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1 FRANCISCO BARTOLOMÉ GONZÁLEZ Hacia la nueva humanidad Lecturas dominicales Ciclo C

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FRANCISCO BARTOLOMÉ GONZÁLEZ

Hacia la

nueva humanidad

Lecturas dominicales

Ciclo C

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INTRODUCCIÓN

Nos es difícil expresarnos, y hay tantas posturas y opiniones distintas sobre el Evangelio porque

nuestras vidas no están comprometidas con él, porque no nos colocamos en el lugar de los que sufren las

injusticias, en el lugar de los desheredados de la tierra; porque nuestras vidas no están respondiendo al

plan creador de Dios.

La palabra vacía de contenido, vana, es lo más contrario a la Palabra de Dios, que es Jesús. Es la falta

de una vida solidaria con nosotros mismos y con el mundo, lo que hace tan superficiales tantas cosas en

nosotros y en los que nos rodean. ¿Nos extrañará que nuestra sociedad occidental viva tan lejos de los

planteamientos de Jesús y use la religión para otros fines? ¿Nos extrañarán las dificultades que encuentran

las teologías que surgen de los pueblos marginados?

Todas las maneras de concebir al ser humano quedarán superadas en la medida en que conozcamos el

proyecto de Dios sobre Jesús de Nazaret.

Cuando un cristiano se compromete con el reino de Dios, con el mundo de los pobres, va descubriendo

lo difícil y doloroso que es hablar. La teoría aleja los criterios; la experiencia de una vida comprometida

con la justicia y el amor, los va unificando. La verdad ofende a todos los que se ven perjudicados; por eso

la Palabra acabó su vida en el patíbulo. Es el dinero, y todo lo que él representa, lo que manda en este

mundo y al que se sacrifica todo lo demás. Y es imposible servir al Dios de Jesucristo y al dios dinero:

son incompatibles: ‘Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro;

o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero’

(Mt 6, 24).

Jesús no es una palabra ocasional, sino única y permanente, una interpelación continua, anterior a la ley

y a los profetas y a la creación del mundo. Frente a él todo queda relativizado y circunscrito a una época

determinada de la historia.

El Evangelio nació desde los pobres y entre pobres: Nazaret; Jesús, María y José; cueva de Belén; y

para los pobres y sencillos: pescadores y gente del pueblo: ‘A los pobres se les anuncia la Buena Noticia’

(Mt 11, 5), ‘Dichosos los pobres...’ (Mt 5, 3), ‘Fijaos en vuestra asamblea... lo necio del mundo lo ha

escogido Dios para humillar a los sabios. Aún más, ha elegido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo

que no cuenta, para anular a lo que cuenta...’ (1 Cor 1, 27-28), llama a los pobres al banquete del reino;

los otros tenían más que hacer: ‘Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis,

convidadlos a la boda’ ( Lc 14, 21). Y lo entienden los sencillos: ‘Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y

de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente

sencilla’ (Mt 11, 25). Esta fue la experiencia de Jesús durante toda su vida pública.

Para sintonizar con él necesitamos elegir ser pobres. Elección que nos llevará a tratar de vivir su amor,

y todas las bienaventuranzas, que sintetizan el Sermón del Monte (Mt 5-7), nos caerán encima como

consecuencia. De otra forma eliminaremos del Evangelio todo lo que de verdad compromete con este

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mundo injusto y lo reduciremos –ya lo hemos hecho- a una lectura burguesa, sin compromiso personal y a

unas prácticas religiosas a las que, normalmente, asistimos como espectadores.

Jesús predicó el reino de Dios –‘Un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de

la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz’ (prefacio de la misa de Cristo Rey)- y

fundó la Iglesia para hacerlo realidad en el ahora y aquí. Un reino que implica toda la persona –cuerpo

y espíritu-; un reino que pretende transformar las estructuras injustas de este mundo y los corazones de las

personas; un reino que quiere saciar todas las hambres: de pan, de libertad, de justicia, de amor, de paz

para siempre.

Es necesario que reflexionemos, que profundicemos en los planteamientos de Jesús. Él vino a cambiar

la humanidad en sus estructuras y en sus miembros, ‘a quitar el pecado del mundo’ (Jn 1, 29).

No podemos entender su mensaje desde nuestro cristianismo sociológico, en el que los sacramentos se

mezclan con celebraciones consumistas; y la eucaristía, instituida en un ambiente entrañable de amor, se

usa para celebraciones sociales, militares, políticas...

El Evangelio responde a las ilusiones de los que, eligiendo ser pobres, trabajan seriamente para

instaurar la justicia, la libertad, la paz y el amor en toda la humanidad, aunque les cueste la vida, como le

sucedió a Jesús.

Tenemos que ajustar nuestras vidas a esa Palabra primordial; debemos escucharla para tener vida.

Palabra original, que cuestiona todas las demás palabras. Todas las palabras anteriores eran expresión

parcial de su plenitud. Las posteriores, no pueden ser más que clarificaciones de esta Palabra eterna.

Lo seguiremos profundizando a lo largo de estos comentarios a las lecturas dominicales del Ciclo C,

como hicimos con los Ciclos A y B.

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DOMINGO PRIMERO DE ADVIENTO

CRISTO VINO, VIENE Y VENDRÁ

ESPERANDO AL SEÑOR QUE LLEGA

De nuevo somos convocados a celebrar el Adviento y la Navidad. Un ‘tiempo fuerte’ para preparar y

celebrar una única realidad: La venida del Señor a nuestras vidas. Al mismo Señor que anunciaron los

profetas; al que vino hace algo más de dos mil años; al que vendrá glorioso al final de los tiempos... Y al

que viene constantemente a nosotros y al que nunca acabaremos de acoger en nuestras vidas.

El misterio –realidad plena de vida- del Adviento resulta muy extraño al mundo contemporáneo. Un

mundo caracterizado por la técnica; por la búsqueda de los medios de progreso; por vivir, casi en

exclusiva, el presente.

Porque el mundo que estamos construyendo está lejos de lo que Dios planeó al crearlo. Dominado por la

fuerza y la injusticia, vacío de valores verdaderamente humanos y esclavo del dinero, y de todo lo que se

puede comprar con él, camina sin rumbo. ¿Qué podemos hacer frente a las decisiones de los poderosos...?

Para un mundo de estas características, y para la mentalidad que en él se está desarrollando, el fin último

y el retorno de Cristo parecen difíciles de concebirse.

¿Cómo ofrecer estas realidades a una sociedad agnóstica o atea en la práctica?

En este tiempo, la Iglesia nos anima a la vigilancia y a la esperanza.

Las lecturas que escucharemos, en este tiempo de Adviento, nos anuncian la salvación que esperamos;

nos invitan a la alegría y a la paz; nos llaman a la conversión.

El Mesías vino y se quedó con nosotros. Vino, pero aún tiene que venir. Está, pero no del todo. Actúa,

pero a través nuestro.

Desde este primer domingo hemos de contemplar la triple venida de Cristo: la histórica, la futura y la

actual, porque Adviento, en su realidad espiritual, no es cuestión de cuatro semanas, sino de actitudes:

Adviento puede ser cada instante de nuestra vida. Si vivimos en y para la espera del encuentro del Señor,

no celebraremos el Adviento, seremos ‘adviento’. Siempre estamos en adviento, si vivimos con el

corazón abierto a nuestro Señor que llega.

Cristo vino, vendrá y viene. Cristiano es el que espera activamente; el que sueña el mundo nuevo y lucha

por hacerlo realidad ahora y aquí. Adviento es tiempo de esperanza activa y paciente. Una esperanza que

necesita ser cultivada, hoy más que nunca, por los muchos obstáculos y alienaciones que esclavizan a

nuestra sociedad. Una sociedad a la que los anuncios lejanos de los profetas y los sueños de los que

quieren un mundo distinto, la dejan indiferente.

El Adviento nos invita a transformar el mundo, amándolo, trabajando por su transformación en el reino

de Dios y orando para que la ayuda de Dios no nos falte.

EL EVANGELIO NOS PROYECTA HACIA EL FINAL DE LOS TIEMPOS

“Dijo Jesús a sus discípulos: -Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las

gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria.

Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y

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la preocupación del dinero, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.

Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del hombre.”

(Lc 21, 25-28. 34-36)

Nos acompaña, este ciclo C, Lucas, el evangelio del perdón y de la misericordia.

Habrá signos en el sol... Antes que venga el Hijo del hombre se producirá un trastorno en el universo.

Lo que aquí se quiere describir no es la destrucción del mundo, sino una escena cósmica, en lenguaje

apocalíptico, para llamar la atención sobre la Parusía.

Según la concepción de la antigüedad, que concebía el mundo dividido en tres pisos, el universo está

ordenado y dirigido por fuerzas espirituales que tienen su morada en el espacio celeste. Al producirse

signos en el firmamento, en la tierra se verán las gentes presas de angustia y desconcierto, y el mar,

signo del mal y sujeto por el poder de Dios, quedará abandonado a sus impulsos caóticos.

¿En qué podremos apoyarnos cuando se tambalean las leyes más seguras?...

Todos, y en todas las épocas, henchimos nuestros pechos de esperanzas mesiánicas: la llegada de tiempos

de igualdad, de fraternidad, de justicia, de verdadera paz... en medio de tantas violencias e injusticias.

Y hemos de reconocer que, alumbrada entre dolores de parto (Jn 16, 21-22), la humanidad va

adquiriendo una nueva conciencia; dando a luz ‘algo’ que permanece definitivamente en la sociedad. Un

nuevo tipo de ser humano está surgiendo en la juventud actual; una deslumbradora conciencia de justicia,

de verdad, de igualdad, de paz, surge en las nuevas generaciones, unida a un desconcertante ‘pasotismo’,

vicio y facilidad.

La angustia, el vacío, la soledad, son el pan amargo de cada uno de nuestros días. Por eso no debemos

considerar el fin del mundo como algo sin conexión con el hoy de nuestra existencia. Por no haberlo

entendido así, lo hemos arrinconado en nuestra vida de fe. Sin embargo, todo el Evangelio nos está

revelando el carácter de plenitud y eternidad que tienen nuestras vidas.

La creación entera tiene que ser redimida. Ésta es una conclusión extendida a lo largo de todas las

páginas de la Biblia. Todo nuestro mundo, con las personas que en él viven, pasará a tener unas nuevas

condiciones creadas por Dios por segunda vez.

No debemos esperar el fin del mundo, sino el final de ‘este mundo’, esperando ‘trabajándolo’.

LA VUELTA DE JESÚS

Verán al Hijo del hombre venir en una nube... Es el término de la historia humana, el momento en que

se acabará el tiempo. A pesar de la importancia que los evangelios conceden al presente, un presente en el

que cada uno debemos asumir nuestras responsabilidades, no se olvidan de dirigir la mirada de los

cristianos hacia el futuro, pleno y definitivo, en el que el reino de Dios quedará establecido. Lección

imprescindible, ya que pensar la vida en cristiano es conceder al presente y al futuro la importancia que

merecen, es saber que la vida humana es mucho más que el ahora y aquí; que el presente no recibe su

plena significación más que en función del futuro, del esperado retorno de Cristo.

No perdamos de vista este final de la historia. Es clave para vivir en plenitud el presente. Con esta

lectura, la Iglesia nos hace recordar, al comienzo del Adviento, la segunda venida del Señor, objeto de

nuestra gran esperanza. Porque la vida no es un fracaso. El sentido de la historia está en el Hijo. Cristo

está ‘sembrado’ en el cosmos, como grano de trigo que muere, pero que con su muerte ha traído la

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salvación. En la agonía de las personas que fracasaron sin consuelo, en la falta de sentido de una historia

que destroza la vida de sus mejores hijos... está llegando Cristo, está naciendo el mundo nuevo.

Al final triunfará el amor. La victoria es del amor.

Aunque los jóvenes de hoy crezcan agnósticos; aunque los seminarios se queden vacíos; aunque los

matrimonios yazcan rotos; aunque las drogas y el vacío amenacen con dejarnos desolados; aunque

mueran a millones los adultos y los niños... en Cristo todo tiene su sentido. Sepamos alzar la cabeza con

fe, puesta la confianza en el vencedor de la muerte: se acerca nuestra liberación

HEMOS DE VIVIR ‘DESPIERTOS’

Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero...

ídolos, también hoy, de nuestra sociedad consumista y hedonista.

Hemos de vivir con sobriedad, convencidos de que lo verdaderamente necesario para una vida humana

digna es mucho menos de lo que quiere hacernos creer nuestra sociedad capitalista. A los que nos gusta la

vida al aire libre, sabemos por propia experiencia qué pocas cosas son necesarias para vivir.

Manteneos en pie ante el Hijo del hombre. Cristo vino ya y, resucitado, se ha quedado con nosotros.

Pero el ‘encuentro’ y la comunión con él, no son cosas que se alcancen de una vez para siempre. Él ‘está’,

pero sólo le encuentra el que busca con un corazón de pobre.

Así hemos de vivir hoy la vigilancia cristiana: esperándole y buscándole en todo y en todos. Estamos

demasiado identificados con este mundo y, por ello, bastante incapacitados para proyectar nuestra vida

según Dios. Nos molesta que nos despierten y nos inviten a velar. Y eso es lo que hace Jesús con

nosotros.

Nuestra tendencia con el pasar del tiempo, es quedarnos dormidos, instalados en lo que ya tenemos,

distraídos de los valores fundamentales, entretenidos con muchos o pocos valores intermedios. A pesar de

que queremos vivir como cristianos, perdemos con facilidad contacto con lo esencial.

YAHVÉ CUMPLE SIEMPRE SUS PROMESAS, PERO A SU TIEMPO

“Mirad que llegan días –oráculo del Señor-, en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá.

En aquellos días y en aquella hora suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra.

En aquellos días se salvará Judá y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: ‘Señor-nuestra justicia’.” (Jer 33, 14-16)

Después del destierro (siglo VI a.C.), los israelitas carecieron de reyes hasta la época asmonea (siglo II a.

C. con Aristóbulo I), y el sacerdocio levítico no tenía el mismo ascendiente que antes del destierro.

La primera lectura forma parte de una compilación de textos proféticos que presentan dos ideas

fundamentales: la reconstrucción y permanencia de la dinastía del rey David y del sacerdocio levítico, dos

instituciones fundamentales de la teocracia israelita. Con ellos tratan de probar que las promesas de

Yahvé sobre la perennidad de la dinastía davídica y sobre la permanencia del sacerdocio levítico seguían

vigentes y que se cumplirían algún día. El texto de hoy trata sobre la primera.

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Llegan días en que las promesas hechas a toda la descendencia de Jacob –a la casa de Israel y a la casa

de Judá- (v 14) se cumplirán.

Jeremías se dirige a gente que hasta ahora ha vivido de ilusiones, que se ha obstinado en ignorar el

peligro que la amenaza, que ha buscado la seguridad sin apoyarse en Yahvé. Un pueblo que ha vivido en

el destierro con grandes sufrimientos, y que, al volver de él, está desilusionado. Es lo propio del ser

humano: comienza, sigue un tiempo, se desalienta, se cansa, cae en la tibieza...

Suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra (v 15). Jeremías nos

anuncia las mejores noticias. Los pueblos oprimidos serán liberados por la obra de un descendiente de

David, que llevará adelante la justicia de Dios.

El momento era oportuno: el pueblo vivía en medio de una gran desolación y pesimismo, al estar

interrumpida la dinastía real, el país hundido y el templo en ruinas.

La mente del profeta se proyecta directamente sobre un personaje ideal de la estirpe de David, al que

llama ‘vástago legítimo’, y al que describe como un rey justo, que implantará la justicia y el derecho en

un país entregado, con demasiada frecuencia, a la falta de honradez de sus pastores.

El profeta pretende estimular la esperanza y la confianza, mostrando que Dios es fiel a la palabra dada, a

pesar de las constantes infidelidades del pueblo.

Después la profecía se orienta al reino del Sur: En aquellos días se salvará Judá y en Jerusalén

vivirán tranquilos. Será tal la justicia de ese rey, que se llamará Señor-nuestra-justicia (v 16), porque

en todo prevalecerá la equidad.

Este oráculo, junto a muchos más, fue muy importante para la fe del pueblo de Israel en momentos de

desgracia y de confusión, de crisis de fe. Y lo orientó hacia la idea de un rey mesiánico que tendría Judá

un día, descendiente de David.

Jeremías, después de tantas desilusiones desgarradoras, les invita a poner la esperanza únicamente en

Yahvé. Un Dios que se hace presente cuando se confía exclusivamente en él.

Sólo una esperanza purificada de todos los ídolos –tener, poder, placer...- puede ser cristiana.

¿Qué decir de esta profecía, escrita hace unos 2500 años? ¿Es que Dios no cumple sus promesas? La

respuesta tenemos que buscarla en la fe.

Dios cumple siempre sus promesas. Pero a su tiempo. ¡Cuánto tarda casi siempre! Mientras, es el tiempo

de la espera y la esperanza. Si no hubiera tiempo de espera paciente, ¿cómo podría alimentarse la

esperanza?

Llegan días... Los días del cumplimiento, después del largo adviento de la humanidad. ¡Cuántos siglos

esperando al Mesías el pueblo de Israel! Llegan los días de superar todas nuestras esclavitudes y pecados,

todos nuestros vacíos, todo lo que nos impide vivir como imagen de Dios... y que cada uno sabemos

cuáles son.

LAS VIRTUDES TEOLOGALES, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA

“Hermanos: Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos, y que así os fortalezca internamente; para que cuando Jesús nuestro Señor vuelva acompañado de sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios nuestro Padre.

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Para terminar, hermanos, por Cristo Jesús os rogamos y exhortamos: Habéis aprendido de nosotros cómo proceder para agradar a Dios: pues proceded así y seguid adelante.

Ya conocéis las instrucciones que os dimos en nombre del Señor Jesús.” (1 Tes 3, 12-4, 2)

La primera carta a los Tesalonicenses es el primer escrito del nuevo Testamento. Fue redactada por

Pablo, como una solución de emergencia al no poder ir él en persona, para dar respuesta a ciertos

planteamientos surgidos en aquella comunidad y ayudarles a progresar en la fe y en el amor. El ideal es

muy alto, tiende a plenitud, y nunca lo lograremos del todo.

La carta refleja la teología incipiente del Apóstol, empapada de conceptos apocalípticos y judíos.

Presenta como inminente la vuelta de Cristo, el Mesías. Venida que supondrá el fin de este mundo y el

inicio de otro perfecto y justo.

En la segunda carta a los Tesalonicenses, Pablo corregirá algo esta visión, que será superada a partir de la

segunda carta a los Corintios.

Sin embargo, el mensaje es totalmente válido. La presencia de Dios, su proximidad, sea cual sea su

interpretación, es el motivo de una vida cristiana activa y llena, don de Dios y conquista humana.

Tesalónica fue evangelizada por Pablo durante su segundo viaje misionero; probablemente en el invierno

de los años 49-50. Era una ciudad populosa, como lo sigue siendo ahora con su nombre actual: Salónica.

Contaba con uno de los mejores y más seguros puertos comerciales del mar Egeo.

El tiempo de evangelización fue corto: tres o cuatro meses. Pablo tuvo que abandonar precipitadamente

la ciudad (He 17, 1-10), antes de haber podido dar por terminada la necesaria catequesis.

En el año 51, Pablo está muy lejos de esa comunidad, y teme que se desalienten y resulte vana su labor

entre ellos, como consecuencia de las falsas predicaciones y de las persecuciones que sufren. Para

confirmarlos y exhortarlos a crecer en la fe, les envía a Timoteo (3, 1-5).

Al volver, Timoteo le ha traído buenas noticias. Pablo recibe gran alegría y queda más tranquilo,

sabiendo que están ‘firmes en el Señor’ (3, 6-8). Pero siempre hay posibilidad de progreso en el

conocimiento y vivencia de las verdades de fe.

Pablo termina la primera parte de la carta con una oración a Dios Padre y a Jesucristo. Una oración que

hace alusión a la fe de los tesalonicenses (3, 10-11, que no leemos hoy), a su amor (v 12) y a su esperanza

(v 13). Amor a todos (v 12): El verdadero amor es universal, tiende a infinito: es Dios. Sólo con un

corazón que abarque a toda la humanidad podemos amar de verdad a los que amamos. Desde la distancia,

Pablo no tiene otro objetivo que las virtudes teologales, fundamento del cristianismo. La fe de la

comunidad es frágil; nunca faltan lagunas a la fe. El segundo objetivo de su oración es el crecimiento en

el amor entre los hermanos y hacia todos los hombres. ¡Quién pudiera decir de sí mismo que ‘rebosa

amor’! Una fe y un amor que refuercen la esperanza, para que puedan presentarse santos e irreprensibles

ante Dios nuestro Padre. Santidad orientada en la dirección de la Parusía del Señor.

Al comienzo de sus exhortaciones morales –segunda parte de la carta y de la lectura de hoy-, Pablo les

reafirma ciertos preceptos morales cristianos, que ya les había inculcado en su predicación oral (4, 1-2).

Comienza con una recomendación de carácter general, pidiéndoles que caminen según las enseñanzas que

les dio cuando estuvo con ellos, y que miren siempre hacia adelante, tratando de progresar cada día. Se lo

pide por Cristo Jesús, en quien creen. Y no duda en ponerse él como modelo a seguir...

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SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

“EN EL AÑO QUINCE...”

ADVIENTO, LLAMADA A INTENSIFICAR NUESTRA APERTURA AL MESÍAS QUE LLEGA

Sufrimos porque deseamos. El hombre moderno sufre mucho porque desea mucho. Deseamos, y

hacemos por conseguirlos, todos los cachivaches que se nos ofrecen... Pero nada nos llena. Nada puede

ser nuestro todo. El corazón humano no se llena con objetos... ni con personas, porque necesitamos llegar

hasta Dios, porque nuestro barro está modelado a su imagen y semejanza y porque el mismo Dios nos

atrae hacia él desde dentro de nosotros mismos.

El deseo tiene que ayudarnos para medir nuestra necesidad, para que valoremos y busquemos los dones

verdaderos que nos faltan, para que nos preparemos a recibirlos, para que busquemos la forma de

conseguirlos y para que, una vez conseguidos, los ofrezcamos a los demás.

Para que podamos mirar hacia metas más altas y llenar de sentido nuestras vidas, para que rompamos la

rutina y el aburrimiento, para que amemos más lo que nos falta que lo que tenemos, para que aprendamos

a confiar y a esperar activamente... celebramos el Adviento.

Ningún deseo ni búsqueda podrán convertirse en esperanza de Adviento, si no nacen desde el amor y

para amar. Si amamos, todos los deseos y búsquedas serán pocos; si no amamos, todos sobran. Si

amamos, nos liberan; si no amamos, nos esclavizan. El deseo y búsqueda de amor engendran amor; el

deseo y búsqueda egoístas engendran vacío.

El Adviento es un tiempo de deseos, un tiempo para buscar los dones que puedan llenar nuestras vidas.

En las tres lecturas de hoy domina un mismo mensaje: esperanza en Jesucristo que viene a nosotros; el

único capaz de responder a todas nuestras búsquedas.

EL DIOS DE JESÚS SIEMPRE OPTÓ POR LOS POBRES

“En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:

‘Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios’.”

(Lc 3, 1-6)

En tiempos de Moisés, de los profetas, de Juan Bautista... y siempre, Dios ha hecho y hace opción por los

pueblos empobrecidos y expoliados, por los pueblos masacrados y excluidos. Nunca podrá aprobar las

incalificables ambiciones de los pueblos que se enriquecen a costa de los pobres.

La historia, la que está en los libros y se aprende en las escuelas y universidades, es la de los vencedores

y de los que ‘mandan’. Con su poder logran que la historia se escriba a su gusto. Los vencidos sólo

figuran como fondo. Y el gran vencido, hasta la fecha, ha sido siempre la clase social más pobre.

Así, el verdadero protagonista de la historia, el autor de todos los verdaderos acontecimientos, el pueblo

sencillo trabajador y luchador, aparece sólo como comparsa de los que por la fuerza bruta se han

apoderado del poder, o han llegado a él ‘democráticamente’.

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Cuando Lucas quiere situar a Jesús en la historia, lo hace de la forma usual entre los escritores de su

tiempo: En el año quince... Nos presenta un buen número de personajes: Son los grandes de la época:

Tiberio, Pilato... Anás y Caifás. Pero la palabra de Dios no va a ninguno de ellos. Estos personajes

vivían en las ‘ciudades’ y ejercían el poder desde ellas. Están muy instalados y, por ello, incapacitados

para entender algo que merezca la pena. Anás y Caifás... Lo lógico sería que la Palabra viniera sobre

ellos... Pero creen saberlo todo y ya no esperan nada nuevo.

Dios comunica su Palabra a quien quiere. Ésta llega por caminos de encarnación y desde los pobres de la

tierra. A ninguna de las personalidades reconocidas y respetadas se dirigió Dios. ¿Por qué va a ser distinto

ahora, siendo las condiciones tan semejantes?

El escogido por Dios para preparar la venida de su Hijo es un hombre del desierto, un hombre que no

vive en los palacios ni frecuenta el templo. Será más que un profeta: el Precursor, que presentía como

nadie la cercanía del Mesías, la presencia del Espíritu.

Nuestra sociedad se deja llevar por los ‘personajes’, por los ‘famosos’. Y eso la incapacita para escuchar

palabras vivas, empachada como está de palabras vanas y vacías.

Dios se dirige a quien vigila en el desierto, al que vigila viviendo a la ‘intemperie’.

La palabra de Juan se convertirá en un trueno que se escuchará en toda Palestina.

JUAN PREDICA EN EL DESIERTO

La Palabra de Dios nace ‘dentro’ de nosotros, es un don del Padre. Para escucharla es necesario el

silencio de la oración. En ella podemos penetrar en esas ‘regiones’ de nosotros mismos en las que habita

el Espíritu; en ella vamos llenando nuestra verdadera vida de paz, de alegría, de amor, de lucha... sean

cuales sean las circunstancias en que nos hallemos. Es en esos momentos de oración, en los que

aparentemente nada sucede, donde los seres humanos nos vamos construyendo interiormente. Para el

creyente, orar es penetrar en el espacio de Dios, un Dios cercano, que está en nuestro interior más

íntimamente que nosotros mismos, que está interesado en nuestra vida y en nuestros problemas; orar es

sumergirnos en la fuente de la vida y de la alegría; es recuperar siempre la paz; es acceder al lugar en el

que todo adquiere consistencia y sentido.

La oración no significa pasividad, ni evasión de responsabilidades. Nos lo recuerda Juan Bautista con su

vida.

A Juan Bautista, hombre del desierto, hombre solitario que vivía lejos de los centros de poder y de las

cátedras de la ciencia, que no era brillante en nada, le llega un mensaje de Dios. Y escuchó y acogió ese

mensaje, que fue creciendo en él hasta convertirse en el objetivo de su vida.

Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos... No podemos seguir igual que antes. Nos espera

algo grande. El Adviento debe ilusionar nuestros corazones.

Allanar senderos, elevar valles, hacer descender montes y colinas no son imágenes poéticas. En nuestras

vidas existen montañas de injusticias, de autosuficiencias, que han de allanarse para encontrarnos con lo

esencial. Existen simas de vacío, de aturdimiento, que hay que llenar con valores que transformen

nuestras vidas. Montañas y barrancos; montones de cosas inútiles y nefastas y escasez de cosas

necesarias.

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Tenemos que tener el coraje de desprendernos, de eliminar lo ‘excesivo’ que tenemos, y buscar el ‘todo’

que nos falta. Para ello es necesario que Cristo ilumine nuestro corazón, para que seamos capaces de

discernir donde está en realidad lo que puede colmar nuestras vidas. Entonces veremos lo que muchos no

ven, y dejaremos de lado lo que atrae la mirada y los deseos de la masa.

¿Por qué grita tanto Juan? Porque ve al pueblo dormido y apagado, alienado. Y quiere despertarlo. Y

porque la Palabra le quema en la boca. Presentía un acontecimiento decisivo y el pueblo, mal dirigido por

sus dirigentes, no se enteraba. Había que gritar que Dios estaba cerca, que el Mesías iba a llegar, que

venía para llenar nuestras vidas de plenitud y eternidad, que todos verán la salvación de Dios.

Juan vivirá enteramente entregado a esta Palabra, vivirá para ella... el poco tiempo que le dejarán con

vida ‘los personajes’ de turno.

ESPERAMOS AL QUE NOS LIBRARÁ DE TODAS NUESTRAS ESCLAVITUDES

“Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da; envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua, porque Dios mostrará su esplendor a cuantos viven bajo el cielo. Dios te dará un nombre para siempre: ‘Paz en la justicia, Gloria en la piedad’.

Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura, mira hacia oriente y contempla a tus hijos, reunidos de oriente a occidente, a la voz del Espíritu, gozosos, porque Dios se acuerda de ti. A pie se marcharon, conducidos por el enemigo, pero Dios te los traerá con gloria, como llevados en carroza real.

Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados, a todas las colinas encumbradas, ha mandado que se llenen los barrancos hasta allanar el suelo, para que Israel camine con seguridad, guiado por la gloria de Dios; ha mandado al bosque y a los árboles fragantes hacer sombra a Israel. Porque Dios guiará a Israel entre fiestas, a la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia.”

(Bar 5, 1-9)

Sacada de la parte profética del libro de Baruc, la primera lectura de hoy, de gran belleza y brillantez, se

hace eco del pensamiento religioso de los judíos dispersos, que, poco preocupados por crear profecías

originales o doctrinas nuevas, se limitan a plagiar profecías antiguas. El texto de hoy condensa al

Segundo Isaías (capítulos 40-55).

La lectura nos invita a profundizar, a soñar. Si no conseguimos mirar el mundo desde la perspectiva de

Dios, la esperanza resultará imposible y la espera podrá desembocar en desilusión. Jerusalén –figura de la

Iglesia y signo de la Jerusalén celestial- es para ellos la ciudad ideal en la que, en el momento en que las

condiciones y la voluntad de Dios lo permitan, se concentrarán los dispersados.

Jerusalén ha sido testigo de un espectáculo trágico, inolvidable: a sus propios hijos humillados,

sacudidos brutalmente por los soldados de Nabucodonosor y arrastrados con cadenas hacia Babilonia, a

más de mil kilómetros de distancia... Y Baruc les anuncia una nueva Jerusalén, descrita con tintes

paradisíacos... Pero en ‘lontananza’, por mucho que se mire, no aparece señal alguna de cambio... El

templo y todo siguen en ruinas.

Baruc es un profeta que logra ver de otra manera, y anima a los otros a ver lo que todavía no existe; que

adivina la luz en la oscuridad más absoluta, que vislumbra una presencia en la espantosa soledad del

desierto, que hace rebosar de alegría en el centro de una tragedia.

Ha pasado la hora del duelo y de la tristeza. Por eso, Jerusalén debe adornarse con sus mejores ‘galas’

(vv 1-2). Es la hora del retorno triunfal del exilio de Babilonia de sus hijos. Su esplendor será la

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admiración de todos los demás pueblos (v 3). Se le dará un nombre nuevo: Paz en la justicia, Gloria en

la piedad (v 4). En ella habitará siempre la paz como fruto de la justicia. Los profetas, en su idealización

de los tiempos mesiánicos, inventaron nombres para designar a Jerusalén en su manifestación gloriosa.

Esta justicia de los tiempos mesiánicos es fruto del conocimiento de Dios, que suscitará una nueva alianza

escrita en los corazones.

El punto de oriente al que invita a mirar (v 5) no es un punto geográfico. Se trata de dirigir la mirada

hacia Dios. Idealiza los detalles del cortejo triunfal de retorno: fueron a pie al exilio, ahora vuelven con

gloria, con los medios de transporte más honorables (v 6).

Estaría bien que nosotros miráramos también en ‘esa’ dirección, para superar nuestras resignaciones y

desilusiones... la realidad implacable de siempre con su abrumador peso de mal, tinieblas, odios,

violencias, absurdos... Esta mirada distinta representaría el más grande desafío a la situación intolerable

en que vive la humanidad.

Todos somos capaces de ver lo que hay. Profeta-creyente es quien ve lo que todavía no existe. El realista

se limita a hacer el inventario de lo que tiene ante sus ojos. El hombre de la esperanza llama a la puerta de

lo que todavía no existe, pero que puede existir.

El creyente rechaza aceptar las cosas como están. Mira en dirección al Dios que viene a liberarnos de

todas nuestras esclavitudes.

Para facilitar más la vuelta de la comitiva, se transformará la misma topografía del terreno: rebajar los

montes y rellenar los barrancos (v 7), la ruta estará bordeada de árboles que darán sombra a la caravana

(v 8), porque Dios les guía (v 9). Un mundo de metáforas, lejos de la realidad de la penosa vuelta de los

repatriados bajo el mando de Zorobabel.

La lectura superpone dos planos: el del retorno del exilio y el de la entrada de los israelitas en la era

mesiánica, de la que aquél es el principio. Y todo lo que se relaciona con los tiempos mesiánicos debe

llevar el sello de lo maravilloso.

DIOS LLEVARÁ HASTA EL FINAL LO QUE YA HA INICIADO

“Hermanos: Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el

primer día hasta hoy. Ésta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros una

empresa buena, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús. Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os quiero, en Cristo Jesús. Y ésta es mi oración: que vuestra comunidad de amor siga creciendo más y

más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de

justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios.” (Fil 1, 4-6. 8-11)

La comunidad de Filipos fue la preferida de Pablo. En la carta que les dirige (escrita en Éfeso, el año 56;

o en Roma, en el año 62), el Apóstol les abre el corazón de par en par a los que tanto le han ayudado y

querido, y que han contribuido a la expansión del Evangelio.

El texto de hoy incluye la acción de gracias por la ayuda que le han prestado desde el principio (vv 4-6),

y una oración para que la comunidad siga progresando. Les comunica un mensaje de esperanza. Para

confirmar los sentimientos que siente hacia ellos, Pablo pone a Dios por testigo de lo entrañablemente

que los quiere, en Cristo Jesús (v 8).

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Así tendríamos que querernos todos... Porque la comunidad cristiana se construye y se alimenta de amor;

es amor. Porque el cristianismo es amor, como Dios. Porque el amor define a la comunidad, a la familia, a

la persona cristiana. Un amor que no se reduce a sentimientos. Porque no hay nada más esperanzador y

que refleje mejor la Trinidad de Dios que una comunidad de amor.

Siguen (vv 9-11) unas palabras de súplica a Dios, lógicas en un corazón que ama. Ora por ellos, para que

su amor fraterno sea cada día más abundante y para que su conocimiento de las cosas de la fe sea más

profundo y experimentado, para que sean capaces de apreciar y preferir los auténticos valores de la vida

cristiana, a imitación de Jesucristo. Está seguro de que Dios, que ha comenzado en ellos la buena obra de

la fe y del amor, la seguirá adelante hasta el final: hasta el Día de Cristo (vv 6 y 9), hasta el día del

juicio, al que, si siguen sus enseñanzas, llegarán cargados de frutos de justicia.

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DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO

EL CRISTIANISMO, UNA INVITACIÓN A LA ALEGRÍA

ALEGRÍA AHORA Y AQUÍ

Para muchos, el cristianismo –y las religiones en general- representan la negación más absoluta de la

alegría. Piensan en los mandamientos, en la ‘fastidiosa’ moral... que consideran obstáculos puestos en el

camino de la vida para impedirnos gozar de ella, cuando son los fundamentos para una vida y convivencia

humanas dignas. Y así, aceptan la idea de la alegría, como mucho, para el ‘más allá’. Aquí abajo, piensan

que la alegría no es cosa de los seguidores de Jesucristo, sino de los que se han liberado de todos los

tabúes religiosos, y de las preocupaciones de la moralidad. ¡Así nos va! En la ‘otra vida’, quizá Dios nos

resarza de todo lo que nos ha negado en este ‘valle de lágrimas’.

Y, sin embargo, el cristianismo es una colosal invitación a la alegría, ahora y aquí. Alegría del que

busca... No la alegría del que ya posee, del que ya sabe. Alegría del que trata de vivir en comunión con

Cristo, que actúa en los aconteceres de la historia; del que cree y espera su venida final y definitiva; del

que sabe que por la presencia y acción de Jesucristo, que nos acompaña, nuestra vida cristiana está

penetrada de la vida nueva de Dios. Alegría... porque todos nuestros deseos de plenitud y eternidad serán

realidad algún día. Esta alegría del creyente puede servir de prueba convincente de la existencia de Dios.

O, al menos, insinuarla.

La del cristiano no es una alegría cualquiera. Para entrar en la alegría, el creyente sabe que tiene que salir

de sí mismo, de su yo egoísta, para abrirse a los caminos de Dios, para acoger su proyecto en la propia

vida. Apertura que no implica sólo una dimensión intimista, sino una dedicación a los demás. La señal de

que hemos descubierto a Dios en el prójimo está en nuestra capacidad de compartir.

Esa alegría de sentirnos amados, perdonados, acogidos por el Padre Dios. Un Dios que está entre

nosotros, en cada uno de nosotros. Un Dios con el que siempre es posible recomenzar, ‘inventar’ otro

modo de vivir.

El tema de hoy es la alegría por la presencia y la acción de Jesucristo Salvador en la historia humana:

Estad siempre alegres... (segunda lectura) Regocíjate... grita de júbilo... (primera lectura) La causa de

la alegría es el Señor: Viene el que puede más que yo... Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego

(evangelio).

LA CONVERSIÓN SE DEMUESTRA EN EL MODO DE VIVIR

“La gente preguntaba a Juan: -¿Entonces, qué hacemos? Él contestó: -El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que

tenga comida, haga lo mismo. Vinieron también a bautizarse unos publicanos; y le preguntaron: -Maestro, ¿qué hacemos nosotros? Él les contestó: -No exijáis más que lo establecido. Unos militares le preguntaron: -¿Qué hacemos nosotros? Él les contestó: -No hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias, sino

contentaos con la paga.

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El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos:

-Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego: tiene en la mano la horca para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga.

Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia.”

(Lc 3, 10-18)

El texto evangélico de hoy consta de dos partes importantes: Las preguntas dirigidas a Juan y sus

respuestas y el testimonio del Bautista sobre Jesús y sobre sí mismo.

Las preguntas dirigidas a Juan y sus respuestas se refieren a la conversión que el Bautista predicaba.

Juan, que conocía perfectamente la observancia estricta de la ley por parte de los fariseos, el contenido de

la liturgia de la sinagoga, el apego del pueblo a sus tradiciones religiosas, el aprecio por el templo y su

culto... exige a todos la conversión.

El reino de Dios no es una simple adaptación o reforma de lo antiguo, sino un cambio interior. Juan sabe

que toda reforma es inútil si las personas no cambiamos interiormente, si no cambiamos de dirección.

Insiste en la revolución del corazón y de la mente. Busca cambiar las actitudes, la intencionalidad de los

actos.

El auditorio responde a su llamada: ¿Entonces, qué hacemos? Y Juan les –nos- da un principio general

de amor al prójimo y luego pasa a casos particulares. A cada uno le dice lo que más necesita cambiar para

preparar el camino del Señor, para convertirse. Porque la conversión se demuestra con las obras.

¿Qué hemos de hacer? Compartir con nuestros hermanos la comida y el vestido. Les descubre la

solidaridad. Nadie debe tener y guardar sólo para sí mismo; nadie puede llamarse dueño verdadero de lo

que le sobra, y ni siquiera de lo suyo. Mirad como hermanos a los que están a vuestro lado para ayudarles

a crecer. No los miréis como competidores, porque cuando se ve como rival al hermano, no es posible la

alegría. Convertirse: poner al servicio de los hermanos lo que tengo y lo que soy.

Sólo el que está dispuesto a responder, desde lo más íntimo de su vida, a la llamada de Dios, sólo el que

está dispuesto a hacer lo que sea preciso para ser fiel a esa llamada, podrá comulgar con la esperanza que

trae Jesús y encontrará la verdad de su existencia.

No pide a la gente que vayan mucho al templo –quizá ya iban- o que hagan muchos ayunos u otras

prácticas ascéticas. Les pide –nos pide- un cambio en orden a la justicia. Y les advierte que no confíen en

el hecho de ser de sangre judía, religiosos de toda la vida. Si algún pueblo o persona se sienten con

derecho a decir que es ‘escogido de Dios’, debe demostrarlo en su vivir. Esto se ve en las respuestas

concretas de Juan Bautista a las preguntas que le hacen algunos.

Y en primer lugar, algo que va para todos, aunque siempre sea mucho más duro para los ricos: El que

tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.

Hemos de repartir para ser hermanos. Aquí lo concreta en el vestido y en la comida.

El compartir lo que se tiene es una actitud verdaderamente revolucionaria, imprescindible para hacer

realmente eficaz y humano todo cambio de estructuras. ¡Cómo cambiaría la situación insostenible de la

humanidad si se llevara a la práctica, aunque sólo fuera esta respuesta! La comunidad que Juan trata de

reunir está abierta a todos los que quieran avanzar por este camino. La Iglesia, cada comunidad y cada

cristiano deberíamos ser signos de este compartir.

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Los oyentes le preguntan, porque Juan no parte de las leyes ya establecidas, sino de una situación nueva.

Anuncia un cambio radical y las actitudes sociales concretas que conducen a él: pasa de una sociedad

basada en el tener, a otra sociedad basada en el compartir.

Lo que tenemos que hacer es compartir lo que tenemos y somos, trabajar a favor de todas las personas.

TESTIMONIO DE JUAN SOBRE JESÚS Y SOBRE SÍ MISMO

Para dar su testimonio sobre Jesús y sobre sí mismo, Juan se coloca en su lugar: no merezco desatarle la

correa de sus sandalias, y anuncia a Cristo como el que bautizará con Espíritu Santo y fuego.

Él no era el Mesías, ni la Palabra: era la voz, el heraldo.

Cuando Juan exige un bautismo, no inventa nada nuevo. Otros pueblos antiguos tenían también un rito de

inmersión en las aguas, como forma de purificación de los pecados y de abandono de una vida antigua

para ingresar en otra nueva. Pero los cristianos debemos bautizarnos, además, en el Espíritu y en el fuego.

Tres elementos de la naturaleza cuyo simbolismo es importante descubrir.

El agua es símbolo de vida, de transformación interior. El agua purifica, lava y destruye; penetra en la

tierra y la hace germinar. Ser cristiano es como hundirse en el agua para renacer como hombres nuevos

con la vida de Cristo.

El Espíritu o viento (en hebreo es la misma palabra) es una fuerza misteriosa o invisible que empuja al

ser humano hacia delante. Fuerza misteriosa, por ser invisible. Habla, silba, susurra. A veces se

transforma en huracán y lo revoluciona todo en pocos instantes, como sucedió el día de Pentecostés (He

2, 1-2). El reino de Dios, la nueva humanidad, es obra suya. Sopla, como el viento, en el desierto, donde

no hay abrigadas. ¿Cómo enterarnos de su paso si estamos atrincherados en nuestras ‘casas’ y ‘ciudades’?

El fuego quema lo que no resiste su calor. Es como el juicio de Dios que discierne entre lo verdadero y lo

falso. Fuego interior, capaz de destruir las sutiles mentiras con que nos defendemos. Lo trajo Jesús (Lc

12, 49) para que arda, queme e ilumine.

El fuego de Jesús da vida. Es el fuego del Espíritu que penetra cada uno de nuestros corazones y los

transforma desde dentro. Es el fuego del amor del Padre, manifestado en el amor de Jesús; es el fuego que

hace presente en nosotros al Espíritu de Dios.

No basta el agua. Hace falta Espíritu y fuego. De nada sirve el bautismo cuando falta el cambio radical

de la mente y del corazón.

Juan seguirá anunciando al pueblo la Buena Noticia, la esperanza de salvación que está ya al alcance de

la mano. Esto es lo único que le interesaba y que daba sentido a su vida.

NO TENEMOS NADA QUE TEMER: YAHVÉ VIVE ENTRE NOSOTROS

“Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás. Aquel día dirán a Jerusalén: ‘No temas, Sión, no desfallezcan tus manos’. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva.

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Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta.”

(Sof 3, 14-18a)

Sofonías es un profeta del siglo VII a. C. a quien correspondió –cómo no- vivir en un tiempo difícil, pero

esperanzador. Proclama su mensaje poco antes del reinado del rey Josías (años 640-609), en el que el país

está sumido en la miseria moral y en el que la amenaza de Asiria está presente desde hace muchos años.

Por estas razones, el mensaje de Sofonías es bastante pesimista: ya no tardará el ‘Día de Yahvé’, que

traerá consigo el castigo de Judá y el de las naciones; sólo un pequeño resto escapará a este drama.

Pero, en el momento de estar terminando su libro, se perfilan algunos signos de esperanza: el final del

imperio asirio está cerca; el retorno de la cautividad parece inminente. Además, el rey de Judá, Josías, se

presenta como un gran reformador. Un rayo de esperanza les llega a los judíos, que explotan de alegría y

entusiasmo, y que llevó a Sofonías a componer los dos pequeños poemas de la primera lectura de hoy

-auténtica joya de la literatura bíblica-, que sirven de conclusión a su libro, y que alentaron al pueblo, y

posteriormente se interpretó como una profecía mesiánica, que llenaría de gozo a los fieles de Yahvé que

esperaban al Mesías.

El tema principal de estos poemas es la invitación a la alegría, dirigida a Jerusalén. Los motivos son

dobles: el enemigo se aleja de las fronteras y el pueblo se renueva mediante el restablecimiento de la

alianza bajo Josías. Dos acontecimientos que muestran la manifestación de Dios a favor de su pueblo. De

aquí la alegría por verse libres de los enemigos; el peligro ya no existe, pueden vivir tranquilos,

recuperarse y empezar de nuevo.

Los enemigos de Israel, en sentido literal, eran los pueblos que le habían vencido y deportado. Para el

Israel creyente, los enemigos son el pecado y la muerte, últimos enemigos en ser vencidos por Jesucristo.

Este canto de júbilo del profeta invita a perder el miedo a todo, incluso a la muerte, que va a ser vencida.

¿No está Dios presente, en medio de su pueblo, como rey? Éste es el motivo mayor de esa alegría

desbordante: el Señor está en medio de ti, Jerusalén, y se goza y se complace en ti, te ama y se alegra.

¿Qué podía darles mayor seguridad y felicidad?

Con esta fe profundizada, el pueblo cristiano, llamado a la santidad, se siente confortado. No son

palabras vacías y sin sentido, sino realidades vivas y existenciales. La presencia de la Trinidad en el

cristiano es suficiente para no tener miedo a nada. Decía sor Isabel de la Trinidad: ‘Creo que he

encontrado mi cielo en la tierra; porque el cielo es Dios, y Dios está en mi alma’.

LA ALEGRÍA DE UN PRESO

“Hermanos: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con

acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y

vuestros pensamientos en Cristo Jesús.” (Fil 4, 4-7)

La segunda lectura nos trae un canto a la alegría, escrito por un preso: Pablo. Nos muestra el optimismo

cristiano, que sabe alegrarse incluso en las situaciones más tristes, porque confía en Dios.

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Todo gira en torno a la alegría: Pablo ha recibido la ayuda de Dios, la ayuda de los cristianos de Filipos,

e incluso una vaga promesa de liberación. Pero Pablo se alegra, sobre todo, de la obra que Dios ha

realizado en la comunidad filipense –en toda la Iglesia-; de la proximidad del Mesías en la vida cristiana

de todos los días, hasta la Parusía.

Os lo repito, estad alegres. Pablo insiste. Está en esa edad en la que uno se reencuentra con lo esencial y

sólo lo esencial; en la que se abandona todo lo accesorio. Desde una vida llena de dificultades, Pablo se

reafirma en la alegría. Esa alegría que permanece cuando todo lo demás se olvida.

Nada os preocupe. Pablo precisa de qué alegría se trata. El cristiano vive confiado en la providencia que

vela por él, lo que le impulsa a la acción de gracias y a la plegaria confiada y filial. Es la alegría que viene

de Jesucristo, de su amor por la Iglesia; una alegría que implica la desaparición de la ansiedad, de la

angustia; una alegría que lleva a la acción de gracias. Una alegría cuya consecuencia última es la paz de

Dios, síntesis de todos sus bienes, que sobrepasa todo lo que podemos comprender e imaginar.

Tengamos presente el itinerario de Pablo para llegar a esta paz: sentir la cercanía de Dios, servir a todos

los hermanos, rechazar toda ansiedad, oración, acción de gracias. Alegría de sentirnos amados; alegría de

conocer lo que Dios quiere de nosotros; alegría que perdura aunque todo fracase, porque se apoya en

Cristo.

La alegría es parte esencial del cristiano que trata de seguir el camino de Jesucristo. ¿La estamos

experimentando?

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DOMINGO CUARTO DE ADVIENTO.

“FUE APRISA A LA MONTAÑA”

LA POBREZA EVANGÉLICA DE CORAZÓN

La pobreza evangélica de corazón es la actitud que debe caracterizar al seguidor de Jesús. Porque sólo el

que tiene un corazón de pobre puede abrirse a los dones de Dios. Pobreza de corazón, que es la base de

todo desarrollo humano, el camino para llegar a ser una persona libre y adulta, responsable. Pobreza de

corazón, que consiste en una total disponibilidad a la acción de Dios.

El pobre de corazón, el que elige ser pobre, tiene una especial intuición y sensibilidad para interpretar y

responder a la llamada de Dios en las situaciones concretas que se le presenten, a la luz de la fe. No es

alguien que tiene todos los problemas solucionados y todas las verdades sabidas. A éstos podemos

considerarlos ‘ricos de corazón’: pretenden -¿pretendemos?- que los planes de Dios coincidan siempre

con los nuestros.

El pobre de corazón trata de descubrir los planes de Dios y de hacerlos propios, vaciándose de sus

propios intereses. Y, más allá de esa renuncia, descubre la nueva vida que Dios le ofrece.

Esa pobreza, que es la total disponibilidad al amor y al servicio de la humanidad, por medio de la

renuncia al propio interés, a la comodidad, al capricho que esclaviza o a la ambición que oprime.

El pobre de corazón es alguien que quiere crecer conforme a la imagen del hombre pleno: Jesucristo.

Esta pobreza es positiva y propia de caracteres fuertes y decididos. Exige lo mejor de nosotros mismos.

Significa pasar del egoísmo al amor, del aburguesamiento al compromiso con la sociedad.

Todo esto lo irá experimentando María después de su primer ‘sí’.

LA VOCACIÓN HUMANA, DISPONIBILIDAD AL PROYECTO DE DIOS

“En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito:

-¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi

vientre. ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.”

(Lc 1, 39-45)

La idea de pequeñez-pobreza de corazón, rodea a la elegida para ser la Madre de Jesús. María, después de

la experiencia místico-religiosa con el ángel, se fue aprisa a la montaña... a la tarea de cada día. Iba

movida por el deseo de servir a la prima embarazada. Por eso, tiene ‘prisa’.

María ha sabido responder a las esperanzas de Dios. Y quiere responder a las esperanzas de todos los

humanos. Todo se ha desarrollado, y seguirá desarrollándose, en el silencio y la sencillez, en la oscuridad

de la vida de los pobres, en el corazón de una muchacha de pueblo como tantas.

Ahora esta joven camina deprisa hacia arriba, por un camino de montaña. Nadie advierte su presencia:

los poderosos están demasiado ocupados en sus complicados juegos políticos y económicos, los

intelectuales en sus ideas y en sus libros, la gente corriente en sus cosas de cada día, los hombres

religiosos en sus prácticas y leyes... como ahora.

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El mundo sigue adelante. Y, sin embargo, algo trascendental ha ocurrido, aunque nadie haya sido

informado de ello. Dios se ha hecho presente entre nosotros, porque esa joven, que ahora camina por la

montaña, ha aceptado estar presente en el encuentro con él.

La vocación humana es, fundamentalmente, disponibilidad al proyecto de Dios sobre los seres humanos

y sobre el mundo. Disponibilidad, que no puede exigir ver claro, hasta en los detalles, antes de

comprometerse. La vocación humana es siempre ponerse en camino; la visión completa se irá teniendo a

lo largo del recorrido. Es decir, conoceremos el camino solamente después de haberlo recorrido hasta el

final. Las explicaciones vienen siempre después. A la fe del verdadero creyente le basta saber que él, el

Espíritu de Dios, va delante y sabe el camino.

La vida humana es un misterio de acogida, de disponibilidad, de libertad. Pero misterio en marcha por los

caminos de los hombres. Y es necesario caminar deprisa; tanto más deprisa cuanto más urgente y vital sea

el mensaje que llevamos. El ‘sí’, cuando brota del corazón, es siempre decisivo para nosotros y para los

demás. Pero es necesario ponerse en camino. La anunciación nos ha narrado lo que le ha sucedido a

María; la visitación, lo que María hace que suceda.

LA OBEDIENCIA A DIOS, CAMINO PARA LA ALEGRÍA

Dos mujeres pobres, que esperan un hijo, se encuentran. Son dos futuras madres que hablan ‘llenas’ del

Espíritu Santo. Comparten y comentan sus presentimientos y esperanzas.

Cuando nosotros planificamos nuestras vidas, y las vidas de los que nos rodean, llenos de nosotros

mismos, llenos de egoísmos, encontramos el vacío y la soledad. Si planificamos buscando el bien del

pueblo, su liberación, conectaremos fácilmente con este pasaje evangélico.

La presencia de María en casa de su prima no deja las cosas como estaban. Los encuentros entre las

personas sólo son verdaderos cuando se ponen en común las propias ilusiones y esperanzas, si se

producen desde lo más íntimo de ellas mismas. Pero una persona no puede encontrarse de verdad con otra

sin antes encontrarse consigo misma, sin haber penetrado antes en su propio ser y haberse habituado a

vivir, a permanecer en esa interioridad.

La obediencia al proyecto de Dios es el verdadero camino para la liberación de todo mal-pecado de la

humanidad y de cada uno de nosotros. Y es, también, el verdadero camino para la alegría, como nos

indica el encuentro de María con Isabel. Isabel, estéril y anciana, es el signo de la impotencia humana

para liberarse-salvarse por su cuenta. María, virgen, nos está diciendo que Dios lo puede todo... menos a

la ‘libertad’ de los humanos.

Isabel interpreta los signos naturales, descubre el misterio de María y la grandeza del Niño, y se humilla

ante ellos. En el seno de María estaba ya el Esperado a lo largo de toda la historia de Israel.

¡Dichosa tú, que has creído! María ha creído de verdad. En su vida sencilla y fiel, en la vida corriente

de una mujer de aquel pequeño pueblo de Nazaret, el Espíritu ha podido actuar. Los tiempos nuevos han

comenzado. La plenitud y eternidad y la paz anunciadas, y tan deseadas, están ya al alcance de la mano.

Isabel proclama que María es feliz porque ha creído y ha dejado actuar en ella al Espíritu Santo, que se

ha apoderado de su vida y la ha hecho fecunda. María responderá con su canto de alabanza (Lc 1, 46-55).

Ambas se han dejado llevar por la voluntad de Dios y han entrado en los planes divinos. Se han puesto a

disposición del Espíritu. Ambas son criaturas que creen. No se verán libres de peligros, ni protegidas. Se

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fiarán y no pedirán explicaciones. No poseerán, anticipadamente, las respuestas a sus interrogantes, que

serán muchos. Apuestan por ese Dios, que no defrauda cuando nos despojamos de las propias defensas y

nos entregamos totalmente a él, actitud de la verdadera fe.

Así María, y en cierta medida Isabel, se convierten en figuras de la Iglesia que, en la fe, acoge al

Salvador. Modelos de la comunidad cristiana que acoge los dones de Dios.

La Iglesia es creíble solamente cuando vive de fe; cuando rechaza todas las otras palabras, todas las otras

seguridades, para fiarse únicamente de la Palabra que es Jesús. Lo mismo cada cristiano. Una Palabra que

se va realizando cuando nos fiamos de ella.

¡Dichosos los que han creído!: podemos repetir hoy y siempre, a condición de demostrar nuestra fe en

las obras de la vida. Si hacemos así, también en nosotros se cumplirán todas las promesas del Señor.

LAS COSAS SIN IMPORTANCIA SON LAS PREFERIDAS DE DIOS

“Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornarán a los hijos de Israel. En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y ésta será nuestra paz.”

(Miq 5, 2-5a)

El profeta Miqueas, contemporáneo de Isaías, vivió en el siglo VIII a. C. en una época difícil para el

pueblo hebreo. Siria era cada vez más fuerte, y había conquistado Samaria, capital del reino de Israel

(reino del Norte), con cuya caída había desaparecido, y ahora se preparaba para apoderarse también del

reino de Judá (reino del Sur). Los judíos vivían desalentados, empezando por su rey Ezequias.

Miqueas era considerado hijo espiritual de Isaías. Su mesianismo evolucionó dentro de los mismos

cauces. Acusa también al pueblo judío de que su culto a Yahvé es externo. Pero tiene su concepción

particular.

En contraste con el origen aristócrata de Isaías, Miqueas es hijo de campesino. Para él, Jerusalén no tiene

la importancia que le atribuye Isaías; puede ser destruido sin que eso impida el plan de Dios.

Para él, como para Isaías, el Mesías es un hijo de David; pero Miqueas piensa más en los orígenes

campesinos de la familia de David en Belén, que en el esplendor de su palacio en Jerusalén.

Además, las perspectivas de restauración entrevistas por Miqueas son modestas: destaca la preferencia de

Dios por lo pequeño y por lo pacífico. Le basta con que el ‘resto’ entre en posesión del país y no piensa

en absoluto en la conquista de las naciones por Israel.

El Mesías nacerá en Belén, como el rey David. En este pueblo insignificante tendrá lugar el

acontecimiento decisivo anunciado por los profetas desde siglos. En Belén de Efrata, aldea insignificante

de Judá.

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Miqueas habla también del cambio que habrá con este nacimiento: la unión de Israel y de Judá –el resto

de sus hermanos- hecha por este pastor del pueblo, que llevará el nombre de Señor. Será un pastor que

llevará la paz a todos los rincones de la tierra. Él mismo será nuestra paz.

El mesianismo de Miqueas comparte, como vemos, las esperanzas puestas por Isaías en el linaje de

David, pero sus perspectivas están empapadas de pobreza y de modestia: es el David pastor de Belén

quien será el futuro pastor del pueblo, y no el David rey de Jerusalén.

Belén, ‘casa del pan’, fue la cuna de Jesús. Se va desvelando el estilo del Mesías. Belén era pequeño...

Aún así, pareció demasiado grande para Dios... y su Hijo nació en las afueras, en el pesebre de una gruta.

En la máxima pequeñez y anonimato, se desarrolla la obra divina. Son las cosas sin importancia las

preferidas de Dios. Belén, símbolo de lo pequeño, es el prototipo de todo lo grande a los ojos de Dios.

NUESTRA RELIGIÓN ES ‘OTRA’ COSA

“Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’. Primero dice: No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias, -que se ofrecen según la ley-. Después añade: Aquí estoy yo ahora para hacer tu voluntad. Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.”

(Heb 10, 5-10)

El autor de la carta a los Hebreos reflexiona, en la segunda lectura de hoy, sobre los sentimientos de

Cristo al venir a este mundo. Nos dice que el Mesías rechaza el poder y la violencia, la grandeza y la

vaciedad de los sacrificios, la grandiosidad del templo y la seguridad que daba el culto.

Nos presenta a Jesús en su función sacerdotal. Las instituciones, los sacrificios, han sido incapaces de

cancelar el pecado, incapaces de restañar la ruptura con Dios, con los demás y con nosotros mismos.

Jesús es el Puente para restaurar esa ruptura. Y lo hará con el ofrecimiento de su vida al Padre: Tú no

quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo... ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer

tu voluntad’. El pecado, obstáculo para la comunión con Dios, se quita con la obediencia a la voluntad

del Padre, única forma de vivir una verdadera vida humana. Los caminos del Mesías van por la

obediencia... Siguiéndole en esa obediencia, podemos acercarnos a Dios con toda seguridad.

Todo lo que sea exterior a nosotros mismos –sacrificios, cultos, liturgias, sacramentos, limosnas... - no

pueden ser eficaces porque el corazón no está en ellos.

Los verdaderos sacrificios se hacen en la vida de cada día, en la obediencia al Padre, siguiendo el camino

de Jesús, viviendo en su amor, negándonos a nosotros mismos.

Dios quiere nuestra obediencia, consciente y libre, a su voluntad. Obediencia que es el camino de la

verdadera vida humana y divina.

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No más sacrificios de sangre, sino de amor. En Jesús, el templo, el sacerdocio y la víctima se han

identificado en su persona. Lo mismo debe suceder en los cristianos. Por eso, nuestra religión es ‘otra’

cosa. Todos quedamos santificados si seguimos al Mesías.

La entrega de la propia vida al servicio de la voluntad del Padre, en la obediencia y el amor, es el camino

cristiano por el que se llega a Dios; nunca mediante sacrificios cruentos.

El sacrificio fundamental de Cristo no reside en la cruz, sino en la comunión con el Padre durante toda su

vida. La muerte en la cruz fue la consecuencia de esa comunión.

Porque la voluntad del Padre jamás fue la muerte cruenta de su Hijo. Tal actitud sería impropia de un

Dios amor. El deseo de Dios ha sido que su Hijo participara plenamente de la condición humana, para que

toda la humanidad quedara transformada a través de su amor. Una existencia humana que implica la

muerte, de la que el Padre no ha excluido al Hijo.

Me has preparado un cuerpo. Frase puesta en labios de Cristo en el momento mismo de su

encarnación. Palabras que definen perfectamente la voluntad del Padre y que afirman que toda la vida de

Cristo tiene un alcance sacrificial, que la cruz no ha hecho más que sellar. Cruz, cuya razón profunda fue

‘quitar el pecado del mundo’ (Jn 1, 29), un pecado que siempre se resistirá a ser destruido y que se

encuentra incrustado principalmente en todos los poderes de este mundo. Esos poderes que le llevaron a

la cruz y que le habían tentado y perseguido desde el comienzo de su vida pública (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-

13).

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NAVIDAD. MISA DEL DÍA

“Y ACAMPÓ ENTRE NOSOTROS”

EL NACIMIENTO DEL HOMBRE NUEVO

La fiesta de Navidad comenzó a celebrarse unos tres siglos después de Jesús. En ella celebramos el

nacimiento del Hijo del hombre, del Hombre Nuevo según el proyecto de Dios. Y también la posibilidad

de ese nacimiento-crecimiento en nosotros mismos.

Porque la Navidad, como toda fiesta litúrgica, no es una simple conmemoración del pasado; tiene

también un sentido de actualidad: quiere llamar nuestra atención sobre la necesidad que todos tenemos de

nacer y crecer a ese modo nuevo de vivir (Jn 3, 3), que nos trajo Jesús.

Es muy esclarecedor que María conciba a Jesús por obra del Espíritu Santo, indicándonos con ello que lo

fundamental no es el nacimiento biológico, el que es fruto de la carne y de la sangre, sino el nacimiento

del hombre ‘imagen y semejanza de Dios’ (Gén 1, 26s), como ser libre y responsable. Jesús es el pionero

de la nueva humanidad, que dedicará su vida a eliminar de ella ‘el pecado del mundo’ (Jn 1, 29).

Hoy se nos invita a seguir naciendo, porque nunca estaremos ‘nacidos’ del todo –‘la creación entera...

dolores de parto...’ (Rom 8, 22)-; a caminar hacia nuestro verdadero ‘yo’. Porque cada uno de nosotros

estamos sujetos a tal cúmulo de presiones externas –familiares, educativas, sociales, religiosas...- que

podemos dudar, con fundamento, si somos ‘nosotros mismos’ o lo que otros quieren que seamos.

Jesús es nuestro camino a seguir, porque es lo eterno del ser humano, nuestra plenitud. Jesús, que tuvo

que atravesar el proceso de todo ser humano; un largo nacimiento que sólo finalizó en la soledad de la

cruz y en el resurgir definitivo de su resurrección.

El hombre de fe necesita nacer –mejor, re-nacer- constantemente a ese ‘Yo’ que vive dentro de sí mismo,

en lo más profundo de sí mismo, y que no es otro que la Trinidad de Dios. Ese ‘Yo’ en el que la vida

humana encuentra su pleno sentido, porque es el sentido que Dios le ha señalado.

Miremos hoy hacia dentro de nosotros mismos, porque o nace ahí el hombre nuevo o no lo hará en

ninguna parte para nosotros.

Es inútil repetir palabras evangélicas, conceptos teológicos, ritos litúrgicos, si nosotros mismos, como

personas, permanecemos fuera de la realidad de la Navidad: el nacimiento del Hijo, del Hombre pleno.

UNA DENUNCIA Y UN ANUNCIO

En esta Navidad, deberíamos ser portavoces de una denuncia y de un anuncio. Una denuncia al

consumismo. ¡Qué poder tiene en nuestras sociedades del despilfarro! Todo lo transforma y domestica: lo

humano y lo divino. Lo humano lo compra, porque tiene un precio. Lo divino lo desvirtúa y lo convierte

en negocio. El consumismo no persigue a la religión, pero se esfuerza por quitarle el espíritu y hacer de

ella un mercado. A la sociedad consumista, cuyo único dios es el dinero y lo que se puede comprar con

él, la podemos identificar con ‘la bestia’ del Apocalipsis (11, 7). Una ‘bestia’ que engorda y se enriquece

despojando a los pobres. ¿No va por este camino la ‘globalización’?

Y ahora el anuncio: Jesús viene a liberarnos y salvarnos de todas las corruptelas. Con él, todo puede y

debe cambiar. Podemos soñar con el mundo nuevo, regido por la justicia social y unido por la solidaridad.

Los pobres serán bendecidos y los que sufren serán consolados. Todas las crisis tienen, en él, solución.

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Pero, ¿cómo encontrarlo? Como Dios se ha hecho tan pequeño, encontrarlo no es cuestión de ‘subir’,

sino de ‘bajar’. Si queremos encontrar a Dios, tenemos que ‘rebajarnos’. A él se llega si nos hacemos

como los niños (Mt 18, 1-5).

Hemos crecido demasiado. Nos hemos hecho muy cultos, muy fuertes, muy poderosos, muy

autosuficientes, muy engreídos. Vamos de dioses por la vida, mirando a los demás por encima del

hombro. El ‘problema’ de Adán y Eva perdura hoy: ‘Dios sabe que en el momento que comáis de ese

árbol, se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios...’ (Gén 3, 5).

La Navidad nos recuerda que, si quiero ‘ir de dios’ por la vida, tengo que menguar, que mirar a los

demás desde abajo. Porque, la Navidad es, profundamente, un misterio de amor. Dios quiere ser hombre,

conocer experimentalmente la realidad humana. Quiere reír nuestros gozos y llorar nuestras lágrimas.

LA PALABRA ES DIOS.

“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.

Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.

En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: -Éste es de quien dije: ‘El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’. Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia; porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás:

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El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.” (Jn 1, 1-18)

Como evangelio leemos el Prólogo de Juan, que es como el resumen de todo su contenido. En él se

contienen en síntesis las ideas de todos sus capítulos. Nos describe, en siete grandiosas estrofas, el origen

y la naturaleza. de Jesucristo. Los dos primeros versículos constituyen como una introducción al resto.

Juan ha querido poner una base sólida, darnos la razón última de por qué esta Palabra, que encarnada se

llama Jesús de Nazaret, puede hablarnos de Dios. Nos la presenta en la esfera divina, preexistiendo al

principio de la creación (Gén 1, 1ss), en plena comunión con el Padre. La Palabra tiene como contenido el

proyecto de Dios y su ejecución.

La Palabra es Dios. Una Palabra eterna, que existe más allá del tiempo; una Palabra que tiene como

función esencial hablar, dirigirse a nosotros, esperando ser acogida y respondida.

La palabra de una persona es la expresión de su intimidad, de su pensar, de su sentir, de su querer, de su

ser interior, de su misterio personal y de su vida. Es la manifestación activa de un yo para dejarse conocer

y ser aceptado o rechazado.

La persona que habla con sinceridad, compromete a escuchar. Por la palabra llegamos las personas al

encuentro, a la amistad, al amor, a la comunión... a la enemistad, al odio... Cuando la palabra sincera, que

expresa la vida del que habla, es escuchada con igual sinceridad, hay comunicación de vida.

Lo que llamamos Palabra de Dios es la expresión de su intimidad, de su pensamiento y de su voluntad,

de su ser personal, de su misterio y de su vida. Expresión total, plena, perfecta. Esta Palabra es el Hijo,

encarnada en Jesús de Nazaret.

Dios crea por su Palabra; re-crea por su Palabra; se hace Palabra en Jesús. Y Jesús nos revela la vida

íntima de Dios, que es la luz de los hombres.

VENIDA DEL HIJO EN LA CARNE

Y la Palabra... acampó entre nosotros. Nuestro Dios no es un Dios mudo, ni lejano, ni amenazador. Es

un Dios que nos habla y su Palabra encarnada se llama Jesús. Una Palabra hecha Persona, que es el Hijo

de Dios, que es Dios.

Juan describe la llegada de la Palabra en términos de experiencia. El proyecto divino se ha realizado en

plenitud en una existencia humana, la Vida es palpable, visible, accesible. Dios habita en un Hombre.

La existencia de Jesús de Nazaret nos tiene que llenar de alegría, porque nos desvela el sentido global de

la vida y del mundo, siempre dentro de la oscuridad de la fe. Jesús tiene la clave para comprender por

dónde deben ir los caminos de nuestra vida. En Jesús descubrimos hasta dónde puede llegar una persona

cuando es dócil a la palabra de Dios, cuando vive dependiendo de ella: se convierte él mismo en Palabra.

Dios nos dice todo lo que es –y lo es todo- por su Palabra Jesús. Otros hombres –profetas, fundadores de

otras religiones, buscadores y luchadores por un mundo de fraternidad e igualdad...- han sido y son

revelaciones parciales del Padre.

La vida de Jesús nos invita al silencio, a la contemplación. Su lenguaje es silencio, su verdad y su amor

son silencio. Su Palabra sólo la podemos acoger en silencio y en humildad, que es como el silencio del

corazón. Nuestra capacidad de silencio y de contemplación es nuestra capacidad para poder conectar con

Jesús. ¡Qué difícil en este mundo del ‘ruido’!

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La Palabra se ha encarnado entre nosotros; en nuestra historia para orientarla y hacerla luminosa. Ya no

estamos en tinieblas. Existe un sentido en la vida, un futuro, una esperanza. Si seguimos el camino de

Jesús, entraremos en comunión con la vida de Dios. Ha desaparecido la distancia entre Dios y nosotros y,

también, la búsqueda angustiada de Dios.

Ser cristiano hoy significa ser ‘signo’ para nuestros contemporáneos. Estamos obligados a buscar,

incansablemente, el modo de presentar esta palabra de forma que sea interpelante para los que nos rodean.

Somos cristianos en la medida en que lo somos para los que viven a nuestro lado, en la medida en que

hacemos presente a Jesús en la sociedad actual con nuestro modo de vivir. Esta es la ley de la

encarnación.

EL PUEBLO JUDÍO REGRESA DEL DESTIERRO DE BABILONIA A SU TIERRA

“¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria. que dice a Sión: ‘Tú Dios es Rey’. Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén: el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.”

(Is 52, 7-10)

La primera lectura pertenece al Segundo Isaías, el que había anunciado el retorno de los exiliados a

Jerusalén (Is 40, 1-5). Ahora lo contempla como realidad, llegando ya a término. Y así, hace el gozoso

anuncio, tanto tiempo esperado: el pueblo regresa a su tierra, después del destierro en Babilonia.

Y lo mismo que en el Éxodo Yahvé precedía a su pueblo, en columna de nube y de fuego, también ahora

va delante de su pueblo, que regresa a la tierra prometida.

La noticia había llenado de alegría a los centinelas y a todos los que vivían desolados entre las reinas de

Jerusalén.

El profeta contempla, desde los muros de Jerusalén, el largo cortejo de los liberados de Babilonia que

vuelven. Yahvé ha consolado a su pueblo y ahora lo guía a la ciudad y al templo.

Por delante de los vigías de la ciudad, entre los que se encuentra el profeta, pasan las avanzadillas del

cortejo, mensajeros de la buena nueva, que ya han anunciado la liberación. Los vigías toman el relevo

de la voz de los mensajeros para darle un carácter oficial. Y, detrás de ellos, las voces de la muchedumbre

que, dentro ya de la ciudad, comenta el acontecimiento. El pueblo desterrado se ha encontrado, después

de muchos sufrimientos, con la libertad.

Es en la creación y en la historia de las personas donde Dios realiza sus planes. Planes que nunca dejan

de cumplirse, aunque pensemos que siempre lo hace demasiado tarde.

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De este hecho histórico, el profeta pasa a una proyección universal. Esta nueva situación de Jerusalén

será vista por todas las naciones, la verán hasta los confines de la tierra. La referencia a la venida del

Mesías y a su universalismo salvador es evidente.

SÍNTESIS DE LA REVELACIÓN

“En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en la etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo.

Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa.

Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.

Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: ‘Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado’? O: ¿’Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo’? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: “Adórenlo todos los ángeles de Dios.”

(Heb 1, 1-6)

La carta a los Hebreos fue escrita para hacer que los cristianos venidos del judaísmo abandonaran

conceptos ya superados, como la esperanza de la vuelta a los sacrificios del templo y a la ley de Moisés.

Carece de saludo inicial y comienza como cualquier tratado o exposición doctrinal.

Como el Prólogo de Juan, el de la carta a los Hebreos –segunda lectura- es un denso tratado de

cristología, una síntesis de toda la revelación divina. Contrapone el antiguo Testamento, en el que Dios

habló repetidamente por los profetas, con el nuevo, en el que nos habla por su Hijo, cuyas prerrogativas

señala. Un texto también en la línea del mensaje de Isaías sobre el ‘Enmanuel’ (Is 9, 2-7). Pero el autor de

esta carta lo hace desde una perspectiva ya cristiana, después de haber profundizado en la realidad divino-

humana de Jesucristo. Y así, nos ha dejado uno de los fragmentos más importantes del nuevo Testamento,

comparable, al Prólogo de Juan y a los textos iniciales de Efesios (1, 3-14) y Colosenses (1, 15-20).

Son dos las ideas fundamentales: la del contraste entre las dos revelaciones –antigua y nueva- (vv 1-2a) y

la afirmación de la superioridad del Mediador de la nueva (vv 4b-6), del que enumera los principales

títulos divinos (v 3) y su relación con el mundo creado, que le coloca por encima de los ángeles (vv 4-6).

Su comienzo es una especie de descripción de la entronización de Cristo en el cielo. El autor se fija,

sobre todo, en dos consecuencias de esa entronización: Cristo, convertido en Señor, está por encima de

los profetas y de los ángeles.

La primera parte trata de la superioridad de Cristo sobre los profetas. Incluye una rápida visión de la

historia de la salvación; una historia en la que Dios no ha dejado de comunicarse con nosotros, a través de

los profetas, hasta el día en que su Palabra fue totalmente revelada en la persona de su Hijo, al que aplica

títulos y atribuciones impresionantes: heredero de todo, creador, reflejo de la gloria de Dios, sustentador

del universo. Con él ha llegado la última etapa de la historia. Cristo ha sido, finalmente, quien ha

ofrecido el sacrificio decisivo que ha realizado la purificación de los pecados.

La segunda parte proclama la supremacía de Cristo sobre los ángeles al estar sentado a la derecha de Su

Majestad en las alturas.

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LA FAMILIA DE NAZARET

EN EL TEMPLO A LOS DOCE AÑOS

IMAGEN DE LA FAMILIA TRINITARIA Y MODELO DE LA CRISTIANA

En pleno ambiente navideño, la liturgia cristiana celebra la fiesta de la Familia de Nazaret, como imagen

de la Familia Trinitaria y modelo de la familia cristiana.

La novedad de esta familia nazarena es la presencia en ella de Jesús, el Unigénito del Padre, como Hijo.

José y María lo acogen, oran con él y viven abiertos a su misterio y a la voluntad divina.

En la Familia de Nazaret, Jesús nace, crece, aprende y va comprendiendo la realidad de nuestro mundo.

Es el Hijo que ha sido presentado como ‘signo de contradicción’ y ‘motivo de que muchos caigan o se

levanten’ (Lc 2, 34). Es el Hijo que, a los doce años, ya llama Padre a Dios.

La sociedad moderna plantea a la familia grandes retos. El amor conyugal parece que se desmorona por

la enorme fuerza del hedonismo y del ‘amor de sentimientos’. En esta sociedad ‘progresista’ es urgente

educar para un amor paciente, abnegado, comprensivo. Es necesario que los cristianos defendamos y

actualicemos la familia cristiana conforme a los valores que emanan del Evangelio. Porque, a pesar de los

problemas e interrogantes que plantea hoy la familia, sigue siendo el valor más cotizado. Y lo es porque

es el lugar donde más y mejor se cultiva el amor, que es la vida verdadera.

La familia es el pilar fundamental de una sociedad verdaderamente humana. Y, en ella, la primera tarea

de los padres es la educación en valores de los hijos; valores que deben irles contagiando con su modo de

vivir. Cuando no lo hacen... ¡cómo se nota!

El futuro de la humanidad, y de la Iglesia, depende de los padres y de la vida familiar que construyan en

sus hogares.

EL ‘OTRO’ NACIMIENTO DE JESÚS

“Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre, y

cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.

Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.

A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas: todos los que lo oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.

Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: -Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos

angustiados. Él les contestó: -¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi

Padre? Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los

hombres.” (Lc 2, 41-52

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Dios se ha revelado en el seno de una familia. Con los datos del evangelio de hoy podemos configurar, a

grandes rasgos, lo que debe ser una familia cristiana: el lugar privilegiado para las primeras oraciones,

para las primeras prácticas religiosas... a través del ejemplo de las propias vidas de los padres; el lugar

ideal para conseguir un clima de amor, de libertad, de justicia, de compartir, de actuar juntos; la escuela

de realización personal, cuyos maestros son los padres. Lo harán según sean ellos. No deben quejarse de

los resultados, porque... los hijos suelen ser calcos de los padres.

No sabemos mucho de la familia de Jesús. Pero una cosa es segura: Dios quiso que Jesús naciera y viviera

en una familia pobre, una familia obrera. Una familia que tuvo la amarga experiencia de la emigración y

las zozobras de la persecución. Una familia con momentos extraordinarios, como la presentación en el

templo, y luego meses y años de vida sencilla, de trabajo en Nazaret.

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. La subida a Jerusalén, al

Templo, estaba prescrita por la Ley para las tres grandes fiestas del año: Pascua, Pentecostés y

Tabernáculos, y obligaba a todos los hombres, aunque estaban dispensados de acudir los que vivían lejos.

Las mujeres y los niños solían acompañarles. Iban en caravanas de familiares y vecinos.

Cuando Jesús cumplió doce años sucedió un episodio que para él significó nacer a una nueva

experiencia y a una nueva manera de relacionarse con sus padres. ¿Cómo sería Jesús a esta edad ‘sin

pecado’? (Heb 4, 15) Para José y María significó también un nacer a una modalidad distinta de entender

y tratar al hasta ahora niño Jesús.

Jesús se comporta como un muchacho normal de su edad. Si tenía doce años, le faltaba uno para ser

considerado adulto por el judaísmo. Está en el umbral del segundo nacimiento de todo ser humano: el

paso a la adolescencia y, con ella, a la entrada en el mundo de los adultos. Debió ser para él un viaje lleno

de ilusión. No es extraño que sintiera ganas de quedarse, al irse haciendo consciente de la llamada del

Padre a la que será su vocación de adulto.

A esta edad, Jesús se tenía que haber dado cuenta ya de muchas cosas. La lucha de clases era evidente, lo

mismo que la opresión y el negocio que ejercían los dirigentes del templo sobre el pueblo.

En esta visita, Jesús comienza el proceso de su nacimiento como hombre responsable en el mundo,

comienza a afirmarse como persona distinta. Es el primer aldabonazo de quien un día, aún algo lejano, va

a romper dolorosamente la propia estructura familiar, para consagrarse a la gran familia universal.

Hasta ahora, los padres han elegido por él, han establecido las normas de su conducta y, en gran medida,

lo han ido modelando y aconsejando de la forma que consideraban mejor para él. Siempre bajo la guía de

la Sagrada Escritura y de una constante oración. ¡Cuántos valores y comportamientos de Jesús tuvieron

origen en sus padres!

¡Qué tres días! Es la noche de una fe oscura, que no ve las razones humanas de una actitud

desconcertante. Hay que cerrar los ojos a las razones humanas y dejarse conducir por los senderos

insondables de la fe.

Le encuentran en el templo, sentado en medio de los maestros. No se dice de qué hablaba Jesús con

ellos. Sólo se nos dice que los dejaba asombrados de su talento. Pero, ¿de qué iban a hablar más que de

la Ley, de su interpretación?

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Si, años más tarde, el templo va a ser el punto clave de la lucha de Jesús con los rabinos, se puede

suponer que sus visitas de joven a Jerusalén eran un acumular datos. Años después todo estallaría con

fuerza profética.

CRECER CON LOS HIJOS.

Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Jesús responde con otra pregunta, que marca una cierta distancia

con sus padres: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? Les

dice claramente que las cosas del Padre están por encima de todo lo demás, aunque ello suponga

sufrimiento a los seres más queridos.

No entienden. El malentendido entre María y Jesús es total. ¿Qué es lo que tenían que saber sus padres?

Es lo que nos pasa a todos cuando alguien, responsablemente, rompe los moldes sociales y religiosos y no

sabemos el porqué. Pero algún día se llega a ver claro y se comprenden muchas cosas si se vive abierto a

los acontecimientos.

¡Cuántas veces en la vida de María aparecería la incertidumbre, y cuántas se vería precisada a aceptar,

contra toda evidencia, el misterio del Hijo, cerrado y oscuro a toda explicación humana posible! Pero ella

seguirá actualizando su primer ‘sí’. Teniendo a Jesús tan cerca... ¡lo tenían tan lejos!

Este Niño que crece, que camina, les crea situaciones incómodas. Se les puede escapar de las manos en

cualquier momento, y les obliga a seguirle, a caminar detrás de él.

José y María son ejemplo del paso que hay que dar de la incomprensión a la comprensión.

La postura de María, que conservaba todo esto en su corazón, es la postura de la fe ante el misterio: la

adoración. Meditaba todos los recuerdos para encontrar su sentido, para acoger este sentido cuando le

fuera facilitado; y los unía. No es cuestión de discutir o razonar, sino de acoger una realidad que nos

trasciende. La respuesta completa no la tendrá más que al final del drama de la vida de Jesús.

Todos estamos en este mundo para cumplir una determinada misión. Nadie, ni siquiera los padres, tiene

derecho a torcer esa vocación, y sí alentarla y apoyarla con todas sus fuerzas.

Superproteger a los hijos, o imponerles autoritariamente los propios criterios, es un atentado a Dios y a

los hijos. También no influirles para nada, esperando a que ellos decidan de mayores.

Aprender a ‘perder’ al hijo es el sacrificio de los padres, para que tanto ellos como sus hijos puedan nacer

a una forma más verdadera de vivir, de relacionarse.

Los padres han de estar dispuestos al sacrificio, ante la prueba del hijo que racionalmente se independiza,

como María y José lo estuvieron cuando Jesús les declaró que el Padre era antes que ellos.

Lección válida para todos los tiempos y todas las culturas: El respeto al misterio del hijo. Porque cada

hijo es portador de una realidad de vida –misterio- que tiene que ir realizando.

Existe una vocación personal, única, irrepetible, que no puede ser sacrificada por los proyectos egoístas,

ambiciosos, de los padres. Cada miembro de la familia representa una realidad sagrada que debe

respetarse. Custodiar no significa sofocar. Proteger tampoco se puede confundir con suplantar.

CRECER CON LOS PADRES

Bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. En el pequeño pueblo de Nazaret se va a ocultar

Jesús unos veinte años. Va a llegar a la plenitud de la madurez viviendo sometido a sus padres.

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Posiblemente sea ésta una de las mayores alabanzas para ellos y para todos los padres. Si los hijos

mayores están a gusto con sus padres por algo será.

Cuando Jesús nos habla de Dios como Padre, del amor, de la amistad; cuando nos dice lo que le

ilusiona... estaría hablando de su propia familia. ¡Cuánta influencia de sus padres en el mensaje de Jesús!

Jesús iba creciendo... Se repite la frase ya dicha al regreso de la presentación en el templo (Lc 2, 40); y

que ya antes se había aplicado a Juan Bautista (Lc 1, 80). Al no tener pecado, su desarrollo es superior al

de todos los demás. Le sucedería lo mismo a cualquier niño que viviera en sus mismas circunstancias.

‘El pecado del mundo’ (Jn 1, 29) nos va llegando a todos según vamos creciendo. El ambiente, incluido

el familiar, nos corrompe y nos hace cada día más incapaces de amar. Sin olvidar el mal que cada uno

tenemos dentro de nosotros, y que va saliendo a la superficie en la medida que crecemos. Por eso,

nosotros no crecemos como Jesús.

Jesús crecía en sabiduría, ahondaba en las causas profundas de todo lo que sucedía a su alrededor. Y

sacaba conclusiones. Nosotros crecemos en conocimientos sueltos que no nos ayudan –ni queremos- a

profundizar en la realidad, que no nos preparan casi nunca para la vida. No buscamos con ilusión la

voluntad del Padre sobre nosotros. Nos encontramos bien en la cultura burguesa.

Jesús crecía en estatura. Como nosotros. Para ello basta que pasen los años de desarrollo dentro de unas

condiciones mínimas de subsistencia. Para muchos millones de niños estas condiciones mínimas no se

dan, y tienen que pagar con su muerte prematura los egoísmos inconfesables de la humanidad.

Jesús crecía en gracia; crecía en el amor hacia adentro, hacia el Padre, y hacia fuera, hacia los hermanos.

Y se notaba. Para él eran el mismo amor. El amor del Padre era el motor de su amor al Padre y a los que

le rodeaban. Nosotros encontramos muchas dificultades para el desarrollo del amor dentro de nosotros

mismos y en el ambiente que nos rodea..

Cada una de nuestras familias debería ser un lugar de crecimiento. Lo mismo cada una de nuestras

comunidades. Este crecimiento en el amor no termina nunca.

Jesús iba descubriendo su camino, sentía necesidad de vivirlo. Pero no rompe con los suyos. No podemos

romper totalmente con la generación anterior. Debemos aceptarla como un puente entre el pasado y el

futuro. No podemos empezar todo de nuevo. La independencia personal y el romper con algunas cosas,

no excluye el respeto y el agradecimiento al pasado.

La vocación de los hijos es crecer, madurar, independizarse, para poseerse y comunicarse. Sólo el que se

posee puede darse, puede comunicarse. Para ello deben ayudar los padres con su ejemplo.

LOS HIJOS NO SON PROPIEDAD DE LOS PADRES

“Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel, diciendo: -¡Al Señor se lo pedí! Pasado un año, su marido Elcaná subió con toda la familia para hacer el

sacrificio anual al Señor y cumplir la promesa. Ana se excusó para no subir, diciendo a su marido:

-Cuando destete al niño, entonces lo llevaré para presentárselo al Señor y que se quede allí para siempre.

Cuando Ana hubo destetado a Samuel, subió con él al templo del Señor, de Siló, llevando un novillo de tres años, una fanega de harina y un odre de vino. Cuando mataron el novillo, Ana presentó el niño a Elí, diciendo:

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-Señor, por tu vida, yo soy la mujer que estuvo aquí junto a ti, rezando al Señor: Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo.

Después se postraron ante el Señor.” (1 Sam 1, 20-22. 24-28)

Ana, mujer estéril, ha palpado en sí misma la misericordia y la gratuidad de Dios, que le ha concedido un

hijo: Samuel. Un hijo que cederá al Señor de por vida, para que sea suyo.

La idea de la consagración de un niño al servicio de Dios es normal en la época del nacimiento de

Samuel (hacía el año 1070 a. C.). La descripción de la ceremonia del ofrecimiento (lectura de hoy) se

hace, ante todo, para que sirva de introducción al ‘cántico’ de Ana (1 Sam 2, 1-11); y que ha servido de

inspiración a Lucas para el ‘Magníficat’, el canto de María (Lc 1, 46-55).

Samuel ha sido para su madre un regalo de Dios. El hijo es para ella como si Dios se lo hubiera confiado;

no se siente en absoluto poseedora de él. Por eso, después de la ofrenda (v 24), Ana presenta el niño al

profeta Elí. Puesto que Dios se lo ha regalado, la madre quiere que se quede en el santuario sirviendo al

Señor como propiedad suya. ¡Cuánto riesgo de ‘posesión’ en los padres de todas las épocas! Ana se lo

ofrece para siempre a Yahvé. De esa forma, Samuel no sólo fue un don para su madre, sino también para

todo el pueblo.

Esta actitud de la madre de Samuel debería ser la de todos los padres. Ningún padre tiene la propiedad de

sus hijos. Los padres tienen la misión, además de dar la primera vida, de ayudar a crecer a sus hijos en

todas las direcciones: espiritual, física, cultural...; de hacer que los hijos ‘sean’ personas verdaderas,

‘siéndolo’ primero los mismos padres. ¿De qué puede servirles lo que les digan si el modo de vivir de los

padres contradice sus palabras? Deben ofrecer los hijos a Dios, a la sociedad, a todos aquellos que los

necesiten. Para ello es fundamental que los preparen desde pequeños...

LA PATERNIDAD DEL PADRE DIOS:

“Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo

somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que

seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

Queridos: si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios. Y cuanto pidamos lo recibimos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó.

Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio.”

(1 Jn 3, 1-2. 21-24)

Ser hijos de Dios es una realidad que se ofrece gratuitamente a todos los humanos. Esta es otra realidad

familiar, que integra a todas las familias naturales, a las que trasciende y ensancha sin límites. Esto quiere

decir que nuestros padres son, además, imagen de la paternidad de Dios, origen y meta de todas las

paternidades.

De aquí, que tengamos muchos hermanos: toda la humanidad, porque todos somos hijos de un mismo

Padre. Es la familia grande, universal, que irá creciendo conscientemente en la medida en que se vaya

reconociendo como tal. Es la familia de la fe y el amor, en el Espíritu.

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‘Los que practican la justicia’ (1 Jn 2, 29, que no se lee), los mandamientos, son realmente hijos de Dios,

nacidos de él a una nueva vida (vv 1-2).

Aunque la verdadera comunión con Dios y con los hermanos está reservada a la eternidad (v 2), aunque

esta comunión esté ya actuando en la vida presente de manera misteriosa, que se sustrae a las miradas del

mundo (v 1), ¿de qué criterios disponemos para saber si esa comunión nos acompaña verdaderamente en

esta tierra? ¿Cómo podemos ‘percibir’ esa presencia?

Podemos conocer experimentalmente que Dios habita en nosotros (v 24), por la manera en que

guardamos los mandamientos. Esta observancia de los mandamientos, hará que nuestra conciencia no

nos condene, de forma que podamos tener plena confianza ante Dios de ser escuchados (v 21).

El mandamiento que nos dará la seguridad delante de Dios y nos garantizará su presencia entre nosotros

es doble: creer en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo

mandó (v 23).

Estos dos preceptos nos los presenta Juan de forma que parecen constituir uno sólo. Para Juan, no son

dos virtudes distintas: la fe por una parte y el amor por otra, sino dos dimensiones trascendentes e

inmanentes de una única actitud: somos hijos de Dios por nuestra fe, y el amor a todos los hermanos

deriva de esa filiación.

¿Cómo podrán fallar las familias cristianas si ponen como norma de su vida el estilo de esta fe y de este

amor al Padre en todos los hermanos?

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SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS.

A “LOS OCHO DÍAS”

MADRE DE DIOS

Hoy celebramos los cristianos la fiesta mariana más importante: María es Madre de Dios. Esta

maternidad es la que más identifica a María, la que fundamenta y explica todas las demás. Si es

Inmaculada, si nunca tuvo pecado, si vivió plenamente el seguimiento de su Hijo, si estuvo llena del

Espíritu, si fue subida al cielo, es porque dio a luz al Hijo de Dios.

No cabe en lo humano mayor dignidad y mayor responsabilidad. Toda persona es apta para recibir a

Dios, pero la capacidad de María fue la mayor que se puede dar en una criatura humana.

No sabemos cómo se realizó el misterio, no sabemos qué conciencia tenía María de este misterio, pero

hubo sin duda una progresiva compenetración, una perfecta comunión entre la madre y el hijo; el mayor

acercamiento posible entre una criatura y el Creador.

De su maternidad divina se deriva su maternidad universal, que sea Madre de la Iglesia y de cada uno de

nosotros.

Jesús, el Hijo de Dios y el Hijo de María, vino a nosotros para hacernos partícipes de su doble filiación:

la divina y la humana. Y así podemos llamar a Dios Abba-Padre, y decir a María, Madre. Y sentirnos

todos hermanos, y vivir como tales. Porque Cristo se prolonga en todos nosotros. Hay algo del Hijo en

cada uno de los seres humanos que aman...

María es la Madre elegida por el Hijo de Dios. ¡Cuántos rasgos, cualidades... del Hijo serían de la Madre!

Sus gestos, su ternura, su acento, sus ideales... evocarían a la Madre.

“LE PUSIERON POR NOMBRE JESÚS”

“Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño.

Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.

Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.

Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.”

(Lc 2, 16-21)

También celebramos, en esta Octava de Navidad, la circuncisión y la imposición del nombre al Niño

nacido en una cueva de Belén.

El evangelio es el mismo que leímos en la misa de la aurora de la Navidad, con el añadido de un

versículo final que relata precisamente esos dos hechos.

Ante este evangelio de la Navidad, podemos preguntarnos: ¿Qué fue de los pastores y de todos los que

oyeron el anuncio del nacimiento? ¿Se olvidaron del inmenso gozo? ¿Volvieron a su vida rutinaria de

cada día? ¿Siguieron los pasos de aquel Niño?...

José y María no dejaron de ahondar en aquellos acontecimientos. Guardaron bien las palabras, y no

dejaron de meditarlas en el corazón. ¡Cómo necesitamos todos esta actitud contemplativa, reflexiva! Sin

ella, todo se pierde... y nos perdemos.

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Jesús pertenece a la raza judía, nace inserto plenamente en la vida de su gente y en la mentalidad y

religión que caracterizaban a aquella unidad nacional. Por eso, en su nacimiento e infancia se cumplen

rigurosamente los ritos señalados por la ley de Moisés. Años después, el amor a sus mismos hermanos

oprimidos le llevará a prescindir de esa ley, usada con frecuencia por los dirigentes religiosos para

manejar y oprimir al pueblo en nombre del propio Dios.

La circuncisión era el signo por el que, junto a la imposición del nombre, se entraba a formar parte del

pueblo elegido, el signo que comprometía a todos los hebreos en el mismo destino y el mismo estilo de

vida, el signo con el que ponían de manifiesto su compromiso de fidelidad a la Alianza (Gén 17, 2-27).

Los profetas y la ley siempre exigieron la ‘circuncisión del corazón’, como prenda de la veracidad de la

circuncisión de la carne.

La ceremonia de la circuncisión terminaba, normalmente, con la imposición del nombre al circuncidado.

Porque ha surgido de Israel, porque ha comenzado siendo un auténtico judío, Jesús fue circuncidado al

octavo día como todos los niños de su pueblo.

La referencia a la circuncisión aparece para situar los hechos en el tiempo y en el contexto de la fe judía.

Lucas se muestra más interesado en la imposición del nombre, realizado en la misma ceremonia, para

resaltar la novedad que aquel Niño significaba, dentro de la fidelidad a las leyes judías que observaban

sus padres.

Le pusieron por nombre Jesús. Impone el nombre el padre o aquél que tiene autoridad sobre el recién

nacido. En el antiguo Testamento, el nombre se halla estrechamente unido a la persona: indica su misión,

su destino. Por eso, cuando Dios escoge de manera especial a una persona, asignándole una misión

determinada, le impone directamente el nombre. La imposición del nombre a Jesús, significa que Dios

mismo lo ha escogido para realizar una obra importante dentro de su pueblo. Esto es lo que a Lucas le

interesa resaltar.

Al señalar que el nombre dado a Jesús es el mismo que había indicado el ángel, el autor reúne en un todo

los acontecimientos que van desde la anunciación a la circuncisión.

JORNADA MUNDIAL POR LA PAZ.

Celebramos también, en tercer lugar, un día dedicado a recordarnos la necesidad que tenemos de una

verdadera paz. Una paz imposible de conseguir sin justicia y sin libertad, sin amor y sin verdad.

En el año 1964, el Papa Pablo VI instituyó la Jornada Mundial por la Paz, a celebrar el día primero de

año, con la publicación de la encíclica ‘Eclesiam Suam’. Fruto de ella fue la creación de la Comisión

Pontificia ‘Justicia y Paz’, encargada de asumir, en nombre de la Iglesia, las inquietudes de paz y de

justicia en el mundo.

Las raíces de esta inquietud por una verdadera paz hay que buscarlas en el Papa Juan XXIII en su

encíclica ‘Pacem in terris’ y, sobre todo, en la Constitución ‘Gaudium et Spes’ del Concilio Vaticano II,

que trata sobre la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Esta Constitución es como la ‘Carta

Magna’ de las preocupaciones de la Iglesia por la justicia y la paz en el mundo.

Todas las personas tenemos derechos y deberes inviolables. Educar en esta verdad es uno de los caminos

más fecundos y duraderos para consolidar el valor de la paz.

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La Paz viene de Dios, es Dios; la ‘guerra’ en todas sus facetas de hambre, manipulación de las palabras...

de los humanos.

Educar para la paz significa abrir las mentes y los corazones para acoger los valores básicos para una

sociedad que pretenda la paz: la justicia, la verdad, la libertad y el amor. Un proyecto educativo que

abarca todas las facetas de la vida de todos y dura toda la vida.. Un proyecto que hace de la persona un ser

responsable de sí mismo y de los demás; una persona capaz de promover, con valentía e inteligencia, el

bien de toda la persona y de todas las personas. Para ello es necesaria toda la sociedad. Dice un proverbio

africano: ‘Para educar a un niño es necesaria toda la tribu’.

Esta formación para la paz será más eficaz si todos los que trabajan por hacerla posible lo hacen unidos.

El tiempo y los recursos dedicados a la educación son los mejor empleados, porque son decisivos para el

futuro de la persona y, por lo mismo, de la familia y de toda la sociedad.

Para educar a la paz, el ser humano debe cultivarla primero en sí mismo. Esa paz interior, que viene al

creyente que se sabe amado por Dios y que desea corresponder a ese amor mejorando el mundo.

Los padres realizan esa misión educativa en los hijos, principalmente, a través de sus propios

comportamientos. Las relaciones entre los miembros de la familia influyen profundamente en la

psicología de los hijos. Esta primera educación es de capital importancia. Si las relaciones con los padres

y con los demás miembros de la familia están marcadas por el afecto y el desprendimiento, los niños

aprenden por experiencia directa los valores que favorecen la paz: el amor por la verdad y la justicia para

todos, el sentido de una libertad responsable, la estima y el respeto del otro. Al mismo tiempo, creciendo

en ese ambiente acogedor, tienen la posibilidad de percibir, reflejado en sus relaciones familiares, el amor

mismo de Dios, lo que les hace madurar en un clima capaz de descubrir que todas las personas que

existen en el mundo son sus hermanos. Ya no le será difícil descubrir la injusticia en que viven millones y

millones de hermanos, y habrá dado un paso importante hacia el camino que lleva a la verdadera paz.

Esta educación para la paz debe cultivarse particularmente en la difícil etapa de la adolescencia, época en

la que se pueden tomar decisiones definitivas para la vida.

TODA FELICIDAD VIENE DE DIOS

“El Señor habló a Moisés: Di a Aarón y a sus hijos: Esta es la fórmula con que bendeciréis a los israelitas: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz.

Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré.” (Núm 6, 22-27)

El texto de la primera lectura no tiene relación alguna con lo que le precede y con lo que le sigue. Es uno

de los pasajes del Pentateuco que mejor expresan los buenos deseos de Yahvé para con su pueblo. Por la

mañana y por la tarde, el sacerdote ofrecía el incienso en el altar de los perfumes y, al salir, bendecía al

pueblo. Bendición que pedía para los israelitas la protección, la iluminación, el favor de Yahvé y la paz

(vv 23-26). Es decir, todo lo que podemos y debemos pedir a Dios.

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El hombre bíblico tiene conciencia de que no es el dueño de la felicidad a la que se siente impulsado con

todas sus fuerzas. La bendición es para este hombre una manera de reconocer que no puede realizar ese

deseo sino reconociendo el origen divino de toda felicidad y llevando una vida de fidelidad con Dios.

Ilumine su rostro sobre ti equivale a la benevolencia de Dios, y, fruto de ella, a la paz, resumen de

todos los bienes que Yahvé nos otorga. Por eso el reino mesiánico se nos presenta, ante todo, como un

reino de paz (Is 9, 6).

El nombre de Yahvé debe ser invocado por los sacerdotes sobre el pueblo (v 27), como símbolo de sus

buenas relaciones con los israelitas, que son posesión suya. El nombre simboliza a la persona, y así el

nombre de Yahvé representa lo que el Dios de Israel está siendo en la historia para su pueblo.

Poco a poco, los israelitas se irán haciendo conscientes de la presencia misma de Dios en medio de ellos.

Un Dios al que le afecta la prosperidad o adversidad por las que pase el pueblo elegido; como le sucede

al marido con la esposa.

“CUANDO SE CUMPLIÓ EL TIEMPO”

“Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envío Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción.

Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.”

(Gál 4, 4-7)

San Pablo, en su carta a los Gálatas, trata, desde el capítulo tercero, sobre la función de la ley en la

salvación de la humanidad. Ha demostrado que la ley mosaica nunca ha sido, en los designios de Dios, un

instrumento decisivo de salvación, que sólo el Espíritu de Dios en nosotros puede realizarla.

En el capítulo cuarto, al que pertenece la segunda lectura, describe el cambio de situación. Las dos

épocas en que divide la historia de la humanidad, las caracteriza el apóstol (vv 1-11) por ser ‘niños’ –vivir

como esclavos- (vv 1-3, que no se leen) y ser hijos por adopción (v 5), herederos por voluntad de

Dios (vv 6-7).

El paso de una época a otra se debe a la voluntad del Padre, quien, al llegar la fecha señalada por él,

envía a su Hijo para realizar el cambio (v 4). Es, pues, un contrasentido lo que tratan de hacer ahora los

Gálatas, queriendo volver a la época de servidumbre (vv 8-11, que tampoco se leen).

Primero, como condición previa, había que rescatar a los judíos de la ley (v 5), y, luego, suprimiendo el

muro de separación entre judíos y gentiles, hacer llegar a todos la adopción filial por el envío a nuestros

corazones del Espíritu de su Hijo (v 6).

Cuando se cumplió el tiempo, los hombres que vivían bajo la ley, después de Jesús pasan a ser hijos de

Dios por adopción. Una filiación que se adquiere a través de un doble envío: el del Hijo, nacido de una

mujer, nacido bajo la ley, y el del Espíritu de su Hijo que viene a lo más íntimo de nuestro ser para

realizar esa filiación. El don de esta filiación divina es la razón última de la encarnación de Jesús.

Es difícil, en tan breves palabras, enseñar tanto.

Liberados de las exigencias negativas y externas de la ley, los seres humanos nos encontramos ahora con

la persona de Cristo, el cual, siendo Hijo de Dios, no puede ser esclavo. Todos los que le sigan se

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convierten en hijos adoptivos y herederos del Padre, en un mundo nuevo en el que todo es libertad y

amor.

¿Cómo comprender la llegada con Jesucristo de la plenitud de los tiempos, cuando todo parece que sigue

igual en el desarrollo de la humanidad?

Porque Jesús de Nazaret, sujeto a todo lo humano menos al pecado, ha vivido cada momento de su vida

en plenitud. Desde entonces, ya nada ha sido igual... desde la fe. La presencia del Espíritu, que todo ser

humano posee dentro de sí, está llevando adelante la nueva humanidad. Una presencia que únicamente

descubren quienes, a imitación de Jesús, van intuyendo el sentido de la vida construyendo la nueva

humanidad en el ahora y aquí.

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SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD

NUESTRA TINIEBLA NO QUIERE LA LUZ

LA PALABRA-SABIDURÍA PLANTÓ SU TIENDA ENTRE NOSOTROS.

El tema de la tienda se insinúa en la primera lectura y en el evangelio de hoy: Entonces el Creador del

Universo me ordenó: Habita en Jacob. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros.

‘Carne’ indica caducidad, debilidad, fragilidad... ‘Tienda’ sugiere una situación de provisionalidad.

Carne hace referencia al hombre mortal. Tienda, al hombre nómada, en camino.

La tienda está expuesta a todos los vientos de la vida ordinaria; no termina de abrigar del frío de la

noche, ni defiende del todo de los implacables rayos del sol. Ofrece abrigo y, al mismo tiempo, está

siempre expuesta a la intemperie.

Los edificios sólidos, en los que nos cobijamos, nos crean un ambiente artificial, que separa y protege del

mundo exterior. La tela de la tienda transmite a los que están dentro todas las vibraciones de lo que

sucede fuera; es sensible a todo lo que le rodea. La tienda acoge, hospeda; sugiere la idea de ‘camino’. La

tienda no es instalación, sino viaje, itinerario sin señales de pista; es riesgo, aventura.

La solidez se paga con el sedentarismo, con la renuncia a ser criaturas en ‘construcción’. El camino

siempre se desarrolla fuera de la vivienda. Se sale, se recorre un itinerario y se vuelve a entrar. La tienda,

por el contrario, forma un todo con el camino; obedece a las leyes del camino, está al servicio de él. Ella

misma es camino; siempre acompaña al caminante. La tienda es para los nómadas; ella misma es nómada.

La tienda significa reconocer que no somos poseedores de la verdad, que no tenemos las respuestas a

todas las preguntas. La tienda manifiesta una voluntad de progresar, de buscar; nos lanza hacia horizontes

siempre nuevos y sorprendentes, hacia horizontes que todavía no hemos descubierto y que siempre están

más allá; nos sugiere un camino que tenemos que inventar cada día.

Cristo nos dijo que él era el ‘camino’ (Jn 14, 6). La tienda supone una humanidad en camino. Sus

seguidores están de camino hacia el Padre. Caminan en la historia con los objetivos del Espíritu, que es el

único que sabe adonde hay que ir.

La pregunta fundamental planteada con la Encarnación no es ‘¿dónde está?’, sino ‘¿hacia dónde

camina?’ No ¿dónde podemos encontrarlo?’, sino ‘¿dónde nos lleva?’ Y, ¿cómo caminar con la tienda y

la mochila llena de cachivaches? Caminar con la ‘casa y su mobiliario’ es una quimera. Y si el

cristianismo es seguimiento del Maestro... ¿qué hacer?

Una mentalidad sedentaria, comodona, triunfalista... va contra el espíritu nómada de la tienda, va contra

la Sabiduría-Palabra de Dios.

EL TESTIMONIO DE JUAN BAUTISTA

“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.

Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.

En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

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Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: -Éste es de quien dije: ‘El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’. Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia; porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.”

(Jn 1, 1-18)

La Palabra estaba junto a Dios, en comunión plena y absoluta con el Padre y el Espíritu. Por eso,

puede hablarnos de Dios, de su intimidad, de su vida, de su amor, de sus designios de misericordia. Una

Palabra que siempre se dirige a alguien; que espera ser escuchada y acogida. Una Palabra que espera

respuesta. Al que va respondiendo de verdad, se le va iluminando la vida de cada día y va adquiriendo esa

Palabra-Sabiduría (primera lectura). Va aprendiendo, ‘desde dentro de sí mismo’, el amor del Padre Dios.

El gusto de la Palabra lo tiene únicamente quien tiene el gusto del silencio. El hombre de la Palabra es,

ante todo, el hombre del silencio. Antes de tener el ‘gusto’ de las palabras, los verdaderos profetas se

encuentran bien en el silencio. En el silencio es donde se apoderan de la Palabra, la hacen suya, carne de

su carne y vida de su vida. Quizá sea mejor decirlo al contrario: en el silencio es donde la Palabra se

apodera de ellos, los hace suyos.

Es en el silencio donde la Palabra se incorpora a nosotros, se encarna en nosotros, madura en nosotros. Y

nosotros maduramos en ella. Es en el silencio donde la Palabra alcanza su propia fuerza creadora, donde

encuentra su fecundidad, y nos descubre nuestra verdad. Sin silencio, decimos cosas, pero nuestras

palabras se niegan a interpelar, no dicen nada.

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Nuestras palabras y nuestra vida, en este mundo dominado por el ruido, llegarán a su destino si están

impregnadas de silencio. Este es el caso de Juan el Bautista, que surgió del desierto y vivió en él. Lo

mismo podemos decir de las comunidades cristianas primitivas que nos han transmitido su testimonio,

confirmado por su propia experiencia. Testimonio realista, humilde, en el que ha desaparecido todo

triunfalismo personal.

“EL HIJO LO HA DADO A CONOCER”

Conocer al Dios engendrado, al Hombre-Dios; conocer el proyecto divino plenamente realizado en el

Hijo Único, equivaldrá a conocer a Dios, y será el único medio de conocerlo como es en sí. Solamente

Jesús, el Dios engendrado, por su experiencia personal e íntima, puede expresar lo que es Dios. ¡Cuántas

horas de silencio y de oración, para llegar a interpretar lo que el ‘Abbá’ (Papá) quería de él. Y así, llegó a

ser la Palabra definitiva de Dios a la humanidad, la explicación plena de Dios. Lo ‘explica’ con su

Persona y sus obras; con su enseñanza, que nunca es teórica sino existencial.

Jesús es, de modo inseparable, la verdad del hombre y la verdad de Dios. Revela lo que es el hombre por

ser la realización plena del proyecto divino: el Hombre acabado, el modelo de Hombre. Revela lo que es

Dios, dedicando toda su vida a dar vida al hombre, haciendo, a través de ella, presente el amor sin límites

del Padre. Jesús es el único dato de experiencia de Dios al alcance de los humanos. En su Persona va a

poder conocer la humanidad, por única vez, el verdadero rostro de la misteriosa e insondable divinidad.

Esto contradice la constante utilización del Nombre de Dios: ‘Dios lo quiso... Dios os pide...’ Parece que

lo sabemos todo de él, de lo que es y quiere. Y esto ha causado y causa una pérdida de fe en este Dios del

que no se ha respetado su trascendencia e inmanencia.

En cambio, no hemos anunciado con la suficiente firmeza que a este Dios desconocido y trascendente,

que siempre está más allá de nuestras imaginaciones y normas, lo podemos conocer a través de la Palabra

encarnada, Jesús de Nazaret. Jesús es la manifestación del Padre. Quien lo ve a él, ‘ve’ al Padre (Jn 14, 9).

Un ver que sólo es dado a quien oye la Palabra y la va poniendo en práctica.

Con frecuencia, los cristianos damos la impresión de que el Dios en el que creemos unos y otros no es el

mismo. Como son muchos los dioses que circulan por el mundo, cada uno tendemos a apropiarnos uno

que sea dócil a nuestras conveniencias. Y así, vemos cómo se compagina la fe en Dios con todo tipo de

atrocidades, cometidas por personas que tienen el nombre de Dios en la boca constantemente, pero no en

el corazón.

Tenemos que ser conscientes de que sólo existe un verdadero Dios: el manifestado en Jesús. Y saber

cómo es no es fácil, no se improvisa. Nos exige una constante búsqueda y un constante compromiso con

la justicia, la libertad, la paz, la verdad, el amor... para todos.

Todas las explicaciones sobre Dios dadas antes de Jesucristo eran parciales o falsas. Y han de ser

relativizadas. Todas las explicaciones posteriores que no hayan tenido en cuenta a Jesús, corren la misma

suerte.

Dios no termina su proyecto creador dando existencia al hombre ‘modelado de arcilla y animado por un

aliento de vida’, como relata simbólicamente el libro del Génesis (2, 7); lo acaba al engendrar al Hijo,

comunicándole su misma divinidad. La acción creadora alcanza su cumbre en la Paternidad y en el Amor

de Dios.

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La aparición de la Palabra en la carne, por gratuita e inesperada que parezca, no carece de continuidad

con otras manifestaciones: era ya audible en la Creación y en la Historia, por una parte, y en la Ley y los

Profetas, por otra. Quienes no sean capaces de leer su intervención en los campos de la Creación o de la

Revelación, no podrán tampoco descubrir la Palabra hecha carne. Y, recíprocamente, creer en la Palabra

hecha carne es también encontrarla en la Creación a la que anima, en la Humanidad que asume y en las

Escrituras que inspira.

LA SABIDURÍA REVELA A DIOS COMO CREADOR Y SALVADOR

“La sabiduría hace su propio elogio, se gloría en medio de su pueblo. Abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus Potestades. En medio de su pueblo será ensalzada y admirada en la congregación plena de los santos; recibirá alabanzas de la muchedumbre de los escogidos y será bendita entre los benditos. Entonces el Creador del Universo me ordenó, el Creador estableció mi morada: -Habita en Jacob, sea Israel tu heredad. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. En la santa morada, en su presencia ofrecí culto y en Sión me estableció; en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder. Eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad.”

(Eclo 24, 1-12)

El libro del Eclesiástico consta de tres partes y un apéndice. La segunda parte comienza con un himno

dedicado a la sabiduría (vv 3-29), precedido de una introducción (vv 1-2). La primera lectura forma parte

de este himno. Este capítulo es el más importante del libro, por su contenido sapiencial y belleza literaria.

Unido al capítulo 8 del libro de los Proverbios y a los capítulos 6-9 del libro de la Sabiduría, marcan la

cumbre de la revelación del antiguo Testamento sobre la Sabiduría, y preparan la revelación del dogma de

la Trinidad de Personas en Dios. Se trata en él de la sabiduría como atributo divino y de sus

manifestaciones en las obras de la creación, en el pueblo de Israel y su Ley.

Ella misma hace su propio elogio, porque sus obras están al alcance de todos, a los que invita a

participar de sus bienes.

Es de origen divino, existe desde la eternidad y subsistirá para siempre. Se encuentra bien tanto en la

trascendencia como en la inmanencia, en la asamblea del Altísimo, como en medio del pueblo. Se

manifiesta al comienzo del tiempo en su Palabra creadora, para llevar a cabo la obra maravillosa de la

creación, en la que estuvo presente de una manera activa, dejando sus vestigios en ella.

Se manifiesta de forma especial en las criaturas racionales, creadas a imagen y semejanza de Dios, y

dirige la historia de los pueblos.

Todos podrán descubrirla en el Universo, pero Israel, que recibió la Ley, puede conocerla mejor. Se

presenta ejerciendo el ministerio sacerdotal en el templo y su autoridad en Jerusalén. Dictó a Moisés las

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normas del culto litúrgico. De esta forma, la sabiduría echó profundas raíces en Israel, pueblo escogido y

predilecto de Dios, del que hizo un pueblo glorioso.

La Sabiduría es un don del Espíritu Santo. Nuestra sabiduría es siempre muy limitada e imperfecta, pero

vale más que todo el oro del mundo. Viene a nosotros para iluminarnos, si la dejamos. Paga con creces

cuando es acogida. Jesús de Nazaret, Palabra encarnada, llegó a poseerla en plenitud,

EL PLAN DE DIOS, DESDE LA ETERNIDAD, ES DE SALVACIÓN

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo en Cristo con toda clase de bienes espirituales, en el cielo.

Ya que en Él nos eligió, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia, por amor.

Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo, conforme a su agrado; para alabanza de la gloria de su gracia, de la que nos colmó en el Amado.

Por lo que yo, que he oído hablar de vuestra fe en Cristo, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.”

(Ef 1, 3-6. 15-18)

La segunda lectura está entresacada de un himno de bendición, que Pablo compuso como introducción a

su carta a los Efesios. Es una de las páginas del nuevo Testamento más densas en doctrina. Domina la

idea del plan divino de salvación, por el que Dios, desde toda la eternidad, determinó salvar a la

humanidad. Pablo atribuye al Padre la iniciativa de este plan, que se realiza en Cristo y por Cristo, y al

que el Espíritu Santo contribuye con su acción.

Esta acción de gracias está probablemente inspirada en una oración del ritual judío diario; existiendo

entre las dos oraciones una diferencia muy importante: el ritual judío daba gracias a Dios por el don de la

Ley; la oración de Pablo las da por el don del Hijo.

La primera parte de la lectura (vv 3-6), expone dos bendiciones del Padre, en las que el apóstol sintetiza

la salvación: la elección de Dios para ser santos e irreprochables por amor y la filiación divina. El

pueblo de Dios está formado por unas personas bendecidas por el Padre.

La segunda parte (vv 15-18), enseña que esta elección-filiación se realiza en la comunidad cristiana de

Éfeso por la adhesión a Jesucristo, manifestada en el amor a los hermanos. El Padre les ha dado su

espíritu de sabiduría para que profundicen en el conocimiento de Dios y para que comprendan la

esperanza a la que han sido llamados.

Como en otras ocasiones (p.ej. Rom 5, 1-5), Pablo menciona juntas las tres virtudes teologales,

fundamento de la vida cristiana.

A causa de la falta de sabiduría nos vemos tan desorientados y vacíos. Nos pueden otros gustos, otros

espíritus, otros criterios.

Pablo pide este espíritu de sabiduría para poder comprender nuestro origen y nuestra vocación -nos

eligió, antes de la creación del mundo... nos predestinò a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo... -,

para que comprendamos nuestra dignidad y nuestra esperanza –la riqueza de gloria que da en herencia

a los santos-.

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LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

LA PARÁBOLA DE LOS MAGOS

COMO UNA SEGUNDA NAVIDAD

A pesar de tantas luces artificiales, hay muchas tinieblas en nuestro mundo: desigualdades e injusticias de

todas clases entre personas y naciones; violencia dentro y fuera de cada ser humano, que cristalizan en

conflictos familiares y mundiales; vicios que arruinan la salud de tantas personas, sobre todo jóvenes;

leyes y decisiones de los ‘grandes’ que no van al fondo de los problemas que afligen a los pueblos más

desfavorecidos, sino a hundirlos cada vez más...

A pesar de tanta parafernalia, nuestro mundo agoniza por falta de ‘estrellas’, de valores; sin horizontes

hacia los que caminar, fuera de los que presenta la sociedad de consumo.

Se palpa un gran vacío en el corazón de los habitantes del primer mundo, aunque muchos no sean

conscientes de ello. Vacío que queremos llenar con estrellas fugaces del mundo del deporte, del cine, de

la canción... o con concursos televisivos o loterías y quinielas para llegar a millonarios...

Hoy no se quiere ni oír hablar de grandes metas, de auténticos valores. Los valores estrella son los

económicos, el ansia de confort y de disfrute inmediato... Y, de esta forma, nos estamos quedando sin

vida interior y sin alegría.

Celebramos hoy como una segunda Navidad: la fiesta de la Epifanía del Señor, de la Manifestación de

Dios a todos los pueblos de la tierra. En Navidad esa manifestación fue, primordialmente, para los judíos,

representados en los pastores. Hoy, para todos los pueblos del planeta, representados en los Magos.

El gran acontecimiento de esta fiesta de la Epifanía es la aparición de la Estrella: Jesús. Viene como luz

para llenar de esperanza y plenitud nuestras vidas. Una luz que se irá abriendo camino entre grandes

dificultades, como le sucede a todo lo verdadero en el mundo en que vivimos. ¡Cuántas zancadillas en

nuestra sociedad a los que sólo quieren hacer el bien, buscar la verdad y la justicia, ser libres, vivir en el

amor!

UNA BÚSQUEDA APASIONANTE

“Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: -¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su

estrella y venimos a adorarlo. Al enterarse en rey Herodes, se sobresaltó y todo Jerusalén con él; convocó a

los sumos pontífices y a los letrados del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías.

Ellos le contestaron: -En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: ‘Y tú, Belén, tierra de

Judá, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá el jefe que será el pastor de mi pueblo Israel’.

Entonces Herodes llamó en secreto a los Magos, para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:

-Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño, y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo.

Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño.

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Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.

Y habiendo recibido en sueños un oráculo para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.”

(Mt 2, 1-12)

Dentro de la humanidad, quizá podamos distinguir dos tipos de personas: las que ‘sueñan’ y las que se

limitan a dormir. Las primeras ‘hacen’ la historia; las otras se dan cuenta, cuando despiertan, de lo que ha

sucedido, de lo que habrían podido hacer también ellos si hubieran tenido el coraje de soñar. El soñador

es el más realista, porque lucha por empujar la historia para ponerla a la altura de sus sueños. Están

también los que harán todo lo posible por impedir que los soñadores logren sus propósitos. La parábola de

los Magos de Oriente las interpreta con toda fidelidad.

El mensaje de esta parábola lo podemos resumir: Dios se ha manifestado en Jesús como estrella que

ilumina llenando nuestros vacíos, que libera y salva, que da vida plena y para siempre a todos los pueblos.

La mayoría ni se enteró; los sumos pontífices y los letrados del país la rechazaron; Herodes temió al

competidor. Pero algunos, unos Magos de Oriente, extranjeros venidos de lejos, se dejaron iluminar por

ella y encontraron, llenos de inmensa alegría, lo que tanto habían anhelado. La estrella brilla en el cielo

para todos, pero el descubrirla y seguirla es tarea de cada uno. Todos podemos gozar de su luz, levantar

los pensamientos hacia el cielo, llenarnos de esperanza... a la luz de la estrella, porque a esa altura nadie

puede apropiársela. Y, como los Magos, dejarnos cautivar por su luz. Pero, los humanos insistimos en

mirar para la tierra, que es donde están nuestros verdaderos intereses. ¿Qué sacamos con mirar las

estrellas?

Se pusieron en camino. La estrella sólo es visible por el camino. En Jerusalén, donde ni el pueblo ni los

dirigentes esperan cambio alguno, no pueden verla. Si nos instalamos en la comodidad y el conformismo

nunca descubriremos una ‘estrella’. A los Magos se les vuelve a aparecer cuando se alejan de la ‘ciudad’

de los hombres masificados. Todas las generaciones y todos los humanos fecundos han sido inquietos,

inconformistas, deseosos de superación. Han intuido que en cualquier momento pueden descubrir una

estrella, una vocación acuciante a algo nuevo, una llamada irresistible para buscar y realizar el porvenir.

Cada persona y cada generación tenemos ‘nuestra estrella’, nuestra misión que realizar, que tenemos que

descubrir y seguir, si queremos ayudar a que avance la historia en la dirección que quiere el Padre.

Es interesante reflexionar cómo los Magos llegan del desierto para encontrar al rey recién nacido, y

vuelven al desierto después de haberle ofrecido sus dones. Representan al ser humano caminando por el

desierto de la vida, en constante búsqueda de una estrella que le oriente; al ser humano que pregunta, que

pasa por momentos difíciles y arriesgados; al ser humano que acabará encontrando, en su camino de

búsqueda, al Dios presente en la vida de cada día. Hoy en un niño...

Todo puede ser signo de Dios, y todo puede ser camino para llegar a él, porque Dios se manifiesta de

muchas maneras. Pero para que se produzca el encuentro, tenemos que estar caminando y buscando.

Como los Magos: hombres del desierto, mirando siempre hacia delante, cuestionando a las estrellas,

preguntando a los que creen viajeros como ellos; sin desalentarse ante los continuos fracasos, buscando

sin interés egoísta, con humildad y generosidad, sabedores de que nunca lo sabrán todo.

Los Magos van despistados al palacio de Herodes. Tenían buen corazón, pero les faltaba conocimiento

del montaje de las sociedades humanas de siempre.

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Los que detentan el poder legítimo facilitan la respuesta exacta, pero sin dejarse implicar. La seguridad

que tienen en sus conocimientos les hace faltar a la cita decisiva. Se creen el centro de todo lo humano y

lo divino, y no pueden caer en la cuenta, por su autosuficiencia, de que Dios se manifiesta al margen de

los programas, normas o reglas y de los lugares fijados por las tradiciones. La posesión del saber les ha

incapacitado para lo esencial: la sorpresa de los caminos de Dios. Se creen que Dios depende de ellos,

cuando únicamente se guía por su libertad y por su amor a todos.

Los buscadores del Rey de los judíos que ha nacido tienen que salir fuera del palacio y de la ciudad y

fiarse de la estrella, que volvió a guiarles cuando se pusieron en camino.

La estrella... vino a pararse encima de donde estaba el niño. El signo ha sido extraordinario. La

realidad aparece modesta, decepcionante a simple vista: una casa cualquiera, una escena muy corriente,

unas personas pobres, insignificantes. Pero estos son los signos de Dios.

LA ALEGRÍA ES FRUTO DEL HALLAZGO

Se llenaron de inmensa alegría. Después de un largo y difícil camino han llegado a su objetivo. Y

aceptan el signo: al niño con María, su madre.

Los Magos son ejemplo de búsqueda ilusionada. Han sido capaces de salir de sí mismos y buscar. Es

necesario que salgamos de nuestras vidas instaladas, fáciles, ya hechas, sin compromiso con nada ni con

nadie, para buscar a Dios, presente en cada persona y en cada acontecimiento. Todos necesitamos

emprender un camino –oscuro, inseguro- que pueda llevarnos a descubrir esa inmensa alegría que llenó a

los Magos al ver la estrella. Una alegría que es la consecuencia de descubrir el sentido verdadero y

siempre nuevo de la vida. Una alegría que es un regalo que nos hace Dios, porque Jesús vino al mundo

para que alcanzáramos la verdadera y total felicidad. Una alegría que es fruto del hallazgo, del anhelo

cumplido.

