Clásico y Romántico Giulio C. Argan (1)

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Clásico y romántico* Al tratar del arte que se ha desarrollado en Europa y, más tarde, en América durante los siglos XIX y XX, surgirán a menudo los términos “clásico” y “romántico"; la cultura artística moderna gira de hechos sobre la relación dialéctica de estos dos conceptos. Se refieren a dos grandes frases de la historia del arte: lo “clásico” al arte del mundo antiguo, greco-romano, y al que se considera su renacimiento en el humanismo de los siglos XV y XVI; lo “romántico” al arte cristiano del Medioevo, más exactamente el Romántico y al Gótico, o sea a las culturas romances. Tanto lo “clásico” como lo “romántico” han sido teorizados entre la mitad del XVIII y mediados del XIX; lo “clásico” por Winckelmann y Mengs, lo “romántico” por protagonistas del renacimiento del Gótico de Inglaterra, por pensadores y literatos alemanes (los dos Schlegel, Tieck, Wackenroder) y por Viollet-le- Duc en Francia. Teorizar un período histórico significa transponerlo del orden de los hechos al de las ideas, constituirlo como modelo. De hecho, es a partir de mediados del siglo XVIII cuando se forma una filosofía del arte (estética). Es entonces cuando se produce un profundo corte en la tradición artística y comienza el nuevo ciclo histórico del arte: el que se llama moderno o contemporáneo y se desarrolla hasta nuestros días. Si se plantea un concepto del arte es lógico que la actividad de los artistas intente adecuarse a él, realizarlo: el arte ya no está referido a los grandes ideales cognoscitivos, religiosos o morales, sino a un ideal específicamente estético. Así se afirma la absoluta autonomía de la esfera del arte y, al mismo tiempo, se plantea el problema de su coordinación con las demás actividades humanas, es decir, de su lugar y su función en el sistema general de la cultura de la época. Así se explica también por qué, al afirmar la autonomía y asumir la total responsabilidad de su propia actividad, el artista no se abstrae de la realidad histórica, sino que, al contrario, declara explícitamente querer ser “de su propia época” y afronta a menudo situaciones y problemas actuales en el ámbito de su trabajo. 1

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Clásico y romántico*

Al tratar del arte que se ha desarrollado en Europa y, más tarde, en América durante los siglos XIX y XX, surgirán a menudo los términos “clásico” y “romántico"; la cultura artística moderna gira de hechos sobre la relación dialéctica de estos dos conceptos. Se refieren a dos grandes frases de la historia del arte: lo “clásico” al arte del mundo antiguo, greco-romano, y al que se considera su renacimiento en el humanismo de los siglos XV y XVI; lo “romántico” al arte cristiano del Medioevo, más exactamente el Romántico y al Gótico, o sea a las culturas romances.

Tanto lo “clásico” como lo “romántico” han sido teorizados entre la mitad del XVIII y mediados del XIX; lo “clásico” por Winckelmann y Mengs, lo “romántico” por protagonistas del renacimiento del Gótico de Inglaterra, por pensadores y literatos alemanes (los dos Schlegel, Tieck, Wackenroder) y por Viollet-le-Duc en Francia. Teorizar un período histórico significa transponerlo del orden de los hechos al de las ideas, constituirlo como modelo. De hecho, es a partir de mediados del siglo XVIII cuando se forma una filosofía del arte (estética). Es entonces cuando se produce un profundo corte en la tradición artística y comienza el nuevo ciclo histórico del arte: el que se llama moderno o contemporáneo y se desarrolla hasta nuestros días.

Si se plantea un concepto del arte es lógico que la actividad de los artistas intente adecuarse a él, realizarlo: el arte ya no está referido a los grandes ideales cognoscitivos, religiosos o morales, sino a un ideal específicamente estético. Así se afirma la absoluta autonomía de la esfera del arte y, al mismo tiempo, se plantea el problema de su coordinación con las demás actividades humanas, es decir, de su lugar y su función en el sistema general de la cultura de la época. Así se explica también por qué, al afirmar la autonomía y asumir la total responsabilidad de su propia actividad, el artista no se abstrae de la realidad histórica, sino que, al contrario, declara explícitamente querer ser “de su propia época” y afronta a menudo situaciones y problemas actuales en el ámbito de su trabajo.

La interrupción en el discurrir de la tradición figurativa viene determinada por la cultura del Ilusionismo; la naturaleza ya no es la revelación del orden cierto inmutable de la creación, sino simplemente el entorno de la existencia humana, individual y social: ya no es un modelo sino un estímulo frente al cual se reacciona de diversas maneras. Está claro que la reacción tiende a modificar la realidad objetiva, bien en las cosas concretas (especialmente en la arquitectura) o bien en la forma en que se toma conciencia de ellas; lo que era el valor absoluto y a priori de la naturaleza como revelación o modelo dado desde lo alto, es sustituido en el arte moderno de la ideología como imagen que la mente se forma de la realidad, como se piensa que es o como se quisiera que fuese. El hecho de que el factor ideológico, acaso explícitamente político, ocupe el lugar del principio metafísico de la naturaleza como revelación, tanto en el arte neoclásico como en el romántico, demuestra que ambos pertenecen al mismo ciclo histórico: la diferencia consiste sólo en el tipo de actitud (preferentemente racional o pasional) que el artista adopta frente a la realidad y social.

El período que va de 1750 a 1850, aproximadamente, se divide generalmente así: 1) Una primera fase prerromántica con la poética inglesa de lo “sublime” y la latín poética alemana del SturmundDrang; 2) Una fase neoclásica que coincide aproximadamente con la revolución francesa

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y el imperio napoleónico; 3) Una reacción romántica que coincide con la oposición burguesa a las restauraciones monárquicas y con los movimientos a favor de las independencias nacionales entre 1820 y 1850, aproximadamente. Esta división no es válida por varios motivos: 1) hacia mediados del siglo XVIII el término “romántico” ya se emplea como equivalente de “pintoresco” y se refiere a la jardinería inglesa, es decir, a un arte que no imita ni representa sino que modifica la naturaleza, adatándola a los sentimientos humanos y a las oportunidades de la vida social o sea, presentándola como ámbito de la vida 2) la poética de lo “sublime” y la del SturmundDrang, aunque poco posteriores a la poética de lo “pintoresco”, no son opuestas, sino que simplemente reflejan una distinta actitud del individuo hacia la realidad: para lo “pintoresco”, la naturaleza es un ambiente acogedor y propicio que desarrolla en el individuo los sentimientos sociales; para lo “sublime”, es un ambiente duro y hostil que desarrolla en la persona el sentido de su propia individualidad, de su propia soledad, de la tragedia fundamental del existir 3) las poéticas de lo “sublime” y del SturmundDrang, aunque comúnmente reconocidas como prerrománticas, señalan como supremos modelos las formas clásicas y constituyen, por lo tanto, uno de los fundamentos del Neoclasicismo: los artistas neoclásicos adoptan de hecho, con respecto al arte clásico, una actitud netamente romántica. Se puede, pues, afirmar que el Neoclasicismo histórico no es más que una fase de la concepción romántica del arte.

Queda por explicar por qué llamamos romántica a toda la primera fase del ciclo histórico del arte moderno, comprendido el Neoclasicismo. En las poéticas de lo “sublime” y del SturmundDrang, el recurrir a temas y formas clásicas representa la evocación de una historia conclusa, que no continúa en el presente y que, por tanto, puede establecerse como modelo o ejemplo, pero no como premisa o precedente de las situaciones actuales. El recurso a temas y motivos (pero no a las formas) de la historia y del arte del Medioevo, y por tanto del Cristianismo, indica en cambio que se siente una continuidad entre aquel pasado y el presente. La evocación clásica, en su inmovilidad, es trágica; el sentido romántico de la historia está lleno de movimiento, es dramático. Los dos motivos, que en la cultura del Ilusionismo tardío inglés coexisten y se entrecruzan como dos aspectos o momentos del pensamiento de la historia y de la vida, se separan cuando el ideal iluminista de un progreso regular e irreversible se opone, especialmente en Francia, a las tradicionales instituciones confesionales y monárquicas. Con la revolución francesa, el modelo clásico asume un carácter ético-ideológico, identificándose con la solución ideal del conflicto entre libertad y necesidad o deber; y, presentándose como valor absoluto y universal, trasciende y anula las tradiciones o las historias nacionales. Este universalismo histórico culmina y se difunde en toda Europa con el imperio napoleónico. La crisis que se declara con el fin del imperio, abre, también en la cultura y el arte, una nueva problemática: excluida, y por tanto duramente despreciada, la antihistórica restauración monárquica, las naciones tienen que encontrar en sí mismas, en su propia historia, las razones de su propia autonomía, y en una raíz ideal común, el cristianismo, las razones de su cívica coexistencia. Nace así, en el ámbito de un más amplio romanticismo, que comprende también la tendencia neoclásica, el romanticismo histórico, que se le contrapone como alternativa dialéctica en el ámbito del mismo ciclo histórico.

