Chateaubriand Francois - Atala

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ATALA FRANÇOIS AUGUSTE RENÉ DE CHATEAUBRIAND

Transcript of Chateaubriand Francois - Atala

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    F R A N O I S A U G U S T ER E N D E

    C H A T E A U B R I A N D

    Diego Ruiz

  • Ediciones elaleph.com

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    PREFACIO

    Era an muy joven cuando conceb la idea dehacer la epopeya del hombre de la Naturaleza, o sea pintarlas costumbres de los salvajes relacionndolas conalgn acontecimiento conocido. Despus del descu-brimiento de la Amrica, no he hallado asunto msinteresante, especialmente para los franceses, que lasangrienta matanza de la colonia de los natchez en laLuisiana en 1727. Las tribus indias, conspirandopor espacio de dos siglos de opresin, para dar lalibertad al nuevo mundo, me parecieron prestarseperfectamente a mi trabajo, y ofrecerme un asunto,casi tan magnfico como la conquista de Mjico.Trac algunos fragmentos de esta obra en el papel,pero descubr bien pronto que careca de los verda-deros colores, y que si quera hacer una imagen quese pareciese al original, necesitaba, a ejemplo deHomero, visitar los pueblos que quera pintar. En1789 particip a Mr. de Malesherbes el designio queabrigaba, de pasar a Amrica, pero deseando almismo tiempo utilizar mi viaje, conceb el proyectode descubrir por tierra el paso tan buscado, y acercadel cual el mismo Cook haba dudado. Part: vi las

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    soledades americanas, y volv con planos para reali-zar un segundo viaje que deba durar nueve aos;proponame atravesar todo el continente de la Am-rica septentrional, navegar en seguida, a lo largo delas costas al norte de la California, y volver por labaha de Hudson, dando vuelta al polo. Mr. de Ma-lesherbes se encarg de presentar mis planos al Go-bierno, y entonces oy ste los primeros fragmentosde la obrita que hoy publico. La revolucin destruytodos mis proyectos. Cubierto con la sangre de mihermano nico, de mi cuada y de su ilustre y an-ciano padre; habiendo visto morir a mi madre y aotra hermana de talento esclarecido, a consecuenciade los malos tratamientos que habla experimentadoen los calabozos, vagu por tierras extraas, dondefue asesinado en mis brazos el nico amigo queconservaba.

    De todos mis manuscritos relativos a Amrica,slo he salvado algunos fragmentos, y en particularla Atala, que no es ms que un episodio de losnatchez. Atala ha sido escrita en el desierto y bajo laschozas de los salvajes; ignoro si agradar al pblicoesta historia que se aparta de todo lo conocido hastahoy, y presenta una naturaleza y unas costumbrescompletamente extraas a Europa. En la Atala no

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    hay aventuras; es una especie de poema en partedescriptivo y en parte dramtico: todo consiste en lapintura de dos amantes que marchan y cazan en lasoledad, presentando mi cuadro las turbulencias delamor en medio de la calma de los desiertos. He pro-curado dar a esta obra las formas ms antiguas, y lahe dividido en prlogo, narracin y eplogo. Lasprincipales partes de la narracin toman una deno-minacin especial, corno los cazadores, los labradores,etc.; no de otro modo cantaban, bajo diversos ttu-los, los fragmentos de la Ilada y de, la Odisea losrapsodas de la Grecia en los primeros siglos.

    Dir tambin que mi objeto no ha sido arrancarmuchas lgrimas, pues me parece un error peligroso,propalado como tantos otros por Voltaire, que lasobras de mrito son aquellas que ms hacen llorar. Dramashay de los que nadie querra ser autor, y que desga-rran el corazn, aunque de una manera muy distintaque la Eneida. No es ciertamente grande un escritorporque ponga el alma en tortura, pues las verdade-ras lgrimas son las que hace correr una bella poe-sa, a la que vaya unida tanta admiracin comodolor.

    He aqu las palabras que Pramo dirige a Aqui-les:

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    Juzga el exceso de mi desgracia, al tener que be-sar la mano del que ha dado muerte a mi hijo.

    As exclama Jos:Ego sum Joseph, frater vester, quem vendidistis in gyp-

    tum.Yo soy, Jos, vuestro hermano, a quien vendis-

    teis para Egipto.Estas son las nicas lgrimas que deben hume-

    decer las cuerdas de la lira. Las Musas son mujerescelestiales que no desfiguran sus facciones con ar-tificios, y cuando lloran lo hacen con el secreto de-signio de embellecerse.

    Por lo dems, no soy, como Rousseau, un entu-siasta de los salvajes, y aun cuando tenga tal veztanta razn para quejarme de la sociedad comoaquel filsofo tena para alabarla, no creo que el es-tado de pura naturaleza sea el mejor del mundo. Yo lohe hallado demasiadamente deforme, por doquierahe tenido ocasin de verlo, y lejos de juzgar que elhombre que piensa es un animal depravado, creoque el pensamiento es lo que constituye el hombre.La palabra naturaleza lo ha desfigurado todo. Pinte-

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    mos la Naturaleza, pero la Naturaleza bella, puestoque el arte no debe ocuparse en reproducir lasmonstruosidades.

    La moralidad que he querido sacar de la Atala,es fcil de descubrir, y como est reasumida en eleplogo, no la repetir en este lugar, anticipando tanslo algunas palabras acerca del carcter de Chactas,amante de Atala.

    Este es un salvaje ya medio civilizado, puestoque no slo sabe las lenguas vivas, sino que conocelas muertas de Europa. En este concepto debe ex-presarse en un estilo intermedio y conveniente a lalnea en que, marcha, colocado entre la sociedad y laNaturaleza. Esto me ha proporcionado alguna ven-taja, hacindole hablar en lengua, salvaje para pintarlas costumbres, y en europeo en el drama de la na-rracin. Sin esto me hubiera sido preciso renunciara la obra, pues si me hubiera servido siempre delestilo indio, Atala hubiese estado en griego para ellector.

    Respecto al misionero, es un sencillo sacerdoteque habla, sin sonrojarse, de la cruz, de la sangre de sudivino Maestro, de la corrupcin de la carne, etc.; en unapalabra, es el sacerdote tal cual es. S que es difcilpintar un carcter semejante sin despertar en la

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    mente de ciertos lectores ideas ridculas. Si no loconsigo, har reir. Jzguese.

    Rstame slo una cosa que decir: ignoro por qucasualidad ha excitado la atencin pblica, muchoms de lo que esperaba, una carta que dirig a Mr.Fontanes. Yo crea que unas cuantas lneas de unautor desconocido pasaran desapercibidas; peroesto no obstante, los papeles pblicos parece hantenido una especie de complacencia en ocuparse deella. Reflexionando acerca de este capricho del p-blico, que, ha fijado su atencin en cosa de tan pocovalor, pens podra ser el titulo de mi gran obra elGenio del Cristianismo, etc. Tal vez se haya pensado setrataba de un asunto de partido, y que en ese librome desatara, en improperios contra la revolucin ylos filsofos.

    Al presente est permitido, sin duda, bajo ungobierno que no proscribe ninguna opinin pacfi-ca, tomar la defensa del cristianismo, pues si huboun tiempo en que slo tenan derecho a hablar losadversarios de aquella religin, hoy la liza estabierta, y los que piensan que el cristianismo espotico y moral, pueden decirlo en alta voz, comolos filsofos pueden sostener lo contrario. Me atre-vo a creer que si la gran obra que he emprendido, y

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    que no tardar en ver la luz pblica, hubiera sidoescrita por una mano ms hbil que la ma, la cues-tin sera decisiva.

    De cualquier modo que sea, estoy obligado a de-clarar que en el Genio del Cristianismo he prescindidode la revolucin, y en general be guardado una me-sura que, segn todas las apariencias, no se tendrconmigo.

    Hseme dicho que la mujer clebre1 cuya obraformaba el asunto de mi carta, se ha quejado de unpasaje de ella. Permitirseme me tome la libertad deobservar que no he sido yo el primero que ha em-pleado el arma que se me reprocha, y que me esodiosa, pues no he hecho otra cosa que rechazar elgolpe que se diriga a un hombre cuyo talento me hehecho un deber en admirar, y cuya persona amarsiempre tiernamente. Muy lejos he estado de ofen-der; pero si as ha sucedido, puede borrarse ese pa-saje. Adems, cuando se tiene la, brillante existenciay el talento de madame Stal, fcilmente se debenolvidar las pequeas heridas que pueda hacer unsolitario y un hombre tan ignorado como yo.

    1 Madame Stal.

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    Dir por fin acerca de la Atala, que el asunto noes enteramente invencin ma, pues es cierto huboun salvaje en las galeras y en la corte de Luis XIV,as como lo es tambin que hubo un misionero fran-cs que hizo las cosas que narro, no sindolo menosque ha hallado a los salvajes de los bosques ame-ricanos transportando los huesos de sus antepasa-dos, y a una joven madre exponiendo el cuerpo desu hijo en las ramas de un rbol. Argurias otras cir-cunstancias tambin son verdaderas, pero como noson de un inters general, las he omitido.

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    ATALA

    PRLOGO

    La Francia posea antiguamente en la AmricaSeptentrional, dilatados dominios, que se extendandesde el Labrador hasta la Florida, y desde las cos-tas del Atlntico hasta los lagos ms remotos delAlto Canad.

    Cuatro ros caudalosos, cuyos manantiales estnen las mismas montaas, dividen aquellas inmensasregiones: el San Lorenzo, que se pierde hacia orien-te, en el golfo a que da su nombre; el ro de occi-dente, que tributa sus aguas a mares ignorados; elBorbn, que se precipita de Medioda a Norte, en labaha de Hudson, y l Meschaceb, verdadero nom-bre del Misisip, que corre de Norte a Mediodahasta perderse en el golfo de Mjico.

    Riega este ro, en una extensin de ms de milleguas, una deliciosa regin, denominada por los ha-bitantes de los Estados Unidos el nuevo Edn, yconocida por los franceses con el dulce nombre deLuisiana. Otros mil ros, tributarios del Meschaceb,el Missuri, el Illinois, el Arkansa, el Oho, el Waba-

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    che y el Tennessee, la benefician con su limo y lafertilizan con sus aguas. Cuando estos ros correnengrosados por las lluvias del invierno, y las tem-pestades han derribado bosques enteros, los rbolesarrancados se agrupan en los manantiales. A pocotiempo, el lgamo los asegura, las lianas los enlazan,y las numerosas plantas que en ellos se arraigan,concluyen por consolidar aquellos despojos, que,arrastrados por las espumosas olas, siguen la co-rriente del Meschaceb. Este se apodera de ellos, losimpele hasta el golfo de Mjico, y encallndolos enlos bancos de arena, acrecienta el nmero de susbocas. De tiempo en tiempo levanta su voz po-derosa al pasar por los montes, y derrama sus des-bordadas aguas, Nilo de los desiertos, en derredorde las columnas de los bosques y las pirmides delos sepulcros indios. Empero, como la gracia semuestra siempre unida a la magnificencia en las es-cenas de la Naturaleza, he aqu que mientras la co-rriente del centro empuja al mar los ya inertes pinosy encinas, en las dos corrientes laterales se ve subir,a lo largo de las orillas, flotantes islas de pistia y denenfar, cuyas rosas amarillas descuellan a manerade pequeos pabellones. Las serpientes vers, lasgarzas reales azules, los flamencos de color de rosa,

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    y los escarnosos cocodrilos se embarcan, cual osa-dos navegantes, en aquellos bajeles de flores, y lafeliz colonia, desplegando al viento sus velas de oro,aborda en tranquilo sueo alguna oculta ensenadadel ro.