Los Magos eran extranjeros, vivían lejos, en Oriente. Los sumos pontífices y los letrados del país

estaban a muy poca distancia del lugar del nacimiento de Jesús y lo sabían todo. Son lejanías y cercanías

que pueden llamarnos a engaño. Aquí no es fácil establecer quién está cerca y quién está lejos; porque las

distancias no se miden por kilómetros, sino por la inquietud, la nostalgia, y el vacío que piden ser

llenados.

Los Magos brillan por su fe y por su generosidad: han buscado la estrella, la han visto, la han seguido; se

han alegrado con ella y se han transformado; y han ofrecido sus dones: oro, incienso y mirra, como a

Rey, como a Dios, como a Redentor.

La respuesta de los Magos ha sido ejemplar: Han sido capaces de ‘ver’ la estrella, escuchando la voz del

cielo y la voz de sus verdaderas ilusiones... y han tratado de que se encuentren. Lo han dejado todo y se

han puesto en camino; no han sido personas instaladas, apegadas a las cosas y a los lugares, porque viven

de esperanza. Han sido constantes en el seguimiento de la estrella, a pesar de las dudas y pruebas, que no

les han faltado. Han aceptado las señales: un niño en la pobreza. Y se han transformado. En el viaje de

vuelta ya no han necesitado de la estrella, porque la llevaban dentro.

Desde entonces, este tipo de estrellas ya no se encuentran sólo en el cielo, sino también entre nosotros;

entre todos aquellos que, de una u otra manera, se han encontrado con Dios y le han respondido.

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¿Nos concierne todo esto? ¿La aventura de los Magos nos hará sospechar que los lejanos podemos ser

los que nos hacemos la ilusión de ser cercanos? Vemos que la manifestación del Señor no está destinada a

los que saben... sino a los que afrontan el riesgo del camino, sin otros deseos que descubrir al único capaz

de llenar de luz este mundo empeñado en vivir en tinieblas.

Desde entonces, Jesús vive de incógnito entre nosotros; vive encendiendo, en los corazones inquietos e

insatisfechos, estrellas que los pongan en camino de la vida verdadera, de esa vida que lleva al Padre.

UNIVERSALIDAD DE LA IGLESIA

La fiesta de la Epifanía nos invita a mirar hacia nuestra Iglesia: este misterio de comunión universal que

reúne tantas diversidades, y que, pese a todas sus imperfecciones y pecados, sigue siendo para nosotros la

señal de salvación, la señal de la presencia de Jesús.

No tenemos ningún derecho a hacernos una Iglesia a la medida de nuestros intereses. La Iglesia tiene que

ser el resultado de la fe en Jesús y ‘estrella’ que lo manifieste.

La Iglesia de Dios es universal. No es patrimonio de ninguna cultura, de ninguna comunidad, de ningún

grupo... Debemos ser consecuentes con esta universalidad de la Iglesia. ¿Es así? ¿A los pueblos africanos

o asiáticos, por ejemplo, les es posible descubrir esta universalidad? ¿Los jóvenes y adultos que desean

otro tipo de sociedad, se encuentran a gusto con nosotros? Son muchas la preguntas que deberíamos

hacernos y respondernos.

La fiesta de hoy nos invita a la alegría por ser miembros de la Iglesia de Cristo, ‘Sacramento Universal

de Salvación’ (‘Lumen Gentium, 48, del Concilio Vaticano II), Sacramento de la comunión –común-

unión- de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Un ‘Sacramento’ que tenemos que hacer

visible, creíble, con nuestras vidas.

Temamos caer en el error de los habitantes de Jerusalén. Caminemos con la ilusión de hacer que la

Iglesia y cada uno de nosotros seamos testigos de este niño que vino, viene y vendrá a llenar nuestras

vidas de plenitud y eternidad.

JERUSALÉN, LUZ PARA TODOS LOS PUEBLOS

“¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno, mira: todos ésos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos. a tus hijas las traen en brazos. Entonces lo verás, radiante de alegría; tu corazón se asombrará, se ensanchará, cuando vuelquen sobre ti los tesoros del mar, y te traigan las riquezas de los pueblos. Te inundará una multitud de camellos, los dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Sabá, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor.”

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(Is 60, 1-6)

La primera lectura pertenece al Tercer Isaías (capítulos 56-66), profeta del postexilio y heredero del

Segundo Isaías (capítulos 40-55), aquel que en plena cautividad de Babilonia había escrito a los judíos

desterrados: ‘Consolad a mi pueblo’ y ‘preparad en el desierto un camino al Señor’ (Is 40, 1. 3).

Ahora, consolado ya el pueblo y de regreso a su tierra, el profeta exulta en expresiones de alegría y

esperanza. Pretende animar a un pueblo que tiene todavía muchas dificultades que superar.

Este capítulo es un bello himno dedicado a la nueva Jerusalén, a la que presenta como luz que iluminará

a todas las naciones. Todos los pueblos de la tierra querrán participar de su ciudadanía; volverán los

judíos de la diáspora; los gentiles le llevarán no sólo sus tesoros del mar, signo de la opulencia de las

ciudades marítimas, sino también los tesoros del oriente desértico (v 6), como signo de sumisión y

acatamiento. Hasta los reyes (v 3) querrán ser vasallos suyos. La descripción es deslumbrante, llena de las

hipérboles propias de una imaginación oriental desbordada; y que se hará realidad en el corazón de los

seres humanos con el Evangelio de Jesucristo.

Como vemos, la lectura destaca la alegría de la nueva Jerusalén, signo del reino de Dios y fruto de la

bendición y de la predilección de Yahvé; la venida a la ‘ciudad’ de los pueblos de la tierra, trayéndole a

sus hijos dispersos y muchas riquezas, que les permitirán una plena y feliz reconstrucción de la ciudad y

del templo. Estos pueblos, que viven en tinieblas caminarán a la luz de la Jerusalén redimida, que se

convertirá en el centro y madre de la nueva humanidad, del mundo nuevo.

El profeta anuncia, lleno de entusiasmo, un maravilloso espectáculo que aún no existe. Es la labor de los

verdaderos profetas: en medio de las dificultades, adelantar los planes de Dios que siempre se realizan,

aunque nos parezca que normalmente llegan más tarde de lo que desearíamos.

DIOS NO QUIERE FRONTERAS

“Hermanos: Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado a favor vuestro.

Ya que se me dio a conocer por revelación el misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio.”

(Ef 3, 2-3a. 5-6)

La segunda lectura, tomada de la carta a los Efesios, recoge la experiencia apostólica de Pablo y su

reflexión teológica.

Pablo se había considerado, desde el inicio de su misión, como el apóstol de los gentiles, que un día

formarían también parte del único pueblo de Dios y de la misma Promesa que los judíos.

Este es el núcleo del misterio o designio de Dios: la plena participación de los gentiles en la salvación

anunciada al principio solamente al pueblo judío.

Pablo, después de haber expuesto en los dos primeros capítulos el plan divino de salvación, que incluía a

los gentiles y entre ellos a los efesios, comienza una plegaria para pedirle a Dios la perseverancia de los

efesios en el camino que han emprendido y para que valoren cada día más las ventajas de la vocación

recibida.

Pero, apenas comenzada esa plegaria, le vienen a la memoria tantas cosas que le llevan a hacer un

paréntesis (vv 2-13).

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Se presenta como ‘prisionero por Cristo’ (v 1, que no se lee). Una expresión muy clarificadora, ya que es

su condición de apóstol de los gentiles (v 2) lo que ha propiciado contra él el odio de los judíos y su

prisión en Jerusalén, en Cesarea y en Roma.

Pablo señala cómo Dios le ha otorgado la gracia de dedicar su predicación a los gentiles y cómo, a este

fin, le ha revelado el misterio (v 3) de Cristo, que permanecía oculto hasta ahora a los hombres. Un

misterio que ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas (v 5).

Sobre el contenido del misterio (v 6), señala tres aspectos principales: que los gentiles son coherederos

de los bienes mesiánicos al igual que los judíos, que forman con ellos un mismo cuerpo y que participan

de la Promesa de salvación hecha a Israel y plenificada por Jesucristo. Por tanto, ha desaparecido toda

separación en orden a la salvación.

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EL BAUTISMO DE JESÚS

“TÚ ERES MI HIJO, EL AMADO, EL PREDILECTO”

TERCERA MANIFESTACIÓN DE JESÚS

“El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías. Él tomó la palabra y dijo a todos:

-Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.

En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo:

-Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.” (Lc 3, 15-16. 21-22)

Terminamos hoy el tiempo de Navidad con otra manifestación –la tercera- de Jesús: su bautismo en el río

Jordán por Juan Bautista. Fue el final de una vida silenciosa en Nazaret, y el comienzo de su actividad

misionera.

En estos días hemos contemplado el Misterio de Dios encarnado en un Niño. Una encarnación en el

despojo más total y en el mayor amor del Padre a todos sus hijos. Nunca llegaremos a comprender, en

toda su realidad, este acontecimiento pleno de vida, que comenzó a manifestarse en el Niño de Belén.

El Mesías, tantos siglos esperado, apareció entre nosotros de la forma que menos podíamos esperar: débil

y pequeño, como un niño, en clara oposición a nuestros deseos de grandeza; pobre y libre, en contraste a

las riquezas que nos esclavizan y nos hacen inhumanos; rechazando toda violencia, como invitación al

total desarme personal y social; para toda la humanidad, sin opción a los ghetos, nacionalismos o clases

sociales.

Jesús reunirá todas las características del Mesías: vivirá enteramente del Padre y para el Padre. El

Espíritu se adueñará de él y lo poseerá plenamente, impulsándole a llevar adelante su misión de salvación

mesiánica, universal, en la total entrega a la humanidad. De esta forma nos marcará el camino único para

ser personas humanas en plenitud.

SOLIDARIO CON LOS ‘PERDEDORES’ DE SIEMPRE

En estos días navideños lo hemos contemplado como un Niño, lleno de encanto y de ternura, todo

transparencia e inocencia. Un Niño que manifestaba su cariño y se dejaba querer, como todos los niños

que viven una infancia normal.

Hoy pasamos las muchas páginas de su vida oculta en Nazaret: familia sencilla, aldea insignificante...

como uno de tantos hogares pobres. Allí ha convivido, obedecido, rezado, trabajado, profundizado en los

libros sagrados... en un clima de silencio interior y en total anonimato. ¡Unos treinta y cinco años! ¿Se

entiende esto desde nuestras prisas? En estos largos años, el Hijo de Dios ha estado aprendiendo a ser

hombre verdadero, imagen plena del Padre.

Hoy le vemos mezclado entre la multitud de gente que acude a Juan Bautista a pedir el bautismo de

penitencia. Jesús se solidariza con los pecadores; es decir, con los seres humanos que se reconocen como

tales.

Jesús quiere penetrar hasta la raíz del mal que nos atenaza a todas las personas. Una raíz viciada por la

codicia y la concupiscencia, por el orgullo y la violencia, por la comodidad y el poder... Era necesario

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injertar en la humanidad humildad y tolerancia, paciencia y generosidad, libertad y amor, paz. Quiere

salvarnos-liberarnos ‘desde dentro’. Ha querido cargar con todas las miserias humanas para redimirlas.

Por el bautismo, Jesús fue consagrado por el Espíritu para una misión específica, única. Lo podemos

considerar como su ‘nacimiento’ a la vida pública, que marcará definitivamente su vida. Nada será ya

como antes. Dedicará su vida a contagiar el Espíritu, a bautizar con Espíritu Santo y fuego, a llenarlo

todo de amor, a hablar con el Padre y del Padre, a enseñarnos a decir conscientemente ‘Abbá’.

En el río Jordán se manifestó sobre él el amor cercano y único de Dios. Se bautizó en un bautismo

general, porque quiso asumir plenamente nuestra condición humana, desde lo más hondo y más

verdadero, con sus grandezas y miserias. Se mete dentro de nuestro ser con todas sus consecuencias. Se

solidariza con ‘el pecado del mundo’ para librarnos de él (Jn 1, 29).

Preguntémonos hoy con sinceridad: ¿Quién es Jesús? La respuesta que hemos aprendido es sencilla: el

Mesías, el Hijo de Dios, el Señor... Pero, ¡qué distinto de las esperas, de los deseos humanos

superficiales! ¡Cuántos ‘problemas’ ha creado, y sigue creando, su modo de presentarse, de desarrollar su

misión! Aprendimos de memoria, pero sin encarnación en nuestra realidad concreta. Jesús no se inserta,

ni de lejos, en nuestros esquemas prefabricados, en las casillas que la sociedad, llamada cristiana, ha

predispuesto para él. Su estilo no está de acuerdo con nuestros gustos y nuestras previsiones.

¿En qué consiste este modo distinto? En que se hace solidario con los que desean una sociedad

fundamentada en la justicia –también la social- y la libertad, en los pobres y en los débiles, en los que no

cuentan: en los ‘perdedores’ de siempre. A todos estos les trae un mensaje y una práctica de liberación,

tanto para los males físicos, como para cualquiera otra forma de esclavitud. Porque hay ‘prisioneros’ que

no están en la cárcel, pero que viven una existencia oprimida por el poder, el egoísmo, el dinero, el éxito,

la vanidad, el placer... incapaces de descubrir el sentido de la vida, incapaces de discernir los verdaderos

valores humanos...

Jesús se ha bautizado para dedicar su vida a poner en pie a los seres humanos, a confortar, a dar salud,

esperanza, alegría de vivir; a demostrar que el mal que nos corroe puede ser vencido.

El mismo Espíritu que ungió a Jesús como Mesías, y que lo impulsó al desierto para comenzar su obra

evangelizadora, es el que actúa sobre la Iglesia, para que sea fiel a la misión universalista de Jesús,

urgiéndola a bautizar en ese mismo Espíritu, que hace de todos el único pueblo de Dios.

NUESTRO BAUTISMO

El bautismo de Jesús nos lleva necesariamente a referirnos a nuestro propio bautismo. Un bautismo que

espera ser manifestado a través de una fe comprometida, consciente, madura. Un don que debe

transformarse en compromiso, en asumir responsabilidades, en una vida auténticamente cristiana a

imitación de Jesús de Nazaret. Un bautismo que implica un compromiso ineludible con la justicia social.

Hemos de hacer ‘nuestro’, cada uno, el propio bautismo. No podemos dejarlo en un rito convencional,

inocuo, en la hoja de un libro que se guarda en el archivo parroquial, como es lo más frecuente.

Hacerlo nuestro implica ahondar en el evangelio, en la vida de Jesús... para seguirle lo más de cerca que

podamos.

El camino de Jesús no acaba con él. Tenemos que continuarlo nosotros. Cada uno de nosotros, desde la

aceptación personal de nuestro bautismo –opción de adultos a favor de él, por haber sido bautizados de

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niños-, tenemos que hacer como hizo Jesús: unirnos a todo movimiento de liberación que brote de la

humanidad, a todo lo que signifique defender los derechos humanos, y comenzar los que sean necesarios.

¿Cómo demostrar que somos cristianos si no es tratando de vivir como Jesús?

Servir, hacer el bien siempre y a todos es nuestra tarea y nuestra misión. Esto exige de nosotros todo un

estilo y toda una actitud ante la vida de cada día... aunque sólo lo logremos de verdad después de la

muerte, único bautismo pleno.

No olvidemos que el bautismo actúa en quienes saben recogerse en el silencio de la oración y en la

meditación de la Palabra de Dios. ¿Cómo saber qué quiere de nosotros si no lo ‘escuchamos’?

PARA LEVANTAR EL ÁNIMO Y LA ESPERANZA.

“Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados. Una voz grita: En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos -ha hablado la boca del Señor-. Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: ‘Aquí está vuestro Dios. Mirad: el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres’.”

(Is 40, 1-5. 9-11)

La primera lectura se lee también en el segundo domingo de Adviento, del ciclo B. Pertenece al comienzo

del Segundo Isaías, profeta que tiene que hablar a un pueblo desesperanzado, que vive en el destierro de

Babilonia. Un pueblo triste, al que quiere levantar el ánimo –apesadumbrado por tantas calamidades- y la

esperanza, con palabras de fe: en la situación angustiosa en que vivís –sin patria, sin rey, sin ley, sin

templo-, viene vuestro Dios con la fuerza de un libertador y con el desvelo de un pastor. Yahvé está ya

en camino para salvaros.

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Son palabras de los verdaderos profetas; esos que saben leer los signos de los tiempos, que están

convencidos del amor indestructible de Dios por su pueblo; esos que encienden la esperanza, que sueñan

y anuncian utopías, que saben que el futuro de todo lo creado es Dios y sólo Dios, que todo acabará bien.

Un Dios que sigue viniendo hoy, a pesar de las apariencias que parecen indicar lo contrario.

Este capítulo 40 se considera como la introducción a todo el Segundo Isaías (cap. 40-55), porque en él se

encuentran las principales ideas desarrollados en los restantes capítulos. Considera el fin del destierro en

Babilonia como la reconciliación de Yahvé con su pueblo, al que ‘castigó’, sus constantes infidelidades,

con la cautividad.

Consolad, consolad a mi pueblo (v 1). Estas primeras palabras han hecho que se llame a toda esta parte

‘libro de la consolación’, pues la idea de consuelo domina todas sus profecías. Yahvé vuelve para

reanudar sus relaciones íntimas con Israel, que seguirá siendo su pueblo.

El profeta transmite a los desterrados un mensaje de perdón. Por eso habla al corazón de Jerusalén. El

pueblo había pecado y tenía que sufrir una época de expiación. El pecado está pagado. Jerusalén ha

recibido doble paga por sus pecados (v 2), dando la impresión de que el ‘castigo’ ha sido superior a la

culpa. Después, el profeta idealiza el retorno de su pueblo, precedido por Yahvé. Delante va un heraldo:

Una voz grita... Ante todo es necesario preparar una calzada amplia, digna de Yahvé, para que pase todo

el cortejo real sin obstáculos (v 3). Hasta la naturaleza debe contribuir a esta manifestación gloriosa: que

los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen... (v 4). Todos serán testigos de la gloria del

Señor (v 5). Los evangelistas aplican este pasaje a Juan Bautista, Precursor del Mesías, verdadero

Salvador de los pueblos.

En la segunda parte (vv 9-11), el profeta invita a unos supuestos mensajeros de buenas noticias a que

anuncien la proximidad de la llegada de Yahvé, que retorna a su pueblo después de haberse separado de él

a causa de sus pecados.

El objeto del anuncio es este victorioso retorno. Yahvé ha vencido a los enemigos de Israel y ahora

vuelve a su pueblo con los trofeos de su victoria. El salario es la salvación y la liberación del pueblo

elegido. En contraste con el vencedor de guerras, Yahvé apacentará el rebaño como un pastor,

prodigando los máximos cuidados a los más débiles y necesitados de la comunidad israelita.

EL “SEGUNDO NACIMIENTO”

“Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos; y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo. Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.

Cuando ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hayamos hecho nosotros, sino que según su propia misericordia nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo; Dios lo derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Salvador.

Así, justificados, por su gracia, somos, en esperanza, herederos de la vida eterna.”

(Tit 2, 11-14; 3, 4-7)

La segunda lectura es la misma que las de las misas de medianoche de Navidad (primera parte) y de la

aurora (segunda parte).

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La primera parte sirve de conclusión a un comentario sobre los deberes de determinadas categorías de

cristianos. Todas las virtudes que Pablo exige a los cristianos (vv 2-10, que no se leen), tienen su

fundamento en Cristo, quien, con su venida al mundo, nos ha hecho visible la voluntad de Dios de salvar

a todos los hombres y nos ha enseñado cómo debemos vivir (vv 11-12), al mismo tiempo que alienta

nuestro trabajo con la esperanza de la gloria del cielo y de su manifestación en la ‘parusía’ (v 13). Él se

entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad, y nos dediquemos a las buenas obras (v 14).

En la segunda parte, Pablo invita a los cristianos a mostrarse conciliadores con los paganos, y a no

olvidar que hasta hace poco tiempo ellos mismos eran iguales a ellos. El apóstol recuerda a Tito algunas

ideas que debe inculcar a todos los fieles: la obediencia y sumisión a las legítimas autoridades (v 1); la

tolerancia y mansedumbre en la relación con los demás, procurando no lastimar al prójimo con palabras

ofensivas (v 2), recordando su propio pasado lleno de vicios (v 3). De todo ello salieron no por sus

propios méritos, sino por la bondad de Dios (vv 4-7).

Al hablar del baño del segundo nacimiento (v 5), se está refiriendo al bautismo, medio del que Dios se

ha servido para justificarnos y salvarnos (v 7).

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DOMINGO PRIMERO DE CUARESMA

LAS TENTACIONES

UNA OJEADA A NUESTRO MUNDO

Una simple ojeada reflexiva a nuestro mundo basta para descubrir que estamos metidos de lleno en las

mismas tentaciones que superó Jesús: dinero, bienestar... poder, éxito... milagro, facilidad, sexo... La

masa siempre es arrastrada por todo lo que no pida esfuerzo personal; aplaude tanto más cuanto menos se

le exige.

Nos absorbe el ritmo agitado de la vida; nos atrae el ruido. Nos parece que no tenemos tiempo para la

reflexión ni para el silencio meditativo, cuando en realidad huimos de ellos; y tememos encontrarnos de

verdad con Dios, y con todo lo que él representa de amor, justicia, libertad y paz... para todos.

En este mundo nuestro no hay piedad para los débiles, los pobres, los viejos, los enfermos incurables, los

minusválidos... y todos los fracasados. La globalización de la economía no cuenta para nada con los

pueblos y las personas más necesitados de ayuda...

Nuestro mundo chirría. Somos más rivales que fraternales, más egoístas que solidarios, más injustos y

belicosos que compasivos. Vivimos nerviosos, agresivos, insatisfechos. Tenemos muchas cosas, pero nos

falta lo principal: el Espíritu.

Necesitamos todos que nuestro corazón deje de ser de piedra y sea, cada vez, más de ‘carne’ (Ez 36, 26).

Necesitamos un corazón que sea, de verdad, corazón: tejido de ternura, parecido al corazón del Padre del

cielo. Necesitamos dejarnos cambiar.

Es lo que debemos hacer en Cuaresma, tiempo de conversión, de cambio de dirección. A causa del

‘pecado del mundo’, los humanos vivimos una triple ruptura: ruptura con Dios, de la que somos poco

conscientes; ruptura con los demás, lo que hace muy complicada la convivencia; ruptura con nosotros

mismos, que nos incapacita para hacer el bien, para construirnos como verdaderos seres humanos.

La Cuaresma es un tiempo privilegiado para acercarnos a Dios por la oración; a los demás por el amor y

la comunicación, el desprendimiento y el diálogo; a nosotros mismos por el silencio y la reflexión.

El tiempo de Cuaresma puede ser la ocasión propicia para verificar si nuestro proyecto de vida

corresponde al de Dios; para limpiar nuestro cristianismo de toda facilidad, apariencia, exterioridad; para

rechazar las componendas, las traiciones al mensaje evangélico; para volver a descubrir las exigencias

más radicales de Jesucristo.

Estas verificaciones sólo serán posibles si tenemos el coraje de confrontarnos con la Palabra de Dios, que

es Jesús, en el silencio y la reflexión. Porque no encontramos a Dios al final de una elucubración

filosófica, sino en la trama de una historia que Dios ‘hace’ junto con su pueblo.

La fe nace de la experiencia de Dios, entendida como presencia eficaz en los acontecimientos de cada

día, en la respuesta que estamos dando en nuestro vivir cotidiano.

EL DESIERTO

“Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo.

Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: -Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.

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Jesús le contestó: -Está escrito: ‘No sólo de pan vive el hombre’. Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos

del mundo, y le dijo: -Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado y yo lo doy

a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: -Está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto’. Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: -Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: ‘Encargará a sus

ángeles que cuiden de ti’, y también: ‘Te sostendrán en tus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras’.

Jesús le contestó: -Esta mandado: ‘No tentarás al Señor tu Dios’. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.”

(Lc 4, 1-13)

Jesús, después de su bautismo en el Jordán, fue al desierto. Juan ya vivía allí. Parece como si en los

caminos de Dios la salvación viniera siempre del desierto; símbolo que evoca la experiencia de nuestras

vidas: soledad, llamada a lo verdadero, tierra sin caminos, silencio...

El ‘desierto’ lo verifica todo: la mentira, la vanidad, la inconsistencia de la vida que estamos

construyendo. En el desierto nada nos separa de Dios, descubrimos la realidad de nuestra condición

humana. Por el desierto el ser humano busca, peregrina, espera, decide su vocación, prepara el futuro, se

encuentra delante de sí mismo sin posibilidad de hacer trampa. Es el lugar del encuentro con Dios

presente en la vida del hombre, el lugar de la experiencia personal de su Amor. Es la patria del Evangelio,

el lugar de la verdad para el hombre, de la decisión, de la opción. En medio de su silencio se puede oír la

llamada a la conversión. Dios llama y actúa en el silencio, y mueve al ser humano y a la historia con las

fuerzas que se recuperan a solas con él.

La tentación, la prueba, la lucha con todo lo que se opone al proyecto de Dios, también corresponde a

este tiempo de tranquilidad, de soledad.. del desierto. ¿Cómo escuchar la tentación en medio del ruido que

nos rodea por todas partes? ¿Y cómo escuchar a Dios? ¿Es el ruido ya la caída en la tentación?

Jesús en el desierto busca el silencio de la oración, el trato a solas con el Padre; se deja guiar por el

Espíritu. Nosotros construimos ciudades, civilizaciones... nos llenamos de ruido y bienestar y creemos

que ya hemos encontrado la tierra prometida.

La palabra de Dios nos llama constantemente a volver al desierto. A ese silencio profundo, más allá del

ruido ensordecedor que nos impide pensar.

LAS TENTACIONES DE JESÚS...

Los evangelios nos describen simbólicamente la lucha de Jesús con las fuerzas del mal. Porque, ¿cómo

expresar de otra forma la fuerza de estas tentaciones?

Estos relatos son la representación dramatizada de todas las opciones que tuvo que realizar Jesús en su

vida: cada vez que la multitud o sus discípulos quieren imponerle su propia idea de la función mesiánica;

cada vez que pretenden desviarle de su camino para inducirle a un mesianismo político-temporal, con

éxitos halagadores, facilidades o dominio sobre los pueblos; cada vez que se le quiere llevar a elegir un

mesianismo humano y triunfalista. Así hubiera agradado a la inmensa mayoría del pueblo de Israel. Por

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entenderlo así, agrada en la actualidad a tantos cientos de millones de cristianos. Pero ese mesianismo no

se corresponde con el plan de Dios, ni es el camino para derrotar ‘el pecado del mundo’.

Los evangelistas resumen todo esto, que fue realidad en la vida pública de Jesús, en un solo pasaje

elaborado con imaginaciones mitológicas, propias de la religiosidad de aquellos tiempos, y con frases

sacadas del antiguo Testamento.

El tener, el poder y el milagro, tendían a buscarle a Jesús un dios a la medida del mundo, un dios que

evitara todos los problemas... pero un dios que nada tenía que ver con el verdadero. En el fondo de todas

ellas late la misma tentación: querer ser ‘como Dios’ (Gén 3, 5).

Necesitamos conocer mejor el misterio de Jesús. No tanto en los hechos externos, como en sus actitudes

íntimas, sus sentimientos profundos, la hondura de sus palabras, sus deseos y sus objetivos, toda la fuerza

de su personalidad. Necesitamos llegar a la común-unión con él, para poder ser fieles a su seguimiento.

Jesús llega al desierto. Allí está solo, porque la respuesta que tiene que dar es personal. Nadie puede

responder por otro cuando se trata de opciones fundamentales de la vida. En él realiza la experiencia del

vacío físico: tiene hambre; y del vacío más profundo también: el del Espíritu. Y allí el diablo, que

personifica todas las fuerzas del anti-mesianismo, lo tienta, lo coloca en la situación de guerra entre el

bien y el mal, que definirá toda su actuación mesiánica. El texto habla de ‘diablo’ en singular, para

indicarnos que hay una única raíz del mal y de la injusticia en nuestro mundo. Es el polo opuesto a Dios.

Es una manera de expresar lo que es anti-Dios.

El Espíritu empuja a Jesús al lugar de la tentación, al desierto, al deseo de vivir verdaderamente como

persona. Jesús vive allí cuarenta días, número que simboliza la duración de la vida, recorriéndolo.

Jesús se encuentra sorprendentemente pasivo, como si fuera juguete de fuerzas que le arrastraran sin que

él pudiera reaccionar, sólo apto para recibir órdenes: dile a esta piedra... si tú te arrodillas... tírate de

aquí abajo... Las tentaciones tendían a matar su verdadero ‘yo’: lo que debía ser y para lo que había sido

enviado por el Padre. Tendían a buscarle un dios a la medida del mundo.

Este hombre solo, ‘vaciado’, ha de optar, debe decidir cómo entiende y cómo debe manifestar su camino.

El ‘diablo’ le invita a vivirlo según un sentido triunfalista muy extendido entre los judíos; el ‘Espíritu’ le

anima a seguir el camino de los profetas. Para el primero, ser Hijo de Dios es poseer todo poder sobre los

reinos terrestres, rodearse de la gloria que emana de esos poderes. Para el Espíritu, ser Hijo de Dios es,

ante todo, rehusar cualquier tipo de idolatría, cualquier práctica que no reservara a Dios el lugar

absolutamente prioritario que le corresponde.

... Y LAS NUESTRAS

Las tentaciones de Jesús son tipo de las de todos los seres humanos, que a través de su vida han optado

por algo; tanto del pueblo judío, de la Iglesia, de las religiones y sociedades de todos los tiempos.

Porque, ¿de qué va a ser tentado el que nunca optó por nada?

Jesús vive durante su vida humana toda la historia profética de Israel. Puede hablar de cumplimiento,

porque en él se han cumplido todas las profecías del antiguo Testamento. Nosotros tenemos que irnos

aplicando su camino, viviéndolo, para poder acceder a su salvación, a su liberación, desde ahora y aquí.

Las tres tentaciones podrían llamarse ‘mesiánicas’ –son las que nos impiden a todos nosotros llegar a

nuestra plenitud-. Surgen de la lucha de cada día. Están muy relacionadas entre sí.

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El triunfo sobre las tentaciones está siempre por alcanzar. Todos nos encontramos con la tentación del

materialismo, del egoísmo, de la soberbia, de la superficialidad, del afán de poder... Todos, individuos y

pueblos, caemos en la tentación de querer tener mucho -y a muchos- sin esfuerzo, de abusar de la amistad

con Dios, de arrogancia frente a los demás pueblos... La peor tentación, y la más frecuente, es no darnos

cuenta de vivir en ella.

Son las mismas circunstancias de la vida las que nos ponen a prueba. No hay que ir a buscarlas: vienen

solas, en el momento en que queremos vivir de verdad como personas a imagen y semejanza de Dios.

Jesús las venció. Toda su vida consistió en anunciar que la vida humana es mucho más: es creer en un

camino de vida que conduce hacia el Padre; es salir de uno mismo y querer vivir cada día con más amor,

más justicia... Es ir descubriendo a Dios como Padre que nos ama y querer corresponder siendo sus hijos

-y hermanos de todos los hombres-, hasta desear depender únicamente de su voluntad...

Jesús dedicó toda su vida a superarlas, hasta morir por ello y resucitar como señal y garantía para todos.

Y así, fue el Hombre plenamente libre; su unión con el Padre fue total.

Nosotros tenemos como un deseo imperioso que nos empuja a bastarnos a nosotros mismos, a no

creernos dependientes de nadie. El ejemplo de Jesús nos debe ayudar a desenmascarar nuestros caminos

torcidos. Sus tentaciones, actualizadas, nos indican de qué tenemos que convertirnos hoy: del

materialismo consumista, del afán de poder y de competir, de hacernos un dios a la medida de los propios

intereses, del ‘pasotismo’ y del afán de placer, de la seguridad de creer... Son los ídolos de hoy, contra los

que tenemos que luchar y vencer con la ayuda del Espíritu, que actuó en Jesús y que actúa en nosotros si

le dejamos.

UNA RESPUESTA AGRADECIDA

“Dijo Moisés al pueblo: -El sacerdote tomará de tu mano la cesta con las primicias y la pondrá ante el

altar del Señor tu Dios. Entonces tú dirás ante el Señor tu Dios: ‘Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas personas. Pero luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres; y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo, que tú, Señor, me has dado’. Lo pondrás ante el Señor, tu Dios, y te postrarás en presencia del Señor, tu Dios.”

(Dt 26, 4-10)

La ofrenda de las primicias era un rito muy antiguo, esencialmente religioso, practicado ya por los

cananeos antes del establecimiento de los hebreos en aquella tierra. Consistía en presentar al Dios de la

naturaleza lo mejor de los frutos de la tierra, para agradecerle lo que habían recibido de su mano, y pedirle

que siempre les fuera propicio. El hombre religioso iba tomando conciencia de que la naturaleza, en cuyo

seno vive, está regida por leyes, más o menos misteriosas, de fecundidad y de sequía, que no logra

comprender. Considera a la naturaleza más grande que él y, normalmente, ve en ella a Dios, el mayor que

todo. La ofrenda de las primicias es, pues, el acto mediante el cual el ser humano reconoce que la

naturaleza le ha otorgado esos bienes necesarios para la vida, porque Dios ha ordenado sus leyes de forma

que sean una bendición para los humanos.

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Israel adopta este rito, lo hace suyo llenándolo de su espíritu religioso. El Dios de la naturaleza se

convierte en el Dios de la historia, presente en el hombre no por medio de leyes naturales, sino por medio

de la alianza con el pueblo de Israel: Un Dios salvador que guía a su pueblo y le da la tierra prometida,

después de haberle sacado de la esclavitud de Egipto.

La primera lectura forma parte de la legislación sobre los diezmos y primicias, que describía la entrega

del diezmo de los productos de la tierra a los sacerdotes en reconocimiento de los favores otorgados por

Yahvé al pueblo (vv 1-11). Pero sólo recoge la oración que los hebreos debían pronunciar en el momento

de hacer la entrega de la cesta con las primicias en el templo. Esta oración es como un resumen de la

historia de la salvación de Israel, contemplada como un acto de gratuidad por parte de Dios. Es una

auténtica profesión de fe, que contiene los tres artículos más importantes y más antiguos del credo

israelita: El origen no israelita de Abrahán y su vida errante por Canaán; la esclavitud en Egipto y su

liberación a través del desierto, y la donación de la tierra que mana leche y miel, en comparación con las

áridas estepas del Sinaí. Tres realidades muy relacionadas entre sí y que forman el núcleo de todo el

Pentateuco. La fe del pueblo judío, como vemos, no se fundamenta en verdades abstractas, sino sobre

hechos concretos. La Biblia es una historia de salvación, llena de intervenciones salvadoras de Yahvé a

favor de su pueblo. Intervenciones divinas, que hacían necesaria una respuesta del pueblo. Esta ofrenda

tenía este carácter de respuesta.

JESUCRISTO, ÚNICO SEÑOR DE LA HISTORIA

“Hermanos: La Escritura dice: ‘La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón.’ Se refiere al mensaje de la fe que os anunciamos. Porque si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justicia, y por la fe de los labios, a la salvación.

Dice la Escritura: ‘Nadie que cree en él quedará defraudado’. Porque no hay distinción entre judío y griego; ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan. Pues ‘todo el que invoca el nombre del Señor se salvará.”

(Rom 10, 8-13)

En el año 57, el éxito apostólico de Pablo, entre los paganos, ha sido tan extraordinario, que sueña ya con

el día en que el mensaje de Jesucristo llegue hasta los confines del mundo. Lo contrario que el pueblo

judío, que se ha cerrado a la fe en el Mesías tantos siglos esperado. Y Pablo dedica tres capítulos de la

carta (Rom 9-11) a tratar este problema, que para él es causa de un profundo dolor.

Hoy nos presenta los dos medios de aspirar a la justificación: por la fe, medio elegido por Dios y que

siguen los cristianos; o por la ley, seguida por los judíos (10, 1-13, de los que leemos los vv 8-13) Es

verdad que en cada comunidad hay algunos judíos convertidos, pero representan una minoría.

Comienza afirmando (v 1) su amor a sus compatriotas, que son víctimas de un ‘celo de Dios’ mal

entendido (v 2). Dios ha juntado en un solo pueblo a judíos y gentiles, y salva a todos por la fe en Jesús

(v 3), fin y ‘plenitud’ de la ley (v 4). Pone frente a frente las dos ‘justicias’: la que proviene de la ley (v 5)

y la que proviene de la fe (vv 6-10), concluyendo que es ésta la única aceptable para todos (vv 11-13).

Esta fe es vivida en el corazón y proclamada con los labios (vv 8-10); es decir, con una coherencia

absoluta y con una sintonía total con la salvación que nos viene del Resucitado. Está hecha de una palabra

que se escucha –el Evangelio-, de su aceptación y, finalmente, de una confesión pública. Primero se

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proclama la palabra; le sigue la aceptación interna por la fe, que se exterioriza en la confesión pública de

esa fe en los actos litúrgicos y en todos los acontecimientos de la vida. Una fe que se reduce a profesar

que Cristo es el Señor, y que Dios lo resucitó (v 9). El título de ‘Señor’ dado a Cristo es símbolo y

compendio de todas sus prerrogativas, que se pueden resumir: es la respuesta plena y para siempre a todas

nuestras utopías y búsquedas.

Se requiere, por tanto, la doble acción del corazón y de los labios: la primera para ofrecerse a la iniciativa

de Dios, que resucita a los muertos; la segunda, para diferenciarse del judío y del pagano mediante la

profesión de fe: Jesús es el Señor, y para situarse, sin sentirse avergonzado, frente al mundo, con el fin de

ser reconocido por Dios en el juicio final.

Finalmente (vv 11-13), trata de confirmar, con textos de la Escritura, su afirmación de que basta la fe en

Jesús-Señor para conseguir la salvación, tanto los judíos como los gentiles. Aunque los textos se refieren

a Yahvé (Is 28, 16; Jl 2, 32), Pablo no tiene inconveniente en aplicarlos a Jesucristo.

Reflexionando sobre esta dramática situación, de comunidades formadas casi exclusivamente por gente

venida de la gentilidad, Pablo se felicita al comprobar que ya no hay distinción entre judío y griego (v

12), precisando que todo es cuestión de fe o de incredulidad.

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DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA

LA TRANSFIGURACIÓN

LO PRIMERO FUE LA ORACIÓN

“Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.

De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.

Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:

-Maestro, que hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al

entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: -Éste es mi Hijo, el escogido; escuchadlo. Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el

momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.” (Lc 9, 28b-36)

Las lecturas de hoy tienen que llenar nuestro corazón de esperanza. Nos hablan de mirar al cielo y contar

estrellas. Nos animan a vivir, en lo alto de una montaña, una experiencia de cielo. Y nos afirman que ése

es nuestro destino definitivo.

La escena de la Transfiguración se encuentra en los tres evangelios sinópticos. Lucas le añade el tema de

la oración, tan propio de él en los momentos más importantes de la vida de Jesús, o ante decisiones

personales. La sitúa entre los dos primeros anuncios, de los tres que hizo Jesús, de su pasión y muerte

violenta, y su resurrección.

La Transfiguración es la otra cara de las Tentaciones que leíamos el pasado domingo; anuncio de la

resurrección de Jesús. También ilumina la ‘cruz’: ante las dificultades, para darnos fuerzas en medio de

la ‘noche’ y del vacío.

El Cristo transfigurado nos adelanta la imagen gloriosa a la que todos estamos llamados. Pero es sólo un

anticipo. No se pueden quemar etapas, y quedan muchas aún antes de llegar a esa transformación.

Jesús subió al monte para orar, porque necesitaba estar con el Padre. Cada vez tiene más oposición, y

sólo le sigue un pequeño grupo, que pretende desviarle de su verdadero camino mesiánico; intuye, cada

día con más claridad, que su lucha por el reino terminará mal; que el ‘parto’ de la nueva humanidad será

largo y costará muchas vidas.

Fue al monte movido por el amor. Sube con los tres discípulos más íntimos. Suben en silencio hacia lo

desconocido. Subir hacia Dios es morir a nuestros proyectos, a nosotros mismos; es abismarse en lo

nuevo y desconocido: allí está Dios.

Lo primero fue la oración. Jesús está ‘herido’ por el amor del Padre, y lo busca; tiene sed de Dios, y lo

busca; tiene necesidad de adentrarse en Dios, y lo busca. Lo ha buscado en los caminos... entre el dolor y

la esperanza, entre la acogida o el rechazo de los hombres. Ahora lo busca en el monte, en el silencio y la

reflexión.

Y Jesús, rezando, en medio de la pesada realidad de su vida, descubre una luz, intuye que no sólo se le

acerca la muerte, sino también el mundo nuevo. Es el proceso del grano de trigo: algo tiene que morir

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para que haya vida (Jn 12, 24). En medio de la lucha, del dolor, de la opresión en que viven los pobres...

necesita soñar, ver transfigurado este mundo, descubrir el camino mejor para lograrlo.

La oración es un espacio gratuito que se dedica y se reserva a Dios. Es como el amor. No se ama por algo

o para algo; se ama porque se ama y para amar. Cuando se ama, se siente la necesidad de estar junto al

amado, para mirarse, para hablarse, para conocerse mejor. La oración es luz para entender las verdades de

Dios y del ser humano; un ver con ojos nuevos, un mirarlo todo con detenimiento. Eso es transfigurarse.

Mirando con ojos nuevos, todo se transfigura: el hombre y su historia, los acontecimientos y las

personas. Todo se ve más claro, se entienden los signos, se descubren nuevas metas, el sentido de todas

las cosas; hasta el sentido del dolor y de la cruz, de lo que hablará Jesús con Moisés y Elías.

Para Jesús la oración es una necesidad, para poder respirar a pleno pulmón el viento del Espíritu: es

deseo de revisar la vida a la luz de la Palabra.

Jesús reza. Y cuando reza, se concentran en su corazón todos los anhelos de los seres humanos, toda la

pasión del mundo; recoge en su oración todas las esperanzas de los pequeños, el clamor de todos los

oprimidos, la gratitud de todos los creyentes, el amor de todos los hijos, la alabanza de todos los justos...

La oración de Jesús también es escucha, silencio, intimidad. El Hijo quiere estar con el Padre; quiere

sentir el calor de su Presencia.

Y mientras oraba... su rostro cambió... transparentando toda la realidad presente en su interior. Se

hicieron patentes los ideales que plenificaban su vida. Su rostro se hizo mensaje... No hay vida cristiana

sin oración. La Transfiguración es una experiencia mística de la humanidad de Jesús, compartida con los

tres discípulos predilectos. Porque también los tres íntimos son beneficiarios de este momento... Estaban

acostumbrados a Jesús; y cuanto más lo veían y escuchaban, menos atención iban mostrando. Es lo de

siempre: la costumbre impide seguir caminando. Ahora estaban solos y volvieron a fijarse en él.

APARECEN MOISÉS Y ELÍAS

Hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Representan la ley y los profetas... que

habían anunciado los sufrimientos y la muerte del Mesías. La transfiguración-resurrección final llegará a

través de la ‘prueba’ de un rostro desfigurado por la angustia y el dolor, por el sudor y la sangre, por el

tedio y los golpes. La gloria llegará a través de la persecución, de la incomprensión, de la condena, de las

burlas, de una muerte atroz. Este momento, en lo alto del monte, es como una luz que ilumina la tiniebla

de la pasión, una esperanza que desvela el sentido del camino de la muerte de Jesús y de los suyos. Nos

descubre que la muerte sólo es un episodio, un tramo del camino; un túnel que lleva a la Luz. Una luz que

se promete a quien acepta caminar a oscuras.

EL ROSTRO DE JESÚS ENTUSIASMA A PEDRO

Pedro y sus compañeros se caían de sueño. Cuando una persona se encuentra con Cristo y se decide a

seguirlo, se enfrenta con una aventura llena de riesgos, de imprevistos, de hechos desconcertantes. Porque

Jesús no nos asegura una permanencia prolongada en el Tabor. Es verdad que nos puede llevar consigo

mucho más alto, hasta no tener que sentir ya el peso de la vida de cada día. Pero también puede llevarnos

a que vivamos con él interminables noches de angustia, de dudas, de oscuridad. ¡Cuánto saben de esto los

grandes creyentes que han vivido su seguimiento! Cuando parece que todo se va a hundir, nos invade el

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desaliento, al experimentar la inutilidad de todos nuestros esfuerzos, rotos al chocar con la dura realidad.

Y es en ese momento, cuando el creyente llega al punto crítico de su vida cristiana, cuando Jesús puede

acudir en su ayuda.

Maestro, qué hermoso es estar aquí... No podemos confundir los bonitos paisajes contemplados desde

lo alto de la montaña con el difícil éxodo de Moisés por el desierto, ni la soledad de los bosques con la

lucha de Elías... No son cosas opuestas, pero es preciso no confundirlas. Pedro quiere quedarse en ese

momento de luz, dejando de lado el camino que le queda por recorrer. El rostro de Jesús transfigurado le

entusiasma, porque entra dentro de sus perspectivas, de sus sueños, de sus aspiraciones. Eso sí viene de

Dios, no la pasión y muerte que les anunció hace pocos días (Lc 9, 22). Le asusta, le escandaliza, un

rostro humillado, perseguido y colmado de sufrimientos. No entra dentro de sus cálculos... ni de los

nuestros.

No podemos inventarnos un camino privado, cómodo, que evite las dificultades de trabajar por el mundo

nuevo –reino de Dios-. Es necesario aceptar el mismo itinerario del Maestro. Recorrerlo juntos. No es

posible superar sin sufrimientos ‘el pecado del mundo’

LAS PALABRAS DEL PADRE

Llegó una nube que los cubrió. La nube representa la presencia de Dios. Se asustaron al entrar en la

nube. Tienen miedo a morir por la presencia de Dios que intuyen. Es el miedo que todos tenemos a lo que

Dios pueda pedirnos, porque no acabamos de creernos que nos pide todo para que podamos alcanzar la

propia plenitud. No nos pide para él; nos pide que dejemos todo lo que nos estorba, y busquemos lo que

nos ayude a ser nosotros mismos.

Éste es mi Hijo, el escogido; escuchadlo. Es el centro del relato. Aparece toda la Trinidad: el Padre en

la voz, el Hijo en el hombre Jesús, el Espíritu en la nube luminosa. Son palabras similares a las

escuchadas después del bautismo de Jesús en el Jordán (Lc 3, 22).

Tenemos que escucharlo, vivir de su palabra. Porque será él quien nos dará la fuerza y la alegría para

seguirle; la norma de la vida, la verdad del corazón y de la mente. Tenemos que escucharlo, fiarnos de él.

También cuando nos hable desde la ‘cruz’ de las dificultades diarias.

DOBLE PROMESA A ABRAHÁN

“Dios sacó afuera a Abrán y le dijo: -Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: -Así será tu descendencia. Abrán creyó al Señor y se le contó en su haber. El Señor le dijo: -Yo soy el Señor que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en posesión esta

tierra. Él replicó: -Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla? Respondió el Señor: -Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres

años, una tórtola y un pichón. Abrán los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la

otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba.

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Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él.

El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.

Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán en estos términos: -A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río.”

(Gén 15, 5-12. 17-18)

Yahvé hizo, a través de la historia de la salvación, importantes alianzas con su pueblo, hasta llegar, en

Jesús de Nazaret, a la última y definitiva. Con Abrán –más adelante le cambiará el nombre por el de

Abrahán- (Gén 15 y 17), con Moisés (Éx 19-24), con David (2 Sam 23, 5), después del exilio (Neh 8-10)

y con Jesús (Lc 22, 20).

La primera lectura está tomada del libro del Génesis. En ella se dan cita dos tradiciones: la Elohista y la

Yahvista. Se pueden detectar por las ideas repetidas, las diversas alocuciones de Dios a Abrán y las dos

promesas: sobre la tierra y sobre la descendencia. El punto central del texto es la alianza de Dios con el

patriarca. Una alianza en la que Yahvé tiene toda la iniciativa y gratuidad. Abrán pone la fe y la confianza

en Dios y en su palabra.

Al llamar a Abrán, Yahvé le había hecho una promesa (Gén 12, 1-2). Después quiso ratificarla con un

rito solemne: Abrán recibe una comunicación divina directa. Pero el patriarca expresa su tristeza: ¿para

qué quiere recompensas si no tiene descendencia? (15, 1-3). Y Yahvé le promete un hijo (v 4).

Para confirmarle en su promesa, Dios le sacó al campo para que contemplara y contara las estrellas, si

podía. Así será tu descendencia (v 5). Abrán creyó al Señor (v 6).

Sobre la promesa de la tierra, Abrán pide una señal (vv 7-8) y Yahvé se la da (vv 9-10). El texto nos

describe una escena pintoresca del rito del pacto, que viene de tradiciones antiquísimas: las víctimas se

partían en dos y se colocaban a los lados y los que hacían el pacto pasaban entre las dos partes. La

narración nos habla únicamente del paso de una antorcha ardiendo (v 17), símbolo de Yahvé, para

señalar la unilateralidad del pacto, la iniciativa y la gratuidad del Señor, de quien venía toda la bendición

de la doble promesa: tierra –garantía y signo de la celestial- y descendencia. Es una promesa, no un

contrato como en el Sinaí. Con Moisés la alianza pide una respuesta: el pueblo se compromete a cumplir

la ley, sintetizada en el Decálogo.

La fe consigue lo que era imposible para cualquier obra humana. Dios responde al que escucha y está

abierto a los signos. Tenemos que estar atentos. Las promesas de Dios son incontables, como las estrellas.

Dios no se conformará con darle a Abrahán tierras e hijos: quiere darse él mismo.

Los buitres bajaban a los cadáveres... (v 11), signo de los sufrimientos que tendrán que pasar los

hebreos como esclavos en Egipto...

Finalmente, describe los límites de la tierra prometida (v 18).

El mejor comentario a esta lectura del Génesis lo hace san Pablo en la carta a los Romanos (4, 18-25, que

leemos el domingo 10º del tiempo ordinario, ciclo A)

“SOMOS CIUDADANOS DEL CIELO”

“Hermanos: Seguid mi ejemplo y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en mí.

Porque como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la

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perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas.

Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.

Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo.

Así pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.”

(Fil 3, 17-4, 1) Pablo continúa orientando la fe de los filipenses, ante los peligros que amenazaban sus vidas de

cristianos. Se conmueve y apasiona cada vez que habla de Jesús, o cada vez que alguien reduce o

tergiversa su mensaje. Aquí descubre a los que limitan la fe a ceremonias y ritos.

La segunda lectura es una exhortación a vivir en plenitud, como seguidores de Jesús. A él mismo, y a sus

íntimos colaboradores, se pone como ejemplo a seguir (v 17), ya que tratan de imitar a Cristo con

fidelidad y coherencia.

Luego, con lágrimas en los ojos, señala a muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo (v

18). ¿A quiénes se refiere? Si tenemos en cuenta el contexto, parece que Pablo está pensando en los

judaizantes: los judíos convertidos al cristianismo, que pretendían que los cristianos observaran todas las

prescripciones de la ley, y que reducían la religión a meras prácticas y ceremonias, olvidando lo central de

la fe: la esperanza de un futuro mejor para la humanidad, posible por la cruz y la resurrección de Jesús.

Pero es posible que no se refiera sólo a los judaizantes, sino también a los cristianos indignos, que vivían

al margen de las exigencias evangélicas. De éstos había incluso cercanos a él.

Es de la cruz y de la resurrección de Jesús de donde nos viene a nosotros la fuerza para transformarnos y

transformar la sociedad. Por eso, Pablo nos insta a no seguirles. Los cristianos, aunque somos

ciudadanos del cielo (v 20), tenemos que vivir con los pies hundidos en el fango de la tierra. Nuestra

condición nos exige una justa valoración y uso adecuado de los bienes temporales.

Su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas

terrenas (v 19). Serían las mil prescripciones judías sobre los alimentos puros e impuros, y la

circuncisión. Lo primero era como un verdadero culto, observado escrupulosamente; la segunda era

tenida como máxima gloria entre los judíos. Además, consideran las cosas de este mundo como valores

absolutos.

En contraste con esta clase de personas, que tienen el corazón exclusivamente en las cosas terrenas, están

los auténticos cristianos, que miran al cielo como a su propia patria, de donde esperan la venida de Cristo,

que transformará nuestros cuerpos mortales en cuerpos gloriosos (vv 20-21). Ciudadanía a la que es

preciso corresponder con una conducta adecuada.

Pablo nos muestra los nuevos horizontes, que van más allá de la vida, de las fuerzas y de los instintos

humanos. Valores que se alcanzan con la gracia de Cristo, capaz de transformar toda una vida, del mismo

modo que transformará nuestra condición humilde (v 21), nuestro cuerpo mortal.

El que es consciente de pertenecer a esa patria celestial, piensa, busca y gusta las cosas del cielo, y

domina las inclinaciones que pretenden hacer de esta vida la definitiva.

Emociona la forma que tiene Pablo de tratar a los filipenses: son su corona, su alegría, sus queridos y

añorados (v 1). Palabras que nos muestran su gran corazón.

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DOMINGO TERCERO DE CUARESMA

LA NECESARIA Y CONSTANTE CONVERSIÓN

LA INCERTIDUMBRE DE LA MUERTE

“Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó:

-¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.

Y les dijo esta parábola: -Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no

lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo

encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: -‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver

si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás.’ ” (Lc 13, 1-9)

En nuestra sociedad, mucho más que en el mundo en que vivió Jesús, muchas personas mueren cada día

a causa de guerras o de los intereses políticos, económicos y racistas más diversos, o por causa de

accidentes. Son hechos que nos preocupan, por lo menos cuando los vivimos de cerca. La respuesta más

normal al porqué de esas muertes la encontraban los contemporáneos de Jesús en el castigo de Dios a

causa del pecado de esas personas.

Este texto evangélico quiere expresarnos el sentido de los acontecimientos humanos, de la historia de

cada día y de cada uno de nosotros, con dos ejemplos y una parábola. Jesús hace en él una lectura

importante de los hechos de la vida. Dos sucesos recientes le sirven a Jesús para modificar la idea que

tenían los judíos, y que perdura entre nosotros. Jesús nos hace ver que las víctimas de aquellos sucesos no

eran más merecedoras de castigo, ni más pecadoras que los demás, a los que no les había ocurrido nada.

Rechaza toda explicación fácil y cómoda al problema del mal. Para él, la desgracia de una política que

conduce a la violencia, a la represión y a la muerte, lo mismo que la desgracia de una civilización que

puede aplastar a los mismos que la construyen, son signos de las limitaciones del hombre sobre la tierra,

ejemplos para mostrarnos que toda nuestra vida está montada sobre el riesgo de la muerte, ante la que

hemos de vivir preparados.

Las muertes violentas, las desgracias, los accidentes... no son castigos de Dios. Jesús nos enseña que las

cosas suceden de un modo más natural. Las desgracias narradas en el evangelio y las adversidades de

ahora, son signos de la precariedad del ser humano. Los males que suceden, unas veces son provocados

por los mismos hombres, como el asesinato de los galileos... Otras, son fenómenos de la naturaleza, que

ocurren como efectos de sus leyes, violadas con frecuencia criminalmente por nosotros mismos. Las

catástrofes nos están indicando que cada día estamos corriendo riesgos imprevistos, en los que la muerte

nos puede llegar de repente. Jesús no quiere que nos quedemos en lamentaciones; quiere que vivamos

como verdaderas personas humanas, y mejorará el mundo.

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LA CONVERSIÓN, ÚNICA SALIDA VÁLIDA PARA EL HOMBRE

Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. El cristiano está llamado, cada día, a optar

por la conversión. Conversión que, casi siempre, asociamos a la idea de renuncia y despojo.

La palabra de Dios, proclamada hoy, nos anuncia una conversión positiva: convertirse es optar por los

valores fundamentales de la vida; es sentirse responsable y colaborar por crear una nueva humanidad en

la que reine el gozo y el respeto, la justicia y el amor; es hacer de la vida una experiencia de Dios,

buscando y descubriendo su presencia, al estilo de Moisés y de Pablo; es aceptar la existencia como

camino en el que se realiza el esfuerzo por superar las falsas seguridades; es no dejarse dominar por los

ídolos fáciles de la sociedad; es comprometerse en la tarea de ayudar a los que sufren y hacerles la vida

más humana...

Hemos de convertirnos no para huir de la muerte, que siempre estará a la vista de todos y de cada uno,

sino para estar preparados a ella. Una muerte, que nos está señalando a la conversión a una vida más

verdadera como única ‘salida’ humana digna. Pero los signos solamente sirven para aquellos que los

saben captar e interpretar. Y es la muerte el signo más claro, y el que más fácilmente puede llevarnos a la

conversión. Los dos sucesos ocasionaron muertes inesperadas y violentas. Estas personas murieron por

sorpresa; en su lugar podían haber muerto otras. El juicio de Dios vendrá como estas muertes: de

improviso, cuando menos lo esperemos.

Los acontecimientos de la historia no pueden dejarnos indiferentes, puesto que Dios nos ha colocado

como protagonistas de ella. Debemos cambiar todo lo que no sea según la palabra de Dios, todo lo que no

busque la igualdad entre todas las personas. Lo sucedido en ambos casos es un aviso y un llamamiento

para todos a la conversión, a vivir verdaderamente; nos invitan a caminar por el camino de la justicia, que

Cristo anuncia y promueve, o todos acabaremos mal. Porque Dios y la injusticia son incompatibles. Y lo

que es opuesto a Dios –y a lo que él representa- es desastre absoluto y definitivo.

Sólo la persona consciente de su dignidad y libertad será capaz de la conversión que Jesús nos pide;

porque sólo esa persona podrá ir descubriendo que la vida que él nos comunicó es la verdadera, la única

que merece la pena ser vivida; la vida que es posible, que no es un esfuerzo irrealizable e inútil

En definitiva, estos acontecimientos nos vienen a decir: ¿Cómo te gustaría haber empleado el tiempo de

tu vida cuando te llegue la hora de dejarla? La respuesta a esta pregunta, y el ser consecuente con esa

respuesta, es lo más importante para la vida de cada ser humano.

LA HIGUERA ESTÉRIL

El otro signo de la llamada de Dios a la conversión está redactado en forma de parábola. En ella, Lucas

acentúa la misericordia y la paciencia de Dios ante la pereza humana.

La higuera existe y es cuidada para que dé fruto; como nosotros. La higuera de la parábola ha tenido ya

tiempo de crecer y de dar higos, pero no ha producido nada. Por eso, su dueño quiere cortarla. El

viñador –el mismo Jesús- intercede ante el Padre para que le alargue el tiempo. Él mismo cuidará de ella

con labores desconocidas e innecesarias para que dé fruto. Quiere probarlo todo, como quien cava y

abona una tierra difícil. Si este último esfuerzo no tiene éxito, podrá arrancarla. La viña puede simbolizar

al pueblo de Israel; ahora a la Iglesia. La higuera, a los dirigentes y a todos nosotros...

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La enseñanza de esta parábola es también clara: los seres humanos no podemos vivir cruzados de brazos,

sin hacer nada. Jesús nos anima a que colaboremos con la obra de Dios, a dar fruto, a realizarnos

plenamente como personas haciendo el bien como Dios quiere y espera.

Cuando Dios planta un ‘árbol’ que no es de adorno, es natural que espere frutos... La parábola de la

higuera, que lleva tres años sin dar fruto, nos indica la paciencia de Dios, que sigue esperando.

MOISÉS COMIENZA A DESCUBRIR LA LLAMADA DE DIOS

“Pastoreaba Moisés el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián; llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, el monte de Dios.

El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.

Moisés se dijo: -Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se

quema la zarza. Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: -Moisés, Moisés. Respondió él: -Aquí estoy. Dijo Dios: -No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es

terreno sagrado. Y añadió: -Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de

Jacob. Moisés se tapó la cara, temeroso de ver a Dios. El Señor le dijo: -He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los

opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.

Moisés replicó a Dios: -Mira, yo iré a los israelitas y les diré: el Dios de vuestros padres me ha

enviado a vosotros. Si ellos me preguntan cómo se llama ese Dios, ¿qué les respondo?

Dios dijo a Moisés: -‘Soy el que soy’. Esto dirás a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros. Éste

es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación.” (Éx 3, 1-8a. 13-15)

La primera lectura nos trae uno de los pasajes más importantes del antiguo Testamento sobre la historia

de la salvación. Nos presenta una experiencia de Yahvé trascendental para todos los pueblos: Dios se

acerca a nosotros, entra en nuestra historia, toma partido por los oprimidos. Es el Dios del Éxodo, el Dios

liberador de la humanidad.

Narra experiencias tan profundas y decisivas, que lo mejor es contemplarlo y orar... Se prepara la

vocación y misión de Moisés como liberador de Israel. Lo integran tres elementos principales: El relato

de la teofanía: el encuentro de Moisés con Dios. ¿Cómo guiar a los demás en nombre de Dios sin haberlo

experimentado antes personalmente en lo más profundo del propio corazón? Después, la decisión que

Dios ha tomado de liberar al pueblo hebreo, sometido a esclavitud en Egipto: el éxodo marcará el

nacimiento del pueblo de Israel. Y, por último, Dios se revela bajo el nombre de Yahvé.

Sabemos que Moisés fue adoptado por la hija del faraón, y que se formó en la escuela real egipcia de

administración, que le capacitaba para desempeñar un puesto directivo entre los hebreos.

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Sus primeras actuaciones como jefe fueron desastrosas y tuvo que huir del faraón (Éx 2, 11-15).

En el desierto del Sinaí, en el país de Madián, Moisés se casó con Séfora, una de las siete hijas de Jetró,

sacerdote de Madián, donde recibe sin duda una formación religiosa y jurídica conforme a las

tradiciones de los nómadas. Es posible que encontrara también, al lado de su suegro, el nombre del Dios

de sus antepasados y algunos ritos, como la circuncisión (Éx 4, 24-26). Experiencia que debió ser

interesante para él, que de esta forma enriquecía su formación jurídica y administrativa egipcias, con una

vuelta a las fuentes tradicionales, y una preparación más apropiada al estilo nómada, que habría de

compartir con su pueblo, en este mismo desierto.

Moisés conduce los rebaños de su suegro hacia el monte de Dios, Horeb (v 1) o Sinaí, que será el

escenario de la teofanía. Es posible que este lugar tuviera ya entonces carácter sagrado entre los

madianitas. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas (v 2). ‘Ángel’ es

sinónimo del mismo Dios. La zarza no se consumía y Moisés se acercó (vv 3-4). No te acerques... Debe

tomar conciencia de que es terreno sagrado (v 5). Al mismo tiempo le anima: Yo soy el Dios de tus

padres... (v 6).

El Señor le comunica la finalidad de su aparición: la situación del pueblo hebreo en Egipto es

insostenible y quiere liberarlo (vv 7-8). Es el Dios que ve la opresión de mi pueblo en Egipto. El Dios

que oye sus quejas. El Dios que se acerca a librarlos. Un Dios que hace suyas la causa de todos los

pueblos que sufren. Y Moisés es el instrumento elegido para ello. Un instrumento lleno de limitaciones.

No tenía ni espadas, ni dinero, ni palabra fácil (era tartamudo).

Moisés quiere presentar unas credenciales auténticas de Dios a sus compatriotas para que le sigan: ¿Cuál

es tu nombre? (v 13). El deseo de Moisés por conocer el nombre de Dios no es mera curiosidad; era

hambre de Dios, interés por conocer su verdad, su intimidad. Quiere conocer su misterio, lo que hay

dentro de él, la fuente última de sus acciones y sentimientos. Quiere saber qué quiere de él, qué somos

para él. Soy el que soy (v 14). Dios le da a conocer sólo parte de lo que le pide. Conocer el nombre de

una persona equivalía casi a poseerla y dominarla. Había que esperar a Jesús (Jn 1, 18).

El nombre que Moisés debe revelar a los suyos es el de Yahvé; el mismo nombre, un tanto olvidado, de

los patriarcas y de las promesas. Yahvé, citado cerca de 7.000 veces en el antiguo Testamento, será el

nombre propio del Dios del pueblo hebreo. El mismo de Abrahán, Isaac y Jacob, que penetrará todo el

culto de Israel y hará estremecer, con un santo temor, el corazón de los fieles israelitas; temor a perderle,

apartándose de él. Yahvé se manifestará a sus amigos. Serán manifestaciones parciales, pero progresivas,

en espera de Jesús, que nos llevará a la plenitud del conocimiento de Dios como Padre y como Amor.

Dentro de este contexto se sitúa la experiencia religiosa decisiva de la vocación de Moisés. Mientras

conducía los rebaños, Moisés debió penetrar casualmente en uno de los lugares sagrados de los

madianitas, del desierto de Horeb-Sinaí, y, repentinamente, un árbol sagrado es fulminado por un rayo.

Moisés medita sobre estos acontecimientos misteriosos, lo que le lleva a comprender que el Dios de sus

antepasados sigue siendo el Dios de las promesas a Abrahán.

La profundización del contenido de las promesas, le permite abrir los ojos a la desgraciada situación en

que viven los hebreos en Egipto, y le hace comprender que eso no puede continuar sin que el Dios de

Abrahán, de Isaac y de Jacob falte a su palabra. Y Moisés llega a una conclusión: Dios no puede tardar ya

en venir en ayuda de aquellos a los que prometió una tierra y una numerosa descendencia.

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El encuentro de Moisés con Dios es real. Un Dios que está menos en la zarza que en el corazón de

Moisés, que busca un significado a los sucesos que está viendo.

Este encuentro supone el inicio de su vocación. Tendrá que ‘descalzarse’, desinstalarse, estar atento a los

signos divinos. El pastor será profeta; el que conducía rebaños, conducirá a su pueblo. Se inicia la historia

de la liberación de Israel, figura de todas las liberaciones.

Después de su encuentro con Yahvé en el Horeb, Moisés regresará a Egipto para encontrarse con su

pueblo y liberarlo. Dios no puede tolerar más la explotación de su pueblo. Yo soy me envía a vosotros (v

14). Dios siempre necesitará personas dispuestas para que le acompañen en su obrar y lo hagan posible.

Hoy sigue eligiendo mediadores que prediquen la palabra, que oren e intercedan, que curen a las víctimas

del odio y la ceguera... que se empeñen en construir un mundo mejor, más justo y humano para todos.

APRENDER DE LA HISTORIA

“Hermanos: No quiero que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.

Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron nuestros padres.

No protestéis como protestaron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador.

Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en las últimas de las edades. Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.”

(1 Cor 10, 1-6. 10-12)

San Pablo, en la segunda lectura, recuerda a los Corintios los capítulos 13 al 17 del libro del Éxodo, y

hace un comentario de ellos. De la historia de Israel por el desierto, saca unas consecuencias morales para

los cristianos de Corinto, y para que todos los bautizados aprendamos del pasado. Los acontecimientos

del primer éxodo son signo de lo que sucederá siempre.

Las comunidades hebreas del desierto eran consideradas como ideales, modelo de las comunidades

cristianas. A pesar de ello, las falsas seguridades de entonces llevaron al pueblo hebreo a la idolatría.

Pablo, tomando como modelo la experiencia del Éxodo, pone en evidencia cómo muchos israelitas habían

respondido de una manera equivocada a las continuas intervenciones de Dios, dedicándose a la idolatría y

a prácticas licenciosas, provocando a Dios, lamentándose...

Comienza recordándoles las gracias extraordinarias con que Dios favoreció a los israelitas (vv 1-4).

Alude a la nube y al mar (Éx 14, 19-31), al maná (Éx 16, 15), al agua que brotó de la roca (Éx 17, 1-7).

Presenta estos hechos prefigurando otros cristianos: el bautismo y la eucaristía, de los que aquellos habían

sido signos.

La exposición del apóstol se apoya en un principio indiscutible: se da una clara continuidad entre la

situación del pueblo en el desierto y la situación de los corintios. Y, por qué no, de la Iglesia.

El primer hecho que menciona Pablo es el bautismo del pueblo en Moisés, en la ‘nube’ y el ‘mar’;

relacionando el paso del mar Rojo con el bautismo cristiano, que es propio de Pablo. El mar le recuerda el

agua del bautismo; la nube, el Espíritu Santo. La relación del pueblo con Moisés es signo, en cierto modo,

a la que nos une a los cristianos con Cristo.

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Otro hecho que recoge Pablo son el maná y el agua de la roca, que él relaciona con la eucaristía:

alimento y bebida espiritual, prefigurando el pan y el vino eucarístico. Esta interpretación eucarística de

los prodigios del desierto es también propia del apóstol.

Hasta aquí la parte positiva. Ahora, la negativa (vv 5-10). Se refiere a diversos hechos históricos, por los

que la mayoría no habían entrado en la tierra prometida (Núm 14, 1-29): la añoranza de la carne y

pescado de Egipto (Núm 11, 4-6), las danzas del pueblo en torno al becerro de oro (Éx 32, 1-6), la

fornicación con las mujeres de Moab (Núm 25, 1-9), las quejas contra el Señor por tanto maná (Núm 21,

4-6), las murmuraciones contra Moisés y Aarón (Núm 16, 1-31; 17, 6-15).

El Exterminador es una forma de hablar para indicar el castigo divino.

Presentadas las dos caras, la conclusión se impone (vv 11-13): nuestros padres estuvieron todos bajo la

nube, todos atravesaron el mar, todos fueron bautizados en Moisés, todos comieron y todos

bebieron... y todo para nada. Sacados de la esclavitud con mano poderosa, para quedar tendidos en el

desierto la mayoría de ellos.

Lo mismo les puede suceder a los corintios y a los cristianos de todas las épocas y lugares: Bautizarse en

Cristo y alimentarse con la eucaristía no es suficiente si falta la fidelidad.

Los sacramentos no tienen nada de mágico y no garantizan la salvación-liberación, que se realiza en el

encuentro de dos fidelidades: la de Dios, que nunca falla, y la del ser humano. Dios exige la respuesta de

la fe y una conversión permanente que adecue nuestra vida a la suya, nuestra mirada a la suya. El

sacramento no es un punto de llegada, una seguridad; es un punto de partida y una exigencia continua.

Es posible, que en la marcha de la humanidad de hoy, los ‘cadáveres’ de los cristianos tapicen el camino,

lo mismo que los de los hebreos en el desierto: cuando participamos en los sacramentos y no somos

consecuentes con ellos en la vida de cada día.

Pero Pablo no quiere dejar sensación de pesimismo. Por eso nos dice que ‘Dios no permitirá que seamos

tentados por encima de nuestras fuerzas (v 13, que no se lee).

Las infidelidades y el final de los israelitas en el desierto deben ser motivo de reflexión para nosotros,

para que no seamos como ellos. No podemos fiarnos de nuestra condición de cristianos, como si ello

fuera suficiente. Hemos de ser consecuentes con esa fe que decimos profesar.

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DOMINGO CUARTO DE CUARESMA

“UN HOMBRE TENÍA DOS HIJOS...”

LA CONVERSIÓN, TAREA DE CADA DÍA

Para muchos cristianos, la conversión es algo excepcional. Cuando pensamos así, somos víctimas de un

equívoco: pensar que se es cristiano de una forma definitiva. Y no es así: tendemos hacia una meta que

nunca se consigue del todo. Por eso, la conversión es tarea de cada día. Instintivamente tendemos a

desviarnos del camino. Nuestros caminos y nuestros planes están lejos de los caminos y los planes de

Dios (Is 55, 8-9). Convertirse significa caer en la cuenta de que nuestro modo de pensar y de vivir son

muy diferentes a los de Jesús. Lo mismo nuestros sentimientos... Y cambiar de ruta. Cambiar la cabeza, el

corazón, la mirada... todo. Esta es la conversión: una transformación radical, un vuelco total, un cambio

completo. La Cuaresma nos invita a rectificar constantemente nuestros caminos, siempre torcidos.

OCASIÓN DE LA PARÁBOLA

“Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:

-Ése acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola: -Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la fortuna’. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró

a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre

terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo

mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces, se dijo: -Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras

yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuvo: trátame como a uno de tus jornaleros".

Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.

Su hijo le dijo: -Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; va no merezco llamarme

hijo tuyo. Pero el padre dijo a los criados: -Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la

mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado.

Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando

a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: -Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque

lo ha recobrado con salud.

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El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Y él replicó a su padre: -Mira: en tantos años que te sirvo, sin desobedecer nunca una orden

tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.

El padre le dijo: -Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado.”

(Lc 15, 1-3. 11-32)

Como indica el comienzo del evangelio, la razón de la parábola es el escándalo de los fariseos y los

letrados ante los gestos de Jesús con los pecadores.

En medio de la inmensa paz interior en que se desarrolla su vida apostólica, Jesús tiene clavada una

espina: la actitud de los fariseos y los letrados, la élite religiosa de aquella sociedad. Estos hombres,

piadosos y cultos, nunca asimilaron el modo de vivir de Jesús. Siempre se opusieron a la relación que

tenía con los pecadores públicos, con los marginados, y que, además, ni siquiera se lavara las manos antes

de comer. Ellos, los representantes religiosos de Israel, viven orgullosos de su seguridad moral; la religión

es suya, y no soportan que alguien hable de un Dios que sea también de los publicanos y los pecadores,

de las prostitutas. Creían que la casa era de ellos. El Dios que anuncia Jesús era toda una revolución. Sus

planteamientos conmovían los cimientos religiosos de las personas ‘justas’.

Jesús quiere explicarles algo de lo que él sabe de Dios. Y le compara al pastor que pierde una oveja, a la

mujer que pierde una moneda, al padre que tenía dos hijos.

Jesús, con toda intención, dibuja, con su maestría inimitable, una parábola inmortal, la más famosa de los

evangelios; una joya literaria. Se trata de dos hermanos: uno que se cree justo y otro que es pecador y se

sabe y reconoce como tal. Y un padre, todo corazón, que vive para sus hijos.

Nunca acabo de entender el porqué se la conoce por el hijo ‘pródigo’, cuando Jesús la dirigió a los

fariseos y a los letrados, prototipos de hijos ‘mayores’. ¿Será porque es demasiado dura para aplicárnosla

los que nos creemos en regla?

La parábola revela lo que hay en el corazón del ser humano, y lo que hay en el corazón de Dios. Para

inspirarse, Jesús no tenía más que mirar al corazón de aquellos que se le acercaban, tanto de los pecadores

como de los dirigentes religiosos, y mirar a su propio corazón.

Jesús es el médico que cura a los enfermos y no puede curar a los que se creen sanos. ¿Quién lo es? Ha

venido a curar heridas, no a señalarlas; ha venido a romper cadenas, no a imponer cargas; ha venido a

salvar a los perdidos, no a condenarlos. Esta es la realidad que quiere señalarnos con el hijo pequeño. Y

esto molesta a los muy religiosos, a los bien pensantes y practicantes...

El choque era inevitable, por la manera tan distinta de presentar la religión. Y el choque no hará más que

crecer, hasta el rechazo total, hasta la muerte de Jesús, al que asesinarán pensando que hacen un favor a

Dios.

EL HIJO MENOR SE MARCHA

El hijo menor se cansa de todo y emprende una huida. Quizá se sentía aplastado por la mezquindad, por

la estrechez de miras de los que vivían en la casa, con excepción del padre.

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Cuando el ideal cristiano encarna una realidad tan desilusionante, no hemos de extrañarnos de que

muchos sientan verdadera necesidad de marcharse.

Urge una transformación de las estructuras de la Iglesia, para no seguir fabricando alejados:

celebraciones aburridas, alianzas vergonzosas, prohibiciones, postura de superioridad y desprecio de los

de fuera. Incapacidad para entender al que no quiere caminar al paso cansino de los dirigentes. Todo

rígidamente establecido... Falta la atmósfera que podría proporcionar la alegría de vivir, y de la que están

llenas las páginas de los evangelios. Hay que tener valor para mandar al desván todos los trastos inútiles,

que no son pocos; y trabajar por hacer de ella una casa de familia en la que el centro sea el corazón del

Padre.

El ser humano huye de Dios desde el principio. Y como Dios está en lo más íntimo de cada uno, al huir

de Dios, huimos de nosotros mismos. Y huimos también de los demás, que también es huir de sí mismo.

Hay muchas clases de huidas: la búsqueda de riquezas, de poder y de placeres; evitar responsabilidades,

el consumo, la superficialidad, la falta de oración...

La huida no nos lleva a ninguna parte. O nos lleva a la insatisfacción, a la angustia, al vacío, al sin

sentido de la vida. Huimos para ser independientes y venimos a caer en las garras del consumismo.

Los seres humanos, más que hambre de pan, tenemos hambre de amor. Es amor lo que buscamos cuando

‘huimos’; lo que pasa es que no sabemos dónde encontrarlo. Decimos que buscamos la felicidad; pero es

lo mismo, porque la felicidad sólo se encuentra en el amor.

Lo pierde todo: el tener y el ser; el patrimonio y la dignidad. Es muy fácil derrochar lo que no nos ha

costado esfuerzo construir. Cuando llega hasta el fondo del despilfarro, hace el inventario de todo lo que

ha perdido en su camino hacia el alejamiento. Se encuentra en una soledad y un vacío interior totales.

Los placeres, las orgías, el hambre, la soledad... han sido como espinas que han penetrado profundamente

en su carne y le han hecho sentir la nostalgia de la casa paterna. En la dramática comprobación de un

hambre atroz, de una miseria total, es donde comienza la trayectoria del retorno. Experimenta que es un

pobre hombre y tiene el coraje de confesar su propia miseria constitucional.

Ha realizado hasta el fondo la experiencia del mal, de la soledad, del vacío... El que ha tocado el fondo

del abismo de la degradación, puede elevarse hasta la santidad. Del pecador que se convierte puede brotar

el santo: son de la misma especie. El mediocre, el que siempre fue ‘bueno’, carece de esta posibilidad.

El regreso no está exento de egoísmo. Quiere regresar porque se sentía fracasado, porque había perdido

la partida y lo único que deseaba era comer como los criados de su padre.

El punto de partida para el regreso es la pobreza: solamente aceptándonos como pobres nos convertimos

en personas verdaderas, fraternales.

Este hijo es paradigma universal. Es la narración plástica de nuestra historia, un juicio a nuestra vida:

derrochar amor y libertad, vivir perdidos; tener hambre y necesidad de todo lo que nos podría edificar

como personas auténticas... y no hacer el esfuerzo requerido para saciarla.

Las etapas de su arrepentimiento se corresponden con las partes de la confesión sacramental: examen de

conciencia –recapacitando-, propósito de enmienda –me pondré en camino-, confesión de boca –padre,

he pecado...-, contrición de corazón –no merezco llamarme hijo tuyo-, y satisfacción de obra –trátame

como a uno de tus jornaleros.

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Hoy el retorno se hace más difícil, porque no se sufre de hambre, sino de abundancia. El consumo nos

droga y nos quita las ganas de volver.

El hijo pequeño es todo aquél que se siente pecador, limitado, lleno de miserias e ignorancias, que se ha

alejado de Dios y de su verdadero yo, pero que es capaz de llorar y de volver.

El hijo menor ha tenido la gracia del hambre, del dolor, de la necesidad, del vacío... y ha podido retornar.

Los hartos, los llenos y seguros de sí mismos, los fariseos y los letrados de entonces y de ahora, estamos

incapacitados para el regreso, al no tener conciencia de habernos alejado. ¿Cómo desear volver?

Los cristianos hemos perdido este elemento esencial de la conversión y del perdón de los pecados,

reduciendo ambos a un acto individual, externo, frío y sin consecuencias para la vida posterior. Y, por eso

mismo, hemos hecho de la confesión sacramental un rito hueco, rutinario, en el que repetimos una y otra

vez la misma historia. No debe extrañarnos que su práctica haya descendido hasta casi desaparecer.

EL PADRE

Accede a la petición del hijo menor. Sabe que su hijo ya no es un niño, que quiere hacer su vida. Y

comprende, con gran dolor. Acepta el riesgo de la libertad que pide, porque sabe que sin libertad no hay

amor. El padre verdadero ayuda de verdad a los hijos siendo un modelo.

El amor sin condiciones del padre es el centro de esta historia. Jesús -y en él, el Padre del cielo-,

representan esta actitud. Se conmueve ante el hijo que vuelve, y busca la conversión del hijo que se quedó

en la casa. Respeta la decisión alocada del hijo pequeño, no duerme pensando en él, no pide cuentas...

El corazón del padre se ha ido con el hijo. Parece que ha quedado en la casa únicamente para esperar al

hijo, para escrutar el horizonte. El amor verdadero nunca se resigna a la separación, no se encierra en una

espera enojada y rencorosa. El que es padre de verdad nunca deja de amar a sus hijos, aunque se hayan

alejado de él; siempre está dispuesto a recibirlos cuando decidan regresar a casa.

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió. El padre le sale al encuentro y lo abraza.

No le reprocha nada, ni le pregunta los motivos de su vuelta. Sabe simplemente que regresa, conoce sus

sufrimientos y miserias, las dudas que habrá tenido que vencer para volver, y le ofrece su amor y su casa.

La parábola no dice que el padre perdonó al hijo; supera ese concepto. El que ama de verdad a otro no

tiene que perdonar, porque nunca se ha sentido ofendido personalmente. El perdón no es algo que se da o

que se recibe, sino algo que se construye, porque es la vuelta a un amor cada vez más profundo.

Esta postura del padre es fácil de entender: ¡qué más se puede desear que la vuelta de los hijos!

El hijo descubre en el recibimiento del padre la dimensión del verdadero amor. Ya puede vivir como hijo

verdadero, porque ya sabe cómo es su padre. Ha tenido que marchar lejos para descubrirlo.

El padre ha podido ofrecer al hijo que ha vuelto el ternero cebado, el anillo, el mejor traje, las

sandalias... Pero no ha podido ofrecerle la acogida del hermano mayor. No estaba a su alcance.

Podríamos esperar que el padre se indignase con el hijo mayor. Pero no: el padre sabe cómo quitarle el

veneno, incluso a aquel corazón enfermo. Le dirige las palabras más dulces y afectuosas: Hijo, tú estás

siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Y hasta se excusa delante de él: deberías alegrarte...

Así ve Jesús a Dios. No impone sus criterios ni mendiga el amor de sus hijos. Nos creó libres y acepta el

riesgo de esa libertad sin resentimientos. Es un Dios que cree que el amor es más fuerte que todo lo

demás, y que es lo único que puede transformar de verdad el corazón humano. Es un Dios que no tiene

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más ley que el amor, ni más justicia que el perdón; que quiere llenar su casa con la alegría de sus hijos.

Es un Dios que no castiga, sino que espera en silencio el proceso de liberación interior de cada persona.

Es penoso que los cristianos hayamos fabricado otro Dios: el del miedo y el castigo, el de la ley y la

obediencia ciega, el de las largas listas de ‘no hagas’. Un Dios que fabricó una sociedad injusta y clasista

para oprimir a los pueblos y mantenerlos en perpetuo infantilismo.

EL HERMANO MAYOR

El hijo menor se ha dejado reconciliar con facilidad. El caso del hermano mayor es más complicado. ¡Es

un justo! Reza el ‘yo pecador’ al revés.

¿Qué ha hecho el hermano mayor para impedir la marcha del menor? Es posible que lanzara un suspiro

de satisfacción, porque con su marcha se quedaba la casa tranquila. Posiblemente le había llenado la

cabeza de lo que tenía que hacer, sin hablarle nunca de lo que era.

Es el contraste de la postura del padre: figura mezquina, cicatera, orgullosa, distante, repugnante... muy

frecuente entre nosotros. No se mueve porque se considera en su sitio. Vive enjaulado en la ley, en la

observancia externa; no ha cometido faltas graves, pero vive sin amor, sin alegría. Es el hombre del

castigo, de la dureza con los demás. Es terriblemente perfecto. Se siente irreprochable. Es el representante

de los sacerdotes, fariseos y letrados -¿’cristianos’ de toda la vida?-: exigentes, mezquinos, legalistas.

Parece que padece un complejo de inferioridad, ante el pecado y que está convencido de que su hermano

se lo ha pasado en grande, mientras que él ha vivido esclavo del reglamento. No entiende que el corazón

humano no se puede llenar con las cosas, que tiene necesidad de algo más. No sabe que el mal lleva en sí

mismo la pena. Duda que el bien produzca mucha más alegría que el pecado. Ha descubierto, con estupor

y despecho, que el centro de la casa no es el reglamento ni las prácticas, sino el corazón del padre.

Una formación religiosa inspirada en los mandamientos, en las prácticas y en los ritos, no hace hijos, no

hace cristianos auténticos, porque hace imposible enamorarse del Padre.

Es difícil convencerse de que el puesto en la casa no se puede conservar, sino reencontrar cada día; que la

fidelidad no consiste en permanecer, sino en descubrir y aceptar las desconcertantes iniciativas del Padre.

El hijo mayor no se fue nunca de casa, pero estuvo siempre más lejos del padre que su hermano.

En la parábola falta un ‘final feliz’. Se dará solamente cuando el hijo mayor se convierta. Una

conversión más ardua que la del hermano pequeño.

Este hijo mayor, al igual que innumerables cristianos y miembros de otras religiones, se parece -¿nos

parecemos?- a los cuernos de las cabras, que son retorcidos, duros y huecos. Dignos herederos de aquellos

letrados y fariseos, que tan mal nos caen y que posiblemente tengamos dentro de nosotros.

Los peores enemigos de la religión no son los que la combaten abiertamente. Son esos hijos mayores, los

que la empobrecemos, la deformamos, la reducimos a unas prácticas y ritos sin vida, a la vez que

condenamos a todos los que no piensan como nosotros o no siguen nuestros mandatos.

¡Extraña religión esta que conduce a negar el amor y a matar a Jesucristo! ¡Curioso servicio al Padre este

que impulsa a rechazar al hermano!: Ese hijo tuyo.

La parábola termina sin darnos la respuesta del mayor. Queda el interrogante para la Iglesia y para cada

uno de los cristianos. Es un personaje frecuente entre nosotros: nadie le podrá acusar de grandes pecados,

pero vive cerrado a la vida, al amor. Es un justo que no necesita conversión, porque lo hace todo bien.

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LA LIBERTAD AHORA SIEMPRE SERÁ RELATIVA

“El Señor dijo a Josué: -Hoy os he despojado del oprobio de Egipto. Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la pascua al atardecer del día

catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra:

panes ázimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas

ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.”

(Jos 5, 9-12)

El libro de Josué nos habla de la entrada, conquista y posesión de la tierra prometida por los hebreos que

vienen de Egipto. Es el libro del cumplimiento de una de las promesas que había hecho Yahvé a los

patriarcas –Abrahán, Isaac y Jacob- de darles en posesión esa tierra. Con esta llegada y conquista termina

el Éxodo. Se acabaron ya las pesadillas de la esclavitud de Egipto, los peligros y las dificultades de la

peregrinación por el desierto... Por fin libres. Una libertad siempre relativa, porque la plena liberación -la

del pecado- no es de este mundo: siempre tiene que estar siendo conquistada.

El capítulo 5 del libro comienza narrando el pánico de los cananeos, al enterarse del milagro que había

obrado Yahvé al secar el río Jordán para que lo atravesaran los israelitas (v 1). Después, Yahvé-Dios

había mandado a Josué que circuncidara a todos los varones (vv 2-8). Una práctica que se había

descuidado en Egipto y abandonado durante los años de peregrinación por el desierto. Un rito, que ponía

fin al oprobio de Egipto (v 9), signo de liberación que les convertía en servidores de Yahvé y propiedad

suya, y les preparaba para la celebración de la pascua. (v 10). De esta forma, el camino por el desierto

termina como empezó: circuncisión, como condición para comer la pascua (Éx 12,43-44) y paso del mar

Rojo (Éx 14, 21-22). Éste en tierra de esclavitud; aquél, de libertad. El pueblo peregrino se convierte en

sedentario y comienza a comer los frutos de la tierra (vv 11-12).

En un alto en el camino, se reúnen en Guilgar, uno de los lugares sagrados más importantes de Israel,

entre Jericó y el río Jordán, hasta el reinado de David, y celebraron la pascua al atardecer... La fiesta

recuerda la opresión y celebra la liberación. Cierra los cuarenta años de caminar por el desierto.

En este lugar, Josué mandó erigir doce piedras en recuerdo del paso del Jordán (Jos 4, 1-9).

Es el momento culminante de la liberación: Hoy os he despojado del oprobio de Egipto.

La lectura no nos describe el ritual pascual practicado por Josué.

La vida en el desierto da paso a una vida en la que la tierra bendecida ofrece por sí misma a los israelitas

lo que Yahvé les había dado hasta entonces. La pascua, que concluye un período de peregrinación y de

esperanza, inicia otro de posesión y de confianza.

El pueblo tendrá que cultivar estos alimentos de la tierra. Con este cambio, el pueblo dará el salto de la

edad ‘infantil’, en la que dependía totalmente de Dios, a la edad adulta, en la que realizará su propio

trabajo y ejercerá su libertad en comunión con Yahvé, colaborando con el Señor en el propio destino y en

la propia fe.

La entrada y posesión de la tierra simboliza la entrada en la patria eterna.

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LA “RECONCILIACIÓN” CON DIOS ES OBRA “DE CRISTO”

“Hermanos: El que es de Cristo es una creatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.”

(2 Cor 5, 17-21)

Pablo reivindica para Dios la iniciativa de la conversión. Dedica unos capítulos de esta carta (2 Cor 1,

12-7, 16) a profundizar en el ministerio apostólico... Dentro de ese contexto está la lectura de hoy.

Y, como es natural en un enamorado, habla de Cristo. Hoy de la vida nueva en él.

El amor de Cristo, en su doble vertiente, es la razón de su ministerio apostólico: el amor que Cristo le

tiene y el que Pablo, en justa correspondencia, tiene al Señor. Amor que no tiene nada de

sentimentalismo, porque es fruto de una opción muy meditada: de la comprensión del amor de Cristo, que

muere por todos en la cruz. Desde que hizo ese descubrimiento, su vida no ha tenido más que un objetivo:

dedicarse plenamente a comunicarlo a los demás. De esta forma se ha convertido en creatura nueva, que

unifica y equilibra toda una vida.

La forma concreta, adoptada por Pablo, para corresponder al amor de Cristo, ha sido la de consagrarse al

servicio de reconciliar, idea muy del gusto del apóstol.

Pablo presenta la doctrina de la redención en términos de relaciones interpersonales entre Dios y el

hombre. Lo hace de forma distinta a la oración judía, que pedía a Dios que se reconciliara con ellos, que

modificara sus sentimientos (2 Mac 1, 5; 7, 33; 8, 29). En Pablo, Dios no cambia sus sentimientos

respecto al mundo, sino que modifica el estado del mundo respecto a él. Es decir, Dios no cambia de

parecer: no se reconcilia con el mundo, sino que, por medio de Cristo, ayuda al mundo a que cambie y

quiera volver a él. De igual modo, el ministerio de Pablo no consiste únicamente en reconciliarnos con

Dios, sino, y sobre todo, en proclamar que la reconciliación ya se ha realizado, fruto de la muerte-

resurrección de Cristo, consecuencia de su fidelidad a la voluntad del Padre.

Esta reconciliación lograda por Cristo, son los apóstoles los encargados de darla a conocer el mundo:

nosotros actuamos como enviados de Cristo (v 20).

Esta reconciliación primera, realizada en la cruz, debe llevar a la reconciliación de toda la humanidad. A

ella nos incorporamos los cristianos por el bautismo, siguiendo lo más de cerca posible la vida de Jesús.

La consecuencia es la nueva criatura (v 17). El resto de la lectura (vv 18-21), son como la conclusión de

todo lo que ha venido diciendo.

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DOMINGO QUINTO DE CUARESMA

“TAMPOCO YO TE CONDENO... NO PEQUES MÁS”

ACUSACIÓN

“Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.

Los letrados y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dicen:

-Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: -El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno empezando por los más viejos,

hasta el último. Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie. Jesús se incorporó y le preguntó: -Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: -Ninguno, Señor. Jesús dijo: -Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.”

(Jn 8, 1-11)

El evangelio de hoy originariamente no perteneció al evangelio de Juan. La escena encaja perfectamente

con el estilo de Lucas, el evangelista que más resalta la misericordia de Jesús para con los pecadores. En

pocas líneas nos da una enseñanza extraordinaria, partiendo de un caso concreto. Es un mensaje de

perdón y comprensión, de defensa de los más débiles. El perdón que es, sobre todo, un don de Dios y que

debe darse siempre a todos. Jesús ama y busca el bien de todas las personas y está en contra de los

violentos y de los que están siempre dispuestos a condenar a los demás; en contra de tantos ‘jueces’ del

prójimo incapaces de reconocer el más mínimo pecado en ellos mismos. El que es consciente de la

necesidad que tiene de perdón y misericordia está capacitado para saber perdonar.

Muy de mañana, Jesús había vuelto al templo para aprovechar la afluencia de peregrinos y enseñar. Su

auditorio es muy numeroso: todo el pueblo acudía a él. El mensaje de libertad interior y de amor que

proclama atrae a las masas. Esto exaspera a los dirigentes religiosos judíos, que traman un plan

maquiavélico. A los pies de Jesús, que está enseñando en el templo, arrojan a una mujer, a la que han

cazado en flagrante adulterio. Es un grupo que aprovecha todas las ocasiones para expresarle su

animosidad. Por ser mujer, merecía poco aprecio en aquella sociedad -¿dónde estaba el compañero de

pecado?-; por el pecado cometido, se había ganado toda clase de desprecios: era, junto con el homicidio y

la apostasía, uno de los tres más graves. La actitud de acusar y condenar es fruto de considerarse

superiores y mejores que los demás, limpios de toda culpa ante Dios y ante los hombres.

Más que condenar a la mujer, tratan de poner a prueba a Jesús. Su celo por la ley es una farsa. Según la

ley de Moisés, tanto la mujer como Jesús, si no la condena, merecen la muerte. Ella por adúltera (Dt 22,

22); él por blasfemo. La trampa estaba bien tendida, se notaba que los estudios que hacían en las escuelas

rabínicas servían para algo.

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RESPUESTA DE JESÚS

Jesús ve en ella a una persona débil, humillada, y la mira con amor. En Jesús se refleja la misericordia

del Padre del cielo. La mujer nos representa a todos.

Dios ama. Una realidad que ilumina nuestra noche, que sostiene nuestra esperanza. Ama a la persona que

está en la miseria; nunca la miseria que hay en toda persona.

Se inclina y escribe. La escritura de Jesús parece una forma de reflexionar y de hacer pensar a los que le

rodean, enardecidos ante una posible ejecución de la mujer, y de poner nerviosos a los acusadores.

El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. Jesús pretende con sus palabras ir en contra de

los que se erigen en protectores de la ley, sin preocuparse por ser los primeros en responder a sus

exigencias; ir en contra de una sociedad que practica una doble moral, con el agravante de condenar

únicamente los pecados y los delitos de los débiles y oprimidos. Los delitos de los ‘grandes’ son de

‘guante blanco’, o realizados en nombre del ‘honor’; y no es raro que se premien con condecoraciones.

Los de los ‘pequeños’, siempre de menor cuantía, llenan las cárceles... y, en ocasiones, los cementerios.

Jesús les pone –nos pone- ante su propia conciencia. ¿Quién no los tiene? Si empezamos a tirar piedras

unos contra otros, es posible que no haya piedras suficientes.

Jesús se ha mostrado fiel a su mensaje de misericordia y fiel a la ley, que también viene del Padre. No

niega el pecado. Es mucho más exigente con los acusadores que con la mujer. Le duele el pecado de todos

los que están siempre dispuestos a apedrear a los demás.

De esta actitud de Jesús, podemos deducir algunas consecuencias: el respeto a los demás; la compasión;

el amor que perdona y comprende y que ayuda a que nos valoremos a nosotros mismos; la verdad, porque

¿cómo tirar piedras contra otros si todos somos pecadores?; la inteligencia y la valentía: Jesús ha sabido

eludir la trampa y defender a la mujer de los acusadores, además de enfrentarse con ellos.

.

DESENLACE

El desenlace es inesperado: se van todos, empezando por los más viejos. Se dan cuenta de que también

ellos pueden ser acusados de algo.

Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más. Jesús no aprueba ni disimula el pecado.

Distingue entre pecado y pecador. La invita a la esperanza, a salir de su ‘destierro’. El ser humano tiene

que ser defendido siempre. Sólo podemos atacar el mal que hacemos.

Cuando la mujer se siente amada, empieza a sentirse una persona nueva; el amor dignifica, hace mirar

hacia adelante. Jesús no le ha preguntado por lo que hizo; ya se lo han dicho. El pecado no es bueno, hace

daño, rebaja y encadena a la persona. El pecado nos destruye e impide que seamos nosotros mismos.

Tenemos que seguir diciendo ‘no’ al pecado, y denunciar las situaciones y estructuras de pecado, que

provocan el sufrimiento y la muerte de tantas personas.

Habían tratado de poner a Jesús, el maestro de la misericordia, una trampa. En este caso, tenía que ir o en

contra de la ley o en contra de su corazón. En ambos casos estaba perdido. Y habló con amor y sabiduría.

Así debe ser también nuestro amor: inteligente y valiente. Los problemas con los que nos enfrentamos

son, casi siempre, complejos y difíciles. No bastará la buena voluntad sin una preparación adecuada.

Tenemos que saber llegar a las raíces de los problemas. Decía Aristóteles: ‘No está de más aprender a

razonar’.

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Si nos sentimos perdonados, ¿cómo podremos atrevernos a condenar? El que se siente amado, ama. El

que se siente perdonado, perdona. El que ama y perdona, capacita al otro para amar y perdonar. No

podemos condenar nunca a nadie. Y perdonar y olvidar siempre.

DESDE LA FE, EL FUTURO ES SIEMPRE ESPERANZADOR

“Así dice el Señor, que abrió el camino en el mar y senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, tropa con sus valientes: caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue. No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?

Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo; me glorificarán las bestias del campo, chacales y avestruces, porque ofreceré agua en el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo, de mi escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza.” (Is 43, 16-21)

Cuando nos encontramos en situaciones adversas, sin fáciles horizontes, solemos mirar al pasado con

nostalgia. Es un mal signo. Tenemos que valorar todo lo bueno de cada momento y, sobre todo, tenemos

que mirar al futuro con esperanza. Nuestro Dios es la esperanza del futuro, capaz siempre de superación y

trascendencia. El recuerdo del pasado es válido siempre que prepare y abra al futuro. Para ello hacen falta

profetas de esperanza.

La primera lectura es un breve poema, del Segundo Isaías, que trata de dar ánimos al pueblo judío

desterrado en Babilonia –símbolo de la situación humana en este mundo-, abriéndole a un futuro

esperanzador.

Lejos de su patria, el pueblo de Israel ha prescindido, como tantas veces, de Dios. Pero Yahvé no los ha

olvidado y los va a repatriar. El rey gentil Ciro de Persia va a ser el instrumento libertador.

El profeta, que cree en el Dios único y, por lo mismo, en la unidad de la historia que él dirige, les invita a

mirar al futuro refiriéndolo al pasado: mirad que realizo algo nuevo. Todo acontecimiento, tanto del

pasado como del futuro, revela las huellas de un único Dios, de una sola y misma voluntad de salvación.

Si el profeta no presentara este regreso del destierro como un nuevo éxodo, podría tomarse como algo sin

importancia. Para hacerlo comprender en toda su trascendencia lo relaciona con el suceso cumbre de la

historia de Israel, en el que estaba concentrada toda su significación como pueblo, además de su mismo

nacimiento como tal: el que abrió el camino en el mar lo abrirá por el desierto.

Habrá un nuevo éxodo, mucho más maravilloso y con mayores prodigios aún que el primero, con el que

los hijos de Israel podrán volver a su tierra. El primer éxodo quedará eclipsado por este nuevo. La misma

naturaleza se va a maravillar de lo que ocurrirá: ríos en el yermo, un camino por el desierto; hasta los

animales se maravillarán de ello: me glorificarán las bestias del campo, chacales y avestruces.

Así se anima a los desterrados a mirar hacia el futuro, un futuro grandioso que les aliente.

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La esperanza forma parte de la vida; crea la vida. Dios nos ayudó y nos ayuda ahora porque nos ayudará

en el futuro. Dios es aquel que siempre hace ‘algo nuevo’. El recuerdo del pasado es una clave

interpretativa del presente y un estímulo para afrontar con confianza el futuro.

La ilusión más peligrosa es la de quedarse a esperar a que alguien nos revele, desde lo alto, el camino

recto, seguro, bien señalizado, que ofrezca todas las garantías. No acabamos de asumir que el camino se

descubre caminando. El camino de nuestra vida lo tenemos que ir descubriendo cada uno. Nunca

sentados, o en los libros, o a través de planes y de interminables discusiones. Se va descubriendo

únicamente después de que nos hemos decidido, con coraje, a salir al ‘aire libre’... y ‘explorar’.

Es verdad que se corren riesgos. Pero el mayor riesgo es vivir aburguesados en la seguridad.

La vida de fe es una incómoda y fascinante aventura. La fe nos ofrece una pista fundamental: que Dios,

en medio del desierto de nuestra vida, no nos pierde de vista. Pero sólo eso, No viene a darnos seguridad.

Nos abre el camino de la salvación-liberación –sentido de la vida-, en medio de nuestro desierto.

Aquellas liberaciones son anticipo y garantía de la salvación de la humanidad por obra del amor de Dios.

Para el cristiano, la intervención de Jesús en la historia desempeña este papel de acontecimiento

primordial. La Iglesia debe leer constantemente su propia historia en relación con el Señor. Su muerte y

resurrección dan sentido pleno y para siempre a las nuestras, como vemos en la segunda lectura.

LA FE EN JESUCRISTO TRANSFORMA POR COMPLETO LA VIDA

“Hermanos: Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía –la de la ley-, sino con la que viene de la fe de Cristo , la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe.

Para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos. No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo. Y aunque poseo el premio, porque Cristo Jesús me lo ha entregado, hermanos, yo a mí mismo me considero como si aún no hubiera conseguido el premio.

Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús.”

(Fil 3, 8-14)

La carta a los Filipenses es la historia de Pablo. Nos habla de su camino personal, consecuencia de su

encuentro con Cristo, que transformó por completo su vida. Un Pablo que no hace más que mirar hacia

adelante, porque es más lo que espera conseguir que lo que ya tiene. La imagen del atleta, que corre hacia

la meta sin mirar atrás, es muy apropiada a la vida del creyente. La meta es la plena comunión con la

muerte y la resurrección de Jesucristo.

El apóstol dedica el capítulo tercero de esta carta a defender a los filipenses de los judaizantes. Un

peligro que estaba extendido por todas las comunidades cristianas y que era muy destructor.

Previendo la objeción que podían hacerle de que, si despreciaba el judaísmo, era porque no lo conocía,

empieza enumerando sus títulos de judío de pura raza (vv 2-6, que no se leen). Todo lo estima como

basura ante el conocimiento de Cristo (vv 7-11). Se trata de un conocimiento interior que implica toda la

vida.

Hace de nuevo una apología de su ministerio apostólico y de su vocación, y, aparte de recordar temas ya

tratados, presenta el ideal de la vida cristiana con tres ideas nuevas particularmente importantes:

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La primera es la comunión con los sufrimientos de Cristo, que Pablo ha llegado a comprender en la

coherencia de su vida con la de Jesús. Sufrimientos que se unen a los de Jesucristo porque son provocados

por su predicación del evangelio y por su vida cercana a la del Maestro.

En segundo lugar nos dice Pablo que, gracias a ese conocimiento de Cristo Jesús, todas las ventajas

conseguidas en el judaísmo carecen de valor para él: todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo (v

8). A este ideal ha sacrificado todos sus títulos judíos. Nosotros tenemos que valorar en su justa medida

las realidades que nos circundan para eliminar todo lo que dificulte nuestro progreso como cristianos.

El conocimiento al que Pablo se refiere no es sólo intelectual; es una relación personal: existir en él (v

9); una comunión con sus padecimientos (v 10), para llegar un día a la resurrección de entre los

muertos (v 11).

Finalmente, frente a los cristianos ‘perfectos’, Pablo se presenta como un creyente en camino y en

búsqueda: no es que haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo... como si

aún no hubiera conseguido el premio (vv 12-13). A pesar de su entrega plena a Cristo, nunca se creyó

en posesión de una plenitud.

Un conocimiento que ya es ahora participación en la vida del Resucitado: para ganar el premio, al que

Dios desde arriba llama en Cristo Jesús (v 14). Esto es lo único que tiene verdadera importancia ahora.

Esta lectura nos manifiesta cuán grande es el corazón de Pablo, su generosidad, su fe, su esperanza y su

amor a Cristo. Lo que cuenta es Cristo, configurarse con él, en su pasión, muerte y resurrección.

La vida cristiana es conocer a Jesús, ganar a Jesús, existir en Jesús, comulgar con su muerte y

resurrección. Un camino que no se termina nunca.

A las preguntas: ¿cuál es el objetivo de nuestra vida?, ¿qué es lo verdaderamente importante, aquello a lo

que vale la pena dedicarse enteramente?, Pablo nos ha respondido claramente desde su propia

experiencia: Cristo. ¡Ojalá podamos nosotros decir lo mismo!

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DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

MESÍAS DE LA PAZ

NUESTRA SEMANA ‘CUMBRE’

El Domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa. Todo lo que va a ocurrir en las celebraciones

litúrgicas de estos días está lleno de esperanza, porque la muerte va a ser vencida.

Celebrar esta semana ‘grande’ cristiana es mucho más que recordar lo que le sucedió a Jesús –su pasión,

muerte y resurrección-; es más que reunirnos para actos especiales de culto y de agradecimiento al

Salvador; y, por supuesto, muchísimo más que participar en las procesiones como actores o espectadores.

Esta semana pone al descubierto la hondura del misterio humano, con sus sentimientos, sus pasiones, sus

luchas, sus contradicciones, su inevitable desenlace. Porque Cristo vivió todo el drama de la vida humana.

Meditando en Jesús, meditamos en nuestra propia vida, para descubrir, a su luz, su verdadero sentido.

Son inútiles los ritos religiosos... si no tratamos de revivir hoy a ese Cristo que cambia los esquemas

humanos y nos señala una nueva forma de existencia. Porque no hay mayor dolor que no poder amar a los

que se ama, al ser rechazados por ellos. ¿Fue esa la mayor pasión de Jesús? ¿En qué medida revivimos

hoy a los personajes de la primera pasión?

Jesús entra en Jerusalén bajo el signo de un malentendido que dura hasta hoy. Su mensaje está más allá

de nuestros cálculos humanos. Es un proyecto absolutamente ‘nuevo’ de convivencia para la humanidad.

Las dos lecturas que preceden al relato de la Pasión nos hablan de humillación, abajamiento, despojo.

ACLAMAMOS A OTRO MESÍAS

“Jesús iba hacia Jerusalén, marchando a la cabeza. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó

a dos de sus discípulos, diciéndoles: -Id a la aldea de enfrente: al entrar encontraréis un borrico atado, que nadie ha

montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y, si alguien os pregunta: ‘¿Por qué lo desatáis?’, contestadle: ‘El Señor lo necesita’.

Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron:

-¿Por qué desatáis al borrico? Ellos contestaron: -El Señor lo necesita. Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos, y le ayudaron a montar. Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los

discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los milagros que habían visto, diciendo:

-¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto.

Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: -Maestro, reprende a tus discípulos. Él replicó: -Os digo, que si éstos callan, gritarán las piedras.”

(Lc 19, 28-40)

La comenzamos con la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, última etapa de su subida a la ciudad

santa, unos días antes de su asesinato.

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Lucas nos describe la preparación (vv 28-35), la entrada mesiánica (vv 36-38) y un final que presagia un

futuro oscuro para Jesús (vv 39-40): sus enemigos no están de acuerdo con el entusiasmo y las palabras

de la turba. Este ambiente tenso prepara los acontecimientos próximos de su pasión y muerte.

El relato de Zacarías (9, 9), le sirve de base y de interpretación: vendrá un rey como Mesías, con signo de

pobreza y de paz, en contraste con el fasto tradicional de los reyes terrenos y poderosos

Los discípulos encontraron el asno. Todo sucede tal como Jesús les había indicado. Les dejaron llevarlo.

Colocaron sus mantos sobre el animal, en señal de honor, y Jesús se montó en él. Así montado,

acompañado del entusiasmo popular y rodeado de sus discípulos, se encamina hacia Jerusalén.

La gente tiende sus vestiduras en el camino delante de Jesús, como una especie de acto de vasallaje. Se

formó un cortejo delante y detrás de él, que le aclamaba con alborozo.

Todo rebosa soberanía, todo es significativo. Aunque Jesús viene montado en una humilde cabalgadura,

es el Señor. Lo proclaman con sus gritos y aclamaciones todos sus acompañantes. Pero se tiene la

impresión de que las invocaciones se dirigen a otro mesías, no a aquel que cabalga en el borrico. Y es que

pueden existir oraciones bellísimas, ceremonias y fiestas espléndidas... pero equivocadas al estar dirigidas

a ‘otro’. Es posible que Jesús se haya sentido pocas veces tan solo como en medio de aquel griterio.

Jesús calla ante las aclamaciones que le dirigen. La plasticidad de la escena se encarga de corregir sus

-nuestras- falsas ideas.

El reino de Dios es la antítesis de un reino humano. Es un reino que está por llegar, pero que también ya

ha llegado y está en medio de nosotros, en la medida de nuestro amor.

Ha sido la Iglesia primitiva la que, reflexionando sobre este hecho a la luz de la Pascua, ha descubierto

todas las características de una manifestación mesiánica al estilo de Dios; lo ha analizado y comprendido

cuando ya había pasado. El modo elegido por Jesús para su entrada era el más adaptado para declarar su

mesianidad a los que estaban abiertos a comprenderla y, al mismo tiempo, para esconderla a los demás.

Jesús se manifiesta únicamente a los que tienen ‘ojos’ para ver y ‘oídos’ para escuchar y entender.

APARECEN LOS FARISEOS

Entre la multitud y los discípulos que lo aclaman se encuentran algunos fariseos. Le llaman maestro y le

insinúan que mande guardar silencio a sus discípulos. Muchas veces se lo había mandado él, pero el

tiempo de callar ya ha pasado. A pesar del equívoco de sus seguidores sobre su verdadero mesianismo,

Jesús les deja gritar porque ya ha llegado su hora: va a morir; y su muerte quitará toda ambigüedad a su

realeza, a los que se dejen guiar por el Espíritu (Jn 14, 26). Los dirigentes religiosos de Jerusalén

reaccionan de forma negativa. Eran los que más tenían que perder... porque el mesianismo de Jesús

amenazaba seriamente toda su estructura religiosa. Jesús era y es un peligro para los que viven –vivimos-

aferrados a los bienes económicos, a los privilegios y honores humanos y religiosos; bienes, privilegios y

honores que Jesús pone en crisis.

La respuesta de Jesús les debió desconcertar: si éstos callan, gritarán las piedras. Acaso esta expresión

fuera un proverbio. Las piedras están más dispuestas a acoger al Mesías de Dios que los jefes religiosos

del pueblo, cuya incredulidad es tan tenaz que parece persistir aún. ¡Qué constancia en cerrarse al Dios de

Jesús en los que se consideran sus máximos representantes! Qué enseñanza para nosotros: los incrédulos

y adversarios de Jesús, de corazón más duro que la piedra, formaban parte de la élite espiritual que todos

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consideraban la más dispuesta a recibir al Enviado de Dios. ¿Se repite la historia? No olvidemos que la

Escritura tiene todo de profecía... ¿Se deberá a esa reputación de ‘disponibilidad’ el que, en el momento

decisivo, estén –estemos- ‘indisponibles’?

Los discípulos pueden simbolizar a la Iglesia: aceptan al Mesías, pero equivocado. Los fariseos, a Israel,

a la ley antigua y su ortodoxia.

LA PASIÓN EN LUCAS

Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo: -He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de

padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios.

Y tomando una copa, dio gracias y dijo: -Tomad esto, repartidlo entre vosotros: porque os digo que no beberé desde

ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios. Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: -Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros: haced esto en memoria

mía. Después de cenar, hizo lo mismo con la copa diciendo:

-Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros

Pero mirad: la mano del que me entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del hombre se va según lo establecido: pero ¡ay de ése que lo entrega!

Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso.

Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo:

-Los reyes de los gentiles los dominan y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve.

Porque, ¿quién es más, el que está en la mesa o el que sirve?, ¿verdad que el que está en la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.

Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de Israel.

Y añadió: -Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como

trigo. Pero yo he pedido por ti para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos.

El le contestó: -Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte. Jesús le replicó: -Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas

negado conocerme. Y dijo a todos: -Cuando os envié sin bolsa ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo? Contestaron: -Nada. El añadió: -Pero ahora, el que tenga bolsa que la coja, y lo mismo la alforja: y el que

no tiene espada que venda su manto y compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse en mí lo que está escrito: ‘fue contado con los malhechores’. Lo que se refiere a mí toca a su fin.

Ellos dijeron: -Señor, aquí hay dos espadas.

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El les contestó: - B a s t a . Y salió Jesús como de costumbre al monte de los Olivos, y lo siguieron los

discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: -Orad, para no caer en la tentación. El se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra, y arrodillado, oraba

diciendo: -Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi

voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba. En medio de su angustia

oraba con más insistencia. Y le bajaba el sudor a goterones, como de sangre, hasta el suelo. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos; los encontró dormidos por la pena, y les dijo:

-¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación. Todavía estaba hablando, cuando aparece gente: y los guiaba el llamado

Judas, uno de los doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo: -Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? Al darse cuenta los

que estaban con él de lo que iba a pasar, dijeron: -Señor, ¿herimos con la espada? Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja

derecha. Jesús intervino diciendo: -Dejadlo, basta. Y tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes, y a los

oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él: -¿Habéis salido con espadas y palos a caza de un bandido? A diario

estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis mano. Pero ésta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas.

Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor y Pedro se sentó entre ellos.

Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y le dijo: -También éste estaba con él. Pero él lo negó diciendo: -No lo conozco, mujer. Poco después lo vio otro y le dijo: -Tú también eres uno de ellos. Pedro replicó: -Hombre, no lo soy. Pasada cosa de una hora, otro insistía: -Sin duda, también éste estaba con él, porque es galileo. Pedro contestó: -Hombre, no sé de qué hablas. Y estaba todavía hablando cuando cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó

una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: ‘Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces’. Y, saliendo afuera, lloró amargamente.

Y los hombres que sujetaban a Jesús se burlaban de él dándole golpes. Y, tapándole la cara, le preguntaban: -Haz de profeta: ¿quién te ha pegado? Y proferían contra él otros muchos insultos. Cuando se hizo de día, se reunió el senado del pueblo, o sea sumos

sacerdotes y letrados, y, haciéndole comparecer ante su sanedrín, le dijeron: -Si tú eres el Mesías, dínoslo. El les contestó: -Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto, no me vais a responder.

Desde ahora el Hijo del hombre estará sentado a la derecha de Dios todopoderoso. Dijeron todos: -Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios? El les contestó:

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-Vosotros lo decís, yo lo soy. Ellos dijeron: -¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos

oído de su boca. El senado del pueblo, o sea sumos sacerdotes y letrados, se levantaron y

llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo, diciendo: -Hemos comprobado que éste anda amotinando a nuestra nación, y

oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey.

Pilato preguntó a Jesús: -¿Eres tú el rey de los judíos? El le contestó: -Tú lo dices . Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: -No encuentro ninguna culpa en este hombre. Ellos insistían con más fuerza, diciendo: -Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí. Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción

de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días.

Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verlo hacer algún milagro.

Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra. Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco. Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y,

poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.

Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo:

-Me habéis traído a este hombre alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo le he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré.

Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa, diciendo: -¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás. (A éste lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y

un homicidio.) Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero

ellos seguían gritando: -¡Crucifícalo, crucifícalo! El les dijo por tercera vez: -Pues ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él ningún delito

que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré. Ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba

creciendo el griterío. Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que

había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús.

Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él.

Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: -Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros

hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: ‘Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado’. Entonces empezarán a decirles a los montes: ‘Desplomaos sobre nosotros’, y a las colinas: ‘Sepultadnos’; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?

Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.

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Y cuando llegaron al lugar llamado de ‘La Calavera’, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.

Jesús decía: -Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y se repartieron sus ropas echándolas a suerte. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas diciendo:

-A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.

Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: -Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: ‘Este es el rey

de los judíos’. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: -¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro le increpaba: -¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es

justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.

Y decía: -Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Jesús le respondió: -Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso. Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región hasta la

media tarde, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:

-Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo: -Realmente, este hombre era justo.

Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvía dándose golpes de pecho.

Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.

Un hombre llamado José, que era senador, hombre bueno y honrado (que no había votado a favor de la decisión y del crimen de ellos), que era natural de Arimatea y que aguardaba el reino de Dios, acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.

Era el día de la Preparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme al mandamiento”.

(Lc 22, 14-23, 56) Lucas relata los acontecimientos de la Pasión bajo el signo de la misericordia y del amor. Su punto de

partida es profundamente religioso y, a la vez, entrañablemente humano. La cruz es para él el sacramento

de la misericordia divina. Prescinde de algunos de los aspectos más crueles, como la flagelación y la

coronación de espinas.

No recoge normalmente los cargos que pesan sobre los judíos y sobre los discípulos. No busca

responsabilidades, consciente de que la sangre de Jesucristo lava toda culpa. Y así, no relata el hecho de

que por tres veces encuentra Jesús dormidos a sus discípulos (Mt 26, 40-47), ni que los discípulos

huyeran en Getsemaní (Mt 26, 56), ni las imprecaciones de Pedro contra los servidores del sumo

sacerdote (Mt 26, 74). No dice que los judíos escupieron a Jesús, ni que le ataron para llevarle a Pilato.

No se ensaña en la traición de Judas.

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Menciona la presencia de amigos y conocidos en el Calvario (Lc 23, 49). El mismo Pilato aparece por

tres veces proclamando la inocencia de Jesús (Lc 23, 4. 13-15. 20-22). Uno de los criados del sumo

sacerdote fue curado por Jesús de la oreja que le había cortado un apóstol (Lc 22, 51). Jesús tiene tiempo

de mirar a Pedro, después de sus negaciones, para inducirle al arrepentimiento (Lc 22, 61). El grito en la

cruz por sentirse abandonado por Dios (Mt 27, 46), Lucas lo sustituye por las palabras de perdón para sus

verdugos (Lc 23, 34). Es el único que menciona el perdón concedido al ladrón (Lc 23, 39-43) y el

arrepentimiento que invade al mismo centurión (Lc 23, 47).

Es también el único que menciona al ángel que le conforta y el sudor de sangre en el huerto de

Getsemaní (Lc 22, 43-44), el lamento de las mujeres de Jerusalén y las palabras que les dirige Jesús,

camino del Calvario (Lc 23, 27-31) y, en el momento de morir, la oración llena de esperanza al Padre con

un grito (Lc 23, 46).

Ha recibido toda clase de golpes, escarnios y torturas, pero en ningún momento ha dejado de amar, de

perdonar y de bendecir.

Ha superado todo pecado: al odio con amor, a la violencia con el perdón, a la mentira con la verdad, a la

ceguera con su luz. Ha conseguido redimir e iluminar todo el sufrimiento humano.

Abramos nuestra mente y nuestro corazón a este amor que nos llega siempre.

EL PRECIO DE LA FIDELIDAD

“Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he revelado ni me he echado atrás. Ofrecía la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal,

y sé que no quedaré avergonzado.” (Is 50, 4-7)

La primera lectura pertenece al tercero, de los cuatro, cantos o poemas del Siervo de Yahvé, que es la

figura más reveladora del mesianismo de Jesús. En él, el Siervo habla de sí mismo, presentándose –con

los rasgos de Jeremías- como un personaje misterioso que recorre el camino del sufrimiento y de la

donación de sí mismo. Destaca su fidelidad a la palabra, que él escucha siempre para transmitirla a sus

desesperanzados contemporáneos. Por esta fidelidad a los mandatos de Dios, es perseguido, torturado,

insultado, sometido a los peores y más humillantes ultrajes. No opone resistencia. Permanece firme,

apoyado sólo en Dios, que le ayuda a soportar los dolores.

Compara su lengua de iniciado con la de los grandes profetas del pueblo. Refiere después las vejaciones

sufridas en el cumplimiento de su misión. Conoce lo que es el abatimiento y el sufrimiento; por eso,

puede alentar a los que sufren. Convencido de que Dios lo salvará, no siente los ultrajes.

El tema del Siervo paciente es el que mejor hace referencia a la necesidad que se imponía al Mesías de

pasar por el sufrimiento y por la muerte para realizar su misión.

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El Dios autoritario y vengativo, amigo de los prodigios y del poder, murió con Jesucristo. Al ponerse al

servicio de la humanidad, Jesús reveló la verdadera naturaleza de Dios.

Dios mismo es quien forja a su profeta, le da una lengua, le abre el oído. Todo lo que el profeta lleva a

los demás, lo ha recibido antes. Está siempre a la escucha. No dispone de la palabra a su gusto. Dios se la

confía en cada momento.

El sufrimiento acompaña inevitablemente a la misión profética, dándole un sentido de purificación. Y en

medio de estos sufrimientos, experimenta la ayuda del Señor, que se revela más fuerte que el dolor. Esta

experiencia del dolor capacita al profeta, de una manera especial, para llevar una palabra de consuelo a

los hermanos.

Los discípulos encontraron en estos poemas referencias claves para explicar la Pasión de Jesús. El Siervo

recoge el dolor de los seres humanos, desde la paciencia solidaria y esperanzada. Desde su propio

sufrimiento puede comprender y consolar a los que sufren. Su misión es consolar a los abatidos.

Ha escuchado todos los lamentos de la humanidad, para conocerlos todos y asumirlos todos. Soporta

golpes, salivazos, insultos y toda clase de ultrajes; sobre sus fuertes espaldas, cae todo el peso del dolor y

de la maldad humanos.

Pero la paciencia sin límites y la confianza sin límites en el Padre del cielo redimirán y salvarán del

pecado del mundo; le darán la victoria sobre sus enemigos, aunque haya sido después de la muerte.

DE LA MÁXIMA DERROTA A LA VICTORIA DEFINITIVA

“Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre’; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble –en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame: ‘¡Jesucristo es Señor!’, para gloria de Dios Padre.”

(Fil 2, 6-11)

La segunda lectura está tomada de un himno cristológico de la Iglesia primitiva. Canta el misterio de la

Encarnación. Habla de la humillación, del abajamiento de Cristo; y de su exaltación.

Jesús sigue el camino opuesto al que siguió el mito-Adán. Es el ejemplo perfecto de humildad y entrega.

Renuncia a la igualdad con Dios, y emprende un camino de despojo. Así, frente al hombre que tiene la

pretensión de ser como Dios a su manera (Gén 3, 5), Cristo decide ser como hombre a la manera de Dios

(Gén 1, 26). Manifiesta su divinidad en el abajamiento, en el amor total a los hombres.

En este rechazo a la voluntad de poder y de dominio, nos ha abierto un camino insospechado a los

cristianos: el de la renuncia, el de la pobreza. No se trata de ensalzarse, sino de abajarse. Ha rechazado la

espectacularidad, eligiendo el ocultamiento, el pasar de incógnito.

La trayectoria seguida por Jesús, debe ser la trayectoria de todos los cristianos. Debemos abajarnos... Que

no significa, simplemente, darse golpes de pecho, sino servir a los otros, ofrecerse como don, darse.

Pablo nos señala tres ideas claves para imitar a Jesús:

La primera: Se despojó de su rango. Se hizo uno más. El Siervo, Jesús, quiere ver y oír al ser humano

desde dentro, experimentar desde dentro el sabor de la risa y de las lágrimas.

La segunda: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Llevó su entrega

hasta las últimas consecuencias. Da muerte en sí mismo al viejo esquema: mata de raíz toda forma de

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egoísmo y todo afán de poder. El Dios revelado en Cristo, a través del servicio, es el Dios verdadero,

porque Dios, como la vida misma, es servicio; ser Dios es servir.

Jesús será siempre víctima de su obra; en su propia persona, en primer lugar, y después en todas las

personas que quieran imitarle. Querer cambiar un mundo que camina en otra dirección tiene estas

consecuencias.

El cimiento, la humildad, había sido máximo. Se había vaciado de sí mismo en servicio de la humanidad,

con un amor sin límites y sin fronteras...

Por eso –la tercera- Dios lo levantó sobre todo. Su final es la exaltación: Resurrección y Ascensión. Su

triunfo se fraguó en un fracaso total, desde los esquemas de este mundo. Es el triunfo de la no-violencia

activa, de la comprensión y de la misericordia sin límites, del perdón, de la reconciliación de todos los

pueblos y de todos los humanos. Desde su amor sin límites, llegó a ser como Dios, a ser Dios.

Ante el ‘paso’ –Pascua- de Dios por nuestra historia, sólo queda que toda rodilla se doble –en el Cielo,

en la Tierra, en el Abismo- y confesemos gozosos: ¡Jesucristo es Señor!

¡Cómo necesitamos comprender que es la humildad el camino de la verdadera vida humana! A más

humildad, más amor y más vida; más semejanza con Jesús.

Este es el mensaje del ‘dulce’ Jesús, del ‘inofensivo’ Jesús que nos hemos fabricado.

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JUEVES SANTO

“LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO”

LA HORA DE JESÚS

“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

Estaban cenando (ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara), y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secán-doselos con la toalla que se había ceñido.

Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: -Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jesús le replicó: -Lo que hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más

tarde. Pedro le dijo: -No me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: -Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo. Simón Pedro le dijo: -Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo: -Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque

todo él está limpio. También vosotras estáis limpios, aunque no todos. (Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: "No todos estáis limpios".)

Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:

-¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "El Maestro" y "El Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

(Jn 13,1-15)

Los cinco capítulos, que Juan (13-17) dedica a la última cena de Jesús, sintetizan todo su pensamiento

acerca del sentido de la vida humana. Y, dentro de esta cena, la eucaristía: comida de hermanos, exigencia

y compromiso de servir a la humanidad.

En esta cena se repiten las palabras y los gestos más cariñosos, tiernos y profundos, los sentimientos y

deseos más grandes; sus más admirables ejemplos. Fue, a la vez, despedida y anticipo de la Pascua;

alianza de amor y anuncio de muerte; cena de comunión y profecía del banquete del reino.

El centro de esta celebración es el amor de Jesús hasta el extremo. En esta tarde inolvidable, el amor

llegó a plenitud en nuestro mundo. Y, como consecuencia, es la tarde en la que más tenemos que aprender

a amarnos unos a otros. Por eso hoy, jueves santo, es el día del amor fraterno, el día en que más debe

exteriorizarse que somos discípulos del Maestro, que es Amor. Un día para contemplar detenidamente

cada palabra y gesto de Jesús.

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Los apóstoles llegaron a creer en Jesús no porque entendieran mucho lo que decía, sino porque veían

cómo vivía, cómo era. Esta noche intuían que encima de la mesa de la cena, además de alimentos y

utensilios para comer, había una realidad entrañable: la entrega de una vida hasta la muerte: la de Jesús.

Había llegado la hora de Jesús, único que es consciente de todo lo que está ocurriendo.

Antes de la fiesta de la Pascua. Según Juan, Jesús celebró la última cena el día antes de la pascua judía.

Es otra forma del evangelista de presentarnos la ruptura de Jesús con las instituciones de la antigua

alianza. Jesús no celebró el rito establecido, porque la cena cristiana no es continuación de la judía. La

cena pascual cristiana –la eucaristía- consistirá en la entrega de su cuerpo y sangre, que simbolizan la

entrega de toda su vida por amor al Padre en los hermanos.

Juan no la llama ya pascua de los judíos, como la ha denominado hasta ahora. Es la hora de Jesús, su

última etapa. Un momento culminante, en el que Jesús encomienda a los discípulos la continuación de su

tarea y de su amor –significado en el lavatorio-, les manifiesta el máximo amor, ante su inminente pasar

de este mundo al Padre. No va a la muerte únicamente arrastrado por las circunstancias, sino libremente,

con plena conciencia de que no puede volverse atrás, que tiene que pagar el precio de su atrevimiento de

desafiar y desenmascarar a los que mandaban.

Describe su muerte en términos de ‘paso’. Es lo que significa ‘pascua’: el paso del pueblo de la

esclavitud de Egipto –de cualquier esclavitud y alienación- a la libertad. Jesús va a pasar de este mundo

al Padre a través de una muerte violenta, consecuencia de haber querido ser fiel a sí mismo, de haberse

negado a contemporizar con los jefes religiosos y políticos; por haberse enfrentado con las instituciones

opresoras del pueblo.

Jesús es plenamente libre porque, después de haber comprendido el sentido de la propia misión y haber

aceptado las responsabilidades y consecuencias correspondientes, llega hasta el fondo, rechazando

decididamente todo lo que podría apartarlo de su camino. Todas sus decisiones están determinadas por la

opción fundamental de su vida: la voluntad del Padre (Jn 4, 34), sometida frecuentemente a las duras y

dolorosas pruebas de los acontecimientos. Una libertad que pasa a través de la duda, la lucha interior, el

sudor de sangre en Getsemaní. Jesús nos demuestra con su vida que la verdadera libertad es siempre

exigente. ¡Esclava sociedad la que cree que es libre porque hace lo que le gusta! Jesús es plenamente libre

porque es totalmente pobre de sí mismo. En él sólo hay lugar para la voluntad del Padre y el servicio a los

demás. En la verdadera libertad no hay sitio para el egoísmo. La libertad de Jesús desafía la mentalidad

común en los ambientes políticos y religiosos. Todos sus gestos de libertad, sus constantes desafíos al

‘sentido común’, le llevarán a la cruz, ‘premio’ lógico a su vida comprometida con la justicia y el amor.

Nunca es la libertad un camino de facilidades, como damos la impresión quizá hoy más que nunca.

Jesús ha vivido completamente volcado en sus discípulos. El sentido y el estilo de su vida no ha sido otro

que el vivir para los demás. Su misión tiene el nombre de servicio. Su aliciente es el amor. En su quehacer

diario de anunciar el reino de Dios, en las polémicas, en los signos o milagros... Jesús amaba. Sus

relaciones con el Padre, con los hombres y con la naturaleza eran de amor, de comunión, de apertura y

armonía. Nunca cedió ante la amenaza y el peligro. Amaba a los suyos, a los que había liberado de la

institución judía y con los que había formado su comunidad, y al final se lo demostrará con su muerte.

Una muerte que fue la consecuencia de su vida. Una vida que Juan quiere clarificarnos un poco más con

las dos escenas que siguen: el lavatorio y el mandamiento nuevo.

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LAVA LOS PIES A SUS DISCÍPULOS

Juan es el único evangelista que no nos ha transmitido la institución de la eucaristía, probablemente

porque cuando escribió su evangelio era muy practicada y conocida y contaba ya con cuatro redacciones

de ella (los tres evangelios sinópticos y Pablo). En su lugar coloca el lavatorio de los pies a los discípulos

y una serie de discursos de Jesús de gran importancia dogmática. Estos discursos están concebidos a

modo de testamento espiritual de Jesús. Al morir, él vuelve al Padre, de quien ha venido, pero sigue en

comunicación con sus discípulos a través del amor y del Espíritu. Ahora que está próximo a la muerte,

nos entrega su testamento, volcando en este gesto todo su ser. Nos lo entrega todo antes de entregar su

vida.

Con el lavatorio de los pies profundiza en el sentido del rito eucarístico, del que ya ha escrito Juan

ampliamente en el capítulo sexto. Entonces nadie entendió cómo podíamos comer su carne y beber su

sangre. Los oyentes se formaron las más rudas ideas (Jn 6, 60-66). La noche de la cena se puso en claro lo

que Jesús quería decir.

Jesús, movido por un ardiente deseo y muy afectado por lo que intuye que se le viene encima, lava los

pies a los discípulos, tarea que únicamente hacían los esclavos. Gesto inolvidable de disponibilidad y

entrega, de su actitud de servicio a todos. Y ejemplo para nosotros: el que se alimenta del amor entregado

de Jesús, tiene que vivir en el amor y la entrega, tiene que ponerse a los pies de los hermanos,

especialmente de los más próximos y necesitados, para ayudarles y servirles. Desde entonces hay un

único mandamiento: amar a Dios en el prójimo. Con un amor como el suyo.

El lavatorio es expresión de un amor delicado, humilde y servicial. Hay que fijarse en cada detalle. No

hacen falta demasiadas explicaciones. Es todo muy sencillo. No le demos sólo interpretaciones

espirituales...

AMAR COMO JESÚS ES EL DISTINTIVO DEL CRISTIANO

¿Qué sacerdote no ha sentido alguna vez la ‘tentación de lo inútil’, después de haber repetido centenares

de veces las mismas cosas... y darse cuenta, amargamente, que los comportamientos continúan yendo en

la dirección contraria a lo que los oyentes, y él mismo, saben de sobra?

Tenemos necesidad urgente de aprender de verdad las cosas que ya sabemos. Porque no nos hacemos

cristianos por acumular saber, nociones nuevas, sacramentos... sino cuando comenzamos a escuchar,

dentro de nosotros mismos, aquello que ya hemos aprendido... ¡y hasta enseñado!

Jesús quiere oyentes, seguidores sinceros, honestos, comprometidos en una búsqueda auténtica del único

Dios verdadero, sin posiciones preconcebidas.

Cuando una persona presiente su muerte cercana y nos entrega su testamento, vuelca en ese gesto todo su

ser: entrega sus máximos ideales antes de entregar su vida.

Jesús morirá por el pueblo (Jn 11, 49-52), viviendo el amor hasta sus últimas consecuencias, para que

este pueblo, siguiendo su modo de vivir, pueda un día llegar a saciarse de todo lo necesario y deseable,

pueda disfrutar de una vida sin trabas, pueda realizarse en todos los sentidos, pueda saborear la alegría del

mundo nuevo. Una alegría que podemos vivir ya ahora en la medida en que pongamos en práctica su

amor.

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Amar como Jesús es el distintivo del cristiano, la clave de todo el cristianismo. De su ser o no ser. El

doble y único ‘amarás’ constituye la síntesis de toda la ley cristiana. Un amor como el de Jesús: fuente y

modelo insustituible para todos.

Si queremos conocer la seriedad, la verdad de nuestra fe, no tenemos otra alternativa que examinar la

calidad de nuestro amor.

Sabemos muy bien que no podemos quedarnos en saber, que tenemos que poner en práctica lo que

sabemos; que es necesario escuchar al ‘corazón’ para poner en práctica. Podemos afirmar que ‘sabemos’

únicamente cuando ‘hacemos’. La palabra se escucha de verdad sólo cuando determina un

comportamiento.

El amor de Jesús pone en evidencia la pequeñez de nuestro amor. Su amor exigente, eficaz, sin

exclusiones, entregado y crucificado, nos señala el camino.

Este mandamiento del amor, más que un mandato, es una necesidad, porque el amor necesita amar. Sólo

el que es consciente de que es amado puede y necesita amar. Si queremos conocer el verdadero amor

tenemos que experimentarlo y vivirlo. Amemos y sabremos lo que es el amor. Tratemos de amar con el

amor de Jesús y sabremos algo de su amor.

Si conociéramos sólo un poquito el amor de Jesús, ya no nos afanaríamos por más cosas, ni sentiríamos

más necesidades. Consideraríamos, como Pablo, todo lo demás como ‘basura’ (Fil 3, 8); seríamos las

personas más alegres, más afortunadas, más apasionadas y más valientes; viviríamos ‘divinamente’

enamorados.

Nunca acabaremos de conocer este amor, porque es como el océano: inmenso e inagotable. Cuanto más

nos adentremos en él, más deseos tendremos de profundizar...

Dios nos ama apasionadamente, incondicionalmente, por encima de nuestras ruindades y pecados. Nos

ama más que nosotros mismos, nos conoce mejor que nos conocemos a nosotros mismos.

Lo único que le impide amarnos más es que nosotros no creamos en su amor ni nos dejemos amar.

Preguntémonos sinceramente lo que significa, aquí y ahora, amar como Jesús. A la luz del amor de Jesús

revisemos hoy nuestro amor. ¿Es sólo una palabra que nos llena la boca? ¿No tiene unas fronteras muy

estrechas y delimitadas?

Cada vez que nos reunimos para celebrar la eucaristía, hacemos memorial de la donación de Jesús por

amor, y anunciamos su retorno, anunciamos la plenitud del reino.

La eucaristía es signo de comunión. Si no queremos que sea un signo vacío, debe ser la expresión de una

vida vivida como servicio, como entrega, como búsqueda de una vida más plena para todos.

INSTITUCIÓN DE LA PASCUA JUDÍA

“Dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: -Este mes será para vosotros el principal de los meses; será para vosotros el

primer mes del año. Di a toda la asamblea de Israel: el diez de este mes cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo.

Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. Lo guardaréis hasta el día catorce del mes y toda la asamblea de Israel lo

matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido.

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Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, y comeréis panes sin fermentar y verduras amargas.

Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el Paso del Señor.

Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, el Señor.

La sangre será vuestra señal en las casas donde habitáis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora, cuando yo hiera al país de Egipto.

Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre.”

(Éx 12, 1-8. 11-14)

La primera lectura nos narra la institución de la pascua judía, una de las tres fiestas que, según la ley,

debía celebrar el pueblo de Israel. Esta es la más antigua y la más importante.

Antes del éxodo, era la fiesta de las primicias de los rebaños que ofrecían los pastores. Después, se le

añadió la gran experiencia religiosa de la liberación de la esclavitud de Egipto. Se celebraba en el mes de

Nisán, primer mes del año, que comenzaba en primavera.

El rito se componía de dos sacrificios, originariamente separados e independientes: un sacrificio agrícola

en el que se presentaban a la divinidad los primeros panes de la nueva harina de primavera. Panes ácimos,

sin levadura, porque todavía no la había.

El segundo sacrificio consistía en la ofrenda de un cordero sin defecto, también primerizo, de un año. La

ceremonia se realizaba al anochecer, en un ‘alto en el camino’, sin grandes preparativos; de ahí las hierbas

y el asado.

Posteriormente ambas ofrendas se unificaron, e Israel les dio un contenido doctrinal e histórico: su fe en

el Dios que les había salvado de la esclavitud de Egipto. Se convirtió en un rito practicado por todos y que

sigue practicándose en la actualidad. Era recuerdo, presencia y esperanza de la obra salvadora de Yahvé.

Supone recuerdo y compromiso. Recuerdo de la primera liberación de Egipto y compromiso por la

liberación de todo y de todos. Panes sin fermentar, verduras amargas, prisas. El paso del Señor nos urge.

El compromiso por la liberación de la humanidad no puede retrasarse.

Esta comida ritual les servía de memorial, que es como un sacramento: algo que no sólo se recuerda, sino

que hace presente la experiencia del pasado.

EL TEXTO MÁS ANTIGUO DE LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

“Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido:

Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:

‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’ Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto, cada vez

que lo bebáis, en memoria mía’ Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la

muerte del Señor, hasta que vuelva” 1. (1 Cor 11, 23-26)

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La segunda lectura nos presenta el texto más antiguo del nuevo Testamento sobre la institución de la

eucaristía –hacia el año 55 ó 56-; unos diez años antes que el evangelio de Marcos. Antes Pablo ha

denunciado con dureza la cena común en grupos, en la que faltaba el compartir, lo que contradecía

radicalmente la cena del Señor (vv 18-22).

Nos recuerda el sentido de la pascua cristiana: anuncio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en la

que Dios pasó definitivamente entre nosotros para liberarnos de toda esclavitud y de toda muerte. Pablo

recibe la tradición del Señor (v 23), lo que no excluye la posterior información de los apóstoles, testigos

directos.

Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros... Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi

sangre. Gesto sincero y profundo de demostrar amistad, que es ‘amor compartido’. Un gesto y unas

palabras que desbordan de sentido: ¿Cómo celebrar la entrega de Jesús, por amor hasta la muerte, sin

corresponder con nuestra propia entrega al servicio de su reino?

Los cristianos debemos compartir en la vida diaria, debemos saber trabajar por la liberación de los

marginados -¿quién no lo es?-. Así, la eucaristía –toda la vida de Jesús-, precisamente porque será

asesinado por los enemigos del pueblo –el triple poder-, se convierte en pan que se reparte, en liberación

histórica concreta para todos los que quieran luchar para conseguir la nueva humanidad.

Esta liturgia es también memorial: Haced esto en memoria mía; y es, a la vez, anuncio y anticipo de

nuevas fiestas y nuevos encuentros: hasta que vuelva. No pide sólo la repetición de un rito que salva y

une con Dios, sino la repetición en uno mismo de la propia entrega, hasta las últimas consecuencias, por

la causa de los explotados. Su presencia, cuando le maten, será sustituida por su equivalente: la práctica

de partir, de compartir el pan, la vida. Su sangre derramada será, en la historia, liberación para todos los

que quieran y busquen el reino de la libertad y la justicia a través del amor.

El pan partido y la sangre derramada son los signos más grandes de su amor. Son realmente su cuerpo y

su sangre, es decir, su vida entera que se entrega por la salvación-liberación de todos. Signos de un amor

unitivo que busca la mayor intimidad y compenetración. Por eso, se deja comer, para que haya comunión

de sentimientos y de espíritu: una misma vida. Signos de un amor definitivo: no quiere separarse de los

amados, se queda siempre con nosotros. Signos, también, de un amor festivo, que anticipa el banquete del

reino de Dios.

Jesús quiere que renovemos constantemente sus palabras y sus gestos; anticipo de lo que nos espera.

Tenemos que participar en este misterio –realidad llena de vida plena y eterna- con conciencia de lo que

hacemos y entregados a su amor.

Cristo ha plenificado todos los signos pascuales. Ya sabemos lo que significan: Memorial

–proclamamos la muerte del Señor-; y anuncio –Hasta que él vuelva-; es decir, hasta que la Pascua

-el reino de Dios- sea una realidad universal.

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VIERNES SANTO

“TODO EL QUE ES DE LA VERDAD ESCUCHA MI VOZ”

POR QUERER CAMBIAR LA SOCIEDAD

Los relatos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús fueron los primeros que se escribieron. Después

se le fueron añadiendo los demás textos. Los últimos, los de la infancia.

¿Por qué asesinaron a Jesús? ¿Cuál fue la causa de su condena a muerte?

Para responder a estas preguntas hemos de tener en cuenta la misión de Jesús: implantar el reino de Dios,

el proyecto divino de la plena liberación de toda la humanidad, a través de un amor sin fronteras.

Este proyecto suponía necesariamente el cambio radical no sólo de una manera de pensar, sino también

el cambio de las estructuras, tanto religiosas como político-sociales. Jesús no buscaba únicamente

personas buenas y honestas. Su proyecto abarcaba la transformación de las estructuras humanas,

individuales y sociales, personales y comunitarias. Era un proyecto que incluía todo lo que afecta a los

seres humanos y que iba más allá del pueblo judío, de su cultura y de aquel tiempo. Y el mundo vivía -¿y

vivirá siempre?- bajo un poder, religioso y político-económico, que contradecía desde su raíz este nuevo

proyecto. Y Jesús entró en conflicto con el montaje de este mundo, con sus autoridades, con sus

instituciones (ley, templo, culto...) bajo las que se regía la vida del pueblo.

El enfrentamiento entre Jesús y su sociedad llegó a tal extremo que su muerte fue decretada por todas las

autoridades: primero la religiosa, después la política. Era la única forma de salvaguardar el ‘orden

establecido’ y evitar toda innovación que perjudicara los intereses de los que dirigían los destinos del

pueblo. El cambio preconizado por Jesús exigía la supremacía total del reino de Dios –libertad, justicia,

paz, amor para todos-, única norma absoluta de la conducta humana, sobre todo lo demás. Y, por esta

causa, pagó con su muerte su proyecto de transformación de la humanidad.

La liberación integral del ser humano suponía el enfrentamiento con ‘el pecado del mundo’, que él venía

a ‘quitar’ (Jn 1, 29); pecado cristalizado en todos los humanos y en todas las estructuras, y que le hará

una guerra implacable para que el hombre siga siendo un eterno sometido a los intereses creados de las

clases dominantes.

El proyecto cristiano supone lucha, contradicciones, persecuciones, traiciones, negaciones, torturas,

cárcel, muerte. Ser cristiano es asumir este proyecto con todas las consecuencias históricas. Un proyecto

que siempre caerá en una tierra dominada por las ‘tinieblas’ del afán de tener, de poder...

Por tanto, Jesús no murió a manos de un grupo extremista, que actuara desde la clandestinidad. Murió

bajo el imperio de la ley –incluso la divina-, en forma pública y oficial, después de haber sido juzgado por

dos tribunales –el religioso y el político-. Su condena no fue fruto del capricho de una persona, sino por

motivaciones político-jurídicas y religiosas, amparadas por el siempre invisible poder económico. Poderes

que justificaron ante la historia este asesinato como una verdadera necesidad para ‘salvar al pueblo’ (Jn

11, 47-52) de su proyecto corruptor. Fue un escarmiento para que quedara claro para siempre ante toda la

humanidad, bajo qué regímenes, democracias e instituciones debían regirse. Se le mató como símbolo de

lo peligroso que es presentar un mensaje verdaderamente liberador para los pobres. Se le mató en nombre

de Dios, de la ley divina, del templo sagrado, del culto, de las tradiciones religiosas... cuando venía a

darles su verdadero sentido. La muerte de Jesús puso de relieve el egoísmo de los opresores, la condena a

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vivir con demasiada frecuencia la historia humana como una pesadilla. ¡Cuántas felonías bajo el pretexto

de salvar al pueblo a lo largo de la historia humana!

Jesús, que había predicado y vivido el amor, que había comunicado bondad y vida, paz y alegría, libertad

y justicia, salvación plena y para siempre; Jesús, que se había puesto incondicionalmente al servicio de la

humanidad, con olvido total de sí mismo... muere solo, en el Calvario, abandonado de casi todos sus

seguidores, asesinado por la alianza de los poderes, vencido por todo lo que es cerrazón, odio, falsedad,

egoísmo, placer, individualismo...

LLEGA EL MOMENTO DECISIVO

“Jesús salió con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos.

Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo:

-¿A quién buscáis? Le contestaron: -A Jesús el Nazareno. Les dijo Jesús: -Yo soy. Estaba también con ellos Judas el traidor. Al decirles ‘Yo soy’,

retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez: -¿A quién buscáis? Ellos dijeron: -A Jesús el Nazareno. Jesús contestó: -Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos. Y así se cumplió lo que había dicho: ‘No he perdido a ninguno de los que

me diste’. Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado

del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro:

-Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?

La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año, el que había dado a los judíos este consejo: ‘Conviene que muera un solo hombre por el pueblo’.

Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Ese discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera, a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro:

-¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre? El dijo: -No lo soy

Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose.

El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina.

Jesús le contestó: -Yo he hablado abiertamente al mundo: yo he enseñado continuamente

en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho

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nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo.

Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:

-¿Así contestas al sumo sacerdote? Jesús respondió: -Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado

como se debe, ¿por qué me pegas? Entonces Anás lo envió a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba de pie, calentándose, y le dijeron: -¿No eres tú también de sus discípulos?. El lo negó diciendo: -No lo soy. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le

cortó la oreja, le dijo: -¿No te he visto yo con él en el huerto? Pedro volvió a negar, y en seguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era al amanecer, y ellos no

entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos, y dijo:

-¿Qué acusación presentáis contra este hombre? Le contestaron: -Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos. Pilato les dijo: -Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le dijeron: -No estamos autorizados para dar muerte a nadie. Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a

morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: -¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: -¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Pilato replicó: -¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado

a mí; ¿qué has hecho? Jesús le contestó: -Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi

guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.

Pilato le dijo: -Conque ¿tú eres rey? Jesús le contestó: -Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al

mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

Pilato le dijo: - Y ¿qué es la verdad? Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo:: -Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros

que por pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?

Volvieron a gritar: -A ése no, a Barrabás. (El tal Barrabás era un bandido.) Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados

trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían:

-¡Salve, rey de los judíos! Y le daban bofetadas.

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Pilato salió otra vez afuera y les dijo: -Mirad, os lo saco afuera para que sepáis que no encuentro en él

ninguna culpa. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura.

Pilato les dijo: -Aquí lo tenéis . Cuando lo vieron los sacerdotes y los guardias, gritaron: -¡Crucifícalo, crucifícalo! Pilato les dijo: -Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él. Los judíos le contestaron: -Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se

ha declarado Hijo de Dios. Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra

vez en el pretorio, dijo a Jesús: -¿De dónde eres tú? Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le dijo: -¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y

autoridad para crucificarte? Jesús le contestó: -No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de

lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos

gritaban: -Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey

está contra el César. Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el

tribunal, en el sitio que llaman ‘El Enlosado’ (en hebreo Gábbata). Era el día de la preparación de la pascua, hacia el mediodía.

Y dijo Pilato a los judíos: -Aquí tenéis a vuestro rey. Ellos gritaron: -¡Fuera, fuera; crucifícalo! Pilato les dijo: -¿A vuestro rey voy a crucificar? Contestaron los sumos sacerdotes: -No tenemos más rey que al César. Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado ‘de la

Calavera’ (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: ‘Jesús el Nazareno, el rey de los judíos’.

Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego.

Entonces los sumos sacerdotes de los judíos le dijeron a Pilato: -No escribas ‘El rey de los judíos’, sino ‘Este ha dicho: Soy rey de los

judíos’. Pilato les contestó: -Lo escrito, escrito está. Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo

cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron:

-No la rasguemos, sino echemos a suerte a ver a quién le toca. Así se cumplió la Escritura: ‘Se repartieron mis ropas y echaron a

suerte mi túnica'. Esto hicieron los soldados.

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Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:

-Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: -Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término,

para que se cumpliera la Escritura dijo: -Tengo sed . Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja

empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:

-Está cumplido. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no

quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: ‘No le quebrarán un hueso’; y en otro lugar la Escritura dice: ‘Mirarán al que atravesaron’.

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. El fue entonces y se llevó al cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche. y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe.

Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca. pusieron allí a Jesús”.

(Jn 18,1-19, 42)

Al quedarse solo en el huerto, Jesús se derrumba en tierra. No puede más. Se apoderan de él todas las

tinieblas del mundo. Y entró en agonía, una lucha de espanto. Y se sentía morir. Era la pasión del alma, la

hora en que Jesús se muestra más débil. ¿De qué había servido su vida de amor? ¿Es que el ser humano es

incapaz de entender lo auténtico? ¿Dónde estaba Dios que consentía un mundo así?...

Jesús superó esta prueba basado en la oración y en la entrega a la voluntad del Padre, de amor y

confianza.

El Sanedrín, máxima autoridad religiosa, lo condena a muerte. Estaba compuesto por setenta y un

miembros, elegidos entre los más nobles y doctos, y presidido por el sumo sacerdote.

Lo condenan por sus enseñanzas, por su modo de vivir rodeado de marginados, por las acusaciones que

no ha cesado de lanzar sobre ellos. ¿Cómo aceptar a un Mesías así? Sólo vieron en él a un iluminado y a

un blasfemo; y lo que era más importante: a alguien capaz de hundir su tinglado si lo dejaban actuar.

Podría incluso ser peligroso para el pueblo si éste se dejaba seducir y llegaba a desestabilizar el orden

impuesto por los romanos. Juzgaron, en nombre de Dios al que representaban, que un Mesías así y un

Dios así no les interesaba para nada. Juzgaron, como gente de ‘bien’ que eran, que merecía ser reo de

muerte.

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Él mismo se proclama rey ante Pilato: porque su camino es el único que tiene validez para siempre,

porque su camino es el único que, en definitiva, puede dar respuesta a las esperanzas humanas.

Jesús, el testigo de la verdad, es una llamada a seguir sus pasos, porque la fuerza de su amor ha hecho

crecer en nuestro corazón la semilla de la vida más plena.

Parece que Pilato estaba convencido de la inocencia de Jesús... Se lo envió a Herodes... Iba de rebote en

rebote. Todos quieren lavarse las manos...

Se hizo un sondeo de opinión a la hora de elegir entre Jesús y Barrabás, y Jesús salió perdiendo por

decisión ‘democrática’.

Y llega su segunda condena a muerte. Una condena que es la mayor injusticia del mundo. El justo, la

persona más limpia e inocente, el más entregado y cariñoso que ha pisado nuestra tierra, es juzgado reo de

muerte cruel. El que pasó haciendo el bien, termina muy mal.

En estos juicios y condenas han intervenido todos los estamentos de la sociedad: autoridades religiosas,

políticas y militares, los aristócratas, los máximos representantes de la ley, los hombres de ciencia, los

soldados y hasta el pueblo. Unos y otros, por motivaciones distintas, deciden que el hombre más justo

debe morir. Y cada uno busca sus propias justificaciones.

Es triste. Jesús venía para salvar al pueblo, y el pueblo lo rechaza. El que venía a liberar al ser humano de

todas sus esclavitudes es condenado. Al que hizo todo el bien que pudo, ahora le hacen todo el mal

imaginable. El que dio su vida por todos, ahora todos trabajan para quitársela, ¡y de qué manera! La

humanidad no aguanta tanta luz. Jesús quería cambiar el mundo; pero este mundo no se deja cambiar y

trata de destruirlo...

Jesús carga con la cruz... de todos los males del mundo, que parecen no tener remedio.

Y sigue buscando cirineos. ¡Hay tantas personas que no pueden más con su cruz!

Jesús es despojado de sus ropas. ¡Cuánto despojo cada día! ¡Qué lista, Dios mío! Todos los pueblos del

tercer mundo son expoliados material y espiritualmente. No son pobres, son despojados, robados.

También en nuestro llamado primer mundo...

Es clavado al madero. ¡Cuántas veces a lo largo de la historia! Los clavos del hambre, del racismo, de la

tortura, del destierro, del terrorismo, de la injusticia institucional, de la droga, del alcohol, del paro, de la

enfermedad, de la soledad; de todas las frustraciones y desesperanzas.

Fueron tres horas largas de agonía. El amor se está consumando. Es el bautismo de la entrega por amor.

Jesús desde lo alto de la cruz nos dirige ‘siete palabras’, de las que Juan nos narra tres, todas exclusivas

suyas:

Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre. Es la ‘tercera’. Su madre quedaba sola y quiere que

cuide de ella su discípulo más amado. La tradición no descubrió en este texto el sentido de la maternidad

espiritual de María sobre los cristianos hasta siglos después. A partir del siglo XI, ya es bastante conocida

esta interpretación.

Tengo sed. Es la ‘quinta palabra’. La sed era uno de los tormentos más ordinarios y atroces de los

crucificados. Que Jesús tuviese sed, después de todo lo padecido en la pasión, era lógico. Desde

Getsemaní hasta la cruz, pasando por los procesos, la flagelación y el camino hacia el Calvario, en el que

desfalleció, la deshidratación tenía que causarle una sed abrasadora. Juan no se limita a constatar algo tan

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evidente. Siguiendo su costumbre de servirse de estos hechos naturales para enseñarnos algo más

profundo: en esta sed fisiológica simboliza la sed de fidelidad al Padre y su amor a los hombres.

Está cumplido. Es la ‘sexta’, con la que daba por terminada la misión que el Padre le había

encomendado y que había realizado con total fidelidad y entrega. ¡Dichoso quien pueda terminar la vida

afirmando con verdad lo mismo!

Jesús muere. Ya pasó todo. El amor se ha consumado. Amor al Padre, hecho de obediencia y entrega.

Amor a los hombres, hecho entrega y generosidad. Jesús muere por y para nosotros; para que todos

nosotros seamos capaces de morir con eficacia; es decir, para que todos nosotros seamos capaces de

resucitar, ya ahora y aquí, para cambiar el mundo.

LA PASIÓN NO TERMINA NUNCA

Cristo sigue siendo condenado a muerte, despojado y crucificado hasta el final de los siglos. La pasión no

es sólo cosa del pasado, sino que sigue siendo, por desgracia, algo de siempre, No basta saber lo que le

pasó a Jesús en tiempos de Caifás y Pilato, o en tiempos de Nerón... sino lo que le está pasando a Cristo

en nuestro tiempo, cuando la persecución es más anónima y estructural.

Los seres humanos, buscadores angustiados del sentido de la vida, matamos y seguimos matando el

sentido pleno de la vida, personificado en Jesús de Nazaret: la entrega a los demás.

Como tantas personas que han visto –y siguen viendo- romperse sus esfuerzos por una vida más justa;

como tantas personas que han experimentado –y siguen experimentando- cómo el egoísmo parece más

fuerte que toda bondad; como tantas personas del tercero y cuarto mundo –miles de millones- que sufren

el proceso de internacionalización dirigido por las monstruosas e incontroladas multinacionales, que

configura el Planeta como un único mercado en beneficio de unos pocos... como tantas personas... Jesús

ha vivido hasta el fondo de su ser, ha experimentado en su carne con toda su dureza, las consecuencias de

tanta historia de miseria cargada en las espaldas de los pobres, tanta historia de opresión que parece

invencible, y que hoy, en este hombre que era todo amor, que no tenía en él ni el mínimo pecado (segunda

lectura), parece haber vencido definitivamente.

Una muerte que sigue teniendo vigencia y actualidad, a pesar de los veinte siglos que nos separan de ella.

Una muerte que nos descubre la hondura de la iniquidad humana, de la corrupción política y religiosa,

manipuladas por la corrupción económica y defendidas por las armas, que matan a los inocentes para

defender sus ‘derechos’.

¡Qué fácil es justificar la muerte o eliminación del adversario político, social o religioso!

Finalmente, Jesús fue sepultado en un sepulcro que había en un huerto cercano. Era el final de una

historia maravillosa de amor.

El sepulcro suponía un gran descanso. Jesús había terminado la misión encomendada. Había recorrido

todos los caminos, había combatido todos los combates; había soportado todas las contradicciones; había

padecido todos los dolores. Era hora de descansar.

El sepulcro es también silencio. La Palabra está enterrada. Para interiorizarla, lo mejor es guardar

silencio. En medio del silencio llegó la Palabra a nosotros, y ahora nos deja también en el silencio. Un

silencio meditativo y expectante.

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Pero el sepulcro es, sobre todo, esperanza. Jesús, nuestra esperanza, volverá al tercer día. Volverá cuando

el grano de trigo se convierta en espiga; porque este sepulcro tiene más de huerto que de cementerio.

Cristo no puede morir para siempre, porque es la Vida, es la Pascua.

Cuando Cristo resucite todo será nuevo, distinto. Todos los sepulcros, desde su resurrección, son surcos

de vida. Nos vamos ‘sembrando’ poco a poco... muriendo y resucitando.

VICTORIA, SÍ: PERO DESPUÉS DE LA MUERTE

“Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho. Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano; así asombrará a muchos pueblos: ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito.

¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como un brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron. ¿Quién meditó su destino? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malhechores; porque murió con los malvados, aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años; lo que el Señor quiere prosperará por sus manos. A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará; con lo aprendido, mi siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos. Por eso le daré una parte entre los grandes, con los poderosos tendrá parte en los despojos; porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, y él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores.”

(Is 52, 13-53, 12)

Esta primera lectura pertenece al cuarto y último poema del siervo de Yahvé. Es el más clarificador de

todos. El mejor comentario a un texto tan extraordinario es, más que en otras ocasiones, su lectura

reflexiva, lenta, silenciosa... Nos presenta a una persona irreconocible: Muchos se espantaron de él,

porque desfigurado no parecía hombre. Describe sus sufrimientos salvadores, su figura dolorida que

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sobrecoge a todos los que le contemplan. La aplicación del texto a la persona de Jesucristo, dada por el

nuevo Testamento, clarifica plenamente el relato.

El contenido es claro: la entrega del Siervo –Cristo- a la voluntad de Dios consigue la salvación a

muchos, cargando con los crímenes de ellos.

El aspecto del siervo es horrible. Todos se espantan de él y le desprecian por creerle castigado por Dios.

Mientras él guarda silencio; acepta la voluntad divina, consciente de que le lleva a una muerte y a una

sepultura indignas.

Su dolor no es consecuencia de sus propios pecados, porque es inocente, sino del ‘pecado del mundo’, en

el que han cristalizado los egoísmos de todos y de cada uno de los humanos. Sufre en lugar del pueblo,

para reunirlo e indicarle el camino de la verdadera vida humana.

Esta figura encarna todo el sufrimiento humano. En él, el dolor redime porque es aceptado. Dios testifica

con el siervo que el dolor inocente es redimido y redime.

Esta muerte tormentosa es signo de una realidad palpable en nuestro mundo, fruto del mal que nos rodea

por todas partes y al que todos contribuimos, menos el personaje de la lectura.

¿No podía Dios haber vencido este mal de otra forma? La respuesta parece negativa a causa de la libertad

que Dios nos otorgó a los hombres al crearnos.

Pero Dios le asegura la victoria después de la muerte: los salvados por su entrega serán su recompensa.

La resurrección será esta victoria; una resurrección lograda también para sus seguidores.

JESUCRISTO ES EL ÚNICO SACERDOTE Y VÍCTIMA

“Tenemos un Sumo Sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios-. Mantengamos firmes la fe que profesamos.

Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, al fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno. Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su actitud reverente. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.”

(Heb 4, 14-16; 5, 7-9)

Los primeros cristianos procedentes del judaísmo profesaron la fe en Jesucristo, pero siguieron siendo

celosos observantes de la ley. Para ellos, la fe en Cristo no implicaba dejar sus prácticas religiosas judías;

por eso, continuaban frecuentando el templo, y los sacerdotes que se hacían discípulos de Jesús seguían

ejerciendo sus funciones en él.

Teniendo esto en cuenta, se comprende que nociones tan esenciales, como las de sacerdocio y sacrificio,

eran para ellos vagas e imprecisas, aunque celebraban la eucaristía.

Muy pronto, la persecución desencadenada por los judíos contra los cristianos, obligó a éstos a alejarse

de Jerusalén y, por tanto, del culto del templo. La prueba es dura para aquellos cristianos, tan apegados al

culto de Jerusalén, que se ven privados del sacerdocio legal y de la posibilidad de ofrecer sacrificios a

Dios.

A estos ‘hebreos’ salidos de la ciudad es a quienes va dirigida esta carta, para convencerles de que no han

perdido el contacto con el sacerdocio y que siguen teniendo la posibilidad del sacrificio, ya que el

auténtico Sumo Sacerdote es Jesucristo, que ha ofrecido de una vez para siempre en la cruz el verdadero

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sacrificio que Dios quiere: el de la ofrenda de la propia vida. En adelante ya no habrá necesidad de más

sacrificios de toros y machos cabríos en el templo, porque el auténtico sacrificio será el contenido de la

vida humana, ofrecido por Cristo y la comunidad de creyentes.

La carta subraya la condición humana de Jesús -igual que nosotros, excepto en el pecado-, esencial

para el sacrificio y el sacerdocio.

El pasaje leído hoy afirma que el cristiano no necesita del sacerdocio levítico, ya que Jesús es el único

mediador. El texto desarrolla el sufrimiento de la víctima en la cruz. Víctima perfecta por su fidelidad a la

voluntad del Padre. Y se apoya en dos argumentos: por haberse hecho hombre y por ser Hijo de Dios,

representa perfectamente a la humanidad y a la divinidad. Es un mediador perfecto al pertenecer a las

‘dos orillas’

Fue escuchado, pero no en la liberación de la muerte, que era su destino como víctima, sino en su

superación por la resurrección y la ascensión.

El sacerdocio y el sacrificio de Cristo lo incorporamos los cristianos a nuestras vidas por medio de la

celebración de la eucaristía, que nos lleva a la ofrenda de la propia vida a favor del mundo nuevo –reino

de Dios-; único signo del auténtico sacerdocio de Cristo: del ministerial y de los fieles.

El nuevo Sumo Sacerdote resucita el sacerdocio según el orden de Melquisedec. Se trata de un

sacerdocio eterno, que consiste en hacer pasar a la vida divina a todos los seres humanos que acepten

ponerse libremente bajo su influencia.

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PASCUA DE RESURRECCIÓN

LA GRAN ESPERANZA CRISTIANA

EL TRIDUO PASCUAL

La Cena del Señor, su Pasión y Muerte y su Resurrección, son las tres celebraciones de estos días que

completan una sola.

El Jueves Santo, Jesús, hecho pan, quedó en los sagrarios de todo el mundo como ofrenda a Dios; nos dejó su

Testamento y como centro de él ‘que os améis unos a otros como yo os he amado’. Es el modelo de vida que

debemos seguir los cristianos, si queremos serlo de verdad.

El Viernes Santo, comenzamos la celebración sin saludarnos, en un silencio lleno de sentido, y nos separamos

también sin despedirnos. Jesús había muerto, víctima de su amor sin fronteras y sin límites, por querer cambiar

este mundo, dominado por el ‘pecado’ que él venía a ‘quitar’ (Jn 1, 29). Y una gran lección para todos

nosotros: el que trate de amar como él, tendrá que pasar por su pasión y su muerte, que pueden revestir

múltiples formas. No es posible atacar las estructuras pecaminosas, que nos esclavizan., sin pagar el precio.

Hoy comenzamos la celebración donde la dejamos ayer: Cristo en el sepulcro y el mundo inundado por la

oscuridad, sin futuro, sin salida. Por eso, hemos apagado las luces del templo...

En esta Noche santa, la más santa de todas, hemos encendido el Cirio en el fuego nuevo, hemos cantado el

Pregón Pascual y leído un breve resumen de la Historia de la Salvación en nueve lecturas... Después

bendeciremos el agua, renovaremos las promesas del bautismo y celebraremos la Eucaristía.

En esta Noche santa, no celebramos una fiesta, sino ‘La Fiesta’. Esta Noche es ‘El Día que hizo el Señor’.

Hoy es el cumpleaños del mundo. Desde este Día –que celebraremos durante ocho- se empiezan a contar

todos los días, porque Hoy resucitó la Vida. Desde hoy, la vida humana se ha transformado en ‘divina’, fruto

del amor trinitario, que resucitó a Jesús y nos resucitará a todos nosotros.

UNA LARGA HISTORIA DE AMOR

Hemos escuchado, en esta Vigilia de la gran esperanza, una larga historia de amor. Una historia, que

comienza cuando nace el mundo. Una historia, que narra la liberación de un Pueblo oprimido, que simboliza a

toda la humanidad. Una liberación, que es obra de Dios. Una historia llena de promesas, de esperanzas; llena

del convencimiento de que, incluso en las situaciones más difíciles, la mano de Dios estaba al lado de su

Pueblo, para conducirlo un día a la vida y a la libertad.

El Pregón Pascual nos ha recordado las maravillas que Dios ha realizado para salvar al primer Israel, y

cómo, al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, para que, con su muerte y resurrección, llevara a su

plenitud a toda la humanidad.

Contemplamos, en las lecturas que le siguen, la trayectoria de esta historia, que Dios inició con la creación y

culminó con la resurrección de Jesucristo.

La primera lectura (Gén 1, 1-31-2, 2) comienza esta historia por el principio: el poema que nos presenta la

Biblia imaginando el nacimiento del Universo. La estructura del relato, concebido para defender la semana y

el descanso sabático –el día séptimo-, es esencialmente cultual. El pueblo elegido se somete al descanso del

sábado porque ha recibido el privilegio de imitar a Dios, liberándose, al menos un día por semana, de sus

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obligaciones de trabajo. Nos presenta la creación como una victoria sobre el caos, sobre las tinieblas, sobre el

mar, como una separación del día y de la noche, en espera de la victoria definitiva sobre la ‘noche’.

El descubrimiento del Dios creador del cielo y de la tierra, es uno de los más importantes de la historia de

Israel, puesto que Yahvé aparece como el Dios que gobierna el universo. Y en el centro de ese ‘templo’

cósmico se encuentra la imagen y semejanza de Dios: el hombre. Llamado a llenar, someter y desarrollarlo

todo en nombre del Creador. Y todo era muy bueno, porque todo es obra de Dios.

La segunda lectura (Gén 22, 1-18) nos dice que Yahvé pide a Abrahán algo increíble: que le sacrifique a su

hijo único, Isaac, costumbre trágica en aquellos tiempos. ¿Dónde quedaba el fundamento de la promesa de

una numerosa descendencia? Describe con detalle los sentimientos de Abrahán: su amor al hijo y su fe en Dios

al que manifiesta una obediencia ciega. El relato puede tender, además de probar la fe del patriarca, a

convencer al pueblo para que no ofrezca nunca más a Dios sacrificios de niños.

El pueblo de Dios tenía sobre todo un recuerdo, que celebraba cada año. Era su Pascua, el recuerdo de la

liberación de la esclavitud de Egipto, gracias a la acción de Yahvé por medio de Moisés. Es el tema de la

tercera lectura (Éx 14, 15-15, 1), que describe los últimos episodios del paso del mar Rojo. Todos los

pueblos tienden a la épica para narrar sus orígenes, máxime en el caso de Israel que se considera el pueblo

elegido por Yahvé.

El cántico de Moisés, que se inicia al final de la lectura (Éx 15, 2-18), y se lee como salmo responsorial, está

vinculado a esta lectura desde los orígenes de la Vigilia Pascual. Es una acción de gracias por la intervención

de Dios en el Éxodo, en la permanencia en el desierto y la construcción del templo. Es como el himno

nacional de quienes se han convertido en un pueblo libre por la acción de Yahvé en su favor.

Dios interviene para liberar. Ilumina el camino en la noche, lucha a favor de su pueblo. De esta forma, el

pueblo descubre que el Señor está presente y que actúa salvando-liberando. La respuesta del pueblo no puede

ser otra que la fe en este Dios que da vida, que ‘pasa’ dando vida.

En la cuarta lectura (Is 54, 5-14), el Segundo Isaías recoge, pensando en Jerusalén, el tema de los esponsales

del Señor con su ciudad. Consta de tres estrofas. Cada una termina con dice tu Dios... dice el Señor, tu

redentor... dice el Señor que te quiere. La primera anula las actas de repudio enviadas a la esposa adúltera

por los antiguos profetas (Os 1; 11, 1-6; Jer 3, 1-5; Ez 16) y la restituyen su título de esposa de juventud. La

segunda canta, ante todo, el amor eterno de Dios; un amor que no podrá destruir ni el pecado. La tercera canta

la nueva alianza, indefectible, puesto que el amor de Dios ya no se desdice. La nueva Jerusalén subsistirá por

el amor inalterable, eterno, de Dios.

La quinta lectura (Is 55, 1-11) es también del Segundo Isaías. Consta de cuatro oráculos: el primero recoge

el antiguo tema del banquete mesiánico de los pobres, renovando por completo las perspectivas: el hombre no

vivirá ya sólo de pan, sino de la palabra de Dios y de su conocimiento; el segundo habla de alianza perpetua,

fruto de la voluntad divina. Los otros dos ocupan el centro del texto: los pensamientos de Dios –su deseo de

perdonar- son infinitamente distintos de los pensamientos humanos y su poder absolutamente más eficaz que

el de los falsos dioses e ídolos.

La sexta lectura (Bar 3, 9-4, 4), está tomada de un poema sapiencial redactado en el siglo II a. C. y

destinado a alimentar la piedad de los judíos de la Diáspora y a ayudarles a recobrar el gusto por la obediencia

a la ley. Los judíos, que viven en un ambiente pagano, se preguntaban de qué forma pueden conocer a Dios. El

autor les responde que Dios tiene una sabiduría que penetra a través de la naturaleza y que esa sabiduría es

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comunicada a Israel por medio de la ley. La naturaleza está tan bien ordenada que debe conducir a Dios.

Obedecer a la ley es encontrar la sabiduría de Dios.

La séptima y última lectura del antiguo Testamento (Ez 36, 16-28), nos relata una profecía pronunciada en

Babilonia hacia el año 585 a. C. Está llena de alusiones a los rituales de ablución En el destierro el pueblo

reconoce su culpa. El profeta hace decir a Dios: con razón os he castigado. Y Dios hace decir al profeta: por

amor os salvaré; os daré un corazón nuevo, os daré mi espíritu, fuerza que transforma desde dentro y que os

dará un nuevo sentir y un nuevo vivir.

La idea central de la lectura apostólica de la vigilia (Rom 6, 3-11) es la de la muerte con Cristo. Pablo une

la muerte natural y la muerte espiritual del pecado. La persona que se encierra en el pecado –que vive para sí

misma- se encierra también, fatalmente, en la muerte. Sólo una conversión a Dios –cambiar el sentido de la

vida- puede sacarle de ella: viviendo en la fidelidad al Padre, que es vivir para los demás.

Jesucristo ha sido el primero en morir no por su pecado, sino como consecuencia de su total fidelidad a la

voluntad del Padre. De esta forma, la muerte de Cristo suprime el nexo que existía hasta entonces entre muerte

y pecado; es una muerte liberadora del pecado, puesto que nos muestra a un hombre capaz de ser liberado de

la muerte y de resucitar por haberse puesto plenamente en las manos del Padre.

El bautismo nos une a la muerte de Jesús –nos hace adherirnos a la voluntad del Padre y no ya a nosotros

mismos-, colocándonos en la misma posición del Hijo. Es verdad que seguimos abocados a la misma muerte

física, como todos los humanos, pero con la posibilidad, gracias al bautismo, de entrar en la muerte como

Jesús, que no vive más que para dar, aunque sea muriendo. Morir con su misma disponibilidad es vivir de la

misma vida de Dios, y eso nos lo proporciona ya el bautismo.

Además de la muerte al pecado, el bautismo nos permite participar de la vida de Dios.

Los cristianos tenemos que andar en esta vida nueva. Tenemos que morir al pecado, al mal, para vivir

decididamente, todo lo que nos sea posible, de la vida de Dios que Cristo nos ha comunicado y que su Espíritu

impulsa en nosotros.

LA NOTICIA MÁS GRANDE DE ESTA HISTORIA

Esta larga historia del amor de Dios a la humanidad, nos ha llevado hoy a su culminación, a oír la noticia más

grande de esta historia: el anuncio de Jesús resucitado (Lc 24, 1-12). Anuncio que es garantía y prenda para

todos. El anuncio de que, por el amor de Dios, la vida será siempre, ocurra lo que ocurra, más fuerte que la

muerte. Y nosotros hemos creído este anuncio.

Y, por eso, aunque nuestra vida de cada día siga siendo igual de complicada que siempre, llenos de alegría,

queremos dar a conocer la fe y la esperanza y el amor que nacen en esta Noche de Pascua. Queremos, con toda

nuestra vida, hacer presente el gozo de tener a Jesús vivo entre nosotros.

Los relatos de la resurrección se inspiran en un fondo común, al que cada evangelista aporta algunos detalles

suplementarios o algún elemento doctrinal. Y así, están generalmente de acuerdo los cuatro para describir los

primeros acontecimientos del día de Pascua, conforme a un esquema en tres etapas: la visita al sepulcro de las

mujeres, su descubrimiento del sepulcro vacío y su conciencia de una misión que debían cumplir cerca de los

apóstoles.

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En Lucas encontramos dos elementos propios: el mensaje bastante original de dos hombres con vestidos

refulgentes: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado... y la ida de

Pedro al sepulcro corriendo, que posiblemente sea posterior a la redacción primitiva.

La resurrección no es la vuelta a la vida de un cadáver, sino un nuevo tipo de presencia. El resucitado vive

también en los que siguen luchando por el mundo nuevo que él quiere. Vive en toda persona y en toda la

persona que libera y se libera.

Magdalena, Juana, Pedro, los de Emaús... se dan cuenta de que Jesús vive, precisamente porque sienten hervir

en ellos las ganas y las exigencias de continuar su misión. La fuerza que sienten, el ansia de la llegada del

reino, la fraternidad que quieren vivir, la exigencia de cambio personal y social en la línea que el Maestro les

había enseñado... los interpretan como su presencia viva entre ellos; una presencia que les hace ‘crecer’...

La resurrección es una manera nueva de entender la vida, la historia, cada persona, cada pueblo, a nosotros

mismos. La resurrección de Jesús nos ayuda a comprender el destino de todos los pobres de la tierra. La

resurrección de Jesús es la primera semilla de la gran resurrección universal, cuando ni la muerte ni el tiempo

puedan romper el amor entre todos nosotros.

Ayer, Cristo muerto en la cruz, nos ofrecía su perdón, su oración, su paciencia y su entrega sin límites...

Hoy, Cristo resucitado, nos llena con su alegría interminable, que ya nadie nos podrá quitar y que engendra

testigos de alegría; nos conforta con su paz, que supera todo conocimiento, y nos impulsa a trabajar siempre

por ella; nos anima a levantar todas las losas, a superar todas las dificultades y quitar todos los miedos... Por

eso, hoy la muerte se viste de blanco.

Vive, pero aún falta mucho para que su vivir sea pleno. De una persona solidaria y fraternal como Jesús, no se

podrá decir que vive en plenitud hasta que todos los constructores de la nueva humanidad hayan llegado

también a la vida, que supera a la misma muerte; hasta que esa humanidad sea una realidad en el infinito de

Dios. Jesús está resucitando allí donde crece algo de justicia, de amor, de fraternidad, de vida para todos.

Experimentan a Jesús resucitado esas mujeres y esos discípulos que, llenos de dudas y tímidamente, están

dispuestos a seguir lo que él comenzó, a ser los testigos de que Jesús tenía razón, que hay que hacerle caso,

que Dios le ha dado la razón.

Cristo ha resucitado, pero no basta; quiere que todos participemos de su resurrección; quiere que resucitemos

cada día, que vivamos ya como resucitados, cada día más. Si celebramos de verdad la Pascua, tienen que

notarse en nosotros sus efectos: los signos de la vida nueva.

Cristo resucitado vive, y vive en cada uno de nosotros, y nos hace resucitar cada día a una vida más plena, si

le dejamos. Dios pasa constantemente por nosotros para vivificarnos más y más.

UN ‘SÍ’ ROTUNDO A LA VIDA

Si la muerte de Jesús se refleja en cada dolor humano... su resurrección brilla en cada avance de la historia.

La resurrección de Cristo es un SÍ rotundo a la vida. Nuestras más profundas aspiraciones, nuestros mejores

deseos, serán realidad un día. Tenemos derecho a esperar un mundo nuevo, en el que todo sea distinto.

El que ha experimentado la fuerza de Cristo resucitado, no puede guardarla para sí. Tiene que exteriorizarla

trabajando contra todos los poderes que produzcan muerte. Contra esos poderes que condenaron a Jesús y lo

crucificaron. Unos poderes que pasan también por el centro de nuestros corazones. La injusticia, la violencia,

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el egoísmo, se unieron para darle muerte. Tenemos que decir ‘no’ a toda injusticia, a toda violencia, a toda

opresión, a toda esclavitud, a todo terrorismo... comenzando por el que originamos cada uno de nosotros.

Nos obliga a situarnos junto a todos los ‘crucificados’ y condenados de la historia. Estar con Jesús hoy, es

estar junto a los que continúan y completan su pasión; para compartir y aliviar. Debemos encontrar y dar

razones a los que ya no las encuentran para vivir.

En una palabra, se nos pide hoy ser testigos de la resurrección del género humano. Dar a entender con nuestra

vida, que Cristo ha resucitado, amando con el amor de Cristo resucitado, llenándolo todo de resurrección.

Posiblemente nos falte mucho para vivir así. Por eso, tenemos que seguir celebrando la Pascua, para que

podamos vivir cada día la vida resucitada de Jesucristo.

La resurrección se cree o no se cree. No hay pruebas. Sólo un sepulcro vacío y una increíble transformación

en los apóstoles. Pero creer en ella es esencial a la fe: su condición indispensable.

La resurrección de Jesús da un sentido nuevo a la vida humana: sentido de plenitud y eternidad. Para ello,

tenemos que ir muriendo a todas esas cosas que nos impiden vivir como personas verdaderas y solidarias.

Porque, ¿qué quiere decir resucitar con Cristo? Es mucho más que esperar el ‘más allá’. Es vivir, ya ahora y

aquí, como él, seguir su mismo camino. Pascua es la permanente reforma de la sociedad.

LAS LECTURAS DEL DOMINGO

La primera lectura del día de Pascua (He 10, 34a. 37-43) es un resumen de la vida pública de Jesús, de su

misión, redención, muerte y resurrección; de la salvación por la fe en él. Un Jesús que había sido anunciado

por los profetas y que va a ser juez de todos en el futuro; un Jesús con el que se ha convivido, del que se tiene

experiencia y del que se da testimonio.

Esta recopilación cristológica, la más completa de todo el nuevo Testamento, es el resumen que pronunció

Pedro en casa del centurión Cornelio antes de su bautismo.

Nos trae todo el frescor de un testimonio pascual expresado por un apóstol. Testimonio hecho de convicción y

acompañado por el poder del Espíritu, que bajó sobre todos y que será la causa de la conversión de la familia y

de su bautismo.

La resurrección era vivida por los apóstoles y era el tema constante y central de su predicación. ¿Por qué no lo

es hoy entre nosotros?

La segunda lectura (Col 3, 1-4) está tomada de una de las cartas más bellas de Pablo. Escrita en la

cautividad de Roma (años 61-63), tiene un contenido cristológico profundo y original. El fragmento que

leemos hoy es una prueba de ello.

Pablo contempla la vida del cristiano íntimamente unida a la de Cristo: el cristiano ha muerto y ha resucitado

con él. Ha muerto al pecado y ha renacido a la vida nueva de Cristo. Cristo es su vida. De ahí que hoy nos diga

que Cristo es nuestra vida.

Partiendo de esto, Pablo exhorta a los de Colosas a llevar una vida de acuerdo con esta realidad cristiana, y les

dice que busquen y amen los bienes de allá arriba: los valores del Espíritu de Dios, de la esperanza, de la fe,

del amor cristiano.

Aunque identificados con Cristo en su muerte y resurrección –por la fe y el bautismo-, esta realidad no

aparece en su plenitud en esta vida porque está con Cristo escondida en Dios. Se manifestará cuando Cristo

aparezca en la parusía. Entonces será plena.

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El evangelio (Jn 20, 1-9) nos dice que María Magdalena fue al sepulcro al amanecer y lo encuentra vacío.

Su decepción es inmensa. Corre al encuentro de Pedro, que, con Juan, acuden al sepulcro y lo encuentran

todo como les había contado la mujer. Y es entonces cuando creen: al ver el sepulcro vacío comprenden lo

que Jesús les había dicho sobre resucitar de entre los muertos.

La fiesta de Pascua nos llama al optimismo, a la alegría: responde de forma plena y para siempre a todos los

deseos, anhelos, utopías que anidan en los corazones humanos.

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DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA

“DICHOSOS LOS QUE CREAN SIN HABER VISTO”

“AL ANOCHECER DE AQUEL DÍA”

“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:

-Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de

alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan

perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado ‘el Mellizo’, no estaba con ellos cuando vino Jesús.

Y los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los

clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo, A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús,

estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas

incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de sus

discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.”

(Jn 20, 19-31)

No es fácil llegar a la fe en Jesús. No lo fue para sus discípulos, especialmente para algunos. A nosotros nos

es difícil entender esto, asentados en un cristianismo sociológico y en un mundo acomodado y burgués. La fe

pascual, lejos de ser fruto de una fácil exaltación, representa una victoria que el Resucitado debe conseguir

sobre la duda y el miedo, que han paralizado a sus amigos.

¿Cuántas veces tuvo que reprenderles Jesús, antes de la Pascua, por el miedo y la incredulidad ante el

verdadero mesianismo? Con estos miedos y dudas aparece más clara la victoria de Cristo resucitado. ¿Cómo

explicar de otra forma su transformación? Si hubieran estado esperando la resurrección y hubieran creído

fácilmente, podríamos pensar que todo había sido fruto de sus ilusiones y deseos. El mayor milagro pascual se

realizó en los mismos discípulos.

Juan, en este capítulo 20, trata dos temas, en cuatro escenas: el tema ‘ver-creer’ (vv 1-10. 24-29) y el tema

‘discípulos’, como base de la Iglesia (vv 11-18. 19-23). En el evangelio de hoy se hallan los dos temas: Nos

presenta dos apariciones de Jesús en el cenáculo. La primera el mismo día de Pascua, sin Tomás; la segunda,

a los ocho días, con él.

Al anochecer de aquel día, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los

judíos. El miedo a los dirigentes religiosos los tiene atenazados... a ellos que habían creído y seguido a Jesús.

¡Qué desilusión! Habían llegado a quererle de verdad. Era fácil: todo lo hacía bien, estaba siempre pendiente

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de ellos, vivía para los demás... Pero la derrota había sido increíble, había superado todas las humillaciones y

fracasos posibles. Y los discípulos se encontraban sin esperanza, sin fe y sin ilusión para nada.

Habían seguido a Jesús, pero nunca acabaron de entender su mesianismo. Su pasión y muerte cruel, a causa

de ello, les supuso un verdadero escándalo. Y eso que Jesús les había advertido de muchas maneras.

Miraban al pasado. No hacían otra cosa que recordar. ¡Qué años más extraordinarios habían pasado con el

Maestro! Pero, ¡qué mal había terminado todo!

Estaban encerrados en el cenáculo. El cobarde -¿y quién no lo era en aquellas circunstancias?- tiene perdidas

de antemano todas las batallas. La cobardía, como el miedo, paralizan.

Tampoco estaban unidos. ¿Dónde estaba la mayoría cuando mataron al Maestro?

El futuro se les presentaba muy oscuro. ¿Qué podían esperar? ¿Adónde iban a ir? Lo mejor era volver cada

uno a lo anterior; tratar de olvidar y curar las heridas. Volver al lago a pescar.

En esta situación, no hay persona ni comunidad que puedan permanecer mucho tiempo. Cuando faltan las

razones para la esperanza se hace imposible seguir.

Nosotros somos exactamente como ellos: ¿no estamos llenos de miedos y de dudas? Miedo a perder, a sufrir,

a envejecer, a morir. Miedo al fracaso, a la dificultad, a la enfermedad, a la soledad. Miedo a la crítica, al qué

dirán... Miedo al futuro, al imprevisto. Miedo a las cosas, miedo a las personas y miedo, sobre todo, a Dios.

Dudas sobre casi todos los temas religiosos, por los cambios, por el pluralismo, por las enfrentadas teologías,

por los distintos modelos de Iglesia, por el mal ejemplo de los creyentes, por las convicciones de los no

creyentes... Dudamos de las grandes promesas y de las más bellas palabras.

Por eso, la Iglesia debe tener las puertas abiertas de par en par a los que buscan, luchan, se preguntan, se

debaten en la incertidumbre, caminan fatigosamente... buscando un rayo de luz. Una búsqueda dolorosa puede

ser –es- más auténtica que una ‘posesión’ que provoca el letargo y la rutina.

“Y EN ESTO ENTRÓ JESÚS”

El Resucitado, el día de Pascua, se dedica a renovarlo todo, a llenarlo todo de la vida nueva de su

resurrección. Llama a las puertas de los corazones de sus seguidores para que respondan –respondamos-

creyendo. Su presencia expresa la experiencia de la resurrección del Maestro. La noche se convierte en día, las

puertas se abren y desaparece el miedo.

Y los discípulos se llenaron de alegría. Todos se recuperaron y comenzaron a hacer proyectos. La fe y la

alegría les desbordaba. Con la presencia de Jesús se habían curado todos sus males. Este fue el gran milagro,

la gran prueba, de la Pascua. Más que la comprobación del sepulcro vacío. A partir de este momento, los

acobardados se llenan de audacia, los tristes rebosan de gozo, los desencantados se entusiasman, los

desunidos logran una profunda comunión. Algo inexplicable y algo que todos podrían verificar.

Jesús les cura de miedos y tristezas. Les alienta la fe y la esperanza. Les perdona todos los pecados. Les desea

‘su’ paz, que es reconciliación y gozo; paz, que es sentirse bien consigo mismo, con los demás y con Dios;

paz, que es ausencia de remordimientos y temores. Es la vida del Espíritu, que vivificó a Jesús y que se

comunica a los discípulos para que vivan. La paz, que es el mayor don del Espíritu Santo.

La comunidad apostólica se consolida. Los reunidos se integran en comunión de fe, de sentimientos y de

bienes. Y, así como la presencia de Jesús ha creado la comunidad, ésta hace presente a Jesús.

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COMIENZA LA ERA DEL ESPÍRITU

Ya en este primer encuentro, Jesús entrega a sus discípulos el mejor regalo: el don del Espíritu Santo. Con él

empezarán a ser hombres nuevos y podrán enfrentarse eficazmente contra el pecado del mundo. Y, sobre todo,

podrán dar un testimonio claro y valiente de su resurrección.

En aquella primera Pascua comenzó la era del Espíritu. Dios mismo penetrando en nosotros para ser nuestra

más íntima realidad. Y nosotros pudiendo penetrar en la intimidad de Jesús, pudiendo casi palpar el misterio

de su amor.

Desde esa profundidad del ser –Dios dentro de mí más que yo mismo-, Dios nos urge, nos santifica, nos

ilumina, nos mueve, nos fortalece, nos llena de su amor.

Es necesario que entremos dentro de nosotros mismos para estar disponibles a esta experiencia de Dios.

¡Cuántas veces vivimos fuera de nosotros mismos!

Jesús resucitado nos llama a ir más allá de las realidades palpables, para entrar en su realidad llena de vida y

creer firmemente en sus palabras. Cuando la fe alcanza el corazón, los ojos ven lo que para otros resulta

prácticamente imposible.

La Iglesia comienza a dar sus primeros pasos, facilitados por el Espíritu, que llena con sus dones el interior de

los discípulos, inundándolos de alegría radiante y comunicativa, fuerza enorme para seguir creciendo.

Toda la Iglesia llega, progresivamente, en medio de dudas, perplejidades, extravíos, rechazos, al grito de fe de

Tomás, meta final y única de la fe: ¡Señor mío y Dios mío! Pero los caminos para llegar son muy diferentes.

La comunidad debe tener en cuenta los ritmos, las exigencias, los itinerarios de cada uno.

Lo han visto, han experimentado la paz pascual y han recibido el don máximo del Espíritu Santo. La fe es

obra del Espíritu en el corazón de cada ser humano. Una fe que les llenó de alegría y solidaridad.

Vieron y experimentaron, pero: Dichosos los que crean sin haber visto.

La fe no es algo irracional. Tampoco una forma de propiedad adquirida de una vez para siempre. La fe no

pertenece al orden de las ‘comprobaciones’ humanas, sino que nace en el corazón iluminado por la gracia de

Dios.

Si Cristo resucitado se nos hace presente, toda nuestra vida queda transformada. Siempre que Jesús se acerca,

nos mira, nos habla... es Pascua en nuestro corazón. Pero si se ausenta, nos invade la tristeza y el vacío, el

‘frío’ y el miedo, la desilusión y la desesperanza.

La experiencia de Jesús resucitado es la gracia más grande que se nos puede conceder. No se consigue ni con

ritos, ni con sacramentos, ni con estudios, ni con oraciones... Es una realidad de otro orden, se logra a otro

nivel: Por autodonación de Dios, que puede valerse de los sacramentos, de los ritos... y también de los

diversos aconteceres de la vida. Es necesario que vivamos abiertos a la gracia de su manifestación.

La presencia era –es- íntima, transformadora. Con su presencia les regalaba su propia vida resucitada, para

hacerlos resucitar, para hacerlos participar del gozo de su resurrección.

LA PRIMERA COMUNIDAD CRISTIANA

“Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se

atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.

La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que al pasar Pedro, su sombra por lo menos cayera sobre alguno.

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Mucha gente de los alrededores acudían a Jerusalén llevando enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban.”

(He 5, 12-16) La primera lectura nos presenta un cuadro de la primera comunidad cristiana. Es el tercero de los tres

‘sumarios’ del libro de los Hechos de los Apóstoles; es decir, uno de los resúmenes sobre la vida de la

comunidad primitiva de Jerusalén (Los otros dos: He 2, 42-47; 4, 32-35), continuadora de Cristo en la historia,

su signo y su prolongación. Son los primeros años de la Iglesia. Este libro lo leeremos durante todos los días

pascuales en las eucaristías, como primera lectura, en los tres ciclos.

Tres son las características de la Iglesia primitiva según esta lectura: los milagros que obran los apóstoles, la

unión fraterna y el favor del pueblo.

Los discípulos se convirtieron en testigos de la resurrección con sus vidas. Se transformaron en hombres

decididos, generosos, sencillos, alegres, pacificadores... porque Cristo había resucitado y los había resucitado;

capaces de curar toda clase de ‘enfermedades’ y de vivir al servicio de todos los que los necesitaran.

Este tercer sumario subraya el poder taumatúrgico de los apóstoles. En la comunidad primitiva son frecuentes

los hechos considerados como milagrosos; pruebas del ‘poder’ de los discípulos y signos de los últimos

tiempos, en que la naturaleza recobraría su equilibrio, al quedar vencido definitivamente el mal-pecado.

Es el gran argumento a favor de la resurrección del Mesías: Hacían muchos signos, pero ellos eran el primer

signo.

Viven unidos, formando verdaderas comunidades, en las que nunca faltaron los problemas. Se les nota llenos

de la fuerza del Espíritu, capaces de liberar a los seres humanos de sus dolencias y pecados. Signos de que en

ellos está el Señor.

Habrá que esperar a que la Iglesia tome conciencia del lento progreso del reino de Dios, para descubrir que la

humanidad no se beneficia de la resurrección del Señor a golpe de milagros y de prodigios, sino a través de la

presencia activa de los testigos de Cristo en el caminar de los hombres.

Lucas subraya también la simpatía que les mostraban los judíos. No eran un grupo misterioso, cerrado,

apartado. Todo lo contrario: se ganaban el aprecio y el amor, y ello era causa del aumento constante del

número de creyentes.

Esos otros, que no se atrevían a unirse a la comunidad, parece que eran judíos de cierta posición, que se

mantenían apartados por miedo al sanedrín, en contraste con la masa del pueblo, que se mostraba bien

dispuesta.

LA HISTORIA PROYECTADA HACIA EL FUTURO

“Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la esperanza en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús.

Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente, como una trompeta, que decía: ‘Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete iglesias de Asia.’ Me volví a ver quién me hablaba y, al volverme, vi siete lámparas de oro, y en medio de ellas una figura humana, vestida de larga túnica con un cinturón de oro a la altura del pecho. Al verla, caí a sus pies como muerto. Él puso la mano derecha sobre mí y dijo:

-No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno. Escribe, pues, lo que veas: todo lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde.”

(Ap 1, 9-13. 17-19)

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En los domingos pascuales leemos, como segunda lectura, el libro del Apocalipsis o de la ‘Revelación’. Una

profecía inspirada en el presente de la historia, pero proyectada hacia el futuro, hacia el final de los tiempos.

Final que no será una destrucción, a pesar de las imágenes que emplea el libro, sino la victoria del Resucitado

sobre todos los males, incluida la muerte.

Juan se encuentra desterrado en la isla de Patmos, cerca de la costa de la actual Turquía, por haber

predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús. Los romanos utilizaban esta isla para

desterrar a algunos presos especiales. Juan había sido deportado por Domiciano y condenado a trabajos

forzados en las canteras al norte de la isla.

No podemos olvidar esta razón, clave para comprender el libro, escrito en momentos de dificultad y

persecución para la Iglesia, y que intenta animar a los creyentes a perseverar en la fe. Una consecuencia, no

querida pero sí anunciada, de la fe en Cristo resucitado, es la persecución y el destierro. ¡Cuántos serán a lo

largo de la historia por el nombre de Jesús, incluso dentro de la institución eclesial!

Hoy nos presenta una visión grandiosa. Juan cae en éxtasis el día del Señor –el domingo, durante o después

de la celebración de la eucaristía-, momento favorable a los carismas. ‘En éxtasis’ para que, desligado de la

vida de los sentidos, percibiese con más claridad las cosas divinas. La visión tiene por objeto al Señor, Juez

del final de los tiempos. Oye una voz potente que le intima a escribir lo que viere para transmitirlo a las siete

iglesias de Asia –Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea-. Se trata de todo el libro.

Las palabras que le dirige son tranquilizadoras; quieren infundirle ánimos. El Hijo del hombre está en el

centro, como personaje principal. Es Cristo resucitado, presente y operante de manera eficaz en la Iglesia. Es

el Cristo victorioso, que triunfa sobre el mal del mundo. Las vestiduras le designan como Rey, Sacerdote y

Dios omnipotente. Está en medio de siete lámparas de oro, que simbolizan a las siete iglesias, antes

mencionadas.

El Cristo del Apocalipsis es inseparable de la Iglesia, de la que es Cabeza. Una Iglesia encarnada en el

mundo. Las siete cartas son el mensaje del Señor a esas siete iglesias, y, en ellas, a todas las demás.

Cuando el vidente de Patmos escribe, la Iglesia se encuentra inmersa en la persecución. Pero sus palabras

expresan la certeza de que el Resucitado camina con la Iglesia, también en medio de las tinieblas y de las

dificultades más crueles, lo que representa el fundamento de la esperanza y la garantía de la victoria para los

creyentes. La Iglesia, que se apoya en su Señor, nunca podrá ser vencida. Pero sus éxitos no se miden según

los criterios de este mundo. La Iglesia antes de ser lugar del culto, de la doctrina, de la moral, de la tradición...

es esencialmente el lugar de la fe en Jesucristo resucitado.

Al estar revestida de prerrogativas divinas la figura humana, Juan no puede hacer otra cosa que caer a sus

pies como muerto, porque el hombre que ha visto a Dios debe morir (Jue 13, 22).

A pesar del destierro, Juan no debe sentirse solo: No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que

vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la Muerte y del

Infierno... Cristo es el vencedor, origen de todo y finalidad de todo, eterno y con plenitud de todo. Él es el que

vive para siempre, aunque haya muerto.

El Hijo del hombre se ha convertido en Señor de la historia. Si ha de juzgar al final de los tiempos, es porque

posee las llaves de la historia, desde su origen a su término. Es el único que la puede interpretar, porque es el

único que tiene todos los datos, el único que lo conoce todo, a causa de su victoria sobre el único verdadero

enemigo de la historia humana: la muerte.

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DOMINGO TERCERO DE PASCUA

“ES EL SEÑOR”

EN EL LAGO DE TIBERÍADES

“Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:

Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.

Simón Pedro les dice: -Me voy a pescar. Ellos contestan: -Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya

amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.

Jesús les dice: -Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: -No. Él les dice: -Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel

discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: -Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica

y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.

Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:

-Traed de los peces que acabáis de coger. Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces

grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, no se rompió la red Jesús les dice: -Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien

que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar

de entre los muertos. Después de comer dice Jesús a Simón Pedro: -Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le contestó: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice; -Apacienta mis corderos. Por segunda vez le pregunta: -Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: -Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: -Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si le quería y le contestó: -Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.

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Jesús le dice: -Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero

cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: -Sígueme.”

(Jn 21, 1-19)

En el evangelio de hoy, el mar de Galilea vuelve a ser un lugar de encuentro y de llamada. En el marco de una

pesca abundante, Jesús confirma a Pedro y reafirma el amor como signo indispensable de la nueva comunidad.

Todo muy semejante a la primera llamada, tres años antes.

En él, podemos distinguir como cuatro escenas: Pesca infructuosa durante toda la noche; pesca abundante por

la mañana, gracias a la presencia y a la acción del Resucitado; encuentro y comida con él y diálogo con Pedro

sobre el amor, confirmándole su misión al frente de la comunidad.

Los siete discípulos habían trabajado toda la noche... y no habían pescado ni un pez. Aquel lugar, sin Jesús,

está vacío. Añoran al Maestro, al Amigo entrañable.

No pescan porque la pesca la ha de dar Jesús. Falta la ‘luz’ que es Cristo; no están ni su presencia ni su

acción. Todo lo que hagamos es nada, si nos empeñamos en no contar con el Maestro y con su Espíritu. En la

noche, sin el Espíritu, podemos realizar las obras de los hombres, nunca las del Padre; se puede llevar adelante

un proyecto humano, no el divino. Faltan los frutos, porque falta la unión con el Resucitado. Han –hemos-

olvidado las palabras de la Última Cena: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Es inútil trabajar sin él. Si

falta la ‘sugerencia’ del Espíritu, nos ponemos en peligro de elegir la parte equivocada.

El recuerdo de Jesús lo llenaba todo... Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla. Se

les presentó porque lo buscaban, lo añoraban, lo amaban.

No los acompaña en la pesca, se queda en tierra mientras vuelven a echar las redes en su nombre: su misión

en el mundo será ejercida por medio de sus discípulos. La red se llena de peces, símbolo de la fecundidad de la

Iglesia, cuando es fiel al Maestro.

Es el Señor, le dice Juan a Pedro que, aunque más tardo en comprender, se echó al agua decidido a llegar el

primero ante el Señor. Ésta es la gran palabra que nos proclama hoy el evangelio y que nosotros tenemos que

repetir. Él está allí –está aquí-, a nuestro lado.

A la revelación del más joven, ninguno duda. Era la luz de la ‘mañana’.

Es importante que comprendamos bien qué significa seguir a Jesús, ‘el Señor’: Significa, que Jesús es nuestra

única norma, nuestra única ley, nuestro único camino, verdad y vida. Significa, que de él no podemos

discrepar, aunque nos cueste. Significa, tener la certeza de que él siempre tiene la razón. Podemos querer

mucho a una persona, estar de acuerdo con sus planteamientos... pero ello nunca nos llevará a obedecerle

ciegamente. Con Jesús es distinto: seguirle es confiar incondicionalmente en él, es saber decir ‘amén’ a su

Palabra, a su voluntad. Aunque estemos muy lejos de serle fieles, de vivir como él espera de nosotros, de

entenderle... Decir ‘Jesús es Señor’ es creer que la vida está llena de sentido.

Lo mejor que hicieron aquellos siete discípulos no fue la pesca de los ciento cincuenta y tres peces grandes,

sino la experiencia de Cristo resucitado.

Sólo el que ama y tiene una fe despierta es capaz de descubrirlo. No es fácil. Los ‘ropajes’ con los que se

aparece el Señor son, casi siempre, desconcertantes.

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Experiencias de encuentro se dan constantemente, si abrimos bien los ojos y el corazón. El Maestro se hace

presente en cualquier momento: en la oración, en la eucaristía, en los sacramentos, en la palabra, en el dolor,

en la alegría... Se hace presente en cualquier persona: en el amigo, en el que pasa junto a nosotros, en la

comunidad, en la familia... Se hace presente en cualquier lugar o situación en que nos hallemos: estudiando,

trabajando, en el silencio y la diversión... Pero, siempre en camino. La pena es que casi nunca nos enteramos.

En estos encuentros, en estas experiencias pascuales, nos vamos gestando la Iglesia y cada cristiano.

Él siempre se presenta así, de una manera velada, pero estimulante; después de largas horas de búsqueda y de

fatigas. Comienza a hacerse presente por medio del deseo. Después vendrá la palabra que ilumina, los gestos

que convencen y la presencia que transforma.

ORACIÓN Y TRABAJO

Entre el trabajo de los siete y la palabra de Jesús llenaron la barca. El número es signo de universalidad.

Pero tenemos que fiarnos de la palabra de Jesús. Si nos apoyamos en nuestros criterios y en nuestras fuerzas y

cualidades, nos quedaremos vacíos.

Así comenzó la Iglesia: grupo de amigos que comparten gozosos una tarea de evangelización y que se sienten

acompañados por la presencia y la fuerza de Jesús resucitado.

Su presencia lo ha cambiado todo. Siempre que se presenta Jesús, ‘amanece’. Fiados en la palabra de un

desconocido, habían echado de nuevo la red y se había producido el gran milagro de fe y de peces.

La pesca abundante es fruto del Espíritu, no del trabajo de los apóstoles. Es Jesús quien orienta, quien da luz...

Por eso, tenemos que vivir a la ‘escucha’.

Traed de los peces que acabáis de coger. Parece extraño; ya había provisto él de pescado, y lo había puesto

sobre el fuego... Quiere enseñarnos que quiere -¿necesita?- el trabajo de la Iglesia y de cada uno de nosotros.

Quiere enseñarnos, que solamente después de haber trabajado a favor de los demás, nos convertimos en

comensales suyos; que no tiene sentido comer con él, si no nos gastamos a favor de los demás. ¿Estará aquí la

raíz de tantos abandonos de la práctica de la fe?

PEDRO HARÁ LAS VECES DE CRISTO

Después del almuerzo, Jesús toma a Simón Pedro aparte. Sólo desde el amor podrá cumplir la misión que

Jesús vuelve a encomendarle; por eso, lo examina de amor: ¿me amas más que éstos? Tres veces la pregunta,

porque tres veces lo había negado. Se refiere más al futuro que al pasado. No ha sido elegido, quizá, porque

ama ya más que los otros. Pero esta elección le deberá llevar a un amor mayor. El amor deberá estar a la altura

de la misión encomendada.

Ahora que Pedro ha experimentado la propia debilidad, que ha tenido necesidad del perdón de Cristo, estará

preparado para comprender y compadecer a los hermanos.

Otorga a Pedro la responsabilidad de la Iglesia. Para ello no le da un tratado de eclesiología, ni de

sacramentos, ni de derecho canónico... Le habla de amor y del servicio que lleva implícito.

El amor de Pedro a Jesús había llegado a una gran madurez. Este amor le llevará a cuidar sus corderos y sus

ovejas. Es natural: si Jesús vive en los suyos, el que ama al Pastor, debe amar a las ovejas de ese pastor y a

todo lo que el pastor ama.

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No le dice que será su jefe de gobierno, ni su primer ministro, ni... Le dice pastor: debe guiar al ‘rebaño’. Se

trata de un liderazgo humilde, servicial, entregado. Su autoridad no se fundará en el poder sino en el servicio.

Ser hoy pastor en la Iglesia es arriesgado y complejo, y exige una gran preparación... Pero lo que realmente

capacita, para serlo de verdad, es el amor. No hay más. Porque al atardecer de la vida, como le pasó a Pedro,

todos, pastores y ovejas, seremos examinados de amor.

Pedro hará las veces de Cristo: Sígueme. ¿Qué más podía desear? Ya puede seguirle hasta el martirio.

Desde este texto, ¿cómo entender y creer en una Iglesia poderosa? Es necesario que los cristianos ahondemos

en estas pocas líneas y hagamos una clara opción por la Iglesia del amor, de la paz, de la justicia, de los

pobres. No hay otra forma de unir a los hombres que el amor.

¿Es el amor el que está sustentando nuestras instituciones, cánones, ritos y costumbres...? Es la pregunta que

el Resucitado nos plantea a las comunidades cristianas. No nos demos prisa en responder...

JESÚS, INVISIBLE, ES EL ALMA DEL GRUPO

“En aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los apóstoles y les dijo: -¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio,

habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre.

Pedro y los apóstoles replicaron: -Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. ‘El Dios de nuestros padres

resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero’. ‘La diestra de Dios lo exaltó haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados.’ Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen.

Azotaron a los apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los apóstoles salieron del Consejo, contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús.”

(He 5, 27b-32. 40b-41)

Las consecuencias de las apariciones del Resucitado han sido determinantes: La experiencia de Jesús les ha

iluminado y enardecido; han comenzado a entender las Escrituras y el estilo de la misión de Jesús. Todo lo ven

con ojos nuevos. Jesús, invisible, presente en su Espíritu, es el alma del grupo.

Y se sienten fuertemente unidos en la comunidad. El punto de referencia de todos sus encuentros es siempre

Jesús. Comentan sus palabras y sus hechos. Comienzan a poner todo en común: sus experiencias, sus tareas,

sus proyectos, sus sentimientos, sus bienes. Así se lo había enseñado siempre el Maestro: que se trataran como

hermanos, que todos eran hermanos.

Y dan testimonio de esta resurrección, de esta nueva vida. Imposible guardar para sí tanta dicha. Toda esta luz

no era para enterrarla. Tenían que proclamar lo que habían palpado, experimentado.

Pedro y los apóstoles no tardan en experimentar lo que significa confesar y anunciar a Cristo resucitado. Al

igual que prolongan la misión de Jesús, atraen sobre ellos las enemistades que él cosechó. Ante los rápidos

progresos de la Iglesia y la estima que han adquirido ante el pueblo, el sanedrín reacciona con dureza para

impedir, por todos los medios a su alcance, la difusión del cristianismo.

El libro de los Hechos de los Apóstoles es la historia del nacimiento y de la persecución o pasión de la Iglesia

en el mundo. Y, como toda historia, tiene que ilustrar nuestro presente. Es importante buscar en todo la

actualización. La persecución será lo normal en la vida de la Iglesia en todos los tiempos y lugares, en la

medida en que sea fiel al Maestro.

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La primera lectura nos narra el tercer discurso misionero de los apóstoles a los judíos. Es su segunda

comparecencia ante el sanedrín. A pesar de la prohibición de predicar a Jesús (He 4, 18-22), no han obedecido.

Les interrogan y, como defensa, repiten el esquema habitual de sus discursos: un comienzo que responde a la

pregunta o situación planteada, la proclamación de la muerte de Cristo por obra de los judíos y de su

resurrección por obra de Dios, la afirmación de su presencia permanente entre los hombres como Salvador y

llamamiento a la conversión.

En el juicio, los apóstoles harán una opción clara por la primacía de la conciencia: Hay que obedecer a Dios

antes que a los hombres. Un principio peligroso, que se atraganta a toda autoridad, incluida la religiosa. Un

Dios, que habla más en la intimidad de una conciencia recta que en la oficialidad de un sumo sacerdote, es

siempre un gran peligro. Sin embargo, lo primero es siempre la voz de la conciencia; es decir, la voz de Dios.

¿Quién podrá hacerles callar, después de lo que han visto, oído y experimentado?

La evocación del Dios de nuestros padres..., recuerda toda la historia de la salvación, y hace innecesarias las

referencias bíblicas que Pedro usó en el primer discurso a los judíos, el día de Pentecostés (He 2).

Los títulos jefe y salvador establecen un paralelo entre Cristo y Moisés. Moisés, a quien venera el sanedrín,

prefigura a Jesucristo. El patriarca había cumplido su encomienda de liberación a pesar de la ingratitud del

pueblo. De la misma forma, Jesús libera al pueblo, después de su muerte en cruz, consecuencia de la ingratitud

de los suyos.

Estas alusiones a los libros santos, intentan convencer al auditorio de que la muerte y la resurrección son una

ley fundamental en la historia de la salvación. El maldito sobre la cruz, se convierte en el bendito sobre el

trono divino.

Los apóstoles, obligados a citar dos testigos para probar sus afirmaciones (Dt 19, 15), se presentan a sí

mismos como primer testigo y al Espíritu Santo como segundo.

Las viejas instituciones quieren aplastar, por los medios que sean, la novedad de Cristo. Utilizarán la

prohibición, la excomunión, la amenaza, la tortura y la muerte. Pero, ¿podrán detener el viento impetuoso del

Espíritu? Ante el razonamiento de Gamaliel (He 5, 33-39, que no se leen), un anciano, maestro de Pablo y

abierto a toda posible renovación, el sanedrín se conformó con volver a amenazar a los apóstoles. Pero antes,

con una lógica difícil de entender, les manda azotar: Azotaron a los apóstoles, les prohibieron hablar en

nombre de Jesús y los soltaron. El Maestro no garantiza éxitos fáciles ni privilegios. La misión que les –nos-

encarga será siempre arriesgada. No se pueden atacar los intereses de los que mandan sin pagar el precio.

LO ÚLTIMO SERÁ LA ALABANZA

“Yo, Juan, miré y escuché la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente: ‘Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza’. Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar –todo lo que hay en ellos- que decían: ‘Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos’. Y los cuatro vivientes respondían: ‘Amén’. Y los ancianos cayeron rostro en tierra, y se postraron ante el que vive por los siglos de los siglos.”

(Ap 5, 11-14)

Cuando los hebreos, al celebrar cada año la Pascua, mataban un cordero en memoria de la liberación de

Egipto, simbolizaban al auténtico Cordero, al que ha liberado realmente al mundo con su sangre, y le ha

abierto el camino de la vida para siempre, a Jesús, el Señor. De este Cordero nos habla, en una visión

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misteriosa, el libro del Apocalipsis, que, en sus capítulos cuarto y quinto, nos describe una especie de gran

liturgia celeste, que termina con la visión que nos narra la segunda lectura de hoy.

Esta liturgia pascual se desarrolla en el cielo, en medio del coro de muchos ángeles, que, según la mentalidad

judía, participan en las decisiones de Dios y en el gobierno del mundo.

Están acompañados por ‘veinticuatro’ ancianos y por ‘cuatro’ vivientes. Los ancianos están sentados en

tronos, van vestidos de blanco y están coronados (Ap 4, 4-10). Representan a los vencedores, a los que han

alcanzado ya el premio, la meta. El número –dos veces doce-, se refiere al pueblo de Dios en su totalidad: al

del antiguo y el nuevo Testamento –doce tribus, doce apóstoles-; a la humanidad redimida. Los cuatro

‘vivientes’ son esos seres misteriosos de la visión de Ezequiel (1, 5-21). El cuatro, en la apocalíptica, es el

número cósmico –los cuatro puntos cardinales-. Representan a toda la creación.

El Cordero es el objeto de dos aclamaciones mesiánicas, ignoradas por el antiguo Testamento: Digno es el

Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la

alabanza; y: Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los

siglos de los siglos. La creación entera tiene su significado y cumplimiento en Cristo, que, con su

resurrección, comunicó a todas las cosas y a todas las personas la plenitud de la vida.

Lo último será la alabanza: Todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar...

proclaman a Cristo como centro del universo y de la historia, clave de toda existencia, meta de toda evolución

y aspiración, fundamento de toda verdad, protagonista de toda salvación. Y se postrarán ante el que vive por

los siglos de los siglos.

Los cristianos debemos tener presente que la liturgia nos permite vivir al ritmo de una creación que se realiza

plenamente en el dinamismo del misterio pascual, porque la muerte lleva en sí misma semillas de resurrección.

También, que el culto cristiano participa ya de la eternidad, ya que la liturgia descrita por Juan se inspira en el

ritual y en las aclamaciones propias de la liturgia terrestre.

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DOMINGO CUARTO DE PASCUA

DE NUEVO LA IMAGEN DEL PASTOR Y LAS OVEJAS

MÁS CERCA DEL FINAL

El cuarto domingo de Pascua, en los tres ciclos, está dedicado al ‘Buen Pastor’. En ellos se leen fragmentos

del capítulo décimo del evangelio de Juan.

Los judíos celebraban anualmente cuatro fiestas principales: Pascua –la más importante-, Pentecostés,

Tabernáculos y Dedicación del Templo. El texto de hoy se desarrolla durante esta última, que se celebraba en

invierno.

Jesús, que está paseando por el pórtico de Salomón, es rodeado hostilmente por dirigentes religiosos. Quieren

acabar con él. Les costará aún cuatro meses lograrlo. Lo harán, como es natural en personas tan ‘piadosas’, en

nombre de Dios (Mt 26, 63-66; Mc 14, 61-64; Lc 22, 67-71). Quieren que les diga sin rodeos si él es el

Mesías; acabar de una vez con las divisiones que hay entre ellos, a causa de la curación del ciego de

nacimiento (Jn 10, 19-21). La exigencia que muestran deja entrever que nos acercamos al momento

culminante de las hostilidades entre Jesús y los dirigentes religiosos de Jerusalén. Una respuesta afirmativa

habría provocado su detención inmediata.

Parece extraño que los fariseos acusen a Jesús de mantenerlos en la incertidumbre sobre su mesianidad,

cuando sus palabras y sus obras han manifestado suficientemente que él es el Enviado de Dios. Con todo, la

pregunta no carece completamente de razón, si tenemos en cuenta que únicamente se ha dado a conocer

explícitamente como Mesías delante de la samaritana (Jn 4, 25-26), de los discípulos (Mt 16, 15-17; Mc 8, 29-

30; Lc 9, 20-21) y del ciego de nacimiento (Jn 9, 35-37). Cuando sus interlocutores se han mostrado

dispuestos a aceptar su testimonio, dando pruebas de su voluntad de creer. Y ese no es el caso de los

dirigentes, evidentemente, a los que siempre les ha hablado indirectamente de su mesianidad, evocando sobre

sí las profecías, presentándose como el Enviado del Padre y confirmándolo con signos.

Tampoco en esta ocasión responderá directamente a su pregunta. Sus credenciales son las obras.

JESÚS SE PRESENTA COMO EL ÚNICO PASTOR

“Dijo Jesús: -Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida

eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.”

(Jn 10, 27-30)

Los líderes humanos presentan sus programas de actuación, señalan caminos y crean esperanzas. Pero, ¿están

dispuestos a dar su vida por defender sus programas? Jesús denuncia a los falsos pastores, a los que huyen, a

los que miran únicamente por sus intereses. Es el Pastor que da la vida por las ovejas, las conoce y le conocen,

las guía a los mejores pastos y las defiende ante el peligro. Su voz no es aduladora ni promete falsos paraísos;

es fascinante y, a la vez, exigente y dura.

Es posible que ninguna persona se sienta halagada si se la compara con una oveja, animal débil y que no

parece demasiado inteligente; siempre obediente al pastor y al perro del rebaño. En una sociedad como la

actual, en la que el individualismo y la agresividad parecen ser el ideal de muchas personas, proponer el

ejemplo de la oveja como modelo de seguidor de Jesús, no parece muy afortunado a simple vista.

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A pesar de todo, la enseñanza que se encierra detrás de estas palabras de Jesús, y aunque él hablara en una

época de costumbres muy distintas a las nuestras, sigue siendo muy actual. Lo que necesitamos es profundizar

en lo que quiso decir.

Las ovejas se fían del pastor, obedecen sus mandatos y lo siguen; van agrupadas, en rebaño.

Jesús nos describe, en pocas palabras, la intimidad que debe existir entre él y sus discípulos de todos los

tiempos. Los suyos escuchan su voz no sólo verbalmente, sino entregándose sin reservas con él y como él a

favor de la humanidad. Eso es lo que significa el seguimiento: los suyos oyen su voz y lo siguen como a su

pastor y modelo. Porque seguir es mucho más que creer intelectualmente: es aceptar su camino, hacer nuestra

su mentalidad, ir asimilando sus criterios de vida... Y es en ese seguimiento y mutuo conocimiento donde

iremos encontrando la vida verdadera. Vida plena y eterna; única que puede satisfacer y llenar el corazón

humano. Un estilo de vida, que nos abrió entregando él la suya, y que marcamos a los demás siguiendo su

ejemplo. No hay más camino que éste.

Las ovejas no van solas, cada una por su lado, sino en rebaño, agrupadas. Con ello nos está diciendo que el

cristiano forma parte de un pueblo, que no hay vida cristiana, no hay seguimiento de Jesús ni pertenencia a la

Iglesia, sin saberse miembro de un pueblo; que no se puede ser cristiano desentendiéndose de los demás, cada

uno a su aire, sin aceptar que formamos parte de una Iglesia; aunque haya en ella muchas cosas que no nos

gustan

UN MUTUO RECONOCERSE EN EL AMOR.

El texto evangélico describe la intimidad de las relaciones existentes entre Jesús y sus discípulos, en todos los

tiempos y lugares. Existe un mutuo reconocerse en el amor; una intimidad de corazones, que lleva a la común-

unión de vida, experimentable ‘desde dentro’.

Sus relaciones con los suyos las define con palabras muy expresivas: Por parte del Pastor: conozco. Por parte

de sus seguidores: escuchan y siguen.

‘Conocer’, en el lenguaje bíblico, significa establecer una relación profunda de comunión con una persona;

indica una intimidad marcada por el amor. Jesús nos conoce a fondo, tal como somos y sin las caretas que nos

ponemos para vivir en sociedad.

Escuchan la palabra de Dios, que levanta los corazones decaídos, desinfla a los hinchados, elimina lo

superfluo, corta lo que impide el crecimiento de los valores evangélicos, que, en el fondo, coinciden con los

humanos. Lo escuchan íntegramente, no a conveniencia, discriminando y eliminando los pasajes más

exigentes. Y, sobre todo, oran y guardan en el corazón sus palabras; se dejan querer. Tenemos que escucharle

a través de los acontecimientos y en las vicisitudes por las que pasamos; y en lo que nos dicen los que nos

rodean, aunque ‘no sean de los nuestros’.

‘Escuchar’ la voz es mucho más que escuchar la palabra. Comporta una relación más estrecha; una

pertenencia recíproca, en un clima de libertad y espontaneidad. Se traduce en el ‘seguir’, en adherirse al Pastor

con la conducta y la vida en su totalidad; en comprometerse con él y por él. Los oyentes de Jesús, todos oían,

pero no todos escuchaban, no todos ‘hacían’.

‘Seguir’ nos indica que no es suficiente un conocimiento conceptual y teórico de Jesús, sino que implica un

caminar con él, rastreando sus huellas, ahondando en sus sentimientos y razones, hasta ir logrando una

comunión de vida con él.

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La ‘voz’ de Jesús resuena siempre que alguien vive y anuncia como él el mundo nuevo, la nueva humanidad,

el reino de Dios; siempre que alguien pregona como él la justicia, la libertad, el amor, la paz, la verdad, la

fraternidad universal; siempre que alguien nos descubre el sentido de la vida, de Dios...

Seguidor de Jesús es el que reconoce su voz en los profetas de hoy; el que sabe discernir, en una sociedad en

la que todo está mezclado y todo se presenta como válido, dónde está realmente la verdad que libera-salva, la

diga quien la diga, y sabe adivinar dónde se encuentra el engaño. Una verdad que está en relación directa con

la justicia y la libertad para todos los pueblos de la tierra. Una verdad a la que nos abren las bienaventuranzas

(Mt 5, 3-12). ¡Cuánto saben de esto muchos cristianos y todos los que luchan por la justicia, sobre todo en el

tercer mundo!

Los que escuchan están abiertos al plan de Dios sobre la humanidad, sin condicionarlo. Para comprender a

alguien es necesario sintonizar con él, poseer una mínima afinidad con él, simpatizar con su persona, tratarla y

escucharla atentamente para poder ir comprendiendo lo que nos dice o intenta transmitirnos. Poco a poco,

contando con el factor tiempo, el que así escucha, acaba por identificarse con ese ‘alguien’.

El Pastor se autodefine como el que conoce a las ovejas. No genéricamente, sino una a una. Cada uno de

nosotros somos para él un absoluto.

No hay fe cristiana sin una relación interior, personal y libre con Jesús de Nazaret, lo que supone un

conocimiento profundo de sus ideales y sentimientos (Fil 2, 5). ¿No será mucho ‘suponer’?

“Y YO LES DOY LA VIDA ETERNA”

Quiere que vivamos para siempre con él. Los que se aman de verdad intuyen, desde lo más íntimo de sí

mismos, que ese amor supera a la misma muerte.

Nadie las arrebatará de mi mano. Nadie podrá arrebatarle a este Pastor al que él conoce y ama y sabe que

es correspondido. Al cuidado que el buen Pastor tiene de los suyos, se une el Padre –que me las ha dado-.

Como el Padre está por encima de todos los poderes del mundo, nadie será capaz de derrotar a los seguidores

de Jesús... después de la muerte.

Yo y el Padre somos uno. Jesús nos comunica su íntima unión con el Padre, llena a rebosar de cariño y de

ternura. Esta expresión encuentra su máxima clarificación en la ‘Oración sacerdotal’ (Jn 17).

‘Son uno’, pero no en el sentido de la unidad que existe entre la voz o el anuncio de un profeta y la voz o el

anuncio del mismo Dios. Los profetas hablaban explícitamente en nombre de Dios, y nadie se extrañaba. La

afirmación de Jesús tiene un sentido trascendente: presupone una unidad o identidad de naturaleza. Así lo

entendieron sus adversarios, como se ve en el desenlace de este enfrentamiento.

A LOS JUDÍOS LES HIERE EL UNIVERSALISMO DE PABLO

“Pablo y Bernabé desde Perge siguieron hasta Antioquia de Pisidia; el sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento.

Muchos judíos y prosélitos practicantes se fueron con Pablo y Bernabé, que siguieron hablando con ellos, exhortándolos a ser fieles al favor de Dios.

El sábado siguiente casi toda la ciudad acudió a oír la Palabra de Dios. Al ver el gentío, a los judíos les dio mucha envidia y respondían con insultos a las palabras de Pablo.

Entonces Pablo y Bernabé dijeron sin contemplaciones: -Teníamos que anunciaros primero a vosotros la Palabra de Dios; pero como la

rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los

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gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: ‘Yo os haré luz de los gentiles, para que seas la salvación hasta el extremo de la tierra.’

Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron mucho y alababan la Palabra del Señor; y los que estaban destinados a la vida eterna creyeron.

La Palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región. Pero los judíos incitaron a las señoras distinguidas y devotas y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio.

Ellos sacudieron el polvo de los pies, como protesta contra la ciudad y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo.”

(He 13, 14. 43-52)

Pablo, acompañado por Bernabé, llega a Antioquia de Pisidia, en la actual Turquía, y comienza en la

sinagoga una predicación del evangelio reservada a los judíos de la ciudad (He 13, 15-41).

Después de haber hablado con éxito en la sinagoga, los judíos les rechazan y rompen con ellos, movidos por

los celos y envidias, ante el interés que mostraban los paganos por unas enseñanzas que ellos tenían como

exclusivas desde siglos. Estaban convencidos de que los paganos podrían participar de esas enseñanzas

únicamente si se hacían judíos.

Pablo les quita el privilegio, y coloca a los paganos al mismo nivel que los judíos. La justificación no vendrá

por la ley de Moisés, sino por la fe en Jesucristo. De esta forma, la salvación será totalmente accesible a los

gentiles.

A los judíos les hiere el universalismo de Pablo. Y los paganos se alegran de ello y lo agradecen.

Esta amarga experiencia acompañará a Pablo, principal protagonista de este libro a partir de este momento,

durante toda su vida apostólica. Constatará que la evangelización está unida a la persecución. Cada vez que se

dirija a los judíos encontrará una fuerte oposición. Su palabra será siempre motivo de alegría y de odio; unos

le seguirán y otros le perseguirán con fanatismo. Los gentiles serán, en general, más acogedores de la palabra;

son tierra virgen; no están ‘vacunados’, como podemos estar nosotros.

Pablo abandona la sinagoga, después de una clara exposición, y se dedicará a los gentiles, porque la salvación

también es para ellos. Les cita una profecía del Segundo Isaías (49, 6): Yo te haré luz de los gentiles, para

que seas la salvación hasta el extremo de la tierra.

Pablo presenta su misión hacia los gentiles como un cumplimiento de las Escrituras. Con ello, parece que

quiere indicarnos que su misión hacia los paganos no es consecuencia del rechazo de los judíos, sino de la

misma voluntad divina. Si Dios es el creador de toda la humanidad, y dirige los destinos de todos los pueblos,

es lógico que quiera llevar a todos a la salvación.

Finalmente, los judíos conjuran contra Pablo y Bernabé, valiéndose de señoras distinguidas y devotas y de

los principales de la ciudad, y no cejan hasta expulsar de la ciudad a los predicadores de un Mesías que no

aceptan. Y es que cuando quieren desinstalarnos, nos defendemos con todos los medios a nuestro alcance,

sean lícitos o no.

Pablo y Bernabé se sacuden el polvo de los pies, para significar la separación de ellos.

A pesar de las persecuciones, seguirán con fidelidad a Jesús llenos de alegría y de Espíritu Santo.

CRISTO ES PASTOR Y CORDERO AL MISMO TIEMPO

“Yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.

Y uno de los ancianos me dijo:

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-Éstos son los que vienen de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero.

Por eso están ante el trono de Dios dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el

Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas.

Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.” (Ap 7, 9. 14b-17)

La segunda lectura une la imagen del Pastor y la del Cordero. Cristo es Pastor y Cordero al mismo tiempo.

Ha ofrecido su vida y se ha convertido en Cordero degollado.

La lectura de hoy nos presenta la visión grandiosa que tuvo Juan sobre la gloria de los elegidos: una

muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Toda la

humanidad está representada aquí. Describe la dicha de los elegidos -Ya no pasarán hambre ni sed... -. Y

más en concreto la de los que han pasado por la persecución a causa de Jesús –han lavado y blanqueado sus

mantos en la sangre del Cordero-. Y a todos: Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos, para siempre.

Juan contempla esta visión desde la óptica litúrgica de la fiesta de los Tabernáculos; la única de las cuatro

fiestas principales de los judíos en el antiguo Testamento que no reaparece en el nuevo.

Llevan vestiduras blancas y palmas en las manos y uno de los ancianos explica quiénes son: los salvados

por la redención de Cristo, los que la han aceptado y han perseverado en la fe recibida. La gran tribulación

representa las pruebas cotidianas de la fe a lo largo de la vida.

Con la evocación de la fiesta de los Tabernáculos, se nos dice que jamás tendrán que pasar las penalidades del

desierto –hambre, sed, sol, bochorno-: el Cordero es su guía y les conducirá a las fuentes de la vida plena y

para siempre. La resurrección no será un acto individual, sino colectivo: toda la humanidad está llamada a ella.

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DOMINGO QUINTO DE PASCUA

EL MANDAMIENTO CRISTIANO

Los seguidores de Jesús de Nazaret no debemos vivir instalados ni ser conformistas con este mundo;

siempre esperamos algo nuevo. Nunca debemos pactar ni con la más pequeña de las injusticias o

corrupciones. Nunca podemos quedarnos con las manos en los bolsillos, mientras haya alguien que sufra

opresión o subdesarrollo, de la clase que sea. Hemos de vivir en la espera de ‘un cielo nuevo y una tierra

nueva’ y, a la vez, trabajando en comunidades por una sociedad justa y solidaria, en la que haya libertad e

igualdad para todos, unas comunidades que se amen... porque en ellas está ‘la morada de Dios con los

hombres’, en ellas está Dios.

Otras religiones destacan por sus largas oraciones y duras mortificaciones, por el culto y los sacrificios, por

sus leyes y sus creencias. Así, entre las más conocidas, el Islam pone el acento en la ‘sumisión’ a Alá; el

Hinduismo en su ascesis, su concentración y devoción; el Budismo en la supresión del deseo, para llegar a la

supresión del dolor y a la compasión. El Cristianismo pone su acento en el amor; en un amor como el de Jesús.

Todo lo demás está al servicio de la única ley del amor. El Cristianismo es amor. Y es cristiano el que ama y

en la medida en que ama.

De aquí que la visión apocalíptica de Juan no pueda ser utilizada como opio o somnífero. Esta tierra nueva

que está brotando de la Pascua, tiene la ley nueva del amor de Jesús, modelo del amor que debemos vivir sus

seguidores... y que es el camino de la nueva humanidad.

LA GLORIFICACIÓN DE JESÚS Y DEL PADRE

“Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: -Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. (Si Dios es

glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará.) Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La

señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.” (Jn 13, 31-33a)

Cuando salió Judas del cenáculo, se inicia el momento cumbre del amor de Jesús al Padre y del Padre a

Jesús: Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. ¿Qué quiere decir? Significa la

plena comunión de ideales y de vida entre el Padre y Jesús, que se va a hacer patente en la entrega total –‘hasta

la muerte’ (Fil 2, 5-8)- del Hijo por fidelidad y amor al Padre en los hermanos. Al dejar de lado todo lo

caduco, todo asomo de egoísmo, y enseñado a los hombres el camino que lleva al Padre (Jn 17, 4-6), Jesús ha

conquistado la plenitud de vida humana, y logrado la unidad perfecta con el Padre. Dios es glorificado en

Jesús, porque ha realizado plenamente el proyecto humano, que el Padre había ideado cuando creó al hombre.

¡Por fin, un hombre había llegado a ser Hombre! La ‘imagen’ se había identificado con el ‘original’ (Gén 1,

26s), el Hijo del hombre es, a la vez, el Hijo de Dios. Llegaban a la plena identificación el humanismo y el

cristianismo, porque Jesús es la plenitud de ambos, lo humano y lo divino. También Jesús va a ser glorificado

enseguida por el Padre, al resucitarlo de entre los muertos (Fil 2, 9-11). La Pascua cristiana proclama esta

comunión de vida entre el Padre y el Hijo. Comunión de vida que se derrama, se comunica a todos los

hombres de buena voluntad. Esta común glorificación se expresa en presente porque es contemplada desde

una perspectiva eterna, en la que no existe ni el pasado ni el futuro; sólo el ‘hoy’ (Sal 2, 7).

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En la forma en que se dirige a sus discípulos les muestra el cariño que les tiene: Hijos míos. Él va a la

muerte, por eso le queda poco tiempo para estar con ellos.

EL MANDAMIENTO NUEVO

En este ambiente entrañable, Jesús nos deja su última voluntad, su deseo más grande, su ley y su marca: el

mandamiento del amor. Es un mandamiento nuevo, a pesar de que amarse es cosa tan antigua como el

hombre. Lo nuevo está en la calidad del amor que se nos pide.

El que habla es un hombre que está a punto de ser condenado a muerte y asesinado. Sus palabras debemos

tomarlas como su testamento: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como yo os he

amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros. En estas

palabras está todo el cristianismo. Lo demás sirve si va acompañado del amor.

El amor, más que un mandamiento, es una necesidad. ¿Se puede mandar amar? Un amor forzado no sería

verdadero. Con este mandamiento, Jesús quiere expresarnos lo que realmente necesitamos vivir los hombres.

Porque, ¿cómo vivir sin amar y sin ser amado? El amor es nuestra savia y nuestro aliento. El que no ama o no

es amado no vive.

Un amor como el de Jesús es un don. ¿Cómo podremos amar con nuestro corazón de piedra? Sólo Dios

puede cambiarlo en un corazón de carne (Ez 36, 26). Dios nos capacita para amar, amándonos; nos ama para

que podamos amar.

¿Nuevo? Nada más antiguo que el amor. Es la ley primera del ser humano, la realidad que dio origen a la

humanidad. Porque el hombre empezó a ser persona cuando aprendió a amar, y sigue siéndolo en la medida en

que ama.

El mandamiento del amor no es algo que nos venga de fuera. Es exigencia connatural al ser humano, algo

constitutivo de nuestro ser. Lo más constitutivo, lo que más nos hace persona, lo más esencial de nosotros

mismos, lo que nos verifica y nos distingue. Algo parecido a lo que decimos de Dios, puesto que estamos

creados a su ‘imagen y semejanza’ (Gén 1, 26). Si Dios es amor, si se llama Amor; el hombre es también amor

y se llama amor. Un plan de Dios enturbiado por el pecado: deseo humano de ser como Dios (Gén 3, 5), sin

contar con él

Los seres humanos estamos llamados al amor; nos construimos y nos desarrollamos en las relaciones de

amor. El que no ama, no vive, está muerto; el que no ama, no es.

El cristianismo tiene una única exigencia decisiva. La nueva comunidad posee un código que se resume en

un único mandamiento. La nueva ley es el mismo Jesús, como signo que manifiesta y expresa el amor de Dios.

En este mandamiento, Jesús no pide nada para sí o para Dios, sino solamente para el prójimo. Y no es un

amor cualquiera: Como yo os he amado. Esta es la novedad. Un amor que rompe todos los límites.

El amor de Cristo es el amor del Hombre-Dios en la tierra. Tenemos que amar como Dios... Amor como el

de Jesús: gratuito, generoso, universal, incondicional, desde y en la comunidad –a la manera Trinitaria-. Sin

límites: hasta despojarnos de todo, hasta gastarnos del todo. O sea: amar a todos y del todo y en todo. Modelo

inalcanzable para nosotros. Pero... podemos alcanzar un nivel elevado porque Jesús nos dio su Espíritu...

¿Fácil o difícil? Las dos cosas: nada más fácil y que más compense que el amor; pero nada más exigente ni

más ‘crucificante’ que el amor.

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Para poder vivir esta realidad, tenemos que dejarnos purificar –bautismo de fuego y Espíritu, además del

agua-; y tenemos que agrandar nuestra capacidad, lo que exige un proceso de despojo, de vaciamiento, de

‘muerte’, para ser una persona libre, enteramente abierta a la novedad del Espíritu. Será la propia experiencia

la que nos haga comprenderlo.

EL DISTINTIVO DEL CRISTIANO EN EL MUNDO

Todo lo que el Señor quiere de nosotros es que le sigamos en el amor. Nos pide lo más natural y más gratificante que hay entre nosotros. Amarse es quererse bien y hacerse bien. Hacerse bien es exigirse y comprometerse con el reino de Dios –la nueva humanidad-, ayudarse mutuamente a caminar. Hacerse bien es decirse todo lo que vemos en nosotros, sobre todo lo negativo, que es lo que más cuesta soltar. Amarse es sonreírse, darse la mano, abrazarse, besarse. Amarse es aceptarse tal como se es. Amarse es fiarse el uno del otro. Amarse es abrirse el uno al otro y contarse lo que queremos y lo que sufrimos, todo lo que nos pasa. Amarse es tener paciencia el uno con el otro...

Amamos a Dios tanto como amamos al prójimo; y de éste al que peor nos cae. ¡Cuidado con las muchas

falsas ilusiones que tenemos!

Este amor nuevo lleva a una comunicación con Dios y entre nosotros semejante al que existe entre el Padre

y el Hijo y el Espíritu; y es sacramento que hace ‘visible’ el amor trinitario. Un amor nuevo que está

engendrando el mundo nuevo, llenándolo de gracia, de libertad, de justicia y de vida. El mundo de Dios, cuya

única norma es el amor de Jesús.

Es necesario ser educados para este amor, único verdadero, porque no brota de nuestro natural, tocado por

el pecado. La norma ya no es, como en el antiguo Testamento, el semejante –‘Amarás a tu prójimo como a ti

mismo’ (Lev 19, 18)-, sino el amor mismo de Jesús, un amor traducido en las actitudes, en los hechos, en los

gestos concretos.

Un amor que no mira los méritos de las personas y que se traduce en el servicio al hermano. Un amor que

elige la debilidad, que rechaza cualquier forma de violencia, respeta la libertad, promueve la dignidad y la

justicia, reprueba toda discriminación. Un amor desarmado que se revela más fuerte que el odio. Un amor que

se revela como la tarea más revolucionaria que los seres humanos podemos emprender; la única que es capaz

de cambiar el mundo de raíz.

Los cristianos no aprendemos del Maestro una doctrina, sino un comportamiento; una forma de vivir, con

la que hacemos presente al Padre en el mundo.

Una importante demostración de este amor hacia la humanidad consiste en manifestar que la utopía es

posible, que Dios es Padre para siempre y que los hombres somos hermanos y viviremos un día como tales.

Si en una comunidad falta este signo distintivo, insustituible por códigos, cultos... podemos afirmar que ha

perdido su propia identidad, y que no tiene nada que ver con la novedad de Jesucristo.

La práctica de este mandamiento anticipa, de alguna manera, en esta tierra ‘la ciudad santa, la nueva

Jerusalén’, de la que nos habla la segunda lectura. La realidad futura será algo completamente nuevo y, sin

embargo, permanecerá el fundamento de esta vida: el amor. Lo que ahora estemos construyendo desde el

amor se está transfigurando, eternizando.

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EL ESPÍRITU, PRINCIPAL PROTAGONISTA

“Volvieron Pablo y Bernabé a Listra, a Iconio y a Antioquia, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios.

En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquia, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la comunidad, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.”

(He 14, 20b-26)

La primera lectura nos habla también hoy, como el pasado domingo, de los apóstoles Pablo y Bernabé. Es la

conclusión del primer viaje apostólico de Pablo, el año 49. Regresan a Antioquia, ciudad de la que habían

salido los dos misioneros hacía ya cuatro años. No habían partido por su cuenta, sino movidos por el Espíritu

Santo y enviados por la comunidad de esta ciudad, en la que todos se sentían misioneros.

Durante estos cuatro años, han sembrado su ruta de comunidades cristianas. Ahora recorren el camino a la

inversa, visitando las comunidades fundadas anteriormente, para confortar la fe de los hermanos y consolidar

aquellas jóvenes iglesias, designando presbíteros o responsables de las mismas. La elección la hacían después

de un período de oración y de ayuno, para que la elección fuese fiel a la voluntad del Espíritu.

En sus exhortaciones hablan de las tribulaciones, de las dificultades que han pasado, y que ellos también

pasarán, a causa de los judíos, animándoles de esta forma a la perseverancia. Tribulaciones que tienen carácter

salvador, como en el caso del Maestro.

Llegados a su destino –Antioquía- cuentan a la comunidad todo lo que han hecho. Y Lucas matiza: lo que

Dios había hecho por medio de ellos, porque Dios es el gran protagonista de la acción misionera de la Iglesia.

Ellos se sienten simplemente unos servidores de la Palabra.

Vuelven gozosos por los frutos alcanzados. El más importante es la apertura de los gentiles a la fe, la

siembra de comunidades cristianas por Asia Menor. La Iglesia se iba convirtiendo en ‘católica-universal’.

Es la Buena Noticia que han podido transmitir gracias a la resurrección de Jesucristo. Desde ella, ya nada

será como antes, porque el Espíritu del Resucitado está actuando en el mundo, para llevarlo a su completa

transformación. La reunión, más que un balance de resultados, parece una ‘celebración’.

TODAS LAS UTOPÍAS Y SUEÑOS SE ESTÁN REALIZANDO

“Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono:

-Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado.

Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘Ahora hago el universo nuevo’.” (Ap 21,1-5)

Juan, adelantándose a los acontecimientos, convierte la esperanza, anunciada por el apóstol Pedro (2 Pe 3,

13), en realidad: Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Vi la ciudad santa... Ya no habrá muerte, ni luto,

ni llanto, ni dolor. Una humanidad ideal. Debía tener una visión-fe asombrosa... Porque, ¿cómo vislumbrar

todo esto en este mundo en el que vivimos?

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¡Qué dura es la vida para la mayoría de los humanos! Nuestra sociedad parece una máquina sin entrañas.

¿Tendremos que esperarlo todo para después de la muerte?

Mensaje de esperanza. Todas las utopías y sueños son posibles. El mundo nuevo no supone la destrucción de

éste, sino su progresiva transformación. La vida eterna ya está incrustada en este mundo que pasa. El reino de

Dios ya está dentro de nosotros, aunque de un modo imperfecto.

El autor del Apocalipsis, da por supuesto que la resurrección de Cristo no ha eliminado el mal de la vida de la

humanidad, ni de la vida de los cristianos. Los incontables males siguen en nuestro mundo. Pero el mensaje del

libro es que Jesucristo logró ya la victoria definitiva sobre ellos. Esta victoria definitiva sobre todo mal,

comienza a exponerla en esta lectura.

Juan, después de haber descrito tantas visiones angustiosas y alarmantes, se deleita con la visión incomparable

de la gloria y de la luz, que rodeará para siempre a los elegidos de Dios. Lo hace con tres visiones: el cielo

nuevo y la tierra nueva; la nueva Jerusalén y el culto nuevo dado a Dios en la nueva liturgia.

Es también el cumplimiento de las palabras del Tercer Isaías (65, 17): ‘Voy a crear un cielo nuevo y una tierra

nueva’. La nueva creación, iniciada en la Encarnación, es ahora perfecta. Sólo existirá el bien, el mar –símbolo

del mal- ya no existe. La luz y la belleza dominan sobre todo: La nueva Jerusalén –la Iglesia-... arreglada

como una novia, triunfante y feliz después del camino de pruebas y persecuciones del mundo. Todas las

lágrimas serán enjugadas, no habrá ni rastro de mal. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Todo lo

que ha agredido a la humanidad desde el principio, desaparecerá. El ‘parto’ finalizará con pleno éxito (Jn 16,

21; Gál 4, 19).

El autor intenta con esta visión reanimar la esperanza, ayudarnos a desentrañar el término de la historia

humana, el gozo que Dios ha querido preparar para todo lo creado. La resurrección de Jesús, su victoria sobre la

muerte, nos ha abierto el camino de esta nueva vida que Dios desea para todos.

Decía san Agustín: ‘No quedará ningún anhelo sin saciar cuando Dios lo sea todo en todos’.

Con la desaparición de la muerte, las lágrimas ya no tienen justificación. La inaudita novedad de este mundo

nuevo es, pues, que la muerte no tiene la última palabra.

Dios... acampará entre ellos. Dios está entre nosotros definitivamente. Ya tenemos un principio de cielo

nuevo y de tierra nueva; la semilla o los cimientos de la ciudad del compartir, del consolar, del ayudar; la ciudad

de la paz y la alegría, de la justicia y de la libertad, de la paz y del amor. Una realidad vivida como tarea en

tensión escatológica. La justicia plena, la paz sin límites, el amor sin fronteras... todo esto es lo que llamamos

reino de Dios. Esta es la fuente de la dicha.

La ‘Ciudad Santa’ siempre se está construyendo. Esta es nuestra misión y nuestra urgencia. Cada día tenemos

que barrer el mal acumulado y construir algo de paz, de justicia, de libertad, de solidaridad... Los seguidores de

Jesús debemos tener siempre delante la utopía del ‘nuevo cielo y tierra nueva’. No podemos pactar con ninguna

injusticia, con ninguna mentira, con ningún dolor que esté en nuestras manos superar.

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DOMINGO SEXTO DE PASCUA

LA TRINIDAD VIVE EN EL QUE AMA

Hemos conseguido un mundo espléndido en muchos aspectos... Pero le falta alma. Se nota por el vacío y

por el ‘frío’; por la crisis de valores, de ideales y de convicciones; por la falta de fe, divina y humana; por la

sequía de sentimientos... Una sociedad egoísta, competitiva... Un mundo sin amor.

Las consecuencias las estamos pagando todos, principalmente los jóvenes y los niños, sin olvidar a los

marginados de siempre. Hay desorientación y permisividad; brillan el consumo y la falta de esfuerzo.

Hay alienación, inconsciencia e irresponsabilidad; violencia y marginación; tristeza y soledad, ¡mucha

soledad!...porque falta el alma del convencimiento, el alma de la cordialidad, el alma de la amistad.

Los cristianos tenemos que ser la luz en este mundo en tinieblas; el ‘corazón de este mundo sin corazón’, el

alma en una sociedad que da la impresión de marchar a la deriva.

¿SOMOS CONSCIENTES DE QUE ESTAMOS ‘HABITADOS’?

“Dijo Jesús a sus discípulos: -El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él

y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo

no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, El Espíritu

Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo... Me habéis oído decir: ‘Me voy y vuelvo a vuestro lado’. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”

(Jn 14, 23-29)

En el evangelio de hoy hemos leído el final del primer discurso de Jesús durante la Última Cena (Jn 13-14).

Palabras de despedida. En él, cuatro ideas principales: la inhabitación de la Trinidad en los que aman; la tarea

que realizará el Espíritu Santo en los que le sean fieles; el don de la paz y la presentación de la muerte como el

camino hacia la vida sin término.

Jesús no se va del todo, su ausencia es únicamente física: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo

amará, y vendremos a él y haremos morada en él.

Los dos principales caminos para que Dios llegue a nosotros y nosotros a él, son el amor y la palabra. Los

dos caminos se entrecruzan; los dos se relacionan: el que ama guarda la palabra; y el que guarda la palabra,

ama. Y el que ama y guarda la palabra, se hace morada de la Trinidad. ¡Dichoso el que viva siempre

conscientemente esta presencia!

El amor a Jesús pide trato personal, intimidad... Pero no se queda ahí. La frase el que me ama, entendida a la

luz de todo el mensaje evangélico, equivale a ‘el que ama’, aunque nunca haya oído hablar de él. Abarca toda

la vida, toda la realidad y a todas las personas. Jesús quiere hechos y no sólo palabras. No obliga a optar por

él; pero al que opta, le exige un amor de obras: guardará mi palabra. Una palabra en la que el puesto principal

lo ocupa el mandamiento del amor, hasta el punto de que el único criterio que tenemos para saber si le

amamos es el amor que en la práctica profesemos a los hermanos. Los que no conocen sus verdaderos

planteamientos, optan por él cuando trabajan por la fraternidad y justicia universales.

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Esta presencia del Padre y del Hijo es permanente, puesto que establecen su morada en él. Y es una

presencia distinta a la que tiene Dios en todas las cosas como Creador, al limitarse a los que aman.

Aunque no se diga aquí explícitamente que también venga a morar en el discípulo el Espíritu Santo, es lo

que está suponiendo todo el capítulo. Padre, Hijo y Espíritu constituyen una unidad indivisible, de tal forma

que no es posible tener a una de las tres Personas sin las otras dos. Es lo que la teología llama ‘inhabitación de

la Trinidad’, tomando como base los escritos joánicos y paulinos.

Dios en nosotros. Nosotros casa de Dios. Si creyéramos de verdad estas palabras de Jesús, viviríamos ya el

principio de la vida eterna. Porque, ¿qué es la vida eterna sino ver a Dios, conocer a Dios (Jn 17, 3), alcanzar a

Dios, poseer a Dios? La vida eterna es penetrar en Dios, en todo lo que él significa de intimidad,

comunicación, oración, amistad.

Caminamos hacia la casa del Padre en la medida en que nos adentramos en nosotros mismos. La casa del

Padre está también en nuestro interior. El Padre viene siempre a nosotros, pone su morada en nosotros; vive en

nosotros... más que nosotros mismos. Y lo mismo Jesús y el Espíritu. Los Tres quieren hogares ‘vivos’ en que

habitar, corazones en los que impere el diálogo con ellos y el amor a los semejantes... Jesús mismo fue

preparando su morada en el corazón de sus amigos, en el corazón de los que le amaban y guardaban su

palabra.

Ya nunca podemos sentirnos solos. Ya no necesitamos peregrinar por el mundo para encontrar a Dios.

Somos nosotros –cada uno- su templo.

Manifestemos a los que nos rodean esta verdad de fe: Dios está habitando dentro de nosotros. No podemos

guardar esta luz. El mundo está falto de este conocimiento y de esta vivencia.

LA TAREA DEL ESPÍRITU

Jesús quiere explicarles muchas cosas, tiene aún mucho que enseñarles, pero ya no le queda tiempo. Será el

Espíritu Santo... quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

Jesús había enseñado a sus discípulos todo lo necesario mientras estuvo con ellos. Pero no fue mucho lo

que entendieron, empeñados en mantener sus esquemas religiosos y su mesías nacionalista. Sólo el Espíritu les

llevará a ir comprendiendo, profundizando y asimilando el sentido de sus palabras. Sin su ayuda no podremos

penetrar jamás de verdad en la Palabra que es Jesús. El verdadero Maestro de la Iglesia es el Espíritu Santo. Su

acción es la que hace posible la plenitud de vida en el amor. Será él quien lo vaya llevando todo a su plenitud;

será él quien continuará la obra de Jesús, desde dentro de cada uno de nosotros; para lo que será necesario,

además de las obras, el silencio y la reflexión de la oración.

