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SUHRAWARDI¬ FILOSOFÍA, GNOSIS Y HERMENÉUTICA Carlos A. Segovia El espíritu no es indiferente al incesante desdoblamiento del tiempo ―del presente inclinado sobre el futuro a la vez que pasa coexistendo con el pasado―, a su evolución lineal ―constatable en la sucesión de sus momentos constitutivos― o a su recurrencia cíclica ―perceptible en el tiempo de la naturaleza y de las generaciones―; se diría que es interior a todo ello y que crece acompañando sus movimientos. Y no es indiferente tampoco a las correspondencias y oposiciones que cabe establecer entre los diferentes estados de cosas que definen el espacio complejo de tales movimientos. De ahí que el tiempo y los problemas con él relacionados (la memoria, la duración, la continuidad y sus cortes, el porvenir…) hayan interesado a la filosofía y al pensamiento, tanto como el espacio y los problemas con él relacionados (la coexistencia de diferentes mundos, la comunicación entre unos y otros…), cada vez que la filosofía o el pensamiento han tratado de reflexionar acerca del espíritu, su naturaleza, su lugar y su devenir. La filosofía oriental de Suhrawardi¬ se aventura en esa doble dirección: indaga cuál es la coexistencia de las dimensiones de lo real, y su reflexión equivale ya a una determinada experiencia en ese ámbito ―a las modalidades de la experiencia corresponden siempre tales o cuales modos de conocimiento, y viceversa―; pero aborda también las relaciones entre la memoria, el presente y el porvenir, ligando así el problema del espacio al del tiempo. Y desarrolla, a partir de todo ello, una filosofía de la resurrección, del renacimiento del alma en otra

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SUHRAWARDI¬

FILOSOFÍA, GNOSIS Y HERMENÉUTICA

Carlos A. Segovia

El espíritu no es indiferente al incesante desdoblamiento del

tiempo ―del presente inclinado sobre el futuro a la vez que pasa

coexistendo con el pasado―, a su evolución lineal ―constatable en la

sucesión de sus momentos constitutivos― o a su recurrencia cíclica

―perceptible en el tiempo de la naturaleza y de las generaciones―; se

diría que es interior a todo ello y que crece acompañando sus

movimientos. Y no es indiferente tampoco a las correspondencias y

oposiciones que cabe establecer entre los diferentes estados de cosas

que definen el espacio complejo de tales movimientos. De ahí que el

tiempo y los problemas con él relacionados (la memoria, la duración, la

continuidad y sus cortes, el porvenir…) hayan interesado a la filosofía y

al pensamiento, tanto como el espacio y los problemas con él

relacionados (la coexistencia de diferentes mundos, la comunicación

entre unos y otros…), cada vez que la filosofía o el pensamiento han

tratado de reflexionar acerca del espíritu, su naturaleza, su lugar y su

devenir.

La filosofía oriental de Suhrawardi¬ se aventura en esa doble

dirección: indaga cuál es la coexistencia de las dimensiones de lo real, y

su reflexión equivale ya a una determinada experiencia en ese ámbito

―a las modalidades de la experiencia corresponden siempre tales o

cuales modos de conocimiento, y viceversa―; pero aborda también las

relaciones entre la memoria, el presente y el porvenir, ligando así el

problema del espacio al del tiempo. Y desarrolla, a partir de todo ello,

una filosofía de la resurrección, del renacimiento del alma en otra

dimensión, entendido a la vez como memoria y destino.

Obviamente, Suhrawardi¬ no es el primero en haberse planteado

tales cuestiones. No sólo elabora conceptos, sino también

interpretaciones, en la medida en que su obra se apoya sobre otras a

ella anteriores. Pero esto no resta un ápice de originalidad a su

pensamiento. Ni, por de pronto, a su proyecto.

S$iha¬b ad-Di¬n Yah+ya¬ as-Suhrawardi¬ (Sohravardi de

acuerdo con su pronunciación persa) se propuso vivificar la antigua

sabiduría irania e incorporarla al Islam de la mano del neoplatonismo y

el hermetismo. Con todo, su pensamiento supone también una drástica

reorientación de la filosofía peripatético-neoplatónica del Islam es

decir, de la falsafa, principalmente aviceniana y, en cierto modo, de la

propia espiritualidad islámica. Falleció quizá ejecutado en Alepo

(Siria) a la edad de 38/36 años (en 527/1191) tras el proceso abierto

contra él por ciertos doctores en la ley islámica bajo la acusación de

criptochiismo, que tuvo lugar apenas unas semanas después de que los

cruzados tomaran San Juan de Acre.

