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Carlos Bousoño PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS 1993 MINISTERIO DE CULTURA

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Carlos Bousoño PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS 1993

MINISTERIO DE CULTURA

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C a r l o s H o u s o ñ o e n la b i b l i o t e c a d e su t a s a de M a j a c l a h o n d a (1991)

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Carlos Bousoño PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS 1993

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Edita: MINISTERIO DE CULTURA Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas Centro de las Letras Españolas

Comisario de la exposición y coordinación de los actos y del libro en homenaje a «Carlos Bou­soño, Premio Nacional de las Letras Españolas 1993* Alejandro Duque Amusco

Fotografías cedidas por: Carlos Bousoño

Impresión: Fotojae, S. A. San Enrique 16 28020 Madrid

ÑIPO: 301-95-028-6 ISBN: 84-8181-060-6 Depósito legal: M . 9.122 -1995

Los actos a los que hace referencia el libro •Carlos Bousoño, Premio Nacional de las Letras Españolas 1993> fueron organizados por-el M i ­nisterio de Cultura, Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas, Centro de las Letras Es­pañolas.

Colaboró en los mismos la Fundación Juan March.

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Carlos Bousoño PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS 1993

M I N I S T E R I O D E C U L T U R A

I Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas I

CENTRO DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS

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SUMARIO

Págs.

Presentación 11

Explicación 13

I CRONOLOGÍA. Apuntes sobre la vida de Carlos Bousoño 15

II. CONFERENCIAS

La poesía de Carlos Bousoño, por Guillermo Carnero 25 La teoría literaria de Carlos Bousoño: contexto, obra en sistema y sig­nos de modernidad, por Arcadio López-Casanova 37 La crítica literaria en Carlos Bousoño, por Francisco Javier Diez de

Revenga 49 -El ojo de la aguja-: Un nuevo caso de signo métrico, por Alejandro

Duque Amusco 71

III. CUATRO POETAS ANTE UNA LECTURA

El tiempo en la palabra, por José Hierro 87 Lectura de 'La puerta-, por Francisco Brines 95

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Págs.

Junto a la poesía de Carlos Bousoño con el poema «Análisis del su­frimiento; por Claudio Rodríguez 105

La música nos salva. Reflexión sobre un poema de Carlos Bousoño, por Fernando G. Delgado 111

IV. TESTIMONIO

Carlos Bousoño sueña el tiempo, de Vicente Aleixandre 121 Hacia un conocimiento científico de la obra poética, de Dámaso

Alonso 125 «Invasión de la realidad» de Carlos Bousoño, de José Luis Cano 131 Mi amistad con Carlos Bousoño, de Oreste Macrí 135 Verdad, símbolo y paradoja en «Oda en la ceniza» (1967) de Carlos

Bousoño, de José Olivio Jiménez 141 El «encuentro» con Carlos Bousoño, de Gabriele Morelli 171 Coge la flor que hoy nace alegre..., de Dionisio Cañas 173 Tras los cristales, de Giancarlo Depretis 175 Imágenes que son vida, de Fernando Martínez de Carnero Calzada . 179

V. HOMENAJE POÉTICO

«Tecnopaegnia», Pablo Luis Ávila 183 «Variacáo sobre un tema de Carlos Bousoño», José Bento 185 «To an existential poet», Louis Bourne 187 «Ruinas», José Carlos Cataño 189 «Dame la mano», Antonio Gamoneda 190 •Invocació», Pere Gimferrer , 191 «Fatalidad del cántico», Jesús Hilario Tundidor 192 «Comunión o verbo», Clara Janes 193 «Estigmak», Juan Mari Lekuona 194 «Pregunta» (Homenaje a Carlos Bousoño), Arcadio López-Casanova 195 «Carlos Bousoño o la respiración de la palabra», Javier Lostalé 196 «Consumación», Elena Martín Vivaldi 197 «A Carlos Bousoño», Julio Maruri 199

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Págs.

«Discurso del vivir», Manuel Neila 200 «Ibiza 1967», Juan Luis Panero 201 «Las orquídeas», Pedro J. de la Peña 202 «Canzonetta», Edoardo Sanguineti 204 «Le labyrinthe», Bernard Sesé 205 «Conocimiento», César Simón 206 «Releyendo la Invasión de la realidad», Jenaro Talens , 207 «Teoría del canto y la memoria», Rosendo Tello 208

VI. PALABRAS DEL POETA 211

Testamento 219

VII. BIBLIOGRAFÍA

Bibliografía de Carlos Bousoño 229 Bibliografía sobre Carlos Bousoño 238

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PRESENTACIÓN

Siguiendo una iniciativa que ya es casi tradición, este libro es el broche con el que el Ministerio de Cultura culmina sus actos de apoyo al mejor conocimiento y difusión de la obra de Carlos Bousoño, escritor que resultó distinguido con el Premio Nacional de las Letras Españolas en 1993.

Basta observar la representación aquí reunida de las personalidades que se han aproximado con admiración y desvelo analítico a los libros de este poe­ta, teórico y critico asturiano, para comprender la extensión y profundidad del impacto que su obra ha producido. En esa relación se hallan figuras señeras ya desaparecidas, como Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, junto a jóve­nes escritores como Javier Lostalé o el propio Alejandro Duque Amusco que tanto ha hecho para que llegaran felizmente a puerto los actos de homenaje a Bousoño. Y no debo olvidar al respecto los sentidos recuerdos y poemas que le dedican escritores italianos como Oreste Macrí, Gabriele Morelli , Gian-carlo Depretis y Edoardo Sangineti, el francés Bernard Sesé, el portugués José Bento y el estadounidense Louis Bourne.

Este es un libro que queremos sea útil al lector en general y sobre todo al estudioso de la obra de Bousoño. Con tal fin, se han incluido una cronología bio­gráfica y una bibliografía del escritor junto a una nutrida muestra de escritos na­cidos de la recepción critica de sus obras, de la precisa labor hermenéutica, del testimonio amistoso o existencial y de la evocación poética.

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Los lectores debemos a Carlos Bousoño, sobre todo, el placer de una lec­tura poética cuya plenitud lírica incluye las agudas incógnitas y apreciaciones de una inteligencia penetrante y alerta. A mi juicio, él es uno de los poetas que con más elegancia estilística, acierto y constancia ha reunido las actividades pró­ximas, pero tan difíciles de armonizar, de poetizar y de pensar. Este libro es, así, testimonio público de nuestra gratitud y también expresión del deseo de que Bousoño nos depare nuevas y hermosas sorpresas en sus próximas obras.

F R A N C I S C O J . B O B I L L O

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EXPLICACIÓN

A L E J A N D R O D U Q U E A M U S C O

Este libro que dedica el Ministerio de Cultura español a Carlos Bousoño, Pre­mio Nacional de las Letras de 1993, reúne colaboraciones de distinta proce­dencia. De una parte, hace públicas las Actas de las jornadas bousonianas que tuvieron lugar, organizadas por el Centro de las Letras Españolas, entre los días 22 de febrero y 8 de marzo de 1994, en la Fundación Juan March de Madrid. (Ocupan, dentro del orden natural del libro, las secciones II, IIIy VI.)

Por otra parte, exhuma páginas literarias de primera magnitud que ni por su valor humano ni interpretativo podían ser olvidadas: son las de Dámaso Alon­so y Vicente Aleixandre, maestros de varias generaciones sucesivas de poetas es­pañoles y también de Bousoño en sus orígenes, y las no menos iluminadoras de José Luis Cano y José Olivio Jiménez, dos de los críticos que han seguido con ma­yor atención y agudeza la obra del autor de Oda en la ceniza. Se da cabida, asimismo, a otras voces amigas del triple escritor que es Bousoño—poeta, críti­co y teórico—, y que han querido estar presentes en esta feliz ocasión, con el verso celebratorio o el sugestivo escorzo en prosa. (Las secciones TV y V agrupan estos fervorosos testimonios.) A todos ellos—y en el caso de los maestros citados ya desaparecidos, a sus familiares y herederos— hay que darles las más efusi­vas gracias por su generosa y creativa contribución al homenaje.

Una Cronología esencial de la vida del autor abre el volumen y una Bi-

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bliografta general, suya y sobre él, lo cierran. Dista aún de ser un repertorio bi­bliográfico exhaustivo, por las muchas dificultades que una tarea de esta na­turaleza comporta, pero sin duda representa un avance considerable para la puesta al día de los estudios bibliográficos bousonianos.

La inestimable ayuda de Ruth Crespo, esposa del poeta, y de él mismo, ha hecho posible salvar ciertas lagunas en la Cronología y Biliografía, a falta de otras fuentes documentales. Gracias también a los dos por su paciente colabo­ración.

Con este homenaje le llega a Carlos Bousoño otro muy justo reconocimien­to, el más importante de los recibidos hasta ahora, por su labor de años, aleja­do de modas ocasionales y atendiendo sólo a las razones de su verdad estética, con esa «modestia orgullosa» que al escritor auténtico exigía Rubén Darío. Este libro de hoy, síntesis de poesía y reflexión crítica, le devuelve la imagen, apro­ximada al menos, de lo que ha sido su empeño.

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I. CRONOLOGÍA Apuntes sobre la vida de Carlos Bousoño

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CRONOLOGÍA

M A R Í A - J E S Ú S V E L O

1923: Carlos Bousoño Prieto nace el 9 de mayo en Boal (Asturias). Su único her­mano, Luis, había nacido once meses antes.

1924: Traslado familiar a Oviedo a causa de una seria enfermedad (tuberculo­sis) de Margarita, su madre.

1927-1930: Pasa temporadas en Gordejuela al cuidado de su tía Sor María Prie­to, hermana de la Caridad. En la escuela del pueblo, llevada por una her­mana del Colegio de San José, aprende las primeras letras.

1930-1933: En Oviedo sigue estudios en la Academia Ojanguren. Son amigos su­yos de aquella época, entre otros, Enrique Alonso Collada, Manuel Bayón y Ángel González, éste más tarde destacado poeta. Comienza un diario que seguirá escribiendo hasta la guerra civil.

1933: Su padre, Luis, emigra a México, llamado por su cuñado Carlos Prieto, quien desde hacía diez años se había afincado como industrial en aquel país.

1934: El 1 de abril muere su madre de una bronconeumonía. Carlos y su her­mano Luis quedan bajo la tutela de su tía-abuela Manuela Fernández de la Llana que, por su severidad e intransigencia, marca negativamente la ado­lescencia del poeta. Comienza el Bachillerato en el Instituto de Oviedo. En octubre de este año es testigo de la represión de los mineros asturianos.

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1936: El inicio de la guerra civil lo vive en Oviedo. 1937: De febrero a octubre se refugia con su familia en Boal. Empieza a escribir

versos. En septiembre se examina con éxito en el Instituto de Luarca.

1938: Su profesora de Literatura, Carmen Fontecha, le presenta en Oviedo a Dá­maso Alonso, en una cena privada.

1939: Fin de la guerra. Prosigue sus estudios de Bachillerato.

1940: Aparecen publicados en México sus versos de niñez en edición limitada y familiar, bajo el título de Quebrando albores, que Bousoño no ha querido reconocer nunca, al igual que el volumen Clamores de tierra y cielo, publi­cado también por su familia mexicana tres años más tarde. Ambos libros constituyen la prehistoria literaria del poeta.

1941: Terminado el Bachillerato, comienza en la Universidad de Oviedo los cur­sos comunes de Filosofía y Letras.

1942: Muere su tía-abuela y se traslada a vivir a casa de sus tíos Juan Fernández de la Llana y Mercedes Granda, con los que recobra el equilibrio emocional y afectivo. Visita en el mes de mayo, por indicación de Dámaso Alonso, a Vicente Alei-xandre. Se inicia una amistad decisiva que duraría toda la vida.

1943: Traslado académico a la Universidad Central de Madrid, donde comienza los cursos de especialidad en la Sección de Filología Románica. Vive en una residencia de estudiantes, en la Ciudad Universitaria, en la que es compa­ñero de Alfonso Costafreda y Emilio Sanz. Empieza a darse a conocer con anticipaciones poemáticas de Subida al amor en la revista Corcel, y al año siguiente en Escorial, Garcilaso, Espadaña...

1945:Acaba su licenciatura en Filología Románica. Aparece su primer libro de poemas, Subida al amor.

1946:Publica Primavera de la muerte, su segundo libro de poesía, con prólogo de Vicente Aleixandre. Septiembre: viaja a México con su hermano Luis, pasando por Nueva York. En el mes de noviembre da su primera conferencia en ese país sobre la poe­sía de la posguerra, leyendo y comentando poemas de José Hierro, Julio Ma-ruri, Suárez Carreño, Gaos y Valverde.

1947: De enero a mayo ejerce de profesor en Wellesley College (Estados Uni­dos) sustituyendo al poeta Jorge Guillen, que era el titular de la cátedra. Da una conferencia en la Universidad de Harvard. En septiembre regresa a México.

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1948: En febrero vuelve a España desde la capital mexicana. En la primavera comienza su servicio militar, primero en Ceuta, durante un mes, y luego en Tetuán. Se licencia en septiembre del año siguiente. Su hermano Luis permanecerá en México, donde residirá por espacio de veintiún años, trabajando en la Fundidora de Monterrey como ingeniero.

1949: Se instala en el Colegio Mayor César Carlos, de Madrid, donde tendrá por compañeros a Pío Cabanillas, Gabriel Cañada y Francisco Mayáns.

1950: Se doctora con una tesis sobre Vicente Aleixandre, que obtiene el Premio Extraordinario. Será publicada ese mismo año por ínsula con el título La poe­sía deV.A. Imagen, estilo, mundo poético y prologada por Dámaso Alonso.

1951: Desde este año ha venido ejerciendo como profesor en la Universidad Complutense de Madrid. Publica en colaboración con Dámaso Alonso Seis calas en la expresión lite­raria española.

1952: Primera edición de la Teoría de la expresión poética, por la que obtiene el Premio Fastenrath. Acude al I Congreso poético celebrado en Segovia, con asistencia de Euge­nio D'Ors, Aleixandre, Riba, Foix, Panero y Ridruejo. Aparece Hacia otra luz, primera recopilación de su poesía.

1953: A la muerte de Amado Alonso (1952), rehusa el ofrecimiento de ocupar su plaza en Harvard como catedrático.

1954: Segundo viaje a México. Rechaza la invitación de la Universidad de California para ocupar una pla­za como full prqfessor.

1955: Asiste en Velintonia a una reunión de poetas españoles con Eugenio Món­tale.

1957: Aparece Noche del sentido. 1959: Mayo: participa en las «Conversaciones de Formentor», organizadas por Ca­

milo José Cela, junto a poetas de diversos países: Anthony Kerrigan (norte­americano), Yves Bonnefoy (francés), Alastair Reid (escocés), Robert Gra­ves (inglés), y los españoles V. Aleixandre, Caries Riba, Dámaso Alonso y Blas de Otero, entre otros.

1960: Edición de sus Poesías completas: Primavera de la muerte. Se le concede una beca, para creación poética, de la Fundación March. Pone prólogo a las Poesías completas de Aleixandre.

1962: Es visiting prqfessor en la Escuela de Verano de Middlebury College. Con­ferencias en Colgate University. Publica Invasión de la realidad.

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1966: Viaja a Nueva York con ocasión de la Feria Mundial. 1967: Entra en una nueva etapa poética con la publicación de Oda en la ceni­

za, que al año siguiente obtendrá el Premio de la Crítica. 1968: Realiza un largo viaje por Europa y Asia.

Reedición de Oda en la ceniza. 1969: En febrero regresa a México su hermano Luis. 1970: Desde este año a 1975 interviene en los Cursos de Verano de la Universi­

dad de Oviedo, invitado por el profesor Martínez Cachero. 1973: Publica Las monedas contra la losa.

Es intervenido de una lesión vertebral. En diciembre muere su padre.

1974: Recibe el Premio de la Crítica por Las monedas contra la losa. Conoce en casa de Francisco Nieva al dramaturgo Eugéne Ionesco.

1975: Conferencia en la Fundación March dentro del ciclo «Literatura viva». Julio: presenta una ponencia en el simposio sobre lingüística y literatura or­ganizado por el catedrático de la Universidad Complutense Fernando Láza­ro Carreter. El día 22 de noviembre contrae matrimonio con Ruth Crespo, alumna suya durante los cursos 1972-73 y 1973-74.

1976: Publica su Antología poética (1945-193) con un extenso ensayo prelimi­nar sobre su propia obra. Se le concede una Beca March para teoría literaria.

1977: El día 1 de mayo nace su primer hijo, Carlos Alberto, que fue apadrinado por Vicente Aleixandre. A raíz de la concesión del Premio Nobel de Literatura a V. Aleixandre, dicta una serie de conferencias en Syracuse University, en el Hunter College y en el Spanish Institute de Nueva York. Es nombrado miembro de la Hispano Society of América y Socio de la Sig-ma Delta Pi, sociedad honoraria hispana de los Estados Unidos. Aparece su obra teórica El irracionalismo poético (El símbolo).

1978: Obtiene el Premio Nacional de Literatura por su libro de ensayo El irra­cionalismo poético (El símbolo).

1979: El 5 de abril es nombrado miembro de número de la Real Academia Es­pañola, para ocupar la vacante dejada por Salvador de Madariaga. Ocupa el sillón M . Publica Superrealismo poético y simbolización.

1980: El día 19 de octubre lee el Discurso de entrada en la Real Academia, que trata del «Sentido de la evolución de la poesía contemporánea en Juan Ra-

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món Jiménez». La contestación corre a cargo de Gonzalo Torrente Ballester. Aparece su segunda antología, Selección de mis versos.

1981: La casa de Asturias en Madrid le concede la Manzana de Oro. Publica Épocas literarias y evolución.

1982: Inicia la escritura de Metáfora del desafuero, entonces con el título provi­sional de La fábula y el estertor. Diciembre: participa en el I Encuentro de Escritores del Mediterráneo, cele­brado en Valencia, con una lectura de poemas en La Lonja.

1983: Escribe un nuevo ensayo interpretativo de la poesía de Aleixandre titula­do «La figura de V. A.-, que continúa inédito hasta hoy.

1985: Invitado por Carmen Alborch, profesora entonces de la Facultad de De­recho de Madrid, pronuncia una conferencia en recuerdo de Vicente Alei­xandre; fue presentado por Francisco Brines. Ve la luz su libro Poesía poscontemporánea (Cuatro estudios y una intro­ducción).

1986: Nace su segundo hijo, Alejandro, el 4 de marzo. Viaja en septiembre a Puerto Rico, donde imparte una serie de conferencias en la Universidad de Río Piedras, Universidad de Cayey y el Colegio de Abo­gados.

1987: Pronuncia una conferencia sobre el simbolismo de Gustavo Adolfo Béc-quer, en la Real Academia Española.

1988: La Universidad Complutense le nombra profesor emérito. Diciembre: participa en el homenaje a Vicente Aleixandre celebrado en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona.

1989: Es nombrado honoraryfellowde la Sociedad de Estudios Españoles e His­panoamericanos de la Universidad norteamericana de Colorado en Boulder. Aunque con pie de imprenta de 1988, aparece este año Metáfora del desa­fuero. Abril: lectura de poemas en Milán como participante del Encuentro de poe­tas españoles e hispanoamericanos. Es invitado en octubre por el Instituto de Cultura Español de Viena a dar una conferencia.

1990: Febrero: la Universidad de Turín le nombra Doctor Honoris Causa, junto a Mario Soares, José Saramago y el Ministro de Cultura español de ese mo­mento, Jorge Semprún. Presenta una ponencia en el Congreso sobre A. Machado que organiza la Uni­versidad de Turín en esos mismos días. La Casa de la Poesía de Edenkober (Alemania) organiza un homenaje a la

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cultura española, al que Bousoño es invitado junto a poetas como Claudio Rodríguez y Francisco Brines. Intervienen poetas de toda Europa. Pronuncia el Discurso de recepción al ingreso de Francisco Nieva en la Real Academia Española. El 28 de mayo recibe el Premio Nacional de Literatura, en la modalidad de poesía, por su libro Metáfora del desafuero.

1991: Octubre: participa en la Feria del Libro de Frankfurt, que ese año está de­dicada a España.

1992: Da en el mes de febrero una lectura de sus versos en la Residencia de Es­tudiantes de Madrid. Queda finalista en el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y en el Pre­mio Reina Sofía. Contesta al Discurso de ingreso de Claudio Rodríguez en la R.A.E.

1993: Viaja a Italia en el mes de marzo; pronuncia conferencias en Turín y Bér-gamo. A primeros de mayo interviene en el Ateneo de Madrid en el homenaje a José Luis Cano. El 30 de mayo recibe el Premio de las Letras Españolas. En octubre lee una conferencia sobre Jorgue Guillen, en Valladolid, al cum­plirse el centenario del nacimiento del poeta. Aparecen simultáneamente su antología Poesía (1945-1993) Y El ojo de la aguja.

1994: Entre el 22 de febrero y el 8 de marzo tienen lugar las jornadas dedica­das a su obra en la Fundación March, bajo el patrocinio del Ministerio de Cultura. En marzo da una conferencia sobre la creación literaria, en la Fundación Pi­lar y Joan Miró de Palma de Mallorca. Es operado de cataratas. Mayo: lectura de poemas en la Casa Real.

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II. CONFERENCIAS

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LA POESÍA DE CARLOS BOUSOÑO

G U I L L E R M O C A R N E R O

Universidad de Alicante

Siempre es una satisfacción para mí hablar en esta casa, pero hoy lo es do­blemente por el carácter de homenaje a Carlos Bousoño que tiene este ciclo y por­que la Fundación Juan March, en un pasado próximo, ha alentado y respaldado la creatividad de Carlos en los dos ámbitos, el de la poesía y el de la teoría litera­ria, que hacen de él una figura única en el panorama intelectual del siglo xx.

Junto a estas razones hay otras personales, tan válidas como las primeras y que aumentan mi agradecimiento a los organizadores de este ciclo por haber con­tado conmigo. Porque debo a Carlos Bousoño muchos años de amistad, el re­galo de muchas horas de conversación inteligente e ingeniosa y las muchas ideas con las que ha sabido articular el camino más completo y revelador que conoz­co hacia la comprensión de los procesos mentales y lingüísticos de la poesía. To­dos le debemos una lección esencial: que la inteligencia y el análisis no matan la creatividad, sino que la potencian y sostienen. Una lección que nos ha ofre­cido al desmontar y recomponer el mecanismo de la escritura poética con el res­peto y la sutileza que nunca dará la teoría sola sin la experiencia de rebotica del escritor; y también al escribir poesía con esa peculiar experiencia de teórico. Ello le permitió aportar la pauta para las reflexiones metapoéticas, de las que más ade­lante hablaré, uno de los terrenos en que iba a reconocerse la generación que

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en los años sesenta protagonizó una decisiva ruptura de la trayectoria de la poe­sía española de postguerra.

La obra poética de Bousoño consta hasta hoy de ocho libros:

1. ' época: Subida al amor(\945), Primavera de la muerte(1946), Noche del sentido (1957).

2. " época: Invasión de la realidad(1962), escrito con una beca de esta Fun­dación.

3. * época: Oda en la ceniza (1967), Premio de la Crítica 1968; Las monedas contra la losa (1973); id. 1974; Metáfora del desafuero (1989), Premio Nacional de Literatura 1990; El ojo de la aguja (1993).

No me corresponde a mí hablarles de su obra como teórico ni de los reco­nocimientos que ha merecido. Carlos Bousoño ingresó en la Real Academia Es­pañola en 1980 y el año pasado (1993) recibió el Premio de las Letras Españo­las, la ocasión de este homenaje.

La 1." época de Carlos Bousoño comprende tres libros de temática religiosa, que nos obligan a plantear el contexto en el que aparecieron, que fue también el de la formación literaria de Bousoño. Esa formación se produce en la España de la primera postguerra, una de cuyas características es la presencia de lo religioso. Para entrar a la diversidad de sus manifestaciones, nada mejor que un conocido ensayo de Dámaso Alonso titulado Poesía arraigada y poesía desarraigada, es­crito en los años a los que me voy refiriendo. El arraigo es, según Dámaso, segu­ridad en el sentido de la vida, posesión de una clave última que evita la radicali-zación del conflicto íntimo, y descanso en una fe que puede ser metafísica, histórica o teológica. Desarraigo, en cambio, es angustia, falta de serenidad, v i ­sión de la realidad como caos y problema permanentemente abiertos.

La situación política de la España de los años cuarenta tendría a imponer la religiosidad arraigada, ortodoxa y carente de conflicto en su grado cero: la poe­sía sacra. Se llama así a la celebrativa de los personajes del Olimpo cristiano, a la evocadora de estampas evangélicas en almíbar, a la conmemorativa en mol­des tradicionales como el villancico. José M." Pemán publicó en 1940 una Anto­logía de poesía sacra extraída de la cantera del Siglo de Oro, y Luis Rosales, el mismo año, un Retablo sacro del nacimiento del Señor. La poesía sacra supuso una resurrección de la tradición poética española de los siglos xvi y xvil , en tor­no a la cual va a fraguar también la ideología oficial de los años cuarenta por el conducto de las nostalgias imperiales, pues el mito de la grandeza de España a las órdenes de su caudillo, representante del Norte político y religioso, era apli-

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cado al general Franco como reencarnación de los Reyes Católicos o los prime­ros de la Casa de Austria. Así la Antología de la poesía heroica (1940-1943) de Rosales y Vivanco conducía también al Siglo de Oro. Ese interés, al que conflu­yen lo religioso y lo imperial, se concreta en 1942 en el centenario del nacimiento de San Juan de la Cruz, al que dedicó un monográfico la revista Escorial. Con in­dependencia de lo que significara en las circunstancias de los años cuarenta, la actualidad que en ellos adquirieron la poesía religiosa tradicional y la mística debe ser destacada como un elemento relevante en la formación juvenil de Bousoño, que estaba al tanto de aquella coyuntura literaria como colaborador que fue de Escorial.

Quede claro que la religiosidad de los años cuarenta no se agota en la lec­tura reduccionista que de ella se hiciera en los círculos del poder político, que San Juan y la Mística no son lo mismo que ceñirle a la Virgen del Pilar la banda de Capitán General, ni un ejemplo de vivencia arraigada y beatífica de lo reli­gioso, y que Escorialno fue una revista de militancia ideológica explícita del Ré­gimen; y, en último extremo, que me estoy refiriendo sólo a las razones de que lo religioso fuera, por su omnipresencia en la época, una opción generacional preferente para un poeta de la edad de Carlos Bousoño. Si en un primer momento puede calificarse a Bousoño de poeta religioso arraigado, enseguida se orientó en otras direcciones, de entre las muchas que ofrecía el ámbito religioso en la poesía española de la primera postguerra. De ellas quiero hablar brevemente para acabar de poner en pie los ejes de coordenadas en los que se sitúa su obra pri­mera.

La poesía sacra era la manifestación lexicalizada y retórica del arraigo. Se da junto a ella una poesía religiosa intimista que manifiesta la vivencia serena de la religiosidad, o inquietudes existenciales que no ponen en duda la conciliación última ni la ortodoxia.

Por otra parte, en los años cuarenta aparece una poesía de conflicto religio­so que parece carecer de la creencia última, o bien expresar dudas en cuanto a su capacidad de respuesta al contrastarla con las preguntas que se hace el hom­bre a propósito de ser del mundo en términos éticos; plantea también la res­ponsabilidad de Dios como supuesto gestor de la Historia, y la insatisfacción de quien no ve correspondida su fidelidad de creyente hacia un señor que no con­suela ni contesta; su mejor exponente es el Blas de Otero de Ángel fieramente humano (1950) y Redoble de conciencia (1951), paradigma de poeta desarrai­gado para Dámaso Alonso, tanto como lo fue él mismo en su gran libro de los años cuarenta, Hijos de la ira, reseñado por Carlos Bousoño (1944) en el perió­dico Región de Oviedo.

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La situación poética de España en los años cuarenta se ha querido a veces simplificar como oposición entre los credos de las revistas Garcilaso y Espada­ña, fundadas en 1943 y 1944. En Garcilaso hay desde luego lo que se ha llama­do neoclasicismo (el editorial fundacional declaraba el propósito de presentar una poética opuesta a la impureza nerudiana) y poesía sacra, pero también in-timismo neorromántico de asunto religioso, como en Dios sobre España de Car­los Bousoño (n.° 23, III, 1945), luego incorporado a Subida al amor. Esa línea intimista no desarraigada está presente en muchos de los más notables libros po­éticos de la primera postguerra: Ángeles de Compostela de Gerardo Diego (1940), La casa encendida (1949) y Rimas (1951) de Luis Rosales, La estancia vacía (1944) de Leopoldo Panero, Hombre de Dios (1945) y La espera (1949) de José M." Valverde, Arcángel de mi noche (1944) de Vicente Gaos.

Espadañase funda en 1944; su precedente es la revista Cisnerosdel colegio mayor madrileño del mismo nombre, donde Carlos Bousoño trabó amistad con Eugenio de Nora, uno de los fundadores de Espadaña. Su n.° 2 elogia Hijos de la ira como muestra del existencialismo religioso y trágico en el que «resuena la voz trepidante y bronca de Job en el estercolero*. El artículo La poesía religiosa, de otro de los fundadores, el P. Antonio González de Lama, en el n.° 8, afirma que no puede haber poesía auténtica «cuando el poeta no está clavado con gar­fios de amor o dolor al Ser que todo lo sustenta». Victoriano Crémer, en los po­emas El hombre y su destino (n.° 14) y Quiero (n.° 18) afirma que hay que bus­car a Dios entre los que sufren injusticia y persecución, en la fosa y en la cárcel, frente al escapismo de la poesía sacra. En Espadaña se publicó poesía religiosa arraigada (Valverde, Panero) y desarraigada. El caso más notable de esta última es el soneto Déjame (n.° 47) de Blas de Otero, donde el autor pide a Dios que cese de martirizarlo, lo rechaza y desea mutilar y matar a su enemigo divino. Ante tales dislates, que no son infrecuentes en nuestra poesía religiosa de postguerra, siempre me he preguntado si no deberemos leerlos como mensajes cifrados de angustia política; se suelen dar en poetas que, tras una etapa de tremendismo religioso, llegaron a la poesía social. Espadaña es, por otra parte, el primer bas­tión de esa poesía social española, en poemas y artículos de Crémer, Nora, Ce-laya, Enrique Azcoaga y Miguel Labordeta. Carlos Bousoño colaboró en Espa­daña con cinco poemas: Recuerdo de infancia, Oda a España, Canción ebria, Bajo la luna y Elegía desesperanzada, respectivamente en los núms. 6,9,12,14, 22.

Para terminar con la gama de manifestaciones de lo religioso en la poesía de la postguerra española, he de mencionar lo que yo mismo he llamado poesía de correlato religioso prescindible al estudiar la obra de Pablo García Baena en

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el seno del grupo «Cántico», que debe su nombre a la revista fundada en 1947; con ese concepto he querido referirme al uso de lo religioso no como arsenal moral o dogmático, sino como un repertorio de mitos atraídos por el intimismo culturalista y el preciosismo y barroquismo que distinguen al grupo del que for­ma parte García Baena, y explicables también por la peculiar presencia y viven­cia de la religión en la cultura andaluza. Un solo poema de Carlos Bousño he en­contrado en la revista Cántico: Tu compañía, en el n.° 2 de la 2.' época, 1954.

En resumen, podría decirse que la poesía religiosa, en el momento que co­rresponde a la primera época de Bousoño, se manifiesta en cinco direcciones:

a) arraigada, que a su vez puede ser sacra o intimista; b) desarraigada: hererodoxa en términos religiosos, o cripto-social; c) esteticista o culturalista.

El mismo Bousoño ha escrito, refiriéndose a los libros de su primera época, que adoptan una orientación existencialista de signo religioso que sólo condu­ce a la salvación por la creencia en el primero de ellos, Subida al amor. El títu­lo alude inmediatamente a la Mística, en la tradición de Subida al Monte Sión de Bernardino de Laredo, Subida al Monte Carmelo de San Juan, Escala de la per­fección hasta subir al perfecto amor de Dios de Lope de Salinas o Subida del alma a Dios de José de Jesús María, y otras obras similares centradas en los con­ceptos análogos de camino o itinerario. Habría que encuadrar el libro en el in­timismo no conflictivo, pero no carente de tensión y contradicción. El P. Gon­zález de Lama lo reseñó en el n.° 14 (1945) de Espadaña como un San Juan de la Cruz sin placidez ni paz: «El misticismo de Bousoño no se parece a ningún otro, aunque su Dios recuerda al Jehová bíblico, fascinante y tremendo. Vuela muy alto, pero su vuelo no es sosegado [...]. Tiene más del amor-destrucción de V i ­cente Aleixandre [...]. Rara vez nos es dado encontrarnos, en la poesía contem­poránea, con un poeta místico, auténticamente místico. Abundan los ingenuos imitadores [...]. Bousoño es original y auténtico. Actual. Y no obstante anclado en la más viva vena de la mística cristiana.»

José Olivio Jiménez ha señalado los tres movimientos espirituales que se con­jugan en el libro: la alegría y exaltación del ímpetu ascendente de los «Salmos puros», última sección y por eso su conclusión dialéctica; la sensación opuesta de dificultad y fracaso de los «Salmos sombríos», donde —como ha observado Víctor García de la Concha— se produce «una intensa condensación de materia bíblica: el miedo a ver a Dios, la imposibilidad de mirarlo a la cara, la irrupción avasalladora de su presencia, el temor a entrar en el grandioso entorno cósmico

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en que se producen las teofanías del Antiguo Testamento»; y la conciencia de la temporalidad de los seres, que por estar centrada en la figura humana de Cristo concilia la angustia de esa conciencia, presente en el poema Cristo adolescente, comentado por el propio Bousoño en su Teoría de la expresión poética como ejemplo de superposición temporal.

Si Subida al amor era una crónica de aventuras espirituales, Primavera de la muerte supone un desplazamiento de la mirada hacia la realidad del mundo exterior, como señaló Lama al reseñarlo en el n.° 23 (1946) de Espadaña. Por su parte, José Olivio Jiménez ha destacado que la meditación sobre la temporali­dad se orienta en este segundo libro hacia lo real y lo humano: «El hombre con­templa la floración primaveral que en todas direcciones descubre, contempla la pujante realidad pero conoce su engaño porque la transitoriedad y el obligado fin a que ese todo está sometido le ha sido revelado a la par. Sabe así que la vida es una primavera mortal [...] y sin embargo dice amarla, afirma sobre tan ines­tables bases la posibilidad de la felicidad humana.» Esa aceptación queda trans­parentemente indicada en el poema que da título al libro: «Todo es muerte, pero la muerte es traspasada por las cuatro estaciones». Vicente Aleixandre, en el pró­logo que antepuso a la primera edición, señala la falta de desesperación que lo distingue y que supone «una especie de consagración» o de asunción de las l i ­mitaciones de la vida y de la condición humana. Tiene, pues, razón Carlos Bou­soño al decirnos que su idea de salvación sólo se formula en términos plenamente religiosos en su primer libro, ya que en este segundo se están poniendo las ba­ses de un planteamiento de la existencia y de un pacto con sus inalterables re­quisitos materiales que conducirá a Invasión de la realidad. Esa noción de pac­to o reconciliación está expuesta en Primavera sin tiempo; y en Sinfonía de la muerte, poema repleto de términos que implican gozo y proyecto vital espe­ranzado y positivo, el reconocimiento del enorme valor de los «vitales dones» de la temporalidad, en cuanto los liberemos de pretensiones absolutas y trascen­dentes. Primavera de la muerte es, por tanto, un libro que, sin cuestionar en sí misma la definición religiosa de la existencia, afirma la suficiencia de una equi­parable alternativa no religiosa. Tras este primer «ajuste de cuentas» con Subida al amor, el tercer libro, Noche del sentido, explicitará la duda religiosa (en poe­mas como El Apóstol o Presunta vida) y —no es un juego de palabras— la duda acerca de la legitimidad y los resultados de una apuesta pascaliana sobre los fru­tos de la duda y no sobre los de la fe {.Letanía del ciego, La puerta).

En el momento de Noche del sentido y de Invasión de la realidad la ten­dencia dominante en la poesía española es lo que se ha llamado la poesía social. Antes he intentado señalar su concomitancia con la de conflicto religioso. A lo

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largo de la Historia los pueblos primitivos han creído siempre que los males in­dividuales venían de Dios y podían ser aliviados por Dios tanto como los colec­tivos; si se responsabiliza a Dios, como arquitecto y gestor del Universo, de una peritonitis o de un terremoto, se lo puede responsabilizar igualmente de una dic­tadura, y los contribuyentes pueden quejarse, como nuestros poetas religiosos de postguerra, de su práctica abusiva del silencio administrativo. Por otra parte, no es difícil hacer una lectura social de la moral evangélica y plantear la denun­cia y la oposición en verso como una modalidad de catequesis: vean la poética de Gabriel Celaya en la Antología de la poesía social de Leopoldo de Luis.

El Bousoño de Noche del sentido hubiera podido, de ser otro su talante es­piritual y su concepto de la literatura, derivar por tales derroteros, pero no lo hizo, aunque lo hiciera temer algún que otro poema a «España del amor, patria extin­guida».

En 1952 se publica un documento de gran importancia para tomar el pulso a la poesía española del momento: la Antología consultada de la joven poesía española, el mismo año en que Bousoño reúne, con el título de Hacia otra luz, sus dos primeros libros y un anticipo del tercero, y publica la primera edición de Teoría de la expresión poética. Bousoño inicia la nómina de la Consultada con una poética en la que, situándose ante el gran tema del momento, el realismo con pretensión de crítica y denuncia, lo asume con una manoletina irónica: «¿Poe­sía realista? Si os referís a la realidad interior, no me parece mal [...] No hay poe­ta que no transmita un contenido real de su alma [...] Si deseáis decir "poesía que refleje las cosas tal como son", no logro entender lo que esas palabras preten­den significar». En otro lugar ha escrito Bousoño que, si bien «el arte es contem­plación desinteresada de la forma», también caben los temas sociales cuando no se adopte en ellos un propósito didáctico o proselitista, partidista o sectario, cuan­do aquéllos aparezcan «en la misma forma de emoción desinteresada que los otros temas no sociales», lo cual viene a ser la tesitura adoptada siempre por los mejores ante el problema de la función social del arte y la literatura, la tesitura de los superrealistas bretonianos en los años treinta ante el dogma del realismo socialista, la de los firmantes de la conocida ponencia colectiva (Miguel Her­nández, Juan Gil Albert, Emilio Prados y otros) en el II Congreso Antifascista de Valencia, 1937.

Invasión de la realidades, según el propio Bousoño, una muestra de exis-tencialismo afirmativo y positivo, de encuentro con una realidad cuyo atractivo la ha hecho sustituir al Dios inexistente; «el reconocimiento del mundo y de sus contenidos como hondo valor y aun como encendida y coloreada dádiva, como hermosura de incesante e impensada recomposición y, por tanto, de incesante

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sorpresa y maravilla», aunque con un toque de melancolía que distingue el libro, y el concepto del mundo del que da cuenta, del primer Guillen o del Aleixandre de En un vasto dominio. «Religiosidad de incrédulo» ha llamado Francisco Bri-nes a ese éxtasis ante la realidad y la materialidad, en el que el mundo aparece en ocasiones en figura de catedral, con las connotaciones que mantienen y mo­difican su significado.

En el poema titulado como el libro, Invasión de la realidad, se habla de la explosión de los colores y de la serenidad de la pupila ante un despliegue que «se satisface con su presencia misma». En un amanecerá yo poemático se de­fine como extranjero que asiente ante los cielos, la piedra y «la energía inmensa de la flor». El primer soneto de Humanos en el alba es un himno al portento de la luz, el monte y la vida coloreada. En La piedad de Dios leemos: «Hermoso es el mundo. Mi mano / continuamente viva prende / una hoguera en cada tem­prano / clavel que acaricia o enciende / [...]IY luego la dicha circula / por el uni­verso sonoro / como un vendaval que simula / las ondulaciones de un oro». Mi verdad termina con estos versos: «Terrible mundo. Respirado mundo. / Tú, mi sola verdad. / Mi sola fe, mi solo amor profundo; / mi sola claridad». Y el poema Como el crustáceo invita al hombre a agarrarse a cada fragmento o brizna de rea­lidad y de existencia como al mejor de los tesoros. En esta consagración de lo real por el mero hecho de serlo, un simple jarro se convierte en símbolo de sím­bolos y en tema de varios poemas; «templo de perfección», «providencia, cobijo y reposo» lo llama la Oración ante el jarro. Con todo, y como un motivo recu­rrente, subyace la ambivalencia de la salvación debida al amor al mundo; no es casual que el primer poema del libro, Verdad, mentira, termine con esta invo­cación: «Mira / la realidad inmensa, porque ahí yace / tu verdad toda y toda su mentira».

Carlos Bousoño ha escrito que Oda en la ceniza significa en su trayectoria un cambio de mentalidad y de forma expresiva. Hasta entonces el poema había sido la objetivación de una emoción no compleja por medio del verso y la es­trofa tradicionales. Esas limitaciones las atribuye Bousoño a las restricciones in­telectuales impuestas por la presión, asumida inconscientemente, del «realismo envolvente en la literatura de los años de la posguerra», es decir, a la presión de un espíritu de época poco favorable a los vuelos de la imaginación. Podríamos completar el diagnóstico diciendo que las alternativas que dicha época ofrecía en otro orden de cosas (Postismo, estética de «Cántico») no le resultaron atracti­vas. A mediados de los años sesenta, sigue Bousoño, «un nuevo tiempo» posibi­lita «un registro nuevo». Ese nuevo tiempo literario no puede ser otro que el se­ñalado por la aparición de una generación novedosa que aporta lo que se ha

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llamado la «estética novísima»; Arde el marde Pedro Gimferrer se publica un año antes que Oda en la ceniza, y el mismo año 1967 mi Dibujo de la muerte. De­jando a un lado lo que esos y otros libros pudieran significar, el hecho de su apa­rición hacía presentir un cambio de gusto y de valores, hacía intuir en ese enig­ma llamado «público» a un lector frente al cual tenían sentido mayores complejidades y exigencias; es sabido que nadie escribe sin creer en la existen­cia de un destinatario a su medida. Así la gama de opciones expresivas entre las que todo escritor debe en todo momento optar se enriqueció en los sesenta con un nuevo territorio ante el cual caducó la autocensura sufrida por Bousoño has­ta ese momento. Creo que éste, y no otro, es el sentido de su propia interpreta­ción; y también que a partir de Oda en la ceniza se produce una sintonía cre­ciente entre Bousoño y los nuevos poetas que antes he mencionado, sintonía que se refuerza con la publicación de Las monedas contra la losa en 1973. Por mi propia experiencia, en lo que pueda valer, puedo asegurarlo. Estos dos libros de Bousoño aportaban lo que él ha definido como la soldadura entre «la tendencia analítica y la capacidad emotiva», es decir el planteamiento no racional pero sí conceptual o discursivo del poema, la utilización de la inteligencia para el de­sarrollo de las intuiciones emocionales, con la generación consiguiente de un dis­curso que adquiere un grado adicional de poeticidad en el contraste entre la ló­gica del mecanismo que lo produce y la irracionalidad de las premisas de las que parte y las conclusiones a las que que conduce. Bousoño ha señalado que ese modelo de poesía analítica o discursiva lo llevó insensiblemente a apartarse del verso regular y a dirigirse al verso libre y al versículo, a proponer al lector jue­gos de ironía y de ambigüedad. Por otro lado, el naufragio de creencias que ca­racteriza la época terminada en Invasión de la realidad (abandono de la justifi­cación religiosa, adhesión materialista al mundo real pero con un lastre de insatisfacción y de reserva) se rescata ahora con una nueva fe, con una nueva opción salvadora: la que ofrece la escritura en su capacidad de dilucidar y per­petuar la realidad, tanto la realidad del propio yo pensante como la del mundo en el cual ese yo significa. No es extraño que de la integración entre esa nueva fe y las dudas que aporta, y la práctica de la poesía analítica, surgiera en la obra de Bousoño de esta 3.' época lo que se ha llamado metapoesía, es decir, la poe­sía cuyo objeto es el hecho mismo de escribir poesía; y que surgiera con su re­quisito primordial de validez, el que la diferencia de los teoremas en verso: es­tar fundada en una interrogación emocional, en términos de justificación de la propia vida. Porque a la metapoesía pueden aplicársele la misma piedra de to­que que Bousoño señaló como condición de autenticidad de la poesía social.

En Oda en la ceniza hay metapoesía en Salvación en la palabra o en Pa-

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labras: el mundo. Hay buenos ejemplos de esa poesía analítica o conceptual de la que antes hablábamos en Análisis del sufrimiento; y perdura el planteamien­to existencial de Invasión de la realidad y libros anteriores en El baile (-el ser y la nada se han hecho para bailar juntos», se dice en este poema), en En la ceni­za hay un milagro, en A un espejo antiguo, en Divagación en la ciudad. Así es la palabra, en el primero de los poemas citados, «grácil y fugitiva que salve el des­consuelo» y al mismo tiempo «negra teología corrupta», mientras arde como la zarza bíblica en la epifanía de una nueva divinidad («la queja arde como una zar­za misteriosa»).

El título del siguiente libro, Las monedas contra la losa, alude al tiempo l i ­mitado concedido a la vida de cada hombre. El recuento de esas monedas sig­nifica en su cifra la limitación de ese tiempo y el riesgo de despilfarrarlo; el uso que se le dé dentro de sus limitaciones propias y las que imponen el mundo y los otros seres humanos es un contraste de calidad, como lo es el cálculo de la ley y el peso por el sonido de la moneda contra un mostrador. La aceptación de la existencia con esas limitaciones es el tema del poema Siéntate con calma en esta silla; persiste el conceptualismo analítico {Era un poco de ruido, La cues­tión, La feria, Mientras en tu oficina respiras), que en Investigación del tormento llega a plantear los límites y la burla del pensamiento lógico desde el contraste entre la verdad lógica y la falsedad semántica. Persiste la metapoesía (.Decurso de la vida) y se manifiesta una nueva especie de justificación y salvación, la de­bida al sentido y a la plenitud que la existencia adquiere no sólo por las expe­riencias directamente vividas, sino por lo que se podría llamar la experiencia cul­tural, que se supone en todo equivalente e identificable a la (en su sentido habitual) real: «eternidad balbucida, sonora, que no podemos suponer en nin­gún momento irreal /[...] espacio de oreo y continuidad / [donde] no hay muer­te sino significación del morir», afirma el poema Salvación en la música.

Lo más llamativo de Metáfora del desafuero es la entidad que en este libro adquiere la meditación sobre la muerte. Además de la sección de elegías dedi­cadas a Vicente Aleixandre, me refiero a poemas como Ars Moriendi o Morir, este último uno de los textos sentenciosos y densos en su brevedad que el libro incorpora, fundados en la aparente ligereza del verso eneasílabo convertido en molde de meditación sobre el recuerdo de su empleo, con fines de preciosismo rítmico, en el Modernismo. En la misma línea hay que destacar El tejedor, una reflexión sobre el proyecto de toda vida considerado desde su conclusión, o la Segunda canción, donde la experiencia de ese quehacer conduce al deseo de no desear. Junto a esa sabiduría estoica de la renunciación aparece en el libro el tema del disfrute y aprovechamiento del gozo y del instante, olvidada toda ne-

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cesidad de trascendencia o de permanencia {Segunda dedicatoria), puesto que lo existente —ésa es la lección de Un álamo— se justifica a sí mismo por el mero existir dentro de las leyes naturales. El tema del amor vivido en la madurez que confiere la edad se asume como propio en Primera dedicatoria, prolongando lo que antes fue, en A un poeta sereno de Oda en la ceniza y en otros poemas, una manifestación de profunda comprensión y afecto hacia otro ser humano.

La línea analítica y las reflexiones metapoéticas alcanzan en este libro su más alta cota. Disertación sobre la creación poética es el caso extremo de poema-tratado-ensayo, con el versículo de mayor extensión (hasta 70 palabras) en la obra de Bousoño. El poema afirma el rescate de lo perecedero gracias a su traducción en escritura, como El escultor y la silla, en este caso desde la analogía creadora entre poeta, pintor y escultor. La indagación de mayor alcance en este ámbito probablemente sea Nacimiento de la palabra, acerca de la conversión de la ex­periencia en poesía y la justificación del dolor como estímulo creativo, y de la poesía como segunda vida o recreación de la vida en un recuerdo que, formu­lado en palabras, ilumina, rescata y confiere su verdadera entidad a lo incons­cientemente vivido en una realidad que, paradójicamente, resulta de menor gra­do que la aplazada y transustanciada en lenguaje poético.

El ojo de la aguja es ante todo una meditación moral, algo que nunca ha es­tado ausente de los libros de Carlos Bousoño y que ahora adquiere su mayor den­sidad. En Cuestiones humanas acerca del ojo de la aguja (de Oda en la ceni­za), Formulación delpoema (de Las monedas) y Raíz de la belleza (de Metáfora) tenemos precedentes del símbolo que titula el libro y que implica prueba, con­traste y justificación de la existencia concebida como frágil hilo en peligro de rom­perse y como tejido haciéndose. Persiste aquí la meditación sobre la muerte como clave desde la que indagar el sentido de la existencia {Consideracionespostre­ras, La vejez) y las hipótesis de salvación por el amor y por la escritura {Escri­biendo, Un alto señorío).

Desde mi experiencia de lector y mis preferencias personales, que no pre­tendo sean las únicas válidas, yo resumiría todo lo que he intentado exponerles diciendo que la relevancia y la significación de la obra poética de Carlos Bouso­ño, desde Invasión de la realidad, se deben a las tres aportaciones que en sínte­sis la definen: la afirmación de la existencia y de la vida con todas sus limitacio­nes y todos sus quebrantos; la superación del concepto básicamente emocional de la escritura poética y la introducción en ella de la reflexión y la inteligencia; la asignación de poeticidad a las reflexiones específicas sobre la escritura. En todo ello ha demostrado Carlos Bousoño ser el poeta más abarcador y vanguardista de su generación, y uno de los más grandes creadores de este siglo.

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LA TEORÍA LITERARIA DE CARLOS BOUSOÑO: CONTEXTO, OBRA EN SISTEMA Y SIGNOS DE

MODERNIDAD

A R C A D I O L Ó P E Z - C A S A N O V A

Universitat de Valencia

La personalidad y la obra —esto es, conducta y trabajo— de Carlos Bouso­ño representaron siempre para mí desde los años de la juventud primera, y es­toy seguro que también para los que compartían anhelos generacionales, y asi­mismo para promociones mayores o más jóvenes, un ejemplo de fervor y rigor —imagen viva del maestro—, cuando en tiempos de historia menesterosa tan ayunos estábamos de signos de ejemplaridad, de honradez científica, de entre­ga y dedicación.

Esa conducta y esa obra —obra lenta y amplia, esmerada, que se abría y se enriquecía en atractivas líneas de creación y de reflexión— nos reconfortaba en nuestra vocación hacia la literatura, nos iluminaba en nuestros caminos forma-tivos, representaba, en fin, un estímulo permanente en nuestra tarea, luego, do­cente y de investigación. Era una acción callada, de íntimas devociones, honda­mente vivificadora, y de la que, como deudores, es justo que demos, aquí y ahora, limpio testimonio.

Y es que —debo subrayarlo ya desde el comienzo— la obra de Carlos Bou­soño — y me centraré, según me corresponde, en su aportación al campo de la

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teoría literaria— se levanta como una admirable aventura intelectual. Y digo aventura justamente en el conjunto de notas que tal término conlleva e implica; esto es, acción de escudriñar—razón de lo científico— para iluminar, arrojar luz, buscar sentido en esos ocultos filones de la realidad, o —utilizando expresión orteguiana— para salir del mar de dudas (deficiencia del conocer) en el que tan a menudo zozobramos; y acción, además, de riesgo, arriesgando siempre, labor de máximo esfuerzo, y que ha de ser ajena a todo conformismo o a cualquier tentadora concesión en busca del éxito inmediato o el halago fácil. Aventura, pues, que sólo encontrará su sentido último y profundo en la abnegada entrega y dedicación.

Pero esta obra de Carlos Bousoño —su aventura intelectual, según hemos apuntado— presenta además, en su desarrollo y configuración, otras caracterís­ticas de muy especial atractivo. Me interesa destacar, por ejemplo, cómo su tra­bajo teórico, su tan original aportación a una rigurosa teoría literaria, es proyec­ción y resultado de una compleja estructura de personalidad creadora, o —para ser más precisos— de un doble formante vivencial y de un doble formante in­telectual. Quiero decir con esto que en su labor, en su tarea, actúa en primer tér­mino el estrato de lector, de un lector fervoroso (necesita, vive, goza la obra l i ­teraria), de rica sensibilidad, y por tanto, de ejemplar competencia; actúa, luego, el estrato del creador—el poeta—, dueño, ahora, de finísimas intuiciones, y que en sabio desdoblamiento acierta a tomar autoconciencia de la poesía; está, des­pués, el crítico, que sabe calar con sutileza y maestría en esa «delicada criatura» que el poema —el objeto estético— era para Dámaso Alonso; y, por último, está el teórico que, vivificado por la experiencialidad de los formantes anteriores, tan determinantes de su estructura de personalidad, acierta con lúcido ejercicio de reflexión, y sin caer en lo que con gracia y razón se han llamado «logomaquias teoréticas», a perfilar un trabado sistema de categorías y funciones especificado-ras del hecho literario en particular, de los hechos artísticos en general.

Y quisiera asimismo, dentro de este cuadro primero de características de la obra de Bousoño, apuntar otra no menos sobresaliente. Obra —ahí su lección— de granada originalidad (ya nos referimos a la aventura intelectual como riesgo permanente), pero que para nada ha querido ni ha tenido que renunciar a las raíces y a las fuentes de nuestra tradición cultural. Bien al contrario, en esas fuen­tes supo beber siempre iluminadoramente, tanto en los creadores —clásicos o modernos, de San Juan de la Cruz o Quevedo a Bécquer, de Guillen o Aleixan­dre a Claudio Rodríguez o Brines—, como en los pensadores o estudiosos, am­pliando así los horizontes de conocimiento que maestros admirables habían abierto y establecido.

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Y destacaría finalmente, ya para cerrar este primer apartado caracterizdor, la clave de extrema claridad deformulación, sin merma alguna, obviamente, de ri­gor científico, y clave que hay que advertir en tres importantes perspectivas:

(i) primera, su claridad ideativa, la que corresponde a la pertinencia y sen­tido del sistema de categorías que la obra logra establecer y formalizar;

(ii) segunda, su claridad operativa, o lo que es lo mismo, el rendimiento metodológico frente a los textos del aparato teórico formalizado;

(iii) tercera, su claridad expositiva, es decir, el manejo de una palabra rica, atractiva para el lector en el esmero de la calidad de página, y tan ajena —por fortuna— a esos metalenguajes crípticos, o a la sequedad —engañosa máscara de rigor— de ciertos usos de pretendidos lenguajes formales.

Trazada —espero que con algún acierto— esta caracterización tan general de la obra de nuestro autor, parece conveniente que ya, a continuación, inten­temos perfilar los ejes fundamentales que dan articulación, relieve y sentido a su original teorización literaria.

Se me va a permitir, no obstante, que antes de acercarme a ese asedio —mo­tivo central de nuestra reflexión— esquematice con toda rapidez el contexto cien­tífico de fondo, esto es —para ser precisos, y utilizando términos kuhnianos de La estructura de las revoluciones científicas— la matriz disciplinar que ha re­gido en la contemporaneidad el desarrollo de los estudios literarios. Y no, des­de luego, con la pretensión (a todas luces gratuita) de apuntar nada nuevo en ese panorama tan bien conocido por todos, sino tan sólo con el deseo de tener muy presentes los supuestos, métodos y fines vigentes al respecto, y de que, so­bre el dibujo de ese fondo, de ese marco contextual, el trabajo de Carlos Bou­soño adquiera todo su valor, toda su dimensión. Que acertemos a ver nítida­mente, en fin, la relevancia de su aportación.