El Espíritu nos irá enseñando el mensaje de Jesús en la medida en que lo vayamos viviendo. No hay otro

modo de conocer a Dios y a su Cristo. Por eso pasa tan desapercibida su acción. ¿Cómo podrá actuar en

nosotros cuando nos movemos por otros intereses? Es en la experiencia cotidiana del que ama donde tiene

lugar la enseñanza íntima, nunca espectacular, del Espíritu. Porque a Jesús no lo podemos recordar como un

simple personaje del pasado, ni sus palabras se han quedado petrificadas en las páginas evangélicas. Cristo

resucitado está vivo en la comunidad de creyentes en él, y sus palabras tienen valor si son algo vivo para cada

época, lugar y circunstancias. ¿Cómo hacerlo? La promesa de Jesús nos asegura el camino: caminar en el

Espíritu.

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Jesús no habló más que de los problemas de su época, pero planteó unos principios fundamentales para que

los cristianos de todos los tiempos orientáramos nuestras vidas. Es la tarea del Espíritu Santo. Un Espíritu que

no actúa mágicamente resolviendo nuestros problemas desde el cielo, sino que obra dentro de la misma

comunidad humana pluralista y compleja que, afortunadamente, pretende ser hoy la Iglesia.

La comunidad cristiana debe vivir en permanente alerta y en constate escucha del Espíritu, con un corazón

pobre, desprendido, abierto y disponible, para que todas las palabras de Jesús sean reflexionadas y vividas,

evitando recordar únicamente las que nos favorecen y olvidando las que nos resulten molestas.

Cuando la Iglesia se cierra al Espíritu, y se instala en una posición cómoda y fija; cuando los intereses

creados nos hacen prescindir de ciertas páginas evangélicas; cuando el mensaje de Jesús se transforma en un

frío catecismo para aprender de memoria como una receta... es inevitable que la Iglesia deje de ser fermento de

verdad en la sociedad.

UNA PAZ MUY DISTINTA A LA DEL MUNDO

La paz no es un signo que caracterice a nuestro mundo. Para convencernos de ello, es suficiente con hacer

un recorrido por el mapa mundial y ver los lugares en los que corre la pólvora y la sangre, las zonas del

hambre y del subdesarrollo, que atenazan a tres cuartas partes de la humanidad, los países sometidos a la

tiranía de los más poderosos, los gastos en armamentos, la convivencia entre personas...

Sin embargo, en lo más profundo del corazón humano, y de la vida de los pueblos, existe un profundo

anhelo de paz. Una paz, que está en el fondo de todas las aspiraciones humanas. Una paz, que es imposible

lograr sin libertad, sin justicia, sin verdad y sin amor, porque la paz es el resultado de la unión de las cuatro. A

la vez que deseamos la paz, nos sentimos incapaces de lograrla para todos...

Después de anunciarles que no les abandonará, que volvería en Espíritu, Jesús se despidió de ellos conforme

a la costumbre judía, deseándoles el don de la paz: La paz os dejo, mi paz os doy. No la doy como la da el

mundo. Es la paz que surge del amor, razón y objetivo de nuestra fe en él.

La paz no puede venirnos más que de Dios. Es un don suyo, que debemos pedir y agradecer y con el que

debemos colaborar. Un don, que en Jesús se ha hecho realidad palpable y vital. Él, Jesús, es nuestra paz, el

único que puede dar la paz que la humanidad necesita. Una paz, que hará posible el hombre nuevo, la nueva

humanidad, y que producirá una sensación interior de plenitud, al no conformarse con lograr un orden externo

justo. Una paz que vamos construyendo siguiendo su camino de vida.

LA MUERTE, PUERTA HACIA LA VIDA

Finalmente, les muestra su optimismo ante su próxima muerte: Que no tiemble vuestro corazón... Si me

amarais os alegraríais de que vaya al Padre. Ir al Padre a través de la muerte no es una tragedia, puesto que

con ella va a derrotar al mundo y a la misma muerte. Su ausencia no será para ellos una pérdida, sino una

ganancia, ocasión de una gran alegría.

Jesús da aquí el sentido verdadero que la muerte debe tener para sus seguidores: llegada a la casa del Padre,

encuentro definitivo con él, culminación de una vida consagrada al amor. Ante estas palabras debemos perder

el sentido trágico que damos a la muerte, como si fuera algo irreparable. Con Jesús, hasta la muerte ha

quedado derrotada. Si no fuera así, ¿de qué nos serviría la fe en él? (1 Cor 15, 19).

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Me voy y vuelvo a vuestro lado. Se va por poco tiempo. Volverá para estar siempre con los suyos. Deben

alegrarse porque su presencia en el Espíritu no estará ya limitada a una época y lugar: será universal en el

tiempo y en el espacio. Con su Espíritu llevará a plenitud la obra comenzada en Galilea.

Os lo he dicho ahora... Jesús, que había anunciado la traición de Judas, el abandono de los discípulos y las

negaciones de Pedro, para que los discípulos comprendieran, después de su partida, la fidelidad de su amor, y

se convencieran de su verdadero mesianismo, repite ahora la frase a propósito de su promesa de volver. La

primera vez (Jn 13, 19), se refería a su muerte; la segunda, a sus efectos: el triunfo de la vida.

EL PRIMER CONCILIO: JERUSALÉN, AÑO 50

“Unos que bajaban de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban como manda la ley de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar con los Apóstoles y presbíteros sobre la controversia.

Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquia con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes de la comunidad, y les entregaron esta carta:

‘Los apóstoles, los presbíteros y los hermanos saludan a los hermanos de Antioquia, Siria y Cilicia convertidos del paganismo.

Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido por unanimidad elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor. En vista de esto mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación.

Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud’.” (He 15, 1-2. 22-29)

Esta lectura sigue reflexionando en lo que es una comunidad cristiana. Hoy nos habla del primer concilio de

la Iglesia: el de Jerusalén, en el año 50.

Pablo había enseñado que bastaba la fe en Jesucristo, sin la observancia de la ley, lo que provocó el

conflicto con unos judaizantes, que pretendían imponer a los creyentes de origen pagano la circuncisión y la

ley de Moisés.

El judaísmo tenía raíces profundas. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, algunos querían

mantener a ultranza toda la ley, las costumbres y los ritos.

Aunque el problema discutido era la circuncisión, con la que llevaban muchos siglos y era todo un símbolo

de la ley antigua, lo que en el fondo se planteaba era todo el valor de la obra de Jesús.

Pablo vivía el problema en Antioquía. Unos judíos conservadores que fueron allí, alarmaron a los cristianos

venidos de la gentilidad, diciéndoles: Si no os circuncidáis, no podéis salvaros. Una posición

extremadamente peligrosa, porque tendía a minimizar la novedad que es Cristo. Otros defendían que bastaba

con las enseñanzas de Cristo. Pablo advierte que aquí está en juego la esencia misma de la novedad cristiana.

Por eso lucha con todas sus fuerzas.

Se produjo un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé. Hubo fuertes tensiones y largas

deliberaciones. Pero se dejó actuar al Espíritu Santo, verdadero impulsor de la Iglesia naciente. En lugar de

enconar el pleito, tuvieron sabiduría para someterse al juicio de la Iglesia Madre.

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El problema era de envergadura, y de consecuencias trascendentales para el porvenir de la Iglesia. Los

contrastes y las tensiones se superan con un debate abierto en Jerusalén, donde cada uno tiene la posibilidad de

exponer sus propias razones. Y todos tratan de escuchar al Espíritu con humildad, que es el alma de la reunión.

Y el concilio dijo: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las

indispensables. Es una decisión unánime tomada por los apóstoles, presbíteros y por el Espíritu Santo. Una

fórmula llena de sensatez. La fe en Jesús es la única condición para la salvación. Para los cristianos, sólo una

carga indispensable: el amor de Jesús. ¡Cuánta oración hace falta para ‘ver’ que el Espíritu está a nuestro lado!

¡Cuánta ceguera y qué decisiones más frustrantes cuando falta esa oración!

Al Espíritu Santo no le gusta imponer cargas superfluas. Donde él está hay libertad. Es enemigo de todo

yugo y tiranía; de toda cerrazón y enfrentamientos, porque es el Espíritu del Amor, es el Amor.

¿La circuncisión? Les pareció una carga inútil, aunque llevaran siglos con ella. Pensaban que era suficiente

con creer y amar.

En nuestra Iglesia parece que hay demasiadas cargas, demasiadas leyes.. Y cuantas más leyes, más

infantilismo y menos libertad.

La desgracia de los integrismos –fundamentalismos- de todos los tiempos, es la pretensión de imponer

cargas opresoras e inútiles; añadir, al mensaje liberador de Jesús, unas prácticas vacías.

Este primer concilio fue el más revolucionario; marca la ruptura con el judaísmo.

LA CIUDAD DEL FUTURO

“El ángel me transportó en espíritu a un monte altísimo y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. El muro tenía doce cimientos, que llevaban doce nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero. Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero.

La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.”

(Ap 21, 10-14. 22-23)

El Apocalipsis, en su lenguaje profético-simbólico, nos sigue ofreciendo la contemplación de la ciudad del

futuro, la Jerusalén definitiva, que será la morada de Dios y el paraíso de la humanidad. Juan continúa su

extraordinaria visión sobre la gloria de la Iglesia. Todo es resplandor y belleza; todo es santo y perfecto:

Brillaba como una piedra preciosa. Todo el que ama y guarda la palabra de Dios, llegará a ser, a pertenecer,

a esa ciudad perfecta.

La muralla grande y alta, que la rodea, indica la seguridad, la ausencia de todo peligro y de todo temor.

Las doce puertas, con los nombres de las tribus de Israel y orientadas hacia los cuatro puntos cardinales,

como también los doce cimientos con los nombres de los Apóstoles del Cordero, nos indica plenitud,

comunión universal: todo el universo –oriente, norte, sur, occidente-, el antiguo y el nuevo Testamento, el

cosmos y la historia, la antigua y la nueva ley. Todo unido, en armonía, con ausencia total de división y

recelos. Todo bien asentado sobre la fe de los Apóstoles, sobre la Roca que es Cristo.

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Templo no vi ninguno. En la ciudad futura no habrá ya templo. Por tanto, tampoco sacerdotes, ni

sacrificios, ni separación entre lo religioso y lo profano. Y no por ausencia o falta de Dios, sino por todo lo

contrario: por la plenitud de Dios, presente en todo y en todos, llenándolo todo. Nos bastará existir para estar

cerca de Dios, en Dios. El templo será la asamblea de todo un pueblo universal.

La ciudad futura es esencialmente comunión. En ella, Dios llevará a término su proyecto creador, su

proyecto de unir a todos los humanos con él y entre sí y, al mismo tiempo, con la naturaleza restaurada.

Esta ciudad no necesita ningún tipo de luz que la ilumine: La gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el

Cordero. El despliegue de luz, tan característico en las fiestas religiosas del pueblo judío, es aquí innecesario

ante la luminosidad de la obra consumada de Dios.

Es la meta y, a la vez, camino. Es ciudad construida y, a la vez, en construcción. La ciudad de la visión se

construye ya en el presente, aunque su realización perfecta pertenece al futuro. Se construye en el presente

histórico sobre los valores del Evangelio, consciente o inconscientemente.

El mito –ficción alegórica- del paraíso perdido por el pecado al principio de la historia humana (Gén 3, 4-

23), será –es- realidad.

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DOMINGO DE LA ASCENSIÓN

DESPEDIDA Y COMIENZO

LA ALEGORÍA DE LA ASCENSIÓN

La ascensión no es un acontecimiento aislado, está estrechamente unido al misterio Pascual de Cristo. Por

eso la celebramos entre la Pascua de Resurrección y Pentecostés. Es el paso de una presencia visible y familiar

de Jesús, a su presencia entre nosotros por su Espíritu.

Los datos que nos ofrece la tradición sobre ella son muy variados: Mateo (28, 16-20) menciona la marcha de

Cristo al Padre en Galilea y sin vincularla a una subida física al cielo, y afirmando su presencia en la Iglesia.

Hay también una tradición que la considera como un hecho teológico, sin pronunciarse sobre su historicidad y

sin recurrir a testimonios oculares. Un solo texto –primera lectura- presenta el acontecimiento como una

experiencia sensible, en las afueras de Jerusalén. Otros textos la localizan con grandes diferencias: Lucas –

evangelio de hoy-, en Betania, cerca de Jerusalén; Marcos (16, 15-20) no especifica. Esta diversidad explica

el hecho de que algunos exegetas hayan reducido la exaltación corporal de Jesús a una alegoría, que

trasciende el hecho histórico, para darnos una visión profunda de lo que significa para la vida humana.

La Ascensión es la culminación de la misión de Jesús en este mundo; el éxodo por antonomasia; la entrada

en la gloria definitiva, la consumación de su sacerdocio, que ejercerá en plenitud desde arriba; señala el triunfo

cósmico, universal de Jesucristo.

La Ascensión de Cristo es el principio de las nuestras. Nos da a conocer el futuro de la humanidad. Nos

enseña el camino de los verdaderos valores: la fraternidad universal, la libertad, la justicia, el amor...

La Ascensión es la respuesta al sentido último de la existencia –esperanza ante la muerte-, la culminación

del proyecto de hombre verdadero, ideal que todos llevamos dentro –amar y ser amados-, la realización de la

eternidad de la humanidad.

SE PREPARA EL TIEMPO DE LA IGLESIA

“Dijo Jesús a sus discípulos: -Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y

en su nombre se predicará la conversión y le perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Y vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.

Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo hacia el cielo). Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el

templo bendiciendo a Dios.” (Lc 24, 46-53)

Lucas refleja el descubrimiento progresivo que hace la comunidad cristiana a medida que su fe en el

Resucitado se va interiorizando.

Después de comer ‘delante de ellos’ (v 43), les explicó todo lo que estaba escrito, como había hecho con

los caminantes de Emaús (Lc 24, 25-27). Este pasaje debe ser como una síntesis de las conversaciones de

Jesús con sus discípulos durante los ‘cuarenta días’, que se les apareció para hablarles del reino de Dios.

Quiere que comprendan que el plan del Padre sobre él no tenía nada que ver con el mesianismo ambiental,

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nacionalista y político; que todo lo que le ha sucedido está anunciado en las Escrituras; que en su nombre se

predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Los discípulos serán testigos de esto. Serán preparados por el Espíritu Santo para esta misión universal.

Serán –seremos- verdaderos testigos en la medida en que anunciemos su mismo mensaje, su mismo

mesianismo. Responsabilidad que nunca reflexionaremos bastante.

Después los sacó hacia Betania... Y mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo hacia el cielo).

Con la Ascensión de Jesús al cielo, se prepara el tiempo de la Iglesia. Porque aún no es la señal de partida

para la misión. Falta Pentecostés. La venida del Espíritu Santo. Sin él, la Iglesia no está capacitada para

realizar la misión encomendada por el Maestro. El mismo Jesús había iniciado su misión después de la

investidura del Espíritu en su bautismo en el Jordán.

Sin el Espíritu, la vida no es posible, falta la fuerza para la expansión y la capacidad para el testimonio. Sin

el Espíritu, la comunidad está bloqueada, impedida, imposibilitada para transmitir el mensaje y vivirlo. Lo

celebraremos el próximo domingo.

Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Lucas, que comenzó su evangelio en el templo con el oficio Sacerdotal de Zacarías, lo termina igualmente en

el templo, con la asidua oración de los apóstoles. El cristianismo no rompió de golpe con ciertas prácticas

religiosas judías. El templo, lugar de oración, siguió siendo lugar de reunión constante de los discípulos, que

se preparaban así para recibir al Espíritu Santo prometido.

¿Cómo pueden alegrarse cuando se ha ido Jesús? Porque han comprendido el verdadero sentido de la vida

humana: que su desaparición es consecuencia de haber alcanzado la plenitud y porque, además, ha dejado sitio

a otra presencia, libre de las limitaciones a que nos tiene sujetos este cuerpo mortal. Esta presencia nueva, en

el Espíritu, va a cambiar la vida de los discípulos. Hay ausentes cuyo aparente alejamiento es más elocuente

que su presencia visible. Jesús es uno de ellos; y más que ningún otro.

A LA ESPERA DE PENTECOSTÉS

“En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.

Una vez que comían juntos les recomendó: -No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la

que yo os he hablado. Juan bautizó con agua; dentro de pocos días, vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.

Ellos le rodearon preguntándole: -Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? Jesús contestó: -No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido

con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.

Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:

-Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.”

(He 1, 1-11)

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El libro de los Hechos de los Apóstoles es la continuación y el complemento del evangelio de Lucas. Nos

habla de la expansión de la Iglesia, y nos da una visión histórico-teológica de la primitiva comunidad cristiana

en los primeros treinta años. Lo dirige al mismo Teófilo que el evangelio.

En ambos libros, Lucas nos ha dejado dos relatos muy distintos de la Ascensión. El primero -al final de su

evangelio, leído hoy-, sirve de doxología –glorificación- a la vida pública de Jesús; el segundo, al principio de

los Hechos, de comienzo de la Iglesia.

En el primer libro... escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando... Nos indica que Jesús,

antes de predicar, dio ejemplo con su vida, y que la narración evangélica, más que contar una historia, está

orientada a su interpretación. En este relato de los Hechos, Lucas materializa el acontecimiento, lo que nos

exige una lectura muy atenta, al ser un relato más simbólico.

Jesús se despide. Ha estado durante cuarenta días apareciéndose a los discípulos y hablándoles del reino

de Dios, como lo había hecho antes de su muerte y resurrección.

No os alejéis de Jerusalén hasta que seáis bautizados con Espíritu Santo. Jerusalén será la Iglesia Madre.

De ella, después de Pentecostés, partirán los apóstoles para anunciar el reino de Dios en el resto de Palestina y

hasta los confines del mundo

Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? Los discípulos no acaban de entender.

No terminan de despegarse de su idea temporal y nacionalista. Sólo el Espíritu Santo logrará que entiendan la

verdadera naturaleza del evangelio. Por eso, les remite a la enseñanza del Espíritu, del que recibirán la luz y la

fuerza que les permita ir entendiendo, para poder ser sus testigos verdaderos en toda la tierra.

Al reino de Israel, opone Jesús la universalidad de la Iglesia y de su reino, predicado ya por algunos

profetas y por él mismo.

La afirmación de que no corresponde a los hombres conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha

establecido, es una llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse. Lucas quiere mostrarnos que

Jesús sólo está presente en los que aceptan el largo camino, que pasa por la misión y el servicio a la

humanidad. El testimonio valiente de la Iglesia será fruto de Pentecostés.

Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Más que una descripción externa del

acontecimiento, debemos ahondar en la doctrina que contiene: Nos presenta a Cristo como Señor, como rey de

todo el universo. La nube es signo de la presencia divina. Es como ve Lucas el final de la presencia de Jesús

en el mundo.

El reproche de los dos hombres vestidos de blanco: ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?, viene

a ser como una indicación de que la misión del cristiano está sobre la tierra; sobre las realidades humanas que

deberá transformar y cristianizar. Porque la resurrección-ascensión de Jesús no es un final, sino el comienzo

de una nueva etapa del reino: la misión de la Iglesia. Una Iglesia al servicio del reino, que está en el mundo

para interpelar a la humanidad con el mensaje de amor de Jesús.

No podemos contentarnos con contemplar el cielo, como los discípulos en el monte, sino de dar testimonio

del Resucitado con nuestro modo de vivir, trabajando por el reino y su justicia (Mt 6, 33).

Ahora comienza para la Iglesia el camino de la fe y de la madurez cristiana: caminará sola, sin la ayuda

visible del Maestro. Comienza también el camino para la esperanza: Volverá como le habéis visto

marcharse. La Iglesia espera la vuelta del Señor, y esta esperanza hará que se mantenga fiel.

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Todos los que hemos sido bautizados somos los llamados, los vocacionados, a prolongar a Cristo. Porque el

bautismo nos incorpora a Cristo, nos hace pequeños ‘cristos’ en camino hacia la plenitud del Resucitado.

EFICACIA ETERNA DEL SACRIFICIO ÚNICO DE CRISTO

“Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres –imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.

Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces –como el sumo sacerdote que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiese sido así, Cristo tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo-. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.

El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de

todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar definitiva-

mente a los que lo esperan. Teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con

el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne; y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura.

Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa.”

(Heb 9, 24-28; 10, 19-23)

Leemos, como segunda lectura, dos pasajes de la carta a los Hebreos.

El primero (9, 24-28), es la conclusión del tratado sobre la misión sacrificial de Cristo. Siguiendo el ritual

del libro del Levítico –capítulo 16-, el autor de la carta se detiene en dos temas importantes de la fiesta de la

Expiación: la entrada solemne anual del sumo sacerdote en el ‘Santo de los Santos’ y el sacrificio expiatorio

propiamente dicho. Contrapone el santuario construido por hombres al celestial, en el que ha entrado

Jesucristo para seguir ejerciendo sus funciones sacerdotales: para ponerse ante Dios, intercediendo por

nosotros (v 24). Y añade un matiz nuevo: Cristo ofreció su sacrificio una sola vez, no como el sumo

sacerdote que entraba en el santuario todos los años para ofrecer sangre ajena (vv 25-26). Cristo ha

penetrado en el mismo cielo para siempre, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros (v 24).

Al igual que los hombres mueren una sola vez, y después el juicio (v 27), así también Cristo se ha

ofrecido una sola vez. La segunda vez aparecerá... para salvar definitivamente a los que lo esperan (v

28). Las oraciones de los creyentes encuentran, en todo momento, un mediador atento que está siempre

delante de Dios, mientras que el sumo sacerdote ejercía esa función sólo ocasionalmente.

Lo que autoriza a Cristo, a ejercer la expiación definitiva, es el hecho de haber ofrecido su vida. El acto vale

según la persona que lo realiza. El valor de la ofrenda del Crucificado-Resucitado es doble: en cuanto Hijo de

Dios, trasciende los sacrificios antiguos; en cuanto hombre perfecto, da a su ofrenda un sentido espiritual

desconocido en el antiguo ritualismo. El texto quiere que comprendamos que, gracias a su muerte y

resurrección, Cristo ha borrado y perdonado los pecados, no sólo de una forma externa, como la sangre de los

animales sacrificados, sino fundamentalmente porque es el primer ser humano que ha vivido una vida sin

pecado (Heb 4, 15), y el Señor que ha abolido el reinado del mal.

El segundo pasaje (10, 19-23), nos exhorta a la perseverancia y a la esperanza. Sabiendo que tenemos a

Cristo de nuestra parte, el autor nos insiste en la confianza que esto debe darnos.

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Nos habla del sacerdocio que ejercerán los creyentes que, siguiendo al Maestro, han penetrado en el

santuario. Gracias a Jesús, el cristiano puede entrar directamente en el santuario sin pasar por el rito

intermedio del sacerdocio cultual (v 19). Este acceso es una ‘novedad’ del cristianismo, respecto al judaísmo y

al paganismo. Acceso que conduce a la vida eterna, a través de la cortina que, en el antiguo templo separaba a

los fieles del santuario. Esta cortina ha quedado suprimida por el desgarro de la carne y el derramamiento de

la sangre de Jesús en la cruz (v 20). Había que acabar con la ‘cortina’ de la separación, para poder entrar

hasta la presencia misma de Dios, al frente de cuya casa está nuestro gran sacerdote Jesucristo (v 21).

La conclusión que hemos de sacar de esta presentación del sacerdocio del pueblo cristiano es la fidelidad al

bautismo: acerquémonos con corazón sincero… (v 22), firmes en la esperanza que profesamos, porque

Dios es fiel a su promesa (v 23).

UNA MUY SALUDABLE INCREDULIDAD

Con los textos de la despedida de Jesús de los suyos terminan los evangelios sinópticos. La conclusión de

un evangelio es importante porque ayuda a profundizar en todas sus páginas y, a la vez, supone la lectura

íntegra de ellas para comprender mejor su desenlace.

Lucas es el más esquemático de los tres. Insiste en un hecho: finaliza una página de la historia evangélica.

La experiencia que tuvieron algunos discípulos de la cercanía visible de Jesús, ha terminado. A partir de ahora

estará ‘ausente’. Nadie volverá a verle ni a oírle. En su primer libro, Lucas insiste sobre todo en la partida de

Jesús, en el final de su misión visible entre nosotros. En los Hechos, destacará el comienzo de la tarea de la

Iglesia.

Los apóstoles nunca disimularon su incredulidad ante las palabras de Jesús. Reconocen que se quedan en la

superficie de sus planteamientos. Su conducta sincera nos debería liberar a nosotros de tantas comedias

piadosas, de tanto convencionalismo inútil y tantas devociones vacías. Nuestra torpeza en creer es evidente; se

va haciendo natural y tranquilizante a medida que van apareciendo nuestras resistencias a todo lo

verdaderamente evangélico, nuestra impermeabilidad a todo lo divino.

Los apóstoles habían compartido durante tres años sus vidas con Jesús, habían sido testigos de sus

enseñanzas, de sus milagros, de toda su vida. A pesar de ello, nunca comprendían nada: les tenía que explicar

el significado de las parábolas más sencillas, interpretaban de un modo material las enseñanzas más

espirituales, intentaban servirse de él incluso pensando que le hacían un favor, se escandalizaban cuando les

anunciaba su trágico final... ¡Cuántas dificultades encontraron para creer en la resurrección! ¡Qué lentos

fueron en rendirse ante lo evidente! ¡Qué ciegos ante las más claras manifestaciones! Pero al menos no

pusieron caras de intelectuales, de haber comprendido perfectamente, de saberlo ya todo, de regocijo... Fueron

sinceros, se manifestaron tal como eran y, por eso, las palabras de Jesús llegaron a penetrar en sus vidas para

siempre.

Los cristianos damos la impresión de ser unos seres superdotados, al lado de aquella pobre gente tan pesada

y lenta. Pero cada paso que daban los apóstoles hacia delante, era un paso de verdad. Y así, su fe llegó a ser

sincera, como sincera había sido antes su incredulidad. Nosotros ya creemos plenamente desde pequeños... Ni

nos planteamos dudar de la verdad de nuestra fe... ¡No faltaría más!... ¡Así nos va!

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DOMINGO DE PENTECOSTÉS

EL ESPÍRITU SANTO, ALMA DE LA IGLESIA

EL MAYOR DON

A los cincuenta días de la Pascua de Resurrección, celebramos la fiesta de Pentecostés. En ella, el amor de

Dios se derramó sin medida en el corazón de la humanidad. Se iniciaron los tiempos nuevos, la era del

Espíritu, camino para ser y para crecer como personas verdaderas. En esta fiesta nació la Iglesia. Nació un

nuevo corazón, una nueva ley, una nueva creación, un modo nuevo de entender la vida. El amor de Jesús

comienza a hacerse realidad en los que le siguen. Son dos fiestas íntimamente relacionadas. Pascua es la vida

que triunfa; Pentecostés, la vida que se comunica.

Pentecostés es la culminación de la obra de Jesús, el cumplimiento de todas sus promesas. Ese día, la

Iglesia naciente se lanzó al mundo para anunciar el evangelio a todos los pueblos, razas y lenguas de la tierra.

Cuando hablamos del Padre y del Hijo, entendemos algo de lo que es la paternidad y la filiación. Pero

cuando hablamos del Espíritu, nos perdemos. Por eso necesitamos de los símbolos: aliento de Dios, fuego,

Defensor, Abogado...

Como el alma en nosotros, el Espíritu es creativo y unificador. Distribuye sin cesar toda clase de carismas.

Es el ‘aliento’ de Jesús, su vida íntima, el que dirigía y marcaba toda su personalidad.; es común-unión,

explosión de vida, sorpresa cotidiana. Es el Alma de la Iglesia.

Es también la vida íntima de Dios: la Amistad –Amor compartido- entre el Padre y el Hijo. Los tres

formando una completa unidad.

El don del Espíritu es más íntimo y eficaz que el mismo don de Cristo. Jesús actuaba desde fuera, ayudando

y enseñando: era Dios-con nosotros. El Espíritu actúa desde dentro de nuestro ser, iluminando y confortando:

es Dios-en-nosotros. Por eso, la transformación de los apóstoles se realizó cuando fueron inundados por el

Espíritu en el primer Pentecostés. Es verdad que Cristo es la vid y nosotros los sarmientos; pero la savia es el

Espíritu. Con el Espíritu se da el mismo Dios.

Este gran don florece en multitud de dones y carismas. Los siete dones –sabiduría, entendimiento, consejo,

ciencia, fortaleza, piedad y temor de Dios- o los doce frutos –caridad, paz, longanimidad, benignidad, fe,

continencia, gozo, paciencia, bondad, mansedumbre, modestia y castidad-, son sólo una manera de hablar; son

números simbólicos. Los dones y los frutos del Espíritu son incontables. Se dan a cada uno en particular y se

dan a toda la comunidad. Siempre para construir, para servir, para liberar.

Cuando falta este aliento del Espíritu, todo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia se reduce a rutina, a

funcionalismo y a institucionalismo: La verdad se hace doctrina intransigente, la celebración se transforma en

rito sin vida, el amor se hace leyes... Sin el Espíritu, el testimonio se hace repetición; el servicio, profesión; la

unidad, obediencia servil; todo, un cuerpo sin alma.

Sólo el Espíritu puede llenar de plenitud nuestro vacío, de consuelo nuestros sufrimientos, de alegría

nuestras tristezas, de fuerza nuestra debilidad, de sabiduría nuestra ignorancia, de libertad nuestras opresiones,

de compañía nuestra soledad, de cariño nuestro egoísmo, de vida nuestra muerte.

El Espíritu es la fuerza de Dios, que todo lo crea y lo recrea, que todo lo vence y lo supera, que todo lo

penetra y lo transforma. Fuerza que se identifica con el amor.

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Si nos abrimos de verdad al Espíritu, sentiremos una energía poderosa que nos viene desde lo más profundo

de nosotros mismos, y que nos hace superar lo que antes nos parecía imposible. Llegaremos a decir y a hacer

cosas que antes ni soñábamos. Nos sentiremos distintos, como si Alguien actuara en nosotros.

Es lo más íntimo que hay en nosotros; la fuente de nuestros mejores sueños; nuestro yo más profundo.

MISIÓN DEL ESPÍRITU

“Dijo Jesús a sus discípulos: -Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro

Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y

haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.

Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.” (Jn 14, 15-16. 23b-26)

La misión del Espíritu de la verdad, es hacer de todas las religiones una fe, de todos los pueblos una nación,

de toda la humanidad una fraternidad.

Viene, como ‘Huésped permanente’, a romper nuestra soledad, a cuidarnos, a curarnos y a alegrarnos; a ser

nuestro Defensor, nuestro Amigo.

Jesús estaba lleno del Espíritu. Lo irradiaba toda su persona: sus palabras, sus gestos... sus ternuras y sus

entregas, su oración filial... Jesús pertenecía plenamente al Espíritu, vivía en él.

Recibir el Espíritu es como ‘respirar’ a Jesús: orar con su misma oración, hablar sus mismas palabras, vivir

su misma vida. Con él, es fácil rezar, hablar, vivir de verdad

Se nos da para que nos hable de Jesús, nos enseñe a Jesús, nos dé testimonio de Jesús; nos transforme en él y

nos haga sus testigos en el mundo de hoy.

Es enviado para actualizar constantemente en la historia a Jesucristo, su persona, sus palabras, sus obras y su

misión, que tantas veces hemos tergiversado.

El Espíritu es el verdadero protagonista de la historia después de la resurrección de Jesús. Por el Espíritu, el

Evangelio no es letra muerta, sino fuerza y vida; la evangelización no es una propaganda vacía, sino anuncio

liberador del pecado del mundo –todo lo que nos impide ser verdaderamente nosotros mismos-.

El Espíritu ejerce una función de enseñanza y memoria. Su actividad consiste en enseñar, profundizar y

hacer recordar, tres realidades íntimamente unidas entre sí.

El Espíritu no tiene una revelación propia. Lo que hace es interiorizar la palabra de Jesús en el corazón del

discípulo; descubrir el sentido de esas palabras en relación con la situación presente. Nos da una especie de

nueva comprensión e interpretación de los acontecimientos que vivió Jesús y que creemos haber comprendido

desde siempre.

Se le va conociendo por la propia experiencia y por las transformaciones gozosas que realiza en personas

que nos rodean. Si hemos experimentado algo de esta fuerza positiva, paciente, liberadora, es que hemos

empezado a conocer al Espíritu.

El Espíritu lo conoce y lo penetra todo. Es el gran Maestro: Será quien os lo enseñe todo y os vaya

recordando todo lo que os he dicho.

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“SE LLENARON TODOS DE ESPÍRITU SANTO”

“Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del

cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer una lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.

Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban:

--¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oye hablar en nuestra lengua nativa?

Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.” (He, 2, 1-11)

Pentecostés era una fiesta agrícola, en la que se daba gracias por la siega. Más tarde se asoció a esta fiesta el

hecho histórico del Sinaí: las tablas de la ley, dadas por Yahvé a Moisés, y se transformó en la fiesta de la

comunidad de los hijos de Israel, en recuerdo de aquel memorable acontecimiento.

Lucas, recogiendo elementos bíblicos y de las tradiciones judías, enmarca en esta fiesta la venida solemne

del Espíritu Santo prometido por Jesús (Lc 24, 49; He 1,8) y subraya los elementos judíos, dándoles un

sentido cristiano: no es ya el don de la ley lo que celebramos, sino el don del Espíritu; no es la asamblea del

pueblo de Israel, sino la asamblea de los cristianos formada por muchos pueblos; el monte Sinaí se llenó de

relámpagos, la casa donde se encuentran los discípulos queda llena de la presencia del Espíritu, que en forma

de lenguas, como llamaradas, se posan sobre las cabezas de cada uno de los presentes. La Iglesia nace con

carácter de universalidad: para todos los pueblos de la tierra, sin distinción.

Estaban juntos... ¿Los 120, incluidas las mujeres, que volvieron del monte de los Olivos después de la

Ascensión? (He 1, 12. 15). Se llenaron todos de Espíritu Santo... Esta es la afirmación fundamental. Todo

lo demás trata de llamar la atención sobre la importancia del acontecimiento: ruido, viento, llamaradas...

signos de las teofanías.

Los apóstoles anuncian las maravillas de Dios. Cada uno les oía hablar en su propio idioma. Todos

entienden el mensaje -¿según sus búsquedas, deseos, anhelos... ?-, a pesar de ser de lugares muy distintos;

todo lo contrario de lo que sucedió con la torre de Babel, donde los humanos no se entendieron y tuvieron que

dispersarse. Empezaba con fuerza la acción del Espíritu, con la predicación y el testimonio de la propia vida

de los cristianos.

El Espíritu, que estuvo presente en el comienzo de la vida pública de Jesús (Lc 3, 22. Bautismo en el

Jordán), está también al comienzo de la actividad misionera de la Iglesia.

Dones abundantes, frutos extraordinarios, se ofrecen gratuitamente a todos los que los quieran, los anhelen...

Las visiones y los sueños de los profetas se irán haciendo realidad. Ya todo será posible. Los hombres, por fin,

podemos aprender a hablar la misma lengua: la del amor de Jesús

“HIJOS Y HEREDEROS DE DIOS”

“Hermanos: Los que están en la carne no pueden agradar a Dios.

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Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Por tanto estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.

Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre) Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos de Dios, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos por él, para ser también con él glorificados.” (Rom 8, 8-17)

En esta lectura, Pablo aclara uno de los temas más frecuentes en sus cartas: la contraposición que existe

entre la carne y el Espíritu en la vida cristiana.

La ‘carne’ designa el proceder del hombre dominado por el pecado, que elige la autosuficiencia, sin

referencia para nada al Espíritu. Éstos no pueden agradar a Dios (v 8). La misma ley, aun cuando proceda de

Dios, puede pertenecer al orden de la carne, cuando el ser humano desnaturaliza su observancia hasta el punto

de hacer de ella un medio para medrar.

‘Vivir en la carne’ es seguir nuestros instintos heridos por el pecado; no aceptar nada de lo que interfiera la

propia soberanía y que protagonizó el fracaso del mito-Adán y de los que se limitan exclusivamente a la

observancia de la ley: eso es entregarse a la muerte; es decir, al aislamiento respecto a Dios y a su vida

escatológica.

‘Vivir en el Espíritu’ es aceptar que habita en nosotros; es decir, que nuestro ser está abierto a la comunión

con Dios, que nos dejamos llevar por él a la vida y a la paz. Si mora en nosotros, lo hace como Señor, aun

cuando aparentemente sea huésped de un cuerpo muerto por el pecado.

Pablo habla indistintamente de Espíritu de Dios y de Espíritu de Cristo (v 9-10), como de una misma

realidad. Los dos habitan en el interior del que sigue sus dictados.

El Espíritu es, para el Apóstol, el protagonista de la vida cristiana vivida en libertad.

No son las obras de la ‘carne’ las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu, que orienta, al que lo posee,

hacia una existencia nueva.

Si el Espíritu habita en nosotros, resucitaremos lo mismo que Cristo (v 11). Pablo une ambas resurrecciones.

La carne lleva a la muerte; el Espíritu a la vida (vv 12-13).

La primera consecuencia de esta nueva existencia es la de hacernos hijos de Dios (v 14). Es privilegio del

hijo de Dios poder llamarle Padre, con todo lo que esto supone de familiaridad. Dios nos da su Espíritu para

que accedamos a la casa paterna. Por tanto, no debemos dejarnos dominar por el temor. Un temor que es

normal exista en el que crea que el amor de Dios depende de su propio esfuerzo y comportamiento. Se trata de

vivir, no como esclavos, sino como hijos que, viviendo en el amor, ahuyentan el temor (vv 15-16).

La segunda consecuencia de esta nueva existencia es la de herederos de Dios (v 17). No como recompensa,

sino como herencia. Al ser hijo, el hombre tiene derecho a una vida de familia y a disponer de los bienes de la

casa; pero no a la muerte de los padres, como sucede entre nosotros, sino en el sentido hebreo de ‘tomar

posesión’ de todos los bienes divinos.

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Herencia que se obtiene mediante el sufrimiento. Heredamos si vivimos con y como Cristo. El sufrimiento,

los afanes de la vida verdadera, conduce a la vida en plenitud, no como condición meritoria, sino como signo

de vida-en-Cristo.

El Espíritu de Dios en nosotros no está simplemente como ‘doctor’ de verdades. Su misión es mover y

animar todo nuestro ser en el seguimiento de Jesucristo, en la participación en su Pascua.

Nuestro futuro está ligado al del Nazareno. Esta es nuestra gran esperanza.

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DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

LA GRAN REALIDAD DE LA VIDA

LA TRINIDAD DE PERSONAS EN DIOS

“Dijo Jesús a sus discípulos: -Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora:

cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.

El me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo

anunciará. “ (Jn 16, 12-15)

El evangelio de hoy es un fragmento de las palabras de Jesús en la última cena. Le queda poco tiempo y son

muchas las cosas que le quedan por comunicar a los suyos. Será el Espíritu de la Verdad quien les hará

comprender todo lo que les había enseñado. Su función será ir iluminando las palabras del Mesías de Dios; las

mismas que él les había dicho y que tan incapaces fueron de entender.

La teología considera los dos últimos versículos de este texto como uno de los testimonios más claros de la

Escritura sobre la unidad de naturaleza y la distinción de Personas en la Trinidad, y sobre la procedencia del

Espíritu del Padre y del Hijo.

Cuando Jesús se ausente, su Espíritu permanecerá en medio de los suyos, y les irá recordando y aclarando el

sentido de su mesianismo y de todas sus enseñanzas.

Toda la humanidad está implicada en la gran realidad de vida que es la Trinidad de Personas en Dios; raíz,

fuente y exigencia de nuestra tendencia natural a la fraternidad; tendencia que muchas veces no descubrimos

enfangados en el pecado del mundo.

Hemos sido creados para complementarnos unos a otros. Sólo abiertos a la comunicación podremos vivir de

verdad: como imagen y semejanza de Dios-Comunidad que somos.

Celebramos esta fiesta para abrirnos a la plenitud de la vida; porque necesitamos sentir la cercanía e

intimidad de Dios, plenitud de vida, en nosotros. Ese Dios, Uno y Trino, que nos envuelve y nos penetra, nos

crea y nos habita. En él vivimos y él vive en nosotros. Hacia el tendemos y él camina hacia nosotros.

Un Dios, que lo abarca y lo penetra todo; que está en lo más alto y en lo más profundo, en lo más importante

y en lo más pequeño, en las estrellas y en la mente humana... y, sobre todo, en los corazones de todos los que

aman.

Un Dios, al que no se conoce a través de definiciones o de muchos estudios teológicos y complicados, sino

por el camino de una vida penetrada por el amor.

La fiesta de hoy quiere mostrarnos que nuestra vida sólo encontrará su sentido más verdadero cuando sea

enteramente don de amor, gozo de amar y ser amado, como la misma vida de Dios, en la que todo es

comunitario. Y que ser cristiano, es creer y vivir en este Dios-Comunidad de Amor, que Jesús nos revela y que

constituye el fundamento de nuestra fe. Los sacramentos, la oración y la vida del cristiano debe girar alrededor

de este Dios Trinitario. Así lo profesamos en la fe y así lo celebramos en la liturgia.

La comunidad cristiana, que vive en la fidelidad al evangelio de Jesús, es la máxima expresión de la

Trinidad-Comunidad de Amor en este mundo.

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Nunca como en esta celebración caemos en la cuenta de que hablar de Dios, y de su misterio trinitario,

equivale a balbucear, única forma de entrever algo de esta gran realidad, sin profanarla.

El creyente de la palabra, siempre, pero hoy de una manera especial, debería ser un contemplativo; alguien

que se deja penetrar y poseer por esta Luz. Y reflejar, más con sus silencios que con sus palabras, algo de esta

verdad que lo está transfigurando.

El Espíritu, más que llenar de ideas nuestro cerebro, trata de despertar el amor divino en nosotros. Porque

sólo desde este amor es posible acercarse al mayor misterio.

La fiesta de hoy nos invita a recorrer un camino. Un camino que no nos lleva a ‘saber’ sino a ‘experimentar’

la hondura de la vida a la que estamos llamados.

Nuestra fe es trinitaria. Creemos en un Dios Padre-Madre, que nos crea, nos protege, nos ama y nos llena de

vida. Creemos en un Dios Hijo, cercano a nosotros, que nos muestra el camino hacia el Padre. Creemos en un

Dios Espíritu, que habita en nosotros y nos anima a caminar siguiendo las huellas del Hijo.

Todos tenemos la experiencia de ser individuos irrepetibles. Nuestra propia intimidad es como una isla

inabordable, que nos hace ser diversos, inconfundibles. Pero, a la vez, sentimos una irresistible tendencia al

amor, a la amistad, a relacionarnos. Sentimos la necesidad de los demás para ser nosotros mismos. Somos

diversos, pero sentimos la llamada a vivir en comunión. Estas tendencias de las personas se repiten en los

pueblos y en toda la creación. Conforme avanza la ciencia y la técnica, se va descubriendo cada vez mejor la

unidad, dentro de la diversidad, que existe en el Universo. Nuestro mundo y nosotros somos así porque somos

creación de un Dios Trino.

Hemos sido creados para compartir, para complementarnos unos a otros. Nada podemos hacer solos. Todo se

explica y se realiza por la comunicación y la colaboración de unas personas con otras. No podemos vivir ni un

solo día de nuestra existencia sin la ayuda de los demás. Pensemos, por ejemplo, ¿cuántas personas colaboran

constantemente para que podamos alimentarnos, vestirnos...? Es necesario que nos hagamos conscientes de

ello para intuir algo de esa vida trinitaria, presente en todo lo creado.

El misterio más profundo de Dios, el dogma más vital, está inserto en las aspiraciones y esperanzas más

hondas y auténticas del ser humano. La Trinidad es la raíz, la fuente y la meta de nuestra fraternidad humana.

Dios vive una vida semejante a como debería ser la nuestra: vida de familia, de comunicación, de entrega de la

propia vida.

El misterio –realidad plena de vida- de la Trinidad nos tiene que ayudar para rechazar ese Dios que nos

hemos imaginado tantas veces: un ser autosuficiente, dominador de todo, totalmente solitario en su cielo...

Experimenta la Trinidad el creyente que vive como hijo del Padre, siguiendo al Hijo, guiado por el Espíritu.

DIOS ES PADRE, HIJO Y ESPÍRITU

Dios es llamado ‘Padre’ porque engendra a la vida. Decir ‘creo en Dios Padre’ es aceptar que todo lo que

existe tiene en él su fuente, la razón de su ser. Un Padre que manifiesta su amor en la creación.

Pero esta palabra tiene sus dificultades, ya que hay muchas maneras de ser padre y, además, cada edad lo ve

de una forma determinada. No es lo mismo el padre para un niño pequeño, que para un adolescente o para un

adulto. Por otra parte, en cada cultura el padre ha asumido funciones y características distintas. También el

papel de la madre sufrió una enorme transformación. Por esta razón, llamar a Dios ‘Padre’ puede significar

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mucho o nada o ser un concepto negativo, según el sentido concreto que pueda tener esa palabra en una

determinada cultura o edad, o según haya sido la conducta, siempre muy limitada, del propio padre o madre.

¿Qué significa que Dios es Padre? Es Padre porque ha creado el Universo y ha creado al hombre. También

porque nos cuida y nos quiere como hijos. Un Padre que interviene a favor de sus hijos, a los que ‘empuja’

para que se liberen de todas las cadenas que les impidan ser ellos mismos. La auténtica paternidad no es tanto

la función biológica de engendrar a la vida, cuanto la de conducir al hijo hacia su madurez y autonomía.

Vivimos como hijos cuando nos sentimos personas libres y responsables; cuando somos capaces de amar

desinteresadamente.

Decir ‘creo en Dios Hijo’ es aceptar que el plan creador de Dios sobre los hombres se ha realizado en

plenitud en Jesús, que él es la imagen perfecta de Dios, hasta el punto que se han identificado plenamente en él

el ‘original’ y la ‘copia’. Jesús es el Hijo porque consiguió, para sí y para todo el que acepte el plan de Dios y

lo siga, la total y plena libertad. Existe una absoluta unidad entre la voluntad liberadora de Dios Padre y la

obra realizada por Jesús.

Decir ‘creo en el Espíritu Santo’ es aceptar en Dios una realidad de amor, derramada en nuestros corazones,

capaz de ir realizando, en nosotros y en el universo entero, la imagen viva de Jesús. Es creer en la realidad de

lo invisible... El Espíritu es el intermediario entre el Amor de Dios y nosotros. Es el mismo Amor de Dios que

está creciendo en el corazón de la humanidad. Sin el Espíritu, todo queda en palabras y proyectos. Es el que

garantiza que la libertad-salvación conseguida por Cristo sea patrimonio de la Iglesia y de toda la humanidad.

ORIGEN Y ACTIVIDAD DE LA “SABIDURÍA”

“Esto dice la Sabiduría de Dios: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un comienzo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra. Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Todavía no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del Abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales. Cuando ponía un límite al mar: y las aguas no traspasaban sus mandatos; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres.” (Prov 8, 22-31)

El antiguo Testamento desconocía el misterio de la Trinidad de Personas en Dios. Por eso nunca habla de él.

Sin embargo hace muchas referencias al Espíritu, entendido como fuerza de Dios, como un poder o un

impulso divino con el que actúa en la creación y en la historia de la humanidad. Tampoco hace alusión a un

hijo de Dios; se lo impedía su monoteísmo. Será el nuevo Testamento el que nos hable de ambos: del Hijo

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eterno de Dios encarnado para salvar-liberar al mundo de su pecado (Jn 1, 29), y del Espíritu, como

continuador de su misión.

El libro de los Proverbios, escrito entre los siglos V y IV a. C., libro sapiencial, nos habla en la lectura de

hoy de la Sabiduría de Dios. En ella se pueden distinguir dos partes: el origen de la Sabiduría, anterior a todo

lo creado, y su actividad en la creación. Ha nacido antes del Universo, lo que equivale a decir que está en el

origen de todas las cosas, de cada ser, de cada acontecimiento. Nos la presenta personalizada, como la primera

de las criaturas de Yahvé, muy unida a él y a su obrar; como un discípulo, que constituía las delicias de Dios,

y que tenía su gozo en estar con los hijos de los hombres. Nos la presenta como el ‘arquitecto’ que le

presenta los planos a realizar por la omnipotencia divina.

El autor de este capítulo pensaba en la Sabiduría de Dios dada a conocer a Israel, y formando parte de la

propia mentalidad y sabiduría del pueblo elegido.

Este texto es como un embrión de la verdad que se manifestará plenamente en la revelación del nuevo

Testamento. Será san Juan quien se inspire en este pasaje para la redacción del prólogo de su evangelio, en el

que nos hablará de la preexistencia de la ‘Palabra’, de su intervención en la creación, de su unión con Dios, de

su venida entre los hombres (Jn 1, 1-18).

Tenemos así, en germen, en el antiguo Testamento atisbos del Espíritu y del Hijo, aunque nunca explícitos.

Dios no es un ser solitario, ni aburrido, ni egoísta. Dios es comunicación infinita, amor sin medida y eterno.

La creación es un signo de su sabiduría y amor. Dios Trino es vida que se desborda. Dios es una comunidad

plena y eterna. Ya antes de ser creados se complacía en nosotros y en todas las cosas. Desde la eternidad, la

Sabiduría se sentía feliz en el oficio que Yahvé le había señalado; jugaba en presencia de Dios, y era su

encanto cotidiano. Encontró sus delicias en los hombres, la obra más completa del universo, y se ‘encarnó’ en

nosotros para que desarrolláramos todo lo creado. ¡Cuántos ‘inventos’ son frutos de ella! ¡Y cuántos también

de su mala aplicación!

Algún día disfrutaremos en plenitud y para siempre de los bienes de esta maravilla.

CONSECUENCIAS DE LA “JUSTIFICACIÓN POR LA FE”

“Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos, y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.”

(Rom 5, 1-5)

La segunda lectura nos habla de la salvación que ya hemos recibido por Jesucristo. Comienza con ella un

nuevo apartado de la carta, dentro del tema de la justificación que viene desarrollando Pablo.

Hasta ahora se ha referido al hecho de la justificación, don gratuito que Dios ofrece a todos, judíos y

gentiles, mediante la fe en Jesucristo. El comienzo de la lectura de hoy (vv 1-2), es como la conclusión de lo

dicho anteriormente y el comienzo de los próximos cuatro capítulos (5, 1-8, 39), que son el núcleo más

importante de la teología paulina. En ellos tratará de establecer la unión entre ‘justificación’ y ‘salud’ final o,

lo que es lo mismo, entre gracia y gloria eterna, dándonos un resumen de la vida cristiana que, gracias al don

del Espíritu, es participación de la misma vida de Cristo, de cuyo amor nada ni nadie serán capaces de

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separarnos (Rom 8, 29-39). Justificados por la fe, tenemos paz con Dios, los que antes éramos ‘hijos de ira’. Y

esto lo debemos a Jesucristo.

La primera afirmación de Pablo es la de nuestra justificación por la fe en Cristo. Habla de ella en pasado.

Los judíos esperaban la justificación de sus faltas en un futuro escatológico. Pablo revela la diferencia

fundamental que separa la fe del pueblo judío de la del cristiano. La justificación ya no es objeto de esperanza:

es un hecho pasado que se vive en realidades presentes y que desembocan en una nueva esperanza,

insospechada para Israel.

Al estar ya justificados por la fe en Cristo, Pablo menciona dos frutos actuales, consecuencia de ella: la paz

y la gracia. La ‘paz’ (v 1) sucede al estado de enemistad con Dios y con el prójimo, en el que paganos y

judíos vivían sumidos antes de Cristo. La gracia en que estamos (v 2), hace vivir en la amistad con Dios a

aquellos que se encontraban separados de ella.

Parece que en Roma había dos comunidades cristianas distintas: la judeocristiana, formada por judíos que

escaparon a la persecución, y la de origen griego o romano, totalmente separadas. La paz entre ambas iglesias

es uno de los motivos centrales de la carta. Pablo quiere que se unan y que los judíos y paganos se den cuenta

de que todos son pecadores y que han sido reconciliados gratuitamente con Dios por Cristo

Pero el gozo de los bienes presentes, que da la justificación, queda superado por la esperanza escatológica.

Esta esperanza de la gloria lleva al cristiano a la comprensión de la distancia que separa lo que espera de lo

que vive. Los judíos expresaban con frecuencia esta distancia entre presente y futuro hablando de las

tribulaciones y de las persecuciones que señalaban el paso de la una a la otra. A ello hace referencia Pablo (vv

3-4). Cuando se vive un ideal elevado, las dificultades de la vida ponen a prueba la fe en ese ideal. La

constancia la mantiene activa. La virtud probada viene en ayuda de la esperanza para ayudarla a mantenerse

en pie. Pero, ¿de qué sirven estas virtudes si el Espíritu no ayuda? El final de la lectura responde a este

interrogante: Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros

corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado (v 5).

En resumen: Estamos justificados, estamos salvados, estamos en paz con Dios, por Jesucristo (v 1).

Pero aún no vivimos en la gloria. Vivimos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios (v 2). Y esta

esperanza es inquebrantable. Incluso crece en los trabajos, en los fracasos, en los sufrimientos y en las

tribulaciones (vv 3-4). La razón última es que contamos con el Espíritu (v 5).

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DOMINGO DEL CORPUS CHRISTI LA EUCARISTÍA, CORAZÓN DE LA IGLESIA

UNA FIESTA ENTRAÑABLE

Este domingo celebramos una de las fiestas más entrañables de nuestros pueblos. En ella honramos el Cuerpo

de Jesús convertido en alimento –pan- para nosotros. Es la fiesta de una Persona entregada; la fiesta de una

entrega total y para siempre.

Comulgar a Cristo significa hacerlo con su Persona, con sus sentimientos y actitudes. Y significa también

acercarse a los hermanos con el mayor respeto y disponibilidad, porque son también el cuerpo de Cristo. Una

eucaristía que no nos lleve al amor y al servicio, nunca será verdadera. Jesús se nos da en alimento para saciar

nuestras hambres y para animar nuestras más generosas entregas.

La eucaristía, memorial del Resucitado, constituye el centro de la vida cristiana, su fuente y su fuerza. Hace

la Iglesia, que vive y crece en virtud de ella. Celebra la alianza nueva y eterna, con la que Cristo une a sí a

todos los creyentes, en una comunión única y definitiva.

El que come este pan con discernimiento, se deifica, se llena de la vida de Cristo, asume sus sentimientos y

sus actitudes. El que comulga de verdad, ya no vive por él y para él, sino por Cristo y para Cristo. Su vida

entera va quedando transformada.

La eucaristía tiene dos dimensiones inseparables: cristológica y antropológica o social. Comulgar a Jesús nos

exige comulgar con los hermanos y ‘dejarse comulgar’ por ellos; nos pide servicio y compromiso. El que

comulga conscientemente, sirve, anuncia el mundo nuevo y lucha por él.

Celebrar el memorial de Cristo significa amar a los hermanos con el amor de Jesús.

El pan y el vino, alimentos universales, simbolizan la unidad en el amor que debemos formar todos los

cristianos, dispersos en una humanidad también dispersa y diversa. ¿Habría pan si los granos de trigo no se

molieran y formaran un cuerpo? ¿Habría vino si las uvas no se rompieran y se mezclaran? ¿Habrá

‘cristianismo’ si falta el amor-unión entre nosotros?

LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES, SIGNO DE LA EUCARISTÍA

“Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle: -Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar

alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado. Él les contestó: -Dadles vosotros de comer. Ellos replicaron: -No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de

comer para todo este gentío. (Porque eran unos cinco mil hombres.) Jesús dijo a sus discípulos: -Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta. Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la

bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.”

(Lc 9, 11b-17)

Los evangelios nos traen seis relatos diferentes de la multiplicación de los panes y los peces: dos en Mateo y

Marcos y uno en Lucas y Juan.

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Es posible que sólo hubiera un acontecimiento de este tipo, que marca un momento decisivo en la vida

pública de Jesús. Dan a entender que, alrededor de Jesús, se está formando un movimiento mesiánico

nacionalista. La masa del pueblo y los discípulos están a punto de revelarse contra Herodes, que acaba de

mandar decapitar a Juan Bautista (Mt 14, 1-12), y hacer la guerra santa con este galileo al que pretenden hacer

rey (Jn 6, 14-15). Jesús saca a los discípulos de la región, para purificarles de esta concepción mesiánica, y los

lleva a Cesarea, a la confesión mesiánica verdadera (Mc 8, 27-30).

Lucas elimina algunos detalles que pudieran dar a entender un clima prerrevolucionario, pero no borra todas

las señales de este espíritu militarista: habla de unos cinco mil hombres, todos varones, como si se tratara de

una agrupación militar; formados en grupos de unos cincuenta como los ejércitos de la época, y de la

necesidad de alojamiento y comida en las aldeas y cortijos de alrededor. Lucas es el único que destaca el

objeto de la predicación: el Reino de Dios, el verdadero reino mesiánico.

En estas circunstancias, la comida que les dio Jesús pudo ser considerada como un signo, mediante el cual el

rey se hacía reconocer por sus súbditos, antes de guerrear para conquistar el trono.

Superada esta idea, las comunidades cristianas primitivas lo orientaron en un sentido eucarístico.

Juan colocará, después de la multiplicación de los panes y de la intención de querer hacer rey a Jesús, el tema

eucarístico en la sinagoga de Cafarnaún (Jn 6, 22-59).

El relato contiene un trasfondo netamente eucarístico. Jesús, al multiplicar los panes y los peces, realiza los

mismos gestos que en la institución de la eucaristía: tomando los cinco panes... alzó la mirada al cielo,

pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la

gente. Pero antes tuvieron que compartir. Sólo después hubo ‘multiplicación’.

Los apóstoles habían llegado gozosos de la misión que Jesús les había encomendado (v 10), pero cansados.

Jesús se encamina con ellos hacia Betsaida para que puedan descansar. Pero el gentío les estropea los planes.

Y Jesús los acoge. Y con ello da a sus discípulos una lección fundamental de lo que supone pertenecer al

reino: ser signo de la acogida incondicional del Padre; vivir en función de los demás, como un pan siempre

preparado para ser comido. Este fue el verdadero milagro multiplicador: la capacidad de compartir. El resto –

curar enfermos, comprometerse para que a nadie le falte el pan, ni el hogar, ni el trabajo- no son más que

consecuencias.

UN GRAVE PROBLEMA DE CONCIENCIA

El relato nos debe ayudar a reflexionar sobre la relación que existe entre la eucaristía y nuestra vida. Relación

profunda, ya que la eucaristía es una comida con Jesús; es decir, con la realidad que él es y significa:

comunión con Dios y con los hermanos.

Cuando Jesús nos recomienda celebrar su gesto de amor hasta que él vuelva, no nos manda que hagamos sólo

un ritual perfecto, sino que sigamos el camino de su vida entregada, y lo celebremos. Porque no podemos

celebrar de verdad la eucaristía más que entregados y entre una comunidad de entregados.

Todo esto nos debe plantear a los cristianos un grave problema de conciencia: La preocupación por todos los

hombres que sufren hambre de la clase que sea. Las comunidades cristianas damos la impresión de haber

espiritualizado demasiado el gesto de Jesús de saciar el hambre de la multitud que le rodeaba, evadiéndonos

del compromiso de trabajar por un mundo en el que reine la justicia, refugiados en un reino que no es de este

mundo y olvidando que este reino sí empieza en este mundo.

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Este planteamiento distorsiona gravemente el pensamiento de Jesús, que destaca, una vez más, la dimensión

social de su reino: habla a la gente, cura a los enfermos y alimenta a los hambrientos. El pan eucarístico nos

alimenta cuando estamos llevando a los hermanos el pan que no tienen.

El pan eucarístico no enriquece, sino que empobrece, porque abre a la voluntad del Padre, que coincide con

la lucha contra todas las hambres y sus causas, lo que nos lleva a compartir lo que somos y tenemos.

La participación en la eucaristía debe hacernos cada vez más desprendidos de los bienes perecederos y a su

esclavitud; debe ser una llamada constante a una mayor pobreza.

Únicamente poniendo nuestra vida, como un alimento, a disposición de los demás, hacemos presente el

memorial del Señor y, a la vez, nuestra vida se alimenta, como la suya, de gozo y de sentido.

Esta es una gozosa enseñanza de esta fiesta de hoy. La eucaristía es al mismo tiempo fiesta y compromiso,

lucha y contemplación.

Celebrar la entrega de Jesús compromete, porque tenemos que celebrarla con el corazón: entregados a la tares

de construir la nueva humanidad.

Somos consecuentes con la eucaristía cuando alimentamos a un hambriento, alegramos a un triste, visitamos

a un enfermo, acompañamos a un solitario. Si gastamos nuestra vida para que otros vivan con más dignidad.

Seguir a Jesús en la vida y con la vida, significa no vivir para nosotros mismos, sino para los demás.

En el reino de Dios el amor es el centro. Cuando venga el reino de Dios –y está viniendo- todos nos

querremos como verdaderos hermanos. Nadie hará sufrir a otro.

Jesús comparte para enseñarnos que en el reino de Dios todas nuestras hambres, todas, serán saciadas, porque

nada impedirá ya la presencia de todos nuestros sueños y utopías.

MELQUISEDEC, SACERDOTE Y REY

“Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino. Era sacerdote del Dios Altísimo. Y bendijo a Abrahán diciendo: -Bendito sea Abrahán de parte del Dios Altísimo, que creó el cielo y la tierra. Y bendito sea el Dios Altísimo, que ha entregado tus enemigos a tus manos.

Y Abrahán le dio el diezmo de todo.” (Gén 14, 18-20)

Yahvé ejerció su actividad salvadora-liberadora en el pasado, de manera especial pero no exclusiva, a través

del pueblo hebreo. La tradición judía ha identificado a Salem con Jerusalén, cuando ésta aún era pagana, y de

la que tomó el nombre de sus dos sílabas finales.

La narración del encuentro de Melquisedec con Abrahán se remonta al siglo XIV a. C., en un contexto

cananeo.

Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, es pagano, pero se convertirá en el representante

de un culto abierto a todas las naciones, y opuesto al particularismo del sacerdocio de Aarón.

Se nos presenta sin mencionar su genealogía; y este hecho, extraño en la Escritura, nos permite imaginar a un

sacerdote que entrega su vida a Dios, asumiendo una mediación efectiva entre Dios y los hombres.

Es rey; no es un especialista del culto y de las rúbricas; se preocupa por el pueblo, presentando ante Dios la

vida y el sufrimiento de éste; aspecto del que prescindían los sacerdotes del templo.

Melquisedec bendice, como sacerdote que es, a su huésped Abrahán y le obsequia, a él y a sus acompañantes,

con pan y vino. Y Abrahán le ofrece parte del botín, el diezmo de todo, que la costumbre reservaba a la

divinidad.

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La tradición cristiana, desde san Cipriano (siglo III) ha visto en esta ofrenda de ‘pan y vino’ un símbolo del

sacrificio eucarístico, recogido en el canon romano de la Misa.

El mismo Cristo fue inscrito en el orden de Melquisedec (Heb 5, 1-10; 7, 1-19). El nuevo Testamento, para

profundizar en el sacerdocio de Jesucristo, prefirió basarse en el tema del Siervo paciente (Is 53).

La figura de Melquisedec encarna un mundo ideal. Ojalá que todos los reyes y sacerdotes fueran así:

adornados por la justicia, la paz, la bendición, la hospitalidad.

EL RELATO EUCARÍSTICO DE PABLO

“Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido:

Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:

‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto, cada vez que lo

bebáis, en memoria mía’. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.” (1 Cor 11, 23-26)

La segunda lectura nos trae el texto más antiguo sobre la institución de la eucaristía, tal como san Pablo lo

transmite. Un relato muy cercano al de Marcos en su evangelio. El Apóstol transmite lo que él mismo ha

recibido por tradición: que Jesús, la noche del jueves santo, se ofreció como alimento a sus discípulos, bajo

las especies de pan y vino, como anticipo de su ofrenda en la cruz, descrito en términos de nueva y definitiva

alianza.

Los corintios celebraban la eucaristía en el trascurso de una cena. En ella, con demasiada frecuencia,

quedaba dividida la comunidad, porque los que disponían de medios económicos abundantes se agrupaban en

torno a unas mismas mesas y dejaban a los pobres apartados de sus buenas comidas. De ello habla el Apóstol

antes de la lectura de hoy (vv 18-22). Para poner fin a este abuso, Pablo les recuerda la institución de Cristo

(lectura de hoy) Después explica los lazos de unión que existen entre el sacramento eucarístico y la comunidad

cristiana, entre el cuerpo sacramental y el cuerpo místico (vv 27-29).

Para Pablo, la asamblea litúrgica es signo de la reunión de todos los hombres en el reino y en el cuerpo de

Cristo. Y una asamblea, en la que se hacen mesas aparte, se convierte en un contrasigno.

Santificar el cuerpo de Cristo no consiste en centrar la atención en las especies eucarísticas, olvidando a los

hermanos. Cada vez que la celebramos proclamamos la muerte y resurrección del Señor y anunciamos su

vuelta gloriosa. Anunciamos el gran amor que le llevó a la muerte, el gran amor que le hizo quedarse con

nosotros, y el gran amor que le hace volver a por nosotros. La eucaristía es así: memorial, agradecimiento y

compromiso. Los que comulgamos debemos testificar y prolongar este amor de Jesús.

En cada eucaristía se hace presente todo lo que Jesús dijo, y todo lo que sintió en aquella noche memorable.

Comer del pan y beber del cáliz nos compromete a anunciar ese amor de Cristo, que lo llevó hasta la muerte,

y a vivirlo siguiendo su ejemplo.

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SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO.

LAS BODAS DE CANÁ

LA FIESTA, EXPRESIÓN COMUNITARIA Y ALEGRE DE NUESTROS ANHELOS MÁS ÍNTIMOS

Los textos del evangelio de Juan tienen, normalmente, dos lecturas: una que parece una narración normal

de un hecho corriente, y otra que quiere darnos una enseñanza más profunda. Es lo que sucede en el

evangelio de hoy.

Juan sitúa el comienzo de la vida pública de Jesús en el contexto de una fiesta de bodas. Tenemos con

ello una enseñanza muy importante: Jesús no tiene la más mínima intención de aguarnos las fiestas.

Parece que desea hacernos caer en la cuenta de que nuestras fiestas son excesivamente frágiles. Que la

alegría bullanguera que rebosan puede esconder un gran vacío; que pueden ser insuficientes y de una

calidad más bien baja, si las comparamos con los sueños de plenitud que anidan en el corazón de todos

los seres humanos.

Porque la fiesta debe ser la expresión comunitaria y alegre, a través de unos ritos y gestos, de las

experiencias y anhelos comunes; la afirmación de que la vida tiene sentido, de que la vida merece la pena

ser vivida; expresión de liberación de las esclavitudes de cada día: monotonía, normas, barreras, ritmo

impuesto...; expresión de nuestros sueños más profundos; superación de la soledad: nadie celebra fiesta en

solitario. Con Jesús, la fiesta encuentra la plenitud. Ya no está ligada a una fecha particular o limitada en

el tiempo.

EL PRIMERO DE LOS SIETE

“Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.

Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: -No les queda vino. Jesús le contestó: -Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora. Su madre dijo a los sirvientes: -Haced lo que él os diga. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos,

de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: -Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: -Sacad ahora, y llevádselo al mayordomo. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los

sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo:

-Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora.

Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.

Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días.”

(Jn 2, 1-12)

La boda de Caná de Galilea, pueblo de la montaña a unos 15 Km de Nazaret, es el primero de los siete

signos –número de plenitud- o milagros de este evangelio. El séptimo será la resurrección de Lázaro (Jn

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11, 1-45), que provocará su condena a muerte por parte de la máxima autoridad religiosa judía (Jn 11, 46-

54). El amor será vencido, aparentemente, por el odio. Es lo que ocurre, y ocurrirá siempre, en este

mundo nuestro. Signos, como hechos reales, a través de los que podemos ahondar en otra realidad en él

simbolizada. El signo no es la enseñanza principal que se quiere dar, sino esa otra, más profunda, en él

significada. En este caso, representa las bodas del Mesías con el pueblo de Israel y con la humanidad.

Jesús comienza, según Juan, su misión mesiánica en una boda de un pueblo cercano. Hace poco tiempo

que ha reunido un grupo de discípulos, para que vivan con él, para que se empapen de su vida y doctrina,

para que sean sus seguidores. Y se los lleva con él a una fiesta de bodas.

La boda es uno de los momentos más gratificantes que se dan en la vida humana. Es el comienzo de

muchas ilusiones y esperanzas, expresión del amor. Jesús, con su presencia, bendice la alegría y el amor

de aquellos dos jóvenes, y bendice todo lo verdaderamente humano.

Tomando parte de un hecho, una boda de un pueblo, construye Juan la narración. La boda era símbolo de

la alianza entre Dios y su pueblo. Esta boda anónima, en la que ni el esposo ni la esposa tienen nombre ni

voz, es figura de la antigua alianza, desde la que va a arrancar el camino de Jesús.

Dios ha creado las cosas para que nos podamos gozar en ellas. La primera lección que van a recibir los

discípulos será la de aprender a captar las virtudes más primarias y sencillas: sinceridad ante la vida, ante

el gozo y la amistad de las personas. Pensamos que para acercarnos a Jesús tenemos que hacernos más

‘celestiales’, más ‘angélicos’. Y Jesús tiene interés en demostrarnos que el verdadero camino para

acercarnos cada vez más a él es el que nos hagamos cada día más humanos. Si fuéramos más humanos,

más generosos, más cariñosos, más compasivos y más delicados, tendríamos en común con Jesús un gran

número de sentimientos que nos convertirían en personas cercanas a él. Dejaría de ser para nosotros un

personaje extraño y lejano, sin relación con lo que nos sucede en la vida diaria.

Jesús comparte el gozo y la alegría de los hombres. Lo hace porque sabe que la alegría de los hombres

crece cuando los demás nos identificamos con ella. Que la alegría crece cuando la persona se siente

amada de verdad, como ella es y no por su utilidad, por los favores que pueda hacer.

FALTÓ EL VINO

Faltó el vino, elemento indispensable en una boda, y símbolo del amor entre el Esposo –Dios- y la esposa

–Israel-. Un amor que pertenecía a la antigua alianza y que Israel ha vuelto a abandonar. María enseguida

se entera de las dificultades de los novios, e interviene. Sabe lo que le falta al pueblo, aunque no sepa lo

que podrá hacer Jesús para ayudar.

No les queda vino... Todavía no ha llegado mi hora. Jesús quiere hacer comprender a su madre que

aquella alianza ha caducado. Su obra no se apoyará en las antiguas instituciones; representa una total

novedad. El Mesías no intervendrá en una alianza sin vida.

Haced lo que él os diga. Son las últimas de las pocas palabras de María en los evangelios, por lo que

tienen todo el valor de un testamento.

Llenad las tinajas de agua. Jesús sabe que las tinajas están vacías y hace tomar conciencia de ello a los

sirvientes, que las llenan de agua. ¿Por qué no nos damos cuenta del vacío desolador que hay en la

mayoría de los ritos y de las estructuras eclesiásticas actuales?

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Las seis tinajas vacías -símbolo de lo incompleto- representan la ley de Moisés. Una ley que creaba una

relación difícil y frágil con Dios, basada en ritos. Ritos que se habían convertido en obstáculo, y no en

mediación, para llegar a Dios. Es la ley la que hace faltar el vino en esta boda, o el amor en esta alianza.

Nunca podrá contener el vino-amor que ofrece Jesús. La ley no sirve, por lo que no basta con cambiar

algo. La ley se interponía, y se interpondrá siempre, entre los hombres y Dios. Por eso, el agua se

transformó en vino fuera de las tinajas.

El vino nuevo nos está indicando que tenemos que abandonar toda religión formalista, fundada en ritos y

leyes, para pasar a la libertad interior del amor; del culto exterior y legalista al seguimiento de Jesús; de

una vida sin utopía ni ideales a una vida con sentido y entregada a la justicia; del autoritarismo religioso

al servicio a la humanidad.

Hay formas de vivir que no son auténticas, aunque estén marcadas por una tradición antiquísima y

defendida por unas rígidas estructuras. Tarde o temprano todos tenemos derecho a preguntarnos por lo

esencial, por lo que constituye la verdadera vida humana.

Todo esto lo está insinuando este primer signo de Jesús.

Si la religión no sirve para que las personas vivamos, más y mejor, como seres humanos plenos, con

sentido solidario y universal, con alegría... ¿para qué sirve?

Jesús quiere transformar nuestros corazones y las instituciones religiosas y sociales.

Este primer signo de Jesús tiene que ayudarnos a desvelar su misión: manifestarnos el amor del Padre a

todos sus hijos, el amor de Alguien que se preocupa de nuestras vidas. Un signo que nos tiene que llevar

al descubrimiento del amor que Dios nos tiene y su deseo de intervenir en la trama ordinaria de nuestras

vidas.

Llevádselo al mayordomo. El mayordomo, que representa a los dirigentes religiosos, no se había

enterado de que faltaba vino. Los ‘jefes’, cuando sólo pensamos en nosotros mismos, estamos

incapacitados para entender las necesidades del pueblo. Nos limitamos a dirigir una institución religiosa,

de la que vivimos.

El mayordomo constata que el vino nuevo es mejor, y no se lo explica. Tampoco intenta entenderlo.

Todo está bien como está... al menos para él.

Jesús también ofrece su vino-amor a los dirigentes, representados aquí por el mayordomo. Pero es

necesario que quieran –queramos- aceptarlo, convencidos de que siempre necesitamos caminar hacia

nuevas metas.

Sólo la gente comprometida, como María, siente que la situación es insostenible.

La boda de Caná apunta también a otras bodas. Los profetas hablan de las bodas de Dios con su pueblo.

Dios quiere hacer alianza de amor con cada uno de nosotros. Saberse amado así por el Padre nos tiene que

hacer sentir, definitivamente salvados-liberados-felices... Ya lo estamos en esperanza.

También Cristo se presenta como novio, con un amor como el que jamás ha existido en el mundo, y por

el que fue capaz de darlo todo, incluso la vida.

Después de trazado su programa en Caná, Jesús va a comenzar su actividad pública. Para ello baja a

Cafarnaún, desde donde irá a Jerusalén. Con él bajan su madre y sus hermanos y sus discípulos.

Pero no se quedaron allí muchos días. Jesús coexiste pacíficamente con su sociedad –tan ‘religiosa’-

muy poco tiempo: no apreciarán su obra y le serán hostiles, por estar apegados a los planteamientos del

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mundo y al sistema religioso en que viven. ¡Qué difícil es que nos convirtamos los cristianos ‘de toda la

vida’! ¡Como ya lo sabemos todo!

YAHVÉ SERÁ SU ESPOSO.

“Por amor de Sión no callaré por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia y su salvación llamee como antorcha. Los pueblos verán tu justicia, y los reyes, tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán ‘abandonada’, ni a tu tierra ‘devastada’; a ti le llamarán ‘Mi favorita’ y a tu tierra ‘Desposada’; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.”

(Is 62, 1-5)

La primera lectura es la misma que se lee en la misa de la Vigilia de Navidad.

Ciro acaba de publicar un edicto (año 538 a. C.), autorizando el regreso de los judíos desterrados en

Babilonia a Jerusalén y la reconstrucción del templo. Y una caravana ha salido ya hacia la ciudad,

conducida por Zorobabel y el sumo sacerdote Josué.

El retorno debió ser muy decepcionante: Jerusalén había recuperado ya una parte de su antigua actividad,

y se había convertido en capital de una provincia del imperio de Ciro, cuando los primeros exiliados

llegaron a ella. Pero dentro de sus muros se encontraron con grandes dificultades: divisiones,

desorganización, ataques y oposiciones de los samaritanos... y un desolador espectáculo de indiferencia

religiosa. ¿Qué podía significar la reconstrucción del templo en una población indiferente a Yahvé?

Se hacía necesaria la presencia de una nueva voz profética que alentara al pueblo. Y esta voz fue la del

Tercer Isaías que, superando todo pesimismo, se esforzó por levantar los ánimos de los repatriados,

revelándoles un porvenir prometedor para la ciudad, un porvenir religioso cargado de futuro.

La lectura de hoy nos presenta al profeta inquieto y ansioso por ver el nuevo horizonte que se avecina

sobre Jerusalén. Un fuego interior le abrasa: Por amor de Sión no callaré... (vv 1-2), Jerusalén será

corona de gloria en la mano del Señor (v 3), objeto de la predilección de Yahvé.

Sión recibirá un nombre nuevo, signo de un nuevo destino. Ya no la llamarán abandonada, sino mi

favorita, mi esposa (v 4), imagen de las nuevas relaciones de Dios con su pueblo desde el profeta Oseas.

El profeta utiliza un tema capital en el antiguo Testamento y en la simbología cristiana: el de las bodas de

Yahvé con Jerusalén. El amor de Dios hacia su ciudad se expresa en términos de esponsales, porque esta

forma de amor es la que mejor refleja la convivencia y el amor mutuo.

Por sus infidelidades, Yahvé se había separado de su pueblo y, como consecuencia, habían caído sobre él

multitud de desgracias, entre ellas la deportación a Babilonia como la máxima. Pero Yahvé hará una

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nueva alianza y será su Esposo (v 5), lo que llenará de felicidad a la ciudad. Las nuevas relaciones no

pueden ser más estrechas. Evocan la máxima intimidad del amor entre los humanos.

El pueblo judío seguía avanzando hacia un conocimiento cada vez más verdadero de Dios; de ese Dios

que Jesús nos reveló como Amor y como Padre.

PARA EL CRECIMIENTO DE LA COMUNIDAD

“Hermanos: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, el lenguaje arcano; a otro, el don de interpretarlo. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece.”

(1 Cor 12, 4-11)

Como segunda lectura, leeremos durante siete domingos –del 2º al 8º, ambos inclusive-, los capítulos 12

al 15 de la primera carta de san Pablo a los Corintios. Recogen dos temas: Los carismas en la Iglesia y la

resurrección de los muertos. Hoy leemos el texto más importante del nuevo Testamento sobre los

carismas.

Los cristianos de Corinto vivían muy desorientados en este tema de los carismas, influenciados por el

paganismo que invadía la ciudad y que también promovía algunos de ellos. Por ello, están tentados del

sincretismo (sistema filosófico que trata de conciliar doctrinas diferentes e incluso dispares), y aspiran

también a un ‘conocimiento’ experimental de la divinidad por medio de ‘trances’ y otros carismas

dudosos.

Pablo habla a los cristianos de otro tipo de conocimiento, basado en la fe, a la que acompañan, a veces,

signos y carismas, que los corintios no acaban de distinguir de los del paganismo. Pablo pretende darles

los criterios que les permitan diferenciar los carismas del Espíritu de los del paganismo. Los carismas

verdaderos tienen que apoyar, necesariamente, la práctica de la fe cristiana, afirmar la soberanía de Cristo.

Todos tienen, por apropiación, su origen en el Espíritu Santo.

El apóstol les –nos- recuerda en el texto de hoy, en primer lugar, que si el politeísmo antiguo gozaba de

carismas de toda especie, estos carismas los concedían dioses diferentes. Por el contrario, en la Iglesia

todo es unificado por la Trinidad. Si un mismo Espíritu es la fuente de todos los dones, estos no pueden

oponerse unos a otros, como tampoco lo pueden hacer quienes son beneficiarios de ellos: si existe una

oposición entre ‘carismáticos’ es porque no los inspira el Espíritu y sus dones no son de Cristo.

Los carismas se conceden para el bien común (v 7), regla que descarta los fenómenos de embriaguez

pagana o los trances individuales. De esa utilidad común tratará largamente a continuación, valiéndose de

la imagen del cuerpo humano (vv 12-30, que leeremos el próximo domingo).

¿Cuáles son los principales carismas del Espíritu? Pablo los enumera: Hay diversidad de dones

(habilidades, cualidades de cada uno), diversidad de servicios (lo que se hace en bien de los demás),

diversidad de funciones (ejercicio de un cargo, empleo, oficio), pero un mismo Espíritu... un mismo

Señor... un mismo Dios que obra todo en todos.

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Su finalidad es el bien común. Es lo que sucede en el cuerpo humano: no todo son manos o pies... Pero

cada miembro, órgano o aparato sirve para el funcionamiento del todo, está al servicio del todo.

Por ello, es clave que cada uno busquemos la propia vocación, el lugar que Dios ha elegido para

nosotros. Es en él donde mejor creceremos como personas y como cristianos, y podremos ser más útiles a

la sociedad y a la Iglesia.

Pablo nos da a continuación una lista bastante completa, de acuerdo con una jerarquía bien establecida,

invitando a los corintios –y en ellos, a todos nosotros- a buscar los carismas superiores; carismas que

ignora el paganismo.

En primer lugar señala dos carismas intelectuales: la sabiduría, conocimiento de los designios de Dios a

través de los acontecimientos humanos, ver las cosas con la misma mirada de Dios; y la inteligencia,

capacidad para presentar las verdades de fe de forma asequible al entendimiento humano.

Vienen después: el don de la fe, el don de curar y el don de hacer milagros, tres carismas bastante

similares.

Sigue una tercera serie de carismas, los más parecidos a los que conoce el paganismo: la profecía, el don

de lenguas y el don de interpretarlas. El primero pronuncia palabras de Dios; el tercero explica el

segundo, que se refiere a un hablar misterioso, incomprensible si no se conoce la clave para su

interpretación.

Todos tenemos que descubrirlos y valorarlos. Son bienes espirituales de la comunidad y para la

comunidad. Una riqueza de la que todos debemos ser conscientes.

Son dones de Dios, no fruto de la habilidad personal o del azar. Y están al servicio de toda la Iglesia y de

toda la sociedad. No son para guardarlos, sino para comunicarlos. Nadie puede decir que no participa de

alguno de ellos.

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DOMINGO TERCERO ORDINARIO

“PARA DAR LA BUENA NOTICIA A LOS POBRES...”

La Biblia es un largo discurso de Dios dirigido, esencialmente, a un pueblo. Es el libro de un pueblo, y no

puede entenderse bien más que en el ámbito de una comunidad. El pueblo de Israel se construyó y

reconstruyó en torno a la Palabra de Dios; encontró y reencontró en ella su propia identidad.

Durante todo el ciclo C leeremos, de forma continuada, el evangelio de Lucas, médico de Antioquia,

convertido al cristianismo por san Pablo. Lo comenzamos hoy con dos textos muy importantes: el

Prólogo y el Discurso programático de Jesús en la sinagoga de Nazaret. En este relato, que hace Lucas de

la estancia de Jesús en su pueblo, reúne tres visitas para darnos una síntesis programática de su enseñanza

a los suyos y la reacción de éstos. Hoy leemos lo que corresponde a la primera visita, al comienzo de su

vida pública. El próximo domingo, el resto.

EL PRÓLOGO DE LUCAS

“Ilustre Teófilo: Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se

han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribirlos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.”

(Lc 1, 1-4)

Con estilo digno de un gran letrado de su tiempo, Lucas comienza su obra con un breve Prólogo. En él

nos explica su intención al escribir.

Teófilo (‘amigo de Dios’), es el nombre con el que Lucas comienza sus dos libros. Es posiblemente un

personaje histórico influyente, ya creyente, al que quiere darle una mayor ilustración de la verdad

cristiana. Quizá espere de él que sufrague los gastos necesarios para sacar varias copias de sus escritos.

Cuando Lucas se plantea escribir sus dos libros y comienza a recopilar datos, habían pasado muchos años

desde la muerte y el anuncio de la resurrección de Jesús. Los cristianos habían crecido mucho en número

y estaban esparcidos por todo el imperio romano. Habían proliferado las narraciones, leyendas,

reflexiones de las comunidades... en torno a la figura de Jesús y a los orígenes de la Iglesia. Los apóstoles

habían transmitido a sus discípulos sus experiencias vividas junto a Cristo. De boca en boca, a través de

estos años, la fe en Jesús había elaborado un abundante material.

Se ha informado cuidadosamente de todo desde sus orígenes. Es historiador, pero según la forma de

hacer historia en aquel tiempo, en que los historiadores se preocupaban menos de referir los hechos como

habían sucedido, que de servirse de ellos para presentar sus enseñanzas. Lucas arranca de unos hechos

históricos, pero va más allá de esos hechos históricos. Ha recogido, en gran parte, las mismas tradiciones

que Marcos y Mateo, reflejando lo que en la Iglesia antigua se decía de Jesús y de su obra. Sobre ese

fondo de historia y tradición elaboró su evangelio.

Como punto de partida están los hechos que se han verificado entre nosotros, con lo que alude,

fundamentalmente, a los acontecimientos de la vida de Jesús. Sobre esa base se han elaborado las

tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la

palabra. Alude a los diversos elementos que componen el evangelio y que deben tenerse en cuenta en el

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momento de interpretarlo: los hechos de la vida de Jesús, en los que el Padre nos ha comunicado la

plenitud de su Palabra; interpretados por la Iglesia primitiva, que los ha modelado y transmitido.

Finalmente, el trabajo literario de Lucas: tanto su forma de expresarse, como sus puntos de vista más

característicos intervinieron en la elaboración de su mensaje. Es necesario conocerlos para penetrar

plenamente en el testimonio que nos ofrece.

Se deduce que, cada vez que meditamos un pasaje evangélico, nos ponemos en contacto con el misterio

de Jesús, tal como ha sido vivido y aceptado por la Iglesia primitiva.

Los creyentes hemos de leerlo como contemplativos, preocupados por entrever la gran realidad de vida

que encierran; y tratando de encarnarlo en nuestro presente, única forma de ser fieles al Espíritu de Jesús.

Descubrir la forma en que los autores evangélicos pensaron y escribieron la historia de Jesús, es aprender

a interpretar una historia que incluye la de Jesús, la de las comunidades de todas las épocas y lugares y la

de cada uno de nosotros.

Cada cristiano y cada comunidad, iluminados por la vida y obras de Jesús, tenemos que vivir –‘escribir’-

nuestro ‘evangelio’; que será tanto más parecido al de Jesús, cuanto más se parezca nuestra vida a la suya:

los grupos sociales y religiosos que le aceptaron y le siguieron, nos aceptarán y nos seguirán a nosotros;

los grupos que le rechazaron, nos rechazaran a nosotros. ¿Nos ocurre así en la actualidad?

EL PROGRAMA DE JESÚS

“Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.

Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:

-‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor’ Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la

sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: -Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.”

(Lc 4, 14-21)

A nuestra humanidad y a cada uno de nosotros se nos puede decir: ‘Tienes ojos, pero no ves llorar al

inocente; tienes oídos, pero no oyes el llanto de los que sufren; tienes voz, pero no dices palabras de

comprensión y de denuncia; tienes pies y manos, pero no vas a socorrer al que te necesita; tienes sueños y

esperanzas, pero no las realizas; tienes bienes, talentos, tiempo... pero todo lo quieres para ti... Tú no eres;

tú eres sordo, mudo, esclavo, paralítico, rico... Tú no eres’.

El ‘Discurso programático’ nos presenta el comienzo de la vida pública de Jesús en Galilea. Con la

fuerza del Espíritu se dirigió a su pueblo desde el desierto.

Un sábado, en la sinagoga de Nazaret, leyó un fragmento de Isaías, claramente mesiánico; y lo comenta

diciendo que aquel oráculo hoy se cumple. Era lo más claro que podía decir para dar autenticidad a las

profecías y para hacerlas suyas. Porque la Biblia, cuando no es ‘actual’ deja de ser Palabra de Dios.

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Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres. La palabra ‘pobre’ puede ser mal interpretada.

Están los que ‘eligen ser pobres’: son los dichosos de la primera bienaventuranza de Mateo (5, 3). Y están

los que viven en la miseria, privados hasta de lo más elemental para vivir. Y así como los primeros son

felices por la opción personal que han hecho en sus vidas, estos segundos necesitan librarse de su miseria,

de su opresión, de la esclavitud en que viven. La opción por la pobreza personal es la señal para reconocer

al verdadero libertador de los pobres.

Cuando algunos discípulos de Juan Bautista dudaban –junto con su maestro- sobre si Jesús sería el

verdadero Mesías o no, van a preguntarle y Jesús les da la misma respuesta que en Nazaret, pero con

hechos concretos (Lc 7, 22).

La buena noticia de la liberación de los pobres es la marca del Mesías; la señal que él mostraba para

probar que era el verdadero Enviado de Dios. Y debe ser también la marca de la Iglesia.

Para anunciar a los cautivos la libertad. Cautivo es el que está en la cárcel. Pero también somos

cautivos todos los humanos que no nos poseemos del todo, que estamos llenos de egoísmo, de vicios, de

pasiones... Es el cautiverio de las modas; cautiverio de un trabajo o estudios alienantes, para defender las

injusticias de los que dominan; cautiverio de los anuncios y programas de televisión; cautiverio del cine y

de las revistas... montados en gran parte para el lucro, aunque sea al precio de la destrucción de las

personas; cautiverio de la prensa manejada por los que tienen su monopolio; cautiverio de tantas ideas y

costumbres que hemos canonizado porque ‘siempre fue así’... Todos somos en gran medida cautivos, y a

todos nos quiere liberar Jesús. Lo que hace falta es que lo reconozcamos y queramos liberarnos.

Y a los ciegos la vista. Ciego es el que no ve. Y somos también ciegos los que no vemos el mundo como

lo ve Dios; los que no acabamos de verlo como una gran hermandad a conseguir, en la que todos somos

iguales.

Para dar libertad a los oprimidos. Oprimidos son los que sufren las injusticias de los demás. En una

sociedad en la que, por lo menos aparentemente, se nos ofrecen tantas cosas con todas las facilidades,

comodidades y rebajas que hagan falta, no nos gusta vivir con el sentimiento de estar oprimidos. Y, sin

embargo, lo estamos en gran medida.

Jesús de Nazaret quiere liberarnos de todas las esclavitudes a que nos tiene sujetos ‘el pecado del mundo’

(Jn 1, 29). Quiere liberarnos de todo tipo de cadenas, de cualquier clase de ceguera, de todas las prisiones.

Del egoísmo personal de cada uno y del egoísmo organizado de las estructuras.

Para anunciar el año de gracia del Señor. Se refiere al año jubilar; al año de la remisión de todas las

deudas, que estaba en desuso. Cada semana de años terminaba para los judíos con un año sabático, en que

se debía dejar en libertad a los esclavos y a los deudores y hacer descansar la tierra. Al cabo de siete

semanas de años –el año cincuenta- estaba previsto el año jubilar, en el que todo volvía a sus dueños

primitivos.

Dios no quiere que acaparemos; quiere que repartamos mejor. Jamás la propiedad privada y privante fue

de derecho divino. Jesús anuncia el año de gracia definitivo, en el que habrá justicia y libertad para

siempre en la tierra. Y luchó para lograrlo.

El reino de Dios comienza cuando en el corazón humano se abre paso la certeza de que todos somos

iguales, que las diferencias entre las personas son contrarias a la voluntad del Padre de todos. Y, a partir

de esta convicción, encuentra fuerzas para trabajar por un mundo justo y libre.

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Jesús luchó por un cambio radical de las estructuras religioso-políticas-económicas que oprimían al

pueblo judío. Buscó directamente el cambio de esas estructuras de dominación y explotación del pueblo.

Por esta razón, aquellos dirigentes miraron a Jesús como a un revolucionario peligroso y lo asesinaron,

no sin antes inventarse unos motivos religiosos y políticos.

Es fundamental ahondar en cómo Jesús realizó esta lucha contra la opresión de las estructuras de su

época. El espíritu con que realizó esta lucha debe ser el espíritu de sus seguidores sinceros.

Si queremos ser de verdad personas humanas, tenemos que aceptar como dichas a nosotros las palabras

de Jesús en la sinagoga de Nazaret: reconocer nuestra radical ceguera, esclavitud... y querer salir de esta

situación.

Las palabras de Jesús es buena noticia para nosotros hoy si somos o queremos ser pobres, si nos

sentimos cautivos de algo o de alguien, si reconocemos nuestra ceguera, si nos consideramos oprimidos...

y esto no es nada fácil. Por eso es tan difícil ir alcanzando la alegría evangélica, la verdadera libertad, la

vista que nos haga ver el mundo y a sus habitantes como son en realidad: como los ‘ve’ el Padre Dios.

LA LEY ESTÁ ESCRITA EN NUESTROS CORAZONES

“Esdras, el sacerdote, trajo el libro a la asamblea de hombres y mujeres y de todos los que podían comprender. Era el día primero del mes séptimo.

Leyó el libro en la plaza que hay ante la puerta del agua, desde el amanecer hasta el mediodía, en presencia de hombres, mujeres y de los que podían comprender; y todo el pueblo estaba atento al libro de la ley.

Esdras, el sacerdote, estaba de pie sobre un estrado de madera, que habían hecho para el caso. Esdras abrió el libro a vista del pueblo, pues los dominaba a todos, y, cuando lo abrió, el pueblo entero se puso en pie.

Esdras pronunció la bendición del Señor Dios grande, y el pueblo entero, alzando las manos, respondió: ‘Amén. Amén’; se inclinó y se postró rostro a tierra ante el Señor.

Los levitas leían el libro de la ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieron la lectura.

Nehemías, el gobernador, Esdras, el sacerdote y letrado, y los levitas que enseñaban al pueblo decían al pueblo entero:

-Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: no hagáis duelo ni lloréis. (Porque el pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la ley.) Y

añadieron: -Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no

tiene preparado, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo del Señor es vuestra fortaleza.”

(Neh 8, 2-4a. 5-6. 8-10)

La primera lectura nos describe una escena del libro de Nehemías, que tuvo lugar unos cien años después

del regreso de los judíos del destierro de Babilonia; en unos momentos de recuperación espiritual y

nacional de Israel, animada por el sacerdote Esdras y por el gobernador y político Nehemías.

El pueblo, reunido en asamblea, inaugura una nueva época de su existencia. Va tomando de nuevo

conciencia de su destino, identidad y elección. Y ahora, en un momento solemne, en la fiesta de los

Tabernáculos, hacen una lectura del libro de la ley –unos fragmentos del Pentateuco, aún no ultimado-.

Esdras aparece por primera vez en el libro de Nehemías. Era muy apreciado por el gran conocimiento

que tenía de la ley.

La escena es grandiosa. Ante la puerta del agua había una plaza, en la que se apiñaban hombres,

mujeres y jóvenes para escuchar la lectura de la ley de Moisés.

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Junto a la puerta se había levantado un estrado, desde el que Esdras dominaba a la multitud y todos

podían verle, A su derecha e izquierda se sentaron trece hombres (v 4b, que no se lee), probablemente

sacerdotes, que garantizaban con su presencia la verdad de cuanto se iba a leer. La lectura duró seis horas.

El acto comienza con una oración de alabanza a Yahvé. Esdras, de pie, tomó el rollo de la ley y,

desenrollándolo, empezó la lectura. El pueblo se puso en pie en señal de respeto. Preside la palabra de

Dios, desde siempre el alma de Israel, que es leída y explicada de modo que todos la puedan entender.

Yahvé, al que nadie ha visto (Jn 1, 18), manifiesta su voluntad a través de la ley escrita en el corazón del

hombre (Rom 2, 15), por medio de los profetas y, finalmente, por su Hijo (Heb 1, 1ss).

El pueblo acoge con respeto la palabra leída y explicada: Alzando las manos, respondió: ‘Amén,

Amén’; se inclinó y se postró en tierra ante el Señor. Manifiesta así su aprobación y solidaridad, su

compromiso o juramento de cumplirla, su oración y adoración a Yahvé.

El impacto es grande. Todos se conmueven y lloran; posiblemente al comparar su conducta con lo que

prescribía la ley, al tomar conciencia de su pecado y temiendo el castigo. Es el inicio de la conversión.

Pero el llanto, cuando es auténtico, se cambia en alegría (Jn 16, 20): No estéis tristes, pues el gozo en el

Señor es vuestra fortaleza. Es la exhortación final hecha al pueblo. Y una de las notas más importantes

del mensaje bíblico, especialmente en el nuevo Testamento.

Una alegría que suele ser, normalmente, el resultado de otras varias virtudes.

Hay que hacer fiesta, hay que comer y beber, hay que compartir (v 10); elementos todos de la fiesta.

AL SERVICIO DEL BIEN COMÚN

“Hermanos: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.

Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo.

Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: ‘No soy mano, luego no formo parte del cuerpo’, ¿dejaría por

eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: ‘No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo’, ¿dejaría por eso

de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no

puede decir a la mano: ‘No te necesito’; y la cabeza no puede decir a los pies: ‘No os necesito’. Más aún, los miembros que parecen más débiles son más necesarios. Los que nos parecen despreciables, los apreciamos más. Los menos decentes, los tratamos con más decoro. Porque los miembros más decentes no lo necesitan.

Ahora bien, Dios organizó los miembros del cuerpo dando mayor honor a los más necesitados. Así no hay divisiones en el cuerpo, porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos le felicitan.

Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro. Y Dios os ha distribuido en la Iglesia: en el primer puesto los apóstoles, en el

segundo los profetas, en el tercero los maestros, después vienen los milagros, luego el don de curar, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas, el don de interpretarlas. ¿Acaso son todos apóstoles?, ¿o todos son profetas?, ¿o todos

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maestros?, ¿o hacen todos milagros?, ¿tienen todos don para curar?, ¿hablan todos en lenguas o todos las interpretan?”

(1 Cor 12, 12-30)

En los capítulos 12-14 de la primera carta a los Corintios, san Pablo escribe extensamente sobre los

carismas. Nosotros no los comprendemos del todo, porque algunos de ellos son dones sólo de la Iglesia

primitiva. Sin embargo, la enseñanza del Apóstol nos resulta bastante clara en su conjunto.

La imagen del cuerpo humano, que aquí emplea Pablo para explicar mejor los carismas en la Iglesia, era

clásica en la literatura greco-romana (Platón, Cicerón, Séneca, Filón...) Además, nada más obvio y natural

que comparar a un cuerpo un grupo de personas reunidas con un fin determinado. Pero Pablo no se queda

en la mera analogía de estos clásicos, da un paso más muy importante: para el Apóstol la Iglesia o

comunidad cristiana no se identifica con un cuerpo moral o sociedad visible organizada, sino que cuenta

con un principio vital interior, que hace de ella una realidad totalmente diferente: es el Espíritu Santo, que

hace de la Iglesia el Cuerpo místico de Cristo (Rom 12, 4-5).

En el texto podemos distinguir tres partes:

La primera expone la comparación y señala el principio de unidad de ese cuerpo, que es la Iglesia (vv 12-

13). El término Cristo (v 12) tiene un sentido colectivo, que comprende a Cristo como persona y a los

que están unidos a él: la Iglesia. El principio de unidad es el Espíritu, que nos incorpora a Cristo por el

bautismo (v 13).

En la segunda parte, Pablo desarrolla su pensamiento. Va describiendo, con frases llenas de vida, las

funciones del organismo humano, con su gran variedad de miembros, unos más nobles que otros, pero

todos indispensables para la buena salud del conjunto (vv 14-26).

La consecuencia, y es la tercera parte, es transparente: también en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia,

debe haber pluralidad de miembros (vv 27-30); cada uno con una función específica; todos necesarios

para la vida del conjunto, y todos al servicio de los demás. Idea clave para un cristiano: todos nos

necesitamos, todos somos corresponsables unos de otros. Esta realidad no debe llevarnos a hacer

distinciones y, menos, separaciones en el interior de la Iglesia. Todos los carismas están relacionados;

ninguno es independiente o autónomo. Existen para el bien del conjunto. Son obra o don del Espíritu. Por

tanto, no deben darse ambiciones o envidias. Cada uno tiene el suyo y con él debe ejercer su servicio

eclesial en bien de todos.

Al enumerar la variedad de funciones, Pablo vuelve a darnos una lista de carismas con nombres

concretos (v 28), y en orden jerárquico descendente. La mayoría son los mismos que mencionó antes (vv

8-10 y Rom 12, 6-8). Se añade únicamente el de apóstoles, que parece no se refiere sólo a los Doce.

El versículo 31, servirá de puente al capítulo siguiente, en el que nos mostrará ‘un camino mejor’, y que

leeremos el próximo domingo.

Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro (v 27). ¿No deberíamos ser más

conscientes de esta pertenencia a la Iglesia y, como consecuencia, vivir más esta realidad tan entrañable?

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CUARTO DOMINGO ORDINARIO

LAS DIFÍCILES RELACIONES CON LOS PROFETAS

LA VOCACIÓN PROFÉTICA

Las difíciles relaciones entre el profeta y su pueblo, podría ser el título que sintetizara la primera lectura

y el evangelio de hoy. Si los de Anatot y Jerusalén pretenden hacer decir a Jeremías lo que a ellos les

gustaría, los habitantes de Nazaret exigen que Jesús haga lo que ellos quieren: que repita su actuación de

Cafarnaún.

La figura del profeta es siempre apasionante y de máxima actualidad, porque mantiene viva la lucha entre

la Palabra que es Dios y el caos del mundo, porque pone constantemente en cuestión nuestra vida

cristiana cómoda y superficial.

Si una voz profética hace tambalear las seguridades sobre las que hemos edificado nuestra vida; si

alguien se atreve a decirnos que nuestro montaje de vida no es el único ni el mejor, que nuestra vida deja

mucho que desear... acostumbramos defendernos atacando a quien ha tenido tal osadía, pero sin

profundizar si lo que nos ha dicho tiene o no fundamento. Es un mecanismo de defensa, con el que

justificamos nuestra inhibición, y falta de compromiso en la vida, con excusas, o atacando lo que se

ponga por delante para justificarnos.

Siempre es posible encontrar razones para no atender la llamada de los profetas a caminar hacia el reino

de Dios: instrumentalización política, falta de precisión en la formulación, lenguaje ofensivo, no es de los

nuestros... Todo nos vale para no abrirnos a la llamada de Dios, que nos llega a través de personas santas

y pecadoras, cristianas o ateas, de las nuestras o de las otras.

La vocación profética supone un riesgo constante, un valor que raya en los límites de la imprudencia y de

la insensatez.

El profeta es un hombre crítico, que se enfrenta con todo para hacer posible el mundo nuevo. Se enfrenta

con el poder político, cuando éste mantiene estructuras injustas, cuando oprime al pueblo o no defiende

todos los derechos humanos. No es que el profeta quiera usurpar el puesto del político; busca que el

político lo haga bien. Se enfrenta con el poder económico cuando se antepone al bien de toda la

humanidad, que es siempre. Tiene también la osadía de enfrentarse al poder religioso, y a todos los que lo

usan para sus propios intereses.

Por su insolencia y valentía, el profeta resulta muy molesto. No es una persona de gobierno, ni es

oportunista. Profetiza a tiempo y a destiempo. Aunque tenga miedo, se lo juega todo con tal de ser fiel a sí

mismo.

La tradición profética constante afirma que el profeta es objeto de la incredulidad y del rechazo de sus

contemporáneos. Ya les levantarán monumentos los que vengan detrás (Mt 23, 29-32).

Nuestra vida superficial está en contradicción con las exigencias de la vida verdadera, que es hacia la que

apunta siempre el profeta. Su voz debe ser escuchada por todos. Ante su requerimiento es necesario

convertirnos poniendo en práctica sus palabras.

La presencia del profeta en la historia humana es esencial, porque nos recuerda el destino verdadero de la

vida, distinto del destino al que los humanos tendemos a acostumbrarnos.

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REACCIONES DE SUS PAISANOS

“Comenzó Jesús a decir en la sinagoga: -Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia

que salían de sus labios. Y decían: -¿No es éste el hijo de José? Y Jesús les dijo: -Sin duda me recitaréis aquel refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’: haz también

aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún. Y añadió: -Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que

en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado más que Naamán, el sirio.

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo.

Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.” (Lc 4, 21-30)

El pasado domingo, Jesús nos daba a conocer su programa. El evangelio de hoy, en el que Lucas resume

la segunda y tercera visitas de Jesús a su pueblo (la segunda visita la narran también Mateo (13, 53-58) y

Marcos (6, 1-6). La tercera es exclusiva de Lucas), nos describe el desenlace en la sinagoga de Nazaret.

Desenlace duro y violento, en contraste con las palabras de admiración de sus paisanos al principio.

Esta visita tiene lugar cuando ya llevaba un tiempo de vida pública en Galilea. Por eso habla de las obras

que ha realizado en Cafarnaún; y en el tiempo de la primera visita aún no había realizado allí ningún

milagro.

Es difícil y duro ser profeta. Hoy se habla y se planea mucho, se hacen muchos planes de pastoral. Pero,

¿para quiénes? Hace falta mucha valentía para plantearnos una renovación desde los cimientos.

Los primeros cristianos no atrajeron al mundo pagano con muchos documentos y planificaciones

pastorales, sino con el testimonio de sus vidas.

Necesitamos comprender, y ser consecuentes con ello, que la atracción de los seres humanos hacia Dios

–en lo que depende de nosotros-, la ejerce el mismo Dios por Jesucristo, desde el testimonio de un

creyente que trata de vivir en plena y total intimidad con el Dios de Jesús.

Jesús hace cambios en la lectura que hizo del pasaje mesiánico de Isaías. Corta su lectura cuando el

profeta dice que el Señor le enviaba a anunciar ‘el día de venganza de nuestro Dios’. Suprime esta frase,

tan importante para los judíos de entonces, porque su mesianismo supone la supresión de toda clase de

cadenas y opresiones, para hacer un mundo de personas verdaderamente iguales. En sus planes sí entraba

el realizar el año de gracia -como vimos el pasado domingo-, y que estaba en desuso.

Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra... Jesús subraya que los no judíos están

acogiendo más abiertos su mensaje, como sucedió en tiempos de Elías y Eliseo.

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos... ¿Cómo acoger a este médico que desprecia los

privilegios de los judíos adquiridos hace tantos siglos? El anuncio del régimen del amor y del perdón, de

la misericordia, es difícil de admitir a los que esperan de la justicia que subraye sus propias perfecciones y

que refuerce sus privilegios; no toleramos vernos al mismo nivel de aquellos que siempre hemos

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considerado inferiores, y menos aún que los pongan por delante. La acogida que Jesús concede a los

pobres, a los enfermos, a los pecadores, a los extranjeros... desagrada a los que no sienten -¿sentimos?-

más que menosprecio hacia esos grupos.

Todos los textos evangélicos están llenos de este drama, y el libro de los Hechos de los Apóstoles nos

describe la prolongación de esto mismo, al mostrarnos cómo los paganos toman en la Iglesia los primeros

puestos que abandonan los judíos. Es el escándalo que suscitan siempre en la Iglesia los hombres que

proclaman el mensaje del Dios de Jesucristo.

Los de Nazaret se han llenado de despecho al ver que los de fuera han sido más favorecidos que ellos

–Cafarnaún-, e incluso los paganos –Sarepta en Sidón y Siria-. Nos creemos los primeros y nos cuesta

ver signos de predilección en los demás, especialmente si no gozan de nuestra simpatía. Que les digan

todo esto a la cara, y que se lo diga uno de los suyos, les cae tan mal que la escena termina con un intento

de asesinar a Jesús.

Han acogido las palabras de Jesús hasta que esas palabras les han afectado directamente. Es lo de

siempre: todo va bien hasta que nos dicen algo que nos duele. No intentan matarlo por mentiroso, sino por

todo lo contrario: Jesús no se ha conformado con decirles la verdad, sino que se la ha demostrado con

ejemplos. Y eso es excesivo. El verdadero profeta siempre hace daño, incluso contra su voluntad; siempre

tiene enfrente, y con las uñas afiladas, a su auditorio.

Jesús, en la sinagoga de Nazaret, acabó muy mal... Cuando intentamos ver la vida con perspectiva, ¡qué

claro se ve todo esto!

NAZARET, SÍMBOLO DE SIEMPRE

El relato de Nazaret no es un episodio aislado. Es como un símbolo de todo el pueblo de Israel, de la

Iglesia y de cada uno de nosotros. Y, en contraste, la acogida abierta por parte de los paganos y excluidos.

Jesús habló a una sociedad ya formada, que se creía habitando en la perfección: ya eran todo lo fieles que

podían ser, ya no tenían nada que cambiar ni que desear... Se han llenado de despecho, pensando que los

demás han sido más favorecidos que ellos. Llenos de cólera, quieren despeñarlo. Es la reacción del

fundamentalismo cuando ven atacados sus ideales y modos de vida, tenidos por inalterables. Se creen los

primeros y no aceptan –no aceptamos- ver signos de predilección en los demás.

Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba. No es un mero alejarse en el espacio; es un alejarse

en el corazón de sus paisanos.

Es difícil el quehacer del profeta: ser fiel a la Palabra de Dios, le lleva a un constante enfrentamiento con

las instituciones establecidas y sus representantes. Porque creer es difícil y los seres humanos

encontraremos siempre excusas para no arriesgarnos.

Una Iglesia que se acomoda a los usos del mundo, que no inquieta ni molesta, que halaga a los

poderosos... no es profética: es una Iglesia instalada y que, por tanto, deja de ser la de Jesús. Y una Iglesia

sin profetas, o es perfecta –cosa imposible- o está muerta.

La fe verdadera no existe al margen de la realidad cotidiana y dura; está enraizada en el camino humano;

es profundamente humana. Y esto escandaliza a muchos que preferirían una fe más ‘celestial’.

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Siempre que Jesús se encontró con una fe maravillosa o con un agradecimiento que desdecía de la

ingratitud general, fue con los paganos o con los samaritanos. Es extraño ese poder que tiene la religión

de endurecer e impermeabilizar a las mismas personas que modela.

Jesús suspiraba por hombres nuevos, capaces de impresionarse ante Dios. Y a su alrededor no encontraba

más que personas habituadas a creer, que pensaban que conocían a Dios por el hecho de haber oído hablar

mucho de él o, lo que es peor, por haber hablado mucho de él. La verdad siempre encuentra enemigos

donde hay ambición, comodidad, intereses creados, seguridad...

Si carecemos de espíritu profético –tan difícil siempre de discernir-, que nuestra actitud sea, al menos, la

de estar atentos a la voz de los profetas. Y no sólo de los profetas bautizados; los hay también en otros

campos y tendencias que deben ser escuchados, porque el Espíritu no se ata a nadie. Y debemos

defenderlos, apoyarlos para que no desfallezcan, porque de ellos vivimos.

Lo que pasó con Jesús ya lo aprendimos. Pero... ¿cómo está sucediendo todo aquello ahora?

TODA LA VIDA DE JEREMÍAS FUE UN SUPLICIO

“En los tiempos de Josías, recibí esta palabra del Señor: -Antes de formarte en el vientre, te escogí, antes de que salieras del seno

materno, te consagré: te nombré profeta de los gentiles. Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos.

Mira: yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: Frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y a la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte, -oráculo del Señor-.”

(Jer 1, 4-5. 17-19)

Jeremías es natural de Anatot, un pueblo a seis kilómetros de Jerusalén. Su padre es sacerdote...

Yahvé lo ha consagrado –lo ha puesto aparte-. Dependerá totalmente de Dios y de su palabra. Y, a causa

de ello, será un hombre discutido, un profeta asediado. Toda su vida será un suplicio, hasta el punto de

prefigurar al Siervo de Yahvé, y ser el profeta que más se asemejará a Jesús en el aspecto doloroso. La

intensidad de sus palabras tiene su origen en la vivencia personal de lo que proclama, y en su solidaridad

con el pueblo que sufre. Fracaso tras fracaso, frustrada su vida, e inutilizado y destruido todo lo que ha

empezado, llega a maldecir el día en que nació.

Al principio es ignorado. Después es aislado, perseguido, amenazado, golpeado, insultado, denunciado

hasta por sus parientes y amigos. Y todo porque querían que dijera lo que ellos deseaban oír, y que él no

podía decir, si quería ser fiel a Yahvé. Querían oír que todo iba bien, y él se empeñaba en predicar que

caminaban hacia el desastre. Y no lo hace por gusto, sino al precio de un doloroso sufrimiento interno.

Jeremías está enamorado de su tierra y de su ciudad. Es una persona delicada, llena de ternura. Para

pronunciar sus profecías tiene que violentar su corazón y sus sentimientos,

Pero no puede comportarse de otra manera. La palabra de Dios le lleva a decir lo que él mismo no quiere

decir, Las tragedias que anuncia hieren, ante todo, su sensible temperamento. Sus paisanos no

comprenden su drama íntimo y se ensañan cruelmente contra él, convirtiéndolo en el profeta más trágico

y humano.

La primera lectura está formada de extractos del relato que nos ha dejado Jeremías de su llamada al

profetismo. La primera parte (vv 4-5), nos presenta su predestinación para ser profeta, manifestada a tres

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niveles: la preexistencia en el pensamiento divino –antes de formarte en el vientre, te escogí-; la

consagración en el seno materno –antes que salieras del seno materno, te consagré-; finalmente, la

investidura oficial como profeta sobre las naciones –te nombré profeta de los gentiles. La segunda (vv

17-19), nos habla de la cualidad más importante, que necesitará este profeta para llevar adelante la misión

que Yahvé le ha confiado: la fuerza –lucharán contra ti, pero no te podrán. Fuerza que no tiene nada

que ver con la violencia, sino como victoria sobre sí mismo y como controladora de su sensibilidad.

Corrían los tiempos del rey Josías, al inicio de la reforma religiosa, que parecían momentos tranquilos.

Pero después de la desventurada muerte del rey, tiene lugar el desastre de Judá, que culmina con la

destrucción de Jerusalén y la deportación de los judíos a Babilonia.

Jeremías tiene que ser valiente. Las dificultades van a ser constantes: persecuciones, burlas, torturas...

que deberá soportar con fortaleza y confianza.

Yahvé estará con él, y ésta será la seguridad y la garantía de su misión. Como lo fue y lo será siempre de

todos los verdaderos profetas.

EL CAMINO MEJOR

“Hermanos: Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino mejor.

Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden.

Ya podría yo tener el don de predicción y conocer todos los secretos y todo el saber; podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada.

Podría repartir en limosna todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve.

El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. ¿El don de predicar? Se acabará. ¿El don de lenguas? Enmudecerá. ¿El saber? Se acabará. Porque inmaduro es nuestro saber e inmaduro nuestro predicar; pero cuando venga la madurez, lo inmaduro se acabará. Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo de adivinar; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es por ahora inmaduro, entonces podré conocer como Dios me conoce. En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor.”

(1 Cor 12, 31-13, 13)

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La segunda lectura nos habla del amor, que constituye ‘lo otro’ respecto a nuestras superficiales

aspiraciones, costumbres, valores en uso. ¿No pensamos que el dinero, y lo que se puede comprar con él,

lo es todo, que es lo que cuenta, que con dinero se consigue todo y sin él, nada?

Este himno al amor de san Pablo es comparable a las mejores obras de la literatura universal. Es una de

las páginas más bellas de la Sagrada Escritura, por su contenido y por su forma literaria. Nos ofrece una

auténtica escala de valores, en tres estrofas. La primera describe los caminos tenidos entonces como

mejores. La segunda, lo que hace y lo que no hace el verdadero amor. La tercera, compara el

conocimiento que tenemos en la actualidad con el que poseeremos después de la muerte.

El amor será lo único que quede, cuando todo lo demás desaparezca. Es lo que va quedando, ya ahora y

aquí, en la medida en que todo lo demás nos deja de atraer.

La primera parte (vv 1-3), nos enseña que hasta las acciones carismáticas más extraordinarias y las más

abnegadas formas de entrega, sin amor son nada. El amor lleva a esas obras, pero esas actuaciones no son

pruebas infalibles de un verdadero amor. En ellas, el ser humano puede buscar su propia complacencia.

Sin amor, todo lo que tenemos, todo lo que somos y hacemos no tiene consistencia.

La segunda parte (vv 4-7), expone lo que es el amor, nos dice que el amor produce todos los bienes. Nos

enumera quince características del amor: ocho negativas y siete positivas. Puede ser que Pablo tenga ante

sus ojos dos ejemplos: uno positivo: Jesucristo; otro negativo: los corintios. Habla de cosas cotidianas,

para evitar toda ilusión.

Las cuatro últimas afirmaciones nos lo presentan como la realidad más positiva que pueda darse en todos

los aspectos; la que llena todas las posibilidades y todos los espacios del bien. Cuatro veces repite sin

límites –disculpa, cree, espera, aguanta-. Es siempre inseparable de la verdad.

La tercera parte (vv 8-13), describe la perfección del amor en su duración. Nos hablan del amor como la

realidad que ya es, ahora y aquí, lo que será en la eternidad; del amor como el contenido de la vida eterna.

Todos los demás carismas se quedarán en el camino; en el ‘más allá’ ya no serán necesarios. El amor es

ya lo perfecto. Se identifica con la vida plena y para siempre.

Intentemos sustituir la palabra ‘amor’ por la palabra ‘dinero’. Y repitamos esas frases. A poder ser sin

enrojecer... ¡Qué escala de valores tan distinta a la que vivimos sumidos en la sociedad de consumo!

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QUINTO DOMINGO ORDINARIO

PESCADORES DE HOMBRES

MENSAJEROS DE LA PALABRA

La tarea más noble que puede ejercer una persona en este mundo es la de ser mensajero de la Palabra. Es

decir, ayudar a los demás a descubrir y a vivir la vida que el Padre Dios soñó para sus hijos, antes de la

creación del mundo (Ef 1, 4); ayudar a que los niños crezcan en edad, ciencia y fe, para que puedan

llegar a ser personas auténticas dedicadas a hacer todo el bien a los que le rodean. Porque no nacemos así

orientados, a causa del ‘pecado del mundo’ (Jn 1, 29), ni llegamos a vivir esa vida querida por Dios sin

ayuda. La vida no consiste, como creen muchos en la actualidad, en que pase el tiempo de la mejor

manera posible, sino en vivirla en plenitud, como hijos del Padre, trabajando por un mundo justo para

todos.

Las tres lecturas de hoy tratan de la llamada de Dios, de la vocación: Isaías fue fortalecido por la gloria

de Dios antes de ser enviado a una misión; loa apóstoles experimentaron a Cristo resucitado antes de

predicarlo; los primeros discípulos, impresionados por la pesca milagrosa, dejaron sus redes para hacerse

pescadores de hombres. En todos hubo un descubrimiento personal de Dios. Experiencia que se expresa

con símbolos y que se puede conocer por sus efectos.

Cuando Dios se acerca a nosotros es para curarnos, liberarnos, enriquecernos en valores. También para

pedirnos, para enviarnos... y así ser útiles a la sociedad y ¿felices?

La fe se alimenta más de experiencias que de razones; más de oración que de estudio. ¿Cómo ser

cristiano sin haber experimentado alguna vez la cercanía de Dios y sin hacer oración?

LA PREDICACIÓN DE JESÚS

“La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.

Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente:

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: -Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Simón contestó: -Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero,

por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la

red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:

-Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver

la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.

Jesús dijo a Simón: -No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron.”

(Lc 5, 1-11)

Lucas une en este pasaje dos tradiciones distintas: la llamada a los primeros discípulos (Mc 1, 16-20) y la

pesca milagrosa (Jn 21, 1-11), con mención especial a la misión de Pedro.

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Este texto evangélico lo podemos dividir en tres partes: la predicación de Jesús, la pesca milagrosa y la

vocación de varios discípulos.

La gente se agolpaba alrededor para oír sus enseñanzas. Junto a Jesús hay siempre una multitud de

personas ávidas de palabra de Dios. Lo seguían porque hablaba con convencimiento, porque vivía lo que

decía, porque respondía a los grandes interrogantes de los hombres inquietos de todos los tiempos, porque

no buscaba nada para sí mismo. Lo seguía el pueblo porque no era un teórico, porque trataba de cambiar

la sociedad.

Para transformar la realidad, hace falta tener un conocimiento verdadero de ella, una interpretación

correcta de todo lo que sucede y del porqué sucede, una idea clara de a dónde queremos ir y no buscar

ventajas personales de ningún tipo.

En las largas horas de oración y de silencio, que le vemos tener, Jesús analizaba la realidad y descubría

los caminos para transformarla. Vería que el opresor, que no quiere dejar de serlo, no puede querer los

cambios necesarios para la transformación del mundo, no puede aceptar las ideas y las acciones que salen

de los oprimidos, porque sería al precio de perder ellos sus privilegios.

No se puede ser revolucionario, no se puede ser seguidor de Jesús –revolucionario por amor- y no se

puede trabajar honradamente para cambiar la sociedad, teniendo muchos bienes.

Jesús quiere liberar al pueblo, quiere que la justicia, con todas sus consecuencias, se implante en la tierra.

Su predicación es claramente liberadora.

LA PESCA MILAGROSA

Cuando Jesús dejó de hablar, dijo a Pedro: Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Después

de una noche sin pescar, Simón, para complacerle, lo hace, a la vez que le expresa la inutilidad de la

pesca de la noche. Parece que Jesús lo quiere llevar, junto con sus compañeros, mar adentro para

hacerles vivir una experiencia decisiva.

El resultado es grande, ante la sorpresa de Pedro. En un asunto de su competencia, como era pescar,

Jesús le demostró que ni en su propio oficio se bastaba a sí mismo. Se palpa el signo. No es el trabajo

humano –de los pescadores- lo que consigue la pesca abundante, sino la fidelidad a la Palabra que es

Jesús. Pero ellos tienen que echar las redes, tienen que trabajar, realizar su parte.

No por muchas técnicas que empleemos en el apostolado, lograremos algo verdadero. Es nuestro

convencimiento y fidelidad a lo que decimos, lo que contagiará a nuestros oyentes.

Pero, aunque el convencimiento y la fidelidad sean muy grandes, la eficacia de la acción viene siempre

de Jesús; no de los discípulos, que habían pasado la noche bregando para pescar, sin resultado.

La abundancia de peces es signo de la plenitud escatológica, propia del fin de los tiempos, más que de lo

que sucederá en el correr de los siglos. Cristo será reconocido al final de la ¿historia? Hasta entonces, en

el ahora, la vida de la Iglesia será una difícil pesca, en la oscuridad de un mar amenazante. De ahí, que

tengamos con tanta frecuencia, la sensación de fracaso.

LA VOCACIÓN DE VARIOS DISCÍPULOS

Tenemos en esta narración los elementos esenciales de una vocación: un impacto religioso que deja al

descubierto la propia indignidad, una llamada y un seguimiento.

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Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús... Pedro capta la proximidad de un misterio

aplastante: El asombro se había apoderado de él. Es el asombro de una persona que entrevé un gesto de

Dios, una presencia divina, y que se descubre indigno de esa maravilla: soy un pecador.

Sólo las personas que se aproximan realmente a Dios experimentan las propias limitaciones. El sentido

del pecado se tiene solamente cuando se posee el sentido de Dios.

No se puede descubrir a Dios y seguir viviendo como se ha vivido hasta entonces. El encuentro con Dios

revela el verdadero sentido del hombre y del mundo; lleva consigo una revisión, un juicio, una llamada,

un esfuerzo. De ahí nuestra reacción espontánea a huir de él, a apartarnos de su compromiso, a creer que

ese encuentro nos va a destruir.

Dios no puede entrar en nuestra existencia sin transformarla por completo. Parece que Pedro lo supo

desde su primer encuentro con Jesús. Antes de este encuentro, Pedro podía tener una buena opinión de sí

mismo, podía confiar en sus recursos... Pero el paso de Jesús por su vida le fue arrebatando su amor

propio. Según iba conociendo a Jesús, se iba conociendo a sí mismo, haciéndose consciente de sus

limitaciones y pecados. Por eso suplica a Jesús que se aparte de él. Se reconoce indigno, se vacía de su

suficiencia. Le harán falta otras experiencias dolorosas, otros fracasos y caídas, antes de aprender a fondo

aquella lección. La cercanía de Dios no puede compaginarse con el orgullo.

Así empieza toda verdadera vocación cristiana. De pronto, la religión deja de ser un artículo de ‘lujo’,

una prueba de nuestra buena educación, una costumbre, un signo de nuestra cultura y de nuestro dinero y

respetabilidad. Nos damos cuenta, de repente, que para vivir, para amar, para trabajar, para vivir un solo

día de nuestra existencia, tenemos que ceder en nosotros el lugar a Dios; tenemos que rezar, tenemos que

recibir ayuda, necesitamos que se nos eche una mano. Lo mismo que Pedro experimentó que necesitaba la

presencia de Cristo en su barca, incluso para pescar, nosotros tenemos que llegar a saber que es por una

gracia incomprensible y desconcertante por la que queremos ser fieles, honrados y que merece la pena

serlo.

Jesús alienta a Pedro, empleando la misma terminología de su oficio: Desde ahora, serás pescador de

hombres. Y con él, los demás compañeros suyos.

Jesús llama a hombres que se sienten pecadores. Frente a la acción y las palabras de Jesús, los hombres

de corazón sencillo y bueno se han reconocido pecadores, porque pecado es todo lo que frena e impide la

construcción del reino de Dios y de uno mismo.

El llamamiento que hace Jesús aquí a Pedro supone una enseñanza previa y una convivencia anterior con

él. ¿Cómo los fue conociendo hasta proponerles hacer un equipo ambulante y comunidad de vida? ¿Cómo

fueron descubriendo ellos en Jesús a una persona que merecía la pena seguir de cerca? Es difícil saberlo,

aunque es seguro que por trato personal. Seguro que su vida y su palabra les entusiasmó, seguro que todos

eran gentes sencillas de Galilea.

¿Qué significa ser ‘pescadores de hombres’? Significa, ante todo, vivir en medio del ‘mar’, como

símbolo de la existencia dura y difícil, pero estimulante y creadora; del ‘mar’ como símbolo de la

humanidad entera, con toda su pluralidad de grupos, tendencias, opiniones... dando testimonio de la

verdad y del amor de Jesús, del Padre y del Espíritu; trabajando por la transformación total de la sociedad

en el reino de Dios... No se trata de una conquista, sino de un ‘contagio’.

