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Los girasoles ciegos

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Alberto Méndez

Los girasolesciegos

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E D I T O R IAL AN AG R AMAB AR C E LO N A

Diseño de la colección:

Julio VivasI lustrac ió n : foto © H ulton -D e utsc h C olle c tion /C O R B I S

© A lb e r to M é n d e z , 2 0 0 4

© E D I T O R I A L A N A G R A M A , S . A ., 2 0 0 4P e d r ó d e la C r e u, 580 8 0 34 B ar c e lon a

I S B N : 8 4 -339 -68 55-6D e p ó sito L e g al: B . 9 5-2 0 0 4

P r in te d in S p ain

L ib e r d up le x , S . L ., C on stituc ió , 1 9 , 0 8 0 1 4 B ar c e lon a

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A Lucas Portilla (in memoriam)A C h ema y Juan Portilla, q ue conocen la ausencia

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Superar exige asumir, no pasar página o echaren el olvido. En el caso de una tragedia req uiere,inexcusablemente, la labor del duelo, q ue es del todoindependiente de q ue hay a o no reconciliación yperdón. En Españ a no se ha cumplido con el duelo,q ue es, entre otras cosas, el reconocimiento pú blicode q ue algo es trágico y , sobre todo, de q ue es irre-parable. Por el contrario, se festeja una vez y otra,en la relativa normalidad adq uirida, la confusiónentre el q ue algo sea y a materia de historia y el q ueno lo sea aú n, y en cierto modo para siempre, devida y ausencia de vida. El duelo no es ni siq uieracuestión de recuerdo: no corresponde al momentoen q ue uno recuerda a un muerto, un recuerdo q uepuede ser doloroso o consolador, sino a aq uel enq ue se patentiza su ausencia definitiva. Es hacernuestra la existencia de un vacío.

CARLOS PIERA, « Introducción» a Tomás Segovia:En los ojos del día: antología poética

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Primera derrota: 1939o

S i el corazó n p ensara dejaría de latir

Ahora sabemos que el capitán Alegría eligió su propiamuerte a ciegas, sin mirar el rostro furibundo del futuro queaguarda a las vidas trazadas al contrario. Eligió entremorir sinpasiones ni aspavientos, sin levantar la voz más allá del mo-mento en que cruzó el campo de batalla, con las manos le-vantadas lo necesario para no parecer implorante y, ante unenemigo incrédulo, gritar una y otra vez «¡Soy un rendido!».

Bajo un aire tibio, transparente como un aroma, Ma-drid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólopor el estallido apagado de los obuses cayendo sobre laciudad con una cadencia litúrgica, no bélica. «Soy un ren-dido.» Durante dos o tres noches, nos consta, el capitánAlegría estuvo definiendo este momento. Es probable quese negara a decir «me rindo» porque esa frase respondería aalgo congelado en un instante cuando la verdad es que élse había ido rindiendo poco a poco. Primero se rindió,después se entregó al enemigo. Cuando tuvo oportunidadde hablar de ello, definió su gesto como una victoria al re-vés. «Aunque todas las guerras se pagan con los muertos, hacetiempo que luchamos por usura. T endremos que elegir entreganar una guerra o conquistar un cementerio», concluía en

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una carta que escribió a su novia Inés en enero de 1938.Ahora sabemos que él, sin saberlo, había rechazado de an-temano ambas opciones.

Sabiendo ahora lo que sabemos de Carlos Alegría, po-demos afirmar que durante el tránsito entre las dos trin-cheras sólo escuchó el alboroto de su pánico. Todos losruidos, todas las explosiones, todos los gritos, fueron ab-sorbidos por el silencio de la noche. Madrid estaba al fon-do como un escenario, salpicando la tibieza del aire conlos perfiles de una ciudad apagada que la luna dibujaba asu pesar. Madrid se agazapaba.

Así comenzó la derrota del capitán Alegría. Durantetres largos años había observado a ese enemigo desarrapa-do y paisano, resignado a que otro ejército, el suyo, ano-nadara esa ciudad inmóvil, silenciosa, que había trazadosus límites al azar, tras unas trincheras desde las que hacíatiempo nadie esperaba un ataque.

«La violencia y el dolor, la rabia y la debilidad, se amal-gaman con el tiempo en una religión de supervivencias, en unritual de esperas donde entonan la misma salmodia el quemata y el que muere, la víctima y su verdugo; ya sólo se hablala lengua de la espada o el idioma de la herida», escribióAlegría a su profesor de Derecho Natural en Salamancados meses antes de rendirse al enemigo.

Tres años dedicado a la intendencia con el rigor ma-niático del agrimensor, con la intransigencia del hijo úni-co, para que nadie obtuviera un proyectil sin la ordenoportuna ni a nadie le faltara el rancho para seguir comba-tiendo. F ueron también tres años escrutando la derrotacon los prismáticos verdosos que su centro de Intendenciadistribuía regularmente entre los estrategas de la guerra,entre los observadores del combate, entre los curiosos dela muerte. Los horrores que no vio se los habían contado.

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Desde su adarve, observaba al enemigo, le veía ir y ve-nir de la oficina al frente, del frente al taller, del ejército ala familia, de la rutina a la muerte. Al principio pensó queera un ejército sin alma de ejército y que por ello deberíaser vencido. Con el tiempo, llegó a la conclusión – y así loreflejó en sus cartas– de que era un ejército civil, «que es lomismo que ser un ave subterrá nea o una alimaña angélica».Finalmente, viéndoles guerrear como quien ayuda al veci-no a cuidar a un familiar enfermo, la idea de que eranhombres nacidos para la derrota convirtió a aquellos mili-cianos en un inventario de cadáveres. Siempre lleva las deperder el que más muertos sepulta.

