Carcajadas - euv.clle persiguiera, da forma a una ruidosa avalancha que se esfuerza en abrirse paso...

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Carcajadas ARTURO MáRQUEZ SOTO Ediciones Universitarias de Valparaíso Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

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Carcajadas Arturo Márquez Soto

ediciones universitarias de ValparaísoPontificia universidad Católica de Valparaíso

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© Arturo Márquez Soto, 2012registro Propiedad Intelectual Nº 97.279

ISBN 978-956-17-0502-9

Derechos reservadostirada: 400 ejemplares

ediciones universitarias de Valparaíso12 de Febrero 187, Valparaíso

teléfono (32) 227 3087Fax (32) 227 3429

[email protected]

Diseño de portada: JosmacCorrección de pruebas: osvaldo oliva P.

Impresión: Salesianos S.A.

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Dedicada aCarmen Soto Rojo(Autora del autor)

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Capítulo I. De la Pista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pág. 9

Capítulo II. Del Camino a oriente . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

Capítulo III. De la Fogata . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101

Capítulo IV. De la Amnesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119

Capítulo V. Del Valle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141

Capítulo VI. Del Impulso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165

Capítulo VII. Del Parque de entretenciones . . . . . . . . . . . . . . 213

Capítulo VIII. De los Sonetos Crepusculares . . . . . . . . . . . . . . 267

Capítulo IX. De la busca-recompensas . . . . . . . . . . . . . . . . 275

Capítulo X. De la Monarquía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291

Capítulo XI. Del Peregrinar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 299

Capítulo XII. Del encuentro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 309

Capítulo XIII. De la Precipitación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331

Capítulo XIV. De la Administración . . . . . . . . . . . . . . . . . . 347

Capítulo XV. Del epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 401

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CAPítulo I

De LA PIStA

- ¡Y ahora..., respetable público..., nuestro magnífico cuerpo de gimnastas cerrará su participación presentando a ustedes un número nunca antes visto... Veintiún artistas en escena darán forma a una imponente forma geométrica..., símbolo de culturas milenarias..., a las que tributamos nuestro homenaje y admiración...! ¡En esta pista y para ustedes, “La Gran Pirámide Huuumanaaa”...!

Los entusiastas aplausos y el impresionante sonido de trompetas y timbales esti-mulan el esbozo de una sonrisa en el maestro de ceremonias, que se entretiene siguiendo los desplazamientos y coordinaciones con que se está dando inicio al acto que acaba de anunciar, para después regocijarse con el ingreso en angarillas de un altivo joven que representa una aleación de faraón egipcio y emperador maya, ricamente ataviado y escoltado, el que tras poner sus pies en tierra simulará supervisar la ejecución de la obra, acompañado de un arquitecto que ha de mos-trarle planos y rendirle veneración.

La concentración que impone la alegoría, no permite a los presentes adivinar que desde el exterior, observada desde las alturas, y bajo el efecto de la radiante luz del atardecer, la majestuosa carpa circense también parece ser una pirámide que, con su color marfil, contrasta con los colores del fértil valle en que ha sido enclavada, en los suburbios de una de las más modernas y pobladas ciudades de esa tierra.

en el interior, millares de estrellas tachonan el firmamento escalonado en que se han convertido las graderías del teatro itinerante que es el circo, pues son muchí-simos los ojos que están absortos en la contemplación de la arriesgada gesta de los equilibristas, que enfundados en impecables mallas blancas, hacen esfuerzos denodados para evitar un infausto derrumbe.

Brazos, hombros y piernas tiemblan imperceptiblemente en medio de la pista,

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mientras furtivos intercambios de miradas e inaudibles voces de mando garanti-zan la estabilidad de la precaria construcción, que un momento después tendrá por cúspide a una grácil y hermosa joven que ostentará una antorcha y sonreirá confiadamente, como si estuviera segura que de caer, ha de hacerlo sobre la vein-tena de amables camaradas que la sustentan.

La conveniente iluminación y el redoble de tambores exacerban el delirio y la expectación del público, el que, al término del acto y el romper de la banda, ova-cionará a los gimnastas, los que, por su parte, retribuirán con una sola y uniforme reverencia y con sonrisas de alivio y satisfacción.

Poca gente ha advertido que en ese momento otros hombres, vestidos de azul y oro, ya han alcanzado las alturas y sólo esperan una señal del maestro de ceremonia para empezar a mecer sus elevados trapecios. Vendrá el ajustado acompañamiento musical, la expectación, el detenimiento de respiraciones, los gritos de asombro y de terror de la concurrencia, y luego la aclamación unánime a la heroicidad de esos seres alados que habrán surcado el espacio haciendo espléndidas y temerarias acrobacias, sin red de protección alguna.

