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Cánovas Leopoldo Alas Clarín Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cánovas

Leopoldo Alas Clarín

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- I -

Cánovas transeúnte

Mientras yo relato el cuento de cómo vosconocí.

No recuerdo si corrían los últimos díasde Abril o los floridos de Mayo, ni del año po-dré decir sino que era uno de los cinco prime-ros de la restauración de Alfonso XII.

Sobre la calle de Alcalá volaban nubeci-llas tenues como una espuma de las olas deazul de allá arriba. Madrid alegre, salía a paseoy se parecía un poco al Madrid que soñó Mus-set, con sus marquesas a l'Å“il luttin, sus toros...embolados, sus serenatas, sus escaleras azules y

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demás adornos imaginarios. Cuando Madridtoma cierto aire andaluz en los días de sol y decorrida, parece lo que no es, y el que ha vividoallí algunos años se abandona a cierta ternurapatriótica puramente madrileña, que no se expli-ca bien, pero que se siente con intensidad. Eranlas tres o las cuatro de la tarde; atravesaba elque esto escribe la calle, yendo de Fornos alSuizo, y en la ancha acera, debajo de los balco-nes de La Gran Peña, vio de cerca, por primeravez en la vida, a D. Antonio Cánovas del Casti-llo; el cual, olvidado al parecer de cuanto lerodeaba, ponía el alma entera en su íntima plá-tica con una de las mujeres más hermosas quepodían pasearse por la corte. Aunque la com-paración esté muy manoseada, parecía unavirgen de las más bellas del Museo, que habíasaltado de su cuadro y había salido a tomar elsol por las calles alegres de la villa. Era rubia,más bien alta que baja, muy esbelta, de cabezapequeña y modelada a lo divino; cabeza en queel oro tomaba un reflejo de aureola. Era una

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mujer de ambiente espiritual; y tanto, que metidoen su zona D. Antonio, que se acercaba bastan-te, también tomaba sus tintes ideales, y a pesardel bigote de blanco sucio y de púas tiesas, y apesar de los ojos que bifurcan, y a pesar del maltorneado torso, y del pantalón prosaico, muyholgado y con rodilleras, no desentonaba el gru-po por completo, ni mucho menos pasaba a lacategoría de chillón contraste.

Como la dama no sé quién era, y en todocaso el ser amado no deshonra, y como el señorCánovas es libre y puede contraer justas nup-cias, y por tanto, usar de todos los derechos quepara el ejercicio de ese son necesarios, no habráindiscreción en decir que a mí se me figuró veren los ojos del expresidente del Consejo de Mi-nistros algo muy semejante al amor, si no era elamor mismo. Y tal como la bien avenida parejade palomas se esponja al sol, o bañando laserizadas plumas en las gotas de lluvia fresca ysutil, y en tanto el macho arrastra la cola, cara-colea y sacude ondulante el cuello hinchado, de

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donde salen suaves murmullos de pasión pere-zosa, así Cánovas y la virgen del Museo se es-ponjaban al sol de la calle de Alcalá, ella, co-queta a la inglesa, él, galán como el más pinta-do de Lope.

Como el palomo del símil, D. Antoniollegó al extremo de girar en redor de su desco-nocida (es decir, de mi desconocida), no sintomarla antes una mano, como quien hace quese despide y se queda. No sacudía aquella ma-no, según la moda grosera de entonces, sinoque entre las dos suyas la sustentaba con disi-muladas caricias... Y la conversación seguía entanto animada, pienso que espiritual, pues loera la sonrisa en ambos. No había allí escándaloni con cien leguas, que esto tiene el saber hacerlas cosas; ningún transeúnte paraba la atenciónen el grupo, ni mucho menos los del grupo enlos transeúntes. Sólo yo era allí atento especta-dor, sin cuidarme de disimular mi curiosidad,pues ni la dama ni el galán veían cosa que nofuera ellos mismos. Llegó el momento de sepa-

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rarse; don Antonio habló al oído de su amiga,hubo un apretón de manos, callado, serio, sen-timental por lo fuerte; y prolongando el roce delos guantes con la carne al separarse los dedos,al fin se fue cada cual por su lado, sin volverninguno la cabeza. El rostro de la hermosacambió de expresión enseguida, en cuanto dioella el primer paso calle abajo; la sonrisa idealhabía desaparecido; en aquellos ojos y en aque-lla frente sólo se vio la seriedad prosaica, hastadonde puede ser prosaica una divinidad, de lareflexión fría y atenta. La virgen del Museo seconvirtió como por encanto en la Musa de laaritmética. A lo menos tal me pareció. Pero nopude seguirla, porque el personaje principalpara mí era el otro, Cánovas, que tomó por lacalle de Sevilla. Él seguía sonriendo a sus imá-genes, llevaba la cabeza erguida, miraba al cie-lo, y de puro distraído no contestaba a los salu-dos exagerados de tal cual transeúnte que lereconocía. Algunos, después de pasar a su lado,

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se volvían para admirar no sé si al grandehombre o al gran Presidente del Consejo.

Al llegar a la Carrera de San Jerónimo,torció a la derecha, camino de la Puerta del Sol.Era su andar como el de azotacalles distraídoque no sabe a dónde va, ni le importa ir a unlado o a otro. A los pocos pasos atravesó la calley se detuvo ante el escaparate de la que es hoylibrería de Fe, y que entonces era, si mal no meacuerdo, de Durán todavía.

Con la atención codiciosa de una damaque registra detrás de los cristales las joyasacostadas en muelle cama de terciopelo, Cáno-vas, torciendo un poco la cabeza, gesto de mio-pe, leía los rótulos de los libros nuevos, y talvez olvidaba un punto las dulces emocionesque desde el Suizo venía saboreando. Despuésque leyó todos los letreros que quiso, dio unpaso hacia la puerta de la librería, echó mano alpicaporte..., pero lo soltó en seguida, cambió deidea, y siguió andando. Iba como antes, son-riendo; pero su sonrisa era ya más complicada.

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No cabía duda; el presidente saboreabacon deleite la vida aquella tarde: me precio deobservador mediano, y aquella mirada vaga yalegre, aquel andar ondulante y otros signosque se ven y no se describen, me revelaban elpensamiento del grande hombre, es decir, delgran Ministro.

Cánovas tiene bastante imaginación paragozar de esa perspectiva espiritual en que haycomo una síntesis de los placeres, de la alegría, de los bienes que nos han tocado en suerte.Suele provocar este delicioso espectáculo delpanorama de nuestra dicha la feliz conjunciónde algunos fenómenos halagüeños que, comoen la obra de arte, en la novela, en el drama, sejuntan a veces en la vida de tal forma, que sehacen transparentes, significativos y sugestivosa la par; y convertidos en símbolos, y sugirien-do mil ideas de color de rosa, nos llevan al éx-tasis egoísta, tal vez el más intenso, que nostiene amarrados por horas o por días al engañode ver el mundo como hecho para nosotros,

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bueno, suave, risueño, preparado por Dios co-mo el escenario de un drama para el interesanteespectáculo de nuestra feliz existencia.

Cánovas, sin duda, se contemplaba condeleite aquella tarde en que se daba asueto, y apie, como cualquiera, recorría las calles, y oratropezaba con el amor, ora con el arte, con lapoesía; es decir, con sus aficiones más intensas,según él, aunque en esto haya ilusión proba-blemente.

También, para mí, el paseo de Cánovastenía algo de simbólico, en el sentido más altoen que el símbolo significa tal vez la forma máspura y esencial de las cosas.

Era aquella una escapatoria del hombrede Estado, del ser oficial, abstracto según la ley,que representa, como un maniquí, personifica-ciones acaso falsas aun en idea; era la escapato-ria del jefe de un Gobierno, que se reconocíahombre en un rato de buen humor.

No todos los jefes de gobierno son capa-ces de ser hombres además. Por supuesto, dan-

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do al homo un valor que no alcanzan la mayorparte de los que, por ser bimanos e implumes,ya quieren entrar en tan rara y elevada catego-ría. Haced a Romero Robledo presidente delConsejo, y será incapaz de ser ya otra cosa ensu vida.

Cánovas sí; Cánovas es algo más que unpolítico, es decir, más que un artefacto de palocon juego en las manos, en los pies, en el espi-nazo y en la lengua; Cánovas es además unhombre. Aunque llegara el tiempo fabuloso enque se encargaran de la cosa pública las perso-nas, las verdaderas personas exclusivamente,Cánovas podría continuar siendo político.

Pues bien, aquella tarde sacaba a paseo alhombre que lleva dentro del uniforme de minis-tro, y a los pocos pasos encontraba a la mujer,sanción de todo mérito, único premio cierto detoda ambición grande.

No se haría la ilusión D. Antonio de quele querían por su cara bonita, como se dice fa-miliarmente; pero no padecería su amor propio

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aunque le quisieran por su grandeza, por elbrillo de su posición y por la gracia de su talen-to, de su donosura mundana. Ser amado por lomismo porque se sirve para modelo de un pin-tor, podrá ser halagüeño; pero la mujer tambiénsabe apreciar otras bellezas, especialmente lamujer más digna de ser amada, la que piensa ysiente con originalidad y delicadeza, un tantodesprendida de los groseros instintos, superioren parte a la tendencia animal del sexo.

Legítimamente podía D. Antonio ir satis-fecho de sí mismo, como un D. Juan espiritual,por lo menos... Además, la dicha no se analizatanto. Todas las cosas, descomponiéndolas de-masiado, se reducen a átomos insípidos, incolo-ros e inodoros. El átomo es una cosa que, depuro insustancial, quizá no existe. D. Antoniono tenía para qué valerse de esa química psico-lógica que han inventado los taciturnos, losmisántropos, buscando la fórmula probable delamor que inspiraba. En parte se le querría porpoeta, en parte por hombre rico, en parte por

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hombre influyente, en gran parte por caballerocumplido, en otra no menor por galán de ame-no trato, de conversación chispeante, por per-fecto hombre de mundo, que es además hom-bre de Estado, por orador del Parlamento, porautor del prólogo a Los dramáticos contemporá-neos de Novo y Colson... ¡Sabe Dios! ¡Se le po-dría querer por tantas cosas!... El hecho era quese le amaba. No: no tenía cara de analizar enaquellos momentos el ilustre transeúnte.

Primero la mujer... después las letras...

- II -

Intermezzo lírico

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Pero antes de meterme en honduras,quiero hacer algunas advertencias que impor-tan a mi crédito de hombre serio, sincero, ca-balmente honrado y libre de toda pasión vil ypequeña.

Por estas advertencias debí haber empe-zado; pero el natural deseo de halagar el gustodominante, que no puede ver las introduccio-nes, me hizo tal vez prescindir hasta de mi fa-ma para comenzar hablando cuanto antes demi hombre, o, mejor diré, del hombre de susiglo.

Además, tan acostumbrados nos tieneCánovas a hablar casi exclusivamente de supersona importantísima, hasta en los momentosen que más prisa corre hablar de cualquier otro,que acaso yo, por equivocación, habiéndomepropuesto empezar tratando de mí mismo, latomé con D. Antonio, como él hubiera hecho defijo en situación análoga.

Entre el capítulo anterior y este han me-diado algunos días; los más de ellos, por moti-

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vos que no importan a mis lectores, los he dedi-cado yo a meditaciones filosóficas y lecturasgraves. Después de estar pensando en si elmundo es esto o lo otro, en si esto acabará comoel rosario de la aurora, o por enfriamiento, co-mo el teatro español, ¡quién se acuerda de que-rer mal al señor Cánovas!

Yo nunca le he querido mal ni bien, deninguna manera; me encuentro con que mu-chos de mis contemporáneos y conciudadanos,la mayor parte con sueldo, le admiran, a vecesle adoran, y resulta al cabo que es un hombreencombrant en francés, y en español insoporta-ble.

Pero esto no me autoriza a mí para pre-tender burlarme del Sr. Cánovas como cual-quier mequetrefe. Podré ser vulgar, superficial,insignificante en mis escritos, pero hoy no quie-ro serlo a sabiendas, y sé y siento que la materiaque he escogido para este folleto literario ofreceel peligro de la vulgaridad más odiosa: la mur-

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muración frívola, vanamente injusta, la maledi-cencia ridículamente pedantesca. Vade retro!

¿Por qué engañarme a mí mismo? Si miespíritu no está ahora para bromas ligeras, nodebo dejar que la pluma resbale por la corrientede los lugares comunes de la ironía. ¡Cuántasveces, por cumplir un compromiso, por entre-gar a tiempo la obra del jornalero acabada, mesorprendo en la ingrata faena de hacerme infe-rior a mí mismo, de escribir peor que sé, dedecir lo que sé que no vale nada, que no impor-ta, que sólo sirve para llenar un hueco y justifi-car un salario!... Mas ahora no ha de ser así;acabo de leer no sé qué de Schopenhauer, deese Schopenhauer que ya fastidia a los reviste-ros de París, que tal vez no le han leído; y detristeza en tristeza, de ternura en ternura, depudor en pudor, he venido a parar en un esta-do de ánimo ante el cual Cánovas vale tantocomo cualquiera; y en su calidad de hombre,despojado de todos sus paramentos, reales oimaginarios, merece más que respeto, amor, el

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amor que se deben los hermanos, aunque resul-te cierto que no todos venimos del mismo pa-dre.

Por todo lo cual, y por otros muchos mo-tivos no menos dignos de ser puestos en versopor lo que tienen de líricos, protesto contra lamaliciosa suposición de que «este trabajo» pre-tenda molestar al Sr. Cánovas o a sus admira-dores. Aquí no hay apasionamiento: voy ahablar del autor de La Campana de Huesca, o deVelilla, o lo que sea, tal como es, o a mí me pa-rece por lo menos; y voy a hablar de él compa-rándole con su tiempo, que es lo que corres-ponde, pues en los siglos pasados no se sabíade Cánovas diga lo que quiera La Época, o a losumo se sabría de él que estaba haciendo mu-cha falta; sería un deseo vago, una aspiración alno sé qué de las generaciones ya muertas. Bue-no, ahora resulta que ese no sé qué era Cánovas;pero nuestros antepasados no podían adivinar-lo. De lo que podemos estar seguros todos es deque, una vez nacido, ya hay Cánovas para rato.

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Comienzo, pues, a tratar de él y de algunas desus obras como Spinoza quería: sub specie æter-nitatis.

Y, por supuesto, sin despojarme de esteaire melancólico y filosófico, que nos hace me-dir todas las cosas por un rasero, y exclamarcon Carlos V en el Ernani de Verdi: perdono atutti.

- III -

Cánovas poeta

Aquí es donde yo, si tuviera mala inten-ción, podría cargar la mano. Pero decidido aproceder con la nobleza a que dejo hecha refe-rencia, prescindiré de todo, o de casi todo lo

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que pudiera ser desfavorable al Sr. Cánovas, yme limitaré a considerar su vida poética sólo encuanto nos sirva de documento, como hoy sedice, para el estudio psicológico de nuestropersonaje. Porque dejo advertir que es un estu-dio psicológico principalmente lo que estoyhaciendo, aunque hasta ahora no se haya cono-cido.

Si Cánovas se hubiera contentado con serpoeta allá en sus mocedades, hablar hoy de susversos hubiese sido una impertinencia. Muchoshombres que después han figurado como lum-breras en la Administración, llegando a cobrarsueldos episcopales, han comenzado por ahí,por la poesía, generalmente la erótica y laheroica; de veinte consejeros de Estado o ma-gistrados del Supremo, diez por lo menos hancomenzado su carrera escribiendo odas patrió-ticas y poniendo en relación al Moncayo con elmes de las flores, por razón de lo que llamabanantiguas retóricas el similiter desinens y el simili-ter cadens. El furor pimpleo y aquellos arrestos

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pindáricos de la desordenada fantasía eran unmodo inconsciente y disfrazado de anhelar losmás altos puestos que puede ofrecer una buro-cracia bien servida.

Con un poco de experiencia en el arte espi-noso de la crítica al pormenor, se puede adivi-nar en la más fantástica y aun vaga poesía, sitodas aquellas corrientes, puras, cristalinasde Castalia irán a desembocar en una oficina.Yo conozco muchos jefes de negociado, o cosaasí, que hace apenas diez años estaban empe-ñados en restaurar el teatro de Lope y de Tirso,o la égloga de Garci-Lasso. ¡Qué Lasso ni quéGarci! Todo aquello era una secreta comezón denómina.

