Comentario Selectividad 2011 Los Girasoles Ciegos Primera Derrota 1939

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COMENTARIO CRÍTICO DE UN TEXTO DE LOS GIRASOLES CIEGOS,

"PRIMERA DERROTA: 1939" O "SI EL CORAZÓN DEJARA DE LATIR".

Por fin, llegó [el capitán Alegría] a Somosierra, un pueblo de granito y

pizarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Llegó al atardecer, con un

sol oblicuo y denso a sus espaldas que le permitió acercarse a la caseta del

fielato' donde los guardianes del camino habían instalado sus reales. Allí

estaban los soldados del ejército que había ganado la última batalla, con los

uniformes, las botas, los tabardos y las armas que él había administrado tantos

años. No sintió ni nostalgia ni arrepentimiento, pero sí melancolía.

[...] Observó la parodia de un cambio de guardia, hecho al buen

tuntún y con una desgana que reflejaba más hastío que victoria.

Debió de ser entonces cuando nació la reflexión que recogió en unas

notas encontradas en su bolsillo el día de su segunda muerte, la real, que tuvo

lugar más tarde, cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebatado a

sus guardianes.

«¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado

la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como

militares victoriosos sino como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y

se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes

han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus

rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real,

que venció al ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán

considerados protagonistas de la guerra. »

Todos los pensamientos y con ellos la memoria debieron de quedar

sepultados bajo la fiebre, bajo el hambre, bajo el asco que sentía de sí mismo,

porque haciendo acopio de la poca fuerza que aún le quedaba, arrastrándose

ya, pues ni siquiera incorporarse pudo en el último momento, se aproximó al

cuerpo de guardia lentamente, sin importarle el asombro y la repulsión que

sintieron los soldados al ver arrastrarse esos despojos.

Cuando el llanto se lo permitió, dijo:

-Soy de los vuestros.

Alberto Méndez, Los girasoles ciegos (Primera derrota: 1939 o Si el corazón pensara

dejaría de latir).

El texto pertenece a la primera de las cuatro historias que componen Los girasoles

ciegos, de Alberto Méndez, "Primera derrota: 1939" o "Si el corazón dejara de latir".

Cada una lleva en su título un numeral ordinal, "primera", "segunda", etc., seguido de la

palabra derrota y de una fecha referida a un momento concreto de la posguerra civil

española; esa distinción cronológica está motivada por el deseo de mostrar los distintos

tipos de víctimas y de circunstancias que generó la guerra, desde los que intentaron

marcharse al exilio o los soldados prisioneros en espera de juicio hasta quienes,

permaneciendo escondidos dentro del país, vivieron con el terror continuo de ser

descubiertos.

El caso de este primer cuento es quizás el más singular. Un capitán de intendencia

del ejército franquista, el capitán Alegría, se entrega al ejército republicano cuando la

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victoria de su propio bando es ya segura; ante la sorpresa de los soldados enemigos, que

ven en él a un loco más que a un desertor, se presenta a sí mismo como "un rendido". La

explicación del extraño comportamiento de Alegría se sugiere en el fragmento

seleccionado para el comentario, que narra el momento en que, después de haber

sobrevivido a un fusilamiento por deserción, y desesperando de llegar a su pueblo natal,

se entrega a su propio ejército.

En toda guerra hay una sola derrota, la última y definitiva, o al menos, eso parece

dictaminar la historia humana. En esta novela hay, sin embargo, cuatro derrotas, y todas

producidas por una sola guerra y en diferentes fechas. ¿Por qué? Alberto Méndez no

piensa en la derrota de los ejércitos, la que se fija con una fecha en los libros y se

celebra por los vencedores cada aniversario; Alberto Méndez se centra en la derrota

personal, la de los que sobreviven a la guerra, la que supone la interrupción de los

objetivos y las ilusiones de una vida y el encuentro brusco con un presente angustioso y

un futuro sin esperanza. Es sobre todo una derrota moral en la que el espíritu, los

sentimientos de las personas, se va degradando hasta convertirlas en seres marginados,

solitarios y asustados, porque esa derrota es la de la dignidad. Eso representa ser un

"rendido", quedar incapacitado para la vida, para lo que aceptamos que es vivir:

identificarse con una comunidad y con unos valores, proponerse unas metas, amar y

confiar en los demás, trabajar y disfrutar, enfrentarse a las desgracias y conservar la

esperanza de ser felices algún día. Sobre todas esas cosas se construye nuestro ser, el

carácter del que nos despoja la guerra.