Más tarde, no se habrá extinguido del todo el caudal de aplausos a los trapecistas, cuando irrumpa abruptamente en la pista un nutrido clan de payasos, que con bromas, correrías y prodigios sature la atmósfera con algarabía, perfumes y glo-bos, al compás de una melodía carnavalesca, exultante y contagiosa. Ahora de pie y haciendo sincronizados movimientos, los integrantes de la banda, elegantemen-te uniformados, no cesan de ejecutar sus instrumentos, guiados por un enérgico y dinámico director, que en sí mismo es toda una particular atracción. es el chis-peante fin de un espectáculo, que a todas luces ha pretendido ser espectacular.

unos minutos más tarde, los artistas vendrán de vuelta del desfile final, con los cuerpos enhiestos y saludando con sus manos en alto y sus mejores sonrisas al público que está reiterando un merecido reconocimiento a sus artes y proezas. Las lentejuelas y las sedas de sus trajes titilan al influjo de las luces y al compás de la vibrante canción marcial con que se acostumbra a cerrar cada una de las funciones.

rostros pintarrajeados y vestimentas coloridas, ola tras ola, pasarán por su lado, como un solo mar en corriente de reflujo. Él, sentado en esa silla de patas largas

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en la trastienda de la carpa principal, entre meditabundo y melancólico, como si estuviera sobre una roca en la más solitaria de las playas, no podrá evitar que se le inunden los sentidos con aquel panorama multicolor y sonoro, mientras su espíritu vuela en dirección a un muy lejano horizonte.

Adelante viene Norman, el domador de elefantes, más conocido como “el Gato con Botas”, con su tórax henchido, su aire triunfante, sus bigotes engominados, su pera de chivo y su calva cobriza y reluciente, acompañado de su incompara-ble hermana, Shila, su partner, una despampanante rubia platinada de agacelado andar, famosa por su rica voz de contralto, su afición a la música lírica y la ma-gistralidad con que en escogidos momentos ejecuta su atesorada viola. tras ellos viene Stella, una madura contorsionista, quien acarrea sobre su rostro un pesado maquillaje color ladrillo. el rictus que de pronto se ha dibujado en la boca de la mujer y la inclinación de sus negrísimas cejas, acusan el advenimiento de uno más de sus frecuentes cólicos biliosos. La siguen Walter evans y su familia, los jinetes acrobáticos, quienes vuelven del desfile final luciendo sus admirables trajes de cuero, con sus ojos brillantes y con el andar dinámico de siempre. Al pasar junto a él, el grupo familiar lo saluda cordialmente, e incluso Vivian, la esposa de evans, le hace un pícaro guiño de ojos con el que pareciera pretender transmitirle su afecto y consideración. esos mismos ojos, el mayor adorno de la dulce mujer, pronto cambiarán de expresión cuando tomando por uno de los hombros al me-nor de sus hijos, con un tono perentorio de voz, ordene: “Ya, Lionel..., ahora a hacer tus tareas...” el pequeño Lionel había aprendido a montar el brioso caballo blanco que se le asignara mucho antes de que aprendiera a leer y a escribir, y era precisamente su escaso interés por los estudios lo que preocupaba a su madre.

Ahora la banda se ha silenciado y la luz de la pista ha bajado su intensidad, crean-do un ambiente crepuscular que pareciera invitar al descanso.

Más atrás vienen Hugh y su estrambótica esposa, Frida, un par de singulares equilibristas sobre alambre. el hombrón viene enrabiado, con su ceño tenso y sus manos empuñadas, y ella, apretujada por su diminuto traje de lentejuelas rojas, camina a su lado cabizbaja, enormemente sacrificada. La calidad con que había resultado el número de ellos en la última actuación no había sido del todo buena. La mujer viene mordiéndose una uña y devanándose los sesos con preguntas y respuestas que no hacen más que aumentar su desazón.

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unos segundos después, tratando de escapular el irascible carácter de su marido y mientras reacomoda el tirante que está torturando uno de sus hombros, como si se le hubiese ocurrido la más genial de las ideas, insinúa una sonrisa, para entre temerosa e insegura, con débil voz, acotar: “El público estaba un tanto frío, ¿no es cierto, Hugh?”

entonces él, como si hubiese estado esperando la más mínima palabra de ella para explotar, mirándola demoniacamente, le espetará: “¡¿Frío?!, ¡ja!, ¡¿y cómo explicas que te abuchearan con tanto ardor, “Fridita mía”?!

- Bu-bueno... es que..., eeeh..., lo que pasó es queee... - balbucea ella, al empezar a sentir el efecto del huracán que se le está dejando caer encima.

tal como Frida lo temía, Hugh de improviso se detiene en seco, y como si estu-viera solo en el mundo, sin el más mínimo empacho la toma férreamente de un brazo, la zarandea y se planta a recriminarla con lo más granado de su artillería verbal.

- ¡Pero Hugh…! - implorará ella, sin siquiera intentar liberar su brazo y sabién-dose incapaz de reprimir la ira con que la avasalla su hombre.

Ante la afrenta, que no puede dejar de causar estupefacción en quienes vienen caminando junto a ellos, la mujer no hace más que plegar sus toscos labios, en-mudecer y echar a correr, arrastrando su mirada por entre la tierra húmeda y el aserrín, para que nadie perciba la manera en que sus ojos y su rostro reflejan su conmoción.

Lejos de aquel exabrupto, el mago ralph y su hija Alexandra caminan tomados del brazo por entre las jaulas de los animales en dirección al carromato en que habitan, conformando como siempre una pareja excelsa e inseparable.

en el extremo opuesto, el público, como si temiera que algún león se soltara y le persiguiera, da forma a una ruidosa avalancha que se esfuerza en abrirse paso hacia el exterior, en donde se asombrará con la iluminación que todavía prodiga el sol y con el espectáculo inigualable que ofrece una bandada de aves que cruza el refulgente azul del cielo y unas nubes encendidas que cabalgan sobre las verdes colinas del poniente.