Redactada tanto en árabe como en persa, su obra de acuerdo

con la clasificación de sus escritos realizada a mediados del pasado

siglo por H. Corbin comprende: I) una serie de tratados sistemáticos de

índole filosófica, de los cuales el más importante y el más extenso es el

Kita¬b h+ikmat al-is$ra¬q (Libro de la sabiduría oriental); II) una serie de

tratados menores en los que a la perspectiva filosófica se suman

determinadas indicaciones acerca de la experiencia mística,

relativamente frecuentes también en los tratados del apartado anterior;

y III) un conjunto de relatos visionarios o de tipo iniciático.

Casi todos ellos fueron editados entre 1952 y 1969 por H. Corbin

(los tratados pertenecientes a los apartados I y II) y S. H. Nasr (los

relatos pertenecientes al apartado III) bajo el título genérico:

Shihâboddîn Yahyâ Sohrawardî, Shaykh al-Ishrâq, Œuvres

philosophiques et mystiques, en 3 vols. Mientras que en lenguas

occidentales disponemos: A) de la traducción francesa íntegra del

Kita¬b h+ikmat al-is$ra¬q, preparada por H. Corbin y editada por Ch.

Jambet en 1986; B) de la traducción inglesa, también íntegra, de dicho

libro, debida a J. Walbridge y H. Ziai y publicada en 2000; C) de la

traducción parcial al francés, debida nuevamente a H. Corbin, de más

de una quincena de tratados y relatos de entre los mencionados en los

apartados II y III, casi todos ellos reunidos en el volumen intitulado:

L’Archange empourpré. Quinze traités et récits mystiques, publicado en

1976; D) de varias traducciones inglesas de algunos textos

pertenecientes a tales apartados, debidas principalmente a W. M.

Thackson y H. Ziai y publicadas entre 1982 y 1988; y E) de la

traducción castellana de tres relatos del apartado III realizada por A.

López Tobajas a partir de la versión francesa de H. Corbin y reunidos en

el libro: El encuentro con el ángel, publicado en 2002.

He ahí algunas referencias bibliográficas preliminares para

quienes estén algo menos familiarizados con la obra y el pensamiento

del denominado por sus seguidores as$-S$ayh\ al-Is$ra¬q, «el maestro

de la Iluminación» o «del Oriente», en sentido metafísico.

Pero quisiera, antes de proceder a analizar el modo en que en

Suhrawardi¬ se conjugan conocimiento y espiritualidad, o filosofía y

gnosis que es el tema que nos reúne aquí este año, detenerme, a

título introductorio, en una cuestión de naturaleza hermenéutica que, a

mi juicio, puede servir para esclarecer el punto de partida de la filosofía

is$ra¬qí y para valorar, asimismo, cuáles son los límites de su

contribución al pensamiento islámico.

Me referiré pues antes que nada, aunque brevemente, a dos de los

primeros comentarios coránicos redactados en la da¬r al-islam o Casa

del Islam: el de Muqa¬til b. Sulayma¬n al-Balh\i¬ (m. 150/767) y el de

G$afar as+-S+a¬diq (m. 148/765).

El comentario de Muqa¬til, anterior en más de 150 años al clásico

y extensísimo de Abu¬ G$afar at+-T+abari¬ (m. 311/923), es, pese a

proceder del medio chiita, un buen exponente de lo que llegará a ser

más adelante el tafsi¬r o comentario típicamente sunnita. Sus fuentes

son, principalmente, el estudio filológico del texto coránico, al que el

propio Libro revelado insta antes que a ningún otro, y la sunna o

Tradición del Profeta y sus Compañeros. Su autor viene a señalar que el

Corán ha sido revelado y debe por tanto interpretarse conforme a 3 (o 5)

