; significa agrandarme vanamente, pretendiendo ser lo que no soy.

Cuando hay individuos que se ‘inflan’, eso produce mucha irritación en una comunidad. En palabras de John Stott: ‘El complejo de superioridad en uno produce el de inferioridad en otro.’

Dos de los discípulos de Jesús eran muy pre-tenciosos, y tenían una mamá muy pretenciosa también. Cuando oyeron que Jesús iba camino a la ciudad de Jerusalén, que para ellos era símbolo de gloria y poder, ya imaginaban a Jesús declarado como rey… y pensaron que habría cargos políticos para distribuir. Quizás ellos mismos no tenían el coraje suficiente para hablarle a Jesús, y le pidieron a la madre que lo hiciera: ‘Mamá, háblale al Maestro, dile que a uno de nosotros lo nombre ministro de gobierno y al otro ministro de defensa.’ La mamá, ni tonta ni perezosa, dispuesta a sacar la cara por sus hijitos, tuvo el atrevimiento de decir, delante de todos los demás: ‘Maestro…’ ‘¿Qué quieres?’, pre-gunta Jesús, siempre paciente. ‘Te ruego que en tu reino, a uno de mis hijos lo pongas a la derecha y al otro a la izquierda.’


Como era de esperar, los demás se enojaron: ‘Miren a estos mocosos. Ni saben ser hombres, que tienen que pedirle a la mamá que los ayude, y ya han venido a pedir los mejores puestos a Jesús.’

Eso es lo que produce la vanagloria. Cuando hay individuos ‘inflados’, hay gente aplas-

tada por las cargas. Las personas vanagloriosas no tienen el coraje ni la voluntad de llevar las cargas de los demás. Donde hay vanagloria, también habrá gente con muchísima carga.

Por eso, Pablo insiste en que debe haber un am-biente apropiado. Cuando me acerco al hermano en el Espíritu, lo hago con una actitud diferente porque el fruto del Espíritu es amor, y es propio del amor considerar que los demás son más importantes que uno mismo.

El proceso que restauraSi quiero ayudar en la restauración de un hermano, debo intervenir ante un hecho concreto. No reaccio-no meramente ante un hecho sospechado o ante algo que estoy imaginando: ‘Me parece que Fulano está haciendo tal cosa; creo que necesita restauración.’ ‘Da la impresión de que Mengano está en esto, creo que hay que hablarle.’

El apóstol expresa: ‘Si alguno fuere sorprendido en alguna falta …’ El punto de partida es un hecho, no una suposición; significa que estoy en conocimiento


de una falta, que he percibido una necesidad, un problema concreto.

Aun si alguien realmente está en falta, dice Pablo, no es razón para desnudarlo. Pero tampoco dice que no debemos hacer nada. Si hay una falta, hay que in-tervenir; si sé que hay muchachos y chicas que están noviando con jóvenes no cristianos, tengo que intervenir. Si hay en la comunidad personas que están sufriendo de pereza,

Restaurar es poner en orden las partes que se han roto o dañado .

tengo que hablar. No es cuestión de decir: ‘Fulano ya es maduro, ya sabrá cómo hacer.’ Si alguno fuere sorprendido en una falta, no debo ponerlo al descubierto pero tampoco

debo lavarme las manos. Lo que el Señor me pide es que, con espíritu de amor, ayude a mi hermano a res-taurar su vida.

Cuando nos acercamos a alguien que necesita restauración, el pun-to de atención no es la falta sino la persona. No se trata de buscar al

hermano para hacer un análisis profundo de su falta y de su condición de pecaminosidad. El centro de atención es el hermano, no su pecado. Y este pro-ceso de restauración requiere tiempo.

Restaurar es poner en orden las partes que se han roto o dañado. En el pensamiento del apóstol está la idea de que, por la falta que ha cometido, el mundo del hermano se ha desarmado, su persona


se ha despedazado. Restaurar es reunir otra vez los pedazos rotos.