Pues bien, resulta sabido que los albores de nuestro siglo señalan un radi­cal cambio de paradigma para las disciplinas literarias al entrar en crisis el cír­culo positivista, y al producirse una amplia reacción —que sacude todos los ám­bitos del saber y el conocimiento— contra los supuestos deterministas. Esa crisis de fundamentos y métodos la anunciaba en 1883 Dilthey al establecer la distin­ción entre explicaciónvs comprensión (bases metodológicas de las Ciencias na­turales y de la Historia) y lo maduraba Rickert (1913) con la división entre cien­cia natural y ciencia cultural, a la vez que en el campo de la investigación literaria, 1897 queda como fecha emblemática con la propuesta de Elster sobre el con­cepto de «Ciencia de la Literatura».

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Crisis, ciertamente, del viejo modelo, ya caduco, todavía agudizada — y se ol­vida a menudo este punto— con lo que en un concreto aspecto vino a represen­tar la poética simbolista (sobre el ejemplo de algunos románticos), y que Maritain identifica en Situación de la poesía como «mutación formidable»: la maduración definitiva de un proceso de autoconciencia de la poesía (reflexión sobre la esen­cia de lo poético), y que de modo modélico encontramos en Baudelaire, Mallar-mé, Valéry o Eliot, y entre nosotros tan presente está en Machado o Juan Ramón, en Salinas o Guillen, en Dámaso Alonso, hasta adquirir altas cotas de singularidad en el propio Bousoño, sea desde la vertiente teórica, sea desde su vertiente de poe­ta, especialmente en su gran ciclo lírico que se inicia con Oda en la ceniza.

La nueva matriz disciplinar, entonces, postulaba con claridad su objeto — la centralidad de la obra literaria, su especificidad como signo estético—, y fun­damentaba así la configuración de una teoría de la literatura —una Poética ge­neral— dedicada a estudiar las estructuras determinantes del objeto literario, a fijar el cuadro o sistema de sus rasgos propios, y a articular una propuesta me­todológica que posibilitase el asedio analítico.

Cierto —no se puede negar— que se abrió un amplio abanico de orienta­ciones bien diversas, sea la de los formalistas rusos, la de los estructuralistas pra-guenses, las ramas de la Estilística, la «Nueva Crítica» americana, la Glosemática danesa, etc.; y se evidenciaron, naturalmente, enfoques distintos, bien enfati-zando sobre concepciones de estilo (como marca de lo singular), bien llamando la atención sobre la «actualización» del signo y la función estética, o destacando la literariedad como cualidad gestáltica, bien perfilando el complejo diagrama del signo estético (literario) como signo connotativo... No obstante, tal registro de variedades en orientaciones, en enfoques, no puede hacer olvidar los funda­mentos básicos y unitarios del nuevo paradigma que reacciona — y recojo indi­caciones de V. Erl ich— contra el «empirismo extremado» y el «monismo reduc­tor», e impone como principio metodológico —es frase de Skaftymov— «la primacía de la descripción estructural sobre el estudio genético».

Claro que este modelo de base formal o estructural tan vivo y fecundo a lo largo de más de medio siglo, esa poética del mensaje (centrada en la materiali­dad verbal) y, por supuesto, las propias operaciones de análisis intrínseco (lo que Roland Barthes identificaba como «simulacro» definidor de la «actividad estruc-turalista»), todo eso —subrayo— parece que ha perdido su vigencia, y en tal sen­tido se ha venido hablando de la Pragmática—dimensión sobre uno de los pla­nos del esquema semiótico de Morris— viene a postular ahora un modelo de poética que desplaza su foco de atención del mensaje (su materialidad) y lo cen­tra en la obra como modalidad comunicativa.

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Ahora bien, y según acontecía en el caso (y etapa) anterior, esta poética de la comunicación literaria, y dada la multiplicidad de factores que ahí se impli­can, deja abierto un amplio abanico de perspectivas. Con vistas a aspectos que más adelante comentaremos, me interesaría dejar apuntadas las siguientes:

1) la que corresponde a la llamada Estética de la recepción, vinculada a la escuela de Constanza, con su compleja elaboración de una fenomenología de la lectura, y con categorizaciones tan importantes como el de horizonte de expec­tativas, el lector implícito, etc.;

2) la teorización de los actos de lenguaje y, desde esos supuestos, el inten­to de fijar la especificidad del acto literario de lenguaje;

3) y muy vinculado con el punto anterior, el estatuto de la ficcionalidad (y la compleja gama de implicaciones que conlleva), la configuración de los uni­versos imaginarios, etc.

Sobre este amplio y complejo contexto como telón de fondo, y cuyas líne­as fundamentales de fuerza incidieron de forma muy irregular sobre nuestro ám­bito cultural (en razón —es claro— de las tan especiales circunstancias históri­cas de la España contemporánea), Carlos Bousoño inicia y desarrolla el conjunto de su obra.

Obra que se abre —prestemos atención a la fecha— en el filo del medio si­glo, y que ciertamente hemos de entender como obra en sistema. Quiere decir­se, trabado cuerpo de doctrina que va levantando y elaborando sus tesis de modo armónico y demorado, en permanente interacción enriquecedora, sin que nada quede al azar o a la improvisación. Y obra abierta además, según trataremos de ver, que proyecta sus haces üuminadores —sus focos de definitiva clarificación— no sólo sobre la obra literaria (y su razón de esteticidad), sino sobre los proce­sos simbólicos, la caracterización de la cultura, los sistemas cosmovisionarios, la configuración y evolución de las épocas culturales, etc.

Pero conviene que al acercarnos a una obra tan rica y compleja, tan carga­da a la vez de estímulos y suscitaciones, lo hagamos con un elemental principio de orden, para que por lo menos resulte claro (y se vea organizado) el esquema —reductor, empobrecedor, ya lo s é — que de ella, de su trabajo conjunto, trata­ré de dar.

Pues bien, y ya en camino de asedio, apuntemos que con su Teoría de la expresión poética (obra que irá creciendo y alcanzando versión definitiva a lo largo de veinte años), Bousoño establece con sumo rigor su tesis sobre la ex­presividad artística. Y digo «con sumo rigor» porque esa doctrina implica una pri-

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mera ley—intrínseca—o de modificación del lenguaje (clave, pues, para la po-eticidad), que nuestro autor formula con precisión y esmero, y en cuyo funcio­namiento hemos de discernir un preciso cuadro de factores:

a) la unicidad y complejidad de los contenidos anímicos contemplados, y de los que el poema dará comunicación «imaginaria», «singularizada» o propia;

b) la condición de insuficiencia —como vehículo— de la lengua de uso o funcional (conceptual y analítica), y, en consecuencia, la necesidad de «modifi­carla» mediante sustituciones (los procedimientos);

c) el minucioso mecanismo de esos procedimientos de modificación, esto es, el llamado cuadrilátero poético, aplicable para explicar todo tipo de figu­ra;

d) la tipología que establece de los procedimientos poéticos, según sean los modos de «individualización» o «singularización» expresiva que determinan.

Necesidad de modificar la lengua, sí, para alcanzar una expresión —la po­ética— de especial espesor o densidad semántica, y que ya don Antonio Machado intuía como problema fundamental de la lírica.

Y ello porque —venía a decir— el poeta, a diferencia de otros creadores o artistas (el pintor, el escultor), trabaja con una materia —la palabra— que ya tie­ne valor (el uso convencional), como una moneda, y de esa moneda ha de crear una joya única, singular.

Pero —lo advertíamos en los puntos anteriores— Bousoño explica cómo de esa moneda (palabra ya «gastada») se puede, en efecto, sacar preciosa joya de expresividad poética. Y así, cuando en un poeta — u n retrato femenino rena­centista, armonioso de líneas y tonos— leemos «y en tanto que el cabello, que en la vena / del oro se escogió...», advirtamos lo que ha sucedido según la ley de modificación del lenguaje:

— el término «cabello» (un modificador) actúa sobre «oro»; — el término «oro» {modificado) suspende su valor de uso («oro», en fin, ya

no significa tal metal precioso); — «oro», ahora, pasa a ser una expresión saturada, de gran densidad se­

mántica, que condensa una rica gama de notas (es el sustituyeme); — esas notas que actualiza «oro» las podríamos formular analíticamente (en

la lengua funcional, de uso), refiriéndonos a un cabello femenino de dorada in­tensidad, suave y brillante, rasgo bellísimo de esa figura retratada (y tendríamos, por último, el sustituido).

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Pero si es de sorprendente originalidad y eficacia la formulación de esta ley intrínseca de la poesía (que quedará luego complementada y ampliada con la ley de la forma y de la función como ley general de la esteticidad), no resulta de menor originalidad toda la clasificación y pormenorizada descripción que en la Teoría de la expresión poética hace de los procedimientos retóricos —figu­ras— relativos o propios de esa primera ley. Y ello porque a esas páginas tan es­pléndidamente iluminadoras debemos todo un amplio y nuevo repertorio de fi­guras, tanto de base léxico-semántica (los desplazamientos calificativos, los tipos (y subtipos) de imágenes simbólicas, sobre las que volveremos en seguida), de base gramatical (el hallazgo del dinamismo expresivo o los conjuntos semejan­tes, más complejos y decisivos que los emparejamientos), o de modos de la ex­presividad de la materia fónica, o, ya, la gama de las rupturas de sistema.

Ahora bien, de ese repertorio apuntado, tan lleno de novedades, interesa so­bremanera, por sus excepcionales repercusiones, toda su formulación sobre la irracionalidad y las imágenes de base simbólica que plantea ya ampliamente en la Teoría de la expresión poética, y que de modo esencial irá desarrollando, cada vez más matizadamente, en El irracionalismo poético (El símbolo) y en Supe­rrealismo poético y simbolización, hasta perfilar una segunda tesis o doctrina, otro pilar básico de su gran edificio teórico.

No puedo, naturalmente, precisar detalles de esa tesis sobre los procedi­mientos de simbolización (que se explícita con minuciosidad en cientos de pá­ginas), pero sí quiero recoger lo que hace un momento apuntaba sobre sus «ex­cepcionales repercusiones». ¿Cuáles son, pues?

No se entienda como exageración si con rotundidad afirmo que esa doctri­na sobre la simbolización (entiéndase, sobre tipos de imagen simbólica, la v i ­sión, la diversidad de símbolos, etc.) pone en claro una clave radical del lenguaje poético moderno, cuyos fundamentos sintetizó líricamente Baudelaire en el so­neto de «Correspondences» («La Nature est un temple oü de vivant piliers / Lais-sent parfois sortir de confiases paroles; / L'homme y passe á travers des foréts de symboles / Qui l'observent avec des regards familiers»), y cuyas bases remiten a un concreto modo histórico —el de la tradición simbolista—, identificado como concepción asociativa de la poesía (frente a la concepción discursiva de la épo­ca clásica, o a la concepción sentimental propia de los románticos).

Y esa clave radical —cuyo desconocimiento, dicho sea de paso, propició gra­ves incapacidades lectoras y críticas— está, ni más ni menos, que en el funda­mento legalizador de la ecuación imaginativa. Ahora, con las indagaciones y ex­plicaciones de Bousoño, se nos hace nítida la diferencia (y su comprensión) entre una imagen tradicional —cuando la voz manriqueña dice «nuestras vidas son los

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ríos...»—y una moderna, simbólica, cuando el yo lírico (amante) aleixandrino manifiesta «este beso (...) como el brillo de un ala, como un mar que voló he­cho un espejo». En una, la primera, hay una reducción inmediata, hay un fun­damento lógico: vida como extensión, orientación, límite (notas que actualiza el sustituyeme «río»); en otra, el fundamento es subjetivo, y sólo acertamos a in­tuir — y perdóneseme la urgencia en la explicación— unas notas impresivo-emo-tivas de vivificadora ascensionalidad, de plenitud, de arrebatada alegría, de enajenadora libertad.

Del mismo modo, y sobre supuestos coincidentes, nuestro autor ha expli­cado con atractiva claridad los distintos tipos de símbolos y su funcionamiento (los formantes propios de tal figuración). Y así —por citar ejemplos bien signi­ficativos, bien relevantes—, cuadros o estampas machadianas, conjuntos des­criptivos delicadamente decadentes de Juan Ramón, han cobrado ante nuestros ojos pasmoso trasfondo significativo. Estábamos, sí, ante un cuadro impresio­nista, de intesa visión sensitiva que nos dibujaba —significado literal— un atar­decer en una glorieta, o una tibia mañana en las orillas del Duero soriano; pero más allá de esa literalidad, una muy peculiar operación de «magia» verbal nos abría el arcano de un simbolizado, de un oculto significado simbólico (ya, en un caso, una emoción de fúnebre tristeza, ya —en otro— de «sol / claro día» como sim-bolizadores, desde el régimen diurno y ascensional, de vivificadora pureza).

O también — s i se trataba de símbolos homogéneos, de un sólo significado (el simbólico)—, las agudísimas intuiciones y disquisiciones de nuestro teórico nos hacían inmediatamente inteligible — y cito otro ejemplo llamativo— ese tan intenso diálogo temporalizador machadiano, esa tensión dialógica entre la figu­ra simbólica y donadora del «alba de la primavera» y el yo lírico figurativizado como «caminante viejo / que no cortas las flores del camino». «Entendíamos», en efecto, que aquella figura —símbolo de protagonización— emblematizaba a la ilusionada juventud («lirios» y «rosas» como atributo, amor e inocencia ilumi­nadores), que dramáticamente preguntaba al yo desvalido, vencido, sobre si aún en él quedaban huellas —signos de vida, de ilusión— de aquel tiempo, de aque­llas bondades o dones.

Pero en este punto de nuestro tan rápido y apretado asedio, y tras comen­tar la importancia de la tesis sobre el símbolo y la simbolización, he de volver a la doctrina de la expresividad artística que dejé entonces, y a propósito, sin com­pletar, ya que debí referirme (y no lo hice) a otra ley, en este caso extrínseca (se­gunda ley, pues, de lo poético o de lo estético en general).

Y la dejé —decía— a propósito, porque me interesa subrayar con ella, con la ley que se llama del asentimiento, la modernidad (sobre la novedad, claro)

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que esta formulación de Bousoño tiene hoy, con la dimensión alcanzada —se­gún dejamos apuntado— por la Pragmática literaria, con la vigencia de una po­ética de la comunicación literaria, y cuando —si atendemos a las considera­ciones de un destacado estudioso, Teun A. Van Di jk— una propuesta de teoría literaria general ha de abarcar, necesariamente, una teoría de los textos literarios y una teoría de la comunicación literaria.

Pues bien, al establecer en 1952 Carlos Bousoño esta ley extrínseca del asen­timiento (que exige del lector, oyente o espectador la «aceptabilidad» de los pro­ductos estéticos), obsérvese que estaba considerando —lo categorizaba— al re­ceptor como co-autor, lo estaba perfilando como estrategia discursiva («el lector —comenta al respecto— interviene en la creación del poema a partir del mo­mento mismo de su concepción, actuando, de manera impalpable pero feha­ciente, desde el propio interior del poeta»), y estableciendo, en definitiva, — y cito de nuevo palabras suyas— «que en el arte lo "estético" (...) es sólo un fac­tor, y que, por tanto, lo estético no basta».

Ahora bien, y desde esas bases, nuestro autor acertó a formular con abso­luta precisión (en paralelo con el repertorio de figuras propias de la ley de mo­dificación de la lengua) el funcionamiento de esa ley del asentimiento lector, estableciendo de un lado los modificantes extrínsecos (conjuntos de creencias nuestras sobre el mundo) y, de otro, los procedimientos extrínsecos, tales como las convenciones propias del sistema genérico (poesía lírica, poema como for­ma lírica, y con unos constituyentes—ritmo, por ejemplo— que aceptamos como caracterizadores).

Pero si esta ley del asentimiento que exige la «aceptabilidad» del lector (con­siderado, pues, co-autor) tiene una relevante modernidad a la luz de lo que que­dó apuntado, hay otros constituyentes de su doctrina de semejante atractivo en esa línea.

Y quiero referirme en tal sentido, y aunque sólo sea muy de pasada, a otros puntos de su reflexión que anticipan y se emparentan con postulados de la po­ética de la comunicación literaria, y más en concreto con los actos de ficción, con la consideración del discurso literario —en expresión de Martínez Bonati— como «puramente imaginario», y en el que, naturalmente, no se da un hablar de autor, sino una «representación del hablar de una fuente de lenguaje que es fuen­te imaginaria» (y ya observaba Mukarovsky —recuérdese— que «el yo poético no es idéntico a una personalidad empírica cualquiera, ni siquiera a la del autor. Es —añadía— el punto axial de la composición del poema»).

Pues, ciertamente, interesa destacar al respecto que nuestro autor, en aser­tos de su teoría poética, se preocupó de precisar, con la minuciosidad de siem-

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pre, y con ejemplar claridad, la índole imaginaria de los contenidos anímicos, la naturaleza ilusoria de la comunicación, y que «un personaje ficticio nos transmi­te la representación que (...) en el poema está depositada». Es decir, afirmaba ta­xativamente «la naturaleza esencialmente imaginaria de la obra de arte», y su­brayaba, además, que el «yo poemático» es «un personaje, una composición que la fantasía logra a través de los datos de la experiencia». O todavía, profundizando con mayor rigor en este último aspecto, en páginas de El irracionalismo poéti­co llegaba a establecer —cito— «que la protagonización poemática es un ele­mento simbólico en sentido estricto que afecta a la poesía de todas las épocas». Es, en fin, un símbolo del autor.

Pero ese énfasis sobre la comunicación (en sus factores), o esa actualización dinámica —diríamos— del lector no se agota en lo que hemos apuntado. Bien al contrario, en su tesis del símbolo y de la simbolización (que tantas repercu­siones tenía), nuestro autor va a implicar de modo muy especial al lector, y va además a establecer unos procesos asociativos (o series, o cadenas) como ca-racterizadores del acto simbólico. Veámoslo muy por encima con un ejemplo.

Cuando en un poema («La tristeza») del propio Bousoño, de su libro prime­ro Subida al amor, leemos «Mas muchos hombres hay como la lluvia oscura e infinita», estamos ante una imagen simbólica o de fundamento subjetivo, legali­zada (es decir, que adquiere sentido) en razón de un significado irracional; di­gamos, de una honda, desolada tristeza.

Ahora bien, para llegar a ese significado igualador de «hombres» y «lluvia...», el lector —nosotros— ha tenido que desarrollar dos procesos paralelos, consis­tentes en series asociativas desencadenadas desde cada uno de esos elementos o formantes de la imagen. Algo así como lo siguiente (y perdóneseme la impre­cisión al ejemplificar):

HOMBRE (serie real) sensación de límite + límite como privación + vacío desolador - emoción de desolada, honda tristeza.

LLUVIA (serie irreal) sensación de espesor y frío + oscuridad + desvalimiento como privación + vacío desolador - emoción de desolada, honda tristeza.

Para «entender» —entrecomillado— a esos hombres como seres dominados, en su desvalimiento vital, por una tristeza desoladora.

Pero lo importante, y a lo que íbamos: el lector —ese lector actualizado—

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como inexcusable estrategia del discurso lírico; el lector y esos procesos gene­radores de significados; el lector, en fin, como factor en la modalidad comuni­cativa que es la obra literaria.

Esos atractivos signos de modernidad advertidos en la doctrina que Bouso­ño viene articulando desde hace más de cuarenta años, encuentra sin duda cul­minación en las páginas de Épocas literarias y evolución, y en la tesis que al res­pecto formula.

Novedad, originalidad y modernidad —todo unido— en un aserto doctrinal que vuelve a provocar complejísimas repercusiones, amplio abanico de pro­yecciones iluminadoras. Así, de un lado, su compleja y ajustada explicitación (im­posible, siquiera, de resumir aquí malamente) del carácter simbólico de la cul­tura, viene a ponerlo en paralelo con la Semiótica de la cultura que elabora el grupo de Yuri Lotman (la cultura —ya se sabe— como estructuración del mun­do (modelizacióri) y sistema de sistemas); así, de otro, su detallado análisis de los estímulos propios de un determinado momento histórico, el grado de senti­miento individualista (fe del hombre en sí mismo) como foco central generador de un sistema cosmovisionario, los focos secundarios o imágenes de la verda­dera realidad, sus explicaciones de concretos sistemas (visión del mundo me­dieval, romanticismo, época contemporánea), su referencia y consideración de los cambios de edad, no sólo sigue incidiendo, claro está, sobre una moderna concepción de la cultura, sino también — y ya en el concreto campo de las dis­ciplinas literarias— sobre lo que deba ser una configuración de la historia lite­raria, al establecer con precisión la articulación de los períodos —edades, épo­cas—, al renovar la teoría de las generaciones, al perfilar, en fin, la adecuación cosmovisionaria y las raíces simbólicas del arte, la filosofía y la ciencia de una determinada época cultural, etc.

Nuevos postulados de una renovada historia literaria que ahora quedan, desde esta tesis de Carlos Bousoño, muy clarificados. Una historia literaria — y es otra fecunda lección— que ya no se puede corresponder con aquellas vastas necrópolis que criticaba el maestro Dámaso Alonso, sino —para decirlo con la exacta ejemplifícación de Claudio Gui l len— «historia* como diacronía rigurosa­mente sistematizada (dinamismo literario muy complejo, que ya enfocaron los formalistas rusos), e «historia» como relato, como narración, como fábula, como ilustración.

Hasta aquí, pues, este itinerario que he intentado seguir —espero que sin graves extravíos— tras la aventura intelectual, rica y compleja, de Carlos Bou­soño. Una propuesta, la suya — y así quedó subrayado—, de obra en sistema (en tanto trabado cuerpo de doctrina, árbol vivo que poderosamente abre ramas po-

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bladoras), y obra abierta (en cuanto suscita estímulos, orienta perspectivas fe­cundas, proyecta en ámbitos culturales variado registro de focos clarificadores).

Obra de fervor y de rigor, y cuyas principales características, sobre el itine­rario que he venido trazando, me atrevería a resumir del modo siguiente:

• Relieve anticipador de su tesis sobre la expresividad artística, formulan­do principios y categorías coincidentes con los que difundirán más tarde otras poéticas de signo formal estructural.

• Vigencia y modernidad de esa misma tesis, que ya en su temprana for­mulación establecía dos leyes {modificación del lenguaje/asentimiento), y com­plementaba cabalmente una poética del mensaje (rasgos de especificidad de la materia verbal) y una poética de la comunicación literaria.

• Vanguardismo de su ley del asentimiento (dentro de esa poética de la co­municación) al determinar con precisión la necesaria aceptabilidad por parte del lector (receptor como co-autor, como activa estrategia discursiva).

• Novedad, asimismo, y dentro de ese mismo modelo, al categorizar al ha­blante poemático como personaje que pertenece al estatuto de la ficción (y que es imagen simbólica del autor), y al destacar la naturaleza imaginaria de la obra literaria.

• Bases teóricas y metodológicas que posibilitan una doble dirección críti­ca: la de una crítica sistemática (en relación con el asentimiento, autor y obra y características cosmovisionarias y la de una crítica estructural (atenta a la espe­cificidad de la materia verbal).

• Supuestos innovadores para configurar una historia literaria ajena a es­tériles determinismos (históricos, sociológicos, etc.) o a vacías consideraciones extrínsecas (mero acopio de fuentes, datos, etc.), partiendo de los sistemas cos-movisionarios, sus estímulos y sus focos (centrales y secundarios), y los proce­sos de articulación de las épocas culturales y su evolución.

• Claves, asimismo, que pueden propiciar el desarrollo de una Psicología semántica (producción de los significados), partiendo de los procesos propios del acto simbólico, de sus leyes, de sus series, de sus relaciones.

Digámoslo ya: Obra —así, con mayúscula— ejemplar, de un maestro que es lección per­

manente.

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LA CRÍTICA LITERARIA EN CARLOS BOUSOÑO

F R A N C I S C O J A V I E R D Í E Z D E R E V E N G A

Universidad de Murcia

Las presentes reflexiones quieren ofrecer un panorama de la crítica literaria de un escritor excepcional, el poeta Carlos Bousoño. La singularidad de su obra está basada en la triple dimensión que sus escritos ofrecen en el campo de la cul­tura española contemporánea. Excelente poeta, perteneciente a una de las ge­neraciones más importantes de nuestro siglo, pero cuya poesía se expresa en constante disidencia y originalidad respecto a las modas y a los modos de su épo­ca; teórico muy respetado y admirado por la consistencia de su sistema y por la fecundidad de su obra, y finalmente crítico atento a todas las novedades que la poesía española ha experimentado en lo que va de siglo, y, sobre todo, estudioso trascendental de la generación inmediatamente anterior a la suya, la del 27, y de todos los cambios y revoluciones que desde 1920 se producen en la poesía es­pañola, en donde han destacado poetas tan personales, tan difíciles y comple­jos como Vicente Aleixandre, que constituye la atención capital de la crítica ori-ginalísima de Bousoño.

Es complicado deslindar, a la hora de ofrecer este panorama de la crítica bou-soniana, entre lo que hay de teoría y lo que hay de crítica en las que son sus obras teóricas fundamentales, en las que el lector podrá hallar observaciones más que notables sobre todos los aspectos antes señalados y sobre otros muchos. Nos re-

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ferimos, naturalmente, a libros como Teoría de la expresión poética1, El irracio-nalismo poético (El símbolo)2, Superrealismo poético y simbolización y Épocas literarias y evolución*, que ya han sido analizados en el marco de este home­naje por Arcadio López-Casanova. Nos corresponde entonces referirnos a la pues­ta en práctica de esa teoría, es decir, a las reflexiones que Bousoño ha publica­do a lo largo de su carrera de estudioso y de crítico sobre algunos y muy importantes poetas españoles, sin detenernos en las numerosas críticas de vo­lúmenes de poesía aparecidos en España en los últimos cincuenta años, y a los que Bousoño, en algún momento, prestó atención crítica.

Aun así, de forma excepcional, tendremos ocasión de aludir a estas críticas-reseñas cuando su oportunidad o su interés nos llamen la atención y sirvan a la finalidad de nuestro propósito de dar a conocer y valorar al crítico Carlos Bou­soño. Hay que señalar que toda la obra crítica de nuestro autor, frente a la obra teórica, que aparece recogida en los volúmenes antes mencionados, se halla real­mente dispersa, y sería muy interesante llevar a cabo la oportuna recopilación en uno o varios volúmenes que habrían de suponer, en su conjunto, un pano­rama de la poesía española de todo el siglo xx verdaderamente interesante. U n solo volumen, titulado Poesía postcontemporánea*, constituye la única recopi­lación en libro de sus trabajos, aunque el tal volumen de Poesía postcontempo­ránea sólo recoge en una muy pequeña parte, reducida a cuatro estudios, lo que es la extensa y variada crítica literaria bousoniana'.

Hemos de señalar antes de analizar algunos de estos trabajos, que Bousoño se ha dedicado exclusivamente a la crítica literaria de la poesía española de nues-

1 Carlos Bousoño; Teoría de la expresión poética, Gredos, Madrid, 1952; 7.' edición, Gredos, Madrid, 1985, 2 vols.

1 Carlos Bousoño: El irracionalismopoético (Elsímbolo), Gredos, Madrid, 1977.2.' edición, Gre­dos, Madrid, 1981.

* Carlos Bousoño: Superrealismo poético y simbolización, Gredos, Madrid, 1979 y Épocas lite­rarias y evolución, Gredos, Madrid, 1981.

* Carlos Bousoño: Poesía poscontemporánea. Cuatro estudios y una introducción, Júcar, Ma­drid, 1984.

* Para la bibliografía de todos los trabajos de Carlos Bousoño, vid. -Bibliografía de y sobre Car­los Bousoño-, en Carlos Bousoño. El individualismo como núcleo generador de toda cosmovisión histórica. Sistema y estructura cosmovisionaria. Dos tipos de critica literaria, Antbropos, 73,1987, pp. 30-32. Puesta al día en Carlos Bousoño, Oda en la ceniza. Las monedas contra la losa, edición de Irma Emiliozzi, Castalia, Madrid, 1991; en María Francisca Franco Carrilero, La expresión poética en Carlos Bousoño, Universidad, Murcia, 1992; y en Carlos Bousoño, Poesía. Antología: 1945-1993, edición de Alejandro Duque Amusco, Espasa-Calpe, Madrid, 1993- Agradezco la colaboración de la Dra. María Francisca Franco Carrilero en la localización de la bibliografía bousoniana y la de Ale­jandro Duque Amusco en las sugerencias que han constituido la base de este trabajo.

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tro siglo, aspecto que llama mucho la atención, y además que sólo los poetas han sido objeto de su atención. Y no todos los poetas, sino un determinado tipo de poeta, el poeta singular, innovador, intelectual, el poeta difícil, el creador de lenguajes renovados, de manera que es posible establecer, en las preferencias indagadoras de Bousoño, una línea de poetas que comenzaría en Juan Ramón Jiménez, seguiría por Jorge Guillen-Vicente Aleixandre-Luis Cernuda, para pa­sar, tras Miguel Hernández, a la línea contemporánea, o postcontemporánea como le gusta llamar al propio Bousoño, de José Ángel Valente-Claudio Rodrí­guez-Francisco Brines-Guillermo Carnero6, no sin antes dejar un interesantísimo trabajo autocrítico donde el poeta analizado es, claro está, el propio Carlos Bou­soño 7 , inmerso indudablemente en esta línea intelectual que define un impor­tante sector de la poesía española de nuestro tiempo.

Señalamos, por último, que vamos a prescindir en nuestros comentarios, por razones de coherencia, de las observaciones que nos sugieren sus reflexiones teóricas, que inician o encabezan muchos de estos trabajos críticos, y que, des­de luego, si bien constituyen la justificación por parte del poeta de todas sus afir­maciones, ampliarían innecesariamente la extensión de este trabajo en el que, sobre todo, queremos mostrar la opinión de Bousoño sobre unos poetas de nues­tro tiempo, y la trascendencia que, en el campo de la crítica de la poesía con­temporánea, suponen tan originales aportaciones del crítico y poeta a la histo­ria literaria de nuestro siglo.

No podemos dejar de referirnos en estas palabras de introducción a los re­sultados obtenidos, en el campo de la crítica y lectura de poetas contemporá­neos, por Bousoño, dentro del marco metodológico establecido por Dámaso Alonso en el libro Seis calas en la expresión literaria española*, en el que nues­tro poeta lleva a cabo dos estudios muy interesantes, no ya por los resultados de

6 Vid. también los siguientes artículos de Carlos Bousoño, -La poesía de Blas de Otero-, ínsu­la, 71,1951, p. 2; «Obra poética de Julio Maruri-, ínsula, 132,1957, p. 5; «La poesía de Vicente Gaos», Papeles de Son Armadans, 55,1960, pp. 75-100; «La poesía de José Angel Valente y el nuevo con­cepto de originalidad», Insula, 174,1961, pp. 1 y 14.

' Carlos Bousoño: -Ensayo de autocrítica», prólogo a Antología poética (1945-1973), Plaza Ja­nes, Barcelona, 1976. Se abrevió y reelaboró para la edición de Selección de mis versos, Cátedra, Ma­drid, 1980. En Poesía postcontemporánea, pp. 141-226. Vid. también, Carlos Bousoño, Reflexiones sobre mi poesía, Escuela Universitaria -Santa María-, Madrid, 1984; y-Autobiografía intelectual-, Anth-ropos, 73,1987, pp. 15-20.

' Dámaso Alonso-Carlos Bousoño: Seis calas en la expresión literaria española (Prosa-Poesía-Teatro), Gredos, Madrid, 1951; 4." edición, Gredos, Madrid, 1970. Sobre Dámaso Alonso, Bousoño publicó un interesante artículo, años después: -La poesía de Dámaso Alonso-, Papeles de Son Ar­madans, XI, 1958, pp. 32-33.

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la aplicación de los métodos estilísticos de análisis de paralelismos y, sobre todo, correlaciones, sino porque, desde el punto de vista crítico e histórico, suponen serias aportaciones para el estudio de los escritores tratados.

Se titula el primer trabajo, de los dos incluidos por Bousoño en el libro de Dámaso Alonso, «Los conjuntos paralelísticos en Bécquer», que se constituye en un examen de las relaciones internas de conjuntos repetidos en la poesía del post­romántico sevillano, de manera que llegan a establecerse algunas leyes o nor­mas que, en definitiva, explicarán las claves de gran parte de su elegancia, ese poder envolvedor que caracteriza el arte del autor de las Rimas. El estudio de los diferentes tipos de paralelismo utilizados por el poeta revela que Bécquer do­minaba perfectamente la armonía de los conjuntos y combinaba ecos repetiti­vos de origen popular con variaciones enriquecedoras de los paralelismos que el poeta combina. La conclusión de Bousoño no se limitará a la mera presenta­ción estilística, sino que apunta a conclusiones que tienen validez histórica, y que, en este momento, merece la pena recordar porque valen para mejor entender a Bécquer: «Cierto que la semejanza paralelística de los conjuntos no es el único medio que Gustavo Adolfo utiliza en su lírica; pero es, sí, uno de sus más pecu­liares. La frecuencia de su uso en las Rimas y su presencia en la poesía prebec-queriana parece explicarse, sincrónicamente, por urgencias de intensidad ex­presiva; diacrónicamente, como oposición al desorden romántico.»

El otro artículo está dedicado al estudio de la «La correlación en la poesía es­pañola moderna», y es un interesante recorrido por toda la poesía contemporá­nea, estudiada a través del recurso que preocupa en este momento a los dos au­tores del libro: la correlación. El aviso inicial en el sentido de que Bousoño esperaba que en la poesía contemporánea no se utilizara este recurso, por ser más propio de la poesía clásica del siglo de oro, y de épocas sometidas a rigurosos criterios constructivos de orden paralelístico, se contradice con la sorpresa que obtiene el poeta — y con él sus lectores— de que la correlación también preside la poesía de nuestros contemporáneos, aunque éstos pretendan estar alejados de las exigencias retóricas, como es el caso de Unamuno, o aunque cultiven el ver­so libre, como es el caso de Dámaso Alonso. Justamente el estudio que hace de la poesía de Dámaso Alonso, a la luz de la correlación, es de los más lúcidos de todos los incluidos en este capítulo, lúcido desde luego en su totalidad. La con­clusión destaca finalmente «la vitalidad del artificio correlativo en la mayor parte de los poetas contemporáneos, sobre todo a partir de Juan Ramón Jiménez».

Dos trabajos, por tanto, que sobresalen por su interés, así en el manejo del método estilístico como en las conclusiones de carácter histórico que, sin duda, nos sirven para mejor entender actitudes de nuestros escritores contemporáneos.

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Son también muy valiosas, en el contexto de la crítica de Bousoño, sus ob­servaciones sobre Juan Ramón Jiménez, que tendrán una primera reflexión ini­cial sobre el impresionismo poético en el poeta de Moguer en 1973 y, más tar­de, en el contexto de un homenaje a Jorge Guillen sobre el esencialismo juanramoniano comparado con el esencialismo del poeta de Valladolid, en 1978. Culminan en su discurso de recepción en la Real Academia Española, que ver­só sobre el tema Sentido de la evolución de la poesía contemporánea en Juan Ramón Jiménez9.

En el artículo de 197310, parte de unos presupuestos teóricos que adelanta de un libro en preparación y que se refieren a las épocas y estilos como estruc­turas cosmovisionarias para afirmar como foco estructural de las cosmovisiones siempre el mismo, el individualismo, enfrentando la posible cosmovisión per­sonal, cosmovisión generacional y cosmovisión de época, todo para centrarse en el estudio de lo que denomina únicamente una «rama» de la estructura del pri­mer momento juanramoniano, es decir, sólo una pequeña porción del primer Juan Ramón, para abordar su impresionismo.

Con un método impecable, va fijando cómo el impresionismo nace del sub­jetivismo y cómo el cambio de las cosas afecta a su esencia para detenerse en un mundo, el de los colores impresionistas frente a los colores convencionales. El se­creto está entonces en la esencialidad del matiz y su antonomasia, en ejemplos de Juan Ramón como el siguiente, que procede de su Segunda antolojía poética:

U n oro distante solitario y príncipe. U n oro en espíritu que casi no existe.

Un oro que prende, en tenues jardines, sobre copias suaves ormesí de cisnes.

Que es plata en el sol, diamante en la firme desnudez errante de la libre virjen.

9 Carlos Bousoño: Sentido de la evolución de la poesía contemporánea en Juan Ramón Jimé­nez, Real Academia Española, Madrid, 1980.

1 0 Carlos Bousoño: «El impresionismo en Juan Ramón Jiménez. (Una estructura cosmovisiona-ria>, Cuadernos Hispanoamericanos, 280-282,1973, pp. 508-540.

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Con la antonomasia de los matices, Bousoño descubre nuevos temas en Juan Ramón, algo que considera particularmente difícil y raro: «¿Qué sentido y qué su­ponen tan originales temas? En mi opinión —añade Bousoño— le sirven a Juan Ramón Jiménez para destacar las modificaciones (esenciales, vuelvo a decir, y por eso interesantes para el impresionista) que se producen en cosas y seres bajo la presión de las circunstancias nuevas (como son, por ejemplo, ser percibidos esos seres y cosas a través de cristales de colores o en un espejo)*.

Del mundo de los matices cromáticos, se traslada Bousoño en el análisis del primer Juan Ramón al examen, en el poeta, de la relación entre sentimentalismo y sensación, entre color y nostalgia, para concluir finalmente, como suele hacer en sus trabajos, con una valoración comparativa e histórica: «no hay en nuestra historia literaria un solo poeta, ni siquiera un Góngora, en el siglo XVII , o en el xx, un Federico García Lorca, que pueda compararse, ni aun de lejos, ajiménez en capacidad de percepción cromática y preocupación por los colores».

Pero el interés del trabajo va mucho más allá, porque Bousoño ha estable­cido una metodología de análisis que ha resultado efectiva al ser aplicada a un gran poeta.

El artículo dedicado a Jorge Gui l len" , se ofrece como una «Nueva interpre­tación de Cántico y, como hemos adelantado, contiene una comparación entre el esencialismo juanramoniano y el guilleniano. Desde luego, lo más sobresa­liente de todo este breve ensayo es la situación que hace Bousoño de Jorge Gui­llen en la generación de Ortega, Picasso y Juan Ramón Jiménez, en vez de en la generación del 27, como habitualmente se clasifica por aquellos que son parti­darios de estas formaciones generacionales, tan discutidas hoy día. Para Bouso­ño Guillen es, por su concepción jubilosa de la vida, un poeta de la generación de escritores como Miró, Salinas o Juan Ramón. Esta original afirmación, que des­de luego sólo queda demostrada en lo que a algunos aspectos de Cántico se re­fiere, se basa en un parentesco a la hora de expresar lo que Bousoño llama «esen­cialismo»: «Guillen y Jiménez —considera nuestro crítico— están preocupados con la no plenitud del mundo y la resuelven soñando esa plenitud que tan ar­dientemente desean: ésa es su fundamental coincidencia: pero casi todo lo de­más resulta, en ambos poetas, discrepante, y hasta en cierto modo contrario. Gui­llen se extasía ante el mundo exterior, simbólicamente lleno de maravillosa claridad; Juan Ramón Jiménez tacha el mundo, y se sume en el cerrado ámbito de una interioridad angosta, irreparable a veces». La consideración final de Jor-

" Carlos Bousoño: «Nueva interpretación de Cántico de Jorge Guillen (El esencialismo juanra­moniano y el guilleniano)», Homenaje a Jorge Guillen, Wellesley College, Madrid, 1978, pp. 73-98.

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ge Guillen como uno de los poetas más grandes de Europa en expresión esen-cialista, cierra este interesante artículo comparativo que ofrece una visión de Gui­llen, reiterada por Bousoño en numerosas ocasiones, válida sin duda como acer­camiento a esta maravilla de la poesía española del siglo X X que es Cántico.

Es interesante, en el contexto total de la obra de crítica literaria de Bouso­ño, advertir cómo sus presupuestos teórico-literarios funcionan a la perfección al ser aplicados a textos concretos. Y cómo, desde luego, se puede llegar a con­clusiones válidas de interés general sobre un determinado autor, y, más aún, so­bre toda una generación. Federico García Lorca, como todos los grandes poetas de la generación precedente a la de Bousoño, fue otro de los grandes admira­dos por el poeta. Y es importante comprobar su aprecio por el arte lorquiano, porque de él surgen ideas innovadoras. La oportunidad de escribir sobre Lorca se presentó a Bousoño con ocasión de su presencia en el libro dirigido por A n ­drés Amorós El comentario de textos, cuyo primer volumen, de 1973, reunió a las firmas más representativas de la crítica literaria de esa década en España. El texto, escogido para su comentario, fue el poema «Malestar y noche», conside­rada por nuestro autor como «una de las mejores (y más "difíciles") canciones lorquianas». Es aquella que todos recordamos de:

Abejaruco. En tus árboles oscuros. Noche de cielo balbuciente y aire tartamudo.

Tres borrachos eternizan sus gestos de vino y luto. Los astros de plomo giran sobre un pie.

Abejaruco. En tus árboles oscuros. Dolor de sien oprimida con guirnalda de minutos. ¿Y tu silencio? Los tres borrachos cantan desnudos. Pespunte de seda virgen tu canción.

Abejaruco. Uco uco uco uco.

Abejaruco.

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y que se presenta como un poema «emocionante» y «misterioso», que nos per­mite entenderlo sin saber lo que dice exactamente, o, como lo llama Bousoño, «entender irracional» o «entender no entendiendo». La cuestión reside en ave­riguar «cómo es posible que nos emocionemos sin entender», o, en otras pala­bras, qué «entender», tomada esta segunda palabra como «entendimiento con­ceptual».

Naturalmente, Bousoño aplica sus procedimientos de análisis de las formas literarias de la irracionalidad para permitirnos adentrar en el meollo del poema y entender su significado, porque lo que está claro es que Lorca, como muchos de sus contemporáneos, practica la tendencia muy importante en él y que es sin­gular de los poetas de nuestro tiempo: «la presencia del misterio, fruto precisa­mente de la irracionalidad». Considera nuestro crítico que la irracionalidad «no es insensatez ni capricho, sino un eficaz vehículo de rigurosa significación», y que «la verdadera poesía posee siempre, incluso en los casos más extremosamente irracionales, un sentido expresable en conceptos claros».

Analizado el poema de Lorca, explicados su misterios, justificadas sus imá­genes y sus metáforas, lo que a Bousoño le queda muy claro — y también, des­de luego, a sus lectores— es que hemos descubierto un Lorca —a la altura de 1973— profundo, complejo, difícil, entrañado en problemas humanos muy in­tensos. Y lo que viene enseguida —esa es la maestría crítica de Bousoño— es la conclusión abierta a toda una época, a la justificación de relaciones literarias y, por ende, de comportamientos estéticos.

Conclusión que se inicia por esta pregunta de Bousoño: «Pero ¿de dónde le viene a Lorca la grave seriedad de su trágico mundo, tan distinto y lejano de la nostalgia juanramoniana, esa sensación de hondura, ese enfrentarse con los pro­blemas esencialmente humanos en el radical nivel en que lo hace «Malestar y no­che» y muchos poemas del mismo autor?». Para contestar finalmente que el «sitio radical y profundo» desde donde Lorca ve el mundo, y en muchos aspectos tam­bién Alberti, Aleixandre y Cernuda, es el mismo desde donde lo ve Antonio Ma­chado, más que Juan Ramón Jiménez, como tantas veces se ha asegurado: «Juan Ramón aportará a la generación siguiente bastantes de los instrumentos expre­sivos y fórmulas estilísticas externas, mientras Machado, por su parte, aportará sobre todo, como hemos visto al analizar «Malestar y noche», interiorizaciones: un nivel de profundidad emotiva y un entrar hasta el fondo en ciertos proble­mas básicamente humanos». Con lo que Bousoño no sólo aporta un interesantí­simo trabajo sobre Federico García Lorca, sino que aplica su teoría con tanta efec­tividad que llega a conclusiones de valor superior, al tiempo que destierra tópicos establecidos sobre toda una generación como son el carácter frivolo y la

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deshumanización. En 1973, hace más de veinte años, afirmar tales principios, evi­dentemente básicos, era sin duda innovador 1 2.

Las reflexiones sobre los poetas contemporáneos, o sobre los poetas de la generación anterior, pueden ser especialmente lúcidas, y no es preciso que se encierren, para mostrar su acierto, en el marco de un trabajo académico o in­vestigador. A veces, las simples reflexiones sobre un libro recién publicado, en forma de artículo de prensa, pueden resultar del mayor interés. Esto en Bouso­ño es habitual.

Un ejemplo lo encontramos en sus reflexiones sobre la edición de Poesías completas de Gerardo Diego, que en edición del autor de estas páginas, apare­cieron en Madrid a fines de 1989. Trata Bousoño de explicar en su artículo «La variedad de Gerardo Diego» y lo hace, en el signo de su admiración hacia la poe­sía y hacia la persona del poeta santanderino, señalando que lo que ocurre con el Gerardo Diego de la variedad, el autor de una poesía de vanguardia y una poe­sía tradicional simultáneamente, responde a las mismas exigencias que llevaron a muchos autores europeos de la generación anterior, la postsimbolista, de uti­lizar heterónimos, como Antonio Machado, como Fernando Pessoa, como tan­tos otros. Como asegura Bousoño, «Gerardo pudo muy bien llamar a uno de sus dos poetas — a l creacionista, por ejemplo, Cendoya, y al otro, Diego, y tendría­mos entonces perfectamente claro el paralelismo o fraternidad de este último he-terónimo con los otros tres que he mencionado más arriba [y que eran Pessoa, Antonio Machado y W. B. Yeats]. Por tanto, resolver el problema del simultane-ísmo gerardiano es resolver el curioso enigma heteronímico con el que lo he­mos venido comparando». Una idea original que revela intensidad crítica y com­prensión para algo que otros críticos o estudiosos no han querido o no han podido comprender 1 3.

El gran centro de atención de la crítica de Bousoño, como hemos adelanta­do, es Vicente Aleixandre, el poeta-maestro al que nuestro crítico dedicó durante muchos años, numerosos artículos publicados en revistas literarias14, cuyas ideas

u Carlos Bousoño: -En torno a "Malestar y noche" de García Lorca-, El comentario de textos, Castalia, Madrid, 1973, pp. 305-342.

" Carlos Bousoño: -La variedad de Gerardo Diego-, El País, 6 enero 1990. 14 Vid., sobre Vicente Aleixandre los siguientes artículos de Carlos Bousoño: -Vicente Aleixan­

dre, académico-, Clavileño, 1,1950, pp. 63-64; -Un nuevo libro de Vicente Aleixandre: Mundo a so­las-, Insula, 53,1950, pp. 2 y 7; -Sobre Historia del corazón de Vicente Aleixandre-, ínsula, 102,1954, pp. 3 y 10; -El término "gran poesía" y la poesía de Vicente Aleixandre-, Papeles de Son Armadans, 32-33,1958, pp. 245-255; reelaborado con el título "The Greatness of Aleixandre's Poetry-, Revista de Letras, Mayagüez, 22,1974; -Materia como historia: el nuevo Aleixandre-, ínsula, 194, 1963, pp.

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han ido construyendo todo un edificio crítico sólido y perfectamente interrela-cionado en torno a nuestro Premio Nobel. La visión de Bousoño en torno a esta poesía que culmina en su monografía titulada La poesía de Vicente Aleixandre", cuya edición definitiva corresponde a 1968, tras diferentes intentos y entregas previas1 6.

En efecto, detenida en ese año su visión de la lírica aleixandrina, hasta ese momento resulta una reflexión muy completa, total, ya que aborda el estudio de la obra producida hasta esa fecha por el poeta.

Como acostumbra nuestro crítico, antes de iniciar el estudio de la poesía de nuestro Premio Nobel, realiza unas precisiones teóricas y metodológicas en tor­no al sistema de acercamiento a la obra que pretende analizar, cuyo estudio no nos corresponde en este momento, aunque podemos afirmar que sus presu­puestos teóricos se basan en tres puntos sobre los que gravitará el estudio: la v i ­sión del mundo, el estilo y la personalidad del poeta estudiado.

Iniciado el acercamiento a Aleixandre, enfrenta el poeta dos conceptos que resultan fundamentales a la hora de estudiar no sólo a este poeta, sino a cualquier poeta de nuestra época, de nuestro tiempo: el individualismo y el irracionalismo, tras lo cual se encuentra en disposición de estudiar la obra de Vicente Aleixan­dre, considerándolo «uno de los escritores hispánicos de mayor singularidad ex­presiva»: «Aleixandre es uno de los artistas españoles que ha lanzado una mirada más vasta y coherente sobre el universo, entregándonos una concepción tan tra­bada de él que los lectores menos preparados suelen percibirla en seguida».

No correspondería a estas páginas hacer un seguimiento pormenorizado de este libro trascendental de Bousoño, trascendental en su bibliografía crítica y tras­cendental para el conocimiento de Vicente Aleixandre. Como se ha afirmado más de una vez, Vicente Aleixandre no sería un poeta tan admirado y bien conocido por sus lectores si Bousoño no hubiese establecido hace ya muchos años cuá­les son las claves para la comprensión de un poeta tan grandioso, pero también tan complejo, como lo es el autor de Historia del corazón.

1 y 12-13; "Cosme-visión simbólica y cosmovisión realista en Aleixandre-, Destino, 25 mayo 1968; «Las técnicas irracionalistas de Vicente Aleixandre«, ínsula, 374-375,1978, pp. 5 y 30. También en Vicente Aleixandre. A CriticalAppraisal, Bilingual Press, Ypsilanti-Michigan, 1981, y en Trent'anni diavan-guardia spagnola. Da Ramón Gómez de la Serna a Juan-Eduardo Cirlot, a cura di Gabriele More-lli , Edizioni Universitariejaca, Milano, 1978; y el prólogo a la edición de Obras completas de Vicen­te Aleixandre, «Sentido de la poesía de Vicente Aleixandre», Aguilar, Madrid, 1960; 3." edición, 1977.

" Carlos Bousoño: La poesía de Vicente Aleixandre, Gredos, Madrid, 3." edición, Madrid, 1977. 1 6 El libro se publicó, por primera vez, con prólogo de Dámaso Alonso en Ediciones de ínsu­

la, Madrid, 1950. En Gredos se publica por primera vez en 1956,2.* edición, 1968.

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Por eso, este libro es básico para entenderlo. Y es justamente Historia del corazón, el libro que sirve de eje para situar las dos partes en que Bousoño di­vide la obra del poeta: una de ellas llegaría hasta este libro, y en ella, «la idea rec­tora del poeta consiste en la concepción de lo elemental como la única reali­dad efectiva del mundo»; mientras que el segundo sector, desde Historia del corazón (con los otros libros que llevaba publicados Aleixandre cuando este es­tudio se escribe, es decir, Retratos con nombre y En un vasto dominio), repre­sentaría «la consideración de la vida humana como historia, o más precisamen­te, como un difícil esfuerzo realizado en la dimensión temporal, tras una decisión de carácter ético.»

En este libro es donde Bousoño traza páginas que serán muy útiles para en­tender gran parte de la poesía de nuestro tiempo. El capítulo dedicado al estu­dio de lo que Bousoño llama «los seres elementales», recorre espacios de rigor notable: imprecación contra las ciudades y los vestidos humanos, pasando por el análisis del amor, la presencia de las metáforas cósmicas y telúricas y la fau­na, para concluir en una visión pesimista de la humanidad: «El autor de Sombra del paraíso ve al hombre como la repetición eterna de un mismo desengaño»: «Los hombres son como olas grises, siempre idénticas entre sí, que apagadamente ruedan desde un inhumano océano que las envía hacia las playas donde nacen mortales», como Aleixandre deja sentir en su poema «Destino de la carne».

Estoy solo. Las ondas: playa, escúchame. De frente los delfines o la espada. La certeza de siempre, los no-límites.

Son versos de «Siempre», un poema de Espadas como labios que vale a Bouso­ño, junto a otros textos, para analizar un tema que es fundamental en la poesía aleixandrina, en cuyo análisis deja sentadas las bases de lo que serán muchos acercamientos posteriores: me refiero al significado del amor como destrucción. Por lo menos, desde Ámbito hasta Nacimiento último, el amor expresado por Aleixandre es el amor-pasión «y, más concretamente aún —añade Bousoño—, la acción misma erótica en su trascendencia metafísica, que consiste en relacio­nar al amante con lo absoluto telúrico».

Otros aspectos tienen relación con esta visión: la muerte como vida y su re­lación con el misticismo panteísta, la visión del paraíso y su proyección en la vida del hombre, espiritualización de la materia y paraíso sin hombre, con cuyas re­flexiones cierra Bousoño su acercamiento al mundo aleixandrino de esta primera etapa:

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Hoy que la nieve también existe bajo vuestra presencia,

miro los cielos de plomo pesaroso, y diviso los hierros de las torres que elevaron

los hombres como espectros de todos los deseos efímeros.

Y miro las vagas telas que los hombres ofrecen, máscaras que no lloran sobre las ciudades cansadas, mientras siento lejana la música de los sueños, en que escapan las flautas de la primavera

apagándose.

Son palabras del poema de Aleixandre «Primavera en la tierra», de Sombra del pa­raíso, que, para Bousoño, constituyen el signo de la presencia de la realidad sin trasfíguración que ocupa el centro de la atención poética, para concluir, que, tras la lectura de Sombra del paraíso, se confirma que para el poeta «el hombre es una imperfección de la naturaleza, un pecado en la limpidez original de ella. De este modo, se canta en algunos poemas un Paraíso más perfecto: un reino sin hom­bres. La tierra va entonces «sola, pura de sí: nadie la habita». «Sólo la gracia muda, primigenia, del mundo» allí reina. Sólo la luz virginal y dorada. Y la voz del poe­ta —concluye Bousoño— se carga de tristeza y de sabiduría para decir:

¡Humano: nunca nazcas!

Pero, a partir de Historia del corazón todo cambia, aunque seguimos, como re­cuerda el crítico, en el mismo edificio. El tema de Aleixandre antes de Historia del corazón era el cosmos y el humano vivir era accidental. Ahora el humano v i ­vir será el tema, y el cosmos lo accidental. Tal distinción, hecha por Bousoño con absoluta lucidez, ofrece desde ese momento al lector de Aleixandre la clave fun­damental para entender toda la obra como conjunto, en la que hay zonas que expresan preocupaciones dirigidas hacia un lado o hacia otro, pero, en definiti­va, partes de una misma realidad. Todo se explica cuando releemos los versos de «En la plaza», donde aparece ese anhelo aleixandrino, como recuerda Bou­soño, de unirse, mezclarse, confundirse multitudinariamente con ellos»:

No es bueno quedarse en la orilla

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como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.

Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha de fluir y perderse,

encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.

Baja, baja despacio y búscate entre los otros. Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.

Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir

para ser él también el unánime corazón que le alcanza.

El estudio llevado a cabo por Bousoño va mucho más allá. Son muy intere­santes sus reflexiones sobre En un vasto dominio, como visión del mundo in­novadora, en la que tienen presencia la ironía y la historicidad.

Pero mucho más valioso es todo el estudio estilístico que se lleva a cabo en el libro a través de una observación de las imágenes (en la que se acuñan los conceptos trascendentales en la estilística de Bousoño de «imagen tradicional e imagen visionaria»), a través del versículo —uno de los campos más apasionan­tes de la poesía de Aleixandre en el terreno de la versificación española moder­n a — y a través de la sintaxis, en la que aparece un capítulo muy singular, y des­de luego original y trascendente en el estudio de la poesía de Aleixandre, como lo es el dedicado a la conjunción «o», precisamente esa conjunción que figura, tan expresiva, tan enigmática, en el título de una de las obras maestras de Alei­xandre: La destrucción o el amor. Estudios sobre estructuras de los poemas, fuen­tes e influencias completan esta obra en la que Bousoño realizó un análisis de un poeta que pasa por ser un modelo de aplicación de métodos innovadores, pero también un útil, y necesario —casi podríamos asegurar que imprescindi­ble^— medio para alcanzar el conocimiento de la poesía de Vicente Aleixandre.

Completará Bousoño, a obra total, esta visión de la poesía de Vicente Alei­xandre, en 1985 ", tras la muerte del poeta cuando publique una interesante mo­nografía que titulará «Grandeza y evolución en Aleixandre», en la que tras hacer una valoración global de toda la obra tendrá ocasión de ocuparse también de los

" Carlos Bousoño: •Grandeza y evolución en Aleixandre, ínsula, 458-459,1985, pp. 1 y 18-19.