modalidades hermenéuticas: la relativa a lo declarado en él lícito e

ilícito, la relativa a la promesa del Paraíso y a la amenaza del Infierno

que él anuncia como recompensa y castigo a los hombres y la relativa a

los relatos de los antiguos transmitidos por él. Tales indicaciones

hermenéuticas persisten a grandes rasgos y por lo demás en T+abari¬,

quien al hacer suya la idea ampliamente difundida en los círculos

sunnitas de que el Corán debe interpretarse distinguiendo en él lo

exterior (z\a¬hir) y lo interior (ba¬t+in), el límite (h+add) y el grado

(mut+t+ala) que corresponden a cada versículo, entiende al igual que

la mayoría de los exegetas sunníes la noción de límite en sentido

jurídico y la noción de grado en sentido escatológico, identificando lo

exterior y lo interior, respectivamente, con la recitación y la

interpretación de cada versículo. Y esa misma norma heredada de los

antiguos regirá, con leves variantes, para todos aquellos que a partir del

siglo III/IX comenzarán a llamarse, para así distinguirse polémicamente

de los grupos heterodoxos, ahl as-sunna wa l-g$ama¬a, es decir,

«gentes de la tradicción y de la unanimidad», expresión con la que se

autodesignan todavía hoy los musulmanes sunnitas, que representan

en torno al 90% de los musulmanes.

Contemporáneo del de Muqa¬til, el comentario de G$afar as+-

S+a¬diq, VI Imam chiita, inaugura en cambio un tipo de interpretación

muy distinto, considerado heterodoxo por la mayoría de los

musulmanes y que recibe, preferentemente, el nombre de ta’wi¬l. Su

autor distingue cuatro sentidos en el Corán y cuatro modalidades

hermenéuticas: la expresión (iba¬ra), la alusión (is$a¬ra) o alusiones

(en plural) escondidas tras lo expresado, las sutilezas (lat+a¬’if) ocultas

por detrás de tales alusiones (es decir, el sentido sutil del pasaje en

cuestión) y las realidades últimas (h+aqa¬’iq) a las que se refiere en

cada caso el texto. Es de notar que esta cuádruple estructura

hermenéutica no carece de precedentes, sólo que sus fuentes no están

esta vez en el islam, sino, antes bien, en el judaísmo alejandrino y en el

cristianismo: el esquema iba¬ra / is$a¬ra / lat+a¬’if / h+aqa¬’iq

adoptado por la exégesis chiita del Corán guarda, en efecto, un

extraordinario parecido, en el contenido y en la forma, con el esquema:

pes$a¬t+ / rémez / dera¬s$ / so¬d del judaísmo alejandrino y con el

esquema: sentido literal / sentido alegórico / sentido moral / sentido

anagógico de la Patrística cristiana.

Estamos pues ante dos maneras muy distintas, y en rigor

contrapuestas, de interpretar la Revelación coránica, que es por

definición el referente último de todo pensamiento genuinamente

islámico ―y, para decirlo todo, ante un problema recurrente a lo largo y

ancho de la historia de la filosofía: ¿la luz está de lado de las cosas

mismas, identificadas aquí con la letra de los textos, o del lado del

espíritu?―. En el primer caso, la interpretación se limita a la exégesis

literal, que puede empero abarcar diferentes niveles, incluido por

supuesto uno puramente espiritual e interior: tal o cual texto puede

servir, por ejemplo, para que el hombre comprenda en qué medida se

aparta de su Señor y cómo puede retornar a Él, cómo vivir de forma

renovada aceptando Su voluntad y viendo en todo los signos de ésta,

etc. Mientras que en el segundo caso, hay una serie de significados

ocultos por detrás de la apariencia literal de cada versículo, significados

que constituyen su verdad, cuyos secretos sólo algunos conocen y que

coinciden punto por punto para decirlo todo con muchas de las ideas

gnósticas y filosóficas difundidas durante el helenismo, ya sea en los

medios judíos, cristianos o paganos.

Es importante tener esto presente a la hora de leer a Suhrawardi¬

y de comprender las reticencias que su pensamiento despertó en los

ambientes sunníes y, en concreto, en el seno de un Islam que, tratando

de hacer valer la ortodoxia frente a determinados grupos disidentes, se

encontraba amenazado militar y territorialmente por los cruzados en su

frontera nor-occidental.

La hermenéutica suhrawardiana del Corán al que el joven

filósofo remite no constante pero sí frecuentemente en sus obras se

desliza siempre, en efecto, hacia el plano de esas supuestas realidades

últimas a las que haría alusión velada la letra del Libro sagrado,

equiparadas por él a las verdades del neoplatonismo, del hermetismo y

de la antigua religión irania. Y es en última instancia en función de esas

supuestas verdades, que anteceden así pues axiológicamente a la

Revelación y que delimitan su contenido desde fuera, como

Suhrawardi¬ oriundo de unas tierras a la sazón muy poco

islamizadas entendió el Islam.