    Las orillas del Meschaceb presentan el mssorprendente panorama. En la margen occidental,las sabanas se extienden hasta perderse de vista, yalejndose sucesivamente, parecen desvanecerse enel azul del cielo; en estas praderas sin limites se ve,vagar a su capricho rebaos de tres a cuatro mil b-falos silvestres. Tal vez, un decrpito bisonte, hen-diendo las revueltas ondas, va a acostarse en lasaltas hierbas de, alguna isla del Meschaceb. Al versu frente adornada de dos medias lunas, y su barbaanosa y cubierta de limo, pudiera crersele el diosdel ro, que, dirige una mirada altiva a la extensinde sus aguas y a la salvaje riqueza de sus orillas.

    Si tal es la perspectiva de la orilla occidental, lade la oriental cambia por completo para formar unadmirable contraste con aqulla. Inclinados sobrelas lmpidas corrientes, agrupados sobre los peas-cos y las montaas, o dispersos por los valles, visto-sos rboles de todas formas, de todos colores yperfumes, s confunden, crecen a la par, y se pier-

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    den en el aire a desmesurada altura. Las vides sil-vestres, las begonias y las coloquntidas se entrela-zan al pie de estos rboles, escalan sus ramas, seasen a sus copas y pasan del arce al tulpero, y deste al arce, formando mil grutas, mil bvedas yprticos. Y acontece que pendidas de rbol en r-bol, estas lianas atraviesan los diferentes brazos delos ros, sobre los cuales forman maravillosospuentes de flores. En el seno de estas enramadaslevanta la magnolia su cono inmvil, terminado enanchas rosas blancas, dominando todo el bosque,sin otro rival que la palmera, que mece levemente asil lado sus frondosos abanicos.

    Multitud de animales colocados en aquellos reti-ros por la mano del Creador, esparcen en ellos elencanto y la vida. Desde la extremidad de las es-pesas arboledas descbrense los osos, que ebrioscon el zumo de la vid, vacilan sobre las ramas de losolmos; los caribs se baan en un lago, las ardillasnegras se solazan en los espesos ramajes, en tantoque los pjaros-burlones, las palomas de la Virginia,del tamao de un pajarillo, bajan a los cspedes en-rojecidos por las fresas; los papagayos verdes, decabeza amarilla, los picoverdes encarnados y loscardenales de color de fuego, saltan y giran en la

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    extremidad de los cipreces; los colibres centelleansobre los jazmines de la Florida, y las serpien-tes-cazadoras silban sobre los bosques y se colum-pian en ellos, a semejanza de las lianas.

    Mas, si todo es silencio y reposo en las sabanasde la opuesta orilla del ro, todo aqu, por el contra-rio, es movimiento y murmullo: los picotazos de lasaves en el tronco de las encinas; el rumor de losanimales que marchan, pacen o trituran entre, susdientes los frutos de los rboles; el murmullo de lasaguas; los dbiles gemidos, los sordos mugidos y losdulces arrullos, llenan los desiertos de gratas y sal-vajes armonas. Pero cuando el viento anima aque-llas soledades, y estremece los cuerpos que flotan,confundiendo aquellas masas blancas, azules, verdesy de color de rosa; cuando mezcla todos los coloresy rene todos los murimirios, se exhalan tales rumo-res del fondo de los bosques, y la vista admira talesescenas, que fuera intento vano describirlas a losque no han recorrido aquellos campos primitivos dela Naturaleza.

    Despus del descubrimiento del Meschacebpor el padre Marquette, y el desgraciado La Sala, losprimeros franceses que se establecieron en el Biloxiy la Nueva Orleans, contrajeron alianza con los

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    natchez, nacin india, cuyo poder teman aquellasregiones; pero las discordias y la envidia no tarda-ron en ensangrentar una tierra hospitalaria. Habaentre los salvajes un anciano llamado Chactas,2 quepor su edad, sabidura y conocimiento de las cosasde la vida, era el patriarca y el amor de los desiertos,y que como todos los hombres, haba comprado lavirtud a expensas del infortunio. No slo fuerontestigos de sus desgracias los bosques del NuevoMundo, sino tambin las costas de la Francia. Presoen las galeras de Marsella, merced a una atroz injus-ticia, libre, despus, y presentado a Luis XIV, habaconversado con los grandes hombres de su siglo yasistido a las fiestas de Versalles, a las tragedias deRacine y a las oraciones fnebres de Bossuet: en unapalabra, haba contemplado la sociedad en el apo-geo de su esplendor.

    Restituido despus de muchos aos a su patria,Chactas disfrutaba de tranquilidad, aunque el Cielole vendi tambin muy caro este beneficio, pues ha-ba perdido la vista. Una joven le acompaaba porlas orillas del Meschaceb, bien as como Antgone

    2 La vos armoniosa.

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    guiaba a Edipo por el Citern, o como Malvinaconduca a Orin sobre las cumbres de Morven.

    A pesar de las repetidas injusticias que Chactasliaba sufrido por parte de los franceses, amaba astos entraablemente, pues recordaba siempre aFeneln, cuyo husped haba sido, y deseaba poderdispensar algn favor a los compatriotas de tanvirtuoso prelado. Esta ocasin se le present en1725, pues un francs llamado Ren, impelido porsus pasiones y contratiempos, abord a la Luisiana,y subiendo el Meschaceb, lleg al pas de losnatchez, y solicit ser admitido como guerrero enesta nacin.

    Habindole interrogado Chactas, y viendo quesu resolucin era irrevocable, adoptle por hijo y ledio por esposa una india llamada Celuta.

    Poco despus de, este enlace, los salvajes se pre-pararon para marchar a la caza del castor.

    Chactas, aunque ciego, fue designado por elconsejo de los saquems3 como caudillo de la expe-dicin: tal era el respeto que le tributaban las tribusindias. Empezaron las oraciones y los ayunos; losadivinos interpretaron los sueos; los manits fue-

    3 Ancianos o consejeros.

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    ron consultados, ofrecirorise sacrificios de petun, yquemronse trozos de lengua de danta, examinandosi chisporroteaban en las llamas, para explorar lavoluntad de los genios, y al fin se emprendi lamarcha, no sin haber comido antes el perro sagrado; Ren tom parte en la alegre comitiva. Impelidaspor las corrientes, las piraguas subieron el Mescha-ceb y entraron en el Oho. Era el otoo, y los mag-nficos desiertos de Kentucky se dilataban a la at-nita vista del joven francs. Cierta noche a la clari-dad de la luna, mientras los natchez dorman en suspiraguas, y la flota india, levantando sus velas depieles, huan a impulso de una ligera brisa, Ren,que habla quedado solo con Chactas, pidi a ste lanarracin de sus aventuras. El anciano se brind asu deseo, y sentados ambos en la popa de la piragua,habl en estos trminos:

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    LA NARRACIN

    LOS CAZADORES

    Muy singular es, en verdad, querido hijo malo; eldestino que aqu nos rene. Yo veo en ti al hombrecivilizado que se ha hecho salvaje, y t ves en m alhombre salvaje, a quien el Gran Espritu (ignoropor qu designios) ha querido civilizar. Uno y otrohemos entrado en la senda de la vida por sus dosopuestas extremidades; pero t has venido a des-cansar en mi puesto, y yo he ido a sentarme en eltuyo; por esta razn debemos considerar los objetosdesde un punto de vista diametralmente opuesto.Quin de nosotros ha ganado o perdido ms en sucambio de situacin? Arcano es ste que slo cono-cen los genios, de los cuales el menos sabio atesorams sabidura que todos los hombres reunidos.

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    A la prxima luna de las flores,4 se cumplirnsiete veces diez nieves, y tres nieves ms,5 que mimadre me dio a luz en las orillas del Meschaceb.Los espaoles se haban establecido poco antes enla baha de Pensacola, pero ningn blanco habitabaan en la Luisiana. Yo contaba apenas diecisietecadas de hoja, cuando march con mi padre, elguerrero Utalisi, contra los muscogulgos, poderosa,nacin de la Florida, e incorporndonos con losespaoles, nuestros aliados, empeamos una batallaen uno de los brazos del Mbile; pero Areskui,6 ylos manits no nos fueron proficios. Triunfaron,pues, los enemigos; mi padre perdi la vida, y en sudefensa recib dos heridas. Oh! Por qu no bajentonces al pas de las almas,7 substrayndome as alas desventuras que sobre la tierra me esperaban?Los espritus lo decretaron de otra suelte, y me viarrastrado por los fugitivos a San Agustn.

    En esta, ciudad, recin construida por los espa-oles, me hallaba expuesto a ser llevado a las minasde Mjico, cuando un anciano espaol, llamado L-pez, movido a piedad al ver mi juventud y sencillez 4 El mes de mayo.5 Una nieve anual, o lo que es lo mismo, setenta y tres aos.6 Dios de la guerra.

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    me ofreci un asilo y me present a una hermanasuya, con quien viva, sin esposa.

    Entre ambos me cobraron el ms tierno cario,y me educaron con exquisito celo, procurndometoda clase de maestros. Pero, despus de haber pa-sado treinta lunas en San Agustn, me asalt un pro-fundo hasto a la vida de las ciudades; me extenuabavisiblemente, y ora permaneca inmvil horas ente-ras contemplando las cimas de los montes lejanos,ora me sentaba a la margen de un ro, cuya corrientecontemplaba con honda melancola, pues mi fanta-sa me pintaba los bosques que sus aguas habanatravesado, y mi alma viva exclusivamente en lasoledad.

    No pudiendo resistir por ms tiempo mi deseode tornar al desierto, presefitme una maana a L-pez, vestido de salvaje, llevando en una mano miarco y mis flechas, y en la otra mi traje europeo, queentregu a mi generoso protector, a cuyos pies calderramando copiosas lgrimas. Apostrofrne conlos ms odiosos dictados, acusme, de ingratitud, yle dije: Oh padre mo! Ya lo ves: morir si novuelvo a la vida india!

    7 La otra vida

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    Absorto Lpez, se esforz en disuadirme de mipropsito, y me hizo ver el peligro a que me expo-na al caer de nuevo en manos de los muscogulgos;pero vindome resuelto a arrostrarlo todo, exclam,anegado en lgrimas y estrechndome en sus bra-zos:

    V, hijo de la Naturaleza, v a recobrar esahermosa libertad que Lpez no quiere arrebatarte. Sifuese ms joven, te acompaara al desierto, dondetengo tambin dulces recuerdos, y te entregara a losbrazos de tu madre. Cuando te halles en las selvasque te vieron nacer, acurdate alguna vez del ancia-no espaol que te dio franca hospitalidad, y recuer-da tambin, para sentirte movido al amor de tussemejantes, que la primera prueba a que has someti-do el corazn humano, te ha sido favorable. Estodicho, Lpez or al Dios de los cristianos, cuyoculto yo me haba negado a abrazar, y nos separa-mos reprimiendo mal nuestros sollozos.

