Chittister, Joan - La Vida Iluminada

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Joan Chitt ister, OSB

Sabiduría monástica para buscadores de la luz

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Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS»

83 Joan Chittister, OSB

\+u ví&a ¡lamínala Sabiduría monástica

para buscadores de la luz

(2.a edición)

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original inglés: Illuminated Life.

Monastic Wisdom for Seekers ofLight © 2000 by Joan Chittister

Publicado por Orbis Books, Maryknoll, New York (USA)

Versión española: Ramón Ibero Iglesias

© 2001 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201

E-mail: [email protected] http://www.salterrae.es

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-1396-6 Depósito Legal: BI-67-04

Fotocomposición: Sal Terrae - Santander

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao

Este libro está dedicado a todas las almas contemplativas en la acción

que han puesto a prueba mi visión y han dado profundidad a mi espíritu

con sólo hacer presente a Dios dondequiera que se encontraran,

y en particular a Mary Margaret Kraus, OSB, antigua priora de las Benedictinas de Erie,

que rezuma todo aquello de lo que hablan estas páginas.

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ín&íce

Agradecimientos 9

Vida iluminada: Ser contemplativos en medio del caos . . . 11

Consciencia 19 Belleza 25 Comunidad 31 Vida diaria 37 Iluminación 43 Fe 49 Crecimiento 55 Humildad 61 Interioridad 67 Justicia 73 Benevolencia 79 Lectio, el arte de la lectura santa 85 Metanoia, llamada a la conversión 91 Naturaleza 97 Apertura 103 Oración 109 Búsqueda 115 Re-creación 121 Silencio 127 Tiempo 133

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8 LA VIDA ILUMINADA

Comprensión 139 Visión 145 Trabajo 151 Xenofilia, el amor a los extranjeros . . . . 157 Ansia 163 Celo 169

A lo largo de los siglos 175

Bibliografía 181

gra&ecímíentoa

Las personas iluminan nuestras vidas como pocas cosas pueden hacerlo. Lo sé, porque este libro, como la mayor parte de mi vida, ha conta­do con la luz aportada por personas que son excelentes amigas y competentes asesoras. Son muchas las que han contribuido a esta empresa, la han hecho más sólida y le han dado más pro­fundidad y precisión. •

Estoy especialmente agradecida a Mary Lou Kownacki, OSB, que me sugirió esta obra, como ha hecho con otros muchos proyectos míos. Y no puedo olvidar, por lo demás, las ideas y aporta­ciones de Marlene Bertke, OSB, Jean Lavin, OSB, Rita Panciera, RSM, Anne McCarthy, OSB, el her­mano Thomas Bezanson, Christine Vladimiroff, OSB, y Linda Romey, OSB, que le dedicaron con­siderable tiempo y atención.

Mi agradecimiento también a Andrea Lee, IHM, rectora de la Universidad de Santa Catalina (St. Paul, Minnesota), por haber puesto a mi dis­posición, generosa y desinteresadamente, las ins­talaciones del campus y los servicios de asisten­cia que han hecho posible la redacción de este

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libro. Gracias a la ayuda del personal de la uni­versidad, la comunidad de las hermanas de San José allí existente, y a la colaboración personal de Mary Delaney y de toda la familia Delaney, el trabajo se convirtió en una experiencia rica y contemplativa.

Siempre estaré agradecida y en deuda con Mary Lee Farrel, GNSH, y Mary Grace Hanes, OSB, que con su tiempo, su competencia, su pro-fesionalidad y su conocimiento del mundo edito­rial permiten que mis libros vean la luz.

Por último, sé que sin el paciente trabajo administrativo y la ayuda de todo tipo prestada durante todo este tiempo por Maureen Tobin, OSB, no habría publicaciones, y menos aún tiem­po para la reflexión, en mi vida.

A todas estas personas les dedico este esbozo de pensamientos que merecerían siempre una más profunda elaboración y profundización.

í&a ¡ lamínala Ser comtempUtfívoá en mebio bel caoa

Este libro trata de tu vida, esa vida que temes que no sea espiritual, debido a sus complejidades y preocupaciones. La espiritualidad, como muy bien sabes, es el ámbito de quienes consiguen librarse de las presiones de la vida. Pero, si la huida pertenece a la esencia de la vida espiritual, entonces generaciones enteras de sabios espiri­tuales estuvieron equivocadas. Este libro habla de las cualidades que, según los más antiguos buscadores, constituyen los componentes cardi­nales de la vida contemplativa. Y, como verás, «la huida» no es uno de los elementos de este antiquísimo glosario espiritual. La tradición nos enseña que la persona verdaderamente espiritual sabe que la espiritualidad tiene que ver con vivir una vida plena, no una vida vacía. La auténtica espiritualidad es la vida iluminada por una incontenible búsqueda de plenitud. Es contem­plación a la vista del caos. Es vida vivida en plenitud.

La vida es todo lo que tenemos en la vida. Las cosas -coches, casas, estudios, puestos de traba­jo, dinero...- vienen y van, se convierten en

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polvo entre nuestros dedos, cambian y desapare­cen. Las cosas no hacen que la vida sea vida. El don de la vida, el secreto de la vida, radica en que tiene que desarrollarse de dentro afuera, a partir de lo que le aportamos desde dentro de nosotros mismos, no a partir de lo que recoge­mos o consumimos cuando la recorremos, ni siquiera a partir de lo que experimentamos en su curso. La circunstancia no es lo que hace o des­truye una vida. Todo aquel que ha vivido la muerte de un ser querido, la pérdida de una posi­ción, el fin de un sueño o la enemistad de un amigo, lo sabe.

Lo que determina la calidad de nuestras vidas es la manera en que vivimos cada una de sus cir­cunstancias, tanto lo rutinario como lo extraordi­nario, tanto lo cotidiano como lo excepcional. Las personas ricas son a menudo profundamente desdichadas. Las personas pobres se sienten en muchos casos dichosamente contentas. Los ancianos saben cosas de la vida que los jóvenes aún no han aprendido. Las mujeres tienen una perspectiva de la vida diferente de la de los hom­bres. Los jóvenes tienen esperanzas que los ancianos no pueden pretender. Los hombres tie­nen un sentido de la vida que las mujeres ahora empiezan a aprender... Sin embargo, todos y cada uno de ellos -cada uno de nosotros- tienen la libertad de vivir la vida bien o mal. Y, por iró­nico que pueda parecer, eso depende de una deci­sión. Y esa decisión nos corresponde tomarla a nosotros.

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Hace siglos, algunos hombres y mujeres, decididos a vivir una vida más allá de lo eviden­te, desarrollaron un estilo de vida, un conjunto de valores, una actitud mental, una manera de pasar por la vida concebida para infundir vida a la vida. Estas figuras de la sabiduría monástica reafirmaron, para todas y cada una de las gene­raciones futuras, el equilibrio que requiere el lle­gar a ser un todo. El presente libro se ocupa de esos valores. Sus actitudes, sus visiones, han sido ensayadas a lo largo de los tiempos y han demostrado ser ciertas. Y, sobre todo, cualquier persona puede desarrollarlas en cualquier situa­ción. Nos enseñan cómo mantener la perspectiva de las cosas, cómo vivir bien la vida, cómo ver la vida más allá de la vida. Estas cualidades aún están a nuestro alcance. Nos permiten ser con­templativos en medio del caos.

El tiempo nos presiona y nos dice que esta­mos demasiado atareados para ser contemplati­vos, pero nuestras almas lo saben mejor. Las al­mas languidecen por falta de meditación. Las responsabilidades nos acosan y nos dicen que es­tamos demasiado implicados en el mundo «real» para ocuparnos de los asuntos espirituales, aun­que son siempre los asuntos espirituales los que marcan la diferencia en nuestra manera de abor­dar las responsabilidades públicas. El matrimo­nio, los negocios, los hijos, las actividades profe­sionales...: todo está organizado para eliminar la contemplación. Abordamos la vida como si no existiera una dimensión espiritual inherente a

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cada una de esas manifestaciones, cuando lo cierto es que nadie tiene más necesidad de con­templación que una madre preocupada, un padre irritable, un ejecutivo ambicioso, un profesional luchador, una mujer pobre, un hombre enfermo. Así pues, en esas situaciones necesitamos medi­tación, comprensión, sentido y paz de espíritu con más urgencia que en ninguna otra. Personas de todos los niveles sociales, en todos los tiem­pos, han conocido la necesidad y han buscado la presencia de Dios en las situaciones y momentos menos favorables, menos piadosos. Este libro recuerda esas cualidades y las aplica al presente.

La religión se ocupa de ritos, de la moral, de sistemas de pensamiento..., todos ellos buenos, pero todos incompletos. La espiritualidad se ocupa de cómo llegar a tener conciencia de lo sagrado. Con esa conciencia se tiene perspectiva, se tiene paz. Con esa conciencia la persona acce­de a la plenitud.

La vida no es una prueba de resistencia. Es un misterio que se ha de revelar. La vida emana del hecho de vivir de esa revelación. Las actitudes que adoptamos y las ideas que extraemos de cada uno de los momentos que nos tocan constituyen el fondo profundo del alma que aportamos a los acontecimientos más mundanos de la vida. Actitudes e ideas miden la calidad de nuestras vidas. La verdad es que la vida es lo único que realmente posee cada uno de nosotros. Es la única cosa en el universo sobre la que tenemos

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algún tipo de control real, por insignificante que sea.

Nuestra vida es una vida ajetreada, a veces tremendamente ajetreada. Vivimos en un mundo cuyas presiones y ritmo frenético nos consumen, agotan nuestras almas, secan nuestros corazones, ahogan nuestros espíritus y hacen que la vida tenga más de cadena de obligaciones que de mis­terio jubiloso. Nos pasamos el tiempo hablando por teléfono y haciendo compras, lavando ropa, haciendo recados por calles estrechas y abarrota­das de gente, siguiendo costumbres rutinarias, acudiendo a reuniones, contestando a una pre­gunta tras otra, ejecutando movimientos repetiti­vos, haciendo colas por un motivo u otro, acu­diendo cada día al trabajo, acostándonos tarde -demasiado tarde- un día tras otro, una noche tras otra. Cerramos los ojos al final del día y nos preguntamos adonde se ha ido la vida.

Nos pasamos la vida demasiado fatigados para cuidar un jardín, demasiado distraídos para leer, demasiado ocupados para hablar, demasia­do acosados por personas y compromisos para organizar nuestras vidas, para meditar en nuestro futuro, para apreciar nuestro presente. Nos limi­tamos a seguir adelante, día tras día. ¿Dónde está lo que significa ser humano en todo eso? ¿Dónde está Dios en todo eso? ¿Cómo vamos a extraer el máximo de la vida si la misma vida es nuestro mayor obstáculo para ello? ¿Qué significa ser espiritual, ser contemplativo, en medio del caos individual que invade nuestras pequeñas e insig-

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niñeantes vidas? ¿Adonde podemos acudir en busca de un modo distinto de vivir cuando no tenemos más remedio que vivir como vivimos?

Los monjes del desierto, a solas en el desola­do yermo del Egipto del siglo iv, lucharon con los elementos de la vida, escrutaron sus funda­mentos, revisaron sus verdades y transmitieron su sabiduría a los que la buscaban. Miles de per­sonas vieron la diferencia en sus vidas sencillas y desnudas y acudieron a sus pequeños monaste­rios para preguntar cómo se podía extraer tal sig­nificado de aquella aparente privación. Monjes y monjas, los padres y las madres espirituales del desierto, dejaron a los siglos posteriores mensa­jes que han servido y siguen sirviendo de mode­lo para configurar la vida. Quince siglos después, sus palabras todavía resuenan a través del tiem­po, pidiéndonos a cada uno de nosotros que asu­mamos, como timón y faro, una serie de valores concebidos para proporcionar profundidad, sen­tido y felicidad a los más aturdidos, a los más oprimidos, a los más agostados de nosotros.

La vida iluminada es una llamada. Nos invita a dejar de buscar técnicas espirituales y fórmulas psicológicas para dar contenido a nuestras vidas. Nos pide que recordemos una vez más la orien­tación espiritual que ha resistido la prueba del tiempo. Nos pide que penetremos en nosotros mismos para limpiar el corazón de escombros, en vez de centrarnos en tratar de controlar el en­torno y las situaciones que nos rodean. Nos lleva a ver el presente con los ojos del alma, de modo

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que podamos vislumbrar el cielo que cada vida lleva dentro de sí. Nos introduce en nosotros mismos y, al mismo tiempo, nos saca de nosotros mismos.

El abad Sisoés dijo: «Busca a Dios, no el lugar donde vive Dios». Nosotros vivimos y res­piramos, crecemos y nos desarrollamos en el seno de Dios. Y, aun así, buscamos a Dios en otros lugares: en espacios concretos, por proce­dimientos especiales, en las cimas de las monta­ñas y en las cavernas, en días específicos y con ceremonias especiales. Pero la vida que está llena de luz sabe que Dios no está allí, sino aquí. Para que tengas experiencia de él. La única pre­gunta es: ¿cómo?

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onaciencia

Un hermano fue a ver al abad Moisés, en su ermita de Scitia, para pedirle consejo; y el anciano le dijo: «Ve y siéntate en tu celda, y tu celda te lo enseñará todo».

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Lo que está justamente delante de nosotros es lo que menos vemos. Damos por supuestas, sin apenas mirarlas, las plantas que tenemos en nuestra habitación. No prestamos atención a la llegada de la noche. Desdeñamos la invitación que un vecino nos hace con la mirada. Sólo nos vemos a nosotros mismos en acción e ignoramos lo que nos rodea. En consecuencia, corremos el riesgo de salir de cada situación con lo mismo con que entramos.

Aprender a percibir lo evidente, los colores que atraen a nuestro espíritu, las formas que reclaman nuestra atención, las miradas en los rostros de los que están delante de nosotros, difu-minados por la familiaridad, sumidos en el vacío del anonimato -el contexto en el que encontra­mos nuestro distraído yo-, es el principio de la contemplación. La conciencia del poder del pre­sente -la atención monástica centrada en el pre­sente- es esencia de la vida contemplativa y ele­mento común a todas las tradiciones contempla­tivas. «¡Oh, prodigio de prodigios! -exclama el maestro sufí-. Corto leña y saco agua del pozo». En otras palabras: vivo en el presente. Sé que lo que es, es la presencia de Dios para mí. «El pri-

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mer grado de la humildad consiste en que, teniendo el monje siempre presente el temor de Dios, no olvide ni deje borrar jamás de su memo­ria cosa alguna de cuanto Dios tiene mandado», dice la Regla de san Benito. Contempla como sagradas todas las cosas de la vida. Esta proxi­midad grita algo en nosotros. Este árbol despier­ta el sentimiento en nosotros. Esta obra hace vibrar la esperanza en nosotros. En realidad, todo lo que hay en la vida nos habla de algo. Sólo cuando aprendemos a preguntar qué nos dice el mundo de nuestro entorno en cada momento, en esta situación concreta, atendemos al semillero de nuestra alma.

La consciencia nos pone en contacto con el universo. Aprovecha todas las relaciones, desen­mascara cada acontecimiento, cada momento, en busca del significado que subyace a su significa­do. La pregunta no es tanto qué ocurre en la habi­tación, cuanto qué me ocurre a mí por su causa. ¿Qué veo aquí de Dios que no podría ver en nin­gún otro lugar? ¿Qué pide Dios a mi corazón a raíz de cada acontecimiento, de cada situación, de cada persona de mi vida? Etty Hillesum, una judía que estuvo en un campo de concentración nazi, veía la bondad en sus guardianes alemanes. Eso es contemplación, eso es deseo de ver como Dios ve. Tal vez no sirva para cambiar la dificul­tad, el hastío, la naturaleza de una situación per­niciosa y funesta, pero sí puede cambiar la textu­ra de nuestros corazones, la calidad de nuestras respuestas, la profundidad de nuestro entendi-

CONSCIENCIA 23

miento. Sin consciencia, los enemigos seguirán siendo siempre únicamente, enemigos y la vida será siempre insulsa.

Mientras no sea verdaderamente consciente del mundo en el que vivo, posiblemente no podré extraer de una situación más que un mero esbo­zo de realidad, una especie de caricatura del tiempo. Comprender realmente que Dios se encuentra en lo que está delante de mí lleva toda una vida. Nos pasamos la mayor parte del tiem­po mirando, esforzándonos por ver a Dios en la niebla, detrás de la nube, más allá de la oscuri­dad. Cuando vemos a Dios unos en otros, en la creación, en el momento, es cuando empieza realmente el viaje espiritual.

En la vida todo está pensado para llevarme más allá de mi yo superficial, hasta mi mejor yo, hasta el Bien Último que es Dios. Pero, antes de que esto pueda ocurrir, tengo que estar vivo en él. De cada una de las realidades tengo que inda­gar qué me dice acerca de la vida. ¿Por qué? Porque, cuando dejamos de escudriñar todas las partes de nuestras vidas, nuestras almas ya están muertas.