Es importante tener todo esto en cuenta decía incluso si ello

compromete el alcance y el sentido de su obra desde una perspectiva

rigurosamente islámica y con toda independencia del interés que ella

pueda suscitar en nosotros y del que indudablemente reviste en sí

misma.

Hay por lo demás dos ámbitos en los que la unidad entre filosofía

y gnosis destaca en la obra y el pensamiento de Suhrawardi¬. El

primero es, por decirlo así, puramente formal, y aparece ya en el

Prólogo al Kita¬b h+ikmat al-is$ra¬q (§ 5).

Varios son los grados de la sabiduría, viene a decir Suhrawardi¬.

Está en primer lugar el teósofo (h+aki¬m ila¬hi¬) que se adentra en la

experiencia mística pero que carece de conocimiento filosófico (1a). El

filósofo (h+aki¬m) versado en éste pero carente de experiencia mística

(1b). Y el teósofo que se adentra en ambos dominios, ya sea a partes

iguales (1c) o en uno más bien que en el otro (1d, 1e). Hasta ahí una

primera tipología (1), dividida así pues en tres categorías (a, b, c) de las

cuales la última (c) se subdivide en otras tres (d, e). A continuación,

añade Suhrawardi¬, está el principiante (t+a¬lib) que o bien busca una

de las dos cosas (2a, 2b), o bien busca ambas (2c), sin que esta vez se

distingan posibles grados para quien busca las dos. He ahí una

segunda tipología (2) subordinada a la anterior. ¿Se trata de categorías

de algún modo simétricas? En cierto sentido sí, puesto que en un caso

como en el otro hay quien únicamente se contenta con una cosa o con

la otra (1a, 1b, 2a, 2b) y quien, antes bien, persigue o posee en mayor o

menor grado las dos (1c, 1d, 1e, 2c). Pero en cierto modo no, puesto

que, como ya he dicho, las categorías (1d) y (1e) no tienen equivalente

en (2). La progresión es, sin embargo, la misma en ambos órdenes: a

(1a) siguen (1b) y (1c); y a (2a), (2b) y (2c). La categoría (c) representa en

ambos casos el grado superior; las categorías (a) (b) (d) y (e),

respectivamente, los grados inferiores. Podemos pues deducir una

primera jerarquía (tabaqa¬t) [A] cuyos términos, ordenados de menos a

más, serían:

1. [A1] el principiante que busca sólo la experiencia mística o el

conocimiento filosófico;

2. [A2] el principiante que busca ambos;

3. [A3] el sabio versado en la una o en el otro;

4. [A4] el sabio versado en ambos.

Así pues, el sabio versado en la experiencia mística y en el

conocimiento filosófico está por encima del que sólo posee la una o el

otro; éste, por encima del principiante que busca ambas cosas; y éste

último, en fin, por encima de aquel otro que solamente busca una de

ellas. Pero si el principiante puede buscar sólo una y el sabio estar

versado en una pero no en la otra, ¿quién de entre ellos tiene primacía,

el que busca la experiencia mística o el que busca el conocimiento

filosófico, el que posee éste o el que posee aquélla? Quien se adentra en

la experiencia mística pero carece de conocimiento filosófico es superior

a quien se adentra en éste careciendo de experiencia mística, y quien

únicamente busca la experiencia mística está por encima de quien

únicamente busca el conocimiento filosófico, dirá Suhrawardi¬. ¿Y qué

ocurre con quien, estando versado en ambas cosas, lo está más en una

que en la otra? La respuesta es la misma: quien, adentrándose en

ambos dominios, se adentra más en el de la experiencia mística que en

el del conocimiento filosófico está por encima de aquel otro que,

adentrándose en ambos, lo hace más en el del conocimiento filosófico

que en el de la experiencia mística. Con lo que la jerarquía [A] véase

se desdoblaría en otra [B] cuyos términos, ordenados de menos a más,

serían:

1. [B1] o lo que es o mismo, [A1] (2a) el principiante que busca

únicamente el conocimiento filosófico;

2. [B2] [A1] (2b) el principiante que busca únicamente la

experiencia mística;

3. [B3] [A2] (2c) el principiante que busca ambas cosas;

4. [B4] [A3] (1b) el sabio versado únicamente en el conocimiento

filosófico;

5. [B5] [A3] (1a) el sabio versado únicamente en la experiencia

mística;

6. [B6] [A4] (1e) el sabio versado en el uno y en la otra, pero

ante todo en aquél;

7. [B7] [A4] (1d) el sabio versado en el uno y en la otra, pero

ante todo en ésta;

8. [B8] [A4] (1c) el sabio versado por igual en la experiencia

mística y en el conocimiento filosófico.