Entre los motivos que, en el siglo XVIII, determinan e fin del que podríamos llamar clásico y el principio del ciclo romántico o moderno (o mejor contemporáneo por que llega hasta nosotros) es preeminente la transformación de los medios técnicos de producción, con todas las consecuencias que comporta en el orden social y político. Era inevitable que el nacimiento de la

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tecnología industrial, al determinar la progresiva crisis del artesanado, provocase la transformación de las estructuras y de los fines del arte, cuya culminación, razón metafísica y modelo, había representado la producción artesanal. El paso de la tecnología del artesanado, que utilizaba las materias e imitaba los procesos de la naturaleza, a la tecnología industrial, que actúa sobre la naturaleza transformando rápidamente el ambiente, es una de las causas principales de la crisis del arte moderno; excluidos del sistema técnico-económico de la producción, los artistas se convierten en intelectuales burgueses en tensión y a menudo en dura polémica con la misma clase dirigente de la que forman parte. El rápido desarrollo del sistema industrial, tanto en el plano social como en el tecnológico, explica el continuo cambio de las orientaciones artísticas, la sucesión de las tendencias o de las poéticas, su fuerte acento ideológico y sus contrastes.

Pintoresco y sublime

Decir que una cosa es bella, es un juicio; una cosa no es bella en sí sino en el juicio que la afirma como tal, y por tanto, en la conciencia humana. El pensamiento del Ilusionismo, que está en los orígenes de la cultura moderna, no presenta a la naturaleza como una forma dada e inmutable que sólo se puede imitar o representar; la naturaleza que los hombres perciben con los sentidos, interpretan con el intelecto o cambian con su acción (de hecho es del pensamiento del Ilusionismo de donde nace la tecnología moderna, que no repite la naturaleza sino que la cambia) ya es una representación mental que tiene en la mente todos sus posibles desarrollos. Al diferenciar lo “bello pintoresco” y lo “bello sublime”, Kant distingue dos juicios que dependen de dos tipos de actitud del hombre frente a la realidad; sobre ellos, y sobre su relación dialéctica, funda la “crítica del juicio”.

Antes de ser planteado por Kant como categoría de lo bello, el concepto de “pintoresco” había sido propuesto por un pintor y teórico inglés, A. COZENS (1717 aprox.-1786), como fundamento de una poética del paisaje, cuyos principios son: 1) la naturaleza es una fuente de estímulos a los que corresponden sensaciones que el artista interpreta, aclara y comunica; 2) las sensaciones se dan como grupos de manchas más claras, más oscuras, teñidas de distintos colores, y no bajo una forma acabada como la que el arte clásico obtenía mediante la perspectiva, las proporciones y el dibujo; 3) el dato sensorial es común a todos, pero el artista lo elabora y clarifica con su propia técnica mental y manual, y así conduce a la sociedad a una mejor experiencia y realiza una tarea educativa; 4) esta clasificación no consiste en descifrar en las manchas la noción del objeto a que corresponden, destruyendo así la sensación primaria, sino en descubrir el significado y el valor de la sensación en cuanto experiencia de lo real. Las sensaciones pueden ser agradables o desagradables; dado que se busca el placer y se evita el dolor, será necesaria una elección que oriente la propia conducta; el interés, o sea la actividad de la mente, será mayor cuanto más vivos (es decir, cuanto menos uniformes y más variados) sean los estímulos sensoriales.

La variedad es, pues, un principio estético fundamental: en un paisaje, por ejemplo, la presencia de cosas diversas (rocas, árboles, agua, casas, animales, figuras), a cada una de las cuales corresponden distintos tipos de manchas. Naturalmente las manchas son variables según el ángulo de visión, la luz, las distancias. Lo que la mente “activa” capta es, pues, un contexto de manchas distintas pero relacionadas entre sí; la mancha correspondiente a un árbol no cambia sólo con el

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tipo de árbol, sino con un estar cerca o lejos, iluminado o contraluz. No sólo es importante cómo se lleva a cabo la experiencia, sino también la forma de aproximación a la realidad: una serena puesta de sol suscita un sentimiento de calma, una tormenta da sentimiento de temor. El proceso del artista, según la poética de lo “pintoresco”, va desde la sensación visual al sentimiento: es, precisamente, en este proceso de lo físico a lo moral donde el artista sirve de guía a sus contemporáneos.

La naturaleza no es solo fuente del sentimiento, también induce a pensar. Vemos, pero sabemos que lo que vemos no es más que un fragmento de la realidad; pensamos que, antes y después de ese fragmento es infinita la, extensión del espacio y del tiempo, y son poderosas y oscuras las fuerzas cósmicas que producen los fenómenos; saltamos con el pensamiento más allá de lo visto y lo visible, a los dominios del sueño de la memoria de la memoria, de la fantasía, de los presagios, de las intuiciones. Lo que vemos pierde todo interés; lo que no vemos, sin embargo, es algo que se nos impone y nos desasosiega, pues su infinitud despierta la angustia de nuestra propia finitud. Esta realidad transcendental es lo “sublime”.

La poética inglesa de lo “sublime” está cerca de la alemana del SturmundDrang. El puente entre estas dos poéticas prerrománticas es un pintor suizo, J. H. FÜSSLI (1741-1825), que trabajó en Londres entre finales del XVIII y principios del XIX. Exponente típico de la poética de lo “sublime” es el dibujante inglés WILLIAM BLAKE (1757-1827). Cuando se traspasa el umbral de lo sublime, las sensaciones visuales se desvanecen para mostrar, como en una visión mesiánica, los signos o los símbolos de las verdades supremas. Se renuncia con gusto al carácter físico del color, se prefiere el dibujo al trazo. Pero el trazo, aunque sea nítido y duro, no precisa la construcción formal de las figuras; define lo indefinible, su inmensidad, su terrorífica e inamovible presencia. Como poética de lo absoluto que es, lo “sublime” se contrapone a lo “pintoresco”, poética de lo relativo. El siglo de la razón replantea el problema de lo irracional, que es por otra parte el problema mismo de la existencia; pero sólo desde el punto de vista de la razón se puede plantear el problema de lo que la sobrepasa. Y sólo tras haber reconocido en el arte clásico el ejemplo de la perfecta racionalidad se pueden distinguir en él (como hace Füssli) los signos de la irracionalidad o de la pasión.

Se admira en Miguel Ángel el genio inspirado heroico, solitario, sublime… Pero ¿qué es el trascendentalismo de Miguel Ángel sino la superación del clasicismo entendido como equilibrio racional de humanidad y naturaleza? Indudablemente, la poética de lo “sublime” exalta, del arte clásico, la expresión total de la existencia y abre así el período que se llamará neoclásico; pero al afirmar simultáneamente que el llamado arte clásico no es en absoluto la expresión de ese equilibrio de humanidad y naturaleza, que se considera propio del clasicismo, destruye el concepto de clasicismo, o sea el concepto del arte como representación de la naturaleza. Es cierto que la poética iluminista de lo “pintoresco” ve en el artista al individuo integrado en el ambiente natural y social, y la poética de lo “sublime” al individuo que paga con la angustia y el terror de la soledad, la soberbia de su propio aislamiento; pero las dos poéticas se integran y en su contradicción dialéctica reflejan el gran problema de la época, la dificultad de la relación entre individuo y colectividad. La existencia, que ya no se justifica con un fin más allá del mundo, tiene que encontrar todo su significado en el mundo; o se vive íntegramente de la relación con los otros y el yo se disuelve en una relatividad sin fin, o el yo se absolutiza pero rompe toda relación con lo que está fuera de él. Ninguna de las dos soluciones es posible sin la otra. Quien vive en relación con el

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mundo sentirá siempre el deseo de lo que está más allá, quien vive más allá del mundo sentirá siempre el absurdo de su propia soledad.

En el arte moderno, que es tal precisamente porque está totalmente separado de la concepción clásica del arte, la dialéctica de los dos términos cambiará de aspecto continuamente, pero permanecerá sustancialmente idéntica. La historia del arte moderno, desde mediados del siglo XVIII hasta hoy, es la historia, a menudo dramática, de la búsqueda de una relación entre el individuo y la colectividad que no diluya la individualidad en la multiplicidad sin fin de la colectividad, y que no la margine por extraña ni la rechace por rebelde.

El Neoclasicismo

Una constante de todo el arte neoclásico es la crítica, que se convierte en condena, del arte inmediatamente precedente, el Barroco y el Rococó. Se condenan los “excesos” sin medida, el abandono del arte en manos de la imaginación, a la que corresponde el virtuosismo técnico que “realiza” todo lo imaginado. La crítica del Barroco es tan antigua como el Barroco; la tensión moral de Caravaggio contrasta con la libre imaginación de Annibale Carracci, el severo clasicismo de Poussin y de Philippe de Champaigne refleja el rigor de un catolicismo casi jansenista contrapuesto a la pompa mundana de la Curia romana la misma exigencia de rigidez expresiva se continúa en Subleyras y en Benefial. La cultura barroca es la última cultura clásica; los críticos del Barroco quieren corregir la exageración y la deformación del clasicismo, separar el clasicismo-teoría del clasicismo-imaginación.

La cultura iluminista del siglo XVIII orienta en sentido racionalista la oposición al arte imaginación: en Inglaterra se llega a afirmar que no se hace arte sin crítica. A mediados de siglo WINCKELMANN fija, en el plano teórico y en el histórico, la noción de clásico, y ya LODOLI, en Venecia, había establecido el principio de una pura racionalidad arquitectónica, entendiendo por racionalidad la correspondencia de la forma con la función constructiva. Para MILIZIA, el mayor crítico italiano del siglo XVIII, “clásico” y “racional” son una misma cosa.