La primera vez que el capitán Alegría estuvo cerca delriesgo fue, precisamente, el día que comienza esta historia.Su decisión no fue la de unirse al enemigo sino rendirse,entregarse prisionero. U n desertor es un enemigo que hadejado de serlo; un rendido es un enemigo derrotado,pero sigue siendo un enemigo. Alegría insistió varias vecessobre ello cuando fue acusado de traición. Pero eso ocu-rrió más tarde.

En una confidencia inoportuna que días más tardeutilizaría el fiscal militar para pedir su muerte con ignomi-nia, Alegría confesó a un suboficial intachable que los de-fensores de la República hubieran humillado más al ejérci-to de Franco rindiéndose el primer día de la guerra queresistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra,fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorifi-car al que mataba. Sin muertos, dijo, no habría gloria, ysin gloria, sólo habría derrotados.

Aunque se unió al ejército sublevado en julio de 1936,al principio estuvo bajo la indecisión de sus mandos, queno veían en aquel alférez provisional las cualidades de unguerrero y que destinaron finalmente a Intendencia, donde

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su rectitud y su formación serían más útiles que en el cam-po de batalla. Sin embargo, sabemos por los comentarios asus compañeros de armas que un cansancio sumergido y elpasar de los muertos le transformó, según sus propias pala-bras, en un vivo rutinario. Aun así, a finales de 1938, fueascendido al grado de capitán para premiar su celo.

Soy un rendido.Es probable que el tipógrafo armado con un fusil que

desplazó el várgano de la alambrada para hacerse cargo deun capitán del ejército sublevado nunca llegara a saber queasí comenzaba otro caos que sólo tangencialmente teníaalgo que ver con esa guerra.

Nadie disparó. Cuando llegó al borde de una trin-chera republicana, varios hombres vestidos de paisano leapuntaron con sus armas asustados y amenazantes. Obe-deciendo una orden, saltó al interior de la trinchera y al-guien en la oscuridad le despojó de la pistola que llevabaal cinto. No opuso resistencia. El arma estaba limpia, bri-llante y engatillada; jamás había disparado. Para el capitánAlegría desprenderse de ella hubiera sido contravenir lasordenanzas. Se rendía, es cierto, pero en perfecto estadode revista.

No había nada fiero ni castrense en su aspecto: másbien parecía un pasante de notario disfrazado de soldado:una cara redonda y apelotonada alrededor de unas gafastambién redondas coronaba un cuerpo que, de no ser porla gorra de plato, hubiera parecido diminuto. Todos lostestimonios que hemos encontrado hablan de cierta altivezen su actitud a pesar de su obediencia. Acató todas las ór-denes como si las esperara en la misma secuencia en que seprodujeron.

Primero estuvo de rodillas con las manos en la nuca,luego boca abajo con las manos en la nuca, después tuvo

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que caminar con las manos en la nuca atravesando un dé-dalo de trincheras donde hombres desarrapados vigilabanun horizonte oscuro e invisible y, por último, con las ma-nos en la nuca, salió a un claro de la arboleda donde uncapitán con abrigo de felpa le observó de arriba abajo a laluz de un candil de carburo. Todas las órdenes le habíansido susurradas por sus apresadores, pero aquel militardesarbolado que tenía enfrente no tuvo ningún reparo enpreguntarle a voz en grito qué coño hacía allí.

–El Comité de Defensa de Madrid va a rendirse ma-ñana o pasado mañana –dijo Alegría en un tono que con-trastaba con el de la pregunta.

–¿Por eso te rindes? No jodas.–Por eso.La conversación se disipó en cuchicheos y frases susu-

rradas por aquellos soldados sin uniforme, aunque hasta élsólo llegaban sus miradas curiosas y sus sonrisas condes-cendientes. Le tomaron por un loco.

Hubiera querido explicar por qué abandonaba el ejér-cito que iba a ganar la guerra, por qué se rendía a unosvencidos, por qué no quería formar parte de la victoria.Pero la rudeza de esos hombres le desanimó y decidióguardar otra vez silencio.

¿Cómo podía ser la vida de esos hombres desastradosalgo de valor para pagar una guerra? ¿Acaso no sabían quemorirían por usura? ¿Acaso ignoraban que la implacabledisciplina se llevaría por delante a cuantos estaban resis-tiendo?

Recorriendo los pinares de la Dehesa de la Villa, fueconducido a pie hasta la calle Francos Rodríguez, dondeaguardaron el paso de una camioneta que regresaba de re-partir munición en el frente noroeste de Madrid. Eran casilas tres de la mañana. Le acomodaron sobre unos fardos

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en la caja sin entoldar y, vigilado por dos hombres arma-dos, emprendieron la marcha. Y a era un prisionero.

Donde se encuentran las calles Bravo Murillo y Alva-rado, un grupo detuvo la camioneta. Con ellos había unhombre herido que fue subido en andas y acomodadojunto al capitán Alegría. Tenía el hombro derecho destro-zado por una bala y una cura de urgencia no lograba de-tener la sangre que manaba a través de la compresa. Sequejaba sordamente, como si quisiera no molestar o pre-tendiera pasar desapercibido. Gracias a él sabemos que elprisionero trató de ayudarle a contener la hemorragia desu herida.