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dos últimos libros, las dos últimas obras maestras del poeta, Poemas de la con­sumación y Diálogos del conocimiento, «las que acaso se constituyen como las obras más intensas de su vida, en opinión —recuerda Bousoño— prácticamente unánime de la crítica, y, sobre todo, de la juventud». Precisamente su valoración de estas obras postreras de Aleixandre se sustenta sobre la relación de sus inno­vaciones con las innovaciones que está llevando a cabo la poesía de final de los sesenta y de los setenta en España, la poesía de la generación de Gimferrer, Car­nero, Siles, Talens y tantos otros. Aleixandre comparece en el mundo de estos in­novadores también con estos dos últimos libros, y ofrece lo que en terminología de Bousoño queda calificado como «incesante paradojismo», en el sentido de que la paradoja «es la forma más evidente de invertir y repudiar el logicismo raciona­lista». .. «Nos hallamos ante un rompimiento máximo de los hábitos mentales del racionalismo y, por tanto, ante un rechazo de éste, pero para quedarnos con un mundo racionalmente inteligible. Tal es la originalísima contribución de Alei­xandre —en opinión de Bousoño— a las directrices de ese nuevo tiempo, que repugna el racionalismo, en busca precisamente de una razón más alta».

Desde luego, la grandeza de Poemas de la consumación y de Diálogos del conocimiento supone la culminación de la obra de Aleixandre, que todavía el propio Bousoño pudo completar con nuevos poemas en una última edición con incorporación de nuevos «diálogos del conocimiento», y no es extraño que la va­loración que, para Bousoño, merece esta última etapa de la poesía de senectud aleixandrina, sea la de la incorporación del poeta sevillano al espíritu innovador de las jóvenes generaciones, tras una carrera poética intensa y muy personal, por­que, como concluye nuestro crítico, «la fidelidad de Aleixandre al nuevo tiempo no puede ser más patente, sin dejar por eso de ser fiel a sí mismo, pues lo dicho implica un impulso de solidaridad, tan aleixandrina, y una tendencia a la gran­deza, aleixandrina igualmente».

En conjunto, y para cerrar este apartado, hay que valorar la aportación de Bousoño al conocimiento de la obra de Vicente Aleixandre como la más impor­tante y trascendente de todas las que se han llevado a cabo en el ámbito del hi-panismo, afirmación que no hacemos gratuitamente y en atención a las circuns­tancias, sino que su realidad viene corroborada por el respeto y la fidelidad que hacia la opinión de Bousoño han tenido todos los estudiosos e investigadores de la obra aleixandrina, que no han dudado en tener como referencia obligada las opiniones del excelente crítico.

Podríamos hallar una justificación de este acierto si tenemos en cuenta la combinación tan singular que se da en la relación Aleixandre-Bousoño. Por un lado contamos con la pericia crítica —basada en una sólida teoría de la expre-

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sión poética— de Bousoño, que podemos poner en combinación con la relación de amistad entrañable entre Aleixandre y nuestro escritor. Obtendremos enton­ces, como resultado, no sólo una certeza analítica, sino una capacidad de mos­trar al poeta difícil y complejo, desde la autoridad de un conocimiento pleno, que rara vez ha existido en medios hispanísticos. La difícil relación autor estu­diado-crítico estudioso tiene en la relación Aleixandre-Bousoño un muy raro mo­delo, escaso en nuestras letras, más propio de otras latitudes germánicas o an­glosajonas.

Pasando a otro terreno, y adentrándonos ya en generaciones más próximas a nosotros, podemos encontrar en algunos comentarios de texto de Bousoño al crí­tico emotivo, sin duda alguna; o por mejor decirlo al crítico emocionado con el poeta que comenta y que muestra a sus lectores. Hay un texto que es singular en este aspecto, entre los escritos críticos de Bousoño. Un texto temprano, de 1960, que se nos muestra precisamente como muy de aquel año. Se trata del comenta­rio al poema «Antes del odio», que se recogió en un tempranísimo, y hoy sorpren­dente por su fecha y circunstancias, homenaje de los escritores españoles a Miguel Hernández, en Los Cuadernos de Agora, en noviembre-diciembre de aquel año 1 8. En esta ocasión, Bousoño destaca en Hernández el «haber sabido escribir un libro de canciones sin parecerse nada ni a Lorca ni a Alberti, los dos maestros del gé­nero a la sazón». Es decir, destaca su originalidad porque ha alcanzado una «alta cima lírica» dentro del «nuevo» género de «poesía autobiográfica». Y lo que más va­lora, sin duda, es que la vida es la que en este momento está dictando la poesía a Miguel Hernández, «colocado —señala— en una patética y concretísima circuns­tancia de la posguerra española». Advierte que la originalidad la logra al hacer una revolución con el género, sin romper con la tradición anterior, es decir, utilizar el romance para lograr que el alma del lector salga cargada de melancolía.

El procedimiento crítico utilizado en este momento por Bousoño consiste en llevar a cabo un comentario estilístico, en el que descubre entre otras cosas la com­plejidad de una «ruptura del sistema de equidad» y que Miguel Hernández ha lo­grado dar al estribillo una nueva movilidad semántica, con un carácter progresivo. En definitiva, que, con todos estos procedimientos, Miguel consigue captar a su lec­tor y mostrar una proximidad a su crítico que en ese preciso momento comenta un poema emotivo: como «hombres de 1960 —concluye nuestro autor— nos sentimos inconsolables ante una muerte que nos arrebató al poeta más dotado de su grupo, el de mayor genio lingüístico, el de más temblorosa, humana emoción».

" Carlos Bousoño: «Notas sobre un poema de Miguel Hernández: "Antes del odio"», Cuader­nos de Agora, 49-50,1960.

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Particular interés tiene el acercamiento de Bousoño a un poeta contempo­ráneo, posterior a él, desde el punto de vista generacional, como Claudio Ro­dríguez. Este aspecto es interesante a la hora de valorar la crítica llevada a cabo por Bousoño, ya que su trabajo sobre Rodríguez parte precisamente de la cir­cunstancia de haberlo leído siendo el poeta zamorano muy joven, cuando llegó a sus manos Don de la ebriedad. La reacción de Bousoño importa porque com­bina la reacción personal con la agudeza crítica del lector inmediato que se asom­bra por una primera impresión. Sus observaciones son entonces muy valiosas por lo que tienen de personales, pero también de inmediatas y espontáneas, ya que, pasado el tiempo, tales impresiones quedan fundamentadas en el ensayo dedicado al autor de Don de la ebriedad como consideraciones críticas de vali­dez universal, que vendrán refrendadas por el estudio posterior.

«No recordaban los versos de Don de la ebriedad—escribe Bousoño, años después de la lectura realizada en 1952— a los de ningún otro poeta español, y ello en un sentido, hasta donde tal cosa cabe, absoluto, pues no sólo no delata­ban influjos, en el sentido malo de este vocablo, sino que, de algún modo, tam­poco en otro sentido en que la palabra "influjo" no supone demérito. La voz de Don de la ebriedad parecía llegar de parte que no era la tradición hispana».

El análisis de los tres libros que en el momento de escribir este ensayo tenía publicados Claudio Rodríguez ocupará parte de este texto concebido primero como introducción a la poesía del escritor zamorano y luego incluido en el vo­lumen de Poesía postcontemporánea20. Junto a Don de la ebriedad, serán Con­juros y Alianza y condena los libros estudiados. De Conjuros llamará particu­larmente la atención a Bousoño la presencia del mundo cotidiano y su sentido, que queda fijado en una serie de pautas interesantes también para atender al ter­cer libro. «En Conjuros hallamos, al parecer cosas tan cotidianas y costumbris­tas, y hasta domésticas y usaderas, como la ropa tendida, el fuego del hogar, una viga de mesón, una pared de adobe, la contrata de mozos, la labranza o el bai­le de las «águedas». Pero cuando apuramos nuestro análisis nos percatamos que ese realismo es sólo aparente y por de fuera». Es lo que Bousoño denomina «ale­goría disémica» al enfrentarse al realismo metafórico de Claudio Rodríguez y con­siderar que, por encima del realismo aparente, lo que hay es una efectiva utili­zación de la metáfora, que transfigura esos objetos cotidianos y les otorga una «consideración universal, sobrepasadora de cualquier concreción». La metáfora

1 9 Carlos Bousoño: -La poesía de Claudio Rodríguez», prólogo a Antología poética, Plaza Janes, Barcelona, 1971.

" Carlos Bousoño: Poesía postcontemporánea, cit., pp. 115-140.

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se convierte así en algo absolutamente original, en una «metáfora de extraña y personalísima estructura», cuyo secreto está «en tomar un elemento concreto de la vida real, generalmente un elemento rural o costumbrista [...] e "interpretar­lo" en dirección ascendente y trascendentalizadora». Es lo que ocurre en versos como los siguientes en los que se describe una contrata de mozos:

... Lo que importa es que vendrán, vendrán de todas partes, de mil pueblos del mundo, de remotas patrias, vendrán los grandes compradores, los del limpio almacén.

Pero el trabajo poético de Rodríguez, según el análisis de Bousoño, no se queda aquí, sino que va mucho más allá, ya que en el libro siguiente, en Alian­za y condena, superará estos hallazgos expresivos para subir a un estrato supe­rior. Porque, según Bousoño, en Alianza y condenado original no será ya como antes la estructura misma de la imagen, sino el material de que ésta se sirve. A l resultar la imagen de invertir el proceso propio de Conjuras, la metáfora, que aparece ahora en el punto de llegada, es siempre un elemento concreto. ¿Por qué? Precisamente porque era un elemento concreto de lo que se partía en las "interpretaciones" de Conjuros, puestas ahora, si se me permite la expresión, "boca abajo"». O dicho de otra forma: «el elemento concreto representa y expre­sa el género entero del que, dentro de la concepción del poeta, ese elemento forma parte».

Aprovecha su análisis de estos libros Carlos Bousoño para volver a aplicar una vez más, con absoluta lucidez, su metodología sobre la irracionalidad poé­tica. De esta forma examina el «irracionalismo metafórico», que se deja sentir en la originalidad de las imágenes que se combinan y coexisten pacíficamente con las imágenes tradicionales, de manera que esta poesía se integra plenamente, des­de su especial forma, en el mundo de la poesía contemporánea más caracterís­tico, recuperando, después de una etapa de olvido coincidente con la postgue­rra, la trayectoria irracionalista que caracteriza a nuestra poesía contemporánea. Tales observaciones no impiden que, al mismo tiempo, se haga una valoración del lenguaje castizo utilizado por Rodríguez, la observación exacta de lo que Bou­soño llama «detalle inesperado», la «condensación del significado», para adelan­tar una conclusión sobre esta poesía: «la pureza y belleza del lenguaje y su fres­co casticismo no son otra cosa que la respuesta verbal a todo un modo de interpretar el mundo precisamente como pureza, frescor, genuinidad, autentici-

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dad solidaria... Pureza y solidaridad son, en último término, una realidad sola, gozne único sobre el que resbala o gira toda la poesía de Claudio Rodríguez en sus libros».

Interesa en este contexto, igualmente, el ensayo sobre Francisco Brines, que, como todos los contenidos en su libro de Poesía postcontemporánea, comienza con observaciones muy atinadas en torno a la situación generacional del poeta estudiado, a las que haremos referencia más adelante cuando analicemos el que será el comentario al poeta más joven de todos los suyos: el dedicado a Guiller­mo Carnero 2 1.

Por ello, ahora nos referimos exclusivamente al descubrimiento que de la poesía de Brines hace Bousoño, a la luz de su enfrentamiento al concepto de «verdadera realidad», que en todo momento le preocupa. La poesía de Brines que­da calificada, desde el principio, como una poesía metafísica que se preocupa por los grandes temas del hombre: amor, tiempo, vejez, muerte, que a Bousoño no le gusta denominar así, pero que son «eternos» en la poesía: «Estos temas — añade Bousoño— sobre cumplir con la universalidad que el poeta demanda de ellos, cumplen con el no menos indispensable requisito de su personalización, sin cuya posibilidad serían rechazados. Son asuntos que, prestándose para ex­presar a su través la genérica condición humana, permiten con no menor facili­dad, la vibración única de un alma peculiar. Esto hace que Brines se nos ofrez­ca como el poeta metafísico por excelencia de su generación».

El análisis del tiempo que Bousoño lleva a cabo en la poesía de Brines es especialmente lúcido, ya que éste va adquiriendo matices diferentes conforme la poesía de Brines va avanzando en su desarrollo, que se produce junto a un «progresivo desnudamiento del estilo», que define los propósitos de la poesía del poeta valenciano, hasta llegar a expresiones del tiempo tan desnudas como las expresadas en estos versos del libro de Brines Aún no:

La ausencia que precede y la que sigue conforman nuestro ser, pero el presente se sabe luminoso en ocasiones.

El empleo de una técnica evocativa permite descubrir, en este caso, que en el fundamento mismo de su interpretación de la realidad se halla todas las ideas que este sistema implícitamente conlleva, como la fugacidad de la vida, la in-

" Carlos Bousoño: -Situación y características de la poesía de Francisco Brines-, prólogo a Poe­sía 1960-1971, Plaza Janes, Barcelona, 1974, pp. 9-94, y en Poesía postcontemporánea, pp. 221-114.

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sensatez de ella, pero también el valor de algunos de sus instantes. A Bousoño le plantean problemas muy especialmente aspectos de la poesía de Brines como son su condición de -poesía aparentemente lógica», su «falacia antirretórica», sus superposiciones y yuxtaposiciones temporales, aspectos todos que estudia con ejemplificación suficiente para alcanzar una conclusión muy clara: la alta cali­dad de la poesía de Brines, debida a su intensidad temática, que posee una re­presentación formal definida por un preciso sentido de la composición, basada en la «distribución lógica de los materiales verbales», que evoluciona a través de los libros y de los años hacia una acentuación de la primacía de la experiencia sobre la expresividad. Desde Las brasas a Aún no, el poeta ha creado un estilo muy personal que, en los últimos poemas, acentúa los elementos imaginativos. Como concluye Bousoño, «el poeta ha completado y afirmado así, de un modo redondo, su estilo y su mundo poético, y hoy se nos aparece como uno de los poetas primeros de toda la poesía de postguerra».

Vamos a referirnos, para terminar este análisis de conjunto de la obra críti­ca de Bousoño, a sus aproximaciones a las generaciones de poetas más jóvenes. La ocasión se le presentó a nuestro crítico a finales de los setenta cuando hubo de prologar el libro de Guillermo Carnero, que recogía toda su poesía hasta ese momento, Ensayo de una teoría de la visión11. Bousoño realiza un análisis de una amplitud extraordinaria — y asegura que podía haberse ocupado de más asuntos relacionados con la última poesía—, en el que aborda, siguiendo una de las más mantenidas corrientes de sus acercamientos a los poetas contempo­ráneos, por un lado la cuestión de las generaciones o promociones, y, en este caso particular, la que se refiere a la generación de Guillermo Carnero. Por otro, hace un estudio detallado de todos los libros poéticos de Carnero señalando sus novedades y su calidad, pero sobre todo destacando aquellas aportaciones que Carnero ha llevado a cabo en relación con la poesía de su propia generación. Todas estas observaciones son de un gran interés, porque ponen las bases de lo que ha de ser, desde el punto de vista histórico, la valoración de la nueva gene­ración, de la generación más reciente, en ese momento, la que hemos denomi­nado de los «novísimos», cuyas características quedan establecidas para lo suce­sivo. Hay que señalar que muchos de los acercamientos globales que posteriormente se han hecho en torno a esta generación, al texto de Bousoño que comentamos en este momento, deben muchas ideas.

° Carlos Bousoño: -La poesía de Guillermo Carnero», Estudio preliminar a Ensayo de una teo­ría de la visión (Poesía 1966-1977), de Guillermo Carnero, Hiperión, Madrid, 1979,2.' edición, 1983, pp. 11-68. En Poesía postcontemporánea, pp. 227 301.

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Parte Bousoño de la denominación de la nueva generación, rechazando im­plícitamente el tan traído y llevado nombre de «los novísimos», cuyo origen de­lata (señala que el nombre ha sido importado de Italia), y buscando otro más acor­de con lo que, según su opinión, esta generación ha ofrecido a la poesía española de nuestro tiempo: «el verdadero apelativo de este grupo (cuyos miem­bros nacen entre 1939 y 1953) sería «generación marginada» respecto a la razón racionalista. O si se prefiere una etiqueta cronológica, habría que hablar de la «generación del mayo francés» o «de 1968». Asimila esta generación a lo que en la poesía hispanoamericana ha representado Octavio Paz y antes Wallace Stevens y en ella, junto a Carnero, incluye poetas que cultivan lo que Bousoño llama el esteticismo, como Gimferrer, el propio Carnero o Luis Antonio de Villena; o po­etas que cultivan la metapoesía, así los citados y otros como Jenaro Talens, Jai­me Siles, Amparo Amorós, etc. También incluye a otros como Colinas, Juan Luis Panero, Leopoldo María Panero, Martínez Sarrión, etc.

En el mundo de las tres generaciones que forman la poesía desde la guerra civil en España, establece Bousoño una interesante relación cuya validez histó­rica resulta muy convincente con referencia a la relación de los poetas con «la realidad»: «Ya sabemos lo que ha ocurrido con las dos generaciones anteriores a él: en la primera de ellas (la de los nacidos entre 1909 y 1923) se acentuaría, en cuanto «realidad verdadera», el elemento «sociedad» en el conjunto «sociedad-yo [...] de que antes hablé, mientras en la generación segunda se haría lo opuesto: se otorgaría énfasis al «yo» y se mantendría en un discreto segundo término el in­grediente «sociedad». Tras una fundamentada explicación histórico-literaria, lle­ga a la conclusión de que la generación de 1968 se caracteriza por su individua­lismo, aunque precisa que «el individualismo de los jóvenes de hoy se manifiesta como crisis intensísima de la razón racionalista, y, consecuentemente, como marginación respecto a ella (nótese bien: la marginación de que hablo es, en lo radical, marginación por lo que toca a un tipo de razón muy concreto que es el racionalismo, no por lo que toca a la racionalidad; por el contrario, tal margi­nación busca favorecer y potenciar ésta).»

En cinco rasgos básicos concentra Bousoño las notas definitorias de esta ge­neración: 1. Incapacidad de la razón racionalista para conocer la realidad con­creta, que se nos escapa en una razón histórica; 2. Insuficiencia consiguiente del lenguaje; 3. El poema no expresa la realidad, sino nuestra experiencia de ella; 4. La vida origina el impulso de que parte la obra, pero la obra como tal proce­de de aquella por vía de violencia. 5. Las palabras del poema nos remiten al pro­pio hecho poemático (metapoesía).

Desde estos supuestos, se aborda el análisis de la poesía de Carnero con-

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trastándola con lo aportado por las poesías de otros miembros de su generación, partiendo, claro está, de la cuestión de la metapoesía, presente desde Dibujo de la muerte, y más aún desde El sueño de Escipión, la incidencia del esteticismo romántico y el esteticismo parnasiano y modernista y, sobre todo, actitudes que le emparentan con la tradición inmediata, en particular la cadena Cernuda-Gil de Biedma-Brines, evidenciada tal relación hasta en la construcción rítmica (mé­trica) de los poemas, como específica con todo detalle Bousoño.

Capítulos muy interesantes de su acercamiento a la poesía de Carnero los constituyen los dedicados a la presencia de la muerte, en una «visión trágica de la fugacidad humana* en el libro Dibujo de la muerte y a la influencia de la cul­tura del siglo xvni y del siglo XLX en toda una poesía presidida por formas muy originales y efectivas que consiguen un poema de finales complejos, presididos por una maestría técnica que en todo momento proclama nuestro crítico.

No están ausentes de su comentario reflexiones sobre el símbolo en Carne­ro y discusiones sobre su interpretación de la irracionalidad a la hora de mane­jar los objetos y de señalar las realidades en la línea de lo que tan importante es para Bousoño como signo de la poesía del siglo xx, aunque concluye asignan­do a Carnero, dentro de su generación, una baja cuota «en el cultivo de la irra­cionalidad tal como ésta ha sido heredada del Superrealismo», en lo que se se­para de poetas como Gimferrer más cercanos al ilogicismo de la escritura automática. Tras ello, se preocupa de la presencia de la metapoesía, las defor­maciones de la representación, el sentido cosmovisionario de la poesía, la rela­ción de esta poesía con la filosofía analítica de los últimos años terminando con un amplio ensayo sobre la originalidad de la voz de Carnero a partir de El sue­ño de Escipión con referencias a diversos aspectos técnicos sobresalientes y a al­gún tema llamativo, como «la burla de la razón» en El azar objetivo.

Como vemos, su acercamiento a una poesía tan intensa como la de Guiller­mo Carnero, hace de Bousoño un crítico que no sólo sabe trazar caminos que seguirán todos los estudiosos de esa generación, sino que además logra la com­prensión de un poeta muy difícil e intenso, aplicando unas coordenadas críticas que descubren no sólo sus valores personales, sino los de toda una generación, que, sin duda, transformó la poesía española de nuestro tiempo. En el marco de esa generación, Carnero destacará, según Bousoño, como uno de los poetas más representativos y altos», debido a «la calidad y originalidad de su obra y también la apretada fidelidad de ésta a su lógica interna y a la época que ahora todos es­tamos viviendo».

Cerramos estas referencias volviendo a algo que señalamos al principio. La obra crítica de Bousoño, como habrá podido advertir quien haya seguido estas

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páginas, destaca, ante todo, por su extraordinaria singularidad. Nadie en la crí­tica de nuestro siglo, en la crítica académica-profesoral, ni en la crítica literaria directa, ha enfocado el análisis de nuestra poesía contemporánea como lo ha he­cho Carlos Bousoño. La fuerza de sus conceptos básicos, la solidez de sus plan­teamientos teóricos, la seguridad en su aplicación, ofrecen resultados muy inte­resantes a la hora de enfocar el estudio de los poetas españoles de nuestro tiempo.

Sin duda, la gran verdad de estos acercamientos críticos radica en que nos ofrecen perspectivas muy clarificadoras sobre poetas referidos, pero poetas, eso también, nada fáciles. Cuando un crítico, que no es otra cosa que un lector más que ofrece a sus seguidores caminos —de experiencia o de intuición, de saber o de sensibilidad— para entender a un escritor, realiza su trabajo con la seguri­dad con que lo hace Bousoño, sus aproximaciones a estos poetas nos permiti­rán conocerlos mucho mejor, entenderlos y admirarlos, sentir otra vez la emo­ción de leer poesía nueva y original. Pero si, además, ese camino está distinguido por su radical originalidad, el lector se verá recompensado con un conocimien­to de la literatura aún más valioso. Y eso es lo que a este lector, al menos, le su­cede con la obra crítica-literaria de ese intenso poeta y sagaz teórico literario que es Carlos Bousoño.

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EL OJO DE LA AGUJA: UN NUEVO CASO DE SIGNO MÉTRICO

A L E J A N D R O D U Q U E A M U S C O

Instituto Lluis Vives (Barcelona)

1

No hay caminos secretos en poesía. Desde el poema aislado hasta el libro que lo integra orgánicamente en una unidad superior de intención y significación, la luz de la inteligencia creadora penetra y da sentido al vasto mundo de símbolos, sustituciones, alusiones y signos que es la escritura poética. El misterio existe, cla­ro está, y sin él, sin su punzante llamada, el poeta no se aventuraría a explorar los dominios de la realidad y a extraer sus propias consecuencias. Pero la actividad poética, como tantas veces se ha repetido, está próxima a la tarea desinteresada de un dios o demiurgo magnánimo que ama la luz y no la penumbra; su «Fiat» cre­ador, como postula Gilbert Durand, es el «Fiat de todas las claridades, de todas las iluminaciones». De ahí que el hombre crítico no se haya contentado, desde Aris­tóteles, con un simple merodeo en torno a la naturaleza del hecho literario y haya continuado su indagación al amparo de los avances de la historia literaria, la fi­lología, la filosofía y, desde hace algún tiempo, de la psicología.

La obra de arte es explicable. La poesía no es en absoluto el reino de las ex­clusiones, sino que responde a un orden regido por especiales mecanismos que

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hoy, en buena medida, nos son conocidos. Confiaba Dámaso Alonso, el gran im­pulsor de la Estilística, en que algún día, más allá de la pura intuición como res­puesta del lector y del crítico, se llegaría al «conocimiento científico de la obra l i ­teraria», a la formulación de una teoría que explicara satisfactoriamente el comportamiento estético y la unicidad del texto.

Ese camino —camino y reto a la vez— hacia una verdadera Filosofía de la Literatura, como la llamó Dámaso Alonso, fue el emprendido por Carlos Bouso­ño desde finales de los años cuarenta, cuando ya autor de dos libros de poesía, Subida al «mor (1945) y Primavera de la muerte (1946), descubre «no sin asom­bro —son sus propias palabras— una fuerte vocación de teórico literario». Des­pués de publicado su libro La poesía de Vicente Aleixandre (cuya primera ver­sión data de 1950), y que sigue siendo todavía, sometido a oportunas ampliaciones, el mejor y más extenso tratado sobre el autor de Sombra del Pa­raíso, se le impuso la necesidad de indagar en la palabra poética.

Aunque parte de ciertos fundamentos de la Estilística, se distancia Bousoño en seguida de algunos de sus axiomas dando un giro radical al modo de enten­der el signo poético y las leyes, para él de índole universal, que de su compor­tamiento se derivan. Nace así la nueva Estilística. Es mucho más ambiciosa, por una parte, pues no se circunscribe a una casuística limitada, y más realista, por otra, ya que abandona el concepto de forma interior como estado previo esté­tico, defendido por Benedetto Croce y mantenido posteriormente por Vossler, Spitzer y el mismo Dámaso Alonso. La nueva Estilística de Bousoño conduce al descubrimiento de las dos leyes básicas que, al cumplirse, hacen que un texto poético pueda ser considerado como tal: las que él llamará «ley de la sustitución» y «ley del asentimiento».

La Teoría de la expresión poética, en la que expone de manera clara y sis­temática estas leyes, aparece en 1952, justo un año después de editar con Dá­maso Alonso, en colaboración, Seis calas en la expresión literaria española. Son leyes, las de su Teoría, aplicables al arte en general. Por eso su tratado no se l i ­mita a ser una explicación del fenómeno poético, sino que representa, en el sen­tido más amplio del término, toda una Estética. Como en la Estilística damasia-na, su arranque está en Saussure, en la adaptación del doble concepto de significadoy significante, aunque el método que emplea de aproximación al ob­jeto se asimila al sistema analítico seguido por Freud y los psicólogos del siglo XLX.

No es el momento de extenderse en la importancia que el pensamiento freu-diano haya podido tener en Bousoño. Su idea de la poesía como «lenguaje sen­sibilizado» quizá deba más de lo que se ha sabido al padre del Psicoanálisis y a sus observaciones sobre los estímulos continuos. Pero, no sólo eso: en lo refe-

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rente al examen sistemático que realiza de la expresión poética, ¿no es igualmente perceptible el procedimiento de análisis, lento, gradual y pormenorizado del maestro vienes? Ese asedio en sucesivos círculos, cada vez más estrechos y ce­ñidos al objeto de estudio, tan característico de Freud, ¿no guarda relación con el estilo descriptivo, en espiral, bousoniano? Ninguna alusión he visto a este res­pecto, aunque la técnica aplicada por uno y otro —de la descripción del fenó­meno a su interpretación— no sea sustancialmente distinta.

El descubrimiento de la primera ley de la expresividad literaria tiene un ca­rácter relativo. El formalismo ruso la había enunciado antes, si bien no llega a los países del occidente europeo hasta entrados los años sesenta. Esta ley, a la que Bousoño llama «ley de la sustitución de la lengua» (entendida aquí la lengua como lenguaje directo o normativo, adaptando la noción saussureana), es equi­valente a la teoría de la «extrañificación» (ostranenie) de Sklovskij, de 1923. No circulará sin embargo por Europa, como valor teórico establecido, hasta que el estructuralismo, bajo la conceptualización de «desvío de la norma lingüística», no la difunde y hace suya a partir de 1964, es decir, doce años más tarde que Car­los Bousoño, al que por ello es justo reconocer como un adelantado de la mo­derna teoría poética.

De lo que no se preocuparon formalistas ni estructuralistas, como hubiera sido lógico y consecuente, fue de determinar cuándo el desvío del uso normali­zado de una lengua produce un verdadero efecto poético. En esta parcela es Bou­soño realmente un precursor. Su segunda ley, «la del asentimiento», venía a dar respuesta al interrogante abierto por la primera: ¿toda desviación del código con­duce a la poesía? La misma naturaleza de la pregunta está trasladando la refle­xión desde la obra-en-síhasta el espacio del lector.

Sólo el lector da sentido a lo escrito. Él es quien, en definitiva, juzga si el tex­to, en cuanto expresión asentible, tiene entidad poética o, por el contrario, per­tenece a otras zonas ajenas a la estética, como el dislate o el chiste. En pocas pa­labras: el «asentimiento» del lector supone la aceptación de las creencias del poeta, siempre que se manifiesten de modo congruente con una madura personalidad. "Asentir no significa en mi terminología —precisa Carlos Bousoño— "estar de acuerdo con el autor", sino "tener que respetar la personalidad del autor", al dar­nos cuenta de que lo dicho por éste, aunque difiera de nuestras opiniones, no proclama, de ningún modo, a nuestros ojos, su deficiencia, su inmadurez o irres­ponsabilidad.» El lector puede no compartir la misma visión del autor, pero por un momento la comprende (es decir, «asiente»), si el texto le lleva a suspender sus creencias para ocupar la perspectiva de quien lo ha escrito. Hasta la llegada, con Jauss, de la teoría de la recepción, ningún tratadista había fijado la atención con

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tal agudeza y sistematicidad en el papel desempeñado por el lector —principio y fin del proceso de escritura— como lo había hecho Bousoño en su Teoría.

A l desplazarse el centro de gravedad especulativo desde la obra-en-síz la visión del mundo que cada autor, a través de aquélla, ofrece, desde lo estructu­ral a lo histórico, era forzoso que Bousoño acabase interesándose por el estudio de las épocas literarias, ya que cada cosmovisión es resultado, en gran medida, de la época en que surge. Tras concluir sus dos libros fundamentales sobre el símbolo en la poesía contemporánea, El irracionalismopoético (El símbolo), de 1977, y Superrealismo poético y simbolización, de 1979, que suponen el natural despliegue de su Teoría a la luz de las nuevas indagaciones sobre el símbolo, Bousoño escribe su más ambiciosa obra de pensamiento, Épocas literarias y evo­lución, de 1981, que lo sitúa a la altura de los más eminentes semiólogos y filó­sofos de la historia del momento actual.

Ahí se encuentran, entre otros conceptos minuciosamente desgranados, como el de individualismo progresivo o el de verdadera realidad, una de las in­terpretaciones más brillantes y sugestivas de la teoría bousoniana: la de la cul­tura como un gran símbolo que, a semejanza de nuestra vida, no podemos sa­ber qué significa.

Este es el largo camino recorrido por Bousoño como teórico, bien que re­sumido de manera extremadamente esquemática. Tiene plena coherencia. Ha ido de lo particular y concreto —del análisis, en sus inicios, de la obra de un «poe­ta difícil» como Vicente Aleixandre— a un horizonte de estudio cada vez más am­plio y general: la comprensión de las épocas literarias atendiendo a los factores históricos que las generan (forma de Estado, economía y situación técnico-cien­tífica) y a las consecuencias estéticas que de ellos se derivan.

La pregunta de partida, acerca de la naturaleza de la poesía, ha desembo­cado en otra, no menos decisiva, después de años de sostenida búsqueda, y que podría ser formulada así: «¿Por qué esta obra literaria, de esta determinada épo­ca, está construida de este y no de otro modo?» Pregunta que sólo parcialmente vino a interesar, desde el lado de la sociología, a la crítica marxista, como recuerda Víctor Erlich, y que ensancha, enriqueciéndolo, el mundo especulativo bouso-niano e instala a su autor, de lleno, en la teoría general del arte y la cultura.

Nos ha parecido conveniente, a modo de introducción, hacer este rápido re­paso del pensamiento teórico de Carlos Bousoño —de la estética a la Historia—

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para tratar de situar en su preciso origen, y comprender así mejor, el concepto —implícito en su obra— de signo métrico, que nos disponemos a desarrollar a continuación para, luego, en la parte final de nuestra exposición, aplicarlo a la propia parcela creativa del autor. En concreto, a su último libro, El ojo de la agu­ja, que ha visto la luz en 1993.

¿A qué llamamos signo métrico? El esfuerzo de la Estilística por interrelacio-nar, como un todo unitario e inseparable, idea y expresión, res y verba, llevó a esta ciencia literaria a preocuparse muy detenidamente por los procesos de «ade­cuación» que se manifiestan en el tejido poemático. Son momentos, o pasajes en­teros, de plena correspondencia entre lo que el poeta dice y cómo lo consigue decir, fulgurantes aciertos expresivos que dieron lugar a las mejores páginas de Dámaso Alonso como comentarista e intérprete de Góngora, Fray Luis, Garcila­so, San Juan de la Cruz y tantos otros extraordinarios poetas de nuestra Edad de Oro. Con esa volunta analítica, atiende a los juegos de rimas, repara en las au­daces y oportunas metáforas, en las hábiles estructuras estróficas que repercu­ten directamente en la significación del texto, etc....

La indagación estilística damasiana, que, como es bien sabido, responde a un método, pero un método abierto y amoldable a las exigencias intrínsecas de cada poema, alcanza uno de los momentos de mayor rendimiento crítico al es­tablecer el concepto de «función imaginativa del lenguaje». No se trataba de ape­lar a la función intelectual de la palabra o a la afectiva para dar razón de las «mo­tivaciones del vínculo» entre significado y significante. Ahora, justificará el signo poético en virtud de los elementos que actúan desde el significante como mate­ria fónica, como mero sonido. Es lo que llamará Dámaso Alonso «imagen del sig­nificante», empleando esta transparente nomenclatura con todas las cautelas de­rivadas del hecho incontestable de que nada ocurre en el significante que no tenga su efecto al mismo tiempo en el significado.

Casi por los mismos años (final de la década de los cuarenta, principio de los cincuenta), Carlos Bousoño coincide con el maestro de la Estilística en la idea de «imagen del significante», pero ampliándola a otros dominios estructurales de la composición poética. Para la nueva Estilística bousoniana, forman parte también de este tipo de «adecuaciones»: el ritmo, el encabalgamiento, la sintaxis y el dina­mismo expresivo, a los que considera, en su relación con el significado, como una variedad especial y única de «imagen visionaria», puesto que el vínculo estableci­do entre el significante y la realidad evocada, por similitud emocional, es de ín­dole irracional. Dámaso Alonso no había hablado de «irracionalidad», pero no se aleja demasiado de la definición de Bousoño al atribuir a la «imagen del signifi­cante» un carácter «ilusorio». Visionaria o ilusoria, la nueva noción que empieza a

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circular en el campo de la crítica a partir de 1952 hallaría fácil propagación entre los teóricos españoles, admitiesen o no su dependencia del método estilístico.

Conocido es el comentario a un soneto de Góngora sobre una dama que se pinchó con un alfiler, en el que se hace recaer el efecto poético, o buena parte del mismo, sobre un solo sonido vocálico, el de la i, punzante e hiriente como una aguja, al recibir la fuerza tónica de la palabra (Blecua). Igualmente se ha des­crito la vía purgativa e iluminativa del poema «Noche oscura», de San Juan de la Cruz, observando el sucesivo esclarecimiento de sus rimas, desde la cerrada den­sidad de su arranque, cuando el alma abandona su cárcel corporal, hasta el pa­saje último, el de la sosegada entrega al Amado, momento en que las rimas se diluyen y crean un espacio de claridad (Giménez Casalduero). Son casos inter­pretativos que parten de la «imagen del significante» como sistema operativo de análisis; se apoyan en la «figura externa» del poema para llegar a la cristalización del sentido. Cuando eso sucede, decimos que hay signo métrico.

Tanto los aspectos rítmicos como los encabalgamientos, la rima, el estrofis-mo y las licencias, todos los elementos que actúan por combinación y réplica en el plano métrico, pueden contribuir, desde el estatuto propio que la microesti-lística les reconoce, a transparentar o reforzar el significado poemático. El famoso soneto de Luis de Góngora dedicado, en 1585, a Córdoba, su ciudad natal, des­pués de una estancia en Granada, utiliza como signo métrico una licencia para el cómputo silábico pocas veces considerada por los analistas, más allá de su me­cánica aplicación: la sinalefa. El uso intensivo, recurrente, de tal licencia (dieci­siete veces en total, y cuatro de ellas en el mismo verso), convierten a este so­neto juvenil, de fidelidad a la tierra natal, en el «soneto de las sinalefas». Sinalefa es «unión», «enlace». ¿Y qué mejor materialización podría hallarse, en el plano mé­trico, para representar la fuerte atadura sentimental entre el poeta y su Córdoba?

En el conocido «Romance del prisionero», según la versión fragmentaria fi­jada por Menéndez Pidal, tan ampliamente difundida, el signo métrico ofrece una clave de interpretación llena de sutileza y profundidad. Como recordaremos, el protagonista lírico de este anónimo romance del siglo xv lamenta su falta de l i ­bertad, retenido en oscura prisión, cuando la plenitud primaveral —«por m a y o -irrumpe en los campos y toda la naturaleza renacida parece rendirse al amor. El único débil nexo que mantiene al prisionero en contacto con el mundo exterior es, como sabemos, un «avecilla» que le canta al amanecer, y que simbólicamen­te representa la renovada fuerza vital y la dicha de sentirse libre. Por tratarse de un romance, los versos pares aparecen relacionados por la misma cadena de aso­nancia, pero los impares, que habrían de quedar sueltos, como es preceptivo, mantienen también entre sí diversos encadenamientos secundarios de rima, de

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manera que todos los versos quedan entrelazados en armoniosa corresponden­cia. Todos, menos uno. Y ahí se produce el signo métrico: el único vocablo sin rima, desligado y aparte del conjunto, es «ballestero», el causante de la muerte del ave («matómela un ballestero», dice textualmente el intuitivo y genial poeta); el ballestero es el personaje negativo y representa la quiebra o ruptura de un or­den, es el elemento hostil y, consecuentemente, queda condenado a la desar­monía. La rima —o mejor, la ausencia de ella en un verso— es la que ha puesto al descubierto, en este caso, la existencia de signo métrico.

Demos ahora un salto a la época contemporánea y veamos cuál es el com­portamiento acerca de nuestro motivo de estudio, de algunos de sus poetas más relevantes. Empecemos por decir que la mayor tendencia a esta clase de «ade­cuación» o especial «imagen del significante» — y aunque digo mayor, la presen­cia de un mecanismo estructural de este tipo es siempre rareza— se produce du­rante el período modernista, tal vez por el hechizo que ejerció sobre sus autores la ciencia esotérica y el culto al número. Pitagorismo con el que tiene mucho que ver La doctrina secreta de Blavatsky, y del que se ocupó, en alguno de sus pe­netrantes trabajos, Ricardo Gullón.

En Manuel Machado y Valle-Inclán, en Antonio Machado y Juan Ramón Ji­ménez hay manifestaciones signométricas. No podemos detenernos en cada uno de ellos, pero, al menos, permítaseme comentar, muy brevemente, de Antonio Machado y de Jiménez, sendos textos simbolistas con transparencia métrica.

El poema «Hacia un ocaso radiante...», número XIII de Soledades, galerías y otros poemas (ed. de 1907), ofrece un caso de signo métrico bastante más com­plejo que los anteriores, basado en la correspondencia numérica o cuantitativa entre sus estrofas y la idea central del poema. Esta no es otra que el perpetuo fluir de la realidad, el incesante pasar, que envuelve no sólo al melancólico paisaje a la hora del crepúsculo, sino también al protagonista lírico (fiel trasunto del poe­ta), que, en su paseo vespertino, va contemplando el curso sosegado de las aguas del río, el girar de la noria, la lenta transformación del campo bajo la apagada luz.

Para reforzar la sensación de permanente cambio, de que todo obedece al panta rei heraclíteo, emplea Machado una técnica de reiteraciones con varian­tes, extraordinariamente hábil: «Bajo las ramas obscuras el son del agua se oía» (v. 11), «Pasaba el agua rizada bajo los ojos del puente» (v. 19), «Bajo los arcos de piedra el agua clara corría» (v. 22), «El agua en sombra pasaba [...] bajo los arcos del puente ( w . 27-28), «Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría» (v. 34), «Bajo las ramas obscuras caer el agua se oía» (v. 51). Visión fluyente a la que apli­ca el poeta, con soberbia intuición, una estructura métrica igualmente cambian­te, a base de continuas combinaciones octosílabas, agrupadas por lo general en

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estrofas de cuatro versos: redondillas, cuartetas, doble pareado... La única ley de formación es no repetir, variar siempre el dibujo estrófico. Y si excepcional-mente este no cambia, variar la rima o la distribución de las rimas.

Dentro de esta estructura mudable, en que cada estrofa pone a prueba el arte combinatorio, para ser distinta a las demás, el acierto del autor es haber hecho matemáticamente iguales la primera estrofa y la última. De esta manera, el poe­ma XIII de Soledades... refuerza su sentido cíclico. No tiene final, o su final es igual al comienzo, lo que lo relanza en una lectura incesante. Unión de princi­pio y fin (visible en la propia grafía del número 8, su base cuantitativa) y que res­ponde —signo métrico, pues— al tema del fluir ininterrumpido de la realidad.

U n último ejemplo. A Jardines lejanos (1904) corresponde el siguiente ro­mance, muy conocido, de Juan Ramón Jiménez:

¿Soy yo quien anda, esta noche, por mi cuarto, o el mendigo que rondaba mi jardín, al caer la tarde?...

Miro en torno y hallo que todo es lo mismo y no es lo mismo... ¿La ventana estaba abierta? ¿Yo no me había dormido? ¿El jardín no estaba verde de luna?... El cielo era limpio y azul. . . Y hay nubes y viento y el jardín está sombrío... Creo que mi barba era negra... Y estaba vestido de gris... Y mi barba es blanca y estoy enlutado... ¿Es mío este andar? ¿Tiene esta voz que ahora suena en mí los ritmos de la voz que yo tenía? ¿Soy yo, o soy el mendigo que rondaba mi jardín, al caer la tarde?...

Miro en torno... Hay nubes y viento... El jardín está sombrío...

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.. .Y voy y vengo... ¿Es que yo no me había ya dormido? Mi barba está blanca... Y todo es lo mismo y no es lo mismo...

Un texto sobre la dualidad, sobre la identidad escindida, como es éste, cuyo núcleo argumental se resume en la preguna «¿Soy yo. . . o el mendigo?», con dos personajes que se interrelacionan y confunden, no podía encontrar un correla­to signométrico más adecuado que el duplicar sus versos. El poema de Juan Ra­món, si nos fijamos, avanza linealmente hasta poco más allá de su mitad (v. 19). A partir de ahí, y hasta el final, repite lo dicho en la primera parte; literalmente, unas veces; otras, de manera algo abreviada. Repetición y duplicidad, por tan­to, que remite a la esencial dualidad planteada por el poema.

3

La complejidad del signo métrico puede ser grande. Su grado de dificultad, para ser captado en el análisis, aumenta dependiendo de su amplitud textual, por contradictorio que en principio aparezca. Es más asequible determinar el sig­no métrico que afecta a un solo poema, que aquel que rige, con sus reglas im­previsibles, todo un libro de poesía. Y mucho mayor aún será su complejidad, y por consiguiente puede que pase inadvertido, dada su extensa influencia, cuan­do abarca la obra entera de un poeta.

Es comprensible. A mayor extensión del signo, menos aparente resulta, re­plegado, por así decir, en una esfera de totalidad. Costó años descubrir que un libro puro, como Ámbito (1928), de Vicente Aleixandre, estudiado por nosotros en otra ocasión, respondía por su estructura a un caso de signo métrico. Los jue­gos de alternancia y correspondencia entre sus distintos bloques, perfectamen­te ideados, venían a dar razón del sentido profundo y completo del libro. «Es una estructura —se concluía en aquel trabajo al que he aludido— que describe una simetría, sí, pero imperfecta, rota por dos bloques que representan justamente la armonía imposible». Eso es Ámbito y la visión del mundo que ofrece: una pe-fección quebrada, una plenitud que se diría diáfana y paradisíaca, si no fuera por el doloroso límite que supone el hombre, atrapado entre el tiempo y la censura social.

La amplitud del signo métrico puede abarcar, ya no un poema o un libro, sino la obra total de un autor, como es el caso de Jorge Guillen, según demostró

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con agudísimo y paciente análisis Ignacio Prat. La trama de Aire nuestro la hizo visible mediante el recuento de versos, estrofas, poemas, agrupaciones de poe­mas, secciones, series... El resultado objetivo, en términos numéricos, es in­cuestionable y a la vez sorprendente: podemos ver en cifra, pero en cifra nada cabalística, los paralelismos estróficos de Cántico, la cerrada simetría de Clamor y la más relajada, en sintonía con su múltiple tema («reunión de vidas»), de Ho­menaje. «Ante este universo, de simetría rigurosa —comenta Prat—, un lector atento debe abandonar muy pronto comparaciones intempestivas con obras del pasado. Nada más lejos de la simbología pitagórica o del antropomorfismo me­dieval —dice el crítico— que la exactitud simétrica de Aire Nuestro: Una inteli­gencia estructurante, la de Jorge Guillen, ha obrado el portentoso esfuerzo ar­quitectónico de levantar un edificio de poemas ajustado a su estricto y justo sentido.

No son frecuentes en la época contemporánea este tipo de construcciones volumétricas en poesía. Y cuando se producen, como en Guillen y Aleixandre, son resultado de una deliberada voluntad que cree en el orden, el número, el equilibrio. Talante propio de creador renacentista, como Matila Ghyka expone en su Estética de las proporciones en la naturaleza y en las artes, es este que muestra sus preferencias por las proporciones cuantitativas, muy acorde con el racionalismo estético, de fondo, propio de la poesía pura de este siglo.

Pero hay también otros cauces de acercamiento al libro de poemas como gran signo métrico, según veremos en El ojo de la aguja, de Carlos Bousoño, que nada tiene de efecto calculado, sino que responde a una inspirada intuición constructiva.

El ojo de la aguja se inscribe dentro de la órbita estética irracionalista ini­ciada en 1967 por el autor con Oda en la ceniza; se operaba así un importante cambio tanto en la evolución de Bousoño como en la orientación histórica de la poesía española. Es la más brillante etapa bousoniana, marcada por el irracio-nalismo, el desarrollo independiente de los planos de la imagen, la estructura abierta y la libertad expresiva. A ella pertenecen también Las monedas contra la losa (1973) y Metáfora del desafuero (1989).

El nuevo libro presenta tal vez una forma más contenida que los anteriores y, desde luego, las series proliferativas se atenúan hasta casi desaparecer; pero en lo esencial, continúa la línea que llamamos de gigantismo estético con oca­sión de Metáfora del desafuero", una necesidad creciente de belleza se impone, la única redención en la que el poeta cree, y a la que se abandona ciegamente, como el místico en la noche de su dios.

El ojo de la aguja es, en parte, prolongación y síntesis del ciclo último bou-

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soniano; y un testamento moral, en cierto modo. Pero no acabaríamos de en­tenderlo si no dijéramos que se trata, al mismo tiempo, de un libro de inicia­ción. Los temas del amor, de la celebración de la belleza, del canto, le dan un tono, en algunos momentos —sobre todo, al final—, de exaltación y alegría, pero no debe confundirnos: el melancólico motivo dominante es la reflexión sobre la muerte. El oscuro tránsito.

Si acabamos de afirmar que El ojo de la aguja tiene un significado iniciáti-co, es por su claro simbolismo ritual. Rito —o ceremonia de paso— de la vida a la muerte, de la muerte a un nuevo estado de vida, a un «siempre problemático tiempo del Más Allá», como lo llama el poeta, expresado en imágenes arquetípi-cas perfectamente reconocibles: el puente, el agujero, la hendidura, la cueva tenebrosa, el laberinto y, asociado a él, la madeja y la maraña-, el sótano, las fauces, el callejón de la pérdida, el hilo perentorio, la noche difícil, el desfila­dero angosto, amargo, la boca de lobo; y, junto a estos términos de gran con­creción, otros más conceptuales y abstractos: los logogrifos, la incógnita, el na­cimiento atroz, el enigma..., y hasta expresiones enteras de idéntica dimensión simbólica, tomadas de la mitología irania como: a lo largo de la magna cuchi­lla o en el filo de la navaja, y cuyo sentido, analizado admirablemente por Mir-cea Eliade en Lo sagrado y lo profano, remite al peligroso tránsito de un modo de ser a otro*. El título mismo, El ojo de la aguja, más allá de su procedencia evangélica, está anunciando ya el carácter iniciático del libro: una abertura para un posible nuevo alumbramiento.

¿De qué modo se formaliza el signo métrico en obra de simbolismo tan ce­rrado y definido como esta? Una estructura simbólica numerológica, semejante a las descritas por Rene Alleau en los textos sagrados, se descubre en El ojo de la aguja a poco que indaguemos en la distribución de sus secciones o partes. El número que en este caso rige la construcción del libro es el seis (y en menor me­dida, el dos). Como un preciso mecanismo de relojería, el número seis se ense­ñorea del libro en todos los planos de su composición, desde las células de me­nor interés hasta la estructura general de los bloques mayores.

* Entre las ceremonias de tránsito propias de las sociedades arcaicas señala Eliade la de la mu­tilación del cuerpo del iniciado (arrancamiento de dientes, amputación de dedos, e tc . ) , porque sim­bólicamente evocan la muerte, •primera condición —añade Eliade— de toda regeneración mística». Versos como los que cierran el poema «Soplar», del libro de Bousoño que nos ocupa, solo alcanzan su pleno sentido desde esta perspectiva de la fenomenología de la iniciación a los ocultos saberes: •Cesaba un oído, una ceja se / cambiaba de sitio. / Del rostro, de pronto, un ojo íbase. / U n labio fal­taba, la nariz se fue. / Perdía una uña, una mano, un pie. / La otra mano, suelta, / al pie que queda­ba, con fuerza y angustia, / aferrábase...».

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Veámoslo detenidamente. Para empezar, las enumeraciones —no infre­cuentes en un estilo que tiende a la magnífica acumulación barroca— suelen pre­sentarse en series de seis elementos, como sucede en los siguientes pasajes:

Yes que el verbo ha nacido y habita entre nosotros con naturalidad: taller[\], viruta[2], escoplofo], martillo [4], sierra [5], clavo [6].

(«Palabras vivas», p. 121.)

[...] en cada realidad tangible: metalíl], cuarzo[2], argamasa\% granito[4], arcilla[5], humus[6]...

(«Allá, en la felicidad, en el auge», p. 135.)

[...] brille la oscuridad oscuramente en la calle tortuosa y sucia, sus tufos [1], sus orines [2], el alcohol de la vida [31, el filtro del amor [4], el odio [5], el aire [6]!

(«Canto de los tres tiempos II, p. 145.)

En dos secciones se divide El ojo de la aguja (ya anticipamos que el dos tie­ne también poder estructural). La primera sección, de seis partes; y la segunda, de otras seis. Cada parte de la primera sección mantiene, a su vez, el culto por el número seis, de una manera u otra: la primera parte está formada por un solo poema de seis versos (dividido en dos estrofas). La segunda, tercera y cuarta par­te tienen seis poemas respectivamente; y entre la quinta y la sexta parte suman otros seis.

La segunda sección la integra un quinteto introductorio y «El canto» que le sigue, es decir, seis bloques poemáticos. «El canto», a su vez, se compone de cua­tro partes más un doble epílogo, lo que da una suma de seis piezas poéticas. El libro comprende, en definitiva, 36 poemas (- 6 x 6). El predominio de este gua­rismo llega a extremos difíciles de admitir como no sea que el poeta se haya de­jado ganar por la seducción del número (lo que me consta no ha ocurrido de manera consciente). El primer poema del libro tiene seis versos; el segundo, se­senta. Sesenta y seis, si obedientes al mandato del dos, los unimos. En fin, 1455 versos tiene el libro, lo que en reducción alquímica, al sumar las cifras entre sí, nos da, increíblemente, seis.

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Hay asimismo un curiosísimo texto, «Sala quirúrgica», al que no quiero dejar de aludir. Es el único poema del libro que tiene de forma particular signo métri­co: la repentina muerte sobre la mesa del quirófano, tema de la composición, encuentra su perfecto correlato signométrico en el brusco corte con que termi­na. Es un soneto trunco. Pero no sólo hay eso: los versos «rotos» o desapareci­dos del poema son, precisamente, seis (los dos tercetos).

Pero el seis, el número áureo de El ojo de la aguja, no pasaría de ser una anécdota casual, si no mantuviera plena relación de sentido con la idea básica que el libro desarrolla. El seis, para la numerología, representa el «tiempo del re­nacimiento del hombre tras su muerte», según Wynn Westcott; es «la perpetuidad de la vida que se renueva siempre» (Eliphas Levi); y para R. Allendy, el senario es sobre todo el número de «la prueba», es «la vida transitoria en su oscilación ha­cia la vida permanente». Y puntualiza, además: «en la lengua hebrea el número 6 corresponde a la letra Vau, cuya forma es la de una aguja». El dibujo, en efec­to, del 6 guarda perfecta similitud con la forma de una aguja o lezna. Su orificio, que es abertura, ojo —«ojo de Dios», como lo llama Bousoño en un verso—, se prolonga en un extremo punzante, curvo, como una aguja de sutura. Es la agu­ja que atraviesa la carne, la transición de la vida a la muerte, el paso estrecho.

No deja de admirar la correspondencia entre estas descripciones y el signi­ficado último del libro. El seis es, entre otros valores, como se ha dicho, el nú­mero de la prueba. Y sobre esa prueba, que implica una verdadera mutación on-tológica, esfuerzos y penalidades, gira la meditación llevada a término magistralmente en El ojo de la aguja, un libro claro y críptico a la vez, inspira­do y hermético, que responde a la perfección, al concepto de signo métrico que hemos tratado de explicar*.

La vitalidad de una teoría de la Literatura se mide por lo que aporta en su época a la comprensión del hecho literario, y por su fortuna y difusión entre los círculos de la crítica activa. La obra especulativa de Bousoño ha sido, y sigue sien­do, la máxima construcción teórica que haya emprendido sin duda autor algu­no en la Historia de la literatura española; y sus hallazgos teóricos están tan ex­tendidos y aceptados que hoy su terminología es del dominio de la crítica especializada de todo el mundo.

Pero, en otro aspecto, más importante si cabe, muestra también su vitalidad: por lo que tiene de posibilidades latentes de desarrollo, de orbe potencial, de

* Tras la lectura de la conferencia, que Carlos Bousoño no conocía, llamó él mi atención so­bre el hecho, que a mí me había pasado desapercibido, de que algunos poemas del libro, los titula­dos «Igualdad-, «Mundo- o las partes principales de «Como en el jardín primero-, tenían por base mé­trica el verso o hemistiquio de seis sílabas, lo que venía a reforzar, desde otro ángulo, la simbología numérica descrita.

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semilla de ideas. En este sentido, el signo métrico, que aquí hemos explorado, es una consecuencia desprendida de la visión que él defiende de la obra litera­ria como signo de signos, en donde todo cuenta. Idea que, con rotundida, rei­tera en la cita que antepone al poema «El Canto», de El ojo de la aguja. «En el po­ema —dice Carlos Bousoño— un acento, una coma, una vocal, un mero espacio en blanco pueden ser decisivos».

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III. CUATRO POETAS ANTE UNA LECTURA

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EL TIEMPO EN LA PALABRA

J O S É H I E R R O

Yo no sé comentar un poema. Soy yo quien lo afirma, y los poco más de diez minutos que perderán ustedes escuchándome, lo probarán. Entonces, se pre­guntarán, ¿qué demonios pinto yo aquí? La respuesta es muy sencilla: admiro a Carlos Bousoño y somos amigos hace alrededor de medio siglo (no sé si el or­den debe invertirse, posponiendo la admiración a la amistad, pero esto importa poco ahora).

