Como El Oro

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COMO EL ORO Bienvenidos a Valle Hermoso. Ve el cartel de chapa, perforado por el óxido, torcido por el viento, que se mantiene en pie gracias al piquillín que creció guacho justo atrás. Unos metros después, pasando el paredón del cementerio y antes de llegar a la vía muerta, baja del micro, sale de la ruta y entra en una calle ancha, de tierra, muy empinada. Camina despacio, conteniendo el peso del cuerpo que quiere como clavarse a cada paso en el colchón de polvo y tierra suelta de ese camino que baja hacia el valle. Quiso hacer este viaje así, en colectivo; para que fuera lo más parecido posible a aquel otro viaje. Igual, igual, no: porque aquel otro lo hizo en tren, con la valijita que tenía sus dos o tres cosas, algunos libros, algo de ropa y un oso de trapo que le había hecho la nonna, tropezándose con aquel jumper azul, largo casi hasta los tobillos, el corbatín y la boina escocesa, y tratando de no arruinar los zapatos negros con el barro del apeadero. Ahora lo hace en micro, entre otros motivos, porque el tren hace treinta años que está muerto. Las montañas se le vienen encima,

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COMO EL OROBienvenidos a Valle Hermoso. Ve el cartel de chapa, perforado por el xido, torcido por el viento, que se mantiene en pie gracias al piquilln que creci guacho justo atrs. Unos metros despus, pasando el paredn del cementerio y antes de llegar a la va muerta, baja del micro, sale de la ruta y entra en una calle ancha, de tierra, muy empinada. Camina despacio, conteniendo el peso del cuerpo que quiere como clavarse a cada paso en el colchn de polvo y tierra suelta de ese camino que baja hacia el valle. Quiso hacer este viaje as, en colectivo; para que fuera lo ms parecido posible a aquel otro viaje. Igual, igual, no: porque aquel otro lo hizo en tren, con la valijita que tena sus dos o tres cosas, algunos libros, algo de ropa y un oso de trapo que le haba hecho la nonna, tropezndose con aquel jumper azul, largo casi hasta los tobillos, el corbatn y la boina escocesa, y tratando de no arruinar los zapatos negros con el barro del apeadero. Ahora lo hace en micro, entre otros motivos, porque el tren hace treinta aos que est muerto. Las montaas se le vienen encima, siente que pueden aplastarla si se descuelgan de eso que las sostiene, siente que ellas mismas estn aplastadas o pegadas contra el violeta del cielo a esa hora de la maana. Se acomoda el bolso en el hombro y agarra mejor el paquete negro en el que trae envuelta la pala. Fija la vista en las montaas, que es lo nico que se mantiene idntico que en su memoria y trata de no pensar ms que en los pies, que se hunden a cada paso en el colchn brillante de arena y mica. Un kilmetro ms abajo, despus de pasar la Pilarica, lo de Marign, y lo que alguna vez fue la fbrica de la Cintex, la calle hace una curva pronunciada, a la derecha. Camina unos pasos ms y ya est en el portn de la casa.Mete los zapatos, hondo, en esa mezcla de pedregullo y mica que se acumula en la banquina, arrastra los pies, morosos, por debajo de esa arena blanca, levantando una nube de polvo, tan suave, que ella y Marcela llamaban plumoncito de pollo. Ms bien pronunciaba plumoncito de poio, porque en ese entonces hablaba en cordobs. A ella le hubiera gustado llamarse Marcela, o Cecilia o Gabriela. En cambio, en vez de eso, la madre le haba puesto ese nombre raro, que nadie tena, que todos pronunciaban mal y que solo muy tarde supo que quera decir como el oro. Mira para la casa. En el jardn los yuyos tienen una altura muy superior a la madera de la pirca, incluso en algunos lugares, ms alta que los pilares de piedra. Los listones de madera, podridos, llenos de galeras gruesas como su dedo, todava muestran, ac y all, restos de las sucesivas capas de pintura, en algunos lugares asoma el celeste, otras el verde, predomina el ltimo marrn africano.