Desde la posición en que él está, le es fácil seguir con la mirada cada uno de los

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movimientos de los astros de pista, tanto de los que dedican tiempo a guardar sus implementos, como de los que se recogen a sus respectivos carromatos o tiendas, ya sea para cambiarse de ropa o para servirse el té que la hora y la fresca brisa de la tarde imponen. Son acróbatas, magos, prestidigitadores, equilibristas, ilusionis-tas, payasos, malabaristas, domadores de fieras, tramoyistas (que a grito limpio se dan órdenes)..., y músicos (que vienen cansados, con sus instrumentos a cuestas, soportando el sacrificio que les impone la rigurosa botonadura de sus chaque-tas)..., son artistas errantes todos.

- Aquí está representado todo el mundo... - se dice para sí el observador, sintiéndo-se, sin saber por qué, un tanto ajeno a ese oleaje circense que pareciera intentar marearlo.

- ¿Pero por qué no saliste a despedirte del público? – le pregunta un instante des-pués, tabatha, la guaripola, que se ha quedado rezagada, desabrochándose una de sus botas.

- ¡Van a terminar destrozándome los pies! - comenta la muchacha, mientras bata-lla con el cordón de su calzado y con el altísimo sombrero que malamente se equilibra sobre su cabeza. Al no recibir respuesta de su amigo, agrega: ¡Estas botas no son duras, nooo!, ¡qué va!, ¡son durísimas! ¡Oye..., ¿sabes?, sentado allí, en ese rincón, pareces un niño cumpliendo castigo.

- Nooo..., estoy bien...; tal vez un poco cansado, pero...

- ¡¿Hummm?!, “yo lo digo por su aspecto, señor Frutilla”...; ¿o es que debo llamarte... eeeh...?; oye, ahora que lo pienso..., jamás me he enterado de tu verdadero nom-bre..., debes tener alguno, ¿no?

- “Frutilla” está bien..., ¿por qué tendrías que venir ahora a llamarme de otra ma-nera?

- Bueno, eeeh... es que yo...

- Y lo de “señor” dejémoslo para los más ancianos, ¿ya?... - añade el hombre, para de inmediato tener la sensación de que se ha convertido en objeto de estudio de la muchacha.

efectivamente, a esas alturas tabatha estaba aquilatando por primera vez la ima-gen y actitud del tío postizo que había encontrado en ese ser que ahora tenía en

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frente. tal vez era la lectura que por esos días estaba haciendo de una muy román-tica novela rosa la que más influía en ella para que lo viera como a un desgarbado y medio indefenso aventurero, expuesto a los más abrasadores soles de un desierto o a los más inimaginables peligros de una selva. No llegaría a preguntarse el por qué le había inspirado siempre un sentimiento tan marcado de lástima y ternura, ni a explicarse la raíz de la confianza y de la simpatía que le despertaba, y quizá por lo mismo, para ella él seguiría siendo el ocurrente y gracioso, y a la vez silente y cariñoso tío de su niñez, un ser un tanto sublime, exento de mundanalidades, que armonizaba perfectamente con un universo de ideales y de inocencia que ella no deseaba dejar del todo atrás.

- Hummmm..., - musitaría ella parpadeando y desviando su mirada, para luego agregar: Bueno, voy a cambiarme..., quiero alcanzar al centro de la ciudad para hacer algunas compras. ¿No me haces ningún encargo?, ¿jabón, pasta de dientes por ejemplo?; ¿no?; está bien...; ¡te me portas como un niño bueno, ¿eh?!

Inmediatamente después de sonreír, Tabatha echa a andar, cojeando levemente, y a poco de alejarse de allí, se saca el sombrero, para dejar en libertad su frondosa cabellera.

Son muchas las voces que llenan aquel sector de la trastienda del circo en donde el hombre sigue sentado y cabizbajo, tratando de descansar. Voces agudas, gra-ves, suaves o tronantes, que se colarán por sus oídos, o se irán a vagar al espacio para quizá no retornar jamás. Muchas voces proyectadas a diversas direcciones, ninguna dirigida hacia él en particular. Son las voces de esas especies de hormigas obreras que son sus camaradas circenses, que van y vienen, y pasan junto a él, hablando sin inhibición alguna, como si no se dieran cuenta de su presencia, o le tuvieran toda la confianza del mundo.

Bigotes de gato, bigotes cual brochas, ojos pequeños, penetrantes, hundidos o abultados..., cabelleras largas y sedosas, calvicies avanzadas, cuerpos velludos y musculosos, figuras gráciles..., trajes amplios y vaporosos, vestimentas reducidas a la más mínima expresión; senos, piernas, manos, espaldas desnudas, nalgas pro-minentes, nalgas contrahechas..., muslos, curvas..., carnes duras, fofas, tiernas, celulíticas..., formas apretujadas entre mallas, cinturones y telas, entre postizos y tinturas, todo eso era espectáculo, era circo también. A esa variedad material podía sumarse otra, la de las mentalidades, las cuales él ya conocía excesivamente bien.

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Cuando el ruido de colmena que han producido todas esas voces en torno a él comienza a diluirse y los pasos han creado una infinidad de huellas divergentes sobre la tierra húmeda, Mortimer, uno de los enanos malabaristas, se le acerca subrepticiamente y le sorprende proporcionándole un fuerte golpe sobre una de sus rodillas. Allí, muy cerca de él está el agradable hombrecillo, con una mirada maliciosa enclavada en medio de sus gruesas facciones. el pompón calipso de su gorro cuelga sobre su frente y se mueve al compás de su bien dentada boca, cuan-do con voz chillona, le participa:

- Ottilia hizo una torta de piña..., hoy es su cumpleaños..., esta noche puedes venir a comer con nosotros...