    No tard en recibir el castigo a que mi ingratitudme haba hecho acreedor. Mi inexperiencia me ex-travi en los bosques, y ca en poder de una partidade muscogulgos y siminoles, como Lpez me lo ha-ba predicho, pues fu reconocido como natche pormi vestido y por las plumas que adornaban mi cabe-

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    za. Atronme, pues, pero no con fuerza, en consi-deracin a mi juventud. Habiendo Simagan, caudillode la partida, querido saber mi nombre, le respond:Mi nombre es Chactas, y soy hijo de Utalisi, el hijode Misc, que han. arrebatado ms de cien ca-belleras, a los hroes muscogulgos. Simagan mereplic: Chactas, hijo de Utalisi, el hijo de Misc,regocjate, pues no tardars en ser quemado en lagran ciudad. Yo repuse: Me regocijo! Y entonmi cancin de muerte.

    Aunque prisionero, no poda, en los primerosdas, dejar de admirar a mis enemigos, pues el mus-cogulgo y su aliado el siminol respiran alegra, amory contento. Su andar es ligero, su truto franco, y suaspecto tranquilo. Habla mucho y con rara vo-lublidad, y su lenguaje es armonioso y fcil. Ni anel progreso de los aos puede robar a los saquemssu sencilla jovialidad, que a semejanza de las cadu-cas aves de nuestros bosques, mezclan sus antiguoscantos con los nuevos trinos de su tierna pos-teridad.

    Las mujeres que acompaaban la partida enemi-ga, manifestaban una solcita piedad y una curiosi-dad ingenua hacia mi juventud; diriganmepreguntas acerca de mi madre y los primeros das de

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    mi vida, y queran saber si mi cuna de musgo se ha-ba amanecido en las floridas ramas de los arces, y silas brisas me haban columpiado sobre los nidos delos pajarillos. Diriganme tambin otras mil pre-guntas relativamente al estado de mi corazn: si ha-ba visto en mis sueos una cierva blanca, y si losrboles del valle secreto me haban aconsejado queamase. Yo responda candorosamente a las madres,a las doncellas y a las esposas de los hombres, y lesdeca: Vosotras sois las gracias del da, y la nocheos ama como al roco. El hombre sale de vuestroseno, para suspenderse de vuestro pecho y de vues-tros labios; vosotras sabis pronunciar palabras m-gicas que adormecan todos los dolores. Esto es loque me deca la mujer que me dio la vida, y que novolver ya a verme! Y me deca adems que las vr-genes son flores misteriosas, que crecen en lugaressolitarios.

    Estos elogios complacan no poco a las mujeres,que me rodeaban de presentes, trayndome cremade nueces, azcar de arce, sagamitas,8 perniles deoso, pieles de castor, mariscos que me sirviesen degalas, y musgo para mi lecho. Conmigo cantaban y

    8 Especie de tortas de maz.

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    rean, y luego lloraban al pensar que mi destino eraser presa de las llamas.

    Cierta noche en que los muscogulgos haban es-tablecido su campo a la entrada de un bosque, mehallaba sentado cerca del fuego de la guerra, con elcazador que me vigilaba, cuando de improviso llega mi odo el leve roce de un vestido sobre la hierba,y vi a una mujer, medio encubierta, que vino a sen-tarse a mi lado. Las lgrimas rodaban por sus me-jillas, y un pequeo crucifijo de oro brillaba sobre supecho, al resplandor del fuego. Aunque su her-mosura no era extremada, advertase en su sem-blante cierto sello de virtud y amor, cuyo atractivoera irresistible y al cual una las ms tiernas gracias:sus miradas respiraban una exquisita sensibilidad yuna profunda melancola, y su sonrisa era celestial.

    Al verla, me di a pensar que era la virgen de losltimos amores, virgen que el Cielo enva al prisio-nero para rodear de encantos su tumba. En estapersuasin, le dije con voz trmula, y con una agita-cin que no proceda del temor a la hoguera: Vir-gen! Digna eres de los primeros amores; que no hassido formada para los ltimos. Los movimientos deun corazn que en breve cesar de latir, responde-ran harto mal a las palpitaciones del tuyo. Cmo

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    hermanar la muerte con la vida? T me haras amardemasiado la existencia: sea, pues, otro hombrems venturoso que yo, y nanse la liana y la encinaen largos abrazos!

    La misteriosa, joven me respondi: No soy lavirgen de los ltimos amores. Eres cristiano? Yole repliqu que no haba sido infiel a los genios tu-telares de mi cabaa. Al oir estas palabras, la indiahizo un involuntario movimiento, y me dijo: De-ploro que seas un vil idlatra. Mi madre me ha he-cho cristiana; Atala es mi nombre, y soy hija deSimagan, el de los brazaletes de oro, el caudillo delos guerreros que te rodean. Nos dirigimos a Apala.chuela, donde sers arrojado a la hoguera. Estodiciendo, Atala se levant y se ocult a mi vista.

    Al llegar aqu, Chactas se vio precisado a inte-rrumpir su narracin. Los recuerdos se agolparonen su alma, y sus apagados ojos inundaron en lgri-mas sus rugosas mejillas: no de otro modo, dos ma-nantiales ocultos en las profundas entraas de latierra, filtran sus ignoradas aguas por entre los ru-dos peascos.

    Reanudando al fin el hilo de su discurso, prosi-gui: Oh, hijo mo! Ya ves cun pequeo es Chac-tas, a pesar de su reputacin de sabio. Ay! Aun

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    cuando los hombres no puedan ya ver, pueden llo-rar! Durante muchas noches la hija del saquem vinoa verme, pero sin proferir palabra. El sueo habahudo de mis ojos, y Atala se pintaba en mi corazn,grata como un recuerdo del hogar paterno.

    Al da dcimo sptimo de marcha, y a la hora enque la efmera sale de las aguas, entramos en la gransabana de Alachua, rodeada de colinas, que mos-trndose unas tras otras, sustentan, en unas cimasque se pierden en las nubes, bosques de copalmas,de limoneros, de magnolias y encinas. El caudillodio el grito de llegada, y la tropa acamp al pie delas colinas. Fu colocado a alguna distancia a orillasde uno de esos pozos naturales, tan clebres en laFlorida; estaba atado al tronco de un rbol, y unguerrero me custodiaba impaciente. Pocos mo-mentos haba pasado all, cuando Atala se dej versobre los liquidmbares de la fuente. Cazador! --dijo al soldado muscogulgo, -si quieres seguir lapista del corzo, yo guardar al prisionero.

    El guerrero dio un salto de alegra al oir estaspalabras de la hija del cacique, y lanzndose desde lacima de la colina, se perdi en la llanura.

    Inexplicable contradiccin del corazn huma-no! Yo, que tanto haba deseado decir las cosas del

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    misterio a la mujer a quien amaba ya como al sol,turbado y mudo a la sazn, hubiera preferido serarrojado a los cocodrilos de la fuente, a encontrar-me solo con Atala. La hija del desierto se senta nomenos confusa que su prisionero, y ambos guard-bamos un profundo silencio, pues los genios delamor nos haban dejado sin palabras; al fin, Atala,haciendo un esfuerzo, dijo: Guerrero! Ests lige-ramente preso, y puedes huir sin dificultad. Al oirtales razones mi lengua recobr su soltura y res-pond: Ligeramente preso, oh mujer! ... Y no su-pe terminar la frase. Atala me replic, despus dealgunos momentos de duda: Slvate! Y me desatdel tronco del rbol. Yo tom la cuerda, y la puse enla mano de la joven extranjera obligando sus her-mosos dedos a cerrarse sobre ella, gritando: T-mala, tmala! Eres un insensato -me dijo Atala conturbado acento.- Desventurado! Ignoras que teaguarda una hoguera? Qu pretendes? Has olvi-dado que soy la hija de un respetable saquem?- -Hubo un tiempo le respond con lgrimas, -en quefu llevado tambin por mi madre en una piel decastor. Mi padre era dichoso dueo de una hermosacabaa, y sus rebaos beban en las aguas de miltorrentes; ahora, empero, vago por la tierra sin pa-

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    tria ni hogar. Cuando deje de existir, ningn amigoacudir a cubrir con un puado de hierba m ca-dver, para preservarlo de las moscas. Los restos deun extranjero sin fortuna a nadie interesan. Mispalabras enternecieron a Atala, cuyas lgrimas seconfundan con las aguas de la fuente. Ah! -repusecon viveza, -si tu corazn hablase como el mo!No es libre el desierto? No tienen los bosquesrecnditos albergues que nos oculten? Necesitanacaso los hijos de las cabaas, de muchas cosas paraser felices? Oh t, ms hermosa que el primer sue-o del esposo! Oh, querida ma! No temas seguirmis pasos. Estas fueron mis palabras. Atala merespondi con ternura: Joven amigo mo! Hasaprendido la lengua de los blancos, y no es difcilengaar a una india -Cmo! -exclam, -me ape-llidas tu joven amigo! Ah! Si un pobre esclavo... -Si, si! -replic, inclinndose en mi pecho, -un po-bre esclavo... Yo repliqu con vehemencia: Pren-da de tu fe me sea un beso! Atala escuch mi ruego:Yo qued suspenso de sus labios como un cervatilloparece pender de las llores de lianas de rosado co-lor, que ase con delicada lengua en las faldas de lamontaa.

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    Ah, hijo mo! El dolor sigue de cerca a los pa-sos del placer! Quin hubiera podido imaginar queel momento en que Atala me daba la primera prendade su amor, seria el mismo en que destruye se misesperanzas? Blancos cabellos del viejo Cliactas,grande fue vuestro asombro cuando la hija del sa-quem pronunci estas palabras: Hermoso, pri-sionero! He cedido con harta imprudencia a tu de-seo, pero, adnde nos conducir esta pasin? Mireligin me separa de ti para siempre... Oh, madrema! Qu has hecho?

    Atala call de repente, y retuvo no s qu fatalsecreto, prximo a huir de sus labios. Sus palabrasme abismaron en la desesperacin. Pues bien! --exclam, -ser tan cruel como t: no esperes quehuya! Me vers en el cuadro de fuego; oirs loschasquidos de mis carnes, y te regocijars. Atalatom mis manos entre las suyas, diciendo: Pobreidlatra! En verdad, te compadezco! Quieres,pues, que llore con todo mi corazn? Por qu nome es dado huir contigo? Desgraciado ha sido,Atala, el vientre de tu madre! Por qu no te arrojasa los cocodrilos de la fuente? Era la hora del ocaso,y como los cocodrilos empezasen a hacer oir sussordos rugidos, Atala me dijo, poseda de terror:

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    Abandonemos estos lugares! Entonces conduje ala hija de Simagan al pie de las colinas que formabananchos golfos de verdor, al internar sus promonto-rios en la sabana. La tranquilidad y la magnificenciareinaban en el desierto: la cigea chillaba en su ni-do; los bosques repetan el montono canto de lascodornices, los silbidos de las cotorras, los mugisosde los bisontes y los relinchos de los caballos simi-noles.

