Carlos Fonseca 2 relatos
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Buenos amigos Carlos Fonseca
La mañana del sábado, mientras leía el periódico sentado en una banca en
el centro de Coyoacán, vi pasar a Ricardo. Le grité y se acercó con paso
tambaleante; usaba unas sandalias de baño, el pantalón arremangado, la camisa
sucia. Era un oficinista recién naufragado, todavía en peligro de ahogarse. Me
saludó con efusividad y al momento se puso a contar su aventura de la
madrugada anterior. Lo invité a almorzar.
Comió poco, se bebió un par de cervezas y no paró de hablar. Además de
narrar tres versiones distintas sobre la pérdida de sus zapatos, me relató toda su
semana, con nimiedades del tránsito y chismes laborales incluidos. No mencionó
nada referente a Natalia, y yo no quise sacar el tema. He estado en situaciones
similares, y es odioso tener que dar explicaciones y detalles a cada persona
conocida que te topas.
Al salir de la fonda se veía más lúcido. Pareció darse cuenta de que su
charla me aburría, porque fue quedándose callado poco a poco. Caminamos un
rato en silencio por esas calles empedradas del centro de Coyoacán que son más
bien como un gran estacionamiento. Yo curioseaba en los aparadores de las
librerías y de las tiendas de piedritas de colores. Él iba cabizbajo; a cada paso, sus
sandalias hacían un ruido chicloso, desagradable. Una anciana que pasó a
nuestro lado lo miró de forma humillante; ni siquiera pensé en reclamarle. El
aspecto de Ricardo era lastimoso. Siempre había sido un poco extravagante;
todavía lo era, los dos lo éramos, un par de provocadores capaces de usar los
atuendos más ridículos u ofensivos por el simple placer de sentirnos censurados,
pero armados de una dignidad que imponía respeto. Esta vez, era algo distinto.
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Aunque Ricardo hubiera ido perfectamente aliñado, igual me hubiera sentido
caminando junto a un pordiosero.
Pidió un cigarro a un transeúnte, que se lo dio de muy mala gana. Nos
sentamos frente al quiosco. –Sé que te mueres por confirmarlo –dijo–. Pues es
verdad. Dejé a Natalia.
Hace varios días se había empezado a correr el rumor. Carroñeros innatos,
apenas alguien se desploma, ya estamos buscando alimentarnos de su caída. Yo
había preferido mantenerme al margen y no averiguar; aunque igual había
conversado con los amigos e inventado suposiciones al respecto. Si alguno de los
dos tenía otra pareja; si sus problemas económicos ya eran insalvables; si habían
decidido declararse homosexuales. Lo único claro, era que se separaban de
repente, y nadie sabía el por qué.
–No tienes que contarme nada –respondí–. Si es definitivo, olvídate del
asunto; hay que seguir. Cualquier cosa que necesites, cuentas conmigo, bien lo
sabes. ¿Ya tienes dónde quedarte?
No me contestó. Terminó su cigarro y arrojó la colilla a unas palomas,
haciéndolas volar. Las vio irse a refugiar al campanario de la iglesia; luego me
miró con sus ojos opacos. –Era necesario –empezó a decir–, nuestra relación ya
estaba muerta. Muchas veces traté de hablarlo con ella. No tenía caso. No me
entendía. Para ella, el paso del tiempo había sido a favor. El tiempo que
llevábamos juntos era la mejor prueba de que debíamos continuar. Pero a mí ese
tiempo me estaba matando. A veces me daba cuenta de que hacía algo, cualquier
cosa, sólo porque lo había hecho siempre. Y aunque me haya dolido, tuve que
aceptar que seguía con ella, sólo porque estaba ahí, porque era la persona con
quien había vivido los últimos años...
Sus palabras me asombraron. Fue como escucharme a mí mismo,
revelando mi pavor a la inercia, mi horror a la paralizadora continuidad de un
nosotros que deja de estar vivo y se convierte en una cáscara seca. Pero se me
hizo difícil concebir a Ricardo pensando de ese modo. El escapista profesional, el
incapacitado para las relaciones duraderas siempre había sido yo. Y Ricardo, él
había salido de casa de sus padres para irse a vivir con Natalia, con intenciones
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evidentes de formar una familia. Cuando íbamos juntos por la calle y se nos
cruzaba alguna madre con sus hijos; yo me fijaba en la mujer y él, ilusionado,
contemplaba a los niños. Pensé que me estaba ocultando los verdaderos motivos
de su separación; porque si ese discurso era cierto, si había decidido dejar a
Natalia por haberse cansado de la vida doméstica, o él no tenía ni la menor idea
de lo que estaba haciendo, o yo no tenía ni la menor idea de quién era mi amigo.