- Gracias, Mortimer..., ¿y cómo está Mildred?

- ¡Así-así no más...!, es un desastre esa mujer...

- ¿Ha visto médico hoy?

- No..., lo peor es que nadie puede separarla de sus cigarros..., ¡es una chimenea ambulante, que tose, tose y tose! Bueno, hombre…, en fin, nos vemos más tarde...

- Sí, más tarde... - contesta con voz floja el payaso, a tiempo que comienza a imaginar las características de la velada a la que se le acaba de invitar.

el comer un trozo de torta le impondría el alto precio de tener que soportar la constante tos de Mildred, respirar su densa atmósfera de fumadora consuetudina-ria, y por qué no, tal vez tener que asistirla en una de sus frecuentes convulsiones asmáticas. ella era la actual mujer de Mortimer y cumplía malamente con atender el quiosco de chocolates, caramelos y palomitas de maíz, que siempre era instala-do cerca de la entrada principal.

Como siempre, también, ottilia, la hermana de Mortimer, enana y malabarista como él, con su paso bamboleante y su cabellera crespa, azabache y voluminosa, iría de un lado a otro de su carromato trayendo y retirando platos, llenando copas y haciendo agudos comentarios sobre las peculiaridades de las últimas funciones. La pequeña mujer era un tanto vanidosa y dominante, pero a su carácter férreo iba unido un obstinado espíritu de superación que la hacía respetable. Y ahora cumplía cuarenta y tantos años, casi medio siglo, encerrada en ese cuerpo tosco que nunca había llegado a pasar del metro veinte de estatura.

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- “Ottilia es una mujer muy digna de ser saludada en su cumpleaños...” - se dice para sí, “Frutilla”, mientras apoya sus manos en los brazos de la silla que le soporta, con la intención de saltar al piso y dirigirse a su tienda.

Los aseadores pasan por su lado portando escobillones y baldes, mas esa tarea está lejos de interesarle, por lo que inicia su curso con andar lento pero decidido, hasta llegar al sector de las jaulas.

Allí están “Prudence”, la leona, y sus cachorros “Clement” y “Pilgrim”, y más allá Sextus, el progenitor, relegado en jaula aparte, resignado a dormir. una actitud distinta muestra “titus”, el más feroz de los tigres, que se pasea nerviosamente tras los barrotes, dando furtivas miradas a rosalind, la única tigresa a la que no ha logrado preñar. Luego es tristán, el más viejo de los elefantes, el que con uno de sus ojos lo ve pasar, mostrándose indiferente al igual que el resto de la manada, que dormitando espera algo más de alimento y agua.

Cuando ya ha dejado atrás el reducto de los irracionales, se encuentra una vez más con todo ese apiñamiento de carromatos y tiendas instalado sobre el pedre-goso terreno aledaño a la carpa principal. Son los resumidos hogares de los seres que comparten su transeúnte existencia, enjambre entre el cual se encuentra su guarida, y dentro de ella su lecho, su baúl de herencias y una que otra cosilla de poca monta.

Sorpresivamente, por entre el más flamante de los camiones de utilerías y la casa rodante de los hermanos Le’ Franc (Jane, Albert, y Vincent, tres de los cinco trapecistas), aparece Cora, la domadora de cebras, pelirroja, curvilínea y extra-vagante como siempre, portando en sus manos una botella de champaña. Viste una blusa de seda roja, escotada y una falda negra, apegada al cuerpo, que hace juego con sus coquetos botines de gamuza. Al verlo, ella se le acerca, con andar cimbreante, para luego, con su voz ronca y susurrante, casi al oído, decirle:

- ¿Qué hay, amor? ¿Te avisaron?

Junto con hacer la pregunta ella desliza una de sus cuidadas manos por la solapa de su interlocutor y parpadea una y otra vez como si el encendido esmalte de sus propias uñas ofendiera a esos tan celestes ojos suyos.

entonces él, acorralado, con voz débil y entrecortada, le responde:

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- Nnn-no..., ¿respecto a qué?

- Estamos preparando una fiesta de sorpresa para Ottilia, es su cumpleaños..., poca cosa, sólo para que sepa que la estimamos mucho.

- Aaah..., ¿ y es...?

- Después de la función nocturna..., antes de la cena…, Tony se va a encargar de comprar algunos bocadillos..., podrías acompañarlo al centro..., esta ciudad es muy bonita...

- Me habría gustado ir..., pero tengo un trabajo que hacer.

- “Tú y tus misteriosos quehaceres”...; bueno, nos vemos más tarde..., no te olvides del compromiso.

- No…, gracias…

Después de esa despedida, ella parte, contoneándose, en dirección a su carroma-to, intentando mostrar a cada paso la exuberancia de sus curvas.

el payaso se extasía observando el alejamiento de ese cuerpo, mientras, mesán-dose la barbilla, reflexiona: “Mmh..., Cora, Corita, Cora..., ¡vaya mujer!, ocupa un espacio en el planeta..., y de qué manera..., lo colorea, lo satura con su perfume y lo acaramela con su voz..., hostigando a veces con sus poses y arrumacos, con sus aires de diva y su vanidad. Está aquí, va por allá..., insinuando, seduciendo, susurrando…, no sin cierta clase, claro está..., en pleno verano físico..., con esas caderas y piernas que parecieran no dejar de moverse jamás...”