Pues bien; en los versos antiguos de Cá-novas se ve eso mismo: aquel suspirar por todo,aquel adorar al universo en una mujer (creoque llamada Elisa o Luisa, de esto no estoy se-guro),2 y aquel respeto a las creencias de nues-tros mayores, en medio de tanto arrebato lírico,parecían anuncio seguro de la brillante carrera

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política y administrativa de nuestro AUTOR(como escribe Sedano, el del Parnaso Español).En no sé qué libro viejo, tal vez una colecciónde alguna Revista trasnochada, vi, ya haceaños, versos de Cánovas, versos auténticos.Recuerdo que la impresión era mala; el papel,delgado y amarillento, daba a aquel romanti-cismo manido un aspecto repugnante. Pues apesar de tan desfavorable catadura, yo adivi-naba al leer aquello -verdad es que adivinar aposteriori es fácil- el porvenir glorioso y lucrati-vo que aguardaba al poeta. Daba gana de gri-tarle: Macte animo, generose puer! ¡Sus y a ellos!deja a esa melindrosa y empréndela con losexpedientes; agárrate a un periódico, después aun ministro, más tarde a una bandera política,enseguida a una poltrona... medra, sube, crece...y olvida a la Elisa de tus pecados, y esos otrostormentos de que hablas, que son puro flato; yallegará el día en que todas las Elisas de estemundo se mueran por tus pedazos y sus conse-cuencias; y en que esa desdeñosa, esa Marcela

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relamida cifre todo su orgullo, como la FedericaBrion de Goëthe, en haber sido amada, si no porel Gran Pagano de Weimar, por el Gran Cobra-dor de Málaga.

En suma, aquellos versos de Cánovas noeran mejores ni peores que los que habrán es-crito en igual caso Retes, Rodríguez Rubí, Cata-lina, Casa Valencia, Casa Sedano, y tantos ytantos otros ilustrados oficinistas y hombrespolíticos que han escrito o deben de haber escri-to versos.

Sin embargo, advertiré que ya en aque-llos primeros ensayos se nota la tendencia quemás tarde ha de caracterizar poderosamente elestilo de Cánovas; ya allí se nota, digo, el pruri-to de decir las cosas de modo que el diablo quelas entienda. Más adelante alambicó su maneranuestro Autor, hasta tal punto, que lo corrienteen él ya no fue ser oscuro, sino decir lo contra-rio de lo que se había propuesto.

De todas suertes, de la primera épocapoética de Cánovas, de los años de aprendizaje,

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como si dijéramos, no hay para qué hablar; to-dos aquellos delitos han prescrito, le han sidoperdonados, porque ha ascendido mucho, y elsacarlos a plaza es digna hazaña de algún gace-tillero despechado a quien D. Antonio no hayaquerido dar un destino.

Creí yo largo tiempo que no había másversos de mi Autor que aquellos, los antiguos; y¡cuál fue mi sorpresa cuando supe que el Sr.Cánovas insistía en que él tenía algo allí (dondelo tenía Chenier), y algo que debía brotar, no enforma de vegetación cutánea, sino en formamétrica, más o menos decimal.

Esto era ya poca formalidad. ¿Hace ver-sos Sagasta? ¿Los hace López Domínguez? ¿Loshacía Posada Herrera? ¿Los hicieron Mon,Arrazola, Negrete? No, no los hicieron.

Mucho tiempo estuve creyendo que laspoesías canovísticas que sacaba a relucir, parasacudirles el polvo, Venancio González, o seaun saladísimo escritor carlista, eran invencionesdel crítico o antiguallas de que D. Antonio re-

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negaría. No, no era así. Los versos eran recien-tes, acababan de salir del horno; de modo queel mal genio de Cánovas todavía podía expli-carse por aquello de la naturaleza irascible delos poetas, por el manoseado genus irritabilevatum.

¡Quién había de decir que cuando D. An-tonio vociferaba su constitución interna, comosi la estuviera pariendo con dolores, allá en elbanco azul, y daba puñetazos a diestro y si-niestro, y perdía el hilo, y echaba espuma por laboca, había que ver en él al mantés, al profeta, alvate inspirado, en sus horas de calentura!

Pero ¿qué clase de versos salían de aque-llas irritaciones?... ¡Horror causa recordarlo!Los versos peores que se han escrito en Españaen todo el siglo.

Sí, es preciso decirlo muy bajo: los versosde Cánovas son hoy peores que ayer, mañanapeores que hoy.

El Sr. Cánovas, en muchos de sus escri-tos, ha dejado y sigue dejando a la posteridad

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períodos y más períodos de tamaña sintaxis,que ni con la mejor buena fe del mundo sepueden entender, ni aun ayudada la buena fecon mucha perspicacia. Pues bien; si en prosaes Cánovas a menudo laberíntico, en el verso secrece y cultiva un dieciseisismo, como él diría(que otros barbarismos ha dicho), un gongo-rismo de su invención, que consiste en no po-ner un solo vocablo en su sitio y hacer que laspalabras quieran significar lo que no pueden.Añádase a esto un arte exquisito para llenar deflato los versos mediante hiatos sin cuento, y lahabilidad de convertir en granito los endecasí-labos, haciendo brotar en ellos, por milagro dela musa, una vegetación tropical de cacofonías,y se tendrá una idea de lo que es la manera mo-derna de este demonio de parnasiano español,que a lo mejor es el que manda en todos losespañoles que no somos parnasianos.

Por lo que respecta al fondo, el Sr. Cáno-vas, en poesía, es un cubo de las Danaides, co-

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mo diría el difunto D. Pedro Mata. El Sr. Cáno-vas no tiene fondo poético.

Y esto es ya más serio. Sí; el Sr. Cánovases el hombre más prosaico del mundo. Ha ido ala poesía, como a todo, por vanidad. Leyendosus versos, lo primero que se advierte es el fue-lle del orgullo. Versifica con soplete. Él cree queha llenado hojas y más hojas con delirios poéti-cos, con pensamientos, confesiones del alma,sueños de la fantasía... y nunca ha podido másque hincharse con aire de vanidad, pompas dejabón... de cocina. Su alma da de sí lo que tiene:un viento desencadenado de satisfacción inter-ior, como diría la Ordenanza. El espíritu de estepoeta es el simoun del orgullo, soplando eter-namente sobre la aridez sentimental de las en-trañas.

Sin saber de pronto por qué, muchas ve-ces, al leer poesías de Cánovas, me he acordadode Otero y de Oliva, que murieron en garrote.

Cánovas ripia la vida como los versos. Elripio es, a su modo, una falsedad. Es lo opaco

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pasando plaza de transparente; es la piedrahaciendo veces de pensamiento, la nada dán-dose aires de Creador. Ripiar la vida es llenar elalma de cascajo para hacerse hombre de peso;es llegar a cierta estatura añadiéndose un su-plemento de cal y canto; es ser un lisiado y con-vertirse en un hombre completo de palo. Cáno-vas, a pesar de su egoísmo, está lleno de cuerposextraños. El estilo es el hombre; pero cuando elhombre es un barro cocido, el estilo es terroso.

Todo esto es importante para mi asunto,porque he llegado ahora al quicio de este folle-to, tratando, como de paso, esta cuestión de lasentrañas poéticas del cantor de Luisa o de Elisa.

Difícilmente se podría idear ironía mástriste que el empeño de Cánovas de ser poeta.Es el peñasco que hace alarde de resistir el em-puje de las olas y tiene la pretensión de criar ensu ruda superficie las flores más delicadas.

En prólogos, en brindis, siempre que hatenido que hablar en público de alguien que nofuera él, ha sabido aprovechar la ocasión para

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olvidarse del otro y contarnos algo de lo que aljefe de los conservadores le pasa por dentro o leha pasado por fuera. Nunca habla ni escribe D.Antonio, que no nos diga que es presidente decien cosas, o que hizo tal o cual maravilla polí-tica; y si no esto, si olvida sus grandezas terre-nales, vuelve con nostalgia los ojos al limbo delos recuerdos y de las ilusiones muertas; y mal-diciendo su suerte, aunque sin la espontanei-dad de D. Felipe Ducazcal, se queja del hado,fatum, ananke, en griego, que le condena a tenerque salvar al país un día sí y otro no, y que nole permite consagrarse, con todo el ardor que lepide el cuerpo, a sus aficiones favoritas, al ser-vicio de las Musas en uno u otro ramo del furorpimpleo.

Así como D. Quijote decía que, si se lopermitieran sus caballerías, capaz sería dehacer, no sólo versos, sino jaulas y palillos dedientes, D. Antonio, que también sabe hacerjaulas y hasta criar pájaros (que a lo mejor lesacan los ojos); D. Antonio viene a indicar que

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él sería un Dante o un Homero si no le llamasena cada momento para salvar la nación. No haymás remedio, pues, que tomarle en serio lo dela poesía.

Su alma, a lo menos lo más recóndito yexquisito de ella, está en sus versos. Sea.

Pero yo entrego al brazo secular de Ve-nancio González la poesía canovística por loque toca a la retórica y a la poética, y para estu-diar su alma de poeta, no tengo más remedioque remitirme a los capítulos en que trato deCánovas en prosa. Y entonces iremos viendocómo ripia la vida, cuáles son los grandes ripiosde la prosa de su existencia, digna de ser estu-diada por una comisión de la Academia deCiencias morales y políticas. ¡Ay, sí! El espíritude Cánovas es tan árido como el concepto delEstado de Colmeiro, ¡qué tiene que ver! o laslucubraciones de D. José Barzanallana acercadel impuesto indirecto sobre los consumos.

Entremos en ese espartal por cualquierlado.

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- IV -

Cánovas... «latente pensante»

El latente pensante es un libro del señorConde o Marqués de Seoane, del cual hay tra-ducciones en chino (no del Marqués, por su-puesto), en alemán y en otra porción de idio-mas. Yo no he leído el latente ese, como el lectorsupondrá, ni sé lo que es a punto fijo; pero creo,por conjeturas filológicas nada difíciles, que setrata en la Pentanomia pantanómica del latentepensante (título del libro de Seoane), de algúnpensamiento oculto. Pues bien; yo voy a aplicaral estudio de la filosofía del Sr. Cánovas, si noel sistema de Seoane, el nombre del sistema.

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¿Qué es Cánovas en cuanto latente pen-sante? Este es el problema.

De Cánovas se puede decir lo que Gib-bon decía de Leibnitz, al compararle con unode esos grandes conquistadores que ambicio-nan un dominio universal. Leibnitz escribía lomismo sobre -26- cálculo infinitesimal, queun código para los diplomáticos. Pues Cánovasentiende también de todo, y si no vuela como elsacre, ni corre como el galgo, es capaz lo mismode ponerle un prólogo a lord Byron que de es-cribir el programa del Manzanares o de presidirun Congreso africano, describiendo las regionesdel Congo, a guisa de Estrabón moderno (y nose crea que hay un equívoco arcaico en eso deEstrabón, pues sería de mal gusto semejantejuego de palabras). Cánovas sirve para todo...pero por temporadas; es decir, que en inviernoes paraguas y en verano quitasol. Cuando lehacen Presidente del Ateneo, se acuerda de quees filósofo, y saca a relucir el latente pensante.Una de las aficiones verdaderas de Cánovas, no

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de las que él se imagina tener y no tiene, es labibliografía. Es bibliógrafo con algunas de lasventajas del oficio y todas las desventajas de lamanía. Si se trata de historia de la literatura,piensa que lo principal es tener él en casa librosque no haya visto nadie ni por el forro. Cáno-vas, en esto de libros viejos y de crítica, tienesalidas como las de Carulla en Teología; y va decuento. Discutíase hace bastantes años en elAteneo si Cristo era Dios, y de una en otra, esdecir, del Padre Sánchez en Carulla, se vino aparar a lo que era o no era el catolicismo puro,sin mezcla. «La verdadera doctrina sobre estepunto concreto (no recuerdo cuál), gritaba elpadre Sánchez, es esta: el Papa infalible lo aca-ba de declarar así en su Encíclica tal, en el Brevecual». Y el padre Sánchez vomitaba latín muysatisfecho y se sentaba poco menos que envuel-to en luz increada. Pero... ¡tate, tate, folloncicos!Del lado opuesto surgía la figura (que ya heolvidado, y lo siento) de Carulla, el cual debede haber envejecido mucho con eso de la Biblia

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en verso; y el exzuavo, con una sonrisa entreburlona y benévola, seguro de sí mismo y delVaticano, exclamaba, palabra arriba o abajo:«La doctrina que el señor Sánchez sostiene, noes a estas horas la verdadera doctrina ortodoxa;mal puede saber el señor padre Sánchez cuál esla última declaración pontificia, cuando en car-ta que Su Santidad se digna escribirme con fe-cha de anteayer, me dice lo siguiente, y cartacanta». Y de los bolsillos de los pantalones sa-caba Carulla un papel arrugado, que debía deser breve o cosa así; y leía y dejaba bizco al pre-opinante.

Algo por el estilo hace Cánovas. Piensa élque los libros que tiene en casa son la últimapalabra acerca de la ciencia respectiva. No cabenegar, porque lo afirman los inteligentes, queposee libros raros, y que tiene muchos. ¡Buenprovecho le hagan! Semejante mérito ya meguardaré yo de negárselo, y estoy dispuesto a-28- reconocerle todo el tamaño que quiera encuanto biblioteca, y si se quiere comparar con la

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de Alejandría, que se compare. Pero los librosno basta tenerlos. El ricachón aquel de Iriarteera más discreto con su biblioteca pintada, quemuchos prenderos bibliófilos que no ven en ellibro más que el forro. Es preciso leer. Y no bas-ta eso tampoco. Hay que entender lo que se lee,y leer a tiempo y con orden. Pues Cánovas nolee así. Lo declara él mismo. Es pensador y filó-sofo en sus ratos de ocio, según confesión quenos hace en la Introducción de sus Problemascontemporáneos (según se verá más despacio).De aquí proceden lamentables equivocaciones.Por ejemplo: Cánovas cree que son raros todossus libros, y así como está seguro de que no haymás ejemplar que uno que tiene él bajo llave, yque no enseña a nadie, de tal o cual epístola deZabaleta o de un Sánchez o Fernández, más omenos benedictinos o franciscanos, cree estarlotambién de que la última palabra de la cienciamoderna la tiene él en la Revista que ha leído lanoche anterior o en el libro todavía intonso quele acaba de mandar el librero. Cánovas piensa

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que los escritores hacen hoy ediciones de unsolo ejemplar, o a un solo ejemplar, como diríaalgún clásico nuevo, para regalárselas a él ypara que los demás no se enteren. Así habla yescribe Cánovas de las teorías nuevas, ya filo-sóficas, ya políticas, como si no las conocieranadie más que él. Confunde esto con las cartaseruditas de D. Serafín Estévanez y con los li-bros viejos de nuestra literatura, que el señorCánovas saca a relucir, vengan o no vengan acuento, como se verá más adelante.

Demás de esto, como él diría, por esa afi-ción idolátrica a los libros, por ese fetiquismode la encuadernación, Cánovas viene a coinci-dir con los estudiantillos aplicados, que creenque la ciencia de la verdad más pura vienesiempre por el correo, y que el último libro es elmejor, y el que los corrige y eclipsa todos. Sí;Cánovas, a pesar de ser tan reaccionario, es deesos espíritus pobres que tienen la supersticióndel último libro. Como no piensa con originali-dad, como no está preocupado de veras y motu

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proprio con los grandes problemas, como él dice,de la vida, como es pensador de azar (palabrascasi suyas), como es filósofo de parada, de re-vista oficial y de uniforme, toma el asunto quele da el vaivén de la vulgaridad pensante, seapodera del lugar común del día, de los tópicosde la plaza pública, y lee discursos y más dis-cursos, dignos de cualquier secretario de sec-ción del Ateneo o de la Academia de Jurispru-dencia.