A veces, nos derrumbamos por negligencia. Pero en muchas ocasiones, nos venimos abajo por razones ajenas a nosotros y aun por causa del ministerio que realizamos para el Señor. Eso es lo que yo llamo ‘desbaratarse por el compromiso’. Ese siervo que lucha, ora, pide, reclama, evangeliza, comparte… pero nada sucede. Entonces se decep-ciona: ‘Este camino no es del Señor…’

Todos estamos tentados a darnos por vencidos cuando hemos luchado y no vemos fruto. Un es-tudiante me decía con dolor: ‘He hablado con mis compañeros el año entero, y no se convierte ni uno. ¿Estoy en el camino correcto o no?’ En situaciones así, estamos muy vulnerables y nos sentimos incli-nados a optar por otros caminos.

¿Cuál es el propósito de la restauración? Sencilla-mente, volver a hacer útil al hermano. No se trata de ponerlo en una lista negra y declamar: ‘Estos hermanos ya cayeron una vez, entonces debemos estar prevenidos.’

La restauración de las obras de arte tiene como objetivo volver a exhibir un cuadro restaurado, para que todo el mundo siga disfrutando de él. En nuestra comunidad, el propósito es volver a hacer útil a alguien para el reino de Dios.


Quiénes deben restaurarPablo también indica quiénes han de hacer la tarea de restauración: ‘Vosotros que sois espirituales.’

Algunos comentaristas creen que aquí Pablo es sarcástico, que está criticando a los que se creen mucho y pretenden restaurar a otros.

Creo que no es este el caso. Pablo, simplemente, está buscando a las personas adecuadas para hacer la tarea de restauración. La tarea no debe estar en manos de principiantes, sino en manos de personas espirituales. Pablo no está hablando de gigantes de la santidad, sino de creyentes maduros.

¿Quién es maduro? El contexto nos ayuda a defi-nir a la persona madura. Maduro es el que ya tiene fruto. ¿Cuál? El fruto del Espíritu, del cual Pablo ha venido hablando.

En otras palabras, maduro es el que ya tiene fruto para ofrecer a alguien que padece hambre. Éste es el que debe restaurar: el que puede acercarse con amor, con gozo, paz, paciencia, benignidad, bon-dad, fidelidad, mansedumbre, templanza. Éste es quien debe hacer el ministerio de la restauración.

Cómo restaurar a otrosAl referirse al método de la restauración, una vez más el énfasis no radica en la técnica que usamos sino en la actitud.


Restaurar no es cuestión de manejar los mejores instrumentos psicológicos del momento, las me-jores técnicas de terapia, los mejores recursos de comunicación. El énfasis no está en la técnica sino en la actitud. Pablo dice: ‘Vosotros que sois espiri-tuales, restauradle con espíritu de mansedumbre.’

El apóstol acaba de decir que la mansedumbre es fruto del Espíritu. Es decir, a la restauración hay que hacerla con el fruto del Espíritu. En este proce-so, importa más la actitud que la técnica.

Además, Pablo dice: ‘No olvidándote de ti mismo.’ Pablo sugiere que buena parte de la preparación hay que hacerla en uno mismo.

El que se acerca a restaurar no debe llegar como un experto, como alguien inmune al mal. ¿Cómo ha de acercarse? Como alguien débil. Es aquel que se acerca expresando: ‘Lo que te pasó a ti, me pasa también a mí.’ O como expresa Douglas Stewart: ‘Vengo como miembro de la raza de pecadores.’ Todos los que tienen esta actitud pueden ayudar a restaurar: ‘Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado.’

No me acerco como un experto sino como al-guien también débil, como un hermano, un igual.

Conocí a un siervo de Dios, poderosamente uti-lizado por el Señor, pero rígido y severo. Cuando se trataba del dolor y las faltas ajenas, era excesivamen-te duro. Pero luego él mismo pecó, y ahora camina


como un gigante caído. Es triste, pero su caso no es una excepción.

