Celebración comunitaria de la penitencia FernandezDomiciano

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Domiciano Fernández cmf Celebración comunitaria de la penitencia evangélicamente fundada, históricamente ratificada, dogmáticamente correcta, pastoralmente recomendable, Editorial Nueva Utopía Madrid 1999 [email protected] Servicios Koinonía agradecea la editorial Nueva Utopía el permiso para hacer pública por la red esta obra de Domiciano Fernández, misionero claretiano, y lo hace como homenaje al autor, recientemente fallecido. PRESENTACIÓN Hace años que se agotó la cuarta reimpresión de mi librito Dios ama y perdona sin condiciones. Mucha gente lo seguía pidiendo en las librerías y también a mí me llegaban numerosas cartas y peticiones de algún ejemplar o fotocopia del libro. Por eso me ha parecido conveniente hacer una nueva edición, para atender a esas repetidas demandas. Debo comenzar diciendo que se trata del mismo libro, pero con distinto título y con un contenido también un poco distinto, porque se ha incluido un nuevo capítulo y un apéndice, y se han hecho no pocas correcciones y ediciones cuando me pareció oportuno. El autor no ignora que el primer título era llamativo y teológicamente incorrecto. Se deseaba llamar la atención sobre una gran verdad que era necesario poner de relieve: el perdón de los pecados, si hay verdadero arrepentimiento, es mucho más sencillo y fácil de lo que imaginamos. Dios siempre está dispuesto a perdonar sin exigir nada a cambio. Se han puesto muchos obstáculos en la historia del sacramento de la penitencia para hacer fácil y alegre la reconciliación con Dios y con los hermanos. Se han añadido condiciones y obligaciones que Dios no exige, y es necesario recuperar la alegría del perdón y celebrar el sacramento

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Domiciano Fernández cmf

Celebración comunitaria de la penitencia

evangélicamente fundada,históricamente ratificada,dogmáticamente correcta,

pastoralmente recomendable,

Editorial Nueva UtopíaMadrid 1999

[email protected]

Servicios Koinonía agradecea la editorial Nueva Utopía el permiso para hacer pública por la red esta obra de Domiciano Fernández, misionero claretiano, y lo hace como homenaje al autor, recientemente fallecido.

PRESENTACIÓN

Hace años que se agotó la cuarta reimpresión de mi librito Dios ama y perdona sin condiciones. Mucha gente lo seguía pidiendo en las librerías y también a mí me llegaban numerosas cartas y peticiones de algún ejemplar o fotocopia del libro. Por eso me ha parecido conveniente hacer una nueva edición, para atender a esas repetidas demandas.

Debo comenzar diciendo que se trata del mismo libro, pero con distinto título y con un contenido también un poco distinto, porque se ha incluido un nuevo capítulo y un apéndice, y se han hecho no pocas correcciones y ediciones cuando me pareció oportuno.

El autor no ignora que el primer título era llamativo y teológicamente incorrecto. Se deseaba llamar la atención sobre una gran verdad que era necesario poner de relieve: el perdón de los pecados, si hay verdadero arrepentimiento, es mucho más sencillo y fácil de lo que imaginamos. Dios siempre está dispuesto a perdonar sin exigir nada a cambio. Se han puesto muchos obstáculos en la historia del sacramento de la penitencia para hacer fácil y alegre la reconciliación con Dios y con los hermanos. Se han añadido condiciones y obligaciones que Dios no exige, y es necesario recuperar la alegría del perdón y celebrar el sacramento como una buena noticia, como una liberación de algo que nos impide ser de verdad lo que somos: hijos de Dios e hijos de la Iglesia.

Todos los requisitos y condiciones que se enumeran en los catecismos y libros de teología, o de derecho canónico, para una buena "confesión", debieran ser una ayuda para desear y vivir la alegría de la salvación y de la reconciliación. No siempre lo son.

Desde el punto de vista de la teología, no hay perdón posible sin conversión, sin un arrepentimiento sincero. Pero, cuando éste existe, no hay que poner límites a la misericordia de Dios ni imponer más cargas de las necesarias. Son palabras del Espíritu Santo y del primer "Concilio" reunido en Jerusalén: "Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las necesarias" (Hch 15, 28). Es necesario romper los prejuicios, eliminar los obstáculos que hacen difícil el sacramento de la reconciliación y abrir el corazón a la bondad y misericordia de Dios, que a todos acoge y a todos perdona.

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En los Evangelios, cuando Jesús perdona los pecados, sólo exige fe y amor. En estas dos palabras se incluyen todas las disposiciones necesarias para recibir el perdón de Dios. La única condición en la que insiste Jesús en sus enseñanzas es que no podemos obtener el perdón de Dios si no perdonamos de corazón a nuestros hermanos. Es tan importante esta condición que la incluye en la quinta petición de la oración por excelencia, el Padre nuestro: Perdona nuestras ofensas, porque también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6, 12). El evangelista no se contenta con esta afirmación. Para dar más relieve a esta motivación añade: "Si vosotros perdonáis a los demás sus ofensas, os perdonará también vuestro Padre celestial; pero, si no perdonáis a los hermanos y hermanas, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas" (Mt 6, 14-15; véase también la parábola de los dos deudores, Mt 18, 23-35).

Debo reconocer que mi librito Dios ama y perdona sin condiciones ha tenido muy buena acogida y ha suscitado un amplío eco en varías naciones y en los fieles de diversas categorías: laicos, religiosos/as, sacerdotes, profesores, gente sencilla. Ha sido traducido a cuatro lenguas (alemán, inglés, portugués –Brasil- e italiano). No puedo menos que alabar y bendecir a Dios, autor de todo bien, por las diversas cartas y adhesiones que me han llegado de diversas partes. Es un consuelo que nadie me podrá arrebatar. Este librito ha hecho bien a muchos, y espero que lo siga haciendo para gloria de Dios y paz de los seres humanos a quienes Dios ama y perdona.

Como ya he indicado, la presente edición incluye numerosas variaciones y correcciones de poca importancia, pero añade un nuevo capítulo (el IV) sobre "La confesión a los laicos", que duró algo más de seis siglos, y un apéndice, donde me hago cargo de algunas objeciones que me hicieron y amplío algunos conceptos y datos que fundamentan mi posición. Este apéndice se publicó en Iglesia Viva (1). No se trataba sólo de dar respuesta a algunas dificultades, sino que presenta también nuevas reflexiones y datos de interés que me parecen útiles para los nuevos lectores de este libro. Al copiar estas reflexiones, nueve años más tarde, no he podido resistir a la tentación de añadir y modificar algunas cosas para mayor claridad. [Nota de la edición telemática: en esta edición telemática no se incluye ni el capítulo IV ni el apéndice citado, que se pueden obtener de la edición en papel, de Nueva Utopía].

Agradezco vivamente sus observaciones a los que me han manifestado sus dudas o su adhesión. A todos nos une el mismo amor a Cristo y a la Iglesia, aunque se exprese con diferentes posiciones teológicas.

Quisiera terminar esta presentación con unas palabras escritas hace poco para un retiro a religiosos/as comentando la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). Nos resulta fácil identificarnos con el hijo menor que huye a un país extranjero, malgasta sus caudales y, arrepentido, retorna a la casa paterna. Nos cuesta más pensar que nos parecemos al hijo mayor, que se cree justo porque cumple sus deberes, es observante, obedece las órdenes de los superiores, pero tiene un corazón duro, insensible, crítica a los hermanos y rehúsa participar de la alegría de la fiesta. ¿Me atreveré a identificarme no sólo con aquel que es perdonado, sino también con aquel que perdona, no sólo con el que es invitado, sino también con el que invita a la fiesta? ¿Qué me dice Jesús?: "Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6, 36). Jesús nos ha trazado el camino que todos debemos seguir(2).

Granada, 28 de enero de 1999

Notas de la introducción1. Núm. 148, julio-agosto de 1990, pp. 69-79 con el título Responsorio2. Cf. NOUWEN, J. M., El regreso del hijo pródigo, Madrid 1996, pp. 131 ss.

CAPÍTULO PRIMERO

POSIBILIDAD DOGMÁTICA Y CONVENIENCIA PASTORAL DE LA ABSOLUCIÓN SACRAMENTAL COMUNITARIA SIN CONFESIÓN

INDIVIDUAL PRIVADA

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1. MOTIVACIÓN

Acaba de publicarse un nuevo documento de la Conferencia Episcopal Española sobre el sacramento de la penitencia(1). Es un documento bastante bueno y completo, aunque un poco extenso y reiterativo porque no ofrece nada nuevo. Naturalmente no podíamos esperar cambios en las normas del Ritual de la Penitencia, porque estos cambios dependen de la Santa Sede. Pero hay tonos y matices de enfocar las cuestiones que nos parecen demasiado apegados a la letra de las normas. Se habla bastante de las celebraciones comunitarias de la penitencia y se insiste en el carácter de excepción de la Forma C: reconciliación de muchos penitentes con confesión y absolución general. Aquí hubiéramos deseado y esperado menos rigor en las normas y una actitud más abierta y comprensiva hacía las celebraciones, bien preparadas y bien hechas, que surgen en diversos puntos por razón de las necesidades pastorales. Generalmente, los cambios han comenzado siempre por la base y luego la jerarquía los ha tenido que admitir. Esto es lo que ha ocurrido en la larga historia del sacramento de la penitencia: cuando las normas y estatutos canónicos eran ya caducos e inviables, la vida de fe de las bases tuvo que abrir nuevos caminos para no verse privada de la gracia sacramental. Vamos a referir un caso bien significativo del III Concilio de Toledo del año 589, cuyo XIV centenario estamos celebrando.

Durante los seis primeros siglos se consideraba que el sacramento de la penitencia era irrepetible, que sólo se podía conceder una vez en la vida. Se consideraba como un "segundo bautismo" o un "bautismo laborioso", y como el primer bautismo era irrepetible, se atribuía la misma condición a la penitencia. Como, además, las penas y satisfacciones que se imponían a los que se sometían a la penitencia eclesiástica eran durísimas y de graves consecuencias para la vida social y familiar (prohibición del uso del matrimonio o de casarse, prohibición de ejercer el comercio y otras profesiones civiles), el sacramento de la penitencia se había convertido en un sacramento de ancianos y moribundos. Algunos sínodos episcopales prohibían expresamente recibir la penitencia a los jóvenes y a los casados2. El gran mérito de romper con el principio de la irrepetibilidad del sacramento de la penitencia se debió a los monjes irlandeses, que, a principios del siglo VII, vinieron al Continente e introdujeron nuevas costumbres en la praxis penitencial. Pero el primer testimonio que poseemos de que ya se había comenzado a recibir el sacramento de la penitencia más de una vez en la vida proviene de España. En este Concilio de 589, convocado por Recaredo, al que asistieron muchos obispos de España y de la Galia Narbonense, se advierte que algunos piden la reconciliación al sacerdote cada vez que pecan. Y esto les parece un abuso intolerable (execrabilis praesumptio). Vale la pena recordar las palabras de esta magna asamblea:

“Como ha llegado a nuestro conocimiento que en algunas iglesias de España los seres humanos hacen penitencia por sus pecados, no según los cánones, sino de una forma reprochable (foedissime), de modo que cada vez que pecan le piden la reconciliación al sacerdote, a fin de acabar con esta presunción tan execrable (exsecrabilis praesumptio), este santo concilio establece que la penitencia sea dada según la forma canónica de los antiguos, esto es, que el que se arrepienta de sus pecados sea suspendido en primer lugar de la comunión y se someta a la imposición de las manos junto con los demás penitentes; concluido luego el tiempo de la satisfacción, quede restituido a la comunión según la oportunidad que establezca el sacerdote. Y aquellos que, o durante la penitencia o después de la reconciliación, caigan en sus anteriores pecados, sean excomulgados según las normas de la antigua severidad de los cánones"(3).

A pesar de esta oposición de la jerarquía, la nueva forma se abrió paso rápidamente. Medio siglo después un sínodo de Francia ya acepta y hasta recomienda conceder la "penitencia" a los fieles, siempre que hayan hecho la confesión(4). Hoy estamos viviendo una situación semejante. Después del Concilio surgieron nuevas formas de celebrar el sacramento fomentadas por los sacerdotes y los fieles. Ha sido la Iglesia jerárquica la que se ha mostrado más reacia a admitir algunas de estas celebraciones surgidas desde la base.

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La Instrucción pastoral de los obispos españoles insiste bastante en la necesidad de la confesión individual y se esfuerza por encontrar una explicación razonable a una norma anómala: la obligación de confesar los pecados graves después de haber recibido la absolución sin confesión individual previa. Creo que la cuestión está mal planteada y, por lo mismo, es difícil resolverla bien. Todo el problema surge de lo que yo juzgo un falso presupuesto que tiene su origen en un canon del Concilio de Trento y luego se repite en posteriores documentos. Este principio, tal como lo formula el nuevo Código, es el siguiente:

"La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia." (can. 960)

Este anunciado, considerado a la luz de la historia y de la teología, yo lo considero equivocado -y de esto nos vamos a ocupar a continuación-, pero ha sido el caballo de batalla de innumerables discusiones durante la preparación del nuevo Ritual de la Penitencia y fue el que provocó la dura reacción del cardenal Seper en el año 1972, cuando, antes de publicarse el nuevo Ordo paenitentiae, que se estaba preparando, lanzó el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe Sacramentum paenitentiae(5) que impidió una renovación más profunda. El caso es conocido, pero lo vamos a recordar en lo esencial.

Muy pronto después del Concilio, el 2 de diciembre de 1966, se creó una comisión para la renovación del sacramento de la penitencia(6). Esta comisión trabajó con eficacia y competencia, de suerte que para 1968 se esperaba ya la pronta publicación del nuevo "Ordo paenitentiae". Diversos acontecimientos eclesiales lo impidieron. Se hizo una reorganización de las Congregaciones Romanas. El Consejo para la aplicación de la constitución sobre la Liturgia y la Congregación de Ritos desaparecen para fundirse en uno solo ente: la Congregación para el Culto divino. También se cambió la comisión para el sacramento de la penitencia(7).

Por otra parte, los sacerdotes con cura de almas, sin esperar las nuevas normas, habían comenzado a tener celebraciones penitenciales comunitarias en las que se impartía la absolución general sin la confesión individual previa, aunque se tenía una confesión general o se les exigía algún otro signo de arrepentimiento. Esto asustó al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, queriendo salir al paso de lo que él consideraba abusos intolerables, publicó el citado documento, estableciendo un estrecho marco doctrinal y proponiendo las normas que debían regular tales celebraciones comunitarias. Estas normas han pasado casi íntegramente al nuevo Ritual de la Penitencia. Pero, como hemos indicado, impidieron y siguen impidiendo que la Forma C (reconciliación de muchos penitentes con confesión general y absolución común) pase a ser un modo ordinario, como lo tenía preparado la primera comisión. Este hecho ha tenido y tiene graves consecuencias para muchos fieles que podrían recibir de este modo el perdón sacramental y, de hecho, no lo reciben ni de este modo ni de otro. Por eso creo que vale la pena afrontar serenamente y sin prejuicios esta cuestión.

2. UN HECHO DE EXPERIENCIA

Todo el mundo sabe que, sí se anuncia una celebración penitencial con absolución sacramental sin confesión individual previa, acude más gente a recibir el sacramento. Se ha observado que en las parroquias o diócesis donde se practicaban de un modo habitual tales celebraciones o se siguen practicando -con la interpretación benigna del obispo-, venían fieles de otras parroquias y de otras poblaciones para participar en dichos actos. Esto hay que interpretarlo como una buena señal y no como un abuso. Puede ser un signo para que la Iglesia jerárquica reflexione, a la luz del Evangelio, sobre sí estos hechos no inducen a pensar en una acción del Espíritu. En la historia de la penitencia ha sucedido esto con frecuencia. No se trata de hacer fácil o difícil el perdón de los pecados, sino de reconciliarse con Dios y con la Iglesia, de favorecer una conversión sincera, de hacer vivir a los fieles la alegría del perdón y de ayudarles a vivir una vida cristiana más auténtica y más comprometida. Sí esto se consigue mejor con las celebraciones comunitarias que con la confesión individual, no veo razones para prohibirlas.

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Creo que las dificultades dogmáticas se pueden superar, como lo han demostrado los especialistas en la materia. Por eso no debería descartarse sin más esta forma de reconciliación.

"La expresión 'camino más fácil' 'camino más difícil' está cercana a considerar la confesión individual como un castigo; evidentemente, éste no sería un concepto demasiado elevado del sacramento de la penitencia"(8).

Estoy plenamente convencido de que la crisis de la penitencia sacramental -de la que se habla en la Introducción de la Instrucción pastoral de los obispos españoles- tiene causas más profundas y no se resuelve suprimiendo la confesión individual y fomentando las celebraciones comunitarias. Hay que vivir profundamente la vida cristiana y la conversión para poder celebrarla dignamente. Pero, sí somos sinceros, tenemos que reconocer que lo que aleja hoy a muchos de recibir el sacramento de la penitencia es la obligación de confesar todos los pecados graves al sacerdote. Y esto es triste. Para muchos será necesaria a lconfesión individual y encontrarán en ella la paz y el gozo del perdón. Para otros es un tormento. Imponer a todos esta obligación, si Dios no lo exige, me parece grave.

3. LA DOCTRINA DEL CONCILIO DE TRENTO

La mayor dificultad que ven hoy algunos teólogos, y en particular las Congregaciones romanas, para admitir como modo ordinario de reconciliación la Forma C (confesión y absolución genéricas) es la que procede de las enseñanzas del Concilio de Trento. Los textos de Trento son bastante claros, pero hay que leerlos en el contexto histórico y polémico contra la doctrina de los reformadores y hay que tener en cuenta el contenido de algunas frases que se usan con frecuencia, como 'jure Divino " (de derecho divino), "herejía", "sea anatema", etc.(9). Lo curioso es que tanto Lutero como Calvino no rechazan la confesión privada de los pecados, sino su obligatoriedad y el que sea un sacramento instituido por Jesucristo. Lutero se confesaba con frecuencia y afirmaba que por nada del mundo se dejaría arrebatar esta práctica. Me parece útil recordar aquí sus palabras:

“No quiero dejarme quitar por nadie la confesión secreta, y no la daría por ningún tesoro del mundo, porque sé cuánta fuerza y consolación me ha dado. Nadie sabe lo que puede la confesión secreta, pues a menudo hay que luchar y combatir con el demonio. Yo hubiera sido vencido y estrangulado hace tiempo de no haber conservado esta confesión... Por tanto, ved que la confesión secreta no es de despreciar, sino que es una cosa muy conveniente que yo, por mí parte, no quiero desaconsejar por nada del mundo”(10).

Estos elogios a la confesión privada voluntaria no le Impiden rechazar enérgicamente la confesión como imposición papal y con la obligación de confesar todos los pecados, porque esto, en vez de proporcionar alivio y consuelo, sería un tormento y una tortura para el alma(11).

Por tratarse de un texto importante que ha Influido decisivamente en las "Normas pastorales" publicadas en 1972 y en sucesivos documentos, incluso en el mismo nuevo Código de Derecho Canónico, vamos a citar íntegro el canon 7 del Concilio de Trento:

"Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario por derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de los cuales se tenga memoria tras un conveniente y serio examen; aun los pecados ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la especie de pecado, sino que esa confesión sólo es útil para instruir y consolar al penitente; y antiguamente se observó únicamente para imponer la satisfacción canónica; o dijere que quienes se esfuerzan en confesar todos sus pecados no quieren dejar nada a la misericordia divina para que les sea perdonado, o, en fin, que no es lícito confesar los pecados veniales, sea anatema" (DS 1707; Collantes 1177).

Por supuesto, no es éste el único texto del Concilio de Trento que habla de la obligatoriedad de la acusación de los pecados12. Existen también otros documentos del magisterio eclesiástico que exigen la integridad de la confesión de los pecados al sacerdote(13),

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pero no podemos ocuparnos de ellos. Es cierto que en la Iglesia latina, desde la Edad Medía, se ha exigido con mayor o menor fuerza la acusación de todos los pecados graves(14).

Por lo que se refiere a los textos del Concilio de Trento, se ha escrito tanto sobre ellos que parece ocioso volver sobre su interpretación. Además, la dificultad no reside en el contenido del texto, sino en determinar la obligatoriedad y valor que tiene para nosotros hoy una norma dada en circunstancias muy distintas de las nuestras. Vamos a estudiar este punto con mayor detenimiento.

a) Obligatoriedad de la confesión

Leyendo atentamente todo el capítulo V sobre la confesión (DS 1679-1683) y los cánones correspondientes (cc. 6-8, DS 1706-1707) no se puede evitar la impresión de que los Padres de Trento creyeron que la confesión de todos los pecados al sacerdote era un precepto divino y, por tanto, obligatoria, a no ser que algunas causas graves físicas o morales dispensaran esta obligación.

También es necesario reconocer que esta confesión íntegra de todos los pecados graves la entendieron "humano modo", es decir, dentro de los límites y deficiencias de la naturaleza humana. Dios no exige lo imposible. Son muchas las frases con que procuran suavizar y humanizar esta declaración obligatoria de todos los pecados, de aquellos de los que puedan acordarse después de un diligente examen. No pretenden atormentar la conciencia de los fieles, sino inculcarles un deber que consideran sagrado. Es evidente que se trata de una integridad formal y no material.

Hablan además de la confesión secreta. No faltaron Padres que querían que se definiese que la confesión secreta al solo sacerdote era también de iure divino. Afortunadamente, esta pretensión no fue admitida. Para los Padres de Trento la confesión de los pecados era necesaria, pero el modo de hacerla -secreta o pública- era de derecho humano. Cristo no impuso el modo. La confesión pública no fue mandada ni prohibida por Cristo (DS 1683). Para oponerse a la doctrina de los reformadores insistieron demasiado en la obligatoriedad de la confesión de los pecados.

El que algunas de estas afirmaciones de Trento nos parezcan inexactas o falsas no es motivo suficiente para eludirlas. Cabe una hermenéutica de los textos, cabe el dar una explicación por razón del momento histórico, se puede negar el valor dogmático de estas proposiciones o decir sencillamente que hoy no obligan. Lo que no es honesto es negar que se hicieran tales afirmaciones o tergiversar su sentido con interpretaciones sutiles y arbitrarias. Desde esta postura de admitir honestamente lo que está escrito, no puedo ocultar mí sorpresa y mí estupor cuando leo estos y otros textos a la luz de la Escritura y de la praxis penitencial de la Iglesia antigua. En varios puntos no concuerdan ni con la Escritura ni con la historia.

• Escritura

Las pruebas de Escritura para probar este "precepto divino" de confesar todos los pecados son muy débiles y poco convincentes. A esto se añade que no se compaginan estas normas con la conducta de Jesús. Los textos bíblicos que se citan a este propósito son los siguientes: Mt, 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23; Lc 17, 14; Sant 5, 16; 1 Jn 1, 9.