–Hubiera preferido resolverlo de otra forma –siguió–, pero Natalia no me
dejó alternativa. Te digo que traté de hablar con ella, deseaba que lo
solucionáramos juntos, sin armar un melodrama. No quiso entender. Y tuve que
salirme de la peor manera, a sus espaldas, sólo con lo que llevaba puesto. Sé que
actúe mal. No debí dejarla así. Pero ya no sabía qué hacer. No podía seguir
esperando a que las cosas mejoraran, porque no había nada que mejorar, todo
estaba agotado y ella no quería aceptarlo.
Me observaba como si esperase mi aprobación, un hiciste lo que debías
hacer, no te preocupes, acompañado de una palmadita en la espalda. –Si estás
convencido –empecé–, si en realidad necesitas estar solo, adelante. Te será difícil,
pero relájate, todo pasa hermano, no morirás. Sólo piensa bien si eso es lo que
quieres, no te hagas sufrir y no la hagas sufrir a ella en vano. –En realidad, sentí
ganas de decirle algo como: todas tus razones están muy bien pero, si acabas de
salir de una horrible prisión, ¿por qué te ves como si te hubieras lanzado al vacío y
estuvieras a punto de estrellarte contra el suelo? Mas ese tipo de cosas no se le
dicen a un amigo.
–Eso es lo que me tiene así –respondió–. Saber que la estoy haciendo sufrir
me duele demasiado. Me preocupa, necesito saber si está bien. Pero no puedo
buscarla, no todavía. Lo haré, cuando me sienta más fuerte. Si ahora lo hago, no
sé... Esto no tendría que estar pasando, ¿por qué no quiso escucharme?, yo
quería terminar bien las cosas, no tuve opción, te digo, fue ella...
Ricardo empezó a balbucear. Un ligero temblor le sacudía las manos.
–Vamos a caminar –dije.
Aunque lloviznaba, la gente iba y venía tranquila por la plaza disfrutando su
paseo sabatino. Verlos me hizo sonreír; era contagiosa esa cándida felicidad de
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nieve de limón y algodón de azúcar. Desde años atrás, vagar por el centro de
Coyoacán era mi terapia. Nada mejor para desestancar de las entrañas la turbia
amargura cotidiana, que dejarse llevar por la multitud de niños y señoras y
parejitas y perros con la lengua de fuera. Nada mejor para olvidar las desilusiones,
que mirar y seguir con optimismo a las mujeres. Nada mejor para aliviar cualquier
estrés, que sentarse en una banca a esperar la llegada de la noche.
Esta plaza y las calles circundantes, donde la locura capitalina se
disfrazaba de inocencia provinciana, habían sido el escenario de una buena parte
de mi vida. Y también de las vidas de Ricardo y de Natalia. Cuando estudiábamos
en la preparatoria, los tres solíamos venir a Coyoacán a beber café, comer donas,
y comprar baratijas en los puestos de artesanías. Después empezamos a citarnos
en bares y restaurantes, en cuyas mesas festejamos cada uno de nuestros
avances profesionales. Me gustaba caminar junto a ellos. Hacían una bonita
pareja, literalmente. Eran lindos, una mujercita y un hombrecito con sus sonrientes
caritas todavía adolescentes. Era esperanzador verlos tomarse de las manos;
oírlos hablar del pago de rentas, de la compra de enseres domésticos, de un
futuro tan bonito como ellos. Jugaban a ser adultos. Qué distinto era caminar
ahora al lado de un Ricardo astroso, con la mirada fija en el piso.
–¿La has visto? –preguntó luego de un rato. Negué con un movimiento de
cabeza, y me di cuenta de que era cruel hacerlo andar por esas calles, donde
cada nota viajera del organillo, cada piedra y cada baldosa del suelo le estarían
recordando a Natalia. –Tranquilízate, no tiene caso atormentarse –dije–. Ya está
hecho. Aunque como tú mismo dijiste, ella se merece una explicación, cara a cara.
Búscala... Pero no vayas a hacerlo así... –La última frase se me escapó. Ricardo
me observó con tristeza.
–No te preocupes. Sé que luzco pésimo, pero esto es pasajero, es una
catarsis. Para el lunes estaré limpio, por dentro y por fuera, ya verás, con
suficiente fuerza para reempezar.
–¿Dónde te estás quedando? –volví a preguntarle. Mencionó un hotel
cercano. Ofrecí llevarlo a mi casa, no aceptó. Le recomendé que dejara el alcohol
por ese día y se fuera a descansar; quedé en llamarle para salir juntos en la
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semana; le pregunté si necesitaba dinero. Ese tipo de cosas que cualquier buen
amigo hubiera dicho en una situación similar.
–Gracias.
–Richard. Para eso estamos los amigos.
–Mira el lado positivo –le dije, mientras se subía al taxi–. Piensa en las
mujeres y en la vida de soltero que ahora vas a disfrutar. –Me sonrió con frialdad.