Cánovas no tiene bastante vigor intelec-tual para pensar en las ideas mismas, no pasade -30- pensar en las letras de molde en quesuele aparecer algo de las ideas. Aquella faltade sinceridad y de íntima convicción que senota en las obras de Cánovas, nace en parte dela sequedad de su espíritu, como ya dije, de suprurito de ripiar la vida; pero nace también enparte de ese mezquino fetiquismo en que seadora la imprenta por la imprenta.

Como no es fácil a pluma inexperta comola mía explicar todas las reconditeces de este

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análisis psicológico, reconditeces en cuya claray minuciosa exposición estaría la prueba másevidente de su profunda verdad, déjome porahora de tanteos de descripción dificilísima, yvoy a ser menos oscuro refiriéndome a los tex-tos del mismo Sr. Cánovas.

Cánovas, en cuanto filósofo, está repre-sentado principalmente por su obra tituladaProblemas contemporáneos.

No consta que en parte alguna haya sidomás filósofo que allí. Se trata de la colección delos discursos con que inauguró los cursos delAteneo, las muchas veces que fue presidente deaquella sociedad científica. ¿Sabe alguno demejor ni más filosofía de Cánovas?

Pues de esta dice él mismo: «Estos volú-menes no encierran sino estudios, por lo comúnen forma de discursos, casi siempre escritosfortuitamente...».

Ya lo oye el lector: Cánovas escribe ohabla casi siempre fortuitamente cuando setrata de los problemas contemporáneos, de las

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cuestiones más arduas, de las doctrinas filosófi-cas y de los varios fenómenos sociales, comodice él mismo.

Y ¿qué es escribir fortuitamente? Véase elDiccionario, de que es colaborador Cánovasmismo:

«Fortuitamente. = Casualmente, sin pre-vención, sin premeditación».

Es decir, que Cánovas habla de filosofíapor casualidad, como el otro tocaba la flauta.

Sin premeditación. Esto debe agradecér-sele, y es bueno que lo diga. No hay premedita-ción en los discursos científicos de Cánovas;menos mal.

Pero aclaremos más el concepto. ¿Qué escasualmente?

Dice el Diccionario: «Casualmente.- Porcasualidad, impensadamente».

Bueno: otro dato. Cánovas escribe de fi-losofía impensadamente, sin pensar lo que es-cribe. También esto algún día puede ser cir-

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cunstancia atenuante, si no se trata de un viciohabitual.

Pero aclaremos más el concepto todavía.¿Qué es casualidad?El Diccionario: «Casualidad . = Combina-

ción de circunstancias que no se pueden preverni evitar, y cuyas causas se ignoran».

Luego tenemos que Cánovas ha escritosus discursos científicos fortuitamente; es decir,sin poder preverlo ni evitarlo, y por causas quese ignoran.

No sabía por qué los escribía. No se pue-de saber menos.

Y lo peor no es que diga esto, sino que lopruebe. No necesitaba insistir en afirmar queson sus trabajos filosóficos «fruto no bien ma-duro de las inquietas horas consagradas al es-tudio de las doctrinas filosóficas». Harto se vedespués que sus estudios científicos están ver-des, y que hace mal en consagrar a la medita-ción horas inquietas.

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El autor se disculpa teniendo en cuenta lanecesidad que hay de hacer que pasen a la pos-teridad, por vía de documentos biográficos, susideas, porque la posteridad (todo lo subrayadoestá copiado al pie de la letra) tiene la obligaciónde oír con atención a los que influyen notablementeen los destinos de sus conciudadanos y de inquirirlos motivos porque obraran.

Y aún mayor que esta obligación de losvenideros es la que tienen los hombres influyen-tes de hacer públicos sus pensamientos. ¿Por qué?«Porque no hay derecho para intervenir en lascosas de los demás hombres sin deliberadas yformales doctrinas».

Vamos, vamos, Sr. Cánovas, que ahora seme contradice usted. Y si no se contradice, esque no ha cumplido con su obligación de gran-de hombre. Para intervenir en las cosas de losdemás hay que tener doctrinas deliberadas yformales, y por esto usted expone las suyas.Pero las suyas, según lo antes copiado, son casi

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siempre fortuitas, casuales, poco maduras, etc., etc.¡Vaya una formalidad!

A seguida se alaba el Sr. Cánovas de queél siempre ha pensado lo mismo desde quecomenzó a publicar sus ideas en corta edad, sintener que hacer ninguna modificación, absoluta-mente ninguna, en sus opiniones religiosas, filo-sóficas o sociológicas.

Tal creo; Cánovas, a pesar de leer muchasrevistas y algunos libros, es hoy el mismo quepublicaba, siendo estudiantil autor, la Historia dela decadencia (no dice la decadencia de qué, por-que supone que todos lo sabemos y no pensa-mos en otra cosa). Amigo, esa es la ventaja depasar la vida en un ripio perpetuo. No dudoque el Sr. Cánovas, pensando siempre lo mismoy no modificando absolutamente en nada suspensamientos religiosos, filosóficos y políticos,se habrá ahorrado muchos dolores de cabeza;pero eso lo consigue el que puede, no el quequiere. Los hombres de esta índole nacen, no sehacen. ¡Lástima grande para el Sr. Cánovas que

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esta su manera de ser, ya que no por la fuerzaintelectual y grandeza de espíritu, no se distin-ga a lo menos por lo rara! No, no se distingue.Lo general es eso. Ruiz Gómez, Jove y Hevia,Toreno y otros filósofos que no quiero nombrar,son así también, tan inquebrantables, y tan...¿por qué no decirlo? tan inmuebles como el se-ñor Cánovas, que es un fundo filosófico, unpensador de la clase de raíces... quod solo tene-tur. El Sr. Cánovas acaso no ha pensado bien enlo corriente que es esa perseverancia en mate-rias metafísicas; algo más dificililla suele ser laconstancia política. No cambiar de Dios ni desistema filosófico, y aun sociológico, es fácil paragente como el Sr. Cánovas y Ruiz Gómez; lopeliagudo para esta clase de personas consisteen no cambiar de partido. No se puede negarque aun en política Cánovas es consecuente yortodoxo como él solo, desde que en su partidono manda nadie más que él. Pero dejemos esto,que nos aparta de la pura región de las ideasdel Sr. Cánovas, y volvamos a la gracia que le

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encuentra él a eso de haber pensado siempre lomismo.

Cuando Moreno Nieto declamaba en elAteneo en aquellos inolvidables discursos quedaban a la filosofía una fuerza dramática queno le viene mal y que tan pocos filósofos con-siguen, multitud de personas formales, de laderecha y de la izquierda, conservadores y aunretrógrados, individualistas liberales y hastasocialistas de poco pelo (la formalidad y la se-riedad sistemáticas no son patrimonio de unpartido, ni siquiera de la especie humana); digoque al oír a Moreno Nieto las personas másmetódicamente formales e incapaces de cam-biar de opinión aunque los aspen, salían de lasala de sesiones sonriendo con lástima y com-padeciendo al pobre D. José, que no sabía a quécarta quedarse, y que no hacía más que poner aservicio de la sinceridad del pensamiento uncorazón todo amor, caridad verdadera, un ce-rebro iluminado por el amor mismo, y una vi-sión artística evangélica de las ideas, que indi-

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caba muy poca formalidad. No se podía contarcon él para nada. ¿Qué hombre era aquel que novestía ni de azul ni de colorado, que no era depor vida y sujeto por alguna póliza, o ultra-montano, o liberal, o cristiano A, o católico B, odeísta C, o panteísta H..., en fin, algo de lo queeran aquellos señores tan serios y tan invaria-bles?

El Sr. Cánovas no presenciaba jamás es-tas escenas, ni oía nunca los discursos de D.José; porque ¿qué iba a enseñarle a él aquelpobre señor que ni siquiera había sido minis-tro? No, no lo había sido ni lo sería mientrasCánovas mandase. De modo que si D. Antoniono podía ayudar a sus compañeros en seriedady consecuencia filosófica a murmurar y compa-decer a Moreno Nieto, de lejos implícitamenteles daba la razón, absteniéndose sistemática-mente de convertir en ministro de Fomento alorador ilustre; porque para fomentarnos serví-an Toreno, D. Fermín Lasala y otros Tales... deMileto, o de Cangas de Tineo; pero no servía el

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bueno de D. José, que... ¿por qué no decirlo,verdad, señor Cánovas? que adoleció, como filó-sofo, del ligero modo de ser contemporáneo.

Esta frase de Cánovas, que ya analizare-mos después, porque tiene mucha miga y muypoca gramática, no obedece sólo al natural an-tagonismo entre un pensador inmueble comoCánovas, y un hombre de corazón y de discur-so fuerte y sutil como Moreno, que no se aferrade por vida a ideas profesadas en la edad enque el juicio propio vale menos; no sólo a estaoposición y antipatía natural y desinteresada sedeben las duras palabras que he copiado. Al Sr.Cánovas el que se la hace se la paga, y en estode ser rencoroso es todavía más constante queen creer en un Dios todo misericordia, y tanseparado del universo como D. Antonio de sushumildes súbditos. Moreno Nieto había dichomil veces, en el seno de la confianza, que Cáno-vas era un semisabio, que había leído muchoslibritos franceses de esos que sirven para pro-pagar la ciencia entre los burgueses ilustrados;

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pero que no era un pensador serio y profundo,ni un verdadero hombre de ciencia en materiasfilosóficas. Esto lo decía Moreno Nieto sin malaintención, ingenuamente, sin querer mal a Cá-novas, únicamente porque era verdad. Porquepodría Cánovas envidiarle algo a Moreno Nie-to; pero Moreno Nieto no podía envidiarle na-da a Cánovas. En la vida de Moreno Nieto nohabía un solo ripio; era un hombre de verdad portodos lados. En cambio Cánovas... dadle golpe-citos en la cabeza (salva venia) en la protuberan-cia filosófica, y veréis cómo suena a Revista deAmbos Mundos, y a traducciones económicas deBüchner y Moleschott, con otras parecidas hoja-rascas.

Cánovas supo lo que de él decía MorenoNieto, y se la guardó; ¿para cuándo? Como dijoel poeta:

Mejor los contarás después de muertos

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Y en efecto, murió D. José entre bendi-ciones de todo un pueblo inspirado por intui-ciones del amor y de la gran justicia plebeya, yentre las frases compasivas de los filósofos máso menos administrativos y raíces de inquebran-tables convicciones; y Cánovas le cantó ese res-ponso del ligero modo de ser contemporáneo.

¡Venciste, malagueño!Ahora, veamos eso del modo ligero. La

frase, que se encuentra en la pág. 516 del tomoII de los Problemas contemporáneos, es así: -«Queadoleció (M. Nieto), como filósofo y como so-ciólogo, del ligero modo de ser contemporá-neo».

Antes de penetrar en la intención, estu-diemos la frase.

A primera vista, parece que fue M. Nietocontemporáneo de un modo ligero, como sidijéramos, que no fue bastante contemporáneo.

Pero este disparate no es el de la interpre-tación más probable.

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Mirándolo mejor, parece que Cánovasquiera decir que D. José, como filósofo y soció-logo, adoleció del ligero modo de ser que es pro-pio de nuestro tiempo.

Es decir, que ahora lo corriente es ser deun modo más ligero que antes. Nego supposi-tum! Porque ahí está Cánovas, que, con serquien es, es contemporáneo, y, sin embargo, noadolece de un ligero modo de ser, sino que esde un modo de ser tan pesado como pudieraserlo el hombre terciario, si lo hubo, que es elmenos contemporáneo que cabe imaginarse.

Y aparte de esto, D. Antonio, ¿qué decirel ligero modo de ser? ¿Es que ahora somos menosque eran nuestros antepasados? Para compren-der toda la profundidad del disparate de D.Antonio, se necesita haber estudiado metafísi-ca; ligero modo de ser, es decir, ser menosesencia, ser menos ser... ¡el absurdo absoluto!

Pero ¡ah! que lo que quiere decir Cánovasno es nada de eso; su propósito es devolverle al

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difunto la píldora y llamarle semisabio y super-ficial. Y que conteste el muerto.

Veamos el texto, para mayor claridad.Abro el citado tomo II por la pág. 318, y leo...Aquí una advertencia que quiero que sirva paramis digresiones de más abajo. Siguiendo a Cá-novas en su texto para analizar sus ideas, escasi imposible prescindir de estos episodiosgramaticales que retrasan el trabajo y embro-llan el asunto. Escribe Cánovas tan mal a me-nudo -¡testigos Dios y Antonio Valbuena!- quees imposible pasar por alto la forma para llegaral fondo. Ejemplo, esto que ahora veo. En elpárrafo que debía yo citar para convencer austedes de que la intención que atribuyo a Cá-novas es la que tiene, me encuentro con unoshombres que tienen cerebros, así, en plural. Bien,dejémosles en paz y oigamos a Cánovas. Hablaeste de los hombres que por no emplear en unade sus obras todo el tiempo que su índole pecu-liar pide, «crean únicamente cosas que valenmenos de lo que ellos por sí valen. Siempre,

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añade, se ha visto esto en el mundo en realidad(y va de ripios: ¿si creerá que está hablando enverso?); pero nuestra época de controversiasdiarias, de espontáneos discursos, y mucho másque de libros, de artículos de periódicos y revistas(ahí te duele) apenas conoce otros hombres quelos de este linaje, así dentro como fuera de Espa-ña». Y... «y de este modo de ser contemporáneo,no cabe duda que adoleció en gran parte More-no Nieto».

Moreno Nieto, Sr. Cánovas, le llamaba austed semisabio, pero no ligero, porque sabíaque era usted más pesado que los derechosindividuales de Sagasta. Y sobre todo, sabíaque si usted era así, hay por el mundo, en Es-paña y aún más fuera de ella, sabios verdade-ros, que han estudiado tanto como el que máshaya estudiado en otras épocas. ¿Conque eraese el ligero modo de ser contemporáneo? ¿Con-que es así la ciencia de ahora? Esto no necesitarefutación. Claro que hay eruditos a la violeta,Cánovas lo puede saber; pero justamente mu-

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chos se quejan del excesivo especialismo de laciencia contemporánea. D. Antonio se figuraque monsieur Valvert (Cherbuliez), su amigo,redactor de la Revue des Deux Mondes, es el tipodel sabio contemporáneo. No es tonto Cherbu-liez, ni mucho menos, ni un ignorante; pero¡hay más, D. Antonio, hay más!

¿Se le figura al biógrafo de EstévanezCalderón que todo lo que ha trabajado el sigloen Ciencias naturales, en Derecho, en Historia yFilología no supone muchos sabios verdaderos,tan constantes y laboriosos como hacen faltapara llevar a término feliz obras cual las deClaudio Bernard, Renan, Strariss, Littré, Spen-cer, Wundt, Mommsen, Ranke, Max Müller,Max Dunker, Curtius, Grote, Thylor, Savigny,Ibering, Gervinus y... la mayor parte de los au-tores notables en todas las ciencias citadas yotras muchas? Que las obras de Cherbuliez yde Cánovas no son más que trabajos de revista,ya lo sé yo...; pero lo repito:

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Antón, en el mundo hay más

De esto es de lo que no puede convencer-se nuestro ilustre malagueño: de que haya unaregión de la ciencia adonde él no alcanza nilevantando los puños en actitud de desafiar alcielo.

Lo más antipático que hay en las filosofí-as de Cánovas, después de la sequedad de espí-ritu que revelan y de los alardes de convicción,que trascienden a falsedad oficial y académica;lo más antipático después de esto es la constan-te alusión, ora explícita, ora implícita, a susgrandezas terrenales. Siempre nos está diciendoCánovas, ya en el texto, ya entre líneas: ¡Ojo!que quien os habla es el autor de la Restaura-ción española, el tutor y curador de la políticareinante, el árbitro andaluz de vuestros desti-nos; fijaos en la gracia de que yo, que no debíatener tiempo ni para rascarme, me digne con-sagrar algunos ratos perdidos a resolver, deuna vez para siempre, los grandes problemas

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que en vano estudian pléyades de sabios que ensu vida han sido presidentes del Consejo deMinistros.