Al ver a Alegría, preguntó:–Y éste ¿qué hace aquí?–Es un desertor –dijo uno de los soldados.–Soy un rendido –corrigió Alegría.–Pégale un tiro –sugirió lacónicamente el herido.–Mañana o pasado Segismundo Casado va a rendirse

–explicó Alegría.–Y a. Y por eso te has rendido. No me jodas.La camioneta se detuvo ante el Hospital General de

Cuatro Caminos. Dos soldados, esta vez con uniforme re-glamentario, ayudaron a descender al herido y uno deellos, al ver de cerca el uniforme de Alegría, preguntó:

–¿Y ése?–Es un desertor.Silencio.Nadie le hizo caso. Los gestos de dolor, el hombro he-

rido, la oscuridad y el ruido de la camioneta impidieronotras aclaraciones. Destartaladamente se pusieron en mar-cha y destartaladamente recorrieron el camino hasta la Ca-pitanía General. Madrid estaba apagada, pero no vacía.Aunque eran más de las tres de la madrugada había mu-

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cha gente en las aceras. A medida que se fueron acercandoal centro, el número de transeúntes aumentaba y en laPuerta del Sol un ir y venir de soldados y civiles –casi ensilencio– confería a la plaza un aspecto de hormiguero.

Embocaron la Calle Mayor y no se detuvieron hastallegar al interior de la Capitanía General. Allí todos loshombres estaban uniformados, saludaban militarmente asus superiores y la graduación de cada uno de ellos estabasignificada en los galones y en las estrellas reglamentarias.Estar otra vez entre militares profesionales tranquilizó alcapitán Alegría porque con ellos sabía cómo comportarse,entendía sus gestos y sus claves. El ejército, fuera del ban-do que fuera, era para él lo mismo que el mapa para el via-jero: todos ocupaban su lugar en el espacio y estaban defi-nidas todas las distancias.

Aquel patio debió de parecerle un claustro desdichopor una actividad febril y un ajetreo impropio del lugar.Uno de los soldados de su escolta se acercó a un coman-dante y hablaron del prisionero sin que Alegría pudiera oírlo que decían. Nadie le vigilaba, nadie advertía la disonan-cia de su uniforme a pesar de que allí dentro había luz su-ficiente para alumbrar tanta actividad. No estaba atado, niobservado, ni temido, ni odiado. Era verdad, Casado iba arendirse. En otra camioneta, algo más aseada que la suya,iban depositando sin orden ni concierto un sinfín de lega-jos, carpetas, archivos y documentos sin enlegajar que lossoldados estibadores recalcaban para aprovechar al máxi-mo la capacidad del vehículo. Otros documentos se utili-zaban para alimentar una hoguera que crepitaba en el cen-tro del patio donde, discriminadamente, iban arrojandolos papeles que unos civiles seleccionaban.

Permaneció bastante tiempo en posición de descansoobservando aquella actividad febril de soldados y oficiales

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que ignoraban su presencia hasta que dos números arma-dos le ordenaron que les acompañara.

Descendieron a un sótano que olía a letrina y le ence-rraron en un calabozo muy espacioso donde había ya unapersona recluida. Hasta que se acostumbró a la penumbrano pudo ver que se trataba de un militar republicano congalones de cabo primero. Era un hombre enteco, que Ale-gría calificó inmediatamente de desaliñado. A despecho desu superior graduación, le observaba con descaro, pero,como no corrían tiempos para disciplinas, se limitó a decir«buenos días» de la forma menos militar posible.

Estaba amaneciendo.¿Q ué es un vencido por el vencido?Gracias a su testimonio, sabemos que aquel compañe-

ro de celda se limitó a pedirle desabridamente un poco depicadura para liar un pitillo y mostrar una indiferenciagrosera cuando supo que el recién llegado no fumaba.

El capitán Alegría fue a acurrucarse lo más lejos posi-ble de su compañero de celda y se dejó caer en un lugarsombrío de aquel sótano donde no llegara la luz que se in-sinuaba ya por las troneras. Suponemos que el orden delos hechos tenía algo que ver con las previsiones del rendi-do, pero algo innoble estaba desvirtuando su valor real,algo deformaba los acontecimientos y reducía su rendi-ción, que él había concebido llena de sutilezas y maticesmorales, a lo más mezquino de su gesto.

Presuponer lo que piensa el protagonista de nuestrahistoria es sólo una forma de explicar los hechos que nosconsta que ocurrieron. Sabemos que Alegría estudió Dere-cho, primero en Madrid y luego en Salamanca. Sabemospor familiares suyos que recibió una educación de hacen-dado rural en Huérmeces, provincia de Burgos, donde na-ció en 1912, en el seno de una familia de nobleza fora-

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montana, y se crió en un caserón con dos arcos de piedray un escudo que diferenciaba a los suyos de los atarantapa-yos que hicieron su fortuna a costa de las hambrunas delsur cuando el ganado, la vid, la mies y los olivos se deja-ron vencer por el carbunco, la filoxera, el gorgojo, el oídioy otros cenizos.

Fue un estudiante sin brillo pero tenaz y Jiménez deAsúa le enseñó que la Ley no tiene nada que ver con laNaturaleza, que el legislador debe tomar partido, porqueésa es la única forma de ser igualitarios. Al poderoso lebasta con el poder.