Para ser un espíritu contemplativo tengo que preguntar a propósito de cada realidad: ¿qué hay de Dios en esto para mí?

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Una noche, unos bandidos entraron en la ermita de un anciano monje y le dijeron: «Venimos a llevarnos todo lo que hay en tu celda». Y el monje les contestó: «Tomad todo lo que veáis, hijos míos». Los bandidos recogieron todo lo que encontraron y se marcharon. Pero se dejaron una pequeña bolsa con unos candelabros de plata. Cuando el monje la vio, la agarró y salió corriendo tras ellos gritando: «¡Tomad esto! Os lo habéis dejado, y los candelabros son los obje­tos más bellos de todos».

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Posiblemente, lo que más se echa en falta en este nuestro mundo de la alta tecnología es la belleza. En vez de ella, valoramos la eficacia. Preferimos el funcionalismo al arte. Creamos cachivaches. Nos encanta lo «kitsch». Pero la belleza, la correcta proporción en todas las cosas, la armo­nía en el universo de nuestras vidas, la verdad en las apariencias, se nos escapa. Recubrimos con pintura espléndidas maderas. Preferimos las flo­res de plástico a las naturales. Reproducimos la Pietá en plástico. Sacrificamos lo natural y lo real en beneficio de lo vulgar y lo pretencioso. Como personas, estamos inmersos en lo trivial. Una pérdida de compromiso con la belleza puede ser el más claro indicio que tenemos de haber perdido el camino que debía llevarnos a Dios. Sin belleza, nos privamos de la gloria del rostro de Dios aquí y ahora.

La belleza es la más provocadora promesa que tenemos del que es bello por definición. Nos atrae, nos llama y nos seduce. Los espíritus tie­nen sed de belleza, medran con ella y con ella alimentan la esperanza. Es la belleza la que mag­netiza al contemplativo, cuyo deber consiste en regalar belleza, a fin de que el resto del mundo,

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en medio de la suciedad, la fealdad y el dolor, pueda recordar que la belleza es posible.

La belleza alimenta la contemplación y es su fin. El sentimiento de la belleza despierta en nosotros la conciencia de lo eterno en lo tempo­ral. Nos llama, más allá del presente y el pasado, a ese eterno Ahora en el que la belleza vive para siempre.

En otras palabras, la belleza eleva la vida por encima de los anestesiantes clichés de la vulgari­dad. El encuentro con lo bello eleva nuestros ojos por encima del lugar común y nos ofrece una razón para seguir adelante, para trascender lo mundano, para esforzarnos siempre por ser más de lo que somos. En medio de la lucha, las tinieblas y la fealdad, la belleza nos hace caer en la cuenta de que, cualquiera que sea su precio, lo mejor de la vida es realmente posible.

La belleza nos lleva, más allá de lo visible, a las más altas cumbres de la conciencia; más allá de lo ordinario, a lo místico; más allá de lo pro­vechoso, a la verdad sin fin. La belleza sostiene al corazón humano en medio del dolor y la desesperación. Por muy opaco que pueda ser un mundo marcado por la mediocridad, en último término la belleza, al penetrar en nuestras almas, es capaz de trascender la fealdad de un mundo inmerso en lo trivial, lo chabacano, lo imitativo, lo excesivo y lo cruel. Haber visto un trasunto de la belleza de la que emana la belleza es una expe­riencia profundamente espiritual que nos grita: «¡Más! ¡Aún hay más!».

BELLEZA 29

La belleza no tiene nada que ver con el hecho de tener suficiente dinero para comprar todo lo que uno ve. Tiene que ver con el gusto para reco­nocer la calidad, la profundidad, la verdad, la armonía, cuando la tenemos ante los ojos. El poeta John Keats escribió: «La belleza es verdad y la verdad es belleza. / Esto es cuanto sabemos y cuanto necesitamos saber». En otras palabras, una cosa es bella cuando realmente es lo que pre­tende ser. Naturalmente, hay remedios para una carencia del espíritu. Podríamos retirar las vallas publicitarias que convierten el paisaje en un basurero de ideas viejas. Podríamos eliminar el estallido de colores y cosas que inundan el espa­cio y hacen que resulte imposible ver dentro del alma de las cosas. Podríamos negarnos a permi­tir que la gente convierta las estatuas de mármol en reproducciones de plástico. Podríamos estu­diar el orden, la armonía, las proporciones de una flor. Podríamos enseñar a nuestros ojos a buscar lo que hay debajo de lo evidente en las arrugas de la edad, en los nudillos deformes de las manos de un trabajador. Podríamos estudiar el significa­do de cada momento, lo fundamental de cada posibilidad, la esencia de cada encuentro. O, sen­cillamente, podríamos adquirir una de esas pie­zas de arte que desgarran el alma, colocarla en un lugar solitario por encima y delante de las cosas comunes que normalmente nos rodean y dejar que su impacto penetrara en nosotros hasta que descubramos que ya nunca más podremos sentirnos satisfechos de nuevo, que nunca más

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podremos ser anestesiados de nuevo por las vul­garidades del mundo en que vivimos.

Lo que no cultivamos dentro de nosotros no puede existir en el mundo que nos rodea, porque somos su microcosmos. No podemos lamentar la pérdida de calidad en nuestro mundo y no sem­brar la belleza a nuestro paso. No podemos cen­surar la pérdida de lo espiritual y seguir actuan­do únicamente en el plano de lo vulgar. No pode­mos esperar la plenitud de la vida sin fomentar la plenitud del alma. Debemos buscar la belleza, estudiar la belleza, rodearnos de belleza. Para reavivar el alma del mundo, nosotros mismos debemos convertirnos en belleza. Donde este­mos, tiene que haber más belleza que antes de nuestra llegada, porque hemos estado allí.

Para ser contemplativos tenemos que eliminar el desorden de nuestras vidas, rodearnos de belleza y regalarla consciente, infatigable y per­sistentemente, hasta que el pequeño mundo del que somos responsables empiece a reflejar la belleza pura que es Dios.

otnuníbuly

Casiano contaba esta historia: «El abad Juan, prior de un gran monasterio, acudió al abad Pesio, que había vivido durante cuarenta años en soledad en el desierto. Como Juan apreciaba muchísimo a Pesio y, por lo tanto, podía hablar­le con entera libertad, le dijo: "¿ Qué has hecho de bueno viviendo aquí retirado durante tanto tiempo, sin que nadie te molestara?". Pesio le contestó: "Desde que vivo en soledad, el sol nunca me ha visto comer". Y el abad Juan le replicó: "Pues a mí, desde que convivo con otros, el sol nunca me ha visto enojado"».

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Es evidente que la soledad, elemento de la vida contemplativa sometido a veces a interpretacio­nes románticas y a menudo exageradas, tiene que librar sus batallas. Pero, de acuerdo con lo que nos sugieren los monjes del desierto, cuando ele­gimos la soledad como morada de nuestras almas, la tentación puede consistir en medir el desarrollo espiritual de acuerdo con normas menos exigentes que las que se describen en el Evangelio. Los antiguos sabían que, cuando una persona vive sola, puede resultar muy tentador confundir la práctica con la santidad. Si la medi­da de la espiritualidad es únicamente el rígido ascetismo físico y la fidelidad a las reglas, los ayunos y las normas rutinarias, el proceso de maduración espiritual responde a una especie de aritmética espiritual. Contabilizamos lo que hemos hecho, aquello a lo que hemos «renuncia­do», lo que hemos evitado... y nos consideramos santos. Los grandes maestros de la vida espiri­tual sabían que el problema radica en que esa evaluación es parcial. Buscar el pleno desarrollo humano, la plena madurez espiritual, fuera del ámbito de la comunidad humana es pretender lo imposible.

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El verdadero contemplativo no tiene que ale­jarse de la vida para encontrar a Dios. El autén­tico contemplativo oye la voz de Dios en la voz del prójimo, ve el rostro de Dios en el rostro del prójimo, conoce el deseo de Dios en la persona del prójimo, sirve al corazón de Dios cuidando las heridas y contestando a la llamada del otro. «Los monjes más animosos -subraya la Regla de san Benito- son los que viven en comunidad... Rara vez se concederá permiso a nadie para vivir solo». San Basilio, uno de los primeros impulso­res del monacato oriental, pregunta explícita­mente: «¿A quién debe lavar los pies el ermita­ño?». Las implicaciones son claras. Es la comu­nidad humana la que pone a prueba el calibre espiritual del ser humano.

La comunidad, enseña el abad Juan, nos llama a ese tipo de relaciones que nos hacen atra­vesar los campos minados del egoísmo personal, que nos confrontan con momentos de responsa­bilidad personal, que nos elevan al nivel del heroísmo personal y nos hacen experimentar día tras día el rigor de la compasión personal. Cuando en las necesidades ajenas vemos qué es aquello a lo que tenemos que renunciar, entonces es cuando realmente nos vaciamos de nosotros mismos. Es en los desafíos de los tiempos donde el Espíritu habla a través nuestro. Cuando tene­mos que hacer frente a la intransigencia declara­da de los demás, comprendemos nuestro propio pecado. Cuando reconocemos en el mundo que nos rodea la llamada de Dios, nuestra respuesta a

COMUNIDAD 35

la raza humana se convierte en la medida de la calidad de nuestras almas.

Cuando se desata en nosotros la ira de mane­ra constante e incontenible, erradicamos a los demás de nuestros corazones. Cuando pasan los meses y ni siquiera nos hablamos con nuestros vecinos, ni los buscamos, ni nos molestamos en salir de nuestro aislamiento para admitir su exis­tencia, estamos negando la creación. Cuando en nuestra vida los consejos son algo a lo que nos resistimos, y las preguntas algo que evitamos, Dios no tiene voz con que llamarnos.

El contemplativo ve al Creador en el resplan­dor de lo creado. Con el tiempo llegamos a com­prender que Dios está realmente en todas partes. La bondad que vemos en los demás nos permite vislumbrar el rostro de Dios. Lo que aprendemos de los demás lo aprendemos sobre nosotros mis­mos. El respeto con que consideramos a los demás pone de manifiesto nuestra teología de la creación. La manera en que reaccionamos a las necesidades de los demás nos dice algo acerca de nuestras propias necesidades. La atención que prestamos a los demás revela nuestro verdadero sentido de la inmensidad del universo y lo pro­longa más allá de nosotros mismos. En los demás vemos la clase de compromiso que supo­ne seguir creyendo cuando nuestra propia fe se tambalea. En los demás buscamos la clase de visión que ensanche la nuestra más allá de lo cotidiano. Dependemos de los demás para alcan­zar la sabiduría que va más allá de las meras res-

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puestas. Nos aferramos a los demás para encon­trar la clase de amor que llena la vida de sentido, prueba irrefutable del amor imperecedero de un Dios para el que no hay palabras.

Obviamente, en considerar con seriedad el lu­gar que nos corresponde en la comunidad huma­na radica la calidad de nuestra contemplación. Para ser verdaderos contemplativos tenemos que acoger cada día a los demás en el reducido ámbi­to de nuestras vidas... y escuchar la llamada que nos hacen a ocuparnos de algo más grande que nosotros mismos.

í&a f iar ía

Hablando del abad Pior, decía el abad Pemenio que cada día empezaba de nuevo.

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Uno de los elementos más difíciles, pero también más sustanciosos, de la vida es el simple y fino arte de levantarse cada mañana, de hacer lo que hay que hacer, aunque no sea más que porque es nuestra responsabilidad. Hacer frente a los ele­mentos del día y proseguir el camino requiere una particular clase de coraje. Es en la vida dia­ria donde ponemos a prueba nuestro temple. Y no es fácil.

Lo fácil es huir de la vida, que es algo que cualquiera puede hacer y que, en un momento o en otro, todos queremos hacer. Soportar los mo­mentos estériles e improductivos de la vida no proporciona medallas ni devenga honores. La tentación es eliminar las dificultades, desapare­cer cuando aprieta el calor, huir de la monotonía de la vida diaria, de sus presiones y su aridez, de la estéril rutina, cuando en otros lugares la vida parece mucho más rica en emociones y mucho más gratificante.

Al final, naturalmente, pocos lo consiguen. Pero el simple hecho de quedarnos donde esta­mos, porque no hay ningún otro lugar adonde ir, no es la respuesta. Lo que marca la diferencia es estar donde tenemos que estar, con el convenci­miento de que la cotidianeidad es de lo que ver­daderamente está hecha la contemplación. En­tonces, el permanecer resulta no sólo soportable, sino posible.

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40 LA VIDA ILUMINADA

La regularidad ha sido una característica de la vida espiritual, a lo largo de los siglos, en todas las tradiciones. La Regla de san Benito está cons­truida sobre un ordo de oración, trabajo y lectu­ra que forma la espina dorsal de la vida monásti­ca de cada día. ¿Por qué? ¿Acaso porque se entiende que la vida espiritual tiene que ser gris? No, sino porque se entiende que la vida espiritual tiene que ser constante y tiene que estar centra­da. La cotidianeidad de las prácticas espirituales, el quehacer de la vida diaria, evitan que el cora­zón se disperse y permiten concentrarse a la mente. La agitación incesante, la variedad ilimi­tada, la novedad constante, la obsesión por llenar la vida de artilugios y todo tipo de cosas extrañas y desusadas, exasperan el espíritu y fragmentan la visión interior.

La cotidianeidad, la rutina y la regularidad liberan al corazón para ocuparse de asuntos más importantes. Los monjes del desierto trenzaban cestos todos los días de sus vidas para ganar di­nero con que ayudar a los pobres; y cuando no vendían los cestos, los deshacían y empezaban de nuevo. La finalidad era tener ocupado el cuer­po y libre la mente. El trabajo manual -cortar el césped, barrer la acera, limpiar las ventanas- no es una carga cuando la mente está ocupada y el corazón, como un rayo láser, encuentra su cami­no hacia Dios. Esperamos que los retiros, las celebraciones litúrgicas y las grandes reuniones nos lleven a Dios, y resulta que Dios está con nosotros todo el tiempo. Sencillamente, estamos

VIDA DIARIA 41

demasiado preocupados, demasiado abstraídos para verlo. Corremos de un lugar a otro y de una cosa a otra, pasamos de una idea a otra y no reco­nocemos a Dios en la monotonía del día a día. No damos descanso a nuestro espíritu, que se muere de hambre espiritual cuando más lo necesitamos.

La cotidianeidad nos libera para atender a las cosas de Dios. Lo importante es preparar la mente, mediante la oración y la lectura, para ha­cer de los momentos rutinarios de la vida mo­mentos de reflexión, de modo que Dios pueda estar presente de manera consciente en dichos momentos. Cada día, el contemplativo empieza de nuevo, intenta de nuevo ahondar en el sentido de la vida, desaparece de nuevo en el corazón de Dios, presente en el mundo que nos rodea sólo con que caigamos en la cuenta de ello. Para ser contemplativos hemos de tener tiempo para Dios. Los momentos rutinarios de la vida, los momentos monótonos de cada día -la ida y la vuelta del trabajo, la limpieza, la cocina, los momentos de espera- son regalos de tiempo, pues, mientras el mundo sigue rodando, los pen­samientos de Dios toman posesión de nosotros. Entonces estamos preparados para hacer frente al caos que llega con la variedad, con los artilu­gios, con el cambio, con el torbellino de un mundo en constante movimiento.

Para ser contemplativos tenemos que acordar­nos de empezar de nuevo, día tras día, a conver­tir la cotidianeidad en tiempo con Dios.

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laminación

La abadesa Sinclética dijo: «A los pecadores que se convierten les esperan primero trabajos y un duro combate, y luego una inefable alegría. Es como el que quiere encender un fuego: pri­mero lo llena todo de humo, -el cual le hace llo­rar, pero de ese modo consigue lo que quiere. También nosotros, con lágrimas y esfuerzo, debemos encender en nosotros el fuego divino».

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En la vida espiritual es importante recordar que la religión es un medio, no un fin. Cuando nos quedamos en el plano de las normas y las leyes, las doctrinas y los dogmas -por muy buenos guías que puedan ser-, y a todo ello lo llamamos «vida espiritual», no hemos percibido, ni de lejos, el sentido de la vida, la llamada de lo divi­no, la plenitud del yo.

La iluminación es la capacidad de ver más allá de todas las cosas que deificamos para encontrar a Dios. Divinizamos la religión y, por eso, no vemos divinidad alguna allí donde no hay religión, aun cuando la bondad resulta evidente y constante en las personas más sencillas y en los lugares más remotos. Rendimos honores nacio­nales a Dios y no vemos la presencia de Dios en otras naciones, y especialmente en las naciones no cristianas. Divinizamos la seguridad personal y no somos capaces de ver a Dios en las dimen­siones inhóspitas sombrías y estériles de la vida. Hacemos del color de nuestra piel el color de Dios y no conseguimos verlo en el que viene a nosotros con diferente aspecto. Atribuimos un género a Dios y se nos escapa la presencia de su Espíritu en todas partes y en todas las personas.