Los textos de Mateo 16, 19 (palabras dichas a Pedro) y 18, 18 (palabras dirigidas a los discípulos), se refieren a la potestad de atar y desatar. No se refieren concretamente al sacramento de la penitencia, sino a una potestad más amplía de prohibir o permitir, declarar lícita o prohibida alguna cosa, expulsar a uno de la comunidad o readmitirlo. Pero no se excluye que puedan aplicarse también al perdón de los pecados. Los Padres de Trento argumentaban que para, poder atar o desatar, se requiere conocimiento de los pecados, pues ellos lo entendían como absolver o negar la absolución, refiriéndose al sacramento de la penitencia.

Casi lo mismo puede decirse del texto de Juan 20, 23, que los Padres de Trento consideran como el texto institucional del sacramento de la penitencia: “A quienes perdonéis, los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" . Es ciertamente el texto más expresivo de los Evangelios sobre la potestad de perdonar los pecados encomendada a los apóstoles. Y, como en los textos de Mateo, perdonar o retener exige el conocimiento del sujeto a quien se concede o niega el perdón. No debemos minimizar la fuerza de este argumento para exigir cierta declaración o confesión de los pecados. Lo grave es

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deducir de aquí un precepto del Señor de declarar todos los pecados, aun los ocultos, para obtener el perdón. Los textos bíblicos no dan para tanto.

El texto de Santiago 5,16 ofrece, sin duda, gran interés: "Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros para que seáis curados". Todo el contexto nos habla de enfermedad, de unción, de oración por los enfermos, del perdón de los pecados y de curación. En la Edad Medía fue el texto clásico para justificar la confesión a los laicos cuando faltaba el sacerdote. Hoy se cita generalmente como el principal texto bíblico sobre la unción de los enfermos. De esta exhortación a "confesar mutuamente sus pecados", dirigida a todos los cristianos, difícilmente se puede deducir un precepto de declarar todos los pecados al sacerdote para obtener el perdón. Por lo demás no parece que estas palabras puedan aplicarse a la posterior institución del sacramento de la penitencia.

La primera carta de San Juan habla de reconocer y confesar nuestros pecados ante Dios, no ante el sacerdote: "Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificamos de toda injusticia (1 Jn 1, 9). Menos aún tiene que ver con el sacramento de la penitencia y el perdón de los pecados el mandato de Jesús a los leprosos curados: "Id y presentaos a los sacerdotes" (Lc 17, 14). Se trata de un mero requisito legal para poder ser admitidos de nuevo en la sociedad.

Es difícil, con semejante base bíblica, hablar de un precepto Divino de confesar todos los pecados graves, aun los ocultos e internos, al sacerdote para obtener el perdón de Dios. Y la paz con la Iglesia se puede conseguir con otros métodos.

• Carácter judicial del sacramento de la penitencia

Para urgir la confesión detallada de todos los pecados se recurre con mucha frecuencia al carácter judicial del sacramento. Se habla del tribunal de la penitencia, se dice que el sacerdote es juez y médico y, por lo mismo, debe conocer al reo o al enfermo. El mismo texto conciliar de Trento presenta a los sacerdotes en su función de confesores como "praesides et iudices" (DS 1679), como presidentes y jueces. Cuando el mismo Concilio habla de la absolución, advierte que no se puede reducir a la mera proclamación del Evangelio o a decir al penitente que Dios le ha perdonado los pecados, sino que la absolución se realiza a modo de un acto judicial (ad Instar actus iudicialis), en el cual el sacerdote pronuncia la sentencia como un juez (velut a iudice) (DS 1685).

Es evidente que el Concilio establece una comparación y no pretende equiparar en todo el acto de la absolución a un acto de la potestad civil, ni el sacerdote cumple las funciones de un juez profano. Conviene recordar que el texto primitivo de Trento hablaba de un acto verdaderamente judicial y se cambió el adverbio vere por ad Instar: a modo de. Lo que el Concilio quiere hacer resaltar es la eficacia de la absolución y, que no puede reducirse a la mera declaración: Dios ya te ha perdonado.

Tampoco vamos a negar que la función del sacerdote tenga cierta semejanza con la del juez que examina una causa y perdona o condena, o que concede una gracia con alguna obligación. Pero se trata de una analogía, no de un proceso idéntico. Por lo mismo no tienen toda la fuerza que algunos conceden a los argumentos que apelan al carácter judicial del sacramento de la penitencia para exigir la declaración detallada de todos los pecados. Esto es alejarse de la realidad e incluso del espíritu y de la letra del Concilio de Trento, porque en aquellos tiempos no existía aún en los procesos civiles la división bipartita de potestad administrativa y potestad judicial propiamente dicha. Por consiguiente, la potestad judicial comprendía tanto la concesión de un indulto o gracia como la condenación o absolución de un reo. Los padres de Trento entienden la absolución como "alieni beneficii díspensatio " (DS 1685). Por eso, un teólogo de hoy que, apoyándose en las palabras del Concilio de Trento, quisiera deducir el conocimiento exacto de la causa con todos sus detalles para poder dar una sentencia justa, se basaría en el actual orden jurídico y en la actual nomenclatura, y se alejaría del pensamiento de los padres de Trento.

El acto de la absolución, tendiendo en cuenta la actual división de poderes, se parece más a un acto de la potestad graciosa administrativa que a un proceso judicial en el sentido moderno15. Este tema ha sido estudiado ya con suficiente amplitud, de suerte que no vale la pena insistir en él. Remitimos a los autores recientes.

• La confesión es necesaria “iure divino”

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Hay otro punto que merece una reflexión atenta. Tanto el Concilio de Trento, como los demás documentos que de él dependen, afirman que la confesión de todos los pecados graves al sacerdote es de iure Divino (cf DS 1679; 1706; 1707). Hoy nadie duda que esta expresión tiene una gran amplitud de significados en los textos de Trento. Uno de los teólogos de Trento explicaba, en 1547, los significados de esta expresión:

1. Lo que está contenido en la Sagrada Escritura del Antiguo y Nuevo Testamento.2. Lo que está implícitamente contenido en la Escritura y se deduce de ella con

consecuencia necesaria.3. Los estatutos de la Iglesia y de los Concilios, y este último grado también se puede

llamar "derecho humano"". Es decir, se puede entender de una prescripción que proviene de Dios o de Cristo o de una prescripción que proviene de las costumbres de la Iglesia.

La cuestión que nos interesa es saber en qué sentido se emplea la expresión "de derecho divino" en este capítulo V de la penitencia y en los cánones respectivos. La respuesta más cómoda sería decir que se emplea en sentido amplio, pero creo sinceramente que los Padres de Trento pensaban que la confesión íntegra era necesaria "por derecho divino" en el primer sentido, es decir, como precepto del Señor o expresamente revelado, pues se afirma que "fue instituida por el Señor" (DS 1679) y se citan los textos de la Escritura antes indicados: Sant 5, 16; 1 Jn 1, 9; Lc 17, 14. Pero esto no significa que los Padres de Trento tengan razón o que se trate de una verdad infalible. Los textos bíblicos no lo prueban y la historia se opone a sus afirmaciones. En el canon 6, por ejemplo, se dice que la Iglesia practicó siempre, desde el principio, la confesión secreta al solo sacerdote, lo cual no responde a la realidad (cf DS 1706). Si admitiéramos que todas las afirmaciones de los Concilios son verdades infalibles e inmutables, no se podría dar un paso en teología. No debe maravillarnos que los Padres conciliares hablen desde los conocimientos históricos de su tiempo y lean la Escritura con la mentalidad de su época. Hoy, tanto los estudios históricos como exegéticos nos obligan a imponer diversas correcciones.

• Signo de la verdadera contrición

Los textos conciliares insinúan diversas veces otra razón para exigir la confesión humilde de los pecados. La verdadera conversión tiende a manifestarse, a encarnarse en los actos de confesión y satisfacción. Quien rehúsa la acusación humilde de los pecados muestra que no está verdaderamente arrepentido. La confesión de los pecados es una exigencia o una consecuencia natural de la verdadera conversión. Hasta aquí podemos estar de acuerdo. Pero no olvidemos que la declaración de los pecados no es el único modo de confesarlos ni el único gesto para expresar externamente la conversión. Los textos antiguos apenas mencionan la confesión y hablan mucho más de las lágrimas, de los ayunos, de las postraciones, del cilicio y la ceniza. Es otro modo de confesar los pecados(17).

b) Observaciones generales a los textos del Concilio de Trento

1. Los Padres del concilio de Trento partían del supuesto de que la confesión auricular privada había sido el modo ordinario de administrar el sacramento de la penitencia desde los orígenes de la Iglesia, lo cual no responde a la realidad histórica. No ignoraban del todo que en la antigüedad hubo otras formas públicas de celebrar la penitencia, pero esto no les preocupaba. Lo que ellos tenían presente era la negación de la necesidad de la confesión de los pecados, que sostenían los reformadores, y el modo ordinario de recibir entonces el sacramento, que era la confesión privada con la absolución sacerdotal.

2. Es una anomalía aplicar a las celebraciones comunitarias las normas que el Concilio de Trento estableció para la confesión auricular privada. Es mal método recurrir a los textos del pasado, que suponen un contexto histórico diferente, para resolver los problemas de nuestro tiempo. Problemas que han surgido precisamente con la intención de revitalizar y renovar la praxis de un sacramento que había quedado relegado a una administración privada del todo insatisfactoria.

3. Me parece evidente que los textos de Trento, relativos la confesión de los pecados, si conservan aún valor para nuestros días, sólo se pueden aplicar a la celebración auricular privada

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y no a las celebraciones penitenciales comunitarias, que constituyeron un modo diverso de celebración. Si en el curso de la historia de la penitencia se han hecho cambios tan radícales en la forma de celebrarlo, ¿por qué no se puede admitir hoy un cambio en un aspecto bastante secundario?

Aunque se admita que es de derecho divino la obligación de confesar todos los pecados graves en la reconciliación de un solo penitente, no veo dificultad para que la Iglesia jerárquica autorice otros modos de celebración con confesión genérica solamente, pues se trata de formas diferentes de celebrar el sacramento. Que esto sea posible lo demuestra la historia.

4. La obligación de confesar todos los pecados nunca se ha considerado como una obligación absoluta, sino solamente condicionada. Esto lo demuestran las numerosas circunstancias y situaciones en las que se puede prescindir de la confesión completa: en los casos de los moribundos, sordomudos, ignorancia del idioma, muchedumbre de fieles que desean recibir el sacramento y no pueden declarar sus pecados por falta de sacerdotes, etc.(18)

5. Hay otro dato a tener en cuenta. Muchos fieles, de los que frecuentan el sacramento de la penitencia o participan en celebraciones penitenciales, consideran como pecados mortales actos que en realidad no lo son, pues no rompen la relación de amor y comunión con Dios ni destruyen la opción fundamental de servir a Dios y al prójimo. Puesto que no hay obligación de confesar los pecados no graves, se podría impartir la absolución general en una celebración comunitaria sin contravenir las disposiciones del Concilio de Trento. Éste es el camino que siguió el Padre Z. Alszeghy en un artículo escrito mucho antes de que se publicara el Nuevo Ritual de la penitencia(19).

El Padre Alsezghy se plantea la cuestión con toda claridad: ¿Puede la jerarquía introducir el uso de la absolución sacramental comunitaria haciendo caso omiso de la declaración privada de los pecados? Su respuesta es taxativa: la necesidad de someter al poder de las llaves todos los pecados mortales ha sido definida en el Concilio de Trento. Sólo la imposibilidad física o moral puede dispensar de la confesión individual(20). La dureza de esta respuesta viene de hecho mitigada a lo largo del artículo con una serie de casos o circunstancias que permiten la absolución comunitaria(21).

La mayor diferencia que advierto entre la opinión del Padre Alszeghy y la mía consiste en que él da demasiada importancia a los textos del Concilio de Trento y busca salvar su valor normativo para las circunstancias actuales. Yo, por el contrarío, pienso que se debería atender más a los problemas reales y tratar de resolverlos a la luz del Evangelio y de toda la tradición de la Iglesia. Trento no representa toda la tradición de la Iglesia.

6. Con esto apuntamos a un problema mucho más amplio y real que aquí no podemos desarrollar. A veces nos perdemos en los textos sin mirar la realidad, nos detenemos en la letra, olvidándonos del espíritu. Esto se llama "judaizar". Lo que interesa para el perdón de los pecados y para recuperar la gracia y amistad con Dios es la verdadera conversión y la mediación de la Iglesia. El verdadero arrepentimiento se puede manifestar de muchos modos y no sólo con la declaración de los pecados. Las lágrimas son un lenguaje más elocuente y más sincero que las palabras. El conocimiento del penitente también se puede obtener muchas veces mejor con un gesto o pocas palabras que con el recuento minucioso de los pecados. Una persona que, sin que nadie le obligue, acude al sacerdote, se arrodilla ante él y le dice: "perdóneme, Padre, porque tengo muchos pecados", y se echa a llorar, creo que ha hecho lo suficiente para animarle a que le dé la absolución sin pedirle cuentas exactas de sus pecados. Pienso que todos hemos tenido experiencias de algunos de estos casos. No podemos ser esclavos de la letra y de las normas, sino que debemos ayudar a los seres humanos a encontrar la alegría y el perdón y llevarles la certeza y confianza de que Dios los ama y perdona. La mejor prueba de la sinceridad del arrepentimiento es el cambio de vida. Por eso, en la antigüedad, esperaban este cambio efectivo antes de conceder la reconciliación. Hoy a nadie extrañaría escuchar al Papa o a un predicador que la mejor penitencia es el cambio de vida. Pienso que es doctrina común. Así lo predicó Lutero en un sermón sobre la penitencia. Pero esta proposición fue condenada por León X: "Optima Poenitentia, nova vita" (DS 1457). Hay que tener en cuenta todo el contexto histórico, pero no deja de ser extraño y doloroso que se haya condenado esta sentencia.

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7. Pienso que habría que reflexionar más sobre los orígenes históricos y sobre el verdadero sentido de la confesión íntegra en orden al perdón de los pecados. ¿Por qué en la época moderna se ha exigido con tanto rigor la declaración de los pecados cuando se ha descuidado tan lastimosamente toda satisfacción? ¿Cómo se estructura la declaración de los pecados en el conjunto del sacramento de la penitencia y qué formas de acusación puede revestir? ¿Qué relación existe entre la integridad de la confesión y los demás valores y exigencias de la auténtica conversión del cristiano pecador?

A mi juicio, los orígenes históricos están suficientemente dilucidados, pero es preciso no olvidarlos. El retorno a los orígenes, a los textos evangélicos y el dar a Dios la primacía en la obra de la reconciliación puede iluminar algunos aspectos que para otros parecen oscuros.

4. LAS "NORMAS PASTORALES" Y SU REPERCUSIÓN

Para los documentos recientes de la Santa Sede más importancia que el mismo Concilio de Trento han tenido las Normas pastorales publicadas, en 1972, por la Congregación para la Doctrina de la Fe, siendo prefecto de la misma, el cardenal F. Seper y monseñor P. Philippe, secretario. Estas orientaciones fueron recogidas casi íntegramente por el Ritual de la Penitencia (nn. 31-34) y en su parte esencial por el nuevo Código de Derecho Canónico (cc. 960-963). En el Código se agravan incluso algunas prescripciones.

Comienza el canon 960 repitiendo la afirmación de la norma I: La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único medio ordinario de reconciliarse. A continuación se recogen en lo esencial las normas que regulan la absolución general a varios penitentes sin confesión individual previa (c. 961). Para recibir válidamente la absolución sacramental general se requiere:

1. Que el penitente esté debidamente dispuesto.

2. Que tenga el propósito de hacer, a su debido tiempo, confesión individual de todos los pecados graves no confesados (c. 962).

3. Se precisa que esta confesión individual se haga lo antes posible, antes de recibir otra absolución general (c. 963).

El primer requisito es evidente, pero el segundo que establece el canon 962 no acabo de comprenderlo. Porque en este canon no sólo se afirma la obligación de los fieles de declarar todos los pecados graves no confesados, sino que se establece como requisito para la validez de la absolución sacramental el que tenga este propósito. Creo sinceramente que los caminos de Dios difieren de las prescripciones canónicas. Si un fiel está verdaderamente arrepentido, queda realmente reconciliado con Dios y con la Iglesia al recibir la absolución sacramental. La adición de confesar luego individualmente los pecados graves todavía no confesados es una prescripción eclesiástica que no afecta al perdón de Dios.

Los escolásticos decían que todo acto de verdadera contrición lleva implícito el "votum sacramenti" y, de este modo, buscaban explicar el que un acto de perfecta contrición borre los pecados. Ahora -aunque parezca que se dice lo mismo, en realidad el caso es distinto-, se añade que para la validez del sacramento necesita el penitente estar dispuesto a declarar privadamente al ministro todos los pecados graves no confesados. La solución es fácil:

a) Si se identifica con la voluntad de Dios el precepto de la confesión individual de todos los pecados graves, no puede haber verdadera conversión ni verdadero arrepentimiento si uno no está dispuesto a cumplir la voluntad de Dios.

b) Pero quien no identifique con un precepto divino la obligación de declarar al confesor todos los pecados graves, puede tener un verdadero arrepentimiento de haber ofendido a Dios y a los hermanos, y recibir el perdón y la gracia sacramental sin tener intención de acusarse luego privadamente de los pecados graves no confesados. Ésta es mi opinión. Y, por supuesto, no es tan fácil determinar qué pecados en concreto se pueden considerar graves, cuando en la antigüedad hubo algún conato de reducirlos a tres precisamente en orden a la penitencia eclesiástica. Si sólo se establecen dos categorías de pecados: ales o graves y veniales o leves es muy difícil imponer como voluntad de Dios la acusación de todos los pecados graves. Otra cosa es dar algún signo externo de arrepentimiento en orden al sacramento.

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5. CÓMO SUPERAR ESTA DIFICULTAD

Hemos indicado anteriormente que la principal dificultad que ven muchos en la reconciliación de varios penitentes sin confesión individual previa proviene de las enseñanzas del Concilio de Trento. Los otros documentos, aunque urjan más que el mismo Trento la obligación de la confesión, no tienen el mismo rango dogmático. Ahora bien, un modo sencillo de resolver esta dificultad es decir que se trata de una norma disciplinar y no de una afirmación dogmática. De este modo, se pueden librar de escrúpulos los que teman ir contra una sentencia de un concilio ecuménico. Muchos cánones del Concilio de Trento y de otros concilios se han abandonado sin crear problemas. El primer Concilio ecuménico de Nicea (325) prohíbe rezar de rodillas los domingos o en los días de pentecostés y manda hacerlo de pie(22), y prescribe rebautizar y reordenar a los paulinianos que retornen a la Iglesia católica(23). El Concilio Lateranense IV, el mismo que prescribe la confesión y comunión cada año, manda que los cristianos se distingan por sus vestidos de los judíos y sarracenos(24). El Concilio de Trento condena a los que afirman que la misa debe celebrarse sólo en lengua vulgar o que no debe mezclarse agua con el vino que va a ofrecerse(25). Las prescripciones de los concilios están condicionadas por las costumbres y la mentalidad de una época, y no pueden aplicarse indiscriminadamente a todos los tiempos.

Una hermenéutica sana y elemental nos prohíbe también el conceder un valor absoluto e incondicional a los textos antiguos. Cuando el Concilio de Trento exige la acusación de todos los pecados para su perdón, además de oponerse a la doctrina de los protestantes, quiere indicar que la recta administración del sacramento exige el conocimiento del estado del penitente. Para poder retener o perdonar se exige el conocimiento de lo que se retiene o se perdona. Esto en términos generales. Pero, de aquí no se sigue que sea necesaria la acusación detallada de todos los pecados. Más que los pecados interesa el pecador, el estado de ánimo del penitente. Y nadie duda de que para esto es necesario que el fiel lo manifiesto de algún modo, que se reconozca pecador y pida perdón. Pero esto se puede manifestar de diversos modos. En la antigüedad, el inscribirse en el “orden de los penitentes" ya implicaba una confesión de los pecados, al menos de los más graves. La participación en una celebración penitencial ya es un signo de que se reconoce pecador, aunque no se especifiquen ni enumeren los pecados. En estas circunstancias, una confesión genérica puede incluso ser más aconsejable y más liberadora que la acusación detallada de todos los pecados.

Pero la posible dificultad que pudieran ofrecer los textos de Trento y los posteriores documentos del magisterio eclesiástico se resuelven mejor recurriendo a la historia y a la teología.

a) La praxis de la Iglesia antigua

Si repasamos un poco la historia de la penitencia eclesiástica de los primeros siglos, es difícil admitir que sólo se perdonan los pecados con la confesión íntegra del penitente y la absolución del sacerdote. Durante varios siglos la única penitencia sacramental que existía en la Iglesia no era un medio ordinario, sino más bien extraordinario, raro, excepcional, que sólo se concedía una vez en la vida. Y los seres humanos de aquellos tiempos pecaban, sin duda, más de una vez antes y después de haber recibido la penitencia eclesiástica. Pero era problema de pocos, porque "prácticamente, al menos desde el siglo V la mayor parte de los cristianos solamente podían recibir la reconciliación oficial sacramental, cuando iban a morir"(26). Y en esas circunstancias no se solía exigir una confesión completa de los pecados. No digo que estaban dispensados de la confesión íntegra, porque no existía tal precepto, sino que era suficiente manifestar los motivos y causas que le movían a pedir la reconciliación. Recordemos algunos datos esenciales de esta praxis.

1. En la Iglesia antigua, ya desde sus orígenes, existía una confesión general de los pecados, una exomológhesis en la que se pedía a Dios el perdón de los pecados antes de iniciar el culto. Era algo parecido a nuestro "confiteor "o acto penitencial con que hoy iniciamos la celebración eucarística". Pero no se trataba de una confesión sacramental.

2. Desde el siglo III por lo menos, existía también una confesión de los pecados al sacerdote o al padre espiritual en orden a corregir los vicios y practicar las virtudes. Se trataba de una dirección espiritual. Esta práctica se extendió mucho entre los monjes y ascetas, y se hacía a un maestro espiritual, aunque no fuese sacerdote. Tales confesiones, aunque se hicieran

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para humillarse y pedir consejo y aliento para su vida espiritual, no pertenecen al ámbito del sacramento. Algunos autores, como P. Galtier y J. Grotz defendieron que estas confesiones, cuando se hacían a los presbíteros, eran de orden sacramental(28), pero hoy esta opinión ha sido abandonada(29). Los documentos antiguos sólo hablan de una penitencia eclesiástica o canónica para los pecados graves. Más tarde, en los siglos V y VI no faltaron algunos cristianos fervorosos que pedían la penitencia eclesiástica aun sin tener pecados graves, pero esto debe considerarse más bien como una excepción(30).