Pero después, ya en Salamanca, aprendió que la Leyestá por encima de las leyes y esa Ley no elige nada. Le ha-blaron incluso de un derecho sacrosanto. Desde que apa-reciera el primer bozo, mantuvo una relación formal ygrave con Inés Hoyuelos, hija única de unos abaceros aco-modados, que ha contribuido generosamente a que poda-mos reconstruir esta historia.

Nos consta que se unió al ejército sublevado en 1936porque así defendía lo que había sido siempre suyo. Para élfue una guerra sin batallas, sin gestas ni enemigos, dedica-da sólo a las arrobas de trigo, a los cuarterones de tabaco, alas prendas de vestir, al recuento de los tahalíes, al estadode los correajes, a la administración de los proyectiles, delas mantas, del calzado y de la ropa interior de los solda-dos. Su guerra fue estibar, distribuir, ordenar, repartir yadministrar todo lo preciso para que otros mataran, murie-ran y vencieran a un enemigo al que nunca vio de cercaaunque estaba siempre allí, como un paisaje, cada vez másestático, cada vez más petrificado.

El último parte de Intendencia que, como era precep-tivo, tuvo que redactar la noche en que se rindió al enemi-go, nos da la clave del estado de ánimo en el que se halla-

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ba al cabo de tres años de guerra: «Hecho el recuento deex istencias, todo cuadra cabalmente con los estadillos adjun-tos, todo menos el oficial que esto firma, que se considera a símismo un círculo cuadrado, un espíritu metálico, que, abo-minando de nuestro enemigo, no quiere sentirse responsablede su derrota. F irmado Carlos Alegría, Capitán de Inten-dencia...»

Pasó más de una hora antes de que una agitación demotores rompiera el silencio.

–Se han rendido. ¿A que sí? –preguntó el cabo pri-mero.

Fuera había un silencio opaco que envolvía los ecos deuna actividad febril pero callada y triste. Estaban abando-nando la Capitanía General. Nadie daba órdenes, todossabían lo que tenían que hacer: huir lo antes posible. Laagitación silenciosa fue poco a poco desvaneciéndose comose había desvanecido su proyecto y a las diez de la mañana–pudo comprobarlo en el Rosk of que fuera de su abuelo–todo se había disuelto en una quietud de residuos y de ol-vidos. Supo que estaban solos. El hombre enteco y él eranlos únicos habitantes de la Capitanía General.

Franco estaba adueñándose de Madrid. Una o dos ho-ras después, los nuevos ocupantes llegaron a la CapitaníaGeneral y se desplegaron ordenada y ruidosamente to-mando posesión de cada despacho, de cada pasillo, decada corredor de piedra. El templo del mando ya era suyo.

Había marcialidad en aquellos pasos, ritmo de podery de obediencia, sumisión y jerarquía. El capitán Alegríaidentificó aquel ir y venir como algo familiar, la voz de lopropio. Pero esta sensación no le aportó ningún consuelo.Al contrario. Era como regresar a un mundo al que noquería pertenecer, del que había huido: era como empezarde nuevo.

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Ruidos de puertas, cerrojos, aldabas y otras urgenciassacaron al capitán Alegría del reducto de su memoria. Lapuerta de aquel sótano se abrió y un oficial escoltado portres soldados se sorprendió al comprobar que aún quedabaalguien en aquel edificio abandonado.

–¿Y vosotros? ¿Qué estáis haciendo aquí?Esta pregunta la presuponemos, porque nuestro testi-

go, el enteco cabo primero, debió de obviar en su relatocierta sumisión («yo, al cabo de tanta guerra, ya no iba ni con unos ni con otros», nos dijo) pero sí recordaba la insistencia de nuestro protagonista en su cualidad derendido.

–¿A quién se ha rendido, capitán?–Al ejército republicano.–¿Cuándo?–Esta mañana, mi coronel.El coronel se volvió hacia sus escoltas para verificar

que era cierto lo que acababa de oír. Los escoltas no mo-vieron ni una ceja. Las situaciones insólitas, en el ejército,debe resolverlas el mando.

Le pidió la cartilla militar, que ojeó con cierta incre-dulidad buscando una explicación reflejada en aquel do-cumento que, al fin y al cabo, sólo consignaba su nombre,graduación y su breve historial en el ejército. Se la guardóen el bolsillo de la pechera y, más estupefacto que agresi-vo, preguntó:

–¿De verdad se ha rendido esta mañana?–Sí, mi coronel, me he rendido esta mañana.–Tú eres un imbécil y un traidor. Serás juzgado por

esto.Y volvieron a cerrar la puerta dejando a los presos don-

de estaban. El cabo primero no se atrevió a levantar la vistadel suelo. Estar preso podía ser, y así fue, su salvación.

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Hubo silencios desparramados en un tiempo lentopero breve, porque empezaron a llegar prisioneros a aquelsótano con la cadencia con la que mana el agua en los ma-nantiales.

El capitán Alegría fue inventariando aquel acopio dederrotados a medida que los acarreaban al sótano de laCapitanía General hasta que reconoció a uno de los pri-sioneros: era el hombre que le había acompañado aquellamadrugada desde la Dehesa de la Villa hasta el HospitalGeneral de Cuatro Caminos. Su hombro vendado, delque pendía un brazo inerte, y un gesto de dolor desespera-do eran lo único familiar en aquel redil de sombras. Ale-gría buscó su proximidad y le preguntó si le dolía. Nadamás formular la pregunta es probable que sintiera un pu-dor adolescente: un hombro destrozado y una derrotasiempre duelen.