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Separamos espíritu y materia como si fueran dos cosas diferentes, aunque ahora sabemos, gracias a la física cuántica, que la materia no es más que un conjunto de campos de fuerza densificados por la acción de la energía. En otras palabras: somos uno con el universo; no estamos separa­dos de él, ni somos diferentes de él, ni estamos por encima de él. Estamos en él, todos nosotros y todas las cosas, nadando en una energía que es Dios. Estar iluminado es ver detrás de las formas al Dios que las mantiene en la existencia.

La iluminación ve también más allá de las figuras e iconos que pretenden personificar a un Dios que es demasiado personal y demasiado grande para identificarlo con una figura, una forma o un nombre. La iluminación nos lleva, más allá de nuestros provincianismos, a ver la presencia de Dios en todas partes, en todas las personas, en el universo.

Estar iluminado es estar en contacto con el Dios que está dentro y alrededor de nosotros, más que dejarse absorber por un solo camino, por una sola manifestación, por una sola cons­trucción específica confesional o nacionalista, por muy buena y bien intencionada que sea.

Es práctica habitual en muchos monasterios volverse y hacer una reverencia a la hermana que ha ido a tu lado en procesión hasta el coro, des­pués de inclinarse ante el altar, cuando se entra en el oratorio para orar. El significado de esta costumbre monástica es obvio: Dios está en tanto el mundo que nos rodea, y en todas y cada una de

ILUMINACIÓN 47

las personas, como en el altar o en el oratorio. Dios es la sustancia de nuestras vidas, el aliento de nuestras almas, que nos llama constantemen­te a una mayor comprensión de la Vida en todas sus formas.

Estar iluminado es saber que el cielo no «viene», sino que ya está aquí. Lo que sucede es que no hemos sido aún capaces de comprender­lo, porque, como el rey Arturo en su búsqueda del Santo Grial, miramos en los lugares equivo­cados, adoramos los ídolos equivocados y nos aferramos a los conceptos equivocados de Dios. Estamos siempre en camino hacia algún otro lugar, siendo así que el lugar en el que estoy, cualquiera que sea, es el verdadero lugar de mi acceso a Dios, el lugar de mi unión con la Vida que da vida.

Para ser contemplativo tengo que abdicar de mis ideas de separación respecto de Dios y dejar que Dios me hable por medio de todo cuanto se filtra, a través del universo, hasta los poros de mi minúscula vida. Entonces me encontraré, como promete la abadesa Sinclética, en el punto de ignición del fuego divino.

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El abad Dulas, discípulo del abad Besarían, dijo: «Caminábamos junto a la orilla del mar. Yo tenía sed y dije al abad Besarían: "Padre, tengo mucha sed". El anciano, después de hacer ora­ción, me dijo: "Bebe agua del mar". Y, cuando bebí, el agua estaba dulce. Luego puse un poco en un vaso, por si volvía a tener sed. Al ver el anciano lo que había hecho, me dijo: "¿Para qué llevas ese vaso?". Y le contesté: "Perdona, padre, es por si vuelvo a sentir sed". Y dijo el anciano: "Dios, que está aquí, está en todas partes"».

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La fe es la puerta, la meta y el fundamento de la vida contemplativa. La fe no es sectaria. Es con­fianza en un Dios al que no podemos ver, pero que sabemos sin lugar a dudas que existe, aun­que no sea más que porque sentimos el poder de la vida dentro de nosotros, al tiempo que cono­cemos nuestra pequenez. Consciente de la pre­sencia de Dios en todas partes, abrumado por el esfuerzo de vivir con una conciencia marcada por la muerte, el contemplativo tiene fe en el pro­ceso de la vida.

La fe contemplativa no se basa en la magia ni en la creencia en un Gran Marionetista. El con­templativo sabe, simplemente, que el Dios que dio la vida la sustenta, la hace posible y nos ha procurado cuanto necesitamos para vivirla con sentido profundo y con plena responsabilidad. El contemplativo sabe lo que es vivir en el seno de Dios. El contemplativo, de quien la Regla de san Benito dice que «ora siempre», está permanen­temente en contacto con Dios, en cuya Vida vivimos.

La fe va más allá de la pureza doctrinal, la devoción religiosa y la santa austeridad. La fe descansa en los brazos de Dios, confía en el hoy

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y acepta el mañana, porque sabe que, sea el día que sea, Dios está en él. La fe da seguridad allí donde se da la posibilidad sin certeza. La fe sos­tiene allí donde se da la incertidumbre sin segu­ridad. La fe fundamenta la confianza en que la vida tiene una finalidad, aun cuando no se vea con claridad. La fe vive en el misterio que es Dios y florece en la vida.

La fe no es la creencia en una vida futura basada en la «prueba del nueve» de la moral ac­tual. Para el contemplativo, palabras como «ma­lo» y «bueno» carecen de importancia. Una y otra pueden convertirse en su contraria. De lo malo ha brotado mucho bueno. A menudo es el pecado el que nos desenmascara ante nosotros mismos y abre el camino al crecimiento. La vir­tud madura es virtud probada, no virtud libre de pruebas. Por otra parte, a menudo una gran bon­dad, cualesquiera que sean sus efectos, se ha deteriorado hasta el punto de convertirse en arro­gancia, en una falsa honradez viciada por su propia rectitud. Pero ambas cosas, maldad y bon­dad, vividas a la luz de Dios, palidecen y que­dan empequeñecidas frente a la Vida que las trasciende.

La vida no es un juego que nosotros ganemos, ni Dios es un trofeo que merezcamos. Por muy «buenos» que seamos, no somos lo bastante bue­nos para Dios. Por otra parte, por muy «malos» que seamos, nunca podremos estar fuera de Dios. Lo único que podemos esperar, en cual­quier caso, es adquirir tal conciencia de Dios que

FE 53

ningún dios menor pueda atraer nuestra atención, y ningún dios insignificante y egoísta pueda pri­varnos de la plenitud de consciencia en que con­siste la plenitud de Vida. Este acceso a la Totalidad, esta experiencia de la Finalidad más allá de toda finalidad, esta identificación con todo cuanto existe, es el proyecto de la vida.

El contemplativo sabe que la vida es un pro­ceso. No es que no le importen todos los ele­mentos de la vida, por muy mundanos que sean. Por el contrario, al contemplativo le importa todo. Todo habla de Dios, y Dios está en todas las cosas y las trasciende todas.

Tener fe para tomar la vida en pequeñas dosis, tal como viene -vivirla con el convenci­miento de que hay para mí algo de Dios aquí y ahora, en este preciso instante-, forma parte de la esencia de la felicidad. No es que Dios sea una caja de sorpresas; es que la vida es un paso en el camino hacia un Dios que hace el camino con nosotros, por muy largo y peligroso que sea.

La idea de la vida en un pequeño planeta que gira en el espacio es una receta casi infalible para la desesperación. Esa idea de que estamos solos, a la deriva y sin sentido es fuente de angustia. Pa­ra la persona de fe, es este mismo misterio el que nos empuja hasta el borde de nuestras almas, donde la vida es el principio, no el fin, y nos ha­ce descender al centro de nuestras almas, don­de Dios, la energía del espacio, nos espera sonriente.

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Para el contemplativo, la fe no tiene que ver con que se nos encienda la luz verde antes de lle­gar al semáforo de la esquina, ni tampoco con que un tumor canceroso desaparezca a una orden nuestra. La fe tiene que ver con el convenci­miento de que la vida es el tabernáculo de un Dios vivo empequeñecido por nuestros pobres iconos del Ser. Para el contemplativo es evidente que todas y cada una de las numerosas formas de vida revelan, en cierto modo, la Vida que es su Fundamento. El contemplativo, por haber vivido esta vida, sabe que la vida venidera será buena.

Para ser contemplativos hemos de tener una fe que trascienda nuestra necesidad de solucio­nes mágicas a los problemas cotidianos. Hemos de permitir que el alma se eleve libremente y su­pere la idea de un Dios capaz de subvertir el or­den natural por nuestra causa. La fe sólo llega cuando estamos dispuestos a confiar en la Oscu­ridad que es Luz, en los puntos arduos de un mundo frágil, cada uno de los cuales habríamos preferido hacer más cómodo.

recítníento

Un soldado le preguntó al abad Míos si Dios perdonaría a un pecador. El anciano, después de instruirle durante un rato, le preguntó: «Dime, hijo, si tu capa estuviera rota, ¿la tirarías?». «No -contestó el soldado-, la remendaría y me la pondría de nuevo». Entonces el anciano aña­dió: «Pues si tú cuidas hasta ese punto de tu capa, ¿ crees que Dios se va a ocupar menos de una criatura suya?».

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La iluminación abre el alma a percibir la vida divina en todas partes, la santidad de la existen­cia, la interconexión de las diversas partes del universo, la unidad de la creación. Es una con­ciencia que hace posibles la moralidad y la madurez, pero que no es ni moralidad ni madu­rez. La unión con Dios no es la perfección del yo, ni un distintivo de excelencia. La unión con Dios es la certeza de la presencia viva de Dios en todas partes, en mí, a mi alrededor, por encima y por debajo de mí. Como decían los místicos irlandeses, «delante y detrás de mí, a mi derecha y a mi izquierda».

La unión con Dios no es algo estático y que, una vez alcanzado, deje al alma como petrifica­da en un momento fijo e interminable de ilumi­nación suspendido sobre la vida. Al contrario: la vida es vida. No se congela en ningún momento y en ninguna circunstancia. La vida continúa, cualquiera que sea nuestra conciencia de Dios. Y nosotros con ella. Seguimos adelante, aferrados a la vida. Seguimos creciendo en conciencia. Seguimos luchando para ser dignos de la con­ciencia en que ahora caminamos. Y a menudo fracasamos.

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La vida no es cuestión de perfección, porque ésta no es algo que la vida ofrezca. Nuestros cuerpos no se desarrollan para llegar a un estadio final y quedar fijos en una forma eterna. Los científicos nos dicen que todas las moléculas proteínicas de nuestros cuerpos cambian cada seis meses. Cada seis meses, es como si fuéra­mos nuevos; tal vez no ostensiblemente diferen­tes, pero nuevos. Y tampoco nuestras almas al­canzan un estado estático. Cada día hacemos nuevas nuestras almas. Cada día repensamos an­tiguas decisiones y tomamos otras nuevas. Por­fiamos, luchamos y nos arrepentimos una y otra vez. Cada día de nuestras vidas nos convertimos un poco más en Dios o un poco más en nosotros mismos.

La contemplación tiene algo que ver con los modos en que decidimos crecer. Podemos entre­garnos totalmente a satisfacer nuestro yo. Pode­mos anhelar, acaparar, acumular y exigir respeto al resto del mundo, hasta que nos duelan los pul­mones de tanto gritar y nuestros corazones refle­jen nuestro vacío. Podemos, si queremos, afe­rramos para siempre al culto a nosotros mismos. Podemos invertir en nosotros mismos todo cuan­to somos, por insignificante que pueda ser el asunto. La cultura occidental no sólo acepta el centramiento exclusivo en uno mismo, sino que lo fomenta. Conseguirlo y mantenerlo es el ban­derín de enganche de nuestro tiempo. Pero hay otra posibilidad.

CRECIMIENTO 59

Podemos decidir crecer por encima del yo, que es un altar erigido a los ídolos de hoy. Pode­mos esforzarnos por deshacernos de los concep­tos que sofocan nuestras almas en nombre de una falsa superioridad: que las mujeres son invisi­bles, que los hombres son superiores, que los extranjeros son grano para nuestros molinos eco­nómicos, que la naturaleza es sólo para nuestra satisfacción, que, como seres humanos, estamos por encima del resto del universo y al margen de sus limitaciones y restricciones. Podemos, por otra parte, hacer de nosotros nuestro propio Dios. Pero, si lo hacemos, perderemos el verda­dero regalo que la vida debe ofrecernos: el don de crecer. El contemplativo vive para crecer en unidad con el universo.

Para ser contemplativos tenemos, pues, que vivir en sincronía con la mente de Dios, en sin­tonía con el resto de la especie humana y en con­tacto con las debilidades de nuestras almas, esos lugares donde el amor de Dios irrumpe para col­marnos de lo que por nosotros mismos no tene­mos. El crecimiento no consiste simplemente en evitar el pecado, sea cual sea la idea que tenga­mos del pecado a medida que pasamos de una fase a otra en la vida. En realidad, el pecado puede ser lo que nos lleve a la iluminación. Cuando estoy más enojado, soy más consciente de mi necesidad de paz. Cuando soy más arro­gante, me doy cuenta de lo mezquina que es mi postura. Cuando me muestro más inflexible, comprendo cómo me aisla mi postura de fuerza.

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No, el verdadero crecimiento consiste en descu­brir que Dios está a nuestro lado esperando con­sumirnos. Si somos capaces de dejar de consu­mir para nosotros mismos cada momento, cada persona, cada acontecimiento, cada experiencia, y en la medida en que lo hagamos, Dios podrá reinar en nosotros.

Para ser contemplativo tengo que empezar cada mañana a ser más de lo que era cuando empezó el día, siendo cada vez más consciente del Dios silencioso y magnífico que me habita. El abad Xantias decía: «Un perro es mejor que

yo, porque él también siente amor, pero, a dife­rencia de mí, no emite juicios».

El abad Sármatas decía: «Prefiero una persona que ha pecado, si es consciente de haber pecado y se ha arrepentido, a una persona que no ha pecado y se considera justa».

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La humildad y la contemplación son las herma­nas gemelas invisibles de la vida espiritual. No puede existir la una sin la otra. En primer lugar, no hay vida contemplativa sin humildad, la cual nos permite percibir, superando el mito de nues­tra propia grandeza, la grandeza cósmica de Dios. En segundo lugar, una vez que hemos co­nocido realmente la grandeza de Dios, vemos el resto de la vida -incluidos nosotros mismos- en perspectiva. Cuando el hombre llegó a la Luna, comprendimos cuan insignificantes éramos real­mente en el universo. Empezamos a revisar todas nuestras ideas, tan celosamente poseídas, sobre la importancia del ser humano. La humildad lleva directamente a la contemplación.

La humildad me permite situarme con infini­to respeto ante el mundo, recibir sus dones y aprender sus lecciones. Pero ser humilde no sig­nifica ser empequeñecido. De hecho, la humil­dad y las humillaciones no son lo mismo. Las humillaciones me degradan como ser humano. La humildad es la capacidad de reconocer el lugar que me corresponde en el universo: polvo y gloria a la vez; gloria de Dios, ciertamente, pero polvo, en definitiva.

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64 LA VIDA ILUMINADA

La Regla de san Benito recuerda al monje la necesidad de orar con el salmista: «Yo, en cam­bio, soy gusano, no hombre». Esto, que a una generación que da culto al yo puede parecerle la aniquilación de la dignidad humana, es en reali­dad su verdad liberadora. En otras palabras, yo no soy todo lo que podría ser. Ni siquiera soy yo plenamente, ni menos aún un ideal por el que mi familia, mis amigos, mi mundo y el universo entero deban afanarse. Yo no soy más que yo. A menudo soy débil, a veces arrogante, la mayor parte del tiempo escondiéndome de mí mismo, y siempre en algún tipo de necesidad. Natural­mente, trato de encubrir mis limitaciones, pero en lo más profundo de mi ser, allí donde el alma se ve obligada a enfrentarse consigo misma, sé quién soy en realidad y sé también lo que no soy en modo alguno, por muy buena que sea mi ima­gen. Entonces, dice la Regla de san Benito, esta­mos preparados para la unión con Dios.

No es cuando somos perfectos -una idea que resulta cada vez más sospechosa en un universo que en constante expansión- cuando podemos pretender a Dios. Sólo cuando aceptamos el rudi­mentario material de que estamos hechos, pode­mos empezar a ver más allá de nosotros mismos. Sólo cuando dejamos de ser nuestro propio dios, puede Dios irrumpir en nosotros.

La Regla de san Benito expone los cuatro gra­dos de la humildad que conducen a la contem­plación. El primero nos exige tan sólo que reco­nozcamos la presencia de Dios en nuestras vidas.

HUMILDAD 65

Dios -dice con toda claridad la Regla-, simple­mente, es. Dios está con nosotros tanto si reco­nocemos su presencia, su poder, como si no. A Dios no se le compra, ni se le conquista, ni se le gana, ni se le consigue. Dios es el fundamento de la vida. Lo importante no es que lleguemos a Dios; lo importante es que no podemos separar­nos de Dios. Tan sólo podemos ignorar el impac­to y el significado de la presencia de Dios dentro de nosotros. «Dios mío, ven en mi auxilio», deci­mos en mi comunidad todos los días al comenzar el rezo del Oficio divino. Reconocemos que in­cluso el deseo de orar proviene del Dios que habita en nuestro interior.