Ya veremos en otro capítulo que D. An-tonio lleva esta vanidad a sus escritos pura-mente literarios, y que en ellos todavía insistemás en el contraste interesante que hay en ser éltan grande hombre y tan lleno de responsabili-dades y en saber, sin embargo, menudencias dela vida artística actual, de esas que suelen pare-cer interesantísimas a los adolescentes enamo-rados con fe viva de la literatura de últimahora. Ya veremos, digo, a D. Antonio discu-tiendo con los parnasianos y citando a Richepiny a los gacetilleros del Fígaro; ni más ni menosque Dios, sin desatender al cumplimiento de lasleyes de Keplero y otras en la

fábrica de la inmensa arquitectura

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que dijo el poeta, cuida también de los pajari-llos del aire y de los mismísimos microbios.

A Cánovas lo que le importa más es pro-bar que él está en todo, que él es omnium rerumcausa immanes, non vero transiens, como Espino-za, equivocando los personajes, decía de Dios.

¡Oh, si Cánovas escribiera sus confesio-nes! ¡Quién sabe, quién sabe si allí nos describi-ría cómo una noche, en el cacumen del orgulloy de su gloria, pensó que el mundo pudohaberse hecho de otra manera, de un modo másconservador! ¡Quién sabe si a Cánovas, que esen religión antropomorfista, se le ocurrió algu-na vez tener envidia a Dios, como positivamen-te se la tuvo a Moreno Nieto y se la tiene a Cas-telar y Menéndez Pelayo!

«La ventaja que me lleva Dios, le diráCánovas a La Época en el seno de la confianza,es haber venido antes. Cuando yo nací, el mun-do ya estaba creado: ¿que iba yo a hacerle? Ú-nicamente cambiarlo».

Y en eso se ocupa.

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Y como yo no digo las cosas a humo depajas, allá van textos que lo prueban.

No hace mucho tiempo que D. Antonio,ese demiurgo, ese metátronos, decía delante deun público casi dormido, y, si mal no recuerdo,en presencia de un rey, poco después difunto...pero dejemos que hable el mismo filósofo. Asíresume él las ideas que expuso en la ocasión aque me refiero:

«Necesidad de hacer alto de vez en cuan-do en el importantísimo, pero poco fecundoexamen de los primeros principios, para estudiarotros conceptos de más inmediato y universal (!!)interés...».

Despachemos, en dos plumadas la cues-tión gramatical, que viene a estorbarnos, comocasi siempre que se copian textos canovísticos.

Dice Cánovas: «para estudiar otros con-ceptos»; y eso prueba que para él los primerosprincipios son conceptos también. De modo quela primera causa, Dios, lo Indivisible, la Fuerza,lo que sea, es un concepto para Cánovas. O Cá-

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novas no sabe lo que se quiere decir cuando sehabla de primeros principios, o no sabe lo quesignifica concepto. O no sabe ni uno ni otro.

Además, ¿dónde habrá cosa más universalque los primeros principios? Hablando con lamayor formalidad posible, ¿no comprende Cá-novas y no lo comprende casi La Época, que esoes un disparate? ¿Que no pueden estudiarseconceptos más universales que los primeros prin-cipios? Pero dejemos la letra y vamos al espíri-tu.

«Necesidad de hacer alto de vez en cuan-do en el importantísimo, pero poco fecundoexamen de los primeros principios...».

Es decir, señores, no hablemos tanto deSu Divina Majestad (para Cánovas, según éldeclara, el principio primero es Dios, Dios Pa-dre, Dios Trino y Uno), y estudiemos otras co-sas más universales y más inmediatas... porejemplo: Cánovas y sus gestas, que son taninmediatos conceptos y tan universales.

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Sí; Cánovas quiere decir eso: «hablemosmenos de Dios y un poco más de mí y de mifamilia».

Y en efecto, mientras consagra a la mate-ria metafísica y teológica cuatro o cinco cuarti-llas escritas en horas inquietas, dedica dos tomoscomo dos quintales a D. Serafín Estévanez Cal-derón, que tuvo la gloria, no de nacer tío deCánovas, pero de llegar a serlo.

Y si La Época, el presbuteros Joannes de Cá-novas, quiere que dejemos estas regiones mito-lógicas y estudiemos el parrafito copiado, comosi su autor no fuera más que un simple mortalincapaz de rivalidades divinas, vamos allá.

Cánovas opina, ¡qué digo opina! aseguraque es necesario hacer alto de vez en cuando enel examen de los primeros principios.

Prescindiendo de si lo que se puede hacercon los primeros principios es examinarlos, oalgo menos, se ve que para nuestro autor hayépocas en que debe darse de mano a la metafí-sica y a la teología. ¡El privilegio en todo! ¿Por

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qué? ¿Por qué ha de ser necesario que la cienciadeje de estudiar los más altos asuntos en algu-nas épocas? ¿Qué menos tienen unas épocasque otras? Que creyente, ni siquiera filósofo, esCánovas, que piensa que la ciencia de un tiem-po determinado puede prescindir de abarcar elproblema científico en su armónica totalidad,para admitir como buenas ideas anteriores(¿cuáles?), en lo más importante, y concretarsea ser original y propiamente conscia, o comousted quiera decirlo, en especulaciones inferio-res de asuntos más inmediatos (!!).

¡Más inmediatos! Sr. Cánovas (y esto esun paréntesis) para el que cree en lo transcen-dental, ¿hay nada más inmediato que lo que esfundamento de todo? En todo ser, ¿hay algoque le sea más inmediato que el ser mismo? Yese ser, ¿de quién lo tiene sino es del Ser Sumo,de Dios? ¿O es que usted no cree en estas meta-físicas?

Más inmediatos... y más universales, aña-día el Sr. Cánovas. Aquí ya no se trata de gra-

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máticas, sino de ideas. Al decir más universa-les, da a entender Cánovas que él en estas cues-tiones de primeros principios, es decir, de filo-sofía primera, entra con la imaginación y nocon la razón; sólo así se comprende que pormedio de un antropomorfismo, o un fetiquisi-mo acaso, grosero y primitivo, se figure losprimeros principios, la causa del mundo, comomás lejanos y menos universales (este disparatemenos universales es consecuencia necesaria deldisparate del texto, que dice más universales);menos universales que lo finito, contingente,temporal y de apariencia engañosa tal vez, queconstituye todo lo creado. -De lo que dice Cá-novas, a decir que los dioses están lejos, no haymás que un paso, mejor no hay ninguno, y po-co lo falta para dar por bueno quod sine summoscelere dare nequit, según Grocio, non esse Deum(esto no) aut non curabi ab eo negotia humana (es-to sí).

Y volviendo a lo principal. ¿Qué filosofíade la historia es esa, y qué historia de la filoso-

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fía, y qué concepto del sistema de la ciencia yde todas las ideas de lógica, según los cualespuede Cánovas suponer que hay épocas en queel ser racional necesita prescindir de fundar suciencia en lo fundamental, sea para declararloasequible o no, de tratar, en suma, los primerosproblemas, sea para negar, afirmar o dudar?

Y a todas estas preguntas retóricas podríacontestarme a mí cualquiera, con esta otra:

¿Y quién le manda a usted ponerse tanserio y discutir con el Sr. Cánovas materias queexigen tanta sinceridad, tanto interés, tantoolvido de vanidades y libros raros, y cruces, ypresidencias, y Estévanez y Calderón?

Es verdad. Perdóneseme esta fuga metafí-sica.

¿Me he puesto serio? Pues no lo volveré ahacer.

Sobre todo, consideremos que en el textoque he comentado tan detenidamente, acasoCánovas no quiso decir nada de lo que dijo,consecuente en ello con ese estilo que se está

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formando poco a poco, cuyo carácter principalconsiste en no decir nunca lo que se quería de-cir.

Anhelo de este capítulo: una voz me gritaque es inútil hablar de Cánovas y de la filosofíaa un tiempo. Una convicción íntima, fortísima,me hace ver que nuestro sabio andaluz es unespíritu limitado, de relumbrón, bueno para seradmirado por el vulgo de levita, ese vulgo llenode preocupaciones como el vulgo de chaqueta;y además frío y seco, débil de voluntad, pere-zoso de entendimiento y útil sólo para admirary seguir a la medianía que se pone de puntillasy habla hueco y se hace obedecer por la flaque-za de la ignorancia.

Nada más fácil, teniendo un poco de sin-ceridad dentro del cuerpo y siendo algo nervio-so, que pasar, con motivo de Cánovas, a lasdeclaraciones, a las palabras gordas y al cabo aponerse serio y tocar asuntos trágicos, ideasprofundamente tristes.

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Cánovas y la filosofía no tienen nada quever entre sí, decía: es verdad, en algún aspecto;pero ¡cuánto podría decirse de la filosofía de Cá-novas; esto es, de lo que supone Cánovas, influ-yendo en la España actual, como influye, sien-do lo admirado y respetado y temido que espor muchos! ¡Qué estado de voluntad y de inte-ligencia revela en el país este fenómeno inne-gable!

Por ahí, por ahí se iría a la tristeza, a losrecuerdos melancólicos, a las reflexiones pesi-mistas. Non se ne parle piu.

Sólo diré sobre este punto, que con estefolleto sé que me pongo en ridículo a los ojos demuchos, los cuales me creerán poco menos queun loco, porque siendo yo un pobre gacetillero,me atrevo a tratar de este modo al grande hom-bre. Ya lo sé, señores, ya lo sé; pero con ese jui-cio de ustedes ya contaba desde el principio. Ysin embargo, publico el folleto y no retiro niuna palabra.

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Lo que no haré será seguir a D. Antonioen sus lucubraciones una por una. Esto seríadarle la razón a él que pretende revolver tierray cielo en pocas páginas, escritas en horas in-quietas, para dar esplendor a fiestas oficiales,para lucir un uniforme o una dinastía.

Mi propósito no puede ser aquí rebatirlas doctrinas canovísticas, ni siquiera examinar-las para ir viendo una por una las ideas, buenaso malas en sí, transformadas en vulgaridades, oen caprichos, o en imposiciones sentimentales;todo esto sería obra muy larga. Además, a miasunto no corresponde ver si hay Dios, ni cómoes, ni si existe la libertad, ni lo que se debe en-tender por Estado y Nación, con tantos y tantosproblemas graves como Cánovas maneja. Qué-dese por él traer a colación tan difíciles y com-plicadas y hondas materias científicas en luga-res profanos, o en tiempo inoportuno y sinpreparación suficiente ni espacio bastante. Elíndice de los Problemas contemporáneos bastapara hacer ver las pretensiones de Pandecias que

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tienen los discursos canovísticos. Parece que sedijo a sí propio: «Digamos lo que es el Univer-so... y demás, de una vez para siempre».

Vea el pío lector: Índice, tomo I, discursoprimero del Ateneo: El Ateneo en sus relacio-nes con la cultura española. -Las transforma-ciones europeas en 1870. -Cuestión de Romabajo su aspecto universal. -La guerra franco-prusiana. -Epílogo. =Discurso segundo delAteneo. -El pesimismo y el optimismo. -Concepto de la Teodicea popular. -El Estado ensí mismo y en sus relaciones con los derechosindividuales y corporativos. -De las formas polí-ticas en general, etc., etc. =Discurso tercero delAteneo. -El problema religioso (¿en sí mismo?) ysus relaciones con el político. -El problema reli-gioso y la economía política. -La economía, elsocialismo y el cristianismo. -Errores de las es-cuelas modernas en orden al concepto deHumanidad y de Estado. -Ineficacia de las so-luciones propuestas hasta ahora para los pro-blemas sociales. -El cristianismo y el problema

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social. -El materialismo y el socialismo científi-co. (No crean ustedes que los socialistas científi-cos son los Wagner, los Brentano, etc., no; eranBüchner, Molleschott... y Leroux y Proudhon...¡Y Cánovas escribía esto al acabarse el año 1872!(!) -La moral independiente. -El cristianismocomo fundamento del orden social. -Lo sobre-natural y el ateísmo. -Importancia de los proble-mas contemporáneos y método aplicable a su es-tudio. (Basta este epígrafe para juzgar a unerudito a la violeta). =Discurso cuarto del Ate-neo. (Hagan ustedes el favor de sentarse, queesto va largo y todavía no hemos recorrido to-do el Universo). -La libertad y el progreso en elmundo moderno. -El concepto de libertad enlas escuelas modernas. -El determinismo y lalibertad humana. -La libertad humana y susmanifestaciones. -La idea de progreso en lossistemas de Spencer y Hækel y el cristianismo...(Voy a suprimir algo, porque si no, no acaba-remos nunca). -La filosofía de Kant y el escepti-cismo y determinismo actuales... -Los Arbitris-

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tas. -Otro precursor de Malthus. -La Interna-cional. =Tomo II: Discurso en el Ateneo. -Estado actual de la investigación filosófica(1882). -La nacionalidad y la raza. -El conceptode nación en la Historia. -El concepto de nacióntotalmente contemplado en sí mismo y sin distin-guirlo del de patria. -Tendencias comunes hoya todas las naciones civilizadas. -Historia de lascosas y hombres del Ateneo. -La sociologíamoderna y el socialismo. -Los nuevos concep-tos de la sustancia y de la fuerza. -Las leyes delprogreso. -Moreno Nieto. -Revilla. -Los orado-res griegos y latinos. -Sebastián Elcano. -Congreso geográfico. -El libre cambio... y ¡puf!nada más.

No; nada más, aunque parezca mentira.Todo eso sabe el Sr. Cánovas; imposible

seguirle en tantos conceptos en sí mismos y ensus relaciones y en todas esas fatalidades mo-dernas y antiguas, y demás anagnórisis, catás-trofes y epanadiplosis. Ha creado usted el mun-

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do, D. Antonio, corriente; ¡pero descansemos alséptimo día!

Así como D. Leandro nos hizo conocer asu D. Hermógenes, opositor a cátedras, sin de-jarle exponer sus teorías, y sólo con unos cuan-tos esdrújulos griegos, así D. Antonio se nosretrata en ese índice.

Por lo demás, yo he penetrado en aquellaberinto de síntesis y grandes puntos de vista,como diría La Época, y he salido de allí tambiénbastante sintético, por lo cual puedo decir sinengaño y en pocas palabras lo que sigue:

Cánovas ha leído deprisa y mal lo mo-derno, y no conoce ni por el forro lo moderní-simo. Cánovas no tiene una sola idea original,aunque en la expresión de las ajenas suele seroriginalísimo, hasta el punto de no saber élmismo, ni nadie, lo que dice.

-53-Jamás discurre, y menos prueba; sólo de-

clama.

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En vez de razones, alega postulados de lavoluntad. Y esto es lo más grave. Hagámosle lajusticia, aunque le mortifique, de reconocer queen este punto no hace más que seguir a otrosmuchos que pretenden ser filósofos. Es muycorriente entre cierta clase de pensadores prefe-rir a la verdad verdadera, la verdad cómoda, ynada más que aparente.

Para estos señores, un principio cierto, unhecho evidente, son algo peor que nada; sonhuéspedes inoportunos que vienen a turbar porlo pronto la paz de la conciencia o la paz delmundo. Cánovas es de los que quieren demos-trar la realidad de lo ideal con argumentos adterrorem, pintando, mejor o peor, las consecuen-cias de que el vulgo llegue a olvidarse de Dios.Hay algo peor que post hoc ergo propter hoc, y eslo que pudiera formularse así: oportet hoc, ergopropter hoc. Es claro que cabe una filosofía enque la razón teleológica o de la finalidad racio-nal sea un argumento, y algo de esto hay, porejemplo, en el optimismo de Leibnitz; pero

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aparte de que tal filosofía es hoy débil, en rigorinadmisible, y sólo podrá volver a ser fuerte eldía en que la evidencia alumbre con claridaddivina todo lo metafísico; aparte de esto, no hayque ver en la filosofía de Cánovas cosa seme-jante, sino el utilitarismo imponiéndose comoprueba racional. No es él solo, repito, quiendiscurre así. Hoy, por ejemplo, es muy comúncombatir el pesimismo por sus frutos amargos.La realidad no debe ser el dolor... porque lasti-ma. ¡Vaya un argumento! Pues en síntesis, comoél diría, tal es el sistema de Cánovas. «Hay Dios,porque si no, los socialistas se nos meten encasa. -El hombre es libre, porque si no, no seexplica la sociedad actual», etc., etc. Estos noson argumentos. La única razón sólida de Cá-novas contra el pesimismo, no se atreve D. An-tonio a darla, por modestia. Dice así: «¿Cómoha de ser malo un mundo donde nace un Cá-novas, si bien uno solo, porque estas cosas noson para repetidas?».