Si el arte tiene una propia ley racional, si es autónomo, no puede ser instrumentalizado por la autoridad política o la religiosa en beneficio del poder. La crítica del Barroco se extiende al Gótico, otro período en el que el arte aparecía condicionado por el poder político-religioso. Incluso cuando representa temas religiosos o construye iglesias, el arte no es religioso, sino civil: representa temas sacros y construye iglesias porque tal es la demanda de la sociedad y el arte, en definitiva, es un servicio social. La sustancial autonomía del arte es sancionada por el nacimiento de una filosofía del arte o estética (el primer tratado y el primer uso del término son de BAUMGARTEN, en 1735). Para definir qué es el arte hay que delimitar su campo respecto al de las otras actividades superiores, la ciencia y la moral. Naturalmente, con la distinción surge la necesidad de la relación. Así como el objetivo de la ciencia es la verdad y el de la moral el bien, el objetivo del arte es lo bello. Pero de lo bello no se puede dar una definición absoluta; si es el arte quien lo realiza, sólo se puede estudiar en cuanto realizado por el arte.

El hecho de que lo bello se identifique con el arte clásico y que a éste se le tome como modelo, parece estar en contradicción con el rechazo de los dogmas y los principios de autoridad. No es así. Ya que el arte es un modo de comportamiento, siempre es posible establecer,

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críticamente, en qué períodos de la historia ese comportamiento ha sido más justo. El comportamiento justo es el que no está condicionado por imposiciones autoritarias, por perjuicios ni por finalidades utilitarias. La crítica demuestra (o supone) que esta condición ideal sólo se ha dado en la antigüedad clásica, en Grecia. Exceptuando el Neoclasicismo “político” (David), que busca en la Roma republicana un modelo más moral que estético, la antigüedad griega (que se empieza a conocer entonces) se muestra superior a la romana, que depende de ella, pero en la que la finalidad estética está subordinada a la autoridad política.

La elevación de lo clásico a la categoría de modelo no refuerza la continuidad histórica entre lo antiguo y lo moderno sino que la anula. El Barroco es todavía un desarrollo de la cultura clásica; la vuelta al clásico puro trunca este desarrollo. El arte neoclásico no es historicista: de hecho se producirá una reacción historicista contra el no-historicismo neoclásico. Se propone lo clásico a la admiración y a la imitación (y por tanto ya no es la naturaleza el objeto de la mimesis) pero no constituye un precedente histórico que pueda tener una continuidad en el presente. Del mismo modo, en el ámbito civil y político se proponen a la imitación los héroes de Plutarco, pero estos modelos no suponen una premisa para el pensamiento y la actitud presentes. El modelo vale como imperativo categórico, introduce en el arte la ideal del “deber”: hay que afrontar los problemas del presente con la misma firmeza de ánimo con que los antiguos afrontaron los de su tiempo. Pero entre aquel pasado y el presente el abismo es insalvable. El arte neoclásico quiere ser arte moderno, comprometido a fondo con la problemática de su tiempo. El hecho de haber elegido libre y críticamente su modelo no disminuye su autonomía. Autonomía no significa ausencia de función, significa sólo que la función del arte ya no está subordinada sino coordinada. La razón no es un ente abstracto, debe ordenar la vida práctica. Los arquitectos neoclásicos saben que un nuevo orden social exige un nuevo orden de la ciudad y todos sus proyectos se inscriben en un plano de reforma urbanística. La nueva ciudad deberá tener, como la antigua, sus monumentos; pero el arquitecto deberá preocuparse también del desarrollo social y funcional. Se construyen iglesias a modo de templos clásicos, pero también escuelas, hospitales, mercados, aduanas, puertos, cuarteles, cárceles, almacenes, puentes, calles, plazas. Los escultores y los pintores trabajan para la ciudad: estatuas, adornos, grandes representaciones históricas que sirvan de ejemplo a los ciudadanos. Y prefieren sobre todo el retrato, un modo de analizar y aclarar la relación entre la naturalidad (sentimiento) y la sociabilidad (deber) de la persona. En el momento en que, en toda Europa, el poder económico y político pasa de las viejas castas privilegiadas a la burguesía “funcional”, el arte neoclásico acompaña la transformación de las estructuras sociales con la transformación de las costumbres. El Neoclasicismo no está rígidamente unido a la ideología revolucionaria, aunque se dé el caso de que el arte del tiempo de la revolución y del imperio sea neoclásico. David es revolucionario, Canova no; la utopía urbanística (y la arquitectura rigurosamente “teórica”) de BOULLÉE (1728-1799) y de LEDOUX (1736-1806) está unida a la ideología iluminístico-revolucionaria, pero no la reforma urbanística de Berlín, debida en gran parte a SCHINKEL (1781-1841); las reformas del centro de París y los planes de reestructuración de Milán (de ANTOLINI, 1754-1842) reflejan el nuevo modelo de la “capital”, pero no así la expansión neoclásica de Turín ni las aportaciones urbanísticas moderadas y típicamente “burguesas” de VALADIER (1762-1839) en Roma. Los artistas neoclásicos se adaptan no por oportunismo a las exigencias de ambientes políticos y sociales muy diversos y a veces orientados a ideologías

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opuestas. De hecho el Neoclasicismo, como estilo, no tiene una propia caracterización ideológica, está disponible para cualquier demanda social.

La palabra estilo, que desde este momento tiene un significado, indica precisamente una cultura figurativa que no implica una concepción del mundo sino, simplemente una concepción del mundo sino, simplemente, una concepción del arte, no un sistema sino un método. En otras palabras, y en el sentido más elevado del término, una técnica; pero es precisamente desde principios del siglo XIX, o sea desde el comienzo del desarrollo industrial, cuando ya no se puede hablar de técnica si no es en un sentido “elevado”.

Al ideal barroco de la técnica “virtuosa” le sucede el ideal neoclásico, de la técnica rigurosa; pero ¿qué ejecuta la técnica entonces si ya no tiene la tarea de realizar lo imaginable?. A la imaginación barroca le sucede la ideación neoclásica; que aún es una imaginación, si se quiere, pero que uniforma sus propios procedimientos con los de la razón. La verdadera técnica del artista es la de proyectar, todo el arte neoclásico está rigurosamente proyectado. La realización es la traducción del proyecto mediante instrumentos operativos que no son exclusivos del artista, sino que forman parte de la cultura y del modo de vivir de la sociedad.

En este proceso técnico-práctico de adaptación se elimina por fuerza el toque individual, la arbitrariedad genial del primer hallazgo, pero en compensación la obra adquiere un interés directo para la colectividad y cumple esa tarea de educación cívica que la estética iluminista le asigna al arte, en lugar de su antigua función religiosa y didascálica. Era un sacrificio que la ética de la época consideraba necesario; no se puede fundar una sociedad libre y ordenada sin limitar el arbitrio individual, aunque sea de un genio. El artista ya no aspira al privilegio del genio, sino al rigor del teórico; no da al mundo hallazgos admirables sino proyectos realizables. Incluso Canova, que proclamaba la necesidad de una “realización sublime”, hacía realizar sus estatuas, casi totalmente, a los “técnicos” del mármol.

¿Es posible que no se diese cuenta de que a causa de ello frenaba el ímpetu de la idea inicial de los bocetos? ¿Es posible que, como muchos insisten en repetir, de todo el arte neoclásico sólo se salven los diseños y los bocetos o las escasas improvisaciones? Evidentemente, Canova quería que sus esculturas resultasen frías y casi impersonales mediante una realización no emocional. No se puede imaginar una música que sólo pueda ser interpretada por quien la ha escrito, el sublime ideal moral de los filósofos no tendría ningún efecto sobre la vida de los humanos si no fuese traducido y reducido a áridas normas jurídicas. Con el mismo criterio, pues, deben valorarse las reglas neoclásicas, que no señalan en absoluto la parálisis del arte sino la toma, por parte de los artistas, de una lúcida conciencia de su función cívica.

La reducción de la técnica propia del arte a técnica (o método) del proyecto, señala el momento en que el arte se separa definitivamente de la tecnología y de la producción artesanal, y la primera posibilidad de unión entre el trabajo ideador del artista y la naciente tecnología industrial. Obsérvese un mueble “rococó”; tiene líneas caprichosamente curvas, formas diversamente torneadas y modeladas, tallas, desniveles, voladizos, dorados, pinturas, franjas, borlas, galones. Han colaborado para hacerlo varios artesanos de diferentes especialidades (carpinteros, talladores, estucadores, doradores, tapiceros, bordadores), aportando cada uno de ellos su mejor experiencia al trabajo común; y la calidad artística del objeto depende de la bondad de la realización, del modo en que los operarios han sabido mezclar una consumada experiencia

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con una brillante inventiva. Obsérvese ahora un mueble “imperio”: tiene líneas simples, arquitectónicas, que resaltan el valor puro de la materia; su ornato es extremadamente sobrio, por lo general de elementos metálicos trabajados, aparte y aplicados después. Podría, al menos en sus partes esenciales, ser producido en serie y su calidad estética reside en la fidelidad con que el objeto realiza la claridad estructural del proyecto.