3. Nadie niega que para poder recibir la penitencia canónica, y discernir sí el cristiano estaba obligado o no a ella, y para determinar la duración y obligaciones que debía cumplir era necesaria una confesión de los pecados o alguna manifestación de los motivos que le movían a pedir la penitencia pública. Pero esta confesión previa a la "entrada en la penitencia" no puede equipararse en modo alguno a la confesión detallada de todos los pecados, incluso internos, tal como impone el Concilio de Trento (Sess. XIV, can. 7; DS 1707). Sería un error histórico grave, puesto que las circunstancias y toda la forma de la celebración eran muy diversas.

Dada la dureza de las satisfacciones y las graves obligaciones que pesaban sobre el pobre penitente, de hecho se tendía a limitar lo más posible la lista de pecados que debían expiarse con la penitencia canónica. En general, aunque es preciso tener en cuenta las épocas y los lugares diversos, se tendía a reservar la penitencia para los pecados externos muy graves y escandalosos. Algunos quisieron reservarla a los tres pecados capitales (apostasía, homicidio, adulterios)31, pero esta orientación no prevaleció. Otros autores, por el contrarío, afirmaban que la Iglesia no podía reconciliar a los que hubiesen cometido tales pecados (Tertuliano, en su época montanista, y Novaciano).

Muchos de los pecados que exigían la penitencia canónica eran pecados públicos, por lo mismo, en comunidades pequeñas de cristianos, como eran las de los primeros siglos, apenas era necesario confesarlos por ser ya conocidos. Desde la conversión masiva de paganos al cristianismo, en la época constantiniana, las circunstancias cambiaron notablemente.

4. A los clérigos desde el siglo IV y a los monjes desde el siglo V les estaba prohibida la penitencia eclesiástica por su carácter infamante. ¿No habría para ellos ningún medio para el perdón de sus pecados? A esta conclusión habría que llegar si la confesión íntegra y la absolución del sacerdote fueran el único medio ordinario32.

5. El verdadero problema en la praxis de la penitencia antigua no era la confesión de los pecados, sino las obligaciones terribles que comportaba para toda la vida el someterse a la penitencia canónica. Por eso la rehusaban. Algunos autores hablan de la vergüenza de confesar los pecados(33), pero casi todos insisten en las dificultades que provienen de las satisfacciones y vida mortificada que comportaba la vida penitente. Debido precisamente a estas penitencias inhumanas, la penitencia eclesiástica en el siglo VI quedaba reservada casi sólo a las personas mayores o a enfermos en peligro de muerte.

Una conclusión se impone: es un error afirmar que la confesión individual y completa al sacerdote es el único medio para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. En la antigüedad, se practicó una forma muy diferente de celebrar la penitencia, que no se puede identificar con la confesión privada de nuestros días, y eran pocos los cristianos que la practicaban por su carácter extraordinario y excepcional. Innumerables santos y cristianos de la antigüedad nunca recibieron el sacramento de la penitencia. Los dos grandes sacramentos para la remisión de los pecados y la reconciliación eran el bautismo y la eucaristía.

b) La teología

1. Desde el comienzo de mi actividad sacerdotal me impresionó la conducta de Jesús para con los pecadores. Fue llamado "el amigo de publicanos y pecadores" (Lc. 7, 34) y les perdona generosamente siempre que encuentra un ser humano arrepentido. No pregunta cuántos ni cuáles pecados tiene, sino solamente exige fe y amor. Basta un gesto, una palabra de súplica para que Jesús perdone y absuelva: "Vete en paz, tu fe te ha salvado" (Lc. 7, 50; cf. Mt. 9, 22). "Se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho" (Lc 7, 47).

Para mí, los hechos y enseñanzas de Jesús son más vinculantes que los decretos del Concilio de Trento o de cualquier concilio. Y Jesús perdona a la mujer pecadora (Lc. 7, 36-50), a la mujer adúltera Un 8, 1 - 1 l), al buen ladrón (Lc. 23, 43) y enseña que el publicano volvió justificado a su casa con sólo gritar: "Señor, ten piedad de este pecador" (Lc. 18, 13). En la

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parábola del hijo pródigo, el padre misericordioso recibe con alegría al hijo menor, le perdona y celebra un banquete por haberlo recuperado vivo (Lc. 15, 11-32).

La pregunta que me he formulado mil veces al leer los Evangelios es ésta: ¿Nos exige Dios hoy más para el perdón de los pecados de lo que exigió Jesús? ¿Es menor hoy la misericordia de Dios? ¿Es más exigente su justicia y su santidad?

A todas estas preguntas hay que responder con un no rotundo. Lo que hizo Jesús, bien hecho está. Y Dios sigue perdonando generosamente, cuando encuentra en el ser humano las debidas disposiciones sin pedir cuentas exactas ni imponer condiciones difíciles. La necesaria mediación de la Iglesia es para ayudar, no para poner obstáculos al ser humano que se arrepiente y pide perdón.

2. Los teólogos han deducido la necesidad de la confesión íntegra de los oficios que ejerce el confesor: es juez y médico. Como juez debe conocer la causa para poder dar sentencia. Como médico tiene que conocer la enfermedad para poder sanarla.

Ya hemos indicado cómo debe entenderse la función de juez y que no se deben extralimitar las consecuencias en orden a la declaración de los pecados. Es preferible la imagen de médico, que cura y sana la enfermedad. De aquí se deduce la utilidad, la conveniencia y aun la necesidad de declarar los pecados para señalar el oportuno remedio. Se trata de una comparación y no de una imposición dogmática. En realidad, en el caso de pecados graves, ¿cuántos son los que piden consejo y siguen las orientaciones del confesor, sí sólo se presentan una vez al año? Los consejos y la dirección espiritual de ordinario los piden las personas piadosas, que no suelen tener pecados graves.

El médico ayuda al enfermo si éste le descubre sus dolencias y síntomas. Pero sí la obligación de declarar todos los pecados graves aleja de hecho al cristiano de recibir el sacramento, nada se adelanta en orden a su curación. Se apela a una función inexistente para imponer una obligación grave. Las consecuencias que se deducen de estas funciones para el penitente, también podrían exigirse con mayor rigor para el ministro. Como juez y médico debería poseer conocimientos no sólo de teología, sino también de psicología y de la vida espiritual para poder ayudar realmente a los que recurran a él. Si esto se exigiera como condición indispensable, tendría que disminuir mucho el número de confesores.

6. ORÍGENES DE LA CONFESIÓN DETALLADA DE TODOS LOS PECADOS

Hoy se inculca como un deber ineludible para el perdón de los pecados graves la confesión individual e íntegra de todos ellos. Esto da la impresión de que siempre existió esta obligación y, sin embargo, no fue así. Vamos a resumir, aunque ya lo hemos indicado en las páginas anteriores, cuál fue el origen de este precepto.

a) Orígenes remotos. Existía una confesión libre y espontánea al sacerdote o al padre espiritual de la que nos hablan ya en el siglo III Clemente Alej. y Orígenes(34). Pero esta confesión privada parece cierto que se orientaba a la dirección espiritual o a buscar los remedios más convenientes para el progreso en la virtud. A mi juicio, no era un sacramento.

b) Entre los monjes esta confesión privada se convirtió en praxis habitual para humillarse y pedir consejo al anciano o al maestro del Espíritu. A él le confiaban sus pecados y flaquezas y esperaban una palabra de aliento y orientación para su vida espiritual. San Basilio, San Benito y Casiano hablan de esta práctica como medio de aprovechamiento espiritual.

c) Orígenes próximos. Más cercana a nosotros, la penitencia tarifada, que se introdujo en el continente europeo a principios del siglo VII, fue la principal causa de la costumbre y de la obligación de declarar al ministro todos los pecados. En este sistema, promovido por los monjes de Irlanda que evangelizaron Europa, se suprimió la irrepetibilidad del sacramento de la penitencia y se estableció una sanción para cada pecado. A cada pecado correspondía una satisfacción concreta, y si se duplicaban o triplicaban los pecados, se multiplicaban en igual medida las sanciones. Esto impuso la necesidad de acusarse de todos los pecados e incluso del número de los pecados.

Como este sistema, aunque muy riguroso en cuanto a las satisfacciones impuestos, era más llevadero que la penitencia antigua, pronto se difundió por toda Europa. Pero, siendo tan rigurosas las sanciones por los pecados cometidos y multiplicándose según el número de los pecados, pronto se hizo inviable. Toda la vida no era suficiente para cumplir algunas

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penitencias. Por eso se introdujo muy pronto el sistema de compensaciones y redenciones, que mitigaba un poco la penitencia, pero no la obligación de acusarse de todos los pecados.

Poco a poco, se fue abandonando el rigor de las satisfacciones y se consideró como sustituto de las antiguas penitencias la acusación detallada de los pecados. La vergüenza que se siente en decir los pecados debía considerarse suficiente penitencia. Y así se inició una práctica de confesar los mismos pecados varias veces o a diversos confesores, porque de este modo era mayor la vergüenza y se hacía más penitencia. Algunas secuelas de esta costumbre han llegado hasta nuestros días: el acusarse de los pecados de la vida pasada, que todavía hoy practican muchos, se funda en dos motivos: 1) asegurar la materia del sacramento, cuando uno sólo se acusa de faltas o imperfecciones que no se pueden considerar verdaderos pecados; 2) renovar y estimular el arrepentimiento sincero al considerar los pecados de su vida pasada.

Cuando se introduce una costumbre litúrgica, generalmente se prolonga durante siglos y luego se procura justificar desde la Escritura y desde la teología. Es lo que ha ocurrido con la confesión de los pecados. Desde el siglo XIII prácticamente sólo quedó como forma ordinaria de la penitencia la confesión privada, incluso se llegó a llamar "confesión" a todo el proceso del sacramento de la penitencia. Cuando, en 1215, el Concilio de Letrán IV impuso la obligación de confesar y comulgar al menos una vez al año, la absolución se recibía antes de cumplir la penitencia y quedaba reducida al mínimo. Por eso los documentos de este tiempo inculcan la obligación de confesar todos los pecados graves. Esta tendencia se agravó en Trento, como reacción contra los protestantes, y así ha quedado hasta nuestros días. Quien omite el confesar un pecado grave por vergüenza o miedo, comete un tremendo sacrilegio. Ésta fue la educación que recibimos los que ya somos mayores y muchos de nuestros discípulos. Sólo el estudio de la historia de la teología y los grandes horizontes que abrió el Vaticano II nos pudieron librar de estos atavismos teológicos.

Hoy, la razón de seguir insistiendo en la confesión individual íntegra como único modo de obtener el perdón de los pecados me parece un anacronismo. En los seis primeros siglos, el sacramento de la penitencia no era un modo ordinario de obtener el perdón de los pecados, puesto que sólo se concedía una vez en la vida y para casos excepcionales. Se recibía menos veces que hoy la unción de los enfermos.

Pero, en concreto, más aún que la doctrina del Concilio de Trento, la razón de insistir tanto en este punto fue la publicación de las Normas pastorales, en 1972, (AAS 64(1972)510-514) por la Congregación para la Doctrina de la Fe, que exageraban y agravaban la doctrina de Trento. Estas Normas impidieron una mejor y más profunda renovación del sacramento de la penitencia, y siguen influyendo en nuestros días en su celebración. Hemos indicado que, a nuestro parecer, contienen un error histórico y teológico y, no obstante, han pasado al Nuevo Ritual de la penitencia, al Código de Derecho Canónico, al nuevo Catecismo de la Iglesia católica y a la exhortación apostólica "Reconciliación y penitencia" de Juan Pablo II(35). Esperamos que estas reflexiones sirvan para una investigación serena e imparcial y contribuyan a esclarecer la doctrina evangélica y a eliminar los obstáculos que se oponen a la renovación de la celebración penitencial en la Iglesia de hoy.

7. CONVENIENCIA PASTORAL

Desde hace muchos años, venimos defendiendo las grandes ventajas pastorales que tiene esta forma de celebración si llega a proponerse por la jerarquía como un modo ordinario de celebrar el sacramento(36). Creo que, litúrgicamente, es la forma más completa y perfecta, la más coherente, pues no se interrumpe una celebración comunitaria con la confesión y absolución individuales. Toda la comunidad participa en el acto con las oraciones, la escucha de la Palabra, el pedir perdón, el confesar en común las culpas y con la celebración del acto final de reconciliación y de acción de gracias. Esta forma de celebración no requiere muchos confesores, que es una de las dificultades de la Forma B (reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individuales). La Forma C (reconciliación de muchos penitentes con confesión y absolución generales), bien preparada, puede ser la forma ideal para las comunidades religiosas, seminarios, colegios de niños y niñas, grupos de ejercitantes, cursillos de cristiandad y de otros grupos que pasan unos días de retiro o de convivencia bajo la dirección de un sacerdote. Pero será también el modo más conveniente y de mayor impacto para el compromiso cristiano en las parroquias, si se tiene la debida preparación y catequesis previa. Sobre todo en

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adviento y en la cuaresma debería ser normal alguna de estas celebraciones, cuando lo autoricen las rúbricas.

Se ofrece incluso la posibilidad de espaciar cronológicamente el proceso penitencial en sus diversas fases:

1. Un día se dedica a la acogida, escucha de la Palabra de Dios, lecturas bíblicas con comentarios y examen.

2. Otro día puede consagrarse a profundizar el arrepentimiento y exigencias de la conversión. Se debe insistir en la necesidad de un propósito serio de enmienda, se hace la confesión individual o general y se indica una satisfacción adecuada que debe cumplirse antes de recibir la absolución.

3. En una tercera fase se congrega de nuevo la comunidad o el grupo para celebrar con alegría la reconciliación con la Iglesia. Es un plan utópico que sólo podrá realizarse con grupos pequeños y comunidades estables.

El que defendamos la posibilidad y conveniencia de esta forma de celebración (confesión general y absolución colectiva), no quiere decir que no apreciamos otros modos de recibir el sacramento y, en concreto, la confesión individual. Es una necesidad humana que responde a un anhelo profundo de reconocer y confesar los pecados a una persona de confianza y con poder de otorgar el perdón en nombre de Dios. Es una obligación ineludible el proporcionar a todos los fieles la posibilidad de la reconciliación sacramental individual. De esto hemos hablado en otra parte37 y mantenemos nuestro postura de que debe seguir subsistiendo este modo de celebración privada. No se trata de una alternativa, sino de una complementariedad. No debemos empobrecer el sacramento de la penitencia propugnando un solo modo de celebración. Cada una de las formas tiene sus valores existenciales propios que es preciso aprovechar para la vida cristiana de las comunidades

Notas al capítulo primero1. Dejaos reconciliar con Díos. Instrucción pastoral sobre el sacramento de la penitencia.

Conferencia Episcopal Española, Madrid 1989.2. Cf. Concilio de Agde (año 506) can. 15; CCL 148, 201; Concilio de Orléans (año 538)

can. 27; CCL 148A, 124.3. Canon 11; Mansi VI, 708.4. Sínodo de Chalon-sur Saône (ca 650),can. 8; CCL, 148A.5. Sacramentum paenitentiae. Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem

generali modo impartiendam, AAS 64 (1972) 510-514.6. La primera comisión la formaban: LÉCUYER, J. (presidente), HEGGEN, F. (secretario;

más tarde, al retirarse HEGGEN, fue secretario NICOLASCH, F., ALSZEGHY, Z., ANCIAUX, C., FLORISTÁN, P. C., KIRCHGASNER, A., LIGIER, L, RAHNER, K., VOGEL, C. Todos muy conocidos y autores de libros importantes sobre la penitencia, como VOGEL, C., ANCIAUX, R, RAHNER, K., LIGIER, J., etc.

7. La segunda comisión la componían: JOUNEL, R (presidente), SORROCORNOLA, F., (secretario), GRACIA, J. A., VISENTIN, R, MEYER, H., DONOVAN, K., PASQUALETTI, G.

8. IMBACH, J., Perdónanos nuestras deudas, Santander 1983, p. 177.9. Existen muchos artículos sobre el sentido de estas expresiones en el Concilio de Trento.

Citemos algunos: FRANSEN, P., Réflexions sur L´anathème au concile de Trento, ETL 29, 1953, pp. 657-672; MARRANZINI, A., Valore del “anathema sit" nei canoni tridentini, Ras. Teol. 9, 1968, pp. 27-33; VORGRIMLER, H., Das Busssakrament iuris divini?, Diakonía 4/5, 1969, pp. 257-266; RAHNER, K., Sobre el concepto de "ius divinum" en su comprensión católica, Escritos de Teología V, pp. 247-273; BECKER, K. J., Die Notwendigkeit des vollstandigen Bekenntninisses in der Beichte nach dem Konzil von Trient, Theol. und Philos, 1972, p. 47; AMATO, A., I pronunciamenti tridentini sulla necessitá della confesione sacramentaria nei canoni 6-9 della sessione XIV (25 novembre 1551), Las-Roma, 1974; NICOLAU, M., "Jus divinum" acerca de la confesión en el ConciIio de Trento, RET. 32 1972, pp. 419.439; PETER, J., Dimensions of Jus divinum in Roman Catholic TheoIogy, Theol. Stud. 34 1973, pp. 227-250.

10. Edit. Weimar, 10, 3, 61-64.11. Weimar, 2. 645, 16; Weimar 8a, 58, 5.

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12. Véanse cc. 8 y 9 (DS 1708 y 1709); capít. 5 (DS 1679-1680), etc.13. Antes de Trento el Papa Martín V exige la integridad de la declaración de los pecados

a los partidarios de Hus y de Wiclef (DS 1260); en el Concilio de Florencia se incluye esta doctrina en el decreto “Pro Armenis" en 1439 (DS 1325).

14. Véase la obra de ESCUDÉ, J., La doctrina de la confesión íntegra desde el Concilio de Letrán hasta el Concilio de Trento, Barcelona, 1967; LOZANO ZAFRA, J. E., La integridad de la confesión, ¿precepto positivo divino o norma eclesiástica?, Roma, 1977; Do Couto, J. A., De integritate confesionis apud patres concilii tridentini, Romae 1963; FERNÁNDEZ, D., El Sacramento de la reconciliación, Edicep, Valencia, 1977, pp. 259-275, XXX Semana Española de Teología, El Sacramento de la penitencia, CSIC, Madrid, 1972, con diversos estudios sobre la confesión de los pecados en el Concilio de Trento.

15. Cf. GIL DE LAS HERAS, Carácter judicial de la absolución sacramental según el Concilio de Trento, Burgense 3, 1962), pp. 151-153.

16. DELFINO, Fr. ANTONIO Cf. CT, edic. Görres, 6,1.70. Véase además la nota interesante de COLLANTES, J., La fe de la Iglesia católica, Madrid, 1983, p. 724 nota 94.

17. Pueden verse numerosos textos en la obra de VOGEL, C., El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Barcelona, 1968. Rara vez se alude a la vergüenza de confesar los pecados. El mismo hecho de hacer penitencia publica ya era una manifestación de su condición de pecador. Así dice Cesáreo de Arlés: "el que no tuvo vergüenza de cometer pecados que hay que reparar con la penitencia, que no la tenga tampoco de hacer ésta," (Sermo 65; PL 39, 2223)

18. Cf. FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 262 ss, donde recogemos las principales causas y los hechos históricos en los que la Santa Sede ha concedido esta dispensa de la acusación de los pecados. Algunos casos más se recogen en el documento de la primera Comisión del "Consilium ad exequendam Constitutionem de sacra Liturgia ", Coetus XXIII bis, del 16.3.1968, pp. 38 ss.

19. ALSZEGHY, Z., Problemi dogmatici della celebrazione penítenziale comunitaria, Greg 48 (1967) 577-587. De este escrito y de su posición ya nos ocupamos en nuestro artículo: Renovación del sacramento de la penitencia. Nuevas perspectivas en "Pastoral Misionera", sept.-oct. 1967 nº 5, pp. 54-71.

20. ALSZEGHY, Ibíd., pp. 580-581. 21. Ibíd., p. 584.22. Canon 20; Concil. Ecum. Decreta, edit. Alberigo, Herder Freiburg 1962, p. 15.23. Canon 19; Ibid., p. 14.24. Const. 68; Ibid., p. 242.25. Sess. XXII, canon 9; DS 1759.26. RAMOS-REGIDOR, J., El sacramento de la penitencia, Salamanca, 1975, p. 203; VOGEL,

C., Fl pecador y la penitencia en la Iglesia antigua: "Entrar en penitencia equivalía a firmar su sentencia de muerte civil. Por eso, desde fines del siglo V, la orden de los penitentes quedaba en desuso, y la indiferencia por ella iría en aumento" (p. 85).

27. Didaché 4,14; 14,1 (D. RUIZ BUENO, Padres apostólicos, BAC nº 65, Madrid, pp. 82; 91).

28. GALTIER, R., L'Église et Ia rémission des péchés aux premiers siècles, Paris 1932; Idem, L'Église et la rémission des péchés aux premiers siècles. A propos de la pénitence primitive, RHE 30 (1934) 797-846; Ictem, Aux origines du Sacrement de pénitence, Roma 195 1; GROTZ, J., Die Entwicklung des Buss-stufenwesen in der voriccänischen Kirche, Freiburg, 1955.

29. La opinión de que en la antigüedad nunca existió una penitencia sacramental privada distinta de la canónica o pública es hoy la opinión más común. Pueden citarse a su favor VOGEL, C., RAHNER, ANCIAUX, K. P., ALSZEGHY, Z, BADA, J., ADNÉS, P., SCHMAUS, M., CARRA DE VAUX SAINT-CYR, RONDET, H., RAMOS-REGIDOR, etc.

30. VOGEL, C., escribe: "Algunos cristianos virtuosos se hacían penitentes aun sin haber pecado gravemente. Esta práctica, por paradójica que pueda parecer a primera vista, se explica muy bien, según veremos después". En El pecador y la penitencia, p. 57.

31. Se suele citar como favorable a esta opinión a San Paciano, Paraenesis ad paenitentiam, cap. 5; PL 13, 1804. Pero de este texto no se puede deducir que Paciano limitase la penitencia pública a estos tres pecados.

32. Sobre la penitencia de los clérigos y monjes pueden verse algunas indicaciones en mi obra El sacramento de la Reconciliación, Valencia, 1977, pp. 137-141.

33. Así, por ejemplo, San Paciano entre los autores más antiguos: "Mi llamamiento se dirige, pues, en primer lugar a vosotros, hermanos, que rechazáis la penitencia por los pecados; a vosotros... que no os ruborizáis de pecar y os ruborizáis de confesaros" (op.cit. cap. 6; PL 13, 1085).