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Con semejante modo de discurrir y de-mostrar se desacreditan, hasta donde cabe, lasideas mejores. Así sucede muchas veces que, enlo esencial, está uno conforme con Cánovas. Esclaro, ¡cuántas veces! Pero aquel aire de sufi-ciencia, aquella falta de caridad, aquel tono deacrimonia y de pedantería, aquella argumenta-ción imperativa, interesada, seca, llena de pa-sión pequeña, repugnan, hieren en lo más ínti-mo de lo humano, y nos hacen pasarnos alenemigo, o por lo menos defender a este, que alfin es un hermano que piensa y siente. Homosacra res homini, dijo hace muchos siglos Séneca;y en nombre de este principio nos rebelamoscontra el dogmatismo sin entrañas de esos Cá-novas y demás celotas morales que creen defen-der a Dios aborreciendo a los ateos o a los quese lo parecen.

Escritores como Cánovas son los peoresenemigos del ideal, de lo santo, de lo divino.Predican el Evangelio a son de tambor, y lopublican como ley marcial. Si Cánovas hubiese

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habitado a orillas del lago Tiberíades con lapretensión de enseñar la buena nueva a aque-llos humildes pescadores, hubiera empezadopor convertirlos en soldados de marina y ar-marlos en corso. Si Cánovas alguna vez llega aser Redentor (que Dios no lo quiera) el crucifi-cado es Pilatos.

Si Dios existe, Sr. Cánovas, tiene que serel Dios bueno. Y el Dios bueno no admite esosdiscursos biliosos y escritos deprisa y corrien-do.

Para seguir la causa de Dios, lo primeroes la sinceridad. Y lo primero que la sinceridadexige, es saber lo que se trae entre manos. Ycuando lo que se trae entre manos son los gran-des problemas contemporáneos (y antiguos tam-bién), hay que estudiar mucho, mucho, mucho,y sentir mucho, mucho, mucho...; y, créalo V.E., no queda tiempo para ser presidente delConsejo de Ministros, de la Academia de laHistoria, del Ateneo, de África, y, en suma,

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presidente hasta de los charcos, como lo es elpresidente de los terremotos de Andalucía.

- V -

Cánovas novelista

No recuerdo si en otro lugar de este folle-to digo que no quiero hablar de Cánovas consi-derado como novelista. Pues si lo digo, mearrepiento, y hablo de La Campana de Huesca,aunque sea poco.

Y hablo, porque así como a San Pablo sele apareció Jesús en el camino de Damasco, amí se me acaba de presentar, sin saber yo dedónde viene, un certificado del correo, que de-ntro guarda un elegante tomo con portada a

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dos tintas, publicado en 1886 por el impresorde la Real Casa M. G. Hernández; y en este to-mo se da a luz, por cuarta vez, la crónica delsiglo XII que Cánovas escribió con el citadotítulo de La Campana de Huesca. Semejante apa-rición es sin duda providencial, y suscitadapara que yo vuelva sobre mi propósito y nodeje en el tintero al Cánovas cronista o novelis-ta.

No he de insistir mucho, sin embargo, enesta clase de habilidades de mi héroe, porquesiendo mi principal objeto pintarlo tal como eshoy, poco me puede servir esta campana (o copaboca abajo, que diría la Academia), que se fun-dió allá en las remotas mocedades de D. Anto-nio; hace treinta y cinco años, cuando yo nohabía venido al mundo.

Si de Cánovas poeta hablé largo y tendi-do, fue porque D. Antonio es en esta materiareincidente; pero en cuanto novelista, tiene de-recho a un eterno olvido, acompañado de unperdón generoso, puesto que no lo ha vuelto a

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hacer; no ha escrito más novelas en treinta ycinco años.

Sólo porque algunas pretensiones sobreel particular deja traslucir esto de publicar en1886 nueva edición de su crónica, me resuelvo -amén del motivo sobrenatural de que ya dejohecho mérito- a decir algo de esta novela histó-rica, que de seguro le parecerá a La Época unade las mejores de nuestro siglo...

¡Es el diablo este Sr. Cánovas! Siempreconsecuente, como él dice. Sí; hace treinta ycinco años imprimía motu proprio esos dispara-tes tan suyos y que tanto carácter habían de dara su estilo años adelante. Digo esto, porquecuando me disponía a comenzar la lectura deeste precioso tomo por el principio, o sea por elprólogo de El Solitario, el libro se me abre élsolo por donde puede, y me encuentro con es-tas palabras en la pág. 357:

«Castana, que no había adivinado el pro-pósito del almogábar, dio un grito de espanto al

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sentir el golpe del dardo a pocas pulgadas desu rostro».

Al lector se lo habrá ocurrido, como a mí,presumir que el tal Castana está herido, puestoque sintió el golpe a pocas pulgadas del rostro.Mejor sería, dirá el lector, que Cánovas nos ex-plicase dónde había sentido el golpe del dardoCastana; pero, en fin, puesto que él lo sintió yfue a pocas pulgadas del rostro, sería en el cue-llo, en el pecho, o por ahí cerca. Pues no, seño-res; Castana sintió el golpe del dardo... «en lapuerta de la ventana».

¡Ahí me las den todas! diría el Sr. Casta-na, sin duda.

Abro por otro lado, y leo: «Echaba rayosde fuego por los ojos». Echaba rayos, diríacualquiera; pero Cánovas necesita añadir defuego, para no confundirse con el vulgo.

El Solitario, con el cual me sucede, dichoen puridad, lo que a cierto ilustre literato lepasaba con Dante, El Solitario comienza su pró-logo hablando de Gualtero Scott.

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Eso es, Gualtero... o que nos devuelvan aGibraltar.

Y después cita a Villemain, que es, segúnél, el más encumbrado de los literatos de Fran-cia.

Debo advertir a ustedes ahora que siquieren hablar bien, no han de decir novelapicaresca, sino picaril, y a lo pastoral, si gustan,pueden llamarlo de sentimiento lastimoso.

Pero santa gloria haya El Solitario, y va-mos con el sobrino. Del cual dice el tío que porla lección y estudio que ha hecho de su idiomanativo, será indudablemente leído y aun estu-diado sabrosamente por cuantos sean amantesde las galas del castellano.

¡Cristo Padre! -Y añade El Solitario, a gui-sa de epifonema: «Este es el solo, pero el mássubido premio que de sus vigilias puede espe-rar un hablista».

No por molestar a un difunto, lo cual esimposible, sino para que se vea que a los hablis-tas no hay que imitarlos más que cuando

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hablan bien, me permito fijarme en el copiadoparrafillo. Si ese es el solo premio, no puede serel más subido que puede esperar; si el hablistano puede esperar más que un premio, ese seráel más y el menos subido; no cabe comparacióncuando no hay más que un término. Lo quequiso decir El Solitario debe de ser, que aunqueel hablista no puede esperar más que un solopremio, este es más subido que otros premiosque no puede esperar. Pero no lo dijo. Dejémos-le definitivamente; bien; pero nótese que estehablista que tanto bombo da a su sobrino, encuanto hablista también, no siempre habla co-mo Dios manda. Y mi epifonema es este: queno basta llamar Gualtero Scott a Walter Scott,para escribir siempre lo que se quiere. Y vamosya al sobrino.

El cual, a la página siguiente del bombode su tío, y la primera que él escribe, ya co-mienza a disparatar.

«Capítulo 1.º En que se habla a manerade prólogo con el lector». Ya estamos mal. ¿Qué

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quiere decir eso? ¿Que el autor se presenta amanera de prólogo a hablar con el lector? ¿Es elprólogo el autor mismo? No, de fijo, no. ¡Pues,Señor, decirlo a derechas!

Y comienza La Campana: «A orillas de laIruela hallé esta crónica: en una de aquellashuertas de suelo verde y pobladas de árboles fru-tales, cuyas bardas y setos...».

Cualquier gacetillero mal intencionadopreguntaría si las bardas y setos son de los ár-boles o de la huerta. Pero dejando esto comopecado venial, y aun lo del suelo verde, que esun modo canovístico de decir, y lo de pobladas,epíteto cursi y ramplón en este caso, prosaico ycasi casi administrativo, dejando todo eso, va-mos a lo que no puede pasar. Un hablista tanrecomendado por su tío, el hablista de loshablistas, debe saber (no digo debe de saber, Sr.Cánovas, sino debe saber), que la Gramática dela Academia, donde tanta influencia tiene D.Antonio, no permite que se diga cuyas bardas ysetos; porque cuyas es femenino, y los setos son

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masculinos, y el masculino, en tales casos, es elque prevalece. No es esto decir que deba decir-se cuyos bardas y setos; pero, amigo, decirlocomo se debe, ya que se es un hablista de tantalección y de tanto estudio.

Y dice Cánovas, a renglón seguido:«Y en verdad que es triste crónica para

hallada en un lugar tan apacible». Lo que quisodar a entender, ya se sabe; pero lo que dice es,que la crónica es triste para hallada en un lugarapacible; de modo que si el lugar no tuvieraesta condición pacífica, ya no sería tan triste lacrónica.

Renglón inmediato: «Harto se ve que allídebieron vivir doña Inés y D. Ramiro».

Debieron vivir, está mal, D. Antonio, se-gún la Gramática que han hecho sus protegidosde usted.

Debieron vivir, quiere decir que tuvieronobligación de vivir allí, y ese no es el pensa-miento de usted. Cánovas quiso decir que cree

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que allí vivieron -por tales o cuáles indicios-; esdecir, en castellano, que allí debieron de vivir...

¿Lo oye usted, santo varón?De modo que yo no puedo continuar este

examen gramatical, para el que necesito unapágina de comentarios por cada palabra de lanovela canovística...

Si abriendo al azar el libro se encuentraen el medio un gazapo; si comenzando por elprincipio se encuentran media docena en tresrenglones, ¿no es de presumir que la cosa abun-da? Sí; yo lo juro, abunda. ¿No me quieren us-tedes creer? Pues sigamos.

Pág. 2, a los cuatro renglones después delo copiado:

«Con el disfraz de miradores o azoteascuidadosamente blanqueadas». ¡Vuelta la burraal trigo! Miradores o azoteas blanqueadas, esun dislate; hay que poner el adjetivo en la ter-minación masculina. Por lo visto el Sr. Cánovastiene por sistema el desobedecer a la gramática

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de su incumbencia. Prescindamos de que losmiradores sean lo mismo que las azoteas.

«La puerta Desircata está allí, arrimada aun gótico convento de monjas. Allí está tam-bién...». ¡Qué manera de pintar! parece que tam-bién está uno viéndolo allí todo eso.

¡Y así pintaba Cánovas en su florida ju-ventud, llena... de ciencias morales y políticas!¡Oh, el poeta de lo contencioso!

«Las bizantinas columnas de San Pedrodan sombra aún al peregrino y piadoso reco-gimiento al penitente».

La sombra de las columnas se parece algoa la sombra del pino; pero, aparte de esto, yocreo (salva venia) que a esas columnas, bizanti-nas y todo, les sería igual dar sombra al peni-tente o dársela al peregrino; y que también ladarán con mucho gusto al peregrino, que a suvez puede hacer penitencia, ese recogimientopiadoso que dan al penitente. Si bien es verdadque el recogimiento no es cosa que se dé; y caso

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de que se diera, no lo darían las columnas, quesirven para otra cosa.

Pero ¿habrá leído El Solitario la novela desu sobrino?

Yo no lo sé; pero lo que sí puedo asegu-rar es que yo... no pienso leerla. Doy por hechoque Cánovas, en esto de novelas históricas, esun Gualtero Scott, un Gustavo Freytag o unGustavo Flaubert. ¡Lástima que no sepa escri-bir!

He mirado aquí y allí descripciones, diá-logos...

¡Válgame el señor San Pedro! No sería yopersona seria, ni siquiera leal, si insistiese enestudiar al jefe de los conservadores monárqui-cos en cuanto novelista.

Supongo que él mismo renegará hoy desu novela de colegio, de este cronicón donde nose ve más, por lo visto, que alardes de estilorancio, de conocimientos históricos más o me-nos fáciles de adquirir, y todos los defectos ne-cesarios para demostrar que el autor no tiene

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ninguna de las cualidades que ha de reunir unartista.

Y si La Época o cualquier otro heraldo di-jere que hablo al sabor de la boca y sin funda-mento, porque no he leído La Campana, doy porbueno que no la he leído, pues así lo he decla-rado modestamente más arriba, y repito quetengo por cierto que Cánovas es un novelistainsigne, con una fantasía de oro y un estilo en-cantador...

Todo menos volver a La Campana.En materia de Campanas de Huesca, he

leído Guerra sin cuartel, de Ceferino Suárez Bra-vo, y a ella me atengo, y ya sé lo que es bueno.No me cogerán en otra. Deles la fama el premiosolo, pero el más subido que merezcan, que yono soy redentor, y a tanto precio como leer decabo a rabo esos libros, no quiero convencer almundo de lo poco poetas épicos que son estostrovadores trasnochados, cuyo eterno modeloserá, pese a Cánovas, el barón de Campo Gran-

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de, D. Fulano Jove y Hevia, que en su tiempo,en pleno romanticismo, representaba charadashistóricas en las tertulias de Oviedo, ora disfra-zado de Mudarra, ora de Abderramán, ora deD. Gaiferos, tal vez de Melisendra.

Cánovas es también un soñador, ya lo sé,un soñador arqueológico... Pero mientras élsueña, los demás duermen.

Y ahora, si un crítico canovista quierepulverizarme, ¿qué mejor ocasión que esta?¿Dónde se habrá visto un Homeromatrix o Ca-novasmatrix, que es igual, que ataca con furiaun libro que no ha leído entero?

Y, sin embargo, miren ustedes, puedeque tenga yo razón, hablando formalmente.

Tal vez La Campana de Huesca es cosamuy mala, háyala leído o no Clarín, este míseropecador que no siempre se atreve a confesar enpúblico sus pecados.--

No terminaré este capítulo sin decir queCastana, y no Castaña, como pueden creer los

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maliciosos, no es una perra, sino una de lasheroínas de la novela, si no me engaño. ¡Casta-na! ¡Castana! ¡Vaya un nombre! ¡Tanto valdríallamarla Bosch y Fustegueras!--

Tampoco terminaré sin copiar este parra-fito que leo por casualidad al ir a dejar el libro:

«Caballeros todos ellos, no hay que decir-lo, valerosos en armas (?), ricos en hacienda,osados y ambiciosos a porfía, basta saber lo queeran para que se suponga».

¿Conque basta saber lo que eran para quese suponga? Señor, en sabiéndolo, ya no hacefalta suponerlo.

Pero; ¡ea! Cánovas no quiere decir eso;quiere decir: basta saber que eran todo eso paraque se suponga que eran... caballeros. Pero¿qué idea tiene de las distancias el monstruo?--

Mas tampoco quiero terminar (así dureesto mil años) sin copiar la situación culminan-te de la novela. Se trata de describir la horroro-

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sa Campana de Huesca. Pues verán ustedes ladescripción de Cánovas, y díganme si no se hadejado atrás a Casado.

«La escasa luz de mediodía (no quieredecir que la luz de mediodía sea escasa, si bienes verdad que eso es lo que dice) que alumbra-ba aquella lóbrega habitación (subrayo las pala-bras que tienen más color ¡habitación! pareceque se está viendo) puso delante de los ojos delrey y del conde un inesperado y horroro sísimoespectáculo. (Así se pinta, con superlativos regu-lares). Ambos (¡terno!), rey y conde (sí, en esoestamos), prorrumpieron en una exclamación terri-ble, no bien lo alcanzaron sus ojos. (¿Quién eslo?) En derredor del garfio que colgaba del puntocéntrico (¡ah decadentista!) de la bóveda, mirában-se cabezas recién cortadas, imitando en su colo-cación la figura de una campana.

«En lo interior de aquella extraña campa-na colgaba otra cabeza que hacía como de badajo,la cual reconocieron los presentes (que conmigofirman) por del arzobispo Pedro de Luesia (alias

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badajo); las demás eran de Lizana, de Roldán,de Vidaura, de Gil de Atrosillo y del resto de losricos-hombres rebeldes».