El arte neoclásico se sirve, sin ningún prejuicio, de todos los medios que la técnica pone a su disposición. En la arquitectura, el principio de la correspondencia de la forma con la función estática lleva al cálculo escrupuloso de los pesos y las tensiones, al estudio de la resistencia intrínseca de los materiales. Es precisamente la arquitectura neoclásica la que experimenta los nuevos materiales y revaloriza, en el plano estético, la investigación técnico-científica de los ingenieros. En las artes figurativas, la base de todo es el dibujo, el fino trazo lineal, que sin duda no existe en la naturaleza ni se da en la percepción de lo real, pero que traduce en cognición intelectual la noción sensorial del objeto. La formación escolástica del artista consiste en el estudio de grabados al trazo de obras del pasado (y no sólo “antiguas”), muy distintos, pues, de las impresiones en claroscuro de los dos siglos precedentes, que tendrían que habituar el ojo a la valoración y confrontación de los valores tonales. Se quiere educar en la claridad absoluta de la línea, que reduce a lo esencial y no da lugar al probabilismo de las interpretaciones.

Aunque la transformación del arte realizada por la cultura iluminista se dé en un lapso de tiempo que cubre casi todo el siglo XVIII, solo se puede hablar del auténtico Neoclasicismo a partir de la mitad del siglo, tras la teorización de Winckelmann y de Mengs; su fase culminante, de expansión por toda Europa e incluso por los Estados Unidos de América, es la que va desde principios del siglo XIX hasta el final del Imperio, y toma el nombre, precisamente por ello, de “estilo imperio”.

La poderosa oleada del Romanticismo histórico es el producto de la reacción de la cultura europea al hecho, casi increíble, que pone fin a la epopeya napoleónica y, con ella, al mito del héroe como único, supremo y universal protagonista de la historia.

El Romanticismo histórico

La corriente ideológica que da vida al Romanticismo histórico proviene de los pensadores alemanes de los primeros años del siglo XIX y de su interés por reavivar una tradición cultural germánica como alternativa dialéctica del universalismo clasicista. Al teísmo del Ser Supremo se contrapone el cristianismo como religión histórica, al imperio la nación, a la razón universal el sentimiento individual, a la historia como modelo la historia como experiencia vivida, a la sociedad como concepto el pueblo como entidad geográfica, histórica, religiosa y lingüística. No se trata de una nueva concepción del mundo, orgánica, que sucede a otra decadente: la cultura iluminista del siglo XVIII ya había planteado todos estos temas, localizando en ellos los motivos fundamentales de una ética que no contradecía sino que integraba el racionalismo clásico. La revalorización del Gótico empieza en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, y el ensayo de Goethe (que sólo más tarde llegará a ser clasicista) sobre la catedral de Estraburgo y la arquitectura gótica data de 1772. Para K. F. Schinkel, el mejor arquitecto alemán de principios del siglo XIX, clásico y gótico son dos categorías tipológicas que corresponden, respectivamente, a la función civil o estatal y a la función

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religiosa de la arquitectura. Es cierto que el éxito oficial del gusto neoclásico en tiempos de la revolución y del imperio frena (excepto en Inglaterra, donde es sostenido por los estudios de A.C. PUGIN) el “renacimiento” del Gótico; pero precisamente por ello su reanudación, tras la caída del imperio napoleónico, se efectúa con el ímpetu propio de una reivindicación de las tradiciones nacionales. El acabado y la reconstrucción de la catedral de Colonia (1840-1880) tiene un significado político explícito: es el baluarte ideal que se erige en defensor, sobre el Rhin, de la nación cultural alemana. El gusto neo-gótico, pronto difundido por toda Europa, es a menudo únicamente una moda literaria, reflejo, en la arquitectura, de las novelas históricas de Walter Scott y del melodrama romántico. Pero tras la fachada se esconde una exigencia más profunda. Una cultura ahora encaminada a desarrollar una nueva tecnología fundada en la ciencia, descubre en la arquitectura gótica una ciencia constructiva, que las cada vez más frecuentes restauraciones de monumentos medievales sacan a la luz en sus más mínimos detalles, una racionalidad no abstracta, como la de las proporciones clásicas, sino íntimamente ligada a la praxis de la construcción. A mediados del siglo pasado los dos grandes focos del Neo-gótico son Inglaterra, con la obra de A. W. PUGIN (1812-1852, hijo del anterior) y con la crítica de J. RUSKIN, y Francia, con la obra del teórico, restaurador y arquitecto, E. VIOLLET-LE-DUC (1814-1879). La concepción de la restauración “interpretativa” de Viollet-le-Duc, aunque muy lejana de la actual disciplina de la restauración puramente conservadora, pretende devolver a los monumentos medievales una función en la sociedad moderna. De hecho, desde su punto de vista, el Gótico no es en absoluto la expresión del espiritualismo religioso alemán; es un sistema de construcción perfectamente racional que puede dar lugar a variantes racionales pero que tiene un fundamento lógico inmutable. Sin embargo, no es un modelo abstracto, como el clásico; los monumentos medievales existen, no hay más que interpretarlos, representan el punto de partida de un proceso que sigue su marcha, o la reanuda, con la ciencia moderna. Se cambia así la vieja perspectiva histórica según la cual, con el Renacimiento, el arte se había unido a la cultura clásica tras el oscuro paréntesis del Medioevo: la arquitectura moderna se reconcilia con el Medioevo tras el error intelectualista del clasicismo renacentista y barroco. Las estructuras dinámicas góticas, que describían espacios inmensos con el tendido de sus arcos agudos y la tensa plasticidad de sus finas nervaduras, se presentan como modelo estilístico para el empleo sistemático de los materiales que la industria empieza a producir en grandes cantidades (hierro, cemento, vidrio) y cuyas grandes posibilidades para la construcción se empiezan a vislumbrar. Los primeros constructores verdaderamente modernos, pioneros de los nuevos materiales y las nuevas técnicas, se identifican idealmente con el Gótico, al igual que los arquitectos neoclásicos se identificaban con lo antiguo.

La corriente de pensamiento que arranca del SturmundDrang y, contraponiéndose al universalismo clásico de Winckelmann, ve en el arte la expresión, distinta según los lugares y las épocas, de contenidos nacionales y religiosos tradicionales (como los que exaltan Schlegel y Wackenroder y que abren la investigación histórica sobre el arte del Medioevo con Seroux d’ Agincourt y Rio en Francia y Cicognara y Selvatico en Italia, hace surgir los primeros movimientos figurativos de carácter religioso e historicista, como el de los Nazarenos alemanes que se desarrolla en Roma (a partir de 1810) bajo la dirección de F. OVERBECK (1879-1869), del que deriva el Purismo italiano (Tenerani, Mussini, Bianchini, Minardi; e, indirectamente, L. Bartolini). El propio INGRES, en Roma, es alcanzado por esta corriente, que tendrá una continuación en Inglaterra con la Confraternidad de los Prerrafaelistas, cuya importancia consiste sobre todo en presentar el arte

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como un acto de devoción laboriosa y por tanto en predicar el retorno del artista a la condición social y al oficio humilde y cuidadoso de los antiguos artesanos.

Aunque bien distinta de ella, la posición ideal de Ingres no puede separarse de la de su antagonista DELACROIX, cabeza visible del romanticismo artístico como Víctor Hugo lo fue del literario. Entre los dos artistas hubo una tensión, casi una inagotable disputa, que no fue una oposición entre lo clásico y lo romántico sino una divergencia sobre el significado histórico del ideal romántico y sobre la perspectiva en la que se justifica. Ingres, que prefiere trabajar en Roma antes que en París, se remota de David a Poussin y de éste a Rafael. Delacroix, que no puede apartarse de la sociedad parisina “de moda”, se remonta de Géricault a Goya, a Rubens y a Miguel Ángel. En la base de esta divergencia de perspectivas históricas está también el juicio de la crítica iluminista: Rafael o los sentimientos sociales, Miguel Ángel o los sentimientos sublimes. Como en los héroes de las novelas de Chateaubriand y de B. Constant, en los personajes retratados por Ingres es evidente, si no el contraste, al menos la difícil conciliación entre una condición o una “figura” social a la que se debe y se quiere permanecer fiel, y una individualidad precisa y firme, una libertad y autenticidad del sentimiento, a la que no se quiere ni se puede renunciar, porque, al fin y al cabo, también la libertad es un deber. Lo bello en Ingress es un deber que todo ser tiene hacía sí mismo, más allá de las relaciones necesarias que lo ligan al mundo; es una cualidad individual alcanzada más allá de todo lo que es común, trátese de la sociedad o de la naturaleza; es finalmente, la señal inequívoca de una difícil elección, y no sólo de la figura humana sino de todas las cosas (en cuanto que son vistas por el hombre), y se revela en todo cuanto las reproduce: el dibujo, la forma plástica, el color. El artista, para Ingress, es un “elegido” que tiene la facultad de reconocer ese signo de elección, de discernir una élite o una aristocracia espiritual difusa en el seno de la sociedad, pero cuya superioridad viene dada por la lúcida y meditada conciencia de la historia.