Por la noche, fui a visitar a Natalia. Llovía a cantaros cuando toqué el timbre
del departamento. Ella respondió a la tercera vez. Estaba empapado cuando
escuché el sonido del portero automático.
Natalia me recibió con desgana y fue a acostarse en el sofá, frente al
televisor encendido. Con su pijama de franela y los ojos enrojecidos e hinchados,
se me imaginó una niña recobrándose luego de algún berrinche. Sin moverme de
la puerta, di un vistazo al departamento. Me sorprendió el desorden de envolturas
vacías en el comedor y tazas sucias en las mesitas de la sala. Eran pequeñeces
que hubiera pasado por alto en cualquier sitio; pero no ahí. En mi diccionario
personal, la palabra limpio se definía como: “Lugar donde habitan Natalia y
Ricardo”.
–¿Qué haces ahí parado? –preguntó–. ¿Y esa cara?, pareciera que es la
primera vez que vienes –trataba de hablar con su ligereza habitual, pero su voz
sonaba áspera, reseca–. Estás todo mojado, discúlpame por no abrir pronto, es
que esta película me encanta. En la recámara hay toallas, ve a cambiarte... Sí, a la
recámara, ¿desde cuándo eres tan solemne?
En la habitación había ropa y libros esparcidos por el suelo. Me puse una
camisa y unos vaqueros de Ricardo y regresé descalzo a la estancia. Natalia se
había levantado y recogía la basura. Le ayudé con las tacitas y los ceniceros.
Preparamos café.
Sentados frente al televisor, me habló sobre la película que veía, y sobre las
que había visto recientemente. Nos contamos nuestra última semana, con
chismes laborales incluidos. –¿Ricardo te pidió que vinieras? –preguntó, cuando
me levanté a servir la segunda ronda de café.
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–No. Me lo encontré hoy por la mañana y platicamos un rato; pero no, no
me pidió que viniera a verte.
–¿Y qué te dijo?
–Que iba a buscarte, pero no sé cuando.
–¿Te dijo por qué se fue?
–Necesitaba estar solo.
–Estar solo, ajá... Tal vez te haya pedido discreción. Pero yo te conozco,
mucho mejor que él. Sé que eres un cínico que no se guarda nada, a ti no te
queda el papel de encubridor... Lo que sepas, dímelo. Si él no se atrevió a
hablarme de frente, ya no importa. Pero tú, no me defraudes también, por favor.
–Es en serio Natalie, eso me dijo, que se fue porque la rutina lo mataba y
quería reempezar su vida solo.
Se levantó con brusquedad, derramando la taza sobre el sofá. Entró
corriendo a la recámara, y volvió con un sobre en las manos. –Mira –dijo,
extendiéndome el papel–, esta fue su explicación. Léela y dime si alguien que
abandona a su mujer dejándole una carta como ésta, es capaz de enfrentarse solo
al mundo.
–Preferiría no hacerlo. Mi cinismo no llega a tanto.
Nos quedamos en silencio un largo rato. Natalia se puso a limpiar la
mancha de café, y yo traté de poner atención a la película. El protagonista había
decidido vivir con su amante, y la esposa dudaba entre chantajearlo con un
embarazo falso o con una amenaza de suicidio. –Qué predecible... –pensé en
cambiar de canal, pero el control remoto no estaba a la vista.
–Entonces, ¿no te dijo cuándo iba a venir? –preguntó–. Necesita volver por
sus papeles y sus cosas; es un hombre práctico y no va a malgastar su poco
dinero en comprarse un nuevo guardarropa. Y aquí voy a estar esperándolo, para
partirle la cara...
Natalia me miraba como si estuviera a punto de echarse con los puños
sobre mí. –Como quieras –respondí–, vengarse con sangre siempre ayuda.
Aunque en ese caso, deberías pensar en algo más enérgico. ¿Partirle la cara?
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¿Sólo eso, después de que declara terminada su vida juntos con una cartita, como
si fuera todavía un adolescente?
Ni siquiera lo dije con ganas de incomodarla. Era sólo que empezaba a
sentirme fastidiado de tanta rabieta. Primero Ricardo, emborrachándose hasta
perder los zapatos por una mujer a la que él mismo había dejado; y ahora Natalia,
viendo melodramas lacrimosos en la televisión y urdiendo desquites vulgares.
–Es que no lo entiendo –empezó a sollozar–, ¿cómo puedes despertarte un
día, decidir que estás aburrido de la mujer con quien vives, y salir por la puerta
como si nada? ¿Sabes cómo me siento? Desechable, siento como si Ricardo me
estuviera desechando después de haberme usado...
–Eso hacemos las personas Natalia, nos usamos unas a otras.