A veces estamos tentados a decir: ‘Bueno, yo sé que tengo faltas, pero ésa no; en eso soy fuerte.’ No podemos ayudar así a un hermano en falta. Para mí ha sido muy revelador el énfasis de Pablo: si alguien se propone restaurar a otro, ocúpese de sí mismo y asegúrese con qué actitud lo va a hacer. ¿Tiene que hacerlo? Sí, tiene que hacerlo, pero con la actitud adecuada.

Quién necesita ayudaCuando Pablo habla de sobrellevar las cargas, en primer lugar insinúa que todos las tenemos. No expresa: ‘Sobrellevad las cargas de algunos.’ Todos tenemos cargas. ¡Cuánta verdad!

En segundo lugar, las cargas fueron hechas para ser compartidas. Hay muchas personas que dicen: ‘Yo no quiero molestar a los demás, ellos tienen sus propias cargas.’ Eso no es bíblico. Repito: las cargas fueron hechas para ser compartidas. ¿Y qué es una carga? Una carga es algo que pesa, que agobia, que nos cansa. Cuando Pablo nos dice ‘sobrellevad’, se trata de ayudar a llevar. A veces, lo que hace falta es aliviar la emoción que la carga tiene.

Cuando estuve preparando mi tesis en la univer-sidad, estaba tan cargado que no tenía tiempo para otras cosas. Una pareja de amigos se acercó y me dijo: ‘Jorge, no te preocupes, todas las comidas te


las cocinaremos nosotros.’ Eso es llevar una carga. A veces son gestos tan sencillos y prácticos como este.

Cuando ayudamos a llevar la carga de un herma-no o hermana, dice Pablo, estamos cumpliendo la ley de Cristo.

No es una obligación, no es solo una profesión: ‘Puesto que tengo los instrumentos psicológicos, debo ayudar a los demás.’ No. Se trata más bien de cumplir ‘la ley de Cristo’. O como Cristo mismo lo dijo: ‘Porque toda la ley en esta sola palabra se cum-ple: Amarás a tu prójimo.’

Es decir, la razón por la que ayudo a llevar las cargas con otros, es una sola: el amor.

Generalmente pensamos que el amor al pró

Las cargas fueron hechas para ser compartidas .

jimo está relacionado con acciones heroi-cas. Sin embargo, este pasaje sugiere que el amor está relacionado con algo que no trae reputación heroica: se trata de compartir lo rutinario, lo que me agobia, lo que me aplasta. Este es el amor de Jesús, esta es la ley de Cristo.

Todos tenemos cargas y necesitamos compartir-las; todos debemos dejar que nos ayuden. Y para ello hemos de crucificar la presunción y mostrar, en cambio, el fruto del Espíritu.

Quiera el Señor ayudarnos a descubrir y a comu-nicar cuáles son nuestras cargas, a fin de aliviar-


nos unos a otros. Que seamos también sensibles a quienes están agobiados por las cargas, y sepamos acercarnos a nuestros hermanos y hermanas en amor.

5Pastorear y ser pastoreadosTodos somos ovejas

En el libro de Hechos encontramos un hermoso cuadro de lo que quizás fue el primer encuentro de formación de líde-res cristianos. Estando en Mileto, Pablo

convocó a los líderes de la iglesia en esa región, desde Mileto hasta Éfeso. Una vez reunidos, com-partió con ellos su experiencia personal y les dio recomendaciones para su labor:

Vosotros sabéis cómo me he compor-tado entre vosotros todo el tiempo, desde el primer día que entré en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas, y pruebas que me han venido por las asechanzas de los judíos; y cómo nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y ense-ñaros, públicamente y por las casas,


testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo. Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios. Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro. Por tanto, yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos; porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios. Hechos 20.18–27

Después de esta emotiva mirada hacia su propio ministerio, el apóstol convoca a los líderes a seguir adelante con la tarea pastoral:

Pastorear y ser pastoreados | 93

Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno. Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados. Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado. Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me han servido. En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir. Hechos 20.28–35


Concluye este relato con un momento de gran emoción: ‘Cuando hubo dicho estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos ellos. Entonces hubo gran llanto de todos; y echándose al cuello de Pablo, le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo, de que no verían más su rostro. Y le acompañaron al barco.’