Más que a la modernidad a todo trance de Delacroix, Ingres se opone, consciente o inconscientemente, al realismo que Géricault había alcanzado casi sin proponérselo, y quizás con desazón, cuando se dio cuenta de que la forma clásica de David no sustentaba un clima histórico: era un “ideal” que sólo había podido encontrarse con lo “real” en el culmen de la tragedia de la revolución y, aún más, en el signo de la muerte, como en la Muerte de Marat. Partiendo de la fractura violenta de esa forma ideal se penetraba en los dominios, no ya de la clara y compuesta naturaleza, sino de la problemática y angustiosa realidad de la situación. Pero Géricault se había adelantado. Únicamente más tarde, con Daumier y con Courbet, se afrontará decididamente el problema del que había intuido su extrema gravedad. No con Ingres, sin duda, ni con Delacroix, pues ambos estaban ocupados en debatir el tema central de la época, la relación entre el individuo y la sociedad, entre la libertad y el deber.

No es sorprendente que Ingres, pintor de los “sentimientos sociales”, trabaje apartado, mirando al pasado como única luz capaz de iluminar el presente y de darle un sentido ni que Delacroix, siempre dispuesto a hacer el papel de rebelde, no pueda estar lejos de la buena sociedad y los salones de París. De hecho, si Ingres alcanza el “valor” filtrando con infinito cuidado la experiencia común. Delacroix opone a ésta su excepcional, única y maravillosa experiencia de artista. Necesita un público al que conmover. Para Ingres la historia es realidad meditada, decantada, reducida a su esencia, al valor; para Delacroix es imaginación, la imaginación es fuente de la pasión y la pasión es aptitud para vivir la vida con una extrema intensidad emotiva. Intelecto

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y emoción: he aquí los dos términos que el Romanticismo histórico plantea como contrarios y entre los que es necesario buscar una síntesis.

La busca COROT volviendo a definir, aunque con términos nuevos, el sentimiento de la naturaleza; la busca DAUMIER, que no quiere observar críticamente la situación social y política, sino cambiarla; la buscan los paisajistas de la llamada escuela de Barbizon, que se proponen no sólo interpretar el paisaje sino vivirlo. Pero el artista que rompe la relación dialéctica y plantea el problema en términos radicalmente nuevos es COUBERT. ¿Qué significa para él el realismo? Sólo esto: afrontar la realidad prescindiendo de todo prejuicio filosófico, teórico, poético, moral, religioso y político. El arte empieza y acaba en el arte, no tiene causa ni fin. La realidad no es para el artista nada distinto de lo que es para los demás; es un conjunto de imágenes que capta el ojo. Pero si estas imágenes deben tener un sentido para la vida deben convertirse en cosas, ser, por así decirlo, recreadas por el hombre. Sólo de esta suerte serán verdaderamente algo suyo. Courbert es el primer artista que se da cuenta de lo que verdaderamente significa “ser de su tiempo”, es decir, de una época o de una sociedad que estaba poniendo a punto, junto con la industria, una técnica que, literalmente, cambiaría la faz del mundo. Será una técnica capaz de todo; podrá sustituir a todas las demás técnicas. Y en esto Courbet disiente; nunca podrá ser reemplazada la técnica del artista, que hace de las imágenes vistas por los ojos cosas concretas con un valor autónomo. La época del artista-artesano ya ha terminado; el artista –intelectual (Delacroix) es una ficción de la cultura burguesa. En cualquier caso, el arte ya no hará modelos, ya no servirá para mejorar la calidad de las cosas que el hombre produce. En un mundo de cosas, incluso las imágenes deben ser cosas; el artista es aquel que las fabrica. Y no las inventa, construye; les da la fuerza de competir, de ser algo que permanece y de lo que no se puede prescindir. Pintar significa dar a la cosa pintada un peso y un valor mayores que la cosa vista; dicho brevemente, hacer lo que se ve. ¿Cuál es la separación y la distancia entre la cosa vista, que desaparece enseguida, y la misma cosa pero pintada, que permanece?. Nada más que el trabajo del artista (Marx habría dicho, la fuerza-trabajo). Así, el trabajo del artista se transforma en paradigma del auténtico trabajo humano, entendido como presencia activa del hombre en la realidad. El artista es prototipo del trabajador que no obedece a la iniciativa ni sirve los intereses de un patrón, que no se somete a la lógica de la máquina. Es, en suma, el tipo del trabajador libre, que alcanza la libertad en la praxis del trabajo mismo. Y aquí se explica por qué Courbet, socialista y revolucionario, nunca puso la pintura al servicio de la ideología propia ni de la ajena. Su contenido ideológico se realiza en la pintura pero no la condiciona desde el exterior. Por eso la pintura de Courbet es la frontera más allá de la cual se abre toda una nueva problemática que ya no consistirá en preguntar qué es lo que hace el artista con la realidad sino en la realidad, entendiendo como tal no sólo la realidad natural sino también la histórico-social.

BOULLÉE y LEDOUX, los grandes teóricos de la arquitectura neoclásica, pertenecen al círculo iluminista de la Enciclopedia. Su reforma de la arquitectura forma parte del proyecto de renovación cultural que precede a la revolución francesa. Su contenido ideológico es paralelo y contemporáneo al de David.

Lo antiguo no es un modelo estilístico, sino un ejemplo moral, el ejemplo de un arte libre de prejuicios religiosos fundado sobre la conciencia del derecho natural y del deber cívico. Al formalismo estilístico del Rococó se opone el principio tipológico, o sea, la búsqueda de contenidos inherentes a la forma del edificio como cosa en si cuya función específica se encuadra en un

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sistema de valores: la naturaleza, la razón, la sociedad, la ley. La ciudad es una forma que resulta de la coordinación de diversos tipos de construcción el Palacio Nacional, el Municipio, el Palacio de Justicia, el templo, la fábrica, la casa, etc., cada uno de ellos con su forma peculiar que expresa un significado-función. Ledoux, encargado en 1773 de estudiar la colocación de las instalaciones y los servicios de las salinas de Chaux, proyecta una auténtica ciudad, la primera ciudad industrial: un conjunto de unidades características, singularmente cualificadas por su significado y función. Dado que conciben la arquitectura como definición de objetos ciudadanos (y ya no como representación perspectivista y escenográfica del espacio). Boullée y Ledoux ya no proyectan por plantas y secciones siempre referidas a una representación del espacio sino por entes volumétricos y en sólidos geométricos aislando la síntesis de idea y cosa, o sea, la forma-tipo por excelencia. El tipo no es un modelo, sino un esquema que tiene en sí la posibilidad de variantes según las necesidades que le atañen. Así, tanto Ledoux como Boullée han proyectado edificios esféricos: una esfera es la Cosa de los guardas forestales de Ledoux, así como el Cenotafio de Newton de Boullée. La misma forma sirve para manifestar contenidos diversos. Por tanto la esfera no tiene en sí misma un especial significado simbólico. Su contenido semántico procede a su determinación funcional (como puesto de observación y de guardia) y simbólica (como tumba monumento) y es inherente a la esfera como forma acabada y perfecta, por lo que se presenta siempre como punto fundamental respecto a un horizonte circular e infinito, incluso como forma típica de la razón y de su importancia central respecto al universo infinito.

Toda la arquitectura neoclásica implicará el desarrollo de temas tipológicos, es decir, la búsqueda de una cualificación cada vez más exacta del objeto, cuya posibilidad está implícita en el esquema o tipo del propio objeto.

El arte moderno nace de la cultura artística del Iluminismo, cuyos motivos fundamentales eran: 1) el rechazo de la retórica figurativa barroca y de la tradicional función conmemorativa de la figuración alegórica e histórico-religiosa; 2)la búsqueda de un lógica de la representación formal y de una funcionalidad puramente social del arte y, por consiguiente, desarrollo de los “géneros” más adecuado al análisis de la realidad natural (paisaje) y social (retrato); 3) la autonomía y la especialización profesional de los artistas.

A principios del siglo XIX, dos paisajistas ingleses, CONSTABLE y TURNER, esclarecen con sus obras cuáles pueden ser las actitudes del hombre moderno frente a la realidad natural. Tras una famosa exposición de arte inglés en París, en 1824, su obra tuvo una influencia decisiva en el nacimiento y los primeros pasos del Romanticismo francés.

La formación de estos dos pintores es distinta: Constable parte del estudio del paisaje objetivo holandés, Turner de la tradición del paisaje clásico o histórico de Claude Lorrain y de las cisiones perspectivistas del Canaletto.

Para Constable no existe un espacio universal, dado a priori e inmutable en su estructura; su espacio está hecho de cosas (árboles, casas, aguas, nubes) y éstas son percibidas como manchas de color que el pintor se afana en representar de forma inmediata, sirviéndose de una técnica rápida.

Para Turner siempre es la intuición a priori de un espacio universal o cósmico lo que se concreta y se da a la percepción en los “motivos” particulares. Constable quiere distinguir

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claramente, por su distinta calidad, las manchas de color que corresponden a las cosas, pero por su esfuerzo no se dirige a deducir las nociones de las cosas y a transformar la sensación en noción (por ejemplo, el rojo de una casa en la descripción de la casa), sino a precisar el valor de cada una de las notaciones de color y sus relaciones, que forman, en su conjunto, el espacio. Para Turner, en cambio, el espacio es extensión infinita, animada por la agitación de grandes fuerzas cósmicas, de tal manera que las cosas se ven envueltas en torbellinos de aire y de luz y acaban por ser reabsorbidas y destruidas en el ritmo del movimiento universal.

La visión de Constable no se limita a captar y plasmar fielmente la impresión que se graba en el ojo y en la mente; la impresión que se recibe no es separable de la reacción afectiva del sujeto que, al ser también naturaleza, reconoce en aquel espacio du propio ambiente congenial. La suya es, pues, una visión emocionada.