Es de notar asimismo el apelativo otorgado a [B5] [B6] [B7] y [B8]:

h+aki¬m ila¬hi¬ (incluso para [B5]), en contraste con el otorgado a [B4]:

h+aki¬m únicamente.

Luego la experiencia mística (aludida en el texto con el término

ta¬alluh, cuyo equivalente más exacto es, como apuntan

acertadamente H. Corbin y Ch. Jambet, el griego apotheôsis) se sitúa

por encima del conocimiento filosófico (bah+t+), pero éste no sólo no es

despreciable, sino que quien conjuga ambas cosas el Prólogo del

Kita¬b h+ikmat al-is$ra¬q es perfectamente claro en este punto es

superior a quien únicamente cultiva una de ellas, el conocimiento

filosófico o la experiencia mística.

¿Pero quiénes son aquí los interlocutores de Suhrawardi¬? Los

posibles lectores del libro, ciertamente, designados en el Prólogo (§ 2) en

tanto que hermanos. Pero también agónica, polémicamente los

filósofos peripatéticos (mas$s$a¬’u¬n) y ciertos sufíes, para quienes

basta con el conocimiento filosófico o con la experiencia mística,

respectivamente. El joven Suhrawardi¬ apuesta sin embargo por ambos

y porque, en lo posible, ellos se den a la vez. Nueva analogía: ¿no

estamos muy cerca aquí de la sinonimia conferida a las voces «filosofía»

y «gnosis» por Clemente de Alejandría en sus Strómata? Pregunta, ésta,

que autoriza otra: ¿debemos considerar a la filosofía is$ra¬qí como una

supervivencia de la koiné conceptual y religiosa del helenismo? Creo

que la respuesta a esta última pregunta sólo puede ser afirmativa, y que

la única duda susceptible de ser vertida sobre ella consistiría en saber

si el artículo indeterminado es más apropiado en este caso que el

artículo determinado.

Hasta aquí, el planteamiento formal de la cuestión. Pasemos

ahora a analizar el modo en que filosofía y gnosis van de la mano en el

pensamiento de Suhrawardi¬ y ritman sus entregas. Me referiré primero

a su metafísica y después a su escatología, con alguna que otra

referencia a lo ya dicho acerca de su hermenéutica coránica.

Comencemos pues con la metafísica. Lo primero que hay que

decir a este respecto es que Suhrawardi¬ no rompe con la metafísca

aviceniana, en la que los componentes aristotélicos y neoplatónicos

resultan indisociables, sino que la reorienta. Y es el propio Aristóteles

denominado muallim al-awwal (magister primus) por los fala¬sifa

quien, en un sueño, le habría instado a ello indicándole que los filósofos

peripatéticos del Islam no habían alcanzado el conocimiento de los

místicos.

Recordemos, por de pronto, el célebre ta’wi¬l de Avicena (m. ca.

428/1037) a la aleya o versículo 35 de la Su¬rat an-nu¬r (24) del Corán,

donde se afirma que «Alla¬h [es] la luz de los cielos y la tierra». La

palabra Luz (nu¬r), sugiere Avicena, puede entenderse,

metafóricamente, en dos sentidos: en tanto que el Bien o en tanto que

la Causa que lo produce, pues Dios es lo uno y lo otro, el Bien mismo y

su Causa (es decir, la Causa de todo bien).

Tenemos también otro breve comentario coránico del filósofo

persa, cuya filosofía llegó al Occidente europeo hacia 1150: su ta’wi¬l a

la aleya 1 de la Su¬rat al-falaq (113), en la que leemos: «Di: me refugio

en el Señor del alba (rabb al-falaq)». Señor del alba, comenta Avicena, es

Quien hiende la obscuridad de la nada con la Luz del Ser, irradiando

así el Bien sobre todas las cosas; o en otras palabras, el Ser Necesario y

Principio Primero de todo.

Pues bien, las principales intuiciones de la metafísica

suhrawardiana es esto lo que querría subrayar están ya ahí, en ese

doble ta’wi¬l que no tafsi¬r aviceniano: la comprensión de Dios como

Luz, Ser y Bien, la irradiación de éste y por extensión de la Luz y del Ser

sobre todas las cosas, la contraposición Luz/Tinieblas, etc. Repárese, de

otro lado, en la vecindad léxica, nada casual, que media entre las voces

al-falaq (el alba) y al-is$ra¬q.