¡Rayo de Dios! ¡Y eso se llama pintar conla pluma! ¿Quién no admira esa hermosa pers-pectiva del resto de los ricos-hombres rebeldes?

¿Y qué me dirán ustedes de las demás ca-bezas, que eran de Lizana, de Roldán, etc. etc.?¿Y eran de ellos así, en montón, todas de todos,pro indiviso?

Pero dejémonos de repulgos de gramáti-ca, y vamos a soñar. Cierro los ojos y veo, comosi estuvieran ante mí, notario de, etc.: una colo-cación, los presentes, una figura, un arzobispo amodo de badajo, un espectáculo, una habita-ción, Lizana, ambos, el punto céntrico... ¡Basta,basta! Tanta luz deslumbra.

Apaguemos.

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- VI -

Cánovas historiador

Conviene comenzar este capítulo advir-tiendo a los papanatas que no es lo mismo his-toriador que presidente de la Academia de laHistoria. También Cheste preside la Academiade la Lengua y no tiene lengua; quiero decir,que tiene -68- la lengua presa y habla un de-monio de lemosín cultilatino, que recuerdaaquella alalogía de los primeros cristianos. Puesvolviendo a Cánovas, es preciso declarar quepreside la Academia de la Historia, porque estoes un hecho; pero historiador, lo que se llamahistoriador, no lo es. ¿Qué historia ha escritohasta la fecha? Una, que le han alabado muchoalgunos periódicos liberales con el santo fin deechársela en cara, porque en ella ataca, según

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ellos, lo que hoy venera, y contribuye a des-acreditar lo que hoy tiene por santo, por invio-lable. Pero de ese trabajo histórico, que es laHistoria de la decadencia, como Cánovas dice,casi, o sin casi, reniega hoy el autor mismo.

Declara en varios pasajes de sus obrasque la tal Historia hoy no la escribiría como laescribió; que no conocía entonces los trabajos(casi todos de extranjeros, por cierto y por des-gracia), que han permitido juzgar al cabo conrelativa claridad y con justicia los complejosnegocios de aquellos reinados, que han sidocomo lugar de cita para los duelos en que laspasiones de los partidos han luchado más en-carnizadamente en el terreno de la historia. Sealaba, sí, de no haber seguido ciegamente a losque acogían sin examen, y sólo por mala volun-tad a los reyes de la casa de Austria, cuentos ysupercherías ya tradicionales; pero, en suma,estima en poco su crítica de aquel tiempo, y ladisculpa, no sólo por la insuficiencia de los da-tos, sino por los pocos años del autor. En efecto;

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Cánovas era joven cuando escribió esa historia.Pero, así como fuera injusticia tomársela encuenta para examinar las dotes de historiadorque actualmente puede poseer, sería graciaexcesiva el proclamarle émulo de los Prescott yde los Irving por la historia... que no ha escritotodavía.

Aquello de la Decadencia no hace cuenta,admitido: cúmplase en esto la voluntad delautor; pero lo que es la historia que está porescribir, no puede hacer cuenta tampoco.

De modo que, en rigor, no hay tal histo-riador.

Sin embargo, si la vida ocupadísima yazarosa que lleva Cánovas hubiera sido otra, yle hubiera permitido consagrarse con la asidui-dad y constancia que toda clase de vocaciónespecial y verdadera exige, a sus estudios lite-rarios, don Antonio probablemente hubierallegado a ser un mediano erudito en materiahistórica, de pura crónica española, eso sí, peroal fin, trabajador útil y recomendable: una de

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esas figuras de segundo término, que, si noaparecen en los grandes cuadros sintéticos deuna literatura (porque basta en estos presentaral gran escritor que aprovechó y reunió los do-cumentos recogidos por otros en obra de genioy propiamente artística), deben figurar con fa-vorable censura en todo trabajo minucioso quetenga por objeto recordar, no sólo a los maes-tros que dirigieron el edificio de la historia, sinotambién a los inteligentes y laboriosos obrerosque fueron colocando piedra sobre piedra.

La afición de Cánovas que se puede to-mar más en serio (fuera de su afición principal,que es la de mandar en todos nosotros), es estade la historia española; no entendiéndose quesea él capaz de elevarse a las regiones del filó-sofo de la historia, ni a la del artista historiador,sino considerándole en su natural terreno dehombre capaz de escudriñar pormenores y po-ner en juego cierta sagacidad de palaciego mez-clado de erudito, que no cabe negarle, y bastan-te malicia y experiencia de las tristes intrigas

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cortesanas y políticas para poder sacar leccio-nes de lo presente y penetrar y saber inducir enlo pasado. De todas suertes, y aun reduciéndo-se a esta historia, que no puede llamarse deescalera abajo, porque precisamente su teatronatural son los salones, los gabinetes y hasta lasalcobas, Cánovas, para darnos libros que fueranexpresión de sus estudios, fruto de sus vigilias,siempre tropezaría con el grave inconvenientede no saber escribir. -¡Hombre! diría Toreno, sipor casualidad leyese esto. ¡Que Cánovas nosabe escribir! Pero este muchacho deslenguado,¿por quién nos toma? -Calma, Sr. Jove, calma,respondería yo (confundiendo a Queipo deLlano con Campo Grande); es claro que Cáno-vas sabe escribir, lo que se llama escribir, y me-jor que usted, mucho mejor, es claro. Pero aquíno se trata de escribir como quiera, sino de es-cribir bien, y eso es lo que Cánovas no sabe. Elhistoriador que hoy quiera ser leído por alguienmás que por los eruditos, que van a chuparle eljugo; el historiador que quiera vivir en sus

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obras, y no en las notas de otros historiadoresque sean mejores escritores que él, necesita serartista, tener la visión de la realidad pasada y elarte de reproducir con la pluma esa visión,merced a cualidades que en gran parte son se-mejantes a las del gran novelista psicólogo ysociólogo, y en otra parte análogas a las delfilósofo de la historia, que a su vez necesitamuchas cualidades del artista, especialmentedel poeta épico, en el lato sentido de estas pala-bras. El Sr. Cánovas tiene una de las imagina-ciones más pobres y prosaicas que se han cono-cido; es bastante discreto para no embarcarse,por lo común, en esas naves de metáforas cursisque suelen naufragar casi siempre; pero si estadiscreción (que no siempre le acude) le libra delridículo, no puede ocultar la pobreza del color,la ausencia de toda fantasía plástica. Si el señorCánovas se mete en tropos de once varas habladel viento huracanado... de las circunstancias;si describe, lo hace como en la famosa escena deLa Campana de Huesca que dejo copiada; no sabe

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narrar con sencillez, con ese lenguaje que haceque se olviden las palabras y sus sonoridadespor la cosa misma, por el objeto de la narración;lucha, armado de adjetivos y pronombres de-mostrativos, contra las emboscadas que le tien-de la anfibología, por culpa de su endiabladoafán de hipérbaton falso y de novedad cultera-na en palabrotas y giros; y, amigo, en estascondiciones, viendo al escritor sudar por con-seguir expresar en castellano su pensamiento,sin lograrlo muchas veces, el lector no puedeatender al fondo, no puede olvidar el barullo delas palabras; no parece que se lee, sino que seestá oyendo leer, y entra en el alma y en elcuerpo la fatiga infalible de las lecturas públi-cas; pena el oyente por sí, por los efectos delnarcótico musical, y pena por el lector, en quiensupone mortal cansancio. Leyendo a Cánovasse está pensando sin querer en el Diccionario,en las partes indeclinables de la oración, en unaporción de adverbios de modo y en el gran va-lor que pueden llegar a tener las conjunciones.

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Y después, si se cierra el libro, y se acuesta unoy sueña, se ven flotar en la fantasía, no los per-sonajes de la historia ni los parajes por dondehan pasado, sino los pujos arcaicos y castizosde Cánovas, sus muletillas adverbiales, los es-tos, aquellos, últimos, dichos, propios, etc., a que seagarra; conjunciones sueltas, y, en fin, una Val-puris de palabras abstractas, un aquelarre deripios en prosa, algo como la fiebre del hambredebe de ser en el delirio de un maestro de es-cuela; ensueños como el de un amigo mío, abo-gado y jurisconsulto, que soñó una vez, congran remordimiento, ser autor del delito deestupro consumado en una virginal raíz cua-drada. -Y digo todo eso porque estos días, quetengo yo que manejar mucho los libros de Cá-novas, sueño cosas así, y tengo náuseas al des-pertar; y todo lo atribuyo al estilo canovístico,que es una cosa sui generis, que debe de servirpara hipnotizar, como el ponerle a uno el filode una navaja barbera sobre las narices...

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Quedamos en que Cánovas podría llegara ser historiador, dadas tales y cuales condicio-nes; en que no lo es todavía, y en que de todassuertes no sería un historiador de primer orden,ni aun de segundo, sino de esos tan útiles comoolvidados, que suministran documentos a losverdaderos artistas, hijos de Clío, los cuales sonen rigor los verdaderos historiadores; porque,como dijo Cicerón perfectamente, si se entien-den bien sus palabras: Nihil est magis oratoriumquam historia.

- VII -

Cánovas orador

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Diga lo que quiera el Sr. Cánovas, la ora-toria más se parece a la arquitectura que a laescultura. Es como aquella, arte bello-útil. Y asícomo hay edificios que son útiles, pero no sonbellos, o no tienen más belleza que la que se lesatribuye abstractamente al pensar en que sonútiles, hay oradores que pueden ser útiles (yaun unas hormiguitas para su casa), pero queno son bellos.

Si a un orador que es artista, que producebelleza hablando, se le puede comparar conuna catedral gótica, o con el Partenón, o conuna formidable fortaleza ciclópea, según losgéneros, a un orador como Cánovas se le puedey casi se le debe comparar, no con las Pirámidesde Egipto, como decía en broma Hermosillahablando de símiles disparatados, y como talvez a D. Antonio le sabría bien; se le puedecomparar, digo... con un gran almacén de hari-nas.

Que el Sr. Cánovas es orador, es induda-ble; que lo que dice nos suele importar mucho a

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todos... porque a lo mejor nos va en ello la vi-da, o por lo menos la tranquilidad y hasta elpan que ganamos con el sudor de nuestro ros-tro, también es evidente. Cuando D. Antoniovocifera desde el banco azul, por ejemplo, queva a ver cómo se las arregla para colgarnos atodos los que no pensamos como él, ¿quién separa en pelillos retóricos, ni se detiene a consi-derar si Cánovas es o no tan correcto comodespués aparece en el Diario de Sesiones? Laoratoria de Cánovas no es cosa de juego, comoél dice que es el arte; y cuando habla Cánovas,estamos todos con el agua al cuello. Y así comose han dicho que en un naufragio los náufragosno son los que sienten bien el sublime (en cris-tiano lo sublime) del espectáculo, sino que detal sublimidad sólo pueden disfrutar los que laven desde lo seco, en tierra firme; y así como elsoldado, envuelto en humo y en peligros inmi-nentes, no aprecia el conjunto poético de la te-rrible batalla; los españoles, que siempre sali-mos con algo roto de los discursos trascendenta-

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les del gran conservador, no podemos contem-plar tranquilamente ni disfrutar las bellezas dela elocuencia canovística. Esto por lo que toca alos españoles ilegales y sus afines; en cuanto alos canovistas, tampoco ven con la desinteresa-da contemplación del espectador en pura esté-tica la arquitectónica grandeza de la oratoriadel amo; para estos, para los conservadores,sirve la comparación apuntada: la del gran al-macén de harinas. Así como la antigüedad clá-sica pintó a la elocuencia con una cadena deeslabones de oro saliendo de los labios, hoy sepuede pintar la elocuencia oficial de Cánovasfigurando al monstruo con una cadena de ros-cas de pan candeal pendiente de la boca. Sí; laoratoria de Cánovas es eso: el bollo y el cosco-rrón; y ni los del coscorrón ni los del bollo po-demos juzgarle como orador artístico. Sin con-tar con que no lo es.

Pero me apresuro a reconocer dos condi-ciones de la oratoria de Cánovas, que la hacensimpática hasta cierto punto.

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Cánovas sabe que tiene poca imaginación(como no sea para inventar teorías políticas) yno pretende cultivar el estilo asiático ni el flori-do, y llama al pan pan y al vino vino, y hacebien. Tiene bastante orgullo (aquí oportuno)para no querer segundos papeles, imitacionescursis, y deja el arte divino de la elocuencia alos pocos, poquísimos privilegiados a quienDios llamó por ese camino. Él recaba su dere-cho de decir lo que quiere y de saber lo quedice; y como lo que dice suele ser importante,por ser él quien es, sus discursos tienen muchasveces interés de actualidad y grande. Además,él, como político de los que se usan, de ambi-ción bien puesta, de pasión de partido, de ener-gía de jefe, de intriga parlamentaria hábil, vale,ya lo creo, y sus discursos reflejan este valor.Importan los discursos de este hombre por loque tiene que decir, no por el modo de decirlo.Aun en la forma hay a veces calor, naturalidad,y no dejan de salirle de cuando en cuando de latrabajada mollera párrafos bien construídos y

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hasta sonoros. Por lo general es incorrecto, so-bre todo en la construcción; tiene los defectosque trae consigo la escasa fantasía; describemal, con torpeza de lengua y vaguedad de di-bujo; abusa sin conciencia de los ripios parla-mentarios, de las fórmulas y muletillas corrien-tes; no teme la tautología, ni la repetición, ni lavana sinonimia (que no es lo mismo que la tau-tología), ni acierta con la precisión, ni aspira ala concisión; esa concisión que no es más que elpremio de la imagen exacta, de la lógica clara,del pensamiento seguro, del dominio del idio-ma; concisión que es muy otra cosa que la po-breza y la frialdad, aunque muchos con ellas laconfunden.

Otra cualidad buena, simpática, de laoratoria de nuestro hombre, es que se le ve tra-bajar, se le ve sudar el discurso. Cuando no se esel gran artista de la palabra, para el cual undiscurso es la obra maestra que le hace inmor-tal; cuando se habla sin pretensiones de dejar ala historia de las letras patrias piezas oratorias

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que sirvan de modelo; cuando se habla sin pen-sar más que en el motivo utilitario inmediato,es preferible que al orador se le vea ir formandoconciencia de las ideas y de su adecuada expre-sión, según van pasando de los limbos oscurosdel alma a la voz y al gesto. Un orador de papelcontinuo, que habla como por resorte, que esfacilísimo, abundantísimo, es una maravilla dignade admiración, como las de los prestidigitado-res; es un producto sorprendente de la mecáni-ca más complicada y perfecta, digna obra de unJuanelo o de un Edisson, según el motor...; perono es un hombre. Cánovas no es así. Su palabrano es fácil, a veces se le rebela; pero dado elgénero de su oratoria, nada de eso le perjudica.Casi parecería mal que un hombre que estáinventando en aquel momento modos deecharnos a todos a perder, de acuerdo con laúltima palabra de la ciencia, los inventase decorrido, sin necesidad de pararse a pensarlosun poco.

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Para no ser un orador como Castelar, va-le más hablar como Cánovas... salvando lasincorrecciones señaladas y otras. -¿Cánovasincorrecto? preguntarán los que le leen y no leoyen. Sí; bastante incorrecto y a veces premio-so; cualquiera que haya asistido al Congresodurante algún tiempo, podrá dar razón. Unacosa es el discurso de Cánovas escrito, y otra elmismo discurso cuando él lo está diciendo. Pe-ro así y todo, no es lo peor de Cánovas su ora-toria, y yo le prefiero a esos ruiseñores desplu-mados, de jaula, que creen ser elocuentes por-que se les ocurren muchas metáforas cursis ymanoseadas, en poco tiempo.

Leídos, los discursos de Cánovas podránenseñar la hilaza del sofisma, la arbitrariedaddel carácter y del juicio; pero no son ridículos,como los de esos tenores de zarzuela que sue-len ocupar nuestra tribuna con párrafos de unlirismo fútil, trasnochado, que leído parecepoesía de La Moda Elegante. Aquí se llama bue-nos oradores a muchos porque saben recitar,

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sin cortarse, prosa almibarada y relamida, in-sustancial y vulgar, que en letras de molde na-die resistiría.