Haciendo memoria, saca cuentas que nunca la ha visto enferma, ni deprimida, ni siquiera resfriada. Dejándose llevar por su imaginación, se le antoja asociar a Cora con una flor de invernadero, con una solitaria rosa escarlata, exenta de botones, sin más compromiso que el autoexigirse inspirar pasión, una rosa que, según él recuerda, solía blandir espinas solamente ante quien osara faltarle el respeto e invadir sus más íntimos dominios personales.

un brochazo de frío que repentinamente recorre su columna vertebral lo impulsa a girar sobre sus talones para ir a refugiarse en su tienda. el no se da cuenta, pero las sombras del crepúsculo y la mirada de “Nunki”, el más joven de los chimpan-cés, acompañan su desganado caminar.

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La estrechez, la confusión y el desorden de sus pertenencias lo esperan, y sus za-patos parecieran adivinarlo, ya que en vez de aprovechar lo largos y puntiagudos que son, se empeñan en arrastrarse y demorar el avance.

Allá, por detrás de la carpa de los hermanos Johnson, que no son otros que los populares payasos “Platanito” y “Pimentón”, Cora, llave en mano, batalla con la cerradura del carromato que comparte con tony, su atlético conviviente.

un momento después, con el entrecejo comprimido, una ceja enarcada y un ric-tus en su boca, ella logra abrirse paso al interior de su hogar, no sin antes tomarse un punto de la media con una astilla del marco de la puerta.

- ¡Aaaajh!, ¡es el colmo! - refunfuña a media voz, mientras flexiona hacia atrás su pierna derecha a objeto de inspeccionar la cuantía del perjuicio que se ha ocasionado. Luego, tras zafarse de la astilla, descarga su enojo a través del pun-tapié que le propina a “Jacinto”, el viejo y enorme oso de felpa que siempre reposa junto a su cama.

todavía con su rostro un tanto contraído, se acerca a su toilette y enciende la luz para verificar en el espejo el estado en que se encuentra su maquillaje y para reacomodar su cabello. Como ya es costumbre su mirada se concentra en las casi imperceptibles arrugas que enmarcan sus ojos y luego en el persistente brillo de su nariz. tras reempolvarse la cara, hurga en su maleta de afeites para buscar un delineador labial, el que decididamente pareciera estar jugando a las escondidas con el resto de sus cosméticos.

Logrado el objetivo, y tras retocar su boca, se dirige hasta el rincón de su cocina-despensa para hervir agua con la intención de prepararse un café, y es mientras está pasando un paño por la taza que ha escogido ocupar, que recuerda la condi-ción de su media. entonces deja a un lado lo que está haciendo y vuelve hasta el centro de la habitación decidida a cambiarse. en un dos por tres se descalza, cierra las cortinas de las ventanas y se despoja de su atuendo.

el esfuerzo desplegado luego la impulsará a buscar el lecho de un sillón para regu-larizar su respiración y darle un descanso a sus huesos.

Así, solamente en ropa interior y con sus piernas elevadas por sobre uno de los brazos del sillón, permanece un largo instante con su mirada perdida en un remo-to acápite de su pasado.

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La obligada posición de su cabeza, pronto le impone caer en una floja auto-contemplación. Allí está su pecho color nieve, esa barriga que ha empezado a ponérsele un tanto fofa, sus muslos contundentes y ese lunar azul, heredado de su madre, que pareciera pretender esconderse bajo el sostén. entonces, sin dejar de mirarse, se le antoja asociar su cuerpo con un sepulcro, y comienza a preguntarse acerca de las vidas que habían sido sepultadas en él. Su memoria despiadada pron-tamente la compele a concluir que debajo de aquel triángulo de blondas, encajes y elásticos que se anida entre sus piernas se habían conjugado muchos verbos, menos el de la fructificación.

un momento después, mientras se entretiene en sacarle hilachas y pelusas al vesti-do que ha escogido ponerse, una profunda tristeza insiste en marchitarle el rostro, al recordar que tony desde siempre ha venido insinuando su deseo de ser padre. Le parece verlo una vez más tomar en brazos a Lionel, el precoz benjamín de los evans, y divirtiéndose con Ivette, la más pequeña infanta de la familia circense, una regordeta de cara graciosa y pelo chuzo, que no hacía otra cosa que gatear, succionar un chupete y chillar cada vez que tenía alguna necesidad.

Cuando está a punto de seguir atormentándose, reacciona, se enoja consigo mis-ma y descorre las cortinas para recuperar algo de la luz del exterior.

es ejecutando esta acción que sus ojos descubren una imagen que la espanta, y a la que se niega a dar crédito. Allá a lo lejos, pero frente a su propia nariz, viene saliendo tony de la tienda de mademoiselle Jackeline, la cartomántica, con un aire de satisfacción en su rostro y cerrando la cremallera de sus pantalones.

A Cora, que ahora está con sus ojos desorbitados, su respiración contenida y sus manos crispadas, le es imposible emitir sonido gutural alguno y mucho menos liberar el grito de desesperación que está atascado en su garganta. Luego, como una autómata, da unos pasos y se muerde rabiosamente una uña, mientras los pómulos se le inundan con una catarata de lágrimas y rimel.