El segundo grado de humildad nos exige aceptar los dones de los demás, su lado divino, su sabiduría, su experiencia, incluso su direc­ción. Al revelar a otra persona nuestro yo más íntimo, reconocemos, sí, la presencia de Dios en los demás, pero también nos liberamos de nues­tras máscaras y nuestras mentiras, que al final es probable que nos engañen incluso a nosotros mismos acerca de nosotros mismos. Para una mujer es la capacidad de caer en la cuenta de que ella es algo, no nada. Para un hombre es la gra­cia de comprender que él no lo es todo. Abiertos a los dones de los demás y a la verdad de noso­tros mismos, podemos ver a Dios allí donde Dios está.

El tercer grado de humildad nos exige desha­cernos de las falsas expectativas en la vida diaria. Cuando soy verdaderamente consciente de mi

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pequenez, no me siento movido a pasarme la vida tratando de satisfacer a mi ego, más que mis necesidades. No abrigo los delirios de grandeza que mueven a la gente a tratar de conseguir el mejor coche, el mejor asiento, la mejor tajada..., sin tener en cuenta las consecuencias que ello pueda tener en los demás. La persona llena de Dios tiene mucha más seguridad que la que pue­den proporcionar cualesquiera bagatelas en la vida: comodidades, atavíos, títulos, símbolos...

El cuarto grado de humildad me recuerda la necesidad de acoger a los demás con bondad. Sí conozco mis limitaciones, puedo aceptar las suyas. Entonces puedo andar tranquilamente por el mundo, sin jactancia, sin pretender ser el cen­tro de la atención, centrado únicamente en el Dios que llevo en mí.

Finalmente, el realismo acerca de uno mismo permite a la mente estar libre para llenarse de Dios.

Para ser contemplativo es decisivo recordar cada día al Dios que vive en nosotros. Sólo así podemos deshacernos de la necesidad de hacer con nadie en modo alguno el papel de Dios.

nteríoríbub

El abad Isidoro de Pelusio decía: «Vivir sin hablar es mejor que hablar sin vivir, porque una persona que vive rectamente nos ayuda con su silencio, mientras que la que habla demasiado nos aburre. No obstante, la perfección de toda filosofía consiste en que las palabras y la vida estén de acuerdo».

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Vivimos en un mundo dominado por la prisa y el ruido y que no se parece en nada al desierto egip­cio del siglo m de nuestra era. Nuestro mundo no tiene nada que ver con un eremitorio en lo alto de una montaña. La mayoría de nosotros estamos constantemente urgidos por agendas y fechas tope, agobiados por la gente y el ajetreo de una sociedad densa y exigente.

Vivimos en una sociedad cada vez más extra-vertida, solicitados por mil estímulos en todos los niveles de la vida. Las instituciones incluso planifican acontecimientos familiares para noso­tros, organizan celebraciones cívicas para noso­tros, diseñan planes económicos para nosotros. Nos pasamos la mayor parte de la vida satisfa­ciendo las exigencias sociales de unas institu­ciones que, paradójicamente, se supone que fueron ideadas para hacernos posible la expre­sión personal y que, en lugar de ello, acaban consumiéndonos.

Incluso las respuestas espirituales que damos al Dios que nos creó están determinadas en gran parte por organismos religiosos portadores en su interior de las tradiciones propias de la denomi­nación religiosa de la que proceden. Pero el con-

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templativo sabe que los ritos no bastan para ali­mentar la vida divina en su interior, sino que, en el mejor de los casos, son elementos accesorios de la religión. La espiritualidad no es el sistema que seguimos; es la búsqueda personal de lo divino en nuestro interior.

La interioridad, la construcción de un espacio interior para el cultivo de la vida divina, pertene­ce a la esencia de la contemplación. Interioridad es adentrarse en uno mismo para estar con Dios. Mi vida interior es un paseo en la oscuridad con el Dios que nos habita y nos lleva, más allá de nosotros mismos, a ser recipientes de la vida di­vina derramada sobre el mundo.

Entrar en nosotros, descubrir las razones que nos mueven, los sentimientos que nos bloquean, los deseos que nos distraen, los venenos que in­fectan nuestras almas...: todo ello nos conduce a la claridad que es Dios. Descubrimos los estratos del yo. Afrontamos el miedo, el egocentrismo, las ambiciones y adicciones que se alzan entre nosotros mismos y el compromiso con la presen­cia de Dios. Detectamos aquellas partes de noso­tros mismos que están demasiado fatigadas, demasiado desinteresadas, demasiado distraídas para hacer el esfuerzo de alimentar la vida espi­ritual. Hacemos sitio a la reflexión. Nos recorda­mos a nosotros mismos en qué consiste realmen­te la vida. Buscamos la sustancia de nuestras almas.

Ninguna vida puede permitirse el lujo de estar demasiado atareada para cerrar regular-

INTERIORIDAD 71

mente las puertas al caos: veinte minutos al día, dos horas a la semana, una mañana al mes... De lo contrario, y en medio de una larga y solitaria noche en la que la vida entera parece estar deso­rientada, descubrimos que en algún punto a lo largo del camino perdimos la visión de nosotros mismos, nos convertimos en juguetes del torbe­llino de la sociedad y, hasta que descendió so­bre nosotros la oscuridad psíquica, ni siquiera nos dimos cuenta de que nos había ocurrido a nosotros.

El contemplativo se examina tanto a sí mismo como a Dios, de modo que Dios puede invadir cada uno de los aspectos de la vida. Somos una sociedad aislada. Estamos rodeados de ruidos, inundados de palabras y agobiados por la sensa­ción de impotencia. Y, frustrados por todo ello, sufrimos verdaderos ataques de desánimo. El contemplativo se niega a consentir que el ruido que nos aturde nos haga sordos a nuestra peque­nez o ciegos a nuestra propia gloria.

La interioridad es la práctica del diálogo con el Dios que habita en nuestros corazones. Es también la práctica de la tranquila espera de que la plenitud de Dios llene nuestro vacío. Dios es­pera que busquemos la Vida que da sentido a todas las pequeñas muertes que nos consumen día a día. La interioridad nos hace ser conscien­tes de la Vida que sostiene nuestra vida.

El cultivo de la vida interior hace real la reli­gión. La contemplación no tiene nada que ver con ir al templo, aunque el templo debe cierta-

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mente alimentar la vida contemplativa. La con­templación consiste en encontrar al Dios que lle­vamos dentro, en crear un espacio sagrado en un corazón saturado de reclamos publicitarios y promociones, de envidias y ambiciones, para que el Dios cuyo espíritu respiramos pueda vivir ple­namente en nosotros.

Para ser contemplativos es preciso dedicar cada día algún tiempo a acallar la violenta voz interior que ahoga la voz de Dios en nosotros. Cuando el corazón es libre para dar volumen a la llamada de Dios que llena cada minuto, las cade­nas se rompen, y el espíritu se encuentra a gusto en cualquier punto del universo. Entonces nues­tro psiquismo sana, y nuestra vida se plenifica.

El hecho es que Dios no está más allá de nosotros, sino en nuestro interior, y tenemos que entrar en nosotros mismos para alimentar el Aliento que sostiene nuestros espíritus.

uatícía

Decía el abad Jacobo: «Del mismo modo que una lámpara ilumina una habitación oscura, así también el temor de Dios, cuando penetra en el corazón humano, lo ilumina y le enseña todas las virtudes y mandamientos divinos».

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En la vida contemplativa hay un peligro que con­siste en que a menudo se utiliza la contempla­ción para justificar el distanciamiento respecto de las grandes cuestiones de la vida. La contem­plación se convierte entonces en una excusa para permitir que el mundo se hunda. Es un uso la­mentable de la vida contemplativa y, en el fondo, un uso fraudulento. Si la contemplación consiste en ver el mundo como lo ve Dios, entonces nece­sitamos verlo con toda claridad. Si la contempla­ción significa adentrarse en la mente de Dios, entonces debemos trascender nuestros pequeños esquemas. Si la contemplación consiste en asu­mir el corazón de Dios en el corazón del mundo, entonces el contemplativo, tal vez más que nin­guna otra persona, llora y lamenta la erradi­cación de la voluntad de Dios del corazón del universo.

La contemplación, búsqueda de lo sagrado en el tumulto del tiempo, no es un fin en sí misma. Ser contemplativo no es pasarse la vida en una especie de jacuzzi espiritual o de sauna sagrada diseñada para salvar a la humanidad de los as­pectos deprimentes y sucios de la vida. No es recurrir al escapismo espiritual. La contempla­ción es inmersión en la fuerza impulsora del uni­verso, cuyo efecto consiste en llenarnos de la misma fuerza, la misma solicitud, la misma

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mente, el mismo corazón y la misma voluntad que los de Aquel de quien procedemos. Los mís­ticos de todas las grandes tradiciones religiosas hablan de lo que esos conceptos implican. «Den­tro del loto del corazón habita Dios», nos dice el hinduismo. «Buda es omnipresente: está en todas las partes, en todos los seres, en todas las cosas, en todos los países», afirma el maestro budista. «Adonde quiera que mires, allí está el Rostro de Dios; Dios lo abarca todo», enseña el islam. Y el cristianismo nos recuerda una y otra vez: «Desde la creación del mundo se ha percibido con abso­luta claridad la naturaleza invisible de Dios, es decir, el poder eterno y la divinidad de Dios, en todas las cosas creadas». Pero si todas las cosas son de Dios, entonces todas las cosas demandan la suave mano de un Dios solícito llamado «justicia».

Se trata de enseñanzas tradicionales cierta­mente inequívocas: Dios no es acaparado en exclusiva por ningún pueblo ni por ninguna tra­dición. Por eso el contemplativo debe responder a lo divino que hay en cada persona. Dios desea tanto la solicitud por el pobre como la recom­pensa del rico, y lo mismo debe desear el verda­dero contemplativo. Dios quiere que sea derriba­do el opresor que aplasta con su bota el cuello del débil, y lo mismo debe querer el verdadero contemplativo. Dios ansia la liberación de los seres humanos, y lo mismo ha de ansiar el ver­dadero contemplativo. Dios defiende la dignidad y el pleno desarrollo de todos los seres humanos

JUSTICIA 77

y se pone del lado de los indefensos, y lo mismo tiene que hacer el verdadero contemplativo. De lo contrario, la contemplación no es real, no puede ser real, nunca será real, porque contem­plar al Dios de la Justicia significa comprome­terse con la justicia.

Los verdaderos contemplativos tienen, pues, que hacer justicia, hablar con justicia, insistir en la justicia. Y así lo hacen. Thomas Merton se ma­nifestó en contra de la guerra del Vietnam. Cata­lina de Siena recorría las calles de la ciudad dan­do de comer a los pobres. Hildegarda de Bingen predicó la palabra de la justicia a emperadores y papas. Charles de Foucauld vivió entre los po­bres y acogió al enemigo. Benito de Nursia pro­tegía a los forasteros del peligro de los caminos e instruía a los campesinos. Así tenemos que obrar también nosotros, cualquiera que sea la justicia que se haga en nuestro tiempo, si quere­mos ser serios cuando hablamos de sumergirnos en el corazón de Dios.

Un camino espiritual que no conduzca a un compromiso vivo en el cumplimiento de la vo­luntad de Dios no es camino ni es nada. No es más que una ciénaga piadosa, un callejón sin salida en el camino que lleva a Dios. Obvia­mente, la contemplación nos introduce en un es­tado de peligrosa apertura. Es un cambio en la conciencia. Empezamos a ver más allá de los límites, más allá de las denominaciones, de las doctrinas, de los dogmas y del egoísmo institu­cional, para fijarnos en el rostro de un Dios solí-

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cito de quien proviene toda la vida. Llegar a tener conciencia de la unidad de la vida y no verlo todo como una responsabilidad sagrada es una violación de la verdadera finalidad de la con­templación, que no es otra que la más profunda identificación de la vida con la Vida. Hablar de unidad de la vida y no conocer la unidad con toda la vida puede ser intelectualismo, pero no es contemplación.

La contemplación no es éxtasis ilimitado; es iluminación libre de provincianismos, chauvinis­mos, sexismos y clasismos. El aliento de Dios que el contemplativo empieza a respirar es el aliento del espíritu de compasión. El verdadero contemplativo llora con quienes lloran y grita por quienes no tienen voz.

Transformado desde dentro, el contemplativo se convierte en una clase de presencia en el mun­do, indicando otra manera de ser, viendo con nuevos ojos y diciendo con nuevas palabras la Palabra de Dios. El contemplativo no puede vol­ver a ser un colaborador complaciente de un sis­tema opresor. De la contemplación emana no só­lo la conciencia de la conexión universal de la vi­da, sino también el coraje para hacerla realidad.

El verdadero contemplativo acoge el mun­do en su conjunto y lo ampara, lo venera y lo protege con un cuerpo hecho de la acerada sus­tancia de una justicia que brota del amor. Ser contemplativo es necesario para acercarse cada día al marginado, tal como hace el Dios que respiramos.

enevolencía

En cierta ocasión, un hermano cometió un peca­do en Scitia, y los ancianos se reunieron y envia­ron a buscar al abad Moisés, pero éste no quiso acudir. Entonces el sacerdote le envió un mensa­je en el que le decía: «Ven, todos te estamos esperando». Al final, el abad accedió a ir, pero tomó un cesto viejo y agujereado, lo llenó de arena y lo llevó consigo. La gente que acudió a recibirlo se preguntaba: «¿Qué es esto?». Y el anciano contestó: «Mis pecados me siguen a todas partes, aunque yo no los vea. Y hoy he venido a juzgar los pecados de otra persona». Al oírlo, nadie se atrevió a decir nada al hermano, y le perdonaron.

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Los monjes del desierto son muy claros: la arro­gancia es crueldad practicada en nombre de la justicia. Es concebible, por supuesto, topar con un religioso arrogante. Es posible que, como el abad Moisés, demos con un clérigo arrogante. Es probable encontrarse con un vecino, un amigo o incluso un miembro de la familia arrogante. Pero no es posible dar con un contemplativo arrogan­te. No si es un verdadero contemplativo.

La contemplación nos abre hacia dentro de nosotros mismos. El fruto de la contemplación es el conocimiento de uno mismo, no la autojustifi-cación. «Cuanto más nos acercamos a Dios -de­cía el abad Matoés-, tanto mejor nos vemos a nosotros mismos como pecadores». Nos vemos tal como realmente somos; y, conociéndonos a nosotros mismos, no podemos condenar a los demás. Recordamos con rubor el pecado público que nos hizo mortales. Reconocemos con cons­ternación el pecado privado que se enrosca den­tro de nosotros por temor a ser descubierto. El mundo entero cambia y se hace dúctil cuando nos conocemos a nosotros mismos. El fruto del conocimiento de uno mismo es la benevolencia. Aunque nosotros estemos destrozados, curamos con ternura las heridas de los demás.

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82 LA VIDA ILUMINADA

Lo que mejor permite comprender el signifi­cado de la benevolencia en la vida es el recuerdo de la falta de benevolencia de que hemos sido objeto: escenas de una infancia marcada por la crueldad de otros niños, muestras de menospre­cio que han dejado huella en nuestro corazón, manifestaciones de desaire o de rechazo que le hacen a una persona sentirse marginada en la comunidad humana. En esos momentos de aisla­miento recordamos el impacto que produce ver truncada una esperanza. Sentimos de nuevo el dolor que produce la agresión a ese resto de dig­nidad que se niega a morir en nosotros. Es enton­ces cuando comprendemos que la benevolencia, la compasión, la comprensión, la aceptación, es la señal fehaciente de la santidad, porque hemos conocido -o tal vez no hemos conocido jamás-el bálsamo de la benevolencia que tan ávidamen­te anhelamos en esas situaciones. La benevolen­cia es un acto de Dios que hace digerible para el alma humana el seco polvo del rechazo.

La crueldad no es fruto de la contemplación. Quienes han llegado a tocar al Dios que vive en su interior, a pesar de todas sus luchas y sus defi­ciencias, ven a Dios en todas partes, y de modo especial en los indefensos, los débiles, los menesterosos y los amedrentados. Los contem­plativos no juzgan el corazón de los demás de acuerdo con un baremo por el que ellos mismos no puedan ser juzgados.

La trampa de la religión de la perfección es la arrogancia, ese cáncer del alma que exige más de

BENEVOLENCIA 83

los demás que de sí misma y, de ese modo, soca­va aún más su propio carácter. Es una ceguera interior que cuenta los pecados de los demás pe­ro no ve los propios. El alma arrogante, el alma que se jacta de su propia virtud, se niega a sí misma el conocimiento que permite a Dios no tener en cuenta nuestras deficiencias, porque nuestros corazones siguen el camino justo. La arrogancia impide al espíritu de la vida llenar las grietas que hay en nosotros y que nosotros mis­mos somos incapaces de reparar, porque el alma no está preparada para recibir.

Los verdaderos contemplativos reciben al prójimo con los brazos abiertos de Dios, porque han comprendido que, a pesar de su vaciedad, Dios los ha recibido.

