Carta a Un Médico

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30 - Noticias 134 - Abril 2006 El cuento de la última El cuento de la última El cuento de la última El cuento de la última El cuento de la última El Cuen- to Carta a un médico por JUCECA Ellostienen dificultades* Estimado Dr. Fernández: Muy doctor mío: Lo de la receta no marcha. Pese a los esfuerzos realizados, no hay caso, ellos tienen dificul- tades. Usted me disgnosticó un leve trastorno psíquico que, a su sabio entender y acumula- ción de conocimientos adqui- ridos a través de la lectura de esa biblioteca de puro Freud y minga de Salgari, requiere de pastillas cuya ingestión habría de ocasionarme un estado de felicidad, que si bien no llega- ría a ser plenamente plena, porque no la hay, haría sí más llevadera esta inquietud que me aqueja y de la que le he habla- do tan largo como tendido. No he de ser yo quien me atreva a formular juicios sobre su cali- grafía, Dr. Fernández, pero ellos tienen dificultades. Mi condición de paciente me exi- me de la truculenta tarea de tra- ducir recetas médicas. Ocurre, entre muchas otras cosas que ocurren pero no vienen al caso, que sigo perteneciendo a la ca- tegoría de los pacientes respe- tuosos de la divina ciencia, los sumisos, los temerosos, los in- capaces de abrir el sobre de la placa para mirarla a trasluz, o de leer el resultado del análisis de orina. Esas cosas no se ha- cen. Por más que uno sea due- ño y señor de sus males, ya sean estos físicos, psíquicos o de al- guna otra naturaleza, escudri- ñar los resultados dirigidos al científico a cargo, es violación de correspondencia. A esta al- tura se preguntará usted, Dr. Fernández, qué pasó con la re- ceta en cuestión. Le repito: ellos, los farmacéuticos tienen difiocultades. El primero al que se la llevé, la miró, la hizo girar entre sus dedos, me observó atentamente, y me preguntó: ¿Esto lo hizo usted? Pensé que, por error, le había entregado una servilleta que minutos an- tes había garabateado con poe- mas y recuerdos, en un viejo café y bar al que solía ir con la chica de quien tanto le hablé, no sé si acuerda, que tocaba el arpa y al mismo tiempo me te- jía una bufanda que al final se la regaló al mozo por lo bien que le servía el cortado con es- pumita. Lo cierto fue que por un instante tueve vergüenza de que el farmacéutico se entera- ra de mis sentimientos más ín- timos, aquellos revelados sola- mente en su divino diván, pero en el acto recordé que la servi- lleta había terminado hecha una pelotilla jugada de taquito en la vereda. Lo que le había entregado al farmacéutico era, indudablemente, su receta. Así se lo hice saber ante aquella pregunta de si yo era el autor, y el buen hombre se fue a sentar a la balanza de junto a la puer- ta, y allí se rió un largo rato, con una risa que al hacer ele- var la aguja me permitió cono- cer todo el peso de la burla. En la segunda farmacia donde pre- senté la receta de marras, me aconsejaron que buscara aseso- ramiento en la embajada de Egipto. En otra, entre dos em- pleados me expulsaron de bue- na manera, y cuando me iban retirando del brazo con un dulce “Vaya, señor, vaya”, una viejita que había entra- do a comprar una bolsa de agua caliente miró la re- ceta de reojo, y vaya us- ted a saber qué vio en ella, que se puso a gritar como Hitler. Con una agilidad impropia de una anciana, y con una furia se- guramente a cumulada a lo largo de una existencia preña- da de frustraciones, me gol- peó varias veces con una car- tera en cuyo interior, creo firmemente, guardaba dos ladrillos. No sin antes tro- pezar con un ciego que es- taba entrando al tanteo, salí a la calle perseguii- do por las amenazas de la anciana que a voz en cuello me trataba de degenerado, escoria humana, inmundo vicioso, y comunis- ta lujurioso. La gente se detenía a mirarme y algunos alentados por los gri- tos de la vieja, aprovecharon la volada y al pasar me golpea- ron con sus portafolios. Cuan- do logré salir de la zona agita- da por aquella vieja maldita, atontado aun por los golpes, presenté la receta a un ferrete- ro, quien luego de echarle un vistazo me despachó un paque- te de clavos de media pulgada, cuatro bisagras y un pestillo. La verdad que los clavos y el pes- tillo me vinieon bien, pero no sé que hacer con el pestillo, cosa que me tiene mal, me saca de quicio, me altera, me exa- cerba, bueno, usted ya me co- noce. Por eso, si tiene algún se- dante, algo para la ansiedad y el pánico, para los moretones y la humillación, le ruego me prepare una receta que habré de pasar a buscar por nuestro consultorio a cualquier hora menos diez. Pero eso sí, con letra de impren- ta, por favor, por- que ellos tienen dificultades. (*) Este cuento integra el volumen Nadie entiende nada Nadie entiende nada Nadie entiende nada Nadie entiende nada Nadie entiende nada, publicado por editorial Planeta en 2003, el mismo año en que fallecía su autor, Julio César Castro, el inolvidable JUCECA. Recientemente la misma editorial puso a la venta Hay barullo en El Resorte Hay barullo en El Resorte Hay barullo en El Resorte Hay barullo en El Resorte Hay barullo en El Resorte, que reúne inéditos de Don Verídico. “Ellos tienen dificultades” se publica con expresa autorización de Planeta Uruguaya, a la que agradecemos su gentileza.