En ese emotivo encuentro, para ayudar a este grupo de líderes, Pablo se refirió a tres ciclos de su propia vida: hizo alusión a su pasado, a su presente y aun se refirió a su futuro. Una vez puesto este

Apacentar es guiar y proveer ejemplo .

fun-damento, el apóstol hizo un llama-do. Podríamos sintetizar su pedido en una palabra: ‘apacentar’.

Si la tarea de apacentar a otros es un aspecto importante en nuestro llamado y liderazgo, es preciso que

entendamos en qué consiste esta noble tarea. El ejemplo del apóstol Pablo nos ayudará a definir qué significa apacentar ‘el rebaño de Dios’.

La clave del significado de este término se en-cuentra en el versículo 18. Apacentar no es solo seguir instrucciones o realizar una tarea según las indicaciones de un manual. Apacentar es, según Pablo describiendo su propia tarea, guiar y proveer ejemplo. El material didáctico básico para formar y guiar a otros es nuestra propia vida.

Esta es la diferencia más radical entre ser pastor y gerente. No estoy diciendo que la tarea de un


gerente o administrador sea inferior a la de un pas-tor; simplemente es diferente. En la relación entre pastores y ovejas hay un compromiso integral.

Otra nota que nos anticipa el pasaje respecto a la tarea de apacentar es que no se trata de una actividad individualista. La iglesia de esta región cuenta con un equipo de líderes, a los que Pablo llama ancianos, obispos y pastores (versículos 18–28). Nos advierte el apóstol que, para asegurar la vida y madurez de una comunidad, es necesario un equipo de líderes que cumplan su tarea como pastores.

Apacentar el rebaño de la iglesia no es lo mismo que dirigir una masa como lo hace un caudillo o manejar una empresa como un gerente. La iglesia se parece más bien a un cuerpo, a una familia. En la iglesia, el trabajo de todos los líderes debe tener una intención: apacentar.

En América Latina está muy difundida la tesis de que son los líderes ‘caudillos’ los que hacen crecer la obra. El argumento que respalda esta teoría es la evidencia de que detrás de una iglesia de crecimien-to numeroso se encuentra un caudillo. También se argumenta que, donde hay liderazgo en equipo y funcionamiento democrático, la congregación crece menos. Este es un debate permanente entre líderes de orientación caudillista y líderes de estilo participativo.


Es preciso reconocer que, al menos en América Latina, detrás de los grandes movimientos y de las iglesias numerosas hay por lo general un ‘caudillo’. Sin embargo, esto no necesariamente significa que haya una relación directa entre el crecimiento que provoca un caudillo y lo que la Palabra de Dios en-tiende por crecimiento.

Para un caudillo, el crecimiento se mide por el número y la sujeción de la masa. Para las Escrituras, el crecimiento se evalúa por la madurez. Y en este sentido, tanto la Biblia como la experiencia nos muestran que el liderazgo en equipo facilita la madurez.

En el discurso de Pablo a los líderes de la iglesia en la región de Éfeso, encontramos varias pautas que pueden ayudarnos en la tarea de apacentar el rebaño de Dios.

El modelo: la experiencia personalEl apóstol comienza este ‘encuentro de formación de líderes’ hablando de su propia experiencia. Los pastores se forman para su tarea siguiendo el ejem-plo de otros pastores.

En el Antiguo Testamento, el modelo de Pas-tor era Jehová; en el Nuevo Testamento, el Señor Jesucristo se presenta como el Buen Pastor. Aquí, el apóstol se ofrece a sí mismo como ejemplo.


No se trata de una actitud de soberbia sino de recurrir a la experiencia propia para ayudar a otros en su aprendizaje.

A lo largo del pasaje, Pablo relata los sufrimientos y humillaciones que ha soportado con humildad. Explica cómo se ha esforzado por trasmitirles toda la enseñanza (‘consejo’, versículo 27) de Dios. Les dice que depende totalmente del Espíritu Santo para seguir adelante. Su meta es acabar la carrera con gozo.