No es este folleto lugar a propósito parapenetrar más ni en los defectos ni en las cuali-dades recomendables de la oratoria de Cáno-vas; es orador utilitario ante todo, orador políti-co y meramente político, y sin entrar en susconstituciones internas, y sus palos de ciego, ysu romanticismo arqueológico-monárquico, nose puede examinar sus discursos, a no ser enuna abstracción soporífera, vaga, insuficiente. Ylo que es de la política de Cánovas, yo no tengoque decir más que lo siguiente:

- VIII -

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Cánovas político

Otero.--Oliva.

- IX -

Cánovas pacificador

Cuando manda Sagasta, surgen los moti-nes.

Cuando manda Cánovas, surgen los regi-cidas.

A Sagasta le silban las Instituciones.

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A Cánovas se las quieren matar; y ellas sele mueren.

- X -

Cánovas prologuista

Así como D. Hermógenes era de oficio yante todo opositor a cátedras, Cánovas es poresencia y potencia autor de prólogos. Unos hannacido poetas, otros bizcos, otros oradores; Cá-novas nació, y morirá, prologuista. Es un pro-loguista -81- lírico, eminentemente subjetivo y ala manera que Goethe se pinta a sí propio ensus obras, y cuando está hablando de Guiller-mo Meister, o de Werther, o de Tasso, en ciertomodo habla de sí mismo, ni más ni menos que

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a sí propio se escucha el autor insigne de lasCartas de Jacome Ortiz, y, según entre nosotrosD. Juan Fresco es vivo retrato de D. Juan Vale-ra, digo que así, o por el estilo, se manifiestaCánovas en sus prólogos; es decir, en los prólo-gos de los libros ajenos.

De esta suerte va siempre ganando. Si élescribe un libro, le pone un prólogo su tío ElSolitario, que alaba al sobrino; si se trata de li-bros ajenos, Cánovas les escribe el prólogo...alabando también al sobrino de su tío. Sí; siem-pre gana él.

En España, este país de la fiera indepen-dencia, que no consiente señores extranjeros,pero que se achica y hace un ovillo ante los ti-ranos nacionales; en España no se hace ya nadaque sea o pretenda ser monumental que no lleveun prólogo de Cánovas. He llegado a creer quesi la Biblioteca de Recoletos tarda tanto en serconstruida, es porque se está esperando a queCánovas le escriba un prólogo.

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No me extrañaría saber que en unas ex-cavaciones allá en la China se había encontradouna hermosa edición princeps del Chou-King...con un prólogo de D. Antonio Cánovas delCastillo.

No se crea que esta especialidad la debe asu posición política. Tan presidente del Consejode ministros como él es Sagasta, y no le poneprólogo a nadie. Sagasta protegerá, con su con-sejo, otras cosas, ni más ni menos que Cánovas;pero en lo de escribir prólogos no le sigue. DonAntonio saca de los prólogos un partido que noha sacado nadie, y por esto son los suyos pró-logos de singular naturaleza, que merecen es-tudio detenido. En ellos escribe D. Antonio susMemorias. Sí, señores; hace lo que esos... des-ocupados que escriben o graban en las paredesde casas a ajenas, en los teatros, en las catedra-les, en los puentes, en los pedestales de las esta-tuas, etc., etc., su nombre y apellido, estado, díay lugar de su nacimiento, con otra porción decircunstancias y condiciones de su vida. Cáno-

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vas va dejando por esos libros de Dios, más omenos inmortales, sus gestas y fazañas. JuanPalomo y su pichona, leyó fray Gerundio en unpuente de Burdeos; cosas por el estilo se leen enla Alhambra, en el campanario de la Giralda, ycosas por el estilo va escribiendo D. Antonio entodos los prologuitos de que se encarga.

A lo mejor nos dan los periódicos una no-ticia como esta: «La obra monumental del Sr.X... no se ha podido publicar todavía porque elSr. Cánovas del Castillo se ha dignado escribirel prólogo, y le está dando la última mano».

Bien hace Cánovas en seguir las voces in-teriores de su vocación. Él nació para mandaren España cuando no se menea una rata, y paraescribir tarde y mal y con mucha prisa (sabeDios esto último) prólogos líricos. Jamás es tanpoeta Cánovas como en estas prosaicas odas,donde con el natural desorden y la natural pocamemoria que la oda requiere, por culpa delfuror pimpleo, se olvida a los dos renglones, oal primero, del autor del libro, del asunto del

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libro y de cuanto Dios crió, y comienza a cantarlas alabanzas del dios desconocido que llevadentro de sí; y si no las alabanzas, sus hazañas,sus idas y venidas, sus vueltas y revueltas.

Sólo así se explica que a D. Antonio lesalgan prólogos... en dos tomos que suman 740páginas. Véase el libro titulado El Solitario y sutiempo, que, por confesión del autor, no es másque un prólogo a las obras de D. Serafín. Sequejaba Sainte-Beuve de Edmundo About por-que escribía un libro para lo que bastaría unapágina. ¡Fuego de Dios! ¿qué diría si leyera losprólogos de Cánovas? -Lectura o lección, segúnEstébanez, de todo punto inverosímil, no sóloporque hace mucho que el autor de Voluptémurió, sino porque si viviera se guardaría muybien de leer prólogos de D. Antonio; que notodos los críticos extranjeros son unos Cherbu-liez.

Si Cánovas no fuera prologuista de pre-sente, apenas se podría hablar de él en cuantoliterato. Historiador bueno o malo lo ha sido, y

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dice que lo va a ser, pero no lo es ahora; élmismo desdeña la historia que escribió, y de lafutura no se puede hablar, a menos que se seatan lince como La Época, la cual, para elogiar asu señor D. Antonio, no necesita que este hayaabierto la boca ni cogido la pluma Lo de poetaya hemos visto que no es cierto, y que seríacrueldad pedirle cuentas por este concepto.Novelista... ni por el forro; tal vez ni pretensio-nes siquiera, a estas horas. Orador, en cuantopolítico, puramente utilitario, nada artístico.¿Qué le queda a Cánovas en las letras actual-mente? Nada más que eso, los prólogos.

Metámonos, pues, en harina.El número de prefacios, por no decir

siempre prólogos, que Cánovas ha escrito, escomo el de las estrellas: no podría contarloAbraham ni nadie.

Yo, en este instante, me acuerdo de losSiguientes:

Prólogo a D. Serafín, el tío, dos tomos.Prólogo a las obras de Moreno Nieto.

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Prólogo a las obras de Revilla.Prólogo a una traducción de lord Byron.Prólogo a un libro de D. Arcadio Roda.

Prólogo a Los poetas dramáticos contempo-ráneos, de Novo y Colson.

Todos estos prólogos tienen mucho queestudiar, y algunos mucho que reír, aun los quemenos debieran dar ocasión a las carcajadas.

¿Cómo no reír, v. gr., cuando dice conmotivo de Moreno Nieto, que... «Ayala habíanacido extremeño y continuó siéndolo?». -Nohaga usted gatadas, me diría algún académicosi leyera esto; copie usted todo lo que dice Cá-novas sobre el particular. -Bueno, hombre, res-pondería yo; pues peor que peor. Y dice: «Aya-la había nacido extremeño y continuó siéndolo,a pesar de las veleidades de la división territo-rial». Aparte de que una división territorialpuede cambiar, pero no tener veleidades, detodos modos ha dicho el señor amo una tonte-ría. Claro que si Ayala nació en tal lugar, conti-

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nuará siendo del lugar de su nacimiento, pese atodas las veleidades del mundo. Y así viene areconocerlo Cánovas, y la tontería está en ad-vertir lo que de sabido se calla.

Pero dejo esta digresión y me llamo alorden por primera vez.

Empecemos por lo último, es decir, por elprólogo que se refiere al libro menos importan-te, el del Sr. Roda. Se trata de los oradores grie-gos y de los romanos. ¡Cosa rara! En los prime-ros renglones del prólogo parece que Cánovasno habla de sí mismo. ¡Error profundo!

La primera alusión es para D. Antonio...«Mientras que la inmodestia sirve de fácil esca-la para alcanzar cuanto hay». ¿Quién ha alcan-zado aquí cuanto hay? Cánovas. ¿Quién es in-modesto como pocos? Cánovas. Las señas sonmortales. Habla, pues, de sí mismo. En el ren-glón onceno, Cánovas aparece en todo su es-plendor, sin tapujos retóricos.

«Conocile yo (¡siempre él!) en el punto yhora (¡qué castizo y qué cronométrico!) de dar a

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luz una traducción de Demóstenes...». ¿Quiénestaba ahí puesto a parir, D. Antonio? ¿Quiénhabía traducido a Demóstenes? Según la gra-mática, yo, es decir, Cánovas.

Después viene un «que pretendía dedi-carme», que si se tratara de otro yo, podría dejarclara la cuestión, pues nadie se dedica libros así mismo; pero tratándose de Cánovas, todo esposible.

«Dejándome llevar en aquella sazón demis bien conocidas aficiones»...

¡Las aficiones de Cánovas! ¿Quién hablade otra cosa? Por supuesto, aquella sazón no erasazón ni Dios que lo fundó, era el punto y horade marras. ¿Qué diría Cánovas si las palabrasde los sinópticos, In illo tempore..., dixit Jesusdiscipulis suis, se tradujeran, v. gr.: «En aquellasazón, dijo Jesús a sus discípulos»? Pues esigual. Hay sazón cuando la hay, pero no desazón.

«Pronunció allí ocho discursos sobre losgrandes oradores griegos y las extraordinarias

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circunstancias políticas y militares (¡circunstan-cias militares, bendito Dios!) que inspiraron susarengas, bastantes para dar buen concepto acualquier hombre de letras...».

¡Ya lo creo! para sí quisiera usted lasarengas de los grandes oradores griegos. Qué,¿no es eso? ¿No se refiere a las arengas griegas,sino a los discursos de Roda? Pues hijo, decirlo.Aquí no hay estrambote que explique la anfibo-logía, ni mal siquiera.

A estas alturas, el Sr. Cánovas ya ha to-mado vuelo y habla de sí propio como un libro,y se mezcla con todo lo creado, especialmentela política actual, el Parlamento, la oratoria par-lamentaria... Del Sr. Roda ya no había más quea veces, por alusión lejana, y tomándole pormingo, aunque sea mala comparación.

Por lo demás, sea por ignorancia o pormala voluntad, Cánovas, con ocasión de losoradores griegos, no habla palabra de estosseñores; en cuanto a citas, Cormenin y M. Pe-rignan. ¿Y doctrina? aquello de que la escultura

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es el arte de Grecia y que la elocuencia era allíescultural... y nada más; después, vuelta a losCuerpos Colegisladores y a lo mal que anda lapatria (a la sazón, Cánovas no era ministro). Nohay cosa más pobre, más triste, más vulgar, quelos tres o cuatro párrafos que en un prólogo tanlargo dedica el prologuista a hablar de la elo-cuencia griega. ¡Y él es orador y se las echa defilólogo y de clásico!

Antes de concluir con este asunto, copioesto: «... Ni los signos ortográficos, ni la puntua-ción más esmerada bastan para distribuir bienlas frases (en los párrafos muy largos)». -¿Conque... ni los signos ortográficos ni la pun-tuación? Y la puntuación, ¿qué es si no es signoortográfico? Coja usted la gramática, ábrala porel índice, no pasemos del índice. Pág. 418 (últi-ma edición) dice: Parte cuarta: Ortografía. -Cap.IV. De los signos de puntuación», y no habla demás signos que estos. Signos de puntuación, yalo oye usted, y en la Ortografía...

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Por lo demás, es claro que la puntuaciónno sirve para distribuir bien las frases en losperíodos largos o cortos; este trabajo ha de to-mársele el escritor, las frases son incumbenciadel que escribe; los pobres signos sólo sirvenpara señalar, es claro, ello mismo lo dice; y bas-tante hacen. Ahora me explico yo cómo Cáno-vas es tan laberíntico en sus parrafadas. Justo;les deja a los signos ortográficos, y en su defec-to a la puntuación, que distribuyan las frases(como él dice), y así sale ello.

Pero salgamos de este prólogo, que nomerece tanta conversación.

Del prólogo a las obras de Moreno Nietoya se ha dicho en otro lugar bastante, conside-rando el tal documento como discurso, que fueprimero, para ser prólogo después. En efecto,los partos del ingenio monstruoso lo mismosirven para un barrido que para un fregado.

Por supuesto, que aquí empieza Cánovas,como siempre, hablando de sí propio, y esta es

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mi tesis principal. Comienza reclamando parasí la pena mayor por la muerte de Moreno Nie-to, y después de pocos renglones viene a decir-nos que él piensa sobrevivir a todos sus con-temporáneos; sobrevivir aquí en la tierra, en-tiéndase, vivo de veras, no ya en la fama, quede eso no hay que hablar siquiera.

Habla del hueco que van dejando los coe-táneos difuntos, y dice: «Hueco que anuncia lasoledad pavorosa en que hemos de llegar losmás felices (por si acaso, solo y todo se tienepor feliz, ¡ya lo creo!) al fatal término de la jor-nada». Por donde se ve que Cánovas, como SanJuan, el discípulo amado, cree tener algunapromesa de llegar a muy viejo. Y es claro que lomás del tiempo pensará gastarlo en ser presi-dente del Consejo de ministros. ¡Bonito porve-nir!

Ahora oigan ustedes esto.

«Ayer, señores, o casi ayer (bueno, ante-ayer), desapareció Selgas, y algo antes desapa-

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reció Ayala también. Pertenecían todos tres a lageneración que empieza a dispensarse, (seráerrata, querrá decir dispersarse; pero tampocoasí está bien, ni medio bien. Morirse no es dis-persarse. Y dispensarse, por si no es errata, mu-cho menos).

»Los tres eran purísimas glorias de ella, ylejos de estorbarse en la vida (¿por que habíande estorbarse, santo varón? ¿Cree usted quetodos son como usted, que hasta les tiene envi-dia a los apóstoles por las muchas lenguas quesabían, siendo así que usted no sabe casi nin-guna?), lejos de estorbarse en la vida se suma-ban, más bien, y completaban; valían tanto lostres en suma (claro, en suma, si se sumaban...),que quizá a un tiempo (ahora va lo gordo), quequizá a un tiempo mayores no los ha producidoninguna generación en nuestra patria».

El que prueba demasiado no prueba na-da; y acaso Cánovas prueba demasiado a pro-pósito. Mucho, muchísimo valió Moreno Nieto;también, valió mucho Ayala...; pero en el siglo

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de oro, y en otros varios, han vivido a un tiem-po, como usted dice, algunos varones de famauniversal y españoles que, sin ofender a nadie,se puede asegurar que tienen y merecen aúnmás gloria que Moreno Nieto y Ayala. Y lomismo digo de nuestro tiempo y del próximopasado.

En cuanto a Selgas..., en fin, ha muerto, yno tiene él la culpa de que Cánovas le ponga enridículo sacándole del modesto lugar que ocu-pa en la historia de nuestras letras.

Cánovas abandona a Selgas, en mal horatraído a colación, y sigue apreciando a MorenoNieto y Ayala, que eran muy amigos, en efecto,pero que en nada se parecían más que en serextremeños... y en continuar siéndolo, comodice Cánovas.

Mas no sólo por motivos geográficos yrazones extremeñas hace semejante paralelo elprologuista. Él va a lo que va. No se me diga,Cánovas en esto de rebajar a los que cree riva-les es sistemático. Moreno Nieto era orador,

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orador insigne, de los primeros de España. Re-villa era también insigne orador, de los prime-ros en los debates académicos...; pues ya veránustedes cómo rebaja esta gloria Cánovas enRevilla, y vean cómo la rebaja ahora mismo enMoreno. ¡Lo que él sabe!

Lo que cuesta trabajo aquí es seguirhablando en tono de broma y sin indignarse.

«Lo propio Moreno Nieto que Ayala erangrandes oradores».