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Las comunidades cristianas debemos vivir en medio de todas las corrientes, de todas las tendencias, en el

cruce de todos los caminos, aunque nuestra existencia se vea amenazada y parezca que no logramos nada.

Dejándolo todo, lo siguieron. La fe es totalizante: abarca todos los aspectos de la vida. Lo que

poseemos nos posee, nos impide ser libres para dedicarnos, en cuerpo y alma, a la propagación de la

Palabra-Vida del hombre. Pedro y sus compañeros son conscientes de ello: por eso lo dejan todo. Se

vaciaron de cosas para poder llenarse de Jesús, única forma de poder comunicarlo de verdad a los demás.

La fe es una realidad fundamental, que exige pobreza y desprendimiento. Si podemos ser creyentes sin

privarnos de nada, o estamos equivocados o no somos creyentes.

Pedro, que se ha confesado indigno, no será rechazado. Más allá de los peces, las redes y la barca, Lucas

quiere que nos demos cuenta de cómo se fue tejiendo la fe de Pedro.

Todos los evangelistas nos hablan de este hombre tan importante en el proyecto de Jesús, y en la

consolidación de la Iglesia. Una y otra vez nos lo presentan con una fe oscilante: entusiasta, temeroso,

impetuoso, fiel, de gran corazón.

A pesar de los contrastes de su personalidad, Pedro se va adentrando y creciendo en el conocimiento de

Jesús. Encontramos en él todos los aspectos de la fe. Para él, creer es fiarse, es amar, es comprometerse.

Pedro no llegó a la fe de repente. El camino que lleva a ella no es único, y cada uno tenemos que seguir

el nuestro. Pero el ejemplo del pescador galileo puede darnos confianza, porque está a nuestro alcance. Es

una persona como nosotros: con dudas, miedos, tentaciones; su temperamento le era con frecuencia

motivo de tropiezo. Pero su nobleza y buena voluntad le permitieron seguir adelante.

Al final, es Pedro el que decide lo que debe hacer. Es un ejemplo de gran actualidad: la fe, hoy más que

nunca, implica la opción personal. Nadie puede decidir por otro. En la fe nos encontramos solos ante Dios

y ante nosotros mismos.

La experiencia del relato, experiencia de Pedro ante todo, es ahora experiencia de la Iglesia, de cada

comunidad y de cada cristiano. Es nuestra propia historia lo que debemos percibir en la aventura de

Pedro. A partir de tal o cual fracaso, inevitable en la historia de los seres humanos –aquí no han pescado

nada-, Jesús nos muestra que con él es posible otra cosa: es posible ser eficaces en lo mismo en que, antes

y solos, habíamos fracasado.

Es cristiano el que conoce vivencialmente lo que transmite, el que da testimonio de la verdad de Jesús de

Nazaret ante los demás. El que continúa, con su vida y con sus palabras, la realización del reino iniciada

por Jesús y que no ha llegado a su plenitud.

La Iglesia debe ser continuadora de Jesús. Y como él, ir siempre al núcleo de los problemas de los

hombres, pase lo que pase.

La opción a favor de la convivencia de todos los hombres, cuando se lleva a la práctica, repugna a todas

las demás opciones. Por eso, los cristianos, si seguimos a Jesús de verdad, seremos motivo de

contradicción y piedra de tropiezo para muchos (Lc 2, 34), incluso ‘cristianos’.

LA LLAMADA A ISAÍAS

“El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo.

Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro diciendo: -¡Santo, santo, santo, el Señor de los Ejércitos, la tierra está llena de su gloria!

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Y temblaban las jambas de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo.

Yo dije: -¡Hay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios

impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había

cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: -Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu

pecado. Entonces escuché la voz del Señor, que decía: -¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: -Aquí estoy, mándame.”

(Is 6, 1-2a. 3-8)

La primera lectura nos narra la vocación de Isaías. El año de la muerte del rey Ozías era el 740 a. C. Su

reinado había sido largo y próspero. Isaías cita este año para indicar la acción de Dios en el interior del

mundo concreto de los hombres. El texto describe el encuentro personal del profeta con Yahvé.

La visión de la teofanía tuvo lugar en la fiesta de la Expiación de dicho año. En pie, en el vestíbulo del

templo, el profeta dirige su mirada hacia el Santo, accesible, con motivo de la fiesta, al sumo sacerdote.

Dios se revela como el Señor, por encima y en lo más profundo del corazón de los humanos.

La teofanía es grandiosa: trono, orla del manto, serafines, alabanzas incesantes... El triple santo, santo,

santo subraya la santidad de Yahvé; expresión que se trasladará a la liturgia de nuestras eucaristías. El

humo acompaña a las teofanías, a las que da la idea del misterio que rodea la presencia de Dios.

La cercanía de Dios, el Santo, produce estremecimiento en el hombre, el impuro. Siempre es así. El

temor humano ante la santidad y presencia de Dios es inevitable, al contemplar la distancia infinita que

separa a Yahvé del hombre, siempre pecador. Isaías se siente perdido, cree que va a morir porque ha visto

a Dios, creencia judía de entonces (Éx 33, 20).

Isaías escucha las alabanzas de los serafines que reflejan su total dedicación a la gloria del Señor,

mientras que las vidas del profeta y de su pueblo están alejadas de él, por lo que no pueden alabarlo

plenamente; por eso habla de labios impuros, expresión que manifiesta el pecado.

En la presencia de Dios todo tiene que ser santo. Ante la confesión de su propia impureza, uno de los

serafines tomó un carbón encendido y le purificó los labios, limpiándole simbólicamente de todo pecado

y capacitándolo para la misión de predicar el mensaje de Dios a su pueblo.

El profeta queda purificado. Se siente liberado y se presta generosa e incondicionalmente a la llamada de

Dios. De nada nos sirve el descubrimiento de Dios si no lleva a la transformación de toda nuestra vida.

Isaías se considerará como el profeta de un pueblo de santos –el pequeño ‘resto de Israel’-, que para

tomar parte en el reino de Yahvé, aceptan convertirse para ser fieles al Señor.

LOS TRES ACONTECIMIEMTOS CENTRALES DE LA FE

“Hermanos: Os recuerdo el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado nuestra adhesión a la fe. Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la

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mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los Apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque soy el menor de los Apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no se frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos, esto es lo que habéis creído.”

(1 Cor 15, 1-11)

El texto de la segunda lectura era considerado como el resumen de la predicación –kerigma- apostólica,

formado por los tres acontecimientos centrales de la fe: muerte, sepultura y resurrección de Jesús.

Una de las cuestiones que los Corintios habían planteado a Pablo era la resurrección de los muertos, que

ellos no comprendían. En la sociedad helenística en que vivían era corriente negarla. Los platónicos y

pitagóricos, que afirmaban la inmortalidad del alma humana, eran contrarios, al igual que los epicúreos, a

la idea de la resurrección ‘corporal’, que consideraban como algo absurdo.

Pablo se lo explicará transmitiéndoles ese primer resumen de las verdades de nuestra fe –el Credo- y el

primer testimonio escrito de las apariciones de Jesús resucitado, que reproduce una antigua lista de

testigos que se centra en Pedro, en los Doce y en los fieles de Jerusalén. Una lista que no es completa ni

sigue un orden cronológico. Silencia las apariciones a las mujeres y a los discípulos de Emaús.

Este testimonio de la resurrección de Jesús, escrito unos 25 años después, cuando vivían muchos de los

que habían sido testigos de las apariciones del Señor, es de gran valor apologético, se explique como se

explique. La resurrección de Cristo será el punto de partida y consecuencia de todas las demás (vv 35-38).

Pablo equipara su aparición en el camino de Damasco (He 9, 1-9) con las otras, por el impacto que tuvo

para su vida. Y se rebaja, comparándola con un feto abortivo, algo que inspira cierta repugnancia. Es la

idea humilde que de sí mismo tiene el apóstol, por el hecho de haber sido perseguidor de los cristianos y,

por lo mismo, de Cristo. Sin embargo, la gracia de Dios lo cambió totalmente, hasta el punto de ser el

apóstol más entregado a la causa del evangelio.

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SEXTO DOMINGO ORDINARIO

“DICHOSOS... ¡AY DE VOSOTROS...”

A LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

La búsqueda de la felicidad es probablemente el objetivo principal que nos hemos planteado los seres

humanos en todos los tiempos y lugares. ¿Qué es la felicidad? ¿Cómo lograrla?

Los caminos y criterios mundanos, que siempre se quedan en la superficie de la verdadera vida humana,

y los del reino de Dios son divergentes. Es necesario que nos esforcemos cada uno para tener claras las

ideas.

Los estragos morales producidos en nuestra sociedad, acrecentados en estos últimos años, son bastante

más graves de lo que muchos piensan. La juventud, que es la edad de los grandes ideales y utopías, vive,

en gran parte, o alocada y manipulada, o sin ilusiones y cansada, alienada y sin futuro. La sociedad, que

ha apagado las luces de la trascendencia, vive como si todo terminara con la muerte corporal. Hablar hoy

de la familia, de la ley de Dios, o de la ley natural, es visto como retrógrado y opresor.

Los hechos están demostrando que sin unas firmes convicciones morales, compartidas y respetadas por

todos, especialmente por los que ejercen la autoridad, no es posible la convivencia en libertad; libertad,

que nunca podrá lograrse quitando todos los obstáculos, para que cada uno o cada grupo social actúe

como más le convenga; lo que inevitablemente llevará a que muchos sufran las consecuencias. El que los

jóvenes se diviertan en sus ‘movidas nocturnas’, no puede ser a costa de que otros muchos no puedan

dormir, al menos dos noches por semana. El último atentado, de gravísimas consecuencias para los países

más pobres y para los más pobres de cada país, contra la convivencia de la humanidad, es sin duda la

llamada globalización de la economía. ¿Qué dictadura puede haber más funesta y sutil que ésta?

Para que exista verdadera libertad y pluralismo, será necesario aceptar unos mínimos principios morales,

desde los que sea posible construir juntos una humanidad que busque, y vaya consiguiendo, el bien de

todas las personas y de todos los pueblos y naciones. Y, desde estos mínimos compartidos, que cada

persona o cada grupo y nación defienda y persiga sus ideales de felicidad.

Este cambio, necesario a escala mundial, debe tener como protagonista a la misma humanidad. Nunca

serán suficientes las condenas de los tribunales de justicia, a favor con demasiada frecuencia de unas

leyes discriminatorias para los pobres, y que benefician a los mismos que las hacen. Tampoco con más

policías, como parece la tendencia actual, sino con ‘siembra de valores’ desde pequeños.

Mientras nuestra sociedad afirma, con su modo de vivir y de hablar: ‘Felices los ricos y desgraciados los

pobres’, Jesús nos dice en el evangelio de hoy, y con su modo de vivir, todo lo contrario.

La riqueza es como un muro que nos separa de Dios y del prójimo. Conecta con el egoísmo del corazón

humano y con lo más negativo de nuestra sociedad.

La pobreza evangélica –nunca la miseria, que es un mal que tenemos que combatir- es el ideal de la vida

cristiana; y también el de todas las personas que escuchen los grandes anhelos, ilusiones y utopías de sus

propios corazones.

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LAS BIENAVENTURANZAS, CAMINO DE VIDA

“Bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedentes de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: -Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que

ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre.

Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

Pero, ¡hay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Hay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Hay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.”

(Lc 6, 17. 20-26)

El evangelio de hoy nos narra las bienaventuranzas y malaventuranzas de Lucas, como los dos caminos

humanos. En ellas está en juego la misma idea que nos hacemos de Dios.

Con las bienaventuranzas, Jesús nos va a presentar su camino para que los humanos logremos la

verdadera felicidad, la verdadera vida. No imponen preceptos; se enuncian como invitación.

Las bienaventuranzas resumen los rasgos fundamentales del cristianismo. Son el desarrollo del único

mandamiento de Jesús: el amor a Dios en el prójimo. Al que ama de verdad, le irán cayendo todas

encima. Son el precio del verdadero amor. Para encontrarse con ellas solamente hace falta tratar de amar

de verdad, comprometiendo en ese amor toda la vida; y vendrán como consecuencia de ese amor.

Las bienaventuranzas son la descripción del ser de Dios, de sus gustos, de las obras en que se complace.

Son la revelación de lo que produce la llamada y la presencia de Jesús en el corazón de quienes lo acogen.

Son la revelación de Dios y del hombre verdadero. Dios es pobre, misericordioso, manso... porque ama.

Su plenitud de ser y de vida le libera de la carga del tener. La dicha humana no está en la tranquilidad, en

la riqueza, en el prestigio, en el poder... La dicha humana pertenece a todos los que se parecen a Dios, a

los que luchan con su lucha, a los que aman con su amor, para liberar y pacificar al mundo. Es preciso

haberlo experimentado en parte para creer en todo esto. La dicha es una victoria que se logra en medio de

una aparente derrota.

Las bienaventuranzas son la proclamación de la experiencia que han realizado, y siguen realizando, unas

personas cada día, cuando se dejan llevar por el Espíritu de Dios. Cuando el ser humano mide toda su

hambre, sabe que no podrá calmarla únicamente con el alimento o el dinero; sabe que ese ‘hambre’ le

llevará siempre más allá de cualquier límite imaginable, y que no encontrará reposo hasta que descubra la

fuente infinita en donde saciarse a la medida de sus deseos. Sabe que los bienes materiales, la justicia, la

libertad, la verdad, la paz... son medios que sirven para lanzarnos hacia una aspiración insaciable. La

aspiración más insaciable del ser humano es la del Absoluto. Pero la sociedad de consumo puede apagar

-¿no la está apagando?- esta sed...

Las bienaventuranzas son la denuncia de la mentira y de la injusticia del mundo en que vivimos. Y son

una llamada a trabajar para que venga pronto el reino de Dios. Son un anuncio de plenitud para el futuro;

pero creérselo de verdad, implica trabajar para que se vaya realizando en el presente.

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Nosotros estamos lejos de este estilo de Jesús. Nos cuesta reflexionar y comprometernos, analizar la vida

en profundidad, saber captar dónde se encuentran los verdaderos valores. Preferimos los ritos a las

bienaventuranzas: los primeros no comprometen la vida; las segundas, son la vida misma.

Todas las bienaventuranzas se pueden reducir a la primera: la pobreza. Jesús las vivió en plenitud. Por

eso, él es el cristianismo.

LAS MALDICIONES

En nuestro mundo injusto, en el que las desigualdades entre los hombres y entre las naciones son tan

enormes, la ‘buena noticia’ de Jesús no puede ser igual para todos. Será buena para unos y mala para

otros. Si fuera buena para todos, estaría vacía de contenido.

Podemos hacer de estas ‘maldiciones’ una doble lectura, ambas verdaderas: la primera desde los pobres y

ricos de la humanidad, individuos y naciones; la otra desde cada uno de nosotros, porque en el corazón de

todos nosotros existe un ‘pobre’ y un ‘rico’. Si están en lucha, puede ser señal de que queremos ser

pobres; en caso contrario, debemos contarnos entre los ricos y aplicarnos esta segunda parte de las

palabras de Lucas.

A la luz del reino de Dios, se desvela el fracaso de los que viven en el poder y en la riqueza de la tierra y,

a causa de ello, oprimen y destruyen la existencia de los demás.

Jesús quiere liberarnos a todos del egoísmo, de todo lo que nos impide ser imagen y semejanza de Dios.

Conocía bien lo que hay en el corazón de cada uno de nosotros; esa cantidad de interpretaciones que

sabemos dar a las palabras para suavizarlas y quitarles toda su fuerza. Conocía bien ese afán nuestro por

querer entenderlo todo de forma que no tengamos que cambiar nada de nuestro modo de vivir, que es la

manera de no entender de verdad. Sabía también de nuestro afán por eliminar a los profetas, para poder

interpretarlos después a comodidad. Tenemos un arte especial para ‘espiritualizar’ tanto el mensaje de

Jesús, que ya no sirve para casi nada.

En los ricos –en el corazón de cada uno de nosotros- se desarrolló tan fuertemente la semilla del

egoísmo, que es humanamente imposible que cambiemos de actitud.

¿Quiénes son los ricos, los que ríen, los bien vistos por todos? Son los que han puesto su corazón en sí

mismos y en sus cosas –y la parte de nuestro ser que tiende a lo mismo-, los que viven en función de su

prestigio, de comer, vestir, divertirse.... Son los que no tienen necesidad de nada, ni de Dios, porque creen

que lo tienen todo. Sólo piensan en ser más ricos. Son los que creen que con el dinero pueden resolverlo

todo; los que no dan ni de lo que les sobra. Son los que tienen bastante con los límites de este mundo;

horizonte muy reducido y vulnerable, de precaria realidad, a pesar de las apariencias; horizonte corto,

como lo es la vida del hombre sobre la tierra.

El evangelio de Jesús es una tragedia para los ricos. ¿Es que la riqueza es mala? La que engendra

miseria, sí. La que nos obliga a darle culto, la que nos tiene dominados, impidiendo nuestro progreso

humano, también. Si es abundancia compartida por todos, no tiene necesariamente que ser mala. Lo será

si nos domina, si nos hace esclavos. Es crecimiento humano o condición para que sea posible.

Los ricos podrán –podremos- recibir la ‘buena noticia’ de Jesús si se ponen al lado de los marginados, de

los explotados; si luchan para destruir las condiciones que engendran ricos y pobres, explotadores y

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explotados, opresores y oprimidos, y comparten ya desde ahora sus riquezas con los demás. Algo

realmente milagroso. Si entran por este camino, pronto serán pobres y podrán vivir las bienaventuranzas.

Los ricos, para dejar de serlo, no pueden conformarse con un comportamiento ‘caritativo’, de

beneficencia, que mantenga intocables las estructuras injustas. Tienen que enfrentarse con esas

estructuras, que son la negación misma del reino de Dios.. Sólo así podrán ser seguidores de Jesús. La

lucha por superar las diferencias entre las personas y las naciones es esencial para poder vivir la fe.

¡Ay de vosotros... Jesús maldice la riqueza que engendra miseria, las buenas comidas que traen como

consecuencia el hambre de otros, la risa que origina llanto, el ser admirados por todos a base de mentiras

y de hipocresía. E incluye en estos anatemas no sólo a los propiamente ricos y poderosos, sino también a

todos los que están al servicio de ellos desde sus puestos de influencia sobre las masas: los intelectuales

causantes de una cultura alienante y clasista, los técnicos que adormecen al pueblo con sus métodos, los

clérigos que lanzan a un más allá con olvido del más acá, los policías y militares que colaboran a

mantener el desorden establecido, los medios de comunicación al servicio de sus intereses políticos y

económicos, que raramente coinciden con los intereses del pueblo sencillo...

El camino está marcado. Es un camino claro. Cada uno somos libres de caminar o no por él. No se echa

fuera a nadie. Pero hay actitudes que no se pueden compaginar con el evangelio de Jesús.

O FE O IDOLATRÍA

“Así dice el Señor: Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.”

(Jer 17, 5-8)

La primera lectura, con una enseñanza similar al salmo 1, nos dice también que vivimos entre la

‘maldición’ y la ‘bendición’.

Para muchos la diferencia entre creyente e incrédulo está en una lista de dogmas que los primeros

aceptan y rechazan los segundos, sin implicar para nada el montaje de la propia vida. En realidad, la línea

de separación no afecta, primordialmente, a unas verdades que creemos o que no creemos, sino a una

elección existencial, a una forma de vivir.

Después de la alianza, el pueblo hebreo fue consciente de las responsabilidades que había aceptado, y de

las desdichas que podían recaer sobre él si trataba de sacudirse esos compromisos.

Lo subraya el profeta: Maldito quien confía en el hombre... Bendito quien confía en el Señor. Se trata

de la fe como confianza en alguien, como orientación de la vida hacia alguien. De esta forma, creyente es

aquel que se apoya en Dios; no lo es quien confía únicamente en sí mismo.

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Para indicar la suerte distinta de unos y otros, Jeremías adopta un simbolismo sacado de la naturaleza: el

que se apoya en el Señor será un árbol plantado junto al agua, que da fruto abundante y fresco, que

indica vida, fecundidad; es el que en los momentos críticos se apoya en sus creencias y esperanzas

religiosas, y así desafía y supera las persecuciones y angustias que le puedan venir; el que confía en sí

mismo será como un cardo en la estepa, arbusto escuálido que indica muerte, aridez, aislamiento, como

los que crecen a orillas del mar Muerto, incapaces de afrontar las dificultades de la vida.

Es la imagen del hombre según confíe o no confíe en Dios. El ser humano que no cuenta con Dios se

construye la vida y la felicidad a su medida -habitará la aridez del desierto- y por ello, antes o después,

experimentará la inconsistencia, la debilidad, los límites, la superficialidad de su vida. Es la persona sin

horizontes, sin respuestas, sin plenitud. Al hombre que confía en Dios y espera en él, Dios nunca le falla;

edifica sobre seguro, donde no hay decepciones ni desengaños y, a pesar de las crisis y sequías, no se

angustia ni se abate, porque Dios está siempre con él. Será un árbol fecundo que no deja de dar fruto, y

vivirá en comunión con el Absoluto, único que puede hacerle plenamente feliz.

Tanto unos como otros tienen fe: uno se adhiere a Dios; el otro cree en sí mismo, o en el dinero y en todo

lo que representa, o en la propia inteligencia. La oposición no es tanto entre fe e increencia, cuanto entre

fe e idolatría: o nos apoyamos en Dios o en nosotros mismos y en lo que tenemos.

VIVAMOS COMO RESUCITADOS

“Hermanos: Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que decía alguno que los muertos no resucitan?

Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros

pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.

¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.” (1 Cor 15, 12. 16-20)

San Pablo, en la segunda lectura –continuación del pasado domingo-, sigue desarrollando el principal

acontecimiento del cristianismo: la resurrección de Jesucristo.

El hecho de que Jesús de Nazaret haya resucitado fundamenta la esperanza del cristiano en la propia

resurrección: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido... ¡Pero no! Cristo resucitó de

entre los muertos: el primero de todos. Si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos.

Quien cree de verdad en la resurrección, vive como resucitado, y se nota.

Creer en la resurrección de los cuerpos se les hacía difícil a bastantes corintios, que probablemente no

dudaban de la resurrección de Jesús, pero negaban todo nexo con la resurrección general de los cuerpos.

Es posible que estos corintios o fueron discípulos de judíos saduceos, que negaban la resurrección, o

personas de formación griega, platónica, para los que no había necesidad alguna de tener en el más allá un

cuerpo, que lo único que podría hacer es obstaculizar el goce de la felicidad espiritual esperada; y

hablaban únicamente de la inmortalidad del alma.

Pablo argumenta en términos teológicos: la resurrección de Jesús, innegable, es el centro de la fe, de

modo que sin esa resurrección la fe cristiana no tendría sentido, no merecería la pena creer, ni estaríamos

salvados. La resurrección de Cristo es la victoria total sobre la muerte en todos sus aspectos. Por ello

supone también la resurrección de los cuerpos.

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Si Cristo ha resucitado, está claro que también nosotros estamos llamados a la misma resurrección, por

tener la misma naturaleza que él. Afirma, además, que si los muertos no resucitan, significaría que Jesús

de Nazaret no consiguió su objetivo de salvar a la humanidad, porque la salvación implica la victoria

sobre la muerte corporal, única forma de lograr la vida plena y eterna, que es en lo que consiste la

salvación traída por Jesucristo.

Por otra parte, la fe en Cristo se fundamenta en su resurrección, única realidad de su vida que no es

demostrable ni experimentable ahora y aquí. Todo lo demás –la dicha de la pobreza evangélica, las

persecuciones por ser fieles al evangelio de Jesús...- se van experimentando en la medida en que se van

llevando a la práctica.

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SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO

COMPASIVOS COMO EL PADRE DEL CIELO

LA VIOLENCIA EN NUESTRO MUNDO

La violencia, en todas sus manifestaciones, se ha instalado en nuestra ‘desarrollada’ sociedad como en su

casa. En el cine, en la televisión –incluso en los dibujos animados y videojuegos para niños-, en los

deportes, en la prensa, en las tertulias radiofónicas, en los partidos políticos, en las familias y hasta dentro

de cada uno de nosotros. Se oye decir con frecuencia: ‘Nadie hace nada por nada’, ‘me las pagarás’,

‘perdono, pero no olvido’, ‘el que me la hace me la paga’, ‘que le hagan lo que él ha hecho’... ¡Qué falta

de sentimientos cuando enjuiciamos los hechos delictivos de los demás! Una violencia que mata la vida

verdadera, aleja a unas personas de otras y lleva a la soledad y al vacío. Por otra parte, ¡qué difícil es amar

sin esperar nada a cambio!

Los cristianos necesitamos superar este ambiente. Debemos saber que la verdadera felicidad, y el

camino para alcanzarla, está en ser compasivos como el Padre del cielo; en el amor sin límites y sin

condiciones del Hijo. Los cristianos estamos llamados a vivir de esa forma.

Hacer el bien para vencer el mal, es el camino. La humanidad debe cimentarse en las relaciones

interhumanas del amor y del perdón. Responder al mal con el bien es la condición para ser feliz.

Porque no se trata sólo de perdonar, de no hacer daño, sino de amar. No es cristiano el que se limita a no

hacer daño a los demás, sino el que hace el bien, incluso a los que no se lo merecen.

EL AMOR A LOS ENEMIGOS

“Dijo Jesús a sus discípulos: -A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a

los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale

también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los

que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen.

Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo.

¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.

Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante.

La medida que uséis la usarán con vosotros.” (Lc 6, 27-38)

Amad a vuestros enemigos. ¡Amar a los enemigos, siendo tan difícil amar a los que nos aman! ¡Hacer el

bien a los que nos odian, cuando nos cuesta tanto poner buena cara a los que nos hacen tanto bien! ¡Rezar

por los que nos calumnian! ¡Bendecir a los que nos maldicen!

¡Si únicamente nos pidiera perdonar! Pero el perdón lo da por supuesto. El mandamiento del amor está

expresado aquí en su máxima consecuencia. El hombre bueno, el que, a pesar de todo y contra todo, sabe

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seguir amando a los demás, el que no responde a la agresión, el que dialoga o permanece en silencio,

mientras el otro no acepta nada, es la imagen del cristiano.

El amor a los enemigos no es un dato marginal en el amor de los cristianos, sino lo que le da sentido.

Todas las demás actitudes pueden esconder un egoísmo, una búsqueda del propio interés a través de los

demás. ¿No es verdad que nunca hacemos el bien con tanto afán como cuando tenemos una mala razón –

egoísta- para hacerlo? Sólo cuando se da sin esperar recompensa, cuando se ama sin que el otro lo

merezca, cuando se pierde para que el otro gane... sólo entonces se ha llegado hasta el misterio del amor

que nos enseña y nos ofrece Jesús. Vivir esta realidad es la única verdadera revolución de nuestra historia.

El amor es la regla suprema de la existencia, el móvil de toda acción humana con sentido. Es la única

norma moral verdadera. Cuando en una persona hay verdadero amor, puede realizar sin peligro todo lo

que le indique la conciencia. El amor da la verdadera medida interior del ser humano.

Cuando Lucas escribe este mandato de Jesús, tenía gran actualidad entre los cristianos: Jesús ya había

sido víctima de sus enemigos, los cristianos ya eran perseguidos. Desde esta perspectiva se ve más claro

que la tarea de los cristianos siempre será la misma: vencer el odio con el amor, amar al otro hasta

transformarlo.

El amor cristiano es tan distinto a la forma corriente de entenderlo, que los primeros cristianos

introdujeron, en el lenguaje griego, una nueva palabra para expresarlo: ‘Ágape’. Para los griegos, el amor

consistía en aspirar a la propia plenitud humana. Para el cristiano, no consiste en esa búsqueda de

plenitud, que viene como consecuencia, sino en la entrega de la propia vida a favor de los demás.

No olvidemos en nuestro amor a los más próximos a nosotros: a los padres, hijos, hermanos, esposa o

esposo, familia política, vecinos, compañeros... Porque todos pueden llegar a ser ‘enemigos’; incluso

nosotros mismos: cuando montamos la vida de una forma que destruye nuestro ser de seres creados a

imagen y semejanza del Padre Dios.

El amor no está reñido con la lucha por la justicia. Es más: la apoya, la exige.

Hay que amar a todos, pero no a todos de la misma manera: a cada uno desde su situación concreta para,

liberándolo de su pecado, hacerle hermano de todos los demás hombres: al enemigo para que llegue a ser

amigo, al que roba para que deje de robar, al rico para que abandone las riquezas que le impidan ser

solidario, a los que oprimen para que dejen de hacerlo.

A SEMEJANZA DEL PADRE DEL CIELO

Llevamos constantemente con nosotros la norma de nuestro comportamiento con los demás: Tratad a los

demás como queréis que ellos os traten. Y todos queremos que nos traten bien, que nos quieran, que

nos perdonen y comprendan nuestros fallos.

Tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo. El premio está destinado a aquellos que se

empeñan en amar a los enemigos hasta hacerlos amigos, en hacer el bien y prestar sin esperar nada.

¿Qué premio? El derecho a ser tenidos por hijos del Altísimo. O sea, hijos felices de serlo de tal Padre

que, aunque parece que nos pide cosas imposibles, está siempre dispuesto a acogernos en sus brazos para

llevarnos a la cima-meta de la verdadera vida. Sólo nos pide que nos dejemos, que seamos barro blando

para que él pueda hacer de Alfarero.

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Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados... Jesús no

acepta la rigidez y la hipocresía en el juzgar. No incluye la crítica constructiva y el discernimiento, que

pueden ser una obligación. Tenemos que separar siempre a la persona de lo que hace. Siempre nos

faltarán datos para discernir el porqué del actuar del ser humano. Ningún poder público ni privado podrá,

en justicia, condenar las intenciones que han movido a obrar negativamente a una persona; el juicio nunca

podrá ir más allá del hecho externo. Sólo Dios conoce la intimidad, el corazón del ser humano, todas las

circunstancias que la han llevado a actuar de esa forma determinada.

En nuestra crispada sociedad, todos tenemos el riesgo de usar dos medidas distintas: una para juzgar a los

demás y otra para juzgarnos a nosotros mismos y a los que nos ‘caen’ bien.

No podemos juzgar-condenar, para no ser juzgados-condenados por el Padre. Nuestro comportamiento

como cristianos debe ser perdonar siempre y a todos (Mt 18, 21s).

La medida que uséis la usarán con vosotros. Lo que nosotros deseamos y necesitamos, nos enseña lo

que hemos de hacer con los demás. El discípulo de Jesús debe hacer el bien, todo el bien que desea para

sí. Tener por norma de comportamiento con los demás el propio instinto de conservación y la necesidad

personal de vivir, tan poderoso en todo ser humano, es algo de consecuencias incalculables, que sólo

puede ir descubriendo el que se ponga a practicar efectivamente este precepto.

UN NO ROTUNDO A LA VENGANZA

“Saúl se puso en camino con tres mil soldados israelitas y bajó al desierto de Zif, persiguiendo a David.

David y Abisaí fueron de noche al campamento enemigo y encontraron a Saúl durmiendo, echado en el círculo de carros, la lanza hincada en tierra junto a la cabecera. Abner y la tropa dormían echados alrededor.

Abisaí dijo a David: -Dios te pone al enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra con la lanza de

un solo golpe; no hará falta repetirlo. Pero David replicó: -No le mates. No se puede atentar impunemente contra el Ungido del Señor. Entonces David cogió la lanza y el jarro de agua de la cabecera de Saúl, y los

dos se marcharon. Nadie los vio, ni se enteró, ni se despertó. Todos siguieron dormidos, porque el Señor les había enviado un sueño profundo.

David volvió a cruzar el valle y se detuvo en lo alto de la montaña, a buena distancia de Saúl. Desde allí gritó:

-¡Rey!, aquí está tu lanza, manda uno de tus criados a recogerla. El Señor recompensará a cada uno su justicia y lealtad. Él te puso hoy en mis manos, pero yo no he querido atentar contra el Ungido del Señor.”

(1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23)

La primera lectura nos presenta otra de las hazañas temerarias de David. Yahvé le protege y, por eso, son

atribuidas al Señor todas las empresas favorables que acomete. David tiene ocasión de vengarse de Saúl,

que le persigue para matarle, y la rechaza.

David había abandonado la corte del rey Saúl y se había convertido en jefe guerrillero. Estas guerrillas

tendían emboscadas a los ejércitos, pero rehuían los enfrentamientos directos. En estos jefes era frecuente

un espíritu caballeresco, que les situaba por encima de la mentalidad de sus soldados, que muchas veces

no eran más que unos oportunistas, como es el caso de su sobrino Abisaí en la lectura de hoy.

En aquella época, perdonar la vida a un enemigo no era sólo un acto caritativo: podía significar también

que el jefe que perdonaba estaba seguro de su superioridad y de su victoria.

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Pero en David el móvil de su perdón está en el Señor: No le mates. No se puede atentar impunemente

contra el Ungido del Señor. El rey era un ungido de Yahvé, que tenía la misión de defender, guiar al

pueblo y aplicar la justicia.

¿Por qué la Biblia, que es la ‘Historia de la Salvación’, conserva estos hechos? Porque Dios no sólo está

donde hay virtudes; también se encuentra donde todavía no hay más que principios de ellas.

La actitud magnánima de David, Dios la puede transformar y perfeccionar. Y, por eso, el autor del texto

la narra, porque ve en ella un llamamiento al respeto de los demás en cuanto imágenes de Dios. En este

sentido, la acción de David pertenece realmente a la historia de la salvación. Su gesto es signo de la

bondad de Dios que siempre perdona.

LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS, OBRA DEL ESPÍRITU

“Hermanos: El primer hombre Adán, se convirtió en ser vivo. El último Adán, en espíritu que da vida. El espíritu no fue lo primero: primero vino la vida y después el espíritu. El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son

los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del

hombre celestial.” (1 Cor 15, 45-49)

Hoy leemos parte del pasaje de la Escritura que más ahonda en el hecho de la resurrección de los

cuerpos (1 Cor 15, 35-53). Es como la conclusión al tema de la resurrección de los muertos.

Aceptada la resurrección de Jesucristo, Pablo contesta a las objeciones de los corintios explicándoles el

modo. Era y es difícil de comprender que nuestro cuerpo orgánico pueda llegar a ser incorruptible. Era la

gran dificultad de los corintios (v 35). ¿No sigue siendo la nuestra?

El apóstol responde que el cuerpo humano sufrirá una transformación, adquiriendo unas características

totalmente diferentes de este cuerpo mortal y corruptible que ahora poseemos (vv 44. 53).

Para que lo entendamos mejor, Pablo comienza con algunos ejemplos tomados del mundo vegetal (vv

36-38), del mundo animal (v 39) y del mundo mineral (vv 40-41), invitándonos a reflexionar en las obras

y el poder de Dios. Todas son analogías de lo que sucederá con el cuerpo humano en la resurrección de

los muertos (vv 42-44).

Los versículos anteriores no los leemos en la segunda lectura de hoy (vv 45-49), que nos presenta la

incorruptibilidad de los cuerpos como fruto del espíritu. Entiende por hombre terreno el cuerpo

vivificado por el ‘alma’; y por hombre celestial, al vivificado por el espíritu. Esto no quiere decir que

alma y espíritu sean para Pablo dos realidades distintas, sino que, siendo una misma realidad, llama

‘alma’ en cuanto informa al hombre terreno, y ‘espíritu’ en cuanto principio vital del hombre regenerado

que actúa bajo el influjo del Espíritu Santo.

Decir hombre celestial es decir cuerpo informado y dominado por el espíritu, libre del peso y

tendencias de la materia, a la que en cierto sentido espiritualiza

El hombre terreno, sujeto a las leyes de crecimiento y corrupción, es el que recibimos del primer

hombre, Adán, vivificado por el soplo que Yahvé le infundió al crearlo (Gén 2, 7), (v 45). El ‘cuerpo

espiritual’ se lo debemos a Jesucristo, que nos comunica una vida muy superior, capaz de transformar

incluso nuestros cuerpos mortales.

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En orden al tiempo, primero ha existido el ‘hombre terreno’, del que participamos desde que nacimos (v

46). E igual que, desde que nacimos, hemos llevado la imagen del hombre ‘terreno’, llevaremos también,

cuando llegue la resurrección, la imagen del último Adán, Jesucristo, y entraremos a participar de su

resurrección gloriosa, consecuencia de la unión que existe entre la cabeza –Cristo- y sus miembros (vv

47-49). Es decir: morimos porque llevamos en nosotros un cuerpo mortal, heredero del ‘primer Adán’. Si

vamos a resucitar es porque estamos incorporados al último Adán, resucitado y convertido en celestial e

inmortal. Este principio vital es un don gratuito, en el sentido de que no es exigido por la naturaleza.

Ahora actúan en nosotros las fuerzas de los ‘dos Adanes’. Nuestra tarea es tratar de que la vida de Cristo

vaya penetrando cada vez más en nosotros, hasta reducir al mínimo posible la influencia del primer

hombre. El camino es imitar al amor de Cristo. Quien actúa haciendo siempre el bien, vive como hijo de

Dios y lleva, dentro de sí, la ‘semilla’ del hombre celestial.

Los seres humanos, heridos gravemente por ‘el pecado del mundo’, seremos siempre, inevitablemente,

bastante terrenos. Pero, apoyados en la fuerza del Espíritu, alcanzaremos el cielo, llevando siempre

encima un cierto peso de aquí abajo.

Por tanto, nuestro cuerpo actual no puede resucitar sin transformarse, en la parusía. Afectará a todos los

elegidos, vivos y muertos: los primeros siendo resucitados; los segundos, transformados (vv 50-53, que

tampoco se leen hoy). Pablo sólo hace mención de los ‘justos’. Estos mismos puntos los desarrolla más

extensamente en la primera carta a los de tesalónica (1 Tes 4, 13-18).

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OCTAVO DOMINGO ORDINARIO

“LO QUE REBOSA DEL CORAZÓN, LO HABLA LA BOCA”

UN CIEGO NO PUEDE GUIAR A OTRO CIEGO

“Ponía Jesús a sus discípulos esta comparación: -¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien cuando culmine su aprendizaje,

será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la

viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas,

ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que

es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.”

(Lc 6, 39-45)

El evangelio forma parte de un importante bloque doctrinal, equiparable al ‘Sermón de la montaña’ de

Mateo (capítulos 5-7), pero mucho más reducido (Lc 6, 20-49); una especie de catecismo moral redactado

especialmente para los convertidos del paganismo. Aglutina elementos sin unidad: la imposibilidad de

que un ciego guíe a otro ciego, una parábola sobre la paja y la viga para ilustrar el ‘no juzgar’ (domingo

pasado); dos sentencias reunidas en torno a la palabra árbol; y, finalmente, una sentencia sobre lo bueno

y lo malo. Método muy usado por la tradición oral para recordar las palabras de Jesús.

Es evidente que un ciego no puede guiar a otro ciego, ni es normal que lo intente. Pero Jesús se refiere a

otra clase de ciegos: a los que no vemos los acontecimientos ni las personas con la mirada de Dios y

pretendemos hablar y actuar en su lugar.

Son los fariseos los principales destinatarios de sus palabras, al estar seguros de la verdad de su doctrina

y de sus vidas, cuando la realidad era muy distinta. Pretenden estar por encima del maestro cuando aún

no han comenzado el aprendizaje, ni lo intentan. ¡Cuánto ciego en nuestro mundo, pretendiendo conducir

a la humanidad hacia un futuro mejor, cegados por el propio egoísmo personal o nacional; cegados por la

técnica, por la ciencia mal interpretada o por la propia valía; cegados por el dios construido a la medida

de nuestra mediocridad!

LA MOTA Y LA VIGA

Juzgamos y criticamos con mucha facilidad. Encontramos en ello un secreto placer: como si los defectos

ajenos nos hicieran a nosotros mejores. La envidia, la sospecha, la exageración y hasta la calumnia,

circulan libremente por nuestro mundo.

La interioridad del ser humano es impenetrable para los demás. Sólo tiene acceso a ella la propia persona

y Dios. La propia persona, normalmente, con muchas limitaciones. Pero la manifiesta al exterior por su

modo de ‘razonar’ y, sobre todo, de actuar, como nos indican la primera lectura y el evangelio de hoy.

Ya dijimos (domingo pasado), que todos tenemos el riesgo de usar dos medidas al interpretar las propias

acciones y las del prójimo. Riesgo que podemos superar si tratamos de comenzar la crítica por nosotros

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mismos, condición indispensable para ver con más claridad y valorar con mayor justicia los

acontecimientos y a las personas que nos rodean. Este peligro es ilustrado con la imagen de la mota y la

viga.

Son también los fariseos los principales destinatarios de esta comparación, al considerarse a sí mismos

como hombres justos y despreciar a los demás (Lc 18, 9). Frente a ellos, Jesús nos expone su actitud de

amor y de justicia ante las obras realizadas por los otros.

Es posible que Jesús tomara el dicho del medio ambiente, al ser un proverbio muy del gusto oriental y, a

la vez, muy pedagógico. Podemos descubrir en su pensamiento un doble matiz: el primero es ver la

‘mota’ en el ojo ajeno teniendo una ‘viga’ en el propio; y el segundo ofrecerse a ‘quitarla’, sin plantearse

siquiera que puede tener una ‘viga’ que le impida la visión de la realidad.

Jesús nos indica la total ausencia de decoro en el que procede de esta manera. Si el que así actúa tuviese

un verdadero interés por erradicar el mal, debería empezar por sí mismo. ¡Qué actual es siempre en todos!

El que se preocupa de verdad por descubrir sus propias faltas, no se atreverá impunemente a juzgar las

ajenas, y, mucho menos, a ofrecerse a suprimir el mal en los demás. Es verdad que para practicar la

corrección fraterna, tan encarecidamente recomendada por Jesús (Mt 18, 15-17), no es necesario ser

perfecto -¿quién podría practicarla?-, pero sí ser honrado y saber que estamos llenos de defectos y de

limitaciones y trabajar por ser fiel a los propios ideales. ¿Cómo ver con objetividad teniendo nuestra vista

obstruida por una ‘viga’? Es necesario suprimir o aminorar primero nuestra propia ceguera, que tenemos

sin ninguna duda, antes de atender a la de los demás.

Jesús llama ¡Hipócrita! al que obra así. ¿No hay dentro de cada uno de nosotros un ‘fariseo’?

No olvidemos que las muchas ‘motas’ –intereses económicos, religiosos, de clase...- de nuestros ojos nos

dan una realidad muy desfigurada y nada objetiva de la vida, a nivel personal, nacional e internacional.

CADA ÁRBOL SE CONOCE POR SU FRUTO

El centro del pasaje lo compone el tema del árbol sano y árbol dañado. Viene a decirnos que la actitud

moral verdadera se comprueba por los frutos, que son las obras y los ideales concretos del ser humano.

La parábola de la paja y la viga está asociada con la imagen de los frutos: en el perdón mutuo y en la

negativa a juzgar a otro es donde la moral cristiana produce sus mejores frutos, y deja al descubierto con

mayor profundidad la vida divina que riega ese árbol.

El que ama de verdad, sirve, ayuda... demuestra con su vida su fe en el Dios de Jesús, aunque lo llame de

otra forma. El que odia, esclaviza, vive para sí mismo... carece de esa fe, aunque sus palabras proclamen

todo lo contrario. El que ama de verdad es consciente de la injusticia que corroe nuestro mundo...

De nuevo Jesús dedica esta comparación a los fariseos, calificados como falsos profetas (Mt 7, 15). Nos

previene contra los que se presentan como rectores espirituales del pueblo, poniendo al descubierto ese

falso aspecto inofensivo y austero, que toman para ser aceptados por el pueblo.

No sólo nos previene teóricamente, sino que nos da también una norma infalible para distinguir a los

verdaderos dirigentes de los falsos: los conoceréis por su fruto. Lo mismo para distinguir a unas personas

de otras. El hombre bueno da frutos buenos. Los fariseos no eran árboles buenos. Jesús dejará crudamente

al descubierto su hipocresía en uno de los capítulos más duros del evangelio (Mt 23), a la vez que nos

invita a no imitarlos en la vida. No sólo su vida privada dejaba mucho que desear, sino que además tenían

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asfixiada la vida religiosa del pueblo, al haber transformado la religión en una práctica materialista,

formulista y ostentosa, al servicio de sus intereses económicos y de prestigio.

El único verdadero control de los pseudoprotetas son los frutos del amor, explicitados en las

bienaventuranzas (Mt 5, 3-12). No basta presentarse con austeridad y con una vida espiritual profunda,

que puede ser hipocresía; ni con mucho celo, que puede ser soberbia calculada; ni obrar prodigios, que

pueden ser fraudes, como el mismo Jesús lo indica en su discurso escatológico (Mt 24, 24); ni hablar

mucho de Dios, que puede ser falsedad (Mt 7, 21).

Aunque el aviso de Jesús nos previene contra la conducta demoledora de los fariseos, en su falsear el

sentido genuino de la ley y los profetas, sus palabras siempre debemos aplicárnoslas a nosotros mismos.

A los seres humanos nos pasa como a los árboles: se nos conoce por los frutos. Jesús nos invita a que no

valoremos a las personas por las apariencias, que son frecuentemente engañosas, sino por lo que hacen.

Lo que no contribuye al bien del prójimo –de todos, en especial de los más débiles-, no es de Dios. Si las

palabras siguen una dirección y la vida otra, la segunda es la que nos revela el corazón del hombre, sus

opciones preferidas, sus verdaderos intereses. Las palabras son a menudo una tapadera, un engaño.

Termina el evangelio: Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. Para Jesús las obras terminan

brotando espontáneamente de la realidad interior del hombre, sobre todo en los momentos de crisis. No

valen las protestas de la ortodoxia, ni la dulzura de las palabras, ni el tener todo el día el nombre de Dios

en la boca... sino la realidad de la vida.

NUESTRAS PALABRAS EXPRESAN LO QUE DE VERDAD VIVIMOS

“Se agita la criba y queda el desecho, así el desperdicio del hombre cuando es examinado; el horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en su razonar; el fruto muestra el cultivo de un árbol, la palabra la mentalidad del hombre; no alabes a nadie antes de que razone, porque esa es la prueba del hombre.”

(Eclo 27, 5-8)

El hombre se prueba por su razonar. La palabra verdadera es la que sale de lo íntimo del corazón, la

que expresa convicciones e ideales auténticos, la que compromete la propia vida.

Ben Sira, autor del libro del Eclesiástico, da a la palabra la misma importancia que darán después los

evangelios y los apóstoles. Indica que la palabra desvela el fondo del corazón. Lo propio del sabio es

dominar sus palabras para darse a conocer y para dejar hablar al interlocutor lo suficiente para descubrir

su corazón.

Este breve pasaje es eco de una doctrina a la que el autor del libro da una gran importancia. Conoce todos

los pecados de la lengua: las discusiones que provoca (Eclo 8, 1-19; 28, 8-12), las promesas demasiado

rápidas (Eclo 23, 7-15), las mentiras y los chismes (Eclo 20, 24-26; 19, 4-12) y, sobre todo, la falsedad

(Eclo 5, 14-6, 1; 28, 13-16).

La palabra pertenece a lo más íntimo del ser humano; revela su mentalidad, su espíritu y sus proyectos.

Es un fraude que la palabra no exprese la verdad de la propia persona y sirva para manipular las

conciencias. La cultura moderna, sometida a la publicidad o a la propaganda, enajena la palabra, la

desvincula de toda raíz humana y la hace tomar parte de un negocio incontrolado, en el que el lenguaje

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pierde todo su valor. No es únicamente el corazón de una persona al que revela la palabra, sino al mismo

corazón de toda una civilización alienada.

‘No está de más aprender a razonar’, decía Aristóteles.

EL ÚLTIMO ENEMIGO TAMBIÉN SERÁ DERROTADO

“Hermanos: Cuando esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita:

‘La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?’ El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley. ¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! Así, pues, hermanos míos queridos, manteneos firmes y constantes. Trabajad siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no

dejará sin recompensa vuestra fatiga.” (1 Cor 15, 54-58)

La segunda lectura es la conclusión de san Pablo a la forma de la resurrección de los cuerpos,

principalmente sobre el modo de la transformación de quienes vivan aún en el momento de la parusía.

Si la resurrección de los cuerpos es la etapa previa a la venida de la plenitud del reino de Dios, ¿qué

sucederá con los que todavía vivan? ¿Tendrán que morir para resucitar después? Una pregunta que tenía

actualidad, ya que pensaban que el retorno de Cristo sería en breve.

Pablo responde (vv 51-53, que no se leen), que la resurrección es un medio y no un fin. El fin es

participar de la vida gloriosa e incorruptible de Jesucristo. Los que vivan entonces estarán dispensados de

morir, lo que les llevará a pasar por otra etapa en la que el cuerpo físico, movido hasta entonces por el

alma, se convertirá en cuerpo ‘transformado’, movido por el Espíritu. La resurrección de los cuerpos es el

primer paso necesario para ‘vivir con Jesucristo’.

La resurrección, esperada por los judíos, consistía en una especie de recuperación del cuerpo físico para

poder participar en el reino, que también era material (1 Re 17, 17-24). Pero la Pascua de Jesús hizo

posible que el apóstol superara este punto de vista: la resurrección no será una simple recuperación, sino

la transformación y el acceso de nuestros cuerpos a la misma glorificación de Jesucristo.

Por tanto, si la resurrección no es una simple recuperación de un cuerpo muerto, sino el acceso a una

corporeidad nueva y espiritual, afecta tanto a los que vivan como a los que ya murieron.

Ante las maravillas que tendrán lugar en la parusía, con la derrota definitiva del pecado y de la muerte, y

la transformación gloriosa de nuestros cuerpos, Pablo entona un himno de triunfo (segunda lectura), que,

al mismo tiempo, es de acción de gracias a Dios, a quien debemos la victoria. Ve cumplidas todas las

promesas con la derrota final de la muerte y el comienzo de una vida inmortal.

La muerte ha sido absorbida por la victoria. Es el último enemigo. ¿En qué quedaría la salvación de

Cristo si la muerte fuera el final de todo?

El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley. En el lenguaje del nuevo

Testamento, pecado simboliza la falta de amor; y el amor es la vida: vivimos en cuanto amamos. El

pecado, al inducirnos a hacer lo que perjudica a nuestra imagen y semejanza de Dios, al que pretende

suplantar (Gén 3, 5), nos lleva a la muerte. Un pecado que conocemos por la ley. Sin ley nos

pareceríamos a los niños que no son conscientes aún del mal que pueden hacer, por lo que no se les puede

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imputar. El amor, al que nos empuja el Espíritu, va eliminando en nosotros el poder de la muerte. Un

poder que en Jesús de Nazaret nunca existió, por lo que fue lógico que el Padre Dios lo resucitara.

La acción de Cristo resucitado está llevando adelante en nuestro mundo la victoria sobre la ley, el pecado

y la muerte, último enemigo en ser aniquilado.

Como conclusión, el apóstol exhorta a los corintios a que se mantengan firmes en la esperanza de la

resurrección, que es la que da sentido a nuestra vida de cristianos.

La resurrección de Cristo, primera y definitiva victoria sobre la muerte, recibirá su consumación cuando

resuciten todos los elegidos.

En conclusión: participamos de la victoria de Jesucristo. Esta es nuestra esperanza: que al final la muerte

será vencida; que lo último no es el vacío, sino la vida en plenitud y para siempre; que esto mortal y

corruptible se vestirá algún día de inmortalidad e incorrupción; que lo último, y ya para siempre, será el

amor.

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DOMINGO NOVENO ORDINARIO

LA FE DEL CENTURIÓN

LOS MILAGROS DE JESÚS

“Cuando terminó Jesús de hablar a la gente, entró en Cafarnaún. Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado, a quien amaba

mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que fuera a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente:

-Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la sinagoga.

Jesús se fue con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle:

-Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y le digo a uno: ‘ve’, y va; al otro: ‘ven’, y viene; y a mi criado: ‘haz esto’, y lo hace.

Al oír esto, Jesús se admiró de él, y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo: -Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe. Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano.”

(Lc 7, 1-10)

Jesús ha terminado su ‘sermón de la llanura’ (Lc 6, 20-49), llamado así para distinguirlo del ‘sermón de

la montaña’ (Mt 5-7). Ha sido pronunciado fuera de la ciudad de los hombres; esa ciudad en la que los

humanos vegetamos, dominados por unos pseudo-valores –el afán de placer, de poseer y de dominar-, que

jamás llenarán nuestras vidas. Sólo fuera de la ‘ciudad’ podemos encontrarnos con Jesús, con sus

planteamientos y aceptarlos. Sólo fuera de ella podremos descubrir que nos compensa el seguimiento de

Jesús, al ir descubriendo, en el silencio y la reflexión, los verdaderos valores humanos.

Entró en Cafarnaún, donde se va a encontrar con las enfermedades y dolencias ‘del pueblo’ (Mt 4, 23).

Enfermedades y dolencias que intentará curar ante la oposición de los poderosos.

Los milagros que nos narran los evangelios no son sucesos espectaculares, sino la expresión de la acción

salvadora de Jesús. Son signos de la acción de Dios en medio de nosotros, signos del deseo divino de

liberarnos de todas las esclavitudes. Y, como signos, exigen fe y confianza en esa liberación que Dios

quiere; y trabajar en ella.

Saber lo que pasó en cada uno de los hechos milagrosos que nos narran los evangelistas nos es imposible.

Lo que sí es claro es que éstos no hacen historia para que la aceptemos al pie de la letra, sino que nos

presentan unas realidades que nos oprimen a todos, vistas y revestidas con los ojos de la fe y con la

intención de interpretar esa fe. Lo que es indiscutible es que la acción de Jesús fue interpretada por el

pueblo como beneficiosa: curaba enfermedades, daba deseos de caminar y de vivir...

Podemos decir que los milagros son una manera de decir, simbólicamente, que Jesús hizo más verdadera

la vida de los que se encontraron con él y se abrieron a su mensaje. Sin negar que realmente existieran

esos sucesos prodigiosos.

LOS PAGANOS TAMBIÉN TIENEN CABIDA EN EL REINO

En el evangelio de hoy se hace realidad, una vez más, la oración de Salomón (primera lectura): la súplica

de un centurión romano es escuchada. El centurión es un soldado del ejército de ocupación de Roma, que

mantiene el orden militar en Palestina. Está al frente de un destacamento de cien hombres. Era

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religiosamente impuro. No se podía entablar conversación con él, y mucho menos ir a su casa (He 10,

28).

Este extranjero, proscrito para los judíos por pagano y por representante del ejército invasor, se dirige a

Jesús por medio de unos ancianos de los judíos para rogarle que fuera a curar a su criado. Es un

hombre bueno, que tiene simpatía por el pueblo judío y por su religión y les ha construido la sinagoga

de Cafarnaún. Se interesa por su criado, que está a punto de morir. Ha oído hablar de Jesús y no se

considera digno de presentarse ante él para pedirle la curación.

Jesús no acepta las prohibiciones de la ley sobre lo puro y lo impuro. Por eso, está dispuesto a ir a casa

del centurión para curar a su criado. La salvación que trae es universal y no acepta fronteras.

LA FE DEL CENTURIÓN

El centurión conoce la ley que prohibía a los judíos entrar en las casas de los paganos y, por delicadeza,

no quiere forzar a Jesús a quebrantarla. Por eso, le pide que lo cure a distancia, enviándole una segunda

embajada, unos amigos a decirle: no soy yo quién para que entres bajo mi techo... Dilo de palabra, y

mi criado quedará sano. Estas palabras del centurión han pasado a la liturgia eucarística: son las

palabras que decimos antes de comulgar.

Jesús se ha encontrado con la fe de un pagano. Y muestra su asombro: ni en Israel he encontrado tanta

fe. El texto, más que en la curación, se centra en la fe del centurión pagano. Una fe que se repetirá muchas

veces en los evangelios y en toda la historia de la Iglesia.

Mientras los judíos se quedan simplemente en las obras, el centurión penetra en la realidad que

representa Jesús, y lo acepta como venido de Dios con poder para que el mundo encuentre su liberación,

simbolizada por la curación del criado. Tiene un gran concepto de Jesús, hasta el punto de creer que

puede curar a distancia. Adopta la actitud de humildad e indignidad que experimenta el hombre cuando,

personalmente y a solas, se encuentra con Dios. Establece una comparación entre su propia autoridad y la

del joven galileo. Él es un jefe que ordena una cosa a sus subordinados y es obedecido. Pero su poder es

insignificante comparado con el de Jesús que, con su palabra, sin tocar ni ver al enfermo, a distancia,

puede curarlo. Su fe en Jesús es enorme.

No hay acción directa de Jesús con el enfermo. El centurión le pide solamente una palabra. Esta acción

puede significar simbólicamente que la presencia física de Jesús no es necesaria; que la salvación de los

paganos se realizará a través del mensaje.

Jesús está maravillado de la fe del centurión. Antes de contestarle, dirige a sus hermanos en el judaísmo

una frase durísima: Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe.

INCREDULIDAD DE ISRAEL

Israel está lejos de esa fe y por eso perderá el puesto. Los verdaderos hijos de Abrahán serán los que

tengan una fe como la del centurión. Jesús experimenta que su mensaje suscita mejor respuesta entre los

paganos que entre los israelitas.

La curación, además de ser una ilustración del poder de la fe, es signo de una espera de Dios más viva en

el mundo pagano que en el mismo Israel. Y es que la fe no se encuentra siempre donde se espera –quizá

casi nunca-; no coincide con los ámbitos institucionales.

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Una cosa se pone aquí de nuevo en claro: nunca puede reclamarse un derecho por tradición, por los

méritos de los antepasados, por recibir unos sacramentos, por pertenecer a una familia, a una asociación o

congregación religiosa, a un pueblo... Lo que decide es una fe como la del centurión.

La fe en Jesús es condición necesaria y suficiente para ser ciudadano del reino de Dios. Se derriba la

barrera entre Israel y los demás pueblos. De la misma manera, se derriban, ahora y aquí, las barreras

ideológicas y religiosas: salva la fe manifestada en obras a favor del hermano.

Este pasaje evangélico debería ser una lección para nosotros. Estamos demasiado acostumbrados a Jesús,

sabemos mucho de él desde pequeños; por eso, estamos incapacitados para encontrarnos de verdad con

todo lo que representa en nuestro mundo. Creerse en posesión de la verdad trae estas consecuencias.

EL TEMPLO, SIGNO DE LA PRESENCIA DE DIOS EN LA CREACIÓN

“Salomón oró en el templo diciendo: -Los extranjeros oirán hablar de tu nombre famoso, de tu mano poderosa, de tu

brazo extendido. Cuando uno de ellos, no israelita, venga de un país extranjero, atraído por tu

nombre, para rezar en este templo, escúchale tú desde el cielo, tu morada, y haz lo que te pide el extranjero.

Así te conocerán y te temerán todos los pueblos de la tierra, lo mismo que tu pueblo Israel; y sabrán que este templo, que he construido, está dedicado a tu nombre.”

(1 Re 8, 41-43)

Esta breve primera lectura pertenece a la inauguración que hace Salomón del templo de Jerusalén (1 Re

8), mandado construir por él y que era su mayor ilusión. Lo hace con gran solemnidad, como corresponde

a la grandiosidad del mismo. Yahvé ya tenía su propia casa, mucho más suntuosa que las anteriores. Pero,

inmediatamente, le surge una gran duda: ‘¿Es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabe en el cielo...

¡cuánto menos en este templo que te he construido!’ (v 27). Pero el templo es símbolo de la presencia de

Yahvé en la creación, nunca un lugar exclusivo en el que habite.

El Infinito –Dios- no puede ser hospedado, aprisionado, en un espacio finito, como es una construcción

de piedras, aunque sea majestuosa.

El día de la dedicación del templo, Salomón ora por su pueblo (vv 22-53), pidiendo a Dios que escuche

todas las plegarias que le dirijan los israelitas en aquel lugar. Y, con una evidente visión de futuro,

seguramente inspirada, entre las siete peticiones de su oración, incluye una a favor del extranjero, que es a

la que se refiere la lectura de hoy: Suplica que también sea escuchada la oración que le dirija cualquier

extranjero que viniese a orar a este templo, atraído por el nombre famoso del Dios de Israel: Haz lo que

te pide el extranjero. Una petición que pertenece a la corriente universalista que comenzaba a

desarrollarse en algunos profetas (Is 2, 2-5; Zac 8, 20-22) y salmos (117), y que tendrá su culminación en

el espíritu evangélico. Un universalismo que no se conocía antes del exilio en Babilonia.

ES FÁCIL PASARSE A ‘OTRO EVANGELIO’

“Yo, Pablo, enviado no de hombres, nombrado Apóstol no por hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre que lo resucitó, y conmigo todos los hermanos, escribimos a las Iglesias de Galacia. Me sorprende que tan pronto hayáis abandonado al que os llamó por amor a Cristo y os hayáis pasado a otro evangelio, lo que pasa es que algunos os turban para volver del revés el Evangelio de Cristo.

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Pues bien, si alguien os predica un evangelio distinto del que os hemos predicado -seamos nosotros mismos o un ángel del cielo-, ¡sea maldito! Os lo dije antes y os lo repito ahora: Si alguien os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea maldito! Cuando digo esto, ¿busco la aprobación de los hombres o la de Dios?; ¿trato de agradar a los hombres? Si siguiera agradando a los hombres, no sería servidor de Cristo.”

(Gál 1, 1-2. 6-10)

Comenzamos la lectura de la carta de san Pablo a los Gálatas, que leeremos durante seis domingos (del 9º

al 14º ordinarios). Una carta escrita antes que la de los Romanos, de la que es como un esbozo en clave

polémica y apasionada sobre la fe y la justificación, frente a los judaizantes.

Cuando Pablo escribe a los Gálatas, hacia finales del año 57, ha pasado ya dos veces por esta región (He

16, 6; 18, 23). La primera vez había sido acogido con entusiasmo, la segunda más fríamente, a causa de

algunos judaizantes que habían predicado, entre tanto, un evangelio basado más en la ley que sobre

Cristo; y habían puesto en duda la autoridad personal de Pablo, al que consideraban, como mucho, un

apóstol de segunda fila.

En esas dos ocasiones, Pablo no había podido quedarse en Galacia el tiempo suficiente para poder

abordar la crisis, a la que los gálatas resistían débilmente. Por eso les envía una carta bastante dura en

cuanto ha podido disponer de tiempo para ello.

El texto de hoy es el encabezamiento de la carta, y resume el plan y el objetivo de toda ella: defender su

apostolicidad y el contenido de su evangelio.

Los judaizantes afirmaban que no había más apóstoles auténticos que los Doce que residen en Jerusalén,

y que Pablo no ha recibido su misión más que de la comunidad de Antioquia (He 13, 1-3). Pablo, apenado

por el comportamiento de los gálatas, resalta su condición de Apóstol nombrado por Jesucristo y por

Dios Padre que lo resucitó.

Pablo no niega la intervención humana en la orientación de su vocación, pero reivindica su origen divino:

él también es testigo de Cristo resucitado, al que ha visto en el camino de Damasco (He 9, 1-19; 22, 5-7;

26, 10-18). Ha recibido de Cristo una revelación por iniciativa exclusiva de Dios. El contenido de esta

revelación no ha sido la vida terrena de Jesús, ni las normas de la vida cristiana, que recibirá de las

comunidades primitivas, sino lo que sólo Dios puede revelar: el misterio de muerte y resurrección en el

que Dios ha colocado la salvación del mundo (Gál 1, 1-5), y la vocación especial de Pablo a anunciar este

misterio a los paganos.

Al saludo, que no ha suprimido a pesar de su tensa situación con los destinatarios, no sigue la acción de

gracias habitual en sus cartas, porque los gálatas están muy lejos de vivir el evangelio que les ha

predicado. De esta forma muestra la gravedad de la situación.

Los predicadores judaizantes exigían la observancia de la ley para la salvación; lo que equivalía a negar

la eficacia única del sacrificio redentor de Jesucristo.

La palabra ‘evangelio’ es una expresión típicamente paulina: 61 veces aparece la palabra en sus escritos.

La predicación de Jesús se centraba exclusivamente, el menos en los sinópticos, en el ‘reino de Dios’. En

Pablo, la predicación se centra en ‘el evangelio de Cristo’. Cristo es, para Pablo, el objeto del evangelio.

Alejarse del evangelio de Pablo significa devaluar al mismo Cristo.

Lo más característico de la lectura es la seguridad que muestra Pablo en la verdad de su predicación. No

puede ser más enérgico en su afirmación: aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os predicara otro

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evangelio distinto al que os he predicado, ¡sea maldito! (vv 8-9). Que no le vayan diciendo que hay dos

evangelios: el suyo y el predicado por sus adversarios. Sólo hay uno: el de Cristo, que es el que él les ha

transmitido (vv 6-10). Estos versículos señalan, de forma indirecta, el tema central de la carta: prueba su

tesis (capítulos 1-4) y saca las conclusiones (capítulos 5-6).

Me sorprende que tan pronto... (v 6). ¡Con qué facilidad han aceptado la doctrina de los judaizantes!

¡Qué fácil es pasarse a otro evangelio...!

Después de señalar lo seguro que está de su doctrina y de lanzar anatema contra todos los que le atacan

y deforman el evangelio, Pablo concluye que no es ningún oportunista (v 10), de lo que le habían acusado

al negar la necesidad de la circuncisión a los convertidos del paganismo (1 Tes 2, 4).

Cuando el evangelio se quiere reducir a leyes, instituciones o convencionalismos humanos, se deforma y

se convierte en otra cosa. ¡No nos cansemos de aclarar esto!

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DÉCIMO DOMINGO ORDINARIO

DIOS QUIERE LA VIDA, NO LA MUERTE

SENTIDO DE LA RESURRECCIÓN

“Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.

Cuando estaba cerca de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.

Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: -No llores. Se acercó al ataúd (los que lo llevaban se pararon) y dijo: -Muchacho, a ti te lo digo, ¡levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios diciendo: -Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.”

(Lc 7, 11-17)

Debe de ser triste vivir sin la esperanza de un futuro pleno y para siempre. Sin esa esperanza, limitamos

nuestras posibilidades. La negación de la resurrección reduce el campo de nuestra actividad, y empobrece

nuestros esfuerzos e inquietudes. Sin ella, la vida, el sufrimiento, la muerte... ¿tienen sentido?

Es indudable que la resurrección de los muertos no ocupa el lugar que debiera en la fe de muchos

cristianos, ni en el resto de los seres humanos, incluidos creyentes de otras religiones. Y si falta la fe en

la resurrección de los muertos, ¿para qué sirven las religiones?, ¿qué aportan a la vida humana?, ¿son sólo

un engaño?

El dogma cristiano de la resurrección de los muertos no influye en nuestras vidas, quizá porque no hemos

hecho la síntesis entre la realidad de la resurrección y la tarea de la construcción de un mundo nuevo,

comunitario y fraternal, que se impone al creyente de hoy como tarea y que sería signo de resurrección.

Sin embargo, la resurrección de los muertos ocupa el lugar central de nuestra fe. Si prescindimos de ella,

todo el nuevo Testamento quedaría prácticamente vacío de contenido, lo mismo que la fe en Jesús (1 Cor

15, 12-20).

Jesús nos presenta la muerte como un paso necesario para llegar a la vida definitiva. Una muerte que se

va haciendo realidad en nosotros en la medida que vamos ‘muriendo’ a nosotros mismos –egoísmo. odio,

individualismo...-; y una vida que va brotando, desde dentro, cuando vamos viviendo para los demás. Así

es como se implanta el reino de Dios. Afrontadas de esta forma, la muerte y la vida son restituidas a su

verdad y se convierten en el paso a la vida eterna.

El alma, el cuerpo y toda la realidad material, se encuentran comprometidos en este camino, porque no

existen almas solas, sino personas encarnadas.

El cristiano tiene que comprender y manifestar que la Buena Noticia de Jesús no se refiere únicamente al

plano de los valores espirituales, sino que alcanza a toda la persona, al hombre en todas las dimensiones

de su ser. Toda la persona es la que está llamada a vivir con el Padre Dios para siempre.

Los cristianos sabemos, y debemos ser consecuentes con ello, que el reino de Dios, inaugurado por Jesús

de Nazaret, no caerá del cielo sino que se construye en este mundo a partir de un compromiso desde la fe,

por el que los creyentes movilizamos todas nuestras energías trabajando a favor del mundo y del hombre

nuevo.

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Si el reino definitivo comienza a realizarse aquí en la tierra, es evidente que la fe en la resurrección de los

muertos da otra perspectiva más amplia y definitiva a la tarea de construir el mundo nuevo.

El Dios cristiano, el Dios de Jesús, es el Dios que sufre con nosotros, que muere y resucita con nosotros...

Todo lo que hay en nosotros y en nuestro entorno está llamado a vivir para siempre y en plenitud. Todo

puede levantarse, surgir de nuevo, resucitar.

EL MILAGRO

Jesús, frente al sufrimiento de las personas, ante el drama de la vida de los seres humanos, se siente

herido personalmente. Le duele la humanidad, siente lástima por ella.

Asegurar la realidad histórica de la resurrección del joven de Naín es arriesgado. Con toda la tradición,

podemos afirmar que Jesús realizó prodigios que superaban las posibilidades humanas; milagros y signos

que, vistos en su conjunto, anticipan y reflejan la verdad del reino de Dios. Lo que no lleva a garantizar el

fondo histórico de cada uno de ellos.

Entre los prodigios que mejor reflejan la misión de Jesús se encuentra este relato: la reanimación de este

joven es signo de que la vida que Jesús nos ofrece triunfa sobre la muerte.

No es fácil describir toda la riqueza que contiene este pasaje. Con nuestra mentalidad occidental tenemos

el riesgo de dar al texto una interpretación acomodada a nuestra pobreza imaginativa, dando preferencia

al hecho en su materialidad, con detrimento de cualquiera otra perspectiva más fundamental para

nosotros. Porque el autor o autores que redactaron esta página evangélica, los compañeros de Jesús que

fueron testigos de su gesto, tenían una comprensión muy distinta de las cosas. Contemplaban lo cotidiano

como nosotros, pero lo hacían dándole a eso real un eco simbólico que daba un sentido profundo al

acontecimiento; eran gente atenta al ‘sentido’ de los hechos.

Si nos liberamos del contenido material de la descripción, nos abriremos a múltiples sugerencias, entre

las que será difícil distinguir las que nos ofrece el texto de las que brotan de nuestro propio ser.

Es esencial intentar descubrir el alcance teológico que, dentro de un lenguaje metafórico, tienen todas las

expresiones del suceso.

Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín... Con él caminan sus discípulos y mucho gentío. Le

gusta a Lucas presentarnos a Jesús caminando seguido de los suyos.

Otra multitud le sale al paso, acompañando a un difunto: un joven hijo único de su madre viuda.

Ya en el antiguo Testamento, las viudas, junto con los pobres y los huérfanos, eran personas que no

podían defenderse por sí mismas en la sociedad. Una viuda, principalmente si quedaba sin hijos, a no ser

que su marido hubiera sido rico, quedaba entre los marginados de la sociedad.

El encuentro de las dos multitudes es sugestivo: una camina hacia la muerte sin esperanza, reflejada en

una madre que había perdido todo apoyo humano: hijo único y viuda, ¿qué le quedaba? La otra, siguiendo

a Jesús, camina hacia una vida que no conoce del todo y que se le irá desvelando progresivamente. Una,

sigue a un muerto sin ninguna esperanza; la otra, va detrás de una vida sin término.

Sólo el que reflexione en el acontecimiento con la fe de un discípulo de Jesús podrá percibir el sentido

verdadero de este encuentro, podrá comprender todos los gestos. Los seres humanos, siempre entre luces

y sombras, caminamos por la vida en pos de una esperanza de plenitud o resignados a que todo acabe con

la muerte. No se puede ser seguidor de Jesús y, a la vez, carecer de esperanza en la resurrección final.

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Al verla el Señor, le dio lástima... Estamos tan familiarizados con la muerte y la violencia, que somos

capaces de digerir con naturalidad los dramas más crueles, siempre que no nos afecten a nosotros.

Corremos el riesgo, si no estamos vigilantes, de embotar nuestra sensibilidad e incapacitarnos para

compartir el sufrimiento que nos rodea.

La actitud de Jesús ante el sufrimiento de los demás es muy diferente. Ante el drama de una pobre viuda

se siente tocado. Sabe que el pueblo jamás existe en abstracto, que el sufrimiento, el hambre, la muerte y

¡tantas cosas!, afecta a seres concretos de carne y hueso, y quiere ayudar. Y le dijo: no llores.

Es necesario que sepamos descubrir el sufrimiento de las personas que nos rodean, hacernos cargo de sus

estados de ánimo, sintiendo como propios sus sufrimientos y dificultades. Entonces, como fruto de un

profundo silencio solidario, surgirán las palabras y las acciones oportunas. Palabras y acciones que, por

más insignificantes que parezcan, serán portadoras de esperanza.

Jesús no espera la petición de la madre o del pueblo que la acompañaba. Sabe que era tal el desconsuelo

de aquella madre y de aquella multitud, que ya no había en ellos ni la más remota esperanza de

recuperación. La fe del pueblo no daba para más, como sigue sucediendo ahora.

Muchacho, a ti te lo digo, ¡levántate! Jesús actúa por propia iniciativa, y nos manifiesta que el signo

máximo del reino de Dios es la victoria sobre el mayor enemigo del hombre: la muerte.

La eficacia de la palabra de Jesús ha sido progresiva: palabras de consuelo a la madre, gesto de detención

a los que llevaban el cadáver a la sepultura, palabras de vida para el joven muerto.

El muerto se incorporó y empezó a hablar y Jesús se lo entregó a su madre. Con este hecho, Jesús

quiere revelarnos el sentido y el destino de esta vida.

CONSECUENCIAS PARA NOSOTROS

La señal decisiva de la presencia de Dios en medio de la humanidad queda patente cuando el enviado de

Dios se presenta como portador de vida. No sólo para el más allá, sino también de la vida aquí, en la

tierra.

A cada uno nos dice hoy Jesús resucitado, vencedor de la muerte: ¡Levántate!. Sal del sepulcro donde te

tiene encerrado tu egoísmo. Recupera la alegría de una vida entregada al servicio de los demás, sobre todo

de las personas más necesitadas de apoyo y de consuelo. Esfuérzate por comprender que cuando todos los

caminos se cierran por la enfermedad, la vejez, la marginación y la muerte, se abre el gozoso camino de la

resurrección de Jesucristo.

Aquella madre y aquel hijo volverán a la casa, seguirán unos años la vida que se había interrumpido. Si

Jesús se hubiera limitado a darnos esta enseñanza, se hubiera asemejado a los médicos que luchan contra

la enfermedad para poder alargar nuestra vida. Pero no; Jesús resucitado no retornó a la vida de antes:

vive de otro modo. Y este el mensaje que nos quiere dar este texto.

Todos deberíamos dejarnos ‘despertar’ por Cristo resucitado. Porque, ¿no seremos, cada uno de nosotros,

este hijo de la viuda que necesita ser reanimado porque ha perdido el sentido de una vida verdadera,

‘quemado’ por mil tropiezos, bloqueado por tantos conflictos internos, conscientes o inconscientes, que

nos tienen encerrados en el ataúd del ‘no hay nada que hacer’? ¿No mueren cada día muchas ilusiones

jóvenes –quizá antes de nacer- por falta de horizontes y de ejemplos verdaderamente fiables de los

adultos?...

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Es dando la vida a los más marginados, a los más débiles y a los más pobres como testificamos a favor de

nuestro Dios. Este debe ser el signo profético de la Iglesia y de cada comunidad cristiana, de la misma

forma que fue el signo profético de Jesús.

El pueblo, con el instinto que le caracteriza, descubre en Jesús a un gran Profeta, porque no sólo predica

un mensaje, sino que también se acerca a las miserias humanas e intenta ponerles remedio.

El suceso se convirtió en buena noticia para los vecinos de aquellos pueblos y de Judea entera. Es la

buena noticia del reino de Dios que está presente en medio de nosotros, dando sentido y plenitud a

nuestras vidas. Porque Jesús no es solamente promesa de vida futura, sino que es la actualización de la

vida en el aquí y ahora de cada ser humano.

La resurrección de Jesús y la nuestra no es algo para saber, sino para vivir y anunciar. Desde la

resurrección del Señor, todo queda transformado por esa nueva luz que cambia las perspectivas y la

dirección de la vida. Es la buena noticia primordial que debemos vivir y anunciar a todos.

Este mundo que esperamos se esta gestando entre nuestros triunfos y nuestras lágrimas, entre nuestros

logros y nuestras nostalgias.

SIGNO DE LA RESURRECCIÓN DEFINITIVA

“En aquellos días, cayó enfermo el hijo de la señora de la casa. La enfermedad era tan grave que se quedó sin respiración. Entonces la mujer dijo a Elías:

-¿Qué tienes tú que ver conmigo?, ¿has venido a mi casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi hijo?

Elías respondió: -Dame a tu hijo. Y, tomándolo de su regazo, lo subió a la habitación donde él dormía y lo acostó

en su cama. Luego invocó al Señor: -Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda la vas a castigar

haciendo morir a su hijo? Después se echó tres veces sobre el niño, invocando al Señor: -Señor, Dios mío, que vuelva al niño la respiración. El Señor escuchó la súplica de Elías: al niño le volvió la respiración y revivió.

Elías tomó al niño, lo llevó al piso bajo y se lo entregó a su madre diciendo: -Mira, tu hijo está vivo. Entonces la mujer dijo a Elías: -Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu

boca es verdad.” (1 Re 17, 17-24)

Los dos libros de los Reyes se compusieron probablemente durante el exilio de Babilonia (siglo VI a. C.).

Los componen relatos de los reyes de Judá y de Israel a partir de Salomón. También los hechos de Elías

y Eliseo, llamados ‘ciclo de Elías’ (1 Re 17 al 2 Re 1) y ‘ciclo de Eliseo’ (2 Re 2-13).

Ambos ciclos ensalzan las figuras de estos profetas que vivieron en el siglo IX a. C. en el reino del Norte

o de Israel. Son de un estilo edificante, llenos de milagros e intervenciones de Yahvé, y en los que no

faltan los relatos legendarios, con la finalidad de reforzar la autoridad de estos profetas y sus palabras, a

las que hacían infalibles al cumplirse.

La resurrección del hijo de la viuda de Sarepta –ciudad situada en la costa libanesa-, es uno de los hechos

más populares del profeta Elías. Es posible que este episodio fuera añadido al texto de Elías por los

discípulos de Eliseo, dada su semejanza con otra resurrección que Eliseo (2 Re 4, 8-37) y la falta de

referencia con lo sucedido anteriormente (1 Re 17, 7-16).

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Hospedado por la viuda de Sarepta, cuyos recursos –harina y aceite- había multiplicado, Elías, en la

lectura de hoy, le devuelve al hijo único que había muerto.

La mujer, pagana y supersticiosa, atribuye la muerte de su hijo a la presencia del hombre de Dios, a un

maleficio lanzado por el profeta, en castigo a alguna falta suya. Elías ha descubierto los secretos de su

corazón y la ha denunciado a Yahvé, que la castiga en su hijo. Cree que Dios es un ser severo y

vengativo, consecuencia de su paganismo.

El profeta rompe estos prejuicios devolviéndole al hijo vivo. Lo hace, a diferencia de Jesús en el

evangelio, con unos ritos complicados, semejantes al ‘boca a boca’. La reanimación del muchacho le

revela que Yahvé es un Dios de bondad y de perdón que quiere la vida y no la muerte.

Se trata, como en el caso del evangelio, de una simple ‘recuperación’ signo de la resurrección definitiva.

La verdadera resurrección da acceso a una vida nueva, animada por el mismo Espíritu de Dios.

EL CONOCIMIENTO DE JESUCRISTO TRANSFORMA LA VIDA

“Hermanos: Os notifico que el Evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Habéis oído hablar de mi conducta pasada en el judaísmo: con qué saña perseguía a la Iglesia de Dios y la asolaba, y me señalaba en el judaísmo más que muchos de mi edad y de mi raza como partidario fanático de las tradiciones de mis antepasados.

Pero cuando aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó a su gracia se digno revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles, en seguida, sin consultar con hombres, sin subir a Jerusalén a ver a los apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, y después volví a Damasco. Más tarde, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Pedro, y me quedé quince días con él. Pero no vi a ningún otro apóstol; vi solamente a Santiago, el pariente del Señor.”

(Gál 1, 11-19)

En la primera parte de la carta a los Gálatas, Pablo hace una apología de su doctrina y de su persona.

Muestra a los de Galacia la autenticidad de su misión y la verdad de su doctrina. Necesitaba dejar muy

claro, ante el ambiente creado en su contra por los judaizantes, su condición de verdadero apóstol, al

mismo nivel que los Doce. De otra forma, era inútil pasar a lo doctrinal. Le hubieran respondido que él

podía pensar y decir lo que quisiera, pero que los auténticos apóstoles de Cristo seguían fieles a las

prescripciones de la ley, y que a eso había que atenerse. Es lo que hace en la primera parte de esta carta

(Gál 1, 11-2, 21), cuyo final leeremos el próximo domingo.

La lectura de hoy insiste sobre todo en dos puntos: su evangelio lo ha recibido directamente de Jesucristo

(vv 11-16) y, por ello, no ha tenido necesidad de ponerse en contacto con los Doce para que le dieran

información doctrinal (vv 17-24).

Comienza afirmando que su Evangelio no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por

revelación de Jesucristo (vv 11-12): ni por transmisión oral ni por estudio; que no es doctrina elaborada

por hombres, con los defectos inherentes a todo lo humano, sino por Cristo, origen de todo lo que predica.

Coloca su apostolicidad en la misma línea que la de los Doce. El impacto del camino de Damasco fue una

revelación de la realidad y del misterio de Cristo, que Pablo, como ningún otro, comprendió y predicó.

Prefiere hablar de ‘revelación’ y no de conversión. El encuentro con el Resucitado, revelador del

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verdadero Dios, transformó toda su existencia, que desde entonces tomó una orientación totalmente

nueva.

Hace después una breve historia de su vida anterior a la gran revelación de Damasco; cómo se distinguía

por su furor contra los cristianos, para defender tradiciones de mis antepasados (vv 13-14). Y cómo

llega la gran revelación que lo transforma en apóstol (vv 15-16). Presenta ese encuentro con palabras

cargadas de ideas que, al mismo tiempo, rezuman agradecimiento. De esta forma subraya que su

ministerio está dirigido desde un principio directamente por Jesucristo y, por eso, ofrece plena garantía.

La idea esencial es que él, Saulo, el antiguo perseguidor, no vive solamente un proceso de conversión

individual, sino que su transformación coincide con una llamada más fundamental que le ha hecho el

Apóstol de los gentiles.

Revelación-conversión, acceso a la apostolicidad y apertura de ésta a las naciones, son para Pablo las

características esenciales de su encuentro con Cristo en el camino de Damasco. Todo fue obra de la

gracia.

Lo que resta (vv 17-19), es consecuencia, y al mismo tiempo confirmación, de lo dicho. Nos informa de

sus desplazamientos a Arabia, a Damasco, a Jerusalén, donde fue, pasados tres años, para conocer a

Pedro, con el que se quedó quince días, lo que puede probar la importancia que tenía en la Iglesia

primitiva. De los demás, vi solamente a Santiago, el pariente del Señor.

Cuando Pablo toma contacto con los apóstoles, no lo hace para verificar si su predicación es correcta,

sino para defender su principio de un Evangelio para los gentiles sin ley y sin circuncisión.

Cuando alguien se encuentra con el Viviente, no puede hacer otra cosa que convertirse en anunciador de

un esperanzado mensaje de vida.

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DOMINGO UNDÉCIMO ORDINARIO

EN CASA DEL FARISEO SIMÓN

UNA COMIDA CONFLICTIVA

“Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume, y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado, se dijo:

-Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando y lo que es: una pecadora.

Jesús tomó la palabra y le dijo: -Simón, tengo algo que decirte. Él respondió: -Dímelo, maestro. Jesús le dijo: -Un prestamista tenia dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro

cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos le amará más?

Simón contestó: -Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: -Has juzgado rectamente. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: -¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los

pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona poco ama.

Y a ella le dijo: -Tus pecados están perdonados. Los demás convidados empezaron a decir entre sí: -¿Quién es éste, que hasta perdona pecados? Pero Jesús dijo a la mujer: -Tu fe te ha salvado, vete en paz. Más tarde iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo

predicando la buena noticia del Reino de Dios; le acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.”

(Lc 7, 36-8, 3)

Las comidas que nos relatan los evangelistas fueron con frecuencia conflictivas. Suele haber en ellas

algún incidente que las estropea. Cuando no son otros los que enrarecen el ambiente con sus

murmuraciones, es Jesús el que se encarga de hacerlo. En Lucas son un verdadero género literario.

Aprovecha el marco de la comida para presentarnos algunas parábolas y enseñanzas inéditas: comer con

pecadores (Lc 5, 27-32); buscar los primeros puestos y el gran banquete (Lc 14, 1-24), y el evangelio de

hoy, con la omisión de las abluciones rituales.

El texto es como un resumen de la doctrina de Jesús: lo que importa es el amor, más allá de toda

interpretación legalista. Para que nos demos cuenta de ello, Lucas nos presenta la escena oponiendo la

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vaciedad del ‘justo’ al amor de la pecadora. También quiere mostrarnos el respeto y acogida de Jesús a las

mujeres, en una sociedad que las despreciaba. El centro del relato es el perdón de los pecados.

Un fariseo invita a comer a Jesús. Para un oriental compartir la mesa significaba compartir también la

vida, aunque este sentido estaba bastante olvidado.

Simón, a pesar de recibir a Jesús en su casa, lo hace con prevención y sin darle demasiadas muestras de

afecto y de cortesía oriental. Quiere observar al huésped para hacerse una idea mejor de él. Quizá sea

exagerado acusarlo de mala voluntad. Es posible que sintiera respeto por Jesús, pero en el fondo de su

actitud existe un gesto de juicio y de superioridad. Tiene su verdad ya hecha, conoce a Dios y no necesita

que nadie le enseñe la nueva profundidad del reino y de la vida. Ya había llegado a la meta, y desde ella

juzgaba todo lo que sucedía a su alrededor. Su actitud y reacción posterior revela la postura de todos los

que se creen –nos creemos- impecables a través de los siglos.

Se presenta una mujer. En el ambiente oriental clásico cuando alguien ofrecía una comida con invitados

importantes, cualquier curioso podía entrar y escuchar como espectador. De eso se aprovecha aquella

mujer. Todos la conocen. Sería ridiculizada por los comensales con grandes risotadas. La desprecian, y se

sirven de ella. Pero, a quien ha perdido todo a los ojos de los demás ya nada le importa.

Consciente de su vida de pecado, e impulsada por un sincero arrepentimiento, se acerca humilde a Jesús.

Sus gestos tienen la espontaneidad y la seguridad de una persona que se siente amada A los ojos de los

comensales seguía siendo una pecadora. Pero por ‘dentro’ todo era ya distinto.

La intrusa pasó a ser la protagonista de una escena que es una buena lección práctica de liberación.

Supera el temor al ridículo, los comentarios que habrá por parte de los convidados.

La mujer conocía el hedor de una sociedad corrompida. Conoce a las personas ‘honradas’, las que se

cubren de honestidad. Sabe que debajo de la capa de moralidad, de hipocresía, de prácticas religiosas, está

‘todo lo demás’.

Los comensales estaban obligados a ponerse la careta, a vivir con unas normas determinadas para dar la

impresión de personas respetables. Ella presenta su verdadero rostro: una existencia destrozada,

desilusiones dadas y recibidas, experiencias degradantes... pero con la esperanza de encontrar a alguien

que no la considerara como un instrumento de placer, de poder comenzar todo de nuevo, de poder ser un

día comprendida. En Jesús había descubierto un modo distinto de mirar. Y no quedó defraudada.

Jesús dejó que la mujer actuara libremente.

EL AMOR, MEDIDA DEL PERDÓN

La reacción puritana fue inmediata. El fariseo cree poseer la clave del discernimiento entre el verdadero

y el falso profeta. Siempre la misma certeza de los ‘buenos’, que, aferrados a la letra de la ley, de la que

se creen los verdaderos intérpretes, se incapacitan para aceptar la revelación viva e imprevisible de Dios.

El fariseo, regido por las normas morales de la sociedad, condena a la mujer, y juzga a Jesús que ha

permitido aquella actuación de la mujer en su persona, apoyado en la prohibición del Deuteronomio (23,

19) de aceptar los dones de una prostituta. Si Jesús era profeta, tenía que rechazar el regalo que le ofrecía.

Encerrado en su legalismo, Simón no se esfuerza en buscar las razones que pueda tener Jesús para

prescindir de esta norma. Ni trata de encontrar las razones que la hayan podido llevar a una vida tan

degradante.

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¿Cuántos casos semejantes habrá en nuestro mundo de hoy? Personas fáciles de señalar con el dedo

maliciosamente, víctimas del montaje de nuestra sociedad. ¡Qué difícil es querer ver el desgarro interior

de tantas personas marginadas por un mundo montado en el dinero, en la injusticia y en la opresión!

En el fariseo se advierte una cierta indignación, acompañada de un secreto regusto. Tenía razón: no es

más que un profeta de pacotilla; si siquiera sabe qué mujer es la que le ‘toca’. No tiene la valentía de

expresar en voz alta su propia opinión; se limita a murmurar. ¡Qué fácil nos resulta juzgar!

Y Jesús le presenta una parábola. Un prestamista tenía dos deudores... ¿Cuál de los dos le amará

más? Supongo que aquel a quien perdonó más.

Has juzgado rectamente, le dice Jesús a Simón. Algunos lo saben todo. Sus juicios son siempre

acertados. Lo malo es que no entienden nada. Como Simón.

La parábola nos presenta dos posturas humanas opuestas ante el reino de Dios: la mujer, reconoce sus

pecados, por ello puede convertirse y ser perdonada; el fariseo, pretende redimirse por el cumplimiento

legal de ciertas normas, que le darán el acceso al reino como un premio merecido a su fidelidad.

La diferencia entre la mujer y el fariseo está en la entraña del relato, que nos presenta un hecho siempre

actual: cuando una persona se considera buena y está satisfecha de su conducta; cuando cree que, si tiene

defectos o faltas, son de poca importancia, lo más probable es que se considere superior a los demás, con

derecho a juzgar y condenar a los que, según su criterio, actúan mal. Esta autosatisfacción, el hecho de

convertirse en juez, es una barrera para convertirse. Quizá esta persona hable con frecuencia de Dios y de

sus mandamientos, pero seguro que ese Dios no es el que nos da a conocer Jesús, y esos mandamientos

serán más ‘nuestros’ mandamientos que el camino de amor del Evangelio.

¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa... ella en cambio... El fariseo soporta la humillación

de verse descubierto, y de ver cómo le dan una detallada lección de buenos modales. Y, como si no fuera

suficiente, le pone como ejemplo el comportamiento de la prostituta.

Simón se había abstenido de gestos que hubieran testimoniado su hospitalidad y cordialidad. Había

actuado como quien se cree superior. Simón es un ‘justo’, de ésos a los que Jesús no ha venido a ‘llamar’

(Lc 5, 32); es de esos a los que poco se le perdona, por el simple motivo de no considerarse pecador.

¿Cómo se nos va a perdonar lo que no creemos haber hecho?

¿A quién se le perdona poco? El que ama de verdad a Dios en el prójimo, da mucha importancia a las

faltas más insignificantes cometidas. Todos los grandes santos se han sentido profundamente pecadores,

porque se comparaban con la perfección de Dios, con su amor sin límites; porque eran conscientes de la

gran diferencia que existía entre sus deseos y su práctica.

El que ama poco no es porque peque poco, sino porque no tiene conciencia de su pecado, al vivir

encerrado en su egoísmo. Es lo que le sucede al fariseo. Por eso no puede entender a Jesús.

Los ojos limpios de Jesús supieron ver lo que los demás no veían: la intención sincera y recta de aquella

mujer, que demostraba con su forma de actuar su arrepentimiento y deseos de cambio. La mujer conocía

el fondo del desamparo y estaba disponible para recibir. Simón, al ser ‘rico’, sólo podía ‘invitar’.

DONDE HAY AMOR PUEDE HABER PERDÓN

La lectura se centra en la frase: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor.

¿Quién puede perdonar pecados? Si el pecado es un mal, que el hombre no puede reparar por sí mismo,

es lógico concluir que únicamente los puede perdonar Dios o uno que lo represente.

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¿Qué es el perdón de los pecados? No es algo que se recibe o que se otorga sin más, sino algo que se

construye, porque es la vuelta al amor, a un amor más profundo y duradero. Perdonar y ser perdonado

significa volver a amar. El perdón lo podemos considerar como la síntesis de dos amores: un amor muerto

que resucita y un amor fiel que recibe.

El perdón de los pecados, aunque se haga en un sacramento en nombre de Dios, es algo vacío e inútil si

no es la expresión de todo un proceso de cambio de mentalidad y de vida. Tenemos que superar esa falsa

idea de un Dios que da su perdón al final de un rito humillante; como si el perdón fuera algo que nos

llueve del cielo y que se recibe sin más exigencias. El perdón de los pecados no es algo estático, que se

nos entrega por medio de unos ritos. Son las obras del hombre las que, manifestando su transformación

interior, prueban que se le han perdonado los pecados.

Más que hablar de perdón de los pecados, debemos hablar de reconciliación del hombre consigo mismo,

con la comunidad y con Dios; de reconstrucción de la vida, de reparación de un pasado estéril, de

reparación del mal cometido. Es absurdo que en unos minutos de confesionario pretendamos quedar con

la conciencia tranquila, cuando sabemos que todo sigue igual, con la misma pereza y egoísmo de siempre.

El perdón de los pecados es una fuerza para salir de la situación en que nos encontramos. Se nos ofrece

como una posibilidad a alcanzar, si me decido a emprender el proceso de conversión; porque el primer

movimiento hacia el perdón es querer la conversión.

Todo el Evangelio está mostrando este mensaje: Jesús ofrece el perdón a los hombres insolventes de la

tierra. El fariseo no se preocupa de aceptar este perdón, porque piensa que sus cuentas están claras, se

siente plenamente en paz y, por ello, le resbalan las palabras de Jesús. En cambio, la mujer se sabe

pecadora; ante Dios y ante los hombres confiesa su pecado. Y Jesús puede proclamar su perdón.

Esta mujer es un ejemplo de conversión: reconoce su pecado y que Dios la ha perdonado; y actúa con

desbordada generosidad en la manifestación de su amor. Para ella la conversión es comunión con Jesús.

Estas características de la conversión de la mujer iluminan lo que debe ser la conversión cristiana:

transformación de la persona a causa de la misericordia de Dios.

Donde hay amor puede haber perdón. Jesús nos revela que el amor de la mujer es la puerta que le abre al

perdón y la respuesta a un amor de Dios que fue primero. Dios toma la iniciativa. Termina el texto presentándonos a Jesús como un profeta itinerante acompañado de discípulos. La

novedad es que también le acompañan algunas mujeres, en una época en que una mujer no aparecía en

público ni con su marido. Jesús rompe esta rigurosa norma rabínica, lo que tuvo que acarrearle problemas.

DOS GRAVÍSIMOS PECADOS DE DAVID

“Dijo Natán a David: -¡Eres tú! Así dice el Señor Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu

Señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y por si fuera poco pienso darte otro tanto.

¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías el hitita y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías.

David respondió a Natán: -He pecado contra el Señor. Y Natán le dijo: -Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás.”

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(2 Sam 12, 7-10. 13)

David ha cometido dos gravísimos pecados: el adulterio con Betsabé, mujer de Urías y el asesinato

posterior del mismo Urías. Pecados que la legislación mosaica castigaba con la pena de muerte (Lev 20,

10; 24, 17). Pecados que no podían quedar impunes. Y Yahvé envía a su profeta Natán para que acuse a

David por su conducta y le anuncie el castigo merecido.

Natán comienza su misión contando la parábola de la oveja única (2 Sam 12, 1-6), según acostumbraban

actuar los antiguos profetas.

La primera lectura de hoy es la continuación a esta parábola. David ha reaccionado violentamente ante el

relato, y él mismo pronuncia la sentencia de muerte para el protagonista de la parábola, sin darse cuenta

de que así formula su propia condena.

¡Eres tú! Natán abandona el tono parabólico por la postura profética de denuncia, aunque ésta sea al rey.

David descubre la gravedad de su pecado; lo reconoce, no pone excusas y pide perdón. Esta actitud

sincera y humilde le concede el perdón de Dios.

La tradición judeo-cristiana considera este episodio como el origen del salmo ‘Miserere’ (Sal 50), que

sería como una bella secuencia de la actitud del rey ante su pecado.

Las descripciones del castigo a David en sus descendientes son demasiado numerosas y diversas para ser

originales. Y producen el efecto falso de dar paso a la creencia del castigo de Yahvé, cuando el sincero

arrepentimiento de David implicaba el perdón inmediato y absoluto por parte de Dios. Ha sido el

descubrimiento de su doble pecado el que inspiró al rey su arrepentimiento y no el temor al castigo.

Es verdad que el niño nacido, fruto del adulterio, murió (2 Sam 12, 15-23); y que también tres hijos más

de David murieron a espada: Amnón (2 Sam 13, 28-29), Absalón (2 Sam 18, 14-17) y Adonías (1 Re 2,

23-25). Pero no se puede concluir, como creían los judíos, que los pecados del padre los paguen los hijos.

El interés del relato está, sobre todo, en demostrar que el sentido del pecado y el del perdón deben

entenderse dentro de unas relaciones personales entre el pecador y Dios. En este sentido, este episodio es

uno de los más importantes del antiguo Testamento, por ser el primero en liberarse de los ritos externos y

del legalismo entre el hombre pecador y Dios. Se lee este domingo por su relación con el pasaje de la

prostituta perdonada del evangelio, como sucede siempre con la elección de las primeras lecturas.

JESUCRISTO ES EL ÚNICO QUE JUSTIFICA

“Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso hemos creído en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la ley.

Para la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios. Pero si la justificación fuera efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil.”

(Gál 2, 16. 19-21)

El comienzo de la segunda lectura de hoy incluye el núcleo de la teología paulina sobre la justificación:

el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús. Este núcleo, desarrollado

y explicado, es el tema central y básico de las cartas a los Gálatas y a los Romanos.

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La justificación-salvación, que consiste en una transformación radical de la persona, al incluir el perdón

de los pecados y, principalmente, la comunicación de una vida nueva, no puede venir por las obras de la

ley (Rom 6, 1-8); ni ésta influye en la justificación-salvación. Lo que salva al hombre es la muerte y

resurrección de Cristo (Rom 3, 24-26); y sólo desde esta realidad podemos vivir la vida nueva del Señor

(Rom 8, 1-13). La ley por sí misma no puede salvar –nadie puede cumplirla-. Además, si la ley salvara, la

obra de Jesús sería inútil.

Por eso Pablo ha roto con la ley: Para la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha dado muerte. Ha

muerto por la ley y para la ley; no la tiene en cuenta como medio de salvación ni como motivación para

obrar. Solamente Cristo salva y motiva a actuar. Los cristianos morimos a la ley al ser incorporados

místicamente a la muerte-resurrección de Cristo por el bautismo.

Por ello Pablo, así como se había identificado con la ley en cuanto fariseo, ahora cristiano, se identifica

con Cristo. Dice que está crucificado con él, inserto en él; y, como él, muerto a la ley y al pecado.

Lo que cuenta para Pablo es la nueva existencia, la nueva vida. Y esta vida es la de Cristo, vivo y

actuante en Pablo, que se siente salvado y amado por Cristo. Y éste será su ‘Evangelio’: Vivo yo, pero no

soy yo, es Cristo quien vive en mí... vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse

por mí.

La justificación-salvación significa vivir según el plan que tiene Dios sobre nosotros al crearnos. La ley

no ha podido ayudarnos a corresponder a los deseos de Dios, porque es externa y no puede cambiar los

corazones, ni impedir la muerte. Y el plan de Dios quiere que toda la humanidad, todos y cada uno de sus

miembros, triunfe sobre la muerte teniendo un corazón nuevo que le haga fiel a la Alianza en Jesucristo.

Cristo en la cruz es el primer justificado, el primero con un corazón plenamente humano, que se alimentó

toda su vida del cumplimiento de la voluntad del Padre (Jn 4, 34).

Toda vida cristiana, que luche contra el inmovilismo de la ley y contra el egoísmo del corazón humano,

es una vida con Cristo muerto y resucitado.

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DOMINGO DUODÉCIMO ORDINARIO

EL MESIANISMO DE JESÚS

EL MESIANISMO DE JESÚS NO COINCIDE CON EL DE PEDRO... NI CON EL NUESTRO

“Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó:

-¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos contestaron: -Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida

uno de los antiguos profetas. Él les preguntó: -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro tomó la palabra y dijo: -El Mesías de Dios. Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: -El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos,

sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Y, dirigiéndose a todos, dijo: -El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día

y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.”

(Lc 9, 18-24)

El evangelio de hoy toca tres puntos importantes, precedidos por la oración de Jesús: la respuesta de

Pedro, el mesianismo de Jesús y las condiciones para seguirle. Pasaje clave, que resume con claridad el

verdadero mesianismo de Jesús y la tensión que produjo en sus discípulos. Un mesianismo inesperado y

escandaloso, que deja al descubierto la ambigüedad de la misma confesión de Pedro.

¿Quién dice la gente que soy yo? A Jesús le interesaba saber cómo sus oyentes iban interpretando sus

palabras y qué opinión tenían de él. Hasta el nivel de reconocerle como profeta, como un personaje

extraordinario, era y es fácil llegar.

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pregunta decisiva, porque la fe cristiana lleva a un seguimiento

personal de Jesús. Según sea la respuesta, será nuestra adhesión a él. ¿No esperamos de cada persona algo

que tenga relación con lo que es? Es una pregunta que debemos hacernos también nosotros.

¿Qué esperamos de Jesús? ¿Quién es para nosotros? ¿Qué influencia real tiene en nuestras vidas?... No es

posible vivir la fe sin plantearnos estas preguntas. Es posible que la causa de que nuestra fe tenga

normalmente tan poca vitalidad debe estar en que no nos hemos planteado nunca con seriedad la

pregunta: Jesús, ¿quién eres?

La pregunta de Jesús exigía una respuesta clara. Pedro responde: El Mesías de Dios. Pero cuando Jesús

explica su mesianismo, queda patente que no coincide con el de Pedro, ni con el que deseaba el pueblo de

Israel, ni con la idea general de mesianismo que tenemos los cristianos. El de Jesús es un mesianismo

según el Siervo doliente de Yahvé, y según el oráculo de Zacarías de la primera lectura.

Pedro y los demás discípulos -lo mismo que la inmensa mayoría de nosotros-, buscaban el éxito, el

triunfo, la espectacularidad. Y Jesús es consciente de caminar hacia el fracaso humano. ¿No es éste el

destino de todo lo verdadero?

¡Qué difícil le es a Dios hacer que lo reconozcamos los hombres! Todas las ideas, que los discípulos se

habían hecho de Dios y de su Mesías, las tuvo que ir combatiendo Jesús. Y es porque tendemos a

imaginarnos a Dios a imagen y semejanza de nuestras ambiciones de poder y de grandeza. Creemos que

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para acercarnos a él necesitamos dinero, prestigio... Tendemos a imaginarlo al estilo de los poderosos y

triunfadores de este mundo. Jesús quiere dejar las cosas claras para que sus seguidores no nos llamemos a

engaño. ¿Será vano el intento, como parece demostrar la experiencia de tantos siglos?

Les prohíbe que lo digan. Quiere evitar explosiones prematuras en aquel ambiente excitado.

MESÍAS DEL HOMBRE NUEVO

¿Qué significa que Jesús es el Mesías? ¿Qué implica seguirlo? ¿Cuál es su camino y su proyecto? Cuanto

sigue es explicitación del sentido del mesianismo de Jesús, de la tensión que existe entre la idea de los

creyentes y la realidad manifestada en Jesús. Porque este texto no se refiere a la incredulidad de los de

fuera, sino a la resistencia que la misma Iglesia ofrece a Jesús en su calidad de Mesías humilde y

sufriente. Una resistencia que desgraciadamente ha perdurado durante la mayoría de sus siglos de historia:

aceptó el carácter mesiánico de Jesús, pero no el camino mesiánico del don de sí mismo, que lleva a

compartir la suerte de los desheredados de la tierra y a un aparente fracaso.

El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y

letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Es la primera predicción de su pasión, a la que

seguirán otras dos (Lc 9, 44-45; 18, 31-33). Son palabras que nos revelan la conciencia que tenía Jesús de

su destino, de estar llevando una trayectoria que inevitablemente iba a terminar mal: Hablaba de un reino

que presuponía un mundo y un hombre nuevos, fundamentado en el amor, la justicia, la libertad y la paz.

Cuando Jesús predice su pasión no lo hace como si fuera un adivino de su propio futuro, como si todo

estuviera ya determinado y sabido desde un principio. Es verdad que todo estaba profetizado en las

Escrituras, que Jesús leería con asiduidad; pero no son éstas las que provocan los acontecimientos, sino

éstos los que determinan las profecías. Lo que estas palabras indican es que, a estas alturas de su

actividad, Jesús ya contaba con la posibilidad de una muerte violenta: había violado la ley del sábado en

varias ocasiones, lo que era motivo suficiente para condenarlo a muerte; se había enfrentado a las

autoridades, a los terratenientes, se relacionaba con gente a la que despreciaban los poderosos y a la que

estaba abriendo los ojos sobre su situación de explotación y marginación... Las autoridades religiosas y

políticas lo consideraban cada vez más como un elemento peligroso para sus intereses. Y no pensaba

cambiar... De esta forma, Jesús tenía que contar con la casi evidencia de morir violentamente, como

habían muerto muchos profetas y muchos que intentaron cambiar el rumbo de la historia humana. Su

muerte ajusticiado será la consecuencia lógica de su actividad y de su toma de posición ante lo que veía.

Enumera brevemente los acontecimientos más importantes. El lugar de la pasión será Jerusalén; los

ejecutores, los que forman el sanedrín, supremo tribunal de Israel.

Al tercer día era una fórmula que se empleaba para indicar un breve espacio de tiempo.

No es que Dios quiera y haya decidido la muerte de Jesús, sino que ésta es inevitable por la oposición de

los dirigentes al mesianismo que él encarna. La misión de Jesús consiste en liberar al pueblo de la

opresión religioso-política-económica de las instituciones y sus representantes. Era lógico que sufriera la

oposición implacable de esas autoridades.

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CONDICIONES PARA SEGUIRLE

El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo.

Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.

Anunciar la palabra de Dios, vivir en cristiano, lleva inevitablemente al sufrimiento, al dolor. No porque

ser cristiano sea sufrir, sino porque ser cristiano contradice la mayoría de los llamados valores de este

mundo. Es la experiencia de Jesús. El reino exige rechazar todo lo que se le oponga. Es una nueva forma

de vivir lo que está en juego. El discípulo debe estar dispuesto a toda clase de persecuciones y hasta a

morir, si la fidelidad al reino de Dios se lo pide. La paradoja de la cruz –fidelidad al ahora y aquí-, llevada

cada día, es la imagen de Cristo y del cristiano. Pero la última palabra no es la cruz sino la resurrección;

no una vida perdida sino una vida salvada y vivida en plenitud y para siempre.

Si ahora el cristianismo no crea problemas en muchos ambientes es porque ha tergiversado el mensaje de

Jesús, equiparándolo a la mentalidad que domina nuestro mundo occidental, con la consiguiente pérdida

de credibilidad en los ambientes que buscan el cambio de las estructuras que vivimos.

Ser cristiano es una fiesta, un gozo maravilloso, pero sólo para los hombres que esperan y viven del

amor, para los hombres libres y generosos, para los inconformistas con la sociedad que padecemos. ¿Y

cuántas personas hay así? Para los demás, el anuncio cristiano es un tremendo revulsivo que solamente

produce irritación y problemas.

Lo que nos convencerá siempre de Jesús es esa honda relación existente entre su mensaje y lo que los

humanos anhelamos en lo más profundo de nuestros corazones, porque su mensaje está dentro de

nosotros. Es infinitamente iluminador para todos los que aceptan inventar, como Jesús, su camino y su fe.

Pero resulta indignante para los que prefieran seguir caminando cansinamente y sin problemas; y más aún

para las naciones y las personas que tienen acaparados los bienes materiales, que deberían ser patrimonio

de toda la humanidad.

A pesar de los esfuerzos de muchos siglos por reducir el cristianismo a las dimensiones de una religión

más de prácticas religiosas, Jesús sigue escapándose de los que quieren definirlo y apropiárselo. El suyo

no es el destino del hombre superior que no es comprendido por sus contemporáneos y que tiene que

morir para ser reconocido. Se trata de una forma única de ser persona: tan única, tan nueva y tan

desconcertante, que le hace Hombre en plenitud, Hijo del Dios vivo, Hijo del Hombre, Mesías, Señor.

¡CUÁNTAS VÍCTIMAS POR INTENTAR CAMBIAR EL RUMBO DE LA HISTORIA!

“Esto dice el Señor: -Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito. Aquel día será grande el luto de Jerusalén, como el luto de Hadad-Rimón en el valle de Meguido.” (Zac 12, 10-11)

La primera lectura pertenece a la segunda parte del libro de Zacarías (capítulos 9-14). La primera fue

escrita entre los siglos VI-V a. C.; esta segunda, hacia finales del siglo IV a. C.

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El texto de hoy es un pasaje enigmático. El profeta habla de un misterioso duelo de toda la nación a

causa de un crimen también misterioso. Nos habla del don de Dios sobre su pueblo: Derramaré sobre la

dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia...

Iniciando así un camino de conversión. Don y conversión que irán acompañados por la obra redentora de

alguien, del que no cita su nombre.

La nación, que reconoce los beneficios y la protección de Yahvé, me mirarán a mí, a quien

traspasaron. ¿A quién se refiere? Quizá a un mártir de la época del profeta, víctima de la siempre ciega

violencia popular, sobre cuyo crimen reflexionaron después los judíos, lamentándose de él. Y parece que,

a la vez, se está refiriendo al Siervo de Yahvé (Is 52, 13-53, 12). Aquel, que para el Segundo Isaías era el

Siervo doliente de Yahvé, es para Zacarías ‘el traspasado’; alguien por el que harán llanto como por un

hijo único, y llorarán como se llora al primogénito. Los Santos Padres ven en el texto una clara alusión

a Jesucristo, víctima también del pueblo incitado por sus dirigentes.

El evangelio de Juan, al hablar de la lanzada que atravesó el costado de Jesús (Jn 19, 37), hace referencia

a esta cita de Zacarías, viendo en Jesucristo el cumplimiento del oráculo mesiánico del profeta.

Añade el detalle de Hadad-Rimón en el valle de Meguido, para evocar el fin desgraciado del rey Josías,

muerto valerosamente por su pueblo, en lucha desigual contra el faraón Necao II (año 609 a. C.), por ser

uno de los reyes más religiosos y mejores de la dinastía davídica.

DESCENDIENTES DE ABRAHÁN

“Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de

Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán, y herederos de la promesa.”

(Gál 3, 26-29)

En los dos primeros capítulos, Pablo nos ha hecho una apología de su ministerio apostólico y de su

comportamiento personal. En el capítulo tercero, aborda el problema doctrinal, objeto de su polémica

contra los judaizantes: ¿Es necesaria todavía la ley después de Cristo?

El argumento principal del apóstol se fundamenta en la historia de la salvación: la aparición de Yahvé a

Abrahán, las promesas, la fe del patriarca y la bendición en él de todos los pueblos. Vino después la ley

de Moisés, y únicamente Israel obtuvo bendiciones (Gál 3, 1-18).

La conclusión viene sola: la ley no ejerce más que una influencia relativa y transitoria. Desde que

aparece Cristo, la ley debe desaparecer y ceder su puesto a los orígenes: el de las promesas hechas a

Abrahán y alcanzadas por la fe en Cristo.

Jesucristo, personaje decisivo de la historia de la salvación por su fidelidad al Padre, hace inútil la ley.

El texto de hoy nos muestra el contraste entre la vida cristiana, con su novedad y libertad, y la vida judía,

sometida a la esclavitud de la ley. La idea central es la de nuestra incorporación a Cristo (vv 26-28), lo

que, supuesto lo dicho antes (v 16), trae como consecuencia nuestro entronque con Abrahán, y nos

convierte en herederos de la promesa, sin necesidad de pasar por la ley (v 29).

El sois se aplica a todos los cristianos, judíos y gentiles. La fe y el bautismo son los dos medios que nos

unen a Cristo. Son los dos juntos los que aseguran la comunión del cristiano con Cristo.

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Por la fe, somos hijos de Dios. En esto ha consistido la obra de Cristo, al salvarnos y darnos nueva vida,

que es su propia vida. Ahora Pablo recomienda a los bautizados en Cristo, a los que le pertenecen, que se

revistan interiormente de él, como hacían con ropajes externos, los que en la antigüedad veneraban a

ciertas divinidades en las religiones mistéricas, para expresar su pertenencia a ellas. El cristiano debe

revestirse interiormente de Cristo, y tiene que manifestarlo externamente por su vida y obras. Porque

‘revestirse’ expresa unión vital, íntima con él, lo que lleva a una nueva forma de vivir: la de Cristo.

Todos somos uno en Cristo, lo que supone la unidad entre todos. Porque estas nuevas relaciones del

bautizado con Dios transforman sus relaciones con los demás: las barreras caen, todos nos hacemos

iguales y la bendición de todos los pueblos en Abrahán se hace realidad. Las consecuencias son inmensas:

el cristianismo elimina toda discriminación existente en la humanidad: ya sea por motivos socio-

económicos –esclavos y libres-; de raza o cultura –entre judíos y gentiles-; de sexos –hombres y

mujeres-... En él debe existir el espíritu de unión y fraternidad, sin asomo de divisiones ni discordias, ni

privilegios. Palabras inauditas para la mentalidad del mundo antiguo -¿y de siempre?-, pero que son pura

consecuencia del evangelio.

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DOMINGO DECIMOTERCERO ORDINARIO

CAMINO DE JERUSALÉN

EN TIERRAS SAMARITANAS

“Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante.

De camino entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.

Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: -Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos? Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno: -Te seguiré adonde vayas. Jesús le respondió: -Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el hijo del hombre no

tiene donde reclinar la cabeza. A otro le dijo: -Sígueme. Él respondió: -Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: -Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de

Dios. Otro le dijo: -Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia. Jesús le contestó: -El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el Reino de

Dios.” (Lc 9, 51-62)

Según el evangelio de Juan, Jesús fue varias veces a Jerusalén durante su vida pública, que es lo más

lógico. Sin embargo, los tres evangelios sinópticos solamente hablan de una; y Lucas dedica a ella gran

parte del suyo: desde el texto de hoy hasta el 19, 27. Son casi diez capítulos. Es claro que se trata de un

viaje simbólico, en el que Lucas nos presentará las más bellas parábolas y las enseñanzas más profundas

sobre la oración, el amor, el desinterés, la esperanza... Si gran parte de la existencia pública de Jesús se

narra en forma de camino, la de sus discípulos tendrá que aparecer como seguimiento.

Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Se encamina hacia el cumplimiento de su misión. ‘Ir a

Jerusalén’ significaba la persecución y la posible muerte. La decisión fue tomada personalmente por

Jesús. Los discípulos le seguirán casi a la fuerza (Mc 10, 32), por un camino que no tendrá retorno: el

final será la muerte violenta a manos de los jefes religiosos de la nación, que buscaron la complicidad de

Pilato y del pueblo.

Jesús se siente llamado a liberar al pueblo de todas las esclavitudes que lo atenazan, principalmente del

yugo del templo y de la ley. Sabe perfectamente que esto es muy peligroso, que las autoridades políticas y

religiosas se opondrán, que en ello se juega la vida.

Es necesario tener todo esto en cuenta para poder comprender la importancia de este comienzo.

De camino entraron en una aldea de Samaria; región habitada por gentes llegadas al país en antiguas

invasiones y deportaciones. Eran mestizos, muchos de origen no judío, con costumbres sociales y

religiosas que los judíos consideraban heréticas. El desprecio de los judíos por los samaritanos era total;

desprecio correspondido por los samaritanos. Llamar ‘samaritano’ a un judío era una grave ofensa.

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La población les niega el hospedaje solicitado. Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo...

Santiago y Juan confunden la radicalidad del mensaje de Jesús con la intolerancia, fruto de la inmadurez

de su fe en Jesús.

Jesús les regañó. La violencia no va con el Maestro. Es el odioso atajo de la fuerza, de la violencia, del

miedo... tantas veces empleado entre nosotros. Los dos hermanos se han equivocado de camino: el único

‘fuego’ que acepta Jesús es el del amor. El verdadero discípulo intenta vencer a los adversarios dando la

vida por ellos, no quitándosela.

La actitud de los hijos del Zebedeo persistió a lo largo de los siglos en gran parte de los cristianos, al

menos de forma instintiva. Cuando nos enfrentamos con el mal del mundo, cuando los abusos de los

poderosos de la tierra nos rodea... levantamos nuestra voz interior y exigimos fuego del cielo. Olvidamos

fácilmente que el camino de Jesús es otro muy distinto.

EXIGENCIAS DEL CAMINO CRISTIANO

Suave y comprensivo con los samaritanos, que le niegan alojamiento, Jesús se muestra, en cambio, muy

exigente con los que quieran seguir su camino de vida. Pide a sus seguidores la misma actitud decidida y

arriesgada con la que él camina hacia Jerusalén.

Jesús rechaza a tres candidatos. Da la impresión de que hace todo lo posible para desanimarlos, como si

intentara más rechazar que atraer; desilusionar, más que seducir.

Las exigencias extremas de Jesús se pueden resumir así: disponibilidad para vivir en la inseguridad,

ruptura con el pasado y decisión irrevocable.

Te seguiré adonde vayas, le dijo el primero, que no ha sido llamado.

Las zorras tienen madriguera... pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Jesús no

contesta a este candidato. Solamente le muestra lo que le espera si quiere seguirle. Tendrá que renunciar a

la ‘madriguera’, al ‘nido’. El que quiera seguirle debe conocer primero a qué se compromete, cuál es el

destino que le espera, quién es la persona que ha elegido para entregarle la vida.

Hacerse discípulo de Jesús no es simplemente seguir un mensaje o aceptar una doctrina; es compartir su

destino, abandonar las propias seguridades por una vida incierta. Con su respuesta, Jesús ha querido

decirle: No tengo nada que ofrecerte que a ti te interese. Tendrías que dejar tus ‘cosas’. Seguirle implica

dedicar la vida al servicio de Dios en los hermanos, en el total desprendimiento de uno mismo. Jesús es

drástico: o se opta por la riqueza y el poder de los hombres, o por el evangelio de las bienaventuranzas.

Nos representa a todos nosotros, que pretendemos que Jesús sea uno más entre nuestros intereses y

valores.

Al segundo lo llamó él: Sígueme. El hombre acepta, pero pone una condición razonable y lógica:

Déjame primero ir a enterrar a mi padre, que era uno de los preceptos más sagrados de la ley. Deja

que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios. ¿Quiénes son esos

‘muertos que entierran a sus muertos’? Jesús descubre en él el apego a un pasado muerto definitivamente

por la llegada del reino de Dios. El ‘padre’ es la ley, el culto antiguo, la tradición... todo lo que se nos da

antes de que nosotros asumamos con libertad nuestra propia vida. Toda tradición o costumbre muerta,

engendra muertos. Con Jesús se inicia una nueva vida. Todo lo demás hay que abandonarlo, porque está

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muerto. La respuesta de Jesús juega con el doble sentido de la palabra muerte: muerte corporal y muerte

estructural –las tradiciones que no conducen a ninguna parte-.

El tercero le dijo: Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia. A este tercero

le falta decisión para romper con el pasado. Le falta coherencia. Mira atrás tratando de vivir

simultáneamente dos vidas, sin asumir ninguna en serio.

El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios. Nada de

vacilaciones, nada de componendas, ninguna concesión a las añoranzas. El compromiso es total,

definitivo, la elección irrevocable. Se nutre de una promesa, no de nostalgias.

Jesús quiere que aprendamos a mirar la vida tomándolo a él como criterio absoluto. No se opone a que se

despida de sus padres –en su respuesta no habla de ello-, sino de la incompatibilidad de su evangelio con

la sinagoga, el templo, la ley. Lo antiguo debe mirar hacia delante, porque Jesús es la culminación de la

antigua historia. Tomar el ‘arado’ significa decidirse por Jesús de una forma total y definitiva.

La fe cristiana transforma la vida del hombre, le da otra perspectiva. A su luz, debemos replantear toda

nuestra existencia; hasta lo que tengamos por más íntimo, querido y valioso.

La decisión ‘para toda la vida’ es más difícil en la actualidad, y está repercutiendo, tanto en las

vocaciones al ministerio y a la vida religiosa, como en el mismo planteamiento del matrimonio.

La llamada de Jesús no puede ser estorbada por nada. Es legítimo tener ‘dónde reclinar la cabeza’; es una

obra de misericordia ‘enterrar al padre’; es muy humano ‘despedirse de la familia’... Todo ello es sano y

bueno. Pero lo que no vale es convertirlo en pretexto para no seguir a Jesús, para no trabajar por el reino.

A ninguna persona se le ocurre presentar malas excusas. Todos pretendemos presentar buenas razones

para no comprometernos: lo que decimos parece sensato, pero escamoteamos que es un modo de no

aceptar la radicalidad que nos arrancaría de nuestra vida aburguesada y mediocre. Por eso, Jesús nos dice

que no valen las aparentemente sensatas excusas; que el seguirle por el camino del reino nos pide estar

dispuestos a darnos del todo. Y que sólo después de entregarnos del todo, sin reservas, descubriremos que

el Padre es amor, que es la vida que estábamos buscando.

¿Dónde sitúa Jesús esta exigencia? Él sabe que somos limitados, incapaces de vivir sin pecados

constantes... Por eso, no la puede poner en que nunca fallemos, en que seamos perfectos, sino en que no

pongamos condiciones para seguirle.

Jesús sabe que reservándonos trozos de nuestra vida nunca le podremos seguir. Las zonas de nuestra vida

que nos reservamos, van matando, poco a poco, nuestras ilusiones, nuestro cristianismo.

El cristianismo es un seguimiento de Jesús. Y, ¿cómo seguir ese camino sin preguntarle a él? De ahí la

importancia de la oración para los cristianos.

Vivir los valores del reino de Dios en nuestro mundo actual supone una tensión, un estar desprendido de

todo y arriesgar todo lo que se tiene y todo lo que se es en beneficio de los demás.

Un reino que está en el mismo corazón humano, porque el reino somos nosotros mismos en cuanto

vamos respondiendo a lo que Jesús quiere que seamos. Pero ese reino es más grande que nosotros; de ahí

que nos llame a ir siempre más allá. Un reino que nos pide trabajar por la transformación de la

humanidad, para facilitar nuestro crecimiento y el de todas las personas. Un reino que no puede olvidarse

de crear también relaciones personales profundas con Dios, como hizo Jesús. De otro modo, seríamos

incapaces de captar sus llamadas a caminar cada vez más allá, cada vez más lejos.

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Algunos grupos y algunas personas aisladas han logrado vivir esta utopía entre el desconcierto y la

incomprensión de la mayoría. Jesús la vivió en plenitud, y la cruz forma parte de los resultados.

LLAMADA DE ELISEO AL PROFETISMO

“El Señor dijo a Elías: -Unge como profeta sucesor a Eliseo, hijo de Safat, natural de Abel-Mejolá. Elías se marchó y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando, con doce yuntas en

fila y él llevaba la última. Elías pasó a su lado y le echó encima su manto. Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías y le pidió: -Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo. Elías contestó: -Ve y vuelve, ¿quién te lo impide? Eliseo dio la vuelta, cogió la yunta de bueyes y los mató, hizo fuego con los

aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente. Luego se levantó, marchó tras Elías y se puso a sus órdenes.”

(1 Re 19, 16b. 19-21)

El Señor elige a quien quiere, para que sea su profeta, sin ningún merecimiento por parte del llamado.

Una vocación que llega a cada uno por caminos insospechados.

Estamos en el siglo IX a. C. La primera lectura es un relato de vocación profética, que es como un nuevo

nacimiento. Una narración de las más atractivas del antiguo Testamento. Nos cuenta la prontitud, la

decisión y la alegría de Eliseo, consciente de la llamada divina a una misión en bien del pueblo. Eliseo era

terrateniente, de familia rica. El sacrificio de los bueyes simboliza el abandono de la vida anterior; el

dejarlo todo para seguir la nueva vida que Yahvé le proponía.

Lo mismo que Moisés había escogido a Josué para continuar su obra, hace Elías, que se encontraba al

final de su vida, con Eliseo. En lugar de ungirle como profeta, lo elige como discípulo cubriéndolo con su

manto, viejo rito de toma de posesión.

Eliseo no se podía resistir a una llamada de este tipo, que le ligaba al maestro. El discípulo tenía que

evitar toda mirada hacia atrás y sacrificar su profesión y su modo de ganarse la vida, para dedicarse

únicamente a seguir a su maestro. Postura distinta a la de los tres candidatos del evangelio de hoy.

La vocación de Eliseo, por su incondicionalidad, manifiesta la exigencia absoluta que constituye para el

hombre el descubrimiento de una llamada de Dios. Exigencia que se manifiesta, a la vez, por la

conversión y por el total abandono de la vida anterior.