Para ser contemplativo hay que saber aceptar sin reservas a aquellos a quienes el mundo recha­za, pues son ellos quienes nos muestran con más claridad el rostro del Dios que espera.

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ectío "Bl arfe &e ia lectura santa

Un día, varios discípulos fueron a ver al abad Antonio. Con ellos estaba el abad José. Para probarlos, el anciano les propuso un pasaje de las Escrituras y les fue preguntando lo que sig­nificaba, empezando por el más joven. Cada uno dio su opinión de acuerdo con lo que sabía. Pero el anciano decía siempre: «No lo has entendi­do». Por último, preguntó al abad José: «¿ Cómo explicarías tú este dicho?», y el abad José res­pondió: «No sé». Entonces el abad Antonio dijo: «En verdad, el abad José ha encontrado el cami­no, pues ha dicho: "No sé"».

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La contemplación no es una devoción privada; es un modo de vida. Cambia nuestra manera de pensar. Modela nuestra manera de vivir. Cues­tiona nuestra manera de hablar, la meta adonde nos dirigimos y lo que hacemos. No podemos de-cir que «contemplamos» o «no contempla­mos». Vivimos la vida contemplativa.

Al mismo tiempo, hay un instrumento de la vida contemplativa que, de una manera especial, conduce a la mente a nuevas profundidades, con­fiere al alma nuevas dimensiones y ensancha la visión más allá que cualquier otra cosa. En la Regla de san Benito, por ejemplo, se asigna más tiempo a esta práctica que a cualquier otra acti­vidad, exceptuada la oración formal. Se trata de la lectio. La lectura ponderada y reflexiva de la Escritura y de lo que la Regla de san Benito de­nomina «otros libros santos» proporciona el tras-fondo sobre el que se vive el resto de la vida. Es en la lectio donde la mente monástica llega a conocerse a sí misma.

La lectura atenta de la Escritura hace dos co­sas: nos dice lo que nosotros llevamos a la Pala­bra de Dios y nos confronta a diario con lo que la Palabra de Dios nos trae a nosotros.

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88 LA VIDA ILUMINADA

La lectio monástica es la práctica de leer a diario pequeños pasajes -una página, un párrafo, una frase- y «rumiarlos» buscando en ellos el significado de una palabra, una frase o una situa­ción que nos interese o nos llame la atención. Entonces empieza el combate del alma y se for­mulan preguntas como: ¿por qué esta palabra o este pasaje significa algo para mí?; ¿por qué esta palabra o esta situación me molesta?; ¿qué signi­fica para mí?; ¿qué me dice?; ¿qué sentimiento despierta en mí? La lectio es un proceso lento, reflexivo, que nos hace descender, por debajo de las preocupaciones del momento y las distrac­ciones del día, hasta ese lugar donde el alma guarda los residuos de la vida.

Entonces comienza lo duro y doloroso. Ahora tengo que descubrir en mí mismo lo que esta pa­labra, esta frase, esta situación me pide aquí y ahora. ¿Qué exige de mí esta percepción y qué es lo que me impide hacerlo? Las respuestas vienen de todas partes: todos los viejos recuerdos aflo­ran, todas las luchas actuales adquieren un nuevo perfil. Obviamente, hay en mí un vacío que ne­cesita ser colmado, una visión que necesita tomar forma, un ánimo que necesita afirmarse. ¿Qué es?

Tal vez de repente, o quizá de una manera dolorosamente lenta, empiezo a ver en mi inte­rior. Se abre el abismo entre lo que soy y lo que tengo que ser si la vida divina ha de realizarse alguna vez plenamente en mí. Ya no me es posi­ble encubrirlo ni ignorarlo. Ya no tengo adonde

LECTIO, EL ARTE DE LA LECTURA SANTA 89

ir, si no es al corazón de Dios con brazos y ma­nos abiertas. Entonces nos abrimos al trabajo de la divinidad en nosotros, al Único que recompo­ne todas las fracturas, a la Vida que bulle en nuestras zonas más muertas y resecas.

Día tras día, año tras año, el contemplativo penetra en la Escritura, recupera la santa sabidu­ría de todos los siglos, se hunde en la Verdad del tiempo, y en cada momento aprende algo nuevo acerca de su combate interior, acerca de la divi­nidad, acerca de la vida. Los contemplativos, co­mo el abad José, nunca «saben» realmente lo que algo «significa». Lo único que llegan a saber, y cada vez mejor, en cada frase que leen cada día de sus vidas es que la divinidad vive en lo más profundo de ellos y los llama.

Para ser contemplativo, tengo cada día que consagrar un tiempo a llenarme de ideas que aca­ben llevando mi corazón al corazón de la divini­dad. Entonces, algún día y de alguna manera ambos corazones latirán en mí como uno solo.

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etanoía l^iamuhu a (a conversión

Un día, el abad Arsenio pidió consejo a un anciano egipcio. Alguien lo vio y le dijo: «Padre Arsenio, ¿por qué tú, con tan gran conocimiento del griego y el latín, preguntas a un campesino como éste acerca de tus pensamientos?». Y el abad Arsenio contestó: «Es cierto que he adqui­rido conocimientos de latín y griego, pero aún no he aprendido ni siquiera el alfabeto de este campesino».

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Cambiar el modo de andar por la vida no es en absoluto difícil. Lo hacemos continuamente. Seguimos una dieta porque queremos cambiar nuestro aspecto exterior. Aprendemos a esquiar, a pescar, a jugar a los bolos o al pinacle porque deseamos modificar el esquema de nuestra vida. Nos trasladamos al campo porque queremos ol­vidar el estrépito que nos rodea. A lo largo de la vida, cambiamos una y otra vez de empleo, de ciudad, de casa, de relaciones, de estilo de vida... Pero se trata, en su mayoría, de cambios muy superficiales. El verdadero cambio es mucho más profundo que todo eso. La conversión con­siste en cambiar la manera de mirar la vida.

Metanoia (conversión) es un viejo concepto profundamente arraigado en la visión monástica del mundo. Los primeros buscadores fueron al desierto para escapar de la aridez espiritual de las ciudades y centrarse en las cosas de Dios. «Huir del mundo» -el alejamiento de los sistemas y valores que movían el mundo que les rodeába­se convirtió en el distintivo del auténtico con­templativo. Para ser contemplativo en un mundo rendido al materialismo y ahogado en sí mismo, la conversión era fundamental. Pero conversión ¿a qué? ¿A los desiertos? Difícilmente. El obje­tivo era la pureza de corazón, la determinación

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94 LA VIDA ILUMINADA

en la búsqueda, la focalización de la vida. A lo largo de los años, con la Regla de san Benito y la formación de comunidades monásticas, la res­puesta se hizo aún más clara. La conversión no era geográfica. La huida no era de un tipo de si­tuación a otro. No necesitamos marchar de don­de estamos para ser contemplativos. De lo con­trario, el Jesús que recorrió los polvorientos ca­minos de Galilea rodeado de leprosos, chiquillos y enfermos, seguido por sus discípulos, unos simplemente curiosos y otros más comprometi­dos, no habría sido un contemplativo. De acuer­do con ese criterio, Jesús, el sanador, el profeta, el predicador, el maestro, no habría estado inser­to en la mente de Dios, sólo pensarlo produce espanto. No, la contemplación no es en modo alguno cuestión de lugar. «Huir del mundo» no consiste en abandonar un lugar concreto. «Huir del mundo» consiste en cambiar una serie de actitudes, un tipo de conciencia, por otro. Al con­trario: tenemos, simplemente, que estar donde estamos, pero con otro estado de ánimo. Tene­mos que estar en la oficina con todo lo bueno del mundo en nuestra mente. Tenemos que estar en el consejo de administración con la gente de la calle en nuestro corazón. Tenemos que estar en casa de un modo que tenga más que ver con el desarrollo que con el control. Lo que san Benito quería era la conversión del corazón.

Pero conversión ¿a qué? La respuesta nunca cambia. En todas las

grandes tradiciones religiosas el concepto está

METANOIA, LLAMADA A LA CONVERSIÓN 95

claro: para ser contemplativos tenemos que con­vertirnos antes a la conciencia que nos hace uno con el universo, en armonía con la voz cósmica de Dios. Tenemos que tomar conciencia de lo sagrado que hay en cada uno de los elementos de la vida. Tenemos que alumbrar belleza en un mundo pobre y de plástico. Tenemos que resta­blecer la comunidad humana. Tenemos que cre­cer en armonía con el Dios que está dentro de no­sotros. Tenemos que ser sanadores en una socie­dad cruel. Tenemos que llegar a ser todas esas cosas que constituyen la base de la contempla­ción, los frutos de la contemplación, el fin de la contemplación.

La vida contemplativa consiste en ser cada vez más contemplativo, en estar en el mundo de otra manera. ¿Qué necesitamos cambiar en noso­tros? Todo cuanto nos convierte en el único cen­tro de nosotros mismos. Todo cuanto nos induce engañosamente a pensar que no somos más que una obra en fase de realización, cuyos grados, rangos, logros y poder no son sucedáneos de la sabiduría que tiene que enseñarnos un mundo lleno de Dios en todo y en todos. Todo cuanto sofoca la voz de Dios en nosotros tiene que ser acallado.

Para ser contemplativo no basta con seguir un programa de prácticas y actos religiosos. Tene­mos que empezar a vivir, a estar con la gente, a aceptar las circunstancias, a llevar el bien allí donde hay mal; y hacerlo de maneras que hablen de la presencia de Dios en cada momento.

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uturulazu

Un filósofo preguntó a san Antonio: «Padre, ¿ cómo puedes sentirte tan entusiasmado cuando te han arrebatado el consuelo de los libros?». Y Antonio respondió: «Mi libro, oh filósofo, es la naturaleza de las cosas creadas, y lo tengo delante de mí siempre que quiero leer la Palabra de Dios».

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«¿Dónde está Dios?», preguntaba el catecismo. Y la respuesta era: «Dios está en todas partes». Una respuesta que ignoramos a menudo, pero que, si Dios es realmente Dios, es profundamen­te verdadera. Dios es la sustancia del universo. En todo lo creado reside la energía, la vida, la imagen, la naturaleza del Creador.

Para conocer al Creador sólo es necesario estudiar la creación. La fuente de la vida es la Vida. Lo obvio es casi demasiado simple para ser creído: toda vida contiene los secretos de la Vida. «En esta bellota -decía la mística Juliana de Norwich- está todo cuanto existe». La naturale­za, toda ella, es el espejo de Dios, el lugar de des­canso del Dios de la vida, la presencia del poder de Dios.

Desgraciadamente, la tradición religiosa de Occidente, en su intento de presentar a Dios como un Dios personal, lo ha reducido, sin darse cuenta, a una figura aislada y separada de la cre­ación, tan diferente de nosotros que no hay en nosotros nada de Dios. Nuestra noción de Dios la del gran Ingeniero del universo que creó el espí­ritu y la materia, los lanzó al espacio y dejó que compitieran entre sí. El espíritu, según esta tradi-

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100 LA VIDA ILUMINADA

ción, es la apoteosis de la santidad; en cambio, la materia es corruptible y corruptora. Según esta manera de pensar, la naturaleza es la hija ilegíti­ma de la creación.

En un mundo que separa la materia y el espí­ritu, la naturaleza sólo existe para ser una espe­cie de plataforma al servicio de la actividad humana, una cornucopia de consuelos para las criaturas, un mundo salvaje cuyo «dominio» ha sido confiado a la humanidad y a través del cual sólo se podía llegar a Dios eliminando la mate­ria. Sobre tan extraña base científica y espiritual descansa la justificación de la esclavitud, el saqueo de la tierra, el injustificable sacrificio de animales en aras de la «investigación», la justifi­cación de la destrucción de los bosques tropica­les, la creación de agujeros en la capa de ozono y la degeneración de los océanos en auténticas cloacas. Pero el contemplativo sabe que un peca­do contra la naturaleza es un pecado contra la vida.

Creer que la materia es mala y el espíritu bueno, y que ambos están definitivamente sepa­rados, es una postura lamentable y sumamente limitada. Reduce la Deidad a una cosa, a un cre­ador separado de la creación que emana de la misma energía vital que es Dios. Ignora la pro­mesa ilimitada de vida. Ignora el mensaje de Dios, que nos llama en todas partes. No entiende que toda la naturaleza puede existir sin la huma­nidad, pero que la humanidad, con todo su «do­minio», no puede existir sin el resto de la natura-

NATURALEZA 101

leza. Ignora la unidad de la vida, la Unidad de Dios.

El contemplativo tiene un mejor conocimien­to. El contemplativo ve en todas partes a Aquel de cuya vida proviene toda vida. Sabe que todo en la vida refleja el rostro de Dios. Que vivir con la naturaleza como un enemigo es errar la vida. Que tratar a la naturaleza como un dictador es romper el equilibrio de la vida. Que no percibir la voz de Dios en el equilibrio de la naturaleza, la belleza de ésta, sus luchas, es ir por la vida con el corazón ciego y el alma sorda.

Para ser contemplativo hay que tratar a la naturaleza con dulzura, sintonizar con el ritmo de la vida, aprender de los ciclos de tiempo, escuchar el latido del universo, amar a la natura­leza, protegerla y descubrir en ella la presencia y el poder de Dios. Para ser contemplativo hay que cultivar una planta, amar a un animal, caminar bajo la lluvia y profesar nuestra conciencia de Dios en una vida hecha de vibrantes estaciones.

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pertura

Se decía de un discípulo que había resistido setenta semanas de ayuno comiendo sólo una vez a la semana y que, al preguntar a Dios por el significado de ciertas palabras contenidas en la sagrada Escritura, no obtuvo respuesta. Enton­ces el discípulo se dijo a sí mismo: «He pues­to mucho empeño en esto, pero no he hecho nin­gún progreso. Iré, pues, a ver a mi hermano y le preguntaré».

Cuando salió, cerró la puerta y se puso en camino, un ángel del Señor se acercó a él y le dijo: «Setenta semanas de ayuno no te han lle­vado más cerca de Dios; pero ahora que eres lo bastante humilde como para acudir a tu herma­no, vengo a revelarte el significado de las pala­bras». Entonces el ángel le explicó el significado que el anciano buscaba, y desapareció.

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Aislarnos, en nombre de Dios, de la sabiduría del mundo que nos rodea es una clase de arrogancia espiritual rara vez superada en la historia de los errores humanos. Tal actitud hace de la vida una especie de prisión donde, en nombre de la santi­dad, se encadena el pensamiento y se condena la visión. Hace de nosotros nuestros propios dioses. Es un pobre pretexto para la espiritualidad.

El pecado de la religión es declarar a todas las demás religiones vacías, ignorantes, deficientes y miserables. Es ignorar la llamada que Dios nos hace a través de la vida, la sabiduría y la visión espiritual de los demás. Las consecuencias de esta clase de cerrazón a las múltiples revelacio­nes de la mente de Dios son considerables: una vez que cerramos nuestros corazones a los de­más, los hemos cerrado a Dios. Es éste un asun­to de gran importancia espiritual. La apertura a la presencia de Dios, a la Palabra de Dios en los demás, es parte de la esencia misma de la contemplación.

Aprender a abrir el corazón nos exige abrir primero nuestra vida. Una familia de blancos que nunca ha invitado a una persona de color a cenar es una familia que ha perdido una oportunidad de crecer. La persona de color que nunca ha confia-

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106 LA VIDA ILUMINADA

do en un blanco ha perdido una oportunidad de constatar la humanidad de la especie humana. El hombre que nunca ha trabajado con una mujer en plano de igualdad, y mejor aún a sus órdenes, ha perdido la oportunidad de conocer realmente a la otra mitad de la humanidad. El contemplativo que nunca ha servido la comida en un comedor de beneficencia, o que no ha almorzado en la co­cina con el cocinero, o que no ha trabajado como dependiente por un salario de miseria, o que no ha colaborado en programas de asistencia social, vive aislado en una burbuja. Es muy posible que el mundo que conoce no pueda darle las respues­tas que busca. El adulto que nunca ha pregunta­do a un niño acerca de la vida y no ha escuchado su respuesta está condenado a pasar por la vida desconectado de la misma y como un auténtico analfabeto. «Cuando alguien llame a la puerta», enseña la Regla de san Benito, «hay que respon­der: "Benedicite"». En otras palabras, hay que responder: «Gracias sean dadas a Dios», pues ha venido alguien a acrecentar nuestra conciencia del mundo, a mostrarnos otra manera de pensar, de ser y de vivir más allá de nuestra pequeña par­cela del universo.

La apertura es la puerta por la que entra la sabiduría y comienza la contemplación. Es la cumbre desde la que percibimos que el mundo es mucho más grande que nosotros, y que ahí fuera hay una verdad que es distinta de la nuestra. La voz de Dios que resuena en nuestro interior no es la única voz de Dios.