Esta es una meta deseable para todos nosotros. Son tantos los líderes que salen del ministerio con una nota de amargura final… Pero cuando nos retiramos con amargura nunca nos vamos libres. El resentimiento será como un fantasma que nos perseguirá toda la vida.

La descripción que hace Pablo de su propia tarea muestra que apacentó de una manera integral, total. Toda su vida formaba parte del compromiso de capacitar a otros para el liderazgo. Su entrega fue generosa: tiempo, afecto y aun dinero. Los apacentó con la totalidad de su vida.

Esta es la clase de líderes que necesitamos. El mundo se ha quedado sin modelos, pero nosotros tenemos ejemplo para imitar. El tipo de compromi-so que vemos en Pablo no solo lo llevó a cuidar del rebaño, sino a formar líderes que lo remplazaran cuando llegara el momento. Ser pastor es cuidar


de las ovejas y también es formar a otros para que puedan apacentar el rebaño.

El rebaño: la iglesia del SeñorEl rebaño se define aquí con el nombre de ‘la iglesia del Señor’ (versículo 28) y se nos dice que Jesucristo la ganó ‘por su propia sangre’.

En esta breve declaración, el apóstol nos da cuatro rasgos del rebaño. En primer lugar, nos dice que su fundador es la Trinidad. La palabra Señor se tra-duce en algunas versiones como Dios: el Padre es el fundador de la iglesia por medio de la sangre de su Hijo Jesucristo; y el Espíritu Santo es quien ha colocado a los líderes del rebaño.

En segundo lugar, declara que el propósito de Dios fue fundar una ‘iglesia’, con todo lo que este concepto tiene de singular en el contexto bíblico.

Jesús y no nosotros, incorpora miembros a su rebaño .

En tercer lugar, afirma que el ins-trumento creador de la iglesia fue la sangre de Jesucristo en la cruz. No hubo ni podría haber habido otra forma de iniciar este rebaño de Dios.

Y en cuarto lugar, el apóstol co-munica en este versículo el carácter

de la relación de Jesucristo con su iglesia. Al utilizar la expresión ‘su propia’, en griego idios, el apóstol


usa un término que comunica afecto. Cuando el apóstol afirma que Jesucristo ganó la iglesia por su propia sangre, expresa que esa sangre fue vertida por afecto, por cariño.

El rebaño de Dios tiene un Dueño exclusivo; fue su propósito crearla y no ha transferido a nadie sus derechos. Como fundador, solo él define la identidad de su proyecto y solo él elige el recurso para que la iglesia se nutra y crezca: ‘su propia sangre’.

Esta descripción de lo que es el rebaño de Dios imprime características únicas a la tarea de apacen-tar, que la diferencian del concepto de liderazgo que impera en el mundo.

Por un lado, el concepto que nos da el apóstol determina quiénes pertenecen al rebaño: los que pertenecen a la comunidad de Dios son aquellos que han sido lavados por la sangre de Jesucristo. Él, y no nosotros, incorpora miembros a su rebaño.

Este concepto de rebaño impone una exigencia al líder. Si reconocemos quién es el Dueño de la iglesia y entendemos que solo él define el proyecto que quiere llevar adelante, nuestro primer compromiso es ser fieles a ese propósito. Si lo que Dios desea es que su iglesia crezca con las características de un cuerpo, ¿cómo se logra esto? ¿Cómo hacemos, de un conjunto de personas heterogéneas, una comu-nidad, un cuerpo? Creo que el secreto está en el mis-mo versículo: es preciso dar lugar a la Trinidad.


La tarea: el cuidado mutuoEn Hechos 20.28, Pablo se refiere a dos aspectos en la tarea: ‘Mirad por vosotros, y por todo el rebaño.’

Cuidarse a sí mismos es un aspecto importante en la tarea de los que pastorean. En esencia, esto significa que ningún día de mi vida puedo olvidar que yo mismo soy ‘oveja’.