El relato subraya dos características necesarias a toda vocación: el hecho de manifestarse en medio de las

actividades humanas y profesionales del llamado y la adhesión libre y espontánea a la voluntad de Dios

del elegido, que deja hasta lo más querido para ser fiel a la invitación recibida.

Una buena reflexión para todos los que hemos recibido una llamada de Dios a dedicar la vida al servicio

de los demás.

LA LIBERTAD EXIGE EL SERVICIO AL AMOR

“Hermanos: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda ley se concentra en esta frase: ‘Amarás al prójimo como a ti mismo’.

Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente. Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los

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deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal, que no hacéis lo que quisierais. Pero si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley.”

(Gál 4, 31b-5, 1. 13-18)

Pablo está tratando de hacer ver a los gálatas lo absurdo que es seguir sometidos a los preceptos de la ley;

tesis que está defendiendo desde el principio de la carta. En las dos esposas de Abrahán (Gál 4, 21-31,

que no se leen), ve Pablo, además de la narración histórica (Gén 16, 1-23, 20), otro sentido más

profundo: representan las dos alianzas: la del Sinaí o de la Ley, representada por la esclava Agar, y la de

la promesa o Evangelio, representada por la libre Sara. El verdadero hijo de Abrahán y heredero de la

promesa es el cristiano, no el judío, a pesar de su entronque carnal con el patriarca. Querer volver a la

observancia de los preceptos mosaicos es hacerse esclavo como Ismael. Ha afirmado que los verdaderos

descendientes de Abrahán son los que imitan su fe y no los que siguen observando las leyes judías (Gál 3,

6-29).

Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado (v 31b). Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis

de nuevo al yugo de la esclavitud (v 1). En la segunda lectura de hoy, Pablo no aporta nuevas ideas

sobre la libertad cristiana, sino que resume los puntos esenciales de lo que ha dicho antes, insistiendo en

que los cristianos adoptemos un estilo de vida que manifieste la libertad alcanzada en Jesucristo. Nos

muestra que la verdadera libertad coincide y se vive siguiendo el Evangelio de Jesús. Porque la libertad es

una realidad ya adquirida para la humanidad por la iniciativa de Dios y por la entrega de Cristo a ella, y

que le llevó a la crucifixión. Pero falta que cada cristiano la haga propia siguiendo la vida de Jesús.

Pero, ¿de qué hemos sido liberados? Pablo piensa, sobre todo, en la liberación de los preceptos de la Ley

(circuncisión, días sagrados... hasta 613). Designa estas prácticas con la imagen del yugo de la

esclavitud. La libertad evangélica se opone, no sólo a la esclavitud de la ley, sino también a toda

esclavitud religiosa, a toda alienación humana por lo sagrado. Con la sujeción a la ley, los gálatas vuelven

a la situación anterior a la liberación de Cristo.

Y que no se hagan ilusiones, como si la circuncisión fuese algo que pudiera separarse del resto de la Ley

y compatible con la fe en Cristo. Pablo da por supuesto que quien acepta la circuncisión hace profesión

pública de sumisión a la Ley mosaica y se obliga a cumplirla; como debe hacer el cristiano con el

bautismo. La salvación ha de buscarse en Cristo y sólo en Cristo.

Porque toda la ley se concentra en esta frase: ‘Amarás al prójimo como a ti mismo (vv 13-14). La

libertad que predicaba Pablo, ¿no podía llevar al libertinaje al carecer de normas que regularan su modo

de obrar? Pueden quedar tranquilos: también los cristianos tenemos una norma de conducta que basta para

suplir los múltiples preceptos mosaicos: La vida cristiana se concentra en la única ley del amor; único

modo de ser libre y de gozar el bien de la libertad. Si no se ama o se ama poco, el peligro es que se

confunda la libertad con el libertinaje. Y entonces se cae nuevamente en la propia esclavitud. El amor al

prójimo debe llenar el hueco que la libertad ha creado en torno a nosotros. Sólo el amor nos hace libres

para hacer lo que queramos.. El amor, como servicio, es la plenitud de la libertad en Cristo.

Ser libre es ser uno mismo hasta la raíz, para cumplir la misión que cada vida humana tiene

encomendada.

El cristianismo es una liberación total, regulada por el amor al prójimo, ya que sin este amor faltaría el

clima necesario para el ejercicio de cualquier libertad verdadera. Porque la libertad de cada uno termina

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donde comienza la libertad de los demás. Es decir, yo no puedo sobrepasar unos límites que perjudiquen a

los que me rodean. Ejemplos los hay a montones en este mundo en el que impera el libertinaje.

Ser libre es amar y vivir entregado cada día a una humanidad que necesita sentirse amada.

El amor que nos tenemos a nosotros mismos puede ayudarnos a entender cómo hemos de amar al

prójimo. Todo ser humano, por naturaleza, se ama a sí mismo, busca su bien, desea para sí todo lo que es

bueno. De igual modo debemos preocuparnos del bien de nuestros semejantes.

Pablo habla de lo que está sucediendo entre los gálatas, que se lanzan unos contra otros (v 15). Y así, las

comunidades que él ha creado se destruirán ellas mismas.

Andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne... (vv 16-18). Bajo la palabra ‘carne’,

designa a toda la persona en cuanto inclinada al mal a causa del pecado de origen, a todo lo que impide al

ser humano crecer como tal. Con el término ‘espíritu’, unas veces parece que alude al Espíritu Santo,

presente en el justo (v 18); y otras, al espíritu humano movido y actuando bajo la acción del Espíritu

divino (v 17).

Pablo resalta las tendencias opuestas de la carne y del espíritu, invitando a los gálatas a que sigan las del

espíritu. Estas tendencias son irreductibles y están siempre enfrentadas, lo que demuestra que el creyente

no queda introducido automáticamente en la esfera de la libertad: no somos menos ‘carnales’ –egoístas-

que el incrédulo, pero el Espíritu se nos ofrece continuamente como una posibilidad de victoria.

Los cristianos hemos sido liberados de una doble esclavitud: la del pecado y la de un régimen religioso

fundamentado en normas, reglamentos y leyes.

A continuación, presentará un catálogo de ‘obras’ de la carne (vv 19-21) y de ‘frutos’ del Espíritu (vv 22-

23), para recalcar que el cristiano que se deja guiar por el Espíritu no necesita de la Ley para conocer las

obras que debe realizar y evitar.

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DOMINGO DECIMOCUARTO ORDINARIO.

LIGEROS DE EQUIPAJE

LLAMADA A LA LIBERTAD

Una de las ilusiones más hondas en todos los seres humanos y en todos los pueblos es la de la libertad.

No podemos vivir sin suspirar por ella. Una libertad que nunca llegaremos a alcanzar como quisiéramos.

Las huelgas, las revoluciones, el despertar de los pueblos, las crisis de la adolescencia y de la juventud,

nacen bajo el signo de la libertad.

A la vez, el mundo moderno experimenta la sensación de vivir bajo yugos poderosos: la opresión de los

grupos de poder, el imperialismo económico que amenaza a toda la humanidad, la propaganda manejada

con todas las técnicas posibles de persuasión... llegan hasta a hacernos perder la esperanza de llegar a una

libertad verdadera.

También las personas vivimos maniatadas por mil hilos sutiles: la herencia, la educación, el pecado-mal

que nos corroe por dentro, hacen pensar que llegar a ser libres de verdad es prácticamente imposible.

El Evangelio no es ajeno a esta aspiración de libertad. El reino de Dios que anuncia es la libertad y la

liberación para todos: ‘Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado’ (Gál 5, 1).

Esto quiere decir que la libertad está en el horizonte de la humanidad como un bien asequible a todos.

Una libertad que, por ser humana, tenemos que conquistar poco a poco, como todo lo verdaderamente

humano. La liberación es un quehacer a desarrollar a lo largo de toda la vida. Hemos de trabajar por ser

libres, por liberarnos de todo lo que nos lo impida, para llegar a ser nosotros mismos. Esta es la vocación

del hombre; una vocación que incluye la paz, el amor, la justicia y la verdad. Porque, ¿cómo ser libres sin

amor dado y recibido, sin una sociedad justa en la que todos seamos iguales, sin que la verdad y la paz

rijan todas las actividades de los humanos? ¿Cómo ser libres sin que lo sean también todos los demás?

Esta es la llamada que nos hace Jesús al enviar a sus discípulos a anunciar el reino del Padre; reino que

incluye la libertad en todos los planos de nuestra existencia en el mundo.

FORTALECIDOS CON LA ORACIÓN, Y DESDE LA DEBILIDAD Y LA POBREZA

“Designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:

-La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies.

¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino.

Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’, y, si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.

Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan: porque el obrero merece su salario.

No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: ‘Está cerca de vosotros el Reino de Dios’.

Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: ‘Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el Reino de Dios’.

Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo. Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: -Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.

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Él les contestó: -Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para

pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno.

Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo.”

(Lc 10, 1-12. 17-20)

Jesús sigue camino de Jerusalén. En el comienzo de la subida, le vemos muy acompañado. Los

discípulos irán experimentando lentamente la dureza del seguimiento. Un seguimiento que los arrancaba

de las seguridades de este mundo, y los introducía en un contexto de camino que llevaba hacia el

Calvario. El simbolismo del viaje nos está indicando que sólo los que, siguiendo a Jesucristo, se

desprenden de los intereses y valores de este mundo, podrán anunciar hasta el final el don y la verdad del

reino, porque lo están experimentando en ellos mismos.

Solamente Lucas nos narra la misión de los setenta y dos discípulos. Con este envío, el evangelista

subraya, una vez más, sus perspectivas universalistas: setenta y dos simboliza el número de las naciones

paganas. También nos indica que la tarea de anunciar el reino es una obra a la que debemos contribuir

todos los seguidores de Jesús, ya seamos clérigos o laicos. Todos los creyentes, por el bautismo, debemos

difundir el mensaje de Jesús con nuestras palabras y con nuestra vida. Si un cristiano no es apóstol,

tampoco es cristiano. Hay también llamadas de Dios a dedicar toda la vida a esta tarea.

La participación en el Misterio Pascual de Cristo –en su muerte y resurrección- evita al enviado ceder

tanto a una interpretación triunfalista de la propia misión, como al desánimo frente a los fracasos.

La fecundidad de la palabra y la autenticidad de la misión, no se miden por el éxito ni por el fracaso

según criterios humanos, sino por su germinar y crecer en el terreno árido del seguimiento de Jesús.

El texto de hoy esboza tres condiciones fundamentales que debe reunir el enviado:

La primera: la fuente de la misión está en la oración y no en el proyecto humano: La mies es abundante

y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. Hoy este

problema de la falta de sacerdotes y de personas dedicadas, de por vida, a la causa de Jesús tiene tintes

dramáticos, al menos en nuestro ‘desarrollado’ mundo. La misión es gracia, no planificación humana. Los

‘obreros’ son ‘dados’, no ‘producidos’. Si el apóstol es fruto de la oración, ha de encontrar también en

ella la fuerza, el estímulo y la orientación para su acción.

La misión se apaga en el mismo momento en que se interrumpe la vinculación con la fuente. Sin la

oración, el apostolado se convierte en profesión y el sacerdote en funcionario.

La segunda: la misión está bajo el signo de la debilidad, de la entrega sin reservas y sin pretensiones: Os

mando como corderos en medio de lobos. Palabras para desanimar a cualquiera: enfrentar a la ferocidad

de los lobos la debilidad de los corderos. Y es que con la persecución política, que Lucas veía venírseles

encima, realmente podía decir esto de ‘como corderos entre lobos’.

Esta misión no es fácil. Deben contar con fuertes oposiciones y hostilidades. Su única fuerza será una

palabra desarmada, que puede ser rechazada, burlada, resistida, manipulada.

Vivimos en un mundo de ‘lobos’, rodeados de violencia y agresividad; un mundo lleno de armas en el

que se destroza la paz y la justicia.

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Todos llevamos dentro de nosotros mismos muchas tendencias de lobo, que debemos ir convirtiendo.

¿No pretendemos muchas veces, quizá inconscientemente, reducir a los que nos rodean a meros corderos,

que asientan dócilmente a todas nuestras ideas, proyectos e, incluso, manías?

Si no está penetrado por el amor de Cristo, el apostolado se convierte en conquista.

La tercera: el estilo de la misión es la pobreza: No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias... Les da unos

consejos prácticos, que no siempre tienen que interpretarse al pie de la letra; pero sí tener siempre en

cuenta el estilo que señalan: la confianza en Dios y en su providencia; no preocuparse por la propia

subsistencia, de la que el Padre se encargará; no buscar los propios intereses, no instalarse, dedicarse

plenamente a la predicación del reino; estar prevenidos contra el desaliento: tendrán rechazo y

persecuciones; tampoco deben confiar demasiado en el éxito; y sobre todo, anunciar el reino de Dios,

aunque ellos sean rechazados.

Las indicaciones de Jesús se pueden resumir: desprendeos de vosotros mismos, desprendeos de todo

apoyo material, poned toda vuestra confianza en el Padre y caminad en su nombre.

La eficacia no está ligada a los medios humanos, a las obras colosales, a las estructuras imponentes, a las

técnicas más modernas. El poder de la Palabra no puede ser reemplazado por el dinero ni por el prestigio

de la institución.

El verdadero apóstol es alguien que huye de los honores, de los títulos, de los aplausos...

LA PAZ DE DIOS, DON ESCATOLÓGICO

Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. El reino de Dios viene como paz,

palabra demasiado usada y gastada en nuestra sociedad. Sabemos que las naciones poderosas mantienen

las guerras y las opresiones por intereses económicos, y sus presidentes tienen el cinismo de hablar de paz

y de gastos de defensa para lograrla. ¿No serán gastos de ofensa? Vemos que el orden social se mantiene

a fuerza de represión... Buscamos la paz interior, pero lo hacemos por caminos incapaces de dárnosla...

La paz de Dios es un don escatológico, que se asienta sobre cuatro columnas: la verdad, la justicia, la

libertad y el amor. El esfuerzo por la paz será verdadero según se tengan en cuenta en la convivencia

humana actual. Así se irá logrando la paz escatológica –plena y para siempre después de la muerte-.

Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya,

y decid: ‘Está cerca de vosotros el Reino de Dios’. Siempre habrá personas y pueblos que acepten el

mensaje evangélico. Mensaje que debe ofrecerse gratuitamente. Si el mensajero dedica a esa tarea todo su

tiempo, tendrán que ofrecerle alojamiento y comida, porque el obrero merece su salario. Cada uno debe

entregar lo que tiene: el mensajero su palabra, los oyentes su hospitalidad. De este compartir fraternal

surgirán las comunidades cristianas.

EL RESULTADO FUE MUY POSITIVO

Regresaron contentos. Son momentos de optimismo. Descubrieron que el reino es una fuente de libertad:

Hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Todo es signo de un reino que va surgiendo y de otro

que se resquebraja. Jesús les confirma el éxito: Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Jesús

comparte su alegría y la reafirma usando un lenguaje simbólico, para expresar correctamente lo que sería

muy difícil decir en el lenguaje cotidiano: el mal, aun en sus dimensiones que nos sobrepasan, puede ser

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vencido, ya empieza a serlo. De aquí que la alegría no sea por el éxito personal, sino porque llega la hora

de estar y participar en la vida totalmente nueva que nos trae el Dios de Jesús.

Jesús, con el símbolo de Satanás, nos desvela toda la hondura de su obra. Satanás, signo de todo el mal

que hay en el mundo, parece que domina a la sociedad y a los hombres. Jesús lucha contra él y lo va a

vencer. Su victoria, y con él la de sus seguidores, consistirá en superar todo el mal del mundo en ellos

mismos y en los demás; incluso en las estructuras. La caída de Satanás es el anuncio de la victoria

escatológica de Jesús.

Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. Esta debía ser la máxima alegría;

más que el éxito, que puede ser engañoso. Son dichosos porque están experimentando la era mesiánica

que los profetas habían anhelado. Pero aún no han llegado a la plenitud: al encuentro personal con Dios,

cuya vida ya viven de alguna manera.

Esta victoria, que se va consiguiendo en el tiempo, desvela el contenido más profundo de lo humano. No

somos esclavos de los elementos cósmicos, ni estamos sometidos a los poderes irracionales del mal, ni

podemos darnos por vencidos ante las miserias de este mundo, de las que todos participamos. Los

enviados de Jesús han –hemos- recibido el poder de superar la maldición de nuestra tierra: poseemos la

certeza de que todo acabará bien.

EL AMOR MATERNAL DE DIOS, CAUSA DE LA ALEGRÍA

“Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto: mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes. Porque así dice el Señor: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo; (en Jerusalén seréis consolados) Al verlo se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos florecerán como un prado; la mano del Señor se manifestará a sus siervos.” (Is 66, 10-14)

La primera lectura pertenece al último capítulo del libro de Isaías. Escrito después del destierro de

Babilonia, trata de reanimar las esperanzas puestas en la restauración de Jerusalén, que tarda en llegar.

Es un mensaje consolador y alentador. La moral del pueblo que había regresado del destierro, en lugar de

irse recuperando, se iba cargando de un complejo de culpabilidad y de frustración, que cuestionaban su

futuro.

A este grupo de repatriados dirige el Tercer Isaías palabras de aliento. Para levantar su esperanza, les

habla de la gloria de Jerusalén, de la alegría que todos deben tener porque el futuro está lleno de felicidad

y de abundancia. Utiliza palabras de otros profetas: la invitación de Jerusalén a la alegría (Zac 9,9: Is 60,

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1), el anuncio de un río de gracia en la ciudad para reemplazar al pequeño torrente Cedrón (Sal 46, 5; Ez

47), la alusión al tema de la consolación (Is 40, 1; 52, 9).

La Jerusalén del futuro será como una madre que cubre de cariño a sus numerosos hijos (vv 11-12). Es la

primera vez que el autor canta las ternuras maternales de Jerusalén para con sus hijos.

Yahvé es el Dios de la paz. Sus intervenciones son portadoras de paz. Una paz que resume todos los

bienes de la vida humana: desde las necesidades materiales más elementales, hasta los dones más

preciados del espíritu: la alegría, la libertad...

La perspectiva de una nueva nación debe llenar de alegría a todos los que esperaban en las promesas de

Yahvé.

La ternura de Dios, comparado también con una madre que consuela a sus hijos (v 13), será la razón y la

fuerza para la confianza y el optimismo. Se alegrará vuestro corazón (v 14). La mano bondadosa del

Señor se dará a conocer a través de su justicia y su defensa.

LA CRUZ DE CRISTO, ÚNICA GLORIA DE PABLO

“Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino criatura nueva.

La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que os ajustáis a esta norma; también sobre Israel. En adelante, que nadie me venga con molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. La gracia de nuestro Señor Jesucristo está con vuestro espíritu, hermanos. Amén.”

(Gál 6, 14-18)

Como segunda lectura leemos la conclusión de esta carta, en la que Pablo ha plasmado su vida y su fe.

Una vida muy semejante a la de Cristo, por el que se considera como un crucificado para el mundo,

para todos los que no lo aceptan. Esta postura le hace sentirse libre de todo lo que no sea Dios.

En este final vuelve sobre los temas más importantes que antes ha desarrollado. Deja de dictar al

amanuense y escribe de su puño y letra algunas frases, como señal de autenticidad, para rubricar todo lo

manifestado en la carta (vv 11-18).

Con ‘grandes letras’, manifiesta el porqué actúan así los predicadores judaizantes (vv 11-13, que no se

leen): temen ser perseguidos, como lo está siendo él, y están poseídos del orgullo nacionalista judío; por

eso, inducen a los gálatas a la circuncisión. Se preocupan más de hacer discípulos para su pueblo que para

Cristo.

Su forma de actuar es muy distinta (vv 14-15). Hoy nos dice que su única gloria está en la cruz de Cristo,

que él ha asumido en su vida: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. La cruz

simboliza el seguimiento total de Cristo; es aceptar su mismo destino para vivir una vida cercana a la

suya. Ni la circuncisión o incircuncisión le importan, sino únicamente la criatura nueva, la nueva

existencia vivida por Cristo, y a la que nacemos por nuestra incorporación a él.

La misma norma de vida han de seguir todos los que quieran participar de la paz y misericordia divinas,

con todos los beneficios que llevan consigo (v 16). La cruz no es negativa: es el camino del hombre

nuevo.

Pablo se siente muerto para el mundo envenenado por el pecado, el mundo alienado y esclavizante. Sufre

por Cristo, participa de su ministerio salvador en la cruz, que conduce a asimilarse a él, a dar un sentido

profundo a las pruebas, a descubrir su eficacia espiritual y salvadora.

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Pablo nos dice que lleva en su cuerpo las marcas de Jesús (v 17). No se refiere a ningún estigma

místico, sino a los signos de sus persecuciones y azotes, de sus cárceles y malos tratos; a todo aquello que

era consecuencia de su fidelidad al Maestro. Sufrimientos que mostraban la autenticidad de su fe.

Como final (v 18), una última invitación a los gálatas para que vivan según el espíritu.

La cruz es motivo de gloria, porque sitúa al cristiano en una nueva existencia. El cristiano no es sólo un

resucitado en esperanza: la certeza de la resurrección reposa sobre el hecho de vivir crucificado por las

diferentes pruebas, y por la oposición a la que es sometido por ‘el pecado del mundo’, que Cristo vino a

destruir, pero que ‘coleará’ hasta el final de los tiempos.

Esta carta es la primera que otorga a la cruz una importancia tan grande en la obra de la salvación-

liberación de la humanidad. Da sentido a las pruebas y oposiciones, y descubre por donde camina la

eficacia del mensaje de Jesús.

La cruz pone en evidencia al mundo y a la Iglesia. Únicamente las personas ‘probadas’ son capaces de

construir la comunidad cristiana que cambiará el mundo; únicamente los seres humanos perseguidos son

capaces de promover una Iglesia más comprometida y más fiel, precisamente porque la prueba y la

persecución tienen valor profético.

No podemos predicar la cruz y su esperanza si vivimos y estamos al lado de los instalados de este

mundo, porque estaremos evitando, quizá hasta sin pretenderlo, todo cambio y toda prueba que pueda

perjudicar nuestro modo de vivir. ¡Cuántos movimientos proféticos de pobres, a lo largo de los siglos,

perseguidos y eliminados por nosotros! Movimientos que, de haber triunfado, hubieran dado otra

dirección a las innumerables injusticias que padecen tantos millones de seres humanos en nuestro mundo.

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DECIMOQUINTO DOMINGO ORDINARIO

EL BUEN SAMARITANO

LA PREGUNTA DEL LETRADO

“Se presentó un letrado y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: -Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Él le dijo: -¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella? El letrado contestó:

-‘Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo’.

Él le dijo: -Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.

Pero el letrado, queriendo aparecer como justo, preguntó a Jesús: -¿Y quién es mi prójimo? Jesús dijo:

-Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.

Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándole aceite y vino y, montándolo en su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:

-Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?

Él letrado contestó: -El que practicó la misericordia con él. Díjole Jesús: -Anda, haz tu lo mismo.”

(Lc 10, 25-37)

Todos queremos ser felices, vivir en plenitud, pero no lo conseguimos. ¿Será porque estamos equivocando el

camino? Necesitamos profundizar en nuestras verdaderas ilusiones; necesitamos vernos a nosotros mismos y

al mundo, sus situaciones, problemas, conflictos, alegrías y logros, con los ojos de Jesús, que son los del

Padre.

Que un teólogo profesional pregunte a un laico sin títulos sobre cuestiones de fe, no sucede casi nunca, ni

ahora ni en los tiempos de Jesús, a no ser que sea para examinarle y ver qué tal está de ‘doctrina’, como

sucede en las ‘inquisiciones’ de todos los días. Es lo que hace el letrado con Jesús para ponerlo a

prueba: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

La pregunta indica que el letrado está centrado en sí mismo, en su propia salvación. Pregunta por los límites

de su deber. Jesús quiere llevarlo a salir de sí mismo y a centrarse en los demás.

Aquel hombre había puesto el dedo en la llaga. Vivía inmerso en una aparatosa estructura religiosa, tenía

todo el conocimiento de la ley y de los profetas, pero, ¿le servían para vivir? ¿Nos sirven para vivir ahora

a nosotros? ¿De qué nos sirve todo lo que tenemos, sabemos, creemos y somos, si en ese ‘todo’ no está

incluida la vida, una vida con sentido, una vida que supere y trascienda a la muerte y nos lleve siempre

‘más allá’, una vida que nos gustaría eternizar?

Desde la catequesis primera, qué poco se nos dijo de la vida y cuán pocas veces nos enfocaron los

problemas desde la perspectiva de lo que es más urgente y universal: Vivir.

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Es corriente que los creyentes estemos ocupados en cumplir una gran variedad de normas, organizando

actividades, discutiendo planes, ahondando en doctrina, incluso rezando y meditando. Pero, ¿todo eso nos

hace vivir?

En realidad, todo lo que hacemos tiene la secreta intención de ser un elemento de vida, y de alguna

manera lo es. Pero es necesario saber si esa vida es ‘eterna’; es decir, plena, auténtica, apropiada a

nuestras verdaderas ilusiones, si responden a nuestra naturaleza de ‘imagen y semejanza de Dios’?

Cada uno de nosotros deberíamos identificarnos con esta pregunta. Y con otras similares: ¿Qué es lo que

realmente importa? ¿Qué es lo que Dios y la humanidad esperan de mí? ¿Qué espero yo de mí mismo?

¿Cómo vivir de un modo plenamente humano y cristiano?

AMAR A DIOS EN EL PRÓJIMO: ESO ES TODO

Jesús no le dio una respuesta nueva ni original. Apeló a la sabiduría humana contenida en la Escritura y

que les servía de oración diaria: ¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella? ¿Qué dice la

experiencia de tu pueblo?

La respuesta la tenía al alcance en la fórmula de oración que recitaban todos los días, sin duda

maquinalmente como nosotros, y en la que habría podido encontrar la respuesta a su anhelo, si hubiera

profundizado. Es lo que nos pasa a nosotros con el Padrenuestro.

Jesús le remite a la oración, que es el mejor modo de encontrar el camino a la vida eterna. En ella podrá

descubrir todas las exigencias del amor a Dios y al prójimo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu

corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.

El cristianismo, que nace del evangelio, no reconoce otra forma de relacionarse con Dios que el amor. Nunca

el miedo al castigo o el deseo de un premio, ni la ley que me obliga a hacer algo bajo pena de pecado mortal,

ni la tradición de la familia o del país en que vivo.

Se nos ha enseñado la doctrina, se nos ha saturado de nociones abstractas, definiciones, dogmas y normas

morales, de pecados mortales y veniales... pero, ¿se nos enseñó a amar a Dios? ¿Se nos preparó para vivir

la fe de una forma serena, libre y responsable, para saber presentarnos sin temor ante Dios, y darle una

respuesta ‘nuestra’, salida desde el fondo de nuestra conciencia, amasada de convicción personal?

El amor anula la ley, porque el que ama no cumple algo porque esté mandado. El amor nos libera

interiormente; produce paz y alegría. Cuando el amor es inmaduro, tratamos de hacer a Dios a nuestra

imagen y semejanza: lo convertimos en policía. Al ser nuestro amor mezcla de madurez e inmadurez,

siempre corremos ese riesgo. Nunca deberíamos estar seguros de que nuestro Dios es el mismo que el de

Jesús.

Pero si queremos encontrar la vida, aún hay algo más: el amor al prójimo. Es este amor al prójimo el que

verifica la autenticidad de nuestro amor a Dios (1 Jn 4, 20).

La ley prescribía amar al prójimo como a uno mismo. Por eso, la primera condición para amar a los

demás es amarse a sí mismo. El que no se ama a sí mismo, no puede amar a los demás; tampoco a Dios.

¿Qué es amarse a sí mismo? Es descubrirse como persona libre y constructora de sí misma. Es ahondar

en las últimas causas del mundo y del ser humano. Es profundizar en el plan de Dios sobre la creación y

sobre el hombre. Es vivir de forma que podamos llegar a ser un día imagen y semejanza de Dios en

plenitud, lo que significa trabajar por ser persona verdadera.

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El que ha sabido encontrarse consigo mismo, el que ha roto las dependencias ajenas optando desde sí

mismo y ha sufrido por ello, podrá amar a los demás de la misma manera: como personas.

“¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?”

El letrado sabía perfectamente que el amor a Dios y al prójimo era la síntesis y la perfección de la vida

plena, y la síntesis y la perfección de toda piedad religiosa. Jesús le valora la respuesta porque conoce la

Escritura a fondo. Pero le pide que lo cumpla, porque la vida se encuentra precisamente en ese

cumplimiento: Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.

Jesús no le dijo nada nuevo. Pero sí que amara efectivamente, que redujera todo su aparato religioso a

una sola cosa: amar. Y eso era más difícil.

Hay cosas en la vida que parecen perogrulladas y, por eso mismo, no las cumplimos. Una de ellas es que

lo primero en la vida es amar al prójimo como a uno mismo, es hacerle al prójimo todo el bien que

querríamos para nosotros; y que lo primero en toda religión es poner a Dios por encima de todo lo demás.

También sabemos que la síntesis de ambos principios es la plenitud de la vida humana y cristiana.

Si Jesús nos preguntara, con su mirada que llega al corazón de nuestra vida, que no admite trampas ni

medias verdades, si sabíamos lo que tenemos que hacer, qué es lo más importante para conseguir la vida

eterna, seguramente tendríamos que reconocer que, en realidad, lo sabemos. En el nivel más profundo de

nuestra vida sabemos que, hoy como ayer y como siempre, el camino de la vida es la sencilla fórmula de

amar a Dios en el prójimo. El problema está en cumplirlo. Conocemos la respuesta, pero no sabemos o no

queremos vivirla. Es el problema del letrado y de los dos primeros personajes de la parábola, todos ellos

hombres ‘religiosos’.

El letrado necesita justificar su vida, tiene que buscar disculpas, por eso hace la pregunta: ¿Y quién es

mi prójimo? Son las excusas que buscamos todos cuando no queremos hacer lo que sabemos es nuestra

obligación. La parábola trata de los que están siempre dispuestos a amar a todo el mundo, pero nunca

encuentran –encontramos- a nadie concreto a quien amar. Son –somos- los que hacen –hacemos- la

pregunta. Cada uno de nosotros tenemos en algún lugar del corazón al letrado de la Ley. Es increíble

como se nos agudiza la inteligencia cuando hay que pasar de las teorías a las prácticas.

LA PARÁBOLA

A la pregunta del letrado, Jesús no respondió ‘todos’, que, aunque es verdad, no hubiera planteado ningún

problema. Responde con una de las parábolas más bellas del evangelio. Presenta un hecho concreto. Y obliga

a su interlocutor, y en él a todos nosotros, a escoger una actitud práctica.

El relato es muy gráfico y explica con toda claridad cómo deben actuar los constructores del reino de

Dios. Es una doble escena, narrada con mano de artista. La contraposición se hace entre las actitudes del

sacerdote y el levita que bajaban de Jerusalén, satisfechos de haber estado allí para celebrar el culto del

templo, pero sin haber captado nada; y la del samaritano que iba de viaje y es capaz de darse cuenta de

lo que realmente había en el camino: un hombre medio muerto, símbolo de todos los que sufren, de

todos los que ‘no vemos’ para no comprometernos.

El sacerdote y el levita no admiten a un prójimo que no esté previsto en sus programas. Creían que

amaban a Dios porque cumplían con el culto.

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La tentación humana consiste en pasar de largo. Todos experimentamos la dificultad de amar,

inventándonos excusas para no tener que hacerlo; servir nos produce pereza, tratar con el que no piensa

como nosotros nos resulta penoso. Somos como el sacerdote y el levita. Preferimos pasar de largo, con

buenas palabras. Volvemos la cabeza ante casi todas las injusticias que no van directamente contra

nosotros. Ignoramos, y la sociedad nos ayuda a ello, las cunetas en las que se pudren personas muy cerca

de nosotros: la miseria, el hambre, el paro, la violencia de los poderosos contra los oprimidos. Ignoramos

a los que piden justicia, pan, hospitales, libertad, igualdad de oportunidades. Ignoramos toda esa realidad

próxima, urgente, cuya atención amorosa es el único precepto de la ley.

Sólo el samaritano sabe ver en el caído al prójimo que espera ayuda. El considerado ‘malo’ era una

persona de corazón tierno y generoso. La verdad de nuestro amor al prójimo se juega en el campo de las

relaciones interhumanas. Es en la vida concreta de los hombres donde tiene que penetrar el mandamiento

de Dios y transformar nuestra existencia.

El buen prójimo no se apoya en razones, ni hace preguntas. Simplemente se percata de que existe una

necesidad y ofrece su asistencia. Las causas y la responsabilidad del que se encuentra herido son aspectos

totalmente marginales. La única ley que rige es el descubrimiento de la necesidad ajena y la presteza en

ofrecer ayuda.

Vemos que existen los que se ocupan sólo de sí mismos y los que se ocupan de los demás; los que hablan y

actúan según les conviene y los que se sienten responsables de todo y de todos; los que no quieren

complicaciones y los que hacen acto de presencia ante el dolor que hay en el mundo; los que no hacen daño a

nadie y los que saben inclinarse ante toda necesidad; los que tienen que ocuparse de ‘cosas importantes’ y los

que se ocupan de los sufrimientos ajenos.

“HAZ TÚ LO MISMO”

Una vez contada la parábola, Jesús pregunta al letrado: ¿Cuál de estos tres te parece que se portó

como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?

El que practicó la misericordia con él. Acertó fácilmente porque no se refería a su persona. Si se

hubiera tratado de él, habría inventado algo para justificarse y poder evadirse. Me imagino que el

sacerdote y el levita no hubieran respondido con tanta facilidad.

Evita, en su respuesta, pronunciar la palabra ‘samaritano’, aun reconociendo que debe tomarlo como

ejemplo. También sucede ahora: nos negamos a pronunciar el nombre de personas o grupos que son mal

vistos en nuestro ambiente, pero reconociendo que nos dan ejemplo en muchas cosas.

Para llegar a Dios, que es nuestra meta, necesitamos pararnos en el camino junto al prójimo: allí está

Dios. La parábola es una llamada al realismo

Haz tú lo mismo. La lección está clara. El amor no tiene ninguna clase de límites: ni de raza, color,

ideología, religión... En un mundo como el nuestro esta parábola debería abrirnos un panorama inmenso,

y ser el fundamento de un nuevo concepto de humanidad, porque no es posible ‘encontrar la vida’ (Mt 10,

39) de otra forma que sosteniéndola en los que la tienen amenazada. Sacrificarse por los maltratados de la

tierra es experiencia de Dios, al margen de toda doctrina y ortodoxia.

La respuesta de Jesús viene a decirnos: nadie puede hacerte vivir, ni siquiera la religión. Si quieres vivir,

camina, recrea, construye, vive para los demás. Sé tú mismo. Lo demás son palabras.

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No ha tenido que usar mucho Jesús la imaginación para contar la parábola. Le bastó con abrir los ojos

sobre su sociedad. Es lo que debemos hacer ahora: no hay una sola persona medio muerta en la cuneta de

la vida, ni una sola pandilla de salteadores. La parábola es interpretada todos los días por millones de

seres humanos.

Intentemos imaginar cómo sería hoy la historia que explicaría Jesús, a quienes pondría como ejemplo.

Pensémoslo, porque en nuestro mundo, entre nosotros, también hay quien es presentado como el

enemigo, como el que no tiene derecho al amor, a la ayuda.

CUMPLIR “EL MANDAMIENTO” ES VIVIR PLENAMENTE COMO SERES HUMANOS

“Habló Moisés al pueblo diciendo: -Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo

que está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma. Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: ‘¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?’ Ni está más allá del mar, no vale decir: ‘¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?’ El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.” (Dt 30, 10-14)

El libro del Deuteronomio –uno de los más teológicos del antiguo Testamento-, ha influido en gran manera en

otros libros de la Biblia, sobre todo en los proféticos e históricos. Sus temas principales de reflexión son Dios,

la alianza, la ley y la respuesta del ser humano.

Hoy leemos como primera lectura un fragmento del tercer discurso de Moisés ante el pueblo (Dt 29-30),

en los umbrales de la tierra prometida, antes de entrar en ella.

El discurso, en su conjunto, es una vibrante llamada a la fidelidad a la alianza, a cumplir todo lo mandado

por Yahvé. Fidelidad que hará posible la felicidad y la alegría del pueblo.

El legislador pide al pueblo con insistencia que elija conscientemente, entre los caminos del bien y del

mal, el que les llevará a la felicidad. Un camino que no hay que buscar en el cielo, ni más allá del mar,

ni es algo que les exceda ni inalcanzable, porque el mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón

y en tu boca. Cúmplelo. El legislador insiste en que la ley no está por encima de las fuerzas del pueblo y

que su conocimiento está al alcance de todos.

Dios está dentro de nosotros, nos ha creado a su imagen y semejanza, y se nos manifiesta en lo más

profundo de nuestro ser. El ‘mandamiento’ no es algo exterior, algo impuesto y que nos obliga a hacer

algo, sino una palabra-invitación que nos interpela desde dentro, desde lo mejor de nosotros mismos. El

mandamiento es el camino de la vida verdadera. En él, Dios se nos acerca y se nos revela, y da verdadero

sentido a la vida del que le es fiel. Cumplir el mandamiento es vivir plenamente como personas.

Un buen comentario y complemento de este texto lo encontramos en Jeremías (31, 33) y en Ezequiel (36,

26-27).

CRISTO CULMINA ELPLAN DE DIOS SOBRE TODO LO CREADO

“Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la

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Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.”

(Col 1, 15-20)

Iniciamos, como segunda lectura, la carta a los Colosenses; una de las cuatro cartas de san Pablo llamadas de

la ‘Cautividad’, porque las escribió estando preso en Roma, ente los años 61-63. Las otras tres son: Efesios,

Filipenses y Filemón. La leeremos durante cuatro domingos.

El apóstol nos habla en ella de quién es Jesucristo para nosotros, de la salvación que nos ha dado y de la

clase de vida que debemos llevar si queremos serle fieles.

La escribió ante el riesgo que tenían los de Colosas –ciudad que se encuentra en la actual Turquía- de

recibir una cristología deformada, que pretendía atribuir a otras fuerzas el puesto preeminente y único de

Cristo en la salvación. Pablo reacciona con vigor y escribe esta carta admirable, enteramente cristológica.

La lectura de hoy comienza la parte doctrinal y nos presenta, en forma de himno en dos estrofas, la

supremacía de Cristo sobre el mundo creado y sobre el mundo recreado. En este himno se concentra el

núcleo teológico de la carta: una cristología total, cósmica, salvadora y eclesial.

Es uno de los pasajes cristológicos más completos de Pablo, en el que sintetiza las prerrogativas de Cristo

con relación a Dios, a la creación y a la Iglesia.

Cristo es la imagen visible del Dios invisible; existía antes de la creación del universo; un mundo que

fue creado por él y para él, siendo toda la creación como un reflejo de su realidad. Cristo es la

realización última del plan de Dios. Antes de la ley, hay una Persona que reivindica un señorío cósmico.

Juan nos habla de la ‘Palabra’ que existía antes de la creación y por la que fueron hechas todas las cosas

(Jn 1, 1-3), que se encarnó (Jn 1, 14) y nos ha dado a conocer a Dios (Jn 1, 18).

La primacía de Cristo se nos ofrece en tres imágenes: primogénito de toda criatura, cabeza del

cuerpo: de la Iglesia y plenitud de todo lo que existe. Cristo está por encima de toda la creación, en

cuyo origen –como ‘Palabra’- ha participado y a la que sigue dando consistencia. Nada queda fuera de su

influjo, ni en la creación ni en la redención. Presente en la creación, la ‘pacificó’ cuando se entregó a la

muerte por el pecado. Por eso es el primogénito de entre los muertos, porque es el primero que inicio la

marcha gloriosa hacia la resurrección y por su influjo en todas las demás resurrecciones.

La razón última de esta preeminencia de Cristo es la voluntad del Padre: Porque en él quiso Dios que

residiera toda la plenitud.

El texto es una apasionada profesión de fe de Pablo, para el que la supremacía de Jesucristo sobre todo

lo creado es lo esencial. Todo lo que no lleve a esta verdad, está llamado al fracaso.

Cristo, pues, está en el origen de todo, y todo se dirige hacia su cumplimiento en él. Jesús es el centro

que da cohesión, sentido y unidad a todo lo que existe. Y es la cabeza de la nueva humanidad, liberada

por él del poder de la muerte.

La Iglesia, que es su cuerpo, debe ser ‘sacramento’ –signo visible- de esta plenitud en el mundo, a través

de su amor y desvelo por la humanidad. Presentar a un Cristo desencarnado y ausente de los problemas

humanos concretos es una caricatura.

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DECIMOSEXTO DOMINGO ORDINARIO

LAS HERMANAS MARTA Y MARÍA

DIVERSA ACTITUD DE LAS HERMANAS ANTE LA HOSPITALIDAD

“Entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor,

escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y

dijo: -Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio?

Dile que me eche una mano. Pero el Señor le contestó: -Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: sólo una es

necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.” (Lc 10, 38-42)

La primera lectura y el evangelio nos presentan dos ejemplos de hospitalidad diligente y cordial. Pero el

resultado en ambas parece distinto. Mientras que la acogida que dispensó Abrahán a los misteriosos

personajes fue bien recibida, el comportamiento de Marta recibió la desaprobación de Jesús.

Esta familia aparece, además de en este evangelio, en otras dos ocasiones: en el pasaje de la resurrección

del hermano Lázaro (Jn 11, 1-44) y en una cena en Betania (Jn 12, 1-8). En ellos, ambas hermanas

aparecen con las mismas funciones que les atribuye Lucas en el texto de hoy; debido sin duda a las

costumbres de la época: una –Marta- se ocupa de las tareas domésticas y la otra –María- de la atención a

los invitados. Se trata de un reparto de tareas para asegurar la buena atención a los huéspedes.

María, como Abrahán a sus invitados, ha permanecido a la escucha de las palabras de Jesús. Marta está

más atenta a que el hospedaje que ofrecían al Maestro fuera perfecto. Una intención muy laudable, que

Abrahán también supo afrontar con gran capacidad de organización.

Jesús no reprendió a Marta por su servicio, sino por el modo de hacerlo.

El valor de la hospitalidad nos exige hoy un esfuerzo especial de atención, a causa de la tendencia de la

sociedad actual a encerrarnos en nosotros mismos, en nuestros intereses y ocupaciones, en el deseo de

hacer y de tener muchas cosas, con olvido de la convivencia acogedora, gratuita, festiva, honda. Es

necesario que reaccionemos ante la deshumanización de nuestra sociedad consumista.

Jesús yendo de camino hacia Jerusalén, ha entrado en casa de Marta y María, familia amiga. Marta se

ocupa del trabajo doméstico y María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Lucas

aprovecha para hacernos una reflexión que va más allá del tema de la hospitalidad: quiere indicarnos cuál

debe ser la actitud fundamental del cristiano ante las numerosas actividades y reclamos que nos pide la

sociedad.

El texto señala el principio de la acción. Todos los grandes enviados de Dios pasaron por el silencio

acogedor y abierto del ‘desierto’ para encontrarse con la Palabra. Sólo después de escucharla

emprendieron la tarea que Dios les señalaba. En nuestro mundo, dominado por la ‘acción’, es urgente

‘escuchar’, detenerse ante la Palabra, que dará un nuevo estilo a nuestra actividad.

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MARTA

Marta simboliza el trabajo repetido y agobiante que nos hace esclavos de las cosas y nos impide vivir de

verdad el misterio de la vida que nos rodea. Es la típica ama de casa: siempre haciendo algo, sin detenerse

un instante. Esclava de su trabajo, no le alcanza el tiempo para nada. Y, a veces, ese ‘nada’ es lo más

importante.

Llega un amigo a casa, y no descubre que lo importante es sentarse y atenderle. Para ella lo importante es

preparar la comida. No ha descubierto que el ajetreo y la angustia por quedar bien no son lo que hace que

el huésped se sienta acogido y comprendido en lo que es; que hay que interesarse por su persona como

tal, sus inquietudes, sus ilusiones, escuchar lo que dice, preguntar.

Marta es una buena mujer, pero no escucha a Jesús. Vive inmersa en las preocupaciones diarias, que son

medios para vivir, nunca fines; esas preocupaciones que tanto nos tientan a todos. Representa la vaciedad

de la vida escondida bajo el afán de las cosas. No sabe vivir ni gozar de la vida.

Marta ya no puede crecer como persona, ya no hay novedad en su vida, convertida en rutina. No ha

descubierto quién es Jesús en la vida de una persona, qué representa; ni podrá descubrirlo nunca si no

cambia de actitud. Lo considera un amigo más, pero no como el Señor. Con su apariencia de vida, está

dejando que muera el espíritu. Desbordada por el trabajo que se ha buscado, quiere que su hermana la

ayude. No ha descubierto a Jesús, y en el reproche que le hace se esconde su ceguera. No supo

permanecer tranquila y sosegada mientras Jesús hablaba, ni dejar que se realizara en ella ese trabajo

interior de transformación. Aún no sabía que para ser discípulo de Jesús es indispensable ponerse a sus

pies y escucharle con calma. Darle de comer una cosa u otra era secundario.

La postura de Marta se hace constantemente realidad en cualquiera de nuestras casas, oficinas, aulas o

fábricas: gente que vive ocupando su tiempo, pero sin llenar la vida, como atrapados por una máquina que

nos impide ser nosotros mismos.

Es increíble la cantidad de cosas que hacemos cada día, obsesivamente, como una enfermedad que tiene

como finalidad ahogar el silencio. ¿Por qué le tenemos tanto miedo al silencio y a preguntarnos si de

verdad somos felices con lo que hacemos y con nuestro estilo de vida?

MARÍA

Cuando llegó Jesús a su casa, María dejó todo a un lado, se sentó a sus pies y abrió su corazón a su

palabra. Era consciente de que tenía que aprovechar bien el tiempo: la oportunidad que tenía a su alcance

era difícil de repetirse. Quiere aprender a ver la vida desde Dios. Sabe que las preocupaciones diarias

pueden ahogar su vida, cosificarla y embrutecerla. Por eso está ‘a los pies del Señor’. Es verdad que

deberá actuar, pero su acción no será un activismo ciego, porque estará fundada en la palabra oída. Hará,

quizá, lo mismo de siempre pero con otro sentido, sabiendo cuándo tiene que perder algo para que no se

pierda lo más importante.

María es ejemplo del creyente, del hombre de fe, del discípulo que sigue a Jesús. Ha aprendido a dar

valor a lo que merece la pena, a eso que no le será arrebatado porque está dentro, en el interior, formando

parte de su mismo ser. Es la que tiene tiempo para preguntarse: ¿quién soy?, ¿qué quiero y busco?, ¿hacia

dónde camino? No es una persona perezosa que pierde el tiempo mientras los demás trabajan. Se siente

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insatisfecha de sí misma y, consciente de su pobreza y de sus limitaciones, dirige sus ojos a Jesús como

Señor, en busca de una respuesta total a sus anhelos.

Es cristiano el que escucha la palabra de Jesús y le sigue. Escuchar y seguir. No seguir por seguir, por

disciplina, porque le siguen otros. No escuchar embelesados. Sino escuchar y seguir por haber escuchado

personalmente.

Debería hacernos pensar que, una vez más, los evangelios nos presenten a una mujer como ejemplo a

seguir.

LO ÚNICO NECESARIO

Ante la protesta de Marta, Jesús le dice: Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa por tantas cosas:

una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán.

Marta es reprendida, no porque trabaje, sino porque es incapaz de poner en primer lugar la palabra de

Jesús. Su hospitalidad está desenfocada, los cuidados materiales hacen que descuide la conversación, que

era lo más importante en aquel momento. Jesús quiere hacerle ver la importancia de estar con él, de

escuchar su palabra, de comprender el alcance de su revelación, quién es él y qué nos pide a nosotros.

Cuando Jesús llega, lo importante es escucharle, para que su palabra transforme nuestro corazón, para

que nuestra acción tenga sentido. Por eso le reprocha que se preocupe de muchas cosas.

Sólo una cosa es necesaria: la palabra de Dios, que nunca nos aparta de la vida, sino que la renueva y la

llena de contenido.

Lo que hace María es lo importante. Lo demás vendrá como consecuencia de ese estar con él.

Un creyente y una comunidad que reflexionan constantemente sobre el evangelio, buscando tiempo para

ello –siempre hay una excusa para no hacerlo-, actuarán con serenidad, infundirán paz y orientarán todos

sus esfuerzos hacia un fin bien pensado y asumido. ¡Cuántos esfuerzos perdemos en el vacío del

activismo por falta de serena reflexión!

Tenemos necesidad de aprender a contemplar, a escuchar, a pensar. Ninguna inquietud, ninguna

preocupación debe impedirnos esta necesidad. La persona verdaderamente activa es contemplativa, y al

contrario. El hombre de fe vive siempre alerta. Sabe que en cualquier momento y de cualquier forma,

Dios puede hablarle. Y que, cuando llegue ese momento, hay que escucharle, porque viene como un

amigo, de paso, y no se puede desperdiciar esa oportunidad.

Hagamos frecuentemente un alto en el camino para preguntarnos, como María, por nosotros mismos, por

cómo nos sentimos y cómo vamos respondiendo a nuestras ilusiones. Si la fe no nos sirve para encontrar

el sentido y el gozo de vivir, a pesar de todas las dificultades, ¿para qué la queremos? Sólo una cosa es

necesaria: vivir en plenitud, con poco o con mucho. Ese es el lenguaje de este pasaje evangélico, y para

eso llega el Señor de improviso a nuestra casa: para indicarnos la forma de vivir de verdad.

EL SEÑOR SALE AL ENCUENTRO DE ABRAHÁN

“El Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, porque hacía calor. Alzó la vista y vio tres hombres en pie frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda y se prosternó en tierra; diciendo:

-Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras,

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traeré un pedazo de pan para que cobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a vuestro siervo.

Contestaron: -Bien, haz lo que dices. Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara y le dijo: -Aprisa, tres cuartillos de flor de harina, amásalos y haz una hogaza. Él corrió a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para

que lo guisase en seguida. Tomó también cuajada, leche, y el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba en pie bajo el árbol, ellos comieron.

Después le dijeron: -¿Dónde está Sara, tu mujer? Contestó: -Aquí, en la tienda. Añadió uno:

-Cuando vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo.” (Gén 18, 1-10a)

Entre las muchas pruebas de amistad que otorgó Yahvé a Abrahán, ocupa un lugar privilegiado la

teofanía que narra esta lectura.

En los ambientes paganos eran conocidas numerosas leyendas que contaban los paseos de los dioses

sobre la tierra, su acogida por hombres privilegiados y las bendiciones que éstos recibían por su

hospitalidad. Leyendas, que estaban ligadas con frecuencia al origen de algún lugar santo, como la encina

de Mambré, situada a pocos kilómetros al norte de Hebrón. Leyendas populares, que los escritores

sagrados tuvieron en cuenta en algunos relatos.

La religión hebrea, unos diez siglos antes de Cristo, corrigió estas leyendas para defender el monoteísmo.

Así, la leyenda de las tres divinidades acogidas por un hombre en ‘la encina de Mambré’ (lectura de hoy),

se convierte en la visita del Dios único, acompañado por dos ángeles: habla de tres hombres, de un

Señor, que es el que hace la promesa, y al único que Abrahán reconoce como tal.

El relato, centrado sobre una teofanía, señala el hecho de que la comida se toma debajo del árbol y es

ofrecida a varios personajes y, al final, se anuncia el nacimiento de Isaac. Subraya tres puntos: la fe en un

Dios único, la hospitalidad del patriarca y la promesa que le hace Dios del hijo.

El mundo no está entregado a dioses o fuerzas que se devoran entre sí a costa de la humanidad. Está

conducido por una voluntad única, a través de una historia en la que todos los acontecimientos se unifican

hacia un nuevo objetivo.

Es raro que la Biblia presente a Yahvé en un ambiente tan familiar con los hombres. Ni siquiera en el

paraíso se sentó Dios a la mesa del hombre. Ha sido preciso el trasfondo de una leyenda pagana para que

se nos dé una imagen tan familiar de Dios.

Dios se hace el encontradizo con Abrahán a la puerta de su propia tienda y se deja agasajar por él.

A esta cercanía de Dios corresponde el patriarca con su hospitalidad: su saludo e invitación.

El texto muestra a Abrahán como un jeque nómada rico y generoso, que sabe cumplir las leyes de la

hospitalidad, que prescribían que, al ver acercarse al caminante se le salga al encuentro, invitándole a

aceptar el hospedaje; se le ofrezca la comida, que debe ser preparada exclusivamente para él. Es lo que

hace Abrahán. El banquete es abundante: flor de harina, ternero y cuajada; manjares selectos del

beduino, cuya comida era poco variada.

Mientras los tres forasteros comían, Abrahán permaneció de pie, atento a los tres personajes; pendiente

de sus mínimos gestos y de sus miradas. Observaba, sentía que aquella presencia le hacía arder el

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corazón. Aquellos huéspedes tenían algo especial. Había en ellos algo misterioso. Poco a poco ha ido

comprendiendo que no son de este mundo. El ‘misterio’ comienza a desvelarse cuando preguntan por

Sara y uno le anuncia el nacimiento de Isaac. Es el momento culminante del relato. Él dará al mundo el

primer fruto de la promesa.

Abrahán, que tantas veces ha escuchado a Dios, ha comprendido que para ser padre de un gran pueblo, y

conocer los designios de Dios, ha de vivir a la escucha de sus palabras. Había esperado contra toda

esperanza, convencido de que Dios es capaz de hacer revivir lo que ya está muerto.

Esta familiaridad del Dios único con el ser humano, hospitalario y acogedor, preludia la encarnación: el

Dios único conduce la historia y el antropomorfismo del relato prepara la encarnación del Hombre-Dios

y, a más largo plazo, la manifestación de las tres personas en Dios.

Todo lo que se nos pide a nosotros, después de Abrahán, es recibir a Dios. La acogida le ha conducido al

descubrimiento progresivo del Huésped. Así ocurre con la fe en el Señor Jesús.

LAS SECUELAS DEL PECADO SIGUEN EN EL MUNDO

“Hermanos: Me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia. Dios me ha nombrado ministro de la Iglesia, asignándome la tarea de anunciaros a vosotros su mensaje completo; el misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a su pueblo santo.

Dios ha querido dar a conocer a los suyos la gloria y riqueza que este misterio encierra para los gentiles: es decir, que Cristo es para vosotros la esperanza de la gloria. Nosotros anunciamos a ese Cristo; amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría, para que todos lleguen a la madurez en su vida cristiana.”

(Col 1, 24-28)

Seguimos leyendo la carta de san Pablo a los Colosenses. La lectura de hoy trata los temas del

sufrimiento a causa del evangelio y de la riqueza del misterio que encierra su predicación.

El apóstol está dedicando su vida a la misión de proclamar el mensaje de Jesucristo (v 23). En libertad o

en prisión, por él lucha y se fatiga sin desmayo.

Me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su

cuerpo que es la Iglesia. Las dificultades que está viviendo no le abaten, sino que le son motivo de

alegría, porque contribuyen al crecimiento de la Iglesia, cuerpo de Cristo (v 24).

Este ‘completar’ no se refiere a que toda la vida de Cristo, su pasión y muerte no fueran una total entrega

a la voluntad del Padre. Él derrotó el pecado del mundo viviendo en plenitud el ser hombre. Pero las

secuelas de ese pecado –el odio, el egoísmo, la injusticia...- siguen en el mundo. Sus seguidores debemos

continuar su camino de amor, que, en la medida en que sea cercano al del Maestro, cosechará las mismas

resistencias y sufrimientos. No podemos olvidar la radical oposición que existe entre el mensaje de Jesús

y el pecado del mundo, cristalizado en sus estructuras y personas, y que se defiende con todas las armas a

su alcance, que son muchas. Es lo que le está sucediendo a Pablo, que vive unido a Jesucristo en la gran

obra de la salvación de la humanidad.

El apóstol intenta completar en su pobre persona, los sufrimientos de Cristo. Se identifica con el misterio

de la cruz, que es inseparable de la predicación del evangelio del amor. Y antes de hablar de las riquezas

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insospechadas del Resucitado, nos recuerda el origen de todas las dificultades que se les presentan.

Anunciar y, sobre todo, vivir el amor de Jesús tiene estas consecuencias.

Predicar el evangelio es para Pablo anunciar el misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos. Un

misterio –plenitud de la vida- que se manifiesta en Cristo

Ya desde antiguo, Dios salió al encuentro del hombre (primera lectura). Cristo, cumbre de toda la

creación (domingo pasado), desvela el misterio: Dios quiere salvar a toda la humanidad. La grandeza de

esta realidad la vamos descubriendo conociendo al Hijo: Cristo es para vosotros la esperanza de la

gloria. El hombre perfecto, a nivel puramente humano, es una quimera. Con Cristo y en Cristo se hace

realidad.

Nosotros anunciamos a ese Cristo. Encargado de proclamar la salvación por la cruz, Pablo vive este

misterio en su propia persona. Él también experimenta en su cuerpo las dificultades de la ‘cruz’ cotidiana,

camino para que se vayan desplegando en él la riqueza de la resurrección.

Pablo sabe que las pruebas van transformando al ser humano en imagen de Dios. Vivir la existencia

desde el amor, la libertad y la justicia de Jesús, junto con el sufrimiento que lleva consigo, nos abre a la

esperanza de una comunión simultánea con el mundo y con Dios en Jesucristo.

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DOMINGO DECIMOSÉPTIMO ORDINARIO

JESÚS NOS ENSEÑA A ORAR

LA ORACIÓN HACE POSIBLE LA UTOPÍA HUMANA

Una persona que reza bien es capaz de todo, porque cuenta con Dios; se hace imprevisible, capaz de

todas las sorpresas. De una persona que reza bien se puede esperar todo: nunca se sabe qué puede hacer,

hasta dónde puede llegar, qué efectos puede desencadenar.

Se reza para entender. Muchas veces damos la impresión de saberlo siempre todo o casi todo,

simplemente porque no rezamos. Con la oración entran en crisis nuestras seguridades, se nubla lo que

creíamos saber acerca de la vida, porque la realidad que Dios nos ofrece en ella es muy distinta a lo que

vivimos e imaginamos. La oración nos arrebata nuestro saber, nos hace verdaderos, nos da una lucidez

asombrosa, propia de la humildad que es la verdad. Nos va ayudando a ver el mundo como lo ve Dios,

única forma de verlo de verdad.

En la oración no se trata de decir palabras, sino de dejarse acoger e instruir por la Palabra. La oración da

forma a la utopía humana.

El que reza bien se lanza al futuro; quiere algo que no tiene, pretende librarse de todo lo que le estorba

para vivir en plenitud. La oración nos ayuda a soñarnos distintos y a pedirle al Padre la fuerza necesaria

para escapar de la ‘prisión’ de lo que somos, para alcanzar lo que debemos ser. En la oración nuestra

esperanza se une al amor del Padre, y brota el milagro del hombre nuevo. Sólo desde la oración seremos

capaces de saber lo que somos, lo que pensamos, lo que vivimos.

Jesús, que vivió una oración entrañable con el Padre, es el único que puede enseñarnos a rezar.

LA ORACIÓN DE JESÚS

“Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:

-Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos: Él les dijo: -Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos

cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación’.

Y les dijo: -Si alguno de vosotros tiene un amigo y viene durante la medianoche para

decirle: ‘Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle? Y, desde dentro, el otro le responde: ‘No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados: no puedo levantarme para dártelos’. Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.

Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre.

¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un

escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,

¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?” (Lc 11, 1-13)

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La oración es fundamental en la vida del ser humano. Jesús, que no era amigo de ritos ni de fórmulas

prefabricadas, rezaba mucho. Con frecuencia dejaba a las muchedumbres interesadas, a los discípulos

duros de cabeza, y se retiraba a lugares apartados o a la montaña; y allí, al atardecer o de madrugada, se

quedaba a solas con el Padre. También dedicó muchas noches enteras a orar.

En la presencia del Padre se llenaba de paz, replanteaba su acción, escuchaba desde lo más profundo de

su alma. La conciencia que iba teniendo de su misión lo llenaba de fuerza y de alegría. Se sentía de nuevo

revestido de paciencia, de la misericordia infinita del Padre, de su amor.

Su oración se desbordaba en palabras de confianza, de entrega y de cariño: ‘Padre, te doy gracias por

haberme escuchado. Ya sé que siempre me escuchas’ (Jn 11, 41s). ‘Padre, yo te bendigo’ (Lc 10, 21).

‘Padre, cuida a los que me has dado’ (Jn 17,11).

Jesús tenía a Dios como a Alguien vivo, presente en su vida, que le comprendía y le fortalecía. Hablaba

con él de su vida, y de la vida de todos los que le rodeaban; pensaba en él, en su amor, en sus deseos de

salvar-liberar a la humanidad de todas sus esclavitudes...

Una de las veces que regresaba de la oración, luminoso, radiante y renovado, uno de sus discípulos le

dijo: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.

Y Jesús les enseñó una oración muy parecida a la suya. No nos enseñó una oración para recitar, sino una

oración para meditar y hacerla vida.

El Padrenuestro es la oración que refleja la experiencia de plegaria y de vida de Jesús. Es la síntesis de su

camino, que nosotros tenemos que continuar. Es la oración del cristiano. Una oración que tenemos que

aprender constantemente a decir, a sentir, a vivir. En ella se anhela, se sueña, se pide la venida definitiva

de la plenitud de la felicidad, tan esperada y deseada. Es la oración del nosotros; en ella nada es

individual.

El Padrenuestro es una oración profética y escatológica, que se dirige a Dios desde el corazón de la vida.

Cuando la rezamos, penetrados de los sentimientos e intenciones que expresa, rezamos como Jesús. Nos

da los criterios de toda verdadera oración.

EL PADRENUESTRO, PETICIÓN Y COMPROMISO

El Padrenuestro es una oración de petición y de compromiso al mismo tiempo. El hijo no se limita a esperar,

sino que colabora. No hay nada de lo que pedimos en esta oración que nos dispense de actuar. Dios nos

escucha, pero quiere que los hijos también le escuchemos.

El Padrenuestro en la versión de Lucas es más breve que en Mateo (6, 9-13), y parece que refleja mejor

el lenguaje de Jesús, pero el contenido es el mismo; lo esencial no falta. Lucas trae cinco invocaciones;

Mateo, siete.

Jesús nos enseñó a rezar pidiendo las cosas que son realmente importantes: el perdón, el pan, el reino, la

fortaleza en los momentos difíciles. Porque pedir es la actitud de la persona que reconoce sus

limitaciones, y pide al ‘Otro’ que se acuerde de él, que le ayude a ser él mismo.

El centro de la oración es el Padre. Hacia él se dirigen todas las palabras, todas las esperanzas.

Padre. Dios es Padre, ante todo y sobre todo. Es Padre en plenitud. No quiere ser otra cosa. Es la

invocación confiada del hijo. Jesús es el Hijo. En la medida en que nosotros nos identifiquemos con él y

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tratemos de vivir su vida, nos hacemos hijos. Entonces en la palabra ‘Padre’ lo decimos y lo expresamos

todo

A través de la oración redescubrimos nuestra condición de hijos, y experimentamos posibles las

esperanzas más audaces. En ella aprendemos a vivir ante un Padre que nos ama y que nos hace capaces de

todo. Los santos estaban dotados de utopía porque rezaban, y se dejaban moldear a imagen y semejanza

de ese Padre, que experimentaban en el silencio y la soledad.

Mateo añade ‘nuestro’ y ‘está en los cielos’. Dios es Padre de todos. La oración nunca puede excluir a los

hermanos; y todos los seres humanos somos hermanos. Es la afirmación que, si la practicáramos los

cristianos, ocasionaría la mayor revolución de la historia, y la última. Viviríamos en el ‘cielo’; porque el

cielo no es un lugar: es una actitud, una amistad sin despedida con el Padre y con todos los hermanos.

Todo el cristianismo consiste en la aplicación de esto: un Padre común que nos hace a todos hermanos.

Santificado sea tu nombre. Los hebreos, por respeto, jamás pronunciaban el nombre de Dios. Usaban la

palabra ‘nombre’, que designaba al mismo Dios. Le pedimos que se muestre tal cual es, como nuestro

todo; que no se deje ocultar ni desfigurar por nuestras conveniencias.

Jesús santificó plenamente el nombre de Dios al revelarnos, con su vida de obediencia, su verdadero

rostro; sin desfigurarlo, como hacemos con frecuencia nosotros, cuando proyectamos sobre él nuestros

esquemas miopes e interesados.

Santificar el nombre de Dios es reconocerlo como Padre, viviendo como hijos; es manifestar el deseo de

vivir según el Espíritu, que cambia nuestro corazón; es descubrir, como hijos, la necesidad que tenemos

de conocer quién es, qué hace, cómo se manifiesta.

Las comunidades cristianas, santificamos el nombre de Dios cuando presentamos al mundo su verdadero

rostro de vida, de amor, de libertad, de paz, de salvación, de justicia; cuando lo presentamos como el Dios

encarnado en la historia, como el Dios que ha plantado su tienda en medio de nosotros; cuando tratamos

de vivir de su misma vida.

Venga tu reino. El reino es el mismo Dios en cuanto vive y se manifiesta en medio de nosotros. El reino

es la justicia, la libertad, el amor, la paz, la verdad. Hay reino entre nosotros en la medida en que vivimos

todos estos valores; en la espera del reino definitivo.

Esta petición es el resumen y la totalidad de lo que debemos pedir y vivir: que Dios viva plenamente en

nosotros y en toda la creación, que sus valores sean los nuestros, sus ilusiones las nuestras, su vida la

nuestra. A la vez, nos comprometemos a ponernos al servicio de ese reino.

Pedir la venida del reino de Dios nos obliga a aprender a olvidarnos de nosotros mismos para entregarnos

a su proyecto de salvación universal. Orar es ponernos a disposición de Dios.

‘Hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo’, añade Mateo. En el cielo se viven los valores

del reino en plenitud. Es, como vemos, una clarificación de ‘venga tu reino’.

Danos cada día nuestro pan del mañana. En el lenguaje bíblico, ‘pan’ significa todo lo que

necesitamos para vivir dignamente: alimento, vivienda, cultura, salud, trabajo, libertad, amor, justicia, fe.

Decimos ‘danos’, porque no puede haber verdadera oración mientras no incluyamos en ella a toda la

humanidad. Decimos ‘cada día’, porque el cristiano no debe acaparar. Pedimos lo que necesitamos y

necesita la humanidad, para ahora. Si nadie acaparara, habría abundancia para todos. ¿Poseemos algo que

está impidiendo que otros tengan lo necesario?

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Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo.

Nuevo compromiso en esta petición: hemos de perdonar siempre a todos y todo; de otra forma pedimos al

Padre que no nos perdone. ¡Pobres de nosotros! Perdonar, quizá sea de las cosas más difíciles de

aprender, mientras no seamos conscientes del perdón que recibimos constantemente de Dios: ¡tenemos

tantas ‘razones’ para no hacerlo!

Y no nos dejes caer en la tentación. En sentido bíblico ‘tentación’ significa todo obstáculo o peligro

que se interpone en nuestro camino para impedirnos crecer como personas humanas. Pedimos no caer en

la tentación de vivir prescindiendo de los demás y de Dios, de instalarnos en el mundo, de no ser fieles a

nosotros mismos, de acostumbrarnos a saber las cosas. Cuando nos decidimos a vivir según la palabra de

Dios, inevitablemente entramos en conflicto con los gustos de la sociedad, encontramos dificultades sin

fin, y nos entran ganas de dejarlo todo. Por eso, Lucas termina la oración con esta petición, que es como

una voz de alarma pidiendo la ayuda del Padre para los momentos difíciles de la vida.

¿No hemos experimentado alguna vez que, cuando creíamos haber llegado al límite de nuestras fuerzas,

cuando pensábamos que ya no había nada que hacer, de pronto algo o alguien nos ha animado a seguir

adelante?, ¿una presencia infinitamente dulce y tranquilizadora? Así es cómo la oración alivia nuestra

desolación, rompe el cerco de nuestra soledad. Bastan pocos momentos. Una sensación rapidísima, pero

ya no nos sentimos solos. De nuevo tenemos ganas de seguir caminando, protegidos por esta ‘presencia’,

con la seguridad de que basta alargar la mano en la oscuridad para que alguien se acerque.

‘Líbranos del Maligno’, añade Mateo. De alguna manera, es como una repetición de lo anterior.

El evangelio ilustra la eficacia de la oración con dos parábolas: el amigo que pide prestados tres panes

y el hijo que pide pan, o pescado a su padre.

¿ES ÉSTA NUESTRA EXPERIENCIA?

Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe, quien

busca halla, y al que llama se le abre. ¿Cómo conciliar estas palabras con la experiencia casi diaria que

las desmiente? ¿Cuántas veces hemos pedido y no hemos recibido?, ¿o buscado sin encontrar y llamado y

no se nos ha abierto? Cada uno de nosotros podríamos presentar una lista interminable de peticiones

desatendidas.

El mismo Jesús rezaba mucho, y su oración no le libró de ninguna de las dificultades que se le

presentaban a causa de su fidelidad a la misión que el Padre le había confiado; ni de la muerte en la cruz,

que era la forma más ignominiosa de morir. Y, sin embargo, había sido escuchado: en la oración encontró

la luz y la fortaleza necesarias para seguir la voluntad del Padre, a pesar de la incomprensión de sus

discípulos y al progresivo abandono de las masas.

Tenemos que liberarnos de la mentalidad de que somos escuchados sólo cuando hemos conseguido lo

que pedimos.

Jesús nos dice que nuestras oraciones siempre llegan a Dios, nos anima a seguir adelante, nos pide que

caminemos y nos fiemos de él. Y experimentaremos que el camino sigue siendo el mismo de antes, que

las dificultades siguen ahí; pero nosotros ya no somos los mismos. Somos distintos porque hemos rezado:

nuestras fuerzas ya no son solamente nuestras fuerzas, porque nos hemos asegurado un compañero de

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camino. En la oración no conseguimos que desaparezcan los problemas de nuestra vida, pero sí

obtenemos la fortaleza para superarlos.

La enseñanza sobre la oración termina con unas palabras decisivas: Vuestro Padre celestial dará el

Espíritu Santo a los que se lo piden. Ese Espíritu que nos lleva a fiarnos más de las respuestas de Dios

que de nuestras peticiones. Es una forma de decirnos que Dios siempre nos escucha, pero a su modo, a la

medida de su amor de Padre. No según nuestros deseos, que siempre serán limitados. Generalmente

pedimos cosas para satisfacer nuestra pereza y comodidad; y luego nos quejamos porque Dios no nos

escucha.

Pidamos, busquemos, llamemos en el silencio de la oración. Posiblemente quedaremos sorprendidos de

los resultados.

La oración ‘oída’ es la oración que nos transforma, que nos concede lo que necesitamos para ser mejores

hijos,

ORACIÓN DE ABRAHÁN POR SODOMA Y GOMORRA

“El Señor dijo: -La acusación contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su pecado es grave: voy a

bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la acusación; y si no, lo sabré. Los hombres se volvieron y se dirigieron a Sodoma, mientras el Señor seguía en

compañía de Abrahán. Entonces Abrahán se acercó y dijo a Dios: -¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en

la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo ¿no hará justicia?

El Señor contestó: -Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la

ciudad en atención a ellos. Abrahán respondió: -Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Si faltan cinco para

el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad? Respondió el Señor: -No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco. Abrahán insistió: -Quizá no se encuentren más que cuarenta. -En atención a los cuarenta, no lo haré. Abrahán siguió hablando: -Que no se enfade mi Señor si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta? -No lo haré, si encuentro allí treinta. Insistió Abrahán: -Me he atrevido a hablar a mi Señor, ¿y si se encuentran veinte? Respondió el Señor: -En atención a los veinte no la destruiré. Abrahán continuó: -Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez? Contestó el Señor: -En atención a los diez no la destruiré.” (Gén 18, 20-32)

En la primera lectura leemos uno de los pasajes más entrañables del antiguo Testamento. Nos muestra la

oración de Abrahán ante Yahvé intercediendo por Sodoma y Gomorra, símbolos de todo lo perverso y

caótico, imagen del pecado del mundo.

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Terminada la comida, y hecha la promesa del hijo (domingo pasado), los tres huéspedes de Abrahán se

ponen en camino hacia Sodoma. Tienen prisa, pues no quieren pernoctar, como era lo normal en estos

casos. El patriarca les va a acompañar un trecho (v 16).

Abrahán va a ser padre de un gran pueblo y debe saber lo que va a pasar con las dos ciudades. El autor,

que se muestra como gran poeta, finge un monólogo de Dios (vv 17-18), como introducción al diálogo

que va a mantener con el patriarca. La destrucción de las ciudades servirá para que la descendencia de

Abrahán siga el buen camino (v 19).

Los pecados de Sodoma y Gomorra claman al cielo (v 20). Yahvé ha descendido del cielo para conocer

con exactitud la situación (v 21). Los dos acompañantes dejan solos al Señor y al patriarca y siguen el

camino hacia Sodoma (v 22).

Ya solos, en la mayor intimidad, Abrahán, abrumado por el castigo que se cernía sobre las ciudades

pecadoras, donde vive su sobrino Lot con toda su familia, pide clemencia para ellas (v 23). Llevado por

un elemental sentido de la justicia, no comprende que Dios pueda castigar también a los inocentes que

vivan en ellas. No tiene aún la fe en el ‘más allá’ y cree que los justos deben ser premiados en esta vida.

Esta oración de Abrahán representa un cambio fundamental en las relaciones de Dios con la humanidad

pecadora. Hasta este momento, las culpas de uno o de pocos eran pagadas por la colectividad. El pueblo

de Israel vivía convencido de la solidaridad de todos en el pecado y en el castigo. Sólo en Jeremías (31,

29-30) y en Ezequiel (14, 12-20) aparece la responsabilidad personal. Cuando se redacta el relato de la

oración de Abrahán, la idea de la responsabilidad individual está ya superada y se empezaba a admitir que

algunos justos pueden salvar a todo un pueblo de pecadores. De unas ciudades malvadas que arrastran al

castigo a unos inocentes, pasa a diez justos que pueden conseguir el perdón para todos.

Abrahán, con humildad y decisión, trata de que la inocencia de una minoría sea motivo de perdón para

todos los demás. Su lenguaje es humilde, emocionado y angustioso. No se atreve a pensar que menos de

diez justos puedan conseguir el cambio en los planes de Dios. Si hubiera seguido, ¿cuál habría sido el

resultado?

Ezequiel (22, 30) imagina que un solo justo puede salvar a toda una ciudad. Los poemas del Siervo

paciente, principalmente el cuarto (Is 52, 13-53, 12), le darán la razón al anunciar la expiación que llevará

a cabo el Mesías. Todos ellos nos preparan para comprender la misión de Cristo. La oración iniciada por

Abrahán, se concluye en el Calvario. Solamente la cruz cambia las condiciones desfavorables en

increíblemente favorables para la humanidad.

El Hijo de Dios será el único inocente, que expiará y obtendrá la salvación para toda la humanidad, como

nos recuerda san Pablo en la segunda lectura.

CRISTO, ÚNICO MEDIADOR

“Hermanos: Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que lo resucitó. Estabais muertos por vuestros pecados, porque no estabais circuncidados; pero Dios os dio vida en Cristo, perdonándoos todos los pecados. Borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio clavándolo en la cruz.” (Col 2, 12-14)

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En conexión con su misión de predicar ‘el misterio de Cristo’ (domingo pasado), Pablo nos presenta ahora su

inquietud por la fe de los colosenses y laodicenses, que habían sido bien instruidos por Epafras, pero estaban

en peligro de ser seducidos por falsos maestros (v 8).

Los judaizantes consideraban el mundo angélico como intermediario entre Dios y los hombres; le daban

gran importancia en la marcha del mundo. Pablo vio el peligro con claridad y, para superarlo escribió esta

carta, dirigida también a los de Laodicea (Col 4, 16), que se encontraban en la misma situación. Afirma

que Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres; que no hay que buscar nada ni a nadie fuera de

él en orden a la salvación; que en él está contenida toda la sabiduría para orientar debidamente nuestra

vida. Todo el cosmos, incluidas las potencias angélicas, está subordinado a Cristo.

Afirmada la primacía de Jesucristo y nuestra incorporación a él, Pablo descubre con más detalle cómo se

ha realizado esta incorporación (lectura de hoy). El fragmento es como un eco de la doctrina bautismal de

la carta a los romanos, capítulo 6.

Los colosenses y laodicenses, en su búsqueda de Dios, aceptan la mediación de Cristo, pero quieren

compaginarla con otras mediaciones. Pablo afirma que la mediación de Cristo es primordial y excluye

toda otra mediación, porque en él se encuentra todo lo que los cristianos buscamos y deseamos.

No necesitamos la circuncisión, como exigían los judaizantes. Es en el bautismo donde recibimos la

nueva vida (v 12), cuyo efecto principal es el de unirnos a la muerte y resurrección de Jesús. El bautismo

nos dispensa de cualquier otra práctica ritual, sea la que sea. ¿Qué añadiría la circuncisión?

En el resto de la lectura sigue insistiendo en la misma idea. Dice que nuestra incorporación a Cristo, y la

consiguiente condonación de nuestros pecados y resurrección a nueva vida (v 13), la hizo Dios borrado el

protocolo que nos condenaba... clavándolo en la cruz (v 14), en alusión a la pasión y muerte de Jesús,

causa de nuestra salvación. Pablo se sirve de una metáfora: nos presenta los pecados como un documento

o protocolo, como una deuda que teníamos que pagar. El ‘protocolo’ alude a la ley mosaica, documento

contrario a nosotros, pues prohíbe el pecado sin darnos las fuerzas necesarias para superarlo. Cristo, en

la cruz, lo destruyó con todas sus consecuencias y exigencias.

En resumen: la vida de Cristo es un misterio de muerte y resurrección, que se repite en cada persona,

pasando de la existencia en la carne a la vida en el espíritu. El artífice es únicamente Cristo; el símbolo, el

bautismo. Los cristianos debemos colaborar imitando su vida. Imitación que implica el sufrimiento,

porque en todo ser humano la carne y el espíritu están enfrentados en un duro combate.

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DOMINGO DECIMOCTAVO ORDINARIO

PARÁBOLA DEL RICO NECIO

LA RIQUEZA ACUMULADA ES PECADO

“Dijo uno del público a Jesús: -Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Él le contestó: -Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? Y dijo a la gente: -Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.

Y les propuso una parábola: -Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué

haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más

grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: ‘Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe, y date buena vida.’

Pero Dios le dijo: ‘Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado ¿de quién será?’

Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.” (Lc 12, 13-21)

La palabra de Dios contradice constantemente nuestro modo de vivir. En un tiempo de grandes

conquistas técnicas y científicas, lo más deseado por nuestras sociedades del bienestar, son las riquezas, el

poder y el sexo. Una sociedad encerrada en sí misma, que no piensa en los demás, ya sean próximos o

lejanos. Anestesiada por su confort y despilfarro, contempla impasible las imágenes de la miseria del

tercer mundo y del cuarto, sin que su conciencia le reproche su derroche. Una sociedad que no piensa más

que vivir en este mundo, como si todo acabara con la muerte. Una sociedad mayoritariamente bautizada.

Los seres humanos nos sentimos seguros idolatrando las cosas, la producción, la técnica, el poder y la

fama. Lo que nos lleva a rechazar los valores auténticos.

Las palabras que dirige Jesús a los ricos y a los que están saciados, deberían resonar como un mazazo en

nuestra sociedad de consumo, en nuestra economía del lujo, en nuestra locura por producir. Donde

domina el dinero, pronto entran el poder y la injusticia. Suelen ir juntos.

El problema de nuestro mundo no es que no posea bienes, sino que los poderes económicos no quieren

distribuirlos bien, no hacen que sirvan para el bien de toda la humanidad.

La riqueza acumulada es un pecado social gravísimo: esa riqueza que guardamos para nosotros y que nos

convierte en sus esclavos; esas riquezas que impiden que otros tengan lo necesario para vivir con

dignidad. Esas riquezas de las que no somos propietarios, sino únicamente administradores.

Carecer de los bienes imprescindibles para una vida humana digna es lamentable. Crea en los que lo

padecen una preocupación, una esclavitud, que les impide ser libres y ponerse a disposición de los demás.

Tener demasiados bienes es también una preocupación y una esclavitud. De ambas debemos liberarnos y

ayudar a los demás a liberarse.

¿PARA QUÉ DEFENDER UN EGOÍSMO DE OTRO?

Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.

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El texto evangélico de hoy es propio de Lucas. Nos narra un caso real sobre herencias y una parábola que

generaliza el hecho. Subraya el peligro que entrañan las riquezas para la vida de fe y para la fidelidad de

la comunidad cristiana. Un tema que el evangelista trata con insistencia.

¿Por qué esta insistencia? Seguramente porque la búsqueda de ellas estaba impidiendo la unidad de las

comunidades, el amor fraterno, la vivencia del mensaje de Jesús. Peligro presente en todas las épocas de

la Iglesia. A la vez, insistía en la pobreza y el desprendimiento como camino único para los discípulos.

Las palabras de Jesús sobre las riquezas están motivadas por la petición, hecha probablemente por el

menor de dos hermanos, a que intervenga para que el mayor le dé la parte que le corresponde de la

herencia. Como el derecho a la herencia estaba regulado por la ley mosaica, que favorecía a los

primogénitos, era frecuente acudir a los rabinos para que hicieran de árbitros.

Jesús rechaza este papel de mediador. Para él eran cuestiones muy secundarias. ¿Para qué defender un

egoísmo de otro? El afán de riquezas era el verdadero motivo del conflicto que querían que resolviera

Jesús. De ahí las palabras que dirigió después a la gente, invitándola a guardarse de la codicia.

Son los valores del reino de Dios los que mueven a actuar a Jesús y son los que deben mover a la Iglesia

y a los cristianos. Su negativa no debe interpretarse como si las cuestiones económico-sociales no

tuvieran ninguna relación con el reino de Dios, pero sí que es inútil resolverlas desde una óptica

individualista, o pretendiendo que la autoridad religiosa asuma unas funciones que no le corresponden. El

mensaje de Jesús fundamenta una verdadera justicia social, pero no es un código que resuelva cada caso

particular, ni para establecer un determinado orden temporal de la sociedad. No se puede invocar el

evangelio a favor de un determinado modelo de sociedad, porque ninguno agotará jamás sus

posibilidades. La misión de la Iglesia es explicar a los cristianos el sentido del evangelio y su relación con

lo temporal, sin pretender dar una solución definitiva. Pero sí defendiendo siempre los derechos,

individuales y colectivos, de los marginados y explotados de la sociedad.

Plantear a Jesús problemas de herencias es no entender nada de su mensaje. No son un bien definitivo, ni

en los casos en que hayan sido bien adquiridas.

TODOS LOS BIENES TEMPORALES SON RELATIVOS

Guardaos de toda codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.

Todos los bienes temporales son relativos, transitorios. No producen la felicidad a la que aspira el

corazón humano. Además, traen con frecuencia desazones, ambiciones, falsas seguridades que nos atan a

la tierra, que nos impiden ser nosotros mismos y nos convierten en esclavos.

El afán de riquezas no queda limitado por el deseo de poseer bienes materiales; incluye también todo lo

que no es definitivo o escatológico: la cultura, el prestigio personal, el bienestar, las diversiones... Todas

estas realidades no pueden impedirnos responder a las llamadas de Dios.

El absurdo de la codicia puede ser una experiencia diaria, accesible a la mirada más simple: la colosal

desproporción que existe entre los esfuerzos que hacemos por poseer muchas cosas, y el hecho de que

esos bienes no sirven en absoluto más allá de esta vida. De esa forma, los hombres pasamos casi toda

nuestra existencia acumulando unos bienes que, en definitiva, no nos sirven para nada.

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Es verdad que la esperanza en la vida futura no debe alejarnos de las responsabilidades presentes; pero sí

a dar a cada cosa su verdadero valor. Y las riquezas, que deberían aliviar la vida, son normalmente causa

de su ruina al desviarnos de la verdadera dirección.

Hemos de reconocer que la relación entre el afán de riquezas y el mensaje de Jesús es nula. A una

sociedad como la nuestra, apasionada por los bienes materiales y el confort, que ni siquiera deja

indiferentes a los más fogosos contestatarios de la sociedad de consumo, ávida de juegos de azar, lo único

que podrá equilibrarla y darle ese sentido que necesita, es el redescubrimiento del destino verdadero de la

humanidad. Un destino que está en Dios, en todo lo que él significa para nosotros.

LA PARÁBOLA

La parábola explica la idea de Jesús sobre la verdadera riqueza del hombre, sobre en qué debe

fundamentar su vida. El protagonista es un hombre rico al que todo le va bien. Vive seguro con lo que

posee y se promete una vida larga y feliz. Un hombre que se dispone a gozar sin tener en cuenta ningún

otro valor ni finalidad en su vida, que entiende únicamente como confort, prescindiendo de Dios y de los

demás. No hay en él ningún pensamiento altruista, de ayuda a los demás. En su reflexión repite hasta

catorce veces palabras que expresan su egocentrismo y soledad: Túmbate, come, bebe, y date buena

vida. Más que poseer riquezas, éstas lo poseen a él. No parece que cometa ningún pecado mortal, de los

que figuran en nuestras ‘listas’.

¿Qué hacer con un hombre así en el mundo a que aspira Jesús? Nadie podrá reconocerlo como hermano,

porque no se preocupó de nadie.

Jesús ataca esta manía enfermiza de asegurarse la vida material individualmente, o por clanes familiares.

Hay que buscar los medios económicos necesarios para una vida humana digna, pero comunitariamente y

para el conjunto de la humanidad. Parece claro que no se puede servir a Dios y a los intereses de las

grandes empresas industriales, bancarias o latifundistas privadas. Ni a las modernas multinacionales, ni a

la globalización económica, según la entiende el capitalismo.

Jesús no ve posible que una persona cambie su corazón sin cambiar su relación con el dinero y con todo

lo que éste representa. Cambio que implica una profunda transformación en las estructuras sociales,

políticas y económicas. Cambio necesario para poder entender los verdaderos problemas del mundo.

Cambio que exige dejar de defender los intereses privados, las propias conveniencias y seguridades. ¡Qué

mundo tan distinto tendríamos, por ejemplo, si lo que gastamos en armamentos lo empleáramos en

comida, vivienda, cultura... para todos!

Dios interviene en el monólogo del rico: también él tiene algo que decir en nuestras vidas. El proyecto

del rico no tiene futuro verdadero. Todo aquel que convierta la finalidad de su vida en amontonar riquezas

es un necio, porque los seres humanos estamos llamados al encuentro con Dios, a vivir para siempre en su

reino del compartir.

Necio, esta noche te van a exigir la vida. La vida es mía, puedo hacer con ella lo que quiera. Y lo

hacemos. Pero se nos escapa inexorablemente de las manos con el paso de los días. La vida no es objeto

de dominio como los bienes de la tierra; por eso, tenemos que apoyarnos en otras cosas. De poco nos

valdrá hacer grandes proyectos volcados exclusivamente en la acumulación de riquezas, de honores, de

poder... si cuando nos llegue la hora decisiva nos encontramos vacíos de Dios y de nosotros mismos.

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Deberíamos, a la luz de esta parábola, echar una mirada a nuestra vida entera: ¿qué bienes estamos

acumulando?: dinero o cosas que se pueden comprar con él, o una vida entregada al mundo nuevo? Las

cosas que pueden alegrar de verdad nuestras vidas no se compran con dinero.

Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios. Jesús contrapone dos tipos de riqueza: la

que se transforma en objetivo final, alienándonos y embruteciéndonos, y la que ponemos al servicio del

espíritu. La primera se cierra en nosotros; la segunda abre su vida más allá de la muerte, a la plenitud para

siempre, a la vida con Dios y con los demás en su reino.

Si sacáramos todas las consecuencias de este relato, tendríamos motivos suficientes para confiar en la

proyección humana del evangelio y para iniciar el cambio que nuestra sociedad necesita. Fue sin duda la

proyección humana que Jesús dio a su mensaje la causa principal de su asesinato. Ahora, lo hemos

‘espiritualizado’ tanto, que sirve para poco de cara a la justicia social que nuestro mundo reclama. Es

verdad que el reino de Dios no es de este mundo; pero comienza aquí.

SÓLO DESDE DIOS TIENE SENTIDO LA VIDA HUMANA

“Vaciedad sin sentido, dice el Predicador, vaciedad sin sentido; todo es vaciedad. Hay quien trabaja con destreza, con habilidad y acierto, y tiene que legarle su porción al que no la ha trabajado. También esto es vaciedad y gran desgracia.

¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol? De día dolores, penas y fatigas; de noche no descansa el corazón. También esto es vaciedad.” (Ecl 1, 2; 2, 21-23)

El Eclesiastés es un pequeño libro que recoge las reflexiones de Qohélet, investigador escéptico y

crítico, buen escritor y maestro del pueblo, que disiente de las actitudes y valores de los sabios de Israel.

Se escribió hacia mediados del siglo III a. C. El ambiente en que viven el autor y los destinatarios de este

libro es, probablemente, la Jerusalén de ese siglo III y, más en concreto, sus clases media y alta.

Describe extensamente lo que él llama vaciedad de las cosas. Este pensamiento, que abre el libro, lo irá

aplicando en todas sus páginas a todo aquello que nos promete la felicidad, y con él pondrá fin a su obra.

Nos muestra el desencanto, la desilusión y la insatisfacción que acompañan con frecuencia a las acciones

humanas. Desmitifica la vida, las riquezas, el placer, los deseos, incluso la sabiduría. Es como un grito de

alerta frente a la credulidad y a la superficialidad. Nos muestra la distancia entre el ideal y la realidad, los

límites de la vida, la caducidad de todo. No desprecia ni a los hombres ni al mundo: los pone en su lugar.

Sería demasiado cómodo, y nefasto para nuestra verdadera vida, considerar estas ideas molestas como

producto de un incurable pesimista. Es necesario tener presente la pregunta en torno a la que gira todo el

libro: ¿Qué sentido tiene la vida? Todo es vaciedad, es su respuesta; ‘soplo’ que pasa deprisa y se apaga

inmediatamente, algo sin consistencia.

La sombra de la muerte planea sobre el libro –y sobre la vida- desde la primera página. Y, en el fondo, es

como un grito de eternidad del hombre irredento, que no ha conocido aún a Jesucristo.

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En el texto de hoy, aplica su análisis al sentido del trabajo del hombre sobre la tierra. Valora las cosas del

mundo en sí mismas, sin la visión trascendente que aportan las religiones, principalmente la cristiana.

Breve es la vida humana y la mayor parte la pasamos entre dolores, penas y fatigas (v 23). ¿A qué queda

reducida nuestra vida, si todo queda limitado a una herencia que dejamos a nuestros descendientes?

¿Serán ‘necios’ o ‘sabios’? (v 21).

La ‘vaciedad’ consiste en la distancia entre el ideal humano y la realidad a la que llega. Un ideal con

deseo de absoluto que nunca llegamos a satisfacer. Y esto no es consecuencia del pecado, sino expresión

de las limitaciones humanas. Tomar una decisión y no poder darle una solución mejor; buscar y no poder

asir nunca la verdad absoluta; trabajar para el futuro y verlo en manos de los que vienen destruyéndolo...

¿No es todo esto propio de la condición humana? La ‘vaciedad’ es la locura humana que no cuenta con la

muerte y se encuentra brutalmente ridiculizado por ella.

¿Cómo se puede salir de este absurdo? Nunca ignorándolo; locura que el autor del libro denuncia con

fuerza. Tampoco recurriendo al más allá: Qohélet se opone a todo mesianismo y escatologismo. En el

antiguo Testamento, el ‘más allá’ permanecía en la oscuridad para los autores sagrados. Nadie puede

escapar al absurdo humano. La única solución es vivirlo plenamente en toda su caducidad y su muerte.

Es preciso recordar cada día estas palabras. Sólo ellas bastarían para poner en profunda crisis todas las

opiniones y modos de vivir que ponen su felicidad en cualquier cosa que no sea Dios.

La constatación de la vaciedad de las cosas del mundo, y su incapacidad para llenar las ansias de

felicidad que el Creador ha puesto en el corazón humano, hace añorar bienes superiores y preparan para la

revelación de los mismos.

Cristo ha vivido esta experiencia y nos ha explicado la forma de salir victoriosos de ella: uniéndonos

íntimamente al Padre y así, en la misma muerte, encontrar la vida, como le sucedió a él. Nuestros trabajos

contribuyen a una vida más feliz, desde Dios.

“CRISTO ES LA SÍNTESIS DE TODO Y ESTÁ EN TODOS”

“Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.

Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.

Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia, y la avaricia, que es una idolatría.

No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y revestíos de la nueva

condición, que se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo.

En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres; porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.”

(Col 3, 1-5. 9-11)

Leemos, como segunda lectura, el principio de la tercera y última parte de la carta a los Colosenses: la

parte moral, la vida nueva en Cristo. En ella, Pablo aplica la doctrina expuesta a la vida diaria del

cristiano. Después de haber afirmado la primacía de Jesucristo como Señor de la creación y de la

humanidad (domingo quince), hoy nos habla de la repercusión de esa primacía en el comportamiento de

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los cristianos. Y nos lo presenta, ante todo, como un morir al pecado. Vimos que el paso de la muerte a la

resurrección, que fue lo que convirtió a Cristo en Señor del universo, se produce en nosotros en el mismo

momento del bautismo (domingo pasado), y se va realizando progresivamente a lo largo de toda la vida.

Recuerda a los de Colosas su nuevo estado de resucitados con Cristo, que les exige vivir orientados

hacia los bienes de allá arriba (v 1-2). Esta nueva vida se manifestará en plenitud después de la muerte

(vv 3-4). De esta idea central surgen los consejos prácticos que señala a continuación: huida de los vicios

(vv 5-11) y práctica de las virtudes (vv 12-17, que no leemos).

Este nuevo estado nos pide que demos muerte a todo lo terreno que hay en vosotros (v 5).

Pensamiento que debe regir toda la existencia.

Al imponer este despojamiento, el bautismo nos da a los cristianos la posibilidad de tomar conciencia de

la transformación que hemos experimentado en nuestras vidas. Ya no somos los mismos: al ‘hombre

viejo’ que éramos por el pecado (v 9), le sucede el ‘hombre nuevo’, que ya puede ser imagen de Dios

gracias a la ‘re-creación’ obrada por Jesucristo, al conocimiento más profundo de Dios y al Espíritu Santo

que habita en nosotros (v 10). Este estado de hombre nuevo no lo adquirimos de una vez para siempre: se

va renovando como imagen de su creador(v 10). La vida nueva de resucitados, que hemos recibido en

el bautismo, tenemos que vivirla en constante progreso y, por tanto, en incesante combate. Debemos

mantener, en cada momento de la vida, unas relaciones auténticas con Cristo y con los hermanos,

abandonando todo aquello que sea causa de división, y rechazando toda discriminación racial, religiosa,

cultural y social.

En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros

y escitas, esclavos y libres; porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos Toda diferencia

desaparece con Cristo, al unirnos a todos en un solo cuerpo, al que él da vida y cohesión (v 11).

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DECIMONOVENO DOMINGO ORDINARIO

EL CRISTIANISMO, ¿ES DE MINORÍAS?

LA VIDA CRECE CON LO QUE SE DA

“Dijo Jesús a sus discípulos: -No temas, pequeño rebaño: porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el

reino. Vended vuestros bienes, y dad limosna; haceos talegas que no se echen a

perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.

Tened ceñida la cintura y encendida las lámparas: Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle, apenas venga y llame.

Dichosos los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela: os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.

Y si llega entrada la noche o de madrugada, y los encuentra así, dichosos ellos. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le

dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis,

viene el Hijo del hombre. Pedro le preguntó: -Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos? El Señor le respondió: -¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de

su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo al llegar lo encuentre portándose así. Os

aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: ‘Mi amo tarda en llegar’, y empieza a pegarles a

los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y los despedirá, condenándolos a la pena de los que no son fieles.

El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos

Al que mucho se le dio mucho se le exigirá; al que mucho se le confió más se le exigirá.”

(Lc 12, 32-48)

En el evangelio de hoy podemos distinguir dos partes: la primera, continúa el tema de la riqueza; la

segunda, trata de la actitud vigilante del discípulo, de su comportamiento hasta ‘la vuelta del Señor’.

No temas, pequeño rebaño: porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Palabras

reveladoras que nos hablan de tres realidades fundamentales: no temer jamás, pase lo que pase; la

pequeñez del grupo de seguidores de Jesús y la posesión ya ahora del reino. Una pequeñez que no afecta

para nada a la salvación universal, lograda ya por Jesucristo.

No podemos tener miedo porque Jesús camina a nuestro lado, porque estará siempre con nosotros (Mt

28, 20). Lo único que hemos de temer es perder la orientación de la vida verdadera (Lc 9, 23-25)

La pequeñez del grupo se refiere también a la carencia de poder, a sus pequeñas fuerzas. El contar por

miles los millones de cristianos, y constatar la gran influencia de la Iglesia institución, puede llevarnos a

error.

El reino no es algo que se nos dará más tarde, después de la muerte; ni cuando puedan ser `posibles

otras estructuras sociales más justas. El reino se nos da ahora y aquí, y lo están recibiendo los que trabajan

a favor del hombre, estén donde estén, y lo hagan desde donde lo hagan. Un reino que da el Padre a todos

aquellos que saben ser hermanos.

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Vended vuestros bienes, y dad limosna. Los cristianos somos como todos, que nadie se engañe. Pero,

si creemos que tenemos un tesoro inagotable en el cielo, podemos ser distintos a largo plazo. Todos

tendemos a atesorar; por eso, es necesario orientar bien esa tendencia.

La riqueza queda relativizada por Jesús cuando nos dice que la vendamos, que la repartamos. En su

lugar nos presenta el gran bien: ‘ser’ cada vez más verdaderos. Todo lo demás es secundario.

El desprendimiento de los bienes materiales es como el ‘sacramento’, el signo externo y visible, de los

que creen en el reino y ponen en él su corazón; y se encuentran de ese modo al lado de los pobres de la

tierra. ¿Cómo vamos a creer en el reino cuando no paramos de acaparar, aunque vayamos a misa a diario?

El hombre verdadero nace y crece de aquello que deja. La verdadera pobreza es liberación. Liberación

que tiene su origen en haber encontrado en Dios todo lo demás. Cuando el ser humano se encuentra con el

verdadero Dios, nada ni nadie puede ocupar su lugar.

Ese encuentro con Dios le despoja de toda ansia de posesión, de todo apego a las cosas, de todo deseo

de poder y de dominio. Le lleva a abandonarse en brazos de la pobreza, a retornar desnudo a Dios para

que pueda re-crearlo como nueva criatura.

Decía san Juan de la Cruz: ‘El camino para poseerlo todo es no poseer nada’. ¿No nos lo grita

constantemente el nacimiento de Jesús en una cueva y su muerte en la cruz, sin necesidad de hacer

testamento, porque carecía totalmente de bienes materiales?

La posesión de bienes materiales es limitación de libertad y de ser. Nuestro espíritu y nuestro corazón

tienden a reducirse a las dimensiones de los objetos sobre los que se cierran, a las dimensiones de los

bienes que se poseen o que se desean. Cada objeto que deseamos produce en nuestro interior un vacío

semejante a ese objeto. Vacío que podemos llenar de dos formas: adquiriendo el objeto o dejando de

desearlo. Sólo la segunda es verdadera. La primera nos lleva a desear después otro y otro... y a no acabar

nunca.

No basta encontrarse sin dinero y sin cosas para ser pobre. Es necesario despojarse también de los

propios pensamientos, de los propios méritos, de las propias seguridades. Es necesario elegir vivir a la

intemperie, en ‘tienda’. La pobreza verdadera nos coloca en el mundo de los pobres, de parte de los

pobres, compartiendo la condición de la mayor parte de la humanidad. Lleva allí donde es más visible la

exclusión, la marginación, la injusticia, la opresión, la humillación, la debilidad. Obliga a hacer la ofrenda

de toda la vida. Lleva a dar todo lo que se es, y a crecer personalmente por eso que se da.

Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. Nuestro tesoro está donde

ponemos el corazón. Sólo en la medida en que captemos el reino de Dios como un tesoro, podremos

poner en él nuestro corazón y vivir para él. Porque tenemos el corazón apegado a aquello por lo que

hemos aventurado mucho. Bastaría pensar qué cosas nos ocupan la mayor parte del tiempo libre para

saber dónde tenemos el corazón, para saber qué cosas nos interesan de verdad. Y deberíamos hacer todos

esta prueba para no engañarnos, teniendo en cuenta que ser cristiano no es obligatorio ni está de moda.

VIVIR ES UN CONTINUO CAMINAR EN LA ESPERANZA

Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Trae a continuación tres breves parábolas, en las

que dominan la idea de la espera vigilante: los criados que esperan en la noche a que su señor vuelva de

la boda; el ladrón que pretende desvalijar la casa, y el administrador fiel con los libros siempre a punto.

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Vigilancia que comporta tres cosas: mentalidad de estar en camino; conciencia de los peligros que nos

amenazan y una fidelidad que no se limite a conservar, a custodiar, sino que lleve a interpretar los

cambios, a dar respuestas nuevas a problemas y exigencias que ya no son los de antes.

Las tres parábolas contradicen nuestro cristianismo somnoliento, distraído, sociológico, apagado,

sabido. Y constituyen una invitación a un compromiso y servicio diligente, a una apertura hacia lo

imprevisible, capaz de hacer brotar la esperanza en el mundo nuevo.

La vida del hombre sobre la tierra es un continuo caminar; un peregrinar constante como por un

desierto, fruto de los deseos que laten en nuestros corazones.

Dejar de caminar hacia adelante, instalarse, es la gran tentación, el máximo peligro de cada ser humano,

de cada pueblo, de cada comunidad y grupo humanos, como lo prueba la propia experiencia de cada

hombre y la historia de la humanidad. Dios quiere que hagamos camino hacia una realidad mejor. Sólo así

nos acercaremos a lo que Dios es y quiere que seamos nosotros.

En este caminar, la esperanza es la característica más importante de los creyentes y de todos los

hombres de buena voluntad. Esperar un mundo mejor para todos; un mundo que nos está llegando.

Esperar algo supone estar alerta, oteando el horizonte. El que no espera nada, no puede estar vigilante.

Vivirá entretenido con las cosas, viviendo en la superficie de ellas. Esperar es duro. Supone estar

insatisfechos y tener la ingenuidad de creer en lo nuevo, trabajando por conseguirlo.

La esperanza está abierta a lo insólito, a la utopía, a lo nunca visto y tenido. Es como un ancla echada a

la ‘otra orilla’ de la vida, a la otra parte del velo. La esperanza en el más allá da sentido a las tareas

humanas, y llena de amor el presente a causa de la eternidad que lo llena. El que espera afronta con fe el

futuro y no conoce situaciones desesperadas, porque camina hacia la gran esperanza: la resurrección. El

que espera lo que ya posee ha equivocado el objetivo de la esperanza.

No puede tener esperanza el que ya está de vuelta de todo, el que sabe demasiado bien que nada nuevo

llegará, fruto de la experiencia de cada día. El que espera sabe que cada instante puede ser nuevo, que nos

espera una realidad definitivamente distinta.

Es a Dios y su mundo nuevo lo que esperamos, muchas veces sin saberlo, como un don que nos viene

de él mismo. Dios está siempre, de un modo anónimo o abierto, al final de toda actitud verdadera de

espera.

Ser creyente implica esta actitud de espera en lo que aún no es, y luchando por lo que tiene que ser.

Todo esto supone creerlo y trabajar por conseguirlo. La transformación de la sociedad es obra de todos

los que esperan la nueva creación trabajando por su llegada, a pesar de la resistencia del mundo.

La muerte nos llegará cuando menos lo esperemos. El camino sólo termina cuando el Señor vuelva.

Debemos vivir ya desde ahora como querríamos haber vivido en ese momento. Sería la mejor vigilancia.

El texto termina distinguiendo dos categorías de criados: unos han recibido mucho, saben muy bien lo

que el amo quiere; otros han sido menos instruidos en ese conocimiento. A cada uno se nos exigirá de

acuerdo con lo recibido.

Lo recibido fundamenta la responsabilidad personal. ¿Por qué juzgamos siempre en función de

comportamientos externos, y no según la responsabilidad real de cada uno en la marcha de la sociedad?

Las cárceles se llenan de pobre gente que no tuvo en la vida oportunidades de cultura, de trabajo, de

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afecto, de vivienda... mientras los verdaderos culpables son considerados personas honorables. Los

verdaderos criminales y depredadores de la humanidad no suelen ir a parar con sus huesos en la cárcel.

Hemos de tener suficiente capacidad para sentirnos aprobados o reprobados por nuestra propia

conciencia, según los actos que vayamos realizando nos hagan sentirnos bien o mal con nosotros mismos.

Es en esta fidelidad a uno mismo donde reside el secreto de la vigilancia cristiana.

DIOS ESTÁ SIEMPRE DE PARTE DE LOS DÉBILES

“Aquella noche se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo al conocer con certeza la promesa de que se fiaban.

Tu pueblo esperaba ya la salvación de los inocentes y la perdición de los culpables. Pues con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas llamándonos a ti.

Los hijos piadosos de un pueblo justo ofrecían sacrificios a escondidas, y de común acuerdo se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes; y empezaron a entonar los himnos tradicionales.”

(Sab 18, 6-9)

El libro de la Sabiduría, último escrito del antiguo Testamento, data del siglo I a. C. y fue redactado en

Alejandría de Egipto por un judío de la diáspora. Su finalidad es alentar y adoctrinar a estos judíos que

vivían fuera de su patria, inmersos en un ambiente helenístico, dominado por el individualismo, el

escepticismo y la insatisfacción religiosa.

En la segunda parte del libro (capítulos 11-19), el autor hace una reflexión sobre el Éxodo, el

acontecimiento fundamental del antiguo Testamento, mostrando que aquel suceso no fue fortuito, sino algo

preparado y planificado por Yahvé.

A partir del capítulo 16, presenta una serie de dípticos para expresar el distinto final de los egipcios y de

los hebreos. Enfoca la historia de ambos pueblos como una especie de ley del talión, aplicada por Yahvé: lo

mismo que los egipcios arrojaron al Nilo a los hijos de los hebreos, Dios hizo morir a los hijos de los

egipcios.

Los israelitas, oprimidos en Egipto, experimentaron a Yahvé como salvador. Por eso, aquella noche (v 6)

tuvo para ellos una significación única: les recordaba las promesas que Dios había hecho a sus padres.

Antes de partir, celebraron en sus casas la cena pascual (v 9), sacrificio ritual que unió a todos los

israelitas. Desde entonces Israel fue un pueblo libre, consagrado a Yahvé. Esta cena pascual centra la vida

religiosa y cultual del pueblo, simbolizando la unión de un pueblo y su destino común. Un signo

permanente que les recuerda constantemente el castigo de los egipcios y la elección de los hebreos.

Celebrar la cena es, en cierto modo, interpretar la historia, y saber que Dios no abandona a los justos.

Podemos imaginarnos la resonancia que esta lección despertaba en el corazón de los judíos, desterrados

de nuevo en Egipto.

La liberación aconteció de un modo prodigioso. De esta forma, recordando y explicando, el autor les

anima a leer la historia como un plan de Dios en el que él actúa y el pueblo responde. Una historia que no es

un absurdo ni un destino ciego.

Dios está de parte de los débiles, de las víctimas, de los inocentes (v 7), de los oprimidos, de aquellos que

reivindican el derecho para todos a vivir como verdaderos seres humanos.

Todos estos deben conocer con certeza la promesa de que se fiaban (v 6). Conocimiento que debe

llevarlos a una vida consecuente. Con la misma acción castigaba a los enemigos (v 8).

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La cena concluyó con el canto de los himnos tradicionales (v 9), transmitidos por los patriarcas o por

Moisés y Aarón, y que dieron origen al ‘hatlel’ o canto oficial de la cena pascual. La luz pascual, y la

consiguiente alegría, sólo podrá manifestarse de verdad cuando ya ninguna persona sea pisoteada, en su

dignidad y en su libertad, por otra persona o grupo.

LA VIDA DE ABRAHÁN ES HUMANAMENTE ININTELIGIBLE

“Hermanos: La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve.

Por su fe son recordados los antiguos: por fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en herencia.

Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas

-y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa- mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios.

Por fe también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje, porque se fió de la promesa.

Y así, de una persona, y ésa estéril, nacieron hijos numerosos, como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas.

Con fe murieron todos éstos, sin haber recibido la tierra prometida; pero viéndola y saludándola de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra.

Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver.

Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada

una ciudad. Por fe Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac: y era su hijo único lo que

ofrecía, el destinatario de la promesa, del cual le había dicho Dios: ‘Isaac continuará tu descendencia.’

Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar muertos, y así recobró a Isaac como figura del futuro.”

(Heb 11, 1-2. 8-19)

El autor de la carta a los Hebreos se dirige a los cristianos de origen judío, a los que la persecución ha

alejado de Jerusalén y que se encuentran desanimados e inquietos. Les invita a vivir de la fe,

recordándoles el testimonio de fidelidad que habían dado sus antepasados. Con ejemplos tomados de la

historia, les va ha mostrar la verdad que acaba de decirles: ‘el justo vive por la fe’ (Heb 10, 38).

Comienza diciéndoles qué es la fe: seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve (v 1).

Define la fe desde la perspectiva que le interesa de cara a la finalidad que pretende. Creyente es aquel que

busca lo que ‘no se ve’; que posee lo que aún no tiene; que apuesta por lo ‘imposible’; que acepta perder lo

que tiene a cambio de lo que espera; que habita en la inseguridad, en lo provisional.

Esa fe, llevada a la práctica, hizo posible los grandes logros de los mejores hombres del antiguo

Testamento (v 2). Se dan nombres (vv 4-40): Abel, Enoc, Noé, Sara, Isaac, Jacob, José, Moisés. De todos

se dice que murieron sin haber recibido la promesa (v 13).

Después de hablar de Abel, de Enoc y de Noé, la lectura de hoy recoge el ejemplo incomparable de

Abrahán que, con su peregrinación incesante, nos transmite un mensaje fundamental: Al conformismo y

acomodación de este mundo, ha preferido la espera que comporta continuos e incómodos viajes. En estas

reflexiones, la realidad histórica se funde con la alegoría (vv 13-16): la patria que busca es la del cielo.

Aquí en la tierra no tenemos morada permanente.

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La fe de Abrahán sobresale en tres momentos claves de su vida: al abandonar su patria para ir a morar en

tierra extraña (vv 8-10); al recibir, junto a Sara, el anuncio de que tendrían un hijo (vv 11-12), y al pedirle

Yahvé el sacrificio de ese hijo (vv 17-19). Su vida es como una locura, algo humanamente ininteligible.

Abrahán conoció la emigración, la ruptura con su ambiente familiar y nacional y la inseguridad de toda

persona arrancada de sus raíces. Pero en esas pruebas encontró motivos para desarrollar su fe en la promesa

de Yahvé.

Las tiendas (v 9) son símbolo de una peregrinación que no conoce meta en esta tierra. Nos invita a los

cristianos a seguir ciegamente las llamadas de Dios.

El creyente es un peregrino; vive en el mundo, pero no se vincula a él, porque ya ha gustado los bienes

‘invisibles’. Así como el camino de Abrahán no le llevó únicamente a una ciudad terrena, ni a la tierra

prometida material, sino a la ciudad invisible, que constituye la vida con Dios, así sucede con los seguidores

de Jesús. La fe nos enseña a no conformarnos con los bienes tangibles, ni con esperanzas inmediatas.

Abrahán sufrió los efectos de la esterilidad de Sara y la falta de descendencia. Una prueba angustiosa,

porque se acercaba a la muerte sin haber recibido signo alguno de la promesa recibida. Y siguió apoyándose

en Yahvé. Cuando humanamente era ya imposible, recibe con Sara la promesa del hijo; del que nacerá un

pueblo innumerable.

Quedaba la prueba final, la más dura: el sacrificio del hijo. Este ofrecimiento del hijo es presentado en el

texto como una fe en la resurrección: aceptar la muerte sabiendo que las promesas de Dios no pueden

fracasar (v 19). Ha puesto en las manos de Dios la necesidad de resucitarlo. Cree por encima de la muerte.

Abrahán afronta la muerte con la actitud de Jesucristo: con la entrega total de su futuro a Dios, con una

confianza absoluta en él. Recupera al hijo en la realidad y como figura del futuro (v 19): la resurrección de

Cristo y, en ella, la de toda la humanidad

Esta fe fue lo esencial de la actitud de Cristo en la cruz, la verdadera agonía ante el fracaso total de su

empresa. De esta fe es signo el patriarca: siguió creyendo porque le había sido prometido.

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DOMINGO VIGÉSIMO ORDINARIO

JESÚS NOS TRAE FUEGO Y PAZ

El evangelio no es una noticia tranquilizante, ni menos una droga que produce la uniformidad de una

comunidad de alienados. El evangelio es una noticia inquietante, que puede engendrar la desunión hasta en el

hogar.

Al leer el texto de hoy tenemos la impresión de que Jesús está haciendo balance de su vida, camino de

Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Parece que las cosas no le han salido como él esperaba: en

lugar de paz había traído divisiones; está angustiado por el bautismo que le espera; reconoce que el

fuego de una vida distinta, que trataba de encender en el mundo, no acaba de prender.

La vida de quien quiere ser fiel al amor, a la voluntad de Dios, a su verdad y a su justicia, no es fácil.

Las lecturas de hoy nos hablan de luchas y dificultades en la vida del profeta Jeremías, en la vida de Jesús

y en la vida de los que quieran cambiar el rumbo de la historia humana.

APARECEN LOS PROFETAS

Son profetas los que hablan en nombre de Dios; personas temidas y odiadas por unos y exaltadas por otros;

siempre polémicas, libres frente a todos y a todo, principalmente frente a los opresores. Por eso suelen acabar

muy mal. Hacen su aparición, sobre todo, en momentos conflictivos y difíciles.

Mientras el pueblo de Israel vivía en el desierto del Sinaí, la propiedad era colectiva, compartían la vida y los

bienes y adoraban a Yahvé, el Dios de la justicia y de la igualdad. Cuando conquistan Palestina y se establecen

en ella, poco a poco los más listos y sinvergüenzas se van adueñando de la tierra y sometiendo a los demás,

estableciendo las clases sociales: entre unos pocos lo poseían casi todo, dejando en la indigencia a la mayoría.

A la vez, y aliada con los explotadores, va surgiendo una casta sacerdotal que centra la religión en el culto a

Yahvé en el templo de Jerusalén; culto fastuoso y perfectamente compatible con la opresión y la injusticia.

Desaparece la igualdad del desierto; la religión se prostituye, convirtiéndose en el principal apoyo de la

explotación.

En estas circunstancias históricas aparecen los profetas de Israel, que consagran su vida a mantener la

verdadera religión de Dios, que no puede ser otra que la religión de la justicia e igualdad. Unos acaban

peor que otros, pero todos acaban mal. Todos tienen en común la opción por los pobres y marginados, que

se traduce, en la práctica, en una lucha abierta contra los explotadores e injustos. Todos mantienen la

esperanza de un futuro mejor para todos los desheredados de la tierra. Todos saben que ese día llegará.

JESÚS, FUEGO DE DIOS SOBRE LA TIERRA

“Dijo Jesús a sus discípulos: -He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!

Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra

tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.”

(Lc 12, 49-53)

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Confundir el anuncio del evangelio con otras cosas, es un riesgo que nunca deberíamos olvidar los cristianos.

El lenguaje de Jesús es duro; en ocasiones durísimo. Si leemos detenidamente este pasaje quedaremos

desconcertados. No es el lenguaje que usamos nosotros. Él, como verdadero profeta, no intenta contentar a

nadie, ni despertar el interés de los ‘entendidos’, ni contemporizar. Habla desde y para los desheredados de la

tierra.

He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! La metáfora del fuego

supone el fin de un mundo y el inicio de otro. Con esta expresión, Jesús quiere manifestarnos su actitud

interior: la del hombre que vive su misión, su vocación, poniendo en ella todo su corazón y su espíritu. Lo

relaciona siempre con el Espíritu y con el bautismo, como si estos tres elementos de la naturaleza –el

espíritu o viento, el agua y el fuego- representaran, por sus propias características, la destrucción del

mundo viejo y la instauración del nuevo.

El fuego de Jesús es el mismo reino de Dios que conlleva en sí mismo un elemento destructor del

pecado. No puede surgir la nueva humanidad si, antes o simultáneamente, no se destruyen las estructuras

que oprimen al hombre por dentro y por fuera. Este fuego del Espíritu destruye y purifica; es el fuego, que

unido al agua, va engendrando una nueva raza de seres humanos, según el modelo del Padre.

Jesús es el portador del fuego de Dios sobre la tierra; un fuego que acrisola lo que es bueno y destruye

lo que está pervertido.

Cuando Jesús reflexiona sobre su propia misión, vería su trágico destino como algo inevitable.

Experimentaba que sus palabras provocaban la animosidad de los poderosos, exacerbaba a sus enemigos,

exasperaba a todos los que tenían algo que perder. Si, por ejemplo, declaraba bienaventurados a los

pobres, suscitaba al mismo tiempo profundas simpatías y odios, tanto entre los ricos como entre los

pobres, al ir directamente contra lo que se vivía. Sus palabras rompían la unanimidad reinante en las

diversas comunidades humanas a las que llegaba, provocando choques y dramas inevitables.

Jesús se impacienta porque no ve el momento en que ese fuego arda con intensidad. Desea que la

voluntad del Padre se cumpla. Es conmovedor oírle expresar los sentimientos que nacían en su corazón

ante la misión que había recibido: ¡es tan raro oír exponer a alguien sus ilusiones más íntimas!

¿Qué sucede si no se enciende este fuego? ¿Cuándo no está encendido? No está encendido cuando

vivimos el cristianismo como un agregado más de la sociedad, cuando convivimos sin oponernos a las

estructuras que crean en la humanidad un estado de injusticia, de hambre, de paro, de violación de los

derechos humanos. No hay fuego, cuando la Iglesia comparte calladamente el poder que oprime; cuando

los sacramentos no significan más que un acto social, un papel sellado, una fiesta mundana; cuando la

institución religiosa se contenta con repetir gestos o ritos que a los hombres de hoy no les interesan

El anunciador de la Palabra debe ser un apasionado, devorado por un fuego incontenible. Cualquier

ministerio eclesial se convierte en oficio si no está sostenido por una gran pasión. Una palabra presentada

de forma impersonal, fría, profesional, sin la mínima vibración interior, es una palabra traicionada.

Jesús encendió un fuego y nos invita a mantenerlo. Un fuego que debería quemar dentro de la Iglesia

todo lo que sea inútil, estéril, paralizante. El evangelio se difunde por el contagio del fuego que Jesús ha

venido a traernos.

Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! Jesús vive su vocación

como una pasión. Debe pasar por un bautismo y está angustiado. Nosotros hemos convertido el bautismo

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en algo social. Para Jesús era el signo de una vida entregada al Padre y a todos los hombres, que le

llevaría a ser asesinado. Su bautismo es fuego. El fuego que trae la sociedad nueva, que destruye con

dolor el mundo injusto. Un fuego que se hizo realidad en su vida de entrega, en su muerte y resurrección.

LA PAZ DE JESÚS PROVOCA PERSECUCIONES Y DIVISIONES

¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. El que proclamó la paz

escatológica y mesiánica, y envió a los discípulos a comunicarla (Lc 10, 1-12), niega ahora traerla a la

tierra. La paz de Jesús no se identifica con la del mundo (Jn 14, 27). Traer la paz de Jesús al mundo es

entrar en un camino de sufrimientos y divisiones.

Jesús trae la paz, da la paz, pero no a cualquier precio. Ponernos de su lado supondrá una opción, una

decisión y, con frecuencia, romper con la vida anterior o con los lazos humanos y familiares y sociales.

Frente a Jesús no se puede ser neutral. Ante él es preciso tomar partido a favor o en contra; al menos de lo

que él representa. El que no opta a su favor decididamente, estará en contra suya y a favor del mundo

injusto en que vivimos.

Son falsas todas las paces que prefieren la injusticia al desorden. Jesús se declara amigo de la división y

enemigo de las paces ficticias. Su mensaje no es una componenda diplomática, como podría deducirse de

la vida de cada uno de nosotros, cristianos. Jesús quiere cambiar radicalmente el mundo. Quiere que se

acaben las injusticias, los clasismos, los odios, las mentiras, los muertos de hambre...

Y nos habla duramente para que nos demos cuenta de que la división ya está presente en el mundo, para

que abramos los ojos y empecemos a ver la realidad en toda su crudeza: cómo los seres humanos nos

soportamos pero no nos amamos, las desigualdades crueles que nos dividen. Quiere hacernos conscientes

de esa división: porque o dejamos las cosas como están y entonces habrá tranquilidad y millones de

muertos de todas las clases de hambres, o luchamos por un mundo justo y habrá división y persecución,

porque se opondrán todos los que vean peligrar sus intereses y privilegios. Para Jesús, la paz es el fruto de

la justicia, de la lucha que va transformando al mundo en el reino de Dios. Una lucha que supone la

conversión personal, y que debe desembocar en la fraternidad universal.

La lucha por la paz la llevó Jesús hasta el final. Y detrás de él, otros muchos que han seguido sus

huellas. Una paz que sólo será verdadera cuando sea de todos. ¿De qué sirve la paz o la libertad de unos

pocos, si la mayoría sigue en la esclavitud y en la injusticia? Para que el reino se realice en plenitud es

necesario que englobe a toda la humanidad. La reconciliación de todos con todos sólo puede ser fruto de

una situación social totalmente justa. Mientras tanto, la lucha de clases será necesaria, imprescindible. No

le hacía falta a Jesús ser adivino, para ver las muchas posibilidades que tenía de ser asesinado si seguía

adelante con sus ideales.

Los verdaderos profetas son siempre causa de conflictos, de enfrentamientos, de persecuciones, de

divisiones. La razón es la misma que encontramos en Jesús, y muy sencilla de explicar: cualquier persona

que trabaja por la verdad debe enfrentarse con los que viven en la mentira; el que lucha por la justicia

entra en conflicto con los que medran en la injusticia; el que anuncia las exigencias del amor se encuentra

con la oposición de quienes escogieron el camino del egoísmo. El camino de la paz es la lucha: por eso

los profetas fueron perseguidos, el camino de Jesús desembocó en la cruz, los verdaderos creyentes se

encuentran con la división.

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En adelante, una familia de cinco estará dividida... La división que trae Jesús llega incluso al interior

de las familias y de la Iglesia. Una parte lee la realidad desde los ojos de los bien situados, porque

consciente o inconscientemente quieren vivir así; otros la leen desde el punto de vista de los pobres,

porque comparten con ellos sus esperanzas y sus luchas. Las divisiones no están en cuestiones teológicas,

ni en una lectura diversa de la realidad, sino en la perspectiva en que nos hemos colocado unos y otros.

Es necesario que la Iglesia y cada uno de los cristianos hagamos una seria crítica de nuestras actitudes,

para que el riesgo de apartarnos de Jesús sea menor. Una crítica que deberá apoyarse siempre en los

evangelios en su totalidad.

NUEVO ENCARCELAMIENTO DE JEREMÍAS

“Los príncipes dijeron al rey: -Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan

en la ciudad, y a todo el pueblo con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.

Respondió el rey Sedecías: -Ahí lo tenéis, en vuestro poder: el rey no puede nada contra vosotros. Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Melquías, príncipe

real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo.

Ebedmelek salió del palacio y habló al rey: -Mi rey y Señor, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías,

arrojándolo al aljibe, donde morirá de hambre. (Porque no quedaba pan en la ciudad). Entonces el rey ordenó a Ebedmelek: -Toma tres hombres a tu mando, y sacad al profeta Jeremías del aljibe, antes

de que muera.” (Jer 38, 4-6. 8-10)

Hacia el año 605 a. C. el rey de Babilonia, Nabucodonosor, había derrotado al faraón de Egipto, Necao, en la

batalla de Kárkemis; y, después de la primera deportación (año 597), había nombrado a Sedecías rey de Judá.

Rey débil, es manejado por jefes de pocas luces, que le aconsejan seguir aliados con los egipcios, lo que les

llevaba a una política antibabilónica de fatales consecuencias para la nación. La situación de Jerusalén,

cercada por las tropas babilónicas, es crítica.

Jeremías defiende someterse a Babilonia, único camino para salvar la vida del pueblo. Como no ha

conseguido convencer al rey de la inutilidad de la resistencia, el profeta aconseja al pueblo que se ponga a

salvo, pues la resistencia es suicida. Y tendrá que sufrir las consecuencias de su opción. Sus palabras

fueron consideradas subversivas, porque sembraban la desmoralización en los defensores de la ciudad.

Los caciques que rodeaban al rey le proponen eliminarlo: Muera ese Jeremías, porque está

desmoralizando a los soldados... (v 4). Y el rey lo deja en sus manos (v 5). Ellos cogieron a Jeremías y

lo arrojaron en el aljibe (v 6), para que muriera en él.

Todos los profetas, de hoy y de siempre, aprenden en su propia carne que la verdad hiere a todos

aquellos a los que contradice o perjudica. Las masas o las autoridades y poderes de todo tipo siempre

encuentran un pretexto para eliminar a los profetas.