La abracé para tranquilizarla. Sequé sus lágrimas con las mangas de mi
camisa (de Ricardo, más bien), y estuve acariciándole el cabello por un rato,
mientras mirábamos el desenlace de la película. La esposa había optado por el
suicidio (pastillas y vodka), pero había fracasado. Relativamente, porque al final
consiguió retener al marido; mientras ella se recuperaba en el hospital, le fue
descubierto un cáncer en etapa terminal y el hombre, arrepentido, decidió hacerla
feliz durante sus últimos días. –No te ofendas, pero tienes pésimo gusto para el
cine. Voy a prestarte algunas cosas –le dije. Ella se rió por primera vez en la
noche, y me ofrecí a preparar algo para cenar.
Durante la improvisada velada, Natalia habló conmigo como no lo hacía
desde hace mucho tiempo. Relegó a Ricardo por un rato, y me contó aspiraciones
solitarias que ella misma parecía haberse obligado a olvidar. Como si en los
últimos años no hubiera ocurrido nada que importara realmente, volví a escuchar a
la Natalia que había conocido y admirado, mucho antes de que Ricardo pensara
en tenerla sólo para sí.
Sentí que debía sincerarme ante ella, quitarme la máscara de descarado y
hablarle de mis propias esperanzas de toda la vida, quizá más convencionales que
las del propio Ricardo. Pero ya no hubo tiempo. Los platos regresaron a la cocina,
y el muro que los últimos años habían levantado, volvió a afianzarse.
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–Quiero pensar que se trata de un arrebato, yo misma me he sentido
hastiada de mi vida, pero esa no es una razón suficiente para mandar todo al
carajo así nada más... Si Ricardo necesitaba tiempo para reflexionar, me lo
hubiera pedido. No tenía por qué escaparse de ese modo...
–¿Y si es definitivo?
–Ese es el punto, que en realidad esto ya es definitivo. Aunque él regresara,
las cosas no podrían ser ya como antes. Como tú mismo dices tantas veces, hay
que caminar con la idea de que cada paso es irreparable; te pueden hacer
retroceder, mandarte de espaldas al piso, puedes volver a recorrer tus huellas,
pero en realidad nunca das marcha atrás...
–Mira el lado positivo –le dije, mientras nos sentábamos en el sofá–. Piensa
en la vida de soltera que ahora vas a disfrutar. Pretendientes te sobrarán; yo
mismo, estoy sintiendo ganas de llevarte a la cama en este momento...
Natalia me miró a los ojos por un instante, y soltó una carcajada. Yo la
seguí, y empezamos a risotear como locos, al tiempo que daba inicio una nueva
película en la televisión.
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¿Qué va a pasar con Lucía? Carlos Fonseca
Los cuatro habíamos vivido en la misma calle haciendo juntos lo que los
niños suelen hacer mientras crecen, hasta que Rodrigo, el mayor, terminó la
secundaria. Su padre decidió que ese era un buen momento para reiniciar su vida,
y se mudaron los dos a Guadalajara. En los meses siguientes, como si imitaran el
ejemplo, el padre de Lucía y el de Javier decidieron tramitar sus respectivos
divorcios y marcharse con sus respectivos hijos a otra parte de la ciudad. Yo me
quedé viviendo en la misma calle con mi madre, quien ya tenía mucho tiempo
separada.
Intenté seguir en contacto por algún tiempo, pero la rapidez con que
empezaron a suceder cosas y a entrar personas nuevas en mi vida, acabó por
imponer una separación que pareció definitiva. Transcurrieron unos diez años sin
que supiera nada de ellos, hasta que Rodrigo cumplió los veinticinco y creyó que
ese era un buen momento para reencontrarse con sus amigos de la infancia.
Volvimos a reunirnos y desde entonces nos veíamos esporádicamente. Nuestros
presentes no tenían nada en común, pero esa niñez compartida era algo que al
menos para mí, sonaba importante.
A las pocas semanas de haber empezado a vivir con Marta, los invité a
cenar al departamento, entusiasmado con la idea de que la conocieran. Las cosas
salieron mal desde el principio. Justo esa tarde, la madre de Marta chocó su auto,
y aunque no fue nada grave, Marta insistió en llevarla a que le hicieran un
chequeo. Yo seguía esperando a que regresara cuando llegó Lucía.
Ella había engordado y su folclórico blusón de manta con bordado
multicolor no la favorecía. Desde que habíamos vuelto a encontrarnos, me había
quedado claro que Lucía no era una mujer a quien le preocupara tratar de verse
atractiva. Siempre había asistido a las reuniones sin maquillarse y usando ropa
holgada. Javier había dicho en una ocasión que el día que la viéramos con
tacones, el mundo estaría acabándose. Con todo, cuando la vi de pie en la puerta,
me pareció que se veía más descuidada que en las veces anteriores. Algo de
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ridículo había en ella, con sus botellas de vino en una mano, un cuadro en la otra,
el pecho tachonado de animalitos y plantas de colores.