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Juceca

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    ElCuen-to

    Carta a unmdicopor JUCECA

    Ellos tienendificultades*

    Estimado Dr. Fernndez:

    Muy doctor mo:Lo de la receta no marcha. Pesea los esfuerzos realizados, nohay caso, ellos tienen dificul-tades. Usted me disgnostic unleve trastorno psquico que, asu sabio entender y acumula-cin de conocimientos adqui-ridos a travs de la lectura deesa biblioteca de puro Freud yminga de Salgari, requiere depastillas cuya ingestin habrade ocasionarme un estado defelicidad, que si bien no llega-ra a ser plenamente plena,porque no la hay, hara s msllevadera esta inquietud que meaqueja y de la que le he habla-do tan largo como tendido. Nohe de ser yo quien me atreva aformular juicios sobre su cali-grafa, Dr. Fernndez, peroellos tienen dificultades. Micondicin de paciente me exi-me de la truculenta tarea de tra-ducir recetas mdicas. Ocurre,entre muchas otras cosas queocurren pero no vienen al caso,que sigo perteneciendo a la ca-tegora de los pacientes respe-tuosos de la divina ciencia, lossumisos, los temerosos, los in-capaces de abrir el sobre de laplaca para mirarla a trasluz, ode leer el resultado del anlisisde orina. Esas cosas no se ha-cen. Por ms que uno sea due-o y seor de sus males, ya seanestos fsicos, psquicos o de al-guna otra naturaleza, escudri-ar los resultados dirigidos alcientfico a cargo, es violacinde correspondencia. A esta al-tura se preguntar usted, Dr.Fernndez, qu pas con la re-ceta en cuestin. Le repito:ellos, los farmacuticos tienendifiocultades. El primero al quese la llev, la mir, la hizo girarentre sus dedos, me observatentamente, y me pregunt:Esto lo hizo usted? Pens que,por error, le haba entregadouna servilleta que minutos an-tes haba garabateado con poe-mas y recuerdos, en un viejocaf y bar al que sola ir con lachica de quien tanto le habl,no s si acuerda, que tocaba elarpa y al mismo tiempo me te-ja una bufanda que al final se

    la regal al mozo por lo bienque le serva el cortado con es-pumita. Lo cierto fue que porun instante tueve vergenza deque el farmacutico se entera-ra de mis sentimientos ms n-timos, aquellos revelados sola-mente en su divino divn, peroen el acto record que la servi-lleta haba terminado hechauna pelotilla jugada de taquitoen la vereda. Lo que le habaentregado al farmacutico era,indudablemente, su receta. Asse lo hice saber ante aquellapregunta de si yo era el autor, yel buen hombre se fue a sentara la balanza de junto a la puer-ta, y all se ri un largo rato,con una risa que al hacer ele-var la aguja me permiti cono-cer todo el peso de la burla. Enla segunda farmacia donde pre-sent la receta de marras, meaconsejaron que buscara aseso-ramiento en la embajada deEgipto. En otra, entre dos em-pleados me expulsaron de bue-na manera, y cuando me ibanretirando del brazo con undulce Vaya, seor, vaya,una viejita que haba entra-do a comprar una bolsa deagua caliente mir la re-ceta de reojo, y vaya us-ted a saber qu vio enella, que se puso a gritarcomo Hitler. Con unaagilidad impropia de unaanciana, y con una furia se-guramente a cumulada a lolargo de una existencia prea-da de frustraciones, me gol-pe varias veces con una car-tera en cuyo interior, creofirmemente, guardaba dosladrillos. No sin antes tro-pezar con un ciego que es-taba entrando al tanteo,sal a la calle perseguii-do por las amenazas dela anciana que a voz encuello me trataba dedegenerado, escoriahumana, inmundovicioso, y comunis-ta lujurioso. La

    gente se detena a mirarme yalgunos alentados por los gri-tos de la vieja, aprovecharonla volada y al pasar me golpea-ron con sus portafolios. Cuan-do logr salir de la zona agita-da por aquella vieja maldita,atontado aun por los golpes,present la receta a un ferrete-ro, quien luego de echarle unvistazo me despach un paque-te de clavos de media pulgada,cuatro bisagras y un pestillo. Laverdad que los clavos y el pes-tillo me vinieon bien, pero nos que hacer con el pestillo,cosa que me tiene mal, me sacade quicio, me altera, me exa-cerba, bueno, usted ya me co-noce. Por eso, si tiene algn se-dante, algo para la ansiedad yel pnico, para los moretones yla humillacin, le ruego meprepare una receta que habrde pasar a buscar por nuestroconsultorio a cualquier hora

    menos diez. Pero eso s,con letra de impren-

    ta, por favor, por-que ellos tienen

    dificultades.

    (*) Este cuento integra el volumen Nadie entiende nadaNadie entiende nadaNadie entiende nadaNadie entiende nadaNadie entiende nada, publicado poreditorial Planeta en 2003, el mismo ao en que falleca su autor, JulioCsar Castro, el inolvidable JUCECA. Recientemente la misma editorialpuso a la venta Hay barullo en El ResorteHay barullo en El ResorteHay barullo en El ResorteHay barullo en El ResorteHay barullo en El Resorte, que rene inditos de DonVerdico. Ellos tienen dificultades se publica con expresa autorizacinde Planeta Uruguaya, a la que agradecemos su gentileza.