También para Suhrawardi¬, en efecto, el Primer Principio de todo

(y por lo tanto Dios) es Luz Victoriosa (nu¬r al-qa¬hir) que todo lo

ilumina llevándolo a la presencia; valdría decir, que lo hace existente y

cognoscible (lo uno y lo otro). Y esto significa que el ser y el pensar

dependen (el uno y el otro) de la categoría de «presencia» (h+ud+u¬r),

que está intrínsecamente relacionada a su vez con la de «manifestación»

(z\uhu¬r); se trata, en realidad, de dos términos fundamentales en el

léxico is$ra¬qí y en torno a los cuales gira toda la filosofía de

Suhrawardi¬. Pero examinemos algo más de cerca su metafísica de la

mano del Libro I del Kita¬b h+ikmat al-is$ra¬q, al que limitaré mi

exposición en este primer tramo.

La Luz divina comentaba lleva a comparecer a las cosas en el

ahí de su manifestación tanto desde un punto de vista ontológico como

desde un punto de vista noético. ¿Qué quiere decir esto? Que ese venir a

la presencia de las cosas se corresponde tanto con su «acto de ser»

como con su posibilidad de ser conocidas por medio de un conocimiento

que no es ya y es esencial comprender esto el conocimiento silogístico

de los filósofos peripatéticos, sino un «conocimiento presencial» (ilm

h+ud+u¬ri¬). A ojos de los filósofos peripatéticos, la esencia de dicho

conocimiento puede resultar enigmática (no lo hubiera sido para

Aristóteles, que habla en sus escritos no sólo del conocimiento

silogístico, sino también de la intuición intelectual). ¿Estamos por lo

tanto ante una deriva puramente espiritual de la filosofía? En cierto

sentido sí. Pero conviene no olvidar que al referirse a una modalidad

«presencial» del conocimiento Suhrawardi¬ hace suya infinitamente

más que los filósofos peripatéticos del Islam la tradición filosófica en

su integridad, ya que, en sus orígenes, el ser y la verdad fueron

pensados por la filosofía en cuanto alétheia o «des-ocultamiento». Los

trabajos de M. Heidegger son, se esté o no de acuerdo con muchas de

sus ideas, insubstituibles en este punto.

Prosigamos. Principio de toda manifestación, la Luz lo es también

de la vida, que se diversifica en virtud de las infinitas radiaciones de la

primera según dos órdenes o registros a los que más adelante me

referiré de nuevo, uno longitudinal y otro latitudinal, a través de los

cuales el espacio, interior y no exterior a la manifestación dinámica de

la Luz, se espacializa. Y el ritmo de ese proceso es, en primer término,

descendente: las iluminaciones más intensas dan lugar a otras que lo

son menos, debilitándose así la intensidad de la Luz irradiada por la

Luz de luces (nu¬r al-anwa¬r), uno de los nombres que recibe Dios en la

filosofía de Suhrawardi¬, hasta llegar a la región que el Kita¬b h+ikmat

al-is$ra¬q califica de tenebrosa, siendo la tiniebla (z\ulma) el límite

extremo de la irradiación de la Luz y el complemento necesario de su

cualidad luminosa, pero también simultáneamente su límite negativo.

La Luz se expande, así pues, a condición de multiplicarse ―reaparece

aquí, en clave neoplatónica, el viejo problema henológico que interesó a

la filosofía desde sus comienzos―, con lo que las diferecias de

naturaleza presentes en lo real equivalen, en última instancia, a las

diferencias de grado, más o menos intensivas, que la Luz adopta al

manifestarse. De ahí que la perspectiva de Suhrawardi¬ sea, como en

general la del neoplatonismo cuyo esquema emanativo Suhrawardi¬

reelabora, básicamente univocista: su filosofía rehuye si con mayor o

menor acierto es otra cosa todo dualismo.