Yo he elegido —para divagar, no para comentarlo— su poema «La Puerta», del libro Noche del sentido. Un poema que anticipa los que van a constituir su segunda etapa, determinada por Invasión de la realidad. Comenzó su obra — ya lo saben ustedes— con Subida al amor. Una poesía que —como por ejem­plo, en su poema «La tarde de la Ascensión del Señor»— nada en las aguas de Fray Luis, poeta al que, por otra parte, admira aunque no le apasione. «Me de­sagrada la mayor parte de la obra de Fray Luis, a excepción casi única de la Oda « la Ascensión, que juzgo excelente». Esto lo escribía Carlos Bousoño en 1952. No sé si seguirá opinando lo mismo. En aquellos años afirmaba que «cuando un poeta te ha arrebatado en otro tiempo y hoy ha dejado de gustarte, acostúmbrate a darle la razón al hombre que fuiste y no al que eres ahora». ¿Sucederá lo mis­mo con el poeta que no te gustaba o, por el contrario, el tiempo nos hace más comprensivos, y los años nos permiten descubrir lo que, en nuestra juventud,

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no fuimos capaces de ver? En cualquier caso, en el etéreo poema de Bousoño, «Cristo en la tarde», es evidente que puede rastrearse el tono, la ingravidez, la ma­gia del Fray Luis de la «Oda a la Ascensión».

Lo que, en sus primeras andanzas, rechazaba Carlos Bousoño, era la poesía realista, en el sentido en que la entendían y practicaban los poetas de la pos­guerra, los que iban hacia lo crítico y social: la generación de la Berza, como se nos ha titulado. «¿Poesía realista?», se preguntaba Carlos Bousoño, y se contesta­ba: «Si os referís a la realidad interior, no me parece mal. Toda poesía ha sido siempre realista. No hay poeta que no transmita un contenido real de su alma... Pero si queréis significar "poesía escrita en el lenguaje consuetudinario", no es­toy conforme. Y si decís "poesía que refleje las cosas como son", no logro en­tender lo que estas palabras pretenden significar. ¿Lo que son para todo el mun­do? Diréis trivialidades, porque lo que "todo el mundo" ve de las cosas es su aspecto más obvio, superficial, insignificante y hasta erróneo. ¿Lo que tú ves? De acuerdo: expresas entonces tu realidad interior, como ha hecho siempre el poe­ta».

Esta realidad interior, lo que el poeta ve en lo externo, la magia de lo coti­diano, los contenidos misteriosos de lo evidente, van a constituir la zona inter­media de la obra poética de Bousoño. Un jarro, una puerta erosionada por los soles y las lluvias serán sometidos a una refinada labor transfiguradora. Y fíjen­se ustedes en que en el poema que comentaré — L a puerta— el lenguaje con­suetudinario predomina, lo que contradice la teoría del poeta que poco antes re­cordaba yo. Un objeto inerte, materialísimo, real, se eleva a la categoría de lo poético. La operación transfiguradora y la inyección mágica se produce infun­diendo tiempo en lo que es al margen del tiempo.

Poesía, palabra en el tiempo, escribió D. Antonio Machado, como todos us­tedes saben. Si yo no respetase y admirase tanto a Machado y a Mairena, me atre­vería a introducir una variante: no palabra en el tiempo, sino el tiempo en la pa­labra. Pero no vamos a enredarnos ahora en sutilezas calculando los ángeles que pueden apoyarse en la punta de una aguja. Hay que ir al grano aunque yo, im­penitente divagador cuando se trata de poesía, no sea capaz de separar el gra­no de la paja. Vayamos al poema.

Un lugar: la Plaza Mayor de Madrid. Un objeto: «La puerta». Y planeando so­bre ellos, empapándolos y vivificándolos, el tiempo, la historia. Carlos Bousoño lleva consigo una cámara cinematográfica. Es un traveling — y perdone el aca­démico el anglicismo— que nos aproxima al objeto de su atención. Carlos Bou­soño, que como teórico de la poesía agudo, porque no es un teórico que habla de poesía, sino un poeta que teoriza, ha tratado en su magistral teoría de la ex-

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presión poética, el dinamismo expresivo. Y, utilizando los recursos pertinentes, ralentiza la aproximación al tema; a la puerta. Son escasos los verbos de acción:

«Esta puerta que dura, que ha durado».

Pero los versos, libres, avanzan mayestáticos y luego se precipitan. Son como una bola de nieve que rueda cuesta abajo, caen cada vez más deprisa, cada vez más engrosados, más ricos de ritmos persuasivos. El poeta, cuya arma es la pa­labra —¡siempre, en el fondo, Mallarmé!—, imprime al verso, en sus finales, ve­locidad por medio de esos finales precipitados, abundantes en sílabas átonas, que actúan como corcheas en compases escritos en notas negras:

«que ha contemplado, con impasibilidad y silencio...» o

«con disimulada agonía»

La letra informa y el ritmo persuade. Y, de pronto, ese objeto —la puerta— inerte, muerte, ruina, se instala en un pasado en el que estaba viva. Aunque ya no estén los caballeros. La puerta recuerda lo que fue. Tiene —la tiene, por ella, el poeta— memoria. Nos muestra lo que ya no existe y que ella —el poeta por el la— recuerda. Es la puerta, nostálgica del tiempo perdido la que recuerda. Su materia —otra vez la sucesión de sílabas átonas que se despeñan por el tiem­p o —

«su materia sobrevivida...»

puerta cerrada, muerta, es a la que el poeta sigue viendo viva. Pero como compensación a estas digresiones sin el menor interés, escu­

chemos el poema.

LA PUERTA

(Plaza Mayor de Madrid)

Sobre la calle estamos aún. Después acaso subimos una escalera de piedra, gastada

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por otros pasos tercos, confiados, allá en el fondo oscuro de un pasado remoto. Y tocamos, tocamos con ansiedad, con disimulada agonía, esta gruesa puerta de madera pesada, que dura, que ha durado, que ha contemplado con impasibilidad y silencio, desde su abrupta altivez o insensibilidad de materia, unas manos tras otras golpear en el pesadísimo picaporte de hierro. Se ha dejado gastar muy levemente por el roce presuroso de unos dedos. Ha visto envejecer el rostro humano muy poco a poco, tan poco a poco que nadie fijaba su atención distraída en el menudo pormenor de una arruga incipiente. Esta puerta está aquí como entonces. Se ha acallado el tráfago. Los caballeros han desaparecido de la plaza frontera. Los caballos no están. Las divisas de los jinetes en la tarde de toros, la altiva majestad de algún rey contemplando la plaza, el señorío opaco de un atuendo, la indiferencia de una mirada distraída, las lentas horas que un reloj anuncia, las nubes lentas, pausadas, que a ratos cubren el azul. . .

No sé, no sabría decir cuáles son esos otros, ese público denso que algo mira, algo que les absorbe en la tarde de estío un momento.

¡Qué silencio se ha hecho de pronto! ¡Qué quietud tan extraña en la fiesta! Desierta ha quedado la plaza. Ya todo, como un vapor, se ha extinguido. Un reloj da las horas despacio. Mi corazón de pronto da las horas. Y yo delante de esta puerta, de esta pesada puerta, pregunto. Sin intención de ofenderte, Señor, sin pretender injuriarte, pregunto. Yo quisiera inquirir, yo desearía indagar el hecho mismo que ahora

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contemplo, el hecho mínimo de esta puerta que existe, con su cerradura de hierro. Esta implacable puerta que la carcoma ha respetado. Y aquí está segura, cerradísima, implacable en su sin soñar su materia sobrevivida, su materia resuelta a vivir. Y he aquí la humana tristeza de unos ojos que miran, que no saben, que inquieren, que examinan con lentitud cada porción de

materia, preguntándose cómo ha sido posible, cómo ha llegado hasta nosotros cierta, cómo ha llegado sin detrimento, con integridad, sin falacia, esta puerta que miro y señalo, esta puerta cerrada que yo quisiera ver entre la noche abrirse, girar despacio, abrirse en medio del silencio, abrirse sigilosa y finísima, en medio del silencio, abrirse pura.

Y ahora tenía que venir —ahora, tranquilidad, aunque esté acabando— la tarea que me fue encomendada: comentar el poema, elegido por mí —como en su momento harán mis jóvenes compañeros—, de Carlos Bousoño. Pero ya les dije al principio que yo no sé comentar un poema. Yo no sé si alguien sabe ha­cerlo. A mí me parece como si a un sediento, para mitiar su sed, se le explicase que el agua es H 2 0 . Recuerden a San Juan de la Cruz, gastando doscientas pá­ginas para aclarar —para interpretar lógicamente— lo que en unos pocos ver­sos había dejado suficientemente oscuro, turbadoramente claro. Explicar un po­ema es como explicar—y la primitiva Codorniz utilizó el absurdo recurso— un chiste. Como abrir una ventana sobre un paisaje asombroso y explicar, a quien lo contempla, en qué consiste su belleza.

Y es que se olvida que la poesía es perogrullesca, evidentemente, evidente por sí misma, axiomática, pero indefinible. Todo lo fundamental —vida, muerte, amor, Dios— es indefinible. Y precisamente por ello contamos con tantas definiciones como definidores. Definiciones todas válidas, pero todas incompletas. Ya ven us­tedes: los profanos distinguimos a un muerto de un vivo. Sin embargo, las cosas no son tan simples, y el científico —a la hora de los trasplantes de órganos— aún no sabe si el encefalograma plano es signo inequívoco de que la vida terminó.

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Por eso, la poesía, que es vida, y muerte, y pasión, y amor, y tantas otras co­sas, no se deja apresar, aunque nos permita barruntarla. Yo sé que está en este poema de Carlos Bousoño que he leído, y en otros muchos suyos, pero no soy capaz de aislarla, de mostrarla, de explicarla racionalmente a quien no la olfa­teó. Para medir la temperatura de un poema no basta un termómetro como el que utilizamos para medir la temperatura de un cuerpo humano. Pero adverti­mos su calor que, como el del cuerpo humano, actúa bajo las formas. Pero no hay —insisto— termómetro fiable construido desde el principio del agua con­gelada y el agua en ebullición. Es decir, que poesía es algo que no existe sino para cada lector.

Este termómetro —como el nivel para medir las horizontales, la plomada para comprobar la verticalidad— no existe. Durante siglos los poetas y los tratadistas han tratado de hallar este instrumento infalible de comprobación. Yo, aunque sea menos, no quería ser menos. Así que, mientras releía esta puerta, buscaba fór­mulas teóricas para aplicarlas. Inútil. Quería hallar la fórmula —como la famosa ecuación nunca hallada de Einstein— que explicase el universo poético. He aquí algunas —todas incompletas, algunas, probablemente, estúpidas— que fui apun­tando. La primera, como verán, parte de Bécquer, de la rima que comienza.

«¿Qué es poesía, dices...»

Tomé el tren en marcha, y tras el «poesía eres tú», añadí:

Poesía eres tú, y tú, y tú, y esta, y esa, y aquella, y este, y ese, y aquel, y esto, y eso, y aquello...

En definitiva: todo es en potencia poesía. Pensé también que poesía, antes de ser mester de juglaría o de clerecía, es mester de loquería, pues el poeta tra­ta de decir lo que no se puede decir. Dice lo inefable.

Poesía es también recuerdo («se canta lo que se pierde», escribió Machado). Sí: recuerdo de lo perdido. Recuerdo del presente, recuerdo del futuro, recuer­do del recuerdo.

Pero, ¿por qué la poesía en verso no tradicional, incluso en prosa —ahí está el fabuloso «Espacio» de Juan Ramón Jiménez—, no es prosa? Para mí porque el poeta dice más de lo que dice. El prosista, dice exactamente lo que dice. El re­tórico —en prosa o en verso— dice menos de lo que dice.

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Además, el prosista no hace sino expresar lo que ya sabía. El poeta, en cam­bio, escribe lo que no sabía que sabía. Por eso es el primer sorprendido al ter­minar el poema. El primer sorprendido y, también, el primer decepcionado, por­que siempre se quedó corto.

El poema —perdón por la cursilería— está hecho de palabras vivas, de flo­res vivas. Flores y palabras se mustian enseguida. Por eso el poeta tiene que ele­gir palabras acaso menos precisas pero que —como las siemprevivas— conser­ven, con el tiempo, su apariencia de vida. Tiene que engañar para parecer más verdadero. Porque leer un poema es seguir el itinerario del poeta que lo escri­bió; pero en sentido inverso. El poeta comenzó en la experiencia hasta llegar al poema. El lector arranca en el poema y llega a la experiencia: vive con el poeta.

El poeta sabe que todo está ya dicho. Pero no le importa, pues aún no lo ha­bía dicho él.

¿Para qué le sirve al poeta la poesía? Más de una vez lo he dicho: la poesía ve más que el poeta. Es como el perro lazarillo para el ciego. Pero, ¡ojo! hay que adiestrarlo antes.

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LECTURA DE «LA PUERTA»

F R A N C I S C O B R I N E S

La elección de La puerta *, como objeto del breve comentario de esta tarde, obedece a dos razones: una es la excelencia poética del texto y, la otra, la im­portancia capital que, a mi modo de ver, adquiere este poema si nos atenemos a la posterior evolución, tanto desde el punto de vista formal como cosmovisio-nario, de la obra de Bousoño. El poema cierra Noche del sentido, tercer libro suyo, y se podría afirmar que es el gozne, valgámonos de la imagen del título, que dará paso franco al cambio que representa su cuarta entrega, Invasión de la realidad. El lector de la poesía bousoñana se encuentra insólitamente ante un poema, si atendemos a su ya amplia obra anterior, de absoluta novedad. Hasta entonces había predominado una poesía formal de signo tradicional, de presencia estró­fica, la mayoría de las veces en verso asonante medido, sin mengua de una ya singular personalidad retórica. Es este poema, sin embargo, el que nos hará en­trega del que será corte formal prototípico de su mejor y más personal poesía, y que irá desarrollando posteriormente en una evolución que podemos fácilmen­te estimar como la más arriesgada y sorprendente de la poesía española de esta segunda mitad de siglo.

* No se vuelve a reproducir aquí el poema, que el lector puede encontrar en el comentario pre­cedente de José Hierro, págs. 101-102. (N. del E.)

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Nos encontramos ante una sola y larga estrofa, de cincuenta y seis versícu­los, en la que se combinan y encabalgan metros de dos sílabas hasta de veinti­siete, en un tono coloquial, y en el que se nos narra una acción trivial. Dos ami­gos (valga, como anécdota literaria, comunicar que Vicente Aleixandre acompañaba a Carlos Bousoño) pasean por la plaza Mayor madrileña y deciden subir las escaleras de una de sus viejas casas, para detenerse ante una de aque­llas puertas centenarias. A l hilo de la narración se produce una reflexión emo­cionada sobre el paso del tiempo y el desconcierto que ocasiona en el visitante la perdurabilidad, ante el fugaz paso de las generaciones humanas, de aquella puerta, que acaba adquiriendo a sus ojos un valor simbólico de profunda y reli­giosa trascendencia.

Mi comentario sobre el poema no va a tener lugar sobre el texto como tal, sino sobre la significación que adquiere en la poesía posterior de Bousoño. Por otro lado habrán podido percibir que su comprensión no ofrece dificultades, al contrario que otros poemas, no menos magníficos, tan abundantes en esta poe­sía. Las reiteraciones, las acumulaciones, las pormenorizaciones, tan típicas de este poeta, no se apartan aquí de la logicidad, el lenguaje en ningún momento es irracionalista. Se busca la sobria belleza expresiva más que la brillantez, y la emoción que se desprende no se apoya tan predominantemente en la sorpresa léxica e imaginativa. El estilo, en su evolución, irá adaptándose al desarrollo de la cosmovisión, porque, como bien dice el mismo Bousoño, el estilo se hace sím­bolo de la concepción del mundo. El irracionalismo es tan mínimo ahora que sólo lo advertimos, y de manera atenuadísima, en el símbolo disémico de la puer­ta. Nadie podrá decir que este irracionalismo es «irrealista», como ocurrirá en tan­tos poemas posteriores, y sin embargo todos esos nuevos poemas tendrán su ma­triz en este tan límpido que acabamos de leer.

Anotada su novedad e importancia formal acerquémonos a la significación que adquiere el poema dentro del general desarrollo cosmovisionario. Cabe afir­mar que esta poesía se relaciona profundamente con la filosofía más viva de aque­llos años: el existencialismo. Es el de Bousoño espíritu hondamente religioso, desde la fe en Subida al amor, desde la duda o la incredulidad a partir del si­guiente libro. La reflexión metafísica es el hilo conductor de toda su obra. La an­gustia existencial, abandonado de la consoladora respuesta religiosa, hace pre­sa en una «visión del mundo» en la que se ve al hombre como «la nada siendo», ya que la nada es desembocadura insoslayable; siendo, porque el hombre ha­bita, efímero y ardiente, en el ser en que aún existe. La formulación filosófica «la nada siendo» se transmuta en su equivalente poético «primavera de la muerte», título de su segundo libro y de su entera obra.

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En Noche del sentido, al que pertenece La puerta, perdida ya la adolescen­cia, se afirma más en el término de acabamiento, el de muerte (o la nada) que en el término al que se contrapone: primavera (el siendo gozoso o doloroso del vivir). El hombre se mira desvaneciéndose, y necesitado de una trascendencia que le salve, siente la angustia por esa imposibilidad de conocer.

Volvamos brevemente al poema. A l tocar con ansiedad la puerta, y sentir en su tacto la emoción de su espacio duradero, siente con melancolía el tiempo des­tructor de las generaciones humanas, que en aquella plaza (escenario de fiestas, y también de autos de fe) se aprestaban a vivir con intensidad, insaciables. Y al hilo de la visión general del libro nos dice:

Ya todo, como un vapor, se ha extinguido. Un reloj da las horas despacio. M i corazón de pronto da las horas. Y yo delante de esta puerta, de esta pesada puerta, pregunto.

El reloj de la plaza, al marcar lentamente el tiempo vertiginoso, da testimo­nio de la extinción. E inmediatamente el tiempo se personaliza, interiorizado en el corazón; es decir, en la emoción de su personal desvanecimiento. Y ante la puerta, entonces, pregunta, por qué ella es «materia sobrevivida», «materia (al igual que el hombre) resuelta a vivir», pero materia que, a diferencia del hombre, no sueña; es decir, no sufre. Ante el milagro de su duración aventura una pregun­ta, cuya respuesta tal vez pudiera salvarle. Y se colma así de sentido el símbolo de la puerta, saciar al fin la sed perentoria de conocimiento, que no sería otro que saber salvado el ser:

esta puerta cerrada que yo quisiera ver entre la noche abrirse, girar despacio, abrirse en medio del silencio, abrirse sigilosa y finísima, en medio del silencio, abrirse pura.

En este poema ha encontrado el poeta, y nos lo hará ver así claramente In­vasión de la realidad, un precario, aunque consolador, sustitutivo de Dios. El nuevo libro cantará la «realidad inmensa», y buscará en ella, y esto en todos sus libros sucesivos, las cosas o los hechos más duraderos que los hombres concre-

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tos. La mirada que emocionadamente descubrió en la puerta su duración mila­grosa se dirigirá, a partir de ahora, a buscar esperanzadas «salvaciones», no im­porta que, a la postre, fallidas. Y las encontrará en el mundo de la Naturaleza (un olivo, una montaña), la cultura, las costumbres, el cuerpo amado, las estrellas, la visión de la juventud, la música, la poesía, la amistad, los objetos domésticos. Las cosas, aun las más humildes, vistas desde esa perspectiva, son más valiosas que «Aquel que no te espera», o que el destino mortal: «lo que sí aguarda» {Como el crustáceo). Desde esta instalación espiritual sale a nuestro encuentro, en In­vasión de la realidad, el poema religioso más hondo y fervoroso de la poesía española escrito desde la incredulidad: el tríptico de El jarro.

El símbolo de la puerta aparece, a partir de este momento, con presencia tan abundante que hace imposible rastrear ahora todos sus numerosos y enri-quecedores matices. Anteriormente, el protagonista niño, lleno de fe, de Subi­da al amor, en el anhelo que ya le acucia de conocimiento, golpeaba con su co­razón directamente el de Dios, sin mediaciones. En el poema comentado, instalado ya el poeta en la duda y desde la angustia de su desconocer, la puer­ta, que aparece por primera vez, simboliza el silencio de Dios, y a Él se dirige, todavía, en el poema. En los que le seguirán la pregunta se hace aún más des­valida, pues ya no es Dios el que debería escuchar sino el mismo silencio 1.

Los símbolos fecundos, y éste lo es, se conforman al servicio de la signifi­cación que demanda el poema. En Oda en la ceniza (del libro del mismo títu­lo) el poeta sigue anhelando llegar «al irradiante espacio», ese lugar de absoluta salvación indesmayablemente buscado, y lo nombra como «elevada roca», «el alto asiento de resplandor» y, para lo que nos importa, «la puerta que no gira, / ni se abre, ni cierra». Instalado imaginariamente en el espacio que tanto se codicia la imagen encontrada es una puerta que ya no tiene sentido de que gire para abrir­se o cerrarse, ya que ahora se estaría en un lugar sin posible ni deseable retor­no y, una vez franqueada la puerta del tiempo, ésta deja de ser (y esto nos lo dice de modo misterioso, indirecto y sorpresivo, anulando su función).

En Monólogo hacia el destino el símbolo, aquí en forma de portal, aparece al servicio del valor que, en la cosmovisión de Las monedas contra la losa, al­canza el sufrimiento como «salvación de la vida». En la evolución espiritual de

1 Véanse los poemas: La calma (Invasión de la realidad). La búsqueda (Las monedas contra la losa). El momento (Metáfora del desafuero). En la muerte de Vicente Aleixandre (Metáfora del desafuero). Aquí la puerta simboliza meramente el tránsito de la vida a la muerte, sin ulterior tras­cendencia. Con el avance de los años (Metáfora del desafuero), en que al final del poema se acer­ca -oscuro, impenetrable, duro» (equivale a la puerta, por el contexto de otros poemas) «Aquello* (la muerte, el enigma). Desenlace (Metáfora del desafuero).

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esta poesía importa ahora más el significado de la propia vida que la engañosa perdurabilidad de las cosas. Y al conocimiento de aquél se llega, sobre todo, des­de la experiencia más intensa y verdadera: el sufrimiento. En este poema, en el que el poeta se dirige a sí mismo, «tras el viaje del alucinante dolor» (que hace de vía purgativa) se traspasa «el portal sinuoso» para llegar «por fin hasta ti, / y te has instalado en ti mismo con recogimiento y cuidado, / y allí... / permaneces.» (estamos ante una vía unitiva que no lleva a Dios). En el poema que le sigue, La mirada, se nos dice que el dolor es redención, y que por él se ve el mundo trans­cendido: «un país nuevo, inmóvil en la luz». Su significado es sagrado, y como ocurriera con el jarro, es elevado como un cáliz. El portal simboliza, pues, el paso que lleva desde el sufrimiento al profundo conocimiento, y es este paso el que hace que sea sentido aquél como «salvación», otra de las muchas que en esta poe­sía es sólo simulacro de la única que nos podría saciar. Tan sólo desde esa me-nesterosidad, el paso que significa el portal puede franquearse y sentir nosotros el símbolo como válido, ya que la Puerta, que oculta el enigma, sigue sellada.

Acerquémonos ahora a dos ejemplos que aparecen en Metáfora del desa­fuero, y en los que el símbolo actúa sirviendo a la cosmovisión bousoñana en el nuevo estadio en que se nos muestra. Más aún que vislumbrar o indagar el se­creto del enigma ahora se ansia desesperadamente salvar en el más allá la vida tal como es aquí, en su concreción y su minuciosidad, en su dolor y su goce. El anhelo se inicia con este verso: «Yo buscaría lo que siempre acontece», y la lec­tura del texto nos hará saber que esa busca se refiere a encontrar una eternidad hecha de tiempo. Y más adelante dice:

Y es ahora mismo cuando se abrió la puerta despacio, muy despacio, con ligero ruido, con admirable tacto; ahora, cuando alguien penetró por la rendija, en la penumbra pretérita. Fue ahora,

en el momento justo en que yo escribo estas palabras...

Y termina el poema: Y todo ocurrirá, como está dicho, ahora.

Ahora que está ocurriendo lo que ya sucedió.

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El poeta nos presenta el instante (el tiempo concreto) detenido y salvado en un tiempo único, en el que se anulan el pasado, el presente y el futuro (Eterni­dad). La salvación del instante en el que, desde el lado de aquí, nada importan­te ocurre sino el mero existir: un hombre sentado frente a una mesa, bajo una lámpara encendida, en el momento en que levanta la cabeza del libro que lee. Y es que el hombre está encarnado en el tiempo, y habrá que salvar ese tiempo si desea su propia salvación2.

En La encerrona la «ancha puerta» se abre a una habitación en la que hay muebles y personas que conversan, y desde la ventana se ve el mar, una plaza, y allí hay dicha. A l ser traspuesta la habitación se constituye ésta en la Encerro­na, pues ya no se puede salir, y todo ello, esa vida vivida, asciende, es absorbi­da, como una tromba hacia arriba, al lugar que «se le reservaba desde la Eterni­dad». Vemos, de nuevo, que la transcendencia deseada consistiría en salvar la vida tal como ésta fue, en su minuciosidad, en sus contradicciones, en su bondad y en su mal también. Son poemas del más entregado amor a la vida, escritos en momentos biográficos en los que el poeta ha sentido su pérdida como inminente, definitiva.

Un símbolo, cuando irradia desde un centro que es esencial en la visión que fundamenta una obra, no sólo aparece una y otra vez a través de una misma ima­gen (la puerta, en este caso) sino que reaparece en nuevas imágenes que sirven a esa misma simbolización. En el poema En el momento de tu muertela imagen que separa los espacios de la vida y de la trasvida se trasmuta de puerta cerrada en «duro muro», y al atravesarlo el muerto «con fuerza poderosa» se produce un «repentino boquete» por el que irrumpe en el lado de aquí «un jadeo», «una res­piración», «un ritmo de conversaciones», «hojas», algo semejante a la vida terre­nal, y que inmediatamente «se desvanece / al contacto del aire de nuestro lado...». El poema se encuentra en Metáfora del desafuero, y ya dijimos que en él la trascendencia anhelada consistía en la necesaria salvación de este mundo. La experiencia habida no nos muestra una Divinidad transcendente sino que su­giere una vida terrenal inextinguible. Como dice en Epitafio, del mismo libro, con ocasión de la muerte de un amigo, después de «asaltar la muralla impía» el deseo de que encuentre «bajo la ruina del suceso, la inmovilidad de un jardín».

En La muralla aparece de nuevo la imagen del muro que el hombre pre­tende esforzadamente romper para arribar a «la interminabilidad». La sorpresa que aguarda al lector es máxima, pues por el agujero abierto el hombre ve, al otro

2 Véase también Sevilla (Metáfora del desafuero), donde, por debajo de su aire de juego, de tierna burla, advenimos una significación semejante.

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lado, a alguien en todo igual a él, sorprendido en semejante quehacer: romper la muralla. «La alta diafanidad» que se pretendía hallar resulta ser el mismo «ca­recer e ignorar» de aquí, la misma sed de «interminabilidad». Nos encontramos, de nuevo, con el mismo mundo de este lado, pero ahora no salvado, ya que el enigma, como en una terrible pesadilla, sigue sin desvelarse. El poema pertene­ce a su reciente El ojo de la aguja, y no sabemos si es esto indicio de que la «sal­vación» urdida en estos últimos años empieza ya a presentarse, como ocurrió con otras «salvaciones» anteriores, demasiado frágil.

En Rememoración de incidentes(de Las monedas...) el símbolo toma la in­sólita presencia de un cuerpo desnudo. A l final del poema dos amantes buscan encarnizadamente, en la tiniebla, la verdad, como si «hubiese que buscarla atra­vesando duramente la interminable oscuridad de una carne» con el fin de alcanzar a su través la luz de un alba «donde todos / existen otra vez, / salvados y otra vez, vivos, salvados...» El mismo símbolo sirviendo a la misma obsesión. Atra­vesar esa carne, como antes atravesar la puerta o el muro, con idéntico objetivo: hallar la salvación3.

José Olivio Jiménez, en su excelente estudio sobre Oda en la ceniza*, des­tacaba como uno de sus más originales símbolos el que ahora va a exigir nues­tra atención: el ojo de la aguja. Se asoma allí, por vez primera, en un título, Cues­tiones humanas acerca del ojo de la aguja. Aparece esta imagen, en el Evangelio, en boca de Cristo, para resaltar la gran dificultad de que los ricos puedan entrar en el reino de los Cielos. A Bousoño le importa, al margen de la concreta valo­ración evangélica, lo que la imagen, desde su prestigio y su plasticidad, le ofre­ce de riquísimas posibilidades simbolizadoras, en la misma dirección que lo ha­cía la puerta. La dificultad de franquear ésta al no abrirse se corresponde con el angosto agujero, que resulta, al fin, otra imposibilidad.

Como ocurriera en el texto anterior, el poema La cuestión (de Las monedas contra la losa) presenta también el símbolo en forma de agujero. Se trata de «en­trar por algún agujero al increíble espectáculo, / penetrar en el laberinto, hallar el poderosos Centro / ... / toda la cuestión se reduce a pasar». El poeta ansia el logro tan difícil, e imagina que acaso todo sea más fácil de lo que piensa y pa­dece. Quizá baste «tener una idea feliz, / acaso sea suficiente con hallar en el pa­jar la aguja»; verso en el que la aguja simboliza desde otra perspectiva, ya que al

5 En El error (Metáfora del desafuero) el símbolo adopta una insospechada variante. El salto de un lugar a otro se logra gracias a la argucia de un prestidigitador, que nos hace surgir -por el otro lado incipiente del caduco horizonte», con lo que la puerta es traspasada.

4 «Verdad, símbolo y paradoja, en Oda en la ceniza (1967), de Carlos Bousoño», incluido en el libro Diez años de poesía española: 1960-1970, ínsula, Madrid, 1972.

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hacer uso de la imagen ésta produce, si ya no se la mira sólo por el lugar del ojo, nuevas posibilidades simbólicas. Así, en El tejedor, la aguja es vista en su natu­ral función, y con ella coserá éste, con trabajosa minucia, su propio sudario, sim­bolizando el lento transcurrir afanoso de la vida, ya a punto de cumplirse.

En Logogrifos (de El ojo de la aguja) la vemos penetrar en la carne, «cosida porque sí», simbolizando el injusto y lacerante dolor humano. Esa humanidad, con su padecer y con su falso orden, pasa por el ojo de la aguja, de uno en uno, como si fuesen logogrifos, acertijos, siglas (sin ser y sin destino) hacia la desa­parición.

En el poema Amorbde El ojo de la aguja), éste, visto en su culminación, apa­rece como trasunto de eternidad para el hombre, quien crece más y más, y lle­ga a ser el mundo, y al fin sale, no por el ojo de la aguja, sino por su magnifí­cente transustanciación, «por el ojo de Dios, / y al otro lado, / por vez primera, y única, vivir». Esta es la máxima valoración que al amor se podía hacer desde esta poesía, y es que la experiencia es de tal índole que sólo ella nos otorga el conocimiento de la vida, experiencia que pensamos que sólo podría ser digna del sueño de Dios.

En Monedas contra la losa hay dos poemas que quisiera considerar con bre­vedad. En Salvación en la música el hombre «desde aquí, donde el viento no sopla» golpea «las paredes de la iniquidad», que es el vivir, araña «físicamente el muro de la lamentación, / para poder mirar por algún agujero el campo infinito, / donde soplan espirituales las brisas indolentes de mayo y los serenos vientos de agosto. / Es la música: oídla». Penetramos con la música, como si fuera por el ojo de la aguja, en ese lugar en el que deseamos estar y quedar, en donde se en­cuentra la verdadera vida, en donde no hay «resquicios ni puertas». En Formu­lación del poema, a través de éste se abre el ojo de la aguja «para que entre la luz, y puedas ver»; un agujero «para mirar / por él mínimamente el aire transpa­rente, / remoto. / Por una vez el aire, el sol...» Como en el caso de la música la poesía es una de las «salvaciones» que nos acercan a la mejor formulación de nues­tro sediento deseo.

En El ojo de la aguja el Arte, la Belleza, alcanzan un insistente protagonis­mo. El Arte, concretémoslo ahora en la poesía, reúne dos características que lo hacen tan plenamente estimado. Preserva en él un hondo goce emocional, del que nos hace entrega, sin reserva, cada vez que lo necesitamos. Es, pues, per­durable, tiene duración, y la emoción siempre surge de él como recién nacida. Por otro lado su objeto, aquello sobre lo que actúa, lo que salva, es el más pre­ciado don, la vida, cuya pérdida es la causa de la manifestación de la poesía bou-soñana. La vida extinguida vuelve a existir, recobra el ser. Su más alta valoración

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la da percibir que el tiempo en el poema, en donde todo, aun el mismo dolor, llega a nosotros como gozo, redimido, es prefiguración del Tiempo de Dios ' :

resbala en el papel el tiempo puro de rosas y jazmines, aunque de incalculable intermitencia, al que Alguien hubiera permitido

escapar, por un leve intersticio, de otro tiempo que es quieto y absoluto, más también de jazmines y rosas, al cual, sin duda, aquel, tan diferente, parece estar prefigurando o

anunciando como una voz que clama en el desierto,...

(Canto de los tres tiempos, de El ojo de la aguja)

La poesía absuelve el mal, purifica el dolor, nos deja libres de culpa. El Arte hace abrir todas las puertas y ventanas de las mazmorras y fortalezas del mun­do, «y cantaba la luz al fin enmedio de los hombres».

* Estamos en las antípodas del espacio del Más Allá mostrado en La muralla, pues la vida se recobra como allí se anhelaba, tal como es, pero en una atmósfera de redención lograda.

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JUNTO A LA POESÍA DE CARLOS BOUSOÑO CON EL POEMA «ANÁLISIS DEL SUFRIMIENTO»

C L A U D I O R O D R Í G U E Z

En su libro Invasión de la realidad, publicado en 1962, Carlos Bousoño es­cribe:

Hoy te queda la realidad, catedral de invertida bóveda, en donde suena el hueco mundo con profundidad silenciosa.

La invertida bóveda desemboca en la ruptura o abuso en contra de la ley, de la justicia humanas, en el desafuero, junto a todo el vivir. De aquí que esa ruta, por decirlo así, sea una empresa hacia lo absoluto, un intento de reconciliación y de fricción entre la realidad y la idea de ella, entre la existencia y su valor. Cla­ro está que se establece la honda moralidad de esta creación cimera de nuestra poesía: hacer más plena y más verdadera la vida. Porque esta moralidad e in­tensa vivacidad interiores y exteriores se establecen en la unidad: placer y dolor son una misma realidad cambiante, pulsación y estallido de la energía del ser, como vicio, virtud, bien y mal, amor e injusticia, niñez y muerte, humor y rezo, etc.

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Hay un problema moral, como he dicho. De acuerdo con Simmel comen­tando a Kant este es: «simplemente no las cosas, sino lo que sabemos de las co­sas» y yo añadiría de nuestros sentimientos.

Ya Fray Luis de León se preguntaba acerca de «¿Qué mortal desatino / de la verdad aleja así el sentido?» {Noche del sentido, título de uno de los libros de nues­tro autor, de 1957.) Se acentúa el error, el delirio incluso del extraño vivir humano, su devastación erosionada, su «absolución final».

Es evidente que el poeta ha de llegar al conocimiento científico, a lo que él mismo escribe: «cuanto más cientifismo aparente, más delirio poemático se pro­duce» o reducido a una ecuación: emoción - teoría (no olvidemos que nos ha­llamos ante un gran teórico), porque «la emoción es la representación de la rea­lidad en la conciencia». «Llamar, pues, "teoría" a las "emociones" y hacer como si esa identificación fuese, no la verdad parcial que es, sino una verdad absoluta y total, constituye un acto estrictamente metafórico, poemático».

Vamos a leer el poema «Análisis del sufrimiento», dedicado a José Olivio Ji­ménez, del libro Oda en la ceniza, de 1967.

ANÁLISIS DEL SUFRIMIENTO

A José Olivio Jiménez

El cruel es un investigador de la vida, un paciente reconstructor, un objetivo relojero, un perito que quisiera conocer la existencia, el secreto de la vida que en el sufrimiento se explora.

El amante de la sabiduría está listo para su operación delicada. Y la materia del análisis queda a su merced: un hombre sufre.

Horrible es conocer la verdad, y el miserable hallazgo destruye a quien lo obtiene, pues nadie en otro pudo ni podrá nunca conocer hasta

el fondo en su verdad palpable, sin morir, la vida misma revelada.

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Sin embargo, es muy cierto que el sufrimiento expresa al hombre, aunque lo arruina, porque tras la experiencia dolorosa es otro hombre el que nace, al conocerse, y conocer el mundo.

No siempre, ciertamente, puede quien ha sufrido resistir todo el peso de su sabiduría. Alguno nunca vuelve a la vida, pues es difícil ser tras la vergüenza de haberse así sabido.

Otros viven, mas rota su dignidad en la infamia que todo dolor es, indignamente prosiguen, y una mueca es su gesto, su hábjto.

Hay quien asume de otro modo el dolor, la concentrada reflexión que todo dolor es. Tras la meditación espantosa, el hombre puede oír, palpar y ver, y conocerse y ser entre los hombres.

Y he ahí cómo el cruel se equivoca en su filosófica labor, porque sólo quien sufre, si acaso lo merece, logra el conocimiento que el cruel buscara en vano.

Conoce aquel que sufre y no el que hace sufrir, este no sobrevive a su conocimiento, y aunque tampoco el otro muchas veces puede sobrellevar esa experiencia terrible, logra en otras

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escuchar sorprendido el más puro concierto, la melodía inmortal de la luz inoíble, allí, en el centro mismo de la humana miseria.

El lector comprende enseguida de forma enunciativa: «El cruel es un inves­tigador de la vida», «horrible es conocer la verdad»... Y, aún más, el estilo a lo lar­go de afirmaciones, definiciones netamente científicas, aún se podría decir doc­trinales, «la impresión de logicidad a que esta técnica nos lleva» —escribe el autor. En efecto, en cuanto al desarrollo sintáctico es evidente la sensación casi silo­gística: «Sin embargo, es muy cierto», «No siempre, ciertamente», «Hay quien asu­me», «Y he ahí, cómo», etc. De aquí el timbre de ensayo, de tratado, de análisis, de investigación («Investigación del tormento» es otro de los títulos). Pero su­brayaría, como dije antes, el tono moral: el poeta quiere conocer «el secreto de la vida que en el sufrimiento se explora» y nos conduce a una serie de, por de­cirlo así, ejercicios espirituales, de reflexiones, además de las evoluciones del pen­samiento lógico:

No siempre, ciertamente puede quien ha sufrido resistir todo el peso de su sabiduría.

O aludir a la «vergüenza de haberse así sabido» en el proceso doloroso que es infame y conlleva indignidad porque, además, ¿quién merece el sufrimiento? En el tejido poemático se hallan las transiciones, los relieves conceptuales, defi-nitorios, repito, las sugerencias y los claroscuros, los distintos acordes éticos, en fin, hasta llegar a las salvación que vibra en toda la poesía de Bousoño. Sí, entre naufragio y redención, con latido bíblico, junto a lo genesíaco y lo apocalíptico buscando «un instante de oro». He aquí, diría Goethe: «La naturaleza, un libro v i ­viente no entendido, pero no incomprensible». Nuestro poeta respondería: «una música que sabía». Porque:

Conoce aquel que sufre y no el que hace sufrir, este no sobrevive a su conocimiento, y aunque tampoco el otro muchas veces puede sobrellevar esa experiencia terrible, logra en otras escuchar sorprendido

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el más puro concierto, la melodía inmortal de la luz inoíble, allí, en el centro mismo de la humana miseria.

Se canta en la ceniza, hay aleluya y réquiem, primavera y muerte, un hura­cán que consistiera en maravillosa quietud a través del ojo de la aguja del cono­cimiento y de la expresión poética.

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LA MÚSICA NOS SALVA. REFLEXIÓN SOBRE UN POEMA DE CARLOS BOUSOÑO

F E R N A N D O G . D E L G A D O

Aunque se me cita como poeta entre las cuatro personas que aquí intervie­nen hoy —las otras tres con valores poéticos reconocidos y a las que me une la amistad con ellos y la común amistad de los cuatro con Carlos Bousoño— no vengo yo aquí en calidad de poeta. Son muchos los méritos poéticos de los otros tres, y tanto me separan los míos de los suyos que, aunque también haya escri­to yo poemas, me niego a figurar, sin distingos a favor de los otros, en una mis­ma nómina. No vengo, pues, como poeta ni como alevín de tal, ni, por supues­to, como estudioso de la poesía, que es éste otro oficio que admiro cada vez más, pero del que me siento voluntariamente alejado. Acaso no esté aquí por otra cosa que por la generosidad de Carlos Bousoño y de Alejandro Amusco y en condi­ción de amigo del homenajeado. Para sentirse honrado, baste con esto, y más si la amistad es honda y profunda y la admiración por la personalidad y por la obra de Bousoño es parte sustancial de esa amistad nuestra. En todo caso, la literatu­ra tiene, entre sus virtudes, la de hacer amigos y cómplices y en esta amistad se­guramente hizo la poesía de Celestina. Por lo general, los amigos de los poetas, cuando no son poetas y aun siéndolo, son lectores. En calidad de lector estoy hoy aquí y, si se quiere, también como narrador, o como un periodista, que no es otra cosa que un narrador de urgencias. Esa función compromete a la des-

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cripción y a veces va en ésta el juicio. El primer compromiso de mi juicio radica en la elección del poema a comentar. Y «Salvación en la música-, de Las mone­das contra la losa, es el poema escogido.

SALVACIÓN EN LA MÚSICA

La música nos crea un maravilloso pasado, nos instala en otro país

donde florece con naturalidad la cineraria, o donde el carbunclo, escondido, reposa;

o nos inventa junto a un ramo de moradas hortensias, próximas al más punzante azul,

o bajo un castaño, en una abrileña mañana.

Estamos mirando con intensidad esas flores y nos damos cuenta de que somos más lúcidos, más intensos de lo que solíamos,

nos sorprendemos extrañamente inmóviles mientras nos agitamos y damos la mano a una antigua amistad a la que jamás conociéramos;

o corremos con desesperación hacia la persona que amamos desde hace mucho, tras mucho acontecer y penar, en insomnios acongojantes, sobre arena baldía.

Corremos hacia la persona que amamos de ese modo, bien que nunca supimos su rostro, ni nuestro corazón se

conmovió ante su ser. Estamos en un jardín donde todas las rosas resultan

significativas, o en una selva, donde el desorden no es caos, sino

revelación de una hondura que precisa la declaración de un tumulto, abundancia de lianas que descienden perezosamente y con profusión calculada del árbol de la goma

o del baobad o de la poderosísima ceiba. Estamos aquí, o allá, o acullá, y somos esto o lo otro,

miserables, reconcentrados, condescendientes, altivos, fríos como el mármol, coléricos.

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No tenemos identidad, pero somos verdaderamente, a cada momento, en ajustada precisión, en ráfagas de verdad absoluta, con entrecortada eternidad balbucida, sonora, que no podemos suponer,

en ningún momento, irreal. Estamos en las ondas intermitentes de un viento de peren-

nización colosal, que a cada instante nos asalta y modela en otra figuración

y otro sino, a partir del cual podríamos iniciar nueva vida.

Es un sofocante siroco, o un tifón en la China, una brisa moderadora sobre un vergel, un soplo de otoño. Caen las hojas amarillas del árbol, y el suelo se cubre

de espesor vegetal; cae el amor, el odio, cae el humo del vivir, lentamente; en giros pausados la hoja del álamo cae; la del chopo, tan inocente, la ancha del plátano en la

alameda; la hoja de la amistad y el rencor, la hoja de la indiferencia.

Y mientras esto sucede y todo cae sobre la tierra, y llueve y hace frío, y el cielo se serena

después, y hay sonidos puros de amanecer, y anochece, bajo los

árboles, en la inmovilidad del sotillo, o en la llanura, inmensamente poderosa y quieta,

el ábrego sopla o el alisio o el viento marero o terral, y somos soplados allí, y verdecidos, y vueltos a florecer,

congruentes al fin, sin contradicción, como orbes cerrados, como círculos, sin resquicios ni puertas, parecidos

a cálculos. Soplan físicamente esos vientos o brisas, pero lo hacen,

continuamente, mucho más allá del insignificante acontecer,

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del insignificante nacer, amar, sufrir, del insignificante no poder más ni resistir al tormento

del injusto torturador, más allá, en fin, del insignificante envejecer, del insigni­

ficante morir. Pues ¿qué es la muerte en sí misma sino un ardid, una

trivialidad de la innecesaria materia? Pero en ese otro espacio de oreo y continuidad, no hay muerte sino significación del morir, ni vida y nacimiento, sino sentido y ser. Las cosas se hallan en una resplandeciente relación filo­

sófica, puramente semántica, y allí somos inteligentes correspondencias, correlaciones, tronos de resplandor inocente, pomos de suavidad y

esencia, olores metafísicos, bóvedas de amistad. El padecer es luz cristalina; el engaño es amor; el odio es la caricia de una mano sedosa, exactamente como la celinda, o como la gratitud

o el ensueño. Y desde el otro lado, desde aquí, donde el viento no

sopla, desde la calma chicha, desde aquí, donde nos restregamos inútilmente los ojos

para ver y aguzamos el oído para oír, y el olfato para percibir los olores o la lengua para gustar,

desde aquí, donde el dolor nos duele y la rosa nos finge, golpeamos las paredes de la iniquidad, arañamos

físicamente el muro de la lamentación, para poder mirar por algún agujero el campo infinito, donde soplan espirituales las brisas indolentes de mayo

y los serenos vientos de agosto. Es la música: oídla.

Puede que esta elección resulte, a primera vista, arbitraria. Aunque toda elec­ción corre este riesgo, se podría incurrir en la impresión de que no se trata de un poema fundamental en la obra de Bousoño. Y hasta diría yo que si tuviera que decidir una antología del poeta tal vez no lo incluiría. Encierra, sin embar­go, las claves de la poética de Bousoño, pero esto no es extraño en una obra tan

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determinada por una muy clara y coherente cosmovisión. He de confesar ense­guida que he elegido este poema desde una concreta disposición del ánimo, que es lo que lleva a cualquier lector, no es el caso del crítico, a reencontrarse en la memoria, primero, y después sobre el libro, con un poema. Acababa de leer yo una novelita de Pascal Quignard, Todas las mañanas del mundo, que me llevó a su vez a ver la película del mismo nombre. La novela y el cine me apresaron en una emoción intensísima en la que la música se me mostraba como el arte por excelencia y como medio de salvación. Fue así como decidí retornar al po­ema bousoñiaño: un himno a la música a través de los sentidos, una invitación a descifrarla en el viento. La música como única salvación posible, el arte bus­cado, reconocido y apresado, desde la soledad, en el viento y en la luz, era la obsesión del señor de Sainte Colombe, protagonista de Todas las mañanas del mundo, encerrado en una cabana con su viola, frente a la mundanidad y la dis­persión de Marín Marais, quien al fin llega a la cabana, como un converso, en busca de la música, en busca de su salvación. Parece que hay una invitación a descifrar lo eterno en esa novela y en esa película. Es el mismo proceso del po­ema de Bousoño, donde nos vamos transformando, insignificantes —somos so­plados allí y verdecidos y vueltos a florecer— para transformarnos, quién sabe, si en viento, en música. «Es la música: oídla».

Carlos Bousoño es un apasionado, pero el entusiasmo y la desmesura —ex­cesivo siempre, como corresponde al artista—, son dones que le ha insuflado la pasión. La pasión no ha alterado jamás la racionalidad de su juicio certero para escrutar el poema, mientras su lado irracional, que tanto ha defendido, viene ali­mentando siempre su capacidad visionaria. Y no sólo ha servido a su obra poé­tica en mucho sino también a su trabajo teórico. Pues bien, entre sus pasiones está la música. No sé si le viene ésta de circunstancias familiares —músicos, y parece que notables, tiene entre los suyos— o si de su entusiasta disposición para el arte, para las artes, nació su embelesada admiración por la música. En cual­quier caso, la música, como otros temas, no es más que un útil, si bien muy pre­ciado, para la expresión de su poética toda. Sin embargo, el hecho de que guar­de tan grata memoria de su encuentro en Méjico con Adolfo Salazar y sus diálogos sobre música y músicos con aquel sabio de todas las partituras, conversaciones tan recordadas por Bousoño a sus amigos, él que a tantos hombres de creación y de saber ha conocido sin nunca presumir de ello, me parece revelador de su interés por la música. No creo que su aspecto físico, con ese aire de director de orquesta que su figura espigada y su melena discreta le otorgan, tenga nada que ver con su devoción por la música. Ignoro, además, si en Carlos Bousoño hay un músico frutrado, aunque él es hombre de pocas frustraciones, a pesar de su

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triste infancia, pero pudiera haberlo porque en orden a la aspiración en el ám­bito del conocimiento y de las emociones hay tanta ambición en él que sólo una vida le resulta escasa para tanto. Lo cierto es que si el sentido musical de su obra —poeta que siempre tuvo buen oído— viene de lejos, a partir de Oda en la ce­niza, con la utilización del versículo, se amplía. Cobra su poesía un aliento hím-nico, salmódico, que no sólo reafirma la esencia espiritual de su verso sino que amplía los registros de una voz ya rica en elementos expresivos, aunque fuera antes más sencilla. Esto nos permite ver cómo se cumple en «Salvación en la mú­sica» aquella sabia reflexión de Pedro Salinas: la poesía dice y hace: hace lo que dice. Simplificando: aquí la música habla y canta por sí misma y en sí misma. El ritmo, evidente y sostenido, es el que pone emoción en unas palabras que de otro modo resultarían fríamente objetivas. Lo discursivo es aquí una invocación a otros sentidos, como el olfato y el tacto, reclamados para vivir en plenitud la salvación por el viento marero o el terral, por un soplo de otoño o por el alisio, por la brisa, por el siroco, el tifón o el huracán, por el sonido que todo lo trans­forma, que nos transforma a nosotros en esa «nada siendo» o en esa «primavera de la muerte» que es obsesión, clave o poética de Bousoño. Por eso caen las ho­jas y el humor y el amor y el odio con ellos y todo va pasando, deslizándose la elegía, que brota, serena, pausada, sin querer romper la oda, transmitiendo la dualidad reconocida en la poética de Bousoño. Para explicarla, alguna vez ape­la él a unos versos en los que aparecía ya la mención al sonido, a la música: «Ve­nid y escucharéis la melodía / que hace la nada en medio de la historia». No es el único caso de invocación de la música en su obra: recordemos, por ejemplo, la trompeta en «Más allá de esta rosa» o los gorjeos, las campanas y los violines de «El baile». Una invitación a escuchar, como en el último verso de «Salvación en la música»: «Es la música: oídla», dice. Pero en este poema la música es tiem­po para quien, con tono glorioso y estático, como lo ha llamado el propio poe­ta, la percibe y la recibe con todos sus sentidos. Aquí Bousoño vuelve a reafir­marse, con la coherencia que ordena toda su obra, en la especial sensibilidad por la temporalidad, por encima de todas las dimensiones de lo real, como él mismo ha escrito. La música es tiempo porque es memoria, porque «nos crea un maravilloso pasado» o porque nos traslada a él y revive las emociones. Pero la música nos identifica también, nos permite reconocernos en el poema y el nom­bre de las flores y de los árboles, que se mueven, caen, emiten un sonido nue­vo, otro, son música también, palabra escogida para que el poema sonoro sea el tiempo aquello mismo que proclama. La proclamación es un arrebato, como tantas veces en Bousoño, como en todos los poetas hímnicos. Hay aquí algo del canto de las criaturas, salvando el largo trecho que va de la sencillez fran-

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ciscana a la complejidad bousoftiana. Y aunque antes me he referido, siquiera de paso, a la espiritualidad, intrínseca a toda la poesía de Bousoño, sin referir­me a su evidente religiosidad, hay aquí una religiosidad, no importa si de incré­dulo, como diría Brines, que muestra al poeta como a un alquimista o a un sa­cerdote, si no es lo mismo, que a veces lo es, vendiendo ilusiones, sueños o engaños. En cualquier caso, alucinaciones, sin las cuales se llega a la más hon­da verdad, es cierto, pero no se vive con la exaltación gozosa a la que el poema nos invita. Ya la misma idea de salvación, de «redención», digo yo, por y en la música, entraña una visión religiosa. La idea de salvación es común en el título a «Salvación en la palabra» —poema donde se exalta a la poesía— y la súplica de salvación se hace constante, por ejemplo, en Invasión de la realidad.

Hay un afán de salvación, no importa que el Más Allá sea el cielo prometi­do de los cristianos o «el campo infinito donde soplan espirituales las brisas in­dolentes de mayo». Se percibe aquí un afán de expiación al golpear las paredes de la iniquidad y arañar físicamente el muro de las lamentaciones.

No hacen falta muchas alforjas para un viaje que nos lleve a concluir que Carlos Bousoño es un poeta religioso. Ya lo ha explicado él con sinceridad per­sonal y con rigor técnico y lo han estudiado con norme acierto Francisco Brines y José Olivio Jiménez, sobre todo. Pero hay en los tres un afán excesivo por la matización de esta religiosidad como, si al fin, de tan matizada, no quisiéramos de verdad admitirla. La religiosidad puede ser tan honda en el reconocimiento de Dios y en su alabanza como en la duda o en la ausencia definitiva de Dios. Toda religiosidad, explicada poéticamente, tiene matices y la de san Juan de la Cruz, por ejemplo, la que más. Pero en la insistencia en los matices particulares de esta religiosidad, y perdóneseme si incurro en prejuicio, atisbo yo una cierta preocupación porque la poesía de Bousoño, desde esta perspectiva, no entrara en los cauces de la moda. Cuanto mayor es la fidelidad del poeta a sí mismo, y el caso de Bousoño no tiene fisuras, más difícil es la adaptación a los gustos de la época y, a pesar de los reconocimientos que Bousoño ha recibido tan justa­mente, aunque a veces, y a mi parecer, de un modo renuente y tardío, yo creo que nuestro poeta ha pagado los costes de esta fidelidad. Lo que sucede es que a veces los gustos, tan recurrentes, tan circulares, tan volubles, evolucionan por motivos históricamente comprensibles y se encuentran con el poeta en el reducto de sus fidelidades. Eso es lo que auguro yo a la poesía de Carlos Bousoño en es­tos tiempos convulsos en los que se vislumbra ya la aparición de una desespe­rada y nueva espiritualidad o de cierto retorno a una contemplación religiosa de la existencia.

La música, tan inherente al rito de todos los credos, tan imprescindible al

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hombre para trascenderse; la poesía, como música de las palabras, palabra en la música. Son hijas las dos de las significaciones de los sonidos y por eso nos in­vitan a buscarlas apasionadamente, religiosamente a veces. Como Carlos Bou­soño. ¡Son tantos los poetas y los músicos que han compartido las dos pasiones o que han hecho de ellas una sola pasión! Aquí, y a modo de homenaje, quiero recordar a dos poeta: Lorca y la música, Cernuda y la música: beben en ellos la una de la otra, o sea, la poesía de la música y la música de la poesía, aunque al fin el poema sea la propia música que nos dejan. Como Carlos Bousoño.

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IV. TESTIMONIO

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CARLOS BOUSOÑO SUEÑA EL TIEMPO*

Vicente Aleixandre

I

Una voz desconocida por teléfono. Y yo contestando: -¿Que le ha dicho nues­tro amigo, que si puedo recibirle a usted?» Yo le daba las señas: «Por la avenida de la Moncloa... ¿No ha estado usted nunca en Madrid? ¿Que viene usted de Ovie­do con unos compañeros...?»