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34. Cf. FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 143-147. Los textos de los autores antiguos sobre la penitencia se encuentran en la obra de KARP, H., La pénitence. Textes et Commentaires des origines de I'ordre pénitentiel de I’Église ancienne, Neuchatel, 1970.

35. Rit. de la Penit. nn. 31-34; CIC, cc. 960-963; Rec. y Penit. Nº 32; Cat. IgI. Cat. nn. 1484; 1497.

36. Cf. FERNANDEZ, D., Renovación del sacramento de la penitencia, Pastoral Misionera 4(1967)45-59; 5(1967)54-71; Idem, Nuevas perspectivas sobre el sacramento de la penitencia, Valencia, 1971, pp. 147-155; Idem, El sacramento de la reconciliación, Valencia, 1977, pp. 293-299.

37. El sacramento de la reconciliación, pp. 303-305.

CAPITULO II

¿HAY OBLIGACIÓN DE CONFESARINDMDUALMENTE LOS PECADOS GRAVES

DESPUÉS DE HABER RECIBIDO UNAABSOLUCIÓN GENERAL?

Es ésta una cuestión que se proponen con mucha frecuencia los sacerdotes y los fieles, y conviene tratarla por separado: ¿Por qué confesar los pecados ya perdonados en una celebración comunitaria? ¿Cómo se justifica esta obligación impuesta por la Iglesia?

Desde un principio, esta norma ha sido objeto de discusión. La Instrucción pastoral de los obispos españoles le dedica gran atención y procura justificar esta norma disciplinar no sólo desde la norma, sino desde la esencia del sacramento (cf. nn. 63 y 64). Es muy loable este esfuerzo y el buscar las razones profundas que parecen exigir la confesión íntegra personal al sacerdote, aun después de haber recibido el perdón de los pecados en una celebración comunitaria. Algunas de las razones que presenta este documento me parecen poco convincentes, por ejemplo: cuando habla de la necesidad de la mediación de la Iglesia o de la necesidad de manifestar externamente la conversión, como si estos elementos no se dieran de un modo más perfecto en una celebración comunitaria. Otras razones ofrecen una fundamentación teológica mejor. Pero no vamos a ocuparnos ahora de ellas.

I. Es preciso reconocer que las normas actuales imponen a los fieles la obligación de confesar luego personalmente todos los pecados graves no confesados aún: "Quienes reciban la absolución general con una confesión genérica solamente deben estar dispuestos a confesar individualmente, a su debido tiempo, los pecados graves que en las presentes circunstancias no han podido confesar" (Rit. Penit. nº 33).

"Aquellos a quienes se les han perdonado pecados graves con una absolución común acudan a la confesión oral, antes de recibir otra absolución general, a no ser que una justa causa se lo impida. En todo caso están obligados a acudir al confesor dentro del año, a no ser que exista una imposibilidad moral".

La razón de esta norma es que "también para ellos sigue en vigor el precepto por el cual "todo cristiano debe confesar a un sacerdote individualmente, al menos una vez al año, todos sus pecados, se entiende graves, que no hubiese confesado en particular" (Rit. Pen. nº 34).

El canon 963 del nuevo Código endurece más aún esta obligación diciendo que debe hacerse "cuanto antes": “quedando firme la obligación de que se trata en el canon 989, aquél a quien se le perdonan los pecados con una absolución general debe acercarse a la confesión individual lo antes posible ("quam primun”) antes de recibir otra absolución general, de no interponerse causa justa" (c. 963).

II. Éstas son las normas actuales. Hay que añadir que esta cláusula, que impone la obligación de la confesión, se viene repitiendo desde la Edad Media: si alguien recibe la absolución sacramental sin la confesión de sus pecados por peligro de muerte, por grave enfermedad, por la multitud de los penitentes o por cualquier otra causa que lo impida, pasado

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el peligro, el fiel está obligado a hacer la confesión individual. Pero notemos dos cosas importantes:

a) Estos casos de urgencia (tiempo de guerra, peligro de muerte, moribundos, imposibilidad física o moral) presentan un cuadro litúrgico muy distinto al de una celebración penitencial comunitaria bien preparada y desarrollada sin prisas bajo la dirección de un sacerdote.

b) En la antigüedad, cuando un enfermo con peligro de muerte pedía la reconciliación -caso muy frecuente- se le concedía sin dificultad. Si sanaba, lo que se le exigía no era la confesión íntegra de sus pecados, sino la penitencia eclesiástica que establecían los cánones, que era lo difícil.

No creemos, por consiguiente, que se puedan equiparar los casos de urgencia de los siglos pasados con los fieles que hoy asisten voluntariamente a una celebración penitencial comunitaria en cuanto a sus obligaciones posteriores.

Para mayor claridad nos vamos a limitar al caso de los fieles que participan en una celebración comunitaria (forma C: reconciliación de muchos penitentes con confesión genérica y absolución comunitaria). ¿Por qué se impone a estos fieles la obligación de una confesión individual posterior "a su debido tiempo", o "cuanto antes" (c. 963) y, en todo caso, "antes de recibir otra absolución general"?

Esta norma está suponiendo que tales celebraciones sólo pueden admitirse en casos de urgente y grave necesidad, o en circunstancias excepcionales, por razón de la multitud de fieles que podrían verse privados del sacramento por falta de sacerdotes. No es esto lo que piden los teólogos y los pastoralistas. Se trata más bien de que puedan celebrarse también en otras ocasiones dichas celebraciones bien preparadas y sin los problemas que originan las prisas y las multitudes, como un modo de vivir y celebrar la reconciliación eclesial.

1. No se puede poner en duda que los fieles que participan con las debidas disposiciones en tales celebraciones reciben el perdón de sus pecados.

2. Por lo mismo, la confesión posterior no es para que se le perdonen los pecados, sino que se puede interpretar como signo o expresión de su conversión sincera. Podría aconsejarse al que la desee, pero no imponérsela.

3. Una cosa es la disciplina eclesiástica y otra la teología. Ambas debieran ir de acuerdo, pero no siempre lo van. Las normas actuales parten del presupuesto de que la obligación de declarar todos los pecados graves al sacerdote para poder obtener el perdón de los pecados es un precepto divino, proclamado solemnemente en el Concilio de Trento. Ya hemos visto que este presupuesto es falso.

4. También se da como presupuesto que la confesión es parte integrante y esencial del sacramento de la penitencia, por eso no se cree posible prescindir de ella. Pero se identifica la confesión del penitente con la acusación individual y completa de todos sus pecados graves al sacerdote, y esta segunda parte no es exacta ni verdadera. El reconocerse pecador ante Dios y ante la Iglesia puede revestir formas diversas.

5. Sería muy deseable que cambiasen estas normas cuanto antes, pero, como tales disposiciones existen, hoy por hoy hay que respetarlas y atenerse a ellas.

6. Como estas disposiciones, aunque no las juzguemos acertadas, existen, los teólogos y los obispos en la Instrucción pastoral, en vez de cuestionar su fundamente teológico, lo que hacen es buscar una explicación aceptable de las mismas. Debo confesar que en las "Orientaciones doctrinales" de los obispos españoles añadidas al Ritual de la penitencia, han dado una explicación bastante satisfactoria (nº 64 y 80): "La confesión de los pecados -afirman- es una parte importante del proceso normal de la reconciliación y, como tal, hay que valorarla; en el caso de absolución general puede ser posterior a la absolución, sin que por ello deje de tener su sentido penitencial" (nº 64 p. 37).

"La confesión de los pecados, como elemento personalizador de la celebración de la penitencia, es la parte de este sacramento sobre la cual ha versado, de hecho durante siglos, preferentemente la atención pastoral. De ahí que sea necesario hacer un esfuerzo inteligente para que recupere el sitio que le corresponde en el conjunto" (Ibíd). Es decir, que la acusación de los pecados y la absolución no se conviertan en los únicos elementos del sacramento. Se le

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ha dado excesiva importancia en la pastoral y se le sigue dando en las disposiciones eclesiásticas.

Y, refiriéndose expresamente a esta confesión posterior a una celebración comunitaria, dicen: "El sentido de esta confesión no es el de obtener el perdón de los pecados, sino el de un acto penitencial expresivo de su conversión y la petición de ayuda e iluminación al ministro del sacramento para su situación concreta" (nº 80 pp. 45-46). Y advierten con toda razón:

"La eficacia sacramental de esta forma de reconciliación no está condicionada a la posterior confesión del penitente, aunque éste debe estar dispuesto a hacerla, si tiene conciencia de haber cometido pecados graves." (nº 76 p. 44).

Todo esto parece muy razonable y justo desde la situación real en que nos encontramos con unas normas dadas por la Santa Sede, pero lo más razonable sería que cambiasen dichas disposiciones en una legislación posterior. Desde este punto de vista -desde el hecho indiscutible de la obligación posterior impuesto por las leyes canónicas- hay que juzgar el esfuerzo de la nueva Instrucción pastoral para justificar estas normas desde la teología y desde la pastoral (cf. nº 63-64).

1. ¿POR QUÉ NOS PARECE QUE LO MÁS JUSTO Y RAZONABLE SERÍA CAMBIAR LA LEGISLACIÓN?

a) La cuestión de fondo es ésta:

1. ¿Existe un precepto divino de declarar todos los pecados al sacerdote para recibir el perdón? Ya hemos dicho que no existe tal precepto.

2. ¿Es la confesión de los pecados parte integrante y esencial del sacramento de la penitencia?

Se puede responder afirmativamente, pero la confesión de los pecados, que es un acto de fe y de esperanza del perdón, no debe identificarse con la obligación de declarar al ministro todos los pecados mortales no confesados. Hay muchos modos de confesar los pecados ante Dios y ante la Iglesia. Las lágrimas son un lenguaje más elocuente que las palabras. El vestirse de saco y el cilicio, o cubrirse la cabeza con ceniza y pedir las oraciones de los fieles a la puerta de la iglesia era una confesión impresionante de sus pecados ante toda la comunidad eclesial. El participar hoy en un acto penitencial y pedir a Dios y a los hermanos perdón por sus pecados es una confesión suficiente y más llena de sentido religioso y eclesial que la confesión secreta al sacerdote.

3. ¿Tiene ventajas pastorales la confesión secreta al sacerdote? Sin duda las tiene, y muchas. Pero conviene distinguir:

* Para muchos es una necesidad y un alivio el poder liberarse de la conciencia de pecado confesándolo al sacerdote y recibiendo la absolución. En una confesión personal se puede encontrar alivio, paz y consuelo. Sería pernicioso suprimir o abandonar esta práctica.

* Para muchos otros, la obligación de tener que confesar sus pecados al sacerdote es un impedimento que los aleja del sacramento. Para muchos se convierte en pesadilla, en un tormento. A muchos les ha creado neurosis y enfermedades psíquicas. Cerrar los ojos a estas realidades no es honesto.

Por estos motivos yo pienso que la confesión de sus pecados al sacerdote como representante de la Iglesia en orden a la reconciliación sacramental es algo muy bueno y aconsejable: ayuda a un examen serio, a profundizar el arrepentimiento, a comprometerse más personal y existencialmente a la enmienda, puede recibir aliento y ánimo para superar las dificultades que encuentra en su vida cristiana y muchas otras ventajas.

Pero imponer esta confesión de todos los pecados como obligatoria, creyendo que de otro modo no hay perdón posible y olvidando los graves daños que ha ocasionado esta ley, lo considero injusto y perjudicial para las almas. No debe olvidarse que hay muchos medios y

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formas de expresar externamente el arrepentimiento y de reconocerse pecador ante la Iglesia y ante Dios, cuya reconciliación pide y desea.

b) Desde estos presupuestos ya podemos responder más en concreto a la pregunta que nos proponíamos al principio:

1 . Nos parece más justo y razonable suprimir la obligación de la confesión posterior a la absolución sacramental comunitaria, porque lo que Dios ha perdonado lo perdona para siempre. El cristiano que asiste a una celebración penitencial comunitaria, si tiene las debidas disposiciones, recibe plenamente el perdón y la reconciliación con Dios y con la Iglesia. Ha cumplido todas las condiciones que exige el sacramento de un modo más completo que en la confesión privada. ¿Por qué imponerle nuevas obligaciones? Basta con que se comprometa a cumplir la satisfacción que se impone por los pecados, en orden a una más plena configuración con Cristo. A lo sumo, podría pensarse que la “confesión general" de estas celebraciones fuera más expresiva.

2. Porque no existe un precepto divino o una obligación de iure divino de declarar todos los pecados graves al sacerdote. Esto tiene otra consecuencia importante. Cuando se dice que no puede haber verdadera contrición, si no incluye el propósito de confesar luego todos los pecados, sólo es verdad en el supuesto de que exista un precepto divino de confesar todos los pecados graves al sacerdote, cosa que negamos. De este modo, desaparece también el excesivo rigor del canon 962 -difícilmente admisible desde el punto de vista teológico- que impone el propósito de la confesión posterior como condición para la validez de la absolución sacramental.

3. La confesión, que es expresión de la verdadera conversión, se salva suficientemente en el conjunto de la celebración comunitaria, que incluye expresamente una confesión genérica de los pecados. Si esto se creyera insuficiente, podría retocarse un poco el rito de esta celebración, pero no obligar a una confesión posterior.

4. El sacerdote siempre debe estar dispuesto y disponible para recibir a los fieles en privado y para cumplir su misión en el espíritu de Jesús. Esta misión que debe ejercer el sacerdote como padre, como médico, como maestro de todos los que recurran a él, no justifica que se imponga como obligación a todos los cristianos la acusación de todos los pecados graves, aun a aquellos que ya han sido reconciliados con Dios y con la Iglesia.

CAPITULO III

PENITENCIA Y EUCARISTÍA

No es frecuente hablar hoy de la eucaristía como de un sacramento para el perdón de los pecados. Quizá, debiéramos decir que no ha penetrado suficientemente en el pueblo y en la catequesis corriente, porque en los últimos años diversos autores se han ocupado de esta cuestión(1). Los autores antiguos e incluso medievales, por el contrario, dieron mucha importancia a este aspecto de purificación y propiciación de la celebración eucarística. También el Concilio de Trento se vio obligado a proclamar el carácter propiciatorio del sacrificio de la misa, que perdona los pecados y los crímenes, por grandes que sean, a los que participan en él con verdadero espíritu de contrición y penitencia(2). Esto lo dijeron en la sesión XXII, tratando de la eucaristía, para rechazar la doctrina de los protestantes que afirmaban que la misa ni es un sacrificio ni una oblación por los pecados. Para ellos es solamente una memoria de la cena del Señor, la conmemoración del sacrificio de la Cruz. Es el testamento y la promesa del perdón de los pecados. Pero la misa, en tanto que sacrificio, no aprovecha ni a los vivos ni a los muertos(3).

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Se comprende que estas negaciones movieran a los Padres conciliares a ratificar el valor perdonador del sacrificio de la misa. Pero la cuestión no puede limitarse al sentido de los textos del Concilio de Trento. En el siglo XVI se había perdido mucho del valor que los antiguos atribuían a la eucaristía como sacramento de reconciliación y de perdón de los pecados. En los tiempos antiguos en que la penitencia sacramental era una excepción, el gran sacramento del perdón para los pecados ordinarios de la vida después del bautismo era la eucaristía. Sólo más tarde el sacramento de la penitencia fue suplantando en esta función del perdón a los demás sacramentos.

Recordemos que durante la Edad Medía una de las formas eclesiales de penitencia y de recibir el perdón fue la peregrinación penitencial. Fue un medio oficial de obtener el perdón que duró desde el siglo IX hasta el XII más o menos(4). Pero, aunque sin carácter oficial, el peregrinar para hacer penitencia por los pecados había comenzado mucho antes. Y cuando en el siglo V o VI los peregrinos llegaban a Roma o Jerusalén o a otros lugares de peregrinación, participaban en la eucaristía porque se consideraban suficientemente perdonados, y la eucaristía sellaba este perdón y reconciliación. ¿Recibían estos peregrinos también antes de participar en la eucaristía el sacramento de la penitencia u otro rito de reconciliación? Antes del siglo VII ciertamente no recibían la penitencia eclesiástica sacramental. Los textos antiguos nunca nos muestran a los peregrinos pidiendo o recibiendo la absolución sacramental para poder participar en los divinos ministerios. Consideraban más bien que la peregrinación era suficiente penitencia y disposición conveniente para el perdón. La eucaristía era "la pascua del peregrino" y, por lo mismo, el signo de la reconciliación y liberación del pecado(5).

1. LA SAGRADA ESCRITURA

¿Podemos descubrir el carácter de reconciliación de la eucaristía en la misma Sagrada Escritura? Todos los relatos sinópticos de la institución de la eucaristía (Mt. 26, 21-25; Mc. 14, 1821; Lc 22, 21-23) nos hablan claramente de la "sangre derramada para el perdón de los pecados", o "derramada por muchos" o "por vosotros". El mismo Juan Un. 6, 51-58) alude varías veces al pan que les dará que "es su carne para la vida del mundo" (6, 5 l). El relato más antiguo de Pablo (1 Cor 1 1, 23-26) menciona el "cuerpo que se entrega por vosotros". No queremos desarrollar este punto, sino sólo recordar que los relatos actuales de la institución de la eucaristía la presentan sin duda como un sacramento para el perdón de los pecados.

Algunos han querido leer esta misma idea en las comidas que Jesús tenía con los publicanos y pecadores, y en las que se habla del perdón de los pecados: el banquete dado por Leví a Jesús y a sus discípulos (Lc 5, 29), la comida en casa de Zaqueo (Lc 19, 1-10), el perdón de la mujer pecadora durante la comida en casa de Simón el fariseo (Lc 7, 36-50), la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), etc. Tal como están redactados estos relatos parecen aludir a la celebración eucarística de las primeras comunidades, y pudieran ser un indicio -no una prueba- de que las comidas fraternas de los primeros cristianos recordaban también el perdón de los pecados.

2. LA IGLESIA ANTIGUA

¿Qué nos dicen los textos de los Santos Padres y las liturgias antiguas orientales u occidentales sobre la eucaristía como sacramento del perdón?

1. Respecto de la liturgia nos limitamos a recoger algunos datos del estudio de A. Tanghe en Irénikon: Los teólogos tendrán que explicar cómo produce la eucaristía estos efectos, pero no cabe duda de que en los sacramentarios leoniano, gelasiano y gregoriano se habla de que la eucaristía es la remisión de los pecados (absolutio, venia, liberatio), limpia y purifica el alma (purgatio, mundatio, purificatio), es satisfacción de la injuria hecha a Dios (expiatio, satisfactio), ella deja nuestra alma sana y santa (santificatio, sanitas, salus) (6).

En el siglo IX un concilio de Rouen prescribe esta fórmula para el momento de la comunión: "Que el cuerpo y la sangre del Señor os aproveche para el perdón de los pecados y para la vida eterna"(7).

En el sacramentario de Verona, que se fue componiendo entre los siglos IV y VI, se habla con frecuencia de la eucaristía como medicina y remedio contra el pecado que expía y purifica nuestras culpas. Y eso se dice, no de una celebración previa, sino de la misma celebración eucarística. Citemos un ejemplo:

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"Perdona, Señor, te suplicamos, nuestras iniquidades y, para que merezcamos recibir tus dones haznos amar la justicia"(8).Incluso en muchas oraciones después de la comunión del actual misal romano se pide que

la eucaristía nos libre de nuestros pecados y nos haga partícipes de la vida eterna.En la liturgia sirio-oriental, desde hace siglos hasta hoy, se ha utilizado la siguiente

fórmula para dar la comunión: El cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo para el piadoso fiel N. N. para el perdón de sus pecados; la sangre de Cristo para el perdón de sus pecados y para la vida eterna(9). No cabe duda que estas fórmulas expresan una convicción y una teología.

2. Los textos de los Santos Padres que hablan del poder purificador y perdonador de la eucaristía son mucho más abundantes. Se impone una selección de autores y de citas.

Uno de los autores que más insiste en este carácter es San Ambrosio de Milán (333-397). Tiene toda una serie de testimonios inequívocos sobre el poder purificador y perdonador de la eucaristía. Y como no ignora que el ser humano cae continuamente en pecado, comenta:

"Si cada vez que se derrama su sangre, se derrama para el perdón de los pecados, tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre un remedio”(10).

San Ambrosio no podía ofrecer como remedio para los pecados frecuentes el sacramento de la penitencia, porque en su tiempo sólo se recibía una vez en la vida y se reservaba para los pecados más importantes. Por eso recurre a la eucaristía como el gran medio para librarnos de nuestros pecados:

"Cada vez que bebes, recibes el perdón de los pecados y te embriagas con el Espíritu"(11). Y un poco antes había dicho: "El que comió el maná, murió; el que coma de este cuerpo, obtendrá el perdón de sus pecados y no morirá jamás"(12).

Un autor, que ha hecho un estudio detallado sobre San Ambrosio de Milán, concluye:

"Para San Ambrosio la eucaristía lleva en sí misma una fuerza redentora capaz de perdonar los pecados. Se ofrece en remisión de los pecados y, cada vez que recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, se nos comunica el perdón de los pecados"(13).

En el Oriente Teodoro de Mopsuestia (428) enseña la doctrina común de que la eucaristía perdona los pecados cotidianos y de fragilidad, pero luego se refiere también a los grandes pecados que deberían someterse a la penitencia canónica. Y también de éstos afirma:

"Diré sin vacilar que, si uno ha cometido esos grandes pecados, pero decide abandonar el mal y entregarse a la virtud siguiendo los preceptos de Cristo, participará en sus misterios, convencido de que recibirá el perdón de todos sus pecados"(14).

Citemos finalmente un texto de San Cirilo de Alejandría (444):

"Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer, ¿quién conoce sus delitos?, dice el salmo, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que vivifica para la eternidad? Tomad entonces la decisión de vivir mejor y de forma más honrada, y participad luego en la eulogía creyendo que ella posee la fuerza, no sólo de preservaros de la muerte, sino incluso de las enfermedades”(15).

Aunque más tardío, nos parece también interesante este testimonio del abad Pimeno, que recoge un manuscrito siríaco de la Biblioteca Nacional de París:

“El abad Pimeno decía... Los pecados cometidos antes del bautismo se perdonan por el bautismo purificador, según se ha dicho: ‘Haced penitencia y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados.’” (Hch 2, 38)

Los pecados cometidos después del bautismo se perdonan por los santos misterios del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor: "Éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre, que se rompe y

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se derrama para el perdón de los pecados". Se perdonarán de la manera siguiente: si se trata de pecados que la Escritura Santa condena severamente y tan grandes que San Pablo ordena apartar del Reino de los cielos a quienes los cometan, esos pecados se perdonan cuando, después de cierto tiempo de (penitencia) bajo el saco y la ceniza, según las leyes y los cánones impuestos a los transgresores por los superiores, se recibe la comunión con el corazón lleno de pena por sus transgresiones. Pero si se han cometido algunas faltas con los hermanos y si con toda humildad se hace una metania(16), pidiendo perdón con arrepentimiento, inmediatamente Dios perdona, pues ha dicho: "Vete a reconciliarte con tu hermano"; y "Perdona y se te perdonará"(17).