En una ocasión conversé con el doctor Kamale-son, de la India, quien se desempeña como vice-presidente de Visión Mundial. Parte de su tarea es coordinar los encuentros internacionales de pas-tores. Kamaleson me comentó que había partici-pado en más de 1200 encuentros de pastores. ¡Qué riqueza le ha provisto esta experiencia! Le pregunté cuál es, en su opinión, el problema principal de los pastores a nivel mundial. Sin pensarlo dos veces, me respondió inmediatamente: ‘Es uno solo: les resulta demasiado difícil ser ovejas.’

Este cuidado es personal y también es mutuo; los líderes deben aprender a cuidarse y apacentarse unos a otros. Nos resulta difícil reconocer que so-mos ‘ovejas’. Sin embargo, es allí donde comienza el proceso de cuidar a otros. Con frecuencia, los que ocupan roles de liderazgo sienten nostalgia de que alguien sea pastor en su vida. Cuando existe ese vacío, los pastores se sienten limitados en su tarea de pastorear a otros.


El otro aspecto de la función del pastor es apacen-tar a todo el rebaño. En el contexto de las Escrituras, se trata fundamentalmente de ‘conducir al rebaño a pastos fértiles’. En otras palabras, ofrecerle alimen-tación nutritiva y apetitosa.

El que apacienta al rebaño de Dios debe aprender a ser tanto ‘nutricionista’ como ‘chef ’. Es lamentable la ‘anorexia espiritual’ que vemos hoy. Los rebaños languidecen por falta de buen alimento. En el pro-yecto de la iglesia de Jesucristo, apacentar es ense-ñar a ‘comer’ de la Palabra de Dios. No se trata de proveer comida enlatada, pre-cocida; no basta que en la iglesia haya buena música, porque nadie vive solo de música.

Apacentar es guiar hacia alimento fresco, fértil, nutritivo, de buen sabor; y aun si sabe amargo, el pastor sabe qué necesita su rebaño. La iglesia solo crece si se alimenta de toda la Escritura. No es cues-tión de mantener meramente contentas a las ovejas: lo importante es que estén bien nutridas. Es una pena que mucha de la dieta que hoy se ofrece en las iglesias apunta a lo primero. Por eso no vemos cuerpos bien desarrollados, armoniosos y fuertes. Algunas congregaciones parecen barrigas gigantes con manos y pies diminutos. Otras son esqueletos embellecidos con el cosmético de las emociones. Otros grupos son solo orejas o solo ojos, constan-temente estudiando la realidad; otros grupos son


solo bocas que están permanentemente hablando, pero no saben escuchar. Quizás la mayor tristeza la producen esos organismos que lucen esbeltos y hermosos; parecen extraordinariamente formados, listos para un concurso de belleza, pero tienen una mente atrofiada y un corazón insensible. No piensan ni reaccionan frente a la tragedia de la humanidad.

Si lo que el Espíritu Santo nos pide es que el reba-ño que apacentamos sea un cuerpo y no un fenóme-no deforme, la solución es nutrir a la congregación con toda la Escritura.

Por mucho tiempo, las iglesias relegaron la lectura del Cantar de los Cantares; el tabú de la sexualidad y el concepto equivocado del cuerpo llevaron a omitir una parte de la enseñanza bíblica. El resultado: una generación con problemas en el área de la intimidad sexual y en el manejo de las relaciones románticas.

Por cada parte de las Escrituras que dejemos de lado, veremos vacíos en la espiritualidad de nues-tros grupos. Hoy están quedando bastante relega-dos los libros de los profetas, menores y mayores. Hace unas décadas los privilegiábamos a expensas de otras partes de la Biblia; hoy, porque han varia-do las circunstancias políticas, suponemos que han dejado de ser necesarios.


No es esa la manera de alimentar a un rebaño. La iglesia de Jesucristo necesita de toda la Palabra inspirada por Dios, porque es la única manera en que podrá crecer hacia la plenitud.

El contexto de la tarea: el mundoAdemás de alimentar al rebaño, el que apacienta debe estar atento al contexto en que se desarrollan las ovejas. En Hechos 20 el apóstol se refiere, en los versículos 29–30, a los riesgos y amenazas rodean a la iglesia: hay ‘lobos rapaces’ que introducen ideas ajenas y hablan de cosas perversas con el propósito de arrastrar tras de sí a las ovejas.