Llegó al día siguiente. Cinco minutos antes de la hora. Abrí la puerta de la habitación donde aguardaba. Un rostro alargado, cruzado horizontalmente por una sonrisa tensa. Una figura tan sucinta como el tronco de un arbolillo sin ra­mas en el seno de un viento que lo agitase. Por los cortos pelos rizados, o más bien erizados, se desprendía, sin duda, un fluido continuo. Un manojo de v i ­braciones era lo que se sentó obligadamente en el silloncito. Lo que, doblado, parecía que se preparase a saltar, por resorte, para ir a clavarse en el techo o sa­lir proyectado aéreamente por la ventana.

Tenía dieciocho años. Como si la figura hubiese crecido de pronto, mucho más que impaciente. Dos días y ya está: dieciocho años. Y, sin embargo...

• De Los encuentros, Guadarrama, Madrid, 1958.

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Carlos Bousoño es el único caso que he conocido de un poeta que, habiendo nacido hacia 1923, ha sido un muchacho contemporáneo de la madurez de Cam-poamor y de Zorrilla. En su pueblo, sin noticia alguna de la poesía, a los trece años abrió la pequeña biblioteca de su difunto tío abuelo, y allí estaban los l i ­bros de esos dos poetas, y de ningún poeta más. ¿Qué cantidad de candor, de sueño de la realidad hacen falta para que ocurra lo que sucedió? Leyó esos l i ­bros, y como un muchachillo de 1870 despertó a la poesía... de 1870. Empezó a escribir versos. Doloras. Leyendas. Humoradas. Un niño que abriera literalmen­te los ojos en la revolución de 1868 y se sintiera llamado a la poesía por virtud de la poesía de «su tiempo». Existen esos poemas, se conservan; se imprimieron por devoción familiar, sin saberlo el poeta, en Méjico. Yo he visto el librito.

Pero el poeta contemporáneo de Zorrilla y Campoamor, que escribió larga­mente, el niño del reinado de Amadeo de Saboya, pasó de pronto, sin transición, a ser el muchacho coetáneo del modernismo de treinta años después. En aquel increíble aislamiento poético (nadie sabía nada, nadie le ayudaba) cayó del te­cho —como por alguna claraboya— un libro de Rubén Darío. ¡Descubrimiento sensacional! Bousoño tenía quince años. Era en 1939. Pero no: Bousoño es el mu­chacho que dormido por algún hada en 1872 despertase mágicamente en 1901, se pusiese de pie y allí se encontrase de nuevo a la poesía, ahora por la mano de un joven y atrevido maestro contemporáneo renovador. Bousoño escribe afano­samente versos en ese ámbito, en la ignorancia normal de la poesía que se ha he­cho en España desde 1901. Machado, Lorca, Guillen, Alonso, Cernuda..., como los demás, pertenecen a la noche inescrutable del futuro. No han publicado un solo libro. Bousoño va trazando unos poemas que, reunidos, formarían un grue­so volumen, y que hoy se leen y son la obra de un joven «moderno» de 1901. Dos años más tarde (estamos en el real 1941), Bousoño conoce el primer volumen de Machado, de Salinas, de Diego, de Alberti... Hasta los de su edad. Una inunda­ción, Bousoño tenía diecisiete años y abría otra vez los ojos: ahora a su tiempo.

En cinco años había sido con fervor absorto el poeta incipiente de la primera República, el adolescente de la época rubeniana, el joven de la posguerra espa­ñola. Sí, el impaciente, el agitado soñador de la realidad en cinco años había vi ­vido, realizándolo en sí con autenticidad absoluta y aislada, el presente sucesi­vo de setenta años de poesía. Todo pasado por el cuerpo y el alma del que, solo y desconocedor, había tenido que ser, con biológica naturalidad, primero su abuelo, luego su padre, por fin él mismo.

Y ahora, en 1942, aquí estaba, en este instante, el joven de su tiempo real, mostrando sus primeros versos que yo me atrevería a llamar reales.

Yo le miraba con curiosidad. Sentado en el borde de la silla, me consultaba

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como se consultaría un oráculo. De seguro yo no era el primero, ni el único. In­tranquilo, como si el arúspice tuviese en su mano el enigmático decreto del hado, creo no hubiese sentido extrañeza si un ave surgiendo de entre los papeles hubie­ra sido la encargada de desvelar el futuro con su vuelo significante. Aquel mucha­cho impaciente que soñó el tiempo estaba preparado para no asombrarse por nada.

Y no importaba la persona del sacerdote, sino el oficio sagrado que le in­vestía. Pocas veces he observado de cerca tanta confianza en el radio de poder de la poesía como oyendo, aquel día ya lejano, a un joven aprendiz de la poe­sía o reino de la esperanza.

Nació en Boal, Asturias, pero se crió a ráfagas por las calles de Oviedo, ju­gando a instantes de libertad urbana, muy poco urbana, por otra parte. Aquella infancia, que vivió asombrosamente la irrealidad de lo real, consistió sobre todo en burlar a la vieja y enérgica tía abuela con quien vivía (la vieja que todos he­mos encontrado en los cuentos de niños), cancerbero increíble de las continua­mente abatidas prisiones. Como un juguetón y abrupto afluente, Carlitos irrum­pía cada mañana en el río de la calle con alboroto y espuma. Se arrojó —como quien vuela— con los otros chiquillos sobre los trenes desde las barandas del puente sobre la vía; burló, hecho viento, sin billete, a los argos vigilantes de la entrada de los cines; tomó partido, atravesándose, en las batallas de los chicue-los en el Campo de San Francisco... Era el escapado cada día, frenético de un sueño de realidad, sonámbulo de la casi divina verdad desde la sombra incor­pórea de la prisión doméstica. Y crecía impaciente, con avidez, bebiendo la fu­ria del querer inmediato a cada rompimiento, esperando con sonambúlica fe la vida entera de cada minuto de plenitud, como de un trago que la abarcase.

Entró así en la poesía el que sería luego ejemplo de lucidez. Así viajó a tra­vés del tiempo desde donde su azarosa ventura le permitió poner pie, viajero sin decepción hacia el reino de la esperanza. Así abrió los ojos a su propia época, después de haber contemplado desde dentro, como en sueños, el largo itinera­rio incansable. De este modo se apeó en la última estación, con la sonrisa in­terrogativa y las pupilas brillantes, lleno de humildad, pero como si acabase de abrir los ojos desde el sueño de la maravilla. Como el niño olvida el sueño al des­pertar por la mañana, así el aprendiz de la esperanza olvidaba sus setenta años de experiencia. No, el sueño no es experiencia. Todo iba a empezar...

II

Muchos años después visitaba yo con Carlos Bousoño, una tarde, algunas playas de la isla de Mallorca. Los demás amigos habían preferido ir a Sóller y

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Valldemosa, que yo ya conocía. ¿Fue la última playa Paguera? ¿Quizá Camp de Mar? ¿Otra diferente? Sé que era en el sudoeste de la isla y ya en hora avanzada del oscurecer. Tres o cuatro habían sido las ensenadas y calas recorridas. Durante la tarde, cantidades apreciables de turistas se abigarraban en las arenas, poniendo cierta turbiedad improvisada y parásita sobre la belleza casi fulmínea del blan­cor atravesado por el azul. El Cantábrico es golpeador, pero el mar Mediterrá­neo, casi inmóvil, habitáculo de la luz, concentra aquí sus fuerzas todas para ha­cer emerger desde el fondo rocoso este prodigio casi festival de la isla maravillosa. Ella está constantemente naciendo a los ojos del contemplador, y todo el festón de espumas que la rodea parece la súbita alteración de la majestad del abismo azul para dar paso a la soberana hermosura. Emergida parcela, inmóvil y des­variante en el piélago rumoroso. Eso parece Mallorca: una inmensa flor abierta en piedra y arena en el cáliz del mar.

Finalizaba el breve recorrido costero. Entre tanta belleza poblada por los atraídos múltiples, cuando apenas se veía, arribamos al fin a una retirada playi-ta pequeña. Era ya casi de noche; descendimos Carlos y yo del vehículo y echa­mos a andar despacio. Entrábamos por un costado de la ensenada. Arena fina, el mar casi dormido... Apenas un aliento invisible. Pisábamos la arena silencio­sa y respirábamos en un aire extinto de luz. El resto de la luz, si algo era, era un gris suave, cernido, suspenso. A l fondo inmediato se presentía, en su desdibu­jo, un sorprendido bosquecillo de pinos mediterráneos. ¡Qué soledad irreal! Los troncos esbeltos parecían temblar en la semioscuridad como si se reflejasen en un agua muy tenue. Las copas eran apenas ya masa de humo, masa de sueño. Toda la materia, en quella luz sin cuerpo —ido el sol, ida su memoria—, seme­jaba soplada en polvo fino y último por unos labios que la repartiesen. Carlos, apurado, disuelto en la casi noche suspensa, alargó un brazo, la sospecha de un brazo, señalando algo. El último átomo de luz se fundió y la masa total de la no­che anegó el postrer vagido de la realidad. Yo estaba solo.

Moviéndome en lo oscuro, allí junto al mar (¿existía tampoco el mar?), ade­lanté como pude hacie el camino. En la densísima sombra hallé al fin el carri­coche que nos había traído. Abrí la portezuela. Allí dentro, dormido, estaba el poeta.

«Perdón —le oí decir— por no haberme apeado para visitar esta última pla­ya. Me entró de repente un gran cansancio y me quedé dormido. ¿Es bella la en­senada? ¿Valía la pena pasear por ella? ¿Estaba también llena de gente?».

El coche arrancó. A lo lejos Palma de Mallorca había encendido sus prime­ras luces.

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HACIA UN CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE LA OBRA POÉTICA*

D Á M A S O A L O N S O

Gracias a las llamadas Historias de la Literatura —necrópolis, a veces bellí­simas^—, vamos sabiendo bastante de todos los cuñados de las primas de los gran­des escritores. De lo único que no sabemos nada, nada, es de la obra literaria, porque no es saber nada de ella conocer la fecha de su impresión, la historia de sus mutilaciones y «cuantos ejemplares pasaron a América», etc. N i es nada co­nocer la historia de los modelos que han pesado sobre la obra literaria, ni la hue­lla de imitaciones que de ella preceden. Todo eso son exterioridades, muy inte­resantes, sí, para la Historia de la Cultura, pero que no tienen que ver con la razón interna de una obra de arte, con el sistema de leyes por que se rige, y con lo que le ha dado su insobornable cohesión de organismo, y de organismo único. En una palabra, no sabemos nada de esa misteriosa unicidad de la obra de arte: te­rrible y solitaria, terriblemente única, como yo, como tú, lector, como Dios.

La obra literaria está ahí, gran desconocida. Sí, ahí está el Poema. Las histo­rias de la literatura nos han contado, quizá, el contenido —el famoso «argumen­to»—, que pudo bien haberse vertido en prosa, o en forma dramática, o que pudo haber dado origen a otros mil poemas diversos. No es eso, no se trata de eso: lo

• Prólogo a la primera edición del libro de C. Bousoño La poesía de Vicente Aleixandre. Ima­gen, estilo, mundo poético, Insula. Madrid, 1950.

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que necesitamos es un conocimiento científico de este poema, de esta criatura en cuanto ser, en cuanto organismo único.

Hay por estos días, diseminados por el mundo, muchos hombres que están embarcados en esa gran aventura: la de llegar a un conocimiento científico de la obra literaria: unos se andan por las ramas, otros se polarizan certeramente hacia el centro misterioso; unos tienen conciencia del trabajo total de que son parte, otros, inconscientes, se allegan como esas hormigas que van distraídas por el sendero, y si ven que entre muchas otras arrastran un tesoro, con súbita acti­vidad se ponen también a «ayudar», sea como fuere, ya de cabeza, ya de culo: hormigas insensatas que todo lo echan a perder.

No: el problema es serio. La humanidad tiene un conocimiento propio de la obra de arte: la intuición, la intuición del lector; la del crítico, también; la del crí­tico doblemente intuitivo: como receptor de la obra de arte y como expositor de sus impresiones (con esto queda dicho que el intento actual de un «conocimiento científico» es radicalmente distinto del conocimiento de la crítica). El problema es éste: la obra de arte, cognoscible de modo directo por la intuición, ¿podría ser también objeto de un conocimiento científico? Seguramente que el lector sabe cuánto se ha agitado modernamente esta cuestión. En otro sitio he tratado de se­ñalar hasta qué punto podía ser la obra literaria objeto de conocimiento cientí­fico: hay un límite, creo, que sólo sobrepasa la intuición. Pero hay amplias zo­nas o modos de la obra artística abiertos a la investigación científica.

Esta investigación la lleva a cabo la Estilística, que hoy por hoy —digan lo que digan ciertos venturosos optimistas— no pasa de ser una ciencia en forma­ción. Cuando llegue a estar constituida se confundirá con la Ciencia de la Lite­ratura, pues sólo la Estilística podrá llenar el objeto de la Ciencia de la Literatu­ra. En efecto, en este campo no hay más objeto que las obras literarias, como en la Matemática no hay otro sino los números. En la Matemática no nos importa que éstos estén escritos con tiza o tinta, en numeración romana o arábiga, ni tam­poco —esencialmente— que estén en nuestro sistema decimal o en otro cual­quiera, ni menos nos importa que Pitágoras tuviera una querida o no, o que la notación algébrica fuera inventada o no por los árabes... Es el estudio interno de los números y sus relaciones lo único que importa. En la Ciencia de la Literatu­ra (que hoy por hoy no existe, sino en deseo, a pesar de algunos volúmenes que en el mercado internacional —con mentira y con befa del lector— ostentan este título), no tiene nada que ver la historia externa de la obra literaria. Es la obra misma como cosmos cerrado en sí, con sus leyes internas, lo que importa. Por este camino, serían en fin los principios generales (¡si los hay!) que rijan a todas las obras literarias nuestro último objetivo. No sabemos hasta dónde se podrá

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llegar; sí, que ésta es nuestra meta;sí, que nadie ha hollado la profundidad de este camino.

En una palabra: que la obra literaria es una gran desconocida; que en la H u ­manidad despiertan ahora unas ansias nuevas de lograr ese conocimiento.

Esta es la tarea a la que se ha puesto Carlos Bousoño. Se ha puesto con mag­nífico y juvenil entusiasmo. Y lleva a ella —íntegramente— sus dotes de poeta —de creador— y de crítico. Porque no lo hemos dicho pero es necesario no ol­vidarlo: este tercer conocimiento o conocimiento científico exige haber pasado por dos conocimientos intuitivos, el de «lector» o primer conocimiento, y el de crítico, en quien a las dotes impresivas del «lector» se añaden otras expresivas que son también intuicionales. ¡Que nadie que no haya pasado por estos dos grados, crea poder llegar al tercero! Es lo que, por desgracia, ignoran bastantes trabaja­dores de buena fe esparcidos por el mundo: técnica de inocentes cuentahilos, estilística de «mimbres y tiempo» por la que no se va a ninguna parte.

Llega Carlos Bousoño a la tarea, caballero novel, pero con una «experiencia» previa que pocos investigadores maduros tienen. Y resulta además que este in­tuitivo, este poeta, tiene una inteligencia organizada de un modo riguroso. Ha tomado como objeto de su trabajo la obra de un gran poeta contemporáneo, V i ­cente Aleixandre, generalmente considerado como poeta difícil. Asombra la se­gura capacidad de análisis de la inteligencia de Bousoño. Penetra en la profun­didad boscosa de la pooesía de Aleixandre y a su paso ésta se nos va ordenando en claras categorías.

Sí, ya sé a cuántos molestan estos análisis que consideran empequeñece-dores: molestan a todos los perezosos, molestan a todas las inteligencias fungá-ceas (¡tan abundantes!), molestan a todos los que no quieren enterarse de que no se trata de suplantar la intuición del lector ni la del crítico, sino de buscar un conocimiento de la obra literaria, ni superior ni inferior al de lectores y críticos, pero sí esencialmente distinto del de éstos. El que analiza, no por analizar ha de perder el sentido total de la obra: Carlos Bousoño, en su implacable penetración, jamás depone su intuición vehemente de la poesía de Aleixandre como un todo; jamás pierde sus capacidades expresivas de crítico.

Aquí reside mucho del encanto de la presente obra, lo que —para nuestro gus­to— la sitúa muy por encima aún de estudios debidos a nombres de fama interna­cional. Bousoño expresa con segura exactitud lógica el resultado de analítica inda­gación, pero como es un científico doblado de poeta y de crítico, cuando el lenguaje de representaciones conceptuales podría fallar o ser insuficiente, surge, trabado con él, complementario, el salto ligador, el vínculo de la metáfora, que refuerza con ata­dura de imagen lo que la sobria expresión intelectual había ya estructurado.

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En ciencia, por otra parte, análisis no es nunca más que una etapa del ca­mino. Se analiza para sujetar a órdenes superiores los elementos aislados. Es la labor que tiene delante la Estilística si ha de constituirse verdaderamente en or­ganismo científico. (No es éste el momento de establecer la oscura problemáti­ca que rodea a ese naciente arbolito.) Sí diré que en el libro de Bousoño el lec­tor ve surgir leyes de la expresión, seguras en Vicente Aleixandre, que habrán de ser comprobadas en otros.

En fin, el objeto de la Estilística puede ser una obra de un autor, la obra to­tal de un autor, la producción de un país en un período literario, la de un perío­do literario en su amplitud mundial, la de una nación. Es decir, estilística del Qui­jote; de Cervantes; de la literatura española en el siglo xvi; de la literatura europea en el siglo xvi; de (toda) la literatura española, etc. Así, con objetos cada vez de más extensión. Es evidente que sólo el trabajo intenso de zonas reduci­das permitirá el paso a campos más extensos. Pero es posible también el ensa­yo, que puede apoyarse a veces de un lado en investigaciones estrictamente cien­tíficas, de otro en la intuición (porque, entendámonos, todo hibridismo entre métodos estilísticos e intuitivos es posible... y necesario). Así ha llegado a esta­blecer Bousoño una de las distinciones más generales e importantes del libro, al separar el «símbolo», y lo que él llama «imagen visionaria» y «visión», y determi­nar que estos tres fenómenos, y sobre todo el último, son peculiares a la poesía contemporánea. La perspectiva que se nos descubre es tan amplia como im­portante. Bien sabemos que sobre el tema se abrirá discusión. Creemos la dis­tinción de Bousoño ya fértil en sí, y que en todo lo que tiene de fundamental ha­brá de prevalecer.

Por otra parte, el análisis de Bousoño sobre el dinamismo expresivo llega también a resultados de alcance general. Su idea sobre el dinamismo del verbo, del adjetivo, del sustantivo, etc., es compleja y me parece exacta. Bousoño lle­ga a hallar algunas leyes de carácter genérico que seguramente podrán en ade­lante aplicarse también a otros poetas. Ellas le sirven para escribir a continua­ción uno de los capítulos más sugestivos del libro: el capítulo XIV, donde se estudia la sintaxis del poeta desde un ángulo nuevo: en lo que tiene de fluida­mente expresiva. Pero no es necesario seguir entrando en pormenores sobre todo lo que el presente libro aporta de nuevo (ya en el enfoque, ya en los resultados) a esta clase de trabajos. ¡Qué enorme cantidad de novedosas observaciones so­bre las normas del versículo de Aleixandre, sobre su complicada organización de la imagen poética, sobre las consecuencias del suprarrealismo en el desarro­llo de su obra total! Y nada más lejano de la imprecisión o de la vaguedad ano­dina. La penetración es siempre honda y la exposición llena de claridad.

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He seguido la carrera de Carlos Bousoño desde que, aún casi niño, me en­tregó allá en Oviedo sus primeros versos, totalmente inmaduros y pronto olvi­dados por él; luego, a su llegada a Madrid, le puse en relación con Vicente Alei­xandre; pasó por las hileras de bancos de mi clase —tan árida y estrictamente positiva—; fui director de la tesis en la que —en primitiva versión— se presen­tó este libro al doctorado de letras de la Facultad de Madrid —primera vez, si no me engaño, que un estudio sobre poesía contemporánea ha sido acogido por la Universidad española—. Carlos Bousoño no sólo ha puesto en este libro su hi­riente intuición de poeta y crítico, la claridad lógica de una inteligencia podero­samente organizada, sino muchas horas, muchos meses de trabajo. Y esto qui­siera hacer resaltar para los hombre jóvenes de España que se sientan llamados a esta tarea de la creación de una ciencia literaria. La tesis que Bousoño presen­tó ha sido reelaborada y casi refundida totalmente con un trabajo que no ha ce­sado sino inmediatamente antes de la impresión.

Ya está bien, Carlos. Vicente Aleixandre tiene la fortuna de ser uno de los poetas mejor estudiados de la literatura española, si no el mejor. Has compues­to un gran libro: nítido, exacto como obra de ciencia; vehemente y hondo con pasión y entraña de poesía.

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INVASIÓN DE LA REALIDAD DE CARLOS BOUSOÑO*

J O S É LUIS C A N O

En el volumen de Poesías Completas que reunió Carlos Bousoño en 1960, se daba, en su último apartado, un corto anticipo del libro que ahora acaba de publicarse íntegro con el título Invasión de la realidad.

El libro es variado y, al propio tiempo, muy unitario; y lo es no sólo en cuan­to a su contenido estricto, sino en relación a los libros de Bousoño que le ante­ceden, a los que decisivamente ensancha y enriquece, sin dejar de serles fiel en lo sustancial.

La idea de la vida como «primavera de la muerte», o sea, la idea de la vida como una nada que, sin embargo, es idea, o, mejor aún, impresión primaria, que se hallaba al fondo de los anteriores poemas de Bousoño, continúa también al fondo de Invasión de la realidad, pero la perspectiva, desde la que esa idea o impresión es vivida por el poeta, se ha modificado radicalmente. Y ello es lo que porporciona a este libro una especial vibración que lo hace inconfundible den­tro de la obra poética de Bousoño. En Noche del sentido, el mundo y la vida eran vistos como inconsistentes, vaporosos y fantasmales. Pero ello ocurría porque el poeta miraba «el mundo de las cosas» desde su mismo tiempo de hombre, tan efímero y fantasmagórico, tiñéndolo de su propia fugacidad. En Invasión de la

* Aparecido en ínsula, 197, Madrid, abril 1963, págs. 8-9.

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realidad el punto de mira es el contrario y, por consiguiente, contrario es tam­bién el resultado en su conjunto, desde el lento, casi inmóvil tiempo de la con­sistente creación. Y desde ese otro «ritmo de temporalidad», aunque el hombre aparezca como efímero; la naturaleza y los objetos, incluso los originados en el humano artificio, adquieren, por comparación, algo así como una inmortalidad relativa, que los convierte en seres casi divinos: las únicas tristes divinidades que le quedan a quien ha perdido sus sustentáculos trascendentes. Ha llegado el mo­mento de entonar un patético y meditado rezo lleno de gravedad ante esos en­tes perdurables: el «olivo milenario», las «estrellas del firmamento», el «jarro», que sobrevivirá largamente a quien hoy lo contempla. Los tres largos poemas en ver­sículos que Bousoño dedica a cantar precisamente «el jarro» son de lo más alto y más original que salió de su pluma. El tono se recoge en la intimidad de una hon­da oración, y la palabra se hace rica, soprendente, melodiosa, a la par que pura y encendida, y, sin embargo, natural, casi hablada. Hay en esos poemas majetad y recogimiento, y yo creo que en ellos está quizá el germen de otro posible de­sarrollo del autor. Pero dejando a un lado las profecías, siempre tan problemá­ticas, debemos añadir a lo dicho que Bousoño, al sentirse perdido en la intras­cendencia del mundo, se acoge, en busca de «salvación», no sólo a estas criaturas plenas y casi inmutables, sino a todo aquello que de hecho sobrevive al tiempo personal del hombre: por eso gusta y canta en un tono anhelante las realidades que, por repetirse, cobran consistencia y estabilidad: el mar, siempre idéntico a sí mismo; la costumbre, que es una cristalización y temporal alargamiento del humano gesto pasajero; y por eso también invita a seguir «al repetido amor se­guro» (léase, para todo ello, el soneto titulado, precisamente, «Repetición»). Y can­ta igualmente con ansiedad su férvido deseo en pro de la continuidad de la cul­tura humana, hoy tan amenazada en un mundo atómico (poema final del libro: «Salvación de la vida»).Pues la cultura, heredable, es otro modo de alargamiento de la vida personal, tan dolorosamente efímera. Ese poema que acabo de citar («Salvación de la vida») simboliza la continuidad de los juegos infantiles, que unos niños transmiten a otros, sin intervención de los adultos: la originalidad de tal enfoque, junto a la variedad y riqueza de su invención, tanto representativa como verbal, convierten a este poema en uno de los centrales y, para mi gusto, en uno de los mejores del libro.

Pero este modo de «salvación» de la humana fugacidad en un contorno de mayor resistencia y duración, se corresponde más bien con la parte final y reso­lutoria del volumen. En las anteriores, sólo aquí y allá, salpicadamente, queda, en efecto, representada la actitud. Hallamos, en cambio, de entrada, en bastan­tes poemas, el gozoso y a veces patético encuentro del poeta con la realidad tan-

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gible, dura y tenaz, opuesta a la fantasmalidad de las cosas que mostrábase en «Noche del sentido». La realidad está ahí y hay que aceptarla tal cual es, en su complejidad variada. El mundo tiene tanto de sombra como de luz, de horror como de dicha, de mentira como de verdad. De verdad, puesto que la realidad «es»; de mentira, puesto que no será, para nosotros, mañana:

Con tu sueño de amor que nunca se hace tan verdadero como el mar suspira, con tu cargado corazón que nace,

muere y renace, asciende y muere, mira la realidad inmensa, porque ahí yace tu verdad toda y toda tu mentira.

Y todo el libro es eso: un mirar el mundo en su pavor y en su salvadora exis­tencia. Esa dualidad de las cosas («primavera de la muerte») lleva al poeta a la técnica de los contrarios, que llena todas las páginas del libro y le presta origi­nalidad. Pues aunque el uso de los opuestos no sea, ciertamente, una novedad en sí mismo, lo es en cuanto adquiere en este libro de Bousoño un sentido di-ferenciadamente personal, al aludir al doble aspecto de cuanto vive. Señalemos, de paso, el sentido que tiene otra técnica que usa Bousoño en los poemas que llevan rima consonante en Invasión de la realidad: la utilización de rimas inte­riores frecuentes, que no deben verse como un alarde de virtuosismo, sino como una muestra de precisión expresiva, justamente porque cumplen una función: la de darnos algo así como una impresión de redoble que marca y realza el po­der, la consistencia y realidad de las cosas del mundo. Las cosas se imponen al poeta con una existencia indudable, diríamos redundante, que la redundante rima destaca. Y es esa existencia, esa «escandalosa» existencia de las cosas, uno de los leitmotiv del volumen.

Y es así como llega Bousoño a concebir un original realismo, que llamaría­mos metafísico, pues el volumen es una meditación y con frecuencia un cánti­co, a veces luciente y más generalmente sombrío y hasta desgarrado de la reali­dad como presencia ontológica. Realidad hermosa, puesto que existe, y pavorosa, puesto que no se trasciende a sí misma (otra vez la antítesis, tan propia del l i ­bro). La vida humana no es, pues, exclusivamente negativa y angustiosa. Es más, un poema como «Felicidad» nos hacer ver que acaso la vida humana esté hecha, en su último fondo, de felicidad. Pero esa felicidad tiene contextura ambivalen­te, como todas las realidades que Bousoño canta en su libro: es la felicidad a que

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nos empuja exclusivamente la vitalidad en sí misma; felicidad instintiva, insen­sata, más allá de la inteligencia y de la voluntad del hombre: una felicidad, por tanto, rracional, casi «obscena*, en desacuerdo con el verdadero ser del mundo:

Felicidad contra la muerte, horrenda felicidad de ser. Obscena dicha y ola sin enmienda más allá del querer.

Tal es, a grandes rasgos, el matizado pensamiento del libro, y si lo he procu­rado sintetizar en esta nota ha sido para dar al lector alguna vislumbre de la tra­bada unidad con que el libro de Bousoño ha sido concebido y escrito, y para de­jar constancia de la personalidad de su visión de la vida. No hay poema que no responda, de un modo u otro, a ese esquema que acabo de precisar. Cada com­posición es un desarrollo de algún eslabón de la cadena, pero de modo cálido, humano, vivido en forma de emociones, como ocurre siempre que existe verda­dera y clara poesía. Precisamente en Invasión de la realidadla. entrañable emo­ción, que siempre ha caracterizado a la palabra poética de Bousoño, se convier­te en norma suprema del estilo; emoción, por otra parte, cambiante, pues va desde el alzado entusiasmo de algunos poemas de la serie primera a las notas realmen­te trágicas de las dos partes tituladas «La gran Ausencia» (penúltima y antepenúl­tima del volumen). Y entre esos dos acentos fundamentales circula toda una gama afectiva, donde se representa el tono tierno, que tanto acerca la poesía de Bou­soño a ciertos registros del gran Lope; el tono contenido y de majestuoso miste­rio que percibimos, por ejemplo, en «A una montaña», «El firmamento humano» o «El olivo milenario»; la energía de «Mujer ajena» (cuyo último verso es un verda­dero estallido de sombría fuerza sin salida); o la resignación recogida de los po­emas del «jarro», sin que falte tampoco el tono coloquial o irónico, menos repre­sentado, este último, en la obra. Variedad emocional que tiene su paralelo en la variedad métrica, pues Bousoño usa tanto las estrofas tradicionales en asonante y consonante como el versículo, que maneja con personal melodiosidad y ten­sión expresiva. Esta variedad de su personal estilo hace difícil precisar la línea po­ética en la que Bousoño viene a insertarse. Pero yo me atrevería a apuntar que es un estilo engarzabe en una cadena donde se hallan San Juan de la Cruz, Lope, Quevedo, Bécquer, Machado y Unamuno. De todos ellos ha aprendido algo Bou­soño, fundiendo sus enseñanzas en el crisol de una firme personalidad de nues­tra hora. Nos hallamos ante el mejor libro del poeta, y, sin duda, ante uno de los capitales que su generación ha ofrecido a la poesía contemporánea.

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O R E S T E M A C R Í

MI AMISTAD CON CARLOS BOUSOÑO

se remonta a los primeros años de la posguerra, cuando iba a librerías, cafés-tertulias (el Gijón lo cerraron, pero lo reabrieron porque no sabía la policía dón­de ellos se reunían), bibliotecas y hemerotecas en un escuálido Madrid (60 gra­mos de pan en los restaurantes) para hallar textos y documentos necesarios a mi antología, Poesia spagnola del Novecento. La primera edición salió en el año 1952.

Me conformaba yo, con mi gusto y educación literaria romántico-simbolis­ta del hermetismo poético de mi patria (Ungaretti, Móntale, Quasimodo, Luzi), con pocos modelos directivos, interiores a la generación del 27: Poesía españo­la de Gerardo Diego, antología en su mayor parte hecha por los mismos poetas, y, con el mismo título, Poesía española, los estudios y ensayos de Dámaso Alon­so, supremo ordenador y legislador de la literatura española en el surco de los dos Menéndez. Fue Alonso mi maestro de hispanismo junto con Mario Casella en la línea hispanófila de la revista florentina «La Voce» de Papini, Sóffici, Boine, entre Cervantes y la mística.

M i selección ha incluido veintiocho poetas de las cuatro generaciones, co­rrespondientes al ciclo completo de la primera mitad de este siglo: seis poetas del modernismo-98 (Rubén Darío, Unamuno, Manuel y Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y León Felipe), nueve del 27 (Salinas, Jorge Guillen, Gerardo Die-

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go, García Lorca, Aleixandre, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Cernuda y Altola-guirre), cuatro del 36 (Vivanco, Panero, Rosales y Miguel Hernández) y nueve del 50 (Ridruejo, José Luis Cano, García Nieto, Otero, Rafael Morales, Hierro, Bou­soño, Valverde y Ángel Crespo). Tales nombres representan valores poéticos que no han variado después de cuarenta años en el juicio crítico de los españoles y de los extranjeros, quienes, como se suele decir, anuncia la futura y estable for­tuna.

El método generacional, negado por los idealistas e igualmente por los mar-xistas italianos, lo introduje yo en mi país, habiéndolo aprendido en Wilhelm Dilt-hey dentro de la Geistesgeschichte alemana, actualizado en España por Ortega y en Francia por Thibaudet; y que yo apliqué por primera vez a la poesía espa­ñola de este siglo, en contacto directo con los poetas seleccionados: los que se habían quedado en la patria durante la dictadura (Diego, Aleixandre, Alonso, V i ­vanco, Panero y Rosales) y todos los del 50 (Crespo más tarde), o que había co­nocido en Italia: Alberti en Roma y Guillen en Florencia, además de mi corres­pondencia epistolar con todos los nombrados (de don Jorge me quedan ciento sesenta cartas).

Me ayudaron otros textos críticos, como los ensayos del Defensor y el Ru­bén Darío de Salinas (a la cabeza de mi antología, como en la de Gerardo, Da­río y Unamuno padres de tal poesía) o de Lenguaje y poesía de Guillen. Emi­nente, en esos tiempos de crisis postbélica hacia la reconstrucción cultural de los años cincuenta, se me ofreció el auxilio de la obra poética y crítica conjun­tas de Carlos Bousoño, la más interesada y vivida en obras. Él había rebasado el descompromiso purista neogarcilasiano y al mismo tiempo los primeros fer­mentos tremendistas de «Juventud creadora», sumiéndose en el magisterio del 27, principalmente en el Dámaso Alonso de Hijos de la ira y en el Aleixandre total. A l poeta de Poemas paradisíacos dedicó su tesis de doctorado y muchos estu­dios recogidos en la monumental monografía del 56, central en sentido teórico de estilística y poética desde la experiencia del mayor poeta superrealista y ex­presionista. La tesis irracionalista, profundizada en El irracionalismo poético, se desarrolló en Superrealismo poético y simbolización, cuya teoría del «símbolo» específico se extendió en Irracionalismo poético y simbolización. Esta obra ha sido argumento de mi estudio Irracionalismo poético y surrealismo español en lapsicosemántica de Carlos Bousoño, en «Studi di iberistica», VIII, Ñapóles, 1986.

Tal método, por cierto, resulta muy difícil en su originalidad, puesto que lo objetivo textual de la obra de arte es estructuralista y semiológico, pero mueve desde la misma intención psíquica del artista, revivida por el lector destinatario; esta subjetivación preliminar se hace objetiva en el crítico. Por otro lado, el exa-

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men piscológico no desfigura el valor autónomo de la poesía, trascendental res­pecto a las nivelaciones freudiana y junguiana.

No se puede separar al Bousoño poeta del crítico, maestro estheticien, aun­que cada uno se gobierne con sus propias normas interiores. La originalidad de la poesía bousoñesca estriba en lo mismo tradicional que él ha estudiado y asi­milado entre los dos polos de la mística anímico-corpórea de Dámaso Alonso y el naturalismo neorrenacentista de Aleixandre. El camino que empieza con Pri­mavera de la muerte y llega a Invasión de la realidad (títulos que yo aquí em­pleo simbólicamente) repite y renueva la reconquista aleixandrina desde Pasión de la tierra hasta Historia del corazón, así como Dámaso Alonso había aprove­chado y dejado atrás la poesía pura de Poemas puros y a través de Oscura noti­cia había llegado a Hijos de la ira y Hombre y Dios. Tradición e innovación ca­racterizan al poeta clásico: Carlos Bousoño en este caso.

El mismo maestro Aleixandre presentaba la poesía de Bousoño:«[...] Toda la naturaleza sopla y le cruza, en una especie de atravesamiento alado que deja en­cendida su alma trémula...». Dice «alada», y yo recuerdo la Canción hacia la luz, primera poesía de mi selección, en donde lo preeminente, de los cuatro ele­mentos empodocleos del cosmos aleixandrino, es el «aire». Pero Bousoño tras­ciende la materia cósmica de Aleixandre, ya que el aire se hace símbolo concreto del soplo divino infundido, anunciándose la poesía de la Tercera Persona, inau­gurada por León Felipe en su gnosis, con la cual Larrea elaboró el surrealismo español:

«¡Por qué no he de ser aire / sobre la luz que vuela, / como esas aves puras / que tienen, sin que las alas lo sepan, / un hálito de fuego entre sus plumas / que les impulsa hacia la luz secreta [...] ser cuerpo misterioso que cayera / como una rara claridad de pronto / sobre las aguas asombradas, ciegas! / / ¡Ser aire ra­pidísimo / extendido en la luz de cielo a tierra!».

Sigue Dios en la tarde, y en el aire se transparenta la esencia divina: «[...] La tarde pesa / gravemente en el alma. [...] El aire un brillo a veces de ti

tiene. [...] Miro los aires transparentes. [...] Tu esencia invade largamente / la luz final. [...] Gravita el aire. [...] Aves absortas beben luces / que de tu seno, Señor, bajan. [...] En el fondo del aire se ilumina, / última vez, tu forma clara». Más ade­lante el poeta se despoja de su cuerpo y percibe el «soplo» divino:

•[...] Despojándome iré del cuerpo triste, [...] y luego un soplo ha de llegar que arranque / toda la música arcangélica».

De este momento de ebriedad primaveral y criatural (me permito este neo­logismo franciscano) brota velozmente (es el ritmo mismo de su métrica) la poe­sía de Bousoño por medio de estructuras y figuras airosas, casi luisianas, emer-

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giendo de la matriz indiferenciada del raptus místico simbolizado en una pri­mavera eterna anhelada desde el fondo triste del alma en su cuerpo y tierra. Quie­ro recordar que las metáforas místicas, como las populares, participan del irra­cionalismo superrealista en la psicosemántica de Bousoño.

Y entramos cada vez más en Noche del sentido y primer proyecto de In­vasión de la realidad, que no tiene nada de realista. La preocupación por lo objetivo verdadero y misterioso fomenta inertes positivos y negativos de las pri­meras poesías con su riesgo residual naturalista-panteísta. En la noche sin sen­tido, sanjuanescamente obscura, vacía, espectral, se vislumbra una posible v i ­sión de la verdadera realidad; el hombre nuevo surge del tiempo y materia de su ser concreto. Invasión de la realidad es el anillo y centro de toda la obra poética. Protagonista es la voluntad humana; algo de escotista me parece en­trever en la religiosidad de Bousoño; voluntad solicitada a aceptar y calificar las condiciones naturales e históricas de la Creación en nombre de sus valores actuales a pesar del perpetuo peligro de desaliento y obstáculos insuperables. Este A pesar de todo es el título significativo de algunos admirables sonetos en su fluidez fono-rítmica, llenos de exultación apremiada, de trepidante y con­fiado abandono al drama humano y cósmico. Es el éxito de Subida al amor del 44, conforme al numen salmístico inventor del Cristo evanescente y noc­turno, de las emociones siderales, de España esquelética, reducida (heredad noventayochista) a lo esencial de su ser verdadero, «patria» soñada en su mis­terio unamunesco-machadiano. Para dar un ejemplo de esta «invasión» voy a transcribir el soneto Entrad, con el cual se concluye mi selección de las poe­sías de Bousoño:

He aquí los campos de la patria hermosa de la mirada, vida que se apresa en piedra, en monte, en valle, en luna, en esa colina que desciende perezosa.

Dadme la libertad, corriente undosa, fuentes del mundo, vida que no cesa. Con su tiniebla y su dulzura presa, ¡entrad, poniente oscuro, tarde rosa!

Entrad, entrad, el alma se despierta. Quiere la vida con su noche cierta, su amenaza terrible y cierta: ¡entrad!

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¡Entrad, entrad, amores, desengaños, luna, penumbra, días, meses, años, pavor oscuro y negra soledad!

De esta manera me ha gustado demorarme un poco con Bousoño poeta en la fausta ocasión del «Premio de las Letras Españolas» que le han concedido, si­guiendo al «Fanstenrath», al «Nacional de Literatura», y otros testimonios de esti­ma bien merecida. Uniéndome a los amigos que lo festejan, envío al viejo ami­go Carlos fervientes votos de buena salud y buen trabajo.

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VERDAD, SÍMBOLO Y PARADOJA, EN ODA EN LA CENIZA (1967), DE CARLOS

BOUSOÑO *

J O S É O L I V I O J I M É N E Z

La historia de la poesía de Carlos Bousoño resume, desde sus fondos espi­rituales y temáticos y en una de las múltiples direcciones posibles, los avatares de la conciencia propia de un hombre contemporáneo a quien no le es posible vivir, pensar y expresarse sino existencialmente. En lo más temprano de su ju­ventud, hacia los escasos veinte años, esa conciencia se forzó a la búsqueda de un apoyo trascendente concebible aún en cauces, digamos, de religiosidad tra­dicional: Subida al amor (.1945). Pero muy pronto, y todavía en los años más jó­venes, al aumentar de una manera casi súbita y sorprendente el poder y la ne­cesidad de la reflexión, se abrió a la enseñanza última que nos es dable, o sea, la temporalidad definitiva de todo lo existente, aunque ese descubrimiento no le condujo a un nihilismo total, sino a sentir la vida, con precoz sabiduría, como una temprana floración (aunque maravillosa, en dialéctica ya germinalmente pa­radójica) de la nada misma; y tal es el tema central que anuncia el título de su segundo libro: Primavera de la muerte (1946)'. La entrada en la madurez le sig-

• De Diez años de poesía española: 1960-1970, ínsula, Madrid, 1972. 1 De esta misma imagen se sirvió Bousoño para subtitular sus primeras Poesías completas (Ma-

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nificó un enseñoreamiento creciente de la duda, combatiendo aún con una in­domable voluntad afirmativa: Noche del sentido (1957); con lo cual la intuición inicial de la nada siendo, implícita en la idea de «primavera de la muerte» y con­ducente por modo natural más a la incertidumbre que a la certeza, se acentua­ba con mayor energía. A l cabo, y como salida de aquella duda, un decidido pro­pósito de aferrarse a la dura consistencia de las cosas, que por ello mismo brindan algún signo de continuación de la vida, hace nacer el próximo cuaderno: Inva­sión de la realidad (1962). La evolución, claro está, ha tenido que ser resumida demasiado esquemáticamente, con los naturales riesgos del error. La verdad es que, en ninguno de esos libros y en las dosis justas al estado general dominan­te en cada uno de ellos, ha faltado la presencia de los elementos conceptuales, emotivos y simbólicos respectiva e inexorablemente contrarios: la nada y el ser, la duda y la fe, la sombra y la luz.

Pero en Invasión de la realidad le habíamos dejado proclamando, como su única firmeza y razón de amor, aquel terrible, respirado mundo del poema «Mi verdad», y objetivando su himno a la salvación de la vida en el símbolo de un simple y resistente jarro, tan humano y a la vez tan posiblemente superior en el tiempo a su dueño y hacedor2. Ahora se producirá, en Oda a la ceniza (1967), algo así como una centralización del enfoque sobre el protagonista insoslayable y más sufriente de ese mundo, el hombre, y en la condición existencial que por sí misma le define: el rigor de vivir junto a la nada ardiendo (pág. 59)3. Los se­res concretos y objetivos de aquel universo que antes cantara no se borran des­de luego, pero sí parecen perder entidad; y es el oscuro pozo del abismo hu­mano quien de manera más inquietante y sostenida le atrae. También quien le da su mayor fuerza de fe: Esto que viene tiene que ser hombre (24), dirá ahora en un poema cuyo tema es, como en los del jarro recién evocados con inten­cional propósito comparativo, el de la prolongación de la vida en gracias a la fe y el amor. Carlos Bousoño ha escrito su libro más existencial, en una línea que si quisiéramos situarla filosóficamente, para ayudarnos a penetrar en él, estaría

drid: Ediciones Giner, 1960). En el prólogo de ese libro, y en numerosas ocasiones posteriores, como tendremos oportunidad de comprobar ha insistido en cómo tal imagen le sirve para expresar su sos­tenida visión dual de la realidad. Conviene tener presente, desde el inicio mismo de nuestro estu­dio, esta firme convicción espiritual del autor, base de todo su mundo poético.

1 Véanse el citado poema (-Mi verdad-) y los tres textos que forman la serie unitaria integrada por -El jarro-, -Mirando este jarro-, y -Oración ante e l jarro- en Invasión de la realidad (Madrid: Es­pasa Calpe, S. A., 1967, págs. 127,177,181 y 185.

' Todos los versos y pasajes que se reproduzcan del libro que comentamos proceden de Oda en la ceniza (Madrid: El Bardo, 1967). En cada caso se indicará solamente, después de la cita y en­tre paréntesis, el número de la página de dicha edición a que corresponda.

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más cerca, por ejemplo, de Jaspers que de Sartre. Y también un libro de dolor y de confianza en el hombre. Un libro humano, y entiéndase el subrayado no en sentido irónico, sino altamente positivo. Cuando se abjura de ese hombre uni­versal, y a la hora de ejercer (¿alegremente? ¿honestamente?) la escritura se re­pugna de modo oficial y programado de cuanto pueda recordarle (tanto réquiem al humanismo que se oye por doquier), este poeta de hoy se vuelve, con hon­radez y valentía, hacia su propia humanidad, y hacia la del otro y los otros, para escribir (la suya también es escritura, y de muy subida calidad) su mejor libro, y uno de los más profundos y hermosos de la década última en España.

Oda en la ceniza opera en varios niveles, y de ahí su primera riqueza. Para favorecer una inicial aproximación comprensiva será necesario ceñirse, por de pronto, a los dos más notables y resaltantes. El de mayor inmediatez es de ca­rácter dialéctico, y ha sido ya sugerido por su natural engarce con la visión total del mundo del poeta: dar explícito testimonio de los duales y opuestos datos re­ducidores que la mirada de quien vive de modo auténtico descubre en la exis­tencia: vida y muerte, ser y nada, plenitud y vacío, esa dúplice y contradictoria integración mediante la cual aquélla, la existencia, queda en cada instante cons­tituida; y que ya había plasmado, como se ha visto, en su juvenil intuición de esa amplísima y continuada primavera de la muerte, que puede rotular toda su obra. El segundo nivel, superador del primero, pero de él nacido y a él inextricable, será demandar alguna forma de trascendencia oculta en el mismo existir, lo que supone apuntar hacia la salvación del hombre y de la vida a través de una cier­ta y posible verdad definitiva. Pero como al cabo la trascendencia es en sí mis­ma cuestionable (y resulta por ello cuestionada aquí incesantemente por Bou­soño), la total impresión que arroja el libro es la de una empeñosa búsqueda de esa verdad, que se erige así en el norte hacia donde señalan cada poema, cada verso. Los recodos en el camino hacia tan necesaria aunque improbable certeza darán los temas y subtemas del conjunto; las altas y bajas del ánimo en esa bús­queda explicarán los encontrados matices emocionales, de esperanza o desa­liento, por los que somos llevados; el interés en concretizar con fuerte expresi­vidad los esguinces de la difícil empresa justificará el servicio reiterado y abundantísimo del símbolo; y la misma opuesta perspectiva desde donde se con­templa un solo espectáculo, el vivir humano, impulsará a la paradoja, ilumina­dora, objetivante y decisiva en Oda a la ceniza. Seguir los últimos enunciados proveerá los hilos que habrán de guiarnos en nuestras consideraciones en tor­no a este libro último de Bousoño.

* • •

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Como punto de partida, y para no movernos sobre abstracciones, conven­drá recorrer de muy concisa manera las cinco secciones del libro, insistiendo sólo en aquellos puntos que podrán sernos de alguna utilidad en su momento. En la sección I se plantean de un modo que, con no demasiada exactitud, podríamos considerar teórico, los temas fundamentales llamados después a un más objeti­vo tratamiento: la función de rescate y fijación de la vida por la poesía («Salva­ción en la palabra [El poema]*); el ansia apremiante en el hombre de alzarse de la nada al ser («Oda en la ceniza*); la posibilidad del dolor como acceso al co­nocimiento y a la fundación del ser («Análisis del sufrimiento*); la íntima identi­ficación de la nada y el ser («El baile», «Experiencia»); la esperanza en la conti­nuidad de la vida, que añora entre tanta destrucción («En la ceniza hay un milagro»); la experiencia anticipada de la muerte, posible en el vivir mismo («Co­mentario final»), y sin la cual experiencia este canto —oda en la ceniza— no hu­biera podido surgir en el poeta.

El hálito más personal y directo del último texto mencionado, adelanta ya el tono general de la sección II. Aquellos mismos temas (más bien inquietudes o preocupaciones) aparecerán ahora recogidos a situaciones que nos parecen de mayor inmediatez y calor («Más allá de esta rosa», «Sensación de la nada») o, al menos, resueltos mediante un grado superior de objetivación («Canción para un poeta viejo», «A un espejo antiguo»); lo cual semeja producirse por modo natural como una consecuencia de la voluntad, ya expresada por el autor en «Comen­tario final», de cavar dentro de sí como vía hacia un conocimiento más hondo y una experiencia más intensa del vivir. En el apartado III, más que desarrollos del tema del amor, lo que encontramos son poemas estimulados por la presencia del ser amado, pero en los que se plantea más bien y de nuevo la ya conocida pro­blemática. Pues esa presencia, la cual en sí podría traer (y en efecto trae ocasio­nalmente: «En este mundo fugaz») un oreo de frescura, paz y resistencia, hará por el contrario más incisivos el dolor y la amargura ante la certidumbre de que todo, hasta lo revestido de mayores derechos a la permanencia, sucumbe ante el ines-capable destino existencial de finitud («Susana, niña», «Pero cómo decírtelo», «Can­ción de amor para después de la vida»).

En la sección IV se siente como si Bousoño hubiera reservado para allí al­gunos textos en los que el rasgo mayor de unidad entre ellos fuese el ensayo de diferentes tensiones en la expresión, dispares de unos a otros y a la vez con­trastantes con los que prevalecen en el resto del libro. Podremos hallar enton­ces el verso suelto y conversacional, enriquecido por una tropología no pocas veces de índole irracional («Divagación en la ciudad»). O el seco esquematismo con que traza la sarcástica radiografía de una —cualquiera— existencia huma-

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na («Biografía-). O la vertiginosa sucesión de versos breves y reiterativos que re­producen el obsesionante movimiento circular del ser a la nada («Giros»). O la punzante y corrosiva ironía, que verbalmente arrastra incluso un desgarbado co-loquialismo, con que es puesto en cuestión el grave problema de la existencia de Dios («La prueba»), cuyo tono deliberadamente grotesco nace por modo di­recto de la contemplación del absurdo vital de esa nada del mundo que sin em­bargo es. Se reúnen así algunos de los intentos de mayor originalidad expresiva (evidencias de una cuidadosa atención por el artista a la variedad formal) pero también, a nuestro juicio, menos convincentes y desnivelados como logros es­téticos si los relacionamos a la calidad general del libro.

A este tono se vuelve en la serie V y final, así como a la manera más ca­racterística en Bousoño de afrontar intelectual y emocionalmente los supues­tos ontológicos de su exploración. Junto a «Más allá de esta rosa» y «Sensación de la nada», los poemas de esta serie son, como la mayoría de los de la prime­ra, los más plenos y conseguidos de Oda en la ceniza. A estos últimos se les ha confiado la misión de ligeramente entreabrir, hasta donde una cruda pupi­la existencial lo permite, más luminosas ventanas en la sombra: aceptación de­solada pero amorosa de la fugaz realidad («Palabras: el mundo»); la intuición de una débil, pequeñísima abertura a la sobreexistencia («Cuestiones humanas acerca del ojo de la aguja») y de un ser que pueda vivir, convivir, con el existir («En el centro del alma»); la importancia del amor como medio de salvar, por el hombre y para el hombre, la integridad de la vida («Salvación del amor»); el reconocimiento de una humana sabiduría superior, rara y difícilmente lograda («A un poeta sereno», «Tú que conoces»). Y, en el término exacto, el contraste más dramático: después de estos últimos indicios más alentadores, nos espe­rará la aplastante lección de que aun experimentando en toda su sordidez la miseria existencial, sólo habremos pagado la irónica tarifa de nuestro único f i ­nal irreparable: la entrada en la desposesión y la nada definitivas («Precio de la verdad»).

* * *

En el anterior recuento hemos sintetizado, con la mayor especificidad, los motivos concretos de la totalidad de los poemas; que, vuelve a insistirse, se ha­llan todos estructurados a partir de la intuición central expresada en la fórmu­la primavera de la muerte. Reduzcamos de nuevo esos motivos a aquellos dos niveles que, en un principio, perfilamos. El de mayor bulto, por su carácter fuer-

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temente antitético, esto es, el del ser enfrentado y hermanado al no ser, nos acompaña, entretejido, a todo lo largo del libro. El polo negativo, la nada ab­soluta, sea tal vez el que más agriamente nos golpea, por la rotundidad con que se lo traza. Unas veces, como en el poema «Experiencia», con la más di­recta explicitud verbal: Nada queda de todo (19). O mejor aún, en «Palabras: el mundo»: Nada quedó. /Nada quedó. Por todas partes sombras. /Nada que­dó. Todo, todo borrado (57). La energía con que el término mismo, nada, es continuamente invocado, hace que lo sintamos, más que como común adver­bio de negación, como absoluto sustantivo definidor y aun como plástico sím­bolo del vacío. En otros momentos, los menos, se la sugiere de sutil manera, sin nombrarla, pero alcanzando entonces un efecto más incisivamente poéti­co. Véase, como ejemplo de este último caso, el final de «Pero cómo decírte­lo». Habla el poeta al objeto de su amor, y lo describe oblicuamente como una forma humanizada de luz

... que tuviese ojos, cansancio y una infinita gana de llorar, cuando miras en el jardín las rosas nacer, una vez más.

Y en otro final: el de «Más allá de esta rosa», tal vez el momento más perfec­to y penetrante como pura sugestión poética. Un hombre (el poeta, cualquier hombre) ha contemplado, primero, la plenitud de esa rosa, intuyendo a la vez que un mundo horrible va configurándose ya en esa misma plenitud. Después se mira a sí mismo, contemplador y contemplado a un tiempo, para descubrir si­multáneamente la oscura imagen regresiva de su yo camino hacia la nada y el misterio, en vislumbre no extraña en la meditación de signo metafísico4:

* En efecto, el tema del vivir y el desvivir simultáneos ha atraído a todos los escritores de ta­lante existencial y metafísico, desde Miguel de Unamuno a Alejo Carpentier («Viaje a la semilla-) y Jorge Luis Borges («Examen de la obra de Herbert Quain-). De cuantas pruebas pudieran traerse en favor de la persistencia de dicho tema, tal vez la mejor sería el siguiente pasaje de Niebla, la cono­cidísima -nivola» de Unamuno. Se trata —de unas lineas que parecieran la paráfrasis a priori de este magnífico poema de Bousoño: «Por debajo de esta corriente de la existencia, por dentro de ella hay otra corriente en sentido contrario: aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañana al ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. Y de vez en cuando nos llegan hálitos, vahos y rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese interior de nuestro mundo. Las entrañas de la historia son una contrahisto­ria, es un proceso inverso al que ella sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente- (Unamuno Nie-bla, Madrid: Espasa-Calpe, S. A., undécima edición, pág. 50).

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Más allá de esta rosa, más allá de esta mano que escribe y de esta frente que medita, hay un mundo. Hay un mundo espantoso, luminoso y contrario a la luz, a la vida. Más allá de esta rosa e impulsando su sueño, paralelo, invertido hay un mundo, y un hombre que medita, como yo, a la ventana. Y cual yo en esta noche, con estrellas al fondo, mientras muevo mi mano, alguien mueve su mano, con estrellas al fondo, y escribe mis palabras al revés, y las borra (26).

Pero, sin duda, los instantes más nihilistas son los concentrados en dos poe­mas, de los cuales el segundo en el libro, («Sensación de la nada»), es como la cla­rificación objetivada del primero, («Comentario final»). En éste, la experiencia en vida de la muerte se le ha presentado al poeta como imperativo para su canto, y a la vez como vengativa respuesta de la nada a la pasión humana de ser y de conocer:

Hambre de ti y sed de ti tuviste y junto al pozo del no ser no hablaste. Asomado al brocal no viste estrellas temblorosas, ni hubo luz en la noche profunda (21).

Y en «Sensación de la nada» se trata, en un primer ademán, de apurar tal sen­sación en su más nítida posibilidad. Aventura extrema, pues, del espíritu. Este siente, al principio, el júbilo de su propia y sobrehumana hazaña:

Tiene, después de todo, algo de dulce caer tan bajo: en la pureza metafísica, en la luz sublime de la nada (31).