Pero no todo es en Suhrawardi¬ conviene subrayarlo

neoplatonismo; ni todo culmina en él en la idea de un conocimiento

presencial de lo que la Luz divina trae a la existencia. He aquí un pasaje

central del Libro I cargado de aristotelismo; me refiero al § 109, en el

cual leemos que las cosas «se dividen en [dos clases: 1)] lo que es luz y

luminiscencia en cuanto a su realidad misma (h+aqi¬qa) y [2)] lo que no

es ni luz ni luminiscencia de suyo». «La luz añade Suhrawardi¬ se

divide [a su vez] en [1a)] la luz que es una cualidad para algo otro, como

la luz adventicia (nu¬r al-a¬rid+), y [1b)] la luz que no es una cualidad

para algo otro, como la luz separada (nu¬r al-mug$arrad) o pura

(mah+d+). Y en cuanto a lo que no es en sí mismo luz concluye, se

divide en [2a)] lo que es independiente de un substrato (mah+all), como

la substancia nictífora (g%a¬siq), y [2b)] lo que es cualidad [nictífora]

para algo otro, como la cualidad tenebrosa (z\ulmaniyya)». Nótese cómo

la distinción establecida entre [1a)] y [1b)], de un lado, y entre [2a)] y

[2b)], de otro, cobra únicamente sentido a la luz de la distinción

aristotélica entre la substancia (g$awhar) y el accidente (ara¬d). De

hecho, Suhrawardi¬ dedicó una parte considerable de su obra al

estudio de la filosofía peripatética; al igual en esto, una vez más, que los

neoplatónicos, cuya tendencia a la sistematización Suhrawardi¬

comparte también. En una palabra, la «filosofía oriental» de

Suhrawardi¬ es una filosofía decididamente espiritual, pero no por ello

deja de ser, en ningún momento, filosofía.

Tal y como decía, la irradiación de la Luz divina sigue un doble

camino: longitudinal y latitudinal. El primero equivale al orden

descendente y jerárquico de las Inteligencias o Ángeles celestes de

Avicena, con sus Almas y Cuerpos correspondientes. El segundo, al de

los Ángeles de las especies terrestres. Así pues, la física celeste

aristotélica y ptolemaica reelaborada por la falsafa (y, con anterioridad

a ésta, por el ismailismo, cuyo cariz dramático aquélla pierde) sirve de

marco al primero. Y la teoría platónica de las ideas, reinterpretada en

clave hermética y zoroastriana (pues no se trata aquí de simples ideas,

sino de seres suprasensibles con vida propia y, al mismo tiempo, de los

talismanes de cada especie), al segundo. Con todo, Suhrawardi¬

denomina asimismo Dioses a esos Ángeles, definiendo en consecuencia

a Dios no sólo como Luz de Luces (nu¬r al-anwa¬r), sino también como

el Dios de los Dioses (ila¬h al-a¬liha), en lo que cabe percibir la

influencia de la teología neoplatónica. Y todos esos vectores confluyen

en su filosofía.

Las almas humanas tienen a su vez su origen en el mundo

angélico o malaku¬t, leemos en el capítulo VII del Kita¬b al-alwa¬h+ al-

ima¬diyya, uno de los tratados perteneciente al ya mencionado

apartado II. «Cuando en ciertos momentos, por ejemplo durante el

sueño, nuestras almas alcanzan a unirse con ellas [las entidades

angélicas o substancias espirituales del malaku¬t comenta

Suhrawardi¬] son iniciadas en los secretos del mundo de misterio». Y

esa iniciación invierte y completa, a un tiempo, el proceso iluminativo,

imprimiendo un ritmo reascendente al curso descendente de la

emanación: todo proviene de la Luz de Luces y todo regresa finalmente

a ella, aunque, en uno y otro caso, escalonadamente. El esquema de

fondo es, nuevamente, neoplatónico, pero viene coloreado por la

angelología zoroastriana cuyo recuerdo pervivía todavía en la filosofía

aviceniana y por las correspondencias entre el mundo superior y el

inferior propias del hermetismo. Y la figura del Ángel ―entendido a un

tiempo como el verdadero «sí-mismo» del hombre, como su «naturaleza

perfecta» y como su «doble celeste» o Ángel custodio― desempeña en

todo ello un papel decisivo.

De entre los Ángeles emanados de la Divinidad, Avicena pensaba

que aquel al que son llamadas a unirse las almas de los hombres es el

décimo Intelecto del denominado por Suhrawardi¬ orden longitudinal,

llamado asimismo por Avicena «Entendimiento Agente», «Espíritu Santo»

y «Ángel de la Revelación» (nomenclatura que persiste en Suhrawardi¬).