El rebaño es un grupo vulnerable a las sugeren-cias de afuera, a las corrientes de pensamiento más atractivas que propone el mundo. El apóstol no aho-rra palabras para describir a quienes intentan robar la fidelidad de las ovejas: son rapaces y perversos.

Por esta razón Pablo aconseja a los líderes a velar, a mantenerse despiertos y atentos a los peligros que acechan al rebaño.

El pastor necesita conocer el contexto en que des-empeña su tarea. De esa manera podrá evitar que penetren el error y la perversión en su rebaño. Su enseñanza estará orientada a ayudar a las ovejas a reconocer y resistir las tendencias y tentaciones que reciben desde afuera.


Qu

El pastor necesita conocer el contexto en que desempeña su tarea .

isiera mencionar, y lo hago con mucho cuida-do y sensibilidad, dos corrientes de pensamiento

que, a mi juicio, pueden producir distorsión en América Latina cuan-do se las acepta con una actitud acrítica. La primera es la aceptación absoluta del neoliberalismo por parte de la iglesia. Cuando esta co-rriente de pensamiento se infiltra en la iglesia, conduce a la teología de la prosperidad. Esta postura no es compatible con la enseñanza com-

pleta de las Escrituras acerca de las posesiones y la riqueza.

La segunda corriente de pensamiento que, aceptada en forma irreflexiva, puede producir dis-torsión en la iglesia, es el espíritu de la posmoder-nidad. Con su énfasis en la intuición y la emoción, esta corriente tiende a provocar en los creyentes una desenfrenada búsqueda de experiencias espi-rituales.

Insisto en que no todo el neoliberalismo ni todo el espíritu de la posmodernidad son negativos. Pero si se aceptan en forma absoluta pervierten el mensaje bíblico.

El neoliberalismo humilla la cruz porque coloca al éxito por encima del servicio. El posmodernismo distorsiona la fe si reduce el compromiso. Cuando


la intuición domina, la fe se reduce a una búsqueda de sensaciones y experiencias personales.

En el proyecto de Dios, apacentar el rebaño es orientarlo para que mantenga vivo el mensaje de Jesucristo. En otras palabras, para que pueda nutrir-se de toda la Palabra de Dios y aplicar el evangelio a la realidad que vivimos hoy.

Los fundamentos de la tarea: Dios y su PalabraEl apóstol declara que encomienda a los líderes del rebaño a Dios y a su Palabra de gracia (versículo 32). ¿Sobre qué se han de sostener los pastores para rea-lizar su tarea de apacentar el rebaño? ‘Encomendar’ es una palabra hermosísima: significa poner algo en manos confiables. Pablo elige lo más confiable para respaldar la tarea de los pastores del rebaño: los pone en manos de Dios y de su palabra de gracia.

En otras palabras, los coloca sobre el fundamento de la Palabra y la intimidad con el Señor, sobre el cual serán edificados. Sostenidos por el Señor y su Palabra, los pastores estarán seguros y disfrutarán de las bendiciones que implica su tarea.

Si están en manos de Dios, no estarán sometidos a ninguna dependencia humana. Tampoco sucum-birán a una tentación que asedia a los líderes: la co-dicia. Pablo dice que no ha codiciado plata ni oro ni vestido de nadie. Es en la gracia de Dios donde


radica la mejor herencia de los que apacientan al rebaño de la iglesia. Así estarán libres de dependen-cia humana, y libres de toda codicia. Pablo puede irse y dejar a los líderes a cargo del rebaño; él no es indispensable, pero sí lo es este fundamento: Dios y su Palabra. Ése es el cimiento que necesitan los líderes para construir su tarea sobre un fundamento inamovible.

Los recursos para la tareaCuando leemos los versículos 33–35, podemos ima-ginarnos al apóstol hablando y mostrando: ‘Estas manos me han servido para cubrir mis necesidades y las de otros.’ El lugar de liderazgo no lo llevó a buscar privilegios ni a descuidar el sustento cotidiano.