Mas, al cabo, no puede sino sumergirse en el humano terror que nace de mo­verse en el terreno de la más absoluta destemporalización y descircunstancialización:

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Porque es horrendo un padecer simbólico sin la materia errátil que lo encarna.

Estamos en uno de los terrenos favoritos de Georges Bataille: su certeza, he­redada de Hegel y por él puesta luminosamente al día, de que la vida del espí­ritu es sólo valiosa cuando, en vez de evitar el rostro de la muerte, sabe de va­leroso modo enfrentársele; y de que aquél, el espíritu, adquiere únicamente su máximo poder cuando mira de abierto modo a la negación y tiene el coraje de permanecer junto a ella. Son todavía las conocidas ideas hegelianas (que nos pre­paran para «Precio de la verdad», en este libro de Bousoño); pero que Bataille acierta a redondear por su cuenta en palabras que parecerían el mejor comen­tario a los dos textos sobre los que nos detenemos en estos momentos. Creyen­do en la humana fuerza creadora de la muerte, reclama, por ello mismo, su ex­periencia lúcida dentro del vivir. Si al hombre, nos dirá, «la maravillosa magia de la muerte no le toca antes de que muera, será para él [el hombre] como si la muer­te no pudiera alcanzarlo en vida, y esta muerte por venir no podrá nunca darle carácter humano. Será preciso entonces que, a cualquier precio, el hombre viva en el momento en que muere de verdad, o bien que viva con la impresión de que muere de verdad»'.

No es de extrañar, así, que animado del mayor temple estoico y metafisico, Bousoño no escatime paradójicamente las más positivas calificaciones (pletóri-ca, inmaculada) para la nada o sus símbolos. No obstante, ninguna voluntad del espíritu en ese sentido, por heroica que sea, será suficiente para dominar esa tentación de ser/en la portentosa verdad (12), que en sí misma implica la ape­tencia, el hambrear del conocimiento. Sin muchas garantías en la respuesta, ya que no puede ser de otro modo, se aventuran las interrogaciones sobre la posi­bilidad de un ser absoluto que dé sólida razón a la existencia. En «Cuestiones hu­manas acerca del ojo de la aguja» se lo sugiere imaginativamente, pero más bien como duda que deseara levantarse a realidad:

¿Será posible aquello? ¿Será posible un espacio ensanchándose terriblemente a cada instante, a cada golpe de humanidad que ingresa victoriosa en la luz, a cada racha de gloriosa miseria acontecida

' Georges Bataille, Las lágrimas de Eros (Buenos Aires; Editorial Signo, S. F.), pág. 50.

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de amor y de tristeza y hecha luz, y hecha de pronto luz, luz que penetra velozmente en la luz, en la luz única? (61)

Y siempre que sentimos al espíritu orientarse hacia la idea del ser, es tan con­cluyeme la imagen de su improbabilidad que su mera sugestión tiende a aso­ciarse por modo indefectible al mundo de lo maravilloso. «En la ceniza hay un milagro», declara ya el título de un poema; la esperanza de un más allá detrás de la tiniebla es sentida también como milagrosa en «Divagación de la ciudad». Otra composición, «En el centro del alma», define el lugar del ser, si alcanzable, como un allí/donde arrecia el milagro (64). Por ello no sorprende que la acti­tud vencedora no sea la de poder al fin rescatar o aislar al ser en sus puros con­tornos imposibles, sino la de unirle de manera insoluble a la nada. También en esta disposición, la más sostenida, caben dos matices contrarios. Unas veces, con mayor frecuencia, al ser se le condenará a desembocar fatalmente en la nada. En «El baile» se les hace a ambos —el ser y la nada—precipitarse en una danza in­terminable, descrita con lenta objetividad simbólica desde su comienzo mismo y la cual culmina haciendo arrojar la realidad total en esa noche donde muere la esperanza (18). Yen «Giros», todo se desplaza, también y obsesivamente, de lo positivo a lo negativo: el polvo en el viento, el viento en el confín, éste en el cre­púsculo. Y cuando esa realidad ha quedado ya vaciada de la menor huella del ser, no puede sino proclamarse siniestramente la perfección impoluta de la nada:

El crepúsculo gira inmaculadamente.

Inmaculada noche al fin sobrevendrá (52).

La solución opuesta, cuantitativamente menor, no deja, sin embargo, de aflo­rar en ocasiones. Intuición o deseo, más que convicción: el ser, siquiera conce­bido como un don sobrenatural, puede darse en el existir porque sí, porque es sino, /y signo y simulacro/ de otro vivir más hondo (63). Y en «A un poeta se­reno» se esboza el maravilloso y singularísimo ejemplo de un hombre que ha arri­bado al conocimiento más profundo y en quien la inmovilidad, cualidad sus­tancial del ser, no excluye el cumplimiento de los deberes onerosos del vivir.

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Esencialismo y existencialismo se dan, acordados, en estos rapidísimos y ex­cepcionales instantes, siempre bajo el aura del misterio o el milagro.

El poeta conoce esta excepcionalidad. Por ello, hombre y nada más, ha de sufrir en las redes de su insalvable dialéctica. Ese sufrimiento será la prenda más dura de su pasión de conocimiento; y es así que ésta, o sea, el ansia de la ver­dad, habrá de resultar quien en definitiva dé vertebración al libro todo. Por modo natural, dicha verdad se concretaría en todo su esplendor sólo en una realidad que trascendiese las limitaciones e ignorancias humanas; y en consecuencia la explícita palabra, verdad, suele surgir en aquellos pasajes donde se prefigure, todo lo vaga o simbólicamente que es por fuerza posible, tal trascendente rea­lidad. Se llega, en alguna ocasión, a establecer la indispensable relación entre esa creencia superior y la más elemental condición ontológica. Así en «Sensa­ción de la nada» se afirma, con valor casi axiomático: No habiendo fe/no hay extensión (31). Pero sin concluir en esta negativa radicalidad, lo verdadero ab­soluto asoma siempre asociado al ser y al conocer. En el poema que da título al libro se inscribe, como hemos visto, la tentación de ser en la verdad todopo­derosa. Y en «A un poeta sereno» y en «Tú que conoces» la afirmativa posesión de la verdad se señala como atributo excelso de aquél que ha llegado a un sa­ber entregado (67) y a un conocer más hondo (68). Son piezas ejemplares de esa angustia positiva y soterrada, por ello mismo no gesticulante, de quien ha asumido auténticamente el encuentro con su precaria realidad. Tal asunción, y creemos que esto ha sido destacado suficientemente, no equivale a un resig­narse de manera desfallecida a las humanas limitaciones, sino que va acompa­ñada de un anhelar, con todas las fuerzas del espíritu, la salvadora trascenden­cia 6 . Los poemas resultan, pues, angustiosos mas no desesperados. Y es que la marca genuina de la angustia es la urgencia de una verdad. Comentando pre­cisamente la angustia en Kierkegaard, ha escrito Enzo Paci: «No sería posible la angustia si, en lo más profundo de sí misma, no reconociese el bien y la exis-

6 Sólo en este sentido puede aceptarse hoy el ya gastado y ambiguo calificativo de religiosa para el estado actual de la poesía de Bousoño. Él mismo lo ha señalado: •Religiosa en un sentido am­plio, ciertamente, ya que después de mi primer libro, Subida al amor, lo que fundamentalmente can­tan mis versos es precisamente la desolación humana ante el hueco atroz que es el mundo cuando éste no se halla justificado por una Providencia...» (Véase Poesía religiosa. Antología por Leopoldo de Luis, Madrid-Barcelona: Alfaguara, 1969, pág. 291.) Un último acercamiento a la poesía de Bou­soño desde un ángulo religioso, y limitado por ello a su obra primera, es el cumplido por Pedro V i ­lla-Fernández en su articulo -Dios, España y agonía en la poesía de Carlos Bousoño-, en Revista de Estudios Hispánicos (The University of Alabama Press, EE.UU., vol. V, núm. 1, enero de 1971, págs. 65-78).

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tencia de una verdad significativa. La verdad es lo que atormenta al hombre an­gustiado. La verdad se opone a que se oculte el mal, a que se lo disimule»7. Por aquí afluimos ya a la otra faz, más dramática por inmediata, que adquiere tal ur­gencia en Bousoño. Para desbrozar un sendero hacia la verdad, a cualquier for­ma de verdad, hay que proveerse antes de un grado extremo de clara videncia frente a la fealdad, el horror, la miseria de vivir y, aún más, de una conciencia vivencial del mal. Hay que impedir, parafraseando las palabras recién citadas, que nos ocultemos o disimulemos esa maldad del mundo; sin que importe mu­cho saber de antemano si habremos de llegar a la conquista propuesta. Cono­cido es que el espíritu sólo se gana su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo primero en el absoluto desgarramiento. Aquella videncia y este des­garramiento, tan intrincados entre sí por lo demás, dan la dolorosa materia del texto final del libro, «Precio de la verdad», donde el poeta ha cuidado de obje­tivar minuciosamente ese terrible descenso a los infiernos íntimos que requie­re previamente la posesión de la verdad:

Admito la posibilidad de que sea absolutamente preciso haber descendido, al menos alguna vez, hasta el fondo del edificio oscuro, haber bajado a tientas el peligro de la desvencijada escalera, que amenaza ceder a cada

[paso nuestro, y haber penetrado al fin con valentía en la indignidad, en el sótano oscuro. Haber visitado el lugar de la sombra, el territorio de la ceniza, donde toda vileza reposa junto a la telaraña paciente. Haberse avecindado en el polvo, haberlo masticado con tenacidad en largas horas de sed o de sueño. Haber respondido con valor o temerosidadal silencio o la pregunta postrera y haberse allí percatado y rehecho (72).

Sólo así podrá el espíritu consumar el total despojamiento, indispensable para el advenimiento de la verdad. La ironía está en que ni aun con tal renuncia arribaremos a ella. La jugada que remata la partida es, siempre, el definitivo no saber. El último verso cierra a ambos, poema y libro, con un redoble funeral de impotencia en el que se mezclan, armónicamente, acordes aún hermosos de dig­nidad, honradez y decisión, la verdadera y útil angustia existencial:

y al fin, desposeídos, haber continuado el camino sincero y entrado [en la noche absoluta con valor todavía.

' Enzo Paci, -Kierkegaard vivo y la significación genuina de la Historia», en Kierkegaard vivo (Madrid: Alianza Editorial, S. A. 1968), pág. 92.

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Pero en ese camino sincero el hombre no está solo. Le acompañan los otros, ese prójimo como él desvalido y acuciado de igual modo por las mismas y pe­rennes interrogantes. Emerge así el tema del otro, siempre relacionado con la sen­sación humana de orfandad y con el afán de conocimiento. Por el empaque en cantidad, y aún en orden axiológico, se trata en Oda en la ceniza más bien de un subtema, en el sentido de que aparece siempre como una compañía necesaria a los demás motivos de esa oda. Más que en la concepción de Gabriel Marcel (que ha sido quien más generosamente ha tratado, entre los teóricos del existencialis-mo, este fecundo y fundamental problema), el otro no es aquí aquél que cola­bora y enriquece mi vida espiritual al reducir mi disponibilidad, sino quien, por su misma penuria, sólo puede unírseme en el desamparo y darme fuerzas en la flaqueza. Por esto, cuando el poeta decide entonar, desde las ruinas, su valeroso salmo (y ello sucede, temática y expresivamente, en el texto clave del libro: «Oda en la ceniza»), después de unos versos del más negativo tono (Oh desaliento/del desconocer, hambrear, consumirse, /centro del hombre), se vuelve bruscamen­te, sin transiciones, a ese prójimo cercano que le dará apoyo y estímulo en la di­fícil faena del vivir, entendida esta faena como un arduo escalamiento irónico ha­cia el fracaso:

Tú, mi compañero triste de acontecer, tú, que como yo mismo ansias lo que ignoras y tienes lo que

[acaso no sabes, dame la mano en la desolación, dame la mano en la incredulidad y en el viento, dame la mano en el arruinado sollozo, en el lóbrego cántico. Dame la mano para creer, puesto que tú no sabes, dame la mano para existir, puesto que sombra eres y ceniza, dame la mano hacia arriba, hacia el vertical puerto, hacia la

[cresta súbita. Ayúdame a subir, puesto que no es posible la llegada, el arribo, el encuentro (13).

De todos modos, la comunión que aquí se implica arroja una pista, por borrosa que parezca, hacia la esperanza y la trascendencia. Porque invocar al otro es intentar una salida hacia fuera, hacia el mundo, dejar al menos fe de una voluntad trascendente. Para ese intento tendrá también el poeta, siquie­ra él, otro mecanismo: la poesía misma, su ejercicio. Pues la palabra poética

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fija, en el instante, lo que en cada instante está destinado a mudar y perecer. En «Salvación en la palabra. (El poema)» se plasma, como en un cuadro i lu­minado por una luz de verdadero realismo mágico, el viejo sueño de la poe­sía sobre el que tanto han especulado de manera particular los poetas con­temporáneos, desde T. S> Eliot hasta Cemuda y Octavio Paz. Hay allí un pasaje significativo:

... De pronto el caminar fue duradero y el hombre inmortal fue, y las bocas que juntas estuvieron juntas están por siempre. Y el árbol se detuvo en su verdor extraño, y la queja ardió como una zarza misteriosa (10).

Tomando elementos temporales (caminar) y realistas (boca, árboles), el poeta los pasa al verso como descargándolos de su peso histórico y concreto, y convirtiéndolos por la pura palabra en esencias de sus propias realidades acci­dentales. Sin embargo, en aguda inversión dolorosa, esa palabra misma —que en fin de cuentas no es sino mero soplo de aire fugaz— le servirá para repre­sentar y reforzar simbólicamente la igual condición del mundo, cuya hermosu­ra está como la de la palabra sometida a una raigal fugacidad. Y el hombre ha de aceptar, en un mismo movimiento del espíritu, ambas paradójicas instancias —belleza y transitoriedad del v iv i r— como su sola verdad posible; y ha de alzar hacia ella un canto de amor en que la ironía solo actúa noblemente como su­brayado dramático de la impotencia del ser humano, pero también de su ente­reza en esa tenaz invocación suya a tan débiles dones. Es expresivo, al efecto, el fragmento final de «Palabras: el mundo»:

Amadas tuyas hasta el fin. La vida. La hermosa vida que has vivido vale. El campo, el valle, lágrimas de lodo que has podido llorar, la niebla oscura. Todo vale si es, aunque palabras fuese. Todo vale si gime. Todo vale si duele junto a tu carne un mundo de palabras (60).

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Si, en suma, quisiéramos arriesgarnos a la definición del centro poético de visión de Carlos Bousoño en la fase última de su trayectoria, procederíamos yux­taponiendo dos cierres de textos que hemos destacado, el uno antes y el otro ahora. De un lado, aquel verso final de «Precio de la verdad»: y al fin, desposeí­dos, haber continuado el camino sincero y entrado en la noche absoluta con valor todavía. Del otro, éstos recién leídos de «Palabras: el mundo»: Todo vale si duele/junto a tu carne un mundo de palabras, y concluiríamos así: el mundo está ahí con sus límites y su miseria conocidos y con su verdad inescrutable o aun inexistente que nos azuza; pero ese mundo es valioso en cuanto que es, aun­que sea momentáneamente. Lucidez: osadía para la mirada penetrante, no im­porta que inútil, en lo más denso de la noche. Y junto a ella, confianza: fe amo­rosa en la vida que es, con toda su fragilidad, lo único de que el hombre dispone. Lucidez y confianza, pues, unidas en un gesto soberano del espíritu: sólo así po­drá el poeta cantar desde tan pobres suelos. Oda en la ceniza es tanto el pron­tuario riguroso de la nada como el breviario tímido de la salvación, y de ahí su tremenda palpitación humana y existencial.

* • »

El libro exhibe otro valor, si lo relacionamos con la labor anterior de Bou­soño y en general con la poesía de su generación y de los últimos años españo­les: su alza de riqueza expresiva, consecuente en esto a recientes postulados te­óricos por él mismo emitidos8, y debida en gran parte a la más generosa entrada en el verso de los valores irracionales de la palabra. En este sentido debe recor­darse que esos mismos valores habían sido ganosamente empleados por el poe­ta en algunos textos de su libro anterior, Invasión de la realidad, de 1962. Y que visto el asunto a mayor escala, es igualmente interesante destacar cómo ese es­fuerzo suyo, y el paralelo que por aquellas mismas fechas realizaba José Hierro en las composiciones que luego integrarían su Libro de las alucinaciones (1964), significaron algunos de los primeros pasos decisivos, ya dentro de los años 60, en esa reestimación del irracionalismo en el lenguaje poético que, progresiva y crecientemente, habría de constituirse en una de las más fértiles recuperaciones

* Bousoño ha afirmado, en fecha no lejana: 'Pienso que los poetas actuales debemos volver al rigor, a la intensidad de expresión*, véase: Poesía amorosa. Antología por Jacinto López-Gorgé (Ma­drid-Barcelona: Alfaguara, 1967), pág. 301. Y en otra ocasión, por el mismo camino: *EI fondo y la forma son inseparables en el arte, y cuando la forma es deficiente, el fondo ha de carecer de bas­tante manifestación y realidad*. En Poesía cotidiana. Antología, por Antonio Molina (Madrid-Barce­lona: Alfaguara, 1966), página 414.

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en la poesía de la década. Con ello se apunta al hecho de que fueron precisa­mente dos miembros—Hierro y Bousoño— de la primera generación de pos­guerra, identificada mayoritariamente con la poesía social, quienes de modo sin­crónico, aunque por vías diversas, van a contribuir a superar las limitaciones que la óptica en exceso logicista de dicha tendencia social había impuesto. (Véase al respecto, sobre este tema, nuestros más específicos comentarios en este mismo libro, pág. 59.) Su interés mayor, en ese sentido, fue haber puesto la atención en el aprovechamiento de los beneficios que una actividad más abierta a las posi­bilidades de las irracionales asociaciones podrá aportar tanto a la textura verbal como a la misma estructuración del poema. Sin embargo, tal aprovechamiento no conduce, en Bousoño, a ese enrarecimiento o hermetismo a que es proclive una disposición irracionalista desbocada, ya que el mismo rigor que acabamos de ver en el modo de configurar su visión del mundo preside su sentido del ofi­cio poético. Y éste descansa, en su caso, sobre el cuidado que debe regir la re­lación entre materia temática, vibración emocional y cálida comunicatividad den­tro de cada poema, vigilado éste siempre como una perfecta unidad intuitiva y léxica de nítidos perfiles.

Tal enriquecimiento de la forma viene, así, a coincidir de espontánea manera con el aupamiento de la expresión que afortunadamente ha emprendido la poe­sía española de ese decenio. Desde su posición personal, no obstante, cabe ex­plicárselo desde una luz más individualizada. El exceso de luz, es sabido, puede conducir a la alucinación; y en esos momentos, para traducir lo percibido en for­ma tan poderosa, la palabra en libertad cobra una fuerza evocadora extraordina­ria. Unas consideraciones de Norberto Bobbio, tratando de justificar la necesidad y utilidad del simbolismo, vendrán muy bien para entender la relación entre aque­lla postura del espíritu y esta libertad expresiva que se muestra en el Bousoño úl­timo. Ha escrito el pensador italiano: «El hombre, en formas variadas y a través de las más diversas experiencias, desengañado, o acaso sin verdadera experiencia, del ver sensible y del comprender racional, trata de conquistar una segunda visión, a la vez más aguda y despreocupada, tanto más seguro de estar en la verdad cuan­to más alucinada y fantástica es...»'. Ciertamente que nuestro poeta no llega al ries­go de la abstracción a que es proclive el simbolismo en su estado más puro; ni siquiera, como punto de referencia próximo, a esas representaciones más vo­luntariamente incoherentes de Hierro en sus alucinaciones citadas. N i intenta tampoco crear otra realidad. Trata, por sencilla manera, de clarificar la nuestra,

' Norberto Bobbio, El existencialismo. Ensayo de interpretación (México: Fondo de Cultura Eco' nómica, 5.' edición, 1966), página 41.

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la suya, inmediata y vital, con una penetración más afilada al desentenderse de burdas ataduras realistas en el lenguaje, pues sólo así podrá alcanzar esa desea­da segunda visión poética y más plena. De ello brota, como primera evidencia, el manejo continuo del símbolo, de los símbolos, que hacen de Oda en la ceni­za el libro de más varia y matizada simbología en la producción de su autor. Este se ha ocupado de modo extenso, en el plano teórico, del símbolo y sus posibi­lidades, especialmente referido a la poesía contemporánea; y sólo concede ca­tegoría simbólica, actuando con la mayor especificidad, a aquel mecanismo tro­pológlco donde «su plano real no aparece en la intuición, que es de suyo puramente emotiva, sino en el análisis extraestético de la intuición»10 En las no­tas que siguen procederemos tratando de ajustamos a ese criterio, pero aso­ciándolo flexiblemente a aquel de mayor amplitud según el cual una pura ima­gen, racional o visionaria, llega a lograr implicación simbólica gracias a su reiterada presencia dentro del contexto de una obra y a «sus relaciones con otras imágenes de la misma obra y con las intenciones del autor» ".

El que más llama la atención, por esperarnos ya desde el título del libro (tí­tulo tan próximo, por otra parte, al del conocido poema «Himno entre ruinas», de Octavio Paz), es el símbolo de la ceniza, que se repite además con una fre­cuencia significativa. No requerirá, a estas alturas de nuestros comentarios, de­tenernos en lo sugerido por esa ceniza, en la cual respira un milagro como en la nada puede figurarse el ser y en la efímera vida una imprecisa forma de fijación y trascendencia No todos los símbolos tienen un constante valor representa-

10 Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética. 5.* edición muy aumentada. Versión defini­tiva (Madrid: Gredos, 1970), vol. I página 201.

" Norman Friedman, -Imaginery: From Sensation to Symbol», en The Journal qfAesthetics and Art Criticism. (Vol. XII, 1953 página 31.)

1 1 Pero sí merece la pena una mirada retrospectiva para descubrir un extraño y sólo coinddencial antecedente de esta intuición. Es en un pasaje del lejano Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, donde la monja mexicana exalta el ánimo arrogante que, el vivir despreciando, determina/su nom­bre eternizar en su ruina (Sor Juana Inés de la Cruz, •Primero sueño-, en Obras completas, vol. I, México: Fondo de Cultura Económica, 1961, pág. 355). Claro es que esa voluntad eternizadora apa­rece, en Sor Juana, dentro del contexto intelectual y gnoseológico que le conocemos y concedemos al famoso poema. Pero no deja de resultar curioso, por reforzar la coincidencia, y en atención a ello nos hemos ido tan atrás en el tiempo, que sólo tres versos antes de los reproducidos le ha venido a la poetisa la imagen de la ceniza (cerúlea tumba a su infeliz ceniza) para aludir al final obligado de toda empresa trascendente. Es también interesante hacer notar que en la poesía hispanoamericana contemporánea no es nada extraña esa asunción de la antinómica dualidad intrínseca en la realidad y en la condición humana. Casi al azar citaremos algunos ejemplos, por lo demás muy aislados en el tiempo. De Oliverio Girando (1891-1967): A mí a mí la plena íntegra bella a mi hórrida vida, verso prebousoñiano en sentido si los hay, de -A mí», en En la masmédula. De Jorge Luis Borges

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cional; ni todos, tampoco, por surgir algunos de ellos de las más profundas si­mas del espíritu, admitirán igual reducción racional. Sí es factible, no obstante, establecer con ellos una órbita en cierto grado coherente y a la vez en perfecta congruencia con la visión del mundo de donde emergen, y es lo que intentare­mos en seguida.

Un orden posible sería el de comenzar examinando aquellos elementos que, tomados del reino natural, no alcanzan aún a concretarse en formas o entidades fijas y definidas. Los dos más comprensibles y comprensivos, por traducir toda­vía con fiel logicidad el dualismo de esa cosmovisión, son el de la sombra (o cual­quiera de sus sucedáneos: noche, tiniebla, oscuridad, abismo) y Q\ de la luz. Tie­nen ambos una larga historia en la obra lírica de Bousoño En «Oda en la ceniza» el irónico proceso del vivir está sentido como una coronación del abismo (13), y su último destino como el hueco atroz de las sombras. «El baile» proclama el mismo vivir como un hecho terrible que acontece al borde de un sollozo/y no­che donde muere la esperanza (18). «Comentario final» sitúa su insondable ex­periencia en la noche profunda (21). Y el poema más afin a aquél, «Sensación de la nada», califica tal sensación como una noche/que nunca amanecieseis^). Tan numerosas serían las instancias a favor de la sombra como las que se incli­nan a la luz. Esta puede aun, en cierto caso excepcional, llegar a identificarse con algún estado negativo, si es vivido en su total plenitud, como cuando se nos habla de la luz sublime de la nada (31). Pero en general está reservado a aque­llos momentos que se abren hacia lo positivo de la humana belleza moral y ha­cia la pasión absoluta de ser y de conocer. Por el dolor puede el alma escuchar, en «Análisis del sufrimiento», la melodía inmortal de la luz inotbleQ.8). Del mis­mo modo, en los poemas de tema amoroso, la pequeña verdad humana del ser amado se ofrece como luz tranquila («Canción de amor para después de la vida»); o más hermosamente, por el trasfondo metafísico que sugiere, como luz lavada en su jardín («En este mundo fugaz»); o, personificándola, como una luz que ha­blase/que dijese te quiero («Pero cómo decírtelo»). Y en los escasos instantes en que parece dibujarse el paso hacia una segura trascendencia (recordemos para ello los versos ya reproducidos de «Cuestiones humanas acerca del ojo de la agu-

(1899): la trémula esperanza,/el milagro implacable del dolor y el asombro del goce—/siempre perdurará, de «Inscripción en cualquier sepulcro», en Fervor de Buenos Aires. De Octavio Paz (1914): El desamparo / que es ser hombres, la gloria que es ser hombres, en Piedra de sol. Y serían nume­rosísimas las posibles constataciones semejantes.

" Sobre estos dos símbolos, el de la sombra y la luz, estructura básicamente Ana María Fagun-do su ensayo -La poesía de Carlos Bousoño entre el ser y la nada». Véase ínsula, año XXTV, número 274, septiembre de 1969.

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ja»), tal tránsito sólo podrá ser entrevisto como la conversión y el ingreso victo­rioso de la materia en la luz: hecha depronto luz,/luz que penetra/velozmente en la luz, / en la luz única. Es ésta la cima climática, en todo el libro, del em­pleo de este símbolo de la luz en sus trascendentes y afirmativas connotaciones.

A l mismo rango de seres naturales pertenecen el viento y el mar. Claro es que, como se dijo, los valores simbólicos no funcionan de un modo sistemático y rí­gido, sino relativizando sus sugerencias según el contexto. Así, el viento, ser el más inaprensible de la creación, podrá aludir incluso a la poesía si un adjetivo oportuno le retiene su fatal impulso hacia el vacío, al punto de que la palabra po­ética deviene arca donde está el viento detenido (11). Viento aquí viene a signi­ficar, pues, un elemento móvil de la vida que se eterniza como tal movimiento en el poema, o arca —otra imagen simbólica, alusiva a la riqueza atesoradora de la poesía—. Pero el viento, por su misma naturaleza, hará transparente con mayor fidelidad la inconstancia e inconsistencia del vivir y la imposibilidad de una fe só­lida y resistente. Bastarían unos pocos ejemplos. Dame la mano en la increduli­dad y en el viento, se pide en «Oda en la ceniza» uniendo impecablemente la au­sencia de fe y el simbólico elemento fugaz. El poema titulado «Experiencia» confunde en una misma inutilidad la aurora y el ulular del viento, ambas entida­des sumamente temporalizadas y por ello efímeras. El total desvanecimiento de cualquier manifestación de lo real está confiado también simbólicamente a este elemento al referirse, en un apretadísimo haz de paradojas, a una plena realidad de penumbra deshecha por el viento (70). En cuanto al mar, Bousoño parece de­sentenderse de la tradicional asociación de este símbolo con la muerte; y así pue­de servirse de él, en «Canción para un poeta viejo», como representativo de la ple­nitud grandiosa y serena alcanzable, excepcionalmente como ya se ha sugerido, por algún ser humano —en este caso, ese poeta en su vejez—. Personal es tam­bién su uso del mar como expresión de la vida en tanto que dolor y amargura su­cesivos y constantes («Susana, niña»), para lo cual se hace a veces más efectiva su alteración y traslación por sinécdoque con el término ola, tal en este ilustrativo pasaje de «Cuestiones humanas acerca del ojo de la aguja»:

¿Será posible que de pronto entre a empujones, a empellones súbitos, brutalmente, diríamos, por las sencillas rendijas del misterio el hondo mar humano, el oleaje mísero de la calamidad y la paciencia

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¿El ojo de la aguja espera siempre el ahilamiento prodigioso de la terrible ola embrutecida del sufrimiento atroz, y allí los peces íntegros del verde mar humano de la pena, y todo cuanto acontece y es y cuanto arriba al hombre, y todo lo demás, penetrará como la inmensa ola sagazmente por la imposibilidad de un agujero? (62).

Sin que se debilite en un desarrollo meramente alegórico, el símbolo en cues­tión agota en este fragmento todas sus posibilidades poéticas dentro del sistema representacional de Oda en la ceniza. Y ello es posible gracias al manejo abun­dante de calificativos intensificadores muy característicos de Bousoño (al punto de integrarse ya tales calificativos en maneras, que dan consecuentemente a la dicción un cierto aire retórico inevitable). Aquí, por ejemplo: hondo mar hu­mano, oleaje mísero, terrible ola embrutecida, verde mar humano, inmensa ola. En todos los casos, nos remiten, con la elocuente sugestión de tan expresivo sím­bolo, a un mismo significado o plano real: la vida intuida como reiteración abru­madora del sufrimiento y la ignorancia.

En segundo lugar colocaríamos aquellos símbolos procedentes también del mundo natural, o de concreciones de ese mundo en que puede intervenir el hom­bre, pero que llegan en ambos casos a plasmarse en forma (o en ausencia obje­tiva de forma). Estos serían los que, precisamente por tal concreción, resaltarán más dramáticamente el destino inflexible hacia la nada de la realidad. Dos son aquí los más notables. Uno, el de la flor (o la rosa, particularmente). Otro, el del pozo. Tal vez el texto que más plásticamente levante ante nosotros ese trasfon-do horrible sobre el que descansa la creación toda sea el ya varias veces men­cionado «Más allá de esta rosa»: un más allá donde se yergue con pertinaz fata­lidad ese mundo espantoso y contrario a la hermosura breve de la rosa, y que describe el ámbito hacia el que se encamina la existencia (y léase aquí de nue­vo, si se quiere, el pasaje de este poema que antes se transcribió). La imagen del pozo, por su sentido de oquedad ligada al hombre, pues éste lo construye, se ciñe con ejemplar verdad a la idea del vivir como un vacío construido por su agen-

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te. Se repite, al menos, en cuatro ocasiones. Otra vez «Comentario final» nos pro­vee de una espléndida oportunidad, si tenemos en la mente ahora que la ante­lación de la muerte allí narrada se ambienta como la escena de un hombre aso­mado al brocal del pozo del no ser (21). Y la vida humana es calificada lapidariamente como un pozo de realidad, con su antinómica sugerencia de algo a la vez hueco y sustancial. (Digamos de pasada que, en este examen de la tro­pología del libro y para no caer excesivamente en la estadística, sólo destacamos los momentos más significativos, teniendo en cuenta además que algunos de és­tos han sido vistos ya y que otros lo serán cuando nuestra atención se concen­tre en las paradojas, tan abundantes aquí.)

Abriríamos un apartado, el tercero, para aquellas sensaciones auditivas (música, cántico, silbido), o su ausencia (silencio) que refuerzan eficazmen­te, y de modo respectivo, la verdad y el secreto, el ser y la nada. «En el centro del alma», donde alguna vez pudiera cristalizar el ser, se intuye la existencia de un irreductible sitio donde el cántico y el silbido (llamamiento misterioso o se­creto de la realidad real) tienen su albergue. Y, contrariamente, el silencio dará rocosa forma al absoluto enigma trascendente contra el cual el mar, en su va­lor simbólico ya sugerido de vida como constancia, se estrella inútilmente: Se­llado está el silencio y oigo el rumor del mar/ que el silencio golpea / una vez y otra vez(62).

Y otra cuarta sección, muy pequeña, para aquellos elementos que por su le­vedad natural extrema no pueden sugerir la firmeza de la nada ni la terca vo­luntad del querer ser. Sirva de ejemplo la palabra burbuja, la cual, por su mis­ma tenuidad, podrá simbolizar ese frágil puente intermedio entre el hombre y su permanencia, que aquél pretende tender a través de su poesía. Como burbuja leve la palabra/se alza en la noche (9), en la pieza inicial del libro. O en otro momento, de «Divagación en la ciudad», el esbozo de un puente también, pero más sutil aún: el de un oculto, remotísimo designio, entrevisto o escuchado a me­dias, como el chispazo fugaz de alguna trascendencia: No sé, una burbuja/que acaso significa, como si viniera a nosotros / respirada por alguien, detrás de la tiniebla (47).

En Invasión de la realidad, el libro anterior de Bousoño, al programar en su última división, así denominada, la «salvación de la vida», derramaba el poe­ta nombres de utensilios, de objetos manufacturados por el hombre o que for­man parte de su pequeño mundo inmediato, y los cuales, de cierta y triste ma­nera, garantizaban su continuidad. Entre esos objetos escogió uno, y le dio, como ya recordamos, una suerte de humana forma de divinidad o sustancia de fe: el jarro. Pero en el poema que clausuraba el libro, y que específicamente tituló «Sal-

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vación de la vida», acumuló, elevados a símbolos de esa salvación, otros muchos sustantivos designadores de cosas que entran en el íntimo trato diario del hom­bre (corneta, trompo, cama, armario, colchón, aro, martillo, carrito, muchos de ellos expresivamente relacionados con la niñez, la etapa del vivir más abier­ta a continuación); o, en otra serie afín, definidores de su inmediato contorno vi ­tal: casa, desván, jardín, castillo, significando así que era el hombre y su mun­do lo que había que redimir. Con símbolos de esa índole podríamos formar un quinto grupo; y observarlos también, y coincidentemente, en el poema final de Oda en la ceniza. En «Salvación de la vida», esos sustantivos habían aparecido generalmente sin modificadores, en las límpidas connotaciones (recuérdese que estábamos todavía allí en Invasión de la realidad) de los seres reales por aque­llos sustantivos evocados. Ahora, en -Precio de la verdad», texto que cierra este nuevo libro, se repetirán incluso algunos de ellos, pero ya tan violentamente al­terados por adjetivos desvalorizadores, que, lejos de apuntar a alguna forma de continuación, aseguran más bien su marcha hacia el no ser: el desván antiguo, la cuchara de palo con carcoma, el muro desconchado, el torreón derruido, el raído harapo, la desvencijada escalera. Es tan fuerte entonces el peso de los ca­lificativos que son ellos, en verdad, los que se arrogan calidad simbólica, fun­cionando como signos de indicio de la deplorable condición ontológica de toda la realidad.

La nulificación total del hombre, recortado sobre el vacío, llega a clarificar­se a través de un símbolo que pertenece al género de lo abstracto, pero el cual, precisamente por el plano tan inconcreto que ha de traducir, adquiere aquí por vía paradójica una afilada expresividad: el de cifra o número. Se trata, en «Sen­sación de la nada» como instancia ejemplar, de proceder a la reducción del orbe a un punto, a una cifra que sufre (30). La desrealización lograda por este sím­bolo es tan efectiva, y tan entrañada a la concepción del hombre dentro del pen­samiento poético actual de Bousoño, que aun en un movimiento de signo con­trario, o sea, afirmativo, siente la necesidad de servirse del mismo; y ello ocurre en «Salvación del amor», viéndose obligado entonces a calificarlo de la más in­sólita y opuesta manera: Salvad tan sólo un número caliente (65).

Una séptima agrupación podría intentarse reuniendo símbolos aislados, es decir, que no se multiplican a lo largo del libro, pero a los cuales se otorga tal entidad y eficacia a la vez cuando aparecen, que cada uno de ellos, en su indi­vidualidad, se constituye en eje temático del correspondiente poema donde lo descubrimos. Tendríamos en primer término el baile, que dentro del texto así denominado representará la unión entrañable del ser y la nada, del júbilo y la desesperación, en una de las composiciones de simbólico movimiento anecdó-

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tico más vertiginoso y abismal del conjunto. Uno de los más originales de todo el libro, si no el que más, es el símbolo del agujero, tomado de los Evangelios, pero aquí usado con total libertad, el cual hendirá, en forma de inquietante pre­gunta sin solución, un pequeñísimo augurio trascendente, tan mínimo como la imagen centrada en el título: «Cuestiones humanas acerca del ojo de la aguja». Y en «La prueba», ante la falta de sentido que el poeta advierte en las tradicionales pruebas de la existencia de Dios, erige como irónico correlato simbólico de aqué­llas la imagen absurda de un gordo (burguesamente satisfecho y por ello hen­chido de indiferencia ante la angustia de los demás), al que igualmente sería im­posible aducir (y de aquí el tono grotesco del poema) como prueba de alguna superior existencia indemostrable.

Por su directa carga semántica no comportan, en rigor, categoría simbólica, pero sí alta fuerza expresiva, dos verbos que no son infrecuentes en estos poe­mas. Uno es girar, visualización gráfica de ese continuo movimiento desinte­grador hacia la nada total, que llega a acompañarse de una natural sensación de vértigo léxico y espiritual en «Giros». El otro, borrar, verbo el más sabiamente se­leccionado para definir la existencia como una acción cuyo sentido es un des­hacerse, un hacer desaparecer en cada instante lo que sólo momentáneamente ha tenido visos de realidad. Reléase aquel final, ya examinado, de «Más allá de esta rosa», con su temblorosa imagen simbólica de un otro yo (que es el mismo yo del poeta en la muerte, una como contradicción o negación del yo), al cual aquél contempla borrando sus propias palabras, su propio vivir: es acaso el mo­mento en que tal verbo se adensa de su mayor sugestión a la vez plástica y me­tafísica. Si ampliamos con algo de generosidad el concepto de símbolo, no verí­amos dificultad en componer con estas dos acciones verbales, girar y borrar, una octava y última sección de elementos simbólicos en Oda en la ceniza.

El repertorio, como se habrá podido apreciar tal vez con demasiada minu­ciosidad, es variadísimo, pero corresponde a un orden casi implacable. Hemos querido reproducir ese orden mediante una agrupación sistemática y gradual; para derivar de ella algunas conclusiones que reafirman lo sugerido a priori, en­tonces sin suficiente fuerza persuasoria todavía: la total congruencia del sistema simbólico de Oda en la ceniza con la visión del mundo que le sirve de sostén. Si en la formulación de ésta eran la nada y el serlas dos palabras significantes y resumidoras, nuestro recorrido por los símbolos correspondientes ha comenza­do por los dos que de manera más inmediata y respectiva podrían aludir a aque­llas entidades últimas: la sombra y la luz. Después se ha visto, escalonadamen­te, cómo las incidencias y matices de ese encuentro continuo entre las dos opuestas reducciones ontológicas —encuentro que no es otra cosa sino el v iv ir—

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ha requerido de una correlativa y mayor complejidad expresiva, vale decir de un más rico arsenal simbólico. Y hemos terminado en el final previsto e inexorable, siempre sobre la base de aquellas fundamentales realidades: el giro del ser en la nada, el borrarse del uno en la otra. Fatal destino común a la aventura del espí­ritu y de la palabra.

• * •

Más que sugerida, creemos que ha quedado ya en principio justificada la pre­sencia rectora y dominante del recurso que vamos ahora a considerar: la para­doja; pues, como se ha dicho, a través de toda su labor, y en particular en esta entrega, sentimos siempre al poeta asido con tenacidad a ese dual y contrario punto de vista desde donde observa el mundo. De aquí que, al explicar la razón por la cual toda su poesía pudo y puede acogerse al título de aquella segunda salida suya, Primavera de la muerte, haya escrito su autor:«... ese título contra­dictorio, que rotula toda mi obra y una parte de ella, pretende explicar sintéti­camente la paradoja esencial que he sentido y creído ver, como poeta, en la rea­lidad: valor y desvalor del orbe todo.» Y añade explícitamente: «Paradoja y antítesis del mundo que, de otra parte, es la fuente principal tanto de las para­dojas expresivas que tanto abundan en mis poemas de los últimos años, como de la sentimentalidad dúplice, antitética también, desde la que mi obra ha sido concebida y ejecutada»14.

La paradoja es, pues, quien provee la armazón de espíritu y estructural de Oda en la ceniza. Tan consistente en el libro, dará a éste la base definitiva de su carácter en raíz existencial y, al mismo tiempo, su sugestión trascendente o me­tafísica. Porque sólo la paradoja, en resumen de cuentas, marca la decisiva dife­rencia entre un posible ojo divino, único poseedor, en caso de existir, de una ver­dad esencial y absoluta donde todas las incoherencias se resolviesen de modo armónico, y la astigmática mirada del hombre por la cual toda forma de verdad que trate aquél de alcanzar e interpretar se le desdobla de modo trágico en una duplicidad desazonante, muy lejana de toda serena certidumbre cognoscitiva de índole superior. Ese forzoso desdoblamiento es el tributo más doloroso de la l i ­mitada condición humana, escindida entre el estar y el ser, entre la real insatis­facción del no saber y el no menos veraz apetito de conocer.

Analizando la paradoja en Kierkegaard, que es, como se sabe, quien más ha profundizado en el tema, ha escrito Emmanuel Mounier unas palabras que pro-

14 Bousoño, en Poesía religiosa. Antología, por Leopoldo de Luis, págs. 291-292.

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yectan luz muy esclarecedora sobre su uso y sentido en Bousoño: «Brota la pa­radoja del punto de unión de la eternidad con la historicidad, de lo infinito con lo finito, de la esperanza con la desesperación, de lo transracional con lo racio­nal, de lo indecible con el lenguaje. Rompe insolentemente todas nuestras ins­talaciones en lo menos que humano: la inmanencia lógica, la indiferencia esté­tica, el bienestar moral. La paradoja se impone por su autoridad a b r u p t a * Y recuerda un dictum de Jean Wahl quien define abreviadamente la paradoja como un intento de aprehender de una manera cada vez más profunda; definición que cumple puntualmente al impulso de Bousoño en lograr la expresión más fiel y matizada de ese escrutar en hondura la existencia que desde las páginas de este libro se propone.

La paradoja se impone, al existente auténtico, por su autoridad abrupta; y los textos de Oda en la ceniza lo reafirman en módulos variadísimos. Iniciare­mos ahora una cierta gradación, de signo ascensional, de esos módulos. Quizá por lo mismo sea útil comenzar mencionando aquellos casos en que, más rara­mente, no parece detectarse paradojas, o de manera notoria disminuyen éstas en alcance significativo. Ello ocurre, sobre todo, cuando el poeta describe sen­saciones absolutas en las que no puede el hombre abrigar dudas, esperanzas o ilusiones, y vecinas por lo general a la experiencia de la nada y de la impoten­cia gnoseológica, como en los implacables poemas «Comentario final» y «Precio de la verdad». También, por contrario modo, cuando se acerca a situaciones don­de brilla un posible conocimiento trascendente, cesa por tal razón el jadeo del espíritu, se hace entonces menos necesario el contrapunto paradójico, y advie­ne una ilación mental rigurosa y por ello aquí extraña, como en la serenísima •Canción para un poeta viejo».

Por el lado opuesto al de la ausencia de formulaciones paradójicas, y antes de entrar en enunciamientos específicos, cabe aludir a una suerte de paradoja total y omnipresente, que recorre todo el libro al punto de poder ampararse me­tafóricamente en su título, aunque se da con más fuerte evidencia en poemas de cierta extensión como el mismo «Oda en la ceniza», «Precio de la verdad», etc. En ellos el tempo permite al aliento alzarse, encresparse, erguirse, logrando en fin ese acento levantado de oda al cual corresponde, como materia, una visión de sequedad y vacío, recogida en el símbolo de la ceniza. Se trataría así de una ge­nérica paradoja tonal, en tanto que ese tono, entusiasta o grandioso, sirve iró­nicamente de expresión a un sentimiento trágico o desolado. Si la nada puede llegar a ser, y de hecho es, uno de los ojos del que mira, el emocional diríamos,

" Emmanuel Mounier, Introducción a los existencialismos(Madrid: Guadarrama, 1962), pág. 53.

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se deja llevar por la impresión exultante de tal realidad, y el tono de la voz se exalta; el otro, intelectual en cambio y por ello más penetrante, no puede per­der de vista que aquello que engañosamente se le ha hecho real no es sino una insalvable oquedad, y los contenidos reflexivos no pueden elevarse de tan ínfi­mo y doloroso nivel. La oposición no podría resolverse lógicamente, pero sí por vía poética y paradojal: oda en la ceniza, canto desde las ruinas.

Iniciándonos ya en las configuraciones paradójicas de tipo estilístico, podría partirse de aquellas que se concretan sencillamente en un escueto sintagma, los cuales, en su brevedad, son no obstante muy precisos índices de la integral exis­tencia auténtica (entendiendo como autenticidad aquí el reconocimiento de lo positivo en la nada, y la búsqueda de la verdad y el ser dentro de la esfera de las humanas posibilidades, donde la más simple racionalización advierte del difícil logro de aquellos objetivos). La vida, desde tal posición, puede resultar así una horrenda miseria primaveral (9), en calificación que une tres voces caracterís­ticamente peculiares del sistema expresivo de Bousoño. El afán de una incierta totalidad divina conduce a formulaciones como deslumbradora invisibilidad y témpano de oceánico ardoriXS), que son claras alusiones metafóricas a un ina­sible Dios cabal y respondiente. Para sugerir la necesidad de saber como algo ya en sí mismo pletórico de alta posibilidad, se dirá que es el hambre un har­tazgo tan bello (18), en un esguince donde el calificativo bello se carga de una punzante ironía. La nauseabunda destrucción escondida siempre en las más her­mosas floraciones de la vida precipita audaces postulaciones: Azucena: Relin­cho/espantoso, queja oscura, milagro (25). Los ejemplos de estas casi aforísti­cas paradojas sintagmáticas serían incontables.

Encontramos después una cierta clase de paradojas que, para desarrollar to­dos sus matices, precisan ser desplegadas a lo largo de varios versos con la con­siguiente sutilización de las oposiciones implicadas. A esta paradoja podríamos llamarla aproximadamente conceptual; y sólo en gracias a esas requeridas ex­tensión y minuciosidad, pues en principio sabemos que todo juego intencional o volitivo (antítesis, paradojas) nace conceptualmente, esto es, al retorcer el jui­cio torturadamente las más simples y racionales nociones. La estoica firmeza del hombre-Sísifo en su inútil, pero gloriosa tarea, donde sin embargo cabe algún leve guiño a la esperanza, se expresará (como en «Oda en la ceniza») a través de una sucesión condicionada de paradojas:

Ayúdame a subir, puesto que caes, puesto que acaso todo es posible en la imposibilidad, puesto que tal vez falta muy poco para alcanzar la sed,

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muy poco para coronar el abismo, el talud hacia el trueno, la pared vertical de la duda, el terraplén del miedo (13).

La segura conciencia de la inutilidad de todo esfuerzo transcendente se re­coge en estos también paradójicos versos de «Experiencia»: Si gritases ahora con­tra el muro/ es como si durmieras(19). Y si el mundo es tan hermoso y a la vez tan efímero como el delicado pero fugaz soplo de la palabra («Palabras: el mun­do»), éstas, las palabras, deben devolver con pulcra respectividad las antitéticas faces (belleza / fugacidad) por las cuales ese mundo de cosas se ofrece al hom­bre: Palabras de colores, que se fueron, /o de yertas penumbras ateridas (58), con el efectivo subrayado visual del contraste entre las sugestiones de color y de sombra. La posesión del conocimiento, si alcanzado en vida, no se percibe bajo impresión de puro y extrahumano estatismo, sino, análogamente a tantos mo­mentos del Juan Ramón último, como un dinamismo vital y expresable en últi­ma instancia mediante aparentes contraposiciones que crean un ritmo nervioso e inquieto. El hombre superior descrito en «A un poeta sereno» es presentado a través de una serie de estas paradojas que llegan en su estrecha relación a armar un concepto único donde la calma y el movimiento aparecen íntimamente fun­didos:

La inmovilidad de tu ser, que la fatiga del vivir no excluye pero que significa reposo y alucinación de un saber entregado; la inmovilidad en que sabes vivir y respirar con naturalidad y la velocidad de tu personal calma, [ser entre la sombra, de tu ser pleno e íntegro (67).

En relación con este tipo de paradojas puede crearse un apartado para una cierta matización de ellas que, sólo provisionalmente, podríamos llamar de con­texto; pues no se nos escapa que toda paradoja, como cualquier otro recurso in­tencional, no es aprehendible nunca de modo aislado, sino en relación directa con el pasaje donde se sitúa. Pero aquí queremos significar que es sólo desde el contexto más amplio de la visión del mundo fundamental del libro como pue­den ser interpretadas paradojas del tipo: Hermoso como un mundo de palabras /el mundo de palabras (59). Hay aquí una voluntad en principio irónica. Pare­ce como si se fuera a comparar el mundo deleznable de las palabras con algo

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enaltecedor, y sólo se lo compara consigo mismo. Es como decir: no resulta po­sible salirse de lo deleznable, es lo definitivamente deleznable. Los dos versos que siguen, en el mismo poema («Palabras: el mundo»), aclaran aún mejor el ori­ginal y en su fondo doloroso procedimiento: Palabras diminutas, bellas y di­minutas/como palabras diminutas, bellas. No hay modo de superar ese reino de inanidad y de vacío —puro soplo de aire simbolizado en la palabra—, aun­que cabe adjetivar antinómicamente esas palabras como diminutas, por su fra­gilidad, y como bellas, pues valen en tanto que son y en lo que duren, por poco que sea. Así también el mundo, la vida. En síntesis, la paradójica comparación de un objeto consigo mismo intensifica su realidad de tal; pero aquí, sólo par­tiendo del contexto visionario que rige el libro —realidad repetida del vacío, pero al cabo tangible y por ello valiosa al hombre— puede comprenderse el sentido particular de estas palabras tan queridas / aunque fuesen palabras.

Abriendo a nuestra conveniencia la idea (implícita en la paradoja) de que una básica oposición pudiera resolverse en una unidad de conocimiento, le ve­remos servirse de ella para la estructuración del desarrollo de esa voluntad de conocer que es en su origen, para la poética de Bousoño, el ejercicio y logro de un poema. El simple título «En la ceniza hay un milagro» anticipa el procedi­miento. «Sensación de la nada» acoge, casi por mitades exactas, la dulzura y el horror de tal experiencia: arranca de una exaltación de la sublimidad que es vi -vible en la nada, y concluye en el más existencial abatimiento de ese mismo hom­bre que pudo siquiera imaginar aquella inefable pureza sobrehumana. Otras ve­ces la antítesis se insinúa más que se corporiza, con el natural resultado de una mayor vibración poética. Un buen ejemplo es el final de «Pero cómo decírtelo» cuando, después de dibujar el ser amado con las más luminosas cualidades de plenitud, contempla ese ser, presa ya del llanto porque no hace otra cosa que asistir al brote primero de la muerte, mirando en el jardín las rosas/nacer, una vez más (43).

Junto a esta paradoja de estructuración, que acabamos de observar y que afecta solamente a la construcción de un específico poema, hay otra paralela de que se vale Bousoño para que el lector no pierda de vista ese choque de duali­dades opuestas sobre el espíritu que persigue el libro todo. Nos referimos aho­ra a la ordenación misma de los textos. Véase un caso ilustrativo: a continuación inmediata de dos momentos que inciden en las posiciones más negativas («El bai­le», y «Experiencia») se abre de pronto un levísimo claro hacia la esperanza: «En la ceniza hay un milagro». Y en igual sentido positivo obra la colocación de un texto abierto y sereno, «A un poeta viejo», tras la impresionante visión nihilista de «Más allá de esta rosa». Y en el contrario, el aciago «Comentario final» seguirá

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precisamente a aquel que insinuaba la posibilidad del milagro en la ceniza. Y ya en la sección final, el poema último y más crudamente humano, «Precio de la ver­dad», marcará un rápido y definitivo giro hacia la más tremenda desolación, pre­cisamente después de la serie afirmativa más alta y continuada: la que forman «En el centro del alma», «Salvación del amor», «A un poeta sereno» y «Tú que co­noces». La lectura en sucesión de los poemas opera, pues, como una nueva me­táfora orgánica de la paradoja existencial.

Otra modalidad de antítesis se revela como de intencionalidad expresiva; y ella habrá de ser detectada por tanto en los estrictos niveles del lenguaje o, al menos, partiendo de ellos. En «Divagación en la ciudad», un tono de franca sol­tura conversacional, casi realista, se deja permear continuamente por la símbo-logía más irracional e insólita a la vez del libro, la cual se adueña por partes de toda una tirada de versos. «La prueba», texto resuelto mediante un lenguaje ás­pero y aun prosaico y caricaturesco, logra su mayor impacto por ese mismo tono expresivo, el cual es percibido como resguardo defensivo y agresivo a la vez del hombre ante su habitual y grave pregunta, que ya sabe más que inútil, por un Dios que en su entrega generosa y sin misteriosos designios calmase de modo satisfactorio las humanas y extremas inquietudes metafísicas que le acechan:

Un gordo es importante, lo hemos dicho, y por tanto, detrás de su gordura ha de haber escondido alguna cosa que sirva para algo.

Yo creo, señores, que un gordo bien pudiera demostrar a los ricos y a los sabios que detrás de las cosas más materiales, si queréis, existe algo escondido (54).

En uno y otro caso, ambos mecanismos contrastantes (lenguaje llano com­binado con irracionalidad; y prosaísmo de tratamiento al servicio de la más se­ria y profunda temática) se explican desde los mismos sustratos de todo el libro: la igual nulidad que, ante el horizonte devorador de la nada, tienen los esfuer­zos trascendentes del hombre, no importa que éste los emprenda, como poeta, desde los más libres posos del irracionalismo o desde la agresividad intencional de la burla grotesca y el sarcasmo.

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Y llegamos, por fin, a aquellas paradojas que, más que acentuar el principio de oposición, sugieren la posible convivencia o fusión de las intuiciones pola­res dentro de una unidad perfecta. Semeja entonces como si la visión humana superase lo confuso y dislocado de su perspectiva y se acercase a la divina; pues ésta es sólo concebible, como se ha dicho, en términos de verdad unitaria, esen­cial y coherente. Por ello esta suerte de paradojas de fusión está reservada a los escasos poemas (diríase mejor, a los escasos instantes) en que el protagonista humano parece como si pisase los talones, sólo eso, a alguna certeza de orden gnoseológico y metafísico supremo. Vimos ya, anteriormente, uno de esos mo­mentos, cuando ejemplificábamos la paradoja conceptual con unos versos de «A un poeta sereno». Léanse ahora estos otros de «En el centro del alma», donde de ese intangible sitio en el que acaso podría llegarse a la concreción del ser se dice que

es silencio y es cántico, y silbido y retenido ruiseñor y urna de la mañana que no pasa, inmóvil, cristalina, encerrada.

En dirección semejante al de «A un poeta sereno» va el poema que le sigue, «Tú que conoces», en el que se sirve de igual fórmula: no oponer, sino fundir con­trarios, y ello se realiza de modo tan natural y fluido que se aligera y diafaniza el carácter dramático y turbio de la paradoja radicalmente humana:

Tú que conoces el resplandor de sombra detenida, el inmóvil quehacer, el trajinar infatigable de la absoluta calma, la velocidad de la espera en el sueño repentino... (69).