La visión de Turner revela un dinamismo cósmico que se escapa al control de la razón, pero que puede arrebatar al espíritu humano hacia éxtasis paradisíacos o precipitarlo en la angustia. La suya es, pues, una visión emocionante. En el primer caso es el sentimiento humano con el fundamento ético que el pensamiento iluminista le reconoce quien atribuye un sentido al ambiente natural, en el segundo es éste quien suscita una reacción pasional. En uno y otro caso, de todas formas, la naturaleza no es concebida como el reflejo del creador en la imagen de lo creado, sino como ambiente de la vida: un ambiente que puede ser acogedor u hostil, pero con el que se establece siempre una relación activa, no distinta de la que liga el individuo a la sociedad.

En la España del siglo XVIII, socialmente atrasada y políticamente reaccionaria, los pocos intelectuales abiertos a las ideas del Iluminismo europeo los “liberales” no son una fuerza política, no pueden hacer más que vivir con desgarradora lucidez la tragedia de una nación en proceso de regresión dentro de la Europa en progresión. Goya es de éstos; para él, Europa es la brillante ironía con que Tiepolo celebra los fastos de la decadencia de Venecia, es la crítica social de Hogarlh. Le interesan la teoría clásica atraída a España por Mengs y el optimismo a lo Rouseau de Gainsborough, pero permanece escéptico. En el momento de la grandeza artística española, en la primera mitad del siglo XVII, se habían abierto dos caminos, el arte como fanatismo religioso, irracionalismo puro (El Greco) y el arte como límpida inteligencia, dignidad moral y civil (Velázquez). El arte según Velázquez había sido un punto de partida o al menos un pronóstico de aquel Iluminismo del que ahora la monarquía y el clero excluían a España de la razón, para Goya, es sólo el exorcismo con el que evoca los monstruos del oscurantismo, una superstición contra la superstición religiosa.

En la primera fase de la obra de Goya, que culmina con los aguafuertes de los Caprichos (1799) la razón hace surgir del inconsciente los monstruos de la superstición y de la ignorancia que el sueño de la razón ha engendrado. Goya no es un visionario como El Greco, describe la imagerie del prejuicio y del fanatismo con lucidez volteriana, pero sin la selecta ironía del filósofo, con un furioso sarcasmo. La estructura del discurso figurativo sigue siendo barroca, pero llevada al límite de su descomposición, Goya no se hace la ilusión de rescatar con el arte el absurdo histórico y moral: opone la realidad de lo feo al ideal de lo bello teorizado por Mengs. El éxtasis de El Greco desbordado, se convierte en pesadilla, en el caucha del que hablará Baudelaire. El artista es testigo de su época y no es culpa suya si es un testigo de carga exasperado barroquismo que opone primero al clasicismo de Mengs y después al de David no es una elección libre sino condicionada y

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negativa. Para ser de su propia época, el artista debe estar contra su propia época: por eso Goya, que en una Europa ya en su totalidad neoclásica parece una monstruosa excepción, es la auténtica raíz del romanticismo histórico. La raíz divinizada por la revolución llega también a España, pero tarde y con las bayonetas francesas y sólo para constituir el deportismo de los Borbones y de los curas por un deportismo laico: es una burla en el colmo de desgracia. Entonces Goya se alinea con la “nación” española, es otro paso hacia el romanticismo histórico. Este nacerá de hecho diez años después tras el fracaso del universalismo napoleónico; pero, para Goya, Napoleón no ha sido un héroe ni un genio, quizá sólo otro mito, otra superstición. Por eso anticipa hasta la vocación realista del Romanticismo, pero su realismo no es copia de la realidad, es lo que queda cuando una ideología salta en pedazos. No sólo los grandes románticos, como Delacroix, sino los grandes realistas, como Géricault, Daumier y Courbet tendrán mucho que aprender de Goya (que vivió sus últimos años en Burdeos, en Francia). Negando la ideología Goya niega también la historia, que para él es una ideología del pasado porque representa al mundo como se hubiera querido que fuese. Incluso la naturaleza, como se ofrece a los sentidos, es una ideología, la realidad como se quisiera que fuese. El realismo, si es verdaderamente tal, es antinaturalista. El verdadero realismo consiste en sacar fuera todo lo que se tiene dentro, no esconder nada, no elegir; esto es lo que hace Goya en su confesión general, las pinturas murales de la Quinta del Sordo (1820-1822), su casa en las cercanías de Madrid. Se rodea de sus fantasmas porque vive de ellos, que son la única y verdadera realidad; un homenaje al Calderón de la vida es un sueño, pero también la prueba de que no hay antítesis sino identidad entre el Goya visionario y el Goya realista.

Los fusilamientos (1808) es un cuadro realista, documenta la represión despiadada de las revueltas antifrancesas del mes de Mayo, tal como sería hoy, un reportaje fotográfico sobre las atrocidades del Vietnam. Los soldados no tienen rostro, son marionetas de uniforme, símbolos de un orden que es en cambio violencia y muerte (tema que será tomado por Picasso en Masacre en Corea). En los patriotas que mueren no hay heroísmo, sino fanatismo y terror. La historia como carnicería, como desastre (de este momento son los aguafuertes de los Desastres de la guerra). La matanza se realiza a la luz amarilla de un enorme farol cúbico; es “la luz de la historia” mientras en derredor está la oscuridad de una noche como todas las demás y al fondo está la ciudad con la gente que duerme en su cama.

Cuando David pinta a Marat asesinado, el desorden del suceso –la agresión, la agonía, la muerte- ya está reconstruido; la desgracia aún no ha sido descubierta pero ya ha empezado la historia, Marat ya se ha convertido en una estatua. Ene l cuadro de Goya nada se realiza ni se convierte en historia, el liberal intenta componer un bello gesto heroico, el fraile busca una última oración, pero el terror es más fuerte. La idea por la que mueren ya se ha disipado, ya no hay más que la muerte física. Dentro de un instante aquellos hombres vivos estarán muertos como los otros, caídos un instante antes y deshechos ya en la horrenda porquería de barro y sangre. En tanto, la ciudad duerme. Eso es la Historia.

Este cuadro “atroz” fue pintado mientras Ingres pintaba su Baigneuse de Valpincon y Canova retrataba a Paolina Bonaparte desnuda. No basta con decir que, en la perspectiva desesperada de Goya, así como no hay sitio para lo bello. No es por escrúpulo moral por lo que, al representar un fusilamiento, no quiere entretenerse en observar el bonito efecto de luz o de color. Quiere hacer lo contrario de lo que hace David cuando transforma en estatua un muerto asesinado: presentar una realidad que duele y que queremos que pase, una imagen por la que nos

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cubrimos los ojos para no verla. Es una imagen que tiene en sí su caducidad inmediata; al cabo de un instante será aún más desesperante. También por este ligar la imagen a la transitoriedad, a la brevedad del tiempo, Goya es un romántico. La vida es sueño, pero la muerte no es despertar, es dormir mis sueños. La pintura de Goya aún es barroca, pero a la inversa; es imaginación, pero imaginación convulsa, desesperada. Goya es la antítesis de David y quizás como artista, es más grande que él, y ésta es su limitación. Retrata con gran pompa a la familia del rey, pero deja ver a través de sus rostros, porque sabe advertirla, la estupidez y la depravación. Pinta una bella mujer, pero él sólo ve en su encanto erótico los signos de la inminente decadencia. El y los pocos “liberales” como él, que permanecen al margen de la vida, y se consuelan en el sarcasmo. David era un cultivador de lo bello, un admirador de lo antiguo; pero en 1973, cuando era diputado en la Convención, votó la condena del rey. Es el reverso de la moneda de la historia.

Para DAVID el ideal clásico no es inspiración poética sino modelo ético. No elude la realidad de la historia con el mitologismo arcádico, no la supera con la metafísica de lo “sublime”, contempla con firmeza y pasión contenida lo trágico, que no está en el otro mundo sino en la cruda realidad de las cosas. En 1784, al pintar en Roma El juramento de los Horacios, rebate la identidad prerromántica de la trágico y lo sublime, como Alfieri (y la coincidencia no es la casual) piensa que lo trágico no es sublime, sino histórico. Se declara “filósofo”, profesa un estoicismo moral cuyo modelo es la ética cívica (Plutaro, Tácito); hace como los arquitectos neoclásicos, que apuntan hacia lo ideal a través de la lógica adherencia a las exigencias sociales se propone como un deber la lúcida, despiadada fidelidad, a los hechos. Presenta a Marat muerto. Es una oración fúnebre, dura y seca como el parlamento de Marco Antonio sobre el cadáver de Julio César en la tragedia de Shakespeare, acongojante como la requisitoria de Saint-Just por la condena de Luis XVI. Es clara la referencia al clasicismo moral de Poussin o de Philippe de Champaigne, a los trágicos frnaceses (Corneille y Racine); se podría decir paradójicamente que David es el jansenista de la revolución.