No puede pensar, no puede gritar, no puede moverse, ni arañarse el rostro, ni sacarse los ojos, y lo peor es que ni siquiera sabe que no puede hacerlo. en un mundo abruptamente oscurecido, sólo su mente palpita, hace arcadas, se deses-pera y se esfuerza en reventar, como si en ella habitara un cúmulo de fuegos, lava ardiente y pus.

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Por ello le resulta natural, como lo son los terremotos y los tornados, asomarse en la puerta y descargar un revólver sobre el objeto de su odio.

La sonrisa y el guiño de ojos que tony había insinuado al divisarla, se han conge-lado para dar paso a una mueca de espanto y dolor. Se la queda mirando así, con unos ojos de enorme asombro, y luego se da por vencido y cae doblado en dos sobre la tierra suelta.

Los disparos, tras detener por unos segundos la rotación del planeta, tienen la virtud de transformar al circo en una colosal y anárquica orquesta sinfónica, que ejecuta a la perfección el preludio del Apocalipsis.

La mujer, con un grito desgarrado, tras arrojar el arma al suelo, corre, se cae, se re-vuelca, vuelve a correr y se abalanza sobre aquella humanidad ensangrentada que es su única razón de existir. Cuando puede tomarle el rostro entre sus manos, lo mira, intenta despertarlo, lo besa, lo llama y lo aprieta contra su pecho, a tiempo que con voz quebrada, pide ayuda:

- ¡¡Noo-ooo,no...!!, ¡no te mueras!, ¡nooooo!, ¡mi amorcito, no...!, yo-yo, yooo no quise hacerlo...!,¡¿por qué?!....¡aaaay! ¡Ayúdenme!, ¡ayúdenme!, ¡¿que no ven que se me está muriendo?!, ¡¡noooo...!! ¡Ayúdenme!, ¡no se queden allí, vengan!, ¡llamen a un médico!, ¡apúrense! ¡Frutillita lindo!, ¡ayúdame, ayúdame!, ¡qué bueno que llegaste…!, ¡tómalo de allí, tápale su pierna, que no se desangre! ...¡con este pañuelo!, ¡pero, rápido!

- ¡Tranquilízate!!...¡que la herida no entre en contacto con la tierra!... ¡Está respirando!...¡No lo muevas...! ¡A ver..., así, así, déjalo así!... ¡Marcel, revísalo, revísalo bien!, ¡ve cuán..., cuántos disparos recibió! – ordena Frutilla.

- ¡Pee-ero...!

- ¡Nada!, ¡cálmate!, ¡y no aflojes este torniquete!

- ¡Hay que pedir una ambulancia! ¡Hay que avisarle a Mr. Smith! - exclamará una voz de entre el tumulto.

- ¡Avisar, nada!, ¡sujeta aquí! ¡¿Y qué me dices, pues hombre?! ¿Sólo en la pier-na?

- ¡Sss-sí...!, ¡sólo uno!, ¡por suerte esta Cora no...!

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- ¡Aay, Dios mío!, ¡gracias a Dios!, si yo..., yo..., no puede ser...¡¿cómo fui a hacer algo así?!, debo estar loca, ¡loca...! – comenta la agresora con las manos a los costados de su cara, y una expresión de espanto.

Será en el instante en que levante su congestionado rostro, que por entre el biom-bo de pestañas, lágrimas y rimel que nubla sus ojos, Cora identifique entre la gente que les rodea la difusa cara de su presunta rival; motivo suficiente para que con voz entrecortada, proceda a culparla de su drama.

La cartomántica, aterrada con la escena que está presenciando, e indignada por la responsabilidad que se le imputa, mete los dedos de su diestra entre su abundante cabellera negra y reaccionando como un reptil herido, de inmediato espetará:

- ¡¿Pero, qué estás diciendo?! ¡No hables sandeces!, ¡estás demente! ¡Una celosa neurótica, eso es lo que eres! ¡¿Qué no ves que Tony sólo pasó a preguntarme por...!? ¡¿Pero qué tengo que estarle dando explicaciones a una enferma yo?!

- ¡Bruja perversa...!, ¡algún maleficio tienes que haberle hecho a mi pobre Tony...! ¡¿Qué fue?! ¡¿Lo fumaste, o le hiciste uno de tus sahumerios, maldita?!

- ¡¿Maleficios?! ¡¿Qué maleficios...?!, ¡y maldita tu abuela, infeliz!!

- ¡Ya, ya!, ¡después se matan! - grita con energía Frutilla, interponiéndose en-tre ambas mujeres, en el mismo instante en que llega junto a ellos el oficial de primeros auxilios del circo. La presencia de “el doctor Sopapo”, como es conocido omar Skinner, el enfermero especialista en laxantes, impone apaci-guamiento en aquel redil que concentra cada vez más espectadores.

- ¡A ver, a ver!, ¡despejen!, ¡¿que no ven que están sofocando al..., “al accidentado”?! - ordenaría Skinner, para luego agregar: ¡Justino, alcánzame el botiquín! ¡Hilse, ayúdame!... ¡Que alguien se lleve a Cora!, ¡tranquilícenla...!. “Usted, mademoiselle Jackeline, vuelva a su tienda, ¿ya?” ¡Todo está bajo control! ¡Déjenme trabajar!