Conciencia tercamente existencial y fe ilusoria de esencialidad se unen, bre-vísimamente, en estos minutos. Son las cimas, altas aunque borrosas, del espíri­tu agónico que campea en estos poemas: a ellas hemos llegado en nuestra re­construcción, desde aquellas todavía racionales antítesis y desde los primeros y más toscos empeños de suprarracionalidad que suponen los primeros tipos de paradojas analizados. Pero tal reconstrucción es virtual, está en el libro, aunque naturalmente no siguiendo allí de modo riguroso el orden ascensional que aquí le hemos diseñado. N i siquiera es posible aventurar que, al cabo, triunfen estas

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últimas paradojas de sentido trascendente. Recordemos otra vez que Carlos Bou­soño ha cerrado su libro con «Precio de la verdad», quizás el poema más seca­mente golpeador y más sincero, y, en virtud de ello, de mayor humana entere­za. Pero, entretanto, ha querido apresar la vida en su integridad, y se ha visto obligado a contemplar el mundo del hombre en su fatal panorámica contraria, lo cual le exigía abrirse también a la esperanza y a la nostalgia de una verdad su­prema y salvadora. Y entonces la paradoja tuvo que imponérsele, otra vez con palabras de Mounier, por su autoridad abrupta.

* * •

Oda en la ceniza, resumiendo, es el libro de la lucha existencial del hom­bre en su obstinada y por fuerza infructuosa búsqueda de la verdad, de alguna forma satisfactoria de verdad. Cada poema es una pequeña incidencia de la aven­tura: un intento más del acto de conocer a que como poeta se ve impelido. Pero al tratar de objetivar su conocimiento, alcanzado o fallido (y se va glosando aquí una definición del proceso poético que alguna vez suscribiera el propio Bouso­ño), descubre que sólo hundiéndose en su visión interior y vinculando ésta con la realidad de las cosas y de la palabra podrá lograr algo cercano a la expresión comunicable deseada. De aquí la necesidad de someter aquella objetivación al símbolo, como instrumento eficaz de traducción poética de sus personales in­tuiciones. Mas también sabe que tal conocimiento, de obtenerse, sólo será real­mente efectivo y útil si iluminase la complejidad del mundo; mundo al que ve y siente, y así ha sido ya de suficiente modo sugerido, tan hueco en su intrascen­dencia como henchido de inmediata e innegable realidad. Y sólo la paradoja pue­de reproducir literalmente esta sostenida intuición suya, racional y poética, de la existencia. Hemos pretendido explorar aquí esa entrañable y necesaria rela­ción entre verdad, símbolo y paradoja que rige Oda en la ceniza. Tal vínculo responde además, y de impecable manera, a una muy noble identificación en­tre pensamiento, emoción y experiencia (elementos en cuya estimación e im­portancia dentro de la poesía también ha puesto énfasis el autor en sus más re­cientes pronunciamientos teóricos1 6), ajustados a una forma expresiva rigurosa, tensa y peraltada. No otra cosa se ha demandado Carlos Bousoño para su verso, en la fase hasta el momento última y más alta de una constante y sutilmente mo­dulada trayectoria lírica. Y esa trayectoria, ininterrumpida y enriquecedora, lo ha convertido, hoy, en el poeta más vivo de su generación.

14 Véanse, al efecto, sus declaraciones en las antologías citadas Poesía cotidiana (pág. 414) y Poesía amorosa (pág. 300)

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EL «ENCUENTRO» CON CARLOS BOUSOÑO

G A B R I E L E M O R E L L I

Es verdaderamente increíble cómo los acontecimientos que rigen nuestra vida tejen el hilo de las relaciones humanas sin orden aparente, a veces, inclu­so, de manera contradictoria, como puede ser un «encuentro» que la vida nos re­gala (si con ello entendemos el conocimiento de una extraordinaria personali­dad, que el tiempo ha convertido en estima y amistad sincera) a partir, sin embargo, del hecho de la muerte, vinculada a la desaparición de un gran poeta.

Estoy hablando de mi primer encuentro con Carlos Bousoño, acaecido en diciembre de 1984, en el corredor de la clínica madrileña Santa Elena, mientras al lado, en una diáfana sala con olor a cloroformo, Vicente Aleixandre «agoniza­ba» en un infructuoso y desesperado intento de resistencia vital, a la que tanto se había acostumbrado durante su larga y laboriosa existencia, siempre en ardi­da lucha contra la enfermedad. No en vano era «el gran enfermo de hierro», como afectuosamente lo llamábamos los amigos.

La imagen que tenía de Bousoño, nacida en la lectura de sus libros y ali­mentada con las palabras de Aleixandre en mis conversaciones con el maestro, no se correspondía en absoluto con la persona real que tenía ante mí, pálida y desfigurada y con un aire desangelado y a ratos hasta implorante (quizás con la esperanza de una curación que se obstinaba en creer posiole), que daba a su fi­gura «espigada» un algo de irreal e inseguro, tan alejado del sentimiento de se-

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guridad y distancia que la aureola de la notoriedad confiere generalmente al crí­tico de prestigio nacional.

Si en el intento de definir la impresión de mi primer recuerdo de la persona de Bousoño insisto en esta imagen de inseguridad y fragilidad es porque, en el trato sucesivo que he tenido con el hombre y el escritor, tal percepción no ha cambiado nunca, en todo caso se ha confirmado y ha encontrado una explica­ción plausible de carácter existencial, que nace de la constatación de que cada vez que se conversa con él (el discurso adopta siempre una andadura desorde­nada porque ambiciona abarcar cualquier argumento) vemos cómo Bousoño es siempre el primero en volcarse sobre su interlocutor, manifestándole su entu­siasmo y toda su ingenua curiosidad y amor por la vida. Es imposible mantener una conversación con Carlos —entreverada de continuas autoironías e ingre­dientes lúdicos (típicos de los niños)— sin participar de la blanca y fragorosa son­risa que a menudo le enriquece la cara.

Ya Aleixandre en su semblanza del joven Bousoño había apreciado en el tra­to esencial de su figura sucinta un movimiento subterráneo de vibraciones, «un fluido continuo» que parecía estuviera allí para estallar lanzando lejos al poeta. Ahora, con el paso del tiempo, tal arrebato «magmático» ha venido como a con­centrarse en el rostro, siempre alargado, pero dispuesto a liberar con toda su po­tencia la fuerza interior que lo alimenta. De modo que estar con Bousoño —ha­blando de poesía o de tonterías— siempre es una fiesta, una fiesta que se transforma en una verdadera epifanía, en la que el alma y el cuerpo participan juntos en el regocijo de la palabra. ¡Ojalá nunca terminen esas largas charlas con Carlos!, al fondo de las cuales siempre está el encanto de la vida, en su valor pri­mario y elemental.

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COGE LA FLOR QUE HOY NACE ALEGRE.

D I O N I S I O C A Ñ A S

«Cogiéndose de las manos en la danza de vaticinio, e irresponsables como la luz,

turbios los ojos por el alcohol y la dicha de estar aquí, percatados de que lo necesario es muy poco, cantaban los borrachos bajo la enramada de estío

hasta mucho después de la madrugada, interminablemente olvidados de sus deberes.»*

Es refrescante escuchar palabras alentadoras en esta época oscura en que vivimos, y Carlos Bousoño, con sus setenta años, ha sabido entregarnos, reno­vado, el viejo tópico del carpe diem. ¿Quiénes son estos borrachos bajo la enra­mada de estío?, ¿los del famoso cuadro de Velázquez? Posiblemente esa fuera la obra que mejor ilustraría estos versos de Bousoño, porque, como hiciera el pin­tor, rodeando a Baco de campesinos, de sirvientes y truhanes, que han abando­nado sus deberes, el escritor nos acerca el mito de la embriaguez existencial con­traponiéndolo al pragmatismo de la vida actual, esos «deberes», y constatando que en verdad «lo necesario es muy poco». Pero me parece que sus palabras van

• Estos versos de Carlos Bousoño pertenecen a su último libro de poemas El ojo de la aguja.

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más allá de una simple evocación mítica; sus versos van dirigidos a estos tiem­pos grises en los cuales «los deberes» se sobreponen al deber principal: el de vi ­vir. Sus versos reflejan un entusiasmo nada común entre los poetas de su gene­ración. Aunque José Hierro, en sus alucinaciones poéticas, también llegó a decir que «un instante vacío de acción puede poblarse solamente de nostalgia o de vino».

Ya Baudelaire había sugerido que «II faut étre toujours ivre. Mais de quoi? De vin, de poésie ou de vertu, á votre guise. Mais enivrez-vous». No era mal con­sejo, y tanto Hierro como Bousoño parecerían haberse afiliado a esta defensa de la embriaguez, es decir, de aprovechar la vida intensamente, no como si sólo fue­ra aquélla una antesala de la muerte. Y lo mismo haría Claudio Rodríguez en los años cincuenta, cuando en medio de una posguerra en la cual el miedo era la norma cotidiana, apareció con un título de pura afirmación de la existencia: Don de la ebriedad; don, pues, del entusiasmo, deber de la alegría y celebración del mundo y de la vida.

Nietzsche también escribió con su habitual rotundidad que «para que exis­ta una acción y una contemplación estéticas cualesquiera, se requiere una con­dición fisiológica previa: la embriaguez». Claro que Bousoño no llega a defen­der tan radicalmente como lo hiciera el alemán esta especie de requisito absoluto (el de la embriaguez) para que sea posible la creación, pero no obstante sí pa­rece que el autor de la Teoría de la expresión poética viniera ahora a enriquecer su mirada racional sobre la poesía con unos versos que, en última instancia, lo que defienden es el olvido de la razón y la entrega del poesta al entusiasmo.

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TRAS LOS CRISTALES

G l A N C A R L O DEPRETIS

ÉCRIRE. Leurres, débats et impasses auxquels donne lieu le désir d'-exprimer- le sentiment amoureux dans une -création» (notament d'écriture).

Roland Barthes, Fragmente d'un discours amoureux.

Encomiendo deliberadamente este fragmento de memoria y de amor a la lú-dica ambigüedad del pretérito imperfecto, y no sólo por su carácter durativo y su valor de coetaneidad sino, por encima de todo, por su naturaleza de atem-poralidad, superficie resplandeciente en la que se convierten en trama realidad y evocación —la irrealidad de lo real—, pasado y futuro, haz y envés del nudo en el que se entrecruzan nuestra ausencia y nuestro camino.

Aquí el lenguaje de las emociones que persigue la misma motivación ino­cente que producen los juegos imaginarios de la infancia, e incluso de la ado­lescencia, no encuentra motivos para ocultarse.

Una noche, a través de una ventana que aún ahora recuerdo tan gigantesca como un enorme proscenio de un descomunal teatro, grácilmente velada por vi ­sillos de tul sostenidos en unas varillas de bronce, me asomaba al interior del que era entonces el más vivaz y desenfadado café literario madrileño. Desde tan in­sólito observatorio conseguía distinguir con precisión el rostro de cada una de

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las personas y, con la curiosidad y a la vez con la contención del joven estudiante, atrapaba con la mirada sus vivaces conversaciones que el insonoro cristal me transfería en muda gesticulación.

La alegría que emanaba del ambiente, punto de luz en la región de las som­bras, permitía presagiar el rebrotar de esperanzas y el renacimiento de nuevos ideales y de nuevos fermentos literarios. Asiduo en aguel lugar, incansable inci­tador de esperas y de esperanzas, era «el adolescente de la época rubeniana, el joven de la posguerra española, el impaciente, el agitado soñador de la realidad», el Carlos Bousoño tan perfectamente esbozado por Vicente Aleixandre en Los encuentros y a quien allí, tras los cristales, no me resultaba difícil de distinguir y reconocer.

En aquella ensoñadora perspectiva, la presencia del poeta enmudecido por la fuerza del cristal restablecía en mis ojos indiscretos la imagen de uno de los más intensos temas bousoñanos que, dependiente de una visión completamen­te nihilista, había irrumpido de manera decisiva en el mensaje del poeta a partir de Invasión de la realidad: la precariedad de la palabra: «Todo fueron palabras. El amor y el hastío, / el rigor de vivir junto a la nada ardiendo».

Por el contrario, el silencio, al igual que aquel fugaz fragmento de historia al que estaba asistiendo, iba paulatinamente adquiriendo consistencia de signo de una consciente evanescencia de la corporeidad de lo real, en la que el poeta —corazón solitario— vertía la experiencia de su propio intelecto y de su propio modo de sentir.

Fervoroso interlocutor, optimista, lo escrutaba en aquella tertulia mientras se entregaba a la repartición del pan común de la poesía y, sin rivales ni lazos de correspondencia, lo observaba, espíritu antiwertheriano, mientras consuma­ba generosamente aquel fascinante acto colectivo. Por lo demás, la poesía para Carlos Bousoño era y sigue siendo una posición estética común en la que apro­ximadamente todos participan, una pasión inscrita en la aventura del pensa­miento y del alma, cuyo discurso no es coexistencia de sentidos, sino un trans­curso, un recorrido que no tiene retorno.

Delante de dicho escenario que el cristal había enmudecido, pero no inco­municado, era como si se estuviera asistiendo a la liberación de una energía sim­bólica que ahora la memoria, la admiración y la amistad hacia Carlos me ofre­cen de nuevo y que yo intento aquí, como más adelante me enseñaría precisamente él, poeta y experto analista de la expresión poética, devolver al len­guaje.

Y en este juego de fusión de planos entre presente y pasado, entre exterior e interior, entre lo expresable y lo inefable, me agrada imaginar que quizá haya

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existido, aunque fuera débil, un hilo comunicativo entre mi voyeurismo noctur­no y la luminosidad de todo lo que contemplaba en el silencio.

Hubiera podido ser, por qué no, aquella esperada burbuja «que acaso signi­fica, como si viniera a nosotros / respiraba por alguien, detrás de la tiniebla». E imaginar que ese alguien podía ser yo. Pero todo esto no es más que la sombra de un recuerdo luminoso, ahora hecho en parte realidad gracias a intereses co­munes y a una amistad incondicionada e incancelable.

Marzo 1994.

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IMÁGENES QUE SON VIDA

F E R N A N D O M A R T Í N E Z D E C A R N E R O C A L Z A D A

A través del libro en que descubro, el aula en la que aún soy alumno, las frases que viven en el papel o en la memoria...

Definir a una persona es en cierto modo convertirla en personaje. Para ha­cerlo, fijamos en nuestra mente las imágenes más significativas, las organizamos y les damos argumento. Pero crear lo ya existente es tentación de dioses muy pequeños y, quizá, también de artistas; es decir, de todos los hombres.

Saber. Crear. Conocer... A veces me invade un insondable temor, que no po­dría asegurar si es hijo de la modestia, de la arrogancia o huérfano. Y me pongo a dudar. Y me veo entonces —porque si hay algo que me da continuidad es la memoria— conociendo lo mismo pero de diferente manera. Y hay siempre algo igual que identifico, pero hay siempre también algo que cambia y que está den­tro de mí y también fuera.

De los Carlos Bousoño que de esta forma he conocido hasta ahora, en todo momento he hallado algo que en alguna medida ha modificado mi trayectoria. La primera imagen me llegó con sorpresa, en forma de libro, cuando una sagaz crítica literaria me deslumhraba sin que procediera de más allá de nuestras fron­teras —en aquel período uno estaba ingenuamente convencido de que todo lo bueno tenía que venir obligatoriamente de fuera—. Esto me llevó hacia otra per-

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sona radicalmente idéntica, como todo lo distinto, que se expresaba en otro len­guaje, más desgarrador, profundo y complejo y que me puso en contacto con una generación poética que desconocía en gran medida. Pero el libro es un diá­logo incompleto, lleno de respuestas que no se oyen.

En cuanto tuve oportunidad, aprovechando su condición de profesor de la misma universidad en que yo estudiaba, intenté completar el diálogo. Me acer­qué hasta él, junto con otros compañeros de curso, para intentar comprender la poesía de Dámaso Alonso, que era el tema de nuestro trabajo de grupo. Tuvi­mos varios encuentros a la salida de sus clases. Mi conocimiento sobre Dámaso Alonso mejoró ostensiblemente, pero por encima de todo aprendí vitalidad, en­tusiasmo y modestia —también son claves filológicas—.

En el siguiente encuentro yo era alumno de sus seminarios. Ya entonces daba clase en Bachillerato y me sorprendí en múltiples ocasiones integrando su ges-tualidad a mis explicaciones —nuestro yo se compone necesariamente de esos fragmentos, pero no siempre los reconocemos—.

Un año después asisto a una conferencia suya en la Universidad de Turín. Ahora su discurso es redondo y firme, seguro y satisfecho, pero la ambición es aún intensa: cada respuesta abre nuevos interrogantes hacia el futuro.

Hace pocos días lo he encontrado en una primera redacción de un capítu­lo de la que ha de ser mi tesis doctoral. Yo afirmaba que debemos partir del prin­cipio «de lo literario como comunicativo* y él me había anotado: «debe definirse la comunicación como imaginaria: Y, ciertamente, esta era la clave. Ya el ro­mántico creía expresar lo inefable en el arte, transmitir el lado más puro de la esencia del sujeto y de las cosas. Desde entonces continuamos intentando rom­per el muro o afirmando que sobre lo que no se puede decir es mejor no hablar. Mientras tanto pienso que es un gran placer poder seguir encontrándose con una multitud de personas así.

Marzo, 1994.

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V. HOMENAJE POÉTICO

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PABLO LUIS ÁVILA

TECNOPAEGNIAPARACARLOS BOUSOÑO (CARMENFIGURADOALAMANERADEOPTACIANO)

CONCEDEQUETEABRACETIERN AMENTE ESTEAMIGODESIEMPREYLECTORTUYO

MUESTRAENTUMANOMÍSTICALARESIDENCIADELVERTICALABISMO NATURALISTASSABEMOSQUEÉESSOMBRAQUÉESCENIZAESCIENCIA

TODAVÍA¿QUIÉNESMIDUEÑOPRISIONERO?ALPINESTEMUNDO DECÁRCELLOVESTIMOSLOSCANDIDOSYLOSMALOSHOMBRES

TULIAGAESNUESTRALLAGAOHCONJETURAQUÉ FLAQUEZA RUINOSOFUEAQUELVIEJOASUNTOCAUSARUNPARAÍSO

ENEUROPACARAALSOLSINAFRICAOHRAZAESPURIA QUÉEUPSISLASSIRENASSOLOLLANTOSGRITOS PECHOSENARMASCADAHOMBREESUNESTADO

TANTOMORIRPARADESVWIRSEENSOMBRAS DEJAQUEEVOQUELOQUETUALMALLORA QUELEAENTRETUSVERSOSLONODICHO DONDETERNURAYBESOSDESCUIDADOS ENAGRADABLETRATOYSUAVESLABIOS REQUIERENLASPIEDADESDESUDUEÑO NICONSUMIDOSNIAÚNMENOSFRESCOS APARECENNOCTURNOSLOSRENEGADOS OHPICODELASNIEVESOHPERFECCIÓN DELFRÍOOHCOMBUSTIÓNDELACENIZA BREVESSOLESFULMÍNEOSCOMORAYOS VIVIFICANLOSPOSTREROSIMPULSOS PEROMORIRSEDEAMORYAMEDIANOCHE ESALGOSERIOCESARVERQUELO AMADO SURGIDODETUESPEJOCONTIGOMUERE QUÉBIENZURCESTUSREDESMARINERO DIME¿MEAMAS?MISPÉTALOSENLAMAR CAUTIVOELGRUMETEUNGRITOTIERRA LAMARPUEDEESPERARAHORAMURAMOS OHAMORLASEDOSAARENAENELRIZADO VELLOHABANOTÚRGIDASUVASNEGRAS

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SEFUEIAJUVE^^^UDVI\^DAOHTUFUENTERIENTE DESCRIBEENTUSESPEJOSOTROSUMONESMADUROS

QUEALALUZSEANVERDADEROSACARICIABLESCASTOS HOYQUELOSHOMBRESLIBRESDANLAURELESENTUGLORIA

SIGUEMURIENDOYDESVrVIENDOASÍOHCAZADORDEVERSOS ACECHADORDELLAGASESCRIBEQUENOESMUERTEESEHUECO

QUEPALPITAEMBOSCADOENLACENIZAYENLOSRECODOSDELAGUA QUENADIETEDEFIENDADELROSTROBELLODEUNNARCISOENFUGA

QUEEI^OLTESEALAMPARAYCALIENTELAESTACIÓNNUNCIODENIEVES YALFimESPOSEÍDOSHABERCOhTINUADOELCAMINOSINCEROYENTRADO

ENLANOCHEABSOLUT A CONVALORTODA VÍA

primavera 1994

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Tecnopaegnia para Carlos Bousoño (Carmen figurado a la manera de Optaciano)

^>oncede que te abrace tiernamente/ este amigo de siempre lector tuyo./ Mues­tra en tu mano mística la residencia del vertical abismo/ naturalista. Sabemos qué es sombra. Qué es ceniz es ciencia/ todavía. ¿Quién es mi dueño, prisionero? A l fin este mundo/ de cárcel lo vestimos los candidos y los malos hombres./Tu lla­ga es nuestra llaga. Oh conjetura, qué flaqueza./ Ruinoso fue aquel viejo asun­to: causar un paraíso/ en Europa, cara al sol, sin África. Oh raza espuria,/ qué elipsis las sirenas. Solo llantos, gritos,/ pechos en armas, cada hombre un esta­do./ Tanto morir para desvivirse en sombras.// Deja que evoque lo que tu alma Hora,/ que lea entre tus versos lo no dicho,/ donde ternura y besos descuidados/ en agradable trato y suaves labios,/ requieren las piedades de su dueño./ Ni con­sumidos ni aún menos frescos/ aparecen nocturnos los renegados./ O h pico de las nieves, oh perfección/ del frío, oh combustión de la ceniza./ Breves soles ful­míneos como rayos/ vivifican los postreros impulsos./ Pero morirse de amor y a medianoche/ es algo serio: cesar, ver que lo amado/ surgido de tu espejo conti­go muere./ Qué bien zurces tus redes, marinero./ Dime, ¿me amas? Mis pétalos en la mar./ Cautivo el grumete: un grito: tierra./ La mar puede esperar; ahora mu­ramos./ O h amor, la sedosa arena en el rizado/ vello habano, túrgidas uvas ne­gras.// Entre breves placeres y dolores breves/ pasaron los amigos y los mestres sabios./ Se fue la juventud vivida. O h tú, fuente riente,/ describe en tus espejos otros limones maduros/ que a la luz sean verdaderos, acariciables, castos./ Hoy que los hombres libres dan laureles en tu gloria,/ sigue muriendo y desviviendo así. Oh cazador de versos,/ acechador de llagas, escribe que no es muerte ese hueco/ que palpita emboscado en la ceniza y en los recodos del agua./ Que el sol te sea lámpara y caliente la estación nuncio de nieves./ Y alfin, desposeídos, haber continuado el camino sincero y entrado/en la noche absoluta con valor todavía*.

* Carlos Bousoño, de -Precio de la verdad-.

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J O S É B E N T O

VARIACÁO SOBRE U N TEMA DE CARLOS BOUSOÑO

V ^ / que lúcido bebe toda a escoria do mundo e nao tenta apurar a quem pertence a mao que fingiu para burlar uns labios indefesos, qual a conjura que o visou, —subverte o sistema em que ele se reduz para viver, desafía decretos de sinuosas letras.

Ninguém refreía o poder acirrado contra esse homem vacilante que em outros procura constituir nao urna forca, mas a mplidao onde possa afirmar sua inteireza: ele definha a relacáo que compóe tal poder, desarma as aparéncias que o consentem.

Mi corazón está con el que entonces en el vaso que una mano de niebla le tiende

entre la sombra, bebe hasta el fin, con lucidez, sin amargura, toda la hez del mundo.

CARLOS BOUSOÑO, Corazón partidario

VARIACIÓN SOBRE UN TEMA DE C.B. ¡Cita]Aquel que lúcido bebe toda la hez del mundo/ y no intenta descubrir/ a quien pertenece la mano/ que fingió para burlar unos labios indefensos,/ cual la conjura que lo atisbo,/ —subvierte el sistema donde se recluye para vivir,/ desafia decretos de sinuosas letras.// Nadie refrena el poder hostigado/ contra ese hombre vacilante/ que en otros procura constituir/ no una fuerza, sino la amplitud/ donde poder afirmar su entereza:/ él extenúa la relación que forma tal poder,/ desarma las apariencias que lo consienten.//

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Quantos se afanam em percursos esconsos até confundir seus vultos uns com os outros, nao ignoram esse que anulará os que triunfam hoje: nunca louvaminhou os servicais do lucro, nao adornou com retórica os embustes da governanca, dos tribunais, da guerra, nem oficia por manuais de curandeiros.

Despercebido passa, com os bens que lhe restam: o olhar que das lágrimas ergue um outro olhar, as palavras escritas há séculos na areia, mas que ainda permanecem num gesto luminoso, numa béncáo.

Cuantos se afanan en trayectos ocultos/ hasta confundir sus bultos unos con otros,/ no ignoran a ese que anulará a los que hoy triunfan:/ nunca aduló a los servidores del lucro,/ no adornó con retóri­ca los embuste/ del gobierno, de los tribunales, de la guerra,/ ni oficia con manuales de curande-ro.//Desapercibido pasa, con los bienes que le quedan:/ la mirada que de lágrimas levanta otra mi­rada,/ las palabras escritas hace siglos en la arena,/ pero que permanecen todavía/ en un gesto luminoso, en una bendición. (.Traducción de Isabel Soler)

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LOUIS B O U R N E

TO A N EXISTENTIAL POET

[ C A R L O S B O U S O Ñ O ]

A boy from Boal, Curiosity accumulating, A blink of eyes with the vanished Dance of Asturias in its greens, Grew in the fledgling flower of his fingers, In the gift igniting in his gaze. A n absence of father, a void, a dead mother, Took him to the river of sorrows, To the race of the part for the whole, And there he bathed in suffering waters, Saw the ripple becoming wave, The rapids where death meets danger, And the leaf softens, illustrates its fall. A great aunt tried to rule a voyager, But he divined the law of the screw To propel his craft through the currents His law, disinterested emotion, allowed The boy to be and not to be, to carry The crossroads in his soul.

He sought a saviour Rarer than radiance, brighter Than a kiss, as a craving unlocked its promise.

A U N POETA EXISTENCIAL (C.B.) Un niño de B o a l / curiosidad acumulándose,/ parpadeo de ojos, desvanecida danza/ asturiana en verdores,/ criábase en flor volantona de sus dedos,/ con el don encendido en la mirada./ Un vacio, la ausencia de padre, la madre muerta/ le portaron al río de pesares,/ la pugna de la parte hacia el todo,/ emergería allí en aguas sufridas,/ contemplaba la onda tornándose ola,/ los rabiones donde la muerte encuentra el peligro,/ la hoja suavizándose, ilustrando su caída./ Tratando tía abuela dirigir al viajero,/ halló el mismo la ley del tornillo,/ pro­pulsaba su barca en las corrientes./ Su ley, emoción desinteresada,/ al niño ser, no ser le permitía,/ llevar la encrucijada entre su alma.// Buscaba un salvador más raro que fulgores,/ más radiante que el beso,/ mientras que desataba el anhelo la promesa./

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He knew nothing in the cyclone of being But what bone knows on barren plain, What it whispers in the clock of flesh. Spring offered autumn months with cruelty, The wise buds opening their tombs, And the light that laved his winged zeal Held a sword as a wind to his back. Such hands, such vibrant voices of reality, Invigorate the meaning of a sob or a smile, The sigh waiting at the door, even as clouds break And heart's hand touches its rose in ruins To know love springs in the dusk.

Through the floods, past avalanches, flowing On the Unes of a pen, the poet weaves his lives In the longing he knows can be his last. It won't fit, at the end of a day, of the silent stares Of students, into the slow trajectory of a word. Yet its harmony holds something of things, Of wood, stones and flesh, of transactions Slightly redeemed from the disaster of a turning page. A God forgetting entropies of mind and matter, The robbery of undoing, still leaves what a man does On the other side of the abyss, beyond the pulse Of a single pebble, to form a new myth Of another man who writes his miracle into shadows.

En el ciclón del ser no conocía nada/ salvo lo que en la yerma llanura sabe el hueso, lo que susu­rra por relojes de la carne. Crueles y otoñales, meses ofrecía la primavera, abriendo los renuevos sagaces sus sepulcros; lavando luz su afán alado, manteníase espada como el viento a su espalda. Manos tales, voces vibrantes de la realidad/ animan el sentido de un sollozo o sonrisa, el suspiro que espera al lado de la puerta/ en tanto que las nubes se dispersan/ y la mano palpita del corazón su rosa en ruinas/ al conocer que surge el amor del ocaso.// En raudales, pasando por aludes,/ de una pluma fluyendo por renglones,/ teje el poeta vidas, añoranza pudiendo ser postrera. Finado el día, y las miradas mudas/ de estudiantes, no cabe en lenta trayectoria de la palabra./ Su armonía, no obstante, algo tiene de las cosas,/ maderas, piedras, carnes, de las transacciones/ ligeramente redi­midas/ del desastre en la página pasada./ Un Dios de la materia y la mente, olvidando entropías,/ el robo, el deshacerse, todavía sostiene los hechos de un hombre,/ al otro lado del abismo,/ allende el pulso de un solo guijarro, formando un nuevo mito de otro hombre que a la sombra escribe su milagro. (Traducción del autor.)

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J O S É C A R L O S C A T A Ñ O

RUINAS

He aquí que nosotros nos preguntamos si acaso somos verdaderamente necesarios

en un mundo tal vez no del todo nacido de la necesidad y del orden.

Henos caídos, levantados, henos inclinados a roer nuestra propia felicidad,

a destruir nuestra propia verdad, a edificaren la ruina.

V_>on vientre reventado gira el mundo.

La historia En estas ruinas vigiladas. La piedra antigua, la piedra nueva.

Sólo el liquen es cierto, Su limítrofe condición De arena o flor. O la mar gruesa, al fondo, Entre un claro de cipreses. Un haz De sol sobre el yermo y la piedra Y la casa enterrada.

Nada se salva. Huyen los pájaros, el viento Oscuro y hundido en los surcos.

Atardecer, atardecer de siempre. Las barcas emproan a puerto. Olor a leña, el humo, Donde antes hubo historia Y no era historia.

Rotos gemidos, ojos vueltos Hacia la noche, Fugaz olvido constelado.

Carlos Bousoño, Invasión de la realidad

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A N T O N I O G A M O N E D A

DAME LA MANO"

Ein la ceniza, en la sustancia fría del corazón, en el espacio atravesado por la desesperanza, los tiempos giran como un águila aciaga.

Cada minuto el mundo es otro, otra la muerte, otro el desdén,

cada minuto siento la inexistencia y el olvido: pesan en mí y su espesor entra en mis huesos. Oh calcinante idealidad sagrada que no arde ni quema en la deslum­bradora invisibilidad, oh ciegas lámparas, páginas lívidas, juventud gastada ante la puerta de la verdad. ¿Ya es tarde?

Mira el abismo al borde de la luz, el día blanco de la vejez, dame la mano en la desolación, dame la mano en la incredulidad y en el viento,

tú que como yo mismo ansias lo que ignoras, tú que eres alto en la ansiedad y giras como una flor excitada por el rocío,

dame la mano y no me dejes caer una vez más dentro de mí mismo,

en la sustancia fría del corazón.

• Este poema no podría existir sin la •Oda en la ceniza- de Carlos Bousoño, a la que pertene­ce —préstamos tomados por mí— cuanto en él figura en letra cursiva. Aunque éste fuera caso de apropiación indebida, yo retorno a Carlos Bousoño sus palabras, junto a las mías, convertidas en fra­terno homenaje.

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P E R E G I M F E R R E R

INVOCACIÓ

¡I celebrant també Carlos Bousoño, en ofrenaj

Senyor Sant Jordi: Taire vellutat de magrana, les ales membranoses del vespre maragdí, la llum aspra i ferrenya de la sella que mana el tempestejador palafré carmesí,

quan la tarda d'abril, amb grogors de campana, fa sentir la liturgia de ser homes aci: aiguosa, la caputxa d'una cúpula blana es clou en un Versalles ferotge de robí.

Guerrejador, com quan Tamor guerreja, Taire, Senyor Sant Jordi, ens sap amonedar una flaire amb encuny d'or en llances que la gola desbrida:

Talé del drac del vespre, foc en núvols, s'enlaira cap a les cantonades de resplendor minaire que en la nit catalana poua TArbre de Vida.

Barcelona, marc de 1994

INVOCACION. [Y celebrando también a C.B., en ofrenda.] Señor San Jorge: el aire aterciope­lado de granada,/ las alas membranosas de la tarde esmeralda,/ la luz áspera y adusta de la silla que manda/ el tempestuoso palafrén carmesí,// cuando la tarde de abril, con amarillos de campana,/ des­cubre la liturgia de ser hombres aquí:/ aguanosa, la capucha de una cúpula blanda/ se cierra en un Versalles feroz de rubí.// Guerrero, como cuando el amor guerrea, el aire,/ Señor San Jorge, nos sabe acuñar un olor/ troquelado de oro en lanzas que el gañote desbrida:// el aliento del dragón de la tarde, fuego en nubes, se alza/ hacia las esquinas de resplandor minero/ que en la noche catalana arranca el Árbol de Vida. —Barcelona, marzo de 1994. (Versión literal revisada por el autor.)

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J E S Ú S H I LAR IO T U N D I D O R

FATALIDAD DEL CÁNTICO

Con Carlos Bousoño

L i g e r o violeta enciende el mundo y es acontecimiento así la vida.

Mira esa albura, Carlos, esa altura o cielo que la verdad de nuestra muerte envuelve y cómo, desde antes del tiempo, es saber e historia pues que todo ha vivido.

Pero ahora acontece nuestra humildad. E igual que quien escucha en el bosque los ruidos de las aguas más limpias oye el fulgor del lenguaje quien ama a la palabra. Y así la puerta aquella que en la noche ha durado se abre de pronto y se concede el día.

Y al mirar, en la tierra abolidos, la sencillez del jarro, su quieta eternidad en que el instante dura mientras que gira la belleza y gira la idea o forma que en la mente copia sobre el conocimiento su creación,

devolvemos a quien sobre lo alto nos contempla y dibuja cielo y verdad y sueño y vida y muerte.

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C L A R A J A N E S

COMUNIÓN O VERBO

a Carlos Bousoño

•Y en sólo una niebla ya se ha confundido lo que fue inventado,/ soñado,/ vivido.»

C. B.

M as alzóse una nube luminosa sobre la ciega niebla —dédalo aéreo de sueños y de vida—. Y mi boca ascendió en pos de alimento. Y fue su luz el néctar en mis labios. Y destellando luz quedé suspensa, mientras huían tiempo y gravidez, se diluían en las olas borrosas de la sombra.

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J U A N M A R I L E K U O N A

ESTIGMAK

IBegirik gabeko saguzaharrak betí gainean. Mitxeleta madarikatuon kiri-bil onirikoek zorabiatu gaizto zegiten edonor. Mila jirabirez, garunak izar galduen zeru ziren meteoritoen atergabeko mehatxu tximistan.

Ezinak —buztin oinkatuaren biskak— etsipena zuen sartu hezurretaraino. Leporaturik zegoen lurpekoen zortea: gantz biztuaren kerua, betiko neguaren hozmina, larruzko etzandegien atseden arrea, eta desesperazio koloretako jantzi traketsak.

Azterrenik minbereenak giza azpilduretan zetatzen: haur hexurren krisantemoak, lur harrotuaren mezu etsipengarriak eta, argia biztea bait litzan, ehortzien gainera jaurtiriko okreak.

Jatorrizko estigmak irakur zitezkeen bisaietan, harriz eta suz markatuak.

ESTIGMAS. Los vampiros sin ojos siempre por encima./ Los virajes oníricos de esos mariposones/ malditos embaucando al hombre/ con su maleficio. Tras las vueltas sin número/ eran los cerebros cielos de estrellas errantes/ bajo el rayo amenazante, inescapable, de los meteoritos.// La impoten­cia —ansias de arcilla pisoteada—/ introdujo el desaliento hasta la médula./ Quedaba decretado el sino de los terrícolas:/ hedor de sebo ardiendo, heladora punzada/ de invierno persistente, reposo alborotado/ en yacijas de cuero y torpes atavíos/ con colores de desesperación.// Las huellas más dolientes marcadas/ en los repliegues del hombre: crisantemos/ de huesecillos de niño, mensajes enervantes de la tierra amotinada y,/ como si la luz fuese resurrección,/ los ocres arrojados en rito funerario.// Los estigmas de origen podían ya leerse/ en los semblantes, marcados a piedra y fuego. (Traducción de Ernesto Martínez Díaz de Guereñu.)

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A R C A D I O L Ó P E Z - C A S A N O V A

PREGUNTA (HOMENAXE A CARLOS BOUSOÑO)

de otro amor, en la sombra. C. B.

C ^ u é n eres Ti, quén eres Ti , quén eres Ti, quén eres, quén eres, meu degaro de Noite ou Luz, de Luz ou Noite... ¿Cando vivir, morrer, morrer, vivir...?

Ti sempre,

quén eres, di , quén eres, ai, amaro amar, amar de Amor, Amor insente, Amor, Amor, Amor, ansia de terte, quén eres Ti, quén eres Ti . . .

Deixado

son de Vida, de Amor, Amor de Vida, ai Ti , e sempre Ti , e sempre, arxila de Luz, púcaro meu, grova de nebra...

Quén eres Ti , quén eres Ti , abalada sombra do Anceio meu, ai, miña agarda do Amor—¡amar, amar!—, soñar de Arela...

PREGUNTA (HOMENAJE A C.B.) [CitaJ Quién eres Tú, quién eres Tú, quién eres/ Tú, quién eres, quién eres, sueño ansiado/ de Noche o Luz, de Luz o Noche... ¿Cuándo/ vivir, morir, morir, vivir...? Tú siempre,// quién eres, di , quién eres, ay, amargo/ amar, amar de Amor, Amor aleve,/ Amor, Amor, Amor, querer tenerte,/ quién eres Tú, quién eres Tú... Dejado// son de Vida, de Amor, Amor de Vida,/ ay Tú, y siempre Tú, y siempre, arcilla/ de Luz, cuenco de sed, cueva de niebla... / / Quién eres Tú, quién eres Tú, brizada/ sombra de Anhelo mío, ay, larga espera/ de Amor —¡amar, amar!—, sueño del Ansia... ( Versión castellana del autor!)

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JAVIER L O S T A L É

CARLOS BOUSOÑO O LA RESPIRACIÓN DE LA PALABRA

X u palabra, Carlos, en el libro se estrella como una decapitada mariposa que con su esqueleto de luces divididas aún navega las imágenes de su roto paisaje por un ojo cómplice del fingido amanecer. Habitada por una respiración oscura de branquia enterrada en el barro tu palabra hoza en la muerte y honda asciende después para alumbrar la vida con su primavera transparente. El chasquido del amor ilumina entre dos labios la caída de un único cuerpo en abrazo mortal y allí, en la sima, tu palabra amanece y rescata la estrella del desmayo final para el cielo insondable de los amantes. Es tu palabra, Carlos, el suspendido silencio a punto de concebir que sigue a la nevada, la espera de un reino que nos llama desde su fondo de respirada rosa. Tienta tu palabra, Carlos, un vasto espacio de sombras. Insiste ciega en el soñado resplandor y pasa por el ojo de su aguja el hijo de la vida después que la gota de sangre brotó. Yace tu palabra, Carlos, en el límite del vacío pero el planeta de su sueño alza el penacho de un rostro que con su latido mueve el mundo. Oda en la ceniza, Carlos, es tu palabra. Alta roca para mirar lo ardido.

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E L E N A M A R T Í N VTVALDI

CONSUMACIÓN

Miraste el mundo largamente y diste cuenta de tu quehacer final. Nada quedó. Nada quedó. Por todas partes sombras. Nada quedó. Todo, todo borrado.

Carlos Bousoño. (Oda en la ceniza)

LLama que, lentamente, ya tiembla y se consume, casi como esa luna que, de blanca, reinando entre la noche, se deshace en las sombras, oscurecido el rostro.

Y esa increíble música, elevando a la altura estremecidas notas, y que a un crescendo forte, trémulo enardecido, luego, pausadamente, se extingue en el silencio tras un tenue lamento de violines.

Final fulgor de ocaso, —lívida l u z — poniente, derramando entre grises su penúltimo rayo en oscuros adioses, umbrales de la noche.

Árbol de abril, mensaje de una verde esperanza, preludio de más vida, sueño de primaveras.

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Pero después, tras un verano intenso, transitivos otoños irán sembrando el suelo de su dorada sangre. Amarillas sus hojas, heraldos precursores de finales inviernos.

Todo tiene su fin: asi la rosa

Granada 9-2-94

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J U L I O M A R U R I

A CARLOS BOUSOÑO

(Por su libro Subida al Amor!)

N o un león, no un fuerte tigre, sino un muchacho, casi un niño, eres tú, que libre cantas, desvelado, continuo.

Tu poesía es una mano que arranca cielos, muros, siglos. Tu poesía es una queja, una llamada a Dios, un grito.

Te elevas puro como el aire que va seguro a su destino, y como el aire iluminando la triste sien de los dormidos.

Si se pudiera ver el viento, veríamos tu rostro mismo, tu largo pelo de centella, tu cabellera azul de ungido.

Porque tú vives en la noche de la ciudad y del sigilo, y alzas tu vida en alto vuelo, elevándote del olvido.

Porque tú cantas con la sangre, como un potente toro herido, mientras te abates dulcemente, candidamente, como un niño.

1945

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M A N U E L NE I LA

DISCURSO DE VIVIR

A Carlos Bousoño

E i l azul de la tarde se desliza sobre el lecho azaroso de la tierra, como nuestros recuerdos, como nuestros deseos.

—¡Vamos! ¡Ea!: Que nos salve la brisa y nos consuele este aroma de establos y de rosas.

Conmigo vais así, calle adelante, calle y vida adelante, bajo un cielo combado de horas viejas (¿hecho para durar?); mientras marzo abrilea en los campos que ara el pensamiento, no sé si para el gozo o la tristeza.

El azul de la tarde va pasando como un río a través de lo visible. Allí estamos nosotros, en la humana zozobra.

—¡Vamos! ¡Ea!: A veces basta el sol para salvarse, un hilo de luz negra en la memoria.

Y no es verdad que todo lo visible nos esté de continuo abandonando. La palabra es quien crea, por el amor, el mundo (¿hecho para pasar?). Y mientras dure la palabra que alienta, el hombre ha de vivir para contarlo.

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J U A N LUIS P A N E R O

IBIZA1967

•El mar que suspira. ¿Adonde las naves?* Carlos Bousoño

N o queda nada de aquellos días, ni siquiera una fotografía perdida en cualquier álbum, un banal testimonio de unos rostros que fueron. Desaparecidos personajes de una obra, efímeros actores en la escena del tiempo, los muertos y los vivos nos mezclamos detrás del polvoriento telón de la memoria.

No queda nada más que una imagen fija: la luna roja sobre Tagomago, carcajadas y espumas, rocas y palabras, instantánea borrosa de vida.

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P E D R O J . D E L A P E Ñ A

LAS ORQUÍDEAS

•Hermoso es el vivir, y aunque tuviera otra vez que pasar por ese trance, otra vez pediría luz y avance por la desdicha que me aconteciera.'

Carlos Bousoño

-í^-caso estáis perdidos en un viaje por tierras muy lejanas y encontráis al infierno besando al paraíso con ese beso turbio de los desesperados.

He bebido ese beso que la salud estraga, ese ruido de coco que cae sobre la arena y su golpe de muerte parece un pisotón dado sobre el silencio. Ese desvencijarse de las cosas caídas que se tiñen de muerte igual que los crepúsculos cuando pierden su asiento sobre un árbol de horquilla.

Grandes hojas sirvieron mi cuerpo de abanicos y regué por el suelo todas las estaciones con un único otoño.

Y perdido llegué a la miseria en torno, a las pobres casuchas de adobes derruidos, a la flaca hediondez de todos los techados, a los raudales de agua que derriban las sillas, al limo que se cuece bajo el sol virulento como una espalda llena de erupciones, al hambre oscura y larga de las miradas niñas que te persiguen rápidas, como si fuesen manos.

Morboso es el estanque y sus pútridas plantas gozándose en su inmunda pestilencia. Sin aire este verdor que ahoga cuanto toca.

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Ajena es esta luz. Deshilacliados son los días de quien triste no goza el vigor de esta savia y se deja vencer de estúpida indolencia.

Pero, en medio de todo, las orquídeas respiran. Elegantes, excelsas, como damas hermosas que pasean la seda cruda de sus sombrillas. Ahí están las orquídeas, en medio del suburbio como un redoble amargo de inquieto esteticismo.

Pobres los sin conciencia de sus actos y más pobres aún quienes conscientes no acertaran a ver: hermosas eran con su lujo insolente las pérfidas orquídeas. Hermoso era mirar sus hojas temblorosas hendiendo su temblor la horrible atmósfera de llanto y desventura. Hermoso era su beso llagado por la muerte y crepitante y dócil como hoguera invencible.

En medio del dolor de tanta mano alzada hermosa era la vida para quien las vivía.

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E D U A R D O S A N G U I N E T T

CANZONETTA

c V^antar, contar cose concrete, come animali acetosi, aeree arene, rovi roventi, rovinati roghi: la luna lega le levitazioni, ottunde orbite oblique, ossessionata se senté sibilanti semantemi:

bailar, balbutear brindisi brevi, ossitone orazioni, organolettiche ustioni: umilio usure, unificando

scogli slabbrati, sfigurando segni: ottimizzo ossa orali, ordino ostacoli, gnómico gnomo, gnóstico gnomonico:

oggettivo oloturie, offendo orienti:

Marzo 1994

cancioncilla. cantar, contar cosas concretas, como/ animales acetosos, aéreas arenas,/ espinos ar­dientes, destruidos fuegos:// la luna liga las levitaciones/ ovaladas órbitas oblicuas, obsesionada/ se siente sibilantes semantemas: / / bailar, balbucear brindis fugaces,/ oxítonas oraciones, organo-lécticas/ quemaduras; humillo usuras, unificando// escollos deslabrados, desfigurando signos:/ me­joro huesos orales, ordeno obstáculos,/ gnómico gnomo, gnóstico gnómico:// objetivo holoturias, ofendo orientes: (Traducción literal de Pablo Luis Ávila, en la que, por motivos evidentes, no ha sido posible conservar en castellano el acróstico original.)

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B E R N A R D S E S É

LE LABYRINTHE

Pour Carlos Bousoño

La nuit s' appesantit, L'espace est infini; Le pélerin sur place L'enferme en son esprit.

Silex contre sílex, L'étincelle jaillit; Pierres blanches et bleues, Et Toeil se prend au jeu.

Je suis ici ou lá, Et tout autant ailleurs. Tu t'élances, j1 efface La porte, et les chemins Du temps ou du destín Aux quatre vents s'enlacent.

Les marques de tes pas Dessinent le dédale... Dans le réseau que tracent Les battements du coeur, Tu t' égares, j'avence, Ici ou lá, ailleurs.

Et je suis toujours lá Oú tu ne m1 attends pas, Dans la blessure vive Oü ton désir s' avive.

París, juin 1994.

EL LABERINTO. Para C. B. Pesa más la noche,/ Infinito el espacio;/ El peregrino inmóvil/ En su men­te lo encierra.// Silex contra sílex,/ Y salta la chispa;/ Piedras blancas y azules,/ Arde la mirada.// Es­toy aquí, ahí,/ Lo mismo en otra parte./ Te lanzas, suprimo/ La puerta, y los caminos/ Del tiempo o el destino/ Enlazan con los vientos.// Las huellas de tus pasos/ Dibujan el dédalo.../ En la red que trazan/ Altos los latidos,/ Te pierdes, avanzo/ Aquí, allí, allá.// Y heme aquí siempre/ Donde no me esperas,/ En la herida viva/ Do tu deseo se aviva. —París , junio de 1994. (Traducción del autor.)

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C É S A R S I M Ó N

CONOCIMIENTO

Homenaje a Carlos Bousoño

d>uando caminas lento, por el pasillo silencioso, al comedor, y te acomodas en el sofá tranquilo, y acaricias sus telas, y miras vagamente las honduras del cielo fuera, y sientes cómo late tu corazón, que nunca quiso abandonarte, y respiras tan lento que lo escuchas; cuando, como una misteriosa libélula, contemplas las líneas de los bordes de las terrazas de las casas, sí, cuando las contemplas y ni afirmas ni niegas; cuando en la música callada de tu carne, ya antigua, suenan voces distantes; cuando giras muy lenta la cabeza, como animal antiguo, como animal extraño de la tierra, del universo, el más extraño, el único consciente, que no sabe y que lo sabe todo, que no es nada, entonces te confiesas: esto es conocimiento, ningún juicio, aspirar y espirar discretamente, mas con los ojos luminosos y tenebrosos, que contemplan y saben que contemplna, y que miran y en la verdad resbalan: apariencias.

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J E N A R O T A L E N S

RELEYENDO LA INVASIÓN DE LA REALIDAD

JL/a realidad pensada: un simulacro, esa criatura sin conciencia, sin espacio, sin cuerpo donde apoyar los bordes de mi opacidad. Vacía de un sentido que mis ojos construyen como en el lienzo blanco de una sala de cine donde la ausencia es arrojada bajo forma de luz, viene a mí. Nada ofrece, salvo un falso calor hecho con la materia que fabrican los sueños, residuos de palabras, de otras muertes ajenas con que fingir la muerte que no tuve. Toco esta piedra que me nombra, la solidez del muro en que dormita. El suyo es un olor que no recuerda nada, tan sólo fluye, mezclado con aromas que no conoce ni reclama. Está en la humildad de su corteza. Observo las huellas de otros ojos que tal vez intentaron hacerse comprensibles en su desnudez. La piedra no me observa, se limita a ser piedra, vuelta cuerpos inscritos. Nunca supe de ellos. Nunca sabrán de mí.

Para Carlos Bousoño

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R O S E N D O T E L L O

TEORÍA DEL CANTO Y LA MEMORIA

«irresponsables como la luz-Carlos Bousoño (£/ ojo de la aguja)

TPiene ya la Memoria un centro más concorde con nuestro sentimiento y conmemoración. País fuera del aire y la desesperanza de las rosas, pues nacen de otra luz sus flores invisibles y a su espesor de música despierta el yermo frío y la sombra ultrajada del jardín. La poesía, así, ya no será lamento o ficción elegiaca del centro primordial, al que siempre volvemos con los ojos cerrados y las manos atadas, sino alto fondo en llamas, centro libre del canto, umbral por donde doblan los tres tiempos del mundo, campanas suspendidas en la celebración intemporal. Por ese mundo cambia la armonía del verso —metro elevado a salmo, versicular cadencia religiosa— y las cosas, oscuras, mudas e indescifrables, levantan la cabeza con ademán de pájaros hacia muros colgantes. Y ya otros ruiseñores que nunca hemos oído cantando están al aire de aquel espacio inmóvil de la luz, orden encadenado desde la intimidad. Por tanto no hay jardín ni luz o sol o luna si el orden no es asnto de inmemorables rosas, si la luz es contraria al honor de esas rosas invisibles y al vuelo indiferente de las aves que llegan por las verdes almenas de un más allá del mar. Porque existe la fiesta y el sonido purísimo de más leves jazmines acordes con tal música, hacia otro sueño suben árboles que el oído siempre alzó del vacío de la negra memoria cavernaria; ese país del luto y los pesares, de ventanas cerradas que es siempre la elegía, su espanto de cenizas.

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Lo sabe el fronterizo que suelta las palomas sobre el mar, los cestos de naranjas en su huelga de lumbre, el que abre el corazón de las espigas que atesora Ruth, alto sobre la roca de frescos manantiales, en las irresponsables praderas de la luz. Lo sabe el mercachifle que ya no tiene nada que ganar en el templo del cántico, pues ahora deshablar y desdecirse ya es fulgor de Memoria, fuera de la memoria donde baten tambores y silban las arenas de un poniente encendido de calientes cenizas. Esto es lo que pronuncia el mensajero, sonriente en la plaza de su mundo real. Si la vejez es tan irresponsable como la luz y el aire, vejez es juventud, y el amor una fiesta, cuando es otro el secreto sagrado de la edad y del jardín. Y otro será el destino de la pasión del hombre, y más si al hombre sabio, ese poeta, lo llamamos Carlos.

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VI. PALABRAS DEL POETA

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Para cerrar estos actos que sobre mis escritos poéticos y teóricos se han ce­lebrado en la Fundación March, a instancias de la Dirección General del Libro y Bibliotecas, se me ha pedido que diga unas palabras.

Ante todo, quiero agradecer de todo corazón a ambas entidades, Dirección General y Fundación, su generosa contribución a estas actividades, y a la efica­cia con que ambas han obrado al propósito. Y agradecer también la inteligencia y la amistad hacia mi obra que los distintos conferenciantes y ponentes nos han ofrecido.

Fernando Delgado, en su interesentísima charla, se ha manifestado, en su intervención de esta tarde, con la modestia que siempre estila, puesto que, con­tra la evidencia que sus libros poéticos manifiestan, se disculpó por participar como poeta en el «Encuentro» de hoy, junto a compañeros de tanto renombre como Hierro, Brines y Claudio Rodríguez, «siendo», dice él de sí mismo, «sobre todo novelista, y poeta sólo», añade, «de un modo lateral». Creo que mi deber de estricta justicia es decirles a ustedes que hace meses, Fernando me leyó una se­rie de nueve poemas que son para mí uno de los conjuntos más intensos de poe­sía que ha leído en los últimos años. Fue una de esas experiencias de lector que inundan a nuestro ser de la alegría estética más plena e inconfundible. Emoción y originalidad la de estos versos que, cuando se publiquen, habrán de ser, sin duda, perceptibles por cuantos lectores se acerquen a ellos. Ya ven ustedes si tengo razón al hablar de la humildad con que se nos ha mostrado aquí, una vez más, nuestro amigo.

Y ya que mi compromiso de hoy me obliga a realizar, también yo, algún co­mentario sobre mi obra, empezaré por ampliar lo afirmado por Alejandro D u ­que Amusco, persona a quien, sea dicho entre paréntesis, me siento particular­mente reconocido por el desinteresado esfuerzo y el amistoso empuje con que

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ha participado en todos y cada uno de los actos que en sucesivos días se han producido en esta sala. Y como además se trata de uno de los poetas de esta hora que yo estimo más, y uno de los críticos más preparados e inteligentes de su edad que sobre poesía existen hoy en España, agradezco más hondamente aún su co­laboración.

Pues bien: me gustaría ampliar, como he prometido, un punto tratado por él, intrigante, en principio, hasta para mí: el de las incesantes incrustaciones y referencias que en mi último libro de poesía, El ojo de la aguja, y también en el penúltimo, Metáfora del desafuero, he hecho a frases y pasajes del Antiguo y, sobre todo, del Nuevo Testamento. Dice, en efecto, Alejandro que tales refe­rencias bíblicas actúan en mi obra un poco al modo en que actuaba la mitología grecolatina y asimismo el método paralelo, propio de los poetas de los siglos xvi y xvii, de realizar frecuentes citas, dentro de sus versos propios tomadas a prés­tamo de los poetas clásicos antiguos, a fin de crear un determinado clima «cul­to» idealizador de la realidad en el sentido de la «belleza». O sea, el mismo senti­do que en ellos tenía la metáfora realzadora de tipo petrarquista.*

Ciertamente es así, aunque en mí no se trate, por supuesto, de idealización. Y lo que yo deseo añadir ahora es únicamente la razón, por mí sospechada, de esas frecuentes apoyaturas en los libros sagrados que existen en mis dos obras más recientes, cosa distinta a su función dentro de mis versos, tan agudamente observada por Duque Amusco.

Creo que una de las concepciones que estructuran mi última colección, El ojo de la aguja, pero también la anterior, Metáfora del desafuero, en cuanto a sus secciones acerca de la belleza y del arte, aclara por sí misma suficientemen­te el fenómeno que nos ocupa. Veamos.