Nos saludamos fríamente. Tampoco se había mostrado nunca como una
mujer muy efusiva. Me entregó las botellas, pero pareció dudar si darme o no la
pintura. –¿Estás solo? –preguntó mirando alrededor.
–Sí. Rodrigo me avisó que iba a llegar tarde porque antes debía reunirse
con unos clientes. Javier y su mujer deben de venir en camino. Y Marta, tuvo que
salir para atender un imprevisto, pero igual ya no debe de tardar.
–Marta... Tengo muchas ganas de conocerla... Toma entonces –dijo
entregándome el cuadro–. Es obra de un amigo. Nada especial, sólo un regalo
para su nueva casa. Con mis mejores deseos.
Eché un vistazo a la pintura. Era un florero. Me agradó; por lo menos no
eran animalitos de muchos colores. Le agradecí con entusiasmo y la invité a
sentarse.
–Qué lindo está tu departamento. Muy acogedor. Descorcha una botella y
cuéntame, en lo que llegan los demás. ¿Qué hace Marta? ¿Dónde se conocieron?
–Trabajábamos juntos –empecé a decir–. La cortejé un par de meses, luego
nos enamoramos, y todo eso –concluí con sequedad. Me sentía ya algo
disgustado por lo mucho que se estaba demorando Marta, como para tratar de
contarle a Lucía una historia romántica que sonara interesante.
–Los hombres no son buenos para contar historias de amor –dijo
incómoda–. Esperaré a que me lo cuente ella.
–Será lo mejor. Ya no debe de tardar. Estoy seguro de que le encantará tu
regalo –añadí conciliador.
Le pregunté por sus estudios. Ella era la única de los cuatro que seguía en
la escuela, haciendo posgrados. Me contó que en unos meses recibiría una beca
para ir a China.
–Felicidades Lucía, qué gusto me da por ti. ¿Hablas chino entonces? –No
era la primera ocasión en que se iba a estudiar al extranjero, según nos había
contado antes. En su caso, esos privilegios de la vida académica me provocaban
más extrañeza que envidia, no le encontraba sentido al hecho de viajar miles de
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kilómetros sólo para asistir a clases. Ella siempre era muy escueta cuando
hablaba de sí misma, y yo no podía imaginar que haría alguien como Lucía en otro
país, aparte de ir a la escuela. En comparación con Rodrigo, por ejemplo, quien
también decía viajar a menudo, y siempre tenía anécdotas que contar sobre
mujeres voluptuosas, hoteles de lujo y turistas borrachos.
–Estoy tomando un curso intensivo de sinología por las noches. Es un país
fascinante. Introducirse en su cultura es como viajar a otro mundo, en serio.
Iba a pedirle que me enseñara a decir algunas frases para sorprender a
Marta más tarde, cuando sonó mi teléfono. Era Rodrigo avisándome que ya había
llegado.
–¡Ya está abierto, suban!
–¿Cómo estás?, dale un abrazo a tus hermanos –exclamó Rodrigo al
verme. Venía con Javier.
–¿Llegaron juntos? –Pregunté mientras los tres nos dábamos un exagerado
abrazo–. ¿Y la cena con tus clientes?... ¿Vienen solos?...
–Nada, primero son los amigos –respondió Rodrigo estrechándome. Seguía
costándome trabajo relacionar a ese hombrezote con el Rodrigo de mi niñez.
Había algo en su vozarrón, en su torso robusto y en sus maneras, que me hacía
pensar en botas de víbora y en camionetas levantando polvaredas en el desierto.
Cuando volvimos a encontrarnos para festejar su cumpleaños veinticinco,
me maravillé al descubrir lo mucho que Rodrigo había cambiado en los años de
alejamiento. Esa vez, nos invitó a Guadalajara. Se ofreció a pagar transporte y
hospedaje, y contrató para su fiesta a una banda de mariachis que toda la noche
estuvieron tocando canciones de nostalgia. Pasé la velada observándolo
embelesado, pensando en que mientras yo había ido creciendo de manera
inconsciente, únicamente porque pasaba el tiempo, Rodrigo había crecido de
modo muy distinto: no sólo porque se hubiera convertido en una especie de charro
moderno, sino porque cada uno de sus desplantes, cada uno de sus gestos,
parecían decir que él había decidido en qué clase de hombre se convertiría.
En las reuniones posteriores, se había acentuado en mí esa impresión de
que Rodrigo era capaz de decidir su destino. Derrochaba voluntad. Siempre se
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comportaba como si fuera el adulto a cargo, haciéndome sentir todavía como un
mocoso. Por eso, desde que me había mudado con Marta, había estado pensando
en el momento en que ellos, y en especial Rodrigo, la conocerían. Ella y el
departamento eran lo primero que yo realmente sentía haber decidido en mi vida.