No comenta, presenta el hecho aduce el testimonio mudo e inamovible de las cosas. Se suele hablar de la infamia del delito y la virtud del asesinado. La tina en la que estaba sumergida para suavizar el dolor y en la que escribía sus mensajes al pueblo, habla de la virtud del tribuno que domina el sufrimiento en cumplimiento del deber. Una caja de madera mal barnizada, que hace de mesa, habla de la pobreza, de la integridad del político. Sobre la caja una especie de cheque que, aunque es pobre, manda a una mujer que tiene el marido en la guerra y no tiene pan para sus hijos, habla de la generosidad del hombre. Abajo, en primerísimo plano, el cuchillo y la pluma, el arma de la asesina y el arma del tribuno. Para la comparación dispone, en lo alto, las dos páginas escritas, la orden de entregar el cheque a la ciudadana necesitaba (la bondad de la víctima) y la falsa súplica de la emisaria de la reacción (la traición de la bondad).

No hay ninguna idealización formal, el lado de la caja-mesa, que fija el plano-límite del cuadro, es un eje sobre el que se ven, con la alucinante evidencia de un trompe-l’ oeil, las nervaduras de la madera, los nudos, los agujeros de los clavos; en las hojas se leen las palabras escritas, la fecha. Son aún las viejas maneras de la pintura del Iluminismo (Hogarth) de determinar el lugar del hecho mediante una serie de presencias significativas, testimoniales; pero no está presente el gusto narrativo que daba a la representación figurativa la duración de una escena de teatro o de un capítulo de novela. La definición del lugar, tan detallista en primer plano, desaparece en la parte alta: más de la mitad del cuadro está vacía, es un fondo abstracto, sin ningún signo de vida. De la presencia tangible de las cosas se pasa a su desolada ausencia, de la

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realidad a la nada, del ser al no ser. El borde de la tina, cubierto a medias por una tela verde y a medias por una sábana blanca, es la línea que separa las dos regiones, la de las cosas y la de la nada. El espacio está definido por la sobria y casi esquemática contraposición de horizontales y verticales. En esa exigua zona intermedia muere Marat. David no describe la violencia del asesinato, ni el sufrimiento, ni la desazón de la muerte sino el paso del ser a la nada.

Por esta estoica detención en el momento de la muerte, David parece identificarse, a dos siglos de distancia, con Caravaggio. Como en la sepultura de Cristo, el motivo dominante es el brazo que se abandona, pero por el que discurre en último aliento de vida; y también aquí ese fragmento anatómico destaca sobre lo blanco y se distingue apenas de la caída de los pliegues de la tela. David llega a Caravaggio a través de Poussin. También en Poussin es frecuente el tema de la muerte, como paso del presente a un pasado sin fin del drama a la catarsis. Sólo más allá de la vida encontraba esa serenidad clásica que, para él, reunía el sentido pagano o natural y el sentido espiritual o cristiano de la vida. Pero la filosofía de David no es cristiana ni pagana, es atea. Para él la muerte no es más que la perpetuación de lo presente, las cosas sin la vida. En el cuadro hay una decidida contraposición de sombra y de luz, pero no hay ninguna fuente luminosa que lo justifique como natural. Hay luz en vez de vida y sombra en vez de muerte; no se puede pensar en la vida sin pensar en la muerte, y viceversa. Incluso esto se encuentra en la lógica de la filosofía de David. La firmeza y la frialdad de la contraposición luz-sombra da al cuadro una entonación uniforme, lívida y apagada, cuyos extremos son la sábana blanca y la tela oscura. En esta entonación baja, destacan fríamente las escasas manchas de sangre, que señalan el culmen de esta tragedia sin voces y sin gestos (“historia senzaatione”, decía Bellori de la pintura de Caravaggio). La filosofía de David, finalmente, es la moral del revolucionario, de quien, sabiéndose ya condenado, cree poder condenar sin infringir la ley moral.

David iba a menudo a ver a los condenados que eran llevados a la guillotina y los retrataba con unos pocos trazos de extrema intensidad (véase el retrato de María Antonieta, el único que ha quedado de aquellos dibujos): de esta semilla nacerá el realismo de Géricault.

En el cuadro de Marat muerto, condensa la experiencia y la moral de la época en que vive. Marat es también un “ajusticiado”, y la injusticia de la que es víctima borra las condenas que había pronunciado, le absuelve de toda sospecha de injusticia.

¿Cómo expresa David esta lógica férrea hasta el absurdo? En el espacio del cuadro mediante horizontales y verticales, plano frontal (la caja) y profundidad ilimitada, en perpendicular. En la figura, nótese la relación entre la nariz, que sigue la horizontal del borde de la bañera, y las cejas, que siguen las verticales de la caja y el brazo. Nótese también la caída de la cabeza sobre el brazo. Y justamente en el punto de le convergencia de este lúcido esquema compositivo, la boca de Marat, en la que la última contracción agónica se entumece y configura la enigmática sonrisa del filósofo que ve realizarse lo que sabía que era su propio destino. David llega así, utilizando principalmente viejos materiales a una nueva concepción del cuadro histórico. La historia es ya la lógica y, a la vez, la moral de los acontecimientos.

El Monumento de María Cristina que está en la iglesia de los Agustinos en Viena es dos años anteriores a la edición de los Sepolcri de Foscolo, que puede considerarse su paralelo literario. En todo el arte neoclásico aparece con insistencia el tema de la muerte, que espontáneamente se asocia al pensamiento de un clasicismo ciegamente amado, pero irrecuperable. En esta obra

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Canova desarrolla los estudios hechos para un monumento a Tiziano, que había sido encargado en 1794 y jamás fue realizado. Canova había esculpido en Roma, al principio de su carrera, otros dos grandes monumentos fúnebres, dedicados respectivamente a Clemente XIV (1787) y a Clemente XIII (1792). En ellos había tomado y reelaborado críticamente, corrigiéndolo, el tipo de monumento sepulcral barroco, berniniano: estatuas alegóricas abajo, el sarcófago en el medio, la estatua del pontífice arriba. La corrección neoclásica consistía en la reducción del movido y pictórico conjunto berniniano a un esquema rígidamente geométrico, piramidal, y en la marcada separación de los planos en profundidad: el basamento, las estatuas alegóricas, la tumba, la estatua-retrato. En los proyectos para el monumento a Tiziano desaparece la estatua del difunto, y lo que antes era un esquema compositivo piramidal se materializa en una auténtica pirámide, pero vista frontalmente como un triángulo ligeramente inclinado hacia atrás. La pirámide es una pura forma geométrica, pero es también un símbolo funerario; en el proyectado monumento a Tiziano era aun solamente un plano de fondo tras el sarcófago. En otros términos, era un motivo ideal que hacía resaltar el concreto y explícito significado funerario de la tumba.

En el Monumento de María Cristina falta la estatua retrato (sustituida por un medallón llevado por un ángel) y el sarcófago. Domina la composición la gran pirámide, que tiene un doble significado, objetivo y simbólico. Es capilla sepulcral, tumba; pero en sentido más amplio, es símbolo de la muerte y de ultratumba. También desde el punto de vista formal el significado es doble; la pirámide es una forma sólida, de tres dimensiones, con una puerta abierta que siguiere el espacio interior; pero, al ser vista frontalmente, se presenta como un plano una pantalla blanca y luminosa, y diafragma que separa al espacio claro de la vida de la dimensión oscura de la muerte. Basta la simplicidad del símbolo geométrico y el límpido candor del plano para dar a toda la zona que está adelante, por donde lentamente incide el cortejo fúnebre, el sentido de un espacio más que terreno, casi de un sagrado recinto, en el que todo gesto humano tiene la gravedad y la profundidad de un acto ritual. En una síntesis magnífica Canova consigue reunir y expresar, en la unidad de la forma, la concepción clásica y la concepción cristiana de la muerte, la oscuridad profunda del infierno y la luz del paraíso. De ésta duplicidad de significado deriva la posibilidad de una doble interpretación, no ambigua, de las figuras. Es, simplemente, un cortejo fúnebre que sube a depositar el vaso cinerario en el sepulcro; ésta es la interpretación clásica, pagana. Pero es también un himno a la memoria que une dilatando la acepción, los vivos con los muertos; y, es una meditación sobre el inevitable proceder de la humanidad hacia la muerte. Y ésta es la interpretación cristiana.

En el espacio todo es inmóvil y claro gracias a la geometría de la proporción; todo transcurre y desaparece en el ritmo del tiempo. Los escalones que conducen a la puerta gradúan el paso lento del breve cortejo; pero una alfombra une el exterior con el interior, se extiende huidiza como el velo de agua sobre los escalones. La continuidad del tiempo se alcanza con la firmeza del espacio; so rompe la simetría de la composición; a la proporción le sucede el ritmo.

En la abstracta dimensión espacio-temporal las figuras se suceden escondiendo a intervalos irregulares pero rítmicos, que dan a la composición la cadencia lenta y grave de un canto fúnebre; por primera vez vemos un monumento compuesto de estatuas libres, unidas según un orden no arquitectónico, deliberadamente asimétrico. Observémoslas, no son alegóricas o simbólicas, al contrario, en algunos detalles (el tierno talón de la niña, al piel arrugada del viejo) son de una impresionante y conmovedora evidencia. Al no estar inscritas ni encuadradas, sino libres en el

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espacio, todas las figuras están caracterizadas en su singularidad; y, sin duda, al cualificarlas con relación a su edad, Canova ha querido aludir a los arcanos designios de la providencia o del destino, a los que quizá se deba que los niños pasen el umbral de la muerte antes los viejos para quienes la vida es un peso. Pero esto no es ni una alegoría ni un símbolo, sino una meditación filosófica y cristiana a la vez sobre el misterio de la vida y de la muerte. El proceso artístico de Canova no es otra cosa más que subir de la pasión a la ética del sentimiento y del sentimiento al pensamiento; y explica así perfectamente el grado de abstracción formal, incluso de deliberada frialdad, de las estatuas ya terminadas en relación con la inmediatez de los bocetos.