Distingue aquí el autor tres modos de perdón de los pecados: a) los cometidos antes del bautismo; b) Los pecados graves cometidos después del bautismo; c) las faltas leves que cometemos cada día. Sólo la segunda categoría puede ofrecer dificultad. Si se trata de aquellos pecados que, según San Pablo, excluyen del Reino de los cielos, hay que hacer penitencia según los cánones. Aquí se refiere el autor, sin duda, a la penitencia eclesiástica antigua. Pero lo interesante de este texto es que el verdadero perdón y la verdadera reconciliación no la atribuye a las obras de penitencia, ni a la absolución del sacerdote, sino que "se perdonan cuando se recibe la comunión" con el corazón lleno de pena por sus transgresiones. No es el rito de la penitencia lo que hace resaltar el autor, sino la recepción de la eucaristía, a la que concede el poder de perdonar y purificar los pecados.

Terminemos esta serie de testimonios con dos autores medievales. Gregorio de Bérgamo (1146) dice con toda nitidez:

"Por este sacramento, si lo recibimos piadosamente, obtenemos, sin duda alguna, el perdón de los pecados y nos unimos a Cristo comiendo su carne y bebiendo su sangre"(18).

Santo Tomás, en cambio, no oculta que quien recibe la eucaristía en pecado mortal no recibe el perdón de sus pecados, porque tiene un impedimento para recibir el efecto de este sacramento. Pero esto no significa que niegue que la eucaristía, por sí misma, posea la virtud de borrar todos los pecados:

"Respondo diciendo que la virtud de este sacramento se puede considerar de dos modos: En primer lugar, en sí misma, y de este modo este sacramento tiene el poder de perdonar todos los pecados por la pasión de Cristo, que es la fuente y la causa del perdón de los pecados"(19).

La otra consideración se refiere al sujeto que lo recibe, quien puede poner impedimentos para que esta eficacia sacramental logre su efecto en el sujeto. Una cosa puede quedar clara: desde la antigüedad existe una teología que atribuye a la recepción del cuerpo y de la sangre de Cristo el efecto de borrar toda clase de pecados. En los autores antiguos, los indignos de recibir el sacramento no son los pecadores comunes, sino más bien los que no tienen fe, los que no disciernen el cuerpo del Señor, porque entonces comen y beben su propia condenación (cf. 1 Cor. 11, 29). Hoy podríamos repetir las frases de la Expositio officiorum Ecclesiae, un libro antiguo de la Iglesia siria:

"Algunos no han comprendido que la comunión es dada a los pecadores para el perdón de los pecados"(20).

3. CONCILIO DE TRENTO

No negamos la importancia de la doctrina del Concilio de Trento, pero tampoco hay que considerarla como la última palabra. El Concilio duró 18 años y trató de la eucaristía y de la penitencia en sesiones distintas. Entre las sesiones XIV (1551) y la sesión XXII (1562) median más de diez años: habían cambiado el Papa y varios obispos y teólogos. Los problemas que se intentaban resolver en estas sesiones también eran distintos, por lo mismo, nadie debe maravillarse de que haya aspectos y matices distintos entre los textos del mismo Concilio.

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En la sesión XIII, capítulo 7 (DS 1647) el Concilio se pronuncia sin vacilación sobre la necesidad de "confesarse" antes de recibir la comunión, si el fiel tiene conciencia de pecado mortal:

"La costumbre de la Iglesia prueba que este examen es necesario a fin de que todo ser humano, si tiene conciencia de pecado mortal, no se acerque a la Sagrada eucaristía, por muy contrito que se considere, sin una confesión sacramental previa. El santo Concilio ha decretado que esto han de observarlo siempre todos los cristianos, incluso los sacerdotes que están obligados por oficio a celebrar, supuesto que no les falte confesor. Pero, en caso de que el sacerdote, por una necesidad urgente, celebrara sin previa confesión, debe confesarse cuanto antes."

Esta norma tan clara y tan repetida en los siglos siguientes no resuelve todos los casos. Hay que tener en cuenta otros textos del Concilio para ver el conjunto de la doctrina. Diez años más tarde, hablando precisamente del sacrificio de la misa en la sesión XXII, capítulo 2 (DS 1743) afirma:

"Enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio y que por él se hace que obtengamos misericordia y hallemos gracia para ser socorridos oportunamente, Hebr 4,16, si nos acercamos a Dios con un corazón sincero, con fe recta, con temor y reverencia, contritos y penitentes. Pues, aplacado el Señor por esta oblación, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y los pecados, por grandes que sean. Porque la víctima es una sola y la misma; el mismo que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el que entonces se ofreció en la cruz; sólo es distinto el modo de ofrecerse."

También esta doctrina ha sido recordada en recientes documentos del magisterio eclesiástico y ha sido ampliamente comentada en las Orientaciones doctrinales y pastorales de los obispos españoles en el Ritual de la Penitencia (nº 67 pp. 38-39). Advierten los obispos que la relación íntima entre la eucaristía y la penitencia no significa que la confesión sacramental tenga que preceder a la eucaristía, a no ser que se tenga conciencia de pecado mortal. Para participar en la eucaristía lo que se requiere en el cristiano es que su espíritu esté en comunión de fe y amor en el Señor que se ofrece al Padre (Ritual de la Penitencia, nº 67, p. 39). Incluso en el caso de haber cometido un pecado grave, si el fiel está sinceramente arrepentido y no encuentra confesor y existe, por otra parte, urgencia espiritual de participar en la eucaristía, puede acercarse a comulgar fructuosamente (Ibid).

En este comentario se mezclan dos cuestiones diferentes:

1. La celebración eucarística, participada con las debidas disposiciones, borra los pecados por grandes que sean. Ésta es una afirmación doctrinal que hemos visto confirmada por los testimonios litúrgicos y los textos de los Santos Padres.

2. La Iglesia prescribe desde el Concilio de Trento, y aun antes, que los fieles que tengan conciencia de pecado mortal deben recibir la absolución sacramental, si es posible, antes de acercarse a comulgar(21). Aquí se trata de una norma disciplinar. Para mayor claridad vamos a prescindir de las excepciones -casos de grave urgencia de celebrar o de recibir la comunión para limitamos a la norma general.

4. ¿CÓMO SE PRESENTA HOY LA CUESTION?

Hoy, por desgracia, la cuestión se presenta en un contexto pastoral más práctico, pero mucho más banal. En vez de profundizar en el sentido de la reconciliación y en el sentido más hondo que pueda tener la confesión, como expresión de una auténtica conversión, el problema que preocupa a los sacerdotes y fieles de hoy es éste: Si se tiene conciencia de pecado grave, ¿se puede comulgar haciendo un acto de perfecta contrición sin necesidad de "confesarse" antes de comulgar? Se busca una respuesta clara y sin ambigüedades. Esta pregunta tiene una respuesta muy sencilla:

a) Vista la cosa desde las normas, la respuesta es clara

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1. Como regla común es necesario recibir la absolución sacramental antes de comulgar si se tiene conciencia de pecado grave. No basta con hacer un acto de perfecta contrición. La reconciliación con Dios y con la Iglesia exige este acto de la penitencia sacramental.

2. Como excepción, si existe grave necesidad de comulgar o de celebrar, y no hay facilidad para encontrar un confesor, el sacerdote o el fiel puede celebrar o comulgar haciendo un acto de perfecta contrición y estando dispuesto a reconciliarse sacramentalmente después, cuando tenga oportunidad. Los casos de grave y urgente necesidad no vienen determinados taxativamente por la Ley.

b) Esta respuesta, tan clara desde las normas disciplinarias, no es satisfactoria teológicamente. Vayamos por partes

Las normas eclesiásticas son bien claras y concretas. Desde antes del Concilio IV de Letrán (año 1215) y desde antes del Concilio de Trento (años 1545-1563) ya existía esta norma que el fiel que tuviera conciencia de pecado mortal debía recibir el sacramento de la penitencia antes de recibir la comunión. Recordemos sólo algunas disposiciones a partir del Concilio de Trento.

1. En la sesión XIII, capítulo 7 (DS 1647) y en su canon correspondiente 11 (DS 166l), hablando de la eucaristía, el Concilio de Trento declara y establece "que aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, si hay facilidad de confesar". Todas las normas del magisterio eclesiástico posteriores sobre este punto se inspiran en estos textos de Trento.

2. El Código de derecho Canónico (de Benedicto XV, año 1918), c.856:

"No se acerque a la sagrada comunión, sin haberse antes confesado sacramentalmente, cualquiera que tenga conciencia de haber cometido pecado mortal, por mucho dolor de contrición que crea tener; en caso de necesidad urgente, si no tiene confesor, haga antes un acto de perfecta contrición."

Esto se refiere a los fieles. Para los sacerdotes hay un canon muy semejante (c. 807), pero se les advierte que deben confesarse luego "cuanto antes". Se trata de frases copiadas casi literalmente del texto de Trento.

3. El nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, canon 9 16 repite la misma normativa:

"Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes."

Este canon vale para sacerdotes y fieles, y precisa para ambos, no sólo para los sacerdotes, que deben confesarse cuanto antes. Estas normas, además de la explicación de los teólogos, se repiten en muchos documentos del magisterio eclesiástico hasta el día de hoy, por eso no juzgamos necesario citarlas en particular. Recordemos solamente lo que dice la Exhortación apostólica "Reconciliación y penitencia" en el nº 27:

"Es necesario, sin embargo, recordar que la Iglesia, guiada por la fe en este augusto sacramento, enseña que ningún cristiano, consciente de pecado grave, puede recibir la eucaristía antes de haber obtenido el perdón de Dios... A quien desea comulgar debe recordársele el precepto: Examínese, pues, el ser humano a sí mismo (1 Cor 1, 28). Y la costumbre de la Iglesia muestra que tal prueba es necesaria para que nadie consciente de estar en pecado mortal, aunque se considere arrepentido, se acerque a la sagrada eucaristía sin hacer previamente la confesión sacramental."

Se cita "Eucharisticum Mysterium" de Pablo VI, (AAS 59(1967)560), pero en realidad el texto es una copia de las disposiciones del Concilio tridentino. Sobre la norma general de la Iglesia no puede haber duda.

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Quedan los casos excepcionales de grave o urgente necesidad, que no se enumeran exhaustivamente en dichas normas. El caso más sencillo es el del sacerdote, que no puede dejar de celebrar la eucaristía sin escándalo y sin perjuicio de sus fieles. Respecto a los demás cristianos se habla de grave o de urgente necesidad de comulgar para no verse privado por mucho tiempo, sin culpa propia, de la sagrada comunión. Esto puede ocurrir en territorio de misiones y también en nuestros países del Primer Mundo. Puede haber algún caso en que un fiel, que no tiene ocasión de confesarse por falta de sacerdote, tenga que pasar mucho tiempo sin recibir la eucaristía sí no aprovecha aquella presencia del sacerdote. Hoy, si nos referimos sólo a la comunión y no al sacramento de la penitencia, el caso sería muy raro, puesto que también los laicos pueden distribuir la comunión. Y, sin embargo, se dan casos en que parece muy conveniente o necesaria la comunión que no se podría recibir, por no haber tenido oportunidad de confesarse: pongamos como ejemplo la primera comunión de un hijo o hija, unas bodas, una fiesta familiar importante, una ordenación sacerdotal, una religiosa que vive en comunidad y no ha tenido ocasión de reconciliarse sacramentalmente. En todos estos casos y otros similares la Iglesia permite acercarse a la Sagrada comunión -sin confesión sacramental previa-, pero con el propósito y la obligación de confesarse luego a su debido tiempo. Por desgracia, el nuevo Código en su canon antes citado 916 dice que debe hacerlo “cuanto antes", cuando hubiera sido suficiente decir: "a su debido tiempo", como se dice en el canon 962 para los que han recibido una absolución general individual de sus pecados. La Instrucción Pastoral de los obispos españoles, aun dentro de un clima bastante comprensivo y generoso, también añade en la nota 177 del nº 70:

"Sobre la obligación de confesarse después "quamprimum", las normas de la moral clásica -que contemplaban, particularmente, el caso de los sacerdotes que tenían que celebrar misa- parece que podrían aplicarse hoy a los seglares, dada su mayor sensibilidad respecto a la participación plena en la eucaristía que tiene lugar en la comunión eucarística" (p. 108).

No hay, pues, dificultad alguna respecto a las normas vigentes. Pero queda otra cuestión. Estas normas, ¿están del todo conformes con la teología? Personalmente creo que no. Añadamos, sin embargo, que los escritores antiguos, que eran rigurosos en proponer la obligación de confesarse antes de comulgar, eran bastante comprensivos y generosos en la aplicación de estos casos excepcionales. Se habla, por ejemplo, de que es causa suficiente el no encontrar un confesor adecuado, que inspire confianza(22), o el sentir una gran devoción por comulgar un día de fiesta sin que haya tenido la oportunidad de confesarse previamente. Santo Tomás llega incluso a conceder que una inspiración de Dios, que le invite a comulgar, sería razón suficiente para que uno se acerque a la comunión antes de la reconciliación sacramental, si es que está contrito y no tiene oportunidad de hacerlo(23). Como se ve, las aplicaciones son bastante amplias.

c) ¿Qué dice la teología ?

Como ha pasado tantas veces en la historia del sacramento de la penitencia, las normas canónicas no han sabido resolver los problemas reales. Y algo parecido está sucediendo en esta cuestión: las normas son claras, taxativas, pero parten del presupuesto de que sólo hay dos categorías de pecados: mortales y veniales. Esta distinción es incompleta e imperfecta. Hay tal diferencia de contenido y de gravedad entre los distintos pecados mortales que no es posible incluirlos todos bajo un denominador común en cuanto a sus consecuencias y, en concreto, en la cuestión de si se puede comulgar o no, con un acto de sincero arrepentimiento, habiendo cometido un pecado mortal, sin necesidad de confesarse previamente. Creo que, como minimum, hay que distinguir tres categorías de pecado para dar una solución realista y razonable

No me toca a mí -ni estoy preparado para ello- señalar los cambios y características de la nueva moral cristiana, que no es una moral de la ley y del pecado, sino una moral del amor, de la imitación de Cristo y de los valores evangélicos. Todo esto supone y exige también una nueva concepción del pecado, tanto en su dimensión ética como religiosa o transcendente. Yo sólo quisiera aludir a los tres niveles que suelen distinguirse en la acción humana como fundamento para la triple distinción de pecado:

* La opción fundamental: es la orientación profunda y constante que ha adoptado el ser humano libremente y da sentido a todo su obrar. Afecta al núcleo más profundo de la persona, comprometiéndola en un sentido determinado de su vida y, hasta cierto punto, definitivo24.

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* La actitud. Procede de la opción fundamental y mira a un valor determinado: fidelidad, amor, justicia, amistad, caridad.

* El acto: Es el resultado o la expresión de la actitud en un momento determinado. Puede ratificar la actitud o ir en contra de ella, lo cual origina el pecado si la actitud fundamental era buena.

Según estos principios distinguimos tres clases de pecados:

1. Pecados mortales. Son aquellos que destruyen nuestra opción fundamental a favor de Dios y de los hermanos. Son actos que suponen un estado de pecado en los que se prescinde de Dios y de las leyes morales o éticas.

"El pecado mortal es un rechazo de Dios o del amor; es un prescindir de lo que nos exige la fe, la esperanza y la caridad; es un poner como principio máximo de nuestra vida, no a Dios o al amor, sino a nuestro egoísmo, a nosotros mismos por encima de todo"(25).

2. Pecados graves. otros los llaman "pecados de fragilidad"(26). Son aquellos que transforman profundamente una actitud buena, amenazando al mismo tiempo con cambiar o destruir la opción fundamental, pero sin llegar a destruirla. Estos pecados lesionan seriamente nuestra opción fundamental y, por lo mismo, exigen de nosotros un rechazo y una conversión sincera.

Con frecuencia no son más que una inconsecuencia respecto a nuestra opción fundamental a favor de Dios y de los hermanos o una fragilidad en un momento de pasión, de debilidad o de confusión, pero no suponen un rechazo de Dios ni del amor como actitud fundamental de nuestra vida.

3. Pecados leves. Son aquellos actos que no llegan a cambiar la opción fundamental de nuestra vida ni la amenazan seriamente. Disminuyen en nosotros la caridad, pero no rompen nuestras relaciones con Dios ni con la Iglesia.

Teniendo en cuenta estos principios, la cuestión de si se puede comulgar sin haberse confesado es mucho más fácil:

1) Quien tenga un pecado mortal es evidente que no puede participar en la eucaristía si primero no se convierte y no se reconcilia sacramentalmente. Tales pecados son incompatibles con la comunión.

2) Quien haya cometido pecados graves, que son fruto de la debilidad o de un momento de ofuscación, pero esté sinceramente arrepentido, puede acercarse a la comunión antes de recibir la absolución sacramental. Se duele de haber faltado y pide perdón a Dios o al hermano ofendido. Su actitud es de amor y no de odio, de comunión y no de ruptura. Posee las disposiciones necesarias para participar en la eucaristía. Esto no excluye que declare tales pecados en una confesión posterior, cuando tenga oportunidad de hacerlo.

3) Pecados leves. Estos pecados no suscitan problemas respecto a la comunión, porque sabemos que se perdonan de muchas maneras y no existe la obligación de confesarlos.

Esta triple distinción es sencilla y no crea problemas a la gente, como algunos dicen, sino que se los resuelve, sobre todo a las almas piadosas y timoratas, que son las que suelen plantearse estas cuestiones. No es la mejor solución afirmar que rara vez un cristiano comete un "pecado mortal", reduciendo la mayor parte de los pecados a "pecados veniales", si sólo se distinguen dos clases de pecados. Existen pecados “graves" por razón de la materia, pero son consecuencia de la debilidad, de la ocasión, de la fragilidad humana. El sujeto que los ha cometido se arrepiente inmediatamente de su acción, no desea romper con Dios ni con la Iglesia, está firmemente decidido a evitarlos en adelante en la medida de sus fuerzas. Este individuo posee las debidas disposiciones para la participación plena en la eucaristía. Pero todo el mundo comprende que no se podría aplicar esta norma a los pecados escandalosos, públicos, muy graves, mientras el pecador no dé muestras de conversión y se reconcilie sacramentalmente, por ejemplo, concubinato, adulterio, homicidio, negación de la fe, violación, escándalo público.

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Muchos tenían escrúpulos en comulgar creyendo que no habían rechazado prontamente algún mal pensamiento. Se les podría decir que no ha habido pecado grave. Pero también se les podría decir: aunque tu pecado hubiera sido grave, ha sido un acto de debilidad que no ha cambiado tu actitud para con Dios ni para con los hermanos. Si estás realmente arrepentido y deseas evitar en adelante todo pecado y las ocasiones de pecado, puedes comulgar tranquilamente. Basta con que te acuses en la próxima confesión si lo consideras grave. Hoy el problema no es tan agudo como hace años y tal vez haya demasiada laxitud en acercarse a comulgar sin haber recibido antes el sacramento de la penitencia. Pero el remedio no es endurecer las normas, sino formar y educar. La distinción entre pecados mortales y pecados graves o de fragilidad, suponiendo siempre que existe en el penitente un verdadero arrepentimiento, puede ayudar a resolver dificultades.

Notas al capítulo tercero1. TANGHE, D. A., L'Eucharistie pour la rémission des péchés, Irenikon 34, 1961, pp. 165-

181; TILLARD, J. M. R., L'Eucharistie, purification de I'Église pérégrinante, NRT 84, 1962, pp. 35-51; Idem, L’Eucharistie, pâque de l’Église, París 1964; Idem, Penitence et eucharistie, LMD 90, 1967, pp. 103-131; Idem, El pan y el Cáliz de la reconciliación, Concilium 7, 1971/1, pp. 35-51; GRACIA, J. A., La eucaristía como purificación y perdón de los pecados en los textos litúrgicos primitivos, Phase 7, 1967, pp. 65-77; RAMOS-REGIDOR, J., EI sacramento de la penitencia, Salamanca 1975, pp. 367-375; FERNANDEZ, D., El sacramento de la reconciliación, Valencia, 1977, pp. 204-210; LARRABE, J. L., Reconciliación y penitencia en la misión de ia Iglesia, Madrid 1983, pp. 213-223; BROWE, P, Die Kommunionvorbereitung im Mittelalter, ZKTH 56, 1932, pp. 375-415; MARTIN RAMOS, N., La Eucaristía, misterio de reconciliación, Communio, Sevilla, 23, 1990, pp. 31-73; 209-248; 333-354.

2. Ses. XXII, cap. 2; DS 1743; Collantes 1077.3. CT, VII, Act. pars IV, vol. 1, pp. 375-376.4. Cf. BOURDEAU, F., El camino del perdón, cap. 2: peregrinos de la Edad Media, Estella,

1983, pp. 49-75.5. Ibidem., pp. 30-31.6. Cf TANGHE, art. cit. p. 167. Sobre este efecto purificador atribuido a la eucaristía,

principalmente en las oraciones de la misa, véase el artículo de GRACIA, J. A., "La eucaristía como purificación y perdón de los pecados en los textos litúrgicos primitivos", Phase 7, 1967, pp. 65-77.

7. TANGHE, art. cit. p. 167.8. Cf SORCI, R, L’Eucaristia per la remissione dei peccati. Ricerca nel sacramentario

Veronese. Istituto Superiore di Scienze Religiose, Palermo 1979, p. 168.9. Cf. BRIGHTMAN, Liturgies Eastern and Western, Oxford 1896, p. 298. Cit. por TANGHE,

P. 168.10. De sacramentis, IV, 6, 28; SChr 25, p. 87.11. Ibidem., V, 3, 17; SChr 25, p. 92.12. Ibidem., IV, 4, 24; SChr 25 p. 86.13. JOHANNY, R., L’Eucaristie, centre de l’histoire du salut chez saint Ambroise de Milan,

Paris 1968; STUDER, B., L’Eucaristia, remissione dei peccati secondo Arnbrogio di Milano, en la obra Catechesi battesimale e riconciliazione nei Padri del IV secolo (a cura di S. Felici), Las-Roma, 1984, pp. 65-79.

14. Cf. TONNEAU-DEVREESSE, Les Homélies catéchétiques de Théodore de Mopsueste, Studi e Testi 145, Cittá del Vaticano, 1949, Homil. XVI, 34, p. 589.