–Nos encontramos en la entrada –dijo Javier sonriendo–. Se me había
olvidado en qué número vivías. Ingrid no pudo venir, la niña tiene catarro. Te
mandan saludos.
–No te preocupes. Espero que no sea nada grave –dije. Su esposa era una
mujer que resultaba simpática. Tímida, hablaba poco y siempre parecía estar
avergonzada por causa de los chistes pesados que constantemente hacía Javier.
Desde niño era un bufón, lo recordaba bien.
–Un catarrito nomás. Es por el clima. El sol está que no lo aguantas, y de
repente se nubla y llueve. Como si algo estuviera descompuesto allá arriba. De
locos. Así cualquiera se enferma.
–Qué pena que no viniera Ingrid, tenía muchas ganas de verla –dijo Lucía
acercándose. Abrazó fríamente a Javier–. Que se mejore tu hija... ¿Y tú, Rodrigo?
¿También viniste solo? Qué milagro. Ya me había acostumbrado a verte siempre
con una acompañante distinta –añadió con un deje de ironía.
–No exageres Lucy –respondió Rodrigo–, si no es que yo sea mujeriego,
son ellas las que vuelan en cuanto me ven ganas de formalizar. Si por mí fuera, ya
desde cuando me hubiera casado... Y por cierto, ¿en dónde está la mujer de esta
casa? –agregó elevando la voz.
–Marta –dije sintiéndome acongojado–, su madre chocó en la tarde, no fue
nada grave, pero ella quiso llevarla al doctor. Ya debería de haber regresado...
Ahorita le hablo para avisarle que ya están aquí todos.
–Deja, no te preocupes, ya la conoceremos –dijo Rodrigo–. De mientras, ya
me cayó bien. Si se preocupa por su madre, tiene que ser una buena mujer.
–Pero no nos quedemos aquí en la puerta. Pasen, siéntense, están en su
casa. ¿Qué quieren tomar? Lucía trajo un excelente vino –dije sintiéndome
orgulloso de ser su anfitrión.
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Luego de servir los aperitivos entré a la cocina para llamar a Marta. Su
celular estaba fuera de servicio. Intenté no estresarme. Ella no podía dejarnos
plantados, no sería capaz de fastidiarme la reunión; había prometido regresar a
tiempo para terminar de preparar la cena. Levanté la tapa de una cacerola que
esperaba paciente sobre la estufa. Aún no olía a nada. Cuando quise volver a
colocarla, se resbaló de mis manos. Fue tanto el estruendo, que sentí como si se
me hubiera caído toda la alacena.
–¿Todo bien allá adentro? ¿Quién se mató? –dijo Javier asomándose por la
puerta de la cocina–. Si necesitas ayuda para pelearte con las ollas y los sartenes,
tengo experiencia.
–No te preocupes, Marta ya no debe de tardar. Valdrá la pena la espera, ya
lo verás. Cocina delicioso.
–Ajá. Entonces te conquistó por el estómago. Por fin empezarás a
engordar, ya era hora. Todavía tienes el cuerpecito de una quinceañera. Lucía te
tiene toda la envidia del mundo, se le ve.
–Es genética, Javier. En mi familia somos flacos.
–Ya veremos si tus genes aguantan seis meses viviendo con una buena
cocinera. Ya veremos. –Se puso a fisgonear; abrió la puerta del refrigerador, de la
despensa–. Oye, y en lo que llega la chef, ¿no tendrás alguna botanita?
Volvimos a la estancia con dos charolas de canapés. Lucía me miró con
ojos de alivio, como si haberse quedado sola con Rodrigo hubiera sido una prueba
muy difícil de soportar.
–Me decía Lucy que se nos va otra vez a estudiar becada al extranjero,
¿cómo ven? –comenzó a decir Rodrigo–. Desde niña era la única aplicada, ¿se
acuerdan? Es justo ver recompensado tanto esfuerzo. Felicidades Lucy, eso es
digno de un brindis, caray.
–Claro que sí, brindemos por su viaje a China –dije apurándome a rellenar
las copas.
–No es para tanto –dijo ella poniendo cara de modestia–. Hacer estudios en
otro país es parte del currículo de mi posgrado.
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–Pues si es muy fácil, yo también me quiero apuntar. ¿A quién no le caería
bien una bequita para irse a China? ¿Se han fijado que hasta los chicles están
hechos allá? Yo estudiaría un Doctorado en chiclología.
–No seas payaso Javier –dijo Rodrigo haciéndole ademán de que se
callara–. Tú seguro no has abierto un libro desde la primaria.