¿Ayala grande orador? Ayala era buenpoeta; escribió una comedia, Consuelo, que esacaso la mejor entre las modernas españolas;escribió otras muy dignas de elogio, como Eltanto por ciento, y dejó además excelentes poesí-as líricas, algunas dignas de ser modelo por lahermosura y trasparencia de la forma; peroAyala no fue orador ni tuvo pretensiones de tal.Hablaba bien las pocas veces que hablaba, y enalguna ocasión, en pocas palabras, dijo cosasmuy tiernas, que, amén de serlo, tenían queimpresionar vivamente a multitud de monár-

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quicos bien alimentados. Pero Ayala no era unorador en el sentido en que lo son Galiano, Cas-telar, Martos... varios otros, y el mismo MorenoNieto. Presentar a Ayala, en cuanto orador, a laaltura de Moreno Nieto, es rebajar a MorenoNieto. Como sería rebajar a Ayala decir queMoreno Nieto hacía tan buenos versos como él.

Semejantes paralelos, o mejor, paralelas,le sirven a Cánovas para hacer planchas y le-vantarse dos cuartas sobre el suelo a fuerza depuños y mala intención.

Luego sigue hablando de Moreno Nietodesde el punto de vista, o bajo el punto de vista,que él escribe, de sus relaciones con el umbilicu-lum terræ, con el centro de la tierra, y aun deluniverso, o sea D. Antonio. No sigue la biogra-fía de Moreno Nieto por el orden que señala lavida de este, sino por el que señala la vida delSr. Cánovas. Por lo cual tiene ocasión de decir-nos que un Sr. Alix, muy amigo de Cánovas,hizo oposición a la cátedra de árabe de Toledo,y que D. Antonio de buena gana se la hubiera

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dado. Sí, sí, ya le conocemos a usted las mañas.Si usted hubiera podido entonces lo que pudodespués, le hubiera quitado la cátedra al primerlugar, Moreno Nieto, para dársela a su amigo.Conocemos el sistema. Más adelante viene adecir que Moreno Nieto no tenía bastante pa-ciencia para seguir estudiando de veras árabe, yque se consagró a la filología bajo su aspecto filo-sófico-histórico y bajo su aspecto puramentehistórico. Estos dos bajos sólo sirven para que seestrelle en ellos la Gramática de la Academia. Ysi no, consúltelo usted. Con esto de la Gramáti-ca y de los Académicos debe de pasar algo pa-recido a lo que sucede con el Derecho sagradode la India y sus brahamanes. La Academiavela por la pureza del idioma...; pero cuando setrata de los académicos levanta el brazo, por-que tolera todos sus solecismos y barbarismos ysigue llamándolos ilustres y tomándoles el votopara decidir de la suerte del idioma. A un crite-rio semejante obedece el llamado Código deManú, cuando añade a la prohibición de la ley

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de Narada respecto al falso juramento: «Cuan-do se trata... de salvar a un brahmán, no es pe-cado mortal jurar en falso». Cánovas falta atodas horas y en todas partes a las reglas de laAcademia, y sigue siendo el amo de la casa y dela docta corporación.

Pero vamos a otro prólogo, que es tarde yhay prisa.

Con Revilla se ha portado Cánovas peortodavía que con Moreno Nieto. A lo menos aeste le conocía, le había oído hablar a veces; yaparte de la mala intención del biógrafo y sucarencia de facultades para juzgar el corazón yla cabeza de D. José, algo podía decir de prove-cho, algo que tuviese parte de verdad.

Pero a Revilla ni lo había oído, ni le habíavisto, ni jamás había pensado en él, como elmismo Cánovas viene a confesar en buenaspalabras. Si distancia inmensa hay entre unMoreno Nieto y un Cánovas, no la hay menosentre este y un Revilla. Cánovas y Moreno Nie-

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to no se podían entender, Cánovas y Revillatampoco.

Así es que si D. Antonio hubiera queridohacer un favor a la memoria del crítico y a laviuda de Revilla, se hubiese limitado a decirque no conocía al difunto lo suficiente parajuzgarle. Pero el prólogo, si hace caso de él laposteridad, enseñará a los venideros un Revillacompletamente falsificado. Afortunadamente,en la biografía escrita por el profundo y sagazfilósofo D. Urbano González Serrano, en otrosdocumentos por el estilo, y sobre todo en lasmismas obras del crítico, queda la imagen deéste fiel al original, aunque nada más que hastadonde frías letras de molde pueden conservarel espíritu de un hombre eminente, cuando estehombre, a más de escritor, fue orador comopocos, orador sobre todo, y, por desgracia, ora-dor cuyos títulos mejores de gloria se han per-dido, pues sus discursos no se conservan.

Pues bien; el Sr. Cánovas, que es de quienaquí se trata, no hizo lo que debía, sino que se

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metió a escribir un prólogo largo, echándolotodo a barato. Las dos afirmaciones más absur-das del tal prólogo son estas: que Revilla, comoorador, no llegó a la madurez, ni valió tanto eneste concepto como en el de crítico; segundaafirmación disparatada, que donde mejor po-demos conocer a Revilla es en sus poesías Du-das y tristezas, que es, según D. Antonio, «lo quenos hace penetrar más adentro en su espíritu».«Yo pienso (copio) que no hay más puro y dul-ce amor que el que allí muestra hacia su joven yamante mujer». Aparte de que eso está muymal escrito, es una... una necedad, ¿por qué nodecirlo? ¡Recomendar a un crítico notable, a unorador insigne, por el amor que tuvo a su mu-jer! Eso no es un mérito literario, Sr. Cánovas;ni Revilla es de los autores que necesitan seralabados por sus buenas condiciones de jefe defamilia.

Buena cosa es que el Sr. Cánovas cuandotiene que elogiar a otros, siempre cambia las

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cosas; y a un gran poeta como Ayala, le alabapor orador como Revilla, le alaba por poeta.

¿No podría la malicia ver en este pruritoalgo peor que la natural tendencia de D. Anto-nio a decir las cosas al revés?

Empieza el Sr. Cánovas pintando a Revi-lla como un ambicioso de melodrama, consu-mido por la fiebre de las grandezas, siquierafuesen espirituales. Era Revilla hombre tranqui-lo, y no tenía tal fiebre, ni la ambición absurday ridícula de querer saberlo todo. Estaba muypor encima su espíritu de esos lirismos filosófi-cos en que un hombre hace como que revientade aburrido si no le dan la solución de los gran-des problemas, etc., etc. Justamente porque algu-nas de las poesías contenidas en Dudas y triste-zas participan de ese lirismo convencional, almadel autor, el cual, si se consagraba con granardor al estudio y con seriedad a la meditaciónfilosófica, no lo hacía con ese amaneramientoromántico que Cánovas quiere atribuirle.

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Como no podía menos, a las pocas pági-nas del prólogo, Cánovas se mete en escena, ynada menos que para representar el papel dedios Pan.

«No nos tropezamos, dice, en la vida él yyo sino una vez sola (ya verá el lector que nohubo tal tropiezo ni tropezón), que fue allá enlos comienzos del reinado de D. Alfonso XII,cuando un tribunal de oposiciones le dio elprimer lugar en la terna (a Revilla, no a D. Al-fonso XII), formada para proveer la cátedra deLiteratura de la Universidad de Madrid. Pudie-ra aquel Gobierno, presidido por mí, en uso desu derecho, a la sazón indisputable, vacilar (¿elderecho de vacilar? ¿qué derecho es ese? por lovisto llama Cánovas vacilar a quitarle a unprimer lugar su cátedra. Dígalo yo, uno de losvacilados por el conde de Toreno); mas no vacilóun punto, y en circunstancias todavía bien críti-cas (¿críticas también para la literatura dinásti-ca? ¡qué valor de hombre! ¡darle una cátedra aRevilla, y de literatura, en circunstancias toda-

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vía críticas! no le hay como él, como Cánovas),aconsejé yo mismo su nombramiento».

Lo gracioso es que, si no recuerdo mal, enlas tales oposiciones no quedó más opositorque Revilla; es decir, que no fue el primer lugarsolo, sino el primero y el único. ¡Oh magnani-midad de Cánovas! ¡Darle la cátedra al únicopropuesto! Y aunque fuera el primero y hubieramás, ¡vaya un favor para recordado, y vaya unadelicadeza el recordarlo en tal ocasión, aunquefuera un favor!

Por lo demás, el Sr. Cánovas añade que ledio la cátedra porque, aunque era Revilla repu-blicano fogoso (¿a qué había de ser fogoso?),nada tienen entre sí que ver la literatura o la cienciapor oficio y para todos profesada, y la preferenciaindividual respecto a forma de gobierno. ¡Hola!¡hola! Bonita confesión; y entonces, siendo así,¿por qué se postergó a tantos primeros lugaresy se persiguió a tantos catedráticos que nohacían más que profesar para todos la ciencia?¿Es que una cátedra de farmacia tiene más rela-

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ciones que la literatura con la forma de gobier-no? Pero, en fin, todo esto ya es viejo y no im-porta a mi asunto. Allá se las hayan Cánovascon su conciencia y Toreno con su abdomen.

Como si la tarea que se le había enco-mendado fuera disculpar a Revilla ante los fa-náticos católicos, procura D. Antonio encontrarun resquicio por donde salvar al famoso críticolibrepensador y francamente positivista, de lanota de descreído. ¿Con qué derecho se atreveel Sr. Cánovas a emprender estos juegos defunambulismo en materia tan delicada?

Era Revilla, y fue siempre, librepensador,y claramente partidario de la ciencia positiva,sin admitir en ella elementos metafísicos; y sealo que quiera de este modo de pensar, como lohabía adquirido por espontánea reflexión conpura conciencia, no hay para qué ocultarlo co-mo si fuese pecado. ¿Cree el Sr. Cánovas queRevilla necesita estos ripios, estos fingimientosy sensiblerías adocenadas de que se compone elcrédito filosófico de D. Antonio?

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Siento mucho que la necesidad de llegarya al fin de este folleto no me consienta exami-nar más despacio este prólogo, donde Cánovaspretende en vano penetrar en un espíritu tandiferente del suyo.

Sólo con ver lo que dice para negar queRevilla fuese ya un maestro en la oratoria, ten-dríamos para rato y para reír a mandíbula ba-tiente. ¡Ah, Sr. Cánovas! Era mucho mejor ora-dor que usted; académico, es claro: ¿qué otracosa había de ser? Lo único que le faltó paraorador político fue... ser diputado. ¡Y qué cosasle hubiera dicho a usted en las Cortes si sehubieran tropezado, como usted dice, allí tam-bién! Figurémonos que un día, irritado ustedpor algún epigrama de Revilla, le echaba encara el favorcillo ese de que había en el prólogo,el de no vacilar en darle la cátedra. ¡Virgen San-tísima, las cosas que hubiera usted oído!--

Todavía faltan varios prólogos (tres porlo menos) y otras muchas materias; no le con-

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viene al editor que este folleto sea de doble vo-lumen del que tendrá dejándolo aquí, y porconsiguiente, necesitando yo bastantes páginaspara concluir, me veo en el triste deber de dejarcortada la tela y en suspenso este análisis psico-lógico-literario del Sr. Cánovas y de su tiempo.

Por cierto que de su tiempo apenas he di-cho nada. En rigor, lo único que habría quedecir es que su tiempo no es tan bobo como Cá-novas se figura, y que no las traga como ruedasde molino. Pero ya que he de emplear otro fo-lleto en este ingrato asunto, allí compararé almonstruo con sus súbditos; quiero decir, contodos nosotros y hasta con los extranjeros. Per-donen ustedes si por los motivos indicados,Cánovas y su tiempo se ha partido en dos. Acasono será la segunda parte de este folleto la mate-ria del próximo, porque tanto Cánovas seguidoaburre, y hay asuntos de actualidad que nosestán llamando, v. gr., Los Pazos de Ulloa, muyhermosa novela de Emilia Pardo Bazán, y lafamosa cuestión de Miguel Escalada y los Acadé-

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micos, que tiene más importancia de la quepueden darle, para la malicia, las tristes perso-nalidades.

De todas suertes, prometo a mis lectoresque sea inmediatamente o no, la segunda partede Cánovas y su tiempo, se publicará. ¡Ya lo creoque se publicará!

- XI -

Dos cartas

Escrito lo anterior, recibo una carta de unamigo que ha visto en Madrid las pruebas deeste folleto, y me dice:

«Amigo Clarín: He leído gran parte de tu Cá-novas, y aunque estamos conformes en el fondo, me

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parece que en la forma te has extralimitado. El queprueba demasiado, no prueba nada. Empiezas bien,reconociendo que Cánovas es un hombre capaz decontinuar siéndolo, a pesar de presidir tantos minis-terios; pero después se te va la burra, como sueledecirse, y no sólo te apasionas y rebajas su verdaderomérito (el de Cánovas, no el de la burra), sino que aveces te sales de la literatura y vienes a llamarle pocodelicado, y mal amigo, y mal intencionado, y cruel ytirano, con otra porción de cosas feas que, por lomenos, están fuera de su sitio. ¿Qué adelantas contratar a Cánovas así? Nadie te creerá; a él, si lee tufolleto, le darás una mortificación que, por pequeñaque sea, es cruel por lo inútil, y a ti mismo te expo-nes a que te quiera mal, y cuando pueda te perju-dique, un hombre de grandísima influencia...».

A esta carta he contestado yo con esta otra:«Amigo Fulano: Es difícil, tratándose de Cá-

novas, separar su literatura de sus buenas o malasintenciones; porque él, como literato apenas tienemás que la intención, mala o buena. Siempre he hui-do, al atacar a un escritor, de personalidades ajenas asus escritos o a su talento; si ahora no lo he conse-

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guido, culpa, no a mi voluntad, sino a la torpeza demi ingenio y a lo enmarañado de las letras canovísti-cas. Separar a Cánovas literato de Cánovas mons-truo, es casi imposible, y además no se debe hacer,aunque se pueda, si se quiere conservarle toda suoriginalidad. Lo dicho, dicho está, pues. Pero advir-tiendo que reconozco en D. Antonio ciertas buenascualidades morales, de que no hablé antes porque novenían a cuento. Porque una de ellas viene ahora,hablo de ella. Supones tú que puede Cánovas leereste folleto y sentir mortificación y procurarme al-gún disgusto. Nada de eso. Ni Cánovas leerá estefolleto, ni, caso de leerlo, sentiría el más leve rasgu-ño, ni caso de sentirlo, me procuraría el menor dis-gusto. No le conoces. Cada cosa en su sitio. D. An-tonio, suponiendo que sepa de mi humilde existencia,me despreciará altamente, como dice La Época; ade-más, él no lee papeluchos de gacetilleros; y por últi-mo, ha dado pruebas siempre de no perseguir a losque personalmente le atacan, si se contienen en loslímites en que yo me contengo.

Y viniendo a lo más importante, te digo que, ono has entendido mi folleto, o haces como que no lo

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entiendes. ¿Que pruebo demasiado y por tanto na-da? ¿Que rebajo el mérito de Cánovas? No lo creas.Todo es cuestión de medida. Cuenta Odisse-Barot ensus Cartas sobre Filosofía de la Historia, que ciertomonsieur, no sé cuántos, una especie de D. ManuelBarzanallana francés, tenía la manía de medir todoslos monumentos públicos que visitaba, y las plazas,los paseos, las montañas, las calles, etc., etc.; en fin,la manía del marqués que suele presidir el Senado.Pero es el caso que el buen burgués medía catedrales,estatuas, castillos, teatros, etcétera, etcétera, con suparaguas; y así, decía: «la torre de la catedral deStrasburgo tiene tantos cientos de paraguas; y tantasdocenas de paraguas hay desde el Capitolio hasta laroca Tarpeya, por ejemplo».

Pues los admiradores de Cánovas soncomo el franchute del cuento; como él, miden asu hombre con el paraguas, y resulta que es unmonumento de muchos paraguas cuadrados.

Pero yo, como veo que Cánovas se tieney los suyos le tienen por una octava maravilla,por algo así parecido al faro de Alejandría o alas Pirámides de Egipto, le mido como Herodo-

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to medía la torre de Belo y otros monumentosbabilónicos; le mido... por estadios.

Y Cánovas, amigo mío, tendrá todos loscientos de paraguas de Barzanallana que sequiera; pero lo que es estadios, no mide ni si-quiera uno.

Y ya que hablo de sus dimensiones, diré,para terminar, que es estrecho, y mucho máslargo que profundo.