En la casa, los agujeros donde supieron estar las ventanas, dejan ver el esqueleto interno, como bocas sin dientes, bocas agonizantes, luxadas, como un moribundo desesperado por un poco ms de aire, o, piensa en un momento, como agujeros de una calavera. No sera feo el espectculo, incluso tiene algo de casa de muecas, de esas que con su corte sagital permiten ver todos los ambientes, con sus mueblecitos y sus adornos y fantasear, mientras se juega, con el funcionamiento cotidiano de una familia, una vida como cualquiera. No sera feo el espectculo, entonces, si esas bocas desdentadas, esos orificios de calavera no mostraran obscenamente las entraas descompuestas de lo que alguna vez fue su infanciaTodava puede verse en la pared, la marca que el cartel de hierro dej impresa en el frente, justo debajo de la cruceta mayor del techo a dos aguas. El cartelito no est ms, debe haber pasado a mejor vida, quin sabe, se pregunta, si adornar la pared de algn pub de San Telmo, de un caf literario en Potrero de Funes, o lo habrn fundido en un taller clandestino, para hacer balas tumberas. Y aunque no hubiera quedado impreso nada, ella tiene igual a fuego en la memoria que all, durante casi sesenta aos, porque la casa no naci con ella, aunque ella s naci con la casa, que all deca, en cursiva negra y en diagonal, Juvenilia.Camina con cuidado, porque entre tanto yuyo puede haber alguna vbora, algn alacrn. Si lo contara en el trabajo, creeran que es mentira ya existen todava las vboras, las alimaas pero ella sabe que es as, que hay que andar con cuidado porque duermen en la frescura del pasto, debajo de las piedras, entre las races, y que las peores, como todo en la vida, son las que parecen inofensivas, las pequeas y plidas, sin aspecto de nada, casi una lombriz, un poco ms gruesa, y no las grandes, de colores chillones. No. Las otras, amarillo plido, casi blanco leche, la muerte misma en estado larvario. Ella piensa que se podra decir, tambin, que, como todo en la vida, quin sabe lo que vale no necesita mostrarlo y quien vive metiendo miedo, es quin en el fondo se siente el ms dbil.El cemento de la veredita que rodea la construccin se conserva, por fortuna, bastante intacto. Camina todo alrededor, copiando el dibujo de esa casa que fueron haciendo con el tiempo, agregando, ac y all, una pieza, un bao. El resultado haba sido ese conjunto de piezas de diferente tamao, altura, techos inclinados en diferentes ngulos y orientaciones, ventanas de las ms diversas procedencias, algunas de madera, otras de chapa, igualadas por la mano equitativa de pintura que les daba el nonno cada otoo. El conjunto, si bien resultaba curioso no pareca tan enloquecido como podra haber llegado a pensarse o tal vez fuera la costumbre o la falta de vecinos con quien comparar. La veredita va y viene, entra y sale, se dobla y retuerce, parece que va a la izquierda pero se arrepiente y sigue de largo y despus gira a la derecha, hasta el pino que ya no est y siempre en ngulos rectos, se arrepiente, se desdice y al final pega toda la vuelta. Como la vida, piensa ella. Y prefiere recorrerlo como antes, jugando sola a pan y queso, como cuando lo crea un laberinto abierto, que copiaba los muros de la medianera. Tiene que dejar la vereda y bajar a los yuyos a la altura de lo que fue el bao de atrs porque el tanque de agua se desmoron justo ah, y partido en cuatro, interrumpe el paso. Apoya el bolso al costado del tanque y camina con cuidado, entre los yuyos, arrastrando los pies. Abre un poco con las manos las matas de cardos, la flechillas. Tiene el pantaln lleno de abrojos, de flechillas, como antes. Cada tanto se detiene, levanta un panadero, pide un deseo, sopla. Lo ve alejarse. Como antes. No queda nada del gozo y la alegra de antes, eso no.

Por la ventana del bao llega a ver, a travs de los tabiques desmoronados, la cocina. Paulina lavaba la ropa, cortaba las chauchas, herva la sopa, todo en esa mesada minscula de la cocina. Paulina pareca callada pero en la cocina hablaba todo el da. Hablaba en voz baja, para nadie. O para ella misma, que era casi igual que para nadie, como si se fuera dando las instrucciones para funcionar. Lavaba una camisa y deca por ejemplo, ahora pongo puo con puo, ahora el jabn blanco, sin refregar, enjuagar bien para que no amarillee. Ella, sentada en la sillita de paja, la miraba trabajar, esas patas flacas, negras como de pjaro, la cintura torcida, la cara de india con el pelo blanco. Coma pan con manteca, sentada en la sillita de paja, esperando que viniera el Orlando con el caballo. Cada tanto se acomodaba la vinchita dorada que le haban trado ese ao los reyes. Una vinchita, no llegaba a corona, de alambre dorado con dos perlitas en el costado. Se acomodaba la vincha que se le caa sobre los ojos, y miraba los diarios, extendidos en el piso y deca, palito con panza: b. palito con culo: q. Palito con nariz: p. tres montaitas, dos montaitas, un redondel. El da que todos esos signos se juntaron en una palabra con sentido, el da que esas marcas se acomodaron no sabe bien dnde en su cabeza para dejar aparecer una idea, la primer idea que paran esas letras y que fue la palabra farmacia, ese da solo Paulina estaba ah para escucharla. Paulina, dijo ella, ac dice farmacia. Aj, dijo Paulina. Ella tena cuatro aos, estaba sentada en la sillita de paja, dijo Paulina ac dice farmacia, Paulina dijo aj, le dio otro pedazo de pan con manteca y sigui lavando y ella sigui leyendo, camino, ferrocarril, presidente, neumticos.