Pero también la simbología de ciertas formas se revela como lo que verdaderamente es ni símbolo ni desdoblamiento, sino sublimación del significado. Independientemente de la posible referencia a las pirámides egipcias. La pirámide-tumba tiene un significado inherente a su propia forma. Se adhiere a la tierra con toda su base, pero termina en un punto que es a la vez ser y no ser. La forma geométrica, absoluta, es la única que puede expresar o revelar el sentido del paso de lo relativo a lo absoluto, de la vida a la muerte. Esa pirámide blanca no es ni símbolo ni emblema; es el modelo de una forma absoluta a la que tienden las formas “relativas” de las figuras. Al ponerse en relación directa con aquella forma absoluta, cada una de las figuras asume un sentido de absoluto; algo del absolutismo de la muerte se mezcla con la realidad de las figuras vitales. Pero hemos dicho que cada una de las figuras tiene un marcado acento de naturalidad; ¿en qué consistirá, pues, el paso a lo absoluto sino en la sustitución de la materia vital por una materia incorruptible como el mármol? Así se explica la importancia que Canova atribuía a lo que él llamaba la ejecución sublime, y que confiaba en gran parte a otros, a los “técnicos”, con el fin de que no conservara ninguna traza del impulso emotivo del boceto. El boceto de las cosas como están en los sentidos, la estatua las da como están en el pensamiento; pero para Canova, cuya cultura es en un principio iluminista, no puede haber nada en el pensamiento que no haya estado antes en los sentidos. La forma no es la representación (o sea la proyección o el “doble”) de la cosa, sino que es la propia cosa sublimada, transpuesta del plano de la experiencia sensorial al del pensamiento. Se puede decir que Canova ha realizado en el arte el mismo paso del sensualismo al idealismo que ha realizado Kant en la filosofía. El escultor danés B. THORVALDSEN (1770-1844), que trabaja en Roma a principios del siglo XIX, es el antagonista de Canova, cuya poética clasicista tiende a corregir en el sentido de un más rígido “idealismo” formal. Define la figura de la estatua según cánones o sistemas de proporciones, sacrificando el movimiento y la luz a un exacto contrapeso de los volúmenes. La estatua se presenta como una cosa en sí, como un tipo icónico y plástico no sujeto a la variación de las condiciones de espacio y de luz. A la inclinación poética, que acerca Canova a Foscolo y quizás a Leopardi, Thorvaldsen opone una actitud “filosófica” que lo aproxima a David y, en cierto sentido, al tipologismo arquitectónico de Boullée y Ledoux; su objetivo es distinguir los “conceptos” que encuentran su expresión más justa en la forma plástica y definir así la autonomía ideal y técnica de la escultura.

Ingres fue discípulo de David. Vivió mucho tiempo en roma, primero como pensionado (1806-1820) y después como director (1835-1841) de la Academia francesa en Villa Medici y en Florencia (1820-1824).

Fue el último de los “italianizantes” pero, más que a los antiguos, estudiaba a Rafael, a Bronzino y a Poussin. No fue neoclásico, pues el Neoclasicismo no aceptaba ni la tendencia revolucionaria, daviniana, ni la conservadora, canoviana. Entre su ideal y el ideal romántico de

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Delacroix, había un contraste que se convirtió en obstinada y firme polémica. No tenía intereses ideológicos ni políticos. De joven rindió homenaje al “genio de la historia” con algunos estupendos pero enigmáticos retratos de Napoleón; ya anciano, se inclinó ante el “genio del cristianismo” con varias pinturas religiosas de calculada frialdad. El tema, fuera clásico o romántico, no le interesaba, concebía el arte como pura forma. Lo que entendía por forma se ve en los retratos, su “género” predilecto. No intentaba interpretar los sentimientos, la psicología o el drama del personaje de quien tan sólo pretendía definir y establecer lucidamente la forma. Aun no refiriendo la semblanza concreta a un ideal formal único y constante, eran extraordinariamente parecidos. Por tanto, la forma estaba unida a la realidad, a la singularidad de la cosa; era lo que se ve, con la condición de ver bien, con claridad absoluta.

La forma no era pues, una idea transcendental e inmutable sino un valor inminente que el artista descubría en las relaciones entre las cosas, más aún que en la cosa en sí misma. El medio del que se servía en su búsqueda era el dibujo: muchos retratos son sólo dibujos al trazo, con lápiz duro, y si embargo, el signo define a la vez la figura y el espacio en que se encuentra. “El dibujo”, repetía, “es la probidad del arte”; no es idealización genial, o proyecto de la obra, sino la obra en su integridad, es decir, línea, claroscuro, luz, color. Al ser algo acabado y plenamente significativo, la obra de arte no tiene funciones cognoscitivas o morales, no sirve al Estado ni a la Iglesia, ni a la revolución ni a la reacción. Tiene en sí su propia razón intelectual y su propia moral. No depende ni siquiera de un determinado ideal estético; en todo caso, es el arte quien hace la estética porque revela el significado que la forma tiene como tal y no como explicitación de un contenido.

La Baigneuse de Valpincon fue pintada en Roma en 1808, cuando triunfaba la poética canoviana de la “belleza ideal” a la que Ingres no era en absoluto insensible. Para Canova la belleza ideal estaba en la figura o, más exactamente, en la sublimación de la figura hasta su identificación con la idea trascendental de lo bello; el medio apropiado de esta búsqueda era, pues, la escultura, que aislaba a la figura de la contingencia de las condiciones ambientales. Ingres consideraba más apropiada la pintura que, naturalmente, representa a la figura junto con el espacio en que se encuentra. Para él, pues, lo bello o la forma no está en la cosa en sí, sino en la relación entre las cosas. Este conjunto de relaciones estará claro cuando todas las componentes de la forma (línea, claroscuro, color, luz) formen un todo unitario, una síntesis.

En esta obra juvenil la síntesis ya está plenamente conseguida. Pruébese a aislar los contornos, las piernas parecerán demasiado gráciles, el dorso demasiado ancho, la figura desproporcionada. De hecho, aunque muy diferenciado, los contornos continuos que delimitan la figura, están en relación con el claroscuro que se va matizando imperceptiblemente desde la sombra velada de las piernas hasta la luminosidad, atenuada y difusa, de la espalda y el hombro. A su vez, este tenue claroscuro es modulación luminosa; y la luz, que no proviene de una fuente precisa y que no da directamente sobre las formas, nace de la relación del color ligeramente cálido y dorado de la piel con los grises fríos de los planos del fondo y con el verde-oliva de la cortina. Ingres reduce al mínimo, a propósito, el aparato escénico; no nos cuenta si la mujer se prepara para el baño o sale de él, y que se trata de un cuarto de baño, se deduce sólo por el redondel amarillo del grifo y por la luz fría que, refleja por la bañadera que no se ve, llena el espacio de detrás de la cortina verde. Un espacio pictórico tan esencial, escaso, reducido a unos planos definidos por horizontales y verticales, tiene un solo precedente: la muerte de Marat, de David. Ingres, deliberadamente, verifica la fuerza de aquella estructura espacial con un tema o un sujeto

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completamente distinto, falta de toda implicación ideológica o moral. Y, lo que aún es más importante, con un despliegue de tonalidades claras y transparentes en vez de tenebrosas.

Para evitar la sugerencia emotiva o sensual, Ingres presenta a la bañista de espaldas, sin el mínimo atisbo de movimiento, pero sin ostentar una inmovilidad de estatua. La gran figura está como suspendida en el limitado espacio lleno de luz fría, reflejada, diluida. No tiene rostro; lo poco que se ve de él está velado por la sombre; pero precisamente ahí, junto a la nota más alta, la tela que envuelve la cabeza, de un blanco que se torna cálido al contacto con los rojos del bordado. El cuerpo tiene un desarrollo volumétrico, es casi un cilindro en ese espacio casi cúbico, limitado por los tonos fríos de los linos extendidos sobre las paredes; pero la tonalidad transparente y apenas dorada de la piel lo dilata, lo relaciona con todos los tonos del cuadro. Forma plástica y tonalidad de colores se identifican; al tono cálido del cuerpo se opone el tono frío de la cortina verde en primer plano y el de las sábanas extendidas al fondo, pero el mismo contraste identificación hay entre el modelado rígido de la cortina, los planos unidos del fondo y el dorso torneado de la mujer. Aún más, el modelado continuo del cuerpo es realizado por esos dos nudos retorcidos de lino que hay en el codo y en la cabeza. ¿Cuál es, pues, el ideal formal de Ingres? ¿El plano o el volumen? ¿La línea recta o la curva? ¿La forma continua y regular del cuerpo o la forma troceada y caprichosa de esas telas anudadas? ¿El color o la luz? Evidentemente, Ingres no acepta ningún ideal formal a priori; todo lo que se ve, se dibuja o se pinta puede alcanzar el valor de formal.

* Texto extraído del libro:

Argan, Giulio C.

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