Al-Fa¬ra¬bi¬ (m. 339/950) se había referido ya a dicha unión, que para

él consistía únicamente en la adquisición del conocimiento de los

primeros principios, suministrados por el Intelecto Agente al

entendimiento humano a través del estudio de la filosofía. Sin embargo,

al-Fa¬ra¬bi¬ no creía en la inmortalidad del alma: lo que sobrevive del

hombre unido al Intelecto Agente es para él su intelecto, no su

individualidad. Avicena hace suya, a grandes rasgos, la idea farabiana,

pero afirma, al mismo tiempo, la inmortalidad individual del alma (en

sus notas marginales a la Teología del Pseudo-Aristóteles y en sus

relatos visionarios). Y Suhrawardi¬ recoge ese testigo.

Sólo que en Suhrawardi¬, en contraste con Avicena, el encuentro

del alma con su Ángel no se limita al encuentro del alma con el

Entendimiento Agente en tanto que Ángel genérico de la humanidad,

pues dicho Ángel se epifaniza de un modo singular a cada alma humana

dirá Suhrawardi¬ como su doble celeste, de tal suerte que lo que

cuenta es, antes que nada, el encuentro de cada alma con su Ángel, por

medio del cual se concreta y realiza, así pues, el encuentro de cada

alma individual con el Ángel de la humanidad.

Y aunque dicho encuentro pueda tener lugar en esta vida ―la idea

de una escatología actual está sin duda alguna en Suhrawardi¬―, tiene

lugar, sobre todo, en el momento de la muerte para aquellas almas que,

libres al fin de las constricciones que les impone la materia durante su

vida corporal (piénsese en que obscuridad y extensión, materia y

tiniebla son términos sinónimos para Suhrawardi¬), sepan propiciarlo.

De ahí que la muerte física sea interpretada por la filosofía del is$ra¬q

como un renacimiento: renacimiento del alma en el malaku¬t, desde

donde ella deberá aún crecer hasta alcanzar el g$abaru¬t o mundo de

las puras Luces/Inteligencias en su ascenso hasta la Luz de Luces.

Los relatos simbólicos de Suhrawardi¬ tipifican el itinerario y la

vivencia de ese encuentro, sea mediante el recurso a una geografía

simbólica, sea por medio de la identificación del recitante con los

personajes de las antiguas leyendas iranias, de la Biblia y del Qur’a¬n;

a menudo lo uno y lo otro.

De acuerdo con todo ello, en el capítulo IX del Kita¬b al-alwa¬h+

al-ima¬diyya, libro que ofrece un resumen muy completo de la filosofía

is$ra¬qí, Suhrawardi¬ interpreta los versículos coránicos relativos a la

resurrección de los muertos y a los signos que anunciarán ese momento

como alusiones relativas a la muerte corporal.

Filosofía, gnosis y hermenéutica sagrada se funden así en un

horizonte acotado por los conceptos de la filosofía griega y musulmana,

de la religión del Irán antiguo y del hermetismo, puestos al servicio de la

idea ―inherente a las religiones del Libro sólo a partir de cierto

momento― de una recuperación de la parte o mitad celeste presente en

nosotros.

Pero quizá la aportación más original de Suhrawardi¬ sea, a este

respecto, la importancia conferida por él a la imaginación como único

órgano capaz de propiciar el encuentro con el Ángel. Suhrawardi¬ hace

suyos dos antiguos problemas: el problema platónico de la relación

entre lo sensible y lo suprasensible y el problema aristotélico y

peripatético de la imaginación como facultad destinada no sólo a

conservar las impresiones de lo captado por los sentidos, sino también

susceptible de dotar de contigüidad espacial a lo así fragmentariamente

percibido. Si la actividad creadora de la imaginación no se limita a su

actividad puramente receptiva y conservadora de los datos sensibles,

subraya Suhrawardi¬, tampoco se limita únicamente a restituir el

vínculo existente entre los objetos y acontecimientos percibidos por

nuestros sentidos, sino que tiende también a restituir el nexo que se da

entre lo sensible y lo suprasensible en términos de contenido,

generando/descubriendo un mundo que participa de lo uno y de lo otro:

el mundo del alma como término intermedio, que no es, a su vez, sino el

mundo del Ángel cuya mirada se bifurca en dos direcciones.

En suma, la filosofía de Suhrawardi¬ es una filosofía de la

verticalidad: lo vertical determina y sobredetermina lo horizontal en la

misma medida en que la pertenencia al mundo del Ángel y el

reconocimiento de esa pertenencia vincula el presente a la memoria

como destino, abriendo aquél a un porvenir que corta la horizontalidad

del tiempo por la verticalidad de una presencia intuida muy por encima

de su transcurso y como el secreto transfigurador de éste.

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