En todos mis libros puede rastrearse la consideración de las realidades que son mucho más duraderas que la propia del hombre como melancólicos susti-tutivos de un Dios improbable: una montaña, una vieja puerta de la Plaza Ma­yor de Madrid, un modesto jarro que nos sobrevive, un olivo milenario, e inclu­so las rutinas que dan reiteración y consistencia simbólica a nuestro frágil vivir; los juegos de los niños, tan escasamente cambiantes a lo largo de los siglos, y, en general, la cultura que va pasando de padres a hijos durante muchas gene­raciones, etc., han sido vistos por mí como algo venerable, majestuoso y hasta sagrado, en cuanto que tan ampliamente nos exceden por lo que toca a su vi ­gencia temporal. Este respeto que podríamos llamar religioso frente a tales «dio­ses» de similor no impide, sin embargo, la melancolía con que se ejecuta tan am-

• A. Duque Amusco: Introducción y notas a Poesía (Antología: 1945-1933) de Carlos Bouso­ño, Espasa Calpe, Madrid, 1993, págs. 45 y 254 n.

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plio trueque, pues el poeta es consciente del carácter engañoso, y puramente emocional, de la operación que en él, finalmente, se cobija.

Pues bien: en algunas partes de estos dos libros míos, le ha tocado el turno al hecho estético de funcionar en esa forma que podríamos calificar de nostál­gico y consolador simulacro de una paradisíaca salvación humana tan poco ve­rosímil como necesaria para nosotros. La belleza, y el arte en general, parecen representar, con más fuerza aún que los otros seres duraderos antes menciona­dos, el papel que a estos hace un instante hemos atribuido, en primer lugar, por su mayor capacidad de supervivencia, pero también y sobre todo, por la felici­dad que otorga a los hombres. Lo que antes se llamaba «placer estético», deno­minado por Sartre, con mayor precisión, «alegría estética», se asemeja de hecho al estado de bienaventuranza soñado por todas las religiones modernas. Y ese es el motivo de que intuitivamente, simbólicamente (pues no fui consciente de ello en el instante de la creación más que en forma emocional, como ocurre en todos los verdaderos símbolos), al hablar de la belleza y del arte haya yo recu­rrido a las alusiones bíblicas de que antes hablé. Era un modo rápido y plástica­mente perceptible de establecer la conexión entre el paraíso de delicias que el arte proporciona al hombre en este mundo y el que las religiones piensan como concedidas a éste por Dios en el otro. Precisamente el extenso poema que cie­rra El ojo de la aguja contiene cuatro entusiastas «aleluyas» (empleando la pala­bra en su sentido musical) en que se alude a la alegre supervivencia o resurrec­ción de todas las cosas, y del hombre, por supuesto, en el «otro mundo» propio de la poesía, en patético contraste con lo que les sucede a esos mismos seres en nuestro mundo cotidiano, donde imperan el sufrimiento y la extinción. Todo el poema está recorrido por un estremecimiento de continua felicidad, que es como un trasunto, últimamente trágico, de la otra quizá inalcanzable beatitud verda­deramente divina. Y de ahí que ese libro conste de dos grandes partes contra­puestas y complementarias. El ojo de la aguja, I, y El ojo de la aguja, II. En la primera se canta la real tragedia del hombre mortal, y en la segunda, la salvación de éste, aunque sólo en cuanto «personaje» de las obras artísticas. Esta doctrina de sucedánea salvación, por tanto, encarnada en otras obras mías, como dije, en realidades ajenas al arte (e incluso, en algún raro caso, en el arte mismo), apa­rece, en su más precisa y plena manifestación, en esas páginas de mis dos libros mencionados como más recientes. De ahí que las piezas que meditan acerca del hecho estético no tengan en ellos el sentido propiamente metapoético que ca­racterizó a la generación de los llamados «novísimos», y posean, en cambio, este otro que acabo de indicar. Toda la parte tercera del «Canto de la salvación» con­siste en un continuo repetir, de forma insistente y gloriosamente como onírica,

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de palabras, frases o ideas del propio discurso, repetición que viene a simboli­zar, tal como yo lo puedo sentir, el también continuo volver, una y otra vez, en las sucesivas lecturas de los sucesivos lectores, de las experiencias y emociones vividas y expresadas por el artista en cualquier obra suya verdaderamente tal. Cuando leemos a Lope, a Quevedo u otro poeta genuino, aunque no sea de tan alto porte, vuelve a nosotros, de nuevo, su respectiva voz, su respectivo senti­miento, tal como nos parece que fueron fluyendo en el personaje poemático de que se trate. En esa parte del largo poema mío, retornan, en efecto, fragmentos rotos de ella, vuelvo a decir, retorno que expresa, además, creo yo, algo así como la presencia de un tiempo cíclico, es decir, de un no tiempo. De este modo, la salvadora inmortalidad de las realidades poemáticas semejan representar la pa­radisíaca e improbable inmortalidad celeste. Y todo esto aparece, en esa parte tercera y, en general, en casi todo el «Canto de la salvación», envuelto en una at­mósfera de dicha o «aleluya», que viene, asimismo, a ofrecer en cifra, no única­mente el goce que acompaña a toda obra de arte: también el otro goce de la so­ñada perduración en un Dios que nos pudiera salvar. Cualquier obra artística, cualquier poema es una «bienaventuranza», la única bienaventuranza que nos es con seguridad asequible en nuestro vivir aquí y ahora. Se imponía por sí mismo, pues, en el poema, el tono que es propio de la «resurrección»: el gozoso de la «aleluya» de que antes hablé.

Otra cosa quisiera decir, para terminar mi intervención con asunto diferen­te: aludir al cambio de actitud que se ha venido acrecentando en mí en cuanto a la relación del poeta que creo ser respecto de la obra producida. Siempre he mantenido una postura antirromántica, al atribuir a la obra de arte una objetivi­dad separada, por completo en lo esencial, de la persona del autor, pero, pese a ello, yo corregía poco mis textos, una vez creados. Ahora bien: en los últimos años he sentido, cada vez con más fuerza, la necesidad de una mayor coheren­cia entre mi pensamiento teórico y mi práctica de reescritura, cuando veía la con­veniencia de ella. Hoy me parece absurdo que si el autor observa con claridad ciertos defectos subsanables en un poema suyo, haya de respetar, en nombre de una supuesta fidelidad al pasado, viejas o no tan viejas inexpresividades o caí­das de tono que podrían ser fácilmente reparadas o claramente mejoradas, sin ser infiel al poema mismo en cuanto tal. Un poema no tiene porqué manifestar­se como el retrato literalmente fidedigno de un instante de una vida particular (la mía, por ejemplo, en tal hora de tal día de tal año de mi vida), sino como una realidad artística expresadora de una vida humana, en cualesquiera de sus múl­tiples facetas. Y cuanto mejor exprese esto último, más se cumple su finalidad estética, por lo que el respeto al texto original no tiene, a mi parecer, sentido.

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Para poner un ejemplo de esas correcciones realizadas recientemente por mí, co­piaré la redacción actual de un poema perteneciente a mi última obra El ojo de la aguja, por si el lector de estas páginas tiene la curiosidad de compararlas con los textos originales. Dejo a su juicio las razones de los cambios introducidos en ambas piezas y la sentencia del éxito o fracaso del cometido propuesto en cada caso.

C A R L O S B O U S O Ñ O

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TESTAMENTO

A mi hijo Carlos

I

Como las nubes pasan, crece el hijo, y su abrirse de flor es ir cerrándose lívidamente nuestro ser. La aurora es el poniente que ella empuja a la noche, y el despertar el sueño inapelable.

En su florido alzarse reconozco mi sombría renuncia, y en las rosas del triunfo en el estadio que ciñen ya sus sienes otras rosas yo advierto -pobres, tristes—

sobre una losa oscura.

II

Así dijera y ha llegado la hora. El instante supremo de la renunciación.

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La cuenta exacta del retal y la hechura, la aguja, el descosido, en centimero afán.

Y esto es mi mano. Esto, el hueso de sabiduría, el recóndito escondrijo acechante. Y aquí el dedo, la uña del pie, la cabeza súbita, emergiendo de pronto desde un fondo de oscuridad.

La sabana, la helada cayendo en la noche, resbalando en silencio por los idus de marzo.

Alguien viene sigilosamente detrás de mis pasos. Siempre estuvo a mi lado, sin que se revelase lo que dormía insomne en la honda tiniebla suavísima.

Bruto, hijo mío de amor, ¿también tú? Tú que fuiste mi sueño. ¿Tú también, o tú más?

Tus rosas de frescor ¿eran, pues, esto? ¿Esto, tu alada juventud, el empujón final que precipita mi ser hacia el abismo impronunciable?

Las palabras son aire y vuelan. Dejadme, pues, también vosotras, ligeras golondrinas sin tiempo que tanto, subido en vuestras alas, me ayudasteis a ser.

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Ahora es ya, eso es todo, la vida desnuda, su rigor: la muerte, el juego ruin. El bien y el mal juntos, vivir y morir, hijo mío, mi roedor, mi insaciable desposeedor,

raedor, la sustitución inminente, el asalto nocturno a la fortaleza, en visión curvilínea, perezosa,

lentísima, la fluidez del tránsito de uno en otro, que aún puedo sentir (tú has crecido de pronto) amándome aún, sucediéndome con facilidad,

suavidad, (los ojos se cierran, hijo mío, mis ojos), en un pausado concierto, alado y sacrilego, como de lavadas alondras, o terribles súcubos, muy adentro, en el amanecer. El bien y el mal, prolongación filial en lo alto, tiránica luz, oscuridad, felonía.

¿Tú también?

El ritmo, la pulsación de la marejada a lo largo de la tormenta, el salitre en el viento... Y has crecido, la grandeza repentina

del mar, el temporal arremetiendo con fuerza en la arboladura, en la banda de estribor, en el puente,

expiación que resuella en la culpa. ¿Tú, más? El bien y el mal, cadencia silente,

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y nada más seguro que las cosas inciertas, dijo entonces, vivir y morir.

Bruto, has llegado bajo forma de Carlos, en la luna creciente, a la hora precisa.

III

Tú y yo, pájaros que vuelan todavía al unísono procesional, supremo espectáculo de inocencia, indecencia, en idéntica migración por la estación rotatoria. Música como de violines, o leves remansos,

o ruiseñores, o pífanos: escuchad

el largo sonido del bien y del mal, y, a rachas heladas, en el desván, entre la claraboya de rotos cristales y la pesada puerta que golpea, de vez en cuando, en la honda penumbra. Pero he aquí, de pronto, elevándose, el bálsamo y la fe de San Agustín, credo cuia absurdum, melodía de los

contrarios, ensueño, paraíso, extraña dulzura.

rv

¡Oh, hablad, hablad mucho, hablad sin cesar para no oír lo que se oculta tras el señuelo de encanto, hablad interminablemente junto a la chimenea hogareña y su paz

tranquilizadora, hablad de esa melodía, y de la que constituye el vasto ritmo de las generaciones, en compás necesario y eterno, bloques sucesivos de humanidad, columnas, enormes pilastras, arrancadas de cuajo, ayer y mañana, con placer infinito,

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a la dura, recóndita, desértica vida del mundo, resuelta de pronto en orgasmo y en gozo,

en Pascua florida, en el niño que nace gritando, y en la rosa en tu pelo, muchacha, que inventas el aire, la luz y la fiesta!

V

¡Sí, sí, concentraos entonces en esto y no reparéis en más nada! ¡Es el sonar de la rama y del nido, del cobijo, de la manta cálida y el juguete sabio, la atopadiza cuna y del completo ajuar! ¡Y la onda musical va creciendo y se extiende, sin hacer excepción, ni siquiera,

(oh campanas,

oh mirtos, oh rosales, oh cimas),

de una hierba en el campo,

y a la sombra de un árbol en él,

escuchad el vibrante concierto que desde tantos puntos se eleva de este modo en el orbe,

y, para no poder recordar otra cosa, y no dejar ni el más estrecho paso libre

en que pudierais ser conturbados, hartaos incluso de comentar minuciosamente cada primor de

la orquesta, del violín y la viola, del piano, su acuerdo y respeto profundos, su cortesía sagaz,

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y apartad así por completo la atención del horrendo chirrido, de la algarabía, el alarido, el terrible ruido inarticulado que, al menor descuido, podría escucharse

a su espalda!

¡Qué bella la engañosa música del ensueño, el ruiseñor absoluto que asciende glorioso, y olvida! ¡He ahí la presa para vuestro oído ávido de lisonjas, el azúcar para la boca insaciable del comensal cuando el mundo todo es el confitero hasta un momento antes de

la pausa definitiva, calderón sin continuidad, interrupción repentina en el yermo sombrío!

Hijo mío, tú que gozas el sabor de la golosina, la delicadeza en el paladar,

has de saber que ya se ha puesto el aceite en el engranaje y la llave en la cerradura,

y entonces ¡qué pensar, o sentir, de tan acompasados latidos, los del corazón mientras vive y el olfato respira, y respira,

y respira, el olor de una única rosa, aroma obsesivo, cegador, excluyente, y, asimismo, se escucha el acorde inaudito tras las candilejas, vivir y morir!

¿Qué sentir, qué pensar?

VI

¡Extravagante danza, falso vals de Ravel, el baile del chulo sobre un ladrillo! ¡Fragancia en el estercolero, búcaro vacío lleno de nardos! ¡Y sin embargo, también allí, o aquí, o en otro lugar, Melibea y Calixto y el huerto sin fin, la ternura infinita de los amantes en la noche cerrada, en la misma boca de

lobo,

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como torres gemelas de asombroso palacio que sin peso levita, delicadamente soplado, oreado, suspenso en el aire, ya lejos de sí mismo, hacia arriba, más alto.

sostenido tan sólo, como el globo de un niño, por un hilo de música, que sonase en la tierra, en el viento, en las olas, en la punta insistente, hijo mío, del puñal en tu mano,

que hace fuerza, retorciéndose, hundiéndose, hasta la empuñadura tenaz

de otro amor, en la sombra!

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VIL BIBLIOGRAFÍA

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I B I B L I O G R A F Í A D E C A R L O S B O U S O Ñ O

1. EDICIONES DE POESÍA DE CARLOS BOUSOÑO

Subida al amor, Hispánica, Adonais XVI, Madrid, 1945. Primavera de la muerte, Hispánica, Adonais XXIX, Madrid, 1946. Hacia otra luz (Subida al amor. Primavera de la muerte. En vez de sueño), ínsula, Co­

lee, ínsula XI, Madrid, 1952. Noche del sentido, ínsula, Colee. ínsula XXXI, Madrid, 1957. Poesías completas: Primavera de la muerte, Giner, Colee. Orfeo II, Madrid, 1960. Invasión de la realidad, Espasa-Calpe, Madrid, 1962. Oda en la ceniza, El Bardo 35, Barcelona, 1967 (2.' ed., Ciencia Nueva, El Bardo 35, Ma­

drid, 1968). La búsqueda, Fomento de Cultura Ediciones, Suplementos Hontanar I, Valencia, 1971. (Re­

editado este cuaderno junto con el poema «Sonido de la guerra-, de Vicente Alei­xandre, en Prometeo, Gules, Valencia, 1978.)

Al mismo tiempo que la noche, Librería Anticuarla El Guadalhorce, Colee. Cuadernos de María Isabel XXIV, Málaga, 1971.

Las monedas contra la losa, Alberto Corazón, editor; Colee. Visor XXXIV, Madid, 1973. Oda en la ceniza. Las monedas contra la losa, Losada, Colee. Biblioteca Clásica y Con­

temporánea 427, Buenos Aires, 1975. Elegías (A Vicente Aleixandre), con una «Presentación» del autor, La pluma del águila, Poe­

sía 7, Valencia, 1988. Metáfora del desafuero, Visor Libros, Colee. Visor de poesía CCXXI, Madrid, 1988. Oda en la ceniza. Las monedas contra la losa, ed. de Irma Emiliozzi, Castalia, Colee. Clá­

sicos Castalia 188, Madrid, 1991.

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Algo ocurre en la mitad de este soneto, Pliegos de Contemporáneos, n.° 16, Jerez, 26 abril 1991.

El ojo de la aguja, Tusquets, Colee. Marginales 127, Nuevos textos sagrados, Barcelona, 1993.

2. ANTOLOGÍAS

A) Sólo de la obra del autor

Antología poética (1945-1973), ed. del autor, Plaza & Janes, Colecc. Selecciones de Poe­sía Española, Barcelona, 1976.

Selección de mis versos, ed. del autor, Cátedra, Colee. Letras Hispánicas 118, Madrid, 1980. (2.- ed., 1982; 3.' ed., 1990).

Carlos Bousoño. Teoría de la cultura y de la expresión poética, Antología de textos y po­emas, Anthropos Suplementos n.° 3, Barcelona, 1987.

Poesía. Antología: 1945-1993, ed. Alejandro Duque Amusco, Espasa-Calpe, Colee. Aus­tral 313, Madrid, 1993.

B) Colectivas

• En lengua española:

AGUIRRE , José María: Antología de la poesía española contemporánea II, Ebro, Zaragoza, 1972.

Antología de -Adunáis-, Rialp, Madrid, 1953. (También se incluye en la Segunda antolo­gía..., de 1962.)

Antología de la poesía española (1939-1975), Castalia, Madrid, 1989. Antología parcial de la poesía espñola (1939-1946), Espadaña, León, 1946. ARGUMOSA , Miguel Ángel de: Antología de la poesía montañesa, Iruma, Madrid, 1963. ARGUMOSA , Miguel Ángel de: Cien poemas del novecientos, Imp. Industrias Gráficas, Ma­

drid, 1966. Asís, M. Dolores de: Antología de poetas españoles contemporáneos (1936-1970), Nar-

cea, S. A. de Ediciones, Madrid, 1977. A Z C O A G A , Enrique: Panorama de la poesía moderna española, Ed. Periplo, Buenos A i ­

res, 1953. CAMPOS , Jorge: Poesía española (Antología), Ed. Taurus, Madrid, 1959. C A N O , José Luis: Antología de la nueva poesía española, Gredos, Colee. Antología His­

pánica VI, 1957. C A N O , José Luis: El tema de España en la poesía española contemporánea, Revista de Oc­

cidente, Madrid, 1964. (Reedición abreviada en Taurus, Colee. Temas de España 105, Madrid, 1978.)

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C A N O , José Luis: Antología de la lírica española actual, Anaya, Colee. Biblioteca Anaya 54, Madrid, 1968.

C A N O , José Luis: Lírica española de hoy, Cátedra, Colee. Letras Hispánicas 14, Madrid, 1977». CARO ROMERO , Joaquín: Antología de la poesía erótica española de nuestro tiempo, Rue­

do Ibérico, France, 1973. C A S T E L L E T J . M. : Veinte años de poesía española (1939-1959), Seix Barral, Barcelona, 1960.

(Desde la 3.' edición, de 1965, pasa a titularse Un cuarto de siglo de poesía españo-la [1939-1964].)

C O N D E , Carmen: Antología de poesía amorosa contemporánea, Bruguera, Barcelona, 1969.

CORRALES EGEA , J., y DARMANGEANT , P.: Poesía española. Siglo XX, Liberta Española, París, 1966.

CHAMPOURCÍN , Ernestina de: Dios en la poesía española actual, Católica, Madrid, 1970. CORREA , Gustavo: Antología de la poesía española (1900-1980), Gredos, Madrid, 1980,

tomo II.

Doce poetas en sus versos (segunda serie), Gráficas Dirección, Madrid, 1970. FORTUNO LLORÉNS, Santiago: Primera generación poética de postguerra (Estudio y anto­

logía), Ediciones Literarias, Colee. Avefénix texto, Madrid, 1992. GARCÍA MERCADAL , J.: Mil poetas de la lengua española, Compañía Bibliográfica, S. A., Ma­

drid, 1962. GARCÍA-POSADA , Miguel: 40 años de poesía española (Antología 1939-1979), Ed. Cincel,

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(Aparece también en las recopilaciones de 1959-60, 1962-63, 1963-64 y 1965-66.) JIMÉNEZ MARTOS , Luis: Antología general de •Adonais- (1943-1968), Rialp, Madrid, 1969. LABAJO , Aurelio; URDÍALES, Carlos, y GONZÁLEZ , Trini: Poetas del 40, Cocuisa, S. A., Madrid,

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MILLÁN, Rafael: Antología de poesía española (1954-1955), Aguilar, Madrid, 1955. (Apa­rece también en las recopilaciones de 1955-56 y 1956-57.)

MOLINA , Antonio: Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). III. Poesía co­tidiana, Alfaguara, Madrid-Barcelona, 1966.

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RAFIDE B., Matías: Poetas españoles contemporáneos. Antología y análisis estilísticos, Fon­do Editorial Educación Moderna, Santiago de Chile, 1962.

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Rico, Francisco: La poesía española. Antología comentada, Círculo de Lectores, Barcelo­na, 1991, T. III.

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SOLNER, G. L.: Poesía Española Hoy, Visor, Madrid, 1982.

V A N H A L E N , Juan: España en su poesía actual, Doncel, Madrid, 1967.

VELILLA, R.: Poesía española, 1939-1975, Tarraco, Tarragona, 1977.

• En otras lenguas:

ANDRADE , Eugenio de: «A poesía espanhola contemporánea. Antología», Estrada Larga, 3,

Porto Editora, Oporto, 1961.

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Antologie bilingüe de la poésie espagnole contemporaine, Marabout Université, Gerard, París, 1969.

B E N T O , José: Antología da poesía espanhola contemporánea, Assírio e Alvim, Lisboa, 1985.

LASCHEN , Gregor, y SILES, Jaime (Hrsg.): Icb bin der Kónig Aus Rauch, Edition die horen, Bremerhaven, 1991.

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MACRÍ , Oreste: Poesía spagnola del Novecento, Guanda, Parma, 1952.

SIEBENMANN, Gustav, y LÓPEZ , José Manuel: Spanische Lyrik des 20.Jahrhunderts. Reclam, Stuttgart, 1985.

ST. MARTIN , Hardie: Roots and Wings. Poetry from Spain 1900-1975, Harper & Row Pu-blishers, New York, Hagerstown, San Francisco, London, 1976.

VANDERCAMMEN , E., y VERHESEN , F.: Poésie espagnole d'aujourd'hui, Librairie Les Lettres, París, 1956.

3. ESTUDIOS DE CARLOS BOUSOÑO SOBRE TEORÍA Y CRÍTICA

• Libros:

La poesía de Vicente Aleixandre. Imagen, estilo, mundo poético (con prólogo de Dáma­so Alonso), ínsula, Madrid, 1950.

Seis calas en la expresión literaria española (Prosa-Poesía-Teatro) (en colaboración con Dámaso Alonso), Gredos, Madrid, 1951.

Teoría de la expresión poética, Gredos, Madrid, 1952. El irracionalismopoético (El símbolo), Gredos, Madrid, 1977. Superrealismo poético y simbolización, Gredos, Madrid, 1979. Sentido de la evolución de la poesía contemporánea en Juan Ramón Jiménez, Real Aca­

demia Española, Madrid, 1980.

Épocas literarias y evolución. 2 vols., Gredos, Madrid, 1981.

Poesía postcontemporánea. Cuatro estudios y una introducción, Júcar, Madrid, 1985.

• Ensayos, prólogos, artículos, notas:

•Hijos de la ira, de D. Alonso-, Región, Oviedo, 1944.

•En la muerte de Miguel Hernández, de Vicente Aleixandre», ínsula, 29, mayo 1948,

p. 5.

•Vicente Aleixandre, académico-, Clavileño, 1, Madrid, enero-febrero 1950, pp. 63-64.

•Génesis de un poema aleixandrino-, ínsula, 50, febrero 1950, pp. 2 y 6. 2 3 3

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•Un nuevo libro de Aleixandre: Mundo a solas; ínsula, 53, mayo, 1950, pp. 2 y 7. •Estilística y teoría del lenguaje. Notas al libro Poesía española de Dámaso Alonso», Cua­

dernos Hispanoamericanos, 19, Madrid, 1951, pp. 113-126. •La poesía de Blas de Otero», ínsula, 71, noviembre 1951, p. 2. •El poeta y sus gustos», en Antología consultada, de F. Ribes, Artes Gráficas de los Hnos.

Bedia, Santander, 1952, pp. 21-25. •La poesía contemporánea y el gran público», índice de Artes y Letras, Madrid, n.° 59, ene­

ro 1953, p. 17. «Consideraciones en torno a un libro de poesía», Bolívar, Bogotá, 1954, pp. 226-246. «Sobre Historia del corazón de Vicente Aleixandre», ínsula, 102, junio 1954, pp. 3 y 10.

(Reproducido en el n.° 499-500 de ínsula, junio-agosto 1988, pp. 21-22.) «Nuevo concepto de la estilística: fondo, forma y personalidad», Bolívar, 40, Bogotá, 1955,

pp. 1017-27. (Reproducido en índice, 88-89, abril-mayo 1956, pp. 1 y 10.) •La poesía como género literario», Papeles de Son Armadans, 4, julio 1956, pp. 32-37. •Obra poética de Julio Marurl», ínsula, 132, noviembre 1957, p. 5. «La percepción del tiempo», ínsula, 134, enero 1958, pp. 1 y 12. «El término "gran poesía" y la poesía de Vicente Aleixandre», Papeles de Son Armadans,

32-33, noviembre-diciembre 1958, pp. 245-255. (Reelaborado y traducido al inglés con el título «The greatness of Aleixandre's poetry», Revista de Letras, 22, Universi­dad de Puerto Rico en Mayagüez, junio 1974.)

«La poesía de Dámaso Alonso», Papeles de Son Armadans, 32-33, noviembre-diciembre 1958, pp. 256-300.

•Ante una promoción nueva de poetas», Cuadernos de Agora, 27-28, enero-febrero 1959, pp. 3-6. (Reproducido al frente del volumen Encuentros con el 50, Fundación Mu­nicipal de Cultura, Oviedo, 1987, pp. 11-15.)

«Notas sobre un poema de Miguel Hernández: "Antes del odio"», Cuadernos de Agora, 49-50,1960, pp. 31-35.

«Sentido de la poesía de Vicente Aleixandre», Prólogo a Poesías completas áe Vicente Alei­xandre, Aguilar, Madrid, 1960, pp. 11-44. (Reeditado y ampliado en Obras comple­tas de V.A., Aguilar, Madrid, 1968, pp. 9-71.

«La poesía de Vicente Gaos», Papeles de Son Armadans, 55, octubre 1960, pp. 75-100. «Carta abierta a José M , ' Castellet», ínsula, 170, enero 1961, p. 15. «La poesía de José Ángel Valente y el nuevo concepto de originalidad», ínsula, 174, mayo

1961, pp. 1 y 14. «En torno a una ley de la poesía», ínsula, 182, enero 1962, pp. 1 y 10. •Nuevas ideas sobre la comunicación en poesía», Papeles de Son Armadans, 73, abril 1962,

pp. 9-47. «Materia como historia (El nuevo Aleixandre)», ínsula, 194, enero 1963, pp. 1, 12 y 13. •Poesía contemporánea y poesía postcontemporánea», Papeles de Son Armadans, 101,

agosto 1964, pp. 121-184. •La sugerencia en la poesía contemporánea», Revista de Occidente (segunda época) , 20,

noviembre 1964, pp. 188-208.

234

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«Cosmovisión simbólica y cosmovisión realista en Aleixandre», Destino, 1599, Barcelona, 25 mayo 1968, pp. 36-37.

«Una época en sus personajes», Papeles de Son Armadans, 158, mayo 1969, pp. 143-172. «Arte y moral», Revista de Occidente (segunda época) , 77, agosto 1969, pp. 159-175. •Un ensayo de estilística explicativa (Ruptura de un sistema formado por una frase hecha)»,

en Homenaje Universitario a Dámaso Alonso, W . A A . , Gredos, Madrid, 1970, pp. 69-84. •Significación de los géneros literarios», Insula, 281, abril 1970, pp. 1,14 y 15. •La poesía de Claudio Rodríguez», prólogo a las poesías completas de este autor, Plaza &

Janes, Selecciones de poesía española, Barcelona, 1971, pp. 9-35. «Unas líneas de introducción», Cantos de muerte. Antología de poemas de Georg Trakl,

Al-Borak, Madrid, 1972, pp. 7-10. •En torno a "Malestar y noche", de García Lorca», en El comentario de textos, de W . A A . ,

Castalia, Madrid, 1973, pp. 305-342. •El impresionismo poético de Juan Ramón Jiménez (Una estructura cosmovisionaria)»,

Cuadernos Hispanoamericanos, 280-282, octubre-diciembre 1973, pp. 508-540. «Situación y características de la poesía de Francisco Brines», prólogo a la obra reunida de

este autor, Plaza & Janes, Selecciones de poesía española, Barcelona, 1974, pp. 9-94. Vaquero Turcios, XIII Bienal de Sao Paulo, 1975, s.p. (- pp. 4-6). (Reeditado «Los retratos de

Vaquero Turcios», Vaquero Turcios, Europa Artes Gráficas, Salamanca, 1983, s.p. [- 2-6].) •Como los ángeles de Santo Tomás» (Homenaje a la generación del 27), El Ciervo, 306-

307, Barcelona, abril-mayo, 1977, p. 33. «La estética de Ortega: notas de controversia», Cuadernos Hispanoamericanos, 322-323,

abril-mayo 1977, pp. 53-77. •Nueva interpretación de Cántico de Jorge Guillen (El esencialismo juanramoniano y el

guilleniano)», en Homenaje a Jorge Guillen, de W . A A . , Insula-Wellesley College, Ma­drid, 1978, pp. 73-95.

«Las técnicas irracionalistas de Aleixandre», Insula, 374-375, enero-febrero 1978, pp. 5-30. (Reeditado y traducido al inglés con el título «The irrationalist techniques of Vicente Aleixandre», en Vicente Aleixandre, a critica! appraisal, de W . A A . , Bilingual Press Ypsilanti, Michigan, 1981, pp. 258-270; y al italiano: «Le tecniche irrazionaliste di Alei­xandre», en Trent'anni di avanguardia spagnola, Edizioni Universitarie, Jaca, Mila­no, 1988, pp. 203-214. Hay versión española de este libro en El carro de la Nieve, Se­villa, 1989. Víctor García de la Concha incluye también este artículo en El surrealismo, Taurus, Madrid, 1982.)

«La poesía de Guillermo Carnero», ensayo preliminar a la obra conjunta de éste, Peralta, Hiperión, Madrid, 1979, pp. 11-68.

«Jorge Guillen: Las dificultades de una visión del mundo», Homenaje a Jorge Guillen, Bo­letín de la Real Academia Española, t. LXTV, cuadernos CCXXXI-II, enero-agosto 1984, pp. 49-57.

«Rostro muerto (En la muerte de Vicente Aleixandre)», El País, 15 diciembre 1984, p. 26. •Poscontemporáneo. (Volver a leer Sombra del Paraíso de Vicente Aleixandre)», El País,

16 diciembre 1984, Supl. Libros, p. 12.

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«El influjo de Aleixandre desde 1935 hasta hoy», Boletín de la Real Academia Española, 65, Madrid, 1985, pp. 49-60.

«Grandeza y evolución en Aleixandre», Insula, 458-459, enero-febrero 1985, pp. 1,18 y 19. «Sentido de los heterónimos en Fernando Pessoa», ABC, Madrid, 30 noviembre 1985. «Presentación de unos poemas inéditos de Vicente Aleixandre», El Ciervo, 419, Barcelo­

na, enero 1986, pp. 23-24. «Situación de la obra lorquiana», ABC semanal, 17 agosto 1986, p. 41. (Reeditado en García

larca, Casa de Velázquez, Editorial Universitaria Complutense, Madrid, 1988, pp. 61-64.) •Metáforas lorquianas», El País, Madrid, 19 agosto 1986, extra García Lorca, p. IV. «Generación del 27: Aleixandre y Neruda», en Las relaciones literarias entre España e Ibe­

roamérica, Universidad Complutense, Madrid, 1987, pp. 29-47. «La actualidad de Bécquer», en Homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer, Boletín de la Real

Academia, t. LXVII, cuaderno CCXL, enero-abril 1987, pp. 29-36. «Prólogo» a Antología mágica de Rafael Soto Vergés, Libertarias, Madrid, 1987. «Veinticinco años de la muerte de Leopoldo Panero: Algunas consideraciones sobre Pa­

nero», ABC, Madrid, 27 agosto 1987, p. 26. «Aleixandre desde hoy», ABC, Madrid, 26 octubre 1987. «Revitalizaciones», Diario 16, Madrid, 7 noviembre 1987, Supl. «Culturas». •Rafael Alberti, ochenta y cinco años: Fiel a su generación», ABC, Madrid, 13 diciembre 1987. «La poesía de Claudio Rodríguez», ABC, Madrid, 18 diciembre 1987, p. 1. •Un aspecto de Gerardo Diego: el simultaneísmo de su diversidad», en Homenaje a Ge­

rardo Diego, Boletín de la Real Academia Española, t. LXV1II, cuaderno CCXLIV, mayo-agosto 1988, pp. 195-201.

«La historia de las famas», ABC, 5 noviembre 1988, supl. lit. p. VI. «Retórica», Diario 16, Madrid, 18 febrero 1989. «Un Machado total», El País, Madrid, 19 febrero 1989, supl. •Libros», p. I-II. •La ebriedad de un poeta puro» (sobre la reedición de Conjuros de Claudio Rodríguez),

El País, 21 mayo 1989, supl. «Libros», p. V. «España ante el Nobel», ABC, Madrid, 20 octubre 1989, p. 69. «Leyendo a Luis Antonio de Villena», Litoral, 188, Málaga, 1990, pp. 23-27. «Cantar como se habla. Perfil de la poesía de Jaime Gil de Biedma», El País, Madrid, 14

enero 1990, supl. «Libros», p. 3. «En la muerte de Dámaso Alonso», El Mundo, Madrid, 26 enero 1990, p. 6. «La poesía de Dámaso Alonso», Anthropos, 106-107, Barcelona, marzo-abril, 1990, pp. 60-71. •Tradición continua», Diario 16, Madrid, 5 mayo 1990. «La poesía es comunicación», ínsula, 523-524, julio-agosto 1990, pp. 13-14. •Contestación al discurso de ingreso de Francisco Nieva en la Real Academia Española»,

Comunidad de Madrid, Consejería de Cultura, Madrid, 1990, pp. 33-52. «El teatro furioso de Francisco Nieva», en Teatro Completo de F.N., Servicio de Publica­

ciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 1991, tomo I, pp. 261-288. «Nota explicativa», prólogo a En gran noche, de Vicente Aleixandre (en colaboración con

A. Duque Amusco), Sebe Barral, Barcelona, 1991, pp. 7-11.

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«Clamor ante la guerra», ABC, Madrid, 20 enero 1991, p. 1. «En la muerte de Gabriel Celaya. La poesía social», ABC, Madrid, 19 abril 1991, p. 56. •La poesía de Claudio Rodríguez» (discurso de recepción), en Poesía como participación: ha­

cia Miguel Hernández, de Claudio Rodríguez, Real Academia Española, 1992, pp. 41-65. (Reproducido en Lingua e letteratura, 20, Milano, primavera 1993, pp. 7-20.)

«Si Azorín no hubiera existido, hoy no se escribiría como se escribe. Contra la ampulosi­dad», ABC, Madrid, 2 marzo 1992, p. 47.

«Un relámpago, un misterio», ABC, Madrid, 28 marzo 1992, p. 1. «Nieva, Príncipe de Asturias de las Letras. La paradójica vuelta al encanto teatral», ABC,

Madrid, 30 mayo 1992, p. 53. «Rosales, su tiempo, su obra y su mirada», ABC, Madrid, 25 octubre 1992, p. 72. «Dolor de la Academia por la muerte de Luis Rosales», Boletín de la Real Academia Es­

pañola, tomo LXXII, septiembre-diciembre 1992, cuaderno CCLVII, pp. 401-409. •Fuente Ovejuna. Nuestra adaptación», Boletín, Teatro Clásico, Compañía Nacional, no­

viembre-diciembre 1992. •La muerte del autor en la poesía entre el parnaso y el superrealismo» (resumen de con­

ferencia), en Cualquiera todos ninguno. Más allá de la muerte del Autor, vol. 2, Ar-teleku, 6, Departamento Foral de Gipuzkoa, San Sebastián, 1992, pp. 61-69.

•Gerardo Diego y Vicente Aleixandre», 2. La literatura: clásicos contemporáneos, Cole­gio Libre de Eméritos. Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, pp. 245-259.

«La poesía de Rafael Alberti», ABC, Madrid, 16 diciembre 1992, p. 1. «Epílogo» a Algo que canta sin m í de Julio Maruri, Universidad Popular de San Sebastián

de los Reyes, Madrid, 1993, pp. 313-320. •Prólogo» a Antología poética de Bartolomé Lloréns, Númenor. Cuadernos de poesía, Se­

villa, 1993, pp. 5-8. «Literatura y comunicación», mesa redonda en Coloquios de Alcor, X, dedicado a Comu-

nicadoresy mensajes, Editorial Complutense, Madrid, 1993, pp. 43-58 y 163. «Jorge Guillen. En el primer centenario», ABC Cultural, 63, Madrid, 15 enero 1993, pp. 14-15. «En la muerte de Joaquín Calvo Sotelo. Nuestro destino que se apaga», ABC, Madrid, 8 abril

1993, p. 49. «Una calle, otro regreso», La nueva España, 15 mayo 1993, p. 44. •Claudio Rodríguez, Príncipe de Asturias de las Letras. Fresca voz», ABC, Madrid, 29 mayo

1993, p. 77. •Dámaso Alonso. Escritor nato», ABC, Madrid, 10 junio 1993, p. 59. «Machado en la evolución interiorizada de la poesía contemporánea entre la época ro­

mántica y el surrealismo», en Antonio Machado hacia Europa, W . AA. (ed. de Pa­blo Luis Ávila), Visor, Madrid, 1993, pp. 92-96.

«Originalidad y fidelidad a su tiempo de la poesía de Dámaso Alonso», Boletín de la Real Academia Española, t. LXXIII, cuaderno CCLLX, mayo-agosto 1993, pp. 225-235.

«I aniversario de la muerte de Luis Rosales. Sigue vivo entre nosotros», ABC, Madrid, 25 octubre 1993, p. 54.

•Ante una lectura», Fernando G. Delgado, Centro Cultural de la Generación del 27, Málaga, 1994.

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II B I B L I O G R A F Í A S O B R E C A R L O S B O U S O Ñ O

1. SOBRE LA POESÍA DE CARLOS BOUSOÑO (Se incluye también lo escrito por el autor sobre sí mismo)

• Sobre Subida al amor:

JIMÉNEZ, José Olivio: -Subida al amor. Integración del libro», Poesía en el Campus, 11, Uni­versidad de Zaragoza, curso 1989-90, pp. 11-14.

G . DE LAMA , Antonio: «Subida al amor» (1945), Espadaña, 14, León, ed. facsimilar 1978, pp. 321-323.

SUÁREZ CARREÑO , José: «La tierra amenazada», Corcel, Valencia, 1942-1945, p. 143.

• Sobre Primavera de la muerte:

ALEIXANDRE , Vicente: «Adolescencia y muerte», prólogo a Primavera de la muerte de Car­los Bousoño, Hispánica, colee. Adonais XXLX, Madrid, 1946. (Revisado, fue incluido por Aleixandre en la sección Prólogos y notas a textos ajenos de sus Obras Comple­tas, Aguilar, Madrid, 1968, pp. 1492-1501.)

C A N O , José Luis: «Primavera de la muerte», ínsula, 7, Madrid, julio 1946, p. 6. G . DE LAMA , Antonio: «Primavera de la muerte» (1946), Espadaña, 23, León, ed. facsimilar

1978, p. 524.

• Sobre Hacia otra luz:

C A N O , José Luis: -Hacia otra luz: La poesía de Carlos Bousoño», ínsula, 85, Madrid, ene­ro 1953, pp. 6 y 7.

Luis, Leopoldo de: «Hacia otra luz», Poesía Española, 12, Madrid, diciembre 1952, p. 26.

• Sobre Noche del sentido:

C A N O , José Luis: «Carlos Bousoño: Noche del sentido-, ínsula, 122, Madrid, 15 enero 1957, p p . 6 y 7 .

• Sobre Invasión de la realidad:

C A N O , José Luis: -Invasión de la realidad de Carlos Bousoño», ínsula, 197, Madrid, abril 1963, pp. 8-9.

GUINDA , Ángel: «Himno al misterio», Poesía en el campus, 11, Universidad de Zaragoza, curso 1989-90, p. 15.

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JIMÉNEZ, José Olivio: 'Invasión de la realidad (1962) en la poesía de Carlos Bousoño», en Diez años de poesía española, 1960-1970, ínsula, Madrid, 1972, pp. 33-60.

MANRIQUE D E LARA, José Gerardo: «Invasión de la realidad», Poesía Española, 129, Madrid, septiembre 1963, pp. 17-19.

MANTERO , Manuel: «Invasión de la realidad», Cuadernos de Agora, 75-78, Madrid, 1963, pp. 40-41.

• Sobre Oda en la ceniza:

C A N O , José Luis: «Un nuevo libro de Carlos Bousoño: Oda en la ceniza-, ínsula, 255, Ma­drid, febrero 1968, pp. 8 y 9.

DÍAZ DE CASTRO , Francisco J., y PAYERAS G R A U , María: «Madurez poética y conciencia del

ser en Oda en la ceniza», Anthropos, 73, Barcelona, junio 1987, pp. I-III. DÍAZ-PLAJA , Guillermo: -Oda en la ceniza, de Carlos Bousoño», en Cien libros españoles,

Anaya, colee. Temas y Estudios, Salamanca, 1971, pp. 25-28. JIMÉNEZ, José Olivio: «Verdad, símbolo y paradoja en Oda en la ceniza (1967)», en Diez

años de poesía española, 1960-1970, ínsula, Madrid, 1972, pp. 243-279. M A R C O , Joaquim: «"Necesidad de algo más bello", o la poesía última de Carlos Bousoño»,

en Ejercicios literarios, Táber, colee. Ciempiés 14, Barcelona, 1969, pp. 393-398. (Apa­recido primeramente en Destino, febrero 1968.)

UMBRAL , Francisco: «Oda en la ceniza», Poesía española, 182, Madrid, febrero 1968, pp. 5-7.

• Sobre Las monedas contra la losa:

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CARNERO , Guillermo: «Un manifiesto neoclásico sobre el significado del significado», In­formaciones, Madrid, 14 junio 1973, supl. «De las artes y las letras», p. 5.

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• Sobre Metáfora del desafuero:

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VILAS, Manuel: «El temblor, el furor, el fulgor», Heraldo de Aragón, Zaragoza, 4 mayo 1989.

(Reproducido en el cuaderno de Poesía en el campus, pp. 21-23.)

VILLENA, Luis Antonio de: «Carlos Bousoño: celebrador de lo infausto», ínsula, 514, Ma­drid, octubre 1989, pp. 22-23.

• Sobre El ojo de la aguja:

ANÓNIMO: «LOS mejores del 93: El ojo de la aguja-, ABC Literario, Madrid, 31 diciembre 1993, p. 18.

H . DEMICHEU , Tulio: «Carlos Bousoño publica El ojo de la aguja-, ABC, Madrid, 3 marzo 1993.

GARCÍA DE LA CONCHA , Víctor: «El ojo de la aguja», ABC Literario, Madrid, 24 septiembre 1993, p. 9.

GARCÍA MARTÍN , José Luis: «Borradores silvestres», La nueva España, Oviedo, 9 octubre 1993, p. 38. (Reproducido en El Correo de Andalucía, Sevilla, 16 diciembre 1993.)

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GUINDA , Ángel: «Bousoño en su laberinto», El Periódico, Zaragoza, 14 octubre 1993.

LANZ , Juan José: -El ojo de la aguja, reincidencia de Bousoño en la poesía reflexiva», Cór­doba, 10 febrero 1994, supl. «Cuadernos del Sur», p. III.

MARTÍNEZ , José Enrique: «El ojo de la aguja», Filandón, Diario de León, 24 octubre 1993.

MASSOT , Josep: «El tejedor de prodigios», La Vanguardia, Barcelona, 1 octubre 1993.

PRIEDE, Jaime: «Bousoño a través del ojo de la aguja», La Voz de Asturias, Oviedo, 7 oc­tubre 1993.

RAMONEDA , Arturo: «Conocimiento y experiencia», Diario 16, Madrid, 9 octubre 1993, p. XVI. SÁNCHEZ M A G R O , Andrés: «El ojo de la aguja», Cambio 16, 246, Madrid, 1993.

VILLENA, Luis Antonio: «Una investigación metafísica y metafórica», El Mundo, Madrid, 11

septiembre 1993, supl. «La Esfera», p. 7.

• Sobre Antología poética (1945-1973):

BOURNE , Luis M. : «La poética de Bousoño», El País, Madrid, 2 7 marzo 1977, supl. «Libros». CARNERO , Guillermo: «Teoría creativa y creatividad teórica», Informaciones, Madrid, 24 mar­

zo 1977, supl. «De las artes y de las letras», 454, pp. 6-7.

COUNAS , Antonio: «Teoría y obra de Carlos Bousoño», Cuadernos Hispanoamericanos, 342,

Madrid, 1978, pp. 673-676.

LAMET , Pedro Miguel: «Carlos Bousoño entre la verdad poética y la teoría de sí mismo», Re­seña, 108, Madrid, septiembre-octubre 1977, pp. 108-109.

VILLENA, Luis Antonio de: «Poesía y autorreflexión de Carlos Bousoño», ínsula, 373, Ma-did, diciembre 1977, pp. 1 y 10. (Reproducido en ínsula, 4 9 9 - 5 0 0 , junio-agosto 1988,

pp. 35 y 36.)

• Sobre Selección de mis versos:

JIMÉNEZ, José Olivio: «Carlos Bousoño: Tema y variaciones», El País, Madrid, 6 abril 1980,

supl. «Libros», p. 4.

• Estudios generales:

AMORÓS , Amparo: «El esplendor de la ceniza», Anthropos, 73, Barcelona, junio 1987, pp. III-IV.

ARGUMOSA , Miguel Ángel de: Historia de la poesía montañesa, Iruma, Madrid, 1964, p. 61.

BAENA , Enrique: «Carlos Bousoño: Una poética de la meditación» (introducción a una mues­tra de poemas del autor), Centro Cultural de la Generación del 27, Málaga, 1986.

BOUSOÑO , Carlos: «Introducción del autor», prólogo a Poesías completas. Primavera de la muerte, Giner, Madrid, 1960, pp. 17-27.

BOUSOÑO , Carlos: «Ensayo de autocrítica», prólogo a Antología poética (1945-1973), Pla-

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BOUSOÑO , Carlos: «Reflexiones sobre mi poesía», Cuaderno de Literatura, 6, Escuela Uni­versitaria «Santa María», Madrid, 1984.

BOUSOÑO , Carlos: «Autobiografía intelectual», Anthropos, 73, Barcelona, junio 1987, pp. 15-20.

BOUSOÑO , Carlos: «Presentación», prólogo a Elegías (a Vicente Aleixandre), La Pluma del águila, Poesía, 7, Valencia, mayo 1988, pp. 9-10.

BRINES, Francisco: «Carlos Bousoño: Una poesía religiosa desde la incredulidad», Cuader­nos Hispanoamericanos, 320-321, Madrid, febrero-marzo 1977, pp. 221-248.

C A N O , José Luis: «Carlos Bousoño», en De Machado a Bousoño, ínsula, Madrid, 1955.

C A N O , José Luis: Poesía española del siglo XX. De Unamuno a Blas de Otero, Guadarra­ma, Madrid, 1960, pp. 469-482.

C A N O , José Luis: «Carlos Bousoño y sus poesías completas», ínsula, 179, Madrid, octubre, 1961, pp. 8 y 9.

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pp. 460-463. SILES, Jaime: «La poesía de Carlos Bousoño: notas para una lectura interna y transversal»,

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TORRENTE BALLESTER, Gonzalo: «Contestación» al Discurso de ingreso en la Real Academia Española de Carlos Bousoño, Real Academia Española, Madrid, 19 octubre 1980, pp. 69-87.

VILLA-FERNÁNDEZ, Pedro: «Dios, España y agonía en la poesía de Carlos Bousoño», Revista de Estudios Hispánicos, V, 1, The University of Alabama Press, enero 1971, pp. 65-78.

VILLAR, Arturo del: «Carlos Bousoño», La Estafeta Literaria, 540, Madrid, mayo 1974, pp. 12-15.

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• Semblanzas y apuntes biográficos:

ALEIXANDRE , Vicente: «Carlos Bousoño sueña el tiempo», en Los encuentros, Guadarrama, Madrid, 1958, pp. 251-259.

BERASATEGUI, Blanca: «Carlos Bousoño, refinado y dinamitero», ABC, Madrid, 11 septiem­bre 1982, supl. «Sábado cultural», pp. VIII y LX.

G. D E L G A D O , Fernando: «Perfil de un apasionado», El Mundo, Madrid, 11 septiembre 1993, supl. «La Esfera», p. 7.

D U Q U E AMUSCO , Alejandro: «Biografía dialogada», Anthropos, 73, Barcelona, junio 1987, pp. 20-30.

FERNÁNDEZ LUCIO , Loca: «Como pez en el agua en Madrid», La Voz de Asturias, Oviedo, 6 mayo 1993, p. 37.

PEÑA , Pedro de la: «Carlos Bousoño», Provincias, Valencia, 17 junio 1982. (Reproducido en Anthropos, 73, Barcelona, junio 1987, pp. IV-V.)

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QUINTANA , Antonio: «Recuerdos humanos», Cuadernos del Sur, supl. del diario Córdoba, 28 junio 1990, p. VI.

• Entrevistas y declaraciones:

A N D R E U , Blanca: «La belleza y los fracasos (Entrevista con el poeta Carlos Bousoño)», El País, Madrid, 23 octubre 1988, supl. «Libros», p. III.

BUSTOS , Clara Isabel de: «Bousoño: "Ni fama ni dinero movilizan al creador, sólo el gusto por lo creativo"», El Independiente, Madrid, 18 enero 1991, p. 46.

CANALES , Jacques: «Carlos Bousoño o el crecimiento del poder poético», Antípodas, 2, Uni-versity of Auckland, december 1989, pp. 149-156.

C A N O , José Luis: «Carlos Bousoño nos habla de poesía», ínsula, 172, marzo 1961, p. 5. CANTAVELLA , Juan: «Carlos Bousoño: Los poemas tienen que ser perfectos...», Hoy, Bada­

joz, 20 septiembre 1993. (Se reprodujo con ligeros cambios en Diario de Navarra, Pamplona, y en Diario de Burgos, 2 octubre 1993, supl. «Cultura», p. III.)

CASTELLVÍ, Miguel: «Carlos Bousoño: "Saber vivir es en definitiva la más honda de las po­sibles sabidurías"», ABC, Madrid, 17 febrero 1990.

H . D E M I C H E U , Tulio: «La realidad y el mundo son una primavera patética y la salvación», ABC, Madrid, 3 marzo 1993.

DIACONU , Dana: «Carlos Bousoño: La 70 de ani». «Neantul cuprins in primávará», Romanía ¿iterará, 29, Bucaresti, 28 julio-3 agosto 1993, pp. 20-21.

DOMÍNGUEZ LASIERRA, Juan: «Carlos Bousoño: la poesía expresa la vida», Heraldo de Ara­gón, Zaragoza, 12 marzo 1991.

ESPINOS, Rafael: «Carlos Bousoño, premio de la crítica», La Vanguardia Española, Barce­lona, 14 abril 1974, p. 26.

FALCÓN , Ángel: «Setenta años de vida, cincuenta años de poesía», La Voz de Asturias, Ovie­do, 6 mayo 1993, p. 36.

GALLEGO , Vicente: «Entrevista con Carlos Bousoño», Hora de poesía, 67-68, Barcelona, ene­ro-abril 1990, pp. 175-177.

LEÓN SOTELO , Trinidad de: «Carlos Bousoño: "Braceo para salvarme"», ABC, Madrid, 19 sep­tiembre 1993, p. 67.

MÉNDEZ , José: «Siempre hay tiempo para la belleza», El País, Madrid, 29 de mayo 1990, p. 44.

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RODRÍGUEZ , Emma, y ANSÓN , Marta: «El poeta debe ser solidario con los hombres», El Mun­do, Madrid, 1 junio 1993, p. 47.

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ROSENVTNGE, Teresa: «Carlos Bousoño: "Estamos en el segundo Siglo de Oro de la poesía española"-, Diario 16, Madrid, 22 abril 1989, supl. «Culturas., pp. III y IV.

TORRES , Cipriano: «Entrevista con Carlos Bousoño«, Barcarola, 18, Albacete, mayo 1985,

pp. 159-167.

VIVAS, Ángel: «La vida humana es una historia que siempre termina mal», El Día del Mun­do, Palma de Mallorca, 29 septiembre 1993.

• Con ocasión del Premio Nacional de las Letras:

A.A.: «El poeta y ensayista asturiano Carlos Bousoño galardonado con el Premio Nacio­nal de las Letras», ABC, Madrid, 1 junio 1993, p. 63.

ALTARES , Guillermo, y TORRES , Rosana: «Carlos Bousoño obtiene el Premio de las Letras», El País, Barcelona, 1 junio 1993, p. 42.

ASTORGA , Antonio: «Carlos Bousoño obtiene el Nacional de las Letras por su rigor creati­vo y aportación teórica», ABC, Madrid, 1 junio 1993.

GARCÍA-POSADA , Miguel: «Un completo hombre de letras», El País, Barcelona, 1 junio 1993,

p. 42.

GOMIS , Lorenzo: «Una gota de música», La Vanguardia, Barcelona, 1 junio 1993, p. 4 8 .

RODRÍGUEZ , Claudio: «Personal y cósmico», ABC, Madrid, 1 junio 1993, pp. 63. (Fue re­producido al frente de una muestra de poemas bousonianos en Nueva revista de po­lítica, cultura y arte, 32, Madrid, diciembre 1993, p. 129.)

TRENAS , Miguel Ángel: «Carlos Bousoño, poeta, ensayista y crítico, obtiene el Premio de las Letras Españolas», La Vanguardia, Barcelona, 1 junio 1993, p. 48.

VILLENA, Luis Antonio: «Ceniza, razón y sentido», El Mundo, Madrid, 1 junio 1993, p. 47.

2. SOBRE CARLOS BOUSOÑO TEÓRICO Y CRÍTICO

• Sobre La poesía de Vicente Aleixandre:

A L O N S O , Dámaso: «Hacia un conocimiento científico de la obra poética», prólogo a la primera edición, ínsula, Madrid, 1950; se adelantó en ínsula, 5 8 , 15 octubre 1950,

p . l . C A N O , José Luis: «La poesía de Vicente Aleixandre», Clavileño, 7, Madrid, 1951, pp. 73-75.

FERRATER, G . : «Carlos Bousoño: La poesía de Vicente Aleixandre», Laye, 12, Barcelona, mar­zo-abril 1951, p. 74.

GILÍ GAYA , Samuel: «Un estudio estilístico: La poesía de Vicente Aleixandre-, ínsula, 61,

enero 1951, pp. 1 y 2.

MORALES , Rafael: «La poesía de Vicente Aleixandre», Cuadernos Hispanoamericanos, 28,

Madrid, abril 1952, pp. 115-116.

SEIFERT, Eva: «Carlos Bousoño: La poesía de Vicente Aleixandre-, Archiv fürdas Studium derNeueren Sprachen, 189, abril 1953, pp. 399-400.

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Sobre Seis calas en la expresión literaria española:

BLEIBERG , Germán: «Seis calas en la expresión literaria española., Clavileño, 11, septiem­bre-octubre 1951, pp. 70 y 71.

C A N O , José Luis: «Seis calas en la expresión literaria española», ínsula, 69, septiembre 1951, pp. 4 y 5. ^

VALENTE , José Ángel: «Seis calas en la expresión literaria española-, Cuadernos Hispano­americanos, 26, febrero 1952, pp. 297-302.

• Sobre Teoría de la expresión poética:

BADOSA , Enrique: «Primero hablemos de Júpiter. La poesía como medio de conocimiento», Pa­peles de Son Armadans, 28, Palma de Mallorca, julio 1958, pp. 32-36; y 29, pp. 135-159.

BADOSA , Enrique: «Sigamos hablando de Júpiter», ínsula, 523-524, julio-agosto 1990, pp. 15 y 17.

BARRAL, Carlos: «Poesía no es comunicación», Laye, 23, Barcelona, abril-junio 1953, pp. 23-26. (Recogido por L. Bonet en La revista Laye. Estudio y antología, Península, Bar­celona, 1988, pp. 147-152.)

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