A travs de la ventana sin dientes, sin labios, puede ver que en el medio de la sala creci un caqui. Cuenta, en el jardn de atrs, diecisis caquis. Los caquis, como vaticinaba la madre, terminaron por colonizarlo todo, la huerta del nonno, el gallinero, la parrilla, el cuartito del motor y ahora tambin la sala. Fueron avanzando con la pestilencia de esos frutos podridos, de sus moscardones verdes y sus races adventicias hasta aduearse de todo lo que les qued vacante. No ve ratas pero las huele. Huele el orin fuerte de rata, de murcilago, que deben hacer de ese esqueleto destripado que es ahora la casa, una fiesta.

Solo dos aos despus empez a ir a la escuela. Cuando cumpli los seis aos reglamentarios. Lloraba cada maana, media hora, tres cuarto, hasta que el Orlando llegaba a buscarla con el caballo. El caballo era un poco un consuelo, el ruido metlico de la herradura en las piedras, la cadencia lenta de las caderas en el apero. El maestro la pona a hacer palotes, a contar con el baco. Los chicos sacaban la lengua por el costado en el esfuerzo por sostener el lpiz con toda la mano. Ella se dorma en el banco o sala de la clase por la ventana, corra en redondo por el cantero del sauce llorn hasta marearse y vomitar entre las races. El maestro vena a buscarla, con esos ojos saltones, las venas del cuello hinchadas por el enojo, la llevaba de la oreja, chorreada de lgrimas y vmito, la pona en penitencia en el rincn. Ella en el rincn se haca pis encima, lloraba y repeta para ella misma alguna poesa, o la tabla del siete.

Ms o menos por donde est caminando ahora, estaba el agujero del sapo. De chica el sapo le pareca la cosa ms horrible que poda pasarle. Salir a la veredita y ver el sapo. Con ese gozzo que se inflaba y desinflaba como un fuelle. Ella le deca gozzo, a ese cuello hinchado, porque en ese entonces, cuando no hablaba en cordobs, hablaba en italiano. Marcela le haba dicho que en el gozzo el sapo tena saliva y si el sapo le escupa en los ojos, la dejaba ciega. Y ella, en aquel entonces le crea a Marcela cualquier cosa que quisiera contarle. Odiaba a aquel sapo que con una persistencia mineral se adueaba de esa parte de la veredita, justo ah, ella no se daba cuenta entonces, porque ah haba una pequesima vertiente, de esas que afloraban por cualquier lado y a veces podan llegar a ser muy molestas, por ejemplo la que afloraba en el piso del cuarto. El sapo, saurio y mineral, la miraba con esos ojos saltones, como el maestro, y el gozzo que lata como si tuviera el corazn ah, los pulmones ah, como si la vida toda la tuviera ah, donde tambin tena el veneno. Pareca un vigilante de la veredita y la obligaba a pegar la vuelta a toda la casa en el otro sentido para llegar al gallinero o a la higuera donde haban puesto la carpa india. Odi al sapo toda su vida y a todos los sapos en general hasta que, muchos aos despus, en unas vacaciones que resultaron melanclicas y sin sentido, su hijo de cuatro aos mat, ah mismo, hace ms de veinte aos, en el pozo del sapo, por el gusto y curiosidad de saber lo que se siente, otro sapo que tambin podra haber sido el mismo. Ella vio ese sapo ah, aplastado, como la evidencia irrefutable de la muerte, de tantas muertes que haban sido tantas vidas, ah en Juvenilia, en el silencio de todas esas voces que se haban callado para siempre, llevndose las palabras y todo lo que haba sido el motor de aquello. El sapo muerto, momificado. Insepulto. La imagen viva de la muerte. De esa y de otras, de todas las muertes que haban sido vida, ah en Juvenilia. Por eso maldijo la idea que haba tenido de pasar ah las vacaciones, y no volvi nunca ms despus de aquel verano, y ahora tantos aos despus de ese sapo, y tantsimos ms despus de que ella leyera en la cocina la palabra farmacia, sentada en la silla de paja mientras coma pan con manteca, la casa tambin era una muerta insepulta.