La tarde estaba muriendo, pero tony sobreviviría, y Frutilla ya se lo imagina haciéndose la víctima, perdonando a Cora, y dejándose regalonear por ella como de costumbre. Se lo imagina cojeando, revoloteando tímidamente por aquí y por allá entre tiendas y carromatos, en un período de recuperación que de seguro no contemplaría acercamientos a la enigmática y no poco atractiva cartomántica.

Con esos pensamientos, Frutilla echa a andar, arrastrando los pies, como si jugara

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a hacerse el anciano, o como si todo el fardo que era aquel cuasi-crimen pasio-nal hubiera sido cargado en sus espaldas. Los ojos comienzan a llenársele con la textura y el color de la tierra que le separa de su carpa y es entonces que vuelve a sentir nítidamente el llamado de la muerte. Y se pregunta si aquella sensación es producto de haber acumulado mucha corriente electrostática en su cuerpo, o si no es más que la encarnación del vaticinio “tierra eres y en tierra te convertirás”.

Luego empieza a deleitarse con la idea que desde hace un tiempo él tiene de los entierros. Le parece estar sintiendo el abrazo afectuoso y placentero de la tierra, así, sumergido en un profundo sueño, como cuando siendo niño se dejaba en-terrar hasta el cuello por su prima Delia, en las doradas arenas de la playa “La Barca”.

Pensando en que en algunos minutos más va a poder codearle un té a su amiga Dalila, la esposa de Basilio, el lanzallamas, apura el tranco para después abrirse paso entre las lonas que dan forma a su hogar.

Ha venido sintiendo un persistente ardor en sus tripas, pero como de costumbre no hace mayor caso a sus dolencias y se dedica a buscar hilo y aguja para sentarse en su cama y darse a la tarea de parchar la rodilla izquierda de su pantalón de escena. Su tenida tenía varios parches de confección, todos de vivos colores, pero este parche no vendría a ser una mera decoración, pues serviría para tapar el pi-quete que se había originado en la tela con una brusca caída en la pista, durante el transcurso de la función de vermouth, cuando hacía piruetas como partner de Nanuska, la equilibrista.

Levanta su rostro y dirige su lánguida mirada hacia la multicolor chaqueta que cuelga de una percha. Su tenida estaba bastante gastada en realidad, descolorida y arrugada. La había usado por años. el género había venido soportando tanto caí-das y tirones como sucesivos baños de agua, tortas, huevos y aserrín. Antes nunca había faltado alguna encargada de ropería o una buena compañera de trabajo que se dedicara a lavarle, remendarle y plancharle sus trajes, pero en la actualidad ya no contaba con tales auspicios.

“El odio es producto del amor..., o es una diversa forma de amar...”, - murmura para sí, para luego agregar: “el opuesto absoluto del amor es la indiferencia..., y este traje no me es indiferente..., ¡cuánto lo detesto..., y cuánto lo respeto…!, como a mi propia cara, como a mi cuerpo...

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Llegando a este punto de sus elucubraciones, deja a un lado su labor y se yergue para proceder a darse una profunda y triste mirada en el espejo, y enseguida sen-tenciar: Los trapos y las pinturas, como mi mismo físico, han sido medios para dejarme ver, para subsistir..., me han permitido adoptar una forma dentro del circo..., en este mundo, en donde tanta importancia las apariencias tienen. Muy pronto, mirando fija e intensamente la imagen que le devuelve el espejo, se preguntará: ¿Qué es lo que tengo frente a mí? ¿Qué verdad es la que refleja este vidrio? Un rostro ajado, un tanto huesudo, una boca con comisuras caídas, un par de ojos nostálgicos del brillo e inocencia de otrora, una cabellera greñuda, medio reseca, unas orejas grandes cada vez más velludas... ¿Y debajo de las ropas, qué?; un tórax ancho, entrecano, que forma parte de un cuerpo que pretende seguir siendo atlético..., un vientre flácido, un pájaro frío y lacio que ya perdió la esperanza de encontrar un nido..., unas piernas con bisa-gras medio oxidadas... ; el mismo rostro de cada día..., el mismo, o uno cada vez peor. Debe existir la reencarnación, ¿ah?, de otro modo sería injusto disponer de una sola vida y estar encadenados a una única forma física y síquica de ser. Sería mucho más entretenido tener hoy cabeza y actitud de equino y mañana de cerdo, de búho, o de jirafa. ¿Por qué no ser listo un día y más tontorrón y torpe que nadie en otro?, o serio y formal por la mañana y bufón por la noche. ¿Por qué no probar en uno mismo todas las formas de ser, de sentir y hacer? ¿Por qué no? ¿Dónde establecería yo lo límites? ¿Los habría?, ¿siempre debe haberlos?

tras recapacitar un instante, con un brillo entre malicioso e inocente en sus ojos y una enigmática sonrisa, se solazará colmándose de nuevas inquietudes, cuando cabizbajo y con aires propios de un adolescente, quedamente se pregunte: ¿Y quién soy yo?, ¿qué he sido yo hasta ahora para mí mismo y para los demás? ¿Payaso, hombre, hijo, amante, amigo, alumno, subalterno, cliente? ¿Qué más? Para mí mis-mo, no he sido más que una especie de nebulosa indefinible..., imposible de llegar a conocer por entero, y más imposible de entender y apreciar...; si hasta me asombro a veces frente al espejo al descubrir que tengo un físico determinado. Y mucho más me asombro cuando adquiero conciencia de que se me ha asignado un nombre, y que se espera de mí lo que yo pienso que no es obvio esperar. ¿Y qué podría rescatarse de mí? Quizá mi empeño en tratar de no dañar a nadie, aun cuando en este mundo nuestra sola presencia o nuestro silencio puede herir u ofender a alguien. ¿Y qué rescataría yo de mi existencia? ¿Con qué querría quedarme?, ¿qué querría llevarme yo como equi-paje a la otra vida?