Apacentar es también ocuparse de lo necesario, tanto de lo nuestro como de lo de otros. Solo man-teniendo bajo control la tentación de la codicia, es posible adoptar esta actitud de libertad frente a las necesidades.

En este pasaje el apóstol nos da varias pautas para el manejo del dinero. En primer lugar, no parece ser indispensable para realizar la obra de Dios. En segundo lugar, done no hay recursos financieros es preciso generarlos y no necesariamente pedirlos. En tercer lugar, el manejo de los bienes debe reflejar los valores del reino. Esto implica, por ejemplo, que los que reciben el beneficio de los recursos deben ser en primer lugar las personas necesitadas y no las


estructuras u organizaciones. Al respecto, el comen-tarista Justo González señala que, para recoger la ofrenda, citamos el versículo 35 de este pasaje, pero para manejarla nos olvidamos de él.

En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir. Hechos 20.35

La culminación de la tareaEn los versículos finales (36–38), percibimos la in-tensidad emocional del momento. Pablo se puso de rodillas y oró con los obispos y ancianos. Luego ellos lo acompañaron al barco.

La tarea de un líder culmina cuando deja un equi-po de líderes formados en la Palabra y capacitados para cuidar a otros. Culmina cuando nos vamos, cuando ‘zarpamos en otros barcos’. Lo importan-te es que la partida no se deba a conflictos con el rebaño o con otros líderes, o porque anhelamos una promoción, sino por haber cumplido la tarea y porque el Espíritu Santo nos impulsa hacia nuevos compromisos.

Por dolorosa que sea la partida, y es natural que lo sea, vayámonos cuando llegue el momento. Tome-mos los nuevos barcos que el Espíritu ha dispuesto


para surcar otros mares en la misión. La culmina-ción de la tarea de apacentar tiene este doble sabor agridulce. Por un lado, brinda la satisfacción de ver a un equipo de líderes que ya está en condiciones de asumir la tarea de pastorear a la iglesia. Por otro lado, implica el dolor de dejarlos y partir.

Guardo especial gratitud hacia una persona que fue pionera de la obra estudiantil en Bolivia y Chile. Delgada, sobria, sólidamente fundada en la Pala-bra; callada, dulce, capaz de soportar la soledad y el dolor; reflexiva; comprensiva y a la vez dispuesta a exhortar; escritora y lectora; silenciosamente dedi-cada a formar a otros; amante de la buena música y de la naturaleza; se reía a carcajadas; viajera incan-sable en cualquier tipo de transporte; vivía con una sencillez casi monástica; perdonaba y pedía perdón; cultivaba la oración y compartía generosamente. Felicity Houghton dejó tras de sí dos movimientos estudiantiles en América Latina conducidos por equipos de líderes. Se fue sin pedir honores y se fue con dolor, porque dejó lo que amaba.

Como ella, y como otros, nosotros también pode-mos seguir el ejemplo de consagración y humildad del apóstol Pablo. Demos al rebaño todo lo que so-mos y tenemos. Apacentemos a las ovejas con toda la Palabra, para que el cuerpo de la iglesia crezca fuerte y completo. Sirvamos a todos. Hagámoslo en equipo, para que podamos apacentarnos unos a otros.


El llamado a apacentar implica riesgos, conflictos, y a veces fracasos. Necesitamos toda la gracia y el poder de Dios para pastorear a otros, y necesitamos, también ser pastoreados.

Todos somos ovejas. Pidamos al Espíritu Santo que nos dé gracia para apacentar a todo el reba-ño con la totalidad de nuestra vida y la totalidad de la Palabra; que nos ayude a tener presente que nosotros también somos ovejas y necesitamos ser pastoreados por otros.

Que el Príncipe de los pastores nos guíe a corrien-tes de agua y a pastos frescos. Que Jesús, el Buen Pastor, nos renueve y fortalezca.

Esta edición se terminó de imprimir en Editorial Buena Semilla,

Carrera 31, Nº 64 a-34, Bogotá, Colombia, en el mes de mayo de 2012.

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