APERTURA 107

La apertura no es gentileza ni sociabilidad. No consiste en escuchar educadamente a las per­sonas con las que estamos esencialmente en de­sacuerdo. No consiste en ser «político», «civili­zado» o «amable». Ni siquiera es simple hospi­talidad. Es el abandono generoso de la mente a nuevas ideas, a nuevas posibilidades. Sin una ac­titud básica de apertura no es posible la contem­plación. Dios llega en cada voz, detrás de cada rostro, en cada recuerdo, en el fondo de cada es­fuerzo. Cerrarse a cualquiera de estas cosas es cerrarse a la posibilidad de renovarse una vez más.

Para ser contemplativo es preciso abrir de par en par los brazos de nuestra vida, aceptar cada día una nueva experiencia, una nueva persona, una nueva idea con la que no estamos familiari­zados, y preguntarle qué nos dice acerca de no­sotros. Entonces Dios, la Realidad última, la Vi­da allende la vida, podrá venir a nosotros de nue­vas y misteriosas maneras.

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El abad Pemenio decía: «El agua es blanda por naturaleza, mientras que la piedra es dura. No obstante, si suspendes una botella llena de agua sobre una piedra, de modo que el agua caiga gota a gota, terminará haciendo un agujero en la piedra. De la misma manera, la Palabra de Dios es tierna, y nuestro corazón duro. Y cuando la gente escucha la Palabra de Dios con frecuen­cia, sus corazones se abren al temor de Dios».

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La definición tradicional de la oración sólo tiene un fallo, y es que desvirtúa la imagen de Dios. Según dicha definición, «orar es elevar el cora­zón y la mente a Dios». Como si Dios fuera un juez regio y distante y ajeno a nosotros. Pero la ciencia -con su nueva percepción de que materia y espíritu son una misma cosa, unas veces en forma de partículas, otras en forma de energía-sugiere que Dios no es un ser despótico y des­confiado que habite en una nube. Dios es la Energía misma que nos anima. Dios es el Es­píritu que nos conduce y nos guía. Dios es la voz interior que nos llama a la Vida. Dios es la Realidad que trata de alcanzar la plenitud en nosotros, individual y colectivamente. Es a ese Dios cósmico, personal, interior y vivificante al que oramos.

La oración es un largo y lento proceso. En primer lugar, nos indica lo lejos que nos encon­tramos en realidad de la mente de Dios. Cuando las ideas nos resultan ajenas, cuando el proceso es aburrido o falto de sentido, cuando estar silen­ciosamente en presencia de Dios es una pérdida de tiempo, entonces no hemos empezado aún a orar. Pero poco a poco, a través de un pasaje

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evangélico, una palabra y un momento de silen­cio, llegamos a conocernos a nosotros mismos y las barreras que alzamos entre nosotros y el Dios que trata de consumirnos.

El contemplativo no ora para obtener satis­facción del universo. Dios es la vida, no una máquina expendedora de chucherías para satisfa­cer los caprichos de la especie humana. Dios es el fin de la vida, la culminación de la vida, la esencia de la vida, la venida de la vida. El con­templativo ora para estar abierto a lo que es, no para remodelar el mundo de acuerdo con sus pro­pios planes.

El contemplativo no ora para aplacar la ira divina ni para halagar a un ego divino. El con­templativo ora para, en última instancia, entrar en la presencia de Dios, para aprender a vivir en la presencia de Dios, para absorber la presencia de Dios en su interior. El contemplativo ora hasta que se impone el silencio, y la presencia resulta más palpable que las palabras y llena más que las ideas. Una oración en cada momento hace que el corazón endurecido se ablande, que el corazón saciado cobre nueva vida, que la mente se haga receptiva a la iluminación.

El contemplativo es aquel de nosotros en quien la oración, la reflexión profunda sobre la presencia y la actividad de Dios en él y en el mundo, ha llegado, poco a poco, a extinguir las ilusiones de autonomía y la entronización del yo, que hace de cada uno de nosotros un pequeño reino. El contemplativo trasciende su propio yo,

ORACIÓN 113

todas sus ilusiones y la Vida misma. Una oración en cada momento permite al corazón de Dios latir al unísono con el del contemplativo.

El contemplativo es el buscador que puede descender a su yo más profundo, al túnel del va­cío, y, al no encontrar más que a Dios en el cen­tro de la vida, lo llama Todo. Pero, sobre todo, el contemplativo es el que, al mirar al mundo, no ve sino la presencia y la actividad de Dios en todas partes y en todas las personas. ¿Cómo es posi­ble? Porque para ser contemplativo la oración es la clave del diálogo y, a la postre, del Silencio que es Todo.

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uacfue&a

El abad Pemenio le pidió al abad José: «Dime cómo puedo ser monje». Y el abad José le con­testó: «Si quieres encontrar reposo aquí, y a par­tir de ahora, pregúntate en cada ocasión: "¿Quién soy yo?"».

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¿Hay alguien, en algún lugar del mundo, que no busque algo: la aprobación de los demás, dinero, un hogar, una carrera, el éxito, la seguridad, la felicidad...? Somos buscadores espirituales por naturaleza, perseguidores de «griales». Busca­mos constantemente laureles y trofeos fundidos en el cristal del tiempo o en el polvo de estrellas de la eternidad. Todos andamos buscando algo. Y dos son las preguntas básicas: ¿qué busco? y ¿quién soy yo como consecuencia de la búsqueda?

Algunas personas buscan sombras en una pared y acaban desilusionadas. Otras buscan ha­zañas talladas en piedra y, cuando los monumen­tos que se erigen a sí mismas se desmoronan y dejan de satisfacerlas, se hunden en la decepción. Pero aún son más los que van de un lugar a otro buscando frenéticamente, probando esto y des­cartando aquello, exigiendo esto otro y recha­zando lo de más allá, hasta que el frenesí de la caza agota sus corazones y reseca sus almas. Son «dilettantes» de la vida, expertos en lo superfi­cial y lo fingido. Ni ellos mismos saben quiénes son como consecuencia de la búsqueda, aparte de buscadores empedernidos.

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118 LA VIDA ILUMINADA

La religión y la espiritualidad tienen su pro­pia clase de «dilettantes», de buscadores que van de maestro en maestro, de sistema en sistema, de consolación piadosa en consolación piadosa; buscadores que adoptan toda clase de «poses» espirituales y ensayan todo tipo de huidas, pero que nunca aprecian realmente el proceso, y no digamos ya el fin, del «viaje». Buscan, pero nun­ca encuentran siquiera un hogar para el corazón que sobrevive a la búsqueda. La religión y la espiritualidad se convierten en trivialidades pen­sadas para aliviar un dolor o llenar un vacío, no para llevarnos, como algo que subyace a la ur­gencia de la búsqueda, a descubrir la fuente. Hacemos de la religión una excusa para no encontrar a Dios.

Ciertamente, hay muchas personas que utili­zan la religión como un modo de conseguir el poder que buscan, la atención que ansian, la comodidad que necesitan (y la mayoría de noso­tros nos contamos entre ellas en uno u otro momento). Pero tales personas no son las con­templativas del mundo.

El contemplativo no ve la vida como un obs­táculo para la introspección, ni se dedica a pro­barlo todo hasta que las papilas gustativas del alma se secan. El contemplativo no va de iglesia en iglesia, de gurú en gurú, tratando de hallar fuera de él una fórmula que le permita colmar su vacío interior. El contemplativo no necesita ir a ningún lugar para descubrir que Dios espera en­contrarlo en su camino hacia el yo. El contem-

BUSQUEDA 119

plativo, simplemente, está en su lugar y, de ese modo, responde a la pregunta «¿quién soy yo?» con la respuesta «yo soy el que espera al Dios que lleva dentro». En otras palabras, yo soy el que persigue el centro de la vida. Soy el que atra­viesa cada sistema hasta llegar a la fuente. Soy el que busca la Luz que dista de mi alma en tinie­blas, que es ajena a mi espíritu inquieto y extra­ña a mi corazón disperso. Soy el que comprende que la distancia entre Dios y yo soy yo.

Llevar una vida contemplativa nos obliga a saber qué es lo que buscamos... y por qué lo bus­camos. Incluso el bien puede llegar a perturbar nuestro espíritu cuando lo hacemos, no por ser bueno, sino por lo que nos procura a continua­ción: porque nos da prestigio, por ejemplo, o nos hace sentirnos bien, o nos proporciona seguri­dad, o no nos exige demasiado...

Dios es más arrollador y satisface mucho más que todas esas cosas. El «grial» que andamos buscando no es otro que Dios. Pero hablar de Dios no es lo mismo que buscarlo, como lo de­muestran desde los santos más humildes hasta los más soberbios jerarcas. Para ser contemplati­vos hemos de buscar a Dios en el lugar apropia­do: en el centro mismo del santuario del yo.

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e-creacion

Dos hermanos fueron en cierta ocasión a visitar a un anciano monje. Éste no tenía la costumbre de comer todos los días, pero, cuando vio a los hermanos, les saludó alegremente y les dijo: «El ayuno tiene su propia recompensa; pero, si comes por amor, cumples dos mandamientos, pues, por una parte, abdicas de tu voluntad y, por otra, observas el mandamiento de amar al otro».

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Aunque a la mayoría de nosotros nos cueste admitirlo, la verdad es que el «ayuno», como cualquier actitud de disciplina o de austeridad ante la vida -la dedicación fiel al trabajo, al de­ber, a las responsabilidades, a los negocios, a la productividad-, tiene sus propias recompensas. Por muy difícil que el trabajo en sí pueda parecer a quienes nos ven realizarlo, la vehemencia con que lo hacemos encierra un algo enormemente gratificante. La sola idea de renunciar a una ruti­na espartana para ir visitar a un familiar anciano, jugar con los hijos, escribir una carta personal, sacar a pasear al perro, ir a pescar o salir de ex­cursión, nos desconcierta y nos asusta. ¡Somos personas serias! ¡Nuestras obligaciones son de­masiado importantes como para pensar en seme­jantes cosas! Estamos demasiado «ocupados» para ser humanos.

Así pues, nos pasamos la vida hablando sin parar, embotando nuestra sensibilidad. Día tras día, ahogamos nuestro espíritu a base de ratina, en lugar de permitirle aventurarse libremente en otros campos del pensamiento, en otros tipos de experiencia, y disfrutar otros momentos de belle­za. Nos limitamos a seguir haciendo las mismas

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124 LA VIDA ILUMINADA

cosas una y otra vez. Y lo peor es que nos cree­mos espiritualmente nobles por hacerlas. La vir­tud se convierte en las anteojeras de nuestro espí­ritu. Nunca vemos al Dios que está en todas par­tes, porque nunca miramos más que donde ya habíamos mirado antes.

La re-creación, el santo esparcimiento, es el principal pilar del alma contemplativa, y la teo­logía del Sabbath es su piedra angular. «El sépti­mo día», dice la Escritura, «Dios descansó». Con esta sola imagen, con esta única línea de la Sa­grada Escritura, se santifican la reflexión, la re­creación del espíritu creativo, la trascendencia, el derecho a ser más grandes que lo que hacemos... Negarse a descansar, a jugar, a hacer ejercicio, pretendiendo que el trabajo es más santo, más digno de Dios, más útil para la humanidad que el ocio y el tiempo libre, ataca las raíces mismas de la contemplación.

La vida es algo más que trabajo. El trabajo es inútil y hasta destructivo si yerra en sus objeti­vos. ¿Qué podrá hacer que el trabajo sea fiel a su carácter original si no es el ojo contemplativo pa­ra la verdad y la brújula contemplativa para todas las cosas que Dios llamó buenas? La re-creación es el acto de ensanchar el alma. Cuando detene­mos la carrera a ninguna parte, cuando nos sali­mos del tiovivo de la productividad durante el tiempo necesario para ver que se trata de un círculo cerrado, estamos reclamando una parte de nuestra propia humanidad.

RE-CREACIÓN 125

La finalidad de la re-creación es crear un Sabbath del espíritu. Necesitamos tiempo para evaluar lo que hemos hecho en el pasado. Al igual que Dios, tenemos que preguntarnos si aquello en lo que empleamos nuestra vida es realmente «bueno» para alguien. Si es bueno pa­ra mí, para los que vendrán después de mí y para el mundo en el que ahora vivo.

Debemos valorar el impacto que nuestro tra­bajo diario produce en las vidas de quienes nos rodean. Debemos preguntarnos si lo que estamos haciendo con nuestras vidas y la manera en que lo hacemos justifican el dedicarle toda una vida, ya sea la nuestra o la vida de aquellos con quie­nes nos relacionamos. Sólo el Sabbath, sólo la re-creación, me da la oportunidad de retroceder y pensar, de volver a empezar y renovarme, de pasar por la vida con los ojos y el corazón bien abiertos, de expandir los aspectos más humanos de mi experiencia.

La vida no tiene por qué ser sombría. Por otra parte, la vida no es una prueba de resistencia. La vida es vida, si hacemos que lo sea. ¿Cómo tener la certeza de que la vida está hecha para ser un viaje al fondo de la alegría? Sencillamente, por­que hay demasiadas cosas de las que disfrutar: un día de pesca en una tranquila ensenada, el panorama desde lo alto de una montaña, las fru­tas silvestres que crecen en la colina, un baile callejero en el barrio, un buen libro, el bazar de la parroquia, la cultura de la ciudad, la reunión de familia...

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126 LA VIDA ILUMINADA

Las tradiciones religiosas que se niegan a dis­frutar de la vida rechazan la vida. Pero la religión que rechaza la vida no es religión, porque no logra conectar lo sagrado de aquí con lo sagrado de allá. Para ser contemplativos tenemos que meternos de lleno en la vida, para que todo en la vida pueda llevarnos a Dios.

¡(encía

Uno de los ancianos dijo: «Del mismo modo que no te es posible ver reflejada tu cara en el agua turbia, así tampoco puede el alma, si no está libre de pensamientos extraños, contemplar a Dios en la oración».

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El silencio es un arte que se ha perdido en nues­tra ruidosa sociedad. La radio nos despierta por la mañana, y la televisión, después de funcionar todo el día, se apaga ella sola cuando ya hace un buen rato que nos hemos ido a dormir. Oímos música en los coches, en los ascensores, en las oficinas y en las salas de espera. La música am­biental nos sigue desde la sala de estar hasta la cocina e incluso hasta el cuarto de baño, que está escaleras arriba. Todos los edificios de oficinas poseen sistemas de megafonía para informar al público, y en las esquinas de las calles se han instalado estridentes sistemas de altavoces. Ha­cemos ejercicio con los «cascos» puestos y la grabadora sujeta al cinturón. Nos tendemos en la playa con los auriculares conectados a un repro­ductor de CD. Estamos rodeados e inmersos en el bullicio. Los ruidos de todo tipo, disfrazados de música, de noticias y de series de televisión, se han convertido en las barreras sonoras del espíritu en esta sociedad, impidiéndonos escu­charnos a nosotros mismos.

Lo que el contemplativo sabe, y la sociedad moderna parece haber olvidado, es que la verda­dera esencia del desarrollo espiritual no está en

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130 LA VIDA ILUMINADA

los libros. Está en la «subiecta materia» del yo. Está en las cosas en las que pensamos, en los mensajes que constantemente nos transmitimos a nosotros mismos, en la guerra civil del alma humana que libramos a diario. Pero, mientras no guardemos silencio y escuchemos, jamás podre­mos saber qué es lo que realmente ocurre ni siquiera en nosotros mismos. O especialmente en nosotros mismos.

El silencio nos horroriza, porque nos pone frente a nosotros mismos. El silencio es un aspecto muy peligroso de la vida. Nos dice qué es lo que nos obsesiona. Nos recuerda qué es lo que no hemos resuelto aún en nuestro interior. Nos muestra la otra cara de nosotros mismos, de la que no podemos escapar, que no podemos camuflar con cosméticos ni modificar a base de dinero, de títulos o de poder. El silencio nos deja a solas con nosotros mismos.

En otras palabras, el silencio es el mayor maestro de la vida. Nos muestra lo que tenemos que ser y lo mucho que aún nos falta para serlo. «Dondequiera que esté -escribe el poeta Mark Strand-, soy lo que se echa en falta».

Como el contemplativo sabe muy bien, el silencio es justamente eso que precede a la voz de Dios. Es el vacío en el que Dios y yo nos encontramos en el centro mismo de mi alma. Es la caverna que nuestro espíritu tiene que atrave­sar, eliminando a su paso la disonancia de la vida, para que pueda llenarnos el Dios que allí espera que lo percibamos.

SILENCIO 131

Un día sin silencio es un día sin la presencia del yo. La presión y el esfuerzo de un día ruido­so nos niegan el consuelo de Dios. Es un día en el que somos zarandeados por el mundo que nos rodea y dejados a merced del estruendo y la cha­chara de nuestros propios corazones. Para ser contemplativos tenemos que sofocar la cacofonía del mundo que nos rodea y entrar en nosotros mismos a esperar al Dios que se muestra como un susurro, no como una tormenta. El silencio no sólo nos da al Dios que es Sosiego, sino que ade­más -lo cual es igualmente importante- nos enseña lo que hemos de decir.