    Nuestro paseo fue mudo. Yo caminaba al ladode Atala, que tena asida la extremidad de la cuerda,que le haba obligado a tomar. Algunas veces hor-bamos, y otras nos esforzbamos por sonreir. Unasmiradas que ora se dirigan al cielo, ora se fijaban enla tierra; una atencin profunda al canto de cual-quiera avecilla; un involuntario ademn hacia el, solque se perda en el horizonte; una mano estrechadacon intima ternura; un pecho, ya palpitante, ya tran-quilo; los nombres de Cliactas y de Atala, dulce yalternativamente repetidos... Oh primer paso delamor! Muy poderoso debe ser el ascendiente de turecuerdo, cuando despus de tantos aos de infor-tunios, conmueves todava el corazn del viejoChactas!

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    Cun incomprensibles son los mortales, agita-dos por el torbellino de las pasiones! Yo acababa deabandonar al generoso Lpez, y de exponerme a to-dos los peligros para recobrar mi libertad, y en uninstante, la mirada de una mujer haba cambiado misgustos, mis resoluciones, mis pensamientos, y olvi-dando mi pas, mi madre y la muerte horrorosa queme esperaba, me mostraba del todo indiferente acuanto no era Atala. Sin fuerza para elevarme a larazn concedida al hombre, haba cado de repenteen una especie de infancia, y lejos de poder hacercosa alguna para substraerme a una inminente cats-trofe, rame casi necesario que los dems se ocupa-sen de mi sueo y alimento.

    En vano, pues, me pidi de nuevo Atala que laabandonase, arrojndose a mis pies, porque lejos deoir sus ruegos, le asegur que regresara solo alcampo, si se negaba a atarme segunda vez al troncodel rbol. Vise, pues, precisada a complacerme,esperando convencerme en ocasin ms oportuna.

    Al da siguiente del en que qued decidido eldestino de mi vida, nos detuvimos en un valle pocodistante de Cuscowilla, capital de los siminoles, queunidos con los muscogulgos, forman con ellos laconfederacin de los Creek. La hija del pas de las

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    palmeras vino a buscarme a media noche, y mecondujo a un extenso pinar, renovando sus splicaspara que huyese. Sin responderle palabra, tom sumano en la ma, y obligu a la tmida cervatilla a va-gar conmigo en el bosque. La noche era deliciosa: elgenio de los aires sacuda su azul cabellera, embal-samada por los pinos, y se respiraba el leve olor dembar que exhalaban los cocodrilos, ocultos bajolos tamarindos de los ros. Brillaba la luna en mediodel pursimo cielo, y su plateado resplandor baabalos indeterminados perfiles de los montes. Ningnrumor llegaba a nuestros odos, si se excepta ciertaindefinible y lejana armona que llenaba la profundi-dad de los bosques: pudiera decirse que el alma dela soledad suspiraba en toda la extensin del de-sierto.

    Abismados en nuestros pensamientos, descu-brimos al travs de los rboles a un joven que em-puliando una antorcha, pareca el genio de laprimavera, recorriendo los bosques para reanimar laadormecida, Naturaleza. Era un amante que se en-caminaba a la cabaa de su amada, para conocer lasuerte reservada a su amor.

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    Si la virgen -deca- apagaba mi antorcha, seales de que acepta los prometidos votos; mas si secubre sin apagarla, me desdea como esposo.

    Y el guerrero, deslizndose a travs de las som-bras, cantaba en voz remisa estas palabras:

    Me anticipar a los pasos del da en la cima dela montaa, para buscar a mi solitaria paloma entrelas encinas del bosque.

    He suspendido a su cuello un collar de porce-lanas,9 en que hay tres cuentas rojas para mi amor,tres de color de, violeta para mis temores, y tresazules para mis esperanzas.

    Mila tiene los ojos de un armio, y la ondulosacabellera de un campo de arroz; su boca es un ma-risco de color de rosa, rodeado de perlas, y sus pe-chos se asemejan a dos corzos sin mancha, nacidosen un mismo da, de una misma madre.

    Ojal que Mila apague, esta antorcha! Ojalque sus labios derramen sobre ella una sombra vo-luptuosa! Yo fertilizar su seno; la esperanza de lapatria, pender de sus fecundos pechos, y fumar micalumet de paz sobre la cima de mi hijo.

    9 Especie de marisco.

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    Ah! Dejad que me anticipe a los pasos del daen la cima de las montaas, para buscar a n solita-ria paloma entre las encinas del bosque! As canta-ba aquel joven, cuyos acentos agitaronprofundamente mi alma, demudaron el semblantede Atala, y estremecieron nuestras enlazadas manos.Pero de aquella escena vino a distraernos otra nomenos peligrosa para nosotros.

    Pasbamos a la sazn cerca del sepulcro de unnio, que serva de lmite a dos naciones, pues ha-banlo colocado a orillas del camino, segn la cos-tumbre establecida, para que las jvenes pudiesen, alir a la fuente, atraer a su seno el alma de la inocentecriatura y devolverla a la patria. Veanse all en aquelmomento muchas nuevas esposas, que anhe. landogozar las dulzuras de la maternidad, intentaban, en-treabriendo sus labios, recoger el alma, del nio, quecrean ver vagar sobre las flores. La verdadera ma-dre acudi luego a colocar un haz de maz y un ma-nojo de azucenas sobre la tumba, y sentndose enlos hmedos cspedes, y regando la tierra con suleche, habl as a su hijo con carioso acento:

    Por qu te he llorado en tu cuna de tierra,ohhijo mo! Cuando el pajarillo se hace grande, le espreciso buscarse su sustento, y halla en el desierto

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    muchas semillas amargas. T, a lo menos, no hasconocido las lgrimas; a lo menos tu corazn no seha visto expuesto al soplo destructor de los hom-bres. El capullo que se marchita en su cliz, pasacon todos sus perfumes, como has pasado t, ohhijo mo! con toda tu inocencia. Felices los quemueren en la cuna, porque ellos no han conocidosino los besos y las sonrisas maternales!

    Subyugados ya por nuestro corazn, nos senti-mos abrumados por las dulces imgenes del amor yde la maternidad, que parecan seguirnos en aquellasencantadas soledades. Llev a Atala en mis brazosal fondo del bosque, y le dije cosas que en vano in-tentaran mis labios repetir hoy. El viento del me-dioda, mi querido Ren, pierde todo su calor cuan-do atraviesa montaas cubiertas de nieve; las remi-niscencias del amor en el corazn de un ancianoson los rayos del sol reflejados por el tranquilo dis-co de la luna durante la ausencia de aqul, y cuandoel silencio reina en las cabaas de los salvajes.

    Quin poda salvar a Atala? Quin lograraevitar el triunfo de la Naturaleza? Solamente un mi-lagro, y este milagro se realiz. La hija de Simaganrecurri al Dios de los cristianos: postrse en tierray pronunci una ferviente plegaria a su madre y a la

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    Reina de las vrgenes. Desde aquel momento, ohRen! conceb una alta idea de esa religin, que enlos bosques y en medio de todas las privaciones dela vida, puede colmar de mercedes a los desgracia-dos; de esa religin que, oponiendo su poder al to-rrente de las pasiones, basta para vencerlas cuandolas lisonjean de consuno el impenetrable secreto delos bosques, la ausencia de los hombres, y la fideli-dad de las tinieblas.

    Ah! i Cun divina me pareci la sencilla salvaje,la ignorante Atala, que de rodillas ante un aoso yderribado pino, como al pie de un altar, ofreca aDios sentidas oraciones por un amante idlatra! Fi-jos sus ojos en el astro de la noche, y brillando susmejillas al doble llanto de la religin y del amor, suhermosura presentaba un sello inmortal. Muchasveces me pareci que iba a remontar su vuelo haciael sereno firmament; muchas cre vei bajar en losrayos de la luna y escuchar en las ramas de los r-boles esos genios que el Dios de los cristianos envaa los anacoretas de los peascos, cuando se disponea llamarlos a s. A tal espectculo experiment unaprofunda afliccin, pues me asalt el presentimientode que Atala pasara breves das en la tierra.

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    No obstante, derram tantas lgrimas y se mos-tr tan desgraciada que casi me senta ya dispuesto aalejarme, cuando el grito de muerte reson en elbosque. Cuatro hombres armados se arrojaron so-bre m: habamos sido descubiertos, y el jefe de gue-rra habla dado orden de perseguirnos.

    Atala, que pareca una reina por la majestad desu continente, no se dign dirigir la palabra a aque-llos guerreros, y despus de lanzarles una mirada al-tiva, fue a buscar a Simagan, de quien nada le fueposible conseguir. Lejos de esto, duplicronse miscentinelas, se aument el rigor de mi cautiverio, y seme separ de mi amante. Despus de cinco nochesdescubrimos a Apalachucla a orillas del Chata-Uehe;all fui coronado de flores; pintronme el rostro deazul y rojo, me ataron perlas a la nariz y las orejas, yme pusieron en la mano un chichiku.10 As adorna-do para el sacrificio, entr en Apalachuela en mediode los redoblados gritos de la multitud. Mi fin esta-ba prximo, cuando se oy sbitamente el roncosonido de una bocina, y el mico o cacique de la na-cin mand que sta se reuniese.

    10 Instrumento msico de los salvajes.

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    Ya conoces, hijo mo, los tormentos que los sal-vajes hacen sufrir a los prisioneros de guerra. Losmisioneros cristianos haban conseguido, exponien-do su vida y movidos de una caridad infatigable, ha-cer substituir en muchas naciones una esclavitudbastante mitigada, a los horrores de la hoguera. Perolos muscogulgos no haban adoptado an esta cos-tumbre, si bien se habla declarado ya en su favor unpartido numeroso. El mico convocaba en aquellosmomentos a los saquems para decidir sobre tan im-portante asunto, y yo fui conducido al lugar destina-do a las deliberaciones.

    Descollaba no lejos de Apalachuela sobre unaislado montecillo el pabelln del consejo: tres cr-culos de columnas formaban la elegante arquitecturade aquella rotonda. Las columnas eran de ciprspulimentado y esculpido, y aumentaban en altura yespesor, disminuyendo en nmero a medida que seacercaban al centro, ocupado por una sola columna,desde cuya extremidad partan fajas de varias corte-zas, que pasando por los remates de las dems, cu-bran el pabelln a manera de un abanico.

    Reunise el consejo, y cincuenta ancianos, cu-biertos de mantos de pieles de castor, se sentaron enuna especie de gradera, colocada enfrente de la

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    puerta del pabelln. El cacique ocupaba el asientodel centro, empuando el calumet de paz, mediocoloreado por la guerra, y a la derecha de los ancia-nos se vean cincuenta mujeres, vestidas con unatnica de pluma de cisne. Los jefes de guerra, ar-mados con el tomahawk11, rodeada la cabeza devistosas plumas, y teidos de sangre los brazos y elpecho, ocupaban la izquierda.

    Al pie de la columna del centro arda la hogueradel consejo. El primer sacerdote, rodeado de losocho guardias del templo, vestido con un largo trajey ostentando sobre la cabeza un buho relleno depaja, derram un poco de blsamo de copalma so-bre las llamas, y ofreci un sacrificio al sol. La triplefila de ancianos, de matronas y de guerreros, aque-llos sacerdotes, aquellas nubes de incienso y aquelsacrificio, contribuan a dar al consejo un aspectoimponente.

    Yo me hallaba en pie en medio de la asamblea.Terminado el sacrificio, el mico tom la palabra, ydespus de exponer con sencillez el negocio sobreque deba deliberar el consejo, arroj un collar azul

    11 El hacha.

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    en medio de los concurrentes, en testimonio de loque acababa, de decir.