Cinco pasos ms y lleg hasta la higuera. De la higuera eran tres pasos a la derecha y dos hacia la casa de don Pcora. La casa de don Pcora le parece que no est ms. Detrs de todos esos yuyos apenas si se ve algo. Igual, no sabe como tomar las distancias, los pasos de antes no son los de ahora. De la calle llega el ruido inconfundible de un caballo. Un hombre pasa, cansino, el chambergo sobre los ojos, el rebenque apoyado en la pierna, las riendas largas. Viene del cerro, a pesar del calor tiene los guardamontes, porque all, las espinas pueden llegar a hundirse hasta el hueso. El caballo es un zaino, flaco, viejo. Las ancas van dibujando ngulos filosos a cada paso que da. Camina ciego por las anteojeras, muerde el freno, la espuma verde se le acumula en los labios, la espuma blanca le cubre la mitad del cuello. Ella hace un gesto para saludar, una perdiz levanta vuelo a metros del caballo, pero el hombre no se sobresalta, no saluda, no gira la cabeza, el caballo avanza, los cascos resuenan en las piedras.Odiaba la escuela, siempre la odi. Por eso era feliz cuando estaba enferma. Se quedaba en la casa, en la cocina con Paulina que se daba instrucciones a ella misma para funcionar y lea los libros de la biblioteca del nonno. Lea cuentos y despus los volva a escribir, los dibujaba con pasteles de colores y despus se los mostraba a Paulina, le contaba las historias, le preguntaba si el ngel tena que ser verde, o rosa. Paulina deca aj. Rosa. O aj, verde. Segn el da. Ella dibujaba el ngel rosa y otro da volva a dibujar el ngel, esta vez verde. El ngel del cuento de Mara Elena Walsh, que le haban regalado para el cumpleaos. El ngel que no tena con quien jugar, que le tiraban piedras para que se fuera a otro pozo. No, ese era otro cuento, piensa ahora. El cuento del sapo al que le tiraban piedras los chicos, para que se fuera a otro pozo. El ngel, el ngel no le tiraban piedras, pero nadie jugaba con l, porque era un ngel, se notaba que era un ngel porque tena el aro ese, la aureola en la cabeza y le tenan un poco de miedo, y nadie jugaba con l. Y pasaba las tardes solo, sin tener con quien jugar. Hasta que un da decidi descoser la pelota de futbol y meter la aureola adentro de la pelota, para ser como los dems. De ah no par de jugar con todos los chicos. Se mataba de risa y jugaba como un chico, hasta que la pelota dio contra un rosal, se desarm y sali otra vez la aureola de adentro. Y vuelta a quedar solo. O no. no sabe si el cuento era as. Ahora no se acuerda.

El hombre pasa a caballo, como dormido, o como un fantasma y ella vuelve a lo suyo. Hace algunos clculos, medio intuitivos. Dos metros as, medio metro as. Agarra la bolsa negra donde tiene envuelta la pala, rompe el nylon y saca la pala tirndola por el mango. Levanta el brazo hasta la altura de la cabeza y la deja caer en vertical, como vio durante aos que haca el nonno en la huerta. La pala se clava, casi un quinto de la hoja, en la tierra. Suena el metal al chocar contra una piedra. Ella sabe que si hubiera acompaado el movimiento con el brazo, ese golpe de metal y piedra se hubiera clavado en su omplato y el dolor sera insoportable. Hace palanca y remueve algo la tierra mezclada con el pastizal reseco. Levanta la pala y vuelve a repetir la cada. Y a remover la tierra. Hace calor. No suda porque el calor es seco. En la capital, ya estara empapada, desmayada bajo el peso de semejante humedad. La cabeza, los brazos van tomando una temperatura de a poco insoportable, un color de carne viva, tambin insoportable. Sigue clavando la pala, ac y all un poco al azar, agrand mucho el radio de la bsqueda. Levanta la pala, la deja caer, hace palanca, remueve la tierra seca, debe hacer meses que no llueve. Llova la tarde que vino la inspectora. Ella estaba sentada en la puerta, viendo el agua caer en los charcos, viendo las ampollas que le crecan a los charcos por la lluvia. La mujer par la renoleta en el portn de entrada y camin hasta la campana bajo un paraguas floreado. Tena un delantal blanco, como el de la maestra, pero ella nunca la haba visto ni en la escuela ni en el pueblo. Paulina la hizo pasar, puso un trapo en el piso para que se limpiara el barro de los zapatos. Paulina llam a la madre, que habl dos o tres cosas con la inspectora y despus le dijo que la seora haba venido de la capital, que iba a hacerle unas preguntas. La seora se sent con ella en la mesa, le hizo las preguntas, la escuch leer, le puso unas cuentas en un cuaderno. Le mostr unas tarjetas llenas de puntos y de rayas y le dio unas hojas para que las copie. Paulina le trajo t en las tazas de la nonna. Y chip, y pan con grasa. La inspectora era simptica, tena la cara redonda y negra llena de lunares ms negros todava, y se rea todo el tiempo, entonces ella le recit Lasciate ogni speranza, voi che qui entrate, y tambin Polvo ser, s, mas polvo enamorado, y le dijo la tabla del siete y le mostr los cuentos dibujados, con el ngel rosa y con el ngel verde. Cuando se fue la inspectora era ya noche cerrada, de la cocina vena el olor de la sopa de municiones. Cuando la renoleta encendi las luces, ella vio que los charcos seguan llenos de ampollas. Ahora le parece que en ningn momento la mujer le pregunt el nombre. No puede ser, se dice. Pero no lo recuerda. Pero tiene que ser, que no le pregunt el nombre, porque si no, ella le hubiera mentido. Le hubiera dicho, sin dudar, que se llamaba Marcela.