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Un hermano fue a ver al abad Teodoro y se puso a hablar y a preguntar sobre cosas que aún no había experimentado. El anciano le dijo: «No has encontrado un barco ni has embarcado tus cosas, ni siquiera has zarpado, y ya pareces haber llegado a la ciudad. Pues bien, haz prime­ro tu trabajo, y ya llegarás al punto del que hablas ahora».

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Una de las obsesiones de la sociedad contempo­ránea es la velocidad. Todo cuanto producimos es para ir más deprisa que quienes nos precedie­ron. Los aviones superan la velocidad del sonido, aunque a nadie parece preocuparle. Los coches se venden por su capacidad para pasar de cero a cien kilómetros por hora en segundos, como si alguien tuviera maldita necesidad. A diario se mejoran las prestaciones de los programas infor­máticos, que reducen en milisegundos la veloci­dad operativa de las versiones precedentes y cuestan cientos de dólares. Para que tenga valor, todo tiene hoy que ir más rápido, arrancar más deprisa y trabajar a velocidades inimaginables para la mente humana. Queremos sopas instantá­neas, etiquetado electrónico, programas de for­mación acelerada, cursillos universitarios de fin de semana y noticiarios en treinta segundos o menos. Somos personas activas y deseamos resultados. Ya no creemos en los procesos, por más que nos guste hablar de ellos.

Pero, como muy bien sabían los monjes del desierto, la vida espiritual no funciona a gran velocidad ni a un número elevado de revolucio­nes. La vida espiritual -la contemplación- es un

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136 LA VIDA ILUMINADA

lento descubrimiento de la mecánica del alma y un proceso aún más lento de recomposición de todas sus partes, a fin de llegar a ver lo que nunca habíamos visto con anterioridad: Dios en todas las cosas y, sobre todo, en nosotros.

Por más irónico que pueda parecer, nuestra generación, con tantas prisas, ha perdido el sen­tido del valor del tiempo. La velocidad no nos ha permitido ahorrar de tiempo, sino únicamente llenar el tiempo con el doble de trabajo del que hacíamos antes. Cuanto más deprisa vamos, tanto más atrás nos quedamos. Ya no nos para­mos a contemplar una puesta de sol. En lugar de ello, fotografiamos los atardeceres, pero luego nunca tenemos tiempo de contemplar las fotos.

Hay cosas, sin embargo, que no es posible apresurar. No podemos, por ejemplo, acelerar el proceso del dolor o el del crecimiento, con el fin de acortarlos. Tampoco podemos precipitar los efectos de una herida o la llegada del amor. No debemos apresurarnos en la búsqueda de Dios y luego, al fracasar en una empresa que requiere toda una vida, decir que ha sido infructuosa. Todas estas cosas tienen sus etapas. Todas ellas demandan un proceso anímico.

El contemplativo sabe que el tiempo se nos da no en aras de la perfección sino en aras del des­cubrimiento. Hay muchas cosas que descubrir en la vida antes de que, finalmente, podamos abrir­nos al Dios que mora en nuestro interior y en torno nuestro y del que brota toda vida. El con­templativo es el que consigue comprender que lo

TIEMPO 137

que aprendemos a lo largo de la vida transforma nuestra existencia.

Tenemos que aprender que ninguna institu­ción es Dios. Que nada que simbolice a Dios es Dios ni puede ser absolutizado.

Tenemos que aprender que nosotros no so­mos Dios. El mundo no fue hecho para nuestro entretenimiento, sino para nuestro crecimiento. Y debemos crecer, por doloroso que sea.

Tenemos que aprender que el Dios al que nin­guna institución puede contener y que es el aire mismo que respiramos está en nosotros esperan­do que lo comprendamos. Debemos dejar de buscar a Dios en las cosas. Dios está en nosotros. Tenemos que aprender, finalmente, que el tiem­po es el don de la comprensión, no la muerte de todos nuestros sueños. Ocurra lo que ocurra, sea cual sea la fase en que nos encontremos, todo es sustancia de Dios. Y cuanto más tengamos de ella, tanto más tendremos de Dios en el presente.

Para ser contemplativos tenemos que empe­zar a ver el tiempo no como una mercancía, sino como un sacramento que nos revela a Dios aquí y ahora. Siempre.

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omprensión

Unos discípulos acudieron a ver al abad Pe-menio y le preguntaron: «Cuando vemos que al­gunos hermanos se quedan dormidos durante el oficio religioso, ¿debemos darles un pellizco para que despierten?». Y el anciano les contestó: «De hecho, si yo viera que un hermano se que­daba dormido, pondría su cabeza sobre mis rodillas y le dejaría descansar».

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La comprensión -la compasión- es el funda­mento de la vida monástica. Sin comprensión no hay la menor esperanza de hacer una comunidad con personas que son extrañas unas para otras. La Regla de san Benito dice con toda claridad que los monjes no deben molestar al «mayordo­mo» del monasterio a horas intempestivas. Las personas no están simplemente para atender a nuestras demandas. El portero debe recibir ama­blemente a quienes llamen a la puerta a la hora que sea, de día o de noche. Cuando las personas tienen necesidades, tenemos que hacer lo posible por satisfacerlas. A los monjes que necesitan más de lo que la regla establece, se les debe dar sin más. La persona es siempre más importante que la regla. Los que sirven la mesa deben comer antes que los demás, para que su trabajo no re­sulte más duro de lo necesario. Ninguna persona existe para nuestra satisfacción. A los monjes que no viven la vida tal como prometieron que harían, es preciso aconsejarlos y corregirlos. To­das las faltas se pueden perdonar; toda vida es una sucesión de etapas. En otras palabras, se trata de una Regla que conoce las limitaciones de la condición humana... y las respeta.

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142 LA VIDA ILUMINADA

La vida no es perfecta, ni las personas son perfectibles. Sólo la comprensión, sólo la com­pasión -la capacidad de soportar la vida con el resto de la humanidad, cualesquiera que sean las cargas que ello ocasione- nos perfecciona. Cuando este concepto se esfuma en nombre de la religión o se olvida en nombre de la bondad, la religión fracasa y la virtud pierde su sentido. Dios es compasivo y nos da lo que necesitamos. Tal vez nadie puede ser verdaderamente contem­plativo, establecer verdadero contacto con la vida divina, recibir de veras la efusión del espíri­tu de Dios, si no hace lo mismo por los demás.

La contemplación es el espejo a través del cual entramos en contacto con la grandeza de Dios, sí, pero es también el filtro por el que dis­cernimos el alcance de nuestra pequenez y, al mismo tiempo, el potencial de nuestra grandeza. El contemplativo no busca la perfección en otra parte que no sea en Dios. El contemplativo com­prende la imperfección. Y, sobre todo, el con­templativo comprende que es precisamente en el momento de la necesidad personal cuando acude Dios a llenar el vacío que hay en nosotros.

El contemplativo sabe que lo que pedimos a Dios, que es plenitud, es lo que nos falta. No saber lo que nos falta es tanto como erigirnos en nuestros propios dioses, una forma bastante en­fermiza de suplir lo verdaderamente importante. Cuando la contemplación, esa absorción en Dios que llena a una persona con la conciencia de la presencia de Dios en todo y en todos, es real, nos

COMPRENSIÓN 143

consume el amor. No hay nadie de quien no nos preocupemos, nadie inferior a nosotros. Sabe­mos que Dios está donde menos lo pensamos, y que allí espera que lo descubramos.

Y cuando lo descubrimos, todo queda absolu­tamente claro: no hay regla que signifique más que la persona que tenemos ante nosotros. No hay pecado tan grande que no se pueda perdonar. No hay necesidad que no deba tenerse en cuenta. No hay sufrimiento que yo tenga derecho a igno­rar. No hay lucha que yo pueda condenar. No hay dolor que yo no esté obligado a soportar.

Dios comprende. Y el verdadero contemplati­vo, por tanto, también comprende.

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El abad Zacarías tuvo una visión y habló de ella con el asceta Carión, su padre espiritual. Exasperado, Carión le golpeó y le dijo que la visión venía de los demonios. Zacarías fue entonces a contárselo al abad Pemenio, el cual, al ver la sinceridad de Zacarías, lo remitió a un monje que era místico. Antes incluso de que Zacarías se lo dijera, el monje ya conocía todos los detalles de la visión y le dijo que con toda seguridad provenía de Dios. Tras de lo cual, le ordenó: «Ahora vuelve y sométete a tu padre espiritual».

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Los monjes del desierto son categóricos: la vi­sión es una cosa; las visiones, otra muy distinta. Las visiones son fenómenos psicológicos que, al final, pueden no tener absolutamente nada que ver con la manera en que vive o evoluciona una persona. Algunas visiones son, ciertamente, do­nes espirituales, pero muchas de ellas son pro­ducto de un sistema emocional sobredimensio-nado. Algunas de las figuras más contemplativas de la historia, por ejemplo, nunca tuvieron una «visiones». Ni Hildegarda de Bingen ni el Maestro Eckhart ni Teresa de Jesús las tuvieron. Sí conocieron la presencia de Dios, pero jamás pretendieron haber tenido una sola prueba física de la misma. En lugar de visiones, lo que tuvie­ron fue visión.

La visión no es física. Es una cualidad del alma. Al igual que el láser, las personas con visión centran su atención en la presencia de Dios en la vida. Ven el santo, sangrante, doliente y conflictivo mundo tal como lo ve Dios: como uno y sagrado. Enamoradas de un Dios amoroso, se ven impulsadas a amar el mundo de Dios como Dios lo ama. Se aprestan a amarlo como Dios lo ama. Ven a Dios en todas partes y en

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148 LA VIDA ILUMINADA

todas las cosas. Buscan, más allá de las exigen­cias personales, chauvinistas, nacionalistas, sec­tarias e incluso doctrinales, la voluntad de Dios para todo el mundo. No se dejan atrapar por los mezquinos planteamientos inspirados en el color de la piel, el género, la jerarquía o el lugar de nacimiento. Viven poseídas por la voluntad de Dios para el mundo y se consumen por hacerla realidad. No caen en la complacencia o el elitis-mo espiritual, sino que trabajan su vida interior, sin esperar de ella ningún tipo de facilidades y sin buscar signos místicos que marquen su creci­miento espiritual. Simplemente, hacen lo que deben hacer: se sumergen en la presencia de Dios hasta que todo se convierte para ellas en signo, y más que signo, de dicha presencia.

La contemplación no es asunto de charlata­nes, telépatas o magos, sino que tiene que ver con cosas muy básicas y muy reales: ver a Dios en todos, encontrar a Dios en todas partes y reac­cionar ante cualquier realidad de la vida como ante un mensaje de parte de Dios. La contempla­ción no es una visión espectacular ni un ungüen­to mágico espiritual. Tampoco es un estado de exaltación. Es, simplemente, conciencia de Dios en lo inmediato.

La auténtica espiritualidad no es una huida a un estado mental de despreocupación o a una realidad ultramundana. Los contemplativos no buscan «visiones». Tan sólo buscan conocer a Dios, el Dios presente en ellos y a su alrededor, en todo y en todos, en el Bien y en la Verdad, en

VISIÓN 149

el amor y la paz universal. Para los contemplati­vos Dios no es un truco de magia. Dios es el aire mismo que respiran.

Para ser contemplativo hay que alimentar el sueño de hacer cada día lo que hay que hacer para que Dios se haga presente aquí y ahora, cueste lo que cueste.

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Uno de los ancianos dijo: «Nunca he querido trabajar en algo que fuera provechoso para mí, pero no para los demás, porque tengo la seguri­dad de que lo que es útil para los demás es bueno también para mí».

Y el abad Teodoro de Fermo dijo: «En estos tiempos, son muchos los que se toman el des­canso por su cuenta antes de que Dios se lo conceda».

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En nuestra sociedad, el trabajo se ha convertido en la manera de ganar dinero, a fin de poder hacer lo que de verdad preferiríamos hacer si no tuviéramos necesidad de trabajar. Tal vez ningu­na otra forma de ver la vida explica con tanta cla­ridad lo que ha ocurrido realmente con la calidad del mundo que nos rodea. Si hay algo que sirva para calibrar la profundidad espiritual, en una sociedad centrada en el trabajo, es, sin lugar a dudas, el trabajo que realizamos y por qué lo rea­lizamos o, a la inversa, el trabajo que no quere­mos realizar y por qué no queremos realizarlo.

El trabajo es la respuesta del contemplativo a la percepción contemplativa. De hecho, es la res­puesta de cualquiera a la profundidad -o a la superficialidad- de sus ideas acerca de la crea­ción. Ser consciente de la presencia de Dios en todas las cosas tiene importantes consecuencias para el modo en que una persona vive el resto de la vida. Lo que sabemos determina lo que hace­mos. Si floto en un «mar de Dios», no hay nada que no sea sagrado. «Trata todas las cosas» -la maceta y la planta, la azada y la tierra- «como si fueran vasos sagrados», recomienda la Regla de san Benito. Se trata de un consejo profundamen­te contemplativo.

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154 LA VIDA ILUMINADA

En la santidad del universo ve el contemplati­vo el rostro de Dios. Hacer algo que desfigure ese rostro, en nombre de algo que no sea digno del Dios que lo creó -beneficio, avidez, ocio, progreso, industria, «defensa»...-, es simplemen­te blasfemo.

Una de las dimensiones más exigentes, y fre­cuentemente ignoradas, del relato de la creación es que, cuando Dios puso fin a su obra creadora, la creación no estaba en realidad concluida. De hecho, Dios nos encomendó a nosotros el resto del proceso. Lo que los seres humanos hacemos en esta tierra sirve para proseguir la creación o para obstaculizarla. Todo depende de cómo vea­mos la vida y nuestro papel en la incesante crea­ción del mundo.

El trabajo constituye nuestra aportación a la creación, nos relaciona con el resto del mundo y nos permite cumplir con nuestra responsabilidad para con el futuro. Dios nos dejó un mundo intacto, un mundo en el que había suficiente para todos. La pregunta que en ahora mismo se hace el contemplativo es: «¿Qué mundo vamos a dejar a quienes nos sucedan?». El contemplativo se esfuerza en configurar el mundo a imagen de Dios. El orden, la limpieza y la solicitud por el medio ambiente insuflan la Gloria de Dios en la realidad material y determinan el carácter de la pequeña parcela del planeta de la que somos res­ponsables.

El contemplativo sabe que el ideal no es re­huir el trabajo. Según el Génesis, lo primero que

TRABAJO 155

se exige a Adán y Eva es que labren y cuiden el jardín. Se les ordena, pues, que trabajen mucho antes de pecar. En la tradición judeo-cristiana, el trabajo no es un castigo por el pecado, sino que es lo propio de lo conscientemente humano. No vivimos para ser superados por el trabajo. Vivimos para trabajar bien, para trabajar con una finalidad, para trabajar con honradez, calidad y creatividad. Los suelos que friegan los contem­plativos nunca han estado más limpios. Las pata­tas que el contemplativo cultiva no dañan la tie­rra en la que crecen, con el pretexto de una mejo­ra de la productividad. Las máquinas que un con­templativo diseña y construye no están destina­das a destruir la vida, sino a hacerla más posible para todos. Las personas a las que sirve el con­templativo reciben tantos cuidados como los que Dios nos ha dispensado a nosotros.

El contemplativo se somete al principio de «labrar y cuidar el jardín». El trabajo no nos aparta de Dios, sino que nos acerca su Reino más de lo que lo estaba antes de nuestra llegada. El trabajo no nos separa de Dios, sino que prosigue su obra a través de nosotros. El trabajo es el sacerdocio de la especie humana. Convierte lo ordinario en grandeza de Dios.

Para ser un verdadero contemplativo tengo que trabajar como si la preservación del mundo dependiera de lo que yo hago en este pequeño e insignificante espacio que llamo «mi vida».

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enofílía T-A amor a ios extranjeros

Decía la abadesa Sara: «Si yo pidiera a Dios que todos pudieran inspirarse en mí, luego ten­dría que llamar pidiendo perdón a todas las puertas. Prefiero pedir que mi corazón sea puro para con ellos, más que ser capaz de cambiar algo en los suyos».

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Lo que nos distingue a los contemplativos no es lo que los demás piensan de nosotros, sino lo que nosotros pensamos de los demás. Nuestra misión no es convertir a los demás, ni siquiera influir en ellos, y mucho menos impresionarlos. Nuestra meta en la vida es convertirnos a nosotros mis­mos, dejando de preocuparnos enfermizamente de nuestro propio yo para ser conscientes de cómo la bondad de Dios se halla presente en los demás. Y orar por ello no es perder el tiempo. La belleza de un alma sin tapujos no es fácil de per­cibir en un mundo en el que el otro -el extraño, el extranjero, el desconocido- amenaza mi senti­do de la seguridad y las pirámides de control social. A fin de cuentas, todos sabemos quién manda, y no podemos permitir que nadie de fuera ponga en peligro un sistema construido sobre los absolutos que hemos ideado para noso­tros mismos.