    Levantse entonces un saquein de la tribu delAguila, y habl en estos trminos:

    Mico, padre mo, saquems, matronas y guerre-ros de las cuatro tribus del Aguila, del Castor, de laSerpiente y de la Tortuga, no alteremos las cos-tumbres de nuestros abuelos; quememos este pri-sionero y no enervemos nuestro vigor. Lo que se ospropone es una costumbre de los blancos: debe,pues, ser perniciosa. Entregad un collar rojo quecontenga mis palabras. He dicho. Y arroj un co-llar rojo en la asamblea. Levantse una matrona, yrazon de esta suerte: Aguila, padre mo, dotadoests de la previsin de una zorra, y de la prudentelentitud de una tortuga. Quiero labrar contigo la ca-dena de la amistad, y unidos plantaremos el rbol dela paz; pero cambiemos las costumbres de nuestrosabuelos, en lo que tienen de funesto. Tengamos es-clavos que cultiven nuestros campos, y dejemos deoir los gritos de los prisioneros que afligen el pechode las madres. He dicho.

    Bien as como las olas del mar se estrellan du-rante una tempestad; como son arrebatadas las ho-jas secas en otoo por un huracn; como las canas

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    de Meschaceb se doblan y tornan a levantarse enuna inundacin repentina, o como brama un nume-roso rebao de ciervos en las espesuras de un bos-que, tal se agitaba y murmuraba el consejo, porquelos saquems, los guerreros y las matronas hablabana la vez o alternativamente. Pugnaban los intereses,dividianse las opiniones, y el consejo iba a disolver-se; pero al fin triunf la antigua usanza, y fui conde-nado a la hoguera.

    Una circunstancia favorable vino a aplazar misuplicio; este incidente era la proximidad de la Fiestade los muertos, o el Festn de las almas, pues era costum-bre no dar muerte a los prisioneros durante los dasconsagrados a esta ceremonia. Confiseme, pues, aun severo vigilante, y no es dudoso que los saquemsalejaron a la hija de Simagan, puesto que no volv averla.

    Mientras esto ocurra, las naciones de ms detrescientas leguas en contorno llegaban en tropelpara celebrar la mencionada fiesta, a cuyo efectohabase construido una vasta, cabaa, en un lugarapartado. El da prefijado, cada familia exhum losrestos de sus padres de sus sepulcros particulares, ylos esqueletos fueron colgados, por orden y por fa-milia, en las paredes de la Sala comn de los abuelos.

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    Los vientos (pues se haba desencadenado una tem-pestad), los bosques y las cataratas mugan por fueramientras los ancianos de diferentes naciones ajusta-ban tratados de paz y de alianza sobre los huesos desus padres.

    Celebrronse los juegos fnebres, esto es, la ca-rrera, la pelota y la taba. Dos doncellas se esforza.ban en arrancarse una vara de sauce: los botones desu seno se tocaban, sus manos volteaban sobre lavara, que levantaban sobre sus cabezas; sus hermo-sos y desnudos pies se entrelazaban; encontrbansesus labios, su suave aliento se confunda; mezclabansus sueltas cabelleras al inclinarse, y como al mirar asus madres se ruborizaban, todos las aplaudan. 12Elsacerdote invoc a Michab, genio de las aguas, ynarr las guerras del Gran-Liebre contra Machima-nit, dios del mal; dijo el primer hombre, y Atainsia,la primera mujer, precipitados del cielo por haberperdido la inocencia; la tierra enrojecida con la san-gre fraternal; a Juskeka el impo sacrificando al justoTauhistsaron; el diluvio bajando a la voz del GranEspritu; a Mass, nico que logr salvarse en sucanoa de corteza, y el cuervo enviado al descubri-

    12 Las doncellas salvajes conocen el sentimiento del rubor.

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    miento de la tierra; dijo tambin la hermosa Enda,arrancada a la mansin de las almas por las melo-diosas canciones de su esposo.

    Terminados estos juegos y cantos, dispusironsetodos a dar a sus abuelos una sepultura eterna.

    Creca en las mrgenes del Chata-Uche una hi-guera silvestre, consagrada por el culto de los pue-blos. Las doncellas acostumbraban lavar all sus t-nicas de corteza, que exponan luego al viento deldesierto sobre las ramas de los aosos rboles, y enaquel lugar se haba abierto una inmensa fosa. Lacomitiva sali del fnebre recinto, cantando himnosa la muerte, y cada familia llevaba algunos restossagrados. Al llegar a la formidable fosa, depo-sitronse en ella los despojos de la muerte, exten-dindolos por capas, y separndolas con pieles deoso y de castor; levantse el monte del sepulcro, yse plant el Arbol de los llantos y del sueo.

    Compadezcamos a los hombres, querido Ren.Aquellos mismos indios, cuyas costumbres son taninteresantes, y aquellas mismas mujeres que tan tier-na solicitud me haban manifestado, pedan en-tonces a gritos mi muerte, y naciones enteras retar-daban su regreso para gozar del placer de ver sufrirespantosos tormentos a un indefenso joven.

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    En un valle situado al Norte, y a escasa distanciade la gran ciudad, alzbase un bosque de, cipreses yabetos, denominado el Bosque de la sangre, al cual sellegaba por entre las ruinas de uno de esos mo-numentos cuyo origen se ignora, y que son obra deun pueblo desconocido actualmente. En el centrode aquel bosque se extenda un arenal donde eransacrificados los prisioneros de guerra, y a l fui con-ducido en triunfo. Todo se dispuso para mi muerte:plantse la estaca o poste de Aresku; los pinos, losolmos y los cipreses cayeron al filo de la segur; ele-vse la hoguera, y los espectadores construyeronanfiteatros con ramas y troncos de rboles. Cadacual inventaba un suplicio: quin se propona arran-carme la piel del crneo, quin intentaba quemarmelos ojos con teas encendidas. Entonces empec micancin de muerte:

    No temo los tormentos, pues soy valiente, ohmuscogulgos! Yo os desafo y desprecio ms que adbiles mujeres. Mi padre Utalisi, hijo de Misc, habebido en el crneo de vuestros ms denodadosguerreros; no arrancaris, no, un suspiro a mi cora-zn!

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    Provocado por mi cancin, un guerrero me atra-ves un brazo con una flecha, diciendo: Hermano!te doy gracias.

    A pesar de la actividad de los verdugos, los pre-parativos del suplicio no pudieron terminar antes deponerse el sol, por lo cual se consult al sacerdote, yhabiendo ste prohibido que se turbase el reposo delos genios de las sombras, mi muerte fue aplazadapara el da siguiente. Pero impacientes por gozar detan horrible espectculo, y deseando hallarse msexpeditos al nacer la nueva aurora, no se alejarondel Bosque de la sangre, y encendiendo en l grandeshogueras, se entregaron a sus fiestas y danzas.

    Para mayor seguridad, se me haba acostado deespalda, y las cuerdas que partan de mi cuello, mispies y mis brazos, se sujetaban a unas estacas clava-das en el suelo, y como los guerreros estaban acos-tados sobre ellas, no me era posible hacer el msligero movimiento sin que lo advirtiesen. La nocheadelantaba, y los cantos y las danzas cesaron gra-dualmente; las hogueras despedan ya nicamenteunas llamaradas rojizas, a cuya dudosa claridad veadiscurrir las sombras de algunos salvajes; al fin todose entreg al sueo, y a medida que el rumor de loshombres decreca, aumentaba el del desierto, suce-

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    diendo al tumulto de las voces las quejas del vientoque sacuda el bosque.

    Era la hora en que la joven india que acaba deser madre, despierta llena de sobresalto en medio dela noche, creyendo escuchar los quejidos de su pri-mognito, que le pide el dulce sustento. Con losojos fijos en el cielo, que la luna menguante recorraal travs de las nubes, me entregaba a tristes refle-xiones sobre mi singular destino, y Atala me parecaun monstruo de ingratitud. Abandonarme en elmomento del suplicio, siendo as que yo me hubieraentregado a las llamas antes que alejarme de ella! Yno obstante, senta que la amaba an, y que moriragustoso por ella.

    Hay en el extremo de los placeres un aguijnque nos despierta como para advertirnos que apro-vechemos sus fugaces momentos, y sucede que enlos extremados dolores nos adormece cierto peso,pues cansados de llorar, los ojos procuran natural-mente cerrarse: ntese en esto cmo la bondad de laProvidencia se manifiesta hasta en nuestros infortu-nios. Ced, pues, a mi pesar, a ese letrgico soporque algunas veces se concede a los desgraciados, ysoando que me desataban de mis ligaduras, creexperimentar ese consuelo que, se advierte cuando

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    despus de habernos visto aherrojados, una manoamiga nos libra de nuestra opresin.

    Tan viva lleg a ser esta sensacin, que me hizoabrir los prpados. Al resplandor de la luna, cuyosrayos se deslizaban entre dos nubes, entrev unafigura blanca, inclinada sobre m, y ocupada en des-atar en silencio los lazos que me opriman. Iba aprorrumpir en un grito de sorpresa, cuando unamano, que reconoc al punto, sell mis labios. Que-daba tan slo una cuerda, pero pareca imposiblecortarla sin tocar a un guerrero que la cubra en todala extensin de su cuerpo. Atala acerc su mano aella, y el guerrero se incorpor medio despierto; lajoven qued inmvil y lo mir, y el indio, creyendover el espritu de las ruinas, torn a acostarse ce-rrando los ojos invocando su manit: la ataduraestaba rota! Levantme y segu a mi libertadora, queme alarg la extremidad de un arco, del cual ella te-na asida la otra. Mas cuntos peligros nos rodea-ban! Unas veces nos veamos expuestos a tropezarcon los dormidos salvajes; otras, un centinela nosdiriga la voz, y Atala responda desfigrando la su-ya; gritaban los nios y ladraban los perros. Apenashablamos salido de aquellos funestos lugares, cuan-do el bosque se sinti estremecido por agudos aulli-

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    dos. El campamento se despert, encendironse milhogueras, y velase correr por todas partes a los sal-vajes armados de antorchas: esto nos hizo acelerarnuestros pasos.

    Cuando la aurora se mostr sobre las cumbresde los Apalaches, nos hallbamos ya muy lejos. Cu-n feliz me conceptu al verme otra vez en la sole-dad al lado de Atala! de Atala mi libertadora, deAtala que se entregaba a mi para siempre! Falta milengua de palabras, ca de rodillas y dije a la hija deSimagan: Los hombres son harto insignificantes;pero cuando los genios los visitan, entonces nadason. T eres un genio, t me has visitado, y noacierto a hablar en tu presencia.

    Atala me alarg la mano con dulce sonrisa, y medijo: Me es forzoso seguirte, toda vez que no quie-res huir sin m. Esta noche he seducido al sacerdotepor medio de presentes, he embriagado a tus verdu-gos con esencia de fuego, 13y he arriesgado mi vidapor ti, supuesto que t hubieras dado la tuya por m.S, joven idlatra -aadi con un acento que medej aterrado,- recproco ser el sacrificio! Atalame entreg las armas que haba tenido la previsin

    13 Aguardiente.

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    de traer consigo, y luego cur mi herida, enjugn-dola con una hoja de papaya, empapndola en suslgrimas. Suave es -le dije, -el blsamo que sobremi herida derramas. Mucho temo -me replic,-que sea un veneno. Esto diciendo, rasg uno delos velos que cubran su seno, o hizo de l una ven-da, que, at con un rizo de sus cabellos.