15. In Joh. Evang. IV, 2; PG 73, 584-585.16. Transcripción latina ligeramente modificada de la palabra griega metánoia, que

significa arrepentimiento, penitencia, pero pasó al latín de la Edad Medía con el significado de acto de humildad, genuflexión, postración. Cf. BLMSE, A., Dictionnaire latin-français des auteurs du Moyen Age.

17. KMOSKO, Liber graduum, Patr.Syr. III, pp. II-III. Parece ser una interpolación de un copista medieval.

18. Tractatus de veritate corporis Christi, cap. 20.19. Sum. Theol. III, q. 79, a. 3.20. CSCO, Scriptores syri, series II, tom. 92. Trad. vol. II, pp. 69-70.21. No pretendemos recordar aquí la abundante legislación sobre la obligación de

confesarse antes de comulgar, si hay conciencia de pecado grave, anterior a Trento. Cf. BRAEKMANS, L., Confession et commuion au moyen âge et au Concile de Trente, Duculot 197 1; LARPABE, J. L., Reconciliación y penitencia en la misión de la Iglesia, Madrid, 1983, pp. 217-233.

22. MEDIAVILLA, R., de, In IV Sent. Fol. 114; Lyon 1527

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23. Cf BRAECKMANS, op. cit. en nota 2 1, p. 49.24. Cf. HERRAEZ, F., La opción fundamental, Salamanca, 1978.25. Cf. BOROBIO, D., ¿Es necesario confesarse... todavía?, Bilbao, 1971, p. 39; Idem, El

sacramento de la reconciliación, Bilbao, 1975, pp. 23-25-26. BOROBIO, D., advierte en el librito citado en la nota anterior, El sacramento de la

reconciliación, p. 24, que prefiere hablar de “pecados de debilidad o de fragilidad” para que no se confundan los “pecados graves” con los pecados mortales”, porque en los documentos oficiales se identifican.

CAPÍTULO V

LAS DIVERSAS FORMAS SACRAMENTALESPARA CELEBRAR LA CONVERSIÓN

El actual Ritual de la Penitencia presenta tres modos sacramentales para obtener el perdón y celebrar la penitencia. No olvidemos que existen otros medios extrasacramentales que también otorgan el perdón de los pecados y que existen, además, otros sacramentos de reconciliación, como el Bautismo, la Eucaristía y la Unción de los Enfermos. Pero aquí nos ocupamos únicamente del sacramento de la penitencia.

Las formas oficiales son tres:

Forma A: Rito para reconciliar a un solo penitente.

Forma B: Rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual.

Forma C: Rito para reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución general.

Para mayor brevedad nos referiremos a veces a la forma A, B o C abreviadamente, sin explicitar el contenido.

FORMA A: RECONCILIACIÓN DE UN SOLO PENITENTE

1. POSIBILIDADES NO EXPLOTADAS DE ESTE RITO

Es la forma tradicional, que ha estado vigente durante los últimos siglos, y que aparece con notables modificaciones en el nuevo Ritual, aunque no todas se cumplan en la práctica cotidiana. Esta forma ofrece muchas posibilidades que aún no han sido aprovechadas convenientemente. Pero hay que ser realistas: tal como se presentan en el nuevo Ritual, pocas veces se pueden cumplir en todos sus detalles. Sólo es posible, cuando se trata de un penitente que busca el tiempo y lugar adecuados para una confesión reposada en una habitación o celda. El confesionario no es la sede más indicada para este rito. Y, sin embargo, el nuevo código de Derecho Canónico vuelve a prescribir el confesionario como sede ordinaria de las confesiones (canon 964, 2 y 3).

Cuando se cumple todo el rito, esta forma A, comprende los siguientes actos:

a) Rito de acogida. El sacerdote saluda al penitente amablemente y lo acoge con bondad. Es preciso crear un clima de confianza desde el principio sin perder el sentido religioso del acto. El fiel -y si parece oportuno también el sacerdote- comienza haciendo la señal de la cruz, diciendo: "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén". A continuación el sacerdote le invita a poner su confianza en Dios y pide al Señor que le conceda al penitente conocimiento de sus pecados, arrepentimiento sincero y la gracia necesaria para hacer una buena confesión, a lo que el fiel debe responder: Amén. Pueden usarse diversas fórmulas para

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esta oración inicial. También es conveniente que oren los dos juntos pidiendo esta gracia e implorando la misericordia de Dios.

b) Proclamación de la Palabra. Después de este primer contacto, se lee o se recita de memoria algún texto de la Escritura. Puede ser alguna frase breve como: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva." (cf. Ez.18,23) "Acerquémonos con confianza al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia en el tiempo oportuno." (Hbr. 4,16). El Ritual en los nn. 85-86 y 157-159 propone una gran variedad de textos.

Con frecuencia no se hace esta proclamación de la Palabra en las confesiones privadas, y con razón. Sí se lee un texto bíblico lentamente, en un clima de oración y de reflexión, es algo estupendo. Pero recitar unos versículos de la Biblia, que el penitente apenas escucha, no produce el efecto deseado. La Palabra de Dios no es una palabra mágica: basta pronunciar una fórmula y se transforma el corazón del ser humano. La Palabra de Dios exige la cooperación humana y las debidas disposiciones para que produzca fruto. Una recitación rápida de un texto no suele mover los corazones.

c) Confesión de los pecados. Después de esta preparación comienza la declaración de los pecados. Nunca debe reducirse a una mera enumeración de las faltas. Tiene que ser un acto de fe y de confesión humilde, una expresión del arrepentimiento interior.

En algunas naciones, el penitente comienza rezando el "Yo confieso... " y, a continuación, realiza la acusación de sus pecados. En otras ocasiones, sobre todo los que se confiesan una vez al año, se contentan con decir: pregúnteme, Padre. El sacerdote deberá procurar ayudar también a estos fieles que se acercan con buena voluntad, pero es preferible que el penitente tome la iniciativa. Sí es necesaria la ayuda o las preguntas del confesor, deberá evitarse la impresión de que se trata de un interrogatorio o de que se pretende investigar su vida privada. Vale más sugerirle sinceridad y la acusación espontánea, y procurar infundirle confianza en la misericordia de Dios, arrepentimiento de todos sus pecados y un propósito sincero de evitarlos. El confesor puede también orientar a los penitentes a fijarse preferentemente en las actitudes y situaciones de pecado de su vida en vez de centrar la atención en los preceptos de la Iglesia: he comido carne el viernes, no he asistido a misa los domingos...

d) Satisfacción o penitencia. A la acusación de los pecados sigue normalmente una breve exhortación del sacerdote y los consejos que crea oportunos. En todo caso debe mostrarse comprensivo, acogedor y amable. El rechazo del pecado no puede significar el rechazo del pecador arrepentido. Muchos confesores han causado grave perjuicio a los penitentes por su falta de amabilidad.

Vulgarmente se sigue llamando "penitencia" a la obra de satisfacción que impone el confesor. Es una de las partes más descuidadas de la práctica actual. El Ritual de la penitencia aconseja un breve diálogo sobre la satisfacción que se ha de imponer. Generalmente, no se hace, ni vale la pena hacerlo excepto en los casos de confesión frecuente y de personas deseosas de eliminar las raíces del pecado y de progresar en su santificación. Siempre hay que tener en cuenta las condiciones personales del penitente edad, estado, profesión, cristiano fervoroso o alguien que sólo una vez al año se acerca a recibir el sacramento.

e) Oración del penitente. A continuación el sacerdote invita al penitente a que manifieste su arrepentimiento con alguna oración u otra fórmula semejante. El Ritual propone diversos modelos (nº 95-101). Siempre se puede aconsejar el acto de contrición tradicional: "Señor mío Jesucristo... " Éste es el momento de rezarlo, y no mientras el sacerdote da la absolución.

f) Imposición de manos y absolución. Para dar la absolución, si el lugar lo permite, el sacerdote extiende las manos, o al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente. No es necesario el contacto físico, pero es un gesto bíblico de consagración y bendición que conviene recuperar. Durante la absolución, el fiel debe escuchar, en silencio y con recogimiento, la palabra de perdón y responder "amén" al final. Hay que desterrar la costumbre de que se haga el acto de contrición durante la absolución.

g) Acción de gracias y despedida. Nunca debiera faltar una palabra de acción de gracias al Señor, "porque es bueno, porque es eterna su misericordia". Una "confesión bien hecha" es un acto liberador que invita a la alegría y a la acción de gracias. Debemos sentirlo y manifestarlo en alguna plegaría o aclamación.

Las palabras de despedida pueden ser las del Ritual: "El Señor ha perdonado tus pecados. Vete en paz” , pero pueden añadirse otras más familiares según las circunstancias.

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La pregunta que se puede hacer cualquier sacerdote ante esta breve exposición del ritual es la siguiente: ¿Se cumple todo esto en las confesiones privadas de un solo penitente? Hay que responder sinceramente que de ordinario no se cumple. Por eso decíamos al principio que aún no hemos aprovechado las múltiples posibilidades que ofrece el actual "Ordo paenitentiae". No quiero señalar aquí abusos intolerables, pero una cosa parece evidente: todo este ritual no se puede cumplir debidamente cuando hay horas fijas de confesionario y otros penitentes esperan su turno. Pero esta realidad, no muy satisfactoria, no debe impedirnos ver los grandes valores positivos de esta forma de celebración.

2. VALORES DE LA RECONCILIACIÓN PERSONAL PRIVADA

a) Nadie ignora que el Concilio Vaticano II, para corregir el excesivo individualismo que había caracterizado durante siglos la forma de recibir el sacramento de la penitencia, insistió principalmente en los aspectos sociales, eclesiales y comunitarios que debía revestir su celebración, recomendando vivamente las celebraciones comunitarias y la participación activa de todos los fieles(1).

b) Esto no impide que se reconozca que cada celebración tiene sus valores y su razón de ser. Limitarse a una sola forma de celebración sería empobrecer la riqueza de los medios de santificación que la Iglesia nos ofrece y perjudicaría notablemente a los fieles. Personalmente, pienso que el rito de reconciliación de un solo penitente es irrenunciable y debe seguir existiendo en la Iglesia -con las mejoras posibles- para bien de muchos cristianos que lo desean y lo necesitan. Y no se les puede negar o dificultar este medio de santificación que ha ayudado a tantas almas a lo largo de la historia de la Iglesia.

c) Si alguno quiere convencerse del aprecio que nosotros hemos hecho y manifestado por escrito y de palabra de la confesión privada, puede leer el capítulo IX de nuestra obra El Sacramento de la reconciliación, que lleva por título: "La confesión frecuente por devoción", pp. 301-315. No queremos repetir las razones que allí, y en otros escritos, hemos dado a favor de la confesión privada.

d) Pero, hoy como ayer, expresamos nuestra convicción de que esta forma de "confesarse" no es la única ni la mejor para recibir el sacramento de la penitencia, porque algunos revelan esta tendencia a reducir la celebración del sacramento a la confesión privada, siendo ésta la única forma recomiendan. Esto es oponerse a la doctrina del Vaticano II y causar graves perjuicios a los fieles.

e) Cuando uno lee los grandes elogios que los teólogos medievales y modernos han hecho de la "confesión", no se puede olvidar que hablaban de la confesión privada, la única forma que ellos conocían de reconciliación sacramental. Y hay textos de antología desde Santo Tomás y San Buenaventura hasta Lutero y San Alfonso de Ligorio o el Padre Faber y Pío XII. Todo esto hay que tenerlo en cuenta para no desechar o rebajar a la ligera un modo de recibir el sacramento y un medio de santificación que cuenta con siglos de fructuosa experiencia en la Iglesia.

f) Como dice el Papa en la exhortación Rec. et Paenit., esta forma permite conceder mayor valor a los aspectos más propiamente personales y esenciales que comprende el itinerario penitencial. El diálogo entre el penitente y el confesor, el conjunto mismo de los elementos utilizados (los textos bíblicos, la oración personal, la forma de "satisfacción" elegida, etc.) son elementos que hacen de este tipo de celebración sacramental la más adecuada a la situación concreta del penitente (n. 32).

g) Las funciones de juez, padre, médico y maestro, que ejerce el sacerdote en su ministerio penitencial, se cumplen de un modo más perfecto y concreto en la reconciliación privada de un solo penitente. Si la conversión -como el pecado- es un acto personal que afecta a lo más íntimo del ser humano, el manifestar esta conversión en la intimidad, el diálogo confiado con el sacerdote, el estímulo que pueda recibir del confesor para superar la situación de pecado, las orientaciones sobre el plan a seguir, el impulso para perseverar en el camino de la virtud son valores de gran importancia que tienen más cabida en la confesión individual tranquila y reposada de la primera forma que en las celebraciones comunitarias.

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h) La confesión individual tiene también el valor de signo del encuentro del pecador con la mediación de la Iglesia en la persona del ministro. Esta mediación de la Iglesia se manifiesta mejor en las otras celebraciones, pero es menester resaltar que tampoco está ausente de las celebraciones privadas. Ante el confesor, el penitente se reconoce pecador ante Dios y ante la Iglesia y confiesa humildemente sus pecados. Este gesto es sin duda una prueba auténtica de su sincera conversión.

"Es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve a su padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía, gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia de Dios que perdona. Así se comprende por qué la acusación de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho profundamente personal"(2).

Por estas y otras razones, pienso que la reconciliación individual, bien practicada, es necesaria e insustituible para muchas personas y para diversas ocasiones. Por lo mismo no puede ni debe suprimiese en la Iglesia.

FORMA B: RECONCILIACIÓN DE VARIOS PENITENTESCON CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN INDIVIDUAL

Esta forma de celebración es la más frecuente entre las comunitarias por dos razones:

a) Porque es la única forma sacramental permitida como modo ordinario en la presente legislación.

b) Porque los fieles que participan en una celebración penitencial generalmente desean recibir el sacramento. Les atrae menos una celebración penitencial no sacramental de la Palabra.

Esta forma B es como una síntesis de las otras dos: por un lado participa del carácter comunitario de la celebración en la mayor parte de sus elementos (preparación, escucha de la palabra, homilía, examen, acción de gracias, pero, por otro, personaliza dos actos importantes del sacramento: la confesión y la absolución. Así se hace posible el diálogo personal y un compromiso más existencial.

Personalmente, creo que es una forma provisional, de tránsito, al no haber sido permitida como modo ordinario la forma C: reconciliación de muchos penitentes con confesión y absolución general. Litúrgicamente, la forma B nos parece poco coherente: se interrumpe la celebración comunitaria para dejar paso a los actos individuales y se reemprende luego un último acto comunitario de poco relieve. Antes de que surgiera el nuevo Ritual era costumbre que dieran la absolución todos los sacerdotes juntos, terminadas las confesiones. Con esto se ganaba algún tiempo para una confesión más reposada y se daba más relieve a la absolución. El Ritual prescribe la confesión y absolución individual (Rit. n. 28).

Los inconvenientes de esta forma son principalmente tres:

- La interrupción de la celebración comunitaria para pasar a una acción individual, precisamente en dos momentos importantes del sacramento: confesión de los pecados y absolución.

- La dificultad que encuentran muchas parroquias para conseguir sacerdotes suficientes para esta clase de celebraciones. El hecho de que se celebren principalmente en los tiempos fuertes de la liturgia y en las fiestas principales puede disminuir en parte esta dificultad.

- La brevedad que se impone en la acusación de los pecados y en la exhortación personal, sobre todo cuando son muchos los penitentes y no muy numerosos los confesores. Siempre me pareció un inconveniente notable, sobre todo en grupos de jóvenes, el abandonar sus puestos para confesarse deprisa y volver luego a los bancos a esperar que terminen todos los demás las confesiones. Da la impresión de que lo importante es decir los pecados al confesor y recibir la absolución, y todo lo demás es de un rango secundario. Por otra parte, en estas ocasiones no se puede permitir una confesión larga, con consultas sobre la situación de la vida, con problemas o dudas sobre su conducta ni una exhortación detenida, porque esto prolongaría excesivamente

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la celebración, creando impaciencias y distracciones en los que ya han terminado y esperan que se confiesen los últimos.

Por razón de estos inconvenientes, en algunas partes ha surgido espontáneamente otra forma legítima, que no figura en el ritual: hacer la preparación en común: cántico de entrada, saludo, oración, lecturas bíblicas, homilía, examen, acto de contrición y preces litánicas, y continuar lo demás como en el rito de la reconciliación de un solo penitente sin esperar a la acción de gracias y despedida en común: comienzan las confesiones individuales según un orden determinado, los otros se van a sus ocupaciones y van volviendo al ritmo en que terminan los primeros. Esto puede ser práctico para colegios numerosos. Pero mejor y más provechoso sería dar la absolución en común y, continuar con la acción de gracias y despedida.

Para evitar tales inconvenientes, es preferible organizar las celebraciones comunitarias de la forma B con grupos reducidos o con muchos confesores. En todo caso, creemos preferible proponer una satisfacción común y que den la absolución todos los sacerdotes juntos, una vez terminadas las confesiones. Por ahora hay que atenerse a las normas del Ritual, prescribe la absolución individual. Dada esta situación de hecho que estamos viviendo, vamos

Donde resulta bien esta clase de celebración, además de en los grupos pequeños, es en las comunidades religiosas no muy grandes, donde se toma el tiempo necesario para la celebración y se pueden realizar las confesiones con calma y reposo, aUnque haya un solo sacerdote. Pero, a mi juicio, esta forma es solo un camino, un inicio para la forma siguiente.

FORMA C: RECONCILIACIÓN DE MUCHOS PENITENTES CON CONFESIÓN Y ABSOLUCIÓN GENÉRICA

Esta forma ha sido introducida oficialmente por el nuevo Ritual como una nueva modalidad de recibir el sacramento de la penitencia. Es tan válida, tan legítima y tan eficaz como cualquier de las otras dos, aunque, por desgracia, la actual legislación la ha reducido a los casos extraordinarios y excepcionales.

Esta forma C se venía practicando como un modo ordinario y regular una vez al mes o a la semana en muchas iglesia, sobre todo en Holanda y Bélgica, en la década de los sesenta, principalmente después del Concilio, ya que el nuevo Ritual de la Penitencia, en el que estaba prevista esta forma como ordinaria, tardaba en salir. La intervención inesperada de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuando el asunto estaba en manos del Consejo para Reforma de la Liturgia, vino a truncar muchas esperanzas. En las famosas Normas pastorales de 1972, poco antes de salir el “Ordo paenitentiae” se puso freno y se limitaron notablemente las absoluciones generales, a las que se consideraba como abusivas y debidas a “algunas teorías erróneas sobre el sacramento de la penitencia”(3).

La admisión de esta celebración comunitaria con confesión genérica y absolución general supone un gran paso adelante respecto al antiguo Ritual, pero significa un gran paso atrás respecto a lo que se venía practicando y a lo que había preparado la primera comisión sobre el “Ordo paenitentiae”.

Dada esta situación de hecho que estamos viviendo, vamos a exponer primero en qué consiste esta celebración y que condiciones se exigen para poder practicarla. Luego nos parece necesario decir una palabra sobre la posibilidad y conveniencia de convertir esta forma de celebración en modo ordinario de recibir el sacramento, señalando sus ventajas y peligros.

1. NORMAS QUE RIGEN ACTUALMENTE ESTA FORMA C DE CELEBRACIÓN

a) Digamos, en primer lugar, que en esta forma de celebración no constituye ninguna novedad en la Iglesia. Con variaciones notables, por razón de la época, se practicó durante siglos en la Iglesia antigua.

b) El nuevo Ritual de la Penitencia, siguiendo las normas dadas por la Congregación para la doctrina de la fe en 1972, sólo admite esta forma C para casos extraordinarios y de grave necesidad4. Esto limita, de hecho, mucho su práctica, pero nadie piense que, participando en dicha celebración, queda menos perdonado o reconciliado a medias. Tiene plena eficacia, como cualquier otra forma de recibir el sacramento.

c) Estas normas, que regulan la actual celebración, parten de un presupuesto dogmático que considero falso. Pero la siguiente legislación, como el nuevo Derecho Canónico (cc 960-964), la Exhort. "Rec. et paenit " (nº 32-33) y otros documentos de la Curia Romana o de las

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Conferencias Episcopales, lejos de abrir un poco la mano y favorecer una mayor frecuencia de esta forma de celebración, tienden más bien a reducir el uso normal de este tipo C.

Esto mismo ocurre con las disposiciones de la Conferencia Episcopal Española, dadas en noviembre de 1988 y aprobadas por Roma, y con la Instrucción pastoral sobre el sacramento de la penitencia aprobada en abril de 19895. Todas las indicaciones tienden a evitar abusos y prevenir ciertas libertades que surgen de vez en cuando por conveniencias pastorales o como verdaderos abusos, que de todo hay.

d) Se tiene un miedo excesivo a que, si esta forma C se convierte en modo ordinario, muchos abandonen del todo la confesión individual y se limiten a las celebraciones con confesión genérica. De esto hablaremos después.

e) En general, no se puede de ocultar la penosa impresión que causa la lectura de estas normas (Normas pastorales, Código de Derecho Canónico, Normas de la Conferencia Episcopal Española, etc.); se habla de las condiciones requeridas para poder recibir la absolución general en vez de hablar de una digna celebración del sacramento de la reconciliación. Lo principal, lo teológico, lo pastoral pasa a segundo término, y da la impresión de que lo importante es determinar si es lícito o no recibir la absolución general en tales o cuales condiciones y si se cumplen las normas dadas. Esto es triste.

Las normas vigentes que regulan esta celebración con confesión genérica y absolución general se encuentran en el mismo ritual (nº 31-33), en el Código de Derecho Canónico (cc. 960-964) y en cualquier manual sobre la penitencia6. Recordemos, no obstante, lo esencial:

A) Principios generales

a) Sólo debe darse la absolución general sin confesión previa individual en los casos de grave necesidad. Se considera que se da esta grave necesidad:

* Cuando no hay suficientes confesores para oír las confesiones de cada uno a su debido tiempo, si por este motivo los fieles se ven privados por mucho tiempo, sin culpa propia, de la gracia sacramental de la sagrada comunión.

* Esto puede ocurrir en tierras de misión, pero también en otras partes por razón de la afluencia de fieles.

* Sin embargo, no es causa suficiente la muchedumbre de fieles si hay suficientes confesores. Estos casos de gran afluencia de público pueden preverse, y debe procurarse a tiempo el número suficiente de sacerdotes para que no sea necesario dar la absolución general.

Los obispos, después de intercambiar su parecer con los otros miembros de la Conferencia Episcopal, son los que han de juzgar y determinar si en su patria se dan las condiciones requeridas para la absolución general y en qué casos. En España, la Conferencia Episcopal ha determinado que, de ordinario, no se dan tales condiciones.