–¿Puedo ayudarte?–¡Coño! ¡El rendido!Aquella frase espontánea reconociendo su situación

real, debió de producirle cierta satisfacción, porque, segúnnos ha contado el herido, que sobrevivió gracias a que leestaban amputando el brazo el mismo día en que iban acondenarle a muerte, se limitó a decir «gracias» y se diomedia vuelta buscando el vacío. Por fin era lo que habíadecidido ser: su propio enemigo.

Un aluvión de presos infestó aquel sótano y fueron in-corporándose asombros nuevos, miedos diversos, resigna-ciones diferentes. Cuando, al cabo de tres días, el aire sehizo irrespirable, comenzaron a trasladar presos. Del peri-plo de Alegría desde aquel sótano al pelotón de fusila-miento tenemos sólo datos imprecisos.

Los documentos que fueron generando los guardianesdel laberinto y las pocas cartas que escribió son los únicos

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hechos ciertos, lo demás es la verdad. Pudo contarlo, por-que tuvo oportunidad de hacerlo, pero prefirió guardar si-lencio porque estaba saldando su deuda con los usurerosde la guerra.

Sabemos que fue trasladado a unos hangares del aeró-dromo de Barajas, donde el ejército vencedor y su justiciafueron agrupando a los militares de graduación para so-meterles a juicios sumarísimos que acabaron, sin excep-ción, en condenas a muerte.

Durante el periodo de su reclusión en el aeródromode Barajas, los militares fieles a la República debieron deignorarle e incluso evitarle, dado que en otra carta que es-cribe a su novia Inés, que llegó sólo tres meses más tardepor razones incomprensibles, describe crípticamente su si-tuación como la de «una mónada de Leibniz». No le ha-blaron, desconfiaron de Alegría como se desconfía de unenemigo, orillándole en aquellos momentos en que todospensaban más en lo que abandonaban que en lo que lesesperaba. Todo había tenido lugar con tal vértigo, se habíaprecipitado de tal manera que la vida del capitán Alegríase desvaneció en sentimientos crepusculares, en soledadeshostiles, en miedos irreverentes. No se atrevió a rezar parano llamar la atención de Dios y de su ira.

Estuvo en el desabrido hangar de Barajas desde el díacuatro al ocho de abril, debilitándose, ajándose como unodre seco, desparramando su eterna compostura en cadavómito, en cada desmayo, en cada tiritona, en cada retor-tijón del hambre. Un grupo de falangistas tomó la filia-ción a cada uno de los presos, que, en posición de firmes,recibieron ultrajes, golpes y humillaciones antes de serdespojados de los distintivos del grado militar en sus uni-formes, de su documentación y de todos sus objetos per-sonales. El coronel Luzón –no constan más datos en su fi-

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liación– se negó a entregar las estrellas de su grado porquelas había conseguido merecidamente en el campo de bata-lla, y un pistoletazo le arrancó de cuajo el rango, las estre-llas y la vida. Intento de fuga, reza escuetamente el registrode su muerte.

Pero el día ocho fue cuando, por fin, llegó el momentoque el capitán Alegría tanto había esperado. A media maña-na, cuando la luz del día convertía aquel hangar en unajaula de nostalgias rezadas en voz baja, en el silencio impo-sible de centenares de hombres hacinados, se oyeron losprimeros nombres.

É ste es el documento más real que tenemos de lo real-mente ocurrido, la única verdad que refrenda nuestra his-toria, que, probablemente, tuvo bastante semejanza con loque estamos contando. De no haber temido que nuestranarración fuera malinterpretada, nos habríamos limitado atranscribir el acta del juicio donde se condenó a CarlosAlegría a morir fusilado por traidor y criminal de lesapatria.

Voluntariamente omitimos la primera parte del actadel juicio sumarísimo, atenido al Código Militar aplicableen periodo de guerra, en la que se toma filiación al capitánAlegría, se le degrada, se le expulsa del ejército y es califi-cado, a todos los efectos, de traidor militar en tiempos deguerra.

Tras varias consideraciones en las que no se habla desu hoja de servicios sino de algunas actitudes significativasque se desprenden de informaciones recabadas de susmandos directos, el acta reza así:

«Preguntado por la fecha en que decide pasarse a las lí-neas enemigas traicionando al G lorioso Ejército N acional,contesta: la madrugada del día uno de abril del presente añode la V ictoria.

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»Preguntado por las razones que le movieron a tal actode traición a la Patria contesta: que lo hizo porque los te-nientes coroneles Tella y B arrón tomaron en noviembre de1 9 3 7 las poblaciones de Villaverde y ambos Carabancheles deM adrid. Q ue lo hizo porque las fuerzas de Asensio y Castejóntomaron la Casa de Campo de M adrid defendida por la pri-mera y oncena B rigadas Internacionales que se limitaron aretroceder hasta las orillas del río M anzanares.

»Preguntado si el degradado Carlos Alegría considerabaque los avances descritos eran razón suficiente para traicionaral Glorioso Ejército Nacional contesta: que lo hizo tambiénporque el General Varela ordena a Asensio sobrepasar con sustanques el río M anzanares, cosa que consigue el día 1 5 denoviembre de 1 9 3 7 , el mismo día en que B arrón se apoderadel Hospital M ilitar de Carabanchel B ajo.

»Q ue lo hizo porque el Gobierno del Frente Popularabandona ese día M adrid dado que lo considera tomado yencarece su defensa al General M iaja que sólo cuenta con unejército compuesto fundamentalmente por las B rigadas Inter-nacionales mandadas por el inexperto General Cléber.