    La embriaguez, que dura mucho tiempo entrelos salvajes, y que es para ellos una especie de enfer-medad, les impidi, sin duda, seguirnos durante losprimeros das, y si nos buscaron en los siguientes, esprobable lo hiciesen por la parte de poniente, en lapersuasin de que habramos procurado encami-narnos al Meschaceb; pero hablamos seguido ladireccin de la estrella inmvil, 14siguiendo el musgodel tronco de los rboles.

    No tardamos en advertir que habamos ganadopoco en mi libertad, pues el desierto dilataba a nues-tra vista sus ilimitadas soledades. Faltos de expe-riencia en la vida de los bosques, desviados de nues-tro verdadero camino, y vagando a merced de lacasualidad, qu, suerte nos esperaba? Muchas ve-ces, al mirar a Atala, traa a mi memoria la antigua

    14 Calzado indio.

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    historia de Agar, que Lpez me haba hecho leer, yque tuvo lugar en el desierto de Bersab, muchotiempo ha, cuando los hombres vivan tres edadesde encina. Atala me teji un abrigo con la segundacorteza del fresno, porque me hallaba casi desnudo,y me bord unas mocasinas 15de piel de, ratn al-mizclero y pilas de puerco espn. Yo por mi partecuidaba de su adorno, y ora le pona en la cabezauna corona de esas malvas azules que hallbamos ennuestro camino, en los cementerios indios aban-donados; ora le fabricaba vistosos collares con gra-nos rojos de azalea, y luego sonrea contemplandosu peregrina hermosura.

    Cuando hallbamos un ro, lo vadebamos enuna balsa, o a nado. Atala apoyaba una de sus ma-nos en mi hombro, y a semejanza de dos cisnesviajeros, atravesbamos las solitarias ondas.

    Con frecuencia, en los grandes calores del da,buscbamos un abrigo a la sombra de los musgosde los cedros, pues casi todos los rboles de la Flo-rida, y en particular el cedro y la encina, estn cu-biertos de un musgo blanco que baja desde las ra-mas al suelo. Cuando en la noche, al resplandor de

    15 Calzado indio.

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    la luna, se descubre sobre una desnuda sabana unacarrasca aislada cubierta con este manto, pudieracrersela un fantasma que arrastra a su espalda unlargo velo. Y no es menos pintoresca durante el daesta escena, pues multitud de mariposas, de moscasresplandecientes, de colibres, de cotorras verdes yde grajos azules, acuden a posarse sobre aquellosmusgos, que producen entonces el efecto de un ta-piz de lana blanca, en que el artista europeo hubiesebordado mil vistosos insectos y brillantes pajarillos.

    En aquellas risueas posadas dispuestas por elGran Espritu, descansbamos a la sombra. Cuandolos vientos bajaban del cielo para mecer el gran ce-dro, y el castillo areo construido sobre, sus ramasse columpiaba con las aves y los viajeros dormidosen su espesura, y cuando de los corredores y de lasbvedas del movible edificio salan mil suspiros,puede decirse que todas las maravillas del antiguoinundo son muy inferiores a aquel magnfico mo-numento del desierto.

    Todas las noches encendamos una gran hogue-ra, y construamos la cabaa de viaje con un techode corteza sostenido en cuatro puntales. Si yo habadado muerte a alguna pava silvestre, una palomatorcaz, o un faisn de los bosques, lo colgbamos

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    delante de la encina transformada en hoguera, en laextremidad de una estaca clavada en tierra, y aban-donbamos al viento el cuidado de dar vueltas a lapresa del cazador. Comamos unos musgos llama-dos tripas de peascos, cortezas azucaradas de abe-dul y manzanas de mayo, cuyo sabor es comparablecon el melocotn y la frambuesa, al paso que el no-gal negro, el arce y el zumaque proporcionaban ex-quisitos vinos a nuestra mesa. Algunas veces iba abuscar entre las caas una planta cuya flor, prolon-gada a manera de cucurucho, era para nosotros unvaso lleno del ms puro roco, y bendecamos laProvidencia que haba colocado sobre el frgil tallode una flor aquel lmpido manantial, en medio de lascorrompidas lagunas; as se deposita la esperanza enel fondo de los corazones ulcerados por las amargu-ras, y as brota la virtud del seno de las miserias dela vida.

    Ah! no tard en descubrir cunto me habaequivocado sobre la aparente calma de Atala, cuyatristeza aumentaba a medida que adelantbamos.

    Muchas veces se estremerla sin motivo alguno, yvolva presurosa la cabeza, o bien la sorprenda fi-jando en m una mirada de amor, que luego dirigaal cielo con profunda melancola. Lo que especial-

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    mente me alarmaba era un secreto, un pensamientooculto en el fondo de su alma, pero que yo entreveaen sus ojos. Siempre atrayndome y rechazndome,reanimando y destruyendo mis esperanzas: cuandocrea que haba ganado algo en su corazn, me ha-llaba en el punto de partida. Cuntas veces me deca:Oh joven amante mo! yo te amo como a la som-bra de los bosques en los ardores del medioda!Eres hermoso como el desierto con todas sus flores,con todas sus brisas. Si me inclino sobre ti, me es-tremezco, y si mi mano toca la tuya, parceme quevoy a expirar. El otro da, juguetn el viento espar-ci tus cabellos sobre mi rostro, mientras descansa-bas reclinado en mi seno, y cre sentir el ligerocontacto de los espritus invisibles. Si; he visto lastiernas cabras de la montaa de Occona, y odo losdiscursos de los hombres abrumados de aos; perola mansedumbre de aquellos animales y la sabidurade los ancianos son menos gratas y persuasivas quetus palabras. Y sin embargo, pobre Chactas! nuncaser tu esposa.

    Las interminables contradicciones del amor y dela religin de Atala; el abandono de su ternura y lacastidad de sus costumbres; la altivez de su carctery su exquisita sensibilidad; la elevacin de su alma

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    en las cosas grandes y su susceptibilidad las peque-as, la convertan en un ser incomprensible para m.Atala no poda ejercer sobre un hombre un dbilascendiente: llena de pasiones, lo estaba tambin depoder, y era forzoso adorarla aborrecerla.

    Despus de quince das de una marcha presu-rosa, entramos en la cordillera de los Alleghanis, yllegamos a uno de los brazos del Tennesse, ro quedesagua en el Oho. Brindndome, a los consejos deAtala, constru una canoa, que barnic con goma deciruelo, despus de haber cosido las cortezas conraces de abeto. Embarqume en la frgil nave, conAtala, y nos abandonamos a la corriente.

    El pueblo indio de Stico se mostraba a nuestraizquierda con sus sepulcros piramidales y sus rui-nosas cabaas, en el recodo de un promontorio, ydejamos a nuestra derecha el valle de Keow, ter-minado por la perspectiva de las cabaas de Jora,situadas en frente de la montaa del mismo nombre.El ro que nos arrastraba corra entre unos altosmontecillos, en cuyo trmino se descubra el sol quese perda en el ocaso. Slo vimos en aquellas pro-fundas soledades, no turbadas por la presencia delhombre, a un cazador indio, que, apoyado en suarco e inmvil sobre la punta de un peasco, pareca

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    una estatua erigida en la montaa al genio de aque-llos desiertos.

    Atala y yo unamos nuestro silencio al silenciode aquella escena, cuando la hija, del destierro hizoresonar de improviso en los aires una voz llena deemocin y melancola, con que cantaba la ausentepatria:

    Felices aquellos que no han visto el humo delas fiestas extranjeras, y que slo se han sentado enlos festines de sus padres Si el grajo azul del Mes-chaceb dijese a la oropndola de la Florida: Porqu te quejas tan tristemente? No tienes aqu fres-cas aguas, gratas sombras y toda, clase de sustento,como en tus bosques? -S, respondera la fugitivaoropndola; pero quin me traer mi nido, ocultoen un jazmn? Tienes acaso el sol de mi sabana?

    Felices aquellos que no han visto el humo delas fiestas extranjeras, y que slo se han sentado enlos festines de sus padres!

    Despus de las horas de una marcha fatigosa,el viajero se sienta tranquilamente, y contempla ensu derredor los techos de los hombres; mas l notiene lugar alguno en que reclinar la, cansada cabeza.El viajero llama a la cabaa, pone su arco detrs dela puerta, y pide hospitalidad; pero el dueo de la

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    cabaa hace un ademn con la mano; el viajerovuelve a tomar su arco y torna al desierto.

    Felices aquellos que no han visto el humo delas fiestas extranjeras, y que slo se han sentado enlos festines de sus padres!

    Historias maravillosas, narradas al calor del ho-gar domstico, tiernas expansiones del corazn,arraigadas costumbres de amar tan necesarias a lavida, vosotros habis llenado los das de aquellosque no han abandonado su pas natal! Sus sepulcrosestn en su patria, con el sol poniente, con las l-grimas de sus amigos, y con los encantos de la reli-gin.Felices aquellos que no han visto el humo de lasfiestas extranjeras, y que slo se han sentado en losfestines de sus padres!

    As cant Atala, sin que nada interrumpiese suslamentos, excepto el casi imperceptible rumor denuestra canoa, que desfloraba las tranquilas aguas.Slo en dos o tres lugares fueron recogidos por undbil eco, que los repiti a otro ms dbil, y ste aun tercero, que lo era an ms: hubieras credo quelas almas de dos amantes, infortunados en otrotiempo como nosotros, atradas por aquella tierra

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    meloda, se complacan en suspirar sus ltimosacordes en la montaa.

    No obstante, la soledad, la presencia continua elobjeto amado, y nuestros mismos infortunios, re-doblaban a cada instante nuestro amor. Las fuerzasde Atala empezaban a desfallecer, y las pasiones aldebilitar su cuerpo, amenazaban triunfar de su vir-tud. Invocaba, pues, continuamente a su madre, cu-ya irritada sombra se propona, al parecer, aplacar.Algunas veces me preguntaba si oa una voz triste, sivea salir de la tierra fugitivas llamaradas. Por lo quea mi respecta, extenuado de cansancio, pero reani-mado por el amor, y pensando que tal vez estabairremediablemente perdido en aquellos bosques,cien veces me sent inclinado a estrechar a mi espo-sa entre mis brazos, y cien le propuse construir unabarraca en aquellos lugares, y ocultarnos en ella parasiempre; pero se neg constantemente a secundarmis proyectos, dicindome:

    No olvides, joven amigo mo, que un guerrerose debe a su patria. Qu vale una mujer, comparadacon los altos deberes que ests llamado a llenar?Recobra el perdido valor, hijo de Utalisi, y no mur-mures del destino. El corazn del hombre se ase-meja a la esponja del ro, que ora bebe unas aguas

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    puras en los das bonancibles, ora se impregna deunas aguas cenagosas cuando el cielo ha removidolas corrientes. Tiene acaso la esponja el derecho dedecir: Crea que nunca habra tormentas, y que nun-ca el sol se mostrara abrasador?