Jeremías tiene que agradecer a un etíope, servidor del rey, su liberación. Ha reconocido en él a un

enviado de Yahvé y pide al rey su liberación. El rey accede; y el extranjero, con suma delicadeza, saca al

profeta del pozo, ayudado por tres hombres (vv 7-13).

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Jeremías, hombre sensible e indulgente, hubiera sido un excelente profeta de la felicidad. Sin embargo,

es portavoz de desventuras, y se ve abocado a la persecución. Al igual que Jesús, es un ‘derrotista’ y

‘enemigo del pueblo’, que rechaza que todo vaya bien. No se presta al juego de engañar al pueblo

alimentando ilusiones imposibles. Es un perturbador que amenaza la tranquilidad pública, provocando

divisiones. Quiere abrir los ojos del pueblo a una realidad nada entusiasmante. Por eso es considerado un

peligro para los poderes.

Nuestra sociedad capitalista tiene un código intocable: países ricos y pobres; democracias montadas en

el propio bienestar y en el abuso de los pueblos pobres; gastos de armamento para que nada cambie...

La palabra profética, cuando contradice ese código, es considerada subversiva y ha de acallarse con todos los

muchos medios al alcance de los que dominan. Y siempre en nombre del bien del pueblo (Jn 11, 50).

LA COMUNIDAD CRISTIANA NO PASA DESAPERCIBIDA

“Hermanos: Una nube ingente de espectadores nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.” (Heb 12, 1-4)

La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, nos invita, en este domingo y en los dos

siguientes, a la perseverancia en la fe.

La nube ingente de espectadores son los antepasados (domingo pasado), a los que podemos añadir a

Jeremías, perseguido y triunfador por su fe. El texto nos muestra la vida de fe como una carrera (v 1),

siguiendo a Jesús (v 2), y una pelea contra el pecado (v 4).

El autor trae a la memoria de los destinatarios, los judeo-cristianos alejados de Jerusalén a causa de la

persecución y que anhelan volver a ella, el ejemplo del pueblo peregrino que fue el de sus antepasados.

Aquí lo aplica al pueblo cristiano, haciéndonos ver que siempre seremos nómadas en este mundo.

Los cristianos son los corredores del estadio y los graderíos están ocupados por sus antepasados, que

animan a sus descendientes. La distancia a recorrer es larga y es necesario desprenderse de todo lo que

pueda impedir terminarla: quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata (v 1).

Aunque sólo sea por sentido común, todo corredor se despoja de todo lo que le pueda impedir ganar. ¿Por

qué nos empeñamos en ‘correr’ cargados con tantas cosas?

Todos los espectadores no son animadores: hay también adversarios: los pecadores (v 3), que han hecho

sufrir a Jesucristo muchas afrentas, y tienen otras muchas reservadas a los seguidores fieles.

El texto destaca la imagen del pueblo peregrino, al que invita a fijar la mirada en el guía que conduce la

carrera a la meta, junto al Padre.

Jesús (vv 2-3) es el camino (Jn 14, 6). Los cristianos tenemos que seguir ese camino, que inició con su

vida y con su mensaje. Su ayuda será la fuerza que nos hará seguir adelante: no os canséis ni perdáis el

ánimo (v 3). Sin él, todo caminar sería vano; sin él, nunca llegaríamos a la meta. Abandonar la carrera,

por sus dificultades, sería la mayor insensatez.

Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado (v 4). Los destinatarios de la

carta, rehuían las persecuciones y los sufrimientos. Seguramente se habían imaginado, como nosotros,

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que ser cristiano era algo más sencillo. La vida y la muerte de Jesús les –nos- debería haber convencido

de lo contrario.

Dios, como todo padre que quiere sacar lo mejor de sus hijos, no quiere darnos todo hecho. La facilidad

nos vuelve caprichosos, superficiales, ligeros, consumistas. Además, el pecado está siempre presente en la

sociedad y en cada uno de nosotros. Tenemos que enfrentarnos con todas las dificultades para poder

desarrollarnos y crecer como personas.

Una comunidad cristiana nunca pasa desapercibida. Es para los demás lo que demostremos con nuestro

compromiso por el mundo nuevo. Debemos ahondar en nuestras vidas y en nuestras prácticas. ¿Son éstas

la celebración de aquéllas?

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DOMINGO VIGESIMOPRIMERO ORDINARIO

“LA PUERTA ESTRECHA”

LA SALVACIÓN DE JESUCRISTO

La palabra ‘salvación’ tiene un significado religioso solamente para nosotros, los cristianos. En el

lenguaje corriente se trata de algo que nos libera de una situación peligrosa. Por ejemplo: el que es sacado

del agua cuando se está ahogando.

Todos los humanos deseamos la salvación: la liberación de las guerras y catástrofes, de las injusticias y

opresiones, de las enfermedades y del hambre, y de un largo etc.

Podemos decir que existe una salvación cósmica, política y social, psicológica y moral. Todas tienen en

común el hecho de presentarse como ‘liberación’ de algo negativo.

La Iglesia y los cristianos aceptamos todas estas salvaciones, pero no las confundimos con la salvación

que nos consiguió Jesucristo. En todas se trata de una liberación. Pero, mientras las salvaciones humanas

nos liberan de males parciales con medios humanos, la salvación de Cristo nos libera del mal absoluto

-del pecado y de la muerte-, y lo hace por medio del misterio de la cruz –su pasión, muerte y

resurrección-.

Las primeras nos liberan provisionalmente; Cristo nos libera de la muerte definitiva. Por eso, no

podemos confundir las salvaciones, las liberaciones humanas, con la salvación de Dios. La salvación de

Dios acoge las salvaciones humanas que mejoran nuestro vivir, pero va más lejos y se coloca a otro

nivel: el del mal que nos impide ser verdadera imagen de la Trinidad, y que lleva a la muerte definitiva.

Una salvación que es don, gratuita, que nos consiguió Jesús a todos. Lo nuestro es aceptarla a través del

testimonio de la propia vida.

LOS CAMINOS DE DIOS NO SON LOS NUESTROS

“Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: -Señor, ¿serán pocos los que se salven? Jesús les dijo: -Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán

entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’.

Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.

-Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos.” (Lc 13, 22-30)

Jesús, decepcionado, ha dejado Galilea y se dirige a Jerusalén, enseñando en las ciudades y aldeas que

encuentra por el camino. El tiempo disponible para llamar a su propio pueblo a la conversión es cada vez

menor para él. Lleva unos dos años sin encontrar verdaderas respuestas a sus llamadas.

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Los discípulos se acercan a la hora del gran escándalo, ante un Jesús cada día más desconcertante; los

judíos no parecen tener más alternativa que deshacerse del molesto profeta nazareno, que ni respondía a

los esquemas religiosos tradicionales ni a las expectativas nacionalistas y políticas del pueblo. Todos

tenían la impresión de estar viviendo unos tiempos decisivos de su historia personal y comunitaria. La

misma predicación de Jesús así lo indicaba.

Los textos evangélicos siguen mostrando las diferentes perspectivas que existen entre Dios y nosotros.

Entre un Dios que no hace acepción de personas y que lee en el corazón de ellas, y unos hombres que

juzgan –juzgamos- por lo exterior, por las apariencias, que buscamos seguridades y nos aferramos a ritos

y parentescos para asegurarnos la salvación; entre un Dios que quiere que vivamos la verdadera vida, y

unos hombres desencantados, faltos de alegría, que renuncian a comprometerse por el mundo nuevo y que

se soportan y buscan remedios por caminos divergentes de la verdadera fe.

Aunque la vida de fe es un don de Dios, no podemos olvidar el esfuerzo humano. Sólo corriendo se

gana la carrera. El trabajo personal es el rail paralelo a la gracia de Dios.

¿Serán pocos los que se salven? Un oyente que ha escuchado el mensaje de Jesús le pregunta sobre el

número de los que se salvan, adelantándole la sospecha de que serán pocos. Tiene curiosidad por saberlo

y se sitúa desde fuera del problema. Su pregunta era normal en el ambiente fariseo de aquel tiempo. El

tema de fondo es la crisis que vive el pueblo de Israel frente a la universalidad de la salvación por la fe.

Es una pregunta que no ha dejado de plantearse a lo largo de la historia de la Iglesia. También entre

nosotros son muchos los que quieren tener una respuesta precisa sobre el número de los que entrarán en el

cielo. Por eso, siguen discutiendo sobre la necesidad del bautismo de los niños y el futuro de los no

bautizados.

Los cristianos que viven dentro de un esquema religioso simplista y reducido, por desconocer los

planteamientos evangélicos, suelen ajustar la salvación a lo que ellos hacen o piensan, identificando el

plan de Dios con su modo de pensar y de vivir. Es lo que hacían la mayoría de los judíos contemporáneos

de Jesús: los descendientes de Abrahán estaban llamados a la salvación si cumplían la ley de Moisés; el

resto de la humanidad, los paganos, jamás la alcanzaríamos si no aceptábamos esa ley. Y así, estos

cristianos excluyen de la salvación a los que no están bautizados, a los cristianos no católicos, a los que

practican otras religiones y, por supuesto, a los ateos y agnósticos. Es fácil que todos estos se lo

agradezcan, por resultarles poco atractiva una compañía tan necia y ñoña para toda la eternidad.

A la vez que se hacían esas exclusiones, proliferaban las devociones que proporcionaban de un modo

infalible la entrada en el paraíso. Convertían la religión en una agencia de viajes al paraíso, esos ritos

religiosos eran como el pago de la renta del ‘chalet celestial’.

A pesar de las grandes facilidades y rebajas concedidas para salvarse, suponían que el número de los

salvados sería muy reducido, dada la corrupción del mundo y la escasa credibilidad de ese cristianismo.

Si profundizamos en los evangelios, estaremos cada vez más en condiciones de comprender por qué

pudo introducirse en la Iglesia toda esa mentalidad materialista de la religión, con tan desastrosas

consecuencias para su vida interna y para su testimonio ante la sociedad. El no situarnos desde la

perspectiva de Jesús, que es la perspectiva del reino de Dios, ha traído graves consecuencias para la fe.

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LA SALVACIÓN NO ES TEMA DE CURIOSIDAD SINO DE COMPROMISO

Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Jesús no responde a la pregunta que le han hecho. Es

muy dudoso que supiera hacerlo. Su mensaje no pretende aterrorizar pecadores ni tranquilizar justos, sino

convertirnos a todos. El Padre admitirá al reino a los que hayan hecho el bien.

La respuesta de Jesús debería ser suficiente para terminar con todo cristianismo triunfalista que,

mientras hacía fáciles las cosas a los propios cristianos, se las ponía casi imposibles a los demás. Por eso,

cuando alguien nos plantee o nos planteemos la cuestión, lo más prudente es hacer como Jesús.

La entrada al reino no es más fácil ni más difícil para unos que para otros. Será la consecuencia de la

gracia divina en una vida vivida con sentido. Si queremos participar de la plenitud de vida que el Padre

quiere para todos, debemos empezar a vivirla ahora.

Vivir una vida con sentido nos pide elegir la puerta estrecha, que es fidelidad a la propia conciencia;

la puerta estrecha que consiste en cargar con la cruz de cada día (Lc 14, 27); la puerta estrecha de una

constante conversión a una vida personal más verdadera y a trabajar por unas estructuras sociales que

hagan posible la liberación de los oprimidos.

La salvación no es tema de curiosidad sino de compromiso, nos vendría a decir ahora Jesús.

LA PUERTA LA ABRE EL AMOR DE DIOS

Hay quienes se creen con derechos sobre el reino. Son los que se acercan a la puerta y mandan: Señor,

ábrenos. Sus –nuestras- razones parecen evidentes: hemos comido y bebido con él y hemos escuchado

sus palabras. Evidentemente, somos amigos y podemos exigir. Sin embargo, la respuesta es: No sé

quiénes sois. Jesús no nos reconoce si hemos sido obradores de iniquidad. Y es que cuando falta el amor,

todo lo demás carece de valor y de sentido. Es el amor lo único que puede abrir la puerta.

Es inútil pertenecer a la misma raza de Abrahán y de Jesús, inútil escuchar la Biblia y asistir a la

eucaristía, inútil pertenecer a esta o aquella asociación religiosa, inútil ser sacerdote u obispo, si no

queremos aceptar la conversión constante del corazón y el cambio hacia una religión que toque la misma

raíz del hombre. Pueden ser los pueblos extraños, los paganos incircuncisos de Oriente y Occidente, del

Norte y del Sur, los que se sienten a la mesa del reino con los grandes profetas y patriarcas; mientras

nosotros seamos echados fuera.

Las palabras de Jesús no dejan lugar a dudas: ni el templo, ni los sacrificios a Dios, ni la lectura de la

Biblia, ni el rosario ni la misa diaria, ni estar constantemente con el nombre de Dios en los labios, son

decisivos para la salvación, si no van acompañados de las obras de la justicia.

Hemos de evitar hacer ciencia-ficción: quién se salva, cuántos... y seguir las orientaciones que nos

ofrecen los evangelios: la prueba decisiva, desde nosotros, son las obras. Ni siquiera debemos pretender

que nuestro camino sea el mejor para llegar a Dios. Es cierto que para nosotros Jesús es ‘el camino, y la

verdad, y la vida’ (Jn 14, 6), pero, ¿podemos afirmar que son sus planteamientos los que vivimos los

cristianos? Tenemos tendencia a reducir los horizontes del reino de Dios y de la vida humana a nuestras

perspectivas personales, y a encerrarlo todo en una Iglesia prefabricada por nosotros mismos. Una Iglesia

aún hoy con demasiadas murallas –costumbres, lenguaje, ritos, cultura, inercias históricas- lo

suficientemente eficaces como para mantener alejados de ella a contemporáneos nuestros que ya están

construyendo el reino con su vida, obrando el bien con sudores y fatigas, liberando oprimidos incluso de

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las garras de ‘cristianos’ opresores. Mientras, nosotros podemos estar velando el ‘cadáver’ de unas

comunidades, de unas parroquias, de unas órdenes religiosas y de unas diócesis cerradas en sí mismas,

que ya no tienen nada que decir al hombre de hoy.

No podemos olvidar que el reino es más que la Iglesia; que hay quienes trabajan por el reino sin ser

cristianos, y cristianos antisignos del reino. Por lo que debemos saber descubrir y valorar todo lo que hay

de reino fuera de la Iglesia, y desenmascarar todo lo que sea contrario a él dentro de ella y de cada uno de

nosotros.

La Iglesia no puede seguir siendo un coto cerrado que asegura la salvación a los que le son fieles. Debe

evangelizar, abrir caminos de salvación y de ilusión a todos los hombres, para que éstos vuelvan a

encontrar en la religión un aliciente para su vida.

Utilizar la religión sólo para ‘salvar el alma’ la ha convertido en hipocresía y opio, al conciliar esa

salvación con la miseria y la explotación de millones y millones de ‘cuerpos’, a cuyas ‘almas’ se les

promete el cielo siempre que acepten ciertas condiciones.

La Iglesia tiene que ser capaz de descubrir, a los hombres y a los pueblos de todos los lugares, el

fermento de reino de Dios que existe dentro de ellos mismos.

Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. Parece la dolorosa conclusión de la

historia de la evangelización durante el primer siglo. Los judíos, que debían haber sido los primeros en

aceptar a Jesús, lo han rechazado, con lo que han quedado relegados al último lugar; mientras los paganos

han ido ocupando progresivamente los primeros lugares en la naciente Iglesia.

Pero la frase, como todo el evangelio, no se refiere solamente a aquella época y a una sola categoría de

personas; vale para todas las generaciones de creyentes, y también para la nuestra. No son los que

aparecen como los más importantes los que realmente lo son para Dios. Él aplica otros criterios. Lo

importante no es preguntarnos por el puesto que ocupamos en la Iglesia, sino la fidelidad en el

seguimiento de Jesús. Lo importante no es preguntarnos por el número de los salvados o si estaremos

nosotros entre ellos: es preferible dejar todo eso en las manos de Dios, que siempre serán mejores manos

que las nuestras. ¿No nos está insinuando la frase que todos seguiremos a esos ‘primeros’, aunque sea en

el último lugar?

TODAS LAS NACIONES ESTÁN LLAMADAS A LA SALVACIÓN

“Esto dice el Señor: Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria les daré una señal, y de entre ellos despacharé supervivientes de las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria: y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén –dice el Señor-, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor.

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De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas –dice el Señor.”

(Is 66, 18-21)

La división entre los hombres en lenguas, naciones y razas es uno de los signos del pecado (mito de la

Torre de Babel. Gén 11), del egoísmo sobre el amor. Un signo de la salvación de Dios que actúa en el

mundo es la reunión de la humanidad en un solo pueblo. Dios mismo será el artífice de esa universalidad.

La primera lectura, tomada del último capítulo del Tercer Isaías, escrito un siglo después del regreso

del exilio de Babilonia, es un cántico que habla de la conversión de todos los pueblos al Dios de Israel,

razón por la que se lee hoy para iluminar el texto evangélico. Este poema es, en este plano universalista

de la salvación, uno de los más audaces del antiguo Testamento.

¿A quién va dirigida la salvación de Dios? ¿A quiénes llama Dios a su reino? Cuando el pueblo de

Israel había regresado del destierro de Babilonia y vivía las dificultades de reconstruir el país devastado,

el profeta les proclama este anuncio gozoso para que abran los ojos y miren más allá de sus fronteras.

El autor sigue pensando, lo mismo que sus predecesores, que al final de los tiempos Israel saldrá

vencedora de todas las naciones enemigas. Alude a esta creencia cuando se refiere a las naciones

‘salvadas’, de las que no excluye a ninguna, por lejos que estén.

Eliminado todo lo que impedía a los paganos el acceso al templo de Jerusalén, también ellos

participarán en las peregrinaciones tradicionales, sus ofrendas serán aceptadas, y algunos de ellos llegarán

a ser sacerdotes, con lo que quedará abolido el monopolio de Aarón. El culto no estará reservado a una

casta o a una cultura, por muy elegidas que sean, si se quiere que sea expresión de toda la humanidad

reunida en Dios.

El poema anuncia una señal misteriosa que se ofrecerá a las naciones para congregarlas en un mismo

pueblo. La señal es Jesucristo resucitado, que incorporará en sí mismo a toda la humanidad. Con él, no

habrá barreras de ninguna clase. Todos los pueblos serán una sola y gran comunidad.

Visión magnífica de la Iglesia, extendida por todo el mundo, que tiene su centro en Cristo encarnado en

la tierra de Israel. Un Israel que se negará a derribar las barreras levantadas contra los paganos y Jesús

pagará con su vida su esfuerzo por hacer universal el pueblo de Dios.

VALOR DE LAS PRUEBAS DE LA VIDA

“Hermanos: Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: ‘Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos’. Acepta la corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?

Ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero después de pasar por él, nos da como fruto una vida honrada y en paz. Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, en vez de retorcerse, se curará.”

(Heb 12, 5-7. 11-13)

La carta a los Hebreos sigue invitándonos a despertar, a caminar, a no dejar que se duerma nuestra vida

cristiana. Carta que, además de una importante teología, contiene una serie de consejos y de

amonestaciones morales y prácticas para la vida cristiana. Hoy leemos un texto sobre el valor de las

pruebas de la vida. Para ello nos presenta un texto del libro de los Proverbios (3, 11-12), que trata del

valor de la corrección, y nos muestra que la prueba, sea cual sea, es un signo del amor de Dios que

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reprende a los que ama. El razonamiento trata de convencer a sus destinatarios a que soporten las pruebas

del destierro lejos de Jerusalén. No deben extrañarse de las dificultades por las que están pasando. Son la

señal de que Dios les quiere, aunque sea difícil entenderlo ahora. Las pruebas de la vida forman parte de

la pedagogía paternal de Dios (vv 5-8). Lo que siendo niños, han hecho nuestros padres con nosotros

para educarnos en el bien, eso hace Dios y de forma más perfecta (vv 9-10) No debemos rechazar la

corrección, aunque sea amarga, porque, si se hace bien, sus frutos serán beneficiosos y duraderos (v 11), y

ayudan a ir por caminos más verdaderos (vv 12-13).

Nuestra debilidad humana instintivamente se revela contra todo lo que sea contrario a nuestros deseos.

Únicamente con el paso del tiempo nos damos cuenta de la importancia de la prueba y del bien que nos

supuso.

Palabras de ánimo y de fortaleza, que alientan en el camino de la fe, tan lleno de pruebas y tentaciones.

Si no somos conscientes de estas pruebas y tentaciones, debemos dudar de la veracidad de nuestra fe.

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DOMINGO VIGESIMOSEGUNDO ORDINARIO

LOS PRIMEROS PUESTOS

LA VERDADERA VIDA

¿Por qué la verdadera vida será tan distinta de lo que vivimos? ¿Por qué la ilusión de la mayoría es

llegar al mejor puesto, aunque no se sirva para él o haya que lograrlo pisando a los demás? ¿Por qué no se

busca ser eficaz y útil en el servicio a los otros, sino el propio encumbramiento? ¿Por qué estamos llenos

de tanta vanidad, ostentación y mentira? El autor del Génesis (1-11) quiso darnos una explicación en

forma poética: El pecado-mal está metido en todos nosotros de forma increíble.

Hoy como ayer se buscan los primeros puestos en el campo político, social, laboral y religioso; se

promueve la competitividad, el ganar más que los demás, el sentirse seguro de sí mismo.

Para Jesús lo más importante es amar. Pero nosotros, egoístas y engreídos, que nos desvivimos por

ocupar los primeros puestos, por aparentar, no sabemos amar y sólo vemos a los demás en función

nuestra, para dominarlos, para que nos admiren. No nos queda sitio ni tiempo para el amor, para los

demás. Tampoco para el Dios de Jesús. Por eso nos es muy difícil entender lo verdadero.

El orgullo, la autosuficiencia, el afán por los primeros puestos, es lo corriente en las sociedades humanas de

siempre. Sin embargo, es el humilde el que se granjea el aprecio de los demás y el favor de Dios. Las

grandezas humanas son tan efímeras que no deben ser antepuestas al reino de Dios.

Son los humildes los que conquistan los primeros puestos. Jesús nos enseña que es el camino de la

verdadera humanidad. La humildad y la generosidad de dar sin esperar recompensa son dos características

del discípulo de Jesús. Virtudes que se alimentan y expresan en la oración, especialmente en el

Padrenuestro.

EN CASA DE UN FARISEO

“Entró Jesús un sábado en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.

Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso este ejemplo:

-Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: ‘Cede el puesto a éste’. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.

Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que cuando venga el que te convidó, te diga: ‘Amigo, sube más arriba.’ Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales.

Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.

Y dijo al que lo había invitado: -Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus

hermanos ni a tus parientes ni a tus vecinos ricos; porque os corresponderán invitándote y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.” (Lc 14, 1. 7-14)

Jesús acepta la invitación de uno de los principales fariseos para comer. Es la tercera vez que, según

Lucas, va a comer a casa de un fariseo rico y, como en las dos anteriores (Lc 7, 36-50 y 11, 37-54), el

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anfitrión no saldrá bien parado. En estas comidas, solía tener muy presente el banquete escatológico del

reino, hacia el que caminaba y quería que caminemos también nosotros.

El que lo invita es un jefe de fariseos. La sala en la que entra Jesús rebosa, por tanto, de devoción a la

ley mosaica, cuyo cumplimiento estaba por encima, incluso, del bien del prójimo. No dudaban en

absoluto de su modo de interpretar la ley, por lo que eran unos interlocutores casi imposibles de

convencer.

Era sábado. El cumplimiento del descanso en este día, obligatorio hasta para el mismo Dios, se

interpretaba como la expresión suprema de la religiosidad israelita y, desde luego, farisea.

Para Jesús el sábado y toda la ley están al servicio del hombre; nunca al contrario. Por eso, ha curado en

sábado sin tener necesidad apremiante para ello, condición que ponía la ley para poder hacerlo; y volverá

a curar en esta ocasión.

Lo estaban espiando. Cada vez que Jesús era huésped de un fariseo, se le observaba minuciosamente.

La conclusión siempre será la misma: no puede ser un profeta de Dios; no responde a sus prácticas

fariseas, única norma y medida de la voluntad de Dios. Ellos ya lo sabían y lo vivían todo. Eran los

‘sanos’ que no necesitan médico. Y vigilaban y condenaban a los que no actuaban como ellos.

Se presentó un hombre enfermo de hidropesía. Posiblemente es un curioso de los que asistían a estas

comidas como espectadores. Todos los ojos están fijos en Jesús y en el enfermo (vv 2-6, que no se leen)

Jesús toma la palabra para ‘preguntar a los letrados y fariseos si es lícito curar los sábados o no’. Una

pregunta que ellos ya habían contestado hacía tiempo: sólo en peligro de muerte, que no era el caso. La

pregunta de Jesús era como una provocación.

‘Se quedaron callados’. No querían discutir con Jesús, puesto que ellos tienen la doctrina verdadera.

Jesús quiere que se replanteen su interpretación de la ley. Deseo imposible en gente así.

‘Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió’. Su acción debería haber suscitado el estupor de los

comensales. Pero no: lo había curado en sábado sin ninguna necesidad, y había provocado una gran

tensión en el ambiente.

LOS ÚLTIMOS PUESTOS SIEMPRE ESTÁN LIBRES

Notando que los invitados escogían los primeros puestos, Jesús, en aquel ambiente enrarecido por la

curación, inicia una enseñanza, según se acostumbraba en aquellos tiempos en esta clase de comidas. Y la

comienza con un ejemplo del que pretende extraer unas enseñanzas. En sus palabras late su objetivo: el

reino de Dios. Lo que observa le sirve de imagen para exponer su doctrina de salvación.

Los invitados debían observar en los banquetes un riguroso orden de precedencia, que se otorgaba por

la edad, dignidad y categoría de los invitados. Cada uno elegía su puesto conforme a su rango, que él

mismo se asignaba. Los fariseos cuidaban mucho su honor y estaban convencidos de tener derecho a los

primeros puestos. Con la misma seguridad con que ocupaban los primeros puestos en la mesa, juzgando

que les correspondían como propios, creían saber también cuál era su puesto en la mesa del reino de Dios:

sin duda, los primeros.

Jesús al ponernos este ejemplo se muestra observador atento y mordaz. Aquella búsqueda de los

primeros puestos estaba –y está- en oposición con el reino de Dios. No sólo están los que preguntan

quienes se salvarán, como vimos el domingo pasado, sino los que se preocupan por ‘salvarse más’ que los

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demás, y pretenden que se repita en el reino de Dios las categorías sociales que dividen a los hombres en

más dignos y menos dignos. Ante tan ridícula y extendida pretensión, Jesús debía actuar con firmeza y

afirmar la primacía de la humildad. La vida verdadera no se conquista con honores, buscando la propia

grandeza, sino con el servicio hacia los otros.

Jesús nos recomienda ocupar los últimos puestos, los que siempre están libres. Que no entremos en el

juego de un mundo en el que vencen los que pierden su propia dignidad y libertad. Que nos demos cuenta

que es la persona lo que hace más grande aun la ocupación más modesta. Que nos dediquemos a las

personas a las que nadie gusta dedicarse. Que existen muchos oficios insignificantes a nuestro alrededor

esperando que alguien les dé un significado. Que si elegimos los últimos puestos, estemos seguros de

encontrarlo allí y de colaborar con él en la construcción del mundo nuevo.

VIVIR CONTRA CORRIENTE

Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido. Sólo los

sencillos saben ocupar su lugar de criatura. Y cuando uno ocupa su propio lugar, está en disposición de

encontrar a Dios. La revolución del Padre sólo se dirige a los humildes (Mt 11, 25).

No es lo mismo ser humillado que ser humilde. Será humillado el hombre que ahora busca sobresalir a

costa de lo que sea. Y es humilde el que vive el espíritu de las bienaventuranzas, que son como la

expresión del verdadero amor.

La humildad, que es uno de los pilares del evangelio, se opone frontalmente a lo que es norma en

nuestro mundo, dominado por el culto al éxito, por la obsesión de figurar, de imponerse. Esa obsesión

alimentada constantemente por la publicidad, que nos lanza hacia el tener y el poder y hacia la ley del

mínimo esfuerzo.

La humildad es difícil de entender; para comprenderla es necesario vivirla: se entiende ‘desde dentro’.

Si no partimos de la visión real de nosotros mismos, es imposible llegar a ella. Es la condición para el

amor; sólo el que es humilde sabe amar, y ama en la medida en que es humilde. La humildad nos capacita

para conocer con exactitud las propias capacidades y cualidades, nos impide sobre valorarnos, nos

impulsa a prestar atención a todos los demás. Por ser una actitud religiosa, define nuestra situación ante

Dios y el lugar que ocupamos en la creación. Es hermana de la sinceridad, lo mismo que el orgullo es

hermano de la hipocresía y del fariseísmo. La humildad nos empuja a desarrollar todas nuestras

capacidades, conscientes siempre de nuestra condición de criaturas.

Es necesario que dejemos de fantasear con nuestros méritos, de pretender saber cómo Dios hace las

cosas. Pongámonos en nuestro lugar y no pretendamos actuar como los consejeros de su reino. El coraje

necesario para ser verdaderamente humildes es mucho mayor que la agresividad que se necesita para

dominar.

Cuando des una comida o una cena... También el anfitrión es implicado en el diálogo. Las

conveniencias sociales no deben ser las que muevan las relaciones entre nosotros, sino el servicio de los

necesitados. Dar y servir a los que tienen, para poder recibir después de ellos ha sido una constante

lamentable en nuestra Iglesia. El acercamiento a los ricos y poderosos se ha pagado con el alejamiento de

los pobres y de las clases proletarias. Es posible que, en general, no se haga por mala fe, o para vivir

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mejor, sino pensando que de esa forma la Iglesia sería más conocida, llegaría a más gente, y Jesús sería

más conocido y apreciado.

Jesús invita al dueño de la casa a no organizar banquetes para los amigos, hermanos, parientes y

vecinos ricos. Todos ellos pueden devolver la invitación.

Debe invitar a pobres, lisiados, cojos y ciegos, a los marginados de los que no se puede esperar

recompensa. Hoy podríamos hablar de ilegales, alcohólicos, drogadictos...

La evangelización de estos pobres y su lugar de privilegio dentro de la Iglesia será el signo más evidente del

reino que nos anunció Jesús.

Cuando los cristianos o la comunidad humana actuemos así, tendremos la impresión de estar perdiendo

y, sin embargo, será cuando de verdad estemos creando a nuestro alrededor la imagen o signo de la

verdadera humanidad que es el reino de Dios. Es posible que muchos afirmen que están locos, que son

tontos, que no saben vivir sobre la tierra. Pero su gesto es el decisivo para hacer presente ahora y aquí el

reino de Dios. Sólo quien reparte sin calcular, el que se entrega a los demás, está alcanzando su grandeza

Te pagarán cuando resuciten los muertos. Es verdad que hace falta un despego poco común para

prestar a fondo perdido, y aplazar el ‘reembolso’ de la deuda hasta los últimos días; lo mismo que para

abstenerse de los primeros puestos, evitando colaborar en una sociedad convertida en una selva regida por

la única ley de los más brutos. O la religión es un bien en sí mismo o se convertirá en una conveniencia.

No podemos actuar porque está mandado, o lo pide la religión, o lo manda la Iglesia, o para ganar el

cielo. Si actuamos así es porque no hemos crecido personalmente. Hemos de obrar por propio

convencimiento.

Si queremos seguir el camino de Jesús es preciso vivir contra corriente. Si creemos y esperamos en un

reino abierto a todos los hombres que hayan vivido con amor, es necesario que ya ahora vivamos

colocando en primer lugar de nuestra valoración el amor, la verdad y la justicia. Nuestra vida será más

auténtica si no entra en el juego del dar y del recibir, a la vez que será un interrogante para los que vivan

instalados en su comodidad y en su egoísmo. La vida se gana mediante este servicio verdadero.

LA HUMILDAD, CAMINO PARA LA SABIDURÍA

“Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes.

No corras a curar la herida del cínico, pues no tiene cura, es brote de mala planta. El sabio aprecia las sentencias de los sabios el oído atento a la sabiduría se alegrará.”

(Eclo 3, 19-21. 30-31)

El libro del Eclesiástico fue escrito a principios del siglo II a. C., antes de la rebelión de los Macabeos (años

167-166). El autor intenta afianzar la fe de los judíos ante la invasión intelectual del helenismo.

Ben Sirá, autor del libro, pondera la sabiduría del pueblo de Israel; una sabiduría no sólo humana, como

la griega, sino guiada por la voluntad de Yahvé.

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La primera lectura de hoy está formada por dos breves fragmentos enlazados por una misma idea: la

primera trata de la humildad; la segunda, de la sabiduría. Dos virtudes que tiene que conseguir la

persona que quiera vivir de acuerdo con el camino de Dios; porque nada más contrario al espíritu de los

libros bíblicos que el orgullo o la irreflexión.

Para captar el pensamiento de Ben Sirá tenemos que conocer qué es para él la sabiduría. La concibe, a

la manera judía, como un conocimiento y sentido común que llevan, en la práctica, a desentrañar los

sucesos más delicados. Desconfía mucho de toda especulación humana y especialmente de la sabiduría

intelectual de los griegos. Es consciente de que la sabiduría es única y que reside en Dios, que es el que

posee el secreto de toda la creación y el secreto de sí mismo. Un Dios que nunca se revela al ser humano

enteramente, porque éste no puede abarcarlo y sólo logrará, aunque sea un santo, alcanzar un determinado

nivel de esa sabiduría. Es una absurda presunción querer suplantar esa sabiduría, origen y meta de todo lo

que existe.

Ben Sirá está convencido de que todo conocimiento de Dios es inseparable de la fidelidad cotidiana

hacia él. A Dios se le va conociendo en la medida en que se le sigue con el compromiso de la propia vida.

Al corazón seguro de sí mismo del soberbio, el autor opone el corazón dócil y humilde del sabio, que,

en lugar de buscar su doctrina en fuentes extrañas, reflexiona y se deja instruir por la ley, grabada en el

corazón humano. Si, además de esto, pone en práctica lo aprendido, alcanzará la verdadera sabiduría.

La búsqueda y la conquista, siempre parcial, de esta sabiduría no es un logro puramente humano: es

siempre el mismo Yahvé el que está en ella para hacernos partícipes de su vida y de su misterio.

Con ello prepara admirablemente el camino que nos mostrará Jesús, quien encarnó a la perfección las

actitudes y la práctica que suponen las enseñanzas del sabio judío.

Quien hace cosas verdaderamente importantes, no tiene necesidad de inflarlas para llamar la atención y

la admiración del público. Signo de sabiduría no es el mucho hablar, sino el oído atento. El sabio se

conoce por su deseo de entender y por la capacidad de escuchar.

LAS DOS ALIANZAS

“Hermanos: Vosotros no os habéis acercado a un monte tangible, a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni habéis oído aquella voz que el pueblo, al oírla, pidió que no les siguiera hablando.

Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a la asamblea de innumerables ángeles, a la congregación de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.”

(Heb 12, 18-19. 22-24a)

El autor de la carta a los Hebreos compara frecuentemente el antiguo con el nuevo Testamento, viendo en las

personas y hechos del primero las figuras y las realidades del segundo. Después de insistir en algunas virtudes

cristianas (vv 14-17, que no se leen), da la razón general del porqué de la exigencia de santidad al cristiano (vv

18-29). Mientras que la ley mosaica fue dada por Yahvé, con gran despliegue de fenómenos naturales, para

significar que era ley de temor (vv l8-21), para la promulgación de la ley cristiana, que se fundamenta en el

amor, todo ha sido luz, armonía y perdón (vv 22-24).

Las montañas desempeñaban un papel muy importante en el judaísmo, lo mismo que en la mayor parte de las

religiones tradicionales. El hecho de estar elevadas hacia el cielo, supuesta morada de Dios, era suficiente para

atribuirles un carácter sagrado, sobre todo cuando fenómenos naturales rodeaban su cima de un halo sagrado,

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como indica la primera parte de la lectura de hoy, trayéndonos a la memoria el Sinaí, el monte rodeado de

nubarrones y tormentas, que inspiran temor.

En contraposición con el Sinaí, la segunda parte de la lectura nos habla del monte Sión, el de Jerusalén, que

asocia inmediatamente a la Jerusalén del cielo, la morada del Dios vivo.

Son las dos alianzas de Dios con su pueblo. La primera, al inicio, inspiradora de miedo, centrada en la ley; la

segunda, transida de espíritu filial entre Dios y los hombres, fundamentada en la entrega del Hijo hasta la

muerte. Una segunda alianza, que posibilita también la relación de amistad con los justos que han llegado a

su destino (v 23), cuya vida y recuerdo ayudan a la vida de los cristianos que todavía peregrinamos ‘aquí

abajo’.

Jesús, Dios y hombre, Salvador y santificador de todos, es el Mediador de la nueva alianza. Nos ha

liberado de la alienación a que nos tenía sometida la naturaleza, por su triunfo sobre la muerte. A partir de él,

el culto del hombre liberado ya no tendrá lugar en las faldas de los montes, sino en las asambleas de los

hombres libres, al lado de los ángeles que tenían la misión de dominar las leyes de la naturaleza; al lado, sobre

todo, del Hijo.

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DOMINGO VIGESIMOTERCERO ORDINARIO

CONDICIONES PARA SEGUIR A JESÚS

SER CRISTIANO

“Mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: -Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su

mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.

Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a

calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de

él los que miran, diciendo: ‘Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.’ ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si

con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones

de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser

discípulo mío.” (Lc 14, 25-33)

Para ser cristiano no es suficiente con aceptar un conjunto de verdades irrenunciables, ni limitarse a una

serie de prácticas religiosas. Una conducta que no esté de acuerdo en los hechos con el seguimiento de

Jesús no puede ser cristiana. Porque Jesús no es un ideólogo que reclama únicamente una adhesión mental

a sus ideas, sino una persona que nos presenta su modo de vivir como única forma de autenticidad.

Lucas se refiere, como todo su evangelio, a todos los cristianos, sin ninguna distinción, aunque a veces

matice las distintas ‘vocaciones’ en que podemos llevar adelante el seguimiento.

El texto consta de tres sentencias, terminadas todas con las mismas palabras –no puede ser discípulo

mío-, y de dos parábolas, que nos ayudan a comprender la obligación que tenemos los cristianos de echar

nuestras cuentas, antes de decidirnos a seguir a Jesús de una forma personal y responsable.

En el camino hacia Jerusalén mucha gente acompañaba a Jesús. ¿Qué buscaban? Parece que Jesús se

sentía incómodo y se vio obligado a aclarar algunas cosas: Seguirle no es un simple acompañarle, sino

algo más profundo, que requiere un claro conocimiento de lo que significa, y una voluntad decidida y

generosa.

Quiere enseñarnos a todos que, en nuestra vida cristiana, lo primero es Dios; y después, todo lo demás.

Si no llevamos en lo más profundo de nosotros mismos esta predisposición, no podemos ser discípulos

suyos. Si ahondamos estas exigencias, veremos que responden a nuestra verdadera vida.

Nuestra sociedad y cada uno de nosotros vivimos insatisfechos, porque vemos el mundo y a nosotros

mismos de una manera deformada; padecemos tan intensamente la presión del ambiente, que nos vemos

literalmente obligados a percibir todo lo que nos rodea de una forma falseada. Somos infelices porque no

dejamos de pensar en lo que no tenemos y en que las cosas no nos salen como querríamos.

Si queremos ir obteniendo la felicidad hemos de estar dispuestos a posponerlo todo y a todos, incluso a

nosotros mismos, al amor de Jesús. Verlo todo como una atadura, un inconveniente, un impedimento, que

es lo que son en realidad. Después, tratar de amarlo todo con el amor de Jesús, que nos lleva a

experimentar nuestro verdadero ser de criaturas, única forma de destruir en nosotros ese aferramiento a

las cosas y a las personas que nos hacen esclavos de ellas.

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EL ÚNICO ABSOLUTO ES DIOS

Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus

hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.

La necesidad de optar en algunos momentos de la vida es lo que nos provoca las crisis y, a la vez, lo que nos

permite ir adquiriendo la propia identidad personal.

Existen opciones fáciles, cuando tenemos que elegir entre algo claramente bueno o malo. En estos

casos en realidad no hay opción, porque no entra en juego nuestra libertad, que consiste en elegir entre

dos bienes. Sólo queda asumir las consecuencias del acierto o del error en la elección.

La opción que provoca crisis y desgarramientos, dudas y angustias, es la que debemos hacer entre algo

bueno que ya poseemos y algo, también bueno, que se nos presenta como un paso adelante y que nos

exige posponer lo anterior.

Renunciar a algo bueno sólo es posible a cambio de aceptaciones más plenas. Decir ‘no’ a algo bueno,

es en realidad decir ‘sí’ al total de la vida que Dios ha soñado para nosotros. Los creyentes no

infravaloramos el mundo, sino que lo valoramos con una luz nueva: la luz de Dios.

Esa luz nueva no significa relativizar el amor a los padres, que es un mandamiento de Dios; ni el amor

a los hijos, del que el Padre del cielo es modelo; ni el amor matrimonial, signo del amor de Cristo a la

Iglesia; ni tampoco un desprecio a la propia vida, que es un don de Dios que nos llama a vivir su misma

vida. Jesús pretende que todo eso lo amemos desde él. Como él lo ama. De esa forma lo amaremos mejor

y, algún día, en plenitud, que es como debemos tratar de llegar a amar toda la realidad.

Quiere que vivamos la vida en toda su intensidad y verdad, y para ello es necesario que no la

confundamos con el único Absoluto, que es Dios; el Dios que vamos encontrando siguiéndole a él.

Porque Dios quiere que amemos con un amor pleno y verdadero a los padres, a los hijos, a los esposos, a

los hermanos, a todos y a nuestra propia vida. Dios, que valora como nadie nuestra vida, quiere que no

nos instalemos en ella; quiere que vayamos siempre más allá y que lo valoremos todo desde su verdad.

Seguir a Jesús es optar por un amor abierto a toda la humanidad, como el suyo: porque sólo tratando de

vivir plenamente un amor universal caminamos y construimos el reino de Dios; sólo desde ese amor

podremos amar a todos de verdad, porque el amor, al contrario que el dinero, es mayor en cada uno

cuanto es más universal. (Si se reparte dinero, se toca a menos si hay más para repartir). El seguimiento

de Jesús nos lleva a un comportamiento nuevo con toda la creación y con todas las personas.

ELEGIR ES RENUNCIAR

Quién no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. La muerte en cruz era el castigo de

los infames, de los desertores y de los esclavos. El que llevaba la cruz perdía en ella la honra y la vida. La

cruz le condenaba a la destrucción total. Ser discípulo de un rabino era caminar detrás de él escuchándole

y construyendo la propia vida a imagen de la suya.

La cruz es la aceptación de la voluntad de Dios, y la lucha por el mundo que él desea; lo que nos lleva a

asumir la vida como una forma de servicio a la humanidad. Es vivir ‘peligrosamente’.

Parece que Jesús no tenía interés en un gran número de seguidores. En cambio, a nosotros nos encanta

ver a muchos niños en las catequesis de primera comunión, estamos aún más satisfechos si son muchos

los jóvenes que forman parte de un movimiento cristiano y asisten a las celebraciones juveniles, nos gusta

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que las parejas sigan casándose por la Iglesia, nos gustaría que vinieran más a nuestras eucaristías y fuera

más numeroso el número de cristianos que participaran en las comunidades cristianas. Añoramos la

‘mucha gente’ y tenemos la tentación de pensar que debemos dar facilidades para que sean muchos.

Jesús nos dice que sólo deben atreverse a seguirle los que opten por ello, después de una madura

reflexión. Quiere que nos enfrentemos con nosotros mismos; que nos preguntemos quiénes somos, qué

queremos hacer, cuál es nuestro proyecto de existencia, qué estamos dispuestos a arriesgar, qué

consideramos lo mejor para nuestra vida. Y, después, que decidamos.

Según las dos parábolas que vienen a continuación, Jesús quiere que pospongamos nuestra elección

cristiana, la retardemos o anulemos para no tener que enfrentarnos después con unos compromisos que no

podamos llevar adelante.

Todo el que quiere emprender algo importante en su vida, debe examinar cuidadosamente si tiene

medios y fuerzas suficientes para tal empresa, como hacen el constructor de la torre y el rey de las

parábolas. La enseñanza es sencilla: los proyectos de este mundo imponen costos, planes, sacrificios. ¿Por

qué dejamos el seguimiento de Jesús a lo que salga, sin un orden, sin lógica y sin compromiso?

Es necesario emprender el seguimiento de Jesús con los ojos y el corazón bien abiertos, pararse antes a

reflexionar y saber qué hace falta para seguirle. Todos debemos tener un proyecto de camino cristiano: ¿a

qué Jesús seguimos?, ¿qué Iglesia queremos?, ¿qué tarea debo realizar como cristiano en el mundo?

Sólo debe adherirse a Jesús el que esté dispuesto a las renuncias decisivas. El que piense que en estas

condiciones el ‘negocio’ no merece la pena, debe desistir. Cada uno debemos decidirnos personalmente,

nadie puede hacerlo por otro. Es la fidelidad a uno mismo lo que nos madura como personas y como

creyentes. No debemos consentir las cosas que se hacen a medias. Una obra interrumpida no es la mitad

de la obra: es un fracaso. Las cosas hechas a medias no son algo que ha quedado a la mitad: son nada.

El cristiano verdadero se lanza hasta el fondo. El mundo está tan confuso porque las cosas se hacen a

medias, la verdad se dice a medias, las personas somos buenas a medias. La reflexión nos ayuda a ser

realistas, y el realismo excluye la obra hecha a medias.

Otra cosa es la realidad del pecado, presente siempre en el que ha optado. Este pecado es el que asume

la Iglesia como propio; pero no la falta de opción por Jesucristo.

En los países llamados cristianos, seguimos a Jesús sin haberlo elegido con una clara y consciente

opción personal. Se nos bautiza a los pocos días de nacer, hacemos la comunión y recibimos la

confirmación ‘en la fe’ cuando apenas hemos llegado al uso de la razón. Después viene esa vida ambigua

barnizada de cristianismo.

Jesús, consciente de lo que nos pide, no nos exige que hagamos la opción inmediatamente. Tenemos,

incluso, el derecho a mirar a otras religiones e ideologías, a preguntar a los que han tomado otras

opciones.

Todo el evangelio es una llamada a la libertad interior y al crecimiento humano. Libertad y crecimiento

que sólo lograremos a través de las opciones personales. Estamos cerca de Jesús y de su reino si somos

fieles a nosotros mismos en la gran opción de dar sentido a nuestra existencia, a pesar de todos los

pecados inherentes a nuestra fragilidad humana.

El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío. Hasta aquí, las condiciones del

seguimiento se han formulado en términos de amor. Ahora, al referirse a los ‘bienes’, el lenguaje cambia.

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El discípulo de Jesús debe ‘renunciar’ totalmente a los bienes, porque el reino de Dios –la gran revolución

social- sólo puede realizarse con las personas que sean capaces de renunciar a todo lo que tienen y a todo

lo que son, única forma de que nazca y se desarrolle el ser humano según el Espíritu de Dios.

Renunciar a todos los bienes, supone utilizar a favor de los demás, principalmente de los que más lo

necesiten, todo lo que tenemos y somos: dinero, conocimientos intelectuales, habilidades, tiempo...

Lucas condena para siempre una propiedad privada en la que el dueño se cree con el derecho de utilizar

la riqueza a su capricho. La propiedad privada sólo es cristiana en la medida en que se pone al servicio de

la comunidad humana. Esa propiedad privada nefasta, que nos domina y absorbe nuestro pensar y vivir

(Lc 16, 13; Mt 6, 24), nos incapacita para ser lo que debemos ser y hace imposible el reino de Dios aquí.

Nuestra sociedad no entiende estas cosas, las considera cosas de locos. ¿Las entendemos nosotros?

NO ES PRECISAMENTE LA SABIDURÍA LO QUE ABUNDA EN NUESTRO MUNDO

¿Qué hombre conoce el designio de Dios, quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma y la tienda terrestre abruma la mente que medita. Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano: ¿Pues quién rastreará las cosas del cielo, quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo? Sólo así serán rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprenderán lo que te agrada; y se salvarán con la sabiduría los que te agradan, Señor, desde el principio.”

(Sab 9, 13-19)

La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, pertenece al final de la segunda parte del libro

(capítulos 6.9). Nos presenta el culmen de la revelación del antiguo Testamento sobre ella.

El capítulo 9 amplía la plegaria que hizo Salomón a Yahvé cuando se le apareció en Gabaón (1 Re 3, 6-

9; 2 Cro 1, 7-10). Y consta de tres partes: la primera (vv 1-6), invoca a Dios e implora humildemente la

sabiduría; la segunda (vv 7-12), indica los motivos por los que necesita de ella; la tercera (vv 13-18,

lectura de hoy), confiesa que, si el Señor no la concede, es imposible obtenerla.

La verdadera sabiduría es, y la da, el Santo Espíritu de Dios, presente en el ser humano.

¿Quién comprende lo que Dios quiere? (v 13). Salomón considera su condición humana, y manifiesta

la impotencia del hombre para alcanzar la sabiduría, lo que hace más necesaria la plegaria a Dios. Le

importa, como rey, conocer la voluntad de Dios; que no podrá conseguir únicamente con la inteligencia

humana. Precisa de la luz de la sabiduría de Yahvé. Por eso los grandes caudillos de Israel acudían en sus

dudas al tabernáculo para recibir la iluminación de lo alto.

Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros pensamientos son falibles (v 14).

La frase contiene una verdad evidente, si pensamos un poco. Cuando leemos la prensa, oímos la radio

o vemos la televisión, observamos que los razonamientos son renqueantes, los absurdos más evidentes se

presentan con una arrogancia y presunción increíbles. Son, también, muchas las personas que alardean de

una seguridad asombrosa acerca de la voluntad de Dios, de quien parecen conocer todos los secretos.

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Estos ‘afortunados’ individuos no se fatigan mucho para ‘imaginar qué quiere el Señor’: precisamente lo

que ellos piensan y desean. Urge suplicar al Señor para que nos envíe un poco de sentido común y de

sabiduría. Todos tenemos necesidad de ellos; incluso los muchos ‘sabios’ que andan sueltos por ahí.

La ciencia humana, a pesar de ser muy importante, no puede abarcar la inmensidad de la vida y del

corazón humano. Sus juicios son siempre precarios, incapaces de conocer los designios de Dios.

El texto adopta la concepción dualista de los griegos –cuerpo y alma- y hace responsable al primero de

esta incapacidad. Compara el cuerpo a una tienda terrestre –signo de provisionalidad-, que abruma la

mente que medita, impidiendo con frecuencia el seguimiento de la voluntad de Dios. Nuestro espíritu se

halla encerrado en un cuerpo sensible y en contacto continuo con las cosas terrenas, lo que le impide

elevarse por encima de los sentidos para contemplar y descubrir con luz meridiana la verdad divina (v

15).

Salomón reflexiona, con razón: si nosotros, después de mucho trabajo y estudio, no conseguimos más

que una ciencia limitada de las cosas terrenas, ¿cómo podremos conocer los misterios divinos, la voluntad

de Dios, si él no nos da su sabiduría y envía desde lo alto su Santo Espíritu? (vv 16-17).

La actitud del rey sabio contiene una admirable lección para todos aquellos que tienen confiada la

dirección temporal o espiritual de la sociedad. La oración humilde, profunda y ardiente, en demanda de la

sabiduría y prudencia divinas ha de preceder a toda acción encaminada al buen gobierno de los súbditos.

Únicamente la sabiduría que viene de Dios es la que orienta y da vida, la que nos revela los designios y

planes insondables de Dios, la que nos sirve auténticamente a lo largo de la existencia (vv 18-19).

LA VIDA EN CRISTO IMPLICA LA VIDA COTIDIANA

“Querido hermano: Yo, Pablo, anciano y prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo,

mi hijo, a quien he engendrado en la prisión; te lo envío como algo de mis entrañas. Me hubiera gustado retenerlo junto a mí, para que me sirviera en tu lugar en esta prisión que sufro por el Evangelio; pero no he querido retenerlo sin contar contigo: así me harás este favor no a la fuerza, sino con toda libertad. Quizá se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido. Si yo le quiero tanto, cuánto más le has de querer tú, como hombre y como cristiano. Si me consideras compañero tuyo, recíbelo a él como a mí mismo.”

(Flm 9-17)

La segunda lectura está tomada de la carta de san Pablo a Filemón; la más corta de todas las escritas por

este apóstol. Es una obra maestra como escrito pastoral, llena de tacto y delicadeza.

Filemón es un amigo de Pablo, que vive en la ciudad de Colosas (Asia Menor). Onésimo, esclavo de

Filemón, huyó de su amo y, en Roma, se encontró con Pablo que estaba allí prisionero (años 61-63). Y

Pablo escribe a Filemón.

Es una carta llena de cordialidad, de afecto y amistad, en la que el apóstol pide a su amigo un gran

favor. Onésimo es para Pablo como un hijo, puesto que lo ha convertido al cristianismo. Pero, respetuoso

con su amigo, le envía a su esclavo, pidiéndole que lo considere como a él mismo, como un fruto de sus

entrañas; que lo reciba como a un hermano querido.

¿Debía quedar sin castigo la huída del esclavo? ¿La conversión del esclavo no sería una pura

apariencia, para escabullirse de las consecuencias de su delito?

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Pablo prepara a Filemón y a la comunidad que, probablemente, compartiría sus preocupaciones.

Pablo quiere que el esclavo convertido regrese con su amo. Quiere que se cumplan todas las exigencias

jurídicas. Sabe, y lo muestra en la carta, que la nueva vida en Cristo cambia por completo las diferencias

que existen en la sociedad humana. Muestra que, si el evangelio llega verdaderamente al corazón

humano, lo cambia y lo transforma, y que ya puede pedirse todo.

Esta manera de pensar, cuando se tradujo en obras, llevó por sí misma a rechazar la esclavitud como

una condición social indigna, y a tratar a todas las personas como jurídicamente iguales, no solamente

según los principios de la fe, sino también en la vida civil. Las más nobles fuerzas del cristianismo y del

paganismo hicieron causa común, hasta que se logró la eliminación de la esclavitud.

La vida en Cristo y por Cristo implica la vida cotidiana. Lo que Dios obra en el ser humano por medio

de Jesús de Nazaret, es una tarea a realizar en la sociedad.

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DOMINGO VIGESIMOCUARTO ORDINARIO

DIOS ES MISERICORDIA

LA MISERICORDIA

“Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:

-Ése acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús les dijo esta parábola: -Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y

nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que le encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:

‘¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.’ Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que

se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una

lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las vecinas para decirles:

‘¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.’ Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo

pecador que se convierta. También les dijo: -Un padre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la fortuna’. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un

país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y

empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a

sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces se dijo: ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí

me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.’

Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.

Su hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo

tuyo.’ Pero el padre dijo a sus criados: ‘Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y

sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado.’

Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a

uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha

encontrado con salud.’ Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre:

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‘Mira: en tantos años que te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.’

El padre le dijo: ‘Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte,

porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado.’ ”

(Lc 15, 1-32)

El tema de hoy es la misericordia de Dios: Yahvé-Dios, ante la angustiosa petición de Moisés, perdona al

pueblo idólatra; Pablo interpreta toda su vida a la luz de la misericordia divina; y Jesús aparece como portador

de la misericordia de Dios y nos revela, a través de tres parábolas, el verdadero ser del Padre.

Los dos primeros versículos del evangelio nos plantean el tema de todo el capítulo. Los publicanos y los

pecadores, gentes que vivían al margen de la pureza legal farisaica, acudían a Jesús para oírle, provocando,

una vez más, la crítica de los hombres religiosos, que murmuraban del joven rabino galileo. Jesús les

responderá con las tres parábolas que siguen.

Se llamaba pecadores a todos los que llevaban una vida inmoral notoria, a los que ejercían una profesión que

inducía a faltar a la honradez o a descuidar los deberes religiosos y a los que desconocían la interpretación

farisea de la ley: jugadores de dados, usureros, pastores, arrieros, buhoneros, curtidores, asesinos, prostitutas,

bandidos... y publicanos, que estaban entre la gente más despreciada por los judíos.

Los publicanos y los pecadores han visto las obras que hace Jesús y cómo vive. Y acuden para escucharlo.

Estaban en primera fila porque ha venido para ellos.

Para los fariseos y los letrados la actuación de Jesús es provocativa. Por eso murmuran y hablan de él con

desprecio: Ése. Le observan constantemente, porque se sienten responsables de la santidad del pueblo. Tenían

por norma aislar a los transgresores de la ley. Jesús, con su proceder, hacia inútil su empeño.

Si sólo los hubiera acogido guardando las distancias no les hubiera ofendido tanto. Pero que fuera con ellos,

que comiera con ellos, superaba su estrecha mentalidad. Los evangelios nos presentan este conflicto como

decisivo, como algo que sitúa a favor o en contra de Jesús, sin más.

PARÁBOLA DE LA OVEJA QUE SE PIERDE

Esta parábola comienza con una pregunta. El que la oye juzgará por su propia experiencia. Al ser

Palestina una tierra en la que abundan los rebaños de ovejas y de cabras, todos sus oyentes conocían las

costumbres del pastor y su género de vida. El mismo Yahvé era presentado desde antiguo, en el pueblo de

Israel, por profetas, poetas y sabios, bajo la imagen del pastor.

Cualquier pastor que perdía una oveja, colocaba las otras en sitio seguro y se iba a buscarla hasta que la

encontraba. Que le queden noventa y nueve no es razón para que abandone a la extraviada.

Cuando la encuentra la pone sobre los hombros, muy contento. Y es muy explicable: cuando una oveja

pierde contacto con el rebaño, suele correr sin meta de una parte a otra, hasta que se echa en el suelo sin

fuerzas, por lo que es preciso cargar con ella. El pastor la trata con más delicadeza que a las demás.

Su alegría es tan grande que no puede guardarla para sí. La comunica a los amigos y a los vecinos. Una

alegría profunda no se goza de verdad más que cuando se comparte.

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Esta parábola nos está indicando que Dios no se consuela con los que tiene cerca. Busca, porque los añora, a

los que le faltan. Es un Padre que no nos ama por nuestras obras sino porque somos sus hijos. Fácil de

entender para todos los que tengan corazón de padre-madre, aunque no tengan hijos propios.

PARÁBOLA DE LA MONEDA QUE ALGUIEN PIERDE

Con esta parábola, Jesús va a repetir la misma enseñanza que en la anterior. Sabe que una misma idea,

repetida con ejemplos distintos, queda más grabada en los oyentes.

La mujer busca con gran diligencia hasta que la encuentra. Faena difícil en una casa de Palestina, porque en

una sola habitación tenían reunidas todas sus cosas; y por la falta de luz, al carecer casi por completo de

huecos al exterior. La mujer enciende una lámpara, alumbra todos los rincones, barre la casa, busca por

todas partes hasta que la moneda aparece.

La alegría por el hallazgo es la misma que en el caso anterior. Es una alegría que no se puede contener, tiene

que comunicarse. Los que han participado de su pena, tienen que participar también de su alegría.

Así se alegra Dios por un pecador que se convierte. Jesús no habló nunca como si el pecado no fuera pecado:

tiene clara su realidad, y nos pide conversión y penitencia; las exige con más radicalidad aún que los demás

profetas. Llamar a la conversión fue la razón principal de su misión.

Dios es, con toda seguridad, como Jesús nos lo presenta. No como creen saberlo y lo presentan los piadosos,

los doctores de la ley, los sabios de Israel, que enseñaban que Dios no amaba a los pecadores antes de su

conversión.

Dios no se escandaliza por nuestros pecados; sólo nos pide que los reconozcamos. Cuando rehuimos

convertirnos por creernos en regla, entramos a pertenecer al grupo de los verdaderos pecadores.

La parábola de la moneda perdida añade otra idea, porque una moneda no se pierde, más bien alguien la

pierde. ¡Cuántas cosas perdemos constantemente! ¿Las buscamos?

Hemos de buscar constantemente, separarnos del ruido que nos rodea y absorbe. Buscar en silencio, en

oración, en libertad, en paz, en compromiso con los que viven a nuestro lado.

Tampoco olvidemos, que a través de nuestros malos ejemplos, podemos haber contribuido a que

algunos se hayan extraviado. ¿Lo tenemos en cuenta? ¿Le pediremos al Padre por ellos y por nosotros?

RESISTENCIA A LA MISERICORDIA DE UN ‘JUSTO’

Por segunda vez, en este ciclo de Lucas, el evangelio nos propone esta parábola, pero con distintas

connotaciones de las que tenía en el cuarto domingo de Cuaresma. Entonces, la leímos sola; hoy, en cambio,

unida a las otras dos parábolas de la misericordia. Entonces, la lectura se hacía en el contexto del proceso de

conversión; hoy, siguiendo la lectura continuada de Lucas, como una de las enseñanzas camino de Jerusalén:

Jesús es el salvador de los que se reconocen pecadores; misión que es motivo de gran alegría escatológica.

La parábola hace un profundo análisis del proceso de conversión de un ‘pecador’, y de la resistencia a

la misericordia de un ‘justo’. Es la representación más auténtica del amor del Padre Dios a los humanos

de toda la revelación. Una aplicación clara y valiente de Jesús a lo que él mismo estaba experimentando

entre sus oyentes.

Los personajes son tres: un padre que sabe esperar y callar y dos hijos muy distintos.

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El hijo pequeño se aleja de la casa paterna. Y el hijo mayor vive alejado del corazón del padre, aunque jamás

abandonó la casa; su fidelidad es puramente externa; su obediencia está privada de alegría y de amor; su

corazón se manifiesta mezquino, incapaz de perdonar, de aceptar al hermano que se ha equivocado; permanece

lejano, porque es extraño a la misericordia del padre.

El hijo menor representa a los publicanos y los pecadores. El mayor, a los fariseos y los letrados.

Este hijo mayor debería ser el principal protagonista, ya que las parábolas las dedica Jesús a los dirigentes

religiosos; pero quizá hemos preferido echar balones fuera, por si acaso.

Quizá los lejanos más irrecuperables seamos los que, irreprensibles, frecuentamos la casa y nos

instalamos en ella, pero rechazamos, con desdén, abandonar los rígidos esquemas de un código de

comportamiento externo, y nos negamos a ‘entrar’ en la loca lógica de la misericordia.

El hijo menor llega a lo más abominable para un judío: guardar cerdos, animal impuro. Llegó a desear

llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos. Había llegado al fondo... y ya no podía

hacer otra cosa que remontar.

La actitud de comprensión, de silencio y de amor del padre va a ser como un imán para su regreso. El

padre verdadero sólo puede ayudar siendo un modelo. Porque aunque parece que el padre se ha limitado a

esperar, no ha sido así. Ha vivido de nostalgia desde la marcha del hijo; y el hijo se ha ido siendo

consciente del amor de ese padre al que nunca debía haber abandonado.

La conversión es cuestión de dar pasos. Pasos del que vuelve y, antes, pasos del que ama, del que ha

tomado la iniciativa y espera pacientemente; pasos del padre que no se resigna a la lejanía de nadie. Pasos

marcados por un corazón que desborda de amor.

El caso del hijo mayor es más difícil: no es consciente de su situación. Se cree en regla porque nunca

marchó de la casa. Pero tiene la casi insalvable dificultad de no conocer al padre.

La única fiesta que queda suspendida es esta última. El pastor y la mujer han podido celebrarla. Frente

al enfado del hijo mayor, los preparativos del padre se interrumpen. Un corazón seco es capaz de apagarlo

todo.

El hijo mayor se escandaliza ante la debilidad del padre. La música sólo volverá a sonar si el hermano

mayor, el verdaderamente lejano, logra ‘entrar’ en la fiesta.

El hijo mayor tiene ante él la tarea más complicada para dar el paso decisivo hacia el padre: superar la

legalidad exterior y penetrar en el centro de la casa: allí donde late un corazón todo amor, y gustar la

experiencia sublime del perdón.

CONMOVEDORA INTERVENCIÓN DE MOISÉS

“Dijo el Señor a Moisés: -Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de

Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un toro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: ‘Éste es Dios, Israel, el que te sacó de Egipto.’

Y el Señor añadió a Moisés: -Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso déjame: mi ira se va

a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo. Entonces Moisés suplicó al Señor su Dios: -¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de

Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac y Jacob a quienes juraste por ti mismo diciendo: ‘Multiplicaré vuestra descendencia

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como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre.’

Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”.

(Éx 32, 7-11. 13-14)

El libro del Éxodo narra el gran suceso de Israel: la salida de la esclavitud de Egipto. Su finalidad es

demostrar históricamente el cumplimiento de la promesa hecha a Abrahán, de que su descendencia, después de

una larga estancia en la tierra de esclavitud, se multiplicaría y llegaría a ser un gran pueblo. Yahvé cumplió su

palabra, liberando espectacularmente a Israel de la esclavitud para llevarlo al Sinaí y establecer con él una

alianza perpetua.

Consta de cuatro partes: preparación de la marcha; salida de los israelitas de Egipto; alianza del Sinaí y

organización del culto. Es la continuación lógica del libro del Génesis.

Dios habla y actúa. ¿Cómo se realizan estos hechos en la vida de cada uno de nosotros y en nuestras

pequeñas comunidades cristianas? Es importante tratar de desvelarlo.

La primera lectura está tomada del capítulo 32, uno de los más dramáticos del libro. Todo él gira en

torno al culto dado por el pueblo hebreo al toro de metal.

El relato consta de tres cuadros: Palabras de Yahvé contra el pueblo (vv 7-10). Apenas concluida la

alianza del Sinaí (Éx 24, 3-8), el pueblo viola gravemente el pacto; ha infringido el segundo precepto del

Decálogo, y tal vez el primero. El Señor considera rota la alianza, y no reconoce ya a Israel como pueblo

suyo: se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto... mi ira se va a encender contra ellos

para consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo (vv 7-10).

El segundo cuadro nos muestra la conmovedora intervención de Moisés. Yahvé, a través de pruebas

diversas, ha ido educando a Moisés en la misericordia y la paciencia con el pueblo. El texto de hoy nos lo

muestra en su gran corazón. Rechaza la propuesta de Dios e intercede por su pueblo. No trata de disculpar

al pueblo. Hace una magnífica oración teocéntrica colocando a Yahvé en el centro de todo. Apoya su

petición en el mismo Yahvé: en la fidelidad de su palabra, dada con juramento, a los patriarcas Abrahán,

Isaac y Jacob (vv 11 y 13), y en su obra que comenzó a cumplirse con la salida de la esclavitud de

Egipto. Busca únicamente el bien de su pueblo. ¿Cómo interrumpirla ahora? ¿Qué dirían los egipcios si

los destruyes ahora? (v 12).

La respuesta de Moisés nos descubre una ley esencial de la oración: que debe tener siempre a Dios

como centro. Cuando nosotros nos acercamos a Dios en la oración, tratamos, con demasiada frecuencia,

de disculparnos, pedimos un perdón que nos restituya la integridad perdida, y prometemos obrar mejor en

el futuro. Nos colocamos en el centro de la oración y tratamos de recuperar la paz interior.

Moisés se sitúa de forma muy distinta: contempla a Dios en su misericordia, en su permanente

paciencia, en su fidelidad. Y esta oración es escuchada necesariamente: Dios no puede hacer otra cosa

que proseguir su obra de amor

Finalmente, el perdón divino: Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado

contra su pueblo (v 14). El autor describe a Yahvé reaccionado humanamente. En realidad, Dios no es

un hombre para arrepentirse, pero mirado desde su cambio de actitud es como si se arrepintiese.

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Dios reconoce como intercesor ante él a quien se solidariza con la humanidad, cualquiera que sea su pecado.

Para Dios, el interlocutor válido no es el ‘justo’, en el sentido legalista de la palabra, sino quien se entrega

totalmente al servicio del pueblo, corriendo el riesgo de perderse con él si es preciso.

Moisés, intercesor y mediador, es figura de Cristo, el salvador de todos por su mediación universal.

EL MENSAJE DE DIOS SE HACE EXPERIENCIA EN NOSOTROS

“Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un violento. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano. Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna. Al rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.”

(1 Tim 1, 12-17)

Las dos cartas de san Pablo a Timoteo y la carta a Tito, forman el grupo de sus cartas pastorales, escritas en

el último período de su vida.

Timoteo es el discípulo de Pablo más amado y más fiel, al que le había encomendado el cuidado de la

Iglesia de Éfeso. Esta primera a Timoteo la escribió hacia el año 65, poco después de la partida de Éfeso y

durante una breve estancia en Macedonia. Recuerda a Timoteo lo que debe hacer en Éfeso: luchar contra

los falsos maestros dentro de la comunidad, y velar por la organización y por la vida de la Iglesia que se

le ha encomendado. Debe preocuparse de que la comunidad esté bien instruida. Especialmente interesante

y significativo es el hecho de que Pablo insiste al discípulo que se preocupe de los más pobres de la

comunidad. Y con gran insistencia le señala la obligación seria de los cristianos de atender a sus padres y

mayores.

La segunda lectura es un breve paréntesis, dentro de las recomendaciones que hace Pablo a Timoteo,

para que defienda con valentía la sana doctrina contra los que tratan de desfigurarla (vv 18-20). Es como

un desahogo del apóstol, en el que manifiesta a Dios su agradecimiento por todo lo que ha hecho con él.

Pone gran interés en hacernos ver que, lo que Dios ha hecho con él por Cristo, es para que sirva de

estímulo a los demás, por pecadores que sean, y que nadie debe desesperar (v 16).

Se confiesa pecador, perseguidor de la Iglesia y blasfemo, y por ello se muestra agradecido, no sólo

porque Dios le perdonó totalmente, sino también porque lo constituyó apóstol de Cristo. La gracia ha sido

en él abundante, porque la misericordia de Dios no conoce límites (vv 12-15).

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Termina la digresión con una solemne doxología (v 17), posiblemente tomada del rezo litúrgico de

las asambleas cristianas, o al menos inspirada en él: Una alabanza al Creador del mundo, que al mismo

tiempo es el Dios bueno y generoso que quiere que todos se salven.

Dios nos habla por medio de experiencias. La vivencia de Pablo es un ejemplo con el que Dios nos hace

ver cómo su mensaje se hace personal al encarnarlo en nuestra propia vida.

Pablo habla dando testimonio de esta gracia y cómo puede servir de ejemplo para los que están en

camino de conversión. Él, el primero de los pecadores, obtuvo el perdón generoso porque el designio

salvador de Dios es infinito.

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DOMINGO VIGESIMOQUINTO ORDINARIO

ACTITUD DEL CRISTIANO ANTE LOS BIENES TERRENOS

PARÁBOLA DEL ADMINISTRADOR INFIEL

“Dijo Jesús a sus discípulos: -Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que

derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: ‘¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión,

porque quedas despedido.’ El administrador se puso a echar sus cálculos: ‘¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo

fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa.’

Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi amo?’ Éste respondió: ‘Cien barriles de aceite.’ Él le dijo: ‘Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe ‘cincuenta’.’ Luego dijo a otro: ‘Y tú, ¿cuánto debes?’ Él contestó: ‘Cien fanegas de trigo.’ Le dijo: ‘Aquí está tu recibo: escribe ‘ochenta’.’ Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había

procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz.

Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.

El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado.

Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, lo vuestro ¿quién os lo dará?

Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.”

(Lc 16, 1-13)

El lenguaje de los políticos, parece que responde a la necesidad que tienen de ocultar la dramática

realidad de la humanidad, en la que lo único que circula con total impunidad es el dinero. Mientras, los

políticos y los medios de comunicación, no cesan de decirnos que vivimos en libertad y en democracia.

Libertad, ¿de quiénes y para qué? Democracia, ¿no significa que el poder lo tiene el pueblo? Es decir:

todos mandamos, pero sólo unos pocos se llevan los beneficios, a costa de muchos pueblos, que pasan

hambre o mueren de ella o en el intento de emigrar a naciones más prósperas.

La única finalidad de la verdadera política es el bien común, el bien de todos y de cada uno de los

pueblos de la tierra y de sus ciudadanos. Para ello es necesario que el ‘dinero’ –todo lo que representa-

entre también en ‘democracia’, que se distribuya teniendo en cuenta a todos. Mientras eso no suceda, la

libertad y la democracia, que nos presentan, o son mentira o verdades a medias, que adormecen más.

El tema de las lecturas de hoy podría ser el uso incorrecto de las riquezas.

Todos los profetas, Jesús y los apóstoles no dejaron nunca de denunciar el afán por las riquezas. Porque

el culto al dinero conduce a cometer grandes injusticias, cuyas víctimas son siempre los pobres.

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¡Cómo necesitamos que estas palabras resuenen con insistencia en nuestra sociedad consumista!

Jesús dirige esta parábola a sus discípulos, a los que estén dispuestos a aceptar su palabra y a seguirla.

Todo empieza con una descripción de la situación: el descubrimiento de la mala gestión del

administrador, por lo que va a ser despedido. Su situación es crítica. Su fama y su futuro se hunden. El

diálogo que entabla consigo mismo revela el apuro en que se encuentra. No puede ya ni pensar en una

buena colocación, para trabajos pesados le faltan las fuerzas, la vergüenza le impide mendigar. Pero

carece de escrúpulos de conciencia, y sólo le preocupa su futuro y el de su familia. Los medios que

emplee para ello le tienen sin cuidado.

No pierde ni un minuto. Antes de presentar cuentas, se dedica a falsear las deudas del amo. Calcula que

los deudores se verán obligados a ayudarle después. La rebaja es grande; el administrador quiere

asegurarse un largo porvenir y no puede contentarse con acciones de poca importancia. Lo ha perdido

todo, menos el cerebro.

Cuando el amo se enteró lo alabó (v 8). Jesús alaba su habilidad y esfuerzo en procurarse un futuro,

nunca el posible fraude. Algo semejante debe hacer el hombre en la administración de los bienes terrenos:

usarlos como medios, para no perder el único absoluto: el reino de Dios.

¡CUÁNTA APATÍA EN EL ANUNCIO DEL REINO!

Y viene la lección de la parábola: Los hijos de la luz deben imitar, en el trabajo por el reino de Dios, el

interés, el esfuerzo, la ilusión que ponen para lograr sus fines los hijos de este mundo (v 8).

Es extraño como las cosas de poca importancia –el fútbol y sus quinielas, por ejemplo- suscitan grandes

pasiones, mientras que las causas más nobles encuentran apatía y desgana.

Trabajamos por el reino de Dios, que es la causa más noble, y los acompañantes de nuestro trabajo son,

con frecuencia, el cansancio, el aburrimiento, la desgana en cambiar las cosas, la pasividad, una falta total

de inteligencia y de esfuerzo. Y así, el reino se ve ahogado en nuestra indiferencia, porque nos limitamos

a ser unos repetidores cansinos de una verdad polvorienta y apolillada.

El administrador infiel es un hijo de este mundo. Se deja guiar por los principios que rigen la sociedad,

con valor y sin escrúpulos, da todos los pasos precisos para asegurarse el futuro. Jesús no nos aconseja

que seamos como ellos, sino que imitemos su esfuerzo y su habilidad.

Cuando echamos una ojeada sobre la sociedad y vemos como ‘los hijos de este mundo’ hacen trampas,

roban, engañan, mienten y salen de todos los apuros con honor, con dignidad, con aplausos y hasta con

medallas y condecoraciones, sentimos fácilmente la tentación de admirarlos y de imitarlos.

Jesús tiene razón para quejarse. ¡Qué cortedad y conformismo en ‘los hijos de la luz’, a pesar de tener

más datos para ver el mundo como es en realidad!

En una cosa no son más ‘astutos’: su mirada no se extiende más allá de lo terreno; no reconocen el

futuro después de la muerte, o viven como si no lo reconocieran

VERDADERO EMPLEO DE LAS RIQUEZAS

Los versículos (9-13), que siguen a la parábola son como un apéndice a ella.

Ganaos amigos con el dinero injusto. Parece que Jesús considera injustas todas las riquezas terrenas

acumuladas, y empleadas para uso exclusivo de uno mismo, porque no somos propietarios de ellas sino

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administradores. Además, con demasiada frecuencia, su adquisición va acompañada de injusticias. Ese

dinero de injusticias, se puede convertir en medio para ayudar a los indigentes de la tierra.. Es la única

forma de emplearlos bien y de ganar amigos con él; amigos que nos ayudarán a que nos reciban en las

moradas eternas (v 9).

Lo mismo que el administrador de la parábola empleó los bienes que administraba para hacerse

amigos, que se interesaran por él cuando dejara el cargo, deben hacer los discípulos de Jesús: emplear sus

bienes a favor de los demás, ganar con ellos amigos que intervengan en su favor a la hora de la muerte, en

la que los bienes de la tierra pierden todo su valor. Si el dinero y la fortuna de este mundo no los

empleamos como servicio a la comunidad humana, se convierten en ídolos que nos incapacitan para

entender y seguir a Jesucristo.

El que es de fiar en lo menudo... (v 10). Saber administrar los bienes materiales es el quehacer

‘menudo’ del hombre. Del que se enreda en el afán de acaparar, ¿qué se puede esperar? Los bienes

materiales no son propiedad absoluta del hombre, ni de los estados. Son propiedad de Dios. Los hombres

y los estados somos administradores de ellos. Estos bienes, por voluntad de Dios, son patrimonio de toda

la humanidad. Ni el hombre ni los gobiernos pueden usarlos a su capricho. Es el bien de toda la

humanidad lo que está en juego. ¿Por qué el tercer mundo va a pagar la factura del despilfarro de las

naciones poderosas? ¿O los pobres las de los ricos?

Es verdad que Jesús no defendió ningún sistema económico-social en concreto, pero dejó muy claro

que todo sistema que busque como objetivo principal el simple bienestar material, o el acrecentamiento

de los bienes económicos, o el mayor rendimiento de los pueblos a favor de unos pocos, se está olvidando

que la comunidad humana tiene asuntos más importantes que resolver. Nos dejó criterios suficientes para

que los cristianos hubiéramos evitado los gravísimos errores de tantos siglos de historia.

Hemos de evitar convertir las riquezas en un absoluto, y provocar con ellas el sufrimiento de los demás.

Esas riquezas que fácilmente se convierten en un instrumento de poder y, tarde o temprano, de opresión.

Jesús no condena una sana previsión, sino la falta de perspectiva y de coherencia de quienes, afirmando

creer en Dios y en el mundo futuro –en el que todo será de todos-, pierden el tiempo y la vida dormidos

en la inconsciencia de tener cada vez más a costa de lo que sea.

Lo que vale de veras... lo vuestro (vv 11-12), son los valores del reino de Dios: el amor, la libertad,

la justicia, la paz, la solidaridad y fraternidad universal. A ello tendemos como ‘imagen y semejanza de

Dios’.

O DIOS O DINERO

No podéis servir a Dios y al dinero (v 13). El apego a las riquezas es incompatible con la fe en el Dios

de Jesucristo. Esta es la frase clave de todo este pasaje evangélico. También podría sintetizar todo el

mensaje del Nazareno.

El servicio de Dios y el culto al dinero son dos opciones incompatibles, porque ambas reclaman al

hombre entero, cada una por su lado. Dios quiere ser amado con todo el corazón y con todas las fuerzas

(Lc 10, 27). La experiencia nos dice que también las riquezas absorben al hombre por completo. ¿Cómo

se pueden conciliar dos realidades opuestas, que exigen la entrega completa de la persona? Es una

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conciliación imposible, aunque nuestra hipócrita e injusta sociedad las tenga unidas. Los bienes de este

mundo valen en cuanto están al servicio de toda la humanidad.

Jesús considera incompatible tratar con Dios a través del culto y de la oración, y prescindir de la justicia

social. Es la justicia lo más importante para Dios. ¿A qué queda reducido el amor sin ella? Nuestras

proclamaciones dogmáticas de fe, o nuestros ritos y liturgias son muy secundarias. Si Dios no puede ser

servido junto con el dinero acumulado, ¿qué puede tener de cierta y de válida la idea que tienen y propagan de

Dios muchos que viven rodeados de riquezas y afirmados en ellas? Cuando un grupo cristiano vive de

espaldas a las necesidades reales de los pueblos, ¿qué puede saber del Dios de Jesús?

Por nuestra sociedad, dividida en explotadores y explotados –individuos y pueblos-, no ‘pasa’ Dios.

Una sociedad, que valora al ser humano por lo que posee y no por lo que es, no puede llamarse cristiana.

Al hablar de dinero hemos de tener en cuenta toda la realidad que se esconde debajo de la palabra:

riqueza, poder, opresión, placer, empleo del tiempo, armamentos...

EL PROFETA AMÓS

“Escuchad esto los que exprimís al pobre, despojáis a los miserables,

diciendo: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo, y el sábado para ofrecer el grano? Disminuís la medida, aumentáis el precio,

usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias, vendiendo hasta el salvado del trigo.

Jura el Señor por la Gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones.” (Am 8, 4-7)

Hace veintisiete siglos que el profeta Amós se sintió llamado a iniciar su dura predicación. Eran momentos

de una cruel realidad social, como la nuestra. La riqueza estaba en manos de unos pocos que, absorbidos por el

dinero, buscaban más dinero. Y lo conseguían explotando al pobre. La religión oficial se había acomodado a

esta situación de explotación, con el regocijo de los acomodados.

Amós, natural de Tecua, a 9 kilómetros de Belén, y de profesión pastor y recogedor de frutos de

sicómoro, es el gran profeta de Israel en el siglo VIII a. C. Dios le llamó y le apartó de sus faenas

habituales y lo mandó al norte. Es uno de los más duros profetas, dentro de la dureza de todos ellos.

Denuncia las injusticias y la inmoralidad que se había introducido en Israel durante el largo y próspero

reinado de Jeroboán II.

Las guerras y los cambios sociales habían multiplicado los traficantes del mercado negro, que vendían a

precios abusivos los artículos más necesarios. Se vivía impunemente una situación de injusticia social

insostenible. En todo prevalecía el poder del más fuerte, y el desprecio de los pobres; el olvido de la ley

de Dios y el culto a la riqueza y al dinero.

Estas injusticias de la sociedad de consumo eran claras para Amós, que se había criado entre pastores y

en una sociedad de tipo nómada, en un ambiente de austeridad y pobreza. Y sentía una gran repugnancia

por todo lo que significara derroche y lujo en la vida sedentaria.. Muestra la injusticia como una

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humillante violación de las relaciones humanas y un ultraje a la santidad del Dios de Israel, que siempre

se ha preocupado de los pobres.

El profeta Amós denuncia la corrupción del sistema. Censura sin concesiones la podrida injusticia

social, favorecida por la tranquilidad –que entre nosotros se llama paz-, de una nación próspera. La

prepotencia de los comerciantes les lleva a amasar grandes fortunas, abusando de los pobres, a los que

defrauda hasta esclavizar sus mismas personas. La única preocupación de estos mercaderes rapaces,

devorados por una codicia insaciable, es la de hacer dinero, pisoteando las más elementales exigencias de

la justicia, y sofocando cualquier llamada de humanidad. Estos traficantes sin escrúpulos, cuyo único dios

es el dinero, deben saber que el verdadero Dios condena todas sus infamias. Una situación permanente en

una sociedad dominada por las riquezas.

El fondo del problema es idéntico al actual: afán de dinero y corazón de piedra de los países ricos ante

la miseria de los pobres –individuos y pueblos-; una sociedad de consumo que destruye a los avarientos,

que no se paran ante las injusticias más repugnantes.

Amós denuncia también una mentalidad religiosa ‘tranquilizadora’ e irresponsable, que lleva a sus

seguidores a vivir engañados creyendo que una situación vergonzosa de desigualdades sociales, de

opresión de los débiles, de injusticias clamorosas, de corrupción a todos los niveles, puede ser compatible

con la práctica religiosa. Y se dirige al interior del corazón humano que quiera escuchar.

Es interesante constatar la constancia de la Iglesia institucional durante muchos siglos en atacar el

instinto sexual y el afán de libertad, insistiendo en las virtudes de la castidad y de la obediencia –consejos

evangélicos importantes, sin duda-, cuando Jesús atacó mucho más el instinto de posesión y sublimó

sobre todas la virtud de la pobreza, necesaria a todo verdadero amor.

La lección es transparente: no se puede mezclar religión e injusticia, culto y fraude, gloria de Dios y

envilecimiento del hombre, alabanza al Altísimo y explotación del débil.

Hoy, como siempre, el dinero ocupa un lugar muy importante en la vida. El corazón humano se apega a

las riquezas y al poder, como el polvo del camino a los zapatos del peregrino.

El dinero siempre ha sido y será un peligroso ídolo, que absorbe los intereses y preocupaciones del ser

humano

EL AMOR LLEVA A LA ORACIÓN POR TODOS

“Te ruego, pues, lo primero de todo, que hagáis oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que están en el mando, para que podamos llevar una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro. Eso es bueno y grato ante los ojos de nuestro Salvador, Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Pues Dios es uno, y uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos: éste es el testimonio en el tiempo apropiado: para él estoy puesto como anunciador y apóstol –digo la verdad, no miento-, maestro de los paganos en fe y verdad

Encargo a los hombres que recen en cualquier lugar alzando las manos limpias de ira y divisiones.”

(1 Tim 2, 1-8)

Como segunda lectura seguimos leyendo la primera carta de san Pablo a Timoteo.

Hasta aquí, ha hecho recomendaciones generales sobre la defensa de la verdadera doctrina contra los que la

falseaban. Ahora comienza las recomendaciones más particulares.

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Hoy nos habla de la oración de intercesión universal, que el apóstol designa con cuatro palabras: que

hagáis oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres (v 1). Quiere que

salgamos de nuestra pequeña realidad, y nos abramos a la humanidad entera; que recemos en cualquier

lugar alzando las manos limpias de ira y divisiones (v 8). De modo especial cita a las autoridades, que

entonces eran paganas: el emperador era Nerón, que ya perseguía a los cristianos a los que acusó de

incendiar Roma (año 64). Para que podamos llevar una vida tranquila y apacible (v 2).

Los paganos dirigían sus oraciones al propio emperador, divinizado y considerado como salvador.

Ahora, cuando los cristianos oran, vuelven a colocar al emperador en el lugar que le corresponde: como

subordinado y dependiente del único Dios.

La razón es porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la

verdad (v 4).

Para fundamentar esta oración universal, san Pablo nos da tres razones:

La primera es la unicidad de Dios (v 5), y su voluntad de salvación de todos. Si Dios es único, le

conciernen todos los problemas de la humanidad; y si es el único Creador, deseará salvar a todos los seres

humanos. Por tanto, el cristiano que ora está colaborando, mediante su oración, a la voluntad salvadora de

Dios.

La segunda es la mediación universal de Jesucristo; mediación que, para el apóstol, está íntimamente

unida a la fidelidad total de Jesús a su condición humana (vv 5-6).

La tercera es la misión universal que ha recibido Pablo (v 7). Los cristianos deben hacer también suyo este

ministerio recibido, mediante una oración auténtica y abierta a toda la humanidad.

Representar a la humanidad ante Dios, mostrarse solidario con ella ante él, son las condiciones esenciales de

la oración cristiana.

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DOMINGO VIGESIMOSEXTO ORDINARIO.

EL RICO Y EL POBRE LÁZARO

EL ABUSO DE LA RIQUEZA ES UN PECADO SOCIAL INADMISIBLE

“Dijo Jesús a los fariseos: -Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba

espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con

ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los

tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno. Y gritó: ‘Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del

dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.’ Pero Abrahán le contestó: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males: por eso

encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no

puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacía vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.’

El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo

cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.’

Abrahán le dice: ‘Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen.’ El rico contestó: ‘No, padre Abrahán. Pero, si un muerto va a verlos, se arrepentirán.’ Abrahán le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un

muerto.” (Lc 16, 19-31)

Este domingo, al igual que el anterior, vuelve a criticar duramente el mal uso de las riquezas..

Que en el mundo haya personas ricas y personas viviendo en la miseria, naciones ricas y naciones

pobres, es un mal. Un mal que se agrava si pensamos que a causa de unos pocos que son muy ricos, la

mayoría de la población mundial pasa hambre de pan, de cultura, de libertad, de justicia... de todo. Los

medios de comunicación nos muestran, cuando les dejan, las muertes por hambre en muchas naciones, los

abusos constantes de las naciones ricas sobre las pobres... Sin embargo, como el rico de la parábola

evangélica, podemos no ver nada ni a nadie en medio de las comodidades en que vivimos.

La existencia del rico y del mísero, aunque haya existido siempre, no es aceptable; no podemos

acostumbrarnos a ella; es un pecado social inadmisible.

Hay pobres porque hay ricos; hay naciones demasiado pobres porque hay otras demasiado ricas, que

explotan a las pobres. Y esto no lo puede querer Dios, que nos creó a todos iguales.

Ante las palabras de Jesús sobre las riquezas (domingo pasado), los fariseos se mofaron de él (Lc 16,

14-18). La parábola se centra en el rico, porque está dirigida a ellos: Dijo Jesús a los fariseos.

Es una parábola exclusiva de Lucas. Nos narra la misma idea que Mateo (25, 31-46), en la parábola del

juicio final. Con ella, quiere penetrar en el sentido último de la historia, especialmente en lo referente a la

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gran cuestión de la existencia de ricos y de pobres. El texto no deja para el ‘más allá’ la liberación de la

miseria de los pobres.

El rico no piensa más que en banquetear. El texto no menciona otros vicios aparte del apego desmedido

al lujo y a la buena mesa, con el consiguiente olvido del sufrimiento ajeno. Lleva una vida inútil y vacía,

que emplea únicamente para sí mismo.

Jesús habla con la máxima dureza a los ricos porque sabe el peligro que corren –corremos-, porque

quiere evitarles que sigan por un camino sin futuro. Porque el dinero hace sordo y ciego: impide ver y oír

los gritos de la humanidad desgarrada por la miseria, escuchar la llamada constante a la conversión que

Dios nos dirige a todos, y entender el sentido de los acontecimientos de la historia humana, que deben

llevarnos a terminar con la existencia misma de ricos y pobres. Jesús luchó por un mundo de hermanos,

por una fraternidad universal, y por eso debemos trabajar los cristianos.

El rico vivía como si Dios y el prójimo no existieran. Aparentemente, no actúa en contra de Dios, ni

tampoco oprime al pobre. No comete ningún pecado mortal de los que nosotros tenemos como tales. Su

único pecado es de omisión: se olvidaba del pobre. Pero eso no tenía importancia. Y parece que sigue sin

tenerla.

Los ricos son personas que viven de espaldas a Dios, porque han vuelto la espalda al prójimo. Han

cambiado todos los planes de Dios sobre la convivencia humana; planes de amor y de fraternidad.

Acumulan la riqueza de la humanidad, y se dedican a llevar una vida de gastos escandalosos, a costa de la

miseria de los demás. Gastan lo que no es suyo, sin importarles que se hundan los pueblos y que agonicen

los pobres. Viven tan encerrados en ellos mismos que no se dan cuenta –ni quieren dársela- que son ellos

la causa de muchos males de la humanidad. Los ricos –naciones y personas- existen porque pisotean los

derechos humanos. La auténtica corrupción sale de entre ellos, aunque quieran hacernos ver que sale de la

suciedad de las chabolas, como dicen los periódicos de cada día, controlados y manejados por ellos. ¿Pero

qué tendrán los ‘guantes blancos’ y el dinero, para hacernos creer en tantas ocasiones que la injusticia y el

robo son iguales a la honradez y a la ley? Injusticias que engendran delincuencia, marginación, hambre,

paro, opresión. ¡Pobre sociedad a la que no le caben en las cárceles los delincuentes que ella misma

fabrica!

LA MUERTE DA SENTIDO A LA VIDA

Ambos mueren. Apenas la muerte ha hecho su obra, Dios realiza el cambio de situaciones. Al pobre

los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán, en tanto que al rico lo enterraron. La muerte descubre el

verdadero sentido de la vida de cada uno. Lázaro es admitido en el banquete del reino. El rico, no.

La parábola no pretende describir el más allá. Simplemente quiere hacernos entender el cambio radical

de las perspectivas en el momento de la muerte; abrirnos los ojos hacia los verdaderos valores que deben

orientar nuestra existencia ahora.

El rico no compartió, y ahora no se puede hacer nada. No ha sabido recibir la vida como un don, ni los

bienes como una administración. La vida y los bienes eran para él algo propio, de su absoluta propiedad.

Y por eso no ha ofrecido su ayuda al pobre enfermo y hambriento, que estaba a su puerta. No ha robado

nada al pobre, pero no ha compartido lo que creía que era suyo propio.

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Cuando no hay sentido de Dios, estamos abocados a pensar únicamente en nosotros mismos y en los

‘nuestros’. No se puede ser amigo de Dios en la eternidad si ahora dejamos morir al hermano en la

miseria.

Los judíos creían que su padre Abrahán podía con su intercesión liberarlos incluso del infierno. Por

eso Jesús nos presenta al rico implorando la mediación del patriarca. Será en vano: ninguna influencia

podrá ya salvarlo. Ya no es posible la esperanza.

Jesús utiliza las imágenes tradicionales para anunciar su doctrina de forma gráfica y penetrante. La vida

del rico ha terminado en un total fracaso: equivocó el sentido de la vida. ¿Para qué tanta ambición de

dinero y de placer, tantas posesiones, fincas, acciones... si perdió la vida verdadera (Mt 16, 26)? Muere

harto de todo, pero en realidad no tenía nada. El juicio del rico es definitivo: está llamado a desaparecer.

Es importante que los Evangelios nos hablen del juicio, del final verdadero del hombre y de la

humanidad. Porque nos ayuda a darnos cuenta que nosotros no tenemos la última palabra sobre la vida.

Una última palabra que no varía por influencias poderosas, que no será arbitraria y que se podrá intuir

antes de que se realice. El juicio de Dios no es más que su fidelidad a sí mismo y a la Palabra –Jesucristo-

que nos ha dado a los humanos.

Ponerse al servicio del dinero, de sí mismo, lleva al fracaso definitivo. Abrirse al amor es caminar hacia

la Vida.

Nada que tenga fin puede llenar nuestros corazones, ni merece la pena. La vida actual sólo adquiere su

pleno sentido si la contemplamos desde la perspectiva de plenitud y de eternidad, porque la historia no

termina con el tiempo presente.

LA ETERNIDAD SE PREPARA AHORA Y AQUÍ

Esta frase de Abrahán es trágicamente actual: Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso.

El abismo, que separaba a Abrahán y a Lázaro del rico, es el mismo abismo que separa hoy en la tierra a

los ricos de los pobres. Un abismo que, si en el más allá es imposible saltar, la experiencia nos dice lo

difícil -¿imposible también?- que es cubrirlo aquí: ha generado la espantosa división de la humanidad en

clases sociales antagónicas en ideologías, en posibilidades de acceder a los más elementales derechos de

la persona; es causa de humillaciones, hambres, guerras, exterminio de pueblos enteros; y se mantiene a

pesar de tantas declaraciones y planes humanitarios.

Si después de leer y reflexionar esta parábola seguimos en la práctica con la postura del rico, es porque

nuestra ceguera es tal, que el ‘abismo inmenso’ jamás podrá ser franqueado. Es imperdonable, que los

cristianos aún no sepamos condenar el sistema capitalista, que defiende a unos pocos y destruye a la

mayoría; que no hayamos abierto los ojos para darnos cuenta de que la historia actual sigue destrozando –

a menudo con sangre y fuego- el camino que comenzó Jesús con su amor y que le costó la vida. ¿Por qué

no apoyamos incondicionalmente a esos pueblos, que lo único que buscan es que dejen de explotarlos?

La parábola nos descubre que el problema no es nuevo, que la codicia de bienes ciega al ser humano

contra toda evidencia. Los ricos –y todos podemos serlo desde nuestra condición concreta-, los que lo

tienen todo y sólo piensan en sí mismos y en el modo de vivir mejor, por muchas palabras que oigan y

muchos milagros que vean, tienen el corazón tan endurecido que son incapaces de cambiar. ¡Qué

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atrocidades cometen las grandes potencias mundiales contra la humanidad por mantener sus intereses

económicos!

Son posiblemente muchos los cristianos que han defendido y defienden su privilegiada posición

económica, diciendo hipócritamente que la fe no debe inmiscuirse en cuestiones temporales, que la

liberación de Jesús es interior y espiritual. Y son incontables los políticos que quieren mandar a la Iglesia

a la sacristía. Sin embargo, en la Biblia descubrimos que toda la Historia de la Salvación está al servicio

del pueblo esclavizado, de los humillados por los poderosos, de los pobres y de los desamparados en sus

más elementales derechos humanos y cívicos.

La Constitución ‘Gaudium et Spes’, del Concilio Vaticano II, comienza así: ‘Los gozos y las

esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de

cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay

verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón’.

Y Juan Pablo II, en su viaje a Brasil: ‘La opción por los pobres es la primera opción cristiana’.

Y Pablo VI, en la Encíclica ‘Populorum Progressio’: ‘La propiedad privada no constituye para nadie un

derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera la

propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario’.

Hace ya muchos siglos, decía san Ambrosio: ‘La naturaleza da todo en común a todos. Dios ha creado

los bienes de la tierra para que los hombres los disfruten en común y para que sean propiedad común de

todos. Es la naturaleza, por consiguiente, la que ha establecido la igualdad. Y la violencia la que ha

creado la propiedad privada’.

Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto. Es

estremecedora esta frase final de la parábola. Si los gritos de los explotados y marginados, de los cuales

se hacen portadores los profetas, no logran cambiarnos, ya no habrá argumentos que lo consigan.

Y esto es tan cierto, que los cristianos seguimos afirmando nuestra fe en Cristo resucitado, sin que ello

nos impida negar a los ‘Lázaros’ de hoy las migajas que caen de nuestras mesas. Si esto es así, ¿habrá

alguna solución? Me parece que si queremos ser fieles al Evangelio sólo tenemos una solución: dejar de

ser ricos. Las riquezas son una realidad envenenada, que comprometen radicalmente la vida futura de

quienes las poseen. Únicamente la práctica del compartir nos permitirá escapar de sus garras.

Dios sigue jugando sus cartas a favor de los pobres; optar por Jesús es optar también por ellos. De otra

forma, la Palabra de Dios nos juzgará, como al rico, de un modo irrevocable.

LA RIQUEZA CONDUCE A LA CEGUERA DEL CORAZÓN

“Esto dice el Señor todopoderoso: ¡Ay de los que se fían de Sión!

¡Ay de los que confían en el monte de Samaría! Os acostáis en lechos de marfil,

tumbados sobre las camas, coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo; canturréais al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales, bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes,

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y no os doléis de los desastres de José. Por eso irán al destierro,

a la cabeza de los cautivos. Se acabó la orgía de los disolutos.” (Am 6, 1a. 4-7)

Estamos en el siglo VIII a. C., en el reino del Norte, en Samaria, durante el largo reinado de Jeroboán II

(años 784-744). La falta de enfrentamientos bélicos, propiciados por las grandes potencias de Egipto y

Asiria, han logrado un período de tranquilidad y de gran bienestar. Pero el debilitamiento de la

religiosidad, fruto de ese confort, ha hecho que este tiempo se haya convertido en una fragante injusticia,

de riquezas para unos pocos y de miseria para la mayoría.

El profeta Amós destaca en el antiguo Testamento por la dureza de los términos con que condena el

egoísmo y el ansia de placer de los ricos. Lanza miradas de fuego hacia los lujosos palacios de Samaria y

describe orgías abominables. Continúa su impresionante descripción de la sociedad de su tiempo, que ha

convertido en ídolos las ciudades santas de Sión –Jerusalén- y de Samaria (v 1). Llama a la conversión a

los que se dedican a comer y a beber y a divertirse a costa de pisotear la dignidad de los pobres y engañar

al prójimo en pesos y medidas. Nos describe unas existencias tan libertinas como inútiles, una ostentación

descarada de lujos, un alarde zafio de riquezas acumuladas con medios inconfesables.

El texto retrata a la perfección la vida del adinerado. La vida entendida como puro confort es siempre

un insulto a Dios y a la convivencia humana. En su inconsciencia y fatuidad se entregan a toda clase de

vicios, a gozar sin preocupación de unas riquezas (vv 4-6), de las que solo son administradores. Piensan

que su situación va a durar siempre; pero su vida muelle va a terminar trágicamente: encabezarán las filas

de los que serán llevados al exilio (v 7).

La riqueza que ataca el profeta conduce a la ceguera del corazón, a la destrucción de las mismas

personas que las poseen y de la creación; y a la miseria de los que tienen que pagar las consecuencias.

Amós es sumamente sensible a la injusticia social en todas sus formas. No puede soportar que el lujo de

los poderosos insulte descaradamente la miseria de los oprimidos. Yahvé no puede soportar tanta

injusticia, tantos desmanes.

Habla, grita, lanza invectivas contra ‘la sociedad de consumo’ de su tiempo. ¡Pobre profeta, que no

entiende nada de la vida y de las reglas de la alta ‘suciedad’! ¿Quién te escucha?

Este mensaje de Amós sigue manteniendo toda su actualidad. Su aplicación es clara en los países donde

el excesivo bienestar de los ricos se codea con la miseria de los pobres.

CUALIDADES DEL PASTOR IDEAL

“Hermano; siervo de Dios: Practica la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate

el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos. Y ahora, en presencia de Dios que da la vida al universo y de Cristo Jesús que dio testimonio ante Poncio Pilato: te insisto en que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo; que en tiempo oportuno mostrará al bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores; el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver.

A él honor e imperio eterno. Amén.” (1 Tim 6, 11-16)

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Seguimos leyendo, por tercer domingo consecutivo, la primera carta de san Pablo a Timoteo.

Hoy presenta paternalmente a su discípulo las cualidades que debe reunir el pastor ideal, en contraste

con las que nos ofreció de los falsos doctores (1 Tim 4, 1-3; 6, 3-5).

Debe huir del amor al dinero, raíz de todos los males (v 10, que no se lee). Llama a Timoteo siervo de

Dios (v 11), nombre que se daba a los antiguos profetas, como representantes de Yahvé.

Nos invita a aprovechar esta vida para practicar la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la

delicadeza (v 11). Si queremos hacer frente a las injusticias de este mundo, el camino único válido es

comprometerse desde la fe

El pastor ideal es, ante todo, el que alienta los ‘combates’ de la fe. Un combate que no consiste en

luchar contra los enemigos de la fe, sino en luchar consigo mismo para ser fiel a Jesucristo, porque la

vida es una lucha diaria en busca de los valores de Cristo, que son los mismos del reino de Dios.

En el marco de este combate, aparece el bautismo como el momento en que renueva el llamamiento de

Dios, que le invita a una vida de unión con él: Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la

que hiciste noble profesión ante muchos testigos (v 12). Es importante esta recomendación sobre la

conquista de la vida eterna. La parábola evangélica nos ha matizado que la única forma de conquistarla es

compartiendo la suerte de los pobres.

También le recuerda el valiente testimonio del mismo Jesús ante Pilato (v 13) y que guardes el

mandamiento sin mancha ni reproche hasta la vuelta del Señor (v 14).

Y termina con una doxología, inspirada en el ceremonial de la divinización de los emperadores y de las

plegarias judías en la sinagoga. Distingue a Dios –Soberano, Rey, Señor, el único poseedor de la

inmortalidad, que habita en una luz inaccesible (vv 15-16)- de los emperadores, cuyo reinado es cosa

de un momento si se le compara con la eternidad.

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DOMINGO VIGESIMOSÉPTIMO ORDINARIO

LA FE OBLIGA AL CUMPLIMIENTO DEL DEBER

EL SILENCIO DE DIOS

A nuestra sociedad occidental ya no podemos considerarla como cristiana. En ella se valoran, casi

exclusivamente, la eficacia y la técnica, el dinero y la búsqueda del máximo placer posible con el mínimo

compromiso. Y, como consecuencia, se desentiende de la fraternidad y la justicia, de los más necesitados

y oprimidos. En ella, cada uno se preocupa de sí mismo y de los suyos. Y, con frecuencia, muchos de los

que más trabajan por la justicia, la fraternidad y la libertad –valores del reino de Dios-, lo hacen desde

ideologías y creencias al margen del cristianismo, a la vez que nos acusan a los cristianos de no trabajar

de verdad por aquello que afirmamos y no practicamos. En un mundo así es difícil vivir la fe.

Por otra parte, la Iglesia jerárquica no acaba de decidirse por el Evangelio sin rebajas. Parece que teme

las consecuencias, perder el protagonismo y el número. Y se refugia en la diplomacia y en los pactos,

pensando que por ahí logrará su propósito. Y lo que está logrando es el desprestigio ante muchas personas

de buena voluntad.

Nuestra misma actuación personal está regida por otros intereses distintos a los valores de Jesús. Lo

mismo nuestra vida familiar, profesional y social. Parece como si estuviéramos perdiendo la fe en la vida,

en las personas y en Dios. Los contratiempos de cada día nos van desgastando y endureciendo.

Mientras tanto, Dios está callado. Por más que le pidamos, por más gritos de injusticia que se eleven

ante él, Dios calla. ¡Qué extraña manera de gobernar el mundo! Porque entre los que sufren hay multitud

de niños e inocentes. ¿Por qué lo soporta Dios? ¿Es que no le importa? ¿Por qué tanto mal ante el que nos

sentimos impotentes?

El silencio de Dios nos desespera, nos pone nerviosos. Si Dios existe, debería oír el grito incesante de

los oprimidos, y ver las injusticias que nos rodean por todas partes.

El silencio de Dios nos tortura. Pero no tanto porque no hable, cuanto porque nos enfrenta a nosotros

mismos, a nuestras responsabilidades ante las injusticias, para que digamos nosotros esa palabra que

estamos esperando de él. El silencio de Dios nos obliga a hablar, a actuar a nosotros. Lo que Dios podría

remediar con su palabra, es labor nuestra, porque en nosotros ha puesto la historia y su destino.

Para aceptar el silencio de Dios, y trabajar por llevar adelante su reino, hace falta una gran fe. El

silencio de Dios es la libertad de los hombres. El silencio de Dios deja de ser escandaloso cuando hay un

verdadero testimonio de creyente. Dios habla en la medida en que los creyentes nos comprometemos.

Dios está mudo porque nosotros no pronunciamos ninguna palabra significativa.

Cristo es la Palabra de Dios. Nosotros la proclamamos en el mundo cuando imitamos su vida.

Siguiéndole, vamos llenando la historia de palabras llenas de sentido. Porque la historia, aunque realizada

bajo el impulso del Espíritu, es obra nuestra. Dios no es mudo; los que permanecemos en silencio, por

temor a pronunciar una palabra comprometida, somos nosotros.

LA FE HACE POSIBLE LO QUE PARECE IMPOSIBLE

“Los apóstoles dijeron al Señor: -Auméntanos la fe. El Señor contestó:

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-Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y os obedecería.

Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: ‘En seguida, ven y ponte a la mesa’?

¿No le diréis: ‘Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú’? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: ‘Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’.”

(Lc 17, 5-10)

El tema que domina en las lecturas de hoy es la fe, aunque bajo tres puntos de vista distintos: desde la

paciencia (primera lectura), desde la perseverancia (segunda) y desde el trabajo por el reino (evangelio).

Auméntanos la fe. Los apóstoles han comprendido que a su fe hay que añadirle fe si quieren ser fieles

a lo que les pide Jesús. Reconocen que tienen fe, pero comprenden que no es suficiente, y que esta fe es

un don.

Pedirle a Jesús que nos aumente la fe es pedirle algo muy serio y arriesgado. Porque no es sólo pedirle

capacidad para aceptar intelectualmente algo que no alcanzamos a entender, y que afirmamos como

revelado por Dios, sino también es pedirle ayuda para ponerlo en práctica.

Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en

el mar’, y os obedecería. Parece que Jesús no responde exactamente a la petición de sus discípulos.

Aprovecha la ocasión para expresar la eficacia de la verdadera fe, capaz de obtener todo de Dios.

Si tuviéramos un poco de fe viva haríamos milagros. ¿Cuáles? ¿Cambiar de sitio los árboles o las

montañas? ¿Para qué? Si tuviéramos fe, no cambiaríamos de sitio una morera, sino que cambiaríamos el

mundo entero. Este mundo opaco y ciego, en que vivimos, se nos haría transparente, nos descubriría su

verdadero rostro, su mensaje y su misterio. Si tuviéramos fe, toda nuestra vida sería un único milagro. La

fe nos concede la sabiduría de la vida; nos permite mirar la realidad desde su verdadera vertiente: la de

Dios. La fe es más poderosa, tiene más consistencia y valor que todas las realidades físicas. La fe llega

hasta el fondo de Dios y de los hombres, a ese fondo de Jesús en el que todo se sustenta. La fe nos hace

partícipes de la vida del Dios que todo lo puede, del Dios que no tiene límites.

La fe es una inmensa fuerza que permite vencerlo todo, superar lo que parece imposible. Es esa

convicción que nos hace decir: ‘A pesar de todo seguimos adelante’. Nos hace preguntarnos por un

porqué último, final, absoluto.

La fe nos da el convencimiento de que, en el trabajo por la transformación del mundo, el mal puede ser

arrancado de raíz. Es el poder que vende al mundo (Jn 16, 33; 1 Jn 5, 4). Es esa tozuda confianza en la

promesa de un Dios que está empeñado en hacer nuevas y de nuevo todas las cosas (Ap 21, 1-7).

La fe es una manera distinta de vivir en el mundo y por el mundo. Es realista: sabe lo que ocurre en el

mundo y el porqué; empuja a solucionar las situaciones de injusticia. Nos mantiene en la vertiente

verdadera de las cosas y de las personas: en la vertiente de Dios. Es una fuerza interior que nos empuja y

nos hace capaces de afrontar las dificultades de la vida.

La fe no es sólo creer que Dios existe: también lo creen los ‘demonios’ (Sant 2, 19). Es mucho más: es

fiarse, esperar, caminar por el camino de Jesús guiados por su palabra. Fiarse, esperar, caminar, sabiendo

desde lo más profundo de nosotros mismos que, si creemos, no es porque nosotros lo hayamos logrado

con nuestro esfuerzo, sino porque el Padre nos ha llamado y nos ha dado su mano, nos ha hecho

experimentar que todo esto merecía la pena. Esta fe crece en la ‘noche’, en las dificultades.

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La fe nos obliga a una opción. Una opción que tiene algunas características: se da en el corazón y

arrebata a toda la persona, que tiene la sensación de haber nacido de nuevo (Jn 3, 3-8); es una orientación

interior, permanente y global de la vida: todo lo que somos y tenemos se coloca en una sola dirección; se

da cuando somos capaces de arriesgarlo todo, cuando nos decidimos por la vida, a pesar de experimentar

que la estamos perdiendo (Mt 16, 25); cuando nos situamos a favor de la luz, aunque sigamos en

tinieblas; cuando confiamos en la acogida de Dios, sin saber si nos acoge o no; cuando arriesgamos lo que

tenemos seguro, por lo que esperamos.

La fe nos libera de ataduras sociales, de preceptos, de clases. El que opta por ella descubre que el

cristianismo es fácil (Mt 11, 28-30). Ese es uno de los prodigios del Evangelio: Cuando buscamos la

facilidad, sentimos su peso.

TODO ES DON DE DIOS

Los doctores de la ley entre los fariseos, concebían la relación entre Dios y los hombres como un

intercambio de prestación por prestación. Si se cumple la ley, si se hace lo que Dios tiene mandado, nos

debe recompensa.

También hoy muchos piensan que Dios tiene sobre nosotros unos derechos por los que nos puede

imponer unos mandatos, y que, si los cumplimos, mereceremos recibir la recompensa. Suponen que el

premio corresponde a las obras realizadas, por lo que pueden exigirle a Dios la ‘paga’. ¡Apañados

estábamos si fuera así!

Para desterrar esta idea farisea de los propios méritos y de un Dios obligado a corresponder, Jesús

propone la parábola del criado –exclusiva de Lucas- que, obedeciendo al amo, no hacía más que cumplir

con su deber. La imagen está tomada de la vida real en Palestina y la dedica a los discípulos.

El criado es criado, y tiene que hacer lo que se le mande. Jesús no se pronuncia sobre esta situación

social, tan irritante para nuestro modo de pensar; la toma únicamente como ejemplo para explicarnos

nuestras relaciones con Dios.

La parábola es clara en su significado global: el criado que hace lo que está estipulado en su contrato no

tiene por qué exigir nada. Simplemente ha cumplido con su deber.

Es lo que sucede con la fe: nuestro deber es encontrarle un sentido a la vida y ser fiel a ese sentido. Ya

es suficiente premio el vivir teniendo a Dios como punto de referencia para iluminar la propia vida.

Porque tener fe es aprender a vivir con total intensidad, con gozo sereno, con la experiencia humilde de

sentirse hijo de este Padre.

Cuando ya no podamos más por el cansancio, cuando hayamos agotado todos los recursos, podremos

presentarnos ante el Padre y decirle: ¡Gracias!. Porque lo único que hemos hecho ha sido corresponder a

un amor que nos lo ha dado todo, ser agradecidos y dejarnos llevar por la corriente de vida que nos rodea

por todas partes, y que el Padre nos ofrece gratuitamente. Sentir la alegría de reconocer que no somos más

que unos pobres siervos, sin ningún mérito; porque en las cuentas del amor del Padre no existen las

reclamaciones por méritos: hay vida compartida, esperanza compartida, libertad infinitamente

compartida.

Para interpretar rectamente estas ideas debemos situarnos en el contexto de una verdadera amistad, de

una confianza profunda y auténtica: amigo es el que ayuda al otro sin hablar de premio o recompensa. El

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amigo no necesita leyes ni mandatos; sabe qué es lo que agrada al amigo y lo realiza porque cree que

merece la pena hacerlo.

Esta es la actitud que debemos tener ante Dios. Descubrimos su voluntad y tratamos de cumplirla. No

importa en principio el premio. Sabemos que Dios no está obligado a nada. Sin embargo, porque es amigo

y, sobre todo Padre, sabemos que se preocupa de nosotros y que podemos confiar en su ayuda. Es un

Padre que nos quiere más de lo que nosotros podemos imaginar: Nos quiere ‘todo’. Por eso, estamos

seguros en sus manos, que siempre serán infinitamente mejores que las nuestras. No sabemos lo que nos

dará, pero tenemos una inmensa confianza en que siempre será mucho más que todo lo que hubiéramos

soñado (1 Cor 2, 9).

Esto no significa que las buenas obras sean inútiles y no sirvan para nada, sino que la recompensa

siempre debe ser esperada y recibida como un don de la bondad del Padre.

ESPERAR, A PESAR DE TODO

“¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré ‘Violencia’, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias. me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas? El Señor me respondió así: Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido.

La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse.

El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe.”

(Hab 1, 2-3; 2, 2-4)

El libro de Habacuc (en hebreo ‘Abrazo’), refleja una de las últimas ceremonias litúrgicas del antiguo

templo, antes de la caída de Jerusalén. La idea fundamental del libro es la exaltación de la justicia divina,

que castiga los pecados y recompensa a los que le son fieles en las dificultades. Habacuc desempeña la

función de profeta oficial en las ceremonias que se celebran en el templo.

De este profeta sólo conocemos el nombre. Escribió entre la desaparición del imperio asirio y el

nacimiento del babilónico (años 625-612 a. C.).

Mientras los babilonios amenazan la ciudad de Jerusalén, el reino de Judá vive sometido a la tiranía del

rey Joaquín. El pueblo se reúne en el templo y pide al profeta que presente a Yahvé las quejas de todos

(primera parte de la lectura). Y Habacuc, llevado por su sentido de justicia, protesta ante Yahvé porque

permite tanta injusticia y opresión sobre el pueblo judío. Pregunta a Dios sobre su modo de proceder y de

gobernar el mundo. Es la eterna pregunta sobre el mal que todo ser humano se plantea, incluso el hombre

de fe: ¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? Ve necesario que Dios intervenga y

defienda al pueblo del rey. Pero, ¿lo va a hacer por medio del imperio babilónico, que asedia a la ciudad,

y que parece ser más cruel aún que el rey? ¿Acaso la historia humana es una continua sucesión de

opresiones sobre los pueblos siempre indefensos? Y Habacuc denuncia ambos acontecimientos como

escandalosos.

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Yahvé responde a las quejas del profeta mediante un primer oráculo (vv 5-11), que no se lee, y que el

pueblo considera confuso, y pide al profeta que formule una segunda queja (vv 12-17, que tampoco se

leen).

El profeta se presenta como el centinela que vela por los intereses del pueblo (v 1), al que espera

transmitirle la respuesta divina a sus angustias. Yahvé responde con un segundo oráculo (segunda parte

de la lectura), en el que le va a comunicar una revelación que debe poner por escrito (v 2), para que sirva

de testimonio cuando los hechos tengan lugar. Lo anunciado se cumplirá, si tarda, espera (v 3). La

palabra de Dios está comprometida en ello: El justo vivirá por su fe (v 4). Dios no permitirá que el

impío triunfe indefinidamente, ni dejará al justo sin darle lo que merece.

Este oráculo, punto central de la profecía de Habacuc, sólo se puede entender desde la fe. De hecho, el

pueblo judío, incluidos los justos, irán al destierro. Pero el Dios, que dio pruebas de fidelidad en el

pasado, es el mismo Dios que ahora responde. ¿Cómo entenderlo sin la fe en el Dios de las promesas?

El problema no tiene solución humana, la única solución se halla en el plano de la fe.

Habacuc nos enseña a esperar contra toda esperanza.

NO TEMER A NADA NI A NADIE

“Querido hermano: Aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste cuando te impuse las manos;

porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del evangelio, según las fuerzas que Dios te dé. Ten delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas y vive con fe y amor cristiano. Guarda este tesoro con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros.”

(2 Tim 1, 6-8. 13-14)

Uno de los mayores peligros para el apóstol cristiano es la tentación de desaliento cuando se encuentra

con la incomprensión y las persecuciones.

La segunda carta de san Pablo a Timoteo, que leeremos durante cuatro domingos, data de los últimos años

de la vida del apóstol; escrita durante su segundo cautiverio en Roma, que terminará con su muerte.

Esta carta está considerada como el testamento espiritual de Pablo, que ya tiene más de sesenta años. El

apóstol se despide, da una rápida mirada a su vida, se prepara a la muerte inminente, y da una serie de

consejos e instrucciones a Timoteo, válidos para todos los dirigentes de la Iglesia.

Timoteo, natural de Listra (Licaonia), hijo de padre griego y de madre judía, compañero inseparable de

Pablo, tímido por naturaleza, puede dejarse impresionar por el encarcelamiento de Pablo. ¿Cómo puede

entender un griego, que un crucificado pueda ser el Señor, y un seguidor de ese Señor esté encarcelado y

pueda ser asesinado?

En el momento en que escribe Pablo, la predicación apostólica encuentra grandes dificultades. Por

primera vez, la persecución ya no está dirigida por los judíos: ahora son las propias autoridades del Imperio

romano las que persiguen con saña a los cristianos.

Pablo tiene la impresión de que su discípulo está en crisis, que su llama va apagándose; por eso le exhorta

a que, como testigo de Cristo, rechace toda actitud de miedo. Debe afrontar con coraje las pruebas

inherentes a la causa del evangelio. No debe tener miedo a nada ni a nadie. La fe no dispensa de las

dificultades y persecuciones, sino que necesita la perseverancia en medio de ellas.

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Para infundirle la valentía y fidelidad necesarias, Pablo (segunda lectura) le invita a que haga revivir en él

la gracia de Dios de su ordenación, otorgada por la imposición de sus manos. Rito que es un don de Dios,

una gracia concedida para el bien de la comunidad; una gracia que da fuerzas para dar testimonio de Jesús,

muerto en la cruz, y de su prisionero. Una gracia que otorga un amor ardiente y entusiasta por el anuncio

de la Palabra a todos los hombres, la prudencia necesaria para un dirigente de comunidad y maestro de la

verdad y, por último, la preocupación constante por guardar íntegra la doctrina.

No se trata de ser fiel, de manera pasiva y resignada, a una decisión que se ha tomado anteriormente. La

fidelidad descansa sobre razones actuales, que fundan un sentido más pleno de las responsabilidades.

La defensa del tesoro de la fe requiere mucho valor, y sólo podrá guardarse con la ayuda del Espíritu

Santo, que habita en nosotros.

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DOMINGO VIGESIMOCTAVO ORDINARIO

JESÚS CURA A DIEZ LEPROSOS

TODOS QUEDAN CURADOS DE LA LEPRA

“Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:

-Jesús, maestro, ten compasión de nosotros. Al verlos, les dijo: -Id a presentaros a los sacerdotes.

Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.

Éste era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: -¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha

vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: -Levántate, vete: tu fe te ha salvado.”

(Lc 17, 11-19)

Estamos en la última etapa del camino de Jesús hacia Jerusalén. También en este pasaje, exclusivo de Lucas,

el centro es la fe, la gratitud para con Dios. Opone el comportamiento de nueve judíos al de un samaritano. Y,

como siempre que esto ocurre, el desenlace favorece a este último. Necesitamos prestar mucha atención a esta

constante evangélica, y sacar conclusiones para nuestra vida.

¿Cómo vamos a descubrir la fe y la gratitud para con Dios, si no vivimos y valoramos ambas en

nuestras relaciones humanas? Creer en Dios nos obliga a creer en los hombres; para ser agradecidos con

Dios necesitamos serlo antes con los que nos rodean. ¿Cómo vivir cristianamente sin practicar hasta el

fondo todos los valores humanos? Quien no vive los valores del camino humano no podrá ser fiel al

camino cristiano. ¿Cómo entender y vivir, por ejemplo, la realidad ‘Dios-amor’ si no somos conscientes

de todo lo que hay de amor en nuestras vidas, si no lo valoramos como lo más importante de ellas? Lo

que decimos, hacemos o creemos, carece de sentido si está desvinculado de nuestra vida diaria.

Lucas, siempre preocupado por todos los marginados, nos presenta una curación de leprosos. Son signo de

las personas que reciben la gracia salvadora de Dios, que los transforma.

El relato va a constar de cuatro momentos: súplica a Jesús, curación de los diez, agradecimiento del

samaritano y su paso a su salvación-encuentro con Dios.

La enfermedad azota a la persona y a la sociedad. Es una realidad dolorosa y buscamos por todos los

medios la curación de ella. No hacemos lo mismo con el pecado, causa de una enfermedad más grave

aún: la ausencia de Dios en nuestras vidas. Por eso tenemos este mundo tan injusto y somos tan

mediocres. En tiempos de Eliseo y de Jesús abundaban la lepra y el egoísmo. Hoy, el cáncer y el egoísmo.

Vinieron a su encuentro diez leprosos. La enfermedad y la miseria reúnen a los hombres y les hacen

olvidar los odios nacionales. Los leprosos estaban obligados a vivir solos, en los descampados.

La enfermedad les ha colocado en situación de búsqueda de la curación. ¡Cuántas cosas estamos

dispuestos a hacer para recobrar la salud! ¡Cuántas veces la enfermedad es la única forma de despertarnos

de la rutina en que vivimos muriendo!

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A gritos suplican a Jesús que los cure. Lo llaman maestro, nombre que en Lucas sólo le han dado

hasta ahora los apóstoles. Por sí mismos, los enfermos no pueden hacer más que gritar pidiendo auxilio.

En su petición está implícito el grito de todos los que descubren sus límites y llaman a la puerta del

misterio en busca de socorro. Parece que no han oído nada sobre el valor liberador de su doctrina, si nos

atenemos a la reacción posterior de los nueve judíos.

Jesús les manda a los sacerdotes, que son los que deben testificar oficialmente la curación, para que

puedan reintegrarse a su pueblo.

Mientras iban de camino, quedaron limpios. Se produjo la primera parte de la curación: la externa.

Todos quedan curados de la lepra. Los nueve judíos siguieron su camino hacia los sacerdotes, como si

nada especial hubiera pasado por sus vidas; aceptan el prodigio con naturalidad y se muestran dispuestos

a integrarse, sin más, en la vida diaria y religiosa de Israel, su pueblo. La curación no les ha aportado nada

nuevo, porque vuelven a ser lo que ya antes habían sido. Se acercaron a Jesús solamente para la curación

física, y la habían conseguido. Necesitaban el certificado de los sacerdotes para reintegrarse a sus

comunidades, sin más. Ni sospechaban que les quedaba lo más importante: el encuentro con Jesús. Es la

reacción de los ‘hijos fieles’.

SÓLO UNO LLEGA AL FONDO DE LO SUCEDIDO

La salvación para un enfermo comienza con la curación. Es verdadera salvación cuando se encuentra a

Dios en ella. El décimo leproso –samaritano, extranjero y herético-, viendo que estaba curado, se

volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.

Sólo éste sabe descubrir el fondo de lo sucedido. Sólo éste acierta a descubrir que hay algo más

importante que las normas y los ritos: dar gracias. Ha encontrado en Jesús ‘eso’ que le latía en el corazón

desde siempre, y ha vuelto para darle las gracias y ponerse a su servicio. Ir a los sacerdotes, para

reintegrarse a la sociedad, podía esperar.

Sólo el samaritano intuyó en su curación el amor del Padre, que le llamaba a una plenitud de vida, a no

quedarse en el signo externo. Y actúo en consecuencia. Sólo uno tuvo la capacidad de sorpresa necesaria

para encaminarse hacia Jesús. Los evangelistas tienen un constante interés en poner de manifiesto la

actitud creyente de aquellos de los que no esperamos nada.