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Describiendo un pequeño círculo con sus pasos y llevando las manos tomadas atrás, muy luego, envuelto en la semipenumbra de su tienda, en voz baja pero no sin énfasis, se responderá:

- Hummm..., de cierto me digo que... sólo desearía llevar conmigo el amor..., los momentos de amor puro, intenso y sublime que mi incontrolable corazón me ha deparado, junto a todas las sensaciones y estados que nos inundan al estar desespe-radamente enamorados. Nada más.

tras detener su andar y mientras con una mano se rastrilla la nuca, se regocijará haciéndose una pregunta que en el instante mismo de formularla la asocia a la redacción de una lista de nombres.

- ¿Y qué y a quiénes he amado yo?, ¿eh?

Y entonces, inmóvil, con la mirada perdida en el infinito que existe más allá de las lonas de su hogar, con cierto desgano, se dirá:

- Me lo pregunto como si no supiese..., como si no estuviera seguro que sólo amamos a Dios a través de nuestros semejantes y de los diversos elementos de su creación...

enseguida, tras volver a sentarse en su cama y retomar su trabajo con la aguja y el hilo, con un aire melancólico en su rostro, agregará:

- Lo que obviamente no significa que vaya uno por el mundo sin llevar adheridos al alma rostros, voces, actitudes, frases y gestos plenamente identificables. He amado como ama un niño y como lo hace un anciano, nunca como un toro en el ruedo, ansioso de embestir sin preocuparse de su inalterable destino...; he tenido mis sentimientos como aguas en una represa, exasperadamente reprimidos, o los he disfrazado de amistad, o los he declarado entre líneas, con reservas, o a través de malditas y sutiles metáforas, que pretenden decir sin hablar y mostrar sin exhibir, y que jamás habrán de obtener las respuestas rotundas y absolutas que el muy estúpido que soy yo anda buscando. ¡Nada más jocoso que un simple mortal per-siguiendo absolutos en un universo de relativismos! Qué cruel y divertidamente absurda ha sido toda mi vida...; ¿qué otro oficio podría tener sino el de payaso barato un espécimen como yo? ¿En que momento me pasmé y dejé de desarrollar-me y madurar?, ¿en qué momento me desvié del camino y me perdí entre charcos y matorrales, habiendo permanecido las estrellas como siempre han estado, sobre mi cabeza?

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Sus divagaciones se interrumpen bruscamente, cuando una mano regordeta y velluda, que él muy bien conoce, entreabre las lonas de entrada a la tienda.

es mister Smith, el maestro de ceremonias y jefe de personal del circo, quien le hace una intempestiva visita para de golpe decirle:

- ¡Ah!, ¡estás aquííí...!, ¡necesito hablar contigo!

entonces, una voluminosa corpulencia cubierta por un flamante frac negro recién estrenado y emanando la marcada fragancia que le identifica, se adentra con paso seguro y se planta frente a él, no trepidando en vulnerar la privacidad a la que se supone tiene derecho el único residente de ese habitáculo.

Casi de inmediato, el engominado bigote de Smith comienza a bailar al compás de su boca y de sus inquisitivos y burlones ojos, cuando con voz sarcástica y tro-nante, entre soplido y resoplido, le propone:

- ¡A ver...!, ¡¿qué te parece si.., si hacemos un trato?!

el payaso, sumamente extrañado, y con su entrecejo arrugado, permanece inmó-vil, entre sentado y hundido en su lecho, mirando fijamente al hombrón, sin ati-nar respuesta, con la actitud propia de quien se siente en desventaja para repeler la ofensiva de la que presume será objeto.

Mister Smith, que jamás ha tenido duda de su predominio, sin dar mayor tregua, y con una inusual sonrisilla en su trompa, echándose una mano al bolsillo, pron-tamente, le pregunta:

- ¡¿Y qué te sorprende?! ¿Es que alguna vez he propuesto tratos indecorosos a alguien yo?

- “¿Indecorosos?” - se pregunta el payaso, como si estuviera jugando a hacer ecos, sin dejar de mirar las gruesas facciones de su interlocutor.

- ¡Hum!, puedes pensar lo que quieras..., “pero, te advierto”, ¡no quiero empezar una vez más, ¿eh?! ¿Ves esta moneda?, ¿aaah?; pues bien..., “te propongo lo siguiente”..., si sale “cara” hablo yo..., “tú no dices ni una sola palabra”..., y si sale “cruz”, enton-ces ganas tú, y yo hago mutis por el foro y me largo, ¿entendido?. A ver..., asíii..., moneda al aire... yyy... ¡ya está! ¡¿Veamos?! ¡Já!, ¡”cara” fue!, ¡perdiste!

- ¿Pero..., cómo...?, ¿no será mucho trabajo lanzar la moneda, hacer de ministro de