»Q ue lo hizo porque Asensio Cabanilles, tomó el mismodía 1 5 la Ciudad U niversitaria de M adrid al mando de unacompañía de las Tropas R egulares de Tetuán, que llegaronhasta el Parque de la M oncloa y el propio General AsensioCabanilles tomó el edificio en construcción del Hospital Clí-nico de M adrid.

»El declarante es mandado callar y lo hace.»Preguntado por las razones de su conocimiento de los

hechos referidos, el procesado responde que porque de él de-pendía la Intendencia para el Frente S ur y S uroeste, bajo lasórdenes directas del General Varela. Y que por eso sabe queen noviembre de 1 9 3 7 el coronel R íos Capapé y M ohamed elM izzian llegaron hasta la parte alta de la calle Ferraz, en el

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centro de Madrid, donde sólo encontraron una resistencia defrancotiradores en retirada.

»El declarante es mandado callar y lo hace.»Preguntado acerca de si son las gloriosas gestas del Ejér-

cito Nacional la razón para traicionar a la Patria, responde:que no, que la verdadera razón es que no quisimos entoncesganar la guerra al Frente Popular.

»Preguntado que si no queríamos ganar la Gloriosa Cru-zada, qué es lo que queríamos, el procesado responde: quería-mos matarlos.»

A continuación, se le expulsa del ejército y se le decla-ra culpable del delito de traición y connivencia con el ene-migo. Es condenado a muerte.

Hay una rúbrica y un sello, ambos ilegibles.El degradado capitán Alegría, por fin, había hablado

de la usura a sus superiores jerárquicos.A partir de este documento, todos los hechos que rela-

tamos se confunden en una amalgama de informacionesdispersas, de hechos a veces contrastados y a veces fruto dememorias neblinosas contadas por testigos que prefirieronolvidar. Hemos dado crédito sin embargo a vagos recuer-dos sobre frases susurradas durante ensueños angustio-sos que también tienen cabida en el horror de la verdad,aunque no sean ciertos.

El capitán Alegría, ya paisano, ya traidor, ya muerto,debió de regresar al hangar donde tantos otros habían sidoo iban a ser sentenciados. Escribió, al menos, tres cartas:una a su novia Inés, que ha llegado a nuestras manos, otraa sus padres en Huérmeces, cuya casa fue destruida poruna crecida del río Urbel que se llevó entre sus aguas lamemoria, la hacienda y las ganas de vivir de dos ancianosque, al saber del arrebato de su hijo, fijaron sus miradas enun punto indiferente del paisaje y enmudecieron de tal

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modo que ni siquiera antes de morir quisieron confesarse.La tercera carta la dirigió al Generalísimo Franco, Caudi-llo de España. Sabemos de esta última porque se refiere aella en la que escribió a Inés. «Le he escrito no para implo-rar su perdón, ni mostrarme arrepentido, sino para decirleque lo que yo he visto otros lo han vivido y es imposible quequede entre las azucenas olvidado.»

En otra carta a Inés, que era maestra en Ubierna, ha-bla crípticamente de la soledad que le está convirtiendo enun despojo y, al igual que antes lo hiciera con San Juan dela Cruz, tiene que recurrir a frases de otros para hablar desí mismo, como si no se atreviera a utilizar sus sentimien-tos: «soy un fue, y un será, y un es cansado». No hay pasiónen su despedida, ni siquiera amor, sólo un plañido difuso,una reconvención a lo coetáneo, el lamento de una vidainoportuna: «No tuve tiempo para hacer planes porque otroshorrores suspendieron mi futuro, pero ten por seguro que, dehaberlos hecho, tú hubieras sido la columna vertebral de miproyecto.»

Si tuviéramos que imaginar en qué se convirtió la vidapara el capitán Alegría, deberíamos hablar de un torbelli-no de aceite: lento, pastoso, inexorable. Paseando su sole-dad en aquel hangar de angustias, envuelto en el vacío,trasladando consigo la distancia entre él y el universo,aguardó el momento que precede al final ignorando que elfinal no estaba escrito.

Nueve días estuvo esperando su turno. Cada madru-gada, al azar, como recuas, un grupo de prisioneros eraobligado a formar en el hangar y conducido, de a dos enfondo, hasta unos camiones que se perdían ruidosamen-te en un paisaje tibio y desolado. Pocos se despedían. Losmás se iban en silencio. Es probable que a Alegría, acos-tumbrado a observar a su enemigo, la muerte sin aspa-

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vientos le resultara familiar, pero la vida aprisionada en lacasualidad de estar o no estar en el rincón elegido para de-signar los muertos debió de resultarle insoportable. Alegríarechazaba el azar, necesitaba el orden.

Podemos suponer cierto alivio cuando el día diecio-cho, exhausto bajo una lluvia inclemente, fue él uno delos miembros de la recua. En el camión, hacinados y guar-dando el equilibrio, todos los condenados se miraban a losojos, se cogían de la mano, se apretaban unos contraotros. A mitad de camino, una mano buscó la suya y susoledad se desvaneció en un apretón silencioso, prolon-gado, intenso, que le dio cabida en la comunidad de losvencidos. Tras la mano, una mirada. Otras miradas,otros ojos enrojecidos por la debilidad y el llanto sofoca-do. «Perdonadme», dijo, y se zambulló en aquel tumultode cuerpos desolados.