En nuestra cultura, enseguida aprendemos que el mundo está a nuestra disposición. Y, por encima de todo, aprendemos que nosotros somos la norma. Sabemos que estamos en el vértice de la pirámide. El chauvinismo nos asfixia. Por su­puesto que los mensajes únicamente se insinúan, pero, aun así, son muy claros. Otras culturas no

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160 LA VIDA ILUMINADA

son, ni mucho menos, tan «modernas», «progre­sistas» o «desarrolladas» -es decir, civilizadas-corno la nuestra. Otros grupos étnicos no son, ni mucho menos, tan inteligentes y refinados. Hay una jerarquía de los logros humanos y -como lo muestra la historia, lo dicta la economía y lo corrobora el poder- nosotros presidimos dicha jerarquía.

El «nosotros» y el «ellos» son los distintivos de una época marcada por la presencia abruma­dora de refugiados e inmigrantes y, sin embargo, inseparablemente interrelacionada, en un mundo en el que ya no hay fronteras naturales. Es ver­dad que ahora tenemos un solo mundo, pero es un mundo complejamente entrelazado y doloro-samente estratificado. Vivimos en un mundo, una ciudad, un vecindario... en los que «ellos» son muchos más que «nosotros». Nosotros, obvia­mente, tenemos por naturaleza derecho a todo cuanto necesitamos para vivir con dignidad y seguridad. A ellos, en cambio, les pedimos que tengan paciencia y que trabajen más para obtener tal derecho, e incluso a veces les obligamos a ver cómo nosotros consumimos hasta agotarlo aque­llo de lo que ellos carecen en absoluto. En medio de todo ello, y para defender a algunos de «noso­tros» frente a todos «ellos», el mundo acaba teniendo que soportar verdaderas batallas por el empleo, durísimos conflictos por la distribución de los alimentos, verdaderas guerras por el agua, por la tierra y, lo que es más triste, por razón de la limpieza étnica.

XENOFILIA, EL AMOR A LOS EXTRANJEROS 161

Pero el problema social es una cosa, y el pro­blema espiritual otra muy distinta. La realidad es que esos conflictos y esas guerras no se producen «en otra parte», sino en el corazón mismo del ser humano. Hemos dividido el mundo entre «los de dentro» y «los de fuera», cuando en realidad ya no nadie que sea «de fuera». En nuestras salas de estar vive la ciudad entera, el mundo entero, que pugna por hacerse con nuestros corazones. Sólo el contemplativo vive bien en un mundo cuya seguridad depende del corazón receptivo.

Hay pocas cosas en la vida más amenazado­ras para la persona cuya religión es el provincia­nismo, y pocas cosas más reveladoras para el contemplativo, que el extranjero. El contemplati­vo ve en el otro lo que a él le falta. Es en el ex­tranjero donde la nueva palabra de Dios se mues­tra más claramente a quienes descubren detrás de las apariencias la refracción del misterio divino en la realidad mundana.

Para el contemplativo, el extranjero es el án­gel de Tobías, el visitante de la tienda de Abra-ham y Sara, el sonido del «Ave, María» en el jar­dín, que nos llama a una vida que ni conocemos ni podemos predecir. Es el extranjero quien de­sactiva todas nuestras ideas preconcebidas acer­ca de la vida y todos nuestros estereotipos acer­ca del mundo. Es el extranjero quien convierte lo sobrenatural en natural. Es el extranjero quien pone a prueba todas nuestras buenas intenciones.

Para ser contemplativos tenemos que abrir nuestros corazones y nuestras puertas al extran-

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jero, en quien vive la Palabra que llama a nues­tros excluyentes corazones a romper las fronte­ras en que puede encerrarnos nuestro sectarismo. Para ser contemplativos tenemos que vivir en paz y proclamar la paz a todos y en todas partes. Tenemos que hablar bien de todos aquellos a quienes no conocemos y que, sin embargo, sabe­mos que están tan llenos de Dios como nosotros, si no más.

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El abad Nilo dijo: «No quieras que las cosas sean como a ti te parece que es mejor para ti, sino como quiere Dios que sean. Así te verás libre de confusión y te mostrarás agradecido en tu oración».

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¿Quién, en uno u otro momento, no ha deseado que su vida fuera diferente de cómo es? ¿Quién de nosotros no lo ha querido? Nos cansamos de lo que hacemos o del lugar donde estamos, y sus­piramos por tiempos mejores en cualquier otro lugar. Querríamos hacer algo diferente, pero, en el fondo, no sabemos realmente qué. Lo único que sabemos es que ansiamos lo que no tenemos. Estamos confusos. Nos falta ese agradecimiento a la vida de que hablan los monjes del desierto. Vamos por la vida irritados y quejándonos de to­do. Y de ese modo la echamos a perder: al con­cluir la vida, resulta que no la hemos vivido. An­siamos lo que no podemos ver.

La contemplación es también ansia. Pero el contemplativo sabe que, vayamos adonde vaya­mos -y, si la llamada es clara, tenemos que ir-, al final seguiremos ansiando lo que no se puede ver. De hecho, el ansia es un signo de la vida espiritual. Quienes no ansian a Dios no lo cono­cen. Pero el ansia de Dios nos exige dejar que la Vida que hay en nosotros, que es la energía del universo, nos ponga en contacto con la Vida que está por doquier, en todos los seres y en todos los tiempos, siempre.

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166 LA VIDA ILUMINADA

La contemplación es el imán del alma. Nos hace salir de nosotros mismos y, al mismo tiem­po, nos hace entrar en lo más hondo de nosotros mismos. Siempre inquietos y siempre en paz. Lo que tenemos es todo cuanto hay, y nunca es sufi­ciente. El contemplativo ansia siempre la Luz que inunda toda la vida, pero que, sin embargo, no es más que un vislumbre del Misterio total en el que estamos inmersos.

La contemplación es la entrega del yo a la unidad con Aquel que es la vida del universo en­tero, Aquel de quien todo es parte y nada es todo. Es alegría y dolor en las disyuntivas decisivas. Es Dios en todas partes y en ninguna. Las implica­ciones de todo ello nos sobrecogen: ser contem­plativo significa vivir al mismo tiempo en la pre­sencia y en la ausencia de Dios.

El contemplativo se pasa la vida alimentando la presencia del Último y anhelando siempre su ausencia. Para el contemplativo, la Vida no es más que el comienzo de la consciencia. La muer­te es tan sólo nacer a la nueva vida, el proceso por el que somos expulsados del seno del mundo para entrar en el seno de Dios, de una vida en la oscuridad a la Vida en la luz.

El contemplativo disfruta... y el contemplati­vo ansia. La vida lo es todo, y la vida está vacía. La vida hay que vivirla en plenitud.

La única pregunta para el alma inquieta es: ¿qué ansiamos? Si sólo ansiamos más de noso­tros mismos, nunca estaremos satisfechos, por­que, dada nuestra pequenez, no somos suficiente

ANSIA 167

para nosotros mismos. Si ansiamos a Dios, tam­poco nos sentiremos satisfechos, pero al menos sabremos que tenemos lo que estamos deseando descubrir: la Gloria de Dios en nosotros.

Para ser contemplativo es preciso decir cada día lo que los sabios de todas las tradiciones nos han venido diciendo una y otra vez a lo largo de los tiempos: «Dios está en mí, y yo soy de Dios, y por eso todas las cosas y yo somos uno. Aleluya».

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El abad Lot fue a ver al abad José y le dijo: «Padre, en lo que puedo, observo una regla sen­cilla, hago pequeños ayunos, practico algo de oración y meditación, guardo silencio y, en la medida de lo posible, procuro mantener limpio mi pensamiento. ¿Qué más debería hacer?». El viejo monje se puso en pie, alzó las manos hacia el cielo, y sus dedos se convirtieron en diez antorchas llameantes. Entonces dijo: «¿Por qué no te transformas en fuego?».

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«¿Quién puede ver a Dios y seguir vivo?», pre­guntaban los antiguos. Es una pregunta impor­tante. Mientras buscamos señales de nuestro pro­greso espiritual, posiblemente el criterio se encierre en la siguiente pregunta: ¿quién puede ver a Dios y seguir viviendo la vida opaca, errá­tica y autosuficiente que vivía antes de que Dios pasara a ser la presencia en la vida que relativiza todas las demás presencias? Dios no está en el huracán, dice el profeta. Y es verdad, y el con­templativo lo sabe. Más bien, Dios es el huracán. Dios es la energía que nos mueve, la antorcha que nos guía, la vida que nos llama, el Espíritu que nos habita y nos transporta... más allá de toda duda, más allá de todo fracaso, a pesar de todas las dificultades. Y a esa Energía no hay más respuesta aceptable y posible que la energía. Aquellos cuyo corazón no siente pasión por la justicia, que no tratan incansablemente de com­prender a los demás, ni son conscientes de su responsabilidad para con el reino de Dios, ni sienten una punzante e insistente llamada a tras­cenderse a sí mismos, ni se comprometen decidi­damente con la comunidad humana, ni son capa­ces de percibir la belleza, ni poseen la paciencia

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que todo ello exige en la vida diaria, es posible que busquen a Dios, pero -no nos equivoque­mos- Dios sigue siendo para ellos tan sólo una idea, todo lo valiosa que se quiera, pero no una Realidad.

La contemplación es una actividad muy peli­grosa. No sólo nos pone frente a frente ante Dios, sino que nos pone también frente a frente ante el mundo y ante nosotros mismos. Y, naturalmente, hay que hacer algo. La presencia de Dios es una realidad exigente. Una vez que hemos encontra­do a Dios dentro de nosotros, nada sigue siendo lo mismo. Nos convertimos en personas nuevas y, al hacerlo, también vemos de una manera nueva todo cuanto nos rodean. Quedamos conec­tados con todo y con todos. Llevamos el mundo en nuestros corazones: la opresión de los pue­blos, el sufrimiento de los amigos, las cargas de los enemigos, el saqueo de la tierra, el hambre de los pobres, los sueños de los niños... La con­ciencia ilumina nuestros corazones. El celo nos consume.

El celo -«punto de ignición», en griego-tiene que ver con sentir por algo tal solicitud que haga que merezca la pena haber nacido. Sin celo, la vida es, en el mejor de los casos, el tiempo entre un comienzo inútil y un final sin sentido. Vivir sin creer en algo por lo que merezca la pena vivir es una triste y sombría existencia.

Por supuesto que el celo puede fracasar. Un celo no basado en Dios es una peste del espíritu. Se manifiesta en forma de antisemitismo, de

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pena capital, de quema de brujas, de homofobia, de sexismo, de guerra nuclear... Un celo basado en un Dios pequeño y mezquino se convierte en la Inquisición, en los talibanes, en las excomu­niones, en las exclusiones y en los silenciamien-tos canónicos. «Hay un celo bueno que lleva a la vida -enseña la Regla de san Benito- y un celo amargo y malo que lleva a la muerte». La adver­tencia es clara: podemos ponernos en el lugar de Dios, en lugar de arrojarnos en los brazos de Dios. Dejarse guiar por algo menor que el Dios del Amor y, en consecuencia, amar menos gene­rosamente todo y a todos en el mundo, es expo­nerse a caer en manos del celo malo y amargo en nombre del Dios de la venganza.

Si queremos ser contemplativos hemos de ser celosamente entusiastas del Dios del Amor, en quien todas las cosas tienen su principio y su fin. Hemos de convertirnos del todo en fuego. Afor­tunadamente, sabremos percibir cuándo suce­de esto, porque nos sentiremos consumidos de amor, no sólo por Dios, sino por todo cuanto Dios ha creado. No hay señal más evidente de la contemplación. Entonces, y sólo entonces, nues­tro celo podrá derramarse sobre el mundo.

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El abad Antonio dijo: «Se acerca el día en que las personas se volverán locas y, cuando vean a alguien que no lo está, lo atacarán diciendo: "Estás loco, porque no eres como nosotros "».

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A menudo pensamos que quienes se resisten en cualesquiera circunstancias a negar la bondad esencial de la vida están locos. Seamos realistas, decimos, y reconozcamos la existencia del mal y del sufrimiento. Muchas veces nos sentimos in­clinados a pensar que quienes siguen viendo la vida allí donde la vida parece vacía y estéril, son, en el mejor de los casos, unos estúpidos. Hay que ser sensatos, decimos. Pero, en tal caso, puede que seamos nosotros los locos. La verdad es que la contemplación, la capacidad de ver el alma de la vida por detrás de lo obvio, es la cor­dura fundamental. El contemplativo ve la vida tal como realmente es, a pesar de tanto conflicto y de tanto dolor: impregnada de Dios, radiante de eternidad, rebosante de energía, y tan desbordan­te de bondad que el mal nunca sale del todo victorioso.

La contemplación mantiene los ojos del alma fijos en la Bondad. Pero la contemplación es tan importante por lo que no es como por lo que es. La contemplación no es una manía espiritual ni una especie de engaño religioso. No es ni un beneficio añadido de un ascetismo radical ni un subproducto automático de un rito hipnotizador.

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Tampoco es un desequilibrio mental con visos de religión. La contemplación es la corona del espí­ritu, la puerta del corazón por la que entra todo lo bueno y se recibe todo como don de Dios. La contemplación perdura a lo largo del tiempo y de las tradiciones, más allá de las culturas y de los credos, a pesar de las cautelas religiosas o de las prescripciones sacerdotales en contra. La con­ciencia de la presencia de Dios en el espesor de lo cotidiano, en todas partes, en todas las ocasio­nes y en todas las personas, subyace a las gran­des aventuras espirituales. Los creyentes sólo creen en Dios. Los buscadores ven a Dios en todas partes; ven lo que otros ni siquiera pueden imaginar: la presencia de Dios en las realidades de cada día. La diferencia básica entre quienes son piadosos y quienes son contemplativos es que, una vez que han logrado ver a Dios en el mundo en el que están inmersos, los contempla­tivos no dejan nunca de ver de nuevo, por muy increíbles que puedan ser las circunstancias. No es el contemplativo el que está loco; es el resto del mundo el que carece de lo necesario para estar cuerdo en un mundo con frecuencia enloquecido.

Los monjes del desierto lo expresaban del siguiente modo: Cuando estaba agonizando, el abad Benjamín dio su última lección a sus discí­pulos: «Haced esto y os salvaréis: estad siempre alegres, orad constantemente y no dejéis nunca de dar gracias».

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En última instancia, el fruto de la contempla­ción es la alegría. Cuando caminamos con Dios, ¿qué podemos temer? La serenidad se apodera de quienes caminan con Dios. La seguridad la alcanzan quienes ven a Dios en todas las cosas. La paz inunda a quienes saben que todo cuanto existe es de Dios, con tal de que queramos que lo sea.

Y, sobre todo, la alegría, la alabanza y el agra­decimiento habitan los corazones de quienes viven en Dios. Pero no se trata de la alegría del botarate: el contemplativo sabe percibir cuándo el mal ronda su mente. Ni se trata de la alabanza del adulador: el contemplativo conoce la lucha cuando llegan las dificultades. Tampoco se trata del agradecimiento del necio: el contemplativo reconoce la diferencia entre el grano y la paja, y sabe que el grano es para hacer pan, y la paja pa­ra hacer fuego. El contemplativo cae en la cuen­ta de que todo en la vida tiene como finalidad encender el fuego de la vida de Dios en nosotros. Por eso, el contemplativo sigue adelante lleno de alegría, con la alabanza siempre en su boca y el agradecimiento en su corazón. ¿Qué mejor modo de hacer que la luz del diamante brille en las tinieblas?

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Las citas de los monjes del desierto pertenecen a las siguientes obras:

NOMURA, Yushi, Desert Wisdom: Sayings from the Desert Fathers, Image Books, Garden City (NY) 1984 (trad. cast.: Sabiduría del desierto. Dichos de los Padres del Desierto, San Pablo, Madrid 19943).

The Sayings of the Desert Fathers: The Alphabetical Collection, Cistercian Publica-tions, Kalamazoo (Mich) 1975.

Las Sentencias de los Padres del desierto. Los apotegmas de los Padres (Recensión de Pelagio y Juan), traducción directa del latín por José F. de Retana, DDB, Bilbao 1988.

Otras fuentes:

HILLESUM, Etty, An Interrupted Life, Pantheon Books, Nueva York 1983 (véase: Paul LEBEAU, Etty Hillesum. Un itinerario espiri­tual. Amsterdam 1941 - Auschwitz 1943, Sal Terrae, Santander 2000).

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JÁGER, Willigis, Searchfor the Meaning ofLife: Essays and Reflections on the Mystical Experience, Triumph Books, Ligouri (Mo) 1995.

Regla del gran patriarca san Benito, Abadía de santo Domingo de Silos, 19858.

WILSON, Andrew (ed.), World Scripture: A Comparative Anthology of Sacred Texts, Paragon House, New York, 1991.