Desde el principio del fragmento, observamos que este abandono de nuestra propia

naturaleza, este dejar de ser uno mismo para ser un simple "rendido", ha hecho mella en

Alegría. Cuando su atención se ve atraída por "los uniformes, las botas, los tabardos y

las armas que él había administrado tantos años", se describe a continuación el

sentimiento preciso que experimenta ante esos objetos: "no sintió ni nostalgia ni

arrepentimiento, pero sí melancolía". Solo, despreciado por los republicanos y

sentenciado a muerte por los suyos, Alegría se fija especialmente en aquellas cosas que

formaban parte de su trabajo; entonces, como capitán de intendencia, tenía su sitio entre

un grupo de gente y estaba integrado en ese calco rígido de la sociedad que es el

ejército, donde a cada persona se le concede una responsabilidad precisa; y él fingía

estar conforme con su objetivo de alcanzar la victoria. Cuando, al no soportar más esa

falsedad, desertó, estaba desertando de la guerra en sí, de su violencia y de los

principios ideológicos y militares que la justificaban y excusaban sus horrores. En el

texto, a pesar de lo sufrido, todavía no se ha desdicho del impulso que lo llevó a

desertar; su rechazo de la guerra es tan firme como antes y no experimenta "ni nostalgia

ni arrepentimiento"; pero también apreciamos que, tomada esa decisión, lo ha vencido

la soledad, nacida de la indiferencia, la suspicacia y la crueldad que la guerra ha

extendido entre todas las gentes, con la salvedad de la anciana que lo ayudó. De ahí

viene su "melancolía", una tristeza profunda que es la auténtica rendición, acaso la

"primera muerte" que precedió a la "segunda muerte" que menciona el narrador:

habiéndose negado a someterse a la necesidad y las consecuencias de la guerra que

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todos, incluidos los soldados republicanos, parecen aceptar, Alegría es un ser

absolutamente desarraigado.

No otra cosa que esta condición es lo que lo induce a entregarse cuando

malinterpreta la desgana de los soldados en el cambio de guardia. Abatido por su

"melancolía", anhela encontrar en los demás un reflejo de sus propias ideas sobre la

guerra, descubrir en los otros algún tipo de sentimiento fraternal que le permita unirse a

ellos. Por este anhelo o necesidad, cree que la apatía con que los soldados realizan su

trabajo se debe a que comparten su desprecio por la guerra; parece decirse a sí mismo

que la relajación de los soldados manifiesta su desapego ante las circunstancias que

están viviendo, que para ellos el triunfo tiene tan poco valor como para él, pues su

"desgana (...) reflejaba más hastío que victoria". De esta impresión procede su juicio

sobre los vencedores y los vencidos, el que "recogió en unas notas encontradas en su

bolsillo el día de su segunda muerte"; y también ese ruego final, "soy de los vuestros",

sobre el que volveremos más tarde.

De las notas de Alegría inferimos qué es un "rendido". Dice de los soldados:

"quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino

como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en

carne de vencidos". Estas palabras confirman la interpretación de la novela que

expusimos al principio de este comentario: la derrota no es el fin de la guerra, cuando

un bando vence y el otro pierde; la derrota es el vacío espiritual que la guerra deja en el

ánimo de los combatientes. Para Alegría, los soldados son "extraños de la vida" y

"ausentes de lo propio" porque la guerra es más que la muerte física; para los que

sobreviven, la guerra ha supuesto la destrucción de la capacidad de vivir, en cuanto les

ha arrebatado todo lo que la vida implica: familia, hogar, trabajo, sueños, aspiraciones e

ideales. Eso supone ser "carne de vencidos", o un “rendido”, incluso si se pertenece al

ejército vencedor.

Podemos alegar que, con la paz, los “militares victoriosos” se recuperarán de esa

pérdida. Piensa Alegría que no es así: los soldados del bando franquista se

"amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el

estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al

vencedor real, que venció al ejército enemigo y al propio". Según Alegría, la guerra no

impondrá una paz en la que el ejército vencedor imponga su voluntad al vencido; la

guerra impondrá una paz en la que unos pocos, los que la dirigieron, el "vencedor real",

impongan su voluntad a todos los que combatieron, el pueblo. La guerra no la ha

perdido un bando; el pueblo, todo el pueblo, constituido por los "soldados del ejército

que había ganado la última batalla" y "quienes han sido derrotados", es quien realmente

ha perdido la guerra. Porque de la guerra surgirá un pueblo fácil de dominar, dividido

por los "rencores contrapuestos", es decir, por el daño que unos y otros se han infligido

mutuamente, y, "temiendo (...) al vencedor real", acallado por el pánico a la represión

política de la posguerra. La guerra dejará, pues, un pueblo "rendido". Eso parece querer

decir realmente Alegría cuando, con el cuerpo debilitado por la fiebre y el hambre,

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imagen física de su abatimiento moral, el "asco de sí mismo" que lo atormenta, declara

a los soldados de guardia "soy de los vuestros": "soy de los vuestros" significa "soy de

los rendidos", pues todos los que han luchado en la guerra se han rendido al discurso

político y a los intereses del “vencedor real”.