    Oh, Ren! si temes las tormentas del corazn,desconfa de la soledad, porque las grandes pasio-nes son solitarias, y llevarlas al desierto es colocarlasen su natural dominio. Abrumados de pesares y detemores, expuestos siempre a caer en manos de losindios enemigos, a ser tragados por las aguas, mor-didos por las serpientes o devorados por las fieras,hallando difcilmente un escaso alimento, y no sa-biendo ya, qu rumbo seguir, pareca que nuestrosmales no podan rayar ms alto, cuando un acci-dente inesperado vino a llevarlos a su colmo.

    Hablase cumplido el vigsimo sptimo sol des-de que habamos abandonado nuestras cabaas: laluna de fuego16 haba empezado su curso, y todo pre-sagiaba una tempestad. A la hora en que las ma-tronas indias cuelgan el cayado del labrador de lasramas de los rboles y las cotorras se retiran a lashendiduras de los cipreses, el cielo empez a enca-

    16 El mes de julio.

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    potarse. Extinguironse las voces de la soledad, eldesierto enmudeci, y los bosques quedaron en unacalma universal. Pero, en breve, el estruendo, de untrueno lejano se prolong por aquellos bosques tanantiguos como el mundo, haciendo salir de sus in-trino adas espesuras, sublimes rumores. Temiendoser sumergidos, nos dimos prisa a ganar la orilla delro y retirarnos a un bosque.

    Este lugar era un terreno pantanoso, lo cual nosobligaba a adelantar con gran trabajo por un embo-vedado de zarzaparrilla, entre enmaraadas cepas,ndigos, lianas rastreras y otras plantas que se en-redaban a nuestros pies. El suelo esponjoso retem-blaba a nuestro paso, y a cada instante nos veamosexpuestos a ser abismados en los barrancos. Innu-merables insectos y murcilagos de extraordinariotamao ofuscaban nuestra vista; las serpientes decascabel se hacan or en todas partes, y los lobos,los osos, los carcajes y los tigres, que acudan a re-fugiarse en aquellos albergues, los llenaban con susrugidos.

    Entretanto, la obscuridad se condensaba pormomentos, y las nubes penetraban en los bosques.Rsganse de improviso los siniestros celajes, y elrelmpago traza en los aires rojizas espirales de fue-

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    go. Un huracn, desatado en las regiones del occi-dente, aglomera unas nubes sobre otras; los bosquesceden, el firmamento se entreabre alternativamente,y al travs de sus anchas bocas descbrense nuevoscielos y abrasados campos. Aterrador y magnficoespectculo! El rayo prende en los bosques, el in-cendio se extiende como una inmensa cabellera dellamas, y unas columnas de centellas y de humo ro-dean las nubes, que vomitan sus redoblados rayosen el vasto incendio. Entonces El Gran Espritucubri las montaas de espesas tinieblas, y del senode aquel caos se levant un mujido confuso, forma-do por el fragor de los vientos, el gemido de los r-boles, los aullidos de las fieras, los chasquidos delincendio y el repetido retumbar de los truenos, quemugan al perderse sobre las aguas.

    El Gran Espritu lo sabe. En aquellos aciagosmomentos slo vi a Atala, slo en ella pens. Alabrigo del encorvado tronco de un abedul, consegupreservarla de los torrentes de la lluvia, y sentado alpie del rbol protector, la sostena sobre mis rodi-llas, y calentaba sus desnudos pies entre mis manos,considerndome ms feliz que la nueva esposa quesiente agitarse por primera vez en su seno el frutode su amor.

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    Atento odo prestbamos al estruendo de latempestad, cuando sent rodar sobre mi seno una l-grima de Atala. Tempestad del corazn! -exclam,-es esta una gota de tu lluvias? Luego, estrechandoen mis brazos a la hija de Simagan, le dije: Mujer!t me ocultas alguna secreta amargura: breme tucorazn, oh hermosa ma! Es tan consolador queun amigo lea en nuestra alma! Revlame ese secretode dolor, que te obstinas en callar. Ah! lo veo, llo-ras tu patria!

    Hijo de los hombres! cmo llorara mi patria,si mi padre no era del pas de las palmeras?

    Cmo! -repliqu lleno de asombro,-tu padreno era del pas de las palmeras? Quin es, pues, elque te ha colocado sobre esta tierra? Responde!

    Atala dijo: Antes que mi madre llevase en doteal guerrero Simagan treinta yeguas, veinte bfalos,cien medidas de aceite de bellota, cincuenta pielesde aceite de castor y otras muchas riquezas, habatenido relaciones con un hombre de la carne blanca.Pero la madre de mi madre haba arrojado a sta,agua al rostro, y la oblig a casarse con el magnni-mo Simagan, semejante a un rey, y honrado de lospueblos como un genio. Mi madre dijo a su nuevoesposo: Mi vientre ha concebido, dadme la muerte!

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    Simagan le replic: Gurdeme el Gran Espritu deconsumar tan perversa accin! No te mutilar, ni tecortar la nariz ni las orejas, porque has sido since-ra, y no has manchado mi lecho. Mo ser el frutode tus entraas, y no te visitar hasta despus de lapartida del ave del arrozal, cuando haya brillado laluna dcimatercera. En aquel tiempo rasgu el senode mi madre, y empec a crecer altiva como una es-paola y como una salvaje. Mi madre me hizo cris-tiana, para que su Dios y el Dios de mi padre fuesetambin el mo. Ms tarde, las amarguras del amorfueron a buscarla, y baj a la pequea cueva forradade pieles, de la cual no se vuelve a salir.

    Esta fue la historia de Atala.Y quin era tu padre, pobre hurfana? -le pre-

    gunt;- qu nombre le daban los hombres en latierra? cmo le llamaban los genios?

    Nunca he lavado los pies de mi padre, me con-test Atala; nicamente s que viva con su hermanaen San Agustn, y que se ha mostrado siempre fiel ami madre: Felipe era su nombre entre los ngeles, ylos hombres le llamaban Lpez.

    Al oir estas palabras, exhal un grito que resonen toda la soledad, y mezcl con la tempestad el tu-multo de mis transportes. Estrechando a Atala so-

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    bre mi corazn, exclam entre sollozos: Oh, her-mana ma! oh, hija de Lpez, hija de mi bienhe-chor!

    Asustada Atala, me pregunt la causa de mi agi-tacin; mas cuando supo que Lpez era el generosohusped que me haba adoptado en San Agustn, y aquien haba dejado para recobrar mi libertad, se viodominada a su vez de confusin y alegria.

    Era demasiado intensa para nuestros corazonesaquella amistad fraternal que venia inopinadamentea visitarnos y a unir su amor a nuestro amor. En losucesivo los combates de Atala iba a ser intiles: envano la sent llevar una mano a su seno y hacer unmovimiento extraordinario; yo la haba abrazado ya,su aliento me haba embriagado, y haba bebido ensus labios toda la magia del amor. Fijos los ojos enel cielo y a la luz de los relmpagos, sostenla a miesposa en mis brazos en presencia del Eterno,Pompa nupcial digna de nuestros infortunios y de lagrandeza de nuestro amor; soberbios bosques queagitabais vuestras lianas y copas como las cortinas yel cielo de nuestro tlamo, pinos incendiados queformabais las antorchas de nuestro himeneo, rodesbordado, montaas retumbadoras, espantosa ysublime Naturaleza, es posible que slo fueseis un

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    aparato impostor, y que, no pudieseis ocultar por unmomento en vuestros misteriosos horrores la felici-dad de un hombre?

    Atala slo opona ya una dbil resistencia, y yotocaba el momento de mi ventura, cuando sbita,mente un impetuoso relmpago seguido de un true-no surc la espesura de las sombras, inundando elbosque de azufre y de luz, y derribando a nuestrospies un rbol. Huimos ; mas... oh sorpresa! En elsilencio que sucedi omos el sonido de una campa-nilla. Absortos entrambos, aplicamos el odo a aquelruido tan extrao en un desierto. Pocos momentosdespus, ladr un perro a lo lejos, acercse un poco,redobl sus ladridos, lleg y aull de alegra a nues-tros pies: un anciano solitario, provisto de una lin-terna, lo segua al travs de las tinieblas del bosque.

    Bendita sea la Providencia! -exclam al ver-nos.- Mucho ha que os buscaba! Mi perro os hasentido desde el principio de la tempestad, y me haguiado hasta aqu. Buen Dios! cun jvenes sonestos pobres hijos mos! Cunto han debido sufrir!He trado una piel de oso que ser para esta joven, yun poco de vino en mi calabaza. Alabado sea Diosen todas sus obras! Grande es su misericordia e in-finita su bondad.

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    Atala cay a los pies del religioso, dicindole:Jefe de la oracin! soy cristiana, y el cielo t envapara salvarme.

    Hija ma -le replic el solitario levantndola, yoacostumbro taer la campana de la misin durantela noche y las tempestades, para llamar a los extran-jeros, pues a ejemplo de nuestros hermanos de losAlpes y del Lbano, he enseado a mi perro a des-cubrir los viajeros extraviados.

    Yo apenas comprenda, al ermitao, pues su ca-ridad me pareca tan superior al esfuerzo humano,que crea hallarme sometido a la influencia de unsueo. A la luz de la linterna del religioso, vea subarba y cabellos empapados en agua, y sus pies, ma-nos y semblante estaban maltratados por las ma-lezas.

    Anciano! -exclam al fin,- qu corazn es eltuyo, que no teme ser herido por el rayo ?

    Temer! -repuso el sacerdote cristiano con mscalor del que sus aos anunciaban;- temer cuandohay hombres en peligro y puedo serles til! Hartomal servidor de Jesucristo sera, si tal temor abrga-se.

    Pero sabes -le dije,- que no soy cristiano?

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    Joven! -replic el ermitao,- acaso te he pre-guntado cul es tu religin? Jesucristo no ha dicho:mi sangre redimir a ste y no a aqul. Muri por eljudo y por el gentil, pues slo vio en los hombreshermanos y desgraciados. Muy poco vale lo que porvosotros hago, y en otra parte hallarais ms abun-dantes auxilios; pero la gloria no debe recaer sobrelos sacerdotes. Qu somos nosotros, dbiles solita-rios, sino los groseros instrumentos de una obracelestial? Ah! qu soldado seria tan cobarde quehuyese, cuando su jefe, con la cruz en la mano, y lacabeza coronada de espinas, marcha a su frente alsocorro de los hombres?

    Estas palabras me admiraron y enternecieron, ylas lgrimas arrasaron mis ojos.

    Queridos hijos mos- prosigui el misionero,-dirijo en estos bosques un reducido rebao dehermanos vuestros. Mi gruta est cerca de aqu en lamontaa; seguidme, pues, y en ella hallaris un salu-dable calor; que si no puedo ofreceros las co-modidades de la vida, encontraris a lo menos unabrigo, y demos por ello cordiales gracias a la bon-dad divina, porque muchos hombres no lo tienen.