B) Por parte de los fieles

Para que puedan recibir de este modo la absolución general se requiere:

a) Que tengan las debidas disposiciones, es decir, que se arrepientan de sus pecados, que tengan propósito de enmienda, que estén dispuestos a reparar los escándalos y daños ocasionados, etc. Estas disposiciones son evidentes y se exigen para cualquier celebración privada o comunitaria.

b) Que estén dispuestos a confesar individualmente a su debido tiempo los pecados graves no confesados aún.

c) "Esta confesión individual debe hacerse antes de recibir otra absolución general, a no ser que lo impida una justa causa” (canon 963). El canon 989 establece la ley general de que todo fiel que haya llegado al uso de la razón está obligado a confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año. Pero el canon 963 añade que "aquel a quien se le perdonan los pecados con una absolución general debe acercarse a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tenga ocasión". Da la impresión de que se teme que no haya recibido realmente el perdón de sus pecados. No necesitamos repetir que esta disposición no nos parece razonable.

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C) Normas para los sacerdotes

A los sacerdotes se les urge a que, o bien después de la homilía o bien dentro de la misma, advierten a los fieles que:

a) para recibir la absolución general deben estar debidamente preparados, es decir, arrepentidos de sus pecados y con el propósito de enmendarse y reparar los daños o escándalos que tal vez hayan podido ocasionar;

b) que los que tengan pecados graves están obligados a confesarlos luego a su debido tiempo; que se imponga una satisfacción que habrán de cumplir todos, a la que podrán añadir otra los fieles, sí quisieran (Rit. n. 35 a); finalmente, para expresar externamente su deseo de recibir la absolución, el sacerdote (el diácono u otro ministro invitará a los presentes a ponerse de rodillas, inclinar la cabeza, a adelantarse en torno al altar u otro signo visible que manifieste su voluntad y disposición de recibir la absolución. Hecho esto, recitan todos en común la confesión general ("Yo confieso ante Dios......”) y se podrán añadir otras preces terminando con el Padrenuestro. Sigue la absolución con la fórmula amplia del Ritual, n. 151.1

Evidentemente, no podemos comentar aquí todas y cada una de estas normas, algunas de las cuales no nos parecen del todo afortunadas, mientras que otras han de considerarse como evidentes para una digna recepción del sacramento.

2. INCONVENIENTES ACTUALES

Esta fórmula C podría ser el modo más perfecto de celebrar la comunidad cristiana el sacramento de la penitencia, sí llegase a ser uno de los modos ordinarios de reconciliación. De hecho no lo es:

a) Porque se ha concedido más como excepción que como forma común.

b) Porque se han puesto muchas limitaciones y dificultades en su celebración.

c) Las actuales disposiciones y exhortaciones, más que del sacramento de la penitencia, hablan de los casos en que está permitido impartir la absolución general y de las condiciones que se requieren para poder recibirla.

d) Se impone a los fieles la obligación de confesar luego privadamente los pecados graves que no se han podido confesar en tales circunstancias.

e) Crea problemas innecesarios. Pongamos un ejemplo: si un fiel, después de haber recibido una absolución general, no cumple la condición de confesar en privado al sacerdote los pecados graves, ¿comete un nuevo pecado? ¿Qué decir de los pecados que le fueron perdonados y de los cuales fue absuelto si luego no cumple la condición de la confesión privada?

¿Reviven aquellos pecados?Son problemas falsos que provienen de presupuestos falsos. Es muy fácil decir que ese

penitente no tenía las disposiciones necesarias porque le faltaba la voluntad de confesarse, luego y, por lo mismo, no le fueron perdonados los pecados. Pero también podría suceder que, de hecho, entonces tuviera voluntad y solo más tarde faltó.

Y tampoco es difícil imaginar que algunos piensen que, después de haber participado en una celebración comunitaria con absolución general, ya quedan reconciliados con Dios y con la Iglesia y no necesitan ningún requisito más. A mi me parece que todos estos problemas son falsos de cara a Dios. El precepto de confesarse después en privado al sacerdote es un precepto eclesiástico y no un precepto divino. Y lo mejor sería no crear problemas ni complejos de culpa.

f) Como la evolución de las formas de la penitencia no ha terminado, me parece preferible evitar el señalar defectos y dificultades de la praxis actual y resaltar los valores y ventajas de esta forma, con la esperanza de que algún día sea un medio ordinario de reconciliación y santificación para muchos cristianos.

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3. VALORES Y VENTAJAS DE LA RECONCILIACIÓN DE MUCHOS PENITENTES CON CONFESION GENERICA Y ABSOLUCION GENERAL

Además de los indicados por el nuevo Ritual de la Penitencia (nº 22 y 77) y de los que ya hemos hablado en otro libro7, quisiéramos resaltar algunos:

a) Ya hemos indicado que litúrgicamente nos parece el modo más completo, coherente y perfecto de celebrar la conversión y la reconciliación en la comunidad cristiana. Aquí se cumple la recomendación del Concilio Vaticano II: “Siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada" (SC 27).

En esta forma de celebración C, en la que interviene de un modo más directo la comunidad eclesial con las oraciones, la corrección fraterna, la reconciliación mutua, se logra mejor una de las aspiraciones señaladas por el concilio:

"Revísense el rito y las fórmulas de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto del sacramento" (SC 72).

b) El Ritual de la Penitencia dice en su n. 8 que "toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas manera al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios". Esta participación de toda la comunidad se verifica mejor en las celebraciones Penitenciales comunitarias, en las que todos juntos escuchan la palabra de Dios, interceden los unos por los otros, se reconocen pecadores ante toda la comunidad, imploran el perdón de Dios y de los hermanos, y reciben todos juntos la alegría de la reconciliación con Dios y con la Iglesia (cf. Rit. nº 4).

c) Esta forma permite también renovar más Fácilmente todo el proceso penitencial, espaciándolo en las diversas fases:

* Un día se dedica a la acogida, lecturas bíblicas, homilía y examen. * Otro día se consagra a profundizar el arrepentimiento, revisión de vida e imposición de

algunas obras de satisfacción, como prueba y signo de la verdadera conversión.* Finalmente se señala otro día para recibir todos junto la reconciliación sacramental y

celebrar con alegría el perdón de Dios, dándole gracias y bendiciendo su nombre.

Este plan, propuesto y deseado por muchos para algunas ocasiones, no puede ser norma general ni llevarse a cabo con frecuencia. Pero tampoco debe parecer tan utópico e imposible que nunca se pueda realizar con algunos grupos de cristianos comprometidos, con grupos de ejercitantes o en comunidades religiosas y comunidades de base.

d) Este tipo de celebraciones, según la forma C, es el ideal para las comunidades religiosas, grupos de ejercitantes y otros grupos similares, con tal de que nunca falte la oportunidad y la plena libertad para la confesión individual.

En las comunidades religiosas, por poner sólo un ejemplo, no se dan por lo general pecados graves. Por lo mismo, puede hacerse la celebración con confesión general, puesto que no hay ninguna obligación de confesar los pecados leves. Yo creo que esto se puede hacer dentro de las normas actuales, y más cuando los miembros de la comunidad se acusan espontáneamente ante Dios y ante la comunidad de sus faltas. De este modo, se evita el interrumpir el ritmo de la celebración comunitaria con la celebración de las confesiones individuales y todo resulta mejor y más obvio.

e) Las ventajas prácticas de esta forma de celebración, aunque las teológicas son siempre las principales, es que se puede realizar con un solo sacerdote. En la forma B, si hay muchos penitentes, se requieren muchos sacerdotes para no prolongar excesivamente el tiempo de espera entre la confesión individual y la acción de gracias final. En esta forma C puede haber varios sacerdotes, y pueden concelebrar varios la Santa Misa, pero basta uno solo para organizar y realizar toda la celebración.

4. PELIGROS

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No vamos a ocultar que esta forma C, convertida en ordinaria, a pesar de las muchas ventajas que ofrece, encierra también sus peligros.

El peligro que se señala con más frecuencia es el siguiente: Si estas celebraciones sin confesión individual se convierten en ordinarias, muchos se limitarían a ellas y abandonarían totalmente la confesión individual privada. Para muchos, estas celebraciones se convertiría en el único modo de recibir el sacramento de la penitencia.

No negamos tal peligro, pero no conviene exagerar. También podríamos decir, con dolor, que para los católicos, durante muchos siglos, la confesión individual con la absolución ha sido el único modo de reconciliación sacramental. "Se confesaba durante la misa" -y, por desgracia, aún se sigue haciendo- de suerte que el sacramento de la penitencia había quedado reducido a la mínima expresión. Y esto durante siglos, lo cual indica que la intervención de la Iglesia no fue muy decisiva a la hora de mejorar este orden de cosas. Pero vayamos por partes:

a) De hecho, muchos católicos ya no se confiesan y, por lo mismo, el mal que se teme ya está ahí y es más grave que el mal tenido o sospechado. Pienso que serían muchos más los que volvieran a recibir dignamente el sacramento de la penitencia, introduciendo esta forma como ordinaria, que los que abandonaran la confesión privada.

b) La mayor parte de los que se confiesan alguna vez en la vida o, a lo sumo, una vez al año, por cumplir un precepto y no por una necesidad y una convicción personal de purificarse y reconciliarse, suelen hacer unas confesiones tan someras y tan poco personales que, en realidad, nada se pierde en orden a la vida cristiana si dejan de confesarse individualmente.

Durante siglos no hubo confesión privada sacramental ni precepto de confesarse una vez al año, y hubo cristianos fervorosos, santos, mártires y legiones de monjes que nunca recibieron el sacramento de la penitencia. Estos cristianos, que rara vez se confiesan y lo hacen de un modo muy imperfecto, pueden ganar mucho y no perder nada si participan en una celebración comunitaria bien preparada: lecturas bíblicas, exhortaciones, examen, oraciones en común, reconocerse pecador ante todos los presentes, confesión general. Creo que todo esto es más importante y más perfecto en orden a la conversión y el perdón de los pecados que las confesiones individuales que se hacen por puro compromiso: porque pertenecen a una cofradía, porque se casa un hijo (y hace diez o quince anos que no se ha confesado), porque hace la primera comunión una hija, etc.

Seamos realistas y honestos: quienes participan en una celebración comunitaria bien organizada, con confesión general, se disponen mejor a la reconciliación sacramental que quien acude al confesionario para una confesión privada en las condiciones indicadas. Yo pienso que se ayuda más a los fieles, en orden a su bien espiritual y a una vida cristiana mejor, con estas celebraciones que con la obligación de la confesión individual, que, en realidad, no cumplen o cumplen de un modo muy deficiente. Siempre será preferible una praxis de "celebración de la penitencia con muchos penitentes, con confesión y absolución general" a nada, es decir, a la desaparición práctica de toda forma de celebración de la penitencial8.

c) La confesión privada y personal es una necesidad del corazón, es una gran ayuda y consuelo para muchas personas, es una manifestación y signo de la auténtica conversión. A veces es necesaria para orientarse en circunstancias difíciles de la vida. Si esta reconciliación individual es tan necesaria en determinadas circunstancias y tan querida por los fieles, como se nos dice en muchos documentos recientes, no veo por qué se tiene tanto miedo a que desaparezca esta práctica. Si la abandonan aquellos que no la practican bien y para los que sólo resulta un tormento, nada se pierde. Y aquellos que acuden al sacerdote en busca de ayuda espiritual, de gracia y de perdón, no la abandonarán. Cada forma de celebración tiene su razón de ser y ninguna debe suplantar a las demás. Como ya advierte la Exhortación Rec. et Paenit. -dentro de la legislación actual, que considera la Forma C como extraordinaria-: "...ni el uso excepcional de la tercera forma de celebración deberá llevar jamás a una menor consideración, y menos al abandono, de las formas ordinarias, ni se debe considerar esta forma como alternativa a las otras" (nº 32, p. 114). Pero el día en que esta Forma C se convierta en ordinaria, los pastores y los fieles deberán escoger aquellas formas de celebración que mejor se acomoden a sus necesidades y situación presentes, buscando siempre el mayor bien espiritual de los fieles y de toda la Iglesia.

Notas al capítulo quinto1. Cf. SC 27; 72; 109-110; LG 11

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2. Rec. et paenit., nº 313. Cf. AAS 64(1972)510.4. Cf. Rit. nn. 31-35; Normae pastorales, AAS 64(1972)510-515.5. Véase el Boletín oficial de la Conferencia Española, n. 22, del 5 de abril de 1989, pp. 59-

60.6. Cf FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 294-296; BOROBIO, D.,

Reconciliación penitencial, Bilbao, 1988, pp. 203-205.7. El Sacramento de la Reconciliación, pp. 296-298.8. BOROBIO, D., Reconciliación penitencial, Bilbao, 1988, p. 206.

EPÍLOGO

En este librito me he propuesto un objetivo muy sencillo: mostrar la posibilidad de una forma de celebración penitencial, que hoy no es aceptada como forma ordinaria de recibir el sacramento, y eliminar el error subyacente que ha impedido el reconocimiento oficial de dicha forma.

Lo que en este opúsculo se afirma y se defiende lo han dicho y escrito muchos otros teólogos e investigadores antes que yo. No invento nada ni digo nada nuevo. Sólo espero el reconocimiento oficial de lo que me parece evidente desde la historia y desde la teología. El autor de estas páginas no ignora que los problemas en torno al sacramento de la penitencia no se resuelven con introducir y prodigar las absoluciones generales sin confesión individual previa. Es un problema de fe, de conversión sincera, de formación de la conciencia, de la debida preparación y del tiempo conveniente para que el pecador reconozca sinceramente, ante Dios y ante los seres humanos, su pecado, y para que se sienta movido a repararlo y abandonarlo. Es cuestión de sentir y vivir la comunidad eclesial -de toda la comunidad- como mediadora de la reconciliación y del perdón. Hacia esto debe tender la formación catequética y la praxis. Pero, precisamente, porque muchos -aquellos que más lo necesitan- no se acercan a recibir el sacramento de la penitencia tal como está hoy estructurado, pienso que una celebración penitencial comunitaria bien preparada puede ser un medio muy conveniente para llegar, con la gracia de Dios, a una conversión sincera, a profundizar la propia fe y a compartir la alegría de la reconciliación con los demás. La gente lo desea y acude a estas celebraciones, que les proporcionan paz, alegría y deseos sinceros de vida cristiana. Este mismo verano de 1989, me contaban dos casos concretos de parroquias donde se practicaba con gran provecho esta forma de celebración, pero que probablemente tendrá que ser eliminada ante las quejas de otros párrocos o de la legítima autoridad del Ordinario. Podría ser un modo ordinario de celebrar el sacramento, pero las normas actuales lo consideran como extraordinario y es necesario respetarlas. Pero la larga historia del sacramento de la penitencia y sus innumerables cambios permiten esperar que algún día se atienda a los deseos y necesidades espirituales de los fieles. Quien crea que esto no es importante, o que sólo se trata de eludir las dificultades de la confesión privada, debe pensar seriamente si su actitud y las normas vigentes no están impidiendo a muchos el recibir la gracia del sacramento con mucha mejor preparación de lo que pudiera ser una confesión individual y si no están privando a muchos de la oportunidad de una conversión y acercamiento a la Iglesia, al imponer cargas y condiciones que Cristo no exigió.

Hace pocos días -el 19 de agosto de 1989- decía el Papa Juan Pablo II a unos 500.000 jóvenes congregados en el Monte del Gozo de Santiago de Compostela:

"La verdad es la exigencia más profunda del Espíritu humano. Ante todo debéis estar sedientos de la verdad sobre Dios, sobre el ser humano, sobre la vida y el mundo”(1).

Pero, ¿dónde está la verdad? ¿Quién es la verdad? Jesucristo es el camino, la verdad y la vida. Tenemos que volver a Jesucristo para encontrar el verdadero camino que conduce a la verdad, tenemos que poseer el Espíritu de Jesucristo, que nos conducirá a la verdad plena. Si leyéramos más el Evangelio, sí nos dejásemos penetrar por sus palabras y las rumiásemos en nuestro corazón, como la Virgen, la Madre de Jesús (cf Lc 2, 19,51), desaparecerían muchas dificultades que tantas veces nos inventamos los seres humanos.

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Permítaseme terminar con una leyenda muy instructiva, que tantas veces he oído aplicar a la religión de Buda, a la de los rabinos y a la misma religión cristiana. Discutían una vez ciertos sabios sobre la doctrina de Buda. Después de muchos días de discusión, como no se ponían de acuerdo, determinó Buda presentarse ante ellos y explicarles el verdadero sentido de sus palabras. Pero, después de escucharle con reverencia, le responden aquellos sabios: Lo verdaderamente importante no es lo que tú hayas enseñado, sino las interpretaciones que de tus palabras han dado los sabios. "Cuando Buda muere, nacen las escuelas”(2).

Aunque se trata de una leyenda, no cabe duda de que encierra una lección profunda y responde a un hecho de la historia. ¡Cuántas veces se nos remite a las interpretaciones de los teólogos, de la Iglesia, del magisterio, en vez de estudiar directamente las fuentes! El Evangelio de Jesús es más sencillo y humano que las interpretaciones de los seres humanos. "Dios es más grande que nuestro corazón " (1 Jn 3, 20). Esta convicción es la que he querido dejar expuesta en este libro sobre un punto concreto de la praxis cristiana.

Madrid, 30 de agosto de 1989

Notas al epílogo1. Ecclesia, 26 agosto-2 septiembre 1989, p. 1.251.2. Cf. MELLO, A. de, La oración de la rana, Santander, 1988, p. 94.

APÉNDICE

RESPUESTAS A ALGUNAS DIFICULTADES

"Que donde haya error, ponga yo verdad"

Mi librito Díos ama y perdona sin condiciones ha suscitado alguna polémica y diversas reacciones. Vida Nueva se ha hecho eco de algunas, otras me han llegado directamente por escrito o por testimonio oral(1). Todas las cartas que he recibido hasta el presente, excepto tres, son de adhesión, de aliento y de alabanza. Algunas son de profesores ilustres. Pero no olvido que ha habido también opiniones contrarías, actitudes de reserva y de oposición. Tampoco ignoro la reacción poco favorable de algunos señores obispos durante la reunión plenaria de la Conferencia Episcopal Española de finales de febrero de 1990. Por aquellas fechas casi ningún obispo había leído el libro y sólo podían juzgar por la recensión de Díaz Tortajada de Vida Nueva publicada en el número del 24 de febrero

1 Indicamos los números de Vida Nueva a los que aludimos: Primera recensión de A. Díaz Tortajada, n. 1.726, 24 febrero 1990, p. 425; FERNÁNDEZ, D., n. 1.728, 10 marzo 1990, p. 488. Contiene algunas precisiones; SALAVERRI, J. M., n. 1.730, 24 marzo 1990, p. 600. Sobre la recensión de DÍAZ TORTAJADA, A.; Andrés Domínguez, Párroco de Ledesma, n. 1.735, 28 abril, 1990 p. 836.

Añadimos un par de recensiones serias: RENWART, L., en NRTH 113, 1991,p. 122; VILLALMONTE, A., en Naturaleza y Gracia 37, 1990, pp. 124-125.

Que entregaron a todos los miembros de la Conferencia. Como me es imposible responder a todas las cartas, me parece útil ofrecer aquí algunas respuestas y ampliaciones que pueden ser de provecho para el común de los lectores. Deseo manifestar mi agradecimiento y mi respeto a los que me alaban y a los que me critican. No pretendo defenderme ni atacar a nadie, sino tomar en consideración la observaciones que me han hecho y completar -en cuanto el espacio concedido me lo permite- algunos datos que confirman mi postura.

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1. JESÚS ES LA NORMA SUPREMA

reo sinceramente que casi todas las dificultades que me han propuesto están resueltas en dicho libro. Es preciso leerlo con calma y verlo en su conjunto, pues es bastante breve, y leer también las referencias al Denzinger, a la Biblia y a los pocos libros o artículos que cito, que no siempre defienden la misma opinión que yo. Pienso, sobre todo, que estas dificultades se resuelven con la lectura asidua de los Evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento. Quien tome en serio las palabras y los ejemplos de Jesús se verá libre de no pocas preocupaciones.

Como escribe San Gregorio Papa en un comentario a los Evangelios:

"Nuestro Señor y Salvador nos da lecciones, unas veces con palabras y otras con el ejemplo de sus obras. Pues sus obras ya de por sí vienen a ser como mandatos, porque su mismo obrar sin palabras es claro ejemplo de cómo debemos obrar nosotros mismos”.2

Las obras del Señor son mandatos. ¿No nos obliga esto a modificar un poco nuestra praxis penitencial? No opongo Jesús a la Iglesia, comunidad de creyentes y jerarquía, pero la Iglesia

2 Hormil. 17, 1; PL 76,1139.

debe confrontar siempre sus normas, su conducta y su doctrina con la Palabra de Dios, con las enseñanzas y ejemplos de Jesús.

2. NO ABSOLUTIZAR LAS NORMAS

Jesús luchó constantemente contra la absolutización de las leyes, de los ritos y observancias, incluso contra la absolución de lo más santo y sagrado para los judíos: la Ley, el Templo y el Sábado. "El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado" (Mc 2, 27). Ni en Garizín ni en Jerusalén, sino que en todas partes se adorará a Dios en espíritu y en verdad. Tales son los adoradores que el Padre busca (cf. Jn 4, 21-26). Para Jesús el único absoluto era la voluntad del Padre. Y lo mismo podemos decir de los apóstoles, que vieron en Jesús y en su Evangelio la revelación definitiva del Padre. Cuando las autoridades religiosas prohibieron a Pedro y a Juan enseñar en nombre de Jesús, respondieron: "Juzgad vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él; porque nosotros no podemos dejar de anunciar lo que hemos visto y oído”. ' (Hch 4,19-20). Y más tajante es aún la sentencia que Pedro y los apóstoles pronunciaron ante el sanedrín: "Es Preciso obedecer antes a Dios que a los hombres (Hch -5, 29).

Esto escandaliza, sin duda, como escandaliza la muerte de cruz o las bienaventuranzas y tantos otros textos evangélicos, si los tomamos en serio. Esta parresía, esta libertad de espíritu, es lo que echo de menos en no pocas ocasiones en la Iglesia. Y no quisiera omitir un texto de Isaías, que tanto me impresionó desde mi juventud, porque se cantaba en la antífona de entrada de la misa del Padre Claret, nuestro fundador: "Clama, ne cesses, quasi tuba exalta vocem tuam et annuntia populo –meo scelera eorum " (ls 58, 1): "Clama, grita sin cesar, levanta tu voz como una trompeta y anuncia a mi pueblo sus crímenes”.