Los nueve judíos no saben dar gracias a Jesús, ni ‘encontrarse’ con él, porque tampoco habían sabido

hacerlo en la vida ordinaria. Como eran judíos, miembros del pueblo elegido, creerían que tenían derecho

a esa curación, por lo que no tenían nada que agradecer. Están encadenados a sus prescripciones. Piensan

que ‘todo’ está en los ritos, a los que ya podían volver. No tienen ni idea de que Dios llama al ‘encuentro

con él’. No saben reconocer la propia pobreza ante el don de Dios, ni tener la mínima actitud de

agradecimiento. Decididamente, el Evangelio quiere convencernos de que la fe verdadera y el verdadero

amor no suelen florecer donde podríamos esperar.

No hace falta demasiada imaginación, para darnos cuenta de que, esos nueve leprosos, reflejan a la

perfección el estilo religioso de nuestros países llamados cristianos, y de muchas de nuestras instituciones

eclesiásticas. Es tan enorme la superficialidad y la falta de compromiso, que ya nada mueve nuestra

atención, nada es vivido con detenimiento, nada nos empuja a una renovación. Somos capaces de

recibirlo todo y de hacerlo todo con una plena indiferencia. Hemos logrado tener un cristianismo

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perfectamente cosificado y codificado: todo se hace según tradiciones estipuladas, pensadas y dirigidas

desde arriba, ejecutadas mecánicamente, como si el solo hecho de hacer cosas piadosas o de recibir

sacramentos fuese suficiente para crecer y madurar en la fe.

EL SAMARITANO COMPRENDIÓ QUE SU VIDA NO PODÍA SEGUIR SIENDO LA MISMA

Levántate, vete: tu fe te ha salvado. ¿En qué manifestó fe el samaritano? En que al encontrarse

curado de forma inesperada, fue capaz de interpretarlo como un gesto de Dios. Y si el acontecimiento era

una acción de Dios, su autor inmediato tenía que ser por fuerza un enviado suyo. Y comprendió que su

vida no podía ser ya la misma de antes. Se convirtió en creyente: el don recibido de Dios lo transformó en

una forma nueva de existencia. Se introdujo voluntariamente en el campo del don de Dios, que Jesús le

había ofrecido, por lo que el milagro se pudo realizar en él de una forma plena y total. Lo que había

comenzado siendo una curación externa de lepra, se convirtió en ‘salvación’ definitiva. La salvación para

un enfermo empieza en la curación; es verdadera salvación cuando se encuentra en ella a Dios, ya que su

presencia le da infinitud.

La fe para Jesús no significa cumplir unas normas religiosas, sino vivir abierto a la acción de Dios en

nuestras vidas. Arranca de la gracia divina y de la libertad humana. Es un don de Dios y decisión del

hombre. La fe, vista desde Dios, es gracia que crea permanentemente la libertad humana. La fe, vista

desde nosotros, es libertad que se entrega. La fe es acción directa, inmediata y total de Dios, que crea

permanentemente la libertad del hombre y, al mismo tiempo, es acción directa, inmediata y total del

hombre, que acoge el amor de Dios en su corazón y le corresponde con la autodonación, con la entrega,

con la ofrenda de su vida.

La fe es descubrir a Dios siempre presente y activo en nuestra vida, en nosotros y con nosotros, no con

un poder arbitrario o imprevisible, sino con amor y comunión.

De esta fe surge una actitud de alabanza, de gratitud, de no querer reconocer ningún otro dios, ningún

otro ídolo, ningún otro absoluto.

EL LEPROSO NAAMÁN

“Naamán el sirio bajó y se bañó siete veces en el Jordán, como se lo había mandado Eliseo, el hombre de Dios, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva al hombre de Dios y se le presentó diciendo:

-Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Y tú acepta un presente de tu servidor.

Contestó Eliseo: -Juro por Dios, a quien sirvo, que no aceptaré nada. Y aunque insistía, lo rehusó. Naamán dijo: -Entonces, que entreguen a tu servidor una carga de tierra, que pueda llevar

un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otro dios que no sea el Señor.” (2 Re 5, 14-17)

Los libros de los Reyes narran la historia de Israel, desde los últimos años de David hasta la cautividad de

Babilonia; unos cuatro siglos. Tienden a probar que todos los males, que han azotado a Israel y Judá, son

consecuencia de la infidelidad de sus reyes y del pueblo al pacto de la Alianza con Yahvé.

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El autor sagrado no pretende escribir todo lo sucedido, sino que entresaca de la historia de Israel y de

Judá, de aquellos cuatro siglos, algunos sucesos característicos para apoyar la tesis que quiere probar.

El texto de la primera lectura de hoy nos relata la curación del leproso Naamán, en su final; un pagano

curado por las aguas del Jordán, cuando las aguas de su país no han podido hacerlo.

El centro de la lectura es la confesión de fe en un único Dios hecha por un extranjero, que le lleva a

adorar, a partir de este momento, al Dios de Israel exclusivamente.

Para Naamán, Yahvé es un Dios más poderoso que los demás, que ejercen su poder sobre zonas

delimitadas; por lo que salir de un país equivalía a abandonar al dios que lo domina. Por esta razón,

Naamán quiere llevarse tierra de Israel (v 17), para edificar sobre ella un altar a Yahvé cuando llegue a su

país; porque no cree poder adorarle sobre una tierra considerada impura por la presencia de los ídolos

nacionales, ni que Yahvé pueda ejercer su poder y dominio fuera de su propio pueblo. La tierra que lleva

es la suficiente para colocarse de pie sobre ella y ofrecer un culto al Dios de los judíos.

Otra enseñanza importante de este episodio es la gratuidad. Naamán es sirio, y las relaciones de su país

con Israel son tensas, como casi siempre. Ha sido atacado por la lepra y ni los médicos ni los magos de su

país han podido atajarla. Atiende la sugerencia de una sierva para que vaya a tierras de Israel para curarse,

lo que era difícil de aceptar: ¡ponerse en manos de un enemigo!

Pagará lo que sea necesario y hará todo lo que le propongan. Pero el profeta Eliseo no acepta ningún

presente, ni pide nada a cambio (v 16).

La verdadera religión no es difícil: basta con aceptar recibir. Nosotros pretendemos vivirla a base de

acciones laboriosas o de ritos. El Dios verdadero quiere que le recibamos.

APÓSTOL A EJEMPLO DE JESUCRISTO “Querido hermano: Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Éste ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen su salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna. Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.”

(2 Tim 2, 8-13)

La exhortación de Pablo a Timoteo, de dar testimonio valiente en comunión con Cristo y con él mismo,

preso por su fidelidad al Señor –segunda lectura del domingo pasado-, tiene su continuación en el texto de

hoy. Pablo sigue insistiendo a Timoteo que se entregue con toda fidelidad a su ministerio. Para animarle más,

le recuerda el ejemplo de Cristo, que, si antes padeció, resucitó glorioso y es causa de nuestra futura

resurrección. De la fe en Jesucristo resucitado nace la predicación apostólica, y esa resurrección constituye el

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centro de la predicación: Éste ha sido mi Evangelio. Esto es lo que vive el propio Pablo, que se ha

identificado con Cristo crucificado para poder participar plenamente de su gloria.

Es normal que los evangelizadores, que se tomen en serio su misión, sean perseguidos, incluso por

miembros de sus mismas comunidades. La cobardía puede desvirtuar el mensaje. Ser cristiano no

significa cumplir unas leyes y ritos, sino poner como centro de nuestra vida a la persona de Jesucristo.

Este modo de vivir puede llevarnos a un camino de sufrimientos, de cruz (v 10).

Los sufrimientos del apóstol, además de unirle estrechamente a Cristo, influyen también positivamente en los

demás creyentes; son también una forma de contribuir a la propagación del mensaje que lleva dentro.

La palabra de Dios no está encadenada (v 9), pero con nuestro modo de vivir podemos hacerla

inservible.

Todo este pensamiento de Pablo queda corroborado en el pequeño himno litúrgico de cuatro versos (vv

11-13), con los que concluye el texto de hoy. Entramos a participar en la muerte de Cristo desde el

bautismo; y vivir y reinar con él supone una vida de seguimiento y de testimonio. El tercer verso nos

recuerda las palabras de Jesús: ‘si uno me niega ante los hombres...’ (Mt 10, 33; Lc 12, 9). El cuarto

rompe el paralelismo de los tres primeros: Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede

negarse a sí mismo. Fiel a sus promesas y a su amor. Ante el amor, totalmente fiel de Jesucristo, se

rompe toda lógica.

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DOMINGO VIGESIMONOVENO ORDINARIO

PARÁBOLA DEL JUEZ Y LA VIUDA

NECESIDAD DE ORAR SIEMPRE

“Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:

-Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: ‘Hazme justicia

frente a mi adversario’; por algún tiempo se negó; pero después se dijo: ‘Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.’

Y el Señor respondió. -Fijaos en la que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos

que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

(Lc 18, 1-8)

Nuestro secularizado mundo ha arrinconado la oración y ha eliminado la relación del hombre con

Dios. Cada día resulta más difícil intuir su presencia. ¿Tenemos algo que aportar los cristianos en esta

hora del mundo? Lucas nos presenta seguidas dos parábolas relacionadas con la oración: la del juez y la

viuda y la del ‘fariseo y el publicano’, que veremos el próximo domingo. La finalidad de ambas es la

misma: enseñarnos cómo debe ser la verdadera oración.

Nuestros mayores, más vinculados al lento ritmo de la naturaleza, sabían bien que toda obra que

merece la pena requiere grandes inversiones de tiempo y de constancia. Lo saben perfectamente los

investigadores, los artistas y los poetas de todos los tiempos. Toda auténtica creación supone una

paciencia inagotable. Lo saben muy bien también los padres y los educadores. ¿Por qué pasar por alto esta

ley universal, inscrita en el proceso del mundo y de la historia, cuando se trata del crecimiento del reino

de Dios en nosotros y en la humanidad?

Tenemos que orar siempre sin desanimarnos. Son muchos los textos de Lucas que nos hablan de

oración. ¿Por qué su insistencia? Porque prevé que las dificultades, que ya vivían los cristianos cuando

escribió su Evangelio, iban a continuar, y era grande el riesgo de perder la fe, al estar en juego la propia

vida. Porque, la oración confiada y constante, es el clima propicio para que pueda madurar en nosotros la

semilla del reino de Dios. Porque en ella podemos ir descubriendo lo que el Padre quiere de nosotros.

Porque de ella brota un estilo de vida verdaderamente cristiano.

La parábola nos presenta una visión de la vida desde la óptica de la fe. El contexto refleja la actitud y

situación en que vivían los cristianos de entonces. Sabemos que esperaban la venida inmediata y

salvadora de Jesucristo, y que cada día elevaban su plegaria de llamada y de esperanza en su propia

llegada, convencidos de que era la única forma de escapar de la maldad de un mundo incapaz de cambiar.

Pero la llegada de Jesús se hace esperar; las dificultades son grandes, arrecian las persecuciones, amenaza

la tentación de apostasía. Sólo la venida gloriosa de Jesús les librará de todos los problemas que les

afligen.

Olvidaban, lo mismo que ahora nosotros, que Dios no es el ‘papá bonachón’ que hace las cosas que

debemos hacer nosotros. Es el Padre que nos ayuda a que luchemos para superar las dificultades que se

nos presenten, la garantía de una justicia definitiva, que resuelva los interrogantes de tantas injusticias

como sufren los explotados y oprimidos a lo largo de sus vidas. Justicia-venida que podemos acelerar

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mediante una vida auténtica y una oración perseverante. Ni todo depende exclusivamente de un Dios

absoluto y paternalista, ni todo queda a expensas de los hombres y su justicia. La fe cristiana es síntesis de

ambas posiciones, tan difícil de conseguir en la práctica, como lo atestigua la historia del cristianismo. En

todo tiempo tenemos que enfrentarnos con las dificultades que se nos presenten, y rogar para que venga el

Hijo del hombre; incluso cuando parece que la lucha no sirve para nada y la oración no es escuchada, y

estamos a punto de sucumbir a la fatiga y al hastío.

Jesús en la parábola de hoy nos enseña a perseverar en la oración.

Muchos, al oír hablar de perseverancia, piensan inmediatamente en la machaconería, en repetir

fórmulas y palabras; nunca en esa oración más profunda de encuentro silencioso, iluminador, con la

verdad de Dios, que nos revela nuestra verdad y nos clarifica la realidad de la humanidad. Es ésta la

oración que es indispensable y necesaria, porque es el clima en que nace y madura la fe y la vida.

Si la oración es la forma habitual de alimentar nuestra comunión con Dios y con los hombres, dejar de

orar es exponernos a su lejanía, dejar de tener el ‘sentido de Dios’ en los acontecimientos. Si la oración es

tan importante para el hombre, ¿nos extrañaremos de la ausencia de Dios, y de la radical injusticia en una

sociedad que no reza?

LOS PROTAGONISTAS DE LA PARÁBOLA

¿Cambia la oración el rumbo de la vida, o deja Dios correr tranquilamente el curso de la historia?

Parece que la parábola se inclina por lo primero. La oración no sustituye a la acción, pero la acción

precisa de la oración para lograr su fin.

La protagonista principal de la parábola es una viuda, que acude a un juez para que le haga justicia

contra un adversario más poderoso que ella. Era la mujer pobre y viuda, junto con el huérfano, la imagen

más viva del desamparo y la marginación en el ambiente bíblico. No tiene más medios, para lograr que le

hagan justicia, que su constancia y tenacidad. Está segura de lograr una sentencia favorable, con tal que se

celebre el juicio. Pero, ¿cómo hacer que el juez dicte sentencia? Ella no tiene para hacer regalos, ni

amigos influyentes. No le queda más solución que ir una y otra vez al juez en demanda de justicia,

convencida de que terminará por acceder.

La oración de la viuda es la oración de la pobreza, que significa saber orar también en la aridez, en el

vacío, en la desolación, en la oscuridad más espesa. También cuando no se experimenta ni se siente nada.

La oración de la pobreza busca a Dios aún cuando éste le desilusione, se esconda, desaparezca en la

‘noche’. El pobre está allá, sin desanimarse, sin ceder al cansancio, agarrado a la voluntad más que al

sentimiento, en la fidelidad de un amor dispuesto a aceptar cualquier prueba. Sabe que el encuentro, a

veces, se realiza en la fiesta. Pero con más frecuencia, se consuma en una vigilia interminable.

El monólogo del juez consigo mismo descubre sus ruines pensamientos. Comprende que la mujer no

tiene intención de ceder, y al fin se harta de verse molestado continuamente. Quiere acabar con tanta

importunidad y tanta molestia. Y, para que lo deje en paz, le hace justicia.

Aunque la parábola está centrada principalmente en la actitud de la mujer, la aplicación que Jesús hace

de ella se fija en el juez. No es la actitud perseverante de la viuda lo más importante, sino la certeza de ser

escuchados.

Jesús nos invita a tener una tozudez semejante a la de la viuda. Si un juez sin entrañas dictó sentencia

favorable, ¡cuánto más Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche!

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Esta parábola nos anima a una oración penetrada de esperanza, de utopía, a no desanimarnos nunca,

porque no se apoya en nosotros, sino en Dios. Quizá nos equivoquemos en lo que pedimos y no sepamos

rezar ni vivir coherentemente con lo que decimos. Pero el Padre no deja de amarnos. Orar sin desanimarse

es creer en este amor incondicional de Dios.

“EL HIJO DEL HOMBRE”

Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Con este interrogante de

Jesús a sus discípulos termina el texto. Aunque la frase no parece pertenecer originariamente a la

parábola, expresa la situación de la Iglesia y de cada cristiano de entonces y de ahora; la necesidad de

‘orar siempre sin desanimarse’, para ser fieles al camino de Jesús. Porque el riesgo de interpretar la fe de

una forma menos rigurosa, de hacernos un mesías a nuestra medida, existirá siempre.

El ‘signo’ decisivo para descubrir esta fe lo da la oración perseverante en la interminable noche de la

espera.

Cuando Lucas escribe, los cristianos vivían desconcertados por las dificultades que tenían que superar

si querían seguir adelante. ¿Serán capaces de mantener, después de la Ascensión, la fidelidad a su Señor

hasta su retorno? Esto debe preocuparles mucho más que el querer saber si Dios escucha su oración, sobre

lo que no deben tener ninguna duda.

A todas las generaciones de cristianos les ha sido difícil aceptar que el camino hacia la vida pasa por la

muerte; que la muerte de Jesús asesinado no fue un accidente, sino una lógica constante en nuestro

mundo. Quizá por eso nos hemos conformado con un cristianismo de prácticas, que poco o nada tiene que

ver con el Evangelio.

Viene la salvación, tarde o temprano el Hijo del hombre vendrá, pero ¿encontrará la misma fe suya

cuando llegue? Ciertamente encontrará gente que diga que tiene fe, que cree en Dios y en Jesús, pero

¿gente que se lo juegue todo por seguirle? Una salvación –plenitud humana- que alcanzarán aquellos que,

manteniendo una dura lucha, hayan perseverado hasta el final.

La historia avanza, la cultura cambia, todos tenemos conciencia de la nueva humanidad que se está

gestando. ¿Sabremos encontrar un estilo de fe cristiana que sepa dar respuesta a los nuevos tiempos?

¿Seremos capaces de anunciar el Evangelio de forma que represente algo positivo para los hombres de

hoy? Mucho tenemos que cambiar los cristianos para ello.

EFICACIA DE LA ORACIÓN PERSEVERANTE

“Amalec vino y atacó a los israelitas en Rafidín. Moisés dijo a Josué: -Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo

estaré en pie en la cima del monte con el bastón maravilloso en la mano. Hizo Josué lo que le decía Moisés y atacó a Amalec; Moisés, Aarón y Jur

subieron a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía bajada,

vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, sus compañeros cogieron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado.

Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.”

(Éx 17, 8-13)

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Los amalecitas son un pueblo muy antiguo. Fueron los adversarios de los hebreos y, sobre todo, de Judá

durante varios siglos. Vivían en el desierto y, como a otras tribus de beduinos, el hambre les mantenía

siempre preparados a guerrear contra los pueblos vecinos al desierto, o contra los viajeros que osaran

atravesarlo, para despojarlos de todo lo que llevaran.

El pueblo hebreo, cargado con el botín que había sacado de Egipto, se encuentra en la inmensa estepa,

y los amalecitas lo atacan por sorpresa, como era costumbre entre los pueblos del desierto.

La lectura nos presenta a Moisés como el jefe del pueblo que sabe infundirle confianza y entusiasmo en

la lucha y, al mismo tiempo, como el mediador del pueblo ante Dios por medio de su plegaria

perseverante. Encarga a Josué la defensa del pueblo por medio de la lucha, y él se dedica a interceder ante

Yahvé para que les conceda la victoria.

El texto subraya la importancia de la mediación de Moisés en esta guerra, y constituye, con anotaciones

un tanto mágicas, una lección del valor de la perseverancia en la oración: Mientras Moisés tenía en alto

la mano, vencía Israel; mientras la tenía bajada, vencía Amalec. El autor deja claro que la victoria se

debió a la oración de Moisés. La convicción de que las victorias se debían a Yahvé estaba profundamente

arraigada en el pueblo hebreo.

Para vencer el mal y conseguir la victoria es necesario elevar las manos a Dios, al margen de que la

victoria a la que se refiere la lectura fuera en una guerra. Hoy deberíamos rezar incansablemente para que

ninguna guerra sea posible. Las ‘batallas’ sólo se ganan cuando no se combaten.

ES IMPRESCINDIBLE CONOCER LAS SAGRADAS ESCRITURAS

“Querido hermano: Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado; sabiendo de quién aprendiste, y que de niño conoces la Sagrada Escritura: ella puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación. Toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud: así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.

Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda comprensión y pedagogía.”

(2 Tim 3, 14-4, 2)

En esta segunda lectura, Pablo recomienda a Timoteo, y a todos los cristianos, tres criterios esenciales para

poder mantener la propia fe: la fidelidad a la Tradición –que no es lo mismo que a las ‘tradiciones’-, el

conocimiento de la Sagrada Escritura y su anuncio a tiempo y a destiempo. Es el texto más explícito de

todo el nuevo Testamento sobre la necesidad imperiosa para un cristiano de conocer a fondo los libros santos.

Nos presenta los cauces por los que ha llegado a nosotros la verdad revelada: la Tradición y la Escritura.

Pablo comienza recordando a Timoteo que toda su educación se ha desarrollado a la manera judía, a partir de

los textos sagrados, que debe mantenerse fiel a la doctrina recibida a través de su madre, de su abuela y de él

mismo; que su formación no se apoya en teorías o fórmulas mágicas, como las que montan los herejes, sino

que se fundamenta sobre la Sagrada Escritura, que encierra la verdad revelada y proporciona la sabiduría que

por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación (vv 14-15).

Toda ella está inspirada por Dios. Sus palabras tienen un valor que las distingue de las palabras humanas,

puesto que están formuladas por el Espíritu que ha dirigido a los profetas. Esta es la razón de su utilidad para

el predicador y por qué es importante que éste se impregne de ella. El hombre de Dios que explicita las

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múltiples virtualidades de las Escrituras y cuenta con su eficacia, estará perfectamente equipado para toda

obra buena. De esta realidad fluye, como consecuencia lógica, su utilidad para enseñar la verdadera doctrina,

para combatir los errores, para corregir los vicios y para ayudar a progresar en la vida moral (vv 16-17). Por

eso, es lógico que los que hacen profesión de instruir a los demás se apoyen sobre ella en sus tareas docentes.

Pero un auténtico conocimiento bíblico sólo lo consigue el creyente que, a la vez, está atento a los signos de

los tiempos, para leer en ellos la presencia de Dios en los acontecimientos actuales. La Escritura es regla de la

fe, pero es la lectura de los ‘signos de los tiempos’ la que desentraña toda su actualidad.

Ante Dios y ante Cristo Jesús... (v 1). Este final del texto es de lo más dramático que escribió Pablo, que

prevé su próximo fin.‘Conjura’ a Timoteo para que cumpla con valentía su deber de ministro de Jesucristo. Le

pone delante el gran día del juicio final, cuando aparecerá Cristo para juzgar a vivos y muertos.

La Sagrada Escritura –palabra inspirada y por tanto segura-, debe transformarse en anuncio animoso,

paciente y obstinado. Y esto afecta tanto a la oración como a la proclamación de la Palabra: Proclama la

Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda comprensión y pedagogía

(v 2). La palabra debe ser predicada en todo momento. Una palabra que denuncie el mal, anime a perseverar,

convenza, contagie. Y siempre hecha con amor, como un buen maestro. Con estos cinco vibrantes

imperativos, le manda que se dedique de lleno a su misión, pues se acercan tiempos difíciles (vv 3-4). Lo

veremos con más detalle el próximo domingo.

El cristiano se enfrenta contra todo lo que no está fundado en la justicia, en el amor, en la libertad, en la paz,

en la verdad. ¿Queda algo? También se enfrenta a todos los fanatismos, intolerancias, sectarismos,

integrismos.

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DOMINGO TRIGÉSIMO ORDINARIO

PARÁBOLA DEL FARISEO Y EL PUBLICANO

LA VERDADERA ORACIÓN

“Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás:

-Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano: Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.’

El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.’

Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.”

(Lc 18, 9-14)

Para llegar a la Verdad-Realidad, que es Dios, al sentido de la vida, Jesús de Nazaret tenía claro que el

camino era la verdadera oración. Por eso, dedicó tanto tiempo de su vida a ella: de madrugada, noches enteras,

que le llevaban a la máxima intimidad con su Padre.

La verdad, sobre lo humano y sobre toda la creación, sólo la conoce Dios. En la oración nos la va

desvelando y comprometiéndonos con ella. En la oración, vamos ahondando en el sentido de las cosas y

de los acontecimientos. En ella, recibimos fuerzas para cumplir con nuestros deberes de trabajo, familia,

sociedad. En ella, vamos descubriendo nuestra propia verdad, la verdad sobre la humanidad y sobre Dios.

Enfocar bien la oración, y dedicarle un tiempo fijo cada día, es difícil. ¡Es tanto lo que tenemos que

hacer!, decimos para justificarnos. La verdad es que la consideramos una pérdida de tiempo, influidos por

el ambiente de eficacia inmediata que nos rodea, y por creer que para ser cristianos no la necesitamos.

Como toda actitud creyente, la oración puede verse reducida a una caricatura de lo que debería ser. La

oración es alienante cuando nos evade de la realidad, cuando no surge de los problemas concretos de la

vida, cuando refuerza nuestras seguridades y la instalación en este mundo.

Contemplar y trabajar por un mundo nuevo son caras de la misma moneda. El cristiano verdadero reza

porque sabe que no puede entrar en contacto con la realidad del mundo y con los hombres si no entra en

contacto con Dios. ¿Cómo acertar con el mundo que Dios quiere sin preguntarle a él en la oración?

La oración verdadera nos va dando la fortaleza necesaria para luchar por una sociedad como Dios

quiere; supone confiar en un Padre capaz de hacer fuerte al débil, comprometido al que vive sin

preocupaciones. La oración es una actitud política; es decir, tiene íntima relación con el medio ambiente

en que vive el que reza y, a través de él, con toda la humanidad. Compromete tan seriamente con la

situación histórica, que busca se realicen, ahora y aquí, los valores del reino de Dios.

La oración verdadera llega hasta Dios, pero partiendo de la realidad en que vive la humanidad. Cada

momento de oración es como un juicio que adelanta el juicio de Dios, al manifestarnos la verdad y la

mentira de las situaciones humanas. Lo económico, los problemas laborales, la defensa de los derechos

humanos... están tan unidos a la oración y a la fe, que sin ellos la oración sería una actividad a extinguir y

la fe un lujo sin consecuencias positivas.

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La oración, como entrega máxima, nos hace serenos, objetivos. En la medida en que seamos capaces de

orar, penetramos en el fondo de lo humano. Las grandes cosas de la existencia se han dado a los que han

rezado. Es la síntesis del ser humano: según sea la oración, es la vida.

La parábola de hoy, propia de Lucas, nos presenta el tipo de plegaria que Dios escucha, el modelo de

hombre en que Dios se complace. Completa la parábola del juez y la viuda: orar siempre sin desanimarse,

nos decía la anterior; pero desde un corazón humilde y sincero, añade ésta. Está dirigida a los fariseos,

que se tenían por superiores a los demás y criticaban la actitud de Jesús

EL FARISEO

Los fariseos eran un grupo de judíos nacionalistas, en su mayoría laicos, de una exactitud escrupulosa en el

cumplimiento de los muchos y difíciles preceptos de la ley. Muy seguros de sus opiniones personales, estaban

incapacitados para captar la necesidad que tenían de conversión. Su orgullo de casta les impidió reconocer en

Jesús al enviado de Dios, cerrándose herméticamente a sus críticas. Defendían una religión formulista y

exterior, más atenta a la letra que al espíritu. Eran celosos guardianes de la pureza legal y muy minuciosos;

soberbios e hipócritas al sobre valorar sus obras frente a Dios.

El fariseísmo no es sólo de aquella época: es una forma de vivir lo religioso en todos los tiempos, y es

lo más opuesto al espíritu cristiano. Constituye una constante amenaza para el cristianismo, al que

pretende reducir a unas cuantas prácticas religiosas. Todos llevemos dentro de nosotros zonas de

fariseísmo: todo lo que nos resistimos a revisar por estar seguros de ser verdadero. Y es, quizá, el

reconocerlo con sencillez la única forma de salir de él.

El fariseo se presenta ante Dios muy seguro de sí mismo. Está erguido, lo que revela su estado de

ánimo, su superioridad. Pero no reza; finge ignorar que los dos polos de la oración son Dios y nuestra

nada. Y los cambia por otros dos: sus propios méritos y el desprecio de los demás. Es lo mismo que

hacemos nosotros muchas veces. Se cree grande porque tiene una idea mermada de Dios; virtuoso porque

desprecia a los demás. Si algo va mal, la culpa es siempre de los demás. Nuestra nunca. El fariseo se reza

a sí mismo, se cuenta su historia, poniendo por delante la lista de los pecados ajenos.

Comienza su oración con una acción de gracias, como estaba establecido en el judaísmo. Pero pronto

Dios pasa a segundo término. No encuentra nada de qué arrepentirse: no es ladrón, ni injusto, ni adúltero.

Incluso va más allá de lo que exige la ley y hace buenas obras. Ayuna dos veces por semana, cuando

sólo había obligación de ayunar un día al año (el día de Kippur). Pago el diezmo de todo lo que tengo.

Lo que el fariseo decía en la oración era verdad. Pero no todo: la vanidad y la autosuficiencia lo había

convertido en un ‘sano’, y Dios sólo puede curar a los enfermos (Mt 9, 12). Los ‘sanos’ no lo necesitan.

La oración del fariseo es frecuente siempre, principalmente entre los ‘muy piadosos’, que ven a Dios

como el aliado de su ‘casta’, de sus ‘buenas costumbres’, de su ‘pureza’, de su ‘religiosidad’. Su montaje

de vida les impide verlo en la lucha por la justicia, por la libertad, que debemos realizar entre todos. Están

–estamos- tan llenos de sí mismos, que es prácticamente imposible encontrar una fisura por la que pueda

entrar Dios.

El fariseo de todas las épocas está convencido de lo que dice. Se siente santo y su orgullo es santo. Una

santidad que da distinción y categoría, que separa a los hombres en clases, que otorga privilegios. Es la

santidad de los ‘fuertes’, de los que ya no tienen nada que aprender.

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Si se les –nos- dice que su religiosidad es una caricatura, pensarán que se están burlando de ellos, o que

les ofenden por envidia. Han logrado convencerse de tal manera de la verdad de lo que hacen, que jamás

podrán cambiar, simplemente porque ellos –nosotros- no tienen nada que cambiar o modificar. Esta es la

causa principal de la enorme dificultad que tenemos los cristianos de siempre, los religiosos, los

sacerdotes y los obispos para ser seguidores de Jesús.

EL PUBLICANO

El publicano distaba mucho de ser una persona ejemplar. En aquellos tiempos, los publicanos o recaudadores

de impuestos eran hombres sin escrúpulos, que se habían puesto al servicio de los invasores romanos para

enriquecerse a costa de sus hermanos de raza; eran colaboracionistas. No se preocupaban de lavarse las manos

cien veces al día, ni de rezar mucho ni poco; tampoco les importaban los demás. Para estos hombres, cambiar

de vida y practicar la justicia era una grave complicación. Nadie les ayudaba a realizar este cambio porque

eran odiados y tenidos por indeseables; menos los que tenían mucho dinero, como es natural. Según la

doctrina de los fariseos, si querían ser perdonados tenían que restituir todo lo que habían adquirido

injustamente y dar un quinto de todas sus propiedades.

Se presentó ante Dios como era, sin esconderse detrás de unas fórmulas aprendidas de memoria o de

prácticas rutinarias. Su oración es humilde y espontánea: no se gloría de nada ante Dios ni se compara con

los demás. Sólo tiene conciencia de su culpa y de la bondad de Dios para perdonarle. Necesita salir de su

pecado y pide ansiosamente auxilio. Sabe que está solo, hundido en la miseria, que no se puede apoyar en

lo que tiene. Pero es consciente de que le queda Dios.

Se queda lejos y no se atreve a levantar los ojos a Dios; es consciente de que no merece presentarse

entre las personas religiosas, ni dirigirse al Santo puesto que él no lo es. Su oración consta de muy pocas

palabras: se lamenta de su propia culpa y pide perdón. No muestra ningún interés por su propia persona.

¿Qué podría encontrar en ella de satisfactorio, si toda su vida no es más que la de un pecador? Ni siquiera

tiene necesidad de confesar detalladamente sus pecados: su confesión ya se la ha hecho el fariseo. Él no

tiene más que sacar conclusiones: pondrá el arrepentimiento. Se reconoce enfermo, necesitado de médico.

Y el médico se preocupa de curarlo. Y quedará curado; podrá comenzar una nueva vida.

Es un ejemplo más de la constante enseñanza evangélica: el marginado, el hombre mal considerado,

tiende a abrirse a los cambios, a la conversión, a buscar la verdad y la justicia, a superar unos límites que

parecen intocables, a reconocer sus errores. Mientras el hombre religioso, el poderoso y encumbrado,

instalado en su seguridad y buena conciencia tiende a cerrarse totalmente.

LECCIÓN PARA NOSOTROS

Entra en escena el personaje principal y dicta una sentencia sorprendente: el publicano bajó a su casa

justificado. El fariseo, no.

La oración del fariseo es rechazada, no porque los actos concretos que dice cumplir no lo sean de

verdad, sino porque se ha olvidado que, en cualquier caso, es un pecador como los demás, que necesita el

perdón de Dios y de los hombres, que su respuesta es muy insuficiente teniendo en cuenta las

posibilidades que ha tenido.

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Y eso es precisamente lo que sabe hacer el publicano, que desconocía totalmente el modo ritual de

rezar. Porque es evidente que Jesús no aprueba en la parábola la conducta de los publicanos de su época.

Pero sí aprueba su sinceridad, consciente de las dificultades que va a encontrar para rehacer su vida.

A Dios no le asusta nuestra verdad; la desea como punto de partida para iniciar con nosotros un

diálogo. ¿De qué sirve una oración que no surge de la verdadera realidad del que ora? Pero, ¡qué difícil es

partir de la realidad al haber convertido la evangelización en una religión formulista! Es posible vivir una

vida entera inmersos en un cristianismo sociológico, como el que vivimos nosotros, sin haber sido nunca

evangelizados seriamente. La religión formulista se limita a pedirnos que hagamos unas cosas

consideradas buenas y dejemos de hacer otras por ser malas. La evangelización nos invita a caminar

siguiendo a Jesús, a conocernos tal como somos, a asumir responsable y personalmente los riesgos de la

propia vida, a ser cristiano no porque nos hablaron de ello desde pequeños, sino por haberlo

experimentado personalmente como válido.

Aceptemos la lección que nos da el publicano. Convenzámonos de que no tenemos nada presentable

que podamos ofrecer a Dios que él no nos haya dado primero. Desconfiemos de la oración ritualista que

conocía tan a la perfección el fariseo. No tengamos miedo de descubrir cuanto haya de pecado y miseria

en nuestras vidas y en las estructuras de la Iglesia.

La parábola termina con una sentencia, repetida varias veces en los Evangelios, que le da sentido:

Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

Bella y dura parábola para los que participamos en la eucaristía dominical. Busquemos en la oración el

descubrimiento de Dios y de nosotros mismos. La gran diferencia existente nos llevará, sin duda, a

reconocernos pecadores y a pedir perdón. Los santos eran muy conscientes de esta realidad. Todos

debemos golpearnos el pecho.

DIOS ESCUCHA LOS GRITOS DE LOS POBRES

“El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza a las nubes. Los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hará justicia.”

(Eclo 35, 15b-17. 20-22a)

En los días en que Ben Sirá escribe este libro, Israel se encuentra bajo la dominación de los seléucidas, reyes

gentiles que dominaban sobre el pueblo y que pretendían introducir la cultura helénica y, por tanto, pagana en

el pueblo teocrático; y con frecuencia la persecución. Dios tendrá misericordia de su pueblo.

La justicia humana nunca se libra de la parcialidad, nunca responde a los deseos del indigente, del oprimido,

del pobre, que son los que viven las elementales aspiraciones humanas. Sólo Dios puede dar respuesta a los

deseos de justicia y de plenitud de los marginados.

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En la primera lectura, después de describir el sacrificio espiritual (Eclo 35, 1-9), Ben Sirá enjuicia los actos

litúrgicos, ideados por hombres que explotan a su prójimo y creen ganarse la benevolencia de Dios, ante el

conformismo de los dirigentes religiosos.

El autor se imagina una escena en el templo en la que el rico ofrece numerosos sacrificios para que Yahvé

cierre los ojos ante las injusticias (v 10), mientras que el pobre ofrece únicamente su desamparo (vv 12-18). Se

trata de una especie de competencia entre dos tipos de sacrificio.

Dios no acepta los sacrificios y las plegarias que favorecen la injusticia; manifiesta preferencia por los más

pobres y necesitados. Se pone siempre de parte de los más débiles y de los humildes; de todos los expuestos a

los desmanes de los poderosos. Escucha sus gritos y quejas contra los que los oprimen.

Ben Sirá deja a Dios la misión de juzgar entre dos sacrificios y la de decidir entre el poderoso y el oprimido.

El juicio de Dios está claro: escucha al pobre –su grito alcanza las nubes (v 20)-, subraya qué tipo de

sacrificio responde a los deseos divinos. Dios está a favor de los sencillos, de todos los que humanamente

necesitan más ayuda.

El modo divino de ser imparcial consiste en demostrar parcialidad, preferencia por los más indefensos. Esta

enseñanza del texto de hoy, que es siempre actual y válida, debió causar un gran impacto en aquella sociedad

dominada por los poderosos, en la que únicamente los hombres eran tenidos en cuenta, y entre ellos, los que

eran esposos o padres de familia. El resto no contaba o contaba muy poco.

La reflexión del autor es valiente y clarividente: Dios está a favor de los huérfanos y las viudas, máximos

marginados de entonces; de los que ponen en Dios su confianza; confianza que no se verá defraudada, porque

Yahvé ha tomado partido por los pobres.

PABLO HACE BALANCE DE SU VIDA

“Querido hermano: Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida. La primera vez que me defendí ante el tribunal, todos me abandonaron y nadie me asistió. Que Dios los perdone. Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén!

(2 Tim 4, 6-8. 16-18)

La segunda carta a Timoteo es la más biográfica e íntima de las cartas pastorales de san Pablo; es la última

carta del apóstol, que siente cercana la muerte. Está en la cárcel de Roma en espera de la sentencia, que no

duda llegará pronto y será de muerte. En ella reflexiona y hace balance de su vida (vv 6-8).

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Pablo está seguro de vivir su último proceso, y así se lo dice a su discípulo preferido, en un lenguaje lleno de

imágenes muy poéticas: el sacrificio sobre el altar, el momento de la partida, la meta conseguida, el final del

combate, la corona merecida. Un lenguaje que manifiesta la magnífica realidad de una vida entregada al

servicio de la fe y que está a punto de recibir la recompensa.

En este conmovedor testamento, que entrega a Timoteo, puede afirmar que ha gastado bien su vida: He

combatido bien mi combate... Aunque el final sea un fracaso desde la óptica humana, ha vivido todas las

exigencias de los pobres de Yahvé. Sin ninguna presunción, sólo con la clara conciencia de haber seguido

los planteamientos de Jesucristo, de no haberse equivocado de dirección en la ‘carrera’ de la vida.

Después se desahoga con Timoteo contándole la situación en que se encontró ante el tribunal. Su

fidelidad ha sido respondida con el precio de la soledad: La primera vez que me defendí ante el

tribunal, todos me abandonaron... Debe referirse a un juicio realizado poco antes en Roma, en el que

nadie le asistió. Pablo lo sintió mucho y perdonó aquel desinterés: Que Dios los perdone (v 16).

Y resalta la ayuda que nunca le faltó en su vida, el apoyo único necesario: El Señor me ayudó y me dio

fuerzas, no sólo para que pudiera ser fiel, sino también para anunciar íntegro el mensaje (17).

Aprovechó aquel juicio para anunciar el mensaje cristiano a los paganos.

Su fe ha sido fuerte, su esperanza firme, pero Pablo es consciente de que toda su vida es fruto del amor

de Dios y no de sus propios esfuerzos. El Señor le conservará la fe hasta el final y me llevará a su reino

del cielo (v 18).

Y siempre en Pablo: ¡A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén! (v 18).

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DOMINGO TRIGESIMOPRIMERO ORDINARIO

ZAQUEO

A LAS PUERTAS DE JERUSALÉN

“Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir

quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.

Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: -Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. Él bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: -Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: -Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me

he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Jesús le contestó: -Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán.

Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.” (Lc 19, 1-10)

Los capítulos que Lucas dedica al ‘camino hacia Jerusalén’ (Lc 9, 51-19, 28) tocan a su fin.

Estamos en Jericó, la ciudad más baja del planeta –a 370 metros bajo el nivel del mar-, a once kilómetros del

río Jordán. Un lugar que permite acentuar la ‘subida’ a Jerusalén –a 750 metros sobre el nivel del mar-. En los

34 kilómetros que separa ambas ciudades, en una carretera de muchas curvas, hay una subida, por el desierto

de Judá, de 1.120 metros.

La ciudad está convulsionada. Jesús, el joven profeta, ha llegado, y toda la ciudad se vuelca para verlo. Sólo

para ‘verlo’. Están sus jefes espirituales, los judíos piadosos y el pueblo. Era mucho lo que se hablaba de él y

sienten curiosidad.

En este ambiente festivo, Lucas –único que lo narra- nos presenta un hecho sencillo. A la fascinación que

causan las riquezas, y que el evangelista expuso en el pasaje del ‘joven rico’ (Lc 18, 18-20), la conversión de

Zaqueo presenta la otra cara.

Lucas nos presenta a Zaqueo con dos rasgos íntimamente unidos entre sí: es jefe de publicanos y rico; doble

inconveniente para ser buena persona y para entrar en el reino de Dios. Tenía poder y dinero, cosas que suelen

ir juntas, y muy mala fama. Es una persona odiada por todos.

Los publicanos eran los que recaudaban los impuestos de Roma al pueblo de Israel. Las autoridades romanas

admitían de éstos una cantidad alzada, y luego ellos podían resarcirse en los cobros que hacían a los

ciudadanos judíos, lo que les dejaba un margen de abuso manifiesto en los publicanos, por lo que eran

aborrecidos por el pueblo.

Zaqueo era bajo de estatura: una persona de espíritu ruin, objeto de envidia y de resentimiento, que se ha

refugiado en la acumulación de riquezas. Tiene lo que la mayoría no tiene: dinero. Pero a él ya no le ilusiona.

porque vive insatisfecho de sí mismo, y sin salida posible, porque sus conciudadanos lo han condenado a la

marginación, a la total soledad. Nadie se le acerca más que para pagar deudas y para mirarlo con odio.

Pero el amor de Dios vence todos los obstáculos, cuando una persona, que ha llegado al fondo de su soledad,

sabe reconocer su pecado. Un día, sin saber con claridad el cómo ni el porqué –así son las conversiones-, una

mirada le llegó al corazón, encontró a alguien que le amaba y que creía en él.

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Se subió a una higuera. Realiza un gesto que le libera de todas las trabas sociales. Se desprende de las

buenas formas y se encarama a un árbol. Como un niño: está ya en la condición ideal para ver a Jesús. Ha

desafiado los comentarios y burlas de la multitud, con tal de ver al profeta del que tanto se hablaba.

Un rico subido a un árbol para ver pasar a un pobre. ¿No indica ya un cambio de actitud? Al desear ver a

Jesús, parece que Zaqueo lo había encontrado ya. ‘No me buscarías, si no me hubieras encontrado ya’, decía

san Agustín. El que quiera saber quién es Jesús, tiene que ‘romper’ con las normas de la sociedad, e iniciar y

consumar una búsqueda personal.

LA MIRADA DE JESÚS

Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo

que alojarme en tu casa. Todas las personas honorables y piadosas de Jericó han salido al encuentro de

Jesús. Pero él se fijará en un hombre acurrucado encima de un árbol y se invitará a su casa, para quedarse

en ella. Ha descubierto en él algo que no veía en los demás. Es el encuentro de dos hombres que se

estaban buscando desde hacia tiempo. Zaqueo buscaba a Jesús desde su mismo inconsciente, no con la

mirada superficial de los curiosos, sino con una mirada cargada de sentimientos, de preguntas, de

búsquedas. Una mirada en la que estaba reflejada su vida, su aislamiento, el callejón sin salida en que se

había metido. Quería ver a Jesús, pero sin ser visto.

Todos los encuentros de Dios con los hombres se caracterizan por su afán de desinstalarnos. Zaqueo

tiene que bajar del árbol: Jesús será su huésped, rompiendo todos los esquemas sociales y religiosos:

comer y alojarse en casa de un pecador público. Zaqueo jamás se hubiera atrevido a hacer tal invitación.

Jesús lo ha mirado con plena conciencia, porque la conversión es un encuentro personal en el que cada

interlocutor expresa todo lo que tiene dentro: miseria o misericordia, pecado o perdón. Zaqueo quizá vivía

así porque nadie lo había tomado en serio, porque nadie lo había amado. ¿Cómo entrar en comunión con

los demás sin amarles? Y, ¿cómo amar sin sentirse amado?

El amor purifica la mirada, la hace limpia, penetrante. Se dice que es ciego, cuando la verdad es que es

el único que ve perfectamente, ya que descubre cosas que se escapan a una mirada indiferente y

superficial; el único que logra ver valores donde el que no ama sólo percibe fango.

El amor de Jesús va más allá de los pecados, se sumerge en la hondura humana y busca, descubre,

despierta, urge todo lo que hay de intacto y de puro, incluso en los seres más perversos. Y es que en el

hombre más abominable subsiste siempre un rincón de inocencia, sólo accesible al que busca esa

inocencia. ¿No somos todos los seres humanos imagen y semejanza de Dios? Una imagen frecuentemente

corrompida; pero una imagen a la que es necesario llegar si queremos vivir como hijos del Padre.

Él bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Es el contraste con la frialdad con que lo habían

invitado algunos fariseos.

Los dos se van juntos, en medio del escándalo general. Zaqueo, abrumado por todo lo sucedido.

¿Qué pasó después? ¿De qué hablaron? ¿Qué más le dijo Jesús? No lo sabemos, aunque sería muy

interesante conocer una conversación que tuvo un final tan extraordinario. Es evidente que Zaqueo

descubrió que las riquezas jamás le harían feliz y libre. Este Jesús, que se había alojado en su casa, sí. Y

fue consecuente

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Jesús nos da ejemplo de gran madurez. Sabe lo que quiere y dice, humildemente, su verdad. Tiene una

clara personalidad y no teme perderla en el trato con unos y con otros. Afronta la crítica de los que se

creen buenos y la risa de los que no aceptan su utopía, pero no cede. Su actuar es limpio y desinteresado,

porque su único objetivo es el bien y la libertad interior del hombre. Lucha contra la riqueza sin

contemplaciones, porque sabe que son la perdición del hombre.

Tenemos que ser capaces de descubrir los valores de muchas personas que viven al margen de nosotros.

ZAQUEO CAMBIA EL RUMBO DE SU VIDA

El encuentro llegó a su punto culminante cuando Zaqueo se levantó y dijo al Señor: Mira, la mitad de

mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro

veces más. Lo que Jesús acababa de hacer con él, tenía prisa de hacerlo con los demás. Vive insatisfecho

de su vida y muestra con estas palabras la verdad de su conversión. Ha descubierto que aceptar a Jesús

implica un cambio de actitud y de conducta. Que no bastan los buenos deseos. Su oferta es doble: la

primera es como una indemnización general, por no saber los destinatarios; la segunda, un acto de

generosidad muy por encima de lo que la justicia exigía entonces: devolver lo defraudado más un quinto

(Lev 5, 24; Núm 5, 7).

Zaqueo es ya un hombre nuevo que, decidido, cambia radicalmente el rumbo de su vida y todos sus

esquemas, su modo de pensar, su sistema de valores, su relación con la gente. Ha cogido la mano que

Jesús le ha tendido y quiere caminar por su mismo camino. Hasta ahora sólo sabía usar y abusar del

prójimo; ahora está decidido a compartir su vida y sus bienes con los pobres. Comprende que tiene que

darle la vuelta a todo, que el ‘tener’ le impide ‘ser’.

Para el rico –‘fabricador’ de marginados-, la liberación llega cuando sabe comenzar a compartir lo que

tiene, y a trabajar por la igualdad entre todos los humanos, base de una sociedad realmente fraternal.

Sería ingenuo trasladar a nuestros días los detalles de la conversión de Zaqueo; es distinta la situación

social. Sin embargo, podemos afirmar que allí donde el mensaje de Jesús no repercute en la manera de

emplear los bienes ha perdido toda su credibilidad y exigencia.

La acción de Zaqueo no sólo ha influido en él. Afecta también a los que viven en su casa, a toda su

familia. Con su gesto ha dado a todos los suyos lo mejor que puede darles: el sentido de la justicia, la

honradez, el amor. Aunque hayan sido económicamente perjudicados, Zaqueo les ha dejado la mejor de

las herencias.

Dicen que la fortuna pasa una sola vez por nuestra ‘puerta’ y que tenemos que aprovechar la ocasión.

La gran mayoría de los humanos la buscan incansablemente a través de loterías, primitivas, quinielas y

otros juegos de azar. Otros, quizá poquísimos, intuyen que la verdadera fortuna del ser humano viene por

otros caminos.

Zaqueo, que era un hombre ‘vendido’ al dinero y a los romanos, tenía curiosidad por ver a Jesús. Y

Jesús no quiso pasar de largo. La verdadera fortuna había pasado por delante de él y Zaqueo supo

recibirla; tuvo una oportunidad y no la desperdició.

¿Qué fue de su negocio, de su puesto de trabajo? ¿En qué paró todo aquello? Los evangelios no suelen

narrar la historia completa y acabada de los personajes que salen en sus páginas. Lo que sí sabemos es

que Zaqueo es un buen ejemplo para todos nosotros.

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También Zaqueo, aunque degradado por los fraudes y los sucios negocios, es hijo de Abrahán.

También el rico y el explotador es un ser humano; un hombre al que muchos desprecian y pocos

comprenden. Es necesario amarlos hasta que dejen de ser ricos y explotadores, única forma de amarlos de

verdad, de evangelizarlos.

Para evangelizar a los ricos es necesario haber elegido ser pobre. Jesús no envidiaba las riquezas de

Zaqueo; por eso no le tenía resentimiento ni odio, sino compasión. Y así había entrado en su casa para

expresar su verdad en toda su radicalidad. Le hizo descubrir la raíz de su soledad e insatisfacción.

Finalmente, Jesús nos descubre su misión: Buscar y salvar lo que estaba perdido.

EL AMOR DE DIOS, ÚNICO MÓVIL DE LA CREACIÓN

“Señor, el mundo entero es ante ti como un grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra. Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado.

Y ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu soplo incorruptible. Por eso corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en ti, Señor.” (Sab 11, 23-12, 2)

El libro de la Sabiduría es el último escrito del antiguo Testamento. La fecha de su composición oscila

entre los años 150 y 30 a. C. Con él nos situamos prácticamente en los umbrales del tiempo de Jesucristo,

en la época de la plena difusión de la lengua y de la cultura griegas. En él las ideas platónicas de la

inmortalidad del alma contribuyen decisivamente a perfilar la doctrina de la resurrección, y a solucionar

así uno de los grandes problemas de la corriente sapiencial y de toda la teología del antiguo Testamento:

la recompensa o ‘retribución’ a la conducta humana. Es un libro lleno de optimismo y de sentido positivo,

escrito en una situación serena de bienestar dentro de la cultura griega de Alejandría.

El ambiente que refleja el trasfondo del libro parece identificarse con la diáspora judía en Egipto,

concretamente en la ciudad de Alejandría. Su autor fue un judío de la diáspora egipcia, probablemente de

Alejandría, profundamente identificado con las tradiciones de sus antepasados. Conoce Egipto y sus

peculiares formas de idolatría, y domina con soltura y estilo la lengua griega.

El hombre pesimista lo ve todo negativo. El sabio encuentra en todo lo creado relación profunda con el

amor de Dios.

El autor ha meditado en torno a las motivaciones del castigo que Dios ha infligido a los egipcios y saca

sus conclusiones originales: Yahvé ha elegido un pueblo, pero también se interesa por los demás pueblos,

y de manera especial por ese Egipto, en cuyo seno vive el autor del libro; porque Dios ha creado a todos

los hombres, y a todos los pueblos.

La lectura de hoy es un magnífico soliloquio del autor con Dios, una reflexión sobre el mundo, sobre

los hombres, sobre la historia, todo ello contemplado a la luz de la fe en el Dios bíblico, en el Dios

creador y bueno que un día, creando el mundo ‘vio que todo era bueno’ (Gén 1).

El autor considera, en su breve filosofía del mundo y de la historia, la pequeñez de las realidades

humanas y materiales. Sin embargo, Dios las ama y las creó por amor.

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Dios tiene un poder absoluto, de modo que puede aniquilar a los seres creados con la facilidad con que

se mueve un grano de arena o una gota de rocío (v 23). Pero tiene misericordia de todos: de los justos y

de los pecadores (v 24). La última razón de esta misericordia es el amor. Dios ama todas las cosas; si

vinieron a la existencia fue porque antes las amó y este amor fue la causa de su existencia (v 25). Es el

amor el que las mantiene en la existencia (v 26). Pero ante todos los seres, ama al hombre (v 28).

En todas las cosas está su soplo incorruptible (v 1). Su huella es manifiesta en todo lo creado. Ama

sobre todo a los hombres. De ahí la magnanimidad de su perdón y de su comprensión, que sabe corregir y

esperar para que el pecador se convierta, alejándose del mal y creyendo en él (v 2).

CONSTRUYAMOS LA HISTORIA EN LA ESPERA DE LA PARUSÍA

“Hermanos: Siempre rezamos por vosotros, para que nuestro Dios os considere dignos de vuestra vocación; para que con su fuerza os permita cumplir buenos deseos y la tarea de la fe: y para que así Jesús nuestro Señor sea vuestra gloria y vosotros seáis la gloria de él, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo. Os rogamos a propósito de la última venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestro encuentro con él, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por supuestas revelaciones, dichos o cartas nuestras: como si afirmásemos que el día del Señor está encima.”

(2 Tes 1, 11-2, 2)

Tesalónica era la capital de la provincia romana de Macedonia. Es la actual Salónica.

La segunda carta a los Tesalonicenses –que seguiremos leyendo los dos próximos domingos-, refleja a

una comunidad o comunidades que esperan como algo inminente la venida gloriosa de Jesucristo, y

organizan su vida en consecuencia. El autor nos pone en guardia, a los cristianos de todos los tiempos,

contra una equivocada interpretación de la esperanza cristiana que pretenda evadirse de las realidades

presentes. El Señor vendrá a clausurar la historia; pero mientras tanto, toda la Iglesia tiene el sagrado

deber de esforzarse por construir esa historia.

Como de costumbre, al saludo inicial de la carta (vv 1-2), sigue la acción de gracias en las que Pablo suele

hacer el elogio de los destinatarios. Alaba el proceder de los tesalonicenses, por su valentía ante las

dificultades y persecuciones que padecen (vv 3-10). Es una forma de prepararles para los reproches que

vendrán a continuación.

La lectura de hoy tiene dos partes: la primera (1,11-12), es una plegaria de Pablo pidiendo por los

destinatarios, para que sean dignos de su vocación cristiana y que Dios lleve a término sus buenos

deseos, para que Cristo sea glorificado en ellos, y ellos en Cristo. El fin inmediato: que sean dignos de su

vocación (v 11); el fin último, la glorificación de ambos (v 12). Una glorificación que será plena en la

parusía.

La segunda parte (2, 1-2), es una clarificación sobre la venida del Señor. En ella, Pablo entra de lleno

en el tema de la carta. Responde a las inquietudes de los primeros cristianos sobre el día del Señor. En su

primera carta a los de Tesalónica, Pablo les había hablado de esta venida con un estilo apocalíptico, que,

al ser mal interpretado por algunos de ellos, les llevaron a la conclusión de que la venida de Cristo era

inminente. Había, además, otras voces y algún otro escrito del apóstol que les llevaba a la misma idea.

Uno de los puntos más importantes de esta carta es corregir este equívoco para que retorne a la

comunidad el buen sentido. Cristo vendrá, sin duda, pero no enseguida y, por tanto, hay que esperar con

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confianza y vivir de acuerdo con la fe recibida. Les recomienda que estén tranquilos y no se dejen turbar

por falsas alarmas. Los signos precursores no faltarán (2, 3-12, que no se leen).

Les recomienda ante todo la oración. Sólo ella puede curar de la intranquilidad despertada por las falsas

noticias. La oración nos pone en contacto con el poder de Dios, que actúa en la vida; nos ayuda a tomar

conciencia de ello y a darnos confianza en la espera del reino de Dios.

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DOMINGO TRIGESIMOSEGUNDO ORDINARIO

LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

SENTIDO DE LA RESURRECCIÓN

“Se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección. Y le preguntaron:

-Maestro, Moisés nos dejó escrito: ‘Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.

Jesús les contestó: -En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos

de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob.’ No es Dios de muertos sino de vivos: porque para él todos están vivos.”

(Lc 20, 27-38)

Nuestra sociedad se hunde, cada vez más, en un gran vacío interior, sin nostalgia de lo que está perdiendo.

Rodeada de una ciencia y una técnica muy desarrolladas, y de un consumismo sin límites, parece que ha

perdido el rumbo. En ella, hablar de la muerte se ha convertido en un tema tabú.

Los últimos domingos del tiempo ordinario, de los tres ciclos litúrgicos, tocan el tema escatológico: narran

las últimas semanas de la vida de Jesús, y tratan sobre lo que está más allá de las experiencias históricas de los

humanos. Nos indican con claridad que estamos llamados a vivir para siempre, libres de todas las limitaciones

que nos impone la vida presente. Son, por tanto, un canto a la vida plena y eterna.

La auténtica esperanza en la resurrección nos ayuda a descubrir todo el valor de nuestra acción en este

mundo, en el que tenemos la misión de trabajar por el reino eterno de Dios. Sin olvidar que proclamamos a

Cristo resucitado, pero seguimos al Jesús crucificado, a causa del pecado del mundo.

No puede haber conciencia religiosa sin una fe en la trascendencia de la existencia de la vida humana,

cualquiera que sea su forma. La misma fe que enseña el origen divino del ser humano afirma su retorno a

Dios.

En todas las grandes culturas antiguas de la humanidad, siempre estuvo presente el mito (fábula, ficción) de

la vida después de la muerte. Hablar de mitos no significa referirnos a leyendas carentes de sentido crítico,

sino a una concepción de la vida expresada a través de historias ejemplares.

Para el creyente de cualquier religión, el ser humano viene de Dios. Lo que significa que la vida

humana no puede realizarse sin una referencia al Dios de la vida, aunque todo a nuestro alrededor nos

hable de muerte y destrucción.

Creer en un Dios Padre que nos ama totalmente, y pensar que este amor se limita a nuestro paso por la

tierra, sería una lamentable imagen de Dios. Dios no puede amarnos sólo por un tiempo. Si nos hace

partícipes de su vida, si establece una alianza de amor con nosotros, es porque la muerte no es el final de

la vida humana.

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Creemos en la resurrección, la esperamos, pero no podemos demostrarla ni imaginarla. Somos un poco

como el niño antes de nacer, en el seno de la madre: ¿Qué sabe de la vida que le espera? Pero la vida que

le espera es real, aunque él no pueda imaginarla.

PLANTEAMIENTO DE LOS SADUCEOS

Los saduceos formaban un partido aristocrático, político-religioso, poco numeroso. A él pertenecían los

sumos sacerdotes y los senadores, aristocracia religiosa y seglar, conocidos por sus riquezas. Controlaban

el sanedrín. Sólo admitían como canónicos los cinco libros de la ley –Pentateuco-. Aceptaban también los

escritos de los profetas, pero sin darles el carácter de canónicos. Desde el punto de vista religioso, se

distinguían de los fariseos sobre todo en dos puntos: afirmaban que sólo obliga la ley escrita, por lo que

rechazaban las tradiciones orales de los antepasados –tan del agrado de los fariseos-, y negaban la

resurrección, admitida por los fariseos, aunque discutían entre ellos si resucitarían únicamente los justos,

o sólo los judíos, o todos los hombres; además consideraban la otra vida como una prolongación de la de

aquí, creencia no compartida por Jesús.

Los saduceos no admitían la resurrección, doctrina que se había desarrollado en la tradición oral y que

no estaba contenida en los libros de la ley. No admitían más vida que la presente. Limitaban su horizonte

al dinero, al honor y al poder en este mundo. ‘Horizonte’ muy actual, como todos podemos experimentar.

La vida de Jesús está próxima a su fin. Después de la trampa que quisieron tenderle los fariseos sobre el

tributo al César (Lc 20, 20-26), unos saduceos que niegan la resurrección, se acercan a Jesús para

plantearle un caso pintoresco, apoyados en la ley del levirato (Dt 25, 5-6).

Como Jesús comparte con los fariseos y con el pueblo la fe en la resurrección de los muertos, quieren

ponerlo en ridículo con el ejemplo grotesco de los siete hermanos que se casan con la misma mujer.

Se acercan a Jesús sin palabras aduladoras, y sin el apasionamiento típico de los fariseos; con ironía en

lugar de agresividad, fruto de su autosuficiencia. El caso que le proponen afirman que es real: ¿De cuál

de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.

RESPUESTA DE JESÚS

La respuesta de Jesús es un canto a la vida para siempre, una llamada a la plenitud transformadora, sin

ninguna de las limitaciones que nos impone la vida presente.

Jesús les contesta con un doble razonamiento, cortando de raíz toda base a la argumentación de los

saduceos: afirma la vida futura, que no es continuación de la actual, y citándoles un texto de la ley, que sí

admitían los saduceos como canónico. Les hace ver que después de la resurrección los cuerpos no tienen

la finalidad transitoria que tienen aquí.

La respuesta de Jesús se diferencia en gran medida de los fariseos. La vida que perdura no es una

prolongación de la vida biológica, puesto que ya no está sujeta a la muerte. En ella están en vigor otras

leyes ocultas para nosotros. Procede directamente de Dios. La vida de los resucitados será tan distinta y

tan nueva, que es mejor evitar comparaciones con el presente. De ahí que Jesús responda con imágenes

ambiguas: son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la resurrección. Lo que importa

es el hecho de la resurrección. El matrimonio pertenece al mundo presente, es una realidad de aquí,

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exigencia de una humanidad mortal, obligada a reproducirse. En el futuro ya no será necesario perpetuar

la especie –finalidad primordial del matrimonio para los judíos-, al no existir ya la muerte.

No es Dios de muertos sino de vivos: porque para él todos están vivos. En la segunda parte de su

razonamiento, Jesús les responde con el pasaje de la zarza ardiendo (Éx 3, 6). Sabe qué libros sagrados

admiten los saduceos, y les argumenta con ellos. El texto no afirma expresamente la resurrección, pero si

Yahvé sigue siendo el Dios de los patriarcas es porque están vivos. Lo contrario carecería de sentido.

Extraña la frase: Los que sean juzgados dignos de la vida futura... Parece que la resurrección es un

privilegio exclusivo de los justos. Jesús no entra en las discusiones de los rabinos sobre la resurrección de

todos, de los judíos o de los justos. Afirma que los patriarcas -Abrahán, Isaac, Jacob-, que sí son

‘justos’, viven; de los demás no trata. Lo mismo que prescinde de otros fines del matrimonio.

Científicos modernos consideran absurda la idea de que vuelvan a la vida millones y millones de personas;

afirman que el cadáver putrefacto se disuelve por completo, reintegrándose en el proceso circular de la

naturaleza. Esta objeción no tiene en cuenta la afirmación fundamental de Jesús: la resurrección de los

muertos pertenece a un orden completamente distinto, a un mundo creado de nuevo, que sobrepasa nuestras

experiencias y representaciones. La resurrección no es la reanimación de un cadáver; es un salto cualitativo,

una nueva existencia en la que entra toda la persona. Jesús habla de resurrección, de vida nueva, de realidad

transformada. Dice el libro del Apocalipsis (21, 1-5): ‘Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... porque el primer

cielo y la primera tierra han pasado... Ya no habrá muerte... Ahora hago el universo nuevo’. San Pablo escribe

profundamente sobre el tema (1 Cor 15), empleando muchas imágenes para acercarse prudentemente a lo que

quiere decir. Volver a esta vida y prolongarla no tendría demasiado sentido.

LA GRAN ESPERANZA CRISTIANA

Con su doble argumentación, Jesús nos ha abierto las puertas a la mayor esperanza humana y cristiana. Dios

es fiel y ama la vida; por eso arranca de la muerte el tesoro que le es más querido: el ser humano. Es

inconcebible que haya creado al hombre sediento de vida ilimitada para abandonarlo luego a la muerte. Lo

más íntimo de nosotros mismos es Dios. Es ahí donde debemos buscarle en el silencio de una oración

comprometida con la vida. Él nos irá llevando a la fe en la resurrección.

Trabajemos por la plenitud que anhelamos, por el amor sin límites... pero no construyamos sueños en torno

a cómo o cuándo será. Dejémoslo en las manos del Padre Dios. Los cristianos esperamos la resurrección,

porque creemos que Jesús ha resucitado y tenemos que participar de su mismo destino. La resurrección de

Jesús es la prueba más evidente para nuestra fe.

El texto nos invita a profundizar en la gran esperanza que los creyentes llevamos en el corazón. La gran

esperanza que nos dice que nuestra vida no está condenada a desaparecer con la muerte. Seguiremos

amando a las personas y a las cosas, veremos desaparecer definitivamente todo dolor y toda miseria,

porque nuestro Padre Dios quiere acogernos en su reino y darnos su vida para siempre. Todo esfuerzo por

amar, por buscar la justicia y la paz... no se pierde; todo lo contrario: se está eternizando desde el mismo

momento en que lo realizamos. ¿Cómo? No lo sabemos, pero permanece en la vida. No se pierde nada,

todo tiene sentido en un camino que lleva a la vida total. Porque creemos en la vida, amamos, luchamos,

buscamos la alegría, rehuimos la mediocridad, apreciamos todo lo que es humano.

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Presentar la resurrección a los que nos rodean no supone discutir sobre el texto evangélico, ni aportar

argumentos filosóficos o teológicos. La mejor prueba que podemos darles es vivir cada día una vida

realmente solidaria con la humanidad, una vida que merezca eternizarse, una vida que no nos cansaremos

nunca de vivir.

El núcleo de nuestra fe es una esperanza en que toda prueba se transformará en gracia, toda tristeza en

alegría, toda muerte en resurrección. Dios quiere hacer de nosotros eso que parece imposible: hacernos

felices, darnos a conocer una vida que deseemos prolongar por toda la eternidad.

¿Existe en nosotros tanto amor que sintamos la necesidad de resucitar para vivir eternamente con todos

los que amamos?

MARTIRIO DE LOS SIETE HERMANOS Y SU MADRE

“Arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la ley.

El mayor de ellos habló en nombre de los demás: -¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que

quebrantar la ley de nuestros padres. El segundo estando para morir, dijo: -Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto

por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna. Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en

seguida y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: -De Dios las recibí y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo

Dios. El rey y la corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los

tormentos. Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba

a la muerte, dijo: -Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo

nos resucitará. Tú en cambio no resucitarás para la vida.” (2 Mac 7, 1-2. 9-14)

Los dos libros de los Macabeos son dos obras totalmente distintas, independientes y completas en sí mismas.

El segundo no es continuación del primero. Ambos provienen del período de exaltación religiosa y nacional

del siglo II a. C., cuando el pueblo judío luchó decididamente contra los reyes seléucidas de Siria;

concretamente Antíoco IV Epífanes, que pretendía imponer la idolatría al pueblo de Israel. El primer libro es

más histórico; el segundo, más espiritual.

Este segundo es un intento moralizante para fortalecer al pueblo en la fidelidad a la ley y en la

confianza en Dios; y en la creencia de la vida eterna. Fue compuesto por Jasón de Cirene, entre los años

100-70 a. C. El libro tiene un carácter eminentemente religioso, al que sacrifica la historia, que no es más

que un medio al servicio de la finalidad religiosa.

El episodio, que nos narra la primera lectura, es considerado como una obra maestra: desde el principio al fin

van creciendo en intensidad las amenazas del tirano y las palabras de estos jóvenes mártires; que se llaman

‘Macabeos’ por el libro que lleva este nombre.

El texto se inserta dentro de la cruel represión llevada a cabo por Antíoco Epífanes IV, en torno al año 167 a.

C., para sofocar la rebelión del pueblo contra su pretensión de sustituir el culto a Yahvé por el de Zeus y otros

inquilinos del Olimpo.

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No es probable que en el martirio interviniese el rey; su presencia es más bien moral, como máximo

responsable de estos asesinatos.

Con su martirio, los hermanos macabeos nos dan el testimonio de su valentía hasta la muerte, junto con su

madre. Les sostiene la fe en la resurrección, y a la luz de esa fe juzgan el valor de la vida presente.

Para rebajar la moral de los jóvenes y quebrantar su entereza, el rey los hizo azotar con látigos y nervios

para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la ley (v 1).

La doctrina de la resurrección está en el centro de las respuestas de los siete hermanos en el momento de

morir: Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres (v 2). Cuando

hayamos muerto... el rey del universo nos resucitará para una vida eterna (v 9). El rey y su corte se

asombraron del valor (v 12). Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios

mismo nos resucitará ( v 14).

Fidelidad hasta la muerte, y creencia en la vida eterna, en la resurrección. Este libro, junto con el de Daniel, y

más tarde el de la Sabiduría, son los libros del antiguo Testamento que hablan claramente de la resurrección de

los muertos y de la vida eterna. Y ésta es su doctrina más importante. Una doctrina que se hizo cada vez más

común en el nuevo Testamento, exceptuando a los saduceos, que no la aceptaron.

La idea de una comunión entre los justos de este mundo y los justos que han muerto en el Señor está presente

en el libro –intercesión de los santos-. También las oraciones por estos difuntos fieles, a los que sirven de

alivio.

Hoy la fidelidad a la ley de Dios no se demuestra en ‘ no comer carne de cerdo’, sino en vivir unos valores

amenazados por las ideas de moda y los permisivismos engañosos. El sí a toda vida, a la familia, a la

solidaridad, a la justicia para todos... Tenemos la obligación de la firmeza, de no ceder ante cualquier tipo de

idolatría –todo lo efímero que se nos presenta como valor absoluto-, que termina por oscurecer los sentidos y

alejar de nuestros horizontes la perspectiva de la vida plena y eterna.

ORACIÓN Y CONFIANZA EN LA FIDELIDAD DE DIOS

“Hermanos: Que Jesucristo nuestro Señor y Dios nuestro Padre –que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza- os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas. Por lo demás, hermanos, rezad por nosotros, para que la palabra de Dios siga el avance glorioso que comenzó entre vosotros, y para que nos libre de los hombres perversos y malvados; porque la fe no es de todos.

El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del malo. Por el Señor, estamos seguros de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos enseñado.

Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y esperéis en Cristo.”

(2 Tes 2, 16-3, 5)

En contraposición a la suerte de los malvados (vv 3-12), Pablo dice a los tesalonicenses que nada de eso debe

preocuparles, porque a ellos Dios los ha elegido para la gloria (vv 13-14), la cual conseguirán si permanecen

firmes en la fe recibida de palabra o por escrito (v 15).

En la lectura de hoy expresa el deseo de que Jesucristo y el Padre Dios consuelen y fortalezcan en la fe los

corazones de los tesalonicenses (vv 16-17). La oración es fundamental para ello.

Lo que sigue (3, 1-5), contiene dos ideas fundamentales: El valor de la oración y la confianza en la fidelidad

de Dios. La primera, que rueguen por él (v 1), para que tenga éxito su predicación en Corinto, como la tuvo

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con ellos, y termine el enfrentamiento que le hacen algunos corintios –hombres perversos y malvados-,

enemigos de la fe verdadera. La dedicación a la predicación de esa palabra era la vida de Pablo, y él desea que

sus fieles colaboren a esa propagación con la ayuda de su plegaria. Porque la fe no es de todos (v 2). Someter

a la fe a pueblos enteros -tan frecuente en la historia de las religiones-, no es evangélico. Es necesario

transformar nuestro cristianismo sociológico en un cristianismo opcional.

La segunda, que los tesalonicenses sigan fieles a las enseñanzas que les dio, sin intimidarse ante las

dificultades (vv 3-5). No deben temer al malo (v 3), pues el Señor está con ellos y guiará vuestro corazón,

para que améis a Dios y esperéis en Cristo (v 5).

Una vez más, Pablo pone a Jesucristo como modelo de vida y de actitudes cristianas: el cristiano lo será de

verdad si sigue sus huellas.

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DOMINGO TRIGESIMOTERCERO ORDINARIO

EL DISCURSO ESCATOLÓGICO

DESTRUCCIÓN DEL TEMPLO

“Algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo:

-Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.

Ellos le preguntaron: -Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está

para suceder? Él contestó: -Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usando mi

nombre diciendo: ‘Yo soy’ o bien ‘el momento está cerca’; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida. Luego les dijo: Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos,

y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los

tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: así tendréis ocasión de dar testimonio.

Haced propósito de no preparar vuestra defensa: porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.

Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre.

Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.”

(Lc 21, 5-19)

Los evangelios sinópticos concluyen la actuación de Jesús en Jerusalén con un discurso sobre el final

de los tiempos, llamado ‘escatológico’. En el texto de hoy leemos parte del discurso de Lucas. Un texto

difícil de seguir por su lenguaje simbólico, géneros literarios, imágenes apocalípticas. Además, se

entremezclan diversos planos históricos: la destrucción de Jerusalén y del templo, calamidades naturales

(terremotos, epidemias, espantos y grandes signos en el cielo), catástrofes provocadas por los hombres

(guerras, hambres, revoluciones...), persecuciones a los discípulos, el fin de los tiempos o parusía.

Con sus palabras, Jesús quiere explicarnos el significado último de su mesianismo. Porque, ¿para qué

vivir, esperar, creer, amar, si la muerte fuera el final de todo?

Si Jesús, durante su vida entre nosotros, nos ha dicho que el reino de Dios se ha de vivir y construir ya

ahora, al final de su camino nos recuerda que la plenitud de todo sólo vendrá después. Nos dice a los

cristianos que debemos disponernos a una larga etapa de espera y de lucha, que las persecuciones serán la

principal característica de la vida del cristiano que lo sea de verdad, mientras dure la historia del mundo.

Lo mismo que él llegará a la gloria a través de luchas y tribulaciones, le sucederá a los que sigan su

camino. Y considera todo lo actual como transitorio.

El templo, en cuyo embellecimiento y decoración se trabajaba todavía en tiempos de Jesús, era

considerado como una de las siete maravillas del mundo antiguo. Representaba lo más sagrado, tanto para

los judíos como para los primeros cristianos, nacidos todos ellos en Palestina.

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La destrucción del templo de Jerusalén significaba un acontecimiento terrible para Israel: el fin trágico

de muchas cosas. La principal para los judíos era que Dios había roto su alianza con su pueblo y los había

abandonado a su suerte.

Cuando Israel se cierra en sus fronteras, en sus seguridades y leyes y no admite la renovación interior

que Jesús le ha transmitido, su templo –símbolo de su presente religioso- se ha convertido en una pura

realidad humana. Con toda su belleza y con su antigua hondura de señal de Dios sobre la tierra, el templo

de Jerusalén lleva dentro de sí los rasgos de su muerte. Su destrucción fue una llamada de atención sobre

algo que Jesús ya había anunciado: el final de la antigua alianza y el comienzo de una nueva era de

adoración al Padre ‘en espíritu y verdad’ (Jn 4, 23).

Cuando se escribió este texto ya había sucedido todo. Sabemos por la historia que, después de muchas

provocaciones, los ejércitos de Roma pusieron cerco a la ciudad de Jerusalén y prendieron fuego al

templo y todo quedó destruido. El evangelio refleja aquellos momentos terribles, cuando por todas partes

salieron falsos profetas que sembraron aún más confusión entre la gente.

Quizá nosotros estemos también deslumbrados ponderando la belleza del templo, la calidad de la

piedra y los exvotos –estatuas, columnatas... -; deslumbrados porque somos muchos millones, porque

todo nos va bien, porque la vida que llevamos carece de dificultades. Por ello, corremos el riesgo de que,

a lo largo del año, se nos haya escapado la auténtica dimensión del mensaje de Jesús, y que la celebración

semanal de la fe no haya pasado de ser un barniz superficial sin influencia en nuestro modo de vivir

Y hoy nos dice Jesús: Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra:

todo será destruido. Es decir, esto que tanto os admira no tiene ningún valor.

Jesús quiere situarnos en el mismo corazón de la realidad. Y nos dice que no hay más templo para

acceder al Padre que la propia persona comprometida, hasta el fondo, con los seres humanos más

desfavorecidos.

La Iglesia, los cristianos, nuestras comunidades, cada uno de nosotros, no podemos vivir en función de

nuestra propia persona, sino al servicio de nuestro mundo, empezando por amarlo tal como es. En el

mismo corazón de la realidad es dónde, por la fuerza del Espíritu, tenemos la misión de construir el

auténtico templo-reino de Dios, del que cada uno somos piedras vivas y Jesús su piedra angular.

La lógica de Jesús dista mucho de ser la nuestra. Darnos cuenta de ello es la primera condición para

convertirnos. Tenemos que ver la vida con la mirada de Jesús: las guerras y revoluciones, el hambre, los

terrorismos de estado y de pueblos explotados, contaminación, el salvaje capitalismo de la globalización...

LA PARUSÍA VENDRÁ, PERO NO ES INMINENTE

Sus palabras no provocan ninguna reacción por parte de los discípulos -quizá porque todo esto ya lo

sabían cuando fue escrito este pasaje-, sino una pregunta. Parece que lo que quieren es saber estos datos

sobre el fin del mundo. De ahí la doble pregunta: Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la

señal?

En lugar de responder directamente, Jesús orienta su respuesta hacia el destino universal de la creación

y de la historia.

La pregunta de los discípulos resume lo que sigue siendo actualmente la gran inquietud humana:

quisiéramos saber cómo será el futuro, las fechas del final, la forma de vencer la angustia. En el fondo,

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esta actitud responde al miedo ante la vida, a la falta de confianza en el futuro. Una pregunta que surge

siempre, sobre todo en los tiempos agitados.

Quien intente sacar de este discurso datos históricos que permitan señalar el fin, cae en una forma de

pensar caduca, como ocurre en numerosas sectas.

Cuidado con que nadie os engañe. La respuesta de Jesús empieza con la enumeración de las cosas que

deben suceder; y que están sucediendo desde el principio. Las señales afectan a todo lo que rodea al

hombre. Todo lo que debería asegurar su vida se tambalea. El orden pacífico entre los pueblos es

destruido por guerras; la solidez de la tierra sacudida por terremotos; la vida del hombre, amenazada por

epidemias y hambres; el orden de los cuerpos celestes, trastornado por fenómenos inexplicables.

LOS DISCÍPULOS SERÁN PERSEGUIDOS A CAUSA DEL EVANGELIO

Jesús no engañó a su Iglesia, presentándole un camino de facilidades y de seguridades, sino que

expresamente nos dio a entender que el camino de sus seguidores estaría lleno de luchas y de dificultades. Nos

anuncia la victoria final y, al mismo tiempo, un camino azaroso, difícil.

Os perseguirán... Esa será para siempre la historia de la Iglesia: una historia de luchas, de

persecuciones... en la medida de su fidelidad al Evangelio de Jesús. Sin olvidar que las críticas a causa de

su infidelidad no están avaladas, naturalmente, por el Señor.

Esta será siempre nuestra historia personal como cristianos, en medio de este mundo hostil al mensaje y a la

persona de Jesucristo, que obliga a sus seguidores a vivir contra corriente.

La historia verifica la verdad de estas afirmaciones de Jesús, como demuestra ya todo el libro de los

Hechos de los Apóstoles y la historia posterior de la Iglesia. Ya en el año 64 comenzará la sangrienta

persecución de Nerón.

A causa de la obstinación de las capas altas y medias de la sociedad palestina de entonces a mantener

sus privilegios, Jesús prevé que los cambios necesarios para que se vaya implantando el reino de Dios en

la tierra, no llegarán sin que pasen cosas muy graves y sangrientas. Una realidad que se ha dado, y sigue

dándose, en todas las épocas y lugares de la historia humana.

Jesús quiere que seamos conscientes de que el camino es difícil, sobre todo cuando las cosas llegan a

situaciones límite –en las que se sigue adelante o se deja todo- y los caminos emprendidos son

verdaderamente liberadores y no se quedan en meras palabras o ritos.

Debemos saber que el camino y las dificultades que él tuvo, serán el camino y las dificultades de sus

seguidores, salvando las diferencias de costumbres de cada época y de entrega. A Jesús le pasaron cosas

más graves, porque su dedicación al proyecto del reino fue total.

Sabremos si seguimos o no a Jesús, si las cosas que le pasaron a él y si la respuesta que le dieron los

distintos grupos sociales, son las cosas y las respuestas que nos suceden y nos dan a nosotros. Es el mejor

termómetro. A él le seguían los pobres, los sencillos, los hambrientos de pan y de justicia, los conscientes

de ser pecadores... Le rechazaron los hartos, los ricos, los que se creían justos... ¿Nos pasa igual a

nosotros?

Para que llegue el reino de la libertad y de la justicia es necesario que caigan muchas cosas que lo

hacen imposible. Los que busquen la justicia, la libertad y la verdad, los auténticos seguidores suyos,

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serán perseguidos y asesinados por los poderosos o por los que tengan algo que perder en el cambio. Y

muchas veces en nombre de Dios, como le sucedió al mismo Jesús (Jn 16, 2; Mt 26,65).

Todos os odiarán por causa de mi nombre. Los cristianos deberíamos ser personas molestas en el

mundo. Lo seremos en la medida en que seamos fieles al mensaje del Maestro. Porque el Dios de Jesús es

extranjero en el mundo; incluso en el mundo llamado cristiano. Mientras el espíritu del mal tenga poder,

perdurará el odio a todos los que busquen la justicia. ¡Lástima que muchas veces nos odien por no ser

consecuentes con la vida y las palabras de Jesús!

LA PROTECCIÓN DIVINA NO FALTARÁ EN LAS TRIBULACIONES

Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. El texto contiene promesas que llenan de esperanza

nuestro corazón. Dios establecerá su reino, juzgará la historia, cambiará nuestros criterios mundanos,

instaurará el orden definitivo. No estamos abandonados a nuestra suerte. Con nosotros camina nuestro

Dios. Por eso, nuestra vida debe ser como un canto de fe en Dios. Un Dios que nos espera, con los brazos

abiertos, al final de nuestra vida

Jesús nos enfrenta con la cruda realidad, tal como es; sin suavizarla con falsas místicas: Con vuestra

perseverancia salvaréis vuestras almas. Teniendo en cuenta todo lo dicho anteriormente, es lógico que

se termine con una llamada a la perseverancia. No a la paciencia, a no ser que ésta sea entendida en su

sentido bíblico de constancia y fidelidad en el camino emprendido.

Podemos resumir el anuncio de Jesús diciendo: deberemos luchar siempre por el reino de Dios; nunca

podremos pensar que lo hemos conseguido, pero lo conseguiremos. No se trata de una lucha contra nadie,

sino entre el bien y el mal, verdad y mentira, amor y egoísmo, justicia e injusticia. Una lucha que está

también dentro de cada uno de nosotros, porque todos tenemos bien y mal, amor y egoísmo... Mal vamos

a colaborar en la transformación del mundo si no empezamos por nosotros mismos. Porque no

cambiaremos la sociedad sólo por lo que hagamos, sino principalmente por lo que vivamos. Es necesario

que nuestra acción hacia fuera sea consecuencia de una vida interior profundamente enraizada en el

evangelio de Jesús. Lo contrario es hipocresía; y la hipocresía no puede hacer avanzar la historia.

“EL DÍA” DEL SEÑOR BRILLARÁ LA VERDAD DE CADA UNO

“Mirad que llega el día, ardiente como un horno:

malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir -dice el Señor de los ejércitos-, y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia, que lleva la salud en las alas.”

(Mal 3, 19-20a)

Como siempre, la primera lectura hace referencia al evangelio. El establecimiento del mundo nuevo, la

aparición definitiva del reino de Dios, será un paso doloroso que purificará de toda maldad.

Ante la gran decepción que siguió al retorno del destierro de Babilonia, Malaquías levanta su voz para

mostrar que Dios no sólo no ha abandonado a su pueblo, sino que él en persona vendrá para hacer justicia.

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En la lectura de hoy leemos la conclusión del tercero y último discurso del libro que lleva su nombre (2,

17-3, 22) -profeta del siglo V a. C.-, escrito entre el anuncio de la vuelta del destierro y el período de la

reforma de Esdras. El discurso va dirigido, sucesivamente, a los incrédulos (2, 17-3, 5), a los indiferentes

(3, 6-12) y a los fieles (13-22). Parte del dirigido a los fieles es la primera lectura de hoy.

Viendo la prosperidad de los malvados y perversos, los justos -¿quién lo es?- se preguntan: ¿Qué saco

con ser fiel a los mandamientos del Señor? Este problema ocupó a profetas, sabios y teólogos; y llevó a la

idea del día del juicio del Señor, en el que brillará la verdad de cada uno, en el que todo ocupará su lugar.

A su vuelta a Jerusalén, estos judíos fieles han encontrado una situación muy difícil, por la que se

extrañan de que Dios no recompense más puntualmente su fidelidad. Y sienten una enorme tentación de

colaborar, por despecho, con el mundo pagano que les rodea. Si la recompensa por parte de Yahvé es para

este mundo, el interrogante es serio. Por eso, el profeta anuncia una salvación para más allá de esta vida.

Las cosas no quedarán así, Yahvé actuará y pondrá las cosas en su sitio. Para dar confianza a estos

judíos desanimados ante la conducta, para ellos injusta, de su Dios, Malaquías les anuncia la proximidad

del juicio: fuego ardiente como un horno para los impíos; sol de justicia para los buenos.

El fuego ocupa un lugar especial en las descripciones proféticas del ‘día de Yahvé’ –el día-, expresión

utilizada por los profetas para destacar la justicia y la recompensa de Dios, que haría desaparecer a los

malvados como paja en el fuego y premiaría a los buenos con bendiciones y felicidad.

Desde los tiempos de Isaías, Sofonías y Amós, es bastante normal que los profetas vean en el fuego el

instrumento del juicio, ya que Dios se comprometió a no utilizar más veces el agua para castigar a la

humanidad después del diluvio (Gén 9, 12-17).

Así, ‘el día de Yahvé’ era considerado como una intervención de Dios en la historia. Rodeado siempre

de metáforas (fuego, paja, tinieblas, luz, sol), quería enseñar la certeza de la fe en un Dios que ama y que

no abandona a sus fieles, y que un día, ‘su día’, intervendría en la historia de los hombres para llevar a

cabo una justicia ejemplar.

Dios está ya como juicio en la existencia del malvado y como salvación en la del justo.

De este modo se fortalecía la fe y la confianza en un Dios que no abandona a su pueblo y que, en su

justicia, sabe dar a cada uno lo que le corresponde.

Esta perspectiva escatológica sólo se entiende y acepta por la fe.

“EL QUE NO TRABAJA, QUE NO COMA”

“Hermanos: Ya sabéis cómo tenéis que imitar mi ejemplo: no viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie.

No es que no tuviera derecho para hacerlo, pero quise daros un ejemplo que imitar.

Cuando viví con vosotros os lo dije: el que no trabaja, que no coma. Porque me he enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no

hacer nada. Pues a esos les digo y les recomiendo, por el Señor Jesucristo, que trabajen

con tranquilidad para ganarse el pan.” (2 Tes 3, 7-12)

San Pablo termina su segunda carta a los de Tesalónica –de la que leemos fragmentos por tercer

domingo consecutivo-, abordando una cuestión difícil: Interpretando erróneamente algunos pasajes de la

primera carta que les había escrito, bastantes tesalonicenses pensaban que la parusía o el fin del mundo

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estaba muy próximo. Y así, algunos de ellos ya no trabajaban y vivían, muy ocupados en no hacer nada,

a costa de los demás, con el consiguiente problema para la vida de la comunidad.

La caridad cristiana no puede favorecer la pereza. Les será retirada la ayuda para que abandonen su

ociosidad. Pero antes de tomar esta medida, Pablo les invita, una vez más, a tomar conciencia del valor

del propio trabajo, poniendo como ejemplo su propia actitud y actividad: como dirá en otras cartas, Pablo

trabajaba con sus manos tejiendo y fabricando tiendas y así proveía a sus necesidades, e incluso a las de

otros. Su trabajo manual procede de su constante voluntad de evitar que la búsqueda de lucro intervenga

en la propagación del evangelio.

Después de haberles dicho que la parusía no estaba próxima en absoluto, y con la autoridad y confianza

que les tiene, les manda que trabajen y se ganen el pan cotidiano.

Los judíos eran amantes del trabajo y la mayor parte de los rabinos conocidos vivían de su actividad

profesional. Los griegos, por el contrario, encomendaban casi siempre a sus esclavos las tareas manuales,

mientras ellos se dedicaban a filosofar o, simplemente, a permanecer ociosos. Como buen judío, Pablo

reacciona contra este ambiente, no sólo evitando ser una carga para los demás, sino tratando de modificar

en lo posible el comportamiento de los griegos con respecto al trabajo.

En este domingo, de carácter escatológico, la enseñanza fundamental es, sin embargo, lo incierto del

día del Señor o parusía.

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DOMINGO TRIGESIMOCUARTO Y ÚLTIMO ORDINARIO

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

EL PRIMER MUNDO AGONIZA FALTO DE VALORES HUMANOS Y CRISTIANOS

Nos dicen cristianos comprometidos con los pueblos más marginados, que la Iglesia jerárquica está

perdiendo credibilidad y que vive lejos del evangelio, y los criticamos con dureza.

Sabemos que en grandes regiones apenas hay jóvenes que aspiran al sacerdocio y a la vida religiosa y a

opciones desinteresadas a favor de los demás; que gran parte de ellos ‘pasan’ de valores cristianos y

humanos; .que se inician en la bebida y en la droga a edades cada vez más tempranas, y seguimos

impasibles, incluidos los padres, centrados en ritos y prácticas, dedicados a ‘sacramentalizar’.

Los niños ya no aprenden a rezar en casa, y decimos que ya lo harán ellos de mayores, si quieren.

Nos dicen que el sida, las peleas conyugales, la indisciplina en los colegios, la corrupción de la

sociedad, la promiscuidad sexual, el aborto... crecen como la espuma, y seguimos dormidos.

Personas despiertas nos gritan que el tercer mundo se cansará de tanto abuso del primer mundo, y

‘morirá matando’, y seguimos explotándolo...

Nos están dando los avisos más serios que pueden darse, y que son verdad, y seguimos impasibles.

¿Cuántas víctimas harán faltan para que nuestro mundo consumista reaccione? ¿Cuándo se darán

cuenta nuestros políticos y los medios de comunicación de su enorme responsabilidad?

Necesitamos volver a Jesucristo, al amor que él vivió y nos transmitió, y que responde a las verdaderas

búsquedas y valores humanos y cristianos

UN REINO QUE LE LLEVA A LA CRUZ

“Las autoridades hacían muecas a Jesús diciendo: -A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el

Elegido. Se burlaban también de él los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: -Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: Éste es el rey de los

judíos. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: -¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro le increpaba: -¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es

justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.

Y decía: -Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Jesús le respondió: -Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.”

(Lc 23, 35-43)

En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

Celebramos que Jesús, el hijo del carpintero, el pobre que no tenía dónde reclinar su cabeza, que pasó

por la vida haciendo el bien, que recorrió los pueblos de Palestina predicando el amor de Dios y que

murió en una cruz... ese Jesús vive resucitado junto al Padre y al Espíritu, como Rey y Señor del

Universo, como Rey y Señor de nuestras vidas.

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Mientras Jesús vivió entre nosotros, no fue posible reconocerle como rey. No se parecía en nada a los

reyes y gobernantes de este mundo. Era demasiado pobre, demasiado sencillo, demasiado cariñoso y

cercano a los más desgraciados de este mundo.

Es verdad que lo que decía y hacía Jesús admiraba y entusiasmaba a las gentes sencillas, que nunca

habían visto a una persona así.

Le llamaban Maestro, Profeta, Enviado de Dios, Mesías. Pero los poderes religiosos, económicos y

políticos se las arreglaron para acabar con él en la cruz.

Jesús aparece en la cruz como perdedor. Sus enemigos tenían el poder, las armas, el dinero... todo lo

que él rechazaba.

Este Rey, vencido por la violencia, pero victorioso en la debilidad del amor, no aceptó nunca la

tentación del tener, del poder o del milagro.

Después de su resurrección, los cristianos sólo tenían un nombre para Jesús: ‘El Señor’, que

pronunciaban con inmenso cariño desde lo más profundo de sus corazones.

Esta fiesta nos sirve a los cristianos para proclamarlo Rey de nuestras vidas, como respuesta plena y

para siempre a todas las ilusiones humanas más profundas y verdaderas. Es una buena ocasión para

decirle que queremos que su persona, sus palabras y su forma de vivir, sean la norma para nuestra vida.

Jesucristo es Rey. Nos ofrece una salvación-liberación política: de justicia, libertad, verdad, paz, amor

plenos; y soteriológica: nos libera del pecado –de las estructuras injustas y del corazón de ‘piedra’- y de la

muerte.

Es importante unir Rey y Reino. Éste debe ser a la medida del primero: ‘Un reino eterno y universal: el

reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, el amor y la

paz’ (Prefacio de la misa).

Un reino que compromete a los seres humanos por entero: el cuerpo y el espíritu. Esto nos exige tener

las ideas claras sobre la política que mueve a la sociedad y a las personas; sobre el porqué de los

conflictos del mundo. Nos exige saber leer los periódicos: son la ‘voz de su amo’ –el capitalismo o

intereses del primer mundo-. Nos exige tomar partido siempre por las personas y los pueblos más

desfavorecidos.

Porque Jesús es nuestro Señor y nuestro Rey, queremos que nuestra vida entera y todo nuestro cariño sean

para él, demostrándolo en todos los que viven a nuestro lado.

EL TÍTULO DE LA CRUZ

Éste es el rey de los judíos. El letrero colocado en la cruz sobre la cabeza de Jesús indica la causa de su

condena. Al mismo tiempo, proclama su verdadera realeza y el desprecio que Pilato siente por los judíos. La

inscripción es su mejor venganza contra el sanedrín, que le ha arrancado a la fuerza la sentencia de muerte

para Jesús. ¿Qué clase de rey y de pueblo son éstos? Un rey impotente y colgado de un madero y un pueblo

sometido a los romanos. El rótulo estaba redactado en tres lenguas: en hebreo –lengua del país-, el latín –

lengua oficial del Imperio- y en griego –lengua conocida por las gentes cultas del mundo de entonces-.

No estaba equivocado el cartel que le pusieron encima de la cruz. Jesús es rey al modo de Dios, sin otra

pretensión que inaugurar la era del amor. Es rey de un reino de paz y justicia, a despecho de los poderosos

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de cualquier signo. Un rey que suprime toda dominación de unas personas sobre otras, cualquier imperio

y clase social opresores.

No podemos confundir a Jesús rey y a su reino con los reyes y reinos terrenos. Los reyes del mundo se

llaman dinero, fuerza, ciencia, poder... y sus principales defensores tienen nombres propios: los máximos

dirigentes de las grandes potencias y sus multinacionales. Existe también una recua de reyes menores:

dictadores, multinacionales de segunda, grandes terratenientes... sin olvidar al ‘rey’ que tenemos dentro

cada uno y que nos impulsa a aprovechar cualquier ocasión para sentirnos superiores.

Jesús es rey, pero no un rey como los demás: es el único rey, porque ‘es el fin de la historia... centro de

la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones’ (‘Gaudium et spes’, 45).

Todas las demás realezas son vanas, aunque de momento parezca que triunfan. Jesús reina desde el

madero y su reino está en perpetua enemistad con todos los poderes de la tierra –incluido el poder

religioso-, de todos los tiempos y lugares (Gén 3, 15). Un reino que se edifica desde lo que normalmente

los humanos consideramos como fracaso.

Jesús rey condensa en sí todas las utopías y aspiraciones de la humanidad, da sentido a nuestra vida y

señala el verdadero rumbo de la historia. Es un rey que pretende dirigir los corazones de sus súbditos con

amor. Jamás con la fuerza o la violencia. Un rey que nos trae la verdad del Padre, los valores eternos y

absolutos; un reino en el que él va siempre delante, en el que cada uno es lo que es, sin agregados ni

disimulos. Un rey que se manifiesta por su verdad, por la coherencia que existe entre sus palabras y su

vida; verdad que es él mismo, entregado totalmente a la liberación de los pueblos.

Jesús, con el letrero ‘I.N.R.I.’ sobre la cabeza, es la vacuna contra toda ambición de poder y riqueza

que anida en cada ser humano, sin excluir a los cristianos, y nos impulsa a rechazar todas las diplomacias

con las fuerzas políticas, militares y económicas.

Jesús reina donde hay una persona que se convierte a la verdad, cambiando los valores recibidos de la

sociedad competitiva en que vivimos, y que cree que es mejor ser pobre que rico, ser perseguido que

perseguidor, pacificador que violento... Es el rey de todos los que tratan de vivir el espíritu de las

bienaventuranzas (Mt 5, 1-12). El reino de Dios –la verdad del hombre- se juega en el corazón de cada

persona.

LAS BURLAS DEL MUNDO DE LAS TINIEBLAS

Los tres evangelios sinópticos nos relatan las reacciones de los espectadores; cómo Jesús se encuentra

en el más completo abandono. Aunque el sufrimiento físico del suplicio de la cruz sea incalculable, debe

ser más fácil de soportar que la maldad y la estupidez humana. Lo que Jesús ve y experimenta colgado de

la cruz es tremendo. Son horas llenas de insultos y escarnios: las autoridades hacían muecas, se

burlaban los soldados y uno de los malhechores crucificados con él. Muestran la seguridad de una

humanidad que no entiende la verdad que lleva dentro la radical pobreza de Jesús; porque para tener

experiencia de Dios y de Jesús hay que ser pobre.

Si quiere probar que es el Mesías de Dios tiene que bajar ahora de la cruz y salvarse. Las autoridades le

están pidiendo que caiga en dos de las tentaciones del desierto: el poder y el milagro. Jesús debe

demostrar sus afirmaciones con un acto de poder, con un milagro espectacular. Pero Jesús no ha venido

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para deslumbrar a la gente con actos extraordinarios. La conclusión para los que miran es clara: Una

persona que acaba de esta forma no puede ser Hijo ni amado de Dios.

Para el que acepte la dialéctica del poder, la muerte de Jesús es incomprensible, y se verá obligado a

hacer de ella esa lectura burguesa a la que estamos tan acostumbrados: murió para salvarnos, sin

profundizar en el sentido de esa salvación.

“HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”

Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. No es fácil ahondar en la grandeza de este acto de

fe, realizado en un momento de máxima abominación, entre las burlas de los que los rodean. Proclama la

realeza de Jesús en el momento menos triunfal. Ha dicho lo esencial: ha confesado sus pecados –lo

nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos-, ha proclamado la inocencia de Jesús

-éste no ha faltado en nada-, ha obligado a callar a su compañero de suplicio -¿ni siquiera tú temes a

Dios, estando en el mismo suplicio?-, declara que cree en el reino de Jesús y reconoce que la muerte es

la puerta de entrada a él.

Compartir el mismo suplicio de Jesús le ha hecho tan lúcido, que intuye y proclama unas verdades

fundamentales. Y así podrá acompañar a Jesús a su reino: Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el

Paraíso. Es la ‘segunda palabra’ de Jesús que, al igual que la primera, sólo nos transmite Lucas.

¡Ojalá seamos capaces de creer en Jesús como Mesías, de la misma forma que este primer santo

cristiano, canonizado directamente por Jesús!

EL REINADO DE DAVID Y EL DE JESUCRISTO

“Todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: -Hueso y carne tuya somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era

nuestro rey, eras tú quien dirigía las entradas y salidas de Israel. Además el Señor te ha prometido: ‘Tú serás el pastor de mi pueblo, Israel, tú serás el jefe de Israel’.

Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.”

(2 Sam 5, 1-3)

La primera lectura nos habla del buen político que fue David, siempre con la ayuda de Yahvé. Todos

los acontecimientos históricos le estaban facilitando el camino al trono de Israel.

Yahvé había elegido a David como jefe de su pueblo cuando aún vivía Saúl. Samuel, en su nombre, lo

había ungido como rey (1 Sam 16,1 3). Esta unción se fue conociendo poco a poco en Israel. Hasta Saúl

llegó a tener noticias de ella.

Consagrado rey por las tribus del sur –reino de Judá- en Hebrón (2 Sam 2, 1-4), David trata de que le

reconozcan igualmente como rey las tribus del norte –reino de Israel-, que habían seguido fieles a la

dinastía de Saúl. Con la ayuda de Abner, recuperó a su primera esposa, Micol, hija de Saúl (2 Sam 3, 12-

15), y así se presentó como descendiente de Saúl.

A la muerte de Isbaal, hijo de Saúl (2 Sam 4), nadie pensó que le sucediera el hijo de Jonatán, inválido

a consecuencia de una caída (2 Sam 4, 4). El trono quedó vacante y la diplomacia de David le permitió

ocuparlo.

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El texto de hoy nos narra cómo las tribus del norte establecen con David un pacto particular, y repiten

la unción efectuada ya en Hebrón con las tribus del sur. Una delegación del gran contingente de

combatientes prestos para la guerra, representantes de todas las tribus de Israel (1 Cro 12, 24-40), fue

enviada a David para ofrecerle ser rey de todo Israel. De esta forma se constituye en rey de dos pueblos

distintos: Israel y Judá.

Su sentido político le permite comprender que no puede seguir viviendo en Hebrón, ciudad del sur, si

quiere reinar en los dos pueblos. Necesita una capital neutral, que no dependa ni de Israel ni de Judá. Sólo

Jerusalén reúne esa condición, por ser todavía una ciudad cananea. Su conquista será una hazaña que

reforzará la autoridad de David sobre todas las tribus (2 Sam 5, 6-12).

Desde entonces, Jerusalén es conocida como ‘la ciudad de David’, que reinó siete años en Hebrón y

treinta y tres en Jerusalén (1 Re 2, 11).

Jerusalén y el reino de David son signos de la ‘Jerusalén celestial’ (Ap 21, 10), y del reino eterno de

Jesucristo.

JESUCRISTO SEÑOR Y SALVADOR DE TODA LA CREACIÓN

“Hermanos: Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.

Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.”

(Col 1, 12-20)

Como segunda lectura leemos un texto de la carta de san Pablo a los Colosenses. El contenido del

mensaje evangélico, que les había llegado por medio de Epafras (Col 1, 5-7), se puede resumir así:

‘Jesucristo es el Señor de toda la creación y el único Salvador del mundo’. Es el Señor de toda la

creación: Todo fue creado por él y para él. Y el único Salvador del mundo: Como primogénito de

entre los muertos, es el principio de la nueva humanidad. Desde su resurrección, Jesús posee la plenitud

de la vida de Dios. Y así, Jesucristo, por voluntad divina, es el deseo y el objetivo de toda la historia.

El texto de la segunda lectura de hoy, es un himno a Cristo, antiguo y bautismal, que Pablo utiliza para

mostrarnos la inigualable dignidad del Hijo de Dios. En él, Pablo contempla dos mundos enfrentados: el

mundo del pecado y el mundo de los redimidos; el mundo de las tinieblas y el mundo de la luz.

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Es un texto para leerlo, principalmente, como profesión de fe, apasionada y vivencial, más que como un

enunciado doctrinal. El primado de Cristo sobre todo lo creado, es lo esencial; todo lo demás ayuda a

profundizarlo.

Cristo posee el supremo poder creador y redentor; es el origen de toda gracia; camino seguro hacia

Dios.

No sabemos cómo es Dios; pero sí sabemos cómo actúa: como Jesús, imagen de Dios invisible. En

Cristo y desde Cristo podemos contemplar y ahondar en el mundo de Dios.

Toda la creación, toda, en su conjunto y cada parte, es reflejo del Creador y de Cristo. La creación no

camina hacia la noche de la nada y de la falta de sentido, sino hacia el Cristo eterno y su gloria, porque

todo está creado con miras a él.

Es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Todos y cada uno somos miembros de este cuerpo.

La Iglesia expresa esta fe y esta esperanza incluyendo en la liturgia el uso de muchas materias de la

naturaleza: el fuego, la luz, la cera, el incienso, el agua, la sal, el aceite, la ceniza, el aire y el aliento, la

saliva, la tierra, el pan y el vino y la misma persona.

El retorno a Dios de la creación ha empezado ya en la liturgia.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 2

ADVIENTO

Domingo primero: Cristo vino, viene y vendrá 4

-Esperando al Señor que llega -El evangelio nos proyecta hacia el final de los tiempos (Lc 21, 25-28. 34-36) -La vuelta de Jesús -Hemos de vivir ‘despiertos’ -Yahvé cumple siempre sus promesas, pero a su tiempo (Jer 33, 14-16) -Las virtudes teologales, fundamento de la vida cristiana (1 Tes 3, 12-4, 2) Domingo segundo: En el año quince... 9

-Adviento, llamada a intensificar nuestra apertura al Mesías que llega -El Dios de Jesús siempre optó por los pobres (Lc 3, 1-6) -Juan predica en el desierto -Esperamos al que nos librará de todas nuestras esclavitudes (Bar 5, 1-9) -Dios llevará hasta el final lo que ya ha iniciado (Fil 1, 4-6. 8-11) Domingo tercero: El cristianismo, una invitación a la alegría 14

-Alegría ahora y aquí -La conversión se demuestra en el modo de vivir (Lc 3, 10-18) -Testimonio de Juan sobre Jesús y sobre sí mismo -No tenemos nada que temer: Yahvé vive entre nosotros (Sof 3, 14-18 a) -La alegría de un preso (Fil 4, 4-7) Domingo cuarto: Fue aprisa a la montaña 19

-La pobreza evangélica de corazón -La vocación humana, disponibilidad al proyecto de Dios (Lc 1, 39-45) -La obediencia a Dios, camino para la alegría -Las cosas sin importancia son las preferidas de Dios (Miq 5, 2-5a) -Nuestra religión es ‘otra’cosa (Heb 10, 5-10) NAVIDAD

Misa del día: Y acampó entre nosotros 24

-El nacimiento del hombre nuevo -Una denuncia y un anuncio -La Palabra es Dios (Jn 1, 1-18) -Venida del Hijo en la carne -El pueblo judío regresa del destierro de Babilonia a su tierra (Is 52, 7-10) -Síntesis de la revelación (Heb 1, 1-6 La Familia de Nazaret: En el templo a los doce años 29

-Imagen de la Familia trinitaria y modelo de la cristiana -El ‘otro’ nacimiento de Jesús (Lc 2, 41-52) -Crecer con los hijos -Crecer con los padres -Los hijos no son propiedad de los padres (1 Sam 1, 20-22. 24-28) -La paternidad del Padre Dios (1 Jn 3, 1-2. 21-24) Santa María, Madre de Dios: A los ocho días 35

-Madre de Dios -Le pusieron por nombre Jesús (Lc 2, 16-21) -Jornada mundial por la paz

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-Toda felicidad viene de Dios (Núm 6, 22-27) -Cuando se cumplió el tiempo (Gál 4, 4-7) Segundo domingo después de Navidad: Nuestra tiniebla no quiere la luz 40

-La Palabra-Sabiduría plantó su tienda entre nosotros -El testimonio de Juan Bautista (Jn 1, 1-18) -El Hijo lo ha dado a conocer -La Sabiduría revela a Dios como Creador y Salvador (Eclo 24, 1-12) -El plan de Dios, desde la eternidad, es de salvación (Ef 1, 3-6. 15-18) La Epifanía del Señor: La parábola de los Magos 45

-Como una segunda Navidad -Una búsqueda apasionante (Mt 2, 1-12) -La alegría es fruto del hallazgo -Universalidad de la Iglesia -Jerusalén, luz para todos los pueblos (Is 60, 1-6) -Dios no quiere fronteras (Ef 3, 2-3a. 5-6) El Bautismo de Jesús: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto 51

-Tercera manifestación de Jesús (Lc 3, 15-16. 21-22) -Solidario con los ‘perdedores’de siempre -Nuestro bautismo -Para levantar el ánimo y la esperanza (Is 40, 1-5. 9-11) -El segundo nacimiento (Tit 2, 11-14; 3, 4-7) CUARESMA

Domingo primero: Las tentaciones 56

-Una ojeada a nuestro mundo -El desierto (Lc 4, 1-13) -Las tentaciones de Jesús... -... y las nuestras -Una respuesta agradecida (Dt 26, 4-10) -Jesucristo, único Señor de la historia (Rom 10, 8-13) Domingo segundo: La Transfiguración 62

-Lo primero fue la oración (Lc 9, 28b-36) -Aparecen Moisés y Elías -El rostro de Jesús entusiasma a Pedro -Las palabras del Padre -Doble promesa a Abrahán (Gén 15, 5-12. 17-18) -Somos ciudadanos del cielo (Fil 3, 17-4, 1) Domingo tercero: La necesaria y constante conversión 67

-La incertidumbre de la muerte (Lc 13, 1-9) -La conversión, única salida válida para el hombre -La higuera estéril -Moisés comienza a descubrir la llamada de Dios (Éx 3, 1-8a. 13-15) -Aprender de la historia (1 Cor 10, 1-6. 10-12) Domingo cuarto: Un hombre tenía dos hijos... 73

-La conversión, tarea de cada día -Ocasión de la parábola (Lc 15, 1-3. 11-32) -El hijo menor se marcha -El padre -El hermano mayor -La libertad ahora siempre será relativa (Jos 5, 9-12)

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-La reconciliación con Dios es obra de Cristo (2 Cor 5, 17-21) Domingo quinto: Tampoco yo te condeno... no peques más 80

-Acusación (Jn 8, 1-11) -Respuesta de Jesús -Desenlace -Desde la fe, el futuro es siempre esperanzador (Is 43, 16-21) -La fe en Jesucristo transforma por completo la vida (Fil 3, 8-14) Domingo de Ramos en la Pasión del Señor: Mesías de la Paz 85

-Nuestra semana ‘cumbre’ -Aclamamos a otro Mesías (Lc 19, 28-40) -Aparecen los fariseos -La Pasión en Lucas (Lc 22, 14-23, 56) -El precio de la fidelidad (Is 50, 4-7) -De la máxima derrota a la victoria definitiva (Fil 2, 6-11) Jueves Santo: Los amó hasta el extremo 94

-La hora de Jesús (Jn 13, 1-15) -Lava los pies a sus discípulos -Amar como Jesús es el distintivo del cristiano -Institución de la pascua judía (Éx 12, 1-8. 11-14) -El texto más antiguo de la institución de la eucaristía (1 Cor 11, 23-26) Viernes Santo: Todo el que es de la verdad escucha mi voz 100

-Por querer cambiar la sociedad -Llega el momento decisivo (Jn 18, 1-19, 42) -La Pasión no termina nunca -Victoria, sí; pero después de la muerte (Is 52, 13-53, 12) -Jesucristo es el único sacerdote y víctima (Heb 4, 14-16; 5, 7-9) PASCUA

Pascua de Resurrección: La gran esperanza cristiana 110

-El triduo pascual -Una larga historia de amor. -La noticia más grande de esta historia -Un ‘sí’ rotundo a la vida -Las lecturas del domingo Domingo segundo: Dichosos los que crean sin haber visto 116

-Al anochecer de aquel día (Jn 20, 19-31) -Y en esto entró Jesús -Comienza la era del Espíritu -La primera comunidad cristiana (He 5, 12-16) -La historia proyectada hacia el futuro (Ap 1, 9-13. 17-19) Domingo tercero: Es el Señor 121

-En el lago de Tiberíades (Jn 21, 1-19) -Oración y trabajo -Pedro hará las veces de Cristo -Jesús, invisible, es el alma del grupo (He 5, 27b-32. 40b-41) -Lo último será la alabanza (Ap 5, 11-14) Domingo cuarto: De nuevo la imagen del pastor y las ovejas 127

-Más cerca del final -Jesús se presenta como el único Pastor (Jn 10, 27-30)

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-Un mutuo reconocerse en el amor -Y yo les doy la vida eterna -A los judíos les hiere el universalismo de Pablo (He 13, 14. 43-52) -Cristo es Pastor y Cordero al mismo tiempo (Ap 7, 9. 14b-17) Domingo quinto: El Mandamiento cristiano 132

-La glorificación de Jesús y del Padre (Jn 13, 31-33a) -El mandamiento nuevo -El distintivo del cristiano en el mundo -El Espíritu, principal protagonista (He 14, 20b-26) -Todas las utopías y sueños se están haciendo realidad (Ap 21, 1-5) Domingo sexto: La Trinidad vive en el que ama 137

-¿Somos conscientes de que estamos ‘habitados’? (Jn 14, 23-29) -La tarea del Espíritu -Una paz muy distinta a la del mundo -La muerte, puerta hacia la vida -El primer concilio: Jerusalén, año 50 (He 15, 1-2. 22-29) -La ciudad del futuro (Ap 21, 10-14, 22-23) Domingo de la Ascensión del Señor: Despedida y comienzo 143

-La alegoría de la Ascensión -Se prepara el tiempo de la Iglesia (Lc 24, 46-53) -A la espera de Pentecostés (He 1, 1-11) -Eficacia eterna del sacrificio único de Cristo (Heb 9, 24-28; 10, 19-23) -Una muy saludable incredulidad Domingo de Pentecostés: El Espíritu Santo, Alma de la Iglesia 148

-El mayor Don -Misión del Espíritu (Jn 14, 15-16. 23b-26) -Se llenaron todos de Espíritu Santo (He 2, 1-11) -Hijos y herederos de Dios (Rom 8, 8-17) Domingo de la Santísima Trinidad: La gran realidad de la vida 153

-La Trinidad de Personas en Dios (Jn 16, 12-15) -Dios es Padre, Hijo y Espíritu -Origen y actividad de la Sabiduría (Prov 8, 22-31) -Consecuencias de la justificación por la fe (Rom 5, 1-5) Domingo del Cuerpo y la Sangre de Cristo: La Eucaristía, corazón de la Iglesia 158

-Una fiesta entrañable -La multiplicación de los panes, signo de la eucaristía (Lc 9, 11b-17) -Un grave problema de conciencia -Melquisedec, sacerdote y rey (Gén 14, 18-20) -El relato eucarístico de Pablo (1 Cor 11, 23-26)

TIEMPO ORDINARIO

Domingo segundo: Las bodas de Caná 162

-La fiesta, expresión comunitaria y alegre de nuestros anhelos más íntimos -El primero de los siete (Jn 2, 1-12) -Faltó el vino -Yahvé será su esposo (Is 62, 1-5) -Para el crecimiento de la comunidad (1 Cor 12, 4-11)

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Domingo tercero: Para dar la buena noticia a los pobres... 168

-El Prólogo de Lucas (Lc 1, 1-4) -El programa de Jesús (Lc 4, 14-21) -La ley está escrita en nuestros corazones (Neh 8, 2-4a. 5-6. 8-10) .Al servicio del bien común (1 Cor 12, 12-30) Domingo cuarto: Las difíciles relaciones con los profetas 174

-La vocación profética -Reacciones de sus paisanos (Lc 4, 21-30) -Nazaret, símbolo de siempre -Toda la vida de Jeremías fue un suplicio (Jer 1, 4-5. 17-19) -El camino mejor (1 Cor 12, 31-13, 13) Domingo quinto: Pescadores de hombres 180

-Mensajeros de la Palabra. -La predicación de Jesús (Lc 5, 1-11) -La pesca milagrosa -La vocación de varios discípulos -La llamada a Isaías (Is 6, 1-2a. 3-8) -Los tres acontecimientos centrales de la fe (1 Cor 15, 1-11) Domingo sexto: Dichosos... ¡Ay de vosotros... 186

-A la búsqueda de la felicidad -Las Bienaventuranzas, camino de vida (Lc 6, 17. 20-26) -Las maldiciones -O fe o idolatría (Jer 17, 5-8) -Vivamos como resucitados (1 Cor 15, 12. 16-20) Domingo séptimo: Compasivos como el Padre del cielo 192

-La violencia en nuestro mundo -El amor a los enemigos (Lc 6, 27-38) -A semejanza del Padre del cielo -Un no rotundo a la venganza (1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23) -La resurrección de los cuerpos, obra del Espíritu ( 1 Cor 15, 45-49) Domingo octavo: Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca 197

-Un ciego no puede guiar a otro ciego (Lc 6, 39-45) -La mota y la viga -Cada árbol se conoce por su fruto -Nuestras palabras expresan lo que de verdad vivimos (Eclo 27, 5-8) -El último enemigo también será derrotado (1 Cor 15, 54-58) Domingo noveno: La fe del centurión 202

-Los milagros de Jesús (Lc 7, 1-10) -Los paganos también tienen cabida en el reino -La fe del Centurión -Incredulidad de Israel -El templo, signo de la presencia de Dios en la creación ( 1Re 8, 41-43) -Es fácil pasarse a otro evangelio (Gál 1, 1-2. 6-10) Domingo décimo: Dios quiere la vida, no la muerte 207

-Sentido de la resurrección (Lc 7, 11-17) -El milagro -Consecuencias para nosotros -Signo de la resurrección definitiva ( 1 Re 17, 17-24) -El conocimiento de Jesucristo transforma la vida (Gál 1, 11-19)

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Domingo undécimo: En casa del fariseo Simón 213

-Una comida conflictiva (Lc 7, 36-8, 3) -El amor, medida del perdón -Donde hay amor puede haber perdón -Dos gravísimos pecados de David (2 Sam 12, 7-10. 13) -Jesucristo es el único que justifica (Gál 2, 16. 19-21) Domingo duodécimo: El mesianismo de Jesús 219

-El mesianismo de Jesús no coincide con el de Pedro... ni con el nuestro (Lc 9, 18-24) -Mesías del hombre nuevo -Condiciones para seguirle -¡Cuántas víctimas por intentar cambiar el rumbo de la historia! (Zac 12, 10-11) -Descendientes de Abrahán (Gál 3, 26-29) Domingo decimotercero: Camino de Jerusalén 224

-En tierras samaritanas (Lc 9, 51-62) -Exigencias del camino cristiano -Llamada de Eliseo al profetismo (1 Re 19, 16b. 19-21) -La libertad exige el servicio al amor (Gál 4, 31b-5, 1. 13-18) Domingo decimocuarto: Ligeros de equipaje 230

-Llamada a la libertad -Fortalecidos con la oración, y desde la debilidad y la pobreza (Lc 10, 1-12. 17-20) -La paz de Dios, don escatológico -El resultado fue muy positivo -El amor maternal de Dios, causa de la alegría (Is 66, 10-14) -La cruz de Cristo, única gloria de Pablo (Gál 6, 14-18) Domingo decimoquinto: El Buen Samaritano 236

-La pregunta del letrado (Lc 10, 25-37) -Amar a Dios en el prójimo: eso es todo -¿Quién es mi prójimo? -La parábola -Haz tú lo mismo -Cumplir el mandamiento es vivir plenamente como seres humanos (Dt 30, 10-14) -Cristo culmina el plan de Dios sobre todo lo creado (Col 1, 15-20) Domingo decimosexto: Las hermanas Marta y María 242

-Diversa actitud de las hermanas ante la hospitalidad (Lc 10, 38-42) -Marta -María -Lo único necesario -El Señor sale al encuentro de Abrahán (Gén 18, 1-10a) -Las secuelas del pecado siguen en el mundo (Col 1, 24-28) Domingo decimoséptimo: Jesús nos enseña a orar 248

-La oración hace posible la utopía humana -La oración de Jesús (Lc 11, 1-13) -El Padrenuestro, petición y compromiso -¿Es ésta nuestra experiencia? -Oración de Abrahán por Sodoma y Gomorra (Gén 18, 20-32) -Cristo, único mediador (Col 2, 12-14) Domingo decimoctavo: Parábola del rico necio 255

-La riqueza acumulada es pecado (Lc 12, 13-21) -¿Para qué defender un egoísmo de otro?

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-Todos los bienes temporales son relativos -La parábola -Sólo desde Dios tiene sentido la vida humana (Ecl 1, 2; 2, 21-23) -Cristo es la síntesis de todo y está en todos (Col 3, 1-5. 9-11) Domingo decimonoveno: El cristianismo, ¿es de minorías? 261

-La vida crece con lo que se da (Lc 12, 32-48) -Vivir es un continuo caminar en la esperanza -Dios está siempre de parte de los débiles (Sab 18, 6-9) -La vida de Abrahán es humanamente ininteligible (Heb 11, 1-2. 8-19) Domingo vigésimo: Jesús nos trae fuego y paz 267

-Aparecen los profetas -Jesús, fuego de Dios sobre la tierra (Lc 12, 49-53) -La paz de Jesús provoca persecuciones y divisiones -Nuevo encarcelamiento de Jeremías (Jer 38, 4-6. 8-10) -La comunidad cristiana no pasa desapercibida (Heb 12, 1-4) Domingo vigesimoprimero: La puerta estrecha 273

-La salvación de Jesucristo -Los caminos de Dios no son los nuestros (Lc 13, 22-30) -La salvación no es tema de curiosidad, sino de compromiso -La puerta la abre el amor de Dios -Todas las naciones están llamadas a la salvación (Is 66, 18-21) -Valor de las pruebas de la vida (Heb 12, 5-7. 11-13) Domingo vigesimosegundo: Los primeros puestos 279

-La verdadera vida -En casa de un fariseo (Lc 14, 1. 7-14) -Los últimos puestos siempre están libres -Vivir contra corriente -La humildad, camino para la sabiduría (Eclo 3, 19-21. 30-31) -Las dos alianzas (Heb 12, 18-19. 22-24a) Domingo vigesimotercero: Condiciones para seguir a Jesús 285

-Ser cristiano (Lc 14, 25-33) -El único absoluto es Dios -Elegir es renunciar -No es precisamente la sabiduría lo que abunda en nuestro mundo (Sab 9, 13-19) -La vida en Cristo implica la vida cotidiana (Flm 9-17) Domingo vigesimocuarto: Dios es misericordia 291

-La misericordia (Lc 15, 1-32) -Parábola de la oveja que se pierde -Parábola de la moneda que alguien pierde -Resistencia a la misericordia de un ‘justo’ -Conmovedora intervención de Moisés (Éx 32, 7-11. 13-14) -El mensaje de Dios se hace experiencia en nosotros (1 Tim 1, 12-17) Domingo vigesimoquinto: Actitud del cristiano ante los bienes terrenos 298

-Parábola del administrador infiel (Lc 16, 1-13) -¡Cuánta apatía en el anuncio del reino! -Verdadero empleo de las riquezas -O Dios o dinero -Al profeta Amós (Am 8, 4-7) -El amor lleva a la oración por todos (1 Tim 2, 1-8)

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Domingo vigesimosexto: El rico y el pobre Lázaro 304

-El abuso de la riqueza es un pecado social inadmisible (Lc 16, 19-31) -La muerte da sentido a la vida -La eternidad se prepara ahora y aquí -La riqueza conduce a la ceguera del corazón (Am 6, 1a. 4-7) -Cualidades del pastor ideal (1 Tim 6, 11-16) Domingo vigesimoséptimo: La fe obliga al cumplimiento del deber 310

-El silencio de Dios -La fe hace posible lo que parece imposible (Lc 17, 5-10) -Todo es don de Dios -Esperar, a pesar de todo (Hab 1, 2-3; 2, 2-4) -No temer a nada ni a nadie (2 Tim 1, 6-8. 13-14) Domingo vigesimoctavo: Jesús cura a diez leprosos 316

-Todos quedan curados de la lepra (Lc 17, 11-19) -Sólo uno llega al fondo de lo sucedido -El samaritano comprendió que su vida no podía seguir siendo la misma -El leproso Naamán (2 Re 5, 14-17) -Apóstol a ejemplo de Jesucristo (2 Tim 2, 8-13) Domingo vigesimonoveno: Parábola del juez y la viuda 321

-Necesidad de orar siempre (Lc 18, 1-8) -Los protagonistas de la parábola -El Hijo del hombre -Eficacia de la oración perseverante (Éx 17, 8-13) -Es imprescindible conocer la Sagrada Escritura (2 Tim 3, 14-4, 2) Domingo trigésimo: Parábola del fariseo y el publicano 326

-La verdadera oración (Lc 18, 9-14) -El fariseo -El publicano -Lección para nosotros -Dios escucha los gritos de los pobres (Eclo 35, 15b-17. 20-22ª) -Pablo hace balance de su vida (2 Tim 4, 6-8. 16-18) Domingo trigesimoprimero: Zaqueo 332

-A las puertas de Jerusalén (Lc 19, 1-10) -La mirada de Jesús -Zaqueo cambia el rumbo de su vida -El amor de Dios, único móvil de la creación (Sab 11, 23-12, 2) -Construyamos la historia en la espera de la Parusía (2 Tes 1, 11-2, 2) Domingo trigesimosegundo: La resurrección de los muertos 338

-Sentido de la resurrección (Lc 20, 27-38) -Planteamiento de los saduceos -Respuesta de Jesús -La gran esperanza cristiana -Martirio de los siete hermanos macabeos y su madre (2 Mac 7, 1-2. 9-14) -Oración y confianza en la fidelidad de Dios (2 Tes 2, 16-3, 5) Domingo trigesimotercero: El discurso escatológico 344

-Destrucción del templo (Lc 21, 5-19) -La Parusía vendrá, pero no es inminente -Los discípulos serán perseguidos a causa del Evangelio -La protección divina no faltará en las tribulaciones

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-El Día del Señor brillará la verdad de cada uno (Mal 3, 19-20a) -El que no trabaja, que no coma (2 Tes 3, 7-12) Domingo trigésimocuarto y último: Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo: 350

-El primer mundo agoniza falto de valores humanos y cristianos -Un reino que le lleva a la cruz (Lc 23, 35-43) -El título de la cruz -Las burlas del mundo de las tinieblas -Hoy estarás conmigo en el Paraíso -El reinado de David y el de Jesucristo (2 Sam 5, 1-3) -Jesucristo Señor y Salvador de toda la creación (Col 1, 12-20) Índice 356