Serían ya las ocho de la mañana cuando llegaron a Ar-ganda del Rey. Todo estaba preparado. Un muro demampostería, resto de un establo derruido, una explana-da, un pelotón de fusilamiento y una cadena de guardia-nes aportaron todo lo necesario para la ejecución. Otroscamiones, otros condenados, otras desesperaciones se su-maron a la ceremonia. Un sacerdote con estola morada re-zaba en latín rutinarias imploraciones de misericordia.Eran casi un centenar y tuvieron que agolparse para no ex-ceder la dimensión del muro. Unos instantes de silenciopara que el sacerdote terminara su plegaria que concluyócon una bendición trazada en el aire con la languidez deun adiós entristecido e inmediatamente «Pelotón», silen-cio, «Apunten», silencio «Fuego».

Si alguien gritó, nadie pudo oírlo.Cuando el capitán Alegría recobró el conocimiento,

estaba sepultado en una fosa común amalgamado en un

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caos de muertos y de tierra. Tardó tiempo, pero, desoyen-do el dolor, supo que había transgredido, de nuevo, las le-yes del mundo donde el retorno está prohibido. Esta-ba vivo. Un universo de médulas, cartílagos inertes, sangrecoagulada, heces, alientos detenidos y corazones sorpren-didos por la muerte conservaron bolsas de aire en aqueldesajuste de difuntos que le permitió respirar aun enterra-do. Estaba vivo.

Hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridadpara los muertos y Alegría las confundió porque no tratóde abrir los ojos, pero al oír su propio llanto supo queaquél no era el silencio de los muertos. Estaba vivo.

Alegría siempre habló de ese momento como de unparto. Exhausto, tardó tiempo en definir los perfiles de sucuerpo, desmadejado y oprimido por cadáveres enredadosunos con otros. Un escozor en la cabeza enmarcaba unpunto tan doloroso que pensó que tenía abierto el cráneoen dos mitades. Lentamente, procurando no alterar laquietud de aquellos muertos, fue arrimando sus brazos asu cuerpo, deteniéndose tras cada esfuerzo para no jadearporque temía que se acabara el aire, fue haciendo acopiode la fuerza necesaria para zafarse del peso que le inmovili-zaba. Había visto la fosa en la que estaba enterrado antesde la ejecución y, dada su profundidad, no podía tenermuchos cadáveres encima. Lo intentó varias veces y, encada intento, comprobó que algo se desplazaba y dejabade oprimirle, hasta que, al fin, todo cedió y se encontró acielo raso. La tierra ocupó su puesto y se arrastró hasta lle-gar a un terraplén por el que se dejó caer procurando sofo-car su llanto. Estaba todo él menos sus gafas.

Una bala le había dado en la parte alta de la frente detal suerte que resbaló sobre su cráneo, abriendo una pro-funda herida casi hasta la nuca, sin romper la calavera. Te-

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nía sangre en el rostro, en las sienes, en el cuello, pero latierra había servido de cauterio y, aunque ahora sangrabade nuevo, mientras estuvo inconsciente su corazón tuvouna razón para latir además de la del miedo.

Estaba anocheciendo.Aquí comienza una peripecia de Alegría de la que ape-

nas sabemos los detalles, porque, aunque a veces toleróhablar de lo ocurrido antes de su resurrección, raramenteconsistió en contarle a nadie cómo llegó desde Argandadel Rey hasta La Acebeda, un pueblo de montaña que estáen la vertiente sur del alto de Somosierra. Granito, jara ymontaña rodean este pueblo de adobe y pizarra aletargadobajo la nieve durante todo el invierno y que se desparramaen labores como el cantueso cuando llegan las primerastemplanzas de la primavera.

En alguna ocasión comentó a uno de sus carcelerosque, excepto los animales, todos huían de él, escapaban alver que aquel hombre sucio, macilento, con el dolor cris-talizado en su mirada, estaba vivo. Eran tiempos aquéllosen que sólo los muertos no asustaban.

En los campos de La Acebeda le encontraron, exhaustoy agonizando, unos labriegos que, al principio, le creyeronmuerto, pero cuando decidieron descalzarle para hacersecon las botas del cadáver, oyeron cómo aquella cabeza en-sangrentada pedía agua. Iba vestido con el uniforme delejército que acababa de ganar la guerra y tiritaba con ester-tores de vencido.

Ahora sabemos que se consideraron varias alternativas,desde enterrarle vivo porque a saber quién le había dispa-rado, hasta dejarle morir entre la jara y, después de muer-to, informar a las autoridades del hallazgo. Pero una an-ciana resoluta decidió darle el agua que pedía y limpiarlela cara con su refajo.

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«Todos somos hijos de Dios, hasta éstos», dijo. Co-menzó así una sucesión de atenciones al herido que se pro-longó durante tres días y logró mantener vivo a aquelmuerto. Todo se conjuraba para que le resultara imposibleabdicar de la vida como se abdica de un sueño al despertar.

Le mantuvieron allí, entre la jara, en parte por miedoy en parte para evitar el riesgo de que muriera en el trasla-do. Trataron la herida con inútiles ungü entos, le abriga-ron con una manta y le proporcionaron agua y un pocode alimento. Hoy sabemos que, en los tiempos que co-rrían, todo aquello fue un derroche de misericordia queAlegría agradeció evitando mencionar sus nombres.