CRÍTICAS

Las críticas que se hacen en el libro, sobre todo en el prólogo y en el epílogo, son críticas de Jesús o de los evangelistas a la religión meramente formal y a las observancias externas. Me las aplico a mí mismo, a los religiosos/as, a los sacerdotes y seglares y a todo el pueblo creyente, sin excluir, por supuesto, a los obispos. Pero no son críticas contra los obispos ni contra la Iglesia, sino que afectan a todos los que no somos buenos cristianos. San Pablo, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis son mucho más duros en sus críticas. Yo no puedo pensar que la Sagrada Escritura sea letra muerta que nada dice a los cristianos de nuestro tiempo. Pienso que los textos del Nuevo Testamento se deben aplicar a la vida de la Iglesia de hoy.

El Papa Juan Pablo II decía a los obispos alemanes reunidos en Roma:

"Parece justamente necesario redescubrir el coraje ante el riesgo y ante la crítica. Es necesario ser críticos en relación con todo lo que aparece seguro o indispensable. Es necesario manifestarse abiertos al riesgo en lo que respecta a las posibilidades”.3

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4. LA EXPERIENCIA LITÚRGICA

Durante todo el tiempo de Cuaresma y de Pascua de 1990, seguí con atención la lectura de los textos litúrgicos: lecturas bíblicas, oraciones, lecturas de los Santos Padres. Muchos de estos textos me parecían nuevos, porque los leía a una nueva luz desde una nueva situación vital. Y encontraba en ellos la confirmación de la doctrina y actitudes expuestas en mi libro. Son muchos los caminos y los medios del perdón de Dios y de la reconciliación, y no debemos reducirlos arbitrariamente a uno.

3 Discurso del 14-11-1989; Ecclesia 49, 1989, p. 1.866.

En definitiva, se trata de la doctrina del Evangelio y de toda la Sagrada Escritura: "Si entendierais lo que significa misericordia quiero y no sacrificios, no condenaríais a los inocentes" (Mt 12,7; 9, 13). Ésta es la religión que Dios pide y exige. Éste debe ser nuestro punto de partida.

Lo curioso es que gran parte de los pensamientos que expongo en mi libro los encuentro en los Comentarios Bíblicos al Leccionario Ferial, publicados por el Secretariado Nacional de Liturgia. Yo suelo leer los textos bíblicos con algún comentario antes de la celebración. El miércoles de la quinta semana de Pascua se comienza a leer el capítulo 15 de los Hechos, que narra el desarrollo del llamado "primer concilio" de Jerusalén. Los cristianos de Judea decían a los convertidos del paganismo: "Sí no os circuncidáis, como manda Moisés, no podéis salvaros". Y se provocó un gran altercado. El comentario bíblico a esta lectura dice: "El problema es grave: la salvación, ¿se debe a la mera actuación de Díos, o requiere las prácticas de la Ley? Situación típica de la Iglesia en expansión y que continúa a lo largo de los siglos hasta la actualidad: la controversia en torno a una ley de mandatos y preceptos multiplicados o la Ley del espíritu”4. La cuestión no atañe sólo a los primeros cristianos, sino también a los hombres de hoy. El viernes de la misma semana, al comentar el decreto emanado de aquella asamblea para los cristianos de Antioquía, se insiste: "La carta es una ratificación de la supremacía de la ley del Espíritu y de la libertad cristiana sobre la ley de los preceptos. Es una fuente de alegría y de aliento para las comunidades" (Ibidem, pp. 314-315).

5. LA LEY DEL ESPÍRITU

Con mucha frecuencia he comentado este texto de aquella importante asamblea en la que participaba toda la Iglesia: los apóstoles, los presbíteros y los fieles. La palabra final parece que no la

4 Comentarios Bíblicos, tom. IV, p. 3001pronuncia Pedro, sino Santiago, el obispo de Jerusalén. Aquella comunidad escribe a su

hermanos de Antioquía: Hemos Decidido (édoxen) el Espíritu Santo y nosotros (Hch 15, 28). Y, aunque las decisiones tomadas no son un monumento de sabiduría, sino de carácter elemental, hay algo muy importante en este decreto: No imponer más cargas de las necesarias (Ibidem).

Lo que está en juego es sencillamente si para nosotros, cristianos del siglo XX, lo más importante es la observancia estricta de las normas y preceptos o la conversión sincera, la gracia y el perdón de Dios, la reconciliación con Dios y con los hermanos y la celebración alegre y esperanzada de esta reconciliación. No se debe ver oposición entre ambas cosas, pero San Pablo, San Juan, Santo Tomás y los autores espirituales reconocidos por la Iglesia, se declaran sin vacilación a favor de la ley del Espíritu. Se podría hacer una antología de textos preciosos en este sentido. Sólo un botón de muestra:

"Donde está el Espíritu del Señor allí está la libertad" (2 Cor 3, 17). "Sí os dejáis conducir por el Espíritu, no estáis bajo la ley" (Gal 5, 18). Significa esto que el cristiano es un amoral, un hombre sin ley, que está más allá del bien y del mal? San Pablo responde decididamente que no, porque vive bajo la acción del Espíritu: "No estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. ¡Pues qué! ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? De ninguna manera" (Rom 6, 14-15). Lo que rige la vida cristiana no es un código de preceptos, sino la ley del Espíritu: "Porque la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, me libera del pecado y de la muerte" (Rom 8,2).

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Y Santo Tomás interpreta magníficamente el pensamiento de Pablo, cuando escribe: "La Ley nueva se identifica ya con la persona del Espíritu Santo, ya con la actividad en nosotros del mismo Espíritu"5. San Agustín, en su carta a Jenaro, se queja

5 In Rom. 8, 2; lect. 1.

amargamente de aquellos que “abruman con cargas serviles la misma religión, que la misericordia de Dios proclamó libre con sólo unos pocos y manifiestos sacramentos rituales. Más tolerable sería la condición de los judíos. Aunque éstos no conocieron el tiempo de la libertad, al menos sólo se sometieron a las cargas legales, no a las presunciones humanas"6. Y San Juan de la Cruz, en la cumbre de la subida al monte, escribe: "Ya no hay por aquí camino, que para el justo no hay ley" (Dibujo de la Subida al Monte Carmelo).

En nuestros días Y. Congar, después de citar varios textos de San Pablo (Gal 5,13; 2 Cor 1,24; Flm 1,4) exclama: "¡Qué lejos de la presión clerical que ha dominado tan pesadamente -¿podemos afirmar que ya ha terminado?- en nuestros comportamientos pastorales!"7. Estos textos no son míos. Son de la Sagrada Escritura y de otros autores célebres aprobados por la Iglesia. Y podría hacerse una larga lista de autores de nuestros días que dicen lo mismo.

6. TRATAR ESTOS TEMAS EN OTRA SEDE

Algunos señores obispos y don Andrés Domínguez, párroco de Ledesma, me sugieren que estos temas debieran tratarse en revistas especializadas y a otro nivel. Es lo que han hecho muchos y yo mismo. El primer capítulo, el único que ha sido objeto de polémica, apareció primero en Revista Agustiniana de 1989. Parece que nadie de los que hoy muestran reservas respecto a mi libro se enteraron, a pesar de que de otros recibí diversas aprobaciones y elogios. En alguna comunidad religiosa de agustinos se llegó incluso a fotocopiar todo el artículo y dar una copia a cada miembro a cada miembro.

6. Epist. SS. 19; PL 33, 22 1.7. CONGAR, Y, El Espíritu Santo, Barcelona 1983, p. 336. Véase además el estudio de St.

Lyonnet, Libertad cristiana y ley del Espíritu según san Pablo, en la obra La vida según el Espíritu, Salamanca, 1967, pp. 177-202.

Desde hace mas de 25 años vengo escribiendo y enseñando lo mismo sin que ni obispos, ni profesores, ni sacerdotes dedicados a la pastoral me lo hayan reprochado. Al contrario, bastantes dedicados a las tareas pastorales han alabado mi obra El sacramento de la reconciliación (Valencia, 1977), donde expongo ya estas ideas y aporto más datos históricos. Conservo una breve carta del cardenal A. Suquía, siendo arzobispo de Santiago de Compostela, agradeciéndome el envío de este libro, que para él tenía particular importancia. En los doce años transcurridos desde aquellas fechas, nadie opuso objeciones a mí enseñanza.

Existen numerosos libros y escritos sobre la interpretación del Concibo de Trento y otros temas afines que yacen dormidos en las bibliotecas8. Precisamente porque el tema despertaba interés y era de actualidad, decidí presentarlo a un público más amplio en forma de un libro breve. El éxito que ha tenido confirma que fue un acierto. Como tantos otros colegas, tengo centenares de artículos científicos publicados en diccionarios, enciclopedias, revistas científicas, actas de Congresos, semanas de estudio, etc, que me han costado muchas horas de trabajo, pero que apenas son conocidos porque no han sido divulgados en medios asequibles al gran público. Pienso que ningún escritor se propone como ideal escribir para que sus escritos sean arrinconados o conocidos sólo por un limitado grupo de especialistas. Yo, al menos, con este pequeño libro deseo proclamar la buena noticia de que Dios nos ama y perdona, si nos arrepentimos de corazón, y mostrar a todos que son muchos los caminos del perdón de Dios y que ninguno debe estar cerrado para el que busca la paz y la reconciliación. La gracia y la misericordia de Dios se ofrece a todos los que buscan con sinceridad y nadie debe sentirse excluido del amor de Dios.

8. Cito algunos en Dios ama y perdona sin condiciones, capítulo I, p. 21, nota 9 y p. 23, nota 14. No todos defienden mi opinión, pero los cito como ilustración.

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Añadamos que el pueblo sencillo no se escandaliza, sino que es el que mejor recibe estas enseñanzas sin menoscabo alguno de su respeto a la autoridad eclesiástica. Siento de nuevo la tentación de copiar algunas frases de los Comentarios Bíblicos: "Es interesante el contraste entre las autoridades que persiguen y el pueblo que acepta y cree, situación significativa y siempre actual en la vida de la Iglesia " (Tomo IV, p. 250). No debiéramos considerar a los laicos como eternos menores de edad a los que conviene ocultar algunas verdades. La Exhortación Christifideles laici y la Carta apostólica Mulieris dignitatem debieran tener más consecuencias prácticas en la vida de la Iglesia.

7. CONFESIÓN CON REBAJAS9

Quien así hable no ha leído mi libro o no lo ha entendido. Más de veinte veces repito que yo respeto las actuales normas de la Iglesia y pondero los valores y la necesidad de la reconciliación personal para muchas personas. Pero no cerremos los ojos a la realidad: a muchos les asusta el tener que ir al confesionario a declarar sus pecados al sacerdote. Para éstos hay que buscar otra solución. Ya es bastante triste que al sacramento de la reconciliación se le llame "confesión", y no en el sentido de un acto de fe o de esperanza, sino en el de manifestación de los pecados. Esta denominación se adoptó hacía el siglo VIII, cuando ya se había introducido la "confesión privada" y la acusación de los pecados había tomado más relieve que la penitencia o satisfacción. En otros tiempos se imponían "penitencias gravísimas", que era necesario cumplir antes de recibir la reconciliación. Algunas duraban varios años o, por lo menos, una Cuaresma10. Actualmente se ha suprimido de hecho la

9. Cf. Vida Nueva, n. 1730. 24 de marzo 1990, p. 600.10. Cf FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación: las tarifas penitenciales, pp.

155 SS.

Penitencia o satisfacción penitencial. Con frecuencia se reduce a rezar tres avemarías o dos padrenuestros. No abogo por la restauración de penitencias rigurosas y proporcionadas a la gravedad de la culpa al estilo de la Antigüedad o de la Edad Medía. Sólo constato que en este punto se han dado "rebajas enormes" y nadie se queja, nadie protesta ni se escandaliza.

La confesión de los pecados es una parte esencial del sacramento de la penitencia, pero se puede hacer de muchos modos: con palabras o con gestos, ante Dios, ante la comunidad o ante el sacerdote en la confesión auricular. No se debe identificar la confesión, en cuanto acto de fe y de esperanza, con la declaración de todos los pecados mortales al sacerdote tal como lo establece el Concilio de Trento. Por eso debo añadir que no soy yo el que resta, sino el que suma. Sin quitar ni suprimir nada de lo existente, propongo como posible y provechosa para los fieles otra fórmula de recibir y celebrar la reconciliación que hoy sólo se permite en casos excepcionales. Corresponde a la autoridad competente ponderar serenamente esta conveniencia, teniendo en cuenta, sobre todo, las necesidades y los anhelos de los fieles.

8. SACRAMENTO PARA POCOS

Los que exigen la confesión privada de todos los pecados mortales al sacerdote para conseguir el perdón, están suponiendo que van a ser pocos los cristianos que reciban el sacramento. No sé si podemos afirmar con tanta seguridad que son pocos los que pecan. Si se confesaran la mitad o la tercera parte de los católicos bautizados según el nuevo rito de la reconciliación de un solo penitente, no habría sacerdotes suficientes para recibir tales confesiones. Quienes reciben con frecuencia este sacramento son precisamente aquellos que no tienen obligación de hacerlo. De los que debieran hacerlo por obligación, al menos una vez al año, son bastante pocos los que se acercan al confesionario. Y éstos, con excesiva frecuencia, lo hacen en unas circunstancias y condiciones en las que la declaración de los pecados resulta muy elemental e incompleta. ¿Vale la pena insistir tanto en una obligación que pocos cumplen y de la que se reporta tan poco provecho espiritual? ¿Es realmente necesaria la confesión de todos los pecados graves para recibir el perdón de Dios? ¿No hay otras formas para reconciliarse con Dios y con la Iglesia? Ante esta situación, ¿no se puede intentar algo que mejore el modo de recibir el sacramento y que amplíe el número de los que lo reciban?

Pienso que todos tenemos hermosas experiencias de confesiones personales conmovedoras, muy bien hechas, que han llenado al penitente de alegría y paz. Han sido para los penitentes y para el sacerdote una experiencia inolvidable. Pero esto no es razón para imponer a todos esta forma cuando, en realidad, la rehuyen o la rechazan. Sí preguntamos a los

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jóvenes y a la mayor parte de los hombres sí la obligación de declarar sus pecados ante el sacerdote constituye una dificultad para su vida sacramental, la mayor parte responde afirmativamente.

9. EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Me dice el párroco de Ledesma (Salamanca) que el magisterio de la Iglesia queda un poco mal parado en mí libro11. Es un tema muy amplio al que no puedo responder en pocas palabras. Depende de cómo entienda el magisterio eclesiástico y de si piensa que no se puede admitir ningún error en los textos del magisterio, aun cuando no se trate de un magisterio infalible. Aquí sólo puedo hacer un par de observaciones:

a) Cuando se estudiaba poco la Biblia, fundándose en el principio de que Dios es el autor principal de la Escritura y en que con Dios no puede haber engaño, no se quería admitir ni el

11. En Vida Nueva, n. 1735, 28 abril 1990, p. 836.

más mínimo error en la Biblia. Hoy sabemos que hay errores de historia, de geografía, de ciencias naturales y cosmológicas, y esto no nos crea ningún problema, porque no afecta al orden de la salvación. Si en el Evangelio de Marcos, dice Jesús: "¿No habéis leído lo que hizo David, cuando tuvo necesidad, y él y los que le acompañaban sintieron hambre, cómo entró en la casa de Dios, en tiempos del sumo sacerdote Abiatar, y comió de los panes de la proposición ... ?" No nos preocupa el constatar que, según el libro de Samuel (1 Sam 21, 2-7) en aquella época el sumo sacerdote era Ajimélek, y no Abiatar, su hijo, porque Jesús o el evangelista pudieron citar al sumo sacerdote más conocido en el reinado de David o porque existían diversas lecturas del texto del libro de Samuel (Mc 2, 26). Entre las diversas soluciones que se pueden buscar a este lapsus, es suficiente pensar que se trata de un detalle secundario que en nada afecta a la enseñanza de Jesús. Es significativo que Mateo y Lucas omitan el nombre de Abiatar (Mt 12, 3-4; Lc 6, 3-4).

b) Esta dificultad, que ya se ha resuelto en la Biblia con los géneros literarios, mentalidad de la época, etc, muchos se resisten aún a aplicarla a los textos del magisterio eclesiástico. Se parte del principio general de que los concilios ecuménicos son infalibles sin detenerse a leer y estudiar esos textos y las circunstancias en que surgieron. Quien los lea, admitirá sin dificultad que algunos textos de los concilios son inadmisibles para nuestro tiempo. En la p. 36 de mi libro indico algunos casos, pero hay otros mucho más significativos. Uno de los más llamativos es el del Concilio ecuménico de Florencia en el decreto Pro Jacobitis del 4 de febrero de 1442, que condena al infierno a todos los paganos, judíos, herejes y cismáticos, incluso a aquellos que hayan dado su sangre por la fe cristiana. Vale la pena citarlo: "(La Iglesia) cree, profesa y predica que nadie que esté fuera de la Iglesia católica, no sólo los paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse participe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41), a no ser que antes de su muerte se uniera con ella" (DS 1351). Se trata de una interpretación exagerada del conocido axioma antiguo: "Extra Ecclesiam nulla salus" (Fuera de la Iglesia no hay salvación).

c) Durante mucho tiempo me preocuparon bastante los textos del magisterio jerárquico de la Iglesia. Hoy me preocupan menos, porque, como enseña el Vaticano I, el magisterio no tiene como función el revelar cosas nuevas, sino el transmitir, custodiar e interpretar auténticamente lo revelado (DS 3070). Y ciertamente, muchas de las cosas que se afirman en los concilios no pertenecen a la revelación. Karl Barth hablaba de un "crimen vaticanista" contra el que es necesario protestar de continuo, porque pone la Iglesia por encima de la Escritura. Afortunadamente, el Vaticano II ha procurado corregir este defecto al proclamar paladinamente que "el magisterio (de la Iglesia) no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio" (DV 10). Y Walter Kasper ha expuesto magníficamente la prioridad del Evangelio y de la Escritura sobre las formulaciones dogmáticas en su precioso libro EL Dogma bajo la Palabra de Dios12 . En otro librito suyo se queja, con razón, de que en alguna época el magisterio eclesiástico se había convertido en la fuente inmediata de la teología, alejándose de las fuentes originales13.

Para interpretar correctamente los textos de los concilios, que contienen muchas cosas que no son vinculantes ni doctrina de fe, además de la distinción clásica entre normas disciplinares, que pueden cambiar con el tiempo, y enseñanzas doctrinales, hay que tener en

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cuenta: a) La hermenéutica de los textos; b) la jerarquía de las verdades: c) la teología del tiempo; d) la doctrina de fe que pretende enseñar el concilio como revelación. Este último apartado es muy reducido. De este modo se resuelven algunos de los problemas que nos plantean los textos del magisterio eclesiástico, aunque no todos.

1 0. ALGUNOS DATOS DE LA HISTORIA

Juan el Ayunador, Patriarca de Constantinopla en el siglo VI, comienza así un sermón para los que van a confesar sus pecados al padre espiritual:

"Nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios.... conociendo que el corazón del hombre está inclinado al mal desde su juventud... constituyó a los ángeles custodios y envió profetas, apóstoles, obispos, presbíteros y doctores para enseñar a los hombres la doctrina espiritual, y a los monjes para exhortarles y recibir la confesión de los pecados con arrepentimiento."14

La confesión de los pecados se hacía a los monjes, aunque no fueran sacerdotes, como se hizo en Oriente desde el siglo III y se siguió practicando en las Iglesias orientales. Se trataba más bien de la dirección espiritual. Hoy, la mayor parte de esos monjes y padres espirituales son también sacerdotes. Pero en Oriente se ha conservado muy fuerte la convicción de que es Dios quien perdona y de que el hombre es un mero instrumento y una ayuda para que el penitente reciba el perdón de Dios. Por eso no se concede tanta importancia al hecho de que el padre espiritual esté o no ordenado sacerdote15.

14. Sermo de paenitentia, PG 88, 1920. Abreviamos el largo párrafo muy retórico del Predicador, Existe un manual penitencial atribuido a Juan el Ayunador, aunque no se admite como auténtico. Parece que es de un autor de los siglos IX o X..

15. Remitimos al capítulo IV de esta edición: "La confesión a los laicos" [No incluido en esta edición telemática]

Durante los seis primeros siglos no existió una confesión detallada de todos los pecados graves al sacerdote. La confesión de los pecados para recibir la penitencia eclesiástica se hacía al obispo, más tarde a los presbíteros y diáconos, se limitaba a los pecados externos muy graves y sólo se concedía una vez en la vida. San Juan Crisóstomo (344-407), que escribió seis libros sobre el sacerdocio -hoy diríamos una obra con seis capítulos-, nunca menciona la obligación o tarea del sacerdote (obispo) de oír las confesiones. Más aún, para Crisóstomo los dos grandes sacramentos del perdón de los pecados son el bautismo y la unción de los enfermos". Parece que en su tiempo se llegó incluso a prohibir en Constantinopla la declaración de los pecados debido a los abusos de una noble matrona con un diácono. En Occidente, la obligación de confesar los pecados graves al sacerdote es anterior al siglo XIII, pero en las Iglesias orientales, hasta 1453, no existía ningún precepto de someter a las autoridades eclesiásticas la confesión de los pecados. Lo cual no indica que no se hiciera una confesión voluntaria".

Ante estos datos de la historia y otros que recojo en mí libro Díos ama y perdona sin condiciones, pp. 38-40, es difícil admitir que la confesión individual e íntegra al sacerdote con absolución sea el único modo ordinario de reconciliación. No quisiera terminar sin añadir otro dato de interés; el Vaticano II confirma y alaba la antigua disciplina sacramental vigente en las Iglesias orientales y sus usos en la celebración y administración de los sacramentos, y desea que se restauren, sí fuese necesario (Or. Eccl. 12). Permite incluso a los fieles de cualquier rito recibir el sacramento de la penitencia según el rito oriental en sus territorios (Or. Eccl. 16). Ahora bien, en el rito oriental no existe la obligación estricta de declarar explícitamente todos los pecados graves. Las fórmulas que usan son más bien de carácter general18.

" De sacerdotio, 3, 5-6; PG 48, 634." Cf. VORGRIMMLER, H., Busse und Krankensalbung, HDG, Bd. IV, Faszikel 3, p. 87.

Concluyo citando una vez más el Evangelio: "La lámpara del cuerpo es el ojo. Sí tu ojo está sano, todo tu cuerpo será iluminoso; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará a

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oscuras " (Mt 6, 22-23; Lc 11, 34-35). Mí librito Díos ama y perdona sin condiciones pretende llevar luz, consuelo y paz a muchos fieles y parece que lo está consiguiendo. Si se lee con ojos enfermos, todo se vuelve oscuro y tenebroso.

Madrid, 10 de junio de 1990Domingo de la Santísima Trinidad

Cf. DALMAIS, 1. H., El sacramento de la penitencia en Oriente, en la obra La penitencia en la Liturgia, Salamanca, 1966, p. 1 12-119.