–Bueno, bueno, brindemos entonces –dije alzando mi copa–. Por Lucía y su
viaje, y porque sigamos reuniéndonos aunque pasen muchos años más.
–¡Salud!
Era la primera vez que volvíamos a estar solamente los cuatro, sin las
mujeres ocasionales de Rodrigo, sin los lloriqueos de la hija de Javier, sin las
presencias anónimas de la gente en bares y restaurantes. Y después de pasar
más de una hora revisando los recuerdos que revisábamos siempre, como si
quisiéramos verificar que siguieran estando en nuestras memorias, empecé a
sentir melancolía.
Me dio por pensar que estaba solo en la vida; que aparte de ellos tres, a
quienes veía muy de vez en cuando, no tenía ningún amigo. Estaban mis
compañeros de trabajo. Convivíamos, salíamos a divertirnos, a veces nos
sincerábamos e intercambiábamos buenas noticias y aflicciones; pero nadie
intentaba ser amigo de los otros. Sabíamos que la amistad estorbaba cuando se
hacía necesario empezar con las zancadillas. Estaban mi madre y el resto de mi
familia, pero tampoco contaban como amistades. Me sentía unido a ellos por
deber, no por afecto. Y estaba Marta. Ella sí que tenía multitud de amigos y
conocidos. En cuanto nos dieron las llaves, comenzó el desfile de visitas al
departamento. Yo había estado siempre a su lado, repartiendo bebidas y
bocadillos, conmoviéndome con anécdotas bobas, justificando mi aparición
repentina en su vida a sus parientes, con mi mejor camisa y mi mejor cara; y ella
me dejaba plantado. La primera vez que yo tenía invitados, mis únicos amigos en
la vida, a quienes veía muy de vez en cuando, me dejaba plantado.
Fue como si Javier estuviera leyéndome el pensamiento. Justo en ese
momento, lo escuché decir:
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–Yo creo que la señora chef ya no llegó. Nos dejó plantados en su propia
casa. –Soltó esa fastidiosa risita tan suya, casi un gruñido, como si en lugar de
estarse riendo intentara expectorar–. Me van a disculpar, pero yo tengo hambre,
así que con su permiso, voy a la cocina a ver que puedo encontrar para nuestros
estómagos –agregó dándose palmadas en la barriga.
–Si hay que cocinar, yo te ayudo –dijo Lucía en ademán de levantarse–.
¿Por qué no improvisamos algo entre los cuatro? Sería interesante.
–No –exclamé. Los dos me miraron sorprendidos–. Esperen que vuelva a
llamarla. Algo debe de haber sucedido. Ella no es así. Me prometió que volvería a
tiempo para preparar la cena –añadí con el rostro incendiado por la vergüenza.
–Déjalo, hombre –dijo Rodrigo con tono comprensivo–. Ya luego
conoceremos a tu futura. No olvidarán invitarnos a la boda eh –agregó con un
guiño de camaradería.
El comentario de Rodrigo me desconcertó. Me quedé inmóvil, sin saber qué
responder. –Está bien –dije luego de unos momentos. Los tres me miraban
expectantes–. Pero no voy a dejar que ustedes cocinen, sólo eso faltaría. Yo lo
hago.
–Nada –dijo Javier poniéndome la mano en el hombro–, yo te ayudo.
Ustedes dos espérenos aquí, que ahorita el señor de la casa y yo prepararemos
algo sencillito.
Yo lo que menos sentía eran ganas de cocinar. Estaba pensando que el
accidente de la madre de Marta había sido un vil montaje, una artimaña para
sabotearme la reunión; siempre había tenido la impresión de que ella me odiaba.
De muy mala gana, indiqué a Javier:
–Hay que hornear esto por quince minutos, creo, por aquí estaba la receta...
Ya lo hubiera hecho yo, si no soy un inútil, pero me confié creyendo que ella
regresaría a tiempo...
–No tiene caso empezar a cocinar ahora –contestó Javier ásperamente,
revisando en la alacena–. Rodrigo y yo estamos por irnos. Estoy preocupado por
la niña, y él me comentó que mañana vuela muy temprano de regreso a
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Guadalajara... con esto será suficiente. –Sacó algunas latas de conservas; me
puso a rebanar pan y queso.
Mientras deslizaba maquinalmente el cuchillo, pensé que estaba
comportándome como un necio. Era mezquino disgustarme por la ausencia de
Marta, cuando era natural que ella prefiriera acompañar a su madre, en lugar de
atender un compromiso social más; así los invitados fueran mis únicos amigos en
la vida, a quienes veía tan pocas ocasiones. Pero darme cuenta de mi necedad no
me tranquilizaba; seguían resonando en mi cabeza las palabras dichas por
Rodrigo. A Marta no le interesaba casarse, eso yo lo sabía bien. Y no pude evitar
pensar que lo sucedido esa noche, esa ausencia, una nadería irreprochable,
también podía ser un indicio de que para ella nuestra relación era algo pasajero.