Ahora que termin de remover una franja de tierra que es grande ms o menos como el cuartito del motor, de pronto le llega una idea de muy atrs en el tiempo. Es un recuerdo que se le aparece como un fogonazo y, parada ah, se siente una tarada. No es esa la higuera. No es. Esa la plantaron despus que la manga de langostas secara, de tanto agostarla, la otra que haba ms all, donde ella y Marcela ponan la carpa india. La otra estaba del otro lado del cartel de usucapin.

Unos das despus, no puede decir ahora cuntos, volvi la inspectora con el cura. Pararon la renoleta en el mismo lugar que antes. Llova lo mismo que aquel otro da, pero nadie puso un trapo en el piso y llenaron la casa de barro, con las pisadas. Hablaron con la madre y con el nonno, sin t ni chip ni pan con grasa. Cuando se fueron la madre y el nonno se quedaron hablando casi toda la noche, Paulina le trajo la sopa para que la tome en la cama. Abri la parte alta del armario, sac la valijita y escuch que se deca, ponerla al sol dos das completos, para sacarle el moho. Ese ao no vio nevar, ni tampoco los diez aos siguientes, porque en la capital no nieva nunca.Se siente una tonta. Y cansada. Y no sabe ahora muy bien qu sentido tiene lo que est haciendo. Igual camina hasta donde cree que estaba la alambrada y el cartel de usucapin, de todo eso no queda ni rastros, solo un mar confuso de pastizales secos. Cree, si se gua por el eucaliptus, que la higuera pudo haber estado ms o menos por ah. Clava la pala y da contra una piedra. Una grieta se abre en la hoja de la pala nueva. Vuelve a clavar la pala y a remover la tierra seis, siete veces ms hasta que, en una removida, sale un pedazo de tela. Es ah. Est casi segura de es ah. Cava con ms energa pero tambin con cuidado, despus tira la pala lejos y sigue con las manos. Hunde los dedos en la tierra semi suelta, llena de piedras, pedazos de mrmol, cantos rodados. Va abriendo un surco alrededor de ese pedazo de tela, no recuerda si era un repasador o una sbana vieja. Va sacando toda la tierra de alrededor, y hace nacer de ese pozo, cavado entre la paja brava, las flechillas y los caquis podridos con sus moscardones, un atado blanquecino del tamao de sus dos manos. En cuclillas frente al pozo, agarra el atado y se lo apoya en la rodilla. Despacio lo desenvuelve. Adentro de la tela hay un paquete de papel de diario. A pesar del tiempo, algunas palabras son todava legibles. O cree ella que ah podra llegar a leerse farmacia, neumticos. Ferrocarril. Va sacando de a una las capas de papel de diario y, al fin, aparece la vinchita. No brilla tanto como pensaba. Es de un amarillo opaco, est abollada, un poco oblonga. Le falta una de las perlitas. Es mucho ms chica de lo que recuerda. Tiene el tamao de la palma de una mano. La frota con el borde de la camisa. A medida de que la hace pasar en crculo por la tela de la camisa, una mancha verdosa va quedando impresa en el algodn blanco y la vincha parece querer levantar su brillo. La retuerce un poco con la mano para que vuelva a tener su redondez. Se levanta, mira alrededor, la casa desdentada, el eucalipto, la pirca con los listones podridos. Gira sobre s misma, las montaas parecen ahora haberse despegado del cielo, que ya no es violeta, sino casi blanco, respira hondo, agarra la vincha, oxidada, retorcida y sin la perla, y se la pone en la cabeza.