Ahora, queridos alumnos, comienza la parte del comentario en que desarrollaréis

vuestra opinión personal relacionando los temas del texto con otros similares de la

actualidad; por ejemplo:

La tesis de que las guerras sólo benefician a los que las declaran y siempre

perjudican al pueblo, que se ve obligado a matarse en ellas, es quizás tan antigua como

las propias guerras, pero nunca ha sido tan difundida y aceptada como en el siglo XX.

Dos guerras mundiales con millones de muertos y varios cientos más de crueles

enfrentamientos de menor repercusión, con las imágenes de sus sanguinarios sucesos

difundidas por la prensa, la televisión y el cine, han hecho que los ideales que

secularmente se habían asociado a la guerra, como el heroísmo y la grandeza nacional,

hayan perdido su poder para justificar cualquier matanza. La convicción de que toda

guerra es, en el fondo, un acto criminal contra la población civil de los países afectados

se ha extendido cada vez más; guerras como la declarada por Estados Unidos a Irak no

han conseguido un apoyo mayoritario ni entre los tradicionales aliados de Estados

Unidos ni entre sus propios ciudadanos. Organismos internacionales como la ONU o la

OTAN, ésta última creada en su día con un propósito militar ya desfasado, intervienen

con frecuencia, aunque con menos de la deseable, para evitar guerras internacionales o

civiles o, cuando esto no es posible, para intentar paliar los daños que esas guerras

provocan.

La certidumbre de que existen unos derechos humanos universales e inalienables,

sean cuales sean las circunstancias, ha tenido una influencia decisiva en esta aspiración

de lograr un mundo sin guerras y, sobre todo, en la defensa de los civiles frente a los

abusos de las tropas enfrentadas. La lucha contra el colonialismo y la opresión que

conlleva o contra toda segregación racista, religiosa o clasista ha contribuido a que los

habitantes de muchos países tomen conciencia de su propia importancia como

ciudadanos y como personas y, en consecuencia, a que se nieguen a ser manejados o

explotados por sus gobernantes. El prestigio universal de personalidades como Gandhi,

Martin Luther King o Nelson Mandela, conseguido gracias a la divulgación de su

sacrificio en favor de los demás, demostró en el siglo pasado que unir a todo un pueblo

para combatir la injusticia era posible. Es cierto que más de una vez esta unión ha sido

la causa de nuevas guerras, como la guerra civil que ha derrocado a Gadafi en Libia,

pero ¿es lícito pedirle a un pueblo que no recurra a la violencia cuando lo avasallan

mediante la violencia? (Sois los alumnos quienes tendríais que dar y justificar vuestra

propia respuesta a esta pregunta.)

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Por otro lado, no podemos olvidar que, cuando el capitán Alegría se refiere a los

vencidos en la guerra, está hablando de una guerra civil. Este hecho condiciona su

reflexión sobre la guerra. En una guerra civil, los derrotados no son un pueblo extraño

que vive en otro país, gente con la que apenas hay que relacionarse si no se es un militar

en una zona ocupada; los derrotados son los vecinos, los amigos e incluso los familiares

de los vencedores, personas con las que la convivencia día a día es necesaria. ¿Cómo se

los debe tratar? ¿Como enemigos que un día acaso cobrarán nuevas fuerzas y volverán a

combatir? ¿Como ciudadanos de segunda con leyes sólo para ellos? ¿Se puede convivir

así con un vecino, un amigo o un hermano, desposeyéndolo de sus derechos y dejándolo

desprotegido ante las arbitrariedades de los vencedores? ¿Y durante cuánto tiempo es

posible soportar esta situación? La respuesta de Alegría a estas cuestiones es muy clara:

sí se puede hacer, pero el gobernante, el "vencedor real", debe desconfiar de todos, de

los que te ayudaron a vencer y de los que venció; no ha de conceder privilegios a nadie,

sino sojuzgar a todo el mundo por igual; y, finalmente, tiene que impedir que se olviden

las muertes de seres queridos durante la guerra, para avivar permanentemente el odio

contra el otro bando, "los rencores contrapuestos", como dice Alegría, entre vecinos,

amigos y familiares. Así, no habrá unión contra el tirano. La novela 1984, de George

Orwell, ofrece un magistral ejemplo de la aplicación de este método de gobierno;

también, por desgracia, el mundo real en que vivimos (los alumnos deberíais secundar

una afirmación como ésta con los ejemplos que podáis recordar).

Rafael Roldán Sánchez, profesor del IES Trassierra