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    LOS LABRADORES

    Hay hombres Justos cuya conciencia est tantranquila, que no es posible acercarse a ellos sinparticipar de la paz que se exhala, por decirlo as, desu corazn y sus discursos. A medida que el solita-rio hablaba, senta que las pasiones se aplacaban enmi pecho, y hasta la tempestad se alejaba su voz; lasnubes se dispersaron en breve, y permitindonosabandonar nuestro albergue, salimos del bosque yempezamos a subir una montaa. El perro nos pre-ceda, llevando pendiente de un palo la linterna apa-gada. Yo conduca de la mano a Atala, y ambosseguamos al misionero, que se volva con frecuen-cia a mirarnos, contemplando con inters nuestrasdesgracias y juventud. De su cuello penda un libro,y un bculo le serva de apoyo. Su estatura era alta,su rostro plido y enjuto, y su expresin sencilla y

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    sincera. No tena las facciones faltas de expresindel hombre que nace sin pasiones; sino, por el con-trario, se echaba de ver que sus das haban sidoborrascosos, pues las arrugas de su frente mostra-ban las cicatrices de las pasiones curadas por la vir-tud y el amor a Dios y a los hombres. Cuando noshablaba en pie e inmvil, su luenga barba, sus ojosfijos con modestia, en el suelo, y su afectuosa vozpresentaban cierto sello de calina y sublimidad. Elque haya visto como yo al padre Aubry, caminandosolo con su bculo y su breviario por el desierto,tendr una verdadera idea del viajero cristiano en latierra.

    Despus de media hora de una marcha peligrosapor los senderos de la montaa, llegamos a la grutadel misionero, en la que entramos por entre las hie-dras y las diferentes plantas, hmedas an, que lalluvia haba arrancado de los peascos. No habla enaquel asilo sino una estera de hojas de papaya, unacalabaza para sacar agua, algunos tiles de madera,un azadn, una serpiente domstica, un crucifijo y ellibro de los cristianos, sobre una piedra que servade mesa.

    El hombre de los antiguos das se apresur aencender fuego con lianas secas; machac maz en-

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    tre dos piedras, y habiendo hecho una torta, la pusodebajo de la ceniza, y cuando hubo adquirido unhermoso color dorado, nos la sirvi caliente concrema de nuez en un vaso de arce. Habiendo la no-che restablecido la serenidad, el servidor del GranEspritu nos propuso que nos sentramos a la en-trada de la gruta: Segumosle a este lugar, desdedonde se dominaba un inmenso paisaje. Los restosde la tempestad haban sido arrojados en desordenhacia el oriente; el resplandor del incendio prendidoen las selvas por los rayos brillaba an a lo lejos; alpie de la montaa, un pinar entero haba sido derri-bado en una vasta laguna y el ro arrastraba en con-fuso tropel trozos enormes de tierra, troncos decorpulentos rboles, diferentes animales y pecesmuertos, cuyo plateado abdomen brillaba en la su-perficie de las aguas.

    En medio de esta escena refiri Atala nuestrahistoria, al genio tutelar de la montaa. Su coraznse conmovi, como lo revelaban las lgrimas quesobre su barba caan.

    Hija ma -dijo a Atala,- es preciso que ofrezcastus sufrimientos a Dios, por cuya gloria has hechoya tanto, y l te devolver el perdido reposo. Veshumear esos bosques, secarse esos torrentes, disi-

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    parse esas nubes ? Pues bien; crees que el que espoderoso a calmar tan deshecha tempestad, no loser para domar las tormentas del corazn humano?Si no tienes asilo mejor, mi querido, hija, te ofrezcoun puesto en el rebao que he tenido la dicha dellamar a Jesucristo. Yo instruir a Chactas, y te lodar por esposo cuando sea digno de serlo.

    A estas palabras, me arroj a los pies del solita-rio, derramando, lgrimas de jbilo: pero Atala pa-lideci como la muerte. El anciano me levant conbenignidad, y entonces ech de ver que tena las dosmanos mutiladas. Atala, que comprendi al puntosus desgracias, exclam: Brbaros!

    Hija ma -prosigui el anacoreta con benvolasonrisa, -qu vale esto, comparado con lo que su-fri mi divino Maestro? Los indios idlatras que mehan atormentado, son unos pobres ciegos a quienDios iluminar un da, y a quienes amo en propor-cin de los males que me han causado. No he po-dido permanecer en mi patria, adonde haba regre-sado, y donde una reina ilustre me haba dispensadoel honor de querer contemplar estas humildesmuestras de mi apostolado. Y a qu recompensams gloriosa poda aspirar por mis trabajos, que a lade haber obtenido del jefe de nuestra religin el

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    permiso de celebrar el divino sacrificio con estasmanos mutiladas? Restbame tan slo, despus detanto honor, mostrarme digno de l: volv, pues, alNuevo Mundo, para dedicar el resto de mi vida alservicio de mi Dios. Pronto habrn transcurridotreinta, aos que habito en esta soledad, y maanase cumplirn veintids que he tomado posesin deeste peasco. Cuando llegu a estos lugares, sloencontr familias errantes, de costumbres feroces yvida asaz miserable; mas yo les he hecho oir la pa-labra de paz, y sus costumbres se han suavizadoprogresivamente, y ahora viven en sociedad al piede esta montaa. He procurado, adems, ensearles,con los caminos de la salvacin, las artes indispen-sables a la vida, pero sin exagerarlas, y manteniendoa esos pobres indios en esa sencillez que constituyela felicidad. Y temiendo serles incmodo con mipresencia, me he retirado a esta gruta, adonde vie-nen a consultarme. Aqu, lejos del comercio de loshombres, admiro a Dios en la grandeza de estas so-ledades, y me preparo a la muerte que me anuncianprxima mis cansados das.

    Esto dicho, el solitario se arrodill, y nosotrosimitamos su ejemplo; luego, empez en alta voz unaoracin a que Atala responda. Los mudos relm-

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    pagos rasgaban an los cielos hacia el oriente, mien-tras sobre las nubes de occidente brillaban a la partres soles. Algunas zorras, dispersas por la tormen-ta, alargaban sus negros hocicos al borde de los pre-cipicios, y se oa el murmullo de las plantas, que se-cndose a la brisa vespertina, levantaban sus aba-tidos tallos.

    Entramos de nuevo en la gruta, en la cual el er-mitao extendi un lecho de musgo para Atala, cu-yos ojos y movimientos retrataban una profundalanguidez, y miraba al padre Aubry como deseandorevelarle algn secreto; pero pareca detenerse antealgn obstculo, ya fuese ste mi presencia, ya ciertorubor, ya la inutilidad de la confesin. Levantse amedia noche y la vi buscar al solitario; mas ste, quele haba cedido su lecho, haba salido a contemplarla hermosura del cielo y a orar en la cumbre de lamontaa. Al da siguiente me dijo que acos-tumbraba. hacerlo as, aun durante el invierno, puesse complaca en ver a los bosques mecer su desnudoramaje, volar las nubes por los cielos, y oir los vien-tos y los torrentes bramar en la soledad. Mi herma-na torn a su lecho, donde qued como aletargada.Ay! Henchido de faustas esperanzas, no vi en la

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    debilidad de Atala otra cosa que pasajeros indiciosde cansancio.

    Despert al da siguiente, al canto de los carde-nales y de los pjaros-burlones que anidaban en lasacacias y laureles que rodeaban la gruta. Sal, pues,de sta a coger una rosa de magnolia, humedecidacon las lgrimas de la maana, y la prend a la cabe-llera de la dormida Atala, esperando, segn la reli-gin de mi pas, que el alma de algn nio de pechohabra bajado en una gota de roco a aquella flor, yque un sueo feliz la llevarla al seno de mi futuraesposa. Corr luego en busca de mi husped, quienencontr con un rosario en la mano, esperndomesentado en el tronco de un pino derribado por losaos. Propsome ir en su compaa a la misin, entanto que Atala segua entregada al sueo; brindmeal punto a su deseo, y nos mismos en camino.

    Al bajar de las montaas, descubr unas encinasdonde los genios parecan haber trazado extraoscaracteres. El ermitao me dijo que l los habla es-tampado, y que eran versos de un antiguo poeta lla-mado Homero, y algunas sentencias de otro poeta,an ms antiguo, llamado Salomn. Cierta armonamisteriosa reinaba en esta sabidura de los tiempos,entre aquellos versos casi destruidos por el musgo,

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    el viejo solitario que los haba grabado, y las decr-pitas encinas que le servan de libros.

    Su nombre, su edad, y la fecha de su misin es-taban sealados tambin en una caa al pie de aque-llos rboles; yo me mostr asombrado de la fragili-dad de este monumento: Durar ms que yo, res-pondime el solitario, y valdr siempre ms que elescaso bien practicado por m.

    Desde all nos dirigimos a la entrada de un valleen que vi una obra maravillosa: un puente naturalparecido al de la Virginia, y del que tal vez habrsodo hablar. Los hombres, Ren, y especialmentelos de tu pas, acostumbran imitar la Naturaleza,pero sus copias son siempre mezquinas; mas nosucede as respecto de la Naturaleza, que cuandoparece imitar los trabajos, de los hombres, les ofreceen realidad portentosos modelos. Entonces echapuentes desde una a otra cima de distantes monta-as; suspende caminos en las nubes; derrama rosen lugar de canales; esculpe montes en vez de co-lumnas, y enlugar de estanques ensancha las cuencasde los ares.

    Pasamos debajo del arco nico de aquel puente,y nos hallamos en frente de otra maravilla: el ce-menterio de los indios de la misin, o los Bosquecillos

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    de la muerte. El padre Aubry haba permitido a susnefitos enterrar sus difuntos segn sus costumbres,y conservar en el lugar de su sepultura sus nombressalvajes; nicamente haba santificado, aquel lugarcolocando en l una cruz. Su suelo estaba divididocomo el campo comn de las mieses, es decir, entantas porciones cuantas eran las familias, y cadauna de estas porciones formaba por s sola un bos-que, que variaba segn el gusto de los que lo habanplantado. Un arroyo serpenteaba silencioso por en-tre aquellas fnebres plantaciones, con el nombre deArroyo de la paz. Este risueo asilo de las almas esta-ba cerrado a oriente por el puente bajo que haba-mos pasado; dos colinas lo limitaban al septentriny al medioda, y slo se abra hacia el occidente,donde se alzaba un vasto bosque de abetos. Lostroncos jaspeados de estos rboles, subiendo sinramas hasta sus cimas, remedaban altas columnas, yformaban el peristilo del templo de la muerte, don-de se escuchaba un rumor religioso, parecido alsordo murmullo del rgano bajo las bvedas de untemplo cristiano; pero cuando se penetraba hasta elfondo del santuario, no se oa sino los himnos, delos pajarillos que celebraban una fiesta eterna a lamemoria de los finados.

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    Al salir de aquel bosque, descubrimos la misin,situada a orillas de un lago, y en medio de una saba-na. esmaltada de flores; llegbase a ella por unaalameda de magnolias y de encinas, que bordaban,por decirlo as, uno de esos antiguos caminos que seencuentran en las montaas que sirven de lmites alKentucky y las Floridas. No bien los indios vieron asu pastor en la llanura, abandonaron sus trabajos ysalieron gozosos a su encuentro. Quines besabansu tnica, quines le ofrecan un apoyo; las madreslevantaban en brazos a sus tiernos hijos para queviesen al hombre de Jesucristo, y l verta lgrimasde ternura, informndose a su paso de lo que entresus ovejas ocurra, dando consejos a unos y benig-nas reprensiones a los otros, hablando al mismotiempo de las mieses que era preciso recolectar, delos nios a quienes se deba instruir, de los trabajosa que se deba procurar un alivio, y a todos estosdiscursos mezclaba el nombre y el recuerdo deDios.

    As acompaados, llegamos al pie de una grancruz que descollaba en el camino, y all acostumbra-ba el servidor de Dios celebrar los misterios de s