En ese momento, sentí el filo del cuchillo deslizarse por la piel de uno de mis
dedos. Levanté la mano lentamente y contemplé la herida, esperando que
empezara a sangrar. Nada, sólo había sido un leve rasguño. Aunque ardía.
Cuando volvimos a la estancia con los refrigerios, algo grave sucedía, lo
noté al instante. Rodrigo estaba hablando, con su mirada avasalladora clavada en
Lucía. Ella lo escuchaba con el rostro encendido, los ojos en el piso; aferraba la
copa con tal fuerza que sus manos parecían vibrar.
–Mira mi hija, Lucy, yo lo único que estoy tratando de decirte, es que te
hace falta un hombre. No tiene que ser alguien tan brillante como tú, la mayoría de
los hombres somos medio pendejos. Pero necesitas alguien que te acompañe, no
puedes andar sola por la vida. Así es como funcionan las cosas en este país. ¿O
me equivoco? –Me miró con severidad por unos instantes, y luego reencendió su
puro, como si tal cosa.
Yo seguía de pie, boquiabierto, con la charola aún en las manos. Javier se
había sentado sin ningún embarazo, y mordisqueando un trozo de pan soltó la
lengua:
–Así que ya salió el peine. Yo lo que pienso, no se me vayan a ofender, es
que Lucy no nos quiere confesar que es lesbiana. ¿Verdad qué es eso? ¡Falta de
confianza nomás!, si no te vamos a juzgar, somos amigos de toda la vida, ya
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desde chicos te considerábamos como nuestro hermano. A ver cuando nos
presentas una de tus muchachas, eh, picarona.
–Basta –dijo Lucía poniéndose de pie–. Ni soy lesbiana ni me da la gana
aceptar que se metan en mi vida. Qué carajo les importa si yo me consigo o no un
marido.
–Está bien Lucy –dijo Rodrigo, en el papel de padre conciliador–. Si no
creas que te decimos las cosas con mala fe. Javier es un bocón, no le hagas caso.
Ella no respondió. Llenó su copa hasta el borde, y se la bebió de un jalón.
Luego volvió a llenarla y miró a Rodrigo con rabia: –No me importa que sean unos
machistas, eso es entendible. ¿Saben qué me molesta en realidad? Esta farsa.
Amigos de toda la vida, por favor. Si nos hubiéramos conocido unos años
después, definitivamente hubiéramos acabado odiándonos. Y habría sido mucho
mejor. Yo soy una matada que se ha pasado toda su vida estudiando ¿y qué?, es
mi vida y me gusta. ¿Qué tienen ustedes que ver con eso? Nada... Uno,
sintiéndose el último charro de Jalisco, por dios... y el otro, un bufón insufrible, me
extraña que aún no le hayan partido la cara... Y tú... –Ni siquiera nos estaba
mirando. Era como si sus ojos ya estuvieran en otra parte–. ¿Vas a pasarte la vida
esperando a que tu mujercita te haga la cena?... Son unos perdedores, mis
queridos amigos de toda la vida. Pero en fin. ¡Salud por nuestra infancia!
Lucía llevó la copa a sus labios, y se dio cuenta de que estaba vacía.
Mientras hablaba, se había ido derramando poco a poco el líquido encima. Su
blusón quedó hecho un desastre. Me dio pena en realidad ver cómo palidecía
mientras se percataba de la mancha, cómo su rabia mudaba en una profunda
vergüenza. Pero no logré contener la risa. Los tres empezamos a reírnos, y la risa
fue creciendo hasta volverse una carcajada ofensiva.
–Bueno, mis estimadísimos amigos –dijo Rodrigo tras recuperar la
compostura–, me apena muchísimo, pero va siendo hora de que me despida.
Mañana debo volar a primera hora de regreso a Guadalajara. ¿Te quedas Javier?
–No, vámonos. Tengo que ver a mi hija.
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Se pusieron de pie al unísono. –Adiós mi hija, Lucy, cuídeseme mucho –dijo
Rodrigo. Ella ni siquiera lo miró. Se había vuelto a sentar y estaba ensimismada,
hundida en el sillón.
–Qué gusto que vinieron... Salúdame a tu mujer... Hombre, Rodrigo, dame
un abrazo... cómo los estimo... hasta la próxima vez. –Intercambiamos abrazos y
apretones de mano en la puerta. Rodrigo salió primero. Sí que parecía llevar prisa.
Antes de que Javier lo siguiera, cogí su brazo y le pregunté en voz baja:
–Oye, ¿y qué va a pasar con Lucía?
–No sé –respondió con su sonrisa burlona–. No venía con nosotros.