Que alguien se acercara a un hombre agusanado, pas-toso de excrementos y de sangre, levantase su cabeza y pu-siera agua en sus labios suavemente, dosificase a cucharadassopicaldos digeribles por los muertos y pronunciara algunafrase de consuelo, todo aquello, pensó, era señal de que algohumano había sobrevivido a los estragos de la guerra. Deno haber sido por las grietas de sus labios resecos, Alegríahabría sonreído. Así lo contó y así lo reflejamos.

Y también contó a los enfermeros que velaron por élen las prisiones donde estuvo más tarde que, mientras es-tuvo allí tendido, desoyendo las llamadas de la tierra quereclamaba lo que es suyo, no era el temor a la muerte loque más le torturaba sino el pudor de que le vieran tanpodrido, la vergü enza de que olieran su aliento nausea-bundo o de que sus samaritanos se mancharan con la po-dre que segregaban sus heridas. Se tapaba con la mantacuando iban a llevarle el alimento y no permitía que nadiese acercara. Ahora pensamos que era, también, una formade no dar explicaciones.

El cuarto día amaneció deshecho en nieblas y la man-ta tan salpicada de rocío que la fiebre no se apiadó ni de

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sus huesos. Quería morir en Huérmeces y la vida se lequedaba a jirones en aquellos parajes tan hostiles. Acopiótodas sus fuerzas, utilizó hasta las sacudidas del temblorpara ponerse en movimiento y, tras doblar cuidadosamen-te la manta para demostrar que estaba agradecido, puso elagua y las patatas hervidas en el talego que utilizaban paratraerle la comida. Emprendió el camino hacia su pueblo,que estaba detrás de las montañas que ocultaban su feroci-dad entre las nubes. Comenzó a caminar monte arriba endirección a Somosierra.

Esas montañas surgen allí para partir España en dosmitades y ahora se nos antoja que el esfuerzo brutal deatravesarlas fue otra forma de ignorar lo que separa, dequerer estar siempre en los dos lados.

Buscó el camino perdido en la desorientación de lafiebre y remontó aquella pendiente a orillas de la carreterapara no ser visto por quienes transitaban; eran siempretropas del ejército que trasladaban víveres, soldados, arma-mento y todo lo necesario para mantener controlada latierra conquistada. Inercias de una guerra que, como otrasguerras, acaban pero nunca se resuelven. Sólo de vez encuando pasaba un vehículo civil y nadie podría afirmarque no hubiera sido confiscado. Alegría sabía que todoslos que tenían la potestad de desplazarse libremente po-dían ser sus adversarios. Esto no significaba que los inmó-viles, los silenciosos, no fueran sus contrarios, porque ig-noraba qué bando debe tomar un soldado que gana unaguerra y la pierde al mismo tiempo.

Sin embargo, aun queriendo ocultarse, no se atrevió aalejarse de la carretera, porque temía que le abandonaranlas fuerzas necesarias para seguir viviendo y, en ese caso, setendería en el camino para que le encontraran y le dierancristiana sepultura o, al menos, no permitieran que sus

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despojos terminaran alimentando a los lobos y a los perrosasilvestrados que merodeaban pacientes esperando el finalde aquel peregrinaje. La resurrección de la carne, pensaba,requería cierta pulcritud en los difuntos y a él sólo le que-daba una podredumbre nauseabunda y humillada. Su he-dor era tal que resultaba imposible pasar desapercibido apesar del brezo, la jara, la primavera y el tomillo.

Todas estas precauciones retrasaron el camino otrostres días en los que las patatas hervidas y el agua abastecie-ron el primero, pero después, con el frío de la cumbre,tuvo sólo el talego como prenda de abrigo por las noches ycomo protector de la calentura de la herida cuando el solarreciaba al mediodía.

Por fin, llegó a Somosierra, un pueblo de granito y pi-zarra que necesita el paisaje para ser hermoso. Llegó alatardecer, con un sol oblicuo y denso a sus espaldas que lepermitió acercarse a la caseta del fielato donde los guardia-nes del camino habían instalado sus reales. Allí estaban lossoldados del ejército que había ganado la última batalla,con los uniformes, las botas, los tabardos y las armas queél había administrado tantos años. No sintió ni nostalgiani arrepentimiento, pero sí melancolía.

Les observó tras su difusa miopía durante horas, in-cluso cuando la noche se echó encima y los soldados tu-vieron que encender hogueras para iluminar el camino ycalentarse. Observó la parodia de un cambio de guardia,hecho al buen tuntún y con una desgana que reflejabamás hastío que victoria.

Debió de ser entonces cuando nació la reflexión querecogió en unas notas encontradas en su bolsillo el día desu segunda muerte, la real, que tuvo lugar más tarde,cuando se levantó la tapa de la vida con un fusil arrebata-do a sus guardianes.

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«¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los quehan ganado la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogaresadonde no llegarán como militares victoriosos sino como ex-traños de la vida, como ausentes de lo propio, y se converti-rán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán conquienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciaránpor el estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán te-miendo, como el vencido, al vencedor real, que venció al ejér-cito enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán conside-rados protagonistas de la guerra.»

Todos los pensamientos y con ellos la memoria debie-ron de quedar sepultados bajo la fiebre, bajo el hambre,bajo el asco que sentía de sí mismo, porque haciendo aco-pio de la poca fuerza que aún le quedaba, arrastrándoseya, pues ni siquiera incorporarse pudo en el último mo-mento, se aproximó al cuerpo de guardia lentamente, sinimportarle el asombro y la repulsión que sintieron los sol-dados al ver arrastrarse esos despojos.

Cuando el llanto se lo permitió, dijo